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Leopoldo Alas, «Clarín» La Regenta II Colección Averroes

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Leopoldo Alas, «Clarín»

La Regenta II

Colección Averroes

Colecc ión AverroesConse jer ía de Educac ión y C ienc iaJ u n t a d e A n d a l u c í a

Índice

Capítulo XVI ......................................................................... 5

Capítulo XVII ...................................................................... 72

Capítulo XVIII ................................................................... 113

Capítulo XIX ..................................................................... 140

Capítulo XX ...................................................................... 173

Capítulo XXI ..................................................................... 219

Capítulo XXII .................................................................... 264

Capítulo XXIII ................................................................... 308

Capítulo XXIV................................................................... 331

Capítulo XXV.................................................................... 355

Capítulo XXVI................................................................... 393

Capítulo XXVII ................................................................. 430

Capítulo XVIII................................................................... 471

Capítulo XIX ..................................................................... 508

Capítulo XXX.................................................................... 557

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Capítulo XVI

Con octubre muere en Vetusta el buen tiempo. Al mediarnoviembre suele lucir el sol una semana, pero como si fuera yaotro sol, que tiene prisa y hace sus visitas de despedidapreocupado con los preparativos del viaje del invierno. Puededecirse que es una ironía de buen tiempo lo que se llama elveranillo de San Martín. Los vetustenses no se fían de aquelloshalagos de luz y calor y se abrigan y buscan su manera peculiarde pasar la vida a nado durante la estación odiosa que se prolongahasta fines de abril próximamente. Son anfibios que se preparan avivir debajo del agua la temporada que su destino les condena aeste elemento. Unos protestan todos los años haciéndose denuevas y diciendo: «¡Pero ve usted qué tiempo!» Otros, másfilósofos, se consuelan pensando que a las muchas lluvias se debela fertilidad y hermosura del suelo. «O el cielo o el suelo, todo nopuede ser».

Ana Ozores no era de los que se resignaban. Todos los años, aloír las campanas doblar tristemente el día de los Santos, por latarde, sentía una angustia nerviosa que encontraba pábulo en losobjetos exteriores, y sobre todo en la perspectiva ideal de uninvierno, de otro invierno húmedo, monótono, interminable, queempezaba con el clamor de aquellos bronces.

Aquel año la tristeza había aparecido a la hora de siempre.Estaba Ana sola en el comedor. Sobre la mesa quedaban lacafetera de estaño, la taza y la copa en que había tomado café yanís don Víctor, que ya estaba en el Casino jugando al ajedrez.Sobre el platillo de la taza yacía medio puro apagado, cuya cenizaformaba repugnante amasijo impregnado del café frío derramado.Todo esto miraba la Regenta con pena, como si fuesen ruinas deun mundo. La insignificancia de aquellos objetos que

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contemplaba le partía el alma; se le figuraba que eran símbolo deluniverso, que era así, ceniza, frialdad, un cigarro abandonado a lamitad por el hastío del fumador. Además, pensaba en el maridoincapaz de fumar un puro entero y de querer por entero a unamujer. Ella era también como aquel cigarro, una cosa que nohabía servido para uno y que ya no podía servir para otro.

Todas estas locuras las pensaba, sin querer, con muchaformalidad. Las campanas comenzaron a sonar con la terriblepromesa de no callarse en toda la tarde ni en toda la noche. Anase estremeció. Aquellos martillazos estaban destinados a ella;aquella maldad impune, irresponsable, mecánica del broncerepercutiendo con tenacidad irritante, sin por qué ni para qué, sólopor la razón universal de molestar, creíala descargada sobre sucabeza. No eran fúnebres lamentos las campanadas, como decíaTrifón Cármenes en aquellos versos del Lábaro del día, que ladoncella acababa de poner sobre el regazo de su ama; no eranfúnebres lamentos, no hablaban de los muertos, sino de la tristezade los vivos, del letargo de todo; ¡tan, tan, tan! ¡Cuántos!,¡cuántos! ¡Y los que faltaban! ¿Qué contaban aquellos tañidos?Tal vez las gotas de lluvia que iban a caer en aquel otro invierno.

La Regenta quiso distraerse, olvidar el ruido inexorable, ymiró El Lábaro . Venía con orla de luto. El primer fondo, que, sinsaber lo que hacía, comenzó a leer, hablaba de la brevedad de laexistencia y de los acendrados sentimientos católicos de laredacción. «¿Qué eran los placeres de este mundo? ¿Qué la gloria,la riqueza, el amor?» En opinión del articulista, nada; palabras,palabras, palabras, como había dicho Shakespeare. Sólo la virtudera cosa sólida. En este mundo no había que buscar la felicidad, latierra no era el centro de las almas decididamente . Por todo locual lo más acertado era morirse; y así, el redactor, que habíacomenzado lamentando lo solos que se quedaban los muertos,

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concluía por envidiar su buena suerte. Ellos ya sabían lo quehabía más allá , ya habían resuelto el gran problema de Hamlet: tobe or not to be . ¿Qué era el más allá? Misterio. De todos modos,el articulista deseaba a los difuntos el descanso y la gloria eterna.Y firmaba: «Trifón Cármenes». Todas aquellas necedadesensartadas en lugares comunes; aquella retórica fiambre, sin pizcade sinceridad, aumentó la tristeza de la Regenta; esto era peor quelas campanas, más mecánico, más fatal; era la fatalidad de laestupidez; y también ¡qué triste era ver ideas grandes, tal vezciertas, y frases, en su original sublimes, allí manoseadas,pisoteadas y por milagros de la necedad convertidas en materialiviana, en lodo de vulgaridad y manchadas por las inmundiciasde los tontos...! «¡Aquello era también un símbolo del mundo; lascosas grandes, las ideas puras y bellas, andaban confundidas conla prosa y la falsedad y la maldad, y no había modo desepararlas!» Después Cármenes se presentaba en el cementerio ycantaba una elegía de tres columnas, en tercetos entreverados desilva. Ana veía los renglones desiguales como si estuvieran enchino; sin saber por qué, no podía leer; no entendía nada; aunquela inercia la obligaba a pasar por allí los ojos, la atenciónretrocedía, y tres veces leyó los cinco primeros versos, sin saberlo que querían decir... Y de repente recordó que ella tambiénhabía escrito versos, y pensó que podían ser muy malos también.«¿Si habría sido ella una Trifona? Probablemente, ¡y quédesconsolador era tener que echar sobre sí misma el desdén quemereciera todo! ¡Y con qué entusiasmo había escrito muchas deaquellas poesías religiosas, místicas, que ahora le aparecíanamaneradas, rapsodias serviles de Fray Luis de León y San Juande la Cruz! Y lo peor no era que los versos fueran malos,insignificantes, vulgares, vacíos... ¿Y los sentimientos que loshabían inspirado? ¿Aquella piedad lírica? ¿Había valido algo? Nomucho, cuando ahora, a pesar de los esfuerzos que hacía por

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volver a sentir una reacción de religiosidad... ¿Si en el fondo nosería ella más que una literata vergonzante, a pesar de no escribirya versos ni prosa? ¡Sí, sí, le había quedado el espíritu falso,torcido de la poetisa, que por algo el buen sentido vulgardesprecia!»

Como otras veces, Ana fue tan lejos en este vejamen de símisma, que la exageración la obligó a retroceder y no paró hastaechar la culpa de todos sus males a Vetusta, a sus tías, a donVíctor, a Frígilis, y concluyó por tenerse aquella lástima tierna yprofunda que la hacía tan indulgente a ratos para con los propiosdefectos y culpas.

Se asomó al balcón. Por la plaza pasaba todo el vecindario dela Encimada camino del cementerio, que estaba hacia el Oeste,más allá del Espolón sobre un cerro. Llevaban los vetustenses lostrajes de cristianar; criadas, nodrizas, soldados y enjambres dechiquillos eran la mayoría de los transeúntes; hablaban a gritos,gesticulaban alegres; de fijo no pensaban en los muertos. Niños ymujeres del pueblo pasaban también, cargados de coronasfúnebres baratas, de cirios flacos y otros adornos de sepultura. Devez en cuando un lacayo de librea, un mozo de cordel atravesabanla plaza abrumados por el peso de colosal corona de siemprevivas,de blandones como columnas, y catafalcos portátiles. Era el lutooficial de los ricos que sin ánimo o tiempo para visitar a susmuertos les mandaban aquella especie de besa-la-mano. Laspersonas decentes no llegaban al cementerio; las señoritasemperifolladas no tenían valor para entrar allí y se quedaban en elEspolón paseando, luciendo los trapos y dejándose ver, como losdemás días del año. Tampoco se acordaban de los difuntos; perolo disimulaban; los trajes eran oscuros, las conversaciones menosestrepitosas que de costumbre, el gesto algo más compuesto... Sepaseaba en el Espolón como se está en una visita de duelo en los

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momentos en que no está delante ningún pariente cercano deldifunto. Reinaba una especie de discreta alegría contenida. Si enalgo se pensaba alusivo a la solemnidad del día era en la ventajapositiva de no contarse entre los muertos. Al más filósofovetustense se le ocurría que no somos nada, que muchos de susconciudadanos que se paseaban tan tranquilos, estarían el año queviene con los otros; cualquiera menos él.

Ana aquella tarde aborrecía más que otros días a losvetustenses; aquellas costumbres tradicionales, respetadas sinconciencia de lo que se hacía, sin fe ni entusiasmo, repetidas conmecánica igualdad como el rítmico volver de las frases o losgestos de un loco; aquella tristeza ambiente que no teníagrandeza, que no se refería a la suerte incierta de los muertos,sino al aburrimiento seguro de los vivos, se le ponían a la Regentasobre el corazón, y hasta creía sentir la atmósfera cargada dehastío, de un hastío sin remedio, eterno. Si ella contara lo quesentía a cualquier vetustense, la llamaría romántica; a su maridono había que mentarle semejantes penas; en seguida se alborotabay hablaba de régimen, y de programa y de cambiar de vida. Todomenos apiadarse de los nervios o lo que fuera.

Aquel programa famoso de distracciones y placeres formadoentre Quintanar y Visitación había empezado a caer en desuso alos pocos días, y apenas se cumplía ya ninguna de sus partes. Alprincipio Ana se había dejado llevar a paseo, a todos los paseos,al teatro, a la tertulia de Vegallana, a las excursiones campestres;pero pronto se declaró cansada y opuso una resistencia pasiva queno pudieron vencer don Víctor y la del Banco.

Visita encogía los hombros. «No se explicaba aquello. ¡Quémujer era Ana! Ella estaba segura de que Álvaro le parecíaretebién, Álvaro seguía su persecución con gran maña, lo habíanotado, ella le ayudaba, Paquito le ayudaba, el bendito don Víctor

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ayudaba también sin querer... y nada. Mesía, preocupado, triste,bilioso, daba a entender, a su pesar, que no adelantaba un paso.¿Andaría el Magistral en el ajo?» Visita se impuso la obligaciónde espiar la capilla del Magistral; se enteró bien de las tardes quese sentaba en el confesonario, y se daba una vuelta por allí,mirando por entre las rejas con disimulo para ver si estaba la otra .Después averiguó que la habían visto confesando por la mañana alas siete. «¡Hola! Allí había gato». No presumía la del Banco lasatrocidades que se le habían pasado por la imaginación a Mesía;no pensaba, Dios la librara, que Ana fuera capaz de enamorarsede un cura como la escandalosa Obdulia o la de Páez, tonta ymaniática que despreciaba las buenas proporciones y cuandochica comía tierra; Ana era también romántica (todo lo que no eraparecerse a ella lo llamaba Visita romanticismo), pero de otromodo; no, no había que temer, sobre todo tan pronto, una pasiónsacrílega; pero lo que ella temía era que el Provisor, por hacerguerra al otro -las razones de pura moralidad no se le ocurrían a ladel Banco-, empleara su grandísimo talento en convertir a laRegenta y hacerla beata. ¡Qué horror! Era preciso evitarlo. Ella,Visita, no quería renunciar al placer de ver a su amiga caer dondeella había caído; por lo menos verla padecer con la tentación.Nunca se le había ocurrido que aquel espectáculo era fuente deplaceres secretos intensos, vivos como pasión fuerte; pero ya quelo había descubierto, quería gozar aquellos extraños saborespicantes de la nueva golosina. Cuando observaba a Mesía enacecho, cazando, o preparando las redes por lo menos, en el cotode Quintanar, Visitación sentía la garganta apretada, la boca seca,candelillas en los ojos, fuego en las mejillas, asperezas en loslabios. «Él dirá lo que quiera, pero está chiflado», pensaba con unsecreto dolor que tenía en el fondo una voluptuosidad como laproduce una esencia muy fuerte; aquellos pinchazos que sentía enel orgullo, y en algo más guardado, más de las entrañas, los

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necesitaba ya, como el vicioso el vicio que le mata, que le lastimaal gozarlo; era el único placer intenso que Visitación se permitíaen aquella vida tan gastada, tan vulgar, de emociones repetidas. Eldulce no la empalagaba, pero ya le sabía poco a dulce; aquellanueva pasioncilla era cosa más vehemente. Quería ver a laRegenta, a la impecable, en brazos de don Álvaro; y también legustaba ver a don Álvaro humillado ahora, por más que deseara suvictoria, no por él, sino por la caída de la otra. Inventó muchosmedios para hacerles verse y hablarse sin que ellos lo buscasen, almenos sin que lo buscase Ana. Paco, sin la mala intención deVisita, la ayudaba mucho en tal empresa. Aunque en la primerocasión oportuna don Álvaro se había hecho ofrecer por el mismoQuintanar el caserón de los Ozores, y ya había aventurado algunasvisitas, comprendió que por entonces no debía ser aquél el teatrode sus tentativas, y donde se insinuaba era en el Espolón, conmiradas y otros artificios de poco resultado, o en casa deVegallana y en las excursiones al Vivero con más audacia, aunqueno mucha, pero con escasa fortuna. Ana ponía todas las fuerzas desu voluntad en demostrar a don Álvaro que no le temía. Leesperaba siempre, desafiaba sus malas artes; sin jactancia le dabaa entender que le tenía por inofensivo.

Las excursiones al Vivero se habían repetido con frecuenciadurante todo octubre. Ana veía a Edelmira y a Obdulia, que sehabía declarado maestra de la niña colorada y fuerte, correr comolocas por el bosque de robles seculares perseguidas por PacoVegallana, Joaquín Orgaz y otros íntimos ; veíalas arrojarseintrépidas al pozo que estaba cegado y embutido con hierba seca,y en estas y otras escenas de bucólica picante llenas de alegría,misteriosos gritos, sorpresas, sustos, saltos, roces y contactos, nohabía encontrado más que una tentación grosera, fuerte alacercarse a ella, al tocarla, pero repugnante de lejos, vista a

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sangre fría. Don Álvaro había notado que por este camino poco sepodría adelantar, por ahora, con la Regenta. Nada más ridículo enVetusta que el romanticismo. Y se llamaba romántico todo lo queno fuese vulgar, pedestre, prosaico, callejero. Visita era el papa deaquel dogma antirromántico. Mirar a la luna medio minutoseguido era romanticismo puro; contemplar en silencio la puestadel sol... ídem; respirar con delicia el ambiente embalsamado delcampo a la hora de la brisa... ídem; decir algo de las estrellas...ídem; encontrar expresión amorosa en las miradas, sin necesidadde ponerse al habla... ídem; tener lástima de los niños pobres...ídem; comer poco... ¡oh!, esto era el colmo del romanticismo.

-La de Páez no come garbanzos -decía Visita- porque eso no esromántico.

La repugnancia que por los juegos locos del Vivero sentíaAnita, era romanticismo refinado, en opinión de la del Banco. Selo decía ella a don Álvaro:

-Mira, chico, eso es hacer la tonta, la literata, la mujersuperior, la platónica... Que yo me escame y no deje acercarse aesos mocosos que luego se van dando pisto al Casino con susdemasías, no tiene nada de particular, porque... en fin, yo meentiendo; pero ella no tiene motivo para desconfiar, porque niPaco ni Joaquín se van a atrever a tocarle el pelo de la ropa...Todo eso es romanticismo, pero a mí no me la da; por aquello depulvisés.

En eso confiaba Mesía, en el pulvisés de Visita; pero seimpacientaba ante aquel romanticismo de la Regenta. Él creíafirmemente que «no había más amor que uno, el material, el delos sentidos; que a él había de venir a parar aquello, tarde otemprano, pero temía que iba a ser tarde; la Regenta tenía la

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cabeza a pájaros, y no había que aventurar ni un mal pisotón, sopena de exponerse a echarlo a rodar todo».

«Además -pensaba don Álvaro-, el día que yo me atreva, portener ya preparado el terreno, a intentar un ataque franco,personal -era la palabra técnica en su arte de conquistador-, no hade ser en el campo, aunque parece que es el lugar más apropósito. He notado que esta mujer enfrente de la naturaleza, dela bóveda estrellada, de los montes lejanos, al aire libre, en suma,se pone seria como un colchón, calla, y se sublimiza, allá a sussolas. Está hermosísima así, pero no hay que tocar en ella». Másde una vez, en medio del bosque del Vivero, a solas con Ana, donÁlvaro se había sentido en ridículo; se le había figurado queaquella señora, a quien estaba seguro de gustar en el salón delMarqués, allí le despreciaba. Veíala mirarle de hito en hito,levantar después los ojos a las copas de los añosos robles, y sehabía dicho: «Esta mujer me está midiendo; me está comparandocon los árboles y me encuentra pequeño; ¡ya lo creo!»

Lo que no sabía don Álvaro, aunque por ciertos síntomasfavorables lo presumiese a veces su vanidad, era que la Regentasoñaba casi todas las noches con él. Irritaba a la de Quintanar estainsistencia de sus ensueños. ¿De qué le servía resistir en vela,luchar con valor y fuerza todo el día, llegar a creerse superior a laobsesión pecaminosa, casi a despreciar la tentación, si la flacanaturaleza a sus solas, abandonada del espíritu, se rendía adiscreción, y era masa inerte en poder del enemigo? Al despertarde sus pesadillas con el dejo amargo de las malas pasionessatisfechas, Ana se sublevaba contra leyes que no conocía, ypensaba desalentada y agriado el ánimo en la inutilidad de susesfuerzos, en las contradicciones que llevaba dentro de sí misma.Parecíale entonces la humanidad compuesto casual que servía dejuguete a una divinidad oculta, burlona como un diablo. Pronto

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volvía la fe, que se afanaba en conservar y hasta fortificar -con elterror de quedarse a oscuras y abandonada si la perdía-, volvía adesmoronar aquella torrecilla del orgulloso racionalismo, retoñoimpuro que renacía mil veces en aquel espíritu educado lejos deuna saludable disciplina religiosa. Se humillaba Ana a losdesignios de Dios, pero no por esto desaparecía el disgusto de símisma, ni el valor para seguir la lucha se recobraba... Contribuíanestos desfallecimientos nocturnos a contener los progresos de lapiedad, que el Magistral procuraba despertar con gran prudencia,temeroso de perder en un día todo el terreno adelantado, si dabaun mal paso.

Ni en la mañana en que la Regenta reconcilió con don Fermín,antes de comulgar, ni ocho días más tarde, cuando volvió alconfesonario, ni en las demás conferencias matutinas en quedeclaró al padre espiritual dudas, temores, escrúpulos, tristezas,dijo Ana aquello que al determinarse a rectificar su confesióngeneral se había propuesto decir: no habló de la gran tentaciónque la empujaba al adulterio -así se llamaba- mucho tiempo hacía.

Buscó subterfugios para no confesar aquello, se engañó a símisma, y el Magistral sólo supo que Ana vivía de hecho separadade su marido, quo ad thorum, por lo que toca al tálamo, no porreyerta, ni causa alguna vergonzosa, sino por falta de iniciativa enel esposo y de amor en ella. Sí, esto lo confesó Ana, ella noamaba a su don Víctor como una mujer debe amar al hombre queescogió, o le escogieron, por compañero; otra cosa había: ellasentía, más y más cada vez, gritos formidables de la naturaleza,que la arrastraban a no sabía qué abismos oscuros, donde noquería caer; sentía tristezas profundas, caprichosas; ternura sinobjeto conocido; ansiedades inefables; sequedades del ánimorepentinas, agrias y espinosas, y todo ello la volvía loca, teníamiedo no sabía a qué, y buscaba el amparo de la religión para

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luchar con los peligros de aquel estado. Esto fue todo lo que pudosaber el Magistral sobre el particular; nada de acusacionesconcretas. Él tampoco se atrevía a preguntar a la Regenta lo quetratándose de otra hubiera sido necesariamente parte de su hábilinterrogatorio. Aunque la curiosidad le quemaba las entrañas,aguantaba la comezón y se contentaba con sus conjeturas: loprincipal, lo primero no era querer saber a la fuerza más de lo queella espontáneamente quería decir; lo principal, lo primero eramostrarse discreto, desapasionado, superior a los defectosvulgares de la humanidad.

«En estas primeras conferencias -se decía el Magistral- no setrata aún de estudiarla bien a ella, sino de hacerme agradable; deimponerme por la grandeza de alma; debo hacerla mía por obradel espíritu y después... ella hablará... y sabré lo del Vivero, queme parece que no fue nada entre dos platos».

De lo que había pasado en la excursión del día de SanFrancisco de Asís y en otras sucesivas procuró De Pas enterarseen las conversaciones que tuvo con su amiga fuera de la Iglesia;dentro del cajón sagrado no había modo decoroso de preguntarciertas menudencias a una mujer como Anita.

La Regenta agradecía al Magistral su prudencia, su discreción.Veía con placer que más se aplicaba el bendito varón a prepararleuna vida virtuosa mediante la consabida higiene espiritual, que aescudriñar lo pasado y las turbaciones presentes con preguntas demicroscopio, como él las había llamado hablando de estas cosas.

«Lo principal era no violentar el espíritu indisciplinado de laRegenta; había que hacerla subir la cuesta de la penitencia sin queella lo notase al principio, por una pendiente imperceptible, quepareciese camino llano; para esto era necesario caminar en zig-zag, hacer muchas curvas, andar mucho y subir poco... pero no

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había remedio; después, más arriba, sería otra cosa; ya se le haríasubir por la línea de máxima pendiente». Así, con estas metáforasgeométricas pensaba el Magistral en tal asunto, para él muyimportante, porque la idea de que se le escapase aquella penitente,aquella amiga, le daba miedo.

Una mañana ella le habló por fin de sus ensueños; cada palabraiba cubierta con un velo; pocas bastaron al Magistral paracomprender; la interrumpió, le ahorró la molestia de rebuscar laspocas frases cultas con que cuenta nuestro rico idioma paraexpresar materias escabrosas; y aquel día pudo ser, merced a esto,la conferencia tan ideal y delicada en la forma como todas lasanteriores. Pero él entró en el coro menos tranquilo que solía.Arrellanado en su sitial del coro alto, manoseando los relieveslúbricos de los brazos de su silla, De Pas, mientras los colegialesponían el grito en el cielo, comentaba, como si rumiara, lasrevelaciones de la Regenta.

«¡Soñaba! La fortaleza de la vigilia desvanecíase por la noche,y sin que ella pudiese remediarlo, la mortificaban visiones ysensaciones importunas, que a tener responsabilidad de ellasserían pecado cierto... En plata, que doña Ana soñaba con unhombre...» Don Fermín se revolvía en la silla de coro, cuyoasiento duro se le antojaba lleno de brasas y de espinas. Y entanto que el dedo índice de la mano derecha frotaba dosprominencias pequeñas y redondas del artístico bajo-relieve querepresentaba a las hijas de Lot en un pasaje bíblico, él, sin pensaren esto, es claro, procuraba arrancar a las tinieblas de suignorancia el secreto que tanto le importaba: ¿con quién soñaba laRegenta? ¿Era una persona determinada...? Y poniéndosecolorado como una amapola en la penumbra de su asiento, queestaba en un rincón del coro alto, pensaba: «¿seré yo?»

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Entonces le zumbaban los oídos, y ya no oía las voces gravesdel sochantre y de los salmistas, ni el rum rum del hebdomadario,que allá abajo gruñía recitando de mala gana los latines de Prima .

«No, no caería en la tentación de convertir aquella dulcísimaamistad naciente, que tantas sensaciones nuevas y exquisitas leprometía, en vulgar escándalo de las pasiones bajas de que susenemigos le habían acusado otras veces. Verdad era que la idea deser objeto de los ensueños que confesaba la Regenta le halagaba;esto no podía negarlo. ¿Cómo engañarse a sí mismo? ¡Si apenaspodía mantenerse sentado sobre la tabla dura! Pero esta delicia dela vanidad satisfecha no tenía que ver con su propósito firme debuscar en Ana, en vez de grosero hartazgo de los sentidos, empleodigno de la gran actividad de su corazón, de su voluntad que sedestruía ocupándose con asunto tan miserable como era aquellalucha con los vetustenses indómitos. Sí, lo que él quería era unaafición poderosa, viva, ardiente, eficaz para vencer la ambición,que le parecía ahora ridícula, de verse amo indiscutible de ladiócesis. Ya lo era, aunque discutido, y aquello debía bastarle.»

«¿A qué aspirar a un dominio absoluto imposible? Además,quería que su interés por doña Ana ocupase en su alma el lugarprivilegiado de aquellos otros anhelos de volar más alto, de serobispo, jefe de la Iglesia española, vicario de Cristo tal vez. Estaambición de algunos momentos, descabellada, pueril, locura quepasaba, pero que volvía, quería vencerla, para no padecer tanto,para conformarse mejor con la vida, para no encontrar tan triste ydesabrido el mundo... Y sólo por medio de una pasión noble,ideal, que un alma grande sabría comprender, y que sólo unvetustense miserable, ruin y malicioso podía considerarpecaminosa, sólo por medio de esa pasión cabía lograr tan alto ytan loable intento. Sí, sí -concluía el Magistral-: yo la salvo a ella,y ella, sin saberlo por ahora, me salva a mí».

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Y cantaban los del coro bajo: «Deus, in adjutorium meumintende» .

La tarde de Todos los Santos , Ana creyó perder el terrenoadelantado en su curación moral; la aridez del alma de que ella sehabía quejado a don Fermín, y que éste, citando a San AlfonsoLigorio, le había demostrado ser debilidad común, y hasta de lossantos, y general duelo de los místicos; esa aridez que pareceinacabable al sentirla, la envolvía el espíritu como una cerrazónen el océano; no le dejaba ver ni un rayo de luz del cielo.

«¡Y las campanas toca que tocarás!» Ya pensaba que las teníadentro del cerebro; que no eran golpes del metal sino aldabonazosde la neuralgia que quería enseñorearse de aquella mala cabeza,olla de grillos mal avenidos.

Sin que ella los provocase, acudían a su memoria recuerdos dela niñez, fragmentos de las conversaciones de su padre, elfilósofo, sentencias de escéptico, paradojas de pesimista, que enlos tiempos lejanos en que las había oído no tenían sentido claropara ella, mas que ahora le parecían materia digna de atención.

«De lo que estaba convencida era de que en Vetusta seahogaba; tal vez el mundo entero no fuese tan insoportable comodecían los filósofos y los poetas tristes; pero lo que es de Vetusta,con razón se podía asegurar que era el peor de los poblachonesposibles». Un mes antes había pensado que el Magistral iba asacarla de aquel hastío, llevándola consigo, sin salir de lacatedral, a regiones superiores, llenas de luz. «Y capaz de hacerlocomo lo decía debía de ser, porque tenía mucho talento y muchascosas que explicar; pero ella, ella era la que caía de lo alto a lomejor, la que volvía a aquel enojo, a la aridez que le secaba elalma en aquel instante».

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Ya no pasaba nadie por la plaza Nueva; ni lacayos, ni curas, nichiquillos, ni mujeres de pueblo; todos debían de estar ya en elcementerio o en el Espolón...

Ana vio aparecer debajo del arco de la calle del Pan, que unela plaza de este nombre con la Nueva, la arrogante figura de donÁlvaro Mesía, jinete en soberbio caballo blanco, de relucientepiel, crin abundante y ondeada, cuello grueso, poderosa cerviz,cola larga y espesa. Era el animal de pura raza española, y hacíaleel jinete piafar, caracolear, revolverse, con gran maestría de lamano y la espuela; como si el caballo mostrase toda aquellaimpaciencia por su gusto, y no excitado por las ocultas maniobrasdel dueño. Saludó Mesía de lejos y no vaciló en acercarse a laRinconada, hasta llegar debajo del balcón de la Regenta.

El estrépito de los cascos del animal sobre las piedras, susgraciosos movimientos, la hermosa figura del jinete llenaron laplaza de repente de vida y alegría, y la Regenta sintió un soplo defrescura en el alma. ¡Qué a tiempo aparecía el galán! Algosospechó él de tal oportunidad al ver en los ojos y en los labios deAna, dulce, franca y persistente sonrisa.

No le negó la delicia de anegarse en su mirada, y no trató deocultar el efecto que en ella producía la de don Álvaro. Hablarondel caballo, del cementerio, de las tristeza del día, de la necedadde aburrirse todos de común acuerdo, de lo inhabitable que eraVetusta. Ana estaba locuaz, hasta se atrevió a decir lisonjas, quesi directamente iban con el caballo también comprendían al jinete.

Don Álvaro estaba pasmado, y si no supiera ya por experienciaque aquella fortaleza tenía muchos órdenes de murallas, y que aldía siguiente podría encontrarse con que era lo más inexpugnablelo que ahora se le antojaba brecha, hubiese creído llegada laocasión de dar el ataque personal , como llamaba al más brutal y

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ejecutivo. Pero ni siquiera se atrevió a intentar acercarse, lo cualhubiera sido en todo caso muy difícil, pues no había de dejar elcaballo en la plaza. Lo que hacía era aproximarse lo más quepodía al balcón, ponerse en pie sobre los estribos, estirar el cuelloy hablar bajo para que ella tuviese que inclinarse sobre labarandilla si quería oírle, que sí quería aquella tarde.

¡Cosa más rara! En todo estaban de acuerdo: después de tantasconversaciones se encontraba ahora con que tenían una porción degustos idénticos. En un incidente del diálogo se acordaron del díaen que Mesía dejó a Vetusta y encontró en la carretera de Castillaa Anita, que volvía de paseo con sus tías. Se discutió laprobabilidad de que fuese el mismo coche y el mismo asiento elque poco después ocupaba ella cuando salió para Granada con suesposo...

Ana se sentía caer en un pozo, según ahondaba, ahondaba enlos ojos de aquel hombre que tenía allí debajo; le parecía que todala sangre se le subía a la cabeza, que las ideas se mezclaban yconfundían, que las nociones morales se deslucían, que losresortes de la voluntad se aflojaban; y viendo como veía unpeligro, y desde luego una imprudencia en hablar así con donÁlvaro, en mirarle con deleite que no se ocultaba, en alabarle yabrirle el arca secreta de los deseos y los gustos, no se arrepentíade nada de esto, y se dejaba resbalar, gozándose en caer, como siaquel placer fuese una venganza de antiguas injusticias sociales,de bromas pesadas de la suerte, y sobre todo de la estupidezvetustense que condenaba toda vida que no fuese la monótona,sosa y necia de los insípidos vecinos de la Encimada y laColonia... Ana sentía deshacerse el hielo, humedecerse la aridez;pasaba la crisis, pero no como otras veces, no se resolvería enlágrimas de ternura abstracta, ideal, en propósitos de vida santa,en anhelos de abnegación y sacrificios; no era la fortaleza, más o

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menos fantástica, de otras veces quien la sacaba del desierto delos pensamientos secos, fríos, desabridos, infecundos; era cosanueva, era un relajamiento, algo que al dilacerar la voluntad, alvencerla, causaba en las entrañas placer, como un soplo frescoque recorriese las venas y la médula de los huesos. «Si esehombre no viniese a caballo, y pudiera subir, y se arrojara a mispies, en este instante me vencía, me vencía». Pensaba esto y casilo decía con los ojos. Se le secaba la boca y pasaba la lengua porlos labios. Y como si al caballo le hiciese cosquillas aquel gestode la señora del balcón, saltaba y azotaba las piedras con elhierro, mientras las miradas del jinete eran cohetes que seencaramaban a la barandilla en que descansaba el pecho fuerte ybien torneado de la Regenta.

Callaron, después de haber dicho tantas cosas. No se habíahablado palabra de amor, es claro; ni don Álvaro se habíapermitido galantería alguna directa y sobrado significativa; masno por eso dejaban de estar los dos convencidos de que por señasinvisibles, por efluvios, por adivinación o como fuera, uno a otrose lo estaban diciendo todo; ella conocía que a don Álvaro leestaba quemando vivo la pasión allá abajo; que al sentirseadmirado, tal vez amado en aquel momento, el agradecimientotierno y dulce del amante y el amor irritado con el agradecimientoy con el señuelo de la ocasión le derretían; y Mesía comprendía ysentía lo que estaba pasando por Ana, aquel abandono, aquellaflojedad del ánimo. «¡Lástima -pensaba el caballero- que me cojatan lejos, y a caballo, y sin poder apearme decorosamente, estemomento crítico ...!» Al cual momento groseramente llamaba élpara sus adentros el cuarto de hora.

No había tal cuarto de hora, o por lo menos no era aquel cuartode la hora a que aludía el materialista elegante.

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Todo Vetusta se aburría aquella tarde, o tal se imaginaba Anapor lo menos; parecía que el mundo se iba a acabar aquel día, nopor agua ni fuego, sino por hastío, por la gran culpa de laestupidez humana, cuando Mesía, apareciendo a caballo en laplaza, vistoso, alegre, venía a interrumpir tanta tristeza fría ycenicienta con una nota de color vivo, de gracia y fuerza. Era unaespecie de resurrección del ánimo, de la imaginación y delsentimiento la aparición de aquella arrogante figura de caballo ycaballero en una pieza, inquietos, ruidosos, llenando la plaza derepente. Era un rayo de sol en una cerrazón de la niebla, era laviva reivindicación de sus derechos, una protesta alegre yestrepitosa contra la apatía convencional, contra el silencio demuerte de las calles y contra el ruido necio de los campanarios...

Ello era que, sin saber por qué, Ana, nerviosa, vio aparecer adon Álvaro como un náufrago puede ver el buque salvador queviene a sacarle de un peñón aislado en el océano. Ideas ysentimientos que ella tenía aprisionados como peligrososenemigos rompieron las ligaduras; y fue un motín general delalma, que hubiera asustado al Magistral de haberlo visto, lo que laRegenta sintió con deleite dentro de sí.

Don Álvaro no recordaba siquiera que la Iglesia celebrabaaquel día la fiesta de Todos los Santos; había salido a paseoporque le gustaba el campo de Vetusta en otoño y porque sentíaopresiones, ansiedades que se le quitaban a caballo, corriendomucho, bañándose en el aire que le iba cortando el aliento en lacarrera...

«¡Perfectamente! Mesía con aquella despreocupación,pensando en su placer, en la naturaleza, en el aire libre, era larealidad racional, la vida que se complace en sí misma; los otros,los que tocaban las campanas y conmemoraban maquinalmente alos muertos que tenían olvidados, eran las bestias de reata, la

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eterna Vetusta que había aplastado su existencia entera (la deAnita) con el peso de preocupaciones absurdas; la Vetusta que lahabía hecho infeliz... ¡Oh, pero estaba aún a tiempo! Sesublevaba, se sublevaba; que lo supieran sus tías difuntas; que losupiera su marido; que lo supiera la hipócrita aristocracia delpueblo, los Vegallana, los Corujedos..., toda la clase..., sesublevaba...» Así era el cuarto de hora de Anita, y no como se lofiguraba don Álvaro, que mientras hablaba sin propasarse, estabapensando en dónde podría dejar un momento el caballo. No habíamodo; sin violencia, que podía echarlo todo a perder, no se podíabuscar pretexto para subir a casa de la Regenta en aquelmomento.

Gran satisfacción fue para don Víctor Quintanar, que volvíadel Casino, encontrar a su mujer conversando alegremente con elsimpático y caballeroso don Álvaro, a quien él iba cobrando unaafición que, según frase suya, «no solía prodigar».

-Estoy por decir -aseguraba- que después de Frígilis,Ripamilán y Vegallana, ya es don Álvaro el vecino a quien másaprecio.

No pudiendo dar a su amigo los golpecitos en el hombro conque solía saludarle, los aplicó a las ancas del caballo, que sedignó a mirar volviendo un poco la cabeza al humilde infante.

-Hola, hola, hipógrifo violento

que corriste parejas con el viento

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-dijo don Víctor, que manifestaba a menudo su buen humorrecitando versos del Príncipe de nuestros ingenios o de algún otrode los astros de primera magnitud.

-A propósito de teatro, don Álvaro, ¿conque esta noche el buenPerales nos da por fin Don Juan Tenorio...? Algunos beatoshabían intrigado para que hoy no hubiera función... ¡Mayorabsurdo...! El teatro es moral, cuando lo es, por supuesto; además,la tradición..., la costumbre... -don Víctor habló largo y tendidode la moralidad en el arte, separándose a veces del hipógrifoviolento que se impacientaba con aquella disertación académica.

Don Álvaro aprovechó la primera ocasión que tuvo parasuplicar a Quintanar que obligase a su esposa a ver el Don Juan .

-Calle usted, hombre..., vergüenza da decirlo..., pero es laverdad... Mi mujercita, por una de esas rarísimas casualidades quehay en la vida..., ¡nunca ha visto ni leído el Tenorio! Sabe versossueltos de él, como todos los españoles, pero no conoce eldrama... o la comedia, lo que sea; porque, con perdón de Zorrilla,yo no sé si... ¡Demonio de animal, me ha metido la cola por losojos...!

-Sepárese usted un poco, porque éste no sabe estarse quieto...Pero dice usted que Anita no ha visto el Tenorio, ¡eso esimperdonable!

Aunque a don Álvaro el drama de Zorrilla le parecía inmoral,falso, absurdo, muy malo, y siempre decía que era mucho mejor elDon Juan de Molière (que no había leído), le convenía ahoraalabar el poema popular y lo hizo con frases de gacetilleroagradecido.

Quintanar no le perdonaba a Zorrilla la ocurrencia de atar aMejía codo con codo, y le parecía indigna de un caballero la

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aventura de don Juan con doña Inés de Pantoja. «Así cualquieraes conquistador». Pero fuera de esto juzgaba hermosa creación lade Zorrilla..., aunque las había mejores en nuestro teatromoderno. A don Álvaro se le antojaba muy verosímil y muyingenioso y oportuno el expediente de sujetar a don Luis ymeterse en casa de su novia en calidad de prometido... Aventurasasí las había él llevado a feliz término y no por eso se creíadeshonrado; pues el amor no se anda con libros de caballerías, yunas eran las empresas del placer y otras las de la vanagloria;cuando se trataba de éstas, lo mismo él que don Juan, sabíanproceder con todos los requisitos del punto de honor. Pero estaopinión también se la calló el jefe del partido liberal dinástico deVetusta, y unió sus ruegos a los de don Víctor para obligar a doñaAna a ir al teatro aquella noche.

-Si es una perezosa; si ya no quiere salir; si ha vuelto a lasandadas, a las encerronas... y..., pero... ¡lo que es hoy no tienesescape...!

En fin, tanto insistieron, que Ana, puestos los ojos en los deMesía, prometió solemnemente ir al teatro.

Y fue.

Entró a las ocho y cuarto (la función comenzaba a las ocho) enel palco de los Vegallana en compañía de la Marquesa, Edelmira,Paco y Quintanar.

El teatro de Vetusta, o sea nuestro Coliseo de la plaza del Pan ,según le llamaba en elegante perífrasis el gacetillero y crítico deEl Lábaro , era un antiguo corral de comedias que amenazabaruina y daba entrada gratis a todos los vientos de la rosa náutica.Si soplaba el Norte y nevaba, solían deslizarse algunos copos porla claraboya de la lucerna. Al levantarse el telón pensaban losespectadores sensatos en la pulmonía, y algunos de las butacas se

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embozaban prescindiendo de la buena crianza. Era un axiomavetustense que al teatro había que ir abrigado. Las másdistinguidas señoritas, que en el Espolón y el Paseo Grande lucíantodo el año vestidos de colores alegres, blancos, rojos, azules, nollevaban al coliseo de la plaza del Pan más que gris y negro ymatices infinitos del castaño, a no ser en los días de gran etiqueta.Los cómicos temblaban de frío en el escenario, dentro de la cotade malla, y las bailarinas aparecían azules y moradas dando dientecon diente debajo de los polvos de arroz.

Las decoraciones se habían ido deteriorando, y elAyuntamiento, donde predominaban los enemigos del arte, nopensaba en reemplazarlas. Como en la comedia que representanen el bosque los personajes del Sueño de una noche de verano , lafantasía tenía que suplir en el teatro de Vetusta las deficienciasdel lienzo y del cartón. No había ya más bambalinas que las delsalón regio , que figuraban en sabia perspectiva artesonado de oroy plata, y las de cielo azul y sereno. Pero como en la mayor partede nuestros dramas modernos se exige sala decentementeamueblada , sin artesones ni cosa parecida, los directores deescena solían decidirse en tales casos por el cielo azul. A veceslos telones y bastidores se hacían los remolones o precipitaban sucaída, y en una ocasión, el buen Diego Marsilla, atado a un árbolcodo con codo, se encontró de repente en el camarín de doñaIsabel de Segura, con lo que el drama se hizo inverosímil a todasluces. La decoración de bosque se había desplomado.

Ya estaban los vetustenses acostumbrados a estos que llamabaRonzal anacronismos, y pasaban por todo, en particular laspersonas decentes de palcos principales y plateas, que no iban alteatro a ver la función, sino a mirarse y despellejarse de lejos. EnVetusta las señoras no quieren las butacas, que, en efecto, no sondignas de señoras, ni butacas siquiera; sólo se degradan tanto las

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cursis y alguna dama de aldea en tiempo de feria. Los polloselegantes tampoco frecuentan la sala, o patio, como se llamatodavía. Se reparten por palcos y plateas donde, apenas recatados,fuman, ríen, alborotan, interrumpen la representación, por sertodo esto de muy buen tono y fiel imitación de lo que muchos deellos han visto en algunos teatros de Madrid. Las mamásdesengañadas dormitan en el fondo de los palcos; las que son o setienen por dignas de lucirse comparten con las jóvenes la seriaocupación de ostentar sus encantos y sus vestidos oscurosmientras con los ojos y la lengua cortan los de las demás. Enopinión de la dama vetustense, en general, el arte dramático es unpretexto para pasar tres horas cada dos noches observando lostrapos y los trapicheos de sus vecinas y amigas. No oyen, ni venni entienden lo que pasa en el escenario; únicamente cuando loscómicos hacen mucho ruido, bien con armas de fuego, o con unade esas anagnórisis en que todos resultan padres e hijos de todos yenamorados de sus parientes más cercanos, con los consiguientesalaridos, sólo entonces vuelve la cabeza la buena dama deVetusta, para ver si ha ocurrido allá dentro alguna catástrofe deverdad. No es mucho más atento ni impresionable el resto delpúblico ilustrado de la culta capital. En lo que están casi todos deacuerdo es en que la zarzuela es superior al verso, y la estadísticademuestra que todas las compañías de verso truenan en Vetusta yse disuelven. Las partes de por medio suelen quedarse en elpueblo y se les conoce porque les coge el invierno con ropa deverano, muy ajustada por lo general. Unos se hacen vecinos y sededican a coristas endémicos para todas las óperas y zarzuelasque haya que cantar y otros consiguen un beneficio en que ellospasan a primeros papeles y, ayudados por varios jóvenesaficionados de la población, representan alguna obra de empeño,ganan diez o doce duros y se van a otra provincia a tronar otravez. Estos artistas de verso también paran a veces en la cárcel,

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según el gobierno que rige los destinos de la Nación. Suele tenerla culpa el empresario que no paga y además insulta el hambre delos actores. Al considerar esta mala suerte de las compañíasdramáticas en Vetusta podría creerse que el vecindario no amabala escena, y así es en general: pero no faltan clases enteras, la demancebos de tienda, la de los cajistas, por ejemplo, que cultivanen teatros caseros el difícil arte de Talía, y con grandes resultadossegún El Lábaro y otros periódicos locales.

Cuando Ana Ozores se sentó en el palco de Vegallana, en elsitio de preferencia, que la Marquesa no quería ocupar nunca, enlas plateas y principales hubo cuchicheos y movimiento. La famade hermosa que gozaba y el verla en el teatro de tarde en tardeexplicaba en parte la curiosidad general. Pero además hacíaalgunas semanas que se hablaba mucho de la Regenta, secomentaba su cambio de confesor, que por cierto coincidía con elafán del señor Quintanar de llevar a su mujer a todas partes. Sediscutía si el Magistral haría de su partido a la de Ozores, sillegaría a dominar a don Víctor por medio de su esposa, comohabía hecho en casa de Carraspique. Algunos más audaces, másmaliciosos y que se creían más enterados, decían al oído de susíntimos que no faltaba quien procurase contrarrestar la influenciadel Provisor. Visitación y Paco Vegallana, que eran los que podíanhablar con fundamento, guardaban prudente reserva; era Obduliaquien se daba aires de saber muchas cosas que no había.

«-¡La Regenta, bah! La Regenta será como todas... Las demássomos tan buenas como ella..., pero su temperamento frío, supoco trato, su orgullo de mujer intachable, le hacen ser menosexpansiva y por eso nadie se atreve a murmurar... Pero tan buenacomo ella son muchas...»

Las reticencias de la Fandiño eran todavía recibidas condesconfianza en casi todas partes. Pero con motivo de condenar su

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mala lengua, corría de boca en boca el asunto de susmurmuraciones vagas y cobardes. Obdulia meditaba poco lo quedecía, hablaba siempre aturdida, por máquina, pensando en otracosa; iba sacándole filo a la calumnia sin sospecharlo. Además, elmayor crimen que podía haber en la Regenta, y no creía ella que atanto llegase, era seguir la corriente. «En Madrid y en elextranjero, esto es el pan nuestro de cada día; pero en Vetustafingen que se escandalizan de ciertas libertades de la moda, lasmismas que se las toman de tapadillo, entre sustos y miedos, singracia, del modo cursi como aquí se hace todo. ¡Pero qué sepuede esperar de unas mujeres que no se bañan ni usan lasesponjas más que para lavar a los bebés!» Obdulia, cuandohablaba con algún forastero, desahogaba su despreciodescribiendo la hipocresía anticuada y la suciedad de las mujeresde Vetusta.

«-Créame usted -repetía-, no sabe su cuerpo lo que es unaesponja, se lavan como gatas y se la pegan al marido como entiempo del rey que rabió. ¡Cuánta porquería y cuánta ignorancia!»

Ana, acostumbrada muchos años hacía a la mirada curiosa,insistente y fría del público, no reparaba casi nunca en el efectoque producía su entrada en la iglesia, en el paseo, en el teatro.Pero la noche de aquel día de Todos los Santos recibió comoagradable incienso el tributo espontáneo de admiración; y no vioen él, como otras veces, curiosidad estúpida, ni envidia ni malicia.Desde la aparición de don Álvaro en la plaza, el humor de Anahabía cambiado, pasando de la aridez y el hastío negro y frío auna región de luz y calor que bañaban y penetraban todas lascosas: aquellas bruscas transformaciones del ánimo las atribuíasupersticiosamente a una voluntad superior, que regía la marchade los sucesos preparándolos, como experto autor de comedias,según convenía al destino de los seres. Esta idea, que no aplicaba

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con entera fe a los demás, la creía evidente en lo que a ella mismale importaba; estaba segura de que Dios le daba de cuando encuando avisos, le presentaba coincidencias para que ellaaprovechase ocasiones, oyese lecciones y consejos. Tal vez eraesto lo más profundo en la fe religiosa de Ana; creía en unaatención directa, ostensible y singular de Dios a los actos de suvida, a su destino, a sus dolores y placeres; sin esta creencia nohubiera sabido resistir las contrariedades de una existencia triste,sosa, descaminada, inútil. Aquellos ocho años vividos al lado deun hombre que ella creía vulgar, bueno de la manera más molestadel mundo, maniático, insustancial; aquellos ocho años dejuventud sin amor, sin fuego de pasión alguna, sin más atractivoque tentaciones efímeras, rechazadas al aparecer, creía que nohubiera podido sufrirlos a no pensar que Dios se los habíamandado para probar el temple de su alma y tener en qué fundarla predilección con que la miraba. Se creía en sus momentos de feegoísta, admirada por el Ojo invisible de la Providencia. El quetodo lo ve y la veía a ella estaba satisfecho, y la vanidad de laRegenta necesitaba esta convicción para no dejarse llevar de otrosinstintos, de otras voces que, arrancándola de sus abstracciones, lepresentaban imágenes plásticas de objetos del mundo, amables,llenas de vida y de calor.

Cuando descubrió en el confesonario del Magistral un almahermana , un espíritu supra-vetustense capaz de llevarla por uncamino de flores y de estrellas a la región luciente de la virtud,también creyó Ana que el hallazgo se lo debía a Dios, y comoaviso celestial pensaba aprovecharlo.

Ahora, al sentir revolución repentina en las entrañas enpresencia de un gallardo jinete, que venía a turbar con lascorvetas de su caballo el silencio triste de un día de marasmo, laRegenta no vaciló en creer lo que le decían voces interiores de

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independencia, amor, alegría, voluptuosidad pura, bella, digna delas almas grandes. Sus horas de rebelión nunca habían sido tanseguidas. Desde aquella tarde ningún momento había dejado depensar lo mismo; que era absurdo que la vida pasase como unamuerte, que el amor era un derecho de la juventud, que Vetustaera un lodazal de vulgaridades, que su marido era una especie detutor muy respetable, a quien ella sólo debía la honra del cuerpo,no el fondo de su espíritu, que era una especie de subsuelo que élno sospechaba siquiera que existiese; de aquello que don Víctorllamaba los nervios, asesorado por el doctor don RobustianoSomoza, y que era el fondo de su ser, lo más suyo, lo que ella era,en suma, de aquello no tenía que darle cuenta. «Amaré, lo amarétodo, lloraré de amor, soñaré como quiera y con quien quiera; nopecará mi cuerpo, pero el alma la tendré anegada en el placer desentir esas cosas prohibidas por quien no es capaz decomprenderlas». Estos pensamientos, que sentía Ana volar por sucerebro como un torbellino, sin poder contenerlos, como si fuesenvoces de otro que retumbaban allí, la llenaban de un terror que laencantaba. Si algo en ella temía el engaño, veía el sofisma debajode aquella gárrula turba de ideas sublevadas, que reclamabansupuestos derechos. Ana procuraba ahogarlo, y comoengañándose a sí misma, la voluntad tomaba la resolucióncobarde, egoísta, de dejarse ir.

Así llegó al teatro. Había cedido a los ruegos de don Álvaro yde don Víctor sin saber cómo; temiendo que aquello era una cita yuna promesa; y, sin embargo, iba. Cuando se vio sola delante delespejo en su tocador, se le figuró que la Ana de enfrente le pedíacuentas; y formulando su pensamiento en periodos completosdentro del cerebro, se dijo:

«-Bueno, voy; pero es claro que si voy me comprometo con mihonra a no dejar que ese hombre adquiera sobre mí derecho

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alguno; no sé lo que pasará allí, no sé hasta qué punto alcanzaeste aliento de libertad que ha venido de repente a inundar lasequedad de dentro; pero el ir yo al teatro es prueba de que allí noha de haber pacto alguno que ofenda al decoro; no saldré de allícon menos honor que tengo».

Y después de pensar y resolver esto se vistió y se peinó lomejor que supo y no volvió a poner en tela de juicio puntos dehonra, peligros ni compromisos de los que don Víctor tantogustaba ver en versos de Calderón y de Moreto.

El palco de Vegallana era una platea contigua a la delproscenio, que en Vetusta llamaban bolsa, porque la separa untabique de las otras y queda aparte, algo escondida. La bolsa deenfrente -izquierda del actor- era la de Mesía y otros elegantes delCasino: algunos banqueros, un título y dos americanos, de loscuales el principal era don Frutos Redondo, sin duda alguna. DonFrutos no perdía función; a éste le gustaba el verso, «el verso ytente tieso», como él decía, y se declaraba a sí mismo, con laautoridad de sus millones de pesos, inteligente de primera fuerza ,en achaques de comedias y dramas. «¡No veo la tostada!», decíadon Frutos, que había aprendido esta frase poco culta y pocointeligible en los artículos de fondo de un periódico serio. «Noveo la tostada», decía, refiriéndose a cualquier comedia en que nohabía una lección moral, o por lo menos no la había al alcance deRedondo; y en no viendo él la tostada, condenaba al autor y hastadecía que defraudaba a los espectadores, haciéndoles perder untiempo precioso. De todas partes quería sacar provecho donFrutos, y prueba de ello es que decía, por ejemplo:

«-Que Manrique se enamora de Leonor, y que el condetambién se enamora, y se la disputan hasta que ella y el perdulariodel poeta, amén de la gitana, se van al otro barrio, ¿y qué?, ¿qué

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enseña eso?, ¿qué vamos aprendiendo?, ¿qué voy yo ganando coneso? Nada».

A pesar de don Frutos y sus altercados de crítica dramática, labolsa de don Álvaro, que así se llamaba en todas partes, era lamás distinguida, la que más atraía las miradas de las mamás y delas niñas y también las de los pollos vetustenses que no podíanaspirar a la honra de ser abonados en aquel rincón aristocrático,elegante, donde se reunían los hombres de mundo (en Vetusta elmundo se andaba pronto) presididos por el jefe del partido liberaldinástico. La mayor parte de los allí congregados habían vividoen Madrid algún tiempo y todavía imitaban costumbres, modalesy gestos que habían observado allá. Así es que a semejanza de lossocios de un club madrileño, hablaban a gritos en su palco,conversaban con los cómicos a veces, decían galanterías odesvergüenzas a coristas y bailarinas, y se burlaban de los grandesideales románticos que pasaban por la escena, mal vestidos, perollenos de poesía. Todos eran escépticos en materia de moraldoméstica, no creían en virtud de mujer nacida -salvo don Frutos,que conservaba frescas sus creencias- y despreciaban el amorconsagrándose con toda el alma, o mejor, con todo el cuerpo, a losamoríos; creían que un hombre de mundo no puede vivir sinquerida, y todos la tenían, más o menos barata; las cómicas eranla carnaza que preferían para tragar el anzuelo de la lujuriarebozado con la vanidad de imitar costumbres corrompidas depueblos grandes. Bailarinas de desecho, cantatrices inválidas,matronas del género serio demasiado sentimentales en su juventudpretérita, eran perseguidas, obsequiadas, regaladas y hastaaburridas por aquellos seductores de campanario, incapaces losmás de intentar una aventura sin el amparo de su bolsillo o sincontar con los humores herpéticos de la dama perseguida, o

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cualquier otra enfermedad física o moral que la hiciesen fácil,traída y llevada.

El único conquistador serio del bando era don Álvaro y todosle envidiaban tanto como admiraban su fortuna y hermosaestampa. Pero nadie como Pepe Ronzal, alias Trabuco y antes ElEstudiante, abonado de la bolsa de enfrente, la vecina al palco deVegallana. Trabuco era el núcleo de la que se llamaba la otrabolsa y había procurado rivalizar en elegancia, sans façon ymundo con los de Mesía. Pero a su palco concurrían elementosheterogéneos , muchos de los cuales lo echaban todo a perder; yno eran escépticos, sino cínicos; ni seductores más o menosauténticos, sino compradores de carne humana. Los abonados deesta otra bolsa eran Ronzal, Foja, Páez (que además tenía palcopara su hija), Bedoya, un escribano famoso por su lujuria que lecostaba mucho dinero, por su arte para descubrir vírgenes en lasaldeas y por sus buenas relaciones con todas las Celestinas delpueblo; un escultor no comprendido, que no colocaba sus estatuasy se dedicaba a especulaciones de arqueólogo embustero; el juezde primera instancia, que se dividía a sí mismo en dos entidades:1.ª el juez, incorruptible, intratable, puercoespín sin pizca deeducación, y 2.ª el hombre de sociedad, perseguidor de casadas demala fama, consuelo de todas las que lloraban desengaños deamores desgraciados; y tres o cuatro vejetes verdes del partidoconservador, concejales, que todo lo convertían en política. Perosi éstos eran los que pagaban el palco, a él concurrían cuantossocios del Casino tenían amistad con cualquiera de ellos. Ronzalhabía protestado varias veces. «¡Señores, parece esto la cazuela!»,había dicho a menudo, pero en balde. Allí iba Joaquinito Orgaz, ycuantos sietemesinos madrileños pasaban por Vetusta, y hasta losque habían nacido y crecido en el pueblo y no lucían más que unbarniz de la corte. Y como la bolsa del otro era respetada y sólo

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se atrevían a visitarla personas de posición, a Ronzal le llevabanlos diablos. Desde su bolsa hasta se arrojaban perros chicos a laescena, para exagerar la falta de compostura de los de enfrente.Algunos insolentes fumaban allí a vista del público y dejaban caerbolas de papel sobre alguna respetable calva de la orquesta. Devez en cuando les llamaban al orden desde el paraíso o desde lasbutacas, pero ellos despreciaban a la multitud y la miraban conaires de desafío. Hablaban con los amigos que ocupaban lasbolsas de los palcos principales, y hacían señas ostentosas y nadapulcras a ciertas señoritas cursis que no se casaban nunca y vivíanuna juventud eterna, siempre alegres, siempre estrepitosas ysiempre desdeñando las preocupaciones del recato. Estas damaseran pocas; la mayoría pecaban por el extremo de la seriedadinsulsa, y en cuanto se veían expuestas a la contemplación delpúblico tomaban gestos y posturas de estatuas egipcias de laprimera época.

Y cantaban los del coro bajo: «Deus, in adjutorium meumintende» .

La tarde de Todos los Santos , Ana creyó perder el terrenoadelantado en su curación moral; la aridez del alma de que ella sehabía quejado a don Fermín, y que éste, citando a San AlfonsoLigorio, le había demostrado ser debilidad común, y hasta de lossantos, y general duelo de los místicos; esa aridez que pareceinacabable al sentirla, la envolvía el espíritu como una cerrazónen el océano; no le dejaba ver ni un rayo de luz del cielo.

«¡Y las campanas toca que tocarás!» Ya pensaba que las teníadentro del cerebro; que no eran golpes del metal sino aldabonazosde la neuralgia que quería enseñorearse de aquella mala cabeza,olla de grillos mal avenidos.

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Sin que ella los provocase, acudían a su memoria recuerdos dela niñez, fragmentos de las conversaciones de su padre, elfilósofo, sentencias de escéptico, paradojas de pesimista, que enlos tiempos lejanos en que las había oído no tenían sentido claropara ella, mas que ahora le parecían materia digna de atención.

«De lo que estaba convencida era de que en Vetusta seahogaba; tal vez el mundo entero no fuese tan insoportable comodecían los filósofos y los poetas tristes; pero lo que es de Vetusta,con razón se podía asegurar que era el peor de los poblachonesposibles». Un mes antes había pensado que el Magistral iba asacarla de aquel hastío, llevándola consigo, sin salir de lacatedral, a regiones superiores, llenas de luz. «Y capaz de hacerlocomo lo decía debía de ser, porque tenía mucho talento y muchascosas que explicar; pero ella, ella era la que caía de lo alto a lomejor, la que volvía a aquel enojo, a la aridez que le secaba elalma en aquel instante».

Ya no pasaba nadie por la plaza Nueva; ni lacayos, ni curas, nichiquillos, ni mujeres de pueblo; todos debían de estar ya en elcementerio o en el Espolón...

Ana vio aparecer debajo del arco de la calle del Pan, que unela plaza de este nombre con la Nueva, la arrogante figura de donÁlvaro Mesía, jinete en soberbio caballo blanco, de relucientepiel, crin abundante y ondeada, cuello grueso, poderosa cerviz,cola larga y espesa. Era el animal de pura raza española, y hacíaleel jinete piafar, caracolear, revolverse, con gran maestría de lamano y la espuela; como si el caballo mostrase toda aquellaimpaciencia por su gusto, y no excitado por las ocultas maniobrasdel dueño. Saludó Mesía de lejos y no vaciló en acercarse a laRinconada, hasta llegar debajo del balcón de la Regenta.

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El estrépito de los cascos del animal sobre las piedras, susgraciosos movimientos, la hermosa figura del jinete llenaron laplaza de repente de vida y alegría, y la Regenta sintió un soplo defrescura en el alma. ¡Qué a tiempo aparecía el galán! Algosospechó él de tal oportunidad al ver en los ojos y en los labios deAna, dulce, franca y persistente sonrisa.

No le negó la delicia de anegarse en su mirada, y no trató deocultar el efecto que en ella producía la de don Álvaro. Hablarondel caballo, del cementerio, de las tristeza del día, de la necedadde aburrirse todos de común acuerdo, de lo inhabitable que eraVetusta. Ana estaba locuaz, hasta se atrevió a decir lisonjas, quesi directamente iban con el caballo también comprendían al jinete.

Don Álvaro estaba pasmado, y si no supiera ya por experienciaque aquella fortaleza tenía muchos órdenes de murallas, y que aldía siguiente podría encontrarse con que era lo más inexpugnablelo que ahora se le antojaba brecha, hubiese creído llegada laocasión de dar el ataque personal , como llamaba al más brutal yejecutivo. Pero ni siquiera se atrevió a intentar acercarse, lo cualhubiera sido en todo caso muy difícil, pues no había de dejar elcaballo en la plaza. Lo que hacía era aproximarse lo más quepodía al balcón, ponerse en pie sobre los estribos, estirar el cuelloy hablar bajo para que ella tuviese que inclinarse sobre labarandilla si quería oírle, que sí quería aquella tarde.

¡Cosa más rara! En todo estaban de acuerdo: después de tantasconversaciones se encontraba ahora con que tenían una porción degustos idénticos. En un incidente del diálogo se acordaron del díaen que Mesía dejó a Vetusta y encontró en la carretera de Castillaa Anita, que volvía de paseo con sus tías. Se discutió laprobabilidad de que fuese el mismo coche y el mismo asiento elque poco después ocupaba ella cuando salió para Granada con suesposo...

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Ana se sentía caer en un pozo, según ahondaba, ahondaba enlos ojos de aquel hombre que tenía allí debajo; le parecía que todala sangre se le subía a la cabeza, que las ideas se mezclaban yconfundían, que las nociones morales se deslucían, que losresortes de la voluntad se aflojaban; y viendo como veía unpeligro, y desde luego una imprudencia en hablar así con donÁlvaro, en mirarle con deleite que no se ocultaba, en alabarle yabrirle el arca secreta de los deseos y los gustos, no se arrepentíade nada de esto, y se dejaba resbalar, gozándose en caer, como siaquel placer fuese una venganza de antiguas injusticias sociales,de bromas pesadas de la suerte, y sobre todo de la estupidezvetustense que condenaba toda vida que no fuese la monótona,sosa y necia de los insípidos vecinos de la Encimada y laColonia... Ana sentía deshacerse el hielo, humedecerse la aridez;pasaba la crisis, pero no como otras veces, no se resolvería enlágrimas de ternura abstracta, ideal, en propósitos de vida santa,en anhelos de abnegación y sacrificios; no era la fortaleza, más omenos fantástica, de otras veces quien la sacaba del desierto delos pensamientos secos, fríos, desabridos, infecundos; era cosanueva, era un relajamiento, algo que al dilacerar la voluntad, alvencerla, causaba en las entrañas placer, como un soplo frescoque recorriese las venas y la médula de los huesos. «Si esehombre no viniese a caballo, y pudiera subir, y se arrojara a mispies, en este instante me vencía, me vencía». Pensaba esto y casilo decía con los ojos. Se le secaba la boca y pasaba la lengua porlos labios. Y como si al caballo le hiciese cosquillas aquel gestode la señora del balcón, saltaba y azotaba las piedras con elhierro, mientras las miradas del jinete eran cohetes que seencaramaban a la barandilla en que descansaba el pecho fuerte ybien torneado de la Regenta.

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Callaron, después de haber dicho tantas cosas. No se habíahablado palabra de amor, es claro; ni don Álvaro se habíapermitido galantería alguna directa y sobrado significativa; masno por eso dejaban de estar los dos convencidos de que por señasinvisibles, por efluvios, por adivinación o como fuera, uno a otrose lo estaban diciendo todo; ella conocía que a don Álvaro leestaba quemando vivo la pasión allá abajo; que al sentirseadmirado, tal vez amado en aquel momento, el agradecimientotierno y dulce del amante y el amor irritado con el agradecimientoy con el señuelo de la ocasión le derretían; y Mesía comprendía ysentía lo que estaba pasando por Ana, aquel abandono, aquellaflojedad del ánimo. «¡Lástima -pensaba el caballero- que me cojatan lejos, y a caballo, y sin poder apearme decorosamente, estemomento crítico ...!» Al cual momento groseramente llamaba élpara sus adentros el cuarto de hora.

No había tal cuarto de hora, o por lo menos no era aquel cuartode la hora a que aludía el materialista elegante.

Todo Vetusta se aburría aquella tarde, o tal se imaginaba Anapor lo menos; parecía que el mundo se iba a acabar aquel día, nopor agua ni fuego, sino por hastío, por la gran culpa de laestupidez humana, cuando Mesía, apareciendo a caballo en laplaza, vistoso, alegre, venía a interrumpir tanta tristeza fría ycenicienta con una nota de color vivo, de gracia y fuerza. Era unaespecie de resurrección del ánimo, de la imaginación y delsentimiento la aparición de aquella arrogante figura de caballo ycaballero en una pieza, inquietos, ruidosos, llenando la plaza derepente. Era un rayo de sol en una cerrazón de la niebla, era laviva reivindicación de sus derechos, una protesta alegre yestrepitosa contra la apatía convencional, contra el silencio demuerte de las calles y contra el ruido necio de los campanarios...

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Ello era que, sin saber por qué, Ana, nerviosa, vio aparecer adon Álvaro como un náufrago puede ver el buque salvador queviene a sacarle de un peñón aislado en el océano. Ideas ysentimientos que ella tenía aprisionados como peligrososenemigos rompieron las ligaduras; y fue un motín general delalma, que hubiera asustado al Magistral de haberlo visto, lo que laRegenta sintió con deleite dentro de sí.

Don Álvaro no recordaba siquiera que la Iglesia celebrabaaquel día la fiesta de Todos los Santos; había salido a paseoporque le gustaba el campo de Vetusta en otoño y porque sentíaopresiones, ansiedades que se le quitaban a caballo, corriendomucho, bañándose en el aire que le iba cortando el aliento en lacarrera...

«¡Perfectamente! Mesía con aquella despreocupación,pensando en su placer, en la naturaleza, en el aire libre, era larealidad racional, la vida que se complace en sí misma; los otros,los que tocaban las campanas y conmemoraban maquinalmente alos muertos que tenían olvidados, eran las bestias de reata, laeterna Vetusta que había aplastado su existencia entera (la deAnita) con el peso de preocupaciones absurdas; la Vetusta que lahabía hecho infeliz... ¡Oh, pero estaba aún a tiempo! Sesublevaba, se sublevaba; que lo supieran sus tías difuntas; que losupiera su marido; que lo supiera la hipócrita aristocracia delpueblo, los Vegallana, los Corujedos..., toda la clase..., sesublevaba...» Así era el cuarto de hora de Anita, y no como se lofiguraba don Álvaro, que mientras hablaba sin propasarse, estabapensando en dónde podría dejar un momento el caballo. No habíamodo; sin violencia, que podía echarlo todo a perder, no se podíabuscar pretexto para subir a casa de la Regenta en aquelmomento.

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Gran satisfacción fue para don Víctor Quintanar, que volvíadel Casino, encontrar a su mujer conversando alegremente con elsimpático y caballeroso don Álvaro, a quien él iba cobrando unaafición que, según frase suya, «no solía prodigar».

-Estoy por decir -aseguraba- que después de Frígilis,Ripamilán y Vegallana, ya es don Álvaro el vecino a quien másaprecio.

No pudiendo dar a su amigo los golpecitos en el hombro conque solía saludarle, los aplicó a las ancas del caballo, que sedignó a mirar volviendo un poco la cabeza al humilde infante.

-Hola, hola, hipógrifo violento

que corriste parejas con el viento

-dijo don Víctor, que manifestaba a menudo su buen humorrecitando versos del Príncipe de nuestros ingenios o de algún otrode los astros de primera magnitud.

-A propósito de teatro, don Álvaro, ¿conque esta noche el buenPerales nos da por fin Don Juan Tenorio...? Algunos beatoshabían intrigado para que hoy no hubiera función... ¡Mayorabsurdo...! El teatro es moral, cuando lo es, por supuesto; además,la tradición..., la costumbre... -don Víctor habló largo y tendidode la moralidad en el arte, separándose a veces del hipógrifoviolento que se impacientaba con aquella disertación académica.

Don Álvaro aprovechó la primera ocasión que tuvo parasuplicar a Quintanar que obligase a su esposa a ver el Don Juan .

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-Calle usted, hombre..., vergüenza da decirlo..., pero es laverdad... Mi mujercita, por una de esas rarísimas casualidades quehay en la vida..., ¡nunca ha visto ni leído el Tenorio! Sabe versossueltos de él, como todos los españoles, pero no conoce eldrama... o la comedia, lo que sea; porque, con perdón de Zorrilla,yo no sé si... ¡Demonio de animal, me ha metido la cola por losojos...!

-Sepárese usted un poco, porque éste no sabe estarse quieto...Pero dice usted que Anita no ha visto el Tenorio, ¡eso esimperdonable!

Aunque a don Álvaro el drama de Zorrilla le parecía inmoral,falso, absurdo, muy malo, y siempre decía que era mucho mejor elDon Juan de Molière (que no había leído), le convenía ahoraalabar el poema popular y lo hizo con frases de gacetilleroagradecido.

Quintanar no le perdonaba a Zorrilla la ocurrencia de atar aMejía codo con codo, y le parecía indigna de un caballero laaventura de don Juan con doña Inés de Pantoja. «Así cualquieraes conquistador». Pero fuera de esto juzgaba hermosa creación lade Zorrilla..., aunque las había mejores en nuestro teatromoderno. A don Álvaro se le antojaba muy verosímil y muyingenioso y oportuno el expediente de sujetar a don Luis ymeterse en casa de su novia en calidad de prometido... Aventurasasí las había él llevado a feliz término y no por eso se creíadeshonrado; pues el amor no se anda con libros de caballerías, yunas eran las empresas del placer y otras las de la vanagloria;cuando se trataba de éstas, lo mismo él que don Juan, sabíanproceder con todos los requisitos del punto de honor. Pero estaopinión también se la calló el jefe del partido liberal dinástico deVetusta, y unió sus ruegos a los de don Víctor para obligar a doñaAna a ir al teatro aquella noche.

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-Si es una perezosa; si ya no quiere salir; si ha vuelto a lasandadas, a las encerronas... y..., pero... ¡lo que es hoy no tienesescape...!

En fin, tanto insistieron, que Ana, puestos los ojos en los deMesía, prometió solemnemente ir al teatro.

Y fue.

Entró a las ocho y cuarto (la función comenzaba a las ocho) enel palco de los Vegallana en compañía de la Marquesa, Edelmira,Paco y Quintanar.

El teatro de Vetusta, o sea nuestro Coliseo de la plaza del Pan ,según le llamaba en elegante perífrasis el gacetillero y crítico deEl Lábaro , era un antiguo corral de comedias que amenazabaruina y daba entrada gratis a todos los vientos de la rosa náutica.Si soplaba el Norte y nevaba, solían deslizarse algunos copos porla claraboya de la lucerna. Al levantarse el telón pensaban losespectadores sensatos en la pulmonía, y algunos de las butacas seembozaban prescindiendo de la buena crianza. Era un axiomavetustense que al teatro había que ir abrigado. Las másdistinguidas señoritas, que en el Espolón y el Paseo Grande lucíantodo el año vestidos de colores alegres, blancos, rojos, azules, nollevaban al coliseo de la plaza del Pan más que gris y negro ymatices infinitos del castaño, a no ser en los días de gran etiqueta.Los cómicos temblaban de frío en el escenario, dentro de la cotade malla, y las bailarinas aparecían azules y moradas dando dientecon diente debajo de los polvos de arroz.

Las decoraciones se habían ido deteriorando, y elAyuntamiento, donde predominaban los enemigos del arte, nopensaba en reemplazarlas. Como en la comedia que representanen el bosque los personajes del Sueño de una noche de verano , lafantasía tenía que suplir en el teatro de Vetusta las deficiencias

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del lienzo y del cartón. No había ya más bambalinas que las delsalón regio , que figuraban en sabia perspectiva artesonado de oroy plata, y las de cielo azul y sereno. Pero como en la mayor partede nuestros dramas modernos se exige sala decentementeamueblada , sin artesones ni cosa parecida, los directores deescena solían decidirse en tales casos por el cielo azul. A veceslos telones y bastidores se hacían los remolones o precipitaban sucaída, y en una ocasión, el buen Diego Marsilla, atado a un árbolcodo con codo, se encontró de repente en el camarín de doñaIsabel de Segura, con lo que el drama se hizo inverosímil a todasluces. La decoración de bosque se había desplomado.

Ya estaban los vetustenses acostumbrados a estos que llamabaRonzal anacronismos, y pasaban por todo, en particular laspersonas decentes de palcos principales y plateas, que no iban alteatro a ver la función, sino a mirarse y despellejarse de lejos. EnVetusta las señoras no quieren las butacas, que, en efecto, no sondignas de señoras, ni butacas siquiera; sólo se degradan tanto lascursis y alguna dama de aldea en tiempo de feria. Los polloselegantes tampoco frecuentan la sala, o patio, como se llamatodavía. Se reparten por palcos y plateas donde, apenas recatados,fuman, ríen, alborotan, interrumpen la representación, por sertodo esto de muy buen tono y fiel imitación de lo que muchos deellos han visto en algunos teatros de Madrid. Las mamásdesengañadas dormitan en el fondo de los palcos; las que son o setienen por dignas de lucirse comparten con las jóvenes la seriaocupación de ostentar sus encantos y sus vestidos oscurosmientras con los ojos y la lengua cortan los de las demás. Enopinión de la dama vetustense, en general, el arte dramático es unpretexto para pasar tres horas cada dos noches observando lostrapos y los trapicheos de sus vecinas y amigas. No oyen, ni venni entienden lo que pasa en el escenario; únicamente cuando los

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cómicos hacen mucho ruido, bien con armas de fuego, o con unade esas anagnórisis en que todos resultan padres e hijos de todos yenamorados de sus parientes más cercanos, con los consiguientesalaridos, sólo entonces vuelve la cabeza la buena dama deVetusta, para ver si ha ocurrido allá dentro alguna catástrofe deverdad. No es mucho más atento ni impresionable el resto delpúblico ilustrado de la culta capital. En lo que están casi todos deacuerdo es en que la zarzuela es superior al verso, y la estadísticademuestra que todas las compañías de verso truenan en Vetusta yse disuelven. Las partes de por medio suelen quedarse en elpueblo y se les conoce porque les coge el invierno con ropa deverano, muy ajustada por lo general. Unos se hacen vecinos y sededican a coristas endémicos para todas las óperas y zarzuelasque haya que cantar y otros consiguen un beneficio en que ellospasan a primeros papeles y, ayudados por varios jóvenesaficionados de la población, representan alguna obra de empeño,ganan diez o doce duros y se van a otra provincia a tronar otravez. Estos artistas de verso también paran a veces en la cárcel,según el gobierno que rige los destinos de la Nación. Suele tenerla culpa el empresario que no paga y además insulta el hambre delos actores. Al considerar esta mala suerte de las compañíasdramáticas en Vetusta podría creerse que el vecindario no amabala escena, y así es en general: pero no faltan clases enteras, la demancebos de tienda, la de los cajistas, por ejemplo, que cultivanen teatros caseros el difícil arte de Talía, y con grandes resultadossegún El Lábaro y otros periódicos locales.

Cuando Ana Ozores se sentó en el palco de Vegallana, en elsitio de preferencia, que la Marquesa no quería ocupar nunca, enlas plateas y principales hubo cuchicheos y movimiento. La famade hermosa que gozaba y el verla en el teatro de tarde en tardeexplicaba en parte la curiosidad general. Pero además hacía

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algunas semanas que se hablaba mucho de la Regenta, secomentaba su cambio de confesor, que por cierto coincidía con elafán del señor Quintanar de llevar a su mujer a todas partes. Sediscutía si el Magistral haría de su partido a la de Ozores, sillegaría a dominar a don Víctor por medio de su esposa, comohabía hecho en casa de Carraspique. Algunos más audaces, másmaliciosos y que se creían más enterados, decían al oído de susíntimos que no faltaba quien procurase contrarrestar la influenciadel Provisor. Visitación y Paco Vegallana, que eran los que podíanhablar con fundamento, guardaban prudente reserva; era Obduliaquien se daba aires de saber muchas cosas que no había.

«-¡La Regenta, bah! La Regenta será como todas... Las demássomos tan buenas como ella..., pero su temperamento frío, supoco trato, su orgullo de mujer intachable, le hacen ser menosexpansiva y por eso nadie se atreve a murmurar... Pero tan buenacomo ella son muchas...»

Las reticencias de la Fandiño eran todavía recibidas condesconfianza en casi todas partes. Pero con motivo de condenar sumala lengua, corría de boca en boca el asunto de susmurmuraciones vagas y cobardes. Obdulia meditaba poco lo quedecía, hablaba siempre aturdida, por máquina, pensando en otracosa; iba sacándole filo a la calumnia sin sospecharlo. Además, elmayor crimen que podía haber en la Regenta, y no creía ella que atanto llegase, era seguir la corriente. «En Madrid y en elextranjero, esto es el pan nuestro de cada día; pero en Vetustafingen que se escandalizan de ciertas libertades de la moda, lasmismas que se las toman de tapadillo, entre sustos y miedos, singracia, del modo cursi como aquí se hace todo. ¡Pero qué sepuede esperar de unas mujeres que no se bañan ni usan lasesponjas más que para lavar a los bebés!» Obdulia, cuandohablaba con algún forastero, desahogaba su desprecio

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describiendo la hipocresía anticuada y la suciedad de las mujeresde Vetusta.

«-Créame usted -repetía-, no sabe su cuerpo lo que es unaesponja, se lavan como gatas y se la pegan al marido como entiempo del rey que rabió. ¡Cuánta porquería y cuánta ignorancia!»

Ana, acostumbrada muchos años hacía a la mirada curiosa,insistente y fría del público, no reparaba casi nunca en el efectoque producía su entrada en la iglesia, en el paseo, en el teatro.Pero la noche de aquel día de Todos los Santos recibió comoagradable incienso el tributo espontáneo de admiración; y no vioen él, como otras veces, curiosidad estúpida, ni envidia ni malicia.Desde la aparición de don Álvaro en la plaza, el humor de Anahabía cambiado, pasando de la aridez y el hastío negro y frío auna región de luz y calor que bañaban y penetraban todas lascosas: aquellas bruscas transformaciones del ánimo las atribuíasupersticiosamente a una voluntad superior, que regía la marchade los sucesos preparándolos, como experto autor de comedias,según convenía al destino de los seres. Esta idea, que no aplicabacon entera fe a los demás, la creía evidente en lo que a ella mismale importaba; estaba segura de que Dios le daba de cuando encuando avisos, le presentaba coincidencias para que ellaaprovechase ocasiones, oyese lecciones y consejos. Tal vez eraesto lo más profundo en la fe religiosa de Ana; creía en unaatención directa, ostensible y singular de Dios a los actos de suvida, a su destino, a sus dolores y placeres; sin esta creencia nohubiera sabido resistir las contrariedades de una existencia triste,sosa, descaminada, inútil. Aquellos ocho años vividos al lado deun hombre que ella creía vulgar, bueno de la manera más molestadel mundo, maniático, insustancial; aquellos ocho años dejuventud sin amor, sin fuego de pasión alguna, sin más atractivoque tentaciones efímeras, rechazadas al aparecer, creía que no

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hubiera podido sufrirlos a no pensar que Dios se los habíamandado para probar el temple de su alma y tener en qué fundarla predilección con que la miraba. Se creía en sus momentos de feegoísta, admirada por el Ojo invisible de la Providencia. El quetodo lo ve y la veía a ella estaba satisfecho, y la vanidad de laRegenta necesitaba esta convicción para no dejarse llevar de otrosinstintos, de otras voces que, arrancándola de sus abstracciones, lepresentaban imágenes plásticas de objetos del mundo, amables,llenas de vida y de calor.

Cuando descubrió en el confesonario del Magistral un almahermana , un espíritu supra-vetustense capaz de llevarla por uncamino de flores y de estrellas a la región luciente de la virtud,también creyó Ana que el hallazgo se lo debía a Dios, y comoaviso celestial pensaba aprovecharlo.

Ahora, al sentir revolución repentina en las entrañas enpresencia de un gallardo jinete, que venía a turbar con lascorvetas de su caballo el silencio triste de un día de marasmo, laRegenta no vaciló en creer lo que le decían voces interiores deindependencia, amor, alegría, voluptuosidad pura, bella, digna delas almas grandes. Sus horas de rebelión nunca habían sido tanseguidas. Desde aquella tarde ningún momento había dejado depensar lo mismo; que era absurdo que la vida pasase como unamuerte, que el amor era un derecho de la juventud, que Vetustaera un lodazal de vulgaridades, que su marido era una especie detutor muy respetable, a quien ella sólo debía la honra del cuerpo,no el fondo de su espíritu, que era una especie de subsuelo que élno sospechaba siquiera que existiese; de aquello que don Víctorllamaba los nervios, asesorado por el doctor don RobustianoSomoza, y que era el fondo de su ser, lo más suyo, lo que ella era,en suma, de aquello no tenía que darle cuenta. «Amaré, lo amarétodo, lloraré de amor, soñaré como quiera y con quien quiera; no

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pecará mi cuerpo, pero el alma la tendré anegada en el placer desentir esas cosas prohibidas por quien no es capaz decomprenderlas». Estos pensamientos, que sentía Ana volar por sucerebro como un torbellino, sin poder contenerlos, como si fuesenvoces de otro que retumbaban allí, la llenaban de un terror que laencantaba. Si algo en ella temía el engaño, veía el sofisma debajode aquella gárrula turba de ideas sublevadas, que reclamabansupuestos derechos. Ana procuraba ahogarlo, y comoengañándose a sí misma, la voluntad tomaba la resolucióncobarde, egoísta, de dejarse ir.

Así llegó al teatro. Había cedido a los ruegos de don Álvaro yde don Víctor sin saber cómo; temiendo que aquello era una cita yuna promesa; y, sin embargo, iba. Cuando se vio sola delante delespejo en su tocador, se le figuró que la Ana de enfrente le pedíacuentas; y formulando su pensamiento en periodos completosdentro del cerebro, se dijo:

«-Bueno, voy; pero es claro que si voy me comprometo con mihonra a no dejar que ese hombre adquiera sobre mí derechoalguno; no sé lo que pasará allí, no sé hasta qué punto alcanzaeste aliento de libertad que ha venido de repente a inundar lasequedad de dentro; pero el ir yo al teatro es prueba de que allí noha de haber pacto alguno que ofenda al decoro; no saldré de allícon menos honor que tengo».

Y después de pensar y resolver esto se vistió y se peinó lomejor que supo y no volvió a poner en tela de juicio puntos dehonra, peligros ni compromisos de los que don Víctor tantogustaba ver en versos de Calderón y de Moreto.

El palco de Vegallana era una platea contigua a la delproscenio, que en Vetusta llamaban bolsa, porque la separa untabique de las otras y queda aparte, algo escondida. La bolsa de

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enfrente -izquierda del actor- era la de Mesía y otros elegantes delCasino: algunos banqueros, un título y dos americanos, de loscuales el principal era don Frutos Redondo, sin duda alguna. DonFrutos no perdía función; a éste le gustaba el verso, «el verso ytente tieso», como él decía, y se declaraba a sí mismo, con laautoridad de sus millones de pesos, inteligente de primera fuerza ,en achaques de comedias y dramas. «¡No veo la tostada!», decíadon Frutos, que había aprendido esta frase poco culta y pocointeligible en los artículos de fondo de un periódico serio. «Noveo la tostada», decía, refiriéndose a cualquier comedia en que nohabía una lección moral, o por lo menos no la había al alcance deRedondo; y en no viendo él la tostada, condenaba al autor y hastadecía que defraudaba a los espectadores, haciéndoles perder untiempo precioso. De todas partes quería sacar provecho donFrutos, y prueba de ello es que decía, por ejemplo:

«-Que Manrique se enamora de Leonor, y que el condetambién se enamora, y se la disputan hasta que ella y el perdulariodel poeta, amén de la gitana, se van al otro barrio, ¿y qué?, ¿quéenseña eso?, ¿qué vamos aprendiendo?, ¿qué voy yo ganando coneso? Nada».

A pesar de don Frutos y sus altercados de crítica dramática, labolsa de don Álvaro, que así se llamaba en todas partes, era lamás distinguida, la que más atraía las miradas de las mamás y delas niñas y también las de los pollos vetustenses que no podíanaspirar a la honra de ser abonados en aquel rincón aristocrático,elegante, donde se reunían los hombres de mundo (en Vetusta elmundo se andaba pronto) presididos por el jefe del partido liberaldinástico. La mayor parte de los allí congregados habían vividoen Madrid algún tiempo y todavía imitaban costumbres, modalesy gestos que habían observado allá. Así es que a semejanza de lossocios de un club madrileño, hablaban a gritos en su palco,

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conversaban con los cómicos a veces, decían galanterías odesvergüenzas a coristas y bailarinas, y se burlaban de los grandesideales románticos que pasaban por la escena, mal vestidos, perollenos de poesía. Todos eran escépticos en materia de moraldoméstica, no creían en virtud de mujer nacida -salvo don Frutos,que conservaba frescas sus creencias- y despreciaban el amorconsagrándose con toda el alma, o mejor, con todo el cuerpo, a losamoríos; creían que un hombre de mundo no puede vivir sinquerida, y todos la tenían, más o menos barata; las cómicas eranla carnaza que preferían para tragar el anzuelo de la lujuriarebozado con la vanidad de imitar costumbres corrompidas depueblos grandes. Bailarinas de desecho, cantatrices inválidas,matronas del género serio demasiado sentimentales en su juventudpretérita, eran perseguidas, obsequiadas, regaladas y hastaaburridas por aquellos seductores de campanario, incapaces losmás de intentar una aventura sin el amparo de su bolsillo o sincontar con los humores herpéticos de la dama perseguida, ocualquier otra enfermedad física o moral que la hiciesen fácil,traída y llevada.

El único conquistador serio del bando era don Álvaro y todosle envidiaban tanto como admiraban su fortuna y hermosaestampa. Pero nadie como Pepe Ronzal, alias Trabuco y antes ElEstudiante, abonado de la bolsa de enfrente, la vecina al palco deVegallana. Trabuco era el núcleo de la que se llamaba la otrabolsa y había procurado rivalizar en elegancia, sans façon ymundo con los de Mesía. Pero a su palco concurrían elementosheterogéneos , muchos de los cuales lo echaban todo a perder; yno eran escépticos, sino cínicos; ni seductores más o menosauténticos, sino compradores de carne humana. Los abonados deesta otra bolsa eran Ronzal, Foja, Páez (que además tenía palcopara su hija), Bedoya, un escribano famoso por su lujuria que le

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costaba mucho dinero, por su arte para descubrir vírgenes en lasaldeas y por sus buenas relaciones con todas las Celestinas delpueblo; un escultor no comprendido, que no colocaba sus estatuasy se dedicaba a especulaciones de arqueólogo embustero; el juezde primera instancia, que se dividía a sí mismo en dos entidades:1.ª el juez, incorruptible, intratable, puercoespín sin pizca deeducación, y 2.ª el hombre de sociedad, perseguidor de casadas demala fama, consuelo de todas las que lloraban desengaños deamores desgraciados; y tres o cuatro vejetes verdes del partidoconservador, concejales, que todo lo convertían en política. Perosi éstos eran los que pagaban el palco, a él concurrían cuantossocios del Casino tenían amistad con cualquiera de ellos. Ronzalhabía protestado varias veces. «¡Señores, parece esto la cazuela!»,había dicho a menudo, pero en balde. Allí iba Joaquinito Orgaz, ycuantos sietemesinos madrileños pasaban por Vetusta, y hasta losque habían nacido y crecido en el pueblo y no lucían más que unbarniz de la corte. Y como la bolsa del otro era respetada y sólose atrevían a visitarla personas de posición, a Ronzal le llevabanlos diablos. Desde su bolsa hasta se arrojaban perros chicos a laescena, para exagerar la falta de compostura de los de enfrente.Algunos insolentes fumaban allí a vista del público y dejaban caerbolas de papel sobre alguna respetable calva de la orquesta. Devez en cuando les llamaban al orden desde el paraíso o desde lasbutacas, pero ellos despreciaban a la multitud y la miraban conaires de desafío. Hablaban con los amigos que ocupaban lasbolsas de los palcos principales, y hacían señas ostentosas y nadapulcras a ciertas señoritas cursis que no se casaban nunca y vivíanuna juventud eterna, siempre alegres, siempre estrepitosas ysiempre desdeñando las preocupaciones del recato. Estas damaseran pocas; la mayoría pecaban por el extremo de la seriedadinsulsa, y en cuanto se veían expuestas a la contemplación del

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público tomaban gestos y posturas de estatuas egipcias de laprimera época.

Cuando había estreno de algún drama o comedia muyaplaudidos en Madrid, en el palco de Ronzal se discutía a gritopelado y solía predominar el criterio de un acendradoprovincialismo, que parecía allí lo más natural tratándose de arte.No había salido de Vetusta ningún dramaturgo ilustre, y por lomismo se miraba con ojeriza a los de fuera. Eso de que Madrid sequisiera imponer en todo, no lo toleraban en la bolsa de Ronzal.Se llegó en alguna ocasión a declarar que se despreciaba lacomedia porque los madrileños la habían aplaudido mucho, y «enVetusta no se admitían imposiciones de nadie», no se seguía unjuicio hecho. La ópera, la ópera era el delirio de aquellosescribanos y concejales; pagaban un dineral por oír un cuartetoque a ellos se les antojaba contratado en el cielo y que sonabacomo sillas y mesas arrastradas por el suelo con motivo de undesestero.

-¡Se acuerdan ustedes de la Pallavicini! ¡Qué voz de arcángel!-decía Foja, socarrón, escéptico en todo, pero creyente fanático enla música de los cuartetos de ópera de lance.

-¡Oh, como el barítono Battistini yo no he oído nada! -respondía el escribano, que estimaba la voz del barítono, por lovaronil, más que la del tenor y la del bajo.

-Pues más varonil es la del bajo -decía Foja.

-No lo crea usted. ¿Y usted qué dice, Ronzal?

-Yo... distingo... si el bajo es cantante... Pero a mí no mevengan ustedes con música... ¿Saben ustedes lo que yo digo?«Que la música es el ruido que menos me incomoda...» ¡Ja!, ¡ja!,¡ja! Además, para tenor ahí tenemos a Castelar... ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!

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El escribano reía también el chiste y los concejales sonreían,no por la gracia, sino por la intención.

Aunque el palco de los Marqueses tocaba con el de Ronzal,pocas veces los abonados del último se atrevían a entablarconversación con los Vegallana o quien allí estuviera convidado.Además de que el tabique intermedio dificultaba la conversación,los más no se atrevían, de hecho, a dar por no existente unadiferencia de clases de que en teoría muchos se burlaban.

«Todos somos iguales -decían muchos burgueses de Vetusta-,la nobleza ya no es nadie, ahora todo lo puede el dinero, eltalento, el valor, etc., etc.» Pero a pesar de tanta alharaca, a losmás se les conocía hasta en su falso desprecio que participabandesde abajo de las preocupaciones que mantenían los noblesdesde arriba.

En cambio los de la bolsa de don Álvaro saludaban a losVegallana; sonreían a la Marquesa, asestaban los gemelos aEdelmira y hacían señas al Marqués, y a Paco, que solían visitaraquel rincón comme il faut.

También esto lo envidiaba Ronzal, que era amigo político deVegallana; pero trataba poco a la Marquesa.

-¡Es demasiado borrico! -decía doña Rufina cuando lehablaban de Trabuco; y procuraba tenerle alejado tratándole confrialdad ceremoniosa.

Ronzal se vengaba diciendo que la Marquesa era republicana yque escribía en La Flaca de Barcelona, y que había sido unacualquier cosa en su juventud. Estas calumnias le servían dedesahogo, y si le preguntaban el motivo de su inquina, contestaba:«Señores, yo me debo a la causa que defiendo, y veo con tristeza,con grande, con profunda tristeza, que esa señora, la Marquesa,

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doña Rufina, en una palabra, desacredita el partido conservador-dinástico de Vetusta».

Después de saborear el tributo de admiración del público, Anamiró a la bolsa de Mesía. Allí estaba él, reluciente, armado deaquella pechera blanquísima y tersa, la envidia de las envidias deTrabuco. En aquel momento don Juan Tenorio arrancaba la caretadel rostro de su venerable padre; Ana tuvo que mirar entonces a laescena, porque la inaudita demasía de don Juan había producidobuen efecto en el público del paraíso, que aplaudía entusiasmado.Perales, el imitador de Calvo, saludaba con modesto ademán algosorprendido de que se le aplaudiese en escena que no era deempeño.

-¡Mire usted el pueblo! -dijo un concejal de la otra bolsa ,volviéndose a Foja, el ex-alcalde liberal.

-¿Qué tiene el pueblo?

-¡Que es un majadero! Aplaude la gran felonía de arrancar lacareta a un enmascarado...

-Que resulta padre -añadió Ronzal-; circunstancia agravante.

-El hombre abandonado a sus instintos es naturalmenteinmoral, y como el pueblo no tiene educación...

El juez aprobó con la cabeza, sin separar los ojos de losgemelos con que apuntaba a Obdulia, vestida de negro y rojo ysentada sobre tres almohadones en un palco contiguo al de Mesía.

Ana empezó a hacerse cargo del drama en el momento en quePerales decía con un desdén gracioso y elegante:

Son pláticas de familiade las que nunca hice caso...

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Era el cómico alto, rubio -aquella noche-, flexible, elegante ysuelto, lucía buena pierna, y le sentaba de perlas el trajefantástico, con pretensiones de arqueológico, que ceñía su figuraesbelta. Don Víctor estaba enamorado de Perales; él no habíavisto a Calvo y el imitador le parecía excelente intérprete de lascomedias de capa y espada. Le había oído decir con énfasismusical las décimas de La vida es sueño, le había admirado en Eldesdén con el desdén, declamando con soltura y gran meneo debrazos y piernas las sutiles razones que comienzan así:

Y porque veáis que es errorque haya en el mundo quien creaque el que quiere lisonjea,escuchad lo que es amor.

y concluyen:

A su propia convenienciadirige amor su fatiga,luego es clara consecuenciaque ni con amor se obligani con su correspondencia.

Y don Víctor le reputaba excelentísimo cómico. No paró hastaque se lo presentaron; y a su casa le hubiera hecho ir si su mujerfuera otra. En general don Víctor envidiaba a todo el que dejabaver la contera de una espada debajo de una capa de grana, aunquefuese en las tablas y sólo de noche. Conoció que Anitacontemplaba con gusto los ademanes y la figura de don Juan y seacercó a ella el buen Quintanar, diciéndole al oído con voztrémula por la emoción:

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-¿Verdad, hijita, que es un buen mozo? ¡Y qué movimientostan artísticos de brazo y pierna...! Dicen que eso es falso, que loshombres no andamos así... ¡Pero debiéramos andar! Y asíseguramente andaríamos y gesticularíamos los españoles en elsiglo de oro, cuando éramos dueños del mundo -esto ya lo decíamás alto para que lo oyeran todos los presentes-. Bueno estaríaque ahora que vamos a perder a Cuba, resto de nuestrasgrandezas, nos diéramos esos aires de señores y midiéramos elpaso...

La Regenta no oía a su marido; el drama empezaba ainteresarla de veras; cuando cayó el telón quedó con grancuriosidad y deseó saber en qué paraba la apuesta de don Juan yMejía.

En el primer entreacto don Álvaro no se movió de su asiento;de cuando en cuando miraba a la Regenta, pero con sumadiscreción y prudencia, que ella notó, y le agradeció. Dos o tresveces se sonrieron y sólo la última vez que tal osaron, sorprendióaquella correspondencia Pepe Ronzal, que, como siempre, seguíala pista a los telégrafos de su aborrecido y admirado modelo.

Trabuco se propuso redoblar su atención, observar mucho y seruna tumba, callar como un muerto. «¡Pero aquello era grave, muygrave!» Y la envidia se lo comía.

Empezó el segundo acto y don Álvaro notó que por aquellanoche tenía un poderoso rival: el drama. Anita comenzó acomprender y sentir el valor artístico del don Juan emprendedor,loco, valiente y trapacero de Zorrilla; a ella también la fascinabacomo a la doncella de doña Ana de Pantoja, y a la Trotaconventosque ofrecía el amor de Sor Inés como una mercancía... La calleoscura, estrecha, la esquina, la reja de doña Ana..., los desvelosde Ciutti, las trazas de don Juan; la arrogancia de Mejía; la

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traición interina del Burlador, que no necesitaba, por una solavez, dar pruebas de valor; los preparativos diabólicos de la granaventura, del asalto del convento, llegaron al alma de la Regentacon todo el vigor y frescura dramáticos que tienen y que muchosno saben apreciar o porque conocen el drama desde antes de tenercriterio para saborearle y ya no les impresiona, o porque tienen elgusto de madera de tinteros; Ana estaba admirada de la poesía queandaba por aquellas callejas de lienzo, que ella transformaba ensólidos edificios de otra edad; y admiraba no menos el desdén conque se veía y oía todo aquello desde palcos y butacas; aquellanoche el paraíso, alegre, entusiasmado, le parecía mucho másinteligente y culto que el señorío vetustense.

Ana se sentía transportada a la época de don Juan, que sefiguraba como el vago romanticismo arqueológico quiere quehaya sido; y entonces, volviendo al egoísmo de sus sentimientos,deploraba no haber nacido cuatro o cinco siglos antes... «Tal vezen aquella época fuera divertida la existencia en Vetusta; habríaentonces conventos poblados de nobles y hermosas damas,amantes atrevidos, serenatas de trovadores en las callejas ypostigos; aquellas tristes, sucias y estrechas plazas y callestendrían, como ahora, aspecto feo, pero las llenaría la poesía deltiempo, y las fachadas ennegrecidas por la humedad, las rejas dehierro, los soportales sombríos, las tinieblas de las rinconadas enlas noches sin luna, el fanatismo de los habitantes, las venganzasde vecindad, todo sería dramático, digno del verso de un Zorrilla;y no como ahora suciedad, prosa, fealdad desnuda». Compararaquella Edad Media soñada -ella colocaba a don Juan Tenorio enla Edad Media por culpa de Perales- con los espectadores que larodeaban a ella en aquel instante era un triste despertar. Capasnegras y pardas, sombreros de copa alta absurdos, horrorosos...,todo triste, todo negro, todo desmañado, sin expresión..., frío...

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Hasta don Álvaro parecíale entonces mezclado con la prosacomún. ¡Cuánto más le hubiera admirado con el ferreruelo, lagorra y el jubón y el calzón de punto de Perales ...! Desde aquelmomento vistió a su adorador con los arreos del cómico, y a éste,en cuanto volvió a la escena, le dio el gesto y las facciones deMesía, sin quitarle el propio andar, la voz dulce y melódica ydemás cualidades artísticas.

El tercer acto fue una revelación de poesía apasionada paradoña Ana. Al ver a doña Inés en su celda, sintió la Regentaescalofríos; la novicia se parecía a ella; Ana lo conoció al mismotiempo que el público; hubo un murmullo de admiración ymuchos espectadores se atrevieron a volver el rostro al palco deVegallana con disimulo. La González era cómica por amor; sehabía enamorado de Perales, que la había robado; casados ensecreto, recorrían después todas las provincias, y para ayuda delpresupuesto conyugal la enamorada joven, que era hija de padresricos, se decidió a pisar las tablas; imitaba a quien Perales lahabía mandado imitar, pero en algunas ocasiones se atrevía a seroriginal y hacía excelentes papeles de virgen amante. Era muyguapa, y con el hábito blanco de novicia, la cabeza prisionera dela rígida toca, muy coloradas las mejillas, lucientes los ojos, loslabios hechos fuego, las manos en postura hierática y la modestiay castidad más límpida en toda la figura, interesabaprofundamente. Decía los versos de doña Inés con voz cristalina ytrémula, y en los momentos de ceguera amorosa se dejaba llevarpor la pasión cierta -porque se trataba de su marido- y llegaba aun realismo poético que ni Perales ni la mayor parte del públicoeran capaces de apreciar en lo mucho que valía.

Doña Ana sí; clavados los ojos en la hija del Comendador,olvidada de todo lo que estaba fuera de la escena, bebió conansiedad toda la poesía de aquella celda casta en que se estaba

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filtrando el amor por las paredes. «¡Pero esto es divino!», dijovolviéndose hacia su marido, mientras pasaba la lengua por loslabios secos. La carta de don Juan escondida en el libro devoto,leída con voz temblorosa primero, con terror supersticiosodespués, por doña Inés, mientras Brígida acercaba su bujía alpapel; la proximidad casi sobrenatural de Tenorio, el espanto quesus hechizos supuestos producen en la novicia, que ya creesentirlos, todo, todo lo que pasaba allí y lo que ella adivinabaproducía en Ana un efecto de magia poética, y le costaba trabajocontener las lágrimas que se le agolpaban a los ojos.

«¡Ay!, sí, el amor era aquello, un filtro, una atmósfera defuego, una locura mística; huir de él era imposible; imposiblegozar mayor ventura que saborearle con todos sus venenos. Anase comparaba con la hija del Comendador; el caserón de losOzores era su convento; su marido, la regla estrecha de hastío yfrialdad en que ya había profesado ocho años hacía..., y donJuan..., ¡don Juan, aquel Mesía que también se filtraba por lasparedes, aparecía por milagro y llenaba el aire con su presencia!»

Entre el acto tercero y el cuarto don Álvaro vino al palco delos marqueses.

Ana al darle la mano tuvo miedo de que él se atreviera aapretarla un poco, pero no hubo tal; dio aquel tirón enérgico queél siempre daba, siguiendo la moda que en Madrid empezabaentonces; pero no apretó. Se sentó a su lado, eso sí, y al poco ratohablaban aislados de la conversación general.

Don Víctor había salido a los pasillos a fumar y disputar conlos pollastres vetustenses que despreciaban el romanticismo ycitaban a Dumas y Sardou, repitiendo lo que habían oído en lacorte.

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Ana, sin dar tiempo a don Álvaro para buscar buenaembocadura a la conversación, dejó caer sobre la prosaicaimaginación del petimetre el chorro abundante de poesía quehabía bebido en el poema gallardo, fresco, exuberante dehermosura y color del maestro Zorrilla.

La pobre Regenta estuvo elocuente; se figuró que el jefe delpartido liberal dinástico la entendía, que no era como aquellosvetustenses de cal y canto que hasta se sonreían con lástima al oírtantos versos «bonitos, sonorosos, pero sin miga», según aseguródon Frutos en el palco de la marquesa.

A Mesía le extrañó y hasta disgustó el entusiasmo de Ana.¡Hablar del Don Juan Tenorio como si se tratase de un estreno!¡Si el Don Juan de Zorrilla ya sólo servía para hacer parodias...!No fue posible tratar cosa de provecho, y el tenorio vetustenseprocuró ponerse en la cuerda de su amiga y hacerse el sentimentaldisimulado, como los hay en las comedias y en las novelas deFeuillet: mucho esprit que oculta un corazón de oro que seesconde por miedo a las espinas de la realidad... Esto era el colmode la distinción según lo entendía don Álvaro, y así procuróaquella noche presentarse a la Regenta, a quien «estaba visto quehabía que enamorar por todo lo alto».

Ana, que se dejaba devorar por los ojos grises del seductor y leenseñaba sin pestañear los suyos, dulces y apasionados, no pudoen su exaltación notar el amaneramiento, la falsedad del idealismocopiado de su interlocutor; apenas le oía, hablaba ella sin cesar,creía que lo que estaba diciendo él coincidía con las propiasideas; este espejismo del entusiasmo vidente, que suele apareceren tales casos, fue lo que valió a don Álvaro aquella noche.También le sirvió mucho su hermosura varonil y noble, ayudadapor la expresión de su pasioncilla, en aquel momento irritada.Además, el rostro del buen mozo, sobre ser correcto, tenía una

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expresión espiritual y melancólica que era puramente deapariencia; combinación de líneas y sombras, algo también lashuellas de una vida malgastada en el vicio y el amor. Cuandocomenzó el cuarto acto, Ana puso un dedo en la boca, y sonriendoa don Álvaro, le dijo:

-¡Ahora, silencio! Bastante hemos charlado... déjeme usted oír.

-Es que..., no sé... si debo despedirme...

-No..., no... ¿por qué? -respondió ella, arrepentida al instantede haberlo dicho.

-No sé si estorbaré, si habrá sitio...

-Sitio sí, porque Quintanar está en la bolsa de ustedes... míreleusted.

Era verdad; estaba allí disputando con don Frutos, que insistíaen que el Don Juan Tenorio carecía de la miga suficiente.

Don Álvaro permaneció junto a la Regenta.

Ella le dejaba ver el cuello vigoroso y mórbido, blanco ytentador con su vello negro algo rizado y el nacimientoprovocador del moño que subía por la nuca arriba con graciosatensión y convergencia del cabello. Dudaba don Álvaro si debíaen aquella situación atreverse a acercarse un poco más de loacostumbrado. Sentía en las rodillas el roce de la falda de Ana;más abajo adivinaba su pie, lo tocaba a veces un instante. «Ellaestaba aquella noche... en punto de caramelo» (frase simbólica enel pensamiento de Mesía), y con todo no se atrevió. No se acercóni más ni menos; y eso que ya no tenía allí caballo que loestorbase. «¡Pero la buena señora se había sublimizado tanto! Ycomo él, por no perderla de vista, y por agradarla, se había hechoel romántico también, el espiritual , el místico ..., ¡quién diablos

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iba ahora a arriesgar un ataque personal y pedestre ...! ¡Se habíapuesto aquello en una tessitura endemoniada!» Y lo peor era queno había probabilidades de hacer entrar, en mucho tiempo, a laRegenta por el aro; ¿quién iba a decirle: «Bájese usted, amigamía, que todo esto es volar por los espacios imaginarios»? Porestas consideraciones, que le estaban dando vergüenza, que leparecían ridículas al cabo, don Álvaro resistió el vehemente deseode pisar un pie a la Regenta o tocarle la pierna con sus rodillas...

Que era lo que estaba haciendo Paquito con Edelmira, suprima. La robusta virgen de aldea parecía un carbón encendido, ymientras don Juan, de rodillas ante doña Inés, le preguntaba si noera verdad que en aquella apartada orilla se respiraba mejor, ellase ahogaba y tragaba saliva, sintiendo el pataleo de su primo yoyéndole, cerca de la oreja, palabras que parecían chispas defragua. Edelmira, a pesar de no haber desmejorado, tenía los ojosrodeados de un ligero tinte oscuro. Se abanicaba sin punto dereposo y tapaba la boca con el abanico cuando en medio de unasituación culminante del drama se le antojaba a ella reírse acarcajadas con las ocurrencias del Marquesito, que tenía unascosas...

Para Ana el cuarto acto no ofrecía punto de comparación conlos acontecimientos de su propia vida... Ella aún no había llegadoal cuarto acto. «¿Representaba aquello lo porvenir? ¿Sucumbiríaella como doña Inés, caería en los brazos de don Juan loca deamor? No lo esperaba; creía tener valor para no entregar jamás elcuerpo, aquel miserable cuerpo que era propiedad de don Víctorsin duda alguna. De todas suertes, ¡qué cuarto acto tan poético! ElGuadalquivir allá abajo... Sevilla a lo lejos... La quinta de donJuan, la barca debajo del balcón..., la declaración a la luz de laluna... ¡Si aquello era romanticismo, el romanticismo eraeterno...!» Doña Inés decía:

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Don Juan, don Juan, yo lo implorode tu hidalga condición...

Estos versos, que ha querido hacer ridículos y vulgares,manchándolos con su baba, la necedad prosaica, pasándolos mil ymil veces por sus labios viscosos como vientre de sapo, sonaronen los oídos de Ana aquella noche como frase sublime de un amorinocente y puro que se entrega con la fe en el objeto amado,natural en todo gran amor. Ana, entonces, no pudo evitarlo: lloró,lloró, sintiendo por aquella Inés una compasión infinita. No era yauna escena erótica lo que ella veía allí; era algo religioso; el almasaltaba a las ideas más altas, al sentimiento purísimo de la caridaduniversal..., no sabía a qué; ello era que se sentía desfallecer detanta emoción.

Las lágrimas de la Regenta nadie las notó. Don Álvaro sóloobservó que el seno se le movía con más rapidez y se levantabamás al respirar. Se equivocó el hombre de mundo; creyó que laemoción acusada por aquel respirar violento la causaba sugallarda y próxima presencia, creyó en un influjo puramentefisiológico y por poco se pierde... Buscó a tientas el pie de Ana...,en el mismo instante en que ella, de una en otra, había llegado apensar en Dios, en el amor ideal, puro, universal que abarcaba alCreador y a la criatura... Por fortuna para él, Mesía no encontró,entre la hojarasca de las enaguas, ningún pie de Anita, queacababa de apoyar los dos en la silla de Edelmira.

El altercado de don Juan y el Comendador hizo a la Regentavolver a la realidad del drama y fijarse en la terquedad del buenUlloa; como se había empeñado la imaginación exaltada encomparar lo que pasaba en Vetusta con lo que sucedía en Sevilla,sintió supersticioso miedo al ver el mal en que paraban aquellas

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aventuras del libertino andaluz; el pistoletazo con que don Juansaldaba sus cuentas con el Comendador le hizo temblar; fue unpresentimiento terrible. Ana vio de repente, como a la luz de unrelámpago, a don Víctor vestido de terciopelo negro, con jubón yferreruelo, bañado en sangre, boca arriba, y a don Álvaro con unapistola en la mano, enfrente del cadáver.

La Marquesa dijo después de caer el telón que ella noaguantaba más Tenorio.

-Yo me voy, hijos míos; no me gusta ver cementerios niesqueletos; demasiado tiempo le queda a uno para eso. Adiós.Vosotros quedaos si queréis... ¡Jesús!, las once y media, no seacaba esto a las dos...

Ana, a quien explicó su esposo el argumento de la segundaparte del drama, prefirió llevar la impresión de la primera, que latenía encantada, y salió con la Marquesa y Mesía.

Edelmira se quedó con don Víctor y Paco.

-Yo llevaré a la niña y usted déjeme a ésa en casa, señoraMarquesa -dijo Quintanar.

Mesía se despidió al dejar dentro del coche a las damas.Entonces apretó un poco la mano de Anita, que la retiró asustada.

Don Álvaro se volvió al palco del Marqués a dar conversacióna don Víctor. Eran panes prestados: Paco necesitaba que ledistrajeran a Quintanar para quedarse como a solas con Edelmira;Mesía, que tantas veces había utilizado servicios análogos delMarquesito, fue a cumplir con su deber.

Además, siempre que se le ofrecía, aprovechaba la ocasión deestrechar su amistad con el simpático aragonés que había de sersu víctima, andando el tiempo, o poco había de poder él.

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Con mil amores acogió Quintanar al buen mozo y le expusosus ideas en punto a literatura dramática, concluyendo comosiempre con su teoría del honor según se entendía en el Siglo deOro, cuando el sol no se ponía en nuestros dominios.

-Mire usted -decía don Víctor, a quien ya escuchaba coninterés don Álvaro-, mire usted, yo ordinariamente soy muypacífico. Nadie dirá que yo, ex-regente de Audiencia, que mejubilé casi por no firmar más sentencias de muerte, nadie dirá,repito, que tengo ese punto de honor quisquilloso de nuestrosantepasados, que los pollastres de ahí abajo llaman inverosímil;pues bien, seguro estoy, me lo da el corazón, de que si mi mujer(hipótesis absurda) me faltase..., se lo tengo dicho a TomásCrespo muchas veces..., le daba una sangría suelta.

(-¡Animal! -pensó don Álvaro.)

-Y en cuanto a su cómplice..., ¡oh!, en cuanto a su cómplice...Por de pronto yo manejo la espada y la pistola como un maestro;cuando era aficionado a representar en los teatros caseros (esdecir, cuando mi edad y posición social me permitían trabajar,porque la afición aún me dura), comprendiendo que era muyridículo batirse mal en las tablas, tomé maestro de esgrima y diola casualidad de que demostré en seguida grandes facultades parael arma blanca. Yo soy pacífico, es verdad, nunca me ha dadonadie motivo para hacerle un rasguño..., pero figúrese usted..., eldía que... Pues lo mismo y mucho más puedo decir de la pistola.Donde pongo el ojo...; pues bien, como decía, al cómplice lotraspasaba; sí, prefiero esto; la pistola es del drama moderno, esprosaica; de modo que le mataría con arma blanca... Pero voy ami tesis... Mi tesis era..., ¿qué...?, ¿usted recuerda?

Don Álvaro no recordaba, pero lo de matar al cómplice conarma blanca le había alarmado un poco.

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Cuando Mesía, ya cerca de las tres, de vuelta del Casino,trataba de llamar al sueño imaginando voluptuosas escenas deamor que se prometía convertir en realidad bien pronto al lado dela Regenta, protagonista de ellas, vio de repente, y ya casidormido, la figura vulgar y bonachona de don Víctor. Pero le vioentre los primeros disparates del ensueño, vestido de toga ybirrete, con una espada en la mano. Era la espada de Perales en elTenorio, de enormes gavilanes.

Anita no recordaba haber soñado aquella noche con donÁlvaro. Durmió profundamente.

Al despertar, cerca de las diez, vio a su lado a Petra, ladoncella rubia y taimada, que sonreía discretamente.

-Mucho he dormido, ¿por qué no me has despertado antes?

-Como la señorita pasó mala noche...

-¿Mala noche...?, ¿yo?

-Sí, hablaba alto, soñaba a gritos...

-¿Yo?

-Sí, alguna pesadilla.

-¿Y tú... me has oído desde...?

-Sí, señora, no me había acostado todavía; me quedé a esperarpor el señor, porque Anselmo es tan bruto que se duerme... Vinoel amo a las dos.

-Y yo he hablado alto...

-Poco después de llegar el señor. Él no oyó nada; no quisoentrar por no despertar a la señorita. Yo volví a ver si dormía..., siquería algo..., y creí que era una pesadilla..., pero no me atreví adespertarla...

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Ana se sentía fatigada. Le sabía mal la boca y temía losamagos de la jaqueca.

-¡Una pesadilla...! Pero si yo no recuerdo haber padecido...

-No, pesadilla mala... no sería..., porque sonreía la señora...,daba vueltas...

-Y..., y... ¿qué decía?

-¡Oh..., qué decía! No se entendía bien..., palabras sueltas...,nombres...

-¿Qué nombres...? -Ana preguntó esto encendido el rostro porel rubor-, ¿qué nombres? -repitió.

-Llamaba la señora... al amo.

-¿Al amo?

-Sí..., sí, señora... Decía: ¡Víctor! ¡Víctor!

Ana comprendió que Petra mentía. Ella casi siempre llamaba asu marido Quintanar.

Además, la sonrisa no disimulada de la doncella aumentaba lassospechas de la señora.

Calló y procuró ocultar su confusión.

Entonces, acercándose más a la cama y bajando la voz, Petradijo, ya seria:

-Han traído esto para la señora...

-¿Una carta? ¿De quién? -preguntó en voz trémula Ana,arrebatando el papel de manos de Petra.

«¡Si aquel loco se habría propasado...! Era absurdo».

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Petra, después de observar la expresión de susto que se pintóen el rostro del ama, añadió:

-De parte del señor Magistral debe de ser, porque lo ha traídoTeresina, la doncella de doña Paula.

Ana afirmó con la cabeza mientras leía.

Petra salió sin ruido, como una gata. Sonreía a suspensamientos.

La carta del Magistral, escrita en papel levemente perfumado,y con una cruz morada sobre la fecha, decía así:

«Señora y amiga mía: Esta tarde me tendrá usted en la capillade cinco a cinco y media. No necesitará usted esperar, porque seráhoy la única persona que confiese. Ya sabe que no me tocaba hoysentarme, pero me ha parecido preferible avisar a usted para estatarde por razones que le explicará su atento amigo y servidor,

FERMÍN DE PAS».

«Señora y amiga mía: Esta tarde me tendrá usted en la capillade cinco a cinco y media. No necesitará usted esperar, porqueserá hoy la única persona que confiese. Ya sabe que no me tocabahoy sentarme, pero me ha parecido preferible avisar a usted paraesta tarde por razones que le explicará su atento amigo yservidor,

FERMÍN DE PAS».

No decía capellán.

«¡Cosa extraña! Ana se había olvidado del Magistral desde latarde anterior; ni una vez sola, desde la aparición de don Álvaro acaballo, había pasado por su cerebro la imagen grave y airosa delrespetado, estimado y admirado padre espiritual. Y ahora sepresentaba de repente dándole un susto, como sorprendiéndola en

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pecado de infidelidad. Por la primera vez sintió Ana la vergüenzade su imprudente conducta. Lo que no había despertado en ella lapresencia de don Víctor, lo despertaba la imagen de don Fermín...Ahora se creía infiel de pensamiento, pero, ¡cosa más rara!, infiela un hombre a quien no debía fidelidad ni podía debérsela».

«Es verdad -pensaba-; habíamos quedado en que mañanatemprano iría a confesar..., ¡y se me había olvidado!, y ahora éladelanta la confesión... Quiere que vaya esta tarde. ¡Imposible!No estoy preparada... Con estas ideas..., con esta revolución delalma... ¡Imposible!»

Se vistió deprisa, cogió papel, que tenía el mismo olor que eldel Magistral, pero más fuerte, y escribió a don Fermín una cartamuy dulce con mano trémula, turbada, como si cometiera unafelonía. Le engañaba; le decía que se sentía mal, que había tenidola jaqueca y le suplicaba que la dispensase; que ella le avisaría...

Entregó a Petra el papel embustero y la dio orden de llevarlo asu destino inmediatamente, y sin que el señor se enterase.

Don Víctor ya había manifestado varias veces su noconformidad, como él decía, con aquella frecuencia delsacramento de la confesión; como temía que se le tuviese porpoco enérgico, y era muy poco enérgico en su casa en efecto,alborotaba mucho cuando se enfadaba.

Para evitar el ruido, molesto aunque sin consecuencias, Anaprocuraba que su esposo no se enterase de aquellas frecuentesescapatorias a la catedral.

«¡No podía presumir el buen señor que por su bien eran!»

Petra había sido tomada por confidente y cómplice de estosinocentes tapadillos. Pero la criada, fingiendo creer los motivosque alegaba su ama para ocultar la devoción, sospechaba horrores.

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Iba camino de la casa del Magistral con la misiva y pensaba:

«Lo que yo me temía, a pares; los tiene a pares; uno diablo yotro santo. ¡Así en la tierra como en el cielo!»

Ana estuvo todo el día inquieta, descontenta de sí misma; no searrepentía de haber puesto en peligro su honor, dando alas(siquiera fuesen de sutil gasa espiritual) a la audacia amorosa dedon Álvaro; no le pesaba de engañar al pobre don Víctor, porquele reservaba el cuerpo, su propiedad legítima..., pero ¡pensar queno se había acordado del Magistral ni una vez en toda la nocheanterior, a pesar de haber estado pensando y sintiendo tantas cosassublimes!

«Y por contera, le engañaba, le decía que estaba enferma paraexcusar el verle... ¡Le tenía miedo...!, y hasta el estilo dulce, casicariñoso de la carta era traidor... ¡Aquello no era digno de ella!Para don Víctor había que guardar el cuerpo, pero al Magistral,¿no había que reservarle el alma?»

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Capítulo XVII

Al oscurecer de aquel mismo día, que era el de Difuntos, Petraanunció a la Regenta, que paseaba en el Parque , entre loseucaliptus de Frígilis, la visita del señor Magistral.

-Enciende la lámpara del gabinete y antes hazle pasar a lahuerta... -dijo Ana sorprendida y algo asustada.

El Magistral pasó por el patio al Parque . Ana le esperabasentada dentro del cenador. «Estaba hermosa la tarde, parecía deseptiembre; no duraría mucho el buen tiempo, luego se caería elcielo hecho agua sobre Vetusta...»

Todo esto se dijo al principio. Ana se turbó cuando elMagistral se atrevió a preguntarle por la jaqueca.

«¡Se había olvidado de su mentira!» Explicó lo mejor que pudosu presencia en el Parque a pesar de la jaqueca.

El Magistral confirmó su sospecha. Le había engañado sudulce amiga.

Estaba el clérigo pálido, le temblaba un poco la voz y se movíasin cesar en la mecedora en que se le había invitado a sentarse.

Seguían hablando de cosas indiferentes y Ana esperaba contemor que don Fermín abordase el motivo de su extraordinariavisita.

El caso era que el motivo... no podía explicarse. Había sido unarranque de mal humor; una salida de tono que ya casi sentía ycuya causa de ningún modo podía él explicar a aquella señora.

El Chato, el clérigo que servía de esbirro a doña Paula, tenía elvicio de ir al teatro disfrazado. Había cogido esta afición en sustiempos de espionaje en el seminario; entonces el Rector le

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mandaba al paraíso para delatar a los seminaristas que allí viera;ahora el Chato iba por cuenta propia. Había estado en el teatro lanoche anterior y había visto a la Regenta. Al día siguiente, por lamañana, lo supo doña Paula, y al comer, en un incidente de laconversación, tuvo habilidad para darle la noticia a su hijo.

-No creo que esa señora haya ido ayer al teatro.

-Pues yo lo sé por quien la ha visto.

El Magistral se sintió herido, le dolió el amor propio al verseen ridículo por culpa de su amiga. Era el caso que en Vetusta losbeatos y todo el mundo devoto consideraban el teatro como recreoprohibido en toda la Cuaresma y algunos otros días del año; entreellos el de Todos los Santos . Muchas señoras abonadas habíandejado su palco desierto la noche anterior, sin permitir la entradaen él a nadie para señalar así mejor su protesta. La de Páez nohabía ido, doña Petronila, o sea El Gran Constantino, que no ibanunca, pero tenía abonadas a cuatro sobrinas, tampoco les habíaconsentido asistir.

«Y Ana, que pasaba por hija predilecta de confesión delMagistral, por devota en ejercicio, se había presentado en el teatroen noche prohibida, rompiendo por todo, haciendo alarde de norespetar piadosos escrúpulos, pues precisamente ella nofrecuentaba semejante sitio... Y precisamente aquella noche...»

El Magistral había salido de su casa disgustado. «A él no leimportaba que fuese o no al teatro por ahora, tiempo llegaría enque sería otra cosa; pero la gente murmuraría; don Custodio, elArcediano, todos sus enemigos se burlarían, hablarían de laescasa fuerza que el Magistral ejercía sobre sus penitentes...Temía el ridículo. La culpa la tenía él, que tardaba demasiado enir apretando los tornillos de la devoción a doña Ana».

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Llegó a la sacristía y encontró al Arcipreste, al ilustreRipamilán, disputando como si se tratara de un asalto de esgrima,con aspavientos y manotadas al aire; su contendiente era elArcediano, el señor Mourelo, que con más calma y sonriendosostenía que la Regenta o no era devota de buena ley, o no debíahaber ido al teatro en noche de Todos los Santos .

Ripamilán gritaba:

-Señor mío, los deberes sociales están por encima de todo...

El Deán se escandalizó.

-¡Oh!, ¡oh! -dijo-, eso no, señor Arcipreste..., los deberesreligiosos..., los religiosos..., eso es...

Y tomó un polvo de rapé extraído con mal pulso de una caja denácar. Así solía él terminar los periodos complicados.

-Los deberes sociales... son muy respetables, en efecto -dijo elcanónigo pariente del Ministro, a quien la proposición habíaparecido regalista, y por consiguiente digna de aprobación porparte de un primo del Notario mayor del reino.

-Los deberes sociales -replicó Glocester tranquilo, con almíbaren las palabras, pausadas y subrayadas-, los deberes sociales, conpermiso de usted, son respetabilísimos, pero quiere Dios,consiente su infinita bondad, que estén siempre en armonía conlos deberes religiosos...

-¡Absurdo! -exclamó Ripamilán dando un salto.

-¡Absurdo! -dijo el Deán, cerrando de un bofetón la caja denácar.

-¡Absurdo! -afirmó el canónigo regalista.

La Regenta

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-Señores, los deberes no pueden contradecirse; el deber social,por ser tal deber, no puede oponerse al deber religioso..., lo diceel respetable Taparelli...

-¿Tapa qué? -preguntó el Deán-. No me venga usted conautores alemanes... Este Mourelo siempre ha sido un hereje...

-Señores, estamos fuera de la cuestión -gritó Ripamilán-, elcaso es...

-No estamos tal -insistió Glocester, que no quería en presenciade don Fermín sostener su tesis de la escasa religiosidad de laRegenta.

Tuvo habilidad para llevar la disputa al terreno filosófico , y deallí al teológico, que fue como echarle agua al fuego. Aquellasvenerables dignidades profesaban a la sagrada ciencia un respetosingular, que consistía en no querer hablar nunca de cosas altas.

A don Fermín le bastó lo que oyó al entrar en la sacristía paracomprender que se había comentado lo del teatro. Su mal humorfue en aumento. «Lo sabía toda Vetusta, su influencia moral habíaperdido crédito... y la autora de todo aquello tenía la crueldad denegarse a una cita». Él se la había dado para decirle que no debíaconfesar por las mañanas, sino de tarde, porque así no se fijaba enellos el público de las beatas con atención exclusiva... «Debeusted confesar entre todas, y además algunos días en que no sesabe que me siento; yo le avisaré a usted y entonces... podremoshablar más por largo». Todo esto había pensado decirle aquellatarde, y ella respondía que... «¡estaba con jaqueca!». En casa dePáez también le hablaron del escándalo del teatro. «Habían idovarias damas que habían prometido no ir; y había ido Ana Ozores,que nunca asistía».

Leopoldo Alas, «Clarín»

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El Magistral salió de casa de Páez bufando; la sonrisa burlonade Olvido, que se celaba ya, le había puesto furioso...

Y sin pensar lo que hacía, se había ido derecho a la plazaNueva, se había metido en la Rinconada y había llamado a lapuerta de la Regenta... Por eso estaba allí.

¿Quién iba a explicar semejante motivo de una visita?

Al ver que Ana había mentido, que estaba buena y habíabuscado un embuste para no acudir a su cita, el mal humor de donFermín rayó en ira y necesitó toda la fuerza de la costumbre paracontenerse y seguir sonriente.

«¿Qué derechos tenía él sobre aquella mujer? Ninguno. ¿Cómodominarla si quería sublevarse? No había modo. ¿Por el terror dela religión? Patarata. La religión para aquella señora nunca podríaser el terror. ¿Por la persuasión, por el interés, por el cariño? Élno podía jactarse de tenerla persuadida, interesada y menosenamorada de la manera espiritual a que aspiraba».

No había más remedio que la diplomacia. «Humíllate y ya teensalzarás», era su máxima, que no tenía nada que ver con lapromesa evangélica.

En vista de que los asuntos vulgares de conversación llevabantrazas de sucederse hasta lo infinito, el Magistral, que no queríamarcharse sin hacer algo, puso término a las palabrasinsignificantes con una pausa larga y una mirada profunda y tristea la bóveda estrellada. Estaba sentado a la entrada del cenador.

Ya había comenzado la noche, pero no hacía frío allí, o por lomenos no lo sentían. Ana había contestado a Petra, al anunciarésta que había luz en el gabinete:

-Bien; allá vamos.

La Regenta

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El Magistral había dicho que si doña Ana se sentía ya bien, noera malo estar al aire libre.

El silencio de don Fermín y su mirada a las estrellas indicarona la dama que se iba a tratar de algo grave.

Así fue. El Magistral dijo:

-Todavía no he explicado a usted por qué pretendía yo quefuese a la catedral esta tarde. Quería decirle, y por eso he venido,además de que me interesaba saber cómo seguía, quería decirleque no creo conveniente que usted confiese por la mañana.

Ana preguntó el motivo con los ojos.

-Hay varias razones: don Víctor, que, según usted me ha dicho,no gusta de que usted frecuente la iglesia, y menos de quemadrugue para ello, se alarmará menos si usted va de tarde..., yhasta puede no saberlo siquiera muchas veces. No hay en estoengaño. Si pregunta, se le dice la verdad, pero si calla..., se calla.Como se trata de una cosa inocente, no hay engaño ni asomo dedisimulo.

-Eso es verdad.

-Otra razón. Por la mañana yo confieso pocas veces, y estaexcepción hecha ahora en favor de usted hace murmurar a misenemigos, que son muchos y de infinitas clases.

-¿Usted tiene enemigos?

-¡Oh, amiga mía! Cuenta las estrellas si puedes -y señaló alcielo-. El número de mis enemigos es infinito como las estrellas.

El Magistral sonrió como un mártir entre llamas.

Doña Ana sintió terribles remordimientos por haber engañadoy olvidado a aquel santo varón, que era perseguido por sus

Leopoldo Alas, «Clarín»

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virtudes y ni siquiera se quejaba. Aquella sonrisa y lacomparación de las estrellas le llegaron al alma a la Regenta.«¡Tenía enemigos!», pensó, y le entraron vehementes deseos dedefenderle contra todos.

-Además -prosiguió don Fermín-, hay señoras que se tienenpor muy devotas, y caballeros que se estiman muy religiosos, quese divierten en observar quién entra y quién sale en las capillas dela catedral; quién confiesa a menudo, quién se descuida, cuántoduran las confesiones..., y también de esta murmuración seaprovechan los enemigos.

La Regenta se puso colorada sin saber a punto fijo por qué.

-De modo, amiga mía -continuó De Pas, que no creía oportunoinsistir en el último punto-, de modo, que será mejor que ustedacuda a la hora ordinaria, entre las demás. Y algunas veces,cuando usted tenga muchas cosas que decir, me avisa con tiempoy le señalo hora en un día de los que no me toca confesar. Esto nolo sabrá nadie, porque no han de ser tan miserables que nos siganlos pasos...

A la Regenta aquello de los días excepcionales le parecía másarriesgado que todo, pero no quiso oponerse al bendito donFermín en nada.

-Señor, yo haré todo lo que usted diga, iré cuando usted meindique, mi confianza absoluta está puesta en usted. A usted soloen el mundo he abierto mi corazón, usted sabe cuanto pienso ysiento..., de usted espero luz en la oscuridad que tantas veces merodea...

Ana al llegar aquí notó que su lenguaje se hacía entonado,impropio de ella, y se detuvo; aquellas metáforas parecían mal,

La Regenta

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pero no sabía decir de otro modo sus afanes, a no hablar con unaclaridad excesiva.

El Magistral, que no pensaba en la retórica, sintió un consuelooyendo a su amiga hablar así.

Se animó... y habló de lo que le mortificaba.

-Pues, hija mía, usando o tal vez abusando de ese poderdiscrecional... -sonrisa e inclinación de cabeza-, voy a permitirmereñir a usted un poco...

Nueva sonrisa y una mirada sostenida, de las pocas que setoleraba.

Ana tuvo un miedo pueril que la embelleció mucho, comopudo notar y notó De Pas.

-Ayer ha estado usted en el teatro.

La Regenta abrió los ojos mucho, como diciendoirreflexivamente: «-¿Y eso qué?»

-Ya sabe usted que yo, en general, soy enemigo de laspreocupaciones que toman por religión muchos espíritusapocados... A usted no sólo le es lícito ir a los espectáculos, sinoque le conviene; necesita usted distracciones; su señor maridopide como un santo; pero ayer... era día prohibido.

-Ya no me acordaba... Ni creía que... La verdad..., no mepareció...

-Es natural, Anita, es naturalísimo. Pero no es eso. Ayer elteatro era espectáculo tan inocente para usted como el resto delaño. El caso es que la Vetusta devota, que después de todo es lanuestra, la que exagerando o no ciertas ideas se acerca más anuestro modo de ver las cosas..., esa respetable parte del pueblo

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mira como un escándalo la infracción de ciertas costumbrespiadosas...

Ana encogió los hombros. «No entendía aquello... ¡Escándalo!¡Ella, que en el teatro había llegado, de idea grande en ideagrande, a sentir un entusiasmo artístico religioso que la habíaedificado!»

El Magistral, con una mirada sola, comprendió que su cliente(«él era un médico del espíritu») se resistía a tomar la medicina; ypensó, recordando la alegoría de la cuesta: «No quiere tantapendiente; hagámossela parecida a lo llano».

-Hija mía, el mal no está en que usted haya perdido nada; suvirtud de usted no peligra, ni mucho menos, con lo hecho... pero...-vuelta al tono festivo- ¿y mi orgullito de médico? Un enfermoque se me rebela..., ¡ahí es nada! Se ha murmurado, se ha dichoque las hijas de confesión del Magistral no deben de temer sumanga estrecha cuando asisten al Don Juan Tenorio en vez derezar por los difuntos.

-¿Se ha hablado de eso?

-¡Bah! En San Vicente, en casa de doña Petronila (que hadefendido a usted) y hasta en la catedral. El señor Mourelodudaba de la piedad de doña Ana Ozores de Quintanar...

-¿De modo... que he sido imprudente..., que he puesto a usteden ridículo...?

-¡Por Dios, hija mía! ¡Dónde vamos a parar! ¡Esa imaginación,Anita, esa imaginación!, ¿cuándo mandaremos en ella? ¡Ridículo!¡Imprudente...! A mí no pueden ponerme en ridículo más actosque aquellos de que soy responsable, no entiendo el ridículo deotro modo... Usted no ha sido imprudente, ha sido inocente, no hapensado en las lenguas ociosas. Todo ello es nada, y figúrese

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usted el caso que yo haré de hablillas insustanciales... Todo hasido broma... para llegar a un punto más importante que atañe a loque nos interesa, a la curación de su espíritu de usted... en lo quedepende de la parte moral. Ya sabe que yo creo que un buenmédico (no precisamente el señor Somoza, que es personaexcelente y médico muy regular) podría ayudarme mucho.

Pausa. El Magistral deja de mirar a las estrellas, acerca unpoco su mecedora a la Regenta y prosigue:

-Anita, aunque en el confesonario yo me atrevo a hablar austed como un médico del alma, no sólo como sacerdote que ata ydesata, por razones muy serias, que ya conoce usted; a pesar deque allí he llegado a conocer, bastante aproximadamente a larealidad, lo que pasa por usted..., sin embargo, creo... -letemblaba la voz; temía arriesgar demasiado-, creo... que laeficacia de nuestras conferencias sería mayor si algunas veceshabláramos de nuestras cosas fuera de la iglesia.

Anita, que estaba en la oscuridad, sintió fuego en las mejillas ypor la primera vez, desde que le trataba, vio en el Magistral unhombre, un hombre hermoso, fuerte; que tenía fama entre ciertasgentes mal pensadas de enamorado y atrevido. En el silencio quesiguió a las palabras del Provisor se oyó la respiración agitada desu amiga.

Don Fermín continuó tranquilo:

-En la iglesia hay algo que impone reserva, que impideanalizar muchos puntos muy interesantes; siempre tenernos prisa,y yo... no puedo prescindir de mi carácter de juez sin faltar a mideber en aquel sitio. Usted misma no habla allí con la libertad yextensión que son precisas para entender todo lo que quiere decir.Allí, además, parece ocioso hablar de lo que no es pecado o por lomenos camino de él; hacer la cuenta de las buenas cualidades, por

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ejemplo, es casi profanación, no se trata allí de eso; y, sinembargo, para nuestro objeto, eso es también indispensable.Usted, que ha leído, sabe perfectamente que muchos clérigos quehan escrito acerca de las costumbres y carácter de la mujer de sutiempo han recargado las sombras, han llenado sus cuadros denegro... porque hablaban de la mujer del confesonario, la quecuenta sus extravíos y prefiere exagerarlos a ocultarlos, la quecalla, como es allí natural, sus virtudes, sus grandezas. Ejemplode esto pueden ser, sin salir de España, el célebre Arcipreste deHita, Tirso de Molina y otros muchos...

Ana escuchaba con la boca un poco abierta. Aquel señor,hablando con la suavidad de un arroyo que corre entre flores yarena fina, la encantaba. Ya no pensaba en las torpes calumnias delos enemigos del Magistral; ya no se acordaba de que aquél erahombre, y se hubiera sentado sin miedo sobre sus rodillas, comohabía oído decir que hacen las señoras con los caballeros en lostranvías de Nueva York.

-Pues bien -prosiguió don Fermín-, nosotros necesitamos todala verdad; no la verdad fea sólo, sino también la hermosa. ¿Paraqué hemos de curar lo sano? ¿Para qué cortar el miembro útil?Muchas cosas de las que he notado que usted no se atreve a hablaren la capilla, estoy seguro de que me las expondría aquí, porejemplo, sin inconveniente..., y esas confidencias amistosas,familiares, son las que yo echo de menos. Además, usted necesitano sólo que la censuren, que la corrijan, sino que la animentambién, elogiando sincera y noblemente la mucha parte buenaque hay en ciertas ideas y en los actos que usted creecompletamente malos. Y en el confesonario no debe abusarse deese análisis justo, pero en rigor extraño al tribunal de lapenitencia... Y basta de argumentos; usted me ha entendido desdeel primero perfectamente. Pero allá va el último, ahora que me

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acuerdo. De ese modo, hablando de nuestro pleito fuera de lacatedral, no es preciso que usted vaya a confesar muy a menudo,y nadie podrá decir si frecuenta o no frecuenta el sacramentodemasiado; y además, podemos despachar más pronto la cuenta delos pecados y pecadillos los días de confesión.

El Magistral estaba pasmado de su audacia. Aquel plan, que notenía preparado, que era sólo una idea vaga que había desechadomil veces por temeraria, había sido un atrevimiento de la pasión,que podía haber asustado a la Regenta y hacerla sospechar de laintención de su confesor. Después de su audacia el Magistraltemblaba, esperando las palabras de Ana.

Ingenua, entusiasmada con el proyecto, convencida por lasrazones expuestas, habló la Regenta a borbotones, como solía detarde en tarde, y dio a los motivos expuestos por su amigo nuevafuerza con el calor de sus poéticas ideas.

«Oh, sí, aquello era mejor; sin perjuicio de continuar en eltemplo la buena tarea comenzada, para dar a Dios lo que era deDios, Ana aceptaba aquella amistad piadosa que se ofrecía a oírsus confidencias, a dar consejos, a consolarla en la aridez de almaque la atormentaba a menudo».

El Magistral oía ahora recogido en un silencio contemplativo;apoyaba la cabeza, oculta en la sombra, en una barra de hierro delarmazón de la glorieta, en la que se enroscaban el jazmín y lamadreselva; la locuacidad de Ana le sabía a gloria, las palabrasexpansivas, llenas de partículas del corazón de aquella mujer,exaltada al hablar de sus tristezas con la esperanza del consuelo,iban cayendo en el ánimo del Magistral como un riego de aguaperfumada; la sequedad desaparecía, la tirantez se convertía enmuelle flojedad. «¡Habla, habla así -se decía el clérigo-, benditasea tu boca!»

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No se oía más que la voz dulce de Ana, y de tarde en tarde, elruido de hojas que caían o que la brisa, apenas sensible aquellanoche, removía sobre la arena de los senderos.

Ni el Magistral ni la Regenta se acordaban del tiempo.

-Sí, tiene usted cien veces razón -decía ella-; yo necesito unapalabra de amistad y de consejo muchos días que siento esedesabrimiento que me arranca todas las ideas buenas y sólo medeja la tristeza y la desesperación...

-¡Oh, no; eso no, Anita! ¡La desesperación! ¡Qué palabra!

-Ayer tarde no puede usted figurarse cómo estaba yo.

-Muy aburrida, ¿verdad? ¿Las campanas...?

El Magistral sonrió...

-No se ría usted: serán los nervios, como dice Quintanar, o loque se quiera, pero yo estaba llena de un tedio horroroso, quedebía ser un gran pecado... si yo lo pudiera remediar.

-No debe decirse así -interrumpió el Magistral, poniendo en lavoz la mayor suavidad que pudo-. No sería un pecado ese tedio sise pudiera remediar, sería un pecado si no se quisiera remediar;pero a Dios gracias se quiere y se puede curar..., y de eso se trata,amiga mía.

Al oscurecer de aquel mismo día, que era el de Difuntos, Petraanunció a la Regenta, que paseaba en el Parque , entre loseucaliptus de Frígilis, la visita del señor Magistral.

-Enciende la lámpara del gabinete y antes hazle pasar a lahuerta... -dijo Ana sorprendida y algo asustada.

El Magistral pasó por el patio al Parque . Ana le esperabasentada dentro del cenador. «Estaba hermosa la tarde, parecía de

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septiembre; no duraría mucho el buen tiempo, luego se caería elcielo hecho agua sobre Vetusta...»

Todo esto se dijo al principio. Ana se turbó cuando elMagistral se atrevió a preguntarle por la jaqueca.

«¡Se había olvidado de su mentira!» Explicó lo mejor que pudosu presencia en el Parque a pesar de la jaqueca.

El Magistral confirmó su sospecha. Le había engañado sudulce amiga.

Estaba el clérigo pálido, le temblaba un poco la voz y se movíasin cesar en la mecedora en que se le había invitado a sentarse.

Seguían hablando de cosas indiferentes y Ana esperaba contemor que don Fermín abordase el motivo de su extraordinariavisita.

El caso era que el motivo... no podía explicarse. Había sido unarranque de mal humor; una salida de tono que ya casi sentía ycuya causa de ningún modo podía él explicar a aquella señora.

El Chato, el clérigo que servía de esbirro a doña Paula, tenía elvicio de ir al teatro disfrazado. Había cogido esta afición en sustiempos de espionaje en el seminario; entonces el Rector lemandaba al paraíso para delatar a los seminaristas que allí viera;ahora el Chato iba por cuenta propia. Había estado en el teatro lanoche anterior y había visto a la Regenta. Al día siguiente, por lamañana, lo supo doña Paula, y al comer, en un incidente de laconversación, tuvo habilidad para darle la noticia a su hijo.

-No creo que esa señora haya ido ayer al teatro.

-Pues yo lo sé por quien la ha visto.

El Magistral se sintió herido, le dolió el amor propio al verseen ridículo por culpa de su amiga. Era el caso que en Vetusta los

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beatos y todo el mundo devoto consideraban el teatro como recreoprohibido en toda la Cuaresma y algunos otros días del año; entreellos el de Todos los Santos . Muchas señoras abonadas habíandejado su palco desierto la noche anterior, sin permitir la entradaen él a nadie para señalar así mejor su protesta. La de Páez nohabía ido, doña Petronila, o sea El Gran Constantino, que no ibanunca, pero tenía abonadas a cuatro sobrinas, tampoco les habíaconsentido asistir.

«Y Ana, que pasaba por hija predilecta de confesión delMagistral, por devota en ejercicio, se había presentado en el teatroen noche prohibida, rompiendo por todo, haciendo alarde de norespetar piadosos escrúpulos, pues precisamente ella nofrecuentaba semejante sitio... Y precisamente aquella noche...»

El Magistral había salido de su casa disgustado. «A él no leimportaba que fuese o no al teatro por ahora, tiempo llegaría enque sería otra cosa; pero la gente murmuraría; don Custodio, elArcediano, todos sus enemigos se burlarían, hablarían de laescasa fuerza que el Magistral ejercía sobre sus penitentes...Temía el ridículo. La culpa la tenía él, que tardaba demasiado enir apretando los tornillos de la devoción a doña Ana».

Llegó a la sacristía y encontró al Arcipreste, al ilustreRipamilán, disputando como si se tratara de un asalto de esgrima,con aspavientos y manotadas al aire; su contendiente era elArcediano, el señor Mourelo, que con más calma y sonriendosostenía que la Regenta o no era devota de buena ley, o no debíahaber ido al teatro en noche de Todos los Santos .

Ripamilán gritaba:

-Señor mío, los deberes sociales están por encima de todo...

El Deán se escandalizó.

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-¡Oh!, ¡oh! -dijo-, eso no, señor Arcipreste..., los deberesreligiosos..., los religiosos..., eso es...

Y tomó un polvo de rapé extraído con mal pulso de una caja denácar. Así solía él terminar los periodos complicados.

-Los deberes sociales... son muy respetables, en efecto -dijo elcanónigo pariente del Ministro, a quien la proposición habíaparecido regalista, y por consiguiente digna de aprobación porparte de un primo del Notario mayor del reino.

-Los deberes sociales -replicó Glocester tranquilo, con almíbaren las palabras, pausadas y subrayadas-, los deberes sociales, conpermiso de usted, son respetabilísimos, pero quiere Dios,consiente su infinita bondad, que estén siempre en armonía conlos deberes religiosos...

-¡Absurdo! -exclamó Ripamilán dando un salto.

-¡Absurdo! -dijo el Deán, cerrando de un bofetón la caja denácar.

-¡Absurdo! -afirmó el canónigo regalista.

-Señores, los deberes no pueden contradecirse; el deber social,por ser tal deber, no puede oponerse al deber religioso..., lo diceel respetable Taparelli...

-¿Tapa qué? -preguntó el Deán-. No me venga usted conautores alemanes... Este Mourelo siempre ha sido un hereje...

-Señores, estamos fuera de la cuestión -gritó Ripamilán-, elcaso es...

-No estamos tal -insistió Glocester, que no quería en presenciade don Fermín sostener su tesis de la escasa religiosidad de laRegenta.

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Tuvo habilidad para llevar la disputa al terreno filosófico , y deallí al teológico, que fue como echarle agua al fuego. Aquellasvenerables dignidades profesaban a la sagrada ciencia un respetosingular, que consistía en no querer hablar nunca de cosas altas.

A don Fermín le bastó lo que oyó al entrar en la sacristía paracomprender que se había comentado lo del teatro. Su mal humorfue en aumento. «Lo sabía toda Vetusta, su influencia moral habíaperdido crédito... y la autora de todo aquello tenía la crueldad denegarse a una cita». Él se la había dado para decirle que no debíaconfesar por las mañanas, sino de tarde, porque así no se fijaba enellos el público de las beatas con atención exclusiva... «Debeusted confesar entre todas, y además algunos días en que no sesabe que me siento; yo le avisaré a usted y entonces... podremoshablar más por largo». Todo esto había pensado decirle aquellatarde, y ella respondía que... «¡estaba con jaqueca!». En casa dePáez también le hablaron del escándalo del teatro. «Habían idovarias damas que habían prometido no ir; y había ido Ana Ozores,que nunca asistía».

El Magistral salió de casa de Páez bufando; la sonrisa burlonade Olvido, que se celaba ya, le había puesto furioso...

Y sin pensar lo que hacía, se había ido derecho a la plazaNueva, se había metido en la Rinconada y había llamado a lapuerta de la Regenta... Por eso estaba allí.

¿Quién iba a explicar semejante motivo de una visita?

Al ver que Ana había mentido, que estaba buena y habíabuscado un embuste para no acudir a su cita, el mal humor de donFermín rayó en ira y necesitó toda la fuerza de la costumbre paracontenerse y seguir sonriente.

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«¿Qué derechos tenía él sobre aquella mujer? Ninguno. ¿Cómodominarla si quería sublevarse? No había modo. ¿Por el terror dela religión? Patarata. La religión para aquella señora nunca podríaser el terror. ¿Por la persuasión, por el interés, por el cariño? Élno podía jactarse de tenerla persuadida, interesada y menosenamorada de la manera espiritual a que aspiraba».

No había más remedio que la diplomacia. «Humíllate y ya teensalzarás», era su máxima, que no tenía nada que ver con lapromesa evangélica.

En vista de que los asuntos vulgares de conversación llevabantrazas de sucederse hasta lo infinito, el Magistral, que no queríamarcharse sin hacer algo, puso término a las palabrasinsignificantes con una pausa larga y una mirada profunda y tristea la bóveda estrellada. Estaba sentado a la entrada del cenador.

Ya había comenzado la noche, pero no hacía frío allí, o por lomenos no lo sentían. Ana había contestado a Petra, al anunciarésta que había luz en el gabinete:

-Bien; allá vamos.

El Magistral había dicho que si doña Ana se sentía ya bien, noera malo estar al aire libre.

El silencio de don Fermín y su mirada a las estrellas indicarona la dama que se iba a tratar de algo grave.

Así fue. El Magistral dijo:

-Todavía no he explicado a usted por qué pretendía yo quefuese a la catedral esta tarde. Quería decirle, y por eso he venido,además de que me interesaba saber cómo seguía, quería decirleque no creo conveniente que usted confiese por la mañana.

Ana preguntó el motivo con los ojos.

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-Hay varias razones: don Víctor, que, según usted me ha dicho,no gusta de que usted frecuente la iglesia, y menos de quemadrugue para ello, se alarmará menos si usted va de tarde..., yhasta puede no saberlo siquiera muchas veces. No hay en estoengaño. Si pregunta, se le dice la verdad, pero si calla..., se calla.Como se trata de una cosa inocente, no hay engaño ni asomo dedisimulo.

-Eso es verdad.

-Otra razón. Por la mañana yo confieso pocas veces, y estaexcepción hecha ahora en favor de usted hace murmurar a misenemigos, que son muchos y de infinitas clases.

-¿Usted tiene enemigos?

-¡Oh, amiga mía! Cuenta las estrellas si puedes -y señaló alcielo-. El número de mis enemigos es infinito como las estrellas.

El Magistral sonrió como un mártir entre llamas.

Doña Ana sintió terribles remordimientos por haber engañadoy olvidado a aquel santo varón, que era perseguido por susvirtudes y ni siquiera se quejaba. Aquella sonrisa y lacomparación de las estrellas le llegaron al alma a la Regenta.«¡Tenía enemigos!», pensó, y le entraron vehementes deseos dedefenderle contra todos.

-Además -prosiguió don Fermín-, hay señoras que se tienenpor muy devotas, y caballeros que se estiman muy religiosos, quese divierten en observar quién entra y quién sale en las capillas dela catedral; quién confiesa a menudo, quién se descuida, cuántoduran las confesiones..., y también de esta murmuración seaprovechan los enemigos.

La Regenta se puso colorada sin saber a punto fijo por qué.

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-De modo, amiga mía -continuó De Pas, que no creía oportunoinsistir en el último punto-, de modo, que será mejor que ustedacuda a la hora ordinaria, entre las demás. Y algunas veces,cuando usted tenga muchas cosas que decir, me avisa con tiempoy le señalo hora en un día de los que no me toca confesar. Esto nolo sabrá nadie, porque no han de ser tan miserables que nos siganlos pasos...

A la Regenta aquello de los días excepcionales le parecía másarriesgado que todo, pero no quiso oponerse al bendito donFermín en nada.

-Señor, yo haré todo lo que usted diga, iré cuando usted meindique, mi confianza absoluta está puesta en usted. A usted soloen el mundo he abierto mi corazón, usted sabe cuanto pienso ysiento..., de usted espero luz en la oscuridad que tantas veces merodea...

Ana al llegar aquí notó que su lenguaje se hacía entonado,impropio de ella, y se detuvo; aquellas metáforas parecían mal,pero no sabía decir de otro modo sus afanes, a no hablar con unaclaridad excesiva.

El Magistral, que no pensaba en la retórica, sintió un consuelooyendo a su amiga hablar así.

Se animó... y habló de lo que le mortificaba.

-Pues, hija mía, usando o tal vez abusando de ese poderdiscrecional... -sonrisa e inclinación de cabeza-, voy a permitirmereñir a usted un poco...

Nueva sonrisa y una mirada sostenida, de las pocas que setoleraba.

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Ana tuvo un miedo pueril que la embelleció mucho, comopudo notar y notó De Pas.

-Ayer ha estado usted en el teatro.

La Regenta abrió los ojos mucho, como diciendoirreflexivamente: «-¿Y eso qué?»

-Ya sabe usted que yo, en general, soy enemigo de laspreocupaciones que toman por religión muchos espíritusapocados... A usted no sólo le es lícito ir a los espectáculos, sinoque le conviene; necesita usted distracciones; su señor maridopide como un santo; pero ayer... era día prohibido.

-Ya no me acordaba... Ni creía que... La verdad..., no mepareció...

-Es natural, Anita, es naturalísimo. Pero no es eso. Ayer elteatro era espectáculo tan inocente para usted como el resto delaño. El caso es que la Vetusta devota, que después de todo es lanuestra, la que exagerando o no ciertas ideas se acerca más anuestro modo de ver las cosas..., esa respetable parte del pueblomira como un escándalo la infracción de ciertas costumbrespiadosas...

Ana encogió los hombros. «No entendía aquello... ¡Escándalo!¡Ella, que en el teatro había llegado, de idea grande en ideagrande, a sentir un entusiasmo artístico religioso que la habíaedificado!»

El Magistral, con una mirada sola, comprendió que su cliente(«él era un médico del espíritu») se resistía a tomar la medicina; ypensó, recordando la alegoría de la cuesta: «No quiere tantapendiente; hagámossela parecida a lo llano».

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-Hija mía, el mal no está en que usted haya perdido nada; suvirtud de usted no peligra, ni mucho menos, con lo hecho... pero...-vuelta al tono festivo- ¿y mi orgullito de médico? Un enfermoque se me rebela..., ¡ahí es nada! Se ha murmurado, se ha dichoque las hijas de confesión del Magistral no deben de temer sumanga estrecha cuando asisten al Don Juan Tenorio en vez derezar por los difuntos.

-¿Se ha hablado de eso?

-¡Bah! En San Vicente, en casa de doña Petronila (que hadefendido a usted) y hasta en la catedral. El señor Mourelodudaba de la piedad de doña Ana Ozores de Quintanar...

-¿De modo... que he sido imprudente..., que he puesto a usteden ridículo...?

-¡Por Dios, hija mía! ¡Dónde vamos a parar! ¡Esa imaginación,Anita, esa imaginación!, ¿cuándo mandaremos en ella? ¡Ridículo!¡Imprudente...! A mí no pueden ponerme en ridículo más actosque aquellos de que soy responsable, no entiendo el ridículo deotro modo... Usted no ha sido imprudente, ha sido inocente, no hapensado en las lenguas ociosas. Todo ello es nada, y figúreseusted el caso que yo haré de hablillas insustanciales... Todo hasido broma... para llegar a un punto más importante que atañe a loque nos interesa, a la curación de su espíritu de usted... en lo quedepende de la parte moral. Ya sabe que yo creo que un buenmédico (no precisamente el señor Somoza, que es personaexcelente y médico muy regular) podría ayudarme mucho.

Pausa. El Magistral deja de mirar a las estrellas, acerca unpoco su mecedora a la Regenta y prosigue:

-Anita, aunque en el confesonario yo me atrevo a hablar austed como un médico del alma, no sólo como sacerdote que ata y

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desata, por razones muy serias, que ya conoce usted; a pesar deque allí he llegado a conocer, bastante aproximadamente a larealidad, lo que pasa por usted..., sin embargo, creo... -letemblaba la voz; temía arriesgar demasiado-, creo... que laeficacia de nuestras conferencias sería mayor si algunas veceshabláramos de nuestras cosas fuera de la iglesia.

Anita, que estaba en la oscuridad, sintió fuego en las mejillas ypor la primera vez, desde que le trataba, vio en el Magistral unhombre, un hombre hermoso, fuerte; que tenía fama entre ciertasgentes mal pensadas de enamorado y atrevido. En el silencio quesiguió a las palabras del Provisor se oyó la respiración agitada desu amiga.

Don Fermín continuó tranquilo:

-En la iglesia hay algo que impone reserva, que impideanalizar muchos puntos muy interesantes; siempre tenernos prisa,y yo... no puedo prescindir de mi carácter de juez sin faltar a mideber en aquel sitio. Usted misma no habla allí con la libertad yextensión que son precisas para entender todo lo que quiere decir.Allí, además, parece ocioso hablar de lo que no es pecado o por lomenos camino de él; hacer la cuenta de las buenas cualidades, porejemplo, es casi profanación, no se trata allí de eso; y, sinembargo, para nuestro objeto, eso es también indispensable.Usted, que ha leído, sabe perfectamente que muchos clérigos quehan escrito acerca de las costumbres y carácter de la mujer de sutiempo han recargado las sombras, han llenado sus cuadros denegro... porque hablaban de la mujer del confesonario, la quecuenta sus extravíos y prefiere exagerarlos a ocultarlos, la quecalla, como es allí natural, sus virtudes, sus grandezas. Ejemplode esto pueden ser, sin salir de España, el célebre Arcipreste deHita, Tirso de Molina y otros muchos...

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Ana escuchaba con la boca un poco abierta. Aquel señor,hablando con la suavidad de un arroyo que corre entre flores yarena fina, la encantaba. Ya no pensaba en las torpes calumnias delos enemigos del Magistral; ya no se acordaba de que aquél erahombre, y se hubiera sentado sin miedo sobre sus rodillas, comohabía oído decir que hacen las señoras con los caballeros en lostranvías de Nueva York.

-Pues bien -prosiguió don Fermín-, nosotros necesitamos todala verdad; no la verdad fea sólo, sino también la hermosa. ¿Paraqué hemos de curar lo sano? ¿Para qué cortar el miembro útil?Muchas cosas de las que he notado que usted no se atreve a hablaren la capilla, estoy seguro de que me las expondría aquí, porejemplo, sin inconveniente..., y esas confidencias amistosas,familiares, son las que yo echo de menos. Además, usted necesitano sólo que la censuren, que la corrijan, sino que la animentambién, elogiando sincera y noblemente la mucha parte buenaque hay en ciertas ideas y en los actos que usted creecompletamente malos. Y en el confesonario no debe abusarse deese análisis justo, pero en rigor extraño al tribunal de lapenitencia... Y basta de argumentos; usted me ha entendido desdeel primero perfectamente. Pero allá va el último, ahora que meacuerdo. De ese modo, hablando de nuestro pleito fuera de lacatedral, no es preciso que usted vaya a confesar muy a menudo,y nadie podrá decir si frecuenta o no frecuenta el sacramentodemasiado; y además, podemos despachar más pronto la cuenta delos pecados y pecadillos los días de confesión.

El Magistral estaba pasmado de su audacia. Aquel plan, que notenía preparado, que era sólo una idea vaga que había desechadomil veces por temeraria, había sido un atrevimiento de la pasión,que podía haber asustado a la Regenta y hacerla sospechar de la

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intención de su confesor. Después de su audacia el Magistraltemblaba, esperando las palabras de Ana.

Ingenua, entusiasmada con el proyecto, convencida por lasrazones expuestas, habló la Regenta a borbotones, como solía detarde en tarde, y dio a los motivos expuestos por su amigo nuevafuerza con el calor de sus poéticas ideas.

«Oh, sí, aquello era mejor; sin perjuicio de continuar en eltemplo la buena tarea comenzada, para dar a Dios lo que era deDios, Ana aceptaba aquella amistad piadosa que se ofrecía a oírsus confidencias, a dar consejos, a consolarla en la aridez de almaque la atormentaba a menudo».

El Magistral oía ahora recogido en un silencio contemplativo;apoyaba la cabeza, oculta en la sombra, en una barra de hierro delarmazón de la glorieta, en la que se enroscaban el jazmín y lamadreselva; la locuacidad de Ana le sabía a gloria, las palabrasexpansivas, llenas de partículas del corazón de aquella mujer,exaltada al hablar de sus tristezas con la esperanza del consuelo,iban cayendo en el ánimo del Magistral como un riego de aguaperfumada; la sequedad desaparecía, la tirantez se convertía enmuelle flojedad. «¡Habla, habla así -se decía el clérigo-, benditasea tu boca!»

No se oía más que la voz dulce de Ana, y de tarde en tarde, elruido de hojas que caían o que la brisa, apenas sensible aquellanoche, removía sobre la arena de los senderos.

Ni el Magistral ni la Regenta se acordaban del tiempo.

-Sí, tiene usted cien veces razón -decía ella-; yo necesito unapalabra de amistad y de consejo muchos días que siento esedesabrimiento que me arranca todas las ideas buenas y sólo medeja la tristeza y la desesperación...

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-¡Oh, no; eso no, Anita! ¡La desesperación! ¡Qué palabra!

-Ayer tarde no puede usted figurarse cómo estaba yo.

-Muy aburrida, ¿verdad? ¿Las campanas...?

El Magistral sonrió...

-No se ría usted: serán los nervios, como dice Quintanar, o loque se quiera, pero yo estaba llena de un tedio horroroso, quedebía ser un gran pecado... si yo lo pudiera remediar.

-No debe decirse así -interrumpió el Magistral, poniendo en lavoz la mayor suavidad que pudo-. No sería un pecado ese tedio sise pudiera remediar, sería un pecado si no se quisiera remediar;pero a Dios gracias se quiere y se puede curar..., y de eso se trata,amiga mía.

Anita, a quien las confesiones emborrachaban, cuando sabíaque entendía su confidente todo, o casi todo lo que ella quería dara entender, se decidió a decir al Magistral lo demás, lo que habíavenido detrás del hastío de aquella tarde... No ocultó sino lo queella tenía por causa puramente ocasional; no habló de don Álvaroni del caballo blanco.

-Otras veces -decía- aquella sequedad se convierte en llanto,en ansia de sacrificio, en propósitos de abnegación... usted losabe; pero ayer, la exaltación tomó otro rumbo... yo no sé... no séexplicarlo bien... si lo digo como yo puedo hablar... al pie de laletra es pecado, es una rebelión, es horrible... pero tal como yo losentía no...

El Magistral oyó entonces lo que pasó por el alma de su amigadurante aquellas horas de revolución, que Ana reputaba yacélebres en la historia de su solitario espíritu. Aunque ella no

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explicaba con exactitud lo que había sentido y pensado, él loentendía perfectamente.

Más trabajo le costó adivinar cómo podía haber llegado Ana apensar en Dios, a sentir tierna y profunda piedad con motivo dedon Juan Tenorio.

«Ana decía que acaso estaba loca, pero que aquello no eranuevo en ella; que muchas veces le había sucedido en medio deespectáculos que nada tenían de religiosos, sentir poco a poco elinflujo de una piedad consoladora, lágrimas de amor de Dios,esperanza infinita, caridad sin límites y una fe que era unaevidencia... Un día después de dar una peseta a un niño pobrepara comprar un globo de goma, como otros que acababan derepartirse otros niños, había tenido que esconder el rostro paraque no la viesen llorar; aquel llanto que era al principio muyamargo, después, por gracia de las ideas que habían ido surgiendoen su cerebro, había sido más dulce, y Dios había sido en su almauna voz potente, una mano que acariciaba las asperezas dedentro... ¿Qué sabía ella? No podía explicarse». Y suplicaba alMagistral que la entendiese. «Pues la noche anterior había pasadoalgo por el estilo, al ver a la pobre novicia, a Sor Inés, caer enbrazos de don Juan... ya veía el Magistral qué situación tan pocoreligiosa... pues bien, ella de una en otra, al sentir lástima deaquella inocente enamorada... había llegado a pensar en Dios, aamar a Dios, a sentir a Dios muy cerca... ni más ni menos que eldía en que regaló a un niño pobre un globo de colores. ¿Qué eraaquello? Demasiado sabía ella que no era piedad verdadera, quecon semejantes arrebatos nada ganaba para con Dios... pero, ¿noserían tampoco más que nervios? ¿Serían indicios peligrosos deun espíritu aventurero, exaltado, torcido desde la infancia?»

«Había de todo». El Magistral, procurando vencer laexaltación que le había comunicado su amiga, quiso hablar con

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toda calma y prudencia. «Había de todo. Había un tesoro desentimiento que se podía aprovechar para la virtud; pero habíatambién un peligro. La noche anterior el peligro había sido grande(y esto lo decía sin saber palabra de la presencia de don Álvaro enel palco de Anita) y era necesario evitar la repetición de accesospor el estilo».

Había hablado la Regenta de ansiedades invencibles, delanhelo de volar más allá de las estrechas paredes de su caserón,de sentir más, con más fuerza, de vivir para algo más que paravegetar como otras; había hablado también de un amor universal,que no era ridículo por más que se burlasen de él los que no locomprendían... había llegado a decir que sería hipócrita siaseguraba que bastaba para colmar los anhelos que sentía elcariño suave, frío, prosaico, distraído de Quintanar, entregado asus comedias, a sus colecciones, a su amigo Frígilis y a suescopeta...

-Todo aquello -añadió el Magistral después de presentarlo enresumen- de puro peligroso rayaba en pecado.

-Sí, dicho así, como yo lo he dicho, sí... pero como lo siento,no; ¡oh!, estoy segura de que, tal como lo siento, nada de lo quehe dicho es pecado... sentirlo; ¡peligro habrá, no lo niego, peropecado no! ¡Por lo demás -cambio de voz- dicho... hasta esridículo, suena a romanticismo necio, vulgar, ya lo sé... pero no eseso, no es eso!

-Es que yo no lo entiendo como usted lo dice, sino como ustedlo siente, amiga mía, es necesario que usted me crea; lo entiendocomo es... Pero así y todo, hay peligro que raya en pecado, por serpeligro... Déjeme usted hablar a mí, Anita, y verá como nosentendemos. El peligro que hay, decía, raya en pecado... peroañado, será pecado claramente si no se aplica toda esa energía de

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su alma ardentísima a un objeto digno de ella, digno de una mujerhonrada, Ana. Si dejamos que vuelvan esos accesos sin tenerlespreparada tarea de virtud, ejercicio sano... ellos tomarán elcamino de atajo, el del vicio; créalo usted, Anita. Es muy santo,muy bueno que usted, con motivo de dar a un niño un globo decolores, llegue a pensar en Dios, a sentir eso que llama usted lapresencia de Dios; si algo de panteísmo puede haber en lo queusted dice, no es peligroso, por tratarse de usted, y yo meencargaría, en todo caso, de cortar ese mal de raíz; pero ahora nose trata de eso. No es santo, ni es bueno, amiga mía, que al ver aun libertino en la celda de una monja... o a la monja en casa dellibertino y en sus brazos, usted se dedique a pensar en Dios, conocasión del abrazo de aquellos sacrílegos amantes. Eso es malo,eso es despreciar los caminos naturales de la piedad, es despreciarcon orgullo egoísta la sana moral, pretendiendo, por abismos ycieno y toda clase de podredumbre, llegar adonde los justos lleganpor muy diferentes pasos. Dispénseme si hablo con estaseveridad: en este momento es indispensable.

Hizo una pausa el Magistral para observar si Ana subía condificultad aquella pendiente que le ponía en el camino.

Ana callaba, meditando las palabras del confesor, recogida,seria, abismada en sus reflexiones. Sin darse cuenta de ello, leagradaba aquella energía, complacíase en aquella oposición,estimaba más que halagos y elogios las frases fuertes, casi durasdel Magistral.

El cual prosiguió, aflojando la cuerda:

-Es necesario, y urgente, muy urgente, aprovechar esas buenastendencias, esa predisposición piadosa; que así la llamaré ahora,porque no es ocasión de explicar a usted los grados, caminos ydescaminos de la gracia, materia delicadísima, peligrosa... Decía

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que hay que aprovechar esas tendencias a la piedad y a lacontemplación, que son en usted muy antiguas, pues ya vienen dela infancia, en beneficio de la virtud... y por medio de cosassantas. Aquí tiene usted el porqué de muchas ocupaciones delcristiano, el porqué del culto externo, más visible y hastaaparatoso en la religión verdadera que en las frías confesionesprotestantes. Necesita usted objetos que le sugieran la idea santade Dios, ocupaciones que le llenen el alma de energía piadosa,que satisfagan sus instintos, como usted dice, de amor universal...Pues todo eso, hija mía, se puede lograr, satisfacer y cumplir en lavida, aparentemente prosaica y hasta cursi, como la llamaría doñaObdulia, de una mujer piadosa, de una... beata , para emplear lapalabra fea, escandalosa . Sí, amiga mía -el Magistral reía al deciresto-, lo que usted necesita, para calmar esa sed de amorinfinito... es ser beata. Y ahora soy yo el que exige que usted mecomprenda, y no me tome la letra y deje el espíritu. Hay que serbeata, es decir, no hay que contentarse con llamarse religiosa,cristiana, y vivir como un pagano, creyendo esas vulgaridades deque lo esencial es el fondo, que las menudencias del culto y de ladisciplina quedan para los espíritus pequeños y comineros; no,hija mía, no, lo esencial es todo; la forma es fondo; y parecenatural que Dios diga a una mujer que pretende amarle: «Hija,pues para acordarte de mí no debes necesitar que a Zorrilla se lehaya ocurrido pintar los amores de una monja y un libertino; vena mi templo, y allí encontrarán los sentidos incentivo del almapara la oración, para la meditación y para esos actos de fe,esperanza y caridad que son todo mi culto en resumen...»

Anita, al oír este familiar lenguaje, casi jocoso, del Magistral,con motivo de cosas tan grandes y sublimes, sintió lágrimas yrisas mezcladas, y lloró riendo como Andrómaca.

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La noche corría a todo correr. La torre de la catedral, queespiaba a los interlocutores de la glorieta desde lejos, entre laniebla que empezaba a subir por aquel lado, dejó oír trescampanadas como un aviso. Le parecía que ya habían habladobastante. Pero ellos no oyeron la señal de la torre que vigilaba.

Petra fue la que dijo, para sí, desde la sombra del patio:

-¡Las ocho menos cuarto! Y no llevan traza de callarse...

La doncella ardía de curiosidad, aventuraba algunos pasos depuntillas hacia la glorieta, esquivando tropezar con las hojas secaspara no hacer ruido; pero tenía miedo de ser vista y retrocedíahasta el patio, desde donde no podía oír más que un murmullo, nopalabras. Sintió que Anselmo abría la puerta del zaguán y que elamo subía. Corrió Petra a su encuentro. Si le preguntaba por laseñora, estaba dispuesta a mentir, a decir que había subido alsegundo piso, a los desvanes, donde quiera, a tal o cual tareadoméstica; iba preparada a ocultar la visita del Magistral sin quenadie se lo hubiera mandado; pero creía llegado el caso deadelantarse a los deseos del ama y de su amigo don Fermín. «¿Nole habían hecho llevar cartas sin necesidad de que lo supiera donVíctor? ¿Pues qué necesidad había de que supiera que llevabanmás de una hora de palique en el cenador, y a oscuras?»

Quintanar no preguntó por su mujer; no era esto nuevo en él;solía olvidarla, sobre todo cuando tenía algo entre manos. Pidióluz para el despacho, se sentó a su mesa, y, separando libros ypapeles, dejó encima del pupitre un envoltorio que tenía debajodel brazo. Era una máquina de cargar cartuchos de fusil. Acababade apostar con Frígilis que él hacía tantas docenas de cartuchos enuna hora, y venía dispuesto a intentar la prueba. No pensaba enotra cosa. Llegó la luz. Quintanar miró con ojos penetrantes depuro distraídos a Petra. La doncella se turbó.

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-Oye.

-¿Señor...?

-Nada... Oye...

-¿Señor...?

-¿Anda ese reloj?

-Sí, señor, le ha dado usted cuerda ayer...

-¿De modo que son las ocho menos diez?

-Sí, señor...

Petra temblaba, pero seguía dispuesta a mentir si le preguntabapor el ama.

-Bien; vete.

Y don Víctor se puso a atacar con rapidez cartuchos y máscartuchos.

En tanto el Magistral había explicado latamente lo que queríadar a entender con lo de la vida beata.

«Era ya tiempo de que Ana procurase entrar en el camino de laperfección; los trabajos preparativos ya podían darse por hechos;si otras iban a la iglesia, a las cofradías y demás lugaresordinarios de la vida devota con un espíritu rutinario que hacíanulas respecto a la perfección moral aquellas prácticas piadosas,ella, Ana, podía sacar gran utilidad para la ocupación digna de sualma de aquellos mismos lugares y quehaceres. ¿Qué había sidoSanta Teresa? Una monja, una fundadora de conventos: ¿cuántasmonjas había habido que no habían pasado de ser mujeresvulgares? La vida de una monja puede caer en la rutina también,ser poco meritoria a los ojos de Dios, y nada útil para satisfacerlas ansias de un alma ardiente. Y, sin embargo, a la Santa Doctora,

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¿qué mundos tan grandes, qué universo de soles no la había dadoaquella vida del claustro? La gran actividad va en nosotrosmismos, si somos capaces de ella. Pero hay que buscar la ocasiónen las ocupaciones de la vida buena. Era necesario que Anitafrecuentase en adelante las fiestas del culto; que oyese mássermones, más misas, que asistiera a las novenas, que fuese de lasociedad de San Vicente, pero socia activa, que visitara a losenfermos y los vigilara, que entrase en el Catecismo; al principiotales ocupaciones podrían parecerla pesadas, insustanciales,prosaicas, desviadas del camino que conduce a la vida de lapiedad acendrada, pero poco a poco iría tomando el gusto a tanhumildes menesteres; iría penetrando los misteriosos encantos dela oración, del culto público, que si parece hasta frívolopasatiempo en las almas tibias, en el vulgo de los fieles, que estánen el templo nada más con los sentidos, es edificante espectáculopara quien siente devoción profunda».

-Verá usted -decía el Magistral- como llega un día en que nonecesita a Zorrilla ni poeta nacido para llorar de ternura yelevarse, de una en otra, como usted dice, hasta la idea santa deDios. ¡Tiene la Iglesia, amiga mía, tal sagacidad para buscar elcamino de las entrañas! Verá usted, verá usted cómo reconoce lasabiduría de Nuestra Madre en muchos ritos, en muchasceremonias y pompas del culto que ahora pueden antojárseleindiferentes, insignificantes. ¡Nuestras fiestas! ¡Qué cosa máshermosa, querida hija mía! Llegará, por ejemplo, la Nochebuena yusted empleará su imaginación poderosa en representarse lasescenas de pura poesía del Nacimiento de Jesús... Volverán a serpara usted las que ya parecían vulgaridades de villancicos,grandes poemas, manantial de ternura, y llorará pensando en elNiño Dios... Y usted me dirá entonces si aquellas lágrimas son

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más dulces y frescas que las que anoche le arrancaba el bueno dedon Juan Tenorio...

-A los sermones de cualquiera, no hay para qué ir -prosiguióDe Pas-, por más que a veces la palabra de un pobre cura de aldeaencierra en su sencillez tosca tesoros de verdad, enseñanzaslacónicas admirables, rasgos de filosofía profunda y sincera,parábolas nuevas dignas de la Biblia; pero como esto es pocasveces, conviene acudir a los sermones de oradores acreditados.Oiga usted al señor Obispo en los días que él quiere lucirse...Oiga usted... a otros buenos predicadores que hay... Y si no fueravanidad intolerable añadiría óigame usted a mí algunos días de losque Dios quiere que no me explique mal del todo. Sí, porque asícomo hay cosas que no pueden decirse desde el púlpito, queexigen el confesonario o la conferencia familiar, hay otras quepiden la cátedra, que sería ridículo decirlas de silla a silla..., porejemplo, algo de lo que yo tengo que advertir a usted respecto deesas vagas y aparentes visiones de Dios en idea..., tocadas, hijamía, de panteísmo, sin que usted se dé cuenta de ello.

Más habló el Magistral para exponer el plan de vida devota aque había de entregarse en cuerpo y alma su amiga desde el díasiguiente, y terminó tratando con detenimiento especial lacuestión de las lecturas.

Recomendó particularmente la vida de algunos santos y lasobras de Santa Teresa y algunos místicos.

-Basta con leer la vida de la Santa Doctora y la de María deChantal, Santa Juana Francisca, por supuesto, sabiendo leer entrelíneas, para perfeccionarse, no al principio, sino más adelante. Alprincipio es un gran peligro el desaliento que produce lacomparación entre la propia vida y la de los santos. ¡Ay de ustedsi desmaya porque ve que para Teresa son pecados muchos actos

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que usted creía dignos de elogio! Pasará usted la vergüenza de verque era vanidad muy grande creerse buena mucho antes de serlo,tomar por voces de Dios voces que la Santa llama del diablo...,pero en estos pasajes no hay que detenerse... No hay quecomparar..., hay que seguir leyendo..., y cuando se haya vividoalgún tiempo dentro de la disciplina sana... vuelta a leer, y cadavez el libro sabrá mejor, y dará más frutos.

-Si nos proponemos llegar a ser una Santa Teresa, ¡adiós todo!,se ve la infinita distancia y no emprendemos el camino. Adóndese ha de llegar, eso Dios lo dirá después; ahora andar, andar haciaadelante es lo que importa.

-Y a todo esto, ¿hemos de vestir de estameña, y mostrar elrostro compungido, inclinado al suelo, y hemos de dar tormento almarido con la inquisición en casa, y con el huir los paseos, ynegarse al trato del mundo? Dios nos libre, Anita, Dios nos libre...La paz del hogar no es cosa de juego... ¿Y la salud?, la salud delcuerpo, ¿dónde la dejamos? ¿Pues no se trataba de ponernos encura? ¿No estábamos ahora hablando del espíritu y su remedio?Pues el cuerpo quiere aire libre, distracciones honestas, y todo esoha de continuar en el grado que se necesite y que indicarán lascircunstancias.

Una ráfaga de aire frío hizo temblar a la Regenta y arremolinóhojas secas a la entrada del cenador. El Magistral se puso en pie,como si le hubieran pinchado, y dijo con voz de susto:

-¡Caramba, debe de ser muy tarde! Nos hemos entretenido aquícharlando..., charlando...

«No le haría gracia que don Víctor los encontrase a tales horasen el parque, dentro del cenador solos y a la luz de las estrellas...»Pero esto que pensó se guardó de decirlo. Salió de la glorieta

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hablando en voz alta, pero no muy alta, aparentando no temer alruido, pero temiéndolo.

Ana salió tras él, ensimismada, sin acordarse de que había enel mundo maridos, ni días, ni noches, ni horas, ni sitiosinconvenientes para hablar a solas con un hombre joven, guapo,robusto, aunque sea clérigo.

El Magistral, como equivocando el camino, se dirigió hacia lapuerta del patio, aunque parecía lo natural subir por la escalera dela galería y pasar por las habitaciones de Quintanar.

En el patio estaba Petra, como un centinela, en el mismo sitioen que había recibido al Provisor.

-¿Ha venido el señor? -preguntó la Regenta.

-Sí, señora -respondió en voz baja la doncella-; está en sudespacho.

-¿Quiere usted verle? -dijo Ana volviéndose al Magistral.

Don Fermín contestó:

-Con mucho gusto...

«¡Disimulan, disimulan conmigo!», pensó Petra con rabia.

-Con mucho gusto... si no fuera tan tarde... Debía estar a lasocho en palacio... y van a dar las ocho y media... No puedodetenerme... Salúdele usted de mi parte.

-Como usted quiera.

-Además, estará abismado en sus trabajos..., no quierodistraerle..., saldré por aquí... Buenas noches, señora, muy buenasnoches.

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«Disimulan», volvió a pensar Petra, mientras abría la puertaque conducía al zaguán.

Entonces, el Magistral se acercó a la Regenta y deprisa y envoz baja dijo:

-Se me había olvidado advertirle que... el lugar más apropósito para... verse... es en casa de doña Petronila. Yahablaremos.

-Bien -contestó la Regenta.

-Lo he pensado, es el mejor.

-Sí, sí, tiene usted razón.

Subió Ana por la escalera principal y salió al portal donFermín. En la puerta se detuvo, miró a Petra mientras seembozaba y la vio con los ojos fijos en el suelo, con una llavegrande en la mano, esperando a que pasara él para cerrar. Parecíala estatua del sigilo. De Pas la acarició con una palmadita familiaren el hombro y dijo sonriendo:

-Ya hace fresco, muchacha.

Petra le miró cara a cara y sonrió con la mayor gracia que supoy sin perder su actitud humilde.

-¿Estás contenta con los señores?

-Doña Ana es un ángel.

-Ya lo creo. Adiós, hija mía, adiós; sube, sube, que aquí haycorrientes... y estás muy coloradilla..., debes de tener calor...

-Salga usted, salga usted, y por mí no tema.

-Cierra ya, hija mía, puedes cerrar.

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-No, señor; si cierro no verá usted bien hasta llegar a laesquina...

-Muchas gracias... Adiós, adiós.

-Buenas noches, don Fermín.

Esto lo dijo Petra muy bajo, sacando la cabeza fuera del portal,y cerró con gran cuidado de no hacer cualquier ruido.

«¡Don Fermín! -pensó el Magistral-. ¿Por qué me llama éstadon Fermín? ¿Qué se habrá figurado? Mejor, mejor... Sí, mejor.Conviene tenerla propicia como a la otra».

La otra era Teresina, su criada.

Petra subió y se presentó en el tocador de doña Ana sin serllamada.

-¿Qué quieres? -preguntó el ama, que se estaba embozando ensu chal porque sentía mucho frío.

-El señor no me ha preguntado por la señora. Yo no le hedicho... que estaba aquí don Fermín.

-¿Quién?

-Don Fermín.

-¡Ah! Bien, bien... ¿Para qué? ¿Qué importa?

Petra se mordió los labios y dio media vuelta murmurando:

-¡Orgullosa! ¿Si creerá que no tenemos ojos...? Pues si a unano le diera la gana..., pero yo lo hago por el otro...

Sí, Petra lo hacía por el otro, por el Magistral, a quien queríaagradar a toda costa. Tenía sus planes la rubia lúbrica.

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Don Víctor Quintanar se presentó media hora después a sumujer con manchas de pólvora en la frente y en las mejillas.

No supo nada de la visita nocturna del Magistral. «Nopreguntó nada: ¿para qué decírselo?»

A la mañana siguiente, antes de salir el sol, Frígilis entró en elParque de Ozores por la puerta de atrás, con la llave que él teníapara su uso particular. El amigo íntimo de Quintanar era eldictador en aquel pueblo de árboles y arbustos. Los días que noiban de caza, el señor Crespo se los pasaba recorriendo susdominios, que así llamaba al parque de Quintanar; podaba,injertaba, plantaba o trasplantaba, según las estaciones y otrascircunstancias. Estaba prohibido a todo el mundo, incluso aldueño del bosque, tocar en una hoja. Allí mandaba Frígilis ynadie más. En cuanto entró, se dirigió al cenador. Recordabahaber dejado encima de la mesa de mármol o de un banco, en fin,allí dentro, unas semillas preparadas para mandar a ciertaexposición de floricultura. Buscó, y sobre una mecedora encontróun guante de seda morada entre las semillas esparcidas ymezcladas sobre la paja y por el suelo.

Soltó un taco madrugador y cogió el guante con dos dedos,levantándolo hasta los ojos.

-¿Quién diablos ha andado aquí? -preguntó a las aurasmatutinas.

Guardó el guante en un bolsillo, recogió las semillas que nohabía llevado el viento, y con gran cuidado volvió a escoger yseparar los granos. Se trataba de una singularísima especie depensamientos monocromos, invención suya.

Cuando sintió ruido en la casa, llamó a gritos.

-¡Anselmo, Petra, Servanda, Petra...!

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Apareció Petra con el cabello suelto, en chambra, y mal tapadacon un mantón viejo del ama. Parecía la aurora de las doradasguedejas; pero Frígilis, malhumorado, se encaró con la aurora.

-Oye, tú, buena pécora, ¿qué demonio de obispo entra aquí porla noche a destrozarme las semillas...?

-¿Qué dice usted que no le entiendo? -contestó Petra desde elpatio.

-Digo que ayer me retiré yo de la huerta cerca del oscurecer,que dejé allá dentro unas semillas envueltas en un papel... y ahorame encuentro la simiente revuelta con la tierra en el suelo, y sobreuna butaca, este guante de canónigo... ¿Quién ha estado aquí denoche?

-¡De noche! Usted sueña, don Tomás.

-¡Ira de Dios! De noche digo...

-A ver el guante...

-Toma -contestó Frígilis. arrojando desde lejos la prenda...

-¡Pues... está bueno!, ¡ja, ja, ja!... Buen canónigo te dé Dios...Lo que entiende usted de modas, don Tomás... ¿Pues no dice quees un guante de canónigo...?

-¿Pues de quién es?

-De mi señora... No ve usted la mano..., qué chiquita..., a noser que haya canónigas también.

-¿Y se usan ahora guantes morados?

-Pues claro... con vestidos de cierto color...

Frígilis encogió los hombros.

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-Pero mis semillas, mis semillas, ¿quién me las ha echado arodar?

-El gato, ¿qué duda tiene?, el gatito pequeño, el Moreno, elmismo que habrá llevado el guante a la glorieta..., ¡es lo másurraca...!

En la pajarera de Quintanar cantó un jilguero.

-¡El gato! ¡El Moreno...! -dijo Frígilis, moviendo la cabeza-.Qué gato... ni qué...

Una sonrisa seráfica iluminó su rostro de repente, yvolviéndose a Petra, señaló a la galería:

-¡Es mi macho!, ¡es mi macho!, ¿oyes? Estoy seguro... ¡Es mimacho ...! Y tu amo que decía... que su canario..., que iba a cantarprimero... ¿Oyes...?, ¿oyes?, es mi macho, se lo he prestadoquince días para que lo viese vencer..., ¡es mi macho!

Frígilis olvidó el guante y el gato, y quedó arrobado oyendo elrepiqueteo estridente, fresco, alegre del jilguero de sus amores.

Petra escondió en el seno de nieve apretada el guante moradodel Magistral.

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Capítulo XVIII

Las nubes pardas, opacas, anchas como estepas, venían delOeste, tropezaban con las crestas de Corfín, se desgarraban ydeshechas en agua caían sobre Vetusta, unas en diagonalesvertiginosas, como latigazos furibundos, como castigo bíblico;otras cachazudas, tranquilas, en delgados hilos verticales. Pasabany venían otras, y después otras que parecían las de antes, quehabían dado la vuelta al mundo para desgarrarse en Corfín otravez. La tierra fungosa se descarnaba como los huesos de Job;sobre la sierra se dejaba arrastrar por el viento perezoso la nieblalenta y desmayada, semejante a un penacho de pluma gris; y todala campiña entumecida, desnuda, se extendía a lo lejos, inmóvilcomo el cadáver de un náufrago que chorrea el agua de las olasque le arrojaron a la orilla. La tristeza resignada, fatal, de lapiedra que la gota eterna horada, era la expresión muda del valle ydel monte; la naturaleza muerta parecía esperar que el aguadisolviera su cuerpo inerte, inútil. La torre de la catedral aparecíaa lo lejos, entre la cerrazón, como un mástil sumergido. Ladesolación del campo era resignada, poética en su dolorsilencioso; pero la tristeza de la ciudad negruzca, donde lahumedad sucia rezumaba por tejados y paredes agrietadas, parecíamezquina, repugnante, chillona, como canturia de pobre desolemnidad. Molestaba; no inspiraba melancolía sino un tediodesesperado. Frígilis prefería mojarse a campo raso, y arrastrabaconsigo a Quintanar lejos de Vetusta, cerca del mar, a las praderasy marismas solitarias de Palomares y Roca Tajada, dondefatigaban el monte y la llanura, persiguiendo perdices y chochasen lo espeso de los altozanos nemorosos; y en las planiciesescuetas, melancólicos y quejumbrosos alcaravanes, nubes deestorninos, tordos de agua, patos marinos, y bandadas oscuras depeguetas diligentes. Para estas excursiones lejanas, don Víctor

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contaba con el beneplácito de su esposa. Se salía al ser de día, enel tren correo, se llegaba a Roca Tajada una hora después, y a lasdiez de la noche entraban en Vetusta silenciosos, cargados deramilletes de pluma y como sopa en vino. Allá en las marismas dePalomares, don Víctor solía echar de menos el teatro. «¡Si el trensaliese dos horas antes, menos mal!» Frígilis no echaba de menosnada. Su devoción a la caza, a la vida al aire libre, en el campo,en la soledad triste y dulce, era profunda, sin rival: Quintanarcompartía aquella afición con su amor a las farsas del escenario.Frígilis en el teatro se aburría y se constipaba. Tenía horror a lascorrientes de aire, y no se creía seguro más que en medio de lacampiña, que no tiene puertas.

Crespo tenía bien definida y arraigada su vocación: lanaturaleza; Quintanar había llegado a viejo sin saber «cuál era sudestino en la tierra», como él decía, usando el lenguaje del tiemporomántico, del que le quedaban algunos resabios. Era el espíritudel ex-regente, de blanda cera; fácilmente tomaba todas lasformas y fácilmente las cambiaba por otras nuevas. Creíasehombre de energía, porque a veces usaba en casa un lenguajeimperativo, de bando municipal; pero no era, en rigor, más queuna pasta para que otros hiciesen de él lo que quisieran. Así seexplicaba que, siendo valiente, jamás hubiese tenido ocasión demostrar su valor luchando contra una voluntad contraria. Élsostenía que en su casa no se hacía más que lo que él quería, y noechaba de ver que siempre acababa por querer lo quedeterminaban los demás. Si Ana Ozores hubiera tenido uncarácter dominante, don Víctor se hubiese visto en la tristecondición de esclavo: por fortuna, la Regenta dejaba al buenesposo entregado a las veleidades de sus caprichos y secontentaba con negarle toda influencia sobre los propios gustos yaficiones. Aquel programa de diversiones, alegría, actividad

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bulliciosa, que había publicado a son de trompeta Quintanar, secumplía sólo en las partes y por el tiempo que a su esposa leparecían bien; si ella prefería quedar en casa, volver a susensueños, don Víctor que había prometido y hasta jurado noceder, poco a poco cedía; procuraba que la retirada fuese honrosa,fingía transigir y creía a salvo su honor de hombre enérgico y amode su casa, permitiéndose la audacia de gruñir un poco, entredientes, cuando ya nadie le oía. Los criados le imponían suvoluntad, sin que él lo sospechara. Hasta en el comedor se lehabía derrotado. Amante, como buen aragonés, de los platosfuertes, del vino espeso, de la clásica abundancia, había idocediendo poco a poco, sin conocerlo, y comía ya mucho menos, ypasaba por los manjares más fantásticos que suculentos, queagradaban a su mujer. No era que Anita se los impusiese, sino quelas cocineras preferían agradar al ama, porque allí veían unavoluntad seria, y en el señor sólo encontraban un predicador queles aburría con sermones que no entendían. Hasta en el estilo senotaba que Quintanar carecía de carácter. Hablaba como elperiódico o el libro que acababa de leer, y algunos giros,inflexiones de voz y otras cualidades de su oratoria, que parecíanseñales de una manera original, no eran más que vestigios deaficiones y ocupaciones pasadas. Así hablaba a veces como unasentencia del Tribunal Supremo, usaba en la conversaciónfamiliar el tecnicismo jurídico, y esto era lo único que en élquedaba del antiguo magistrado. No poco había contribuido enQuintanar a privarle de originalidad y resolución el contraste desu oficio y de sus aficiones. Si para algo había nacido, era, sinduda, para cómico de la legua, o mejor, para aficionado de teatrocasero. Si la sociedad estuviera constituida de modo que fueseuna carrera suficiente para ganarse la vida, la de cómicoaficionado, Quintanar lo hubiera sido hasta la muerte y hubierallegado a trabajar, frase suya, tan bien como cualquiera de esos

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otros primeros galanes que recorren las capitales de provincia, aguisa de buhoneros.

Pero don Víctor comprendió que el cómico en España no vivede su honrado trabajo si no se entrega a la vergüenza de servir alpúblico el arte en las compañías de comediantes de oficio;comprendió además que él necesitaba con el tiempo crear unafamilia , y entró en la carrera judicial a regañadientes. Quiso lasuerte, y quisieron las buenas relaciones de los suyos, queQuintanar fuera ascendiendo con rapidez, y se vio magistrado y sevio regente de la Audiencia de Granada, a una edad en quetodavía se sentía capaz de representar el Alcalde de Zalamea contoda la energía que el papel exige. Pero la espina la llevaba en elcorazón; reconocía que el cargo de magistrado es delicadísimo,grande su responsabilidad, pero él... «era ante todo un artista».¡Aborrecía los pleitos, amaba las tablas y no podía pisarlasdignamente! Este era el torcedor de su espíritu. Si le hubiese sidolícito representar comedias, quizás no hubiera hecho otra cosa enla vida, pero como le estaba prohibido por el decoro y otraporción de serias consideraciones, procuraba buscar otroscaminos a la comezón de ser algo más que una rueda del poderjudicial, complicada máquina; y era cazador, botánico, inventor,ebanista, filósofo, todo lo que querían hacer de él su amigoFrígilis y los vientos del azar y del capricho.

Frígilis había formado a su querido Víctor, al cabo de tantosaños de trato íntimo, a su imagen y semejanza, en cuanto eraposible. Salía Quintanar de la servidumbre ignorada de sudomicilio para entrar en el poder dictatorial, aunque ilustrado, deTomás Crespo, aquel pedazo de su corazón, a quien no sabía siquería tanto como a su Anita del alma. La simpatía había nacidode una pasión común: la caza. Pero la caza antes no era más queun ejercicio de hombre primitivo para el aragonés; cazaba sin

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saber lo que eran las perdices, ni las liebres y conejos, por dentro;Frígilis estudiaba la fauna y la flora del país de camino quecazaba, y además meditaba como filósofo de la naturaleza. Crespohablaba poco, y menos en el campo; no solía discutir, preferíasentar su opinión lacónicamente, sin cuidarse de convencer aquien le oía. Así la influencia de la filosofía naturalista de Frígilisllegó al alma de Quintanar por aluvión: insensiblemente se lefueron pegando al cerebro las ideas de aquel buen hombre , dequien los vetustenses decían que era un chiflado, un tontiloco.

Frígilis despreciaba la opinión de sus paisanos y compadecíasu pobreza de espíritu. «La humanidad era mala pero no tenía laculpa ella. El oidium consumía la uva, el pintón dañaba el maíz,las patatas tenían su peste, vacas y cerdos la suya; el vetustensetenía la envidia, su oidium, la ignorancia, su pintón, ¿qué culpatenía él?» Frígilis disculpaba todos los extravíos, perdonaba todoslos pecados, huía del contagio y procuraba librar de él a los pocosa quien quería. Visitaba pocas casas y muchas huertas; susgrandes conocimientos y práctica hábil en arboricultura yfloricultura le hacían árbitro de todos los parques y jardines delpueblo; conocía hoja por hoja la huerta del marqués de Corujedo,había plantado árboles en la de Vegallana, visitaba de tarde entarde el jardín inglés de doña Petronila; pero ni conocía de vista alGran Constantino, al obispo madre, ni había entrado jamás en elgabinete de doña Rufina, ni tenía con el marqués de Corujedo mástrato que el del Casino. Se entendía con los jardineros. En cuantolas lluvias de invierno se inauguraban, después del irónico veranode San Martín, a Frígilis se le caía encima Vetusta y sólo pasabaen su recinto los días en que le reclamaban sus árboles y susflores.

Quintanar le seguía muerto de sueño, encerrado en su uniformede cazador, de que se reía no poco Frígilis, quien usaba la misma

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ropa en el monte y en la ciudad, y los mismos zapatos blancos desuela fuerte, claveteada. Se metían en un coche de tercera clase,entre aldeanos alegres, frescos, colorados; Quintanar dormitabadando cabezadas contra la tabla dura; Frígilis repartía o tomabacigarros de papel, gordos; y más decidor que en Vetusta, hablaba,jovial, expansivo, con los hijos del campo, de las cosechas deogaño y de las nubes de antaño; si la conversación degeneraba ycaía en los pleitos, torcía el gesto y dejaba de atender, paraabismarse en la contemplación de aquella campiña triste ahora,siempre querida para él, que la conocía palmo a palmo.

Ana envidiaba a su marido la dicha de huir de Vetusta, de ir amojarse a los montes y a las marismas, en la soledad, lejos deaquellos tejados de un rojo negruzco que el agua que les caía delcielo hacía una inmundicia.

«¡Ah, sí! Ella estaba dispuesta a procurar la salvación de sualma, a buscar el camino seguro de la virtud; pero ¡cuánto mejorse hubiera abierto su espíritu a estas grandezas religiosas en unescenario más digno de tan sublime poesía! ¡Cuán difícil eraadmirar la creación para elevarse a la idea del Creador en aquellaEncimada taciturna, calada de humedad hasta los huesos de piedray madera carcomida; de calles estrechas, cubiertas de hierba -hierba alegre en el campo, allí símbolo de abandono-, lamidas sincesar por las goteras de los tejados, de monótono y eterno ruidoacompasado al salpicar los guijarros puntiagudos...!»

No se explicaba la Regenta cómo Visitación iba y venía decasa en casa, alegre como siempre, risueña, sin miedo al agua nimenos al fango del arroyo..., sin pensar siquiera en que llovía, sinacordarse de que el cielo era un sudario en vez de un manto azul,como debiera. Para Visita era el tiempo siempre el mismo, nopensaba en él, y sólo le servía de tópico de conversación en lasvisitas de cumplido.

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La del Banco, como pajarita de las nieves, saltaba de piedra enpiedra, esquivaba los charcos, y de paso, dejaba ver el pie no malcalzado, las enaguas no muy limpias, y a veces algo de unapantorrilla digna de mejor media. Tampoco a Obdulia el agua laencerraba en casa, ni la entumecía: también alegre y bulliciosacorría de portal en portal, desafiando los más recios chaparrones,riendo a carcajadas si una gota indiscreta mojaba la garganta quepalpitaba tibia; era de ver el arte con que sus bajos, con instintosde armiño, cruzaban todo aquel peligro del cieno, inmaculados,copos de nieve calada, dibujos y hojarasca sonante de espuma deHolanda; tentación de Bermúdez el arqueólogo espiritualista.

Notaba Ana con tristeza y casi envidia que en general losvetustenses se resignaban sin gran esfuerzo con aquella vidasubmarina, que duraba gran parte del otoño, lo más del invierno ycasi toda la primavera. Cada cual buscaba su rincón y parecían nomenos contentos que Frígilis huyendo a las llanuras vecinas delmar a mojarse a sus anchas.

La Marquesa de Vegallana se levantaba más tarde si llovíamás; en su lecho blindado contra los más recios ataques del frío,disfrutaba deleites que ella no sabía explicar, leyendo, bienarropada, novelas de viajes al polo, de cazas de osos, y otras quetenían su acción en Rusia o en la Alemania del Norte, por lomenos. El contraste del calorcillo y la inmovilidad que ellagozaba con los grandes fríos que habían de sufrir los héroes desus libros, y con los largos paseos que se daban por el globo, erael mayor placer que gozaba al cabo del año doña Rufina. Oír elagua que azota los cristales allá afuera, y estar compadeciéndosede un pobre niño perdido en los hielos..., ¡qué delicia para unalma tierna, a su modo , como la de la señora Marquesa!

-Yo no soy sentimental -decía ella a don Saturnino Bermúdez,que la oía con la cabeza torcida y la sonrisa estirada con clavijas

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de oreja a oreja-, yo no soy sentimental, es decir, no me gusta lasensiblería... pero leyendo ciertas cosas, me siento bondadosa...,me enternezco..., lloro..., pero no hago alarde de ello.

-Es el don de lágrimas, de que habla Santa Teresa, señora -respondía el arqueólogo; y suspiraba como echando la llave alcajón de los secretos sentimentales.

El Marqués hacía lo que los gatos en enero. Desaparecía portemporadas de Vetusta. Decía que iba a preparar las elecciones.Pero sus íntimos le habían oído, en el secreto de la confianza,después de comer bien, a la hora de las confesiones, que para élno había afrodisíaco mejor que el frío. «Ni los mariscos producenen mí el efecto del agua y la nieve». Y como sus aventuras erantodas rurales, salía el buen Vegallana a desafiar los elementos,recorriendo las aldeas, entre lodo, hielo y nieve en su coche decamino. Y así preparaba las elecciones, buscando votos para unporvenir lejano, según frase picaresca de don CayetanoRipamilán, siempre dispuesto a perdonar esta clase de extravíos.

La tertulia de la Marquesa veía el cielo abierto en cuanto eltiempo se metía en agua. Los que tenían el privilegio envidiable yenvidiado de penetrar en aquella estufa perfumada, bendecían loschubascos que daban pretexto para asistir todas las noches algabinete de doña Rufina. ¿Qué habían de hacer si no? ¿Adóndehabían de ir? En la chimenea ardían los bosques seculares de losdominios del Marqués; aquellas encinas feudales se carbonizabancon majestuosos chirridos. A su calor no se contaban antiguasconsejas, como presumía Trifón Cármenes que había de sucederpor fuerza en todo hogar señorial , pero se murmuraba del mundoentero, se inventaban calumnias nuevas y se amaba con toda lafranqueza prosaica y sensual que, según Bermúdez, «era lacaracterística del presente momento histórico, desnudo de todapresea ideal y poética». El gabinete no era grande, eran muchos

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los muebles, y los contertulios se tocaban, se rozaban, seoprimían, si no había otro remedio. ¿Quién pensaba en losaguaceros?

En las reuniones de segundo orden, que abundaban en Vetusta,la humedad excitaba la alegría; cada cual se iba al agujero decostumbre y era de oír, por ejemplo, la algazara con que entrabanen el portal de la casa de Visita «los que la favorecían una vez porsemana honrando sus salones», que eran sala y gabinete; eran deoír las carcajadas, las bromas de los tertulios guarecidos bajo losparaguas que recibían con estrépito las duchas de los tremendosserpentones de hojalata... Todos despreciaban el agua, pensandoen los placeres esotéricos de la lotería y de las charadasrepresentadas.

En cuanto al «elemento devoto de Vetusta» (frase de ElLábaro) se metían en novenas así que el tiempo se metía en agua.El elemento devoto era todo el pueblo en llegando el mal tiempo,y hasta los socios de Viernes santo, unos perdidos que se juntabandurante la Semana de Pasión a comer de carne en la fonda, hastaésos acudían al templo, si bien a criticar a los predicadores ymirar a las muchachas. Este fervor religioso de Vetustacomenzaba con la Novena de las Ánimas, poco popular, y la muyconcurrida del Corazón de Jesús, no cesando hasta que secelebraba la más famosa de todas, la de los Dolores, y la pocomenos favorecida de la Madre del Amor Hermoso, en el floridomayo esta última. Pero además de las Novenas tenían las almaspiadosas otras muchas ocasiones de alabar a Dios y sus santos, ensolemnidades tan notables como las fiestas de Pascua y las deCuaresma, especialmente en los Sermones de la Audiencia,pagados por la Territorial todos los viernes de aquel tiempo santoy de meditación, según Cármenes.

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El temporal retrasó no poco el cumplimiento de aquel plan dehigiene moral, impuesto suavemente por don Fermín a su queridaamiga. Ana aborrecía el lodo y la humedad; le crispaba losnervios la frialdad de la calle húmeda y sucia, y apenas salía delsombrío caserón de los Ozores. Había confesado otras dos vecesantes de terminar noviembre, pero no se había decidido a ir a casade doña Petronila, ni el Magistral se atrevió a recordarle aquellacita. El Gran Constantino sabía ya por su querido y admiradoseñor De Pas, quien la visitaba más a menudo ahora, que doñaAna deseaba ayudarla en sus santas labores y en la administraciónde tantas obras piadosas como ella dirigía y pagaba sabiamente.

«-¿Cuándo viene por acá ese ángel hermosísimo?» -preguntabael Obispo madre, en estilo de novena, cargado de superlativosabstractos.

Las beatas que servían de cuestores de palacio en el del GranConstantino, las del cónclave , como las llamaba Ripamilán,esperaban con ansiedad mística y con una curiosidad maligna a lanueva compañera, que tanto prestigio traería con su juventud y suhermosura a la piadosa y complicada empresa de salvar el mundoen Jesús y por Jesús; pues nada menos que esto se proponíanaquellas devotas de armas tomar, militantes como coraceros.

Pero Ana, sin saber por qué, sentía una vaga repugnanciacuando pensaba en ir a casa de doña Petronila; le parecía mejorver al Magistral en la iglesia, allí encontraba ella el fervorreligioso necesario para confesar sus ideas malas, sus deseospeligrosos. El Magistral comenzó a impacientarse; la Regenta nosubía la cuesta, persistía en sus peligrosos anhelos panteísticos,que así los calificaba él; se empeñaba en que era piedad aquellaternura que sentía con motivo de espectáculos profanos, ydeclaraba francamente que las lecturas devotas le sugeríanreflexiones probablemente heréticas o, por lo menos, poco a

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propósito para llegar a la profunda fe que el Magistral exigíacomo preparación absolutamente indispensable para dar un pasoen firme. Otras veces los libros piadosos la hacían caer ensomnolencia melancólica o en una especie de marasmo intelectualque parecía estupidez. En cuanto a la oración, Ana decía querecitar de memoria plegarias era un ejercicio inútil, soporífero,que irritaba los nervios; las repetía cien veces, para fijar en ellasla atención, y llegaba a sentir náuseas antes de conseguir un pocode fervor... «Nada, nada de eso; no hay cosa peor que rezar así -respondía el Magistral-; a la oración ya llegaremos; por ahora eneste punto basta con sus antiguas devociones». Y, aunquetemiendo los peligros de la fantasía de Ana, por no perder terreno,tenía que dejarla abandonarse a los espontáneos arranques deternura piadosa que venían sin saber cómo, a lo mejor provocadospor cualquier accidente que ninguna relación parecía tener con lasideas religiosas. El miedo a las expansiones naturales de aquelespíritu ardiente le había hecho cambiar el plan suave de losprimeros días por aquel otro expuesto en el cenador del Parque,más parecido a la ordinaria disciplina a que él sometía a lospenitentes; pero ya veía don Fermín que era preciso volver a lablandura y dejar al instinto de su amiga más parte en la arduatarea de ganar para el bien aquellos tesoros de sentimiento y degrandeza ideal. Este sistema de la cuerda floja retrasaba eltriunfo, pero le permitía a él presentarse a los ojos de Ana mássimpático, hablando el lenguaje de aquella vaguedad románticaque ella creía religiosidad sincera y no pasaba de ser una idolatríadisimulada, según don Fermín. No, él no se dejaba seducir porpanteísmos, aunque fuesen tan bien parecidos como el de suamiga.

De lo que él estaba seguro era del efecto profundo y saludableque en semejante mujer tenían que producir las bellezas del culto

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el día en que ella las presenciara con atención y dispuesto elánimo a las sensaciones místicas por aquella excitación nerviosa,de cuyos accesos tantas noticias tenía ya el confesor diligente.

Cuando ella volvía a hablarle de aburrimiento, del dolor delhastío, de la estupidez del agua cayendo sin cesar, él repetía: «Ala iglesia, hija mía, a la iglesia; no a rezar; a estarse allí, a soñarallí, a pensar allí oyendo la música del órgano y de nuestraexcelente capilla, oliendo el incienso del altar mayor, sintiendo elcalor de los cirios, viendo cuanto allí brilla y se mueve,contemplando las altas bóvedas, los pilares esbeltos, las pinturassuaves y misteriosamente poéticas de los cristales de colores...»Poca gracia le hacía a don Fermín esta retórica a loChateaubriand; siempre había creído que recomendar la religiónpor su hermosura exterior era ofender la santidad del dogma, perosabía hacer de tripas corazón y amoldarse a las circunstancias.Además, sin que él quisiera pensar en ello, le halagaba laesperanza de encontrar a menudo en la catedral, en lasConferencias de San Vicente, en el Catecismo, a su amiga, queallí le vería triunfante luciendo su talento, su ciencia y suelegancia natural y sencilla.

Pero cada día era mayor la repugnancia de Anita a pisar lacalle; la humedad le daba horror, la tenía encogida, envuelta en unmantón, al lado de la chimenea monumental del comedor tétrico,horas y horas, de día y de noche. Don Víctor no paraba en casa. Sino estaba de caza, entraba y salía, pero sin detenerse; apenas sedetenía en su despacho. Le había tomado cierto miedo. Variasmáquinas de las que estaban inventando o perfeccionando se lehabían sublevado, erizándose de inesperadas dificultades demecánica racional. Allí estaban cubiertos de glorioso polvo sobrela mesa del despacho diabólicos artefactos de acero y madera,esperando en posturas interinas a que don Víctor emprendiese el

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estudio serio de las matemáticas, de todas las matemáticas, quetenía aplazado por culpa de la compañía dramática de Perales. Entanto Quintanar, un poco avergonzado en presencia de aquellosjuguetes irónicos que se le reían en las barbas, esquivaba sudespacho siempre que podía, y ni cartas escribía allí. Además, lascolecciones botánicas, mineralógicas y entomológicas yacían enun desorden caótico, y la pereza de emprender la tarea penosa devolver a clasificar tantas yerbas y mosquitos también le alejaba desu casa. Iba al Casino a disputar y a jugar al ajedrez; hacíamuchas visitas y buscaba modo de no aburrirse metido en casa.«Mejor», pensaba Ana sin querer. Su don Víctor, a quien enprincipio ella estimaba, respetaba y hasta quería todo lo que eramenester, a su juicio, le iba pareciendo más insustancial cada día:y cada vez que se le ponía delante echaba a rodar los proyectos devida piadosa que Ana poco a poco iba acumulando en su cerebro,dispuesta a ser, en cuanto mejorase el tiempo, una beata en elsentido en que el Magistral lo había solicitado. Mientras pensabaen el marido abstracto todo iba bien; sabía ella que su deber eraamarle, cuidarle, obedecerle; pero se presentaba el señorQuintanar con el lazo de la corbata de seda negra torcido, junto auna oreja; vivaracho, inquieto, lleno de pensamientosinsignificantes, ocupado en cualquier cosa baladí, tomando contodo el calor natural lo más mezquino y digno de olvido, y ella,sin poder remediarlo, y con más fuerza por causa del disimulo,sentía un rencor sordo, irracional, pero invencible por elmomento, y culpaba al universo entero del absurdo de estar unidapara siempre con semejante hombre. Salía don Víctor dejando trassí las puertas abiertas, dando órdenes caprichosas para que secumplieran en su ausencia; y cuando Ana ya sola, pegada a lachimenea taciturna, de figuras de yeso ahumado, quería volver asu propedéutica piadosa, a los preparativos de vida virtuosa,encontraba anegada en vinagre toda aquella sentimental fábrica de

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su religiosidad, y calificaba de hipocresía toda su resignación.«¡Oh, no, no!, ¡yo no puedo ser buena!, yo no sé ser buena; nopuedo perdonar las flaquezas del prójimo, o si las perdono, nopuedo tolerarlas. Ese hombre y este pueblo me llenan la vida deprosa miserable; diga lo que quiera don Fermín, para volar hacenfalta alas, aire...» Estos pensamientos la llevaban a veces tan lejosque la imagen de don Álvaro volvía a presentarse brindando conla protesta, con aquella amable, brillante, dulcísima protesta delos sentidos poetizados, que había clavado en su corazón conpuñaladas de los ojos el elegante dandy la tarde memorable deTodos los Santos. Entonces Ana se ponía en pie, recorría elcomedor a grandes pasos, hundida la cabeza en el embozo delchal apretado al cuerpo, daba vuelta alrededor de la mesa oval, yacababa por acercarse a los vidrios del balcón y apretar contraellos la frente. Salía, cruzando el estrado triste, pasillos ygalerías; llegaba a su gabinete y también allí se apretaba contralos vidrios y miraba con ojos distraídos, muy abiertos y fijos, lasramas desnudas de los castaños de Indias, y los soberbioseucaliptos, cubiertos de hojas largas, metálicas, de un verde mate,temblorosas y resonantes. Si no llovía mucho, Frígilis solía andarpor allí; más tiempo faltaba Quintanar de casa que Frígilis de lahuerta. Ana acababa por verle. «Aquél había sido su único amigoen la triste juventud, en el tiempo de la servidumbre miserable; yahora casi le odiaba; él la había casado; y sin remordimientoalguno, sin pensar en aquella torpeza, se dedicaba ahora a susárboles, que podaba sin compasión, que injertaba a su gusto, sinconsultar con ellos, sin saber si ellos querían aquellos tajos yaquellos injertos... ¡Y pensar que aquel hombre había sidointeligente, amable! Y ahora... no era más que una máquinaagrícola, unas tijeras, una segadora mecánica, ¡a quién noembrutecía la vida de Vetusta!»

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Frígilis, si veía a su querida Ana detrás de los cristales, lasaludaba con una sonrisa y volvía a inclinarse sobre la tierra;aplastaba un caracol, cortaba un vástago importuno, afirmaba unrodrigón y seguía adelante, arrastrando los zapatos blancos sobrela arena húmeda de los senderos... Y Ana veía desaparecer entrelas ramas aquel sombrero redondo, flexible, siempre gris; aqueltapabocas de cuadros de pana eternamente colgado al cuello,aquella cazadora parda y aquellos pantalones ni anchos niestrechos, ni nuevos ni viejos, de ramitos borrosos de lana verde yroja alternando sobre fondo negro.

A menudo visitaban a la Regenta la del Banco y el Marquesito.Paco estaba admirado de la heroica resistencia de la de Ozores; nocomprendía él que su ídolo, su don Álvaro, tardase tanto enconquistar una voluntad, en rendir una virtud, si la voluntadestaba ya conquistada.

-Ella está enamorada de ti, de eso estoy seguro -decía Paco aMesía en el Casino, a última hora, cuando sólo quedaban allí lostrasnochadores de oficio.

Estaban los dos sentados junto a un velador cubierto con fina yblanca servilleta; cenaban con sendas medias botellas de Burdeosal lado y llegaban al momento necesario de la expansión y lasconfidencias; Mesía, melancólico, pasando a tragos la nostalgiade lo infinito, que también tienen los descreídos a su modo,inclinaba mustia la gallarda y fina cabeza de un rubio pálido yparecía un poco más viejo que de ordinario. Callaba, y comía ybebía. Paco, con la boca llena, pero no por modo grosero, sinocasi elegante, hablaba, brillante la pupila, rojas las mejillas, conel sombrero echado hacia el cogote.

-Ella está enamorada, de eso estoy seguro..., pero tú..., tú noeres el de otras veces..., parece que la temes. Nunca quieres venir

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conmigo a su casa..., y eso que don Víctor nunca está, siempreanda con el espiritista de Frígilis por esos montes.

Paco creía que Frígilis era espiritista, opinión muygeneralizada en Vetusta.

-En su casa no se puede adelantar nada. Es una mujer rara...,histérica..., hay que estudiarla bien. Dejadme a mí.

No quería confesar que se tenía por derrotado: creíafirmemente que Ana estaba entregada al Magistral. No queríaaquella conversación; se sentía ahora humillado con la protecciónde Paco, solicitada meses antes por él. Sin saberlo, el Marquesitole hacía daño cada vez que le hablaba de tal asunto y le proponíaplanes de ataque y medios para entrar en la plaza por sorpresa.«¿Cuándo había necesitado él, Mesía, socorros por el estilo?¿Cuándo había permitido a nadie saber el cómo y a qué horavencía a una mujer...? ¡Y esta señora le humillaba así! ¡Cómo sereiría de él Visita, aunque lo disimulaba!; y el mismo Paco ¿quépensaría? ¡Ah Regenta, Regenta, si venzo al fin..., ya me laspagarás!» Pero ya no esperaba vencer; lidiaba desesperado. Envano, siempre que el tiempo lo permitía, montaba en su hermosocaballo blanco de pura raza española; pasaba y repasaba la plazaNueva y algunas veces veía detrás de los cristales, en laRinconada, a la de Quintanar, que le saludaba amable y tranquila;pero no era el caballo talismán como él había creído, porque laescena de la tarde aquélla no se repitió nunca. «Sí, lo que yotemía: no fue más que un cuarto de hora que no pudeaprovechar». Creía con fe inquebrantable que ya su único recursosería la ocasión dificilísima, casi imposible, de un ataque brusco,bárbaro, coincidiendo con otro cuarto de hora. Pero esto nocolmaba su deseo, no satisfacía su amor propio, sería un placerefímero y una venganza... ¡Y además era casi imposible! Pocasveces se había atrevido a visitar a la Regenta, que no le recibía si

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no estaba don Víctor en casa. Quintanar, en cambio, le abría losbrazos y le estrechaba con efusión, cada día más enamorado,como él decía, de aquel hermoso figurín: ¡qué arrogante primergalán en comedia de costumbres haría el dignísimo don Álvaro!Pero ya que las tablas no le llamasen, ¿por qué no se hacíadiputado a Cortes? Mesía había nacido para algo más que cabezade ratón; era poco ser jefe de un partido, que nunca era poder, enuna capital de segundo orden. ¿Por qué no se iba a Madrid con unacta en el bolsillo?

Cuando le dirigía estas preguntas lisonjeras, don Álvaroinclinaba la cabeza y miraba con gesto compungido a la Regentacomo diciendo:

«-¡Por usted, por el amor que la tengo estoy yo en estemiserable rincón!»

-Usted es de la madera de los ministros...

-¡Oh..., don Víctor..., no crea usted que eso me halaga...!¡Ministro! ¿Para qué? Yo no tengo ambición política... Si militoen un partido es por servir a mi país, pero la política me esantipática..., tanta farsa..., tanta mentira...

-Efectivamente, en los Estados Unidos sólo son políticos losperdidos..., pero en España..., es otra cosa... un hombre comousted... Subiría mi don Álvaro como la espuma.

Pero don Álvaro suspiraba y volvía los ojos a la Regenta... Porlo demás, él seguía considerando que ante todo era un hombrepolítico. Lo de ir a Madrid lo dejaba para más adelante. Ahorahacía diputados desde Vetusta y se quedaba allí; pero en cuantotuviera más blanda a la señora del ministro, él volaría, élvolaría..., seguro de no dar un batacazo. Estos eran sus planes.Pero además, aquella resistencia de Ana, que había creído vencer

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si no en pocas semanas en pocos meses, era un nuevo motivo pararetrasar el cambio de vecindad. ¿Cómo ir a Madrid sin vencer aaquella mujer? Y aquella mujer parecía ya invencible.

Desde la noche de Todos los Santos, Mesía, vergüenza le dabaconfesárselo a sí mismo, no había adelantado un paso. Ocho díashabía estado sin conseguir hablar a solas un momento con Ana, ycuando logró tal intento fue para convencerse de que aquellaexaltación de la tarde dichosa había pasado acaso para siempre.

Visitación se volvía loca. Su marido, el señor Cuervo, y sushijos comían los garbanzos duros, se lavaban sin toalla porqueella había salido con las llaves, como siempre, y no acababa devolver. «¿Cómo había de volver si aquella empecatada de Regentano se daba a partido, y resistía al hombre irresistible conheroicidad de roca?» El mísero empleado del Banco retorcía elbigotillo engomado y con voz de tiple decía a la muchedumbre desus hijos que lloraban por la sopa:

-Silencio, niños., que mamá riñe si se come sin ella.

Y la sopa se enfriaba, y al fin aparecía Visitación, sofocada,distraída, de mal humor. Venía de casa de Vegallana, donde habíaconseguido que Ana y Álvaro se hablaran a solas un momento,por casualidad... que había preparado ella. ¡Pero buenaconversación te dé Dios! Él había salido mordiéndose el bigote yle había dicho a ella, a Visita: «¡Déjame en paz!», al querer darleuna broma. «¡Déjame en paz!», señal de que no daba un paso.Visitación sentía ahora una vergüenza retrospectiva; recordaba eltiempo que había ella tardado en ceder, lo comparaba con laresistencia de Ana y... se le encendían las mejillas de cólera, deenvidia, de pudor malo, falso. Algo le decía en la conciencia queel oficio que había tomado era miserable..., pero buena estaba ellapara oír consejos de comedia moral y gritos interiores: aquel

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anhelo villano era una pasión cada día más fuerte, era de unsaborcillo agridulce y picante que prefería ya a todas las dulzurasde la confitería. Era una pasión, una cosa que recordaba lajuventud, aunque al mismo tiempo parecía síntoma de la vejez. Enfin, ella no trataba de resistir, y había llegado a creer que seríacapaz de arrojar a su amiga a la fuerza en brazos del antiguoamante. De todos modos, en casa de Visita faltaba la limpieza desuelo y muebles, de sala y cocina, y no era su hogar una taza deplata, y día hubo que el marido no encontró camisa en el armarioy se fue al Banco... con un camisolín de su mujer, que simulababien o mal un cuello marinero.

Pero tanto afán era inútil; ni Visita, ni Paco, ni los paseos acaballo de Mesía, conseguían rendir a la Regenta. ¡Y si al menosse viera que era indiferencia aquella fortaleza! Pero, no; a leguasse veía, según los tres, que Ana estaba interesada. Esto era lo queles irritaba más, sobre todo a Visita. Don Álvaro no hablaba deeste mal negocio con la del Banco, por más que ella le hurgaba.Con Paco únicamente desahogaba, y pocas veces. Pero Ana creíaen un complot y esto la ayudaba no poco en su defensa. Iba detarde en tarde a casa de Vegallana, a pesar de protestas pesadas,insufribles de Quintanar, que repetía:

-¡Qué dirán esos señores, Anita, qué dirán los Marqueses!

Si don Álvaro perdía la esperanza, el Magistral tampoco estabasatisfecho. Veía muy lejos el día de la victoria; la inercia de Anale presentaba cada vez nuevos obstáculos con que él no habíacontado. Además, su amor propio estaba herido. Si alguna vezhabía ensayado interesar a su amiga descubriéndole, o por vía deejemplo o por alarde de confianza, algo de la propia historiaíntima, ella había escuchado distraída, como absorta en elegoísmo de sus penas y cuidados. Más había: aquella señora quehablaba de grandes sacrificios, que pretendía vivir consagrada a la

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felicidad ajena, se negaba a violentar sus costumbres, saliendo decasa a menudo, pisando lodo, desafiando la lluvia; se negaba amadrugar mucho, y alegando como si se tratase de cosa santa, lasexigencias de la salud, los caprichos de sus nervios. «El madrugarmucho me mata; la humedad me pone como una máquinaeléctrica». Esto era humillante para la religión y depresivo paradon Fermín; era, de otro modo, un jarro de agua que le enfriaba elalma al Provisor y le quitaba el sueño.

Una tarde entró De Pas en el confesonario con tan mal humor,que Celedonio, el monaguillo, le vio cerrar la celosía con ungolpe violento. Don Fermín bajaba del campanario, donde, segúnsolía de vez en cuando, había estado registrando con su catalejolos rincones de las casas y de las huertas. Había visto a la Regentaen el parque pasear, leyendo un libro que debía de ser la historiade Santa Juana Francisca, que él mismo le había regalado. Puesbien, Ana, después de leer cinco minutos, había arrojado el librocon desdén sobre un banco.

-¡Oh!, ¡oh!, ¡estamos mal! -había exclamado el clérigo desdela torre; conteniendo en seguida la ira, como si Ana pudiera oírsus quejas. Después habían aparecido en el parque dos hombres,Mesía y Quintanar. Don Álvaro había estrechado la mano de laRegenta, que no la había retirado tan pronto como debiera;«¡aunque no fuese más que por estar viéndolos él!» Don Víctorhabía desaparecido y el seductor de oficio y la dama se habíanocultado poco a poco entre los árboles, en un recodo de unsendero. El Magistral sintió entonces impulsos de arrojarse de latorre. Lo hubiera hecho a estar seguro de volar sin inconveniente.Poco después había vuelto a presentarse don Víctor, el tonto dedon Víctor, con sombrero bajo y sin gabán, de cazadora clara,acompañado de don Tomás Crespo, el del tapabocas; los dos sehabían ido en busca de los otros, y los cuatro juntos se

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presentaron de nuevo ante el objetivo del catalejo que temblabaen las manos finas y blancas del canónigo. Don Víctor levantabala cabeza, extendía el brazo, señalaba a las nubes y daba pataditasen el suelo. Ana había desaparecido otra vez, había entrado en lacasa, olvidando a Santa Juana Francisca sobre el banco, y a losdos minutos estaba otra vez allí con chal y sombrero; y los cuatrohabían salido por la puerta del parque, que abrió Frígilis con sullave. ¡Iban al campo!

Cuando don Fermín se vio encerrado entre las cuatro tablas desu confesonario, se comparó al criminal metido en el cepo.

Aquel día las hijas de confesión del Magistral le encontrarondistraído, impaciente; le sentían dar vueltas en el banco, lamadera del armatoste crujía, las penitencias erandesproporcionadas, enormes.

En vano esperó, con loca esperanza, ver a la Regentapresentarse en la capilla, por casualidad, por impulso repentino,como quiera que fuese, presentarse, que era lo que él quería, loque él necesitaba. Verdad era que no habían quedado en tal cosa;ocho días faltaban para la próxima confesión, ¿por qué había devenir? «Porque sí, porque él lo necesitaba, porque quería hablarla,decirle que aquello no estaba bien, que él no era un saco paradejarlo arrimado a una pared, que la piedad no era cosa de juego yque los libros edificantes no se tiran con desdén sobre los bancosde la huerta; ni se pierde uno entre los árboles de Frígilis sin másni más, en compañía de un buen mozo materialista ycorrompido». Pero, no, no pareció por la capilla Ana. «Sabe Diosdónde estarían. ¿Qué expedición era aquélla? Necedades de donVíctor; había levantado el brazo señalando a las nubes; aquelloparecía como responder del buen tiempo; en efecto, la tardeestaba hermosa, podía asegurarse que no llovería... pero ¿y qué?¿Era ésa razón suficiente para salir con el enemigo al campo?

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Porque aquél era el enemigo, sí, don Fermín volvía a sospecharlo.La Regenta, sin embargo, jamás se había acusado de una aficiónsingular; hablaba de tentaciones en general y de ensueñoslascivos, pero no confesaba amar a un hombre determinado. YAna, su dulce amiga, no mentía jamás, y menos en el tribunalsanto. Pero entonces, ¿con quién soñaba? El Magistral recordó ladulcísima hipótesis que había acariciado algún día... y ahora seoponía esta otra que le hacía saltar dentro del cajón de celosías:supongamos que sueña con... ese caballero». Salió de la capillafurioso, sin disimularlo apenas. Encontró en el trascoro a donCustodio y no le contestó al saludo; entró en la sacristía yamenazó al Palomo con la cesantía, porque el gato había vuelto aensuciar los cajones de la ropa. Pasó después al palacio y elObispo sufrió una fuerte reprensión de las que en tono casiirrespetuoso, avinagrado, espinoso, solía enderezarle su Provisor.El buen Fortunato estaba en un apuro, no tenía dinero para pagaruna cuenta de un sastre que había hecho sotanas nuevas a losfamiliares de S. I. Y el sastre, con las mejores maneras delmundo, pedía los cuartos en un papel sobado, lleno de letrasgordas, que el Obispo tenía entre los dedos. El alfayate llamabaserenísimo señor al prelado, pero pedía lo suyo.

Fortunato, temblorosa la voz, solicitaba un préstamo. ElMagistral se hizo rogar, y ofreció anticipar el dinero después dehumillar cien veces al buen pastor que tomaba al pie de la letralas metáforas religiosas.

«¿A qué habían venido las sotanas nuevas? Y sobre todo, ¿porqué las pagaba él, Fortunato, de su bolsillo? Si sabía que no teníaun cuarto, porque toda la paga repartía antes de cobrarla, ¿por quése comprometía?» Fortunato confesó que parecía un subtenientede los sometidos a descuento; dijo que quería salir de aquella vidade trampas.

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-Yo no sé lo que debo ya a tu madre, Fermín, ¿debe de ser undineral?

-Sí, señor, un dineral, pero lo peor no es que usted nos arruine,sino que se arruina también, y lo sabe el mundo y esto es endesprestigio de la Iglesia... Empeñarse por los pobres... Ser untramposo de la caridad. Hombre, por Dios, ¿dónde vamos a parar?Cristo ha dicho: reparte tus bienes y sígueme, pero no ha dicho:reparte los bienes de los demás...

-Hablas como un sabio, hijo mío, hablas como un sabio, y si nofuera indecoroso, pedía al ministro que me pusiera a descuento, aver si me corregía.

Después entró en las oficinas De Pas y allí tuvieron motivopara acordarse mucho tiempo de la visita. Todo lo encontró mal;revolvió expedientes, descubrió abusos, sacudió polvo, amenazócon suspender sueldos, negó todo lo que pudo, preparó dos o trescastigos para varios párrocos de aldea, y por fin dijo, ya en lapuerta, que «no daba un cuarto» para una suscripción de losmarineros náufragos de Palomares.

-Señor -le dijo llorando un pobre pescador de barba blanca,con un gorro catalán en la mano-... ¡señor, que este año nosmorimos de hambre!, ¡que no da para borona la costera delbesugo...!

Pero el Magistral salió sin responder siquiera, pensando enAna y en Mesía; y a la media hora, cuando paseaba por el Espolónsolo y a paso largo, olvidando el compás de su marcha ordinaria,le repetía en los sesos, no sabía qué voz: ¡besugo, besugo!

«¿Por qué se acordaba él del besugo?» Y encogió los hombrosirritado también con aquella obsesión de estúpido.

-No faltaba más que ahora me volviera loco.

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Pasaron ocho días y a la hora señalada Anita se presentó derodillas ante la celosía del confesonario.

Después de la absolución enjugó una lágrima que caía por sumejilla, se levantó y salió al pórtico. Allí esperó al Magistral yjuntos, cerca ya del oscurecer, llegaron a casa de doña Petronila.

Estaba sola el Gran Constantino; repasaba las cuentas de laMadre del Amor Hermoso , con sus ojazos de color de avellanaasomados a los cristales de unas gafas de oro. Era muy morena, lafrente muy huesuda, los párpados salientes, ceja gris espesa, comola gran mata de pelo áspero que ceñía su cabeza; barba redonda ycarnosa, nariz de corrección insignificante, boca grande, labiospálidos y gruesos. Era alta, ancha de hombros, y su larga viudezcasta parecía haber echado sobre su cuerpo algo como matorral depureza que le daba cierto aspecto de virgen vetusta. El vestido eranegro, hábito de los Dolores, con una correa de charol muy anchay escudo de plata chillón, ostentoso, en la manga, ceñida a lamuñeca de gañán con presillas de abalorios.

Estaba sentada delante de un escritorio de armario con figuraschinescas, doradas, incrustadas en la madera negra. Se levantó,abrazó a la Regenta y besó la mano del Magistral. Les suplicó,después de agradecer la sorpresa de la visita, que la dejasenterminar aquel embrollo de números; y dama y clérigo se vieronsolos en el salón sombrío, de damasco verde oscuro y de papelgris y oro. Ana se sentó en el sofá, el Magistral a su lado en unsillón. Las maderas de los balcones entornados dejaban pasarrayos estrechos de la luz del día moribundo; apenas se veían Anay De Pas. Del gabinete de la derecha salió un gato blanco, gordo,de cola opulenta y de curvas elegantes; se acercó al sofá paso apaso, levantó la cabeza perezoso, mirando a la Regenta, dejó oírun leve y mimoso quejido gutural, y después de frotar el lomofamiliarmente contra la sotana del Provisor, salió al pasillo con

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lentitud, sin ruido, como si anduviera entre algodones. Ana tuvoaprensión de que olía a incienso el blanquísimo gato; de todasmaneras, parecía un símbolo de la devoción doméstica de doñaPetronila. En toda la casa reinaba el silencio de una cajaalmohadillada; el ambiente era tibio y estaba ligeramenteperfumado por algo que olía a cera y a estoraque y acaso aespliego... Ana sentía una somnolencia dulce pero algo alarmante;se estaba allí bien, pero se temía vagamente la asfixia.

Doña Petronila tardaba. Una criada, de hábito negro también,entró con una lámpara antigua de bronce, que dejó sobre unvelador después de decir con voz de monja acatarrada: «¡Buenasnoches!», sin levantar los ojos de la alfombra de fieltro, a cuadrosverdes y grises.

Volvieron a quedar solos Ana y su confesor.

Interrumpiendo un silencio de algunos minutos, dijo elMagistral con una voz que se parecía a la del gato blanco:

-No puede usted imaginar, amiguita mía, cuánto le agradezcoesta resolución...

-Hubiera usted hablado antes...

-Bastante he hablado, picarilla...

-Pero no como hoy, nunca me dijo usted que era un desaire queyo le hacía y que ya sabían estas señoras el negarme a venir...¡Llovía tanto...! Ya sabe usted que a mí la humedad me mata, lacalle mojada me horroriza... Yo estoy enferma... sí, señor, a pesarde estos colores y de esta carne, como dice don Robustiano, estoyenferma; a veces se me figura que soy por dentro un montón dearena que se desmorona... No sé cómo explicarlo... siento grietasen la vida... me divido dentro de mí... me achico, me anulo... Siusted me viera por dentro, me tendría lástima... Pero, a pesar de

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todo eso, si usted me hubiese hablado como hoy antes, hubiesevenido aunque fuera a nado. Sí, don Fermín, yo seré cualquiercosa, pero no desagradecida. Yo sé lo que debo a usted, y quenunca podré pagárselo. Una voz, una voz en el desierto solitarioen que yo vivía, no puede usted figurarse lo que valía para mí... yla voz de usted vino tan a tiempo... Yo no he tenido madre, vivícomo usted sabe... no sé ser buena; tiene usted razón, no quiero lavirtud si no es pura poesía, y la poesía de la virtud parece prosa alque no es virtuoso... ya lo sé... Por eso quiero que usted me guíe...Vendré a esta casa, imitaré a estas señoras, me ocuparé con latarea que ellas me impongan... Haré todo lo que usted manda; noya por sumisión, por egoísmo, porque está visto que no sédisponer de mí; prefiero que me mande usted... Yo quiero volver aser una niña, empezar mi educación, ser algo de una vez, seguirsiempre un impulso, no ir y venir como ahora... Y ademásnecesito curarme; a veces temo volverme loca... Ya se lo he dichoa usted; hay noches que, desvelada en la cama, procuro alejar lasideas tristes pensando en Dios, en su presencia. «Si Él está aquí,¿qué importa todo?» Esto me digo, pero no vale, porque, ya se lohe dicho, me saltan de repente en la cabeza ideas antiguas, comodolores de llagas manoseadas, ideas de rebelión, argumentosimpíos, preocupaciones necias, tercas, que no sé cuándo aprendí,que vagamente recuerdo haber oído en mi casa, cuando vivía mipadre. Y a veces se me antoja preguntarme, ¿si será Dios esta ideamía y nada más, este peso doloroso que me parece sentir en elcerebro cada vez que me esfuerzo por probarme a mí misma lapresencia de Dios...?

-¡Anita, Anita... calle usted... calle usted, que se exalta! Sí, sí,hay peligro, ya lo veo, gran peligro... pero nos salvaremos, estoyseguro de ello; usted es buena, el Señor está con usted... y yodaría mi vida por sacarla de esas aprensiones... Todo ello es

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enfermedad, es flato, nervios... ¿qué sé yo? Pero es material, notiene nada que ver con el alma... pero el contacto es un peligro, sí,Anita; no ya por mí, por usted es necesario entrar en la vidadevota práctica... ¡Las obras, las obras, amiga mía! Esto es serio,necesitamos remedios enérgicos. Si a usted le repugnan a vecesciertas palabras, ciertas acciones de estas buenas señoras, no sedeje llevar por la imaginación, no las condene ligeramente;perdone las flaquezas ajenas y piense bien, y no se cuide deapariencias... Y ahora, hablando un poco de mí, ¡si usted pudierapenetrar en mi alma, Anita!, yo sí que jamás podré pagarle estahermosa resolución de esta tarde...

-¡Habló usted de un modo!

-Hablé con el alma...

-Yo estaba siendo una ingrata sin saberlo...

-Pero al fin... vida nueva; ¿no es verdad, hija mía?

-Sí, sí, padre mío, vida nueva...

Callaron y se miraron. Don Fermín, sin pensar en contenerse,cogió una mano de la Regenta que estaba apoyada en unalmohadón de crochet, y la oprimió entre las suyas sacudiéndola.Ana sintió fuego en el rostro, pero le pareció absurdo alarmarse.Los dos se habían levantado, y entonces entró doña Petronila, aquien dijo De Pas, sin soltar la mano de la Regenta:

-Señora mía, llega usted a tiempo; usted será testigo de que laoveja ofrece solemnemente al pastor no separarse jamás del redilque escoge...

El Gran Constantino besó la frente de Ana.

Fue un beso solemne, apretado, pero frío... Parecía poner allíel sello de una cofradía mojado en hielo.

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Capítulo XIX

Don Robustiano Somoza, en cuanto asomaba marzo, atribuíalas enfermedades de sus clientes a la Primavera médica , de la queno tenía muy claro concepto; pero como su misión principal eraconsolar a los afligidos y solía satisfacerles esta explicaciónclimatológica, el médico buen mozo no pensaba en buscar otra.La Primavera médica fue la que postró en cama , según donRobustiano, a la Regenta, que se acostó una noche de fines demarzo con los dientes apretados sin querer, y la cabeza llena defuegos artificiales. Al despertar al día siguiente, saliendo desueños poblados de larvas, comprendió que tenía fiebre.

Quintanar estaba de caza en las marismas de Palomares; novolvería hasta las diez de la noche. Anselmo fue a llamar almédico y Petra se instaló a la cabecera de la cama, como un perrofiel. La cocinera, Servanda, iba y venía con tazas de tila,silenciosa, sin disimular su indiferencia; era nueva en la casa yvenía del monte. Mucho tiempo hacía que Anita no había tenidouno de aquellos impulsos cariñosos de que solía ser objeto donVíctor, pero aquel día, a la tarde, sobre todo al oscurecer, lloróocultando el rostro, pensando en el esposo ausente. «¡Cuántodeseaba su presencia!, sólo él podría acompañarla en la soledadde enfermo que empezaba aquel día». En vano la Marquesa, Paco,Visitación y Ripamilán acudieron presurosos al tener noticia delmal; a todos los recibió afablemente, sonrió a todos, pero contabalos minutos que faltaban para las diez de la noche. «¡SuQuintanar! Aquél era el verdadero amigo, el padre, la madre,todo». La Marquesa estuvo poco tiempo junto a su amigaenferma; le tocó la frente y dijo que no era nada, que tenía razónSomoza, la primavera médica... y habló de zarzaparrilla y sedespidió pronto. Paco admiraba en silencio la hermosura de Ana,

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cuya cabeza hundida en la blancura blanda de las almohadas leparecía «una joya en su estuche». Observó Visita que más quenunca se parecía entonces Ana a la Virgen de la Silla. La fiebredaba luz y lumbre a los ojos de la Regenta, y a su rostro rosasencarnadas; y en el sonreír parecía una santa. Paco pensó, sinquerer, «que estaba apetitosa». Se ofreció mucho, como su madre,y salió. En el pasillo dio un pellizco a Petra que traía un vaso deagua azucarada. Visita dejó la mantilla sobre el lecho de su amigay se preparó a meterse en todo, sin hacer caso del gestoimpertinente de Petra. «¿Quién se fiaba de criados?Afortunadamente estaba ella allí para todo lo que hiciera falta».

-Por lo demás, tu Quintanar del alma hemos de confesar quetiene sus cosas; ¿a quién se le ocurre irse de caza dejándote así?

-Pero qué sabía él...

-¿Pues no te quejabas ya anoche?

-Ese Frígilis tiene la culpa de todo...

-Y quien anda con Frígilis se vuelve loco ni más ni menos queél. ¿No es ese Frígilis el que injertaba gallos ingleses?

-Sí, sí, él era.

-¿Y el que dice que nuestros abuelos eran monos? Valientemono mal educado está él... pero, mujer, si ni siquiera viste depersona decente... Yo nunca le he visto el cuello de la camisa... nichistera...

Somoza volvió a las ocho de la noche; a pesar de la primaveramédica, no estaba tranquilo; miró la lengua a la enferma, le tomóel pulso, le mandó aplicar al sobaco un termómetro que sacó éldel bolsillo, y contó los grados. Se puso el doctor como una

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cereza... Miró a Visita con torvo ceño y echándose a adivinarexclamó con enojo:

-¡Estamos mal...! Aquí se ha hablado mucho... Me la hanaturdido, ¿verdad? ¡Como si lo viera... mucha gente, de fijo...mucha conversación...!

Entonces fue Visita quien sintió encendido el rostro. Somozahabía adivinado. No sabía medicina, pero sabía con quién trataba.Recetó: censuró también a don Víctor por su intempestivaausencia; dijo que un loco hacía ciento; que Frígilis sabía tanto dedarwinismo como él de herrar moscas; dio dos palmaditas en lacara a la Regenta, complaciéndose en el contacto; y cerrandopuertas con estrépito, salió, no sin despedirse hasta mañanatemprano, desde lejos.

Visitación, mientras sentada a los pies de la cama devorabauna buena ración de dulce de conserva, aseguraba con la bocallena que Somoza y la carabina de Ambrosio todo uno. La delBanco creía en la medicina casera y renegaba de los médicos. Dosveces la había sacado a ella de peligros puerperales una famosamatrona sin matrícula ni Dios que lo fundó: «Di tú que todo esfarsa en este mundo. ¡Como decir que estás peor porque se haprocurado distraerte! ¡Animal! ¡Qué sabrá él lo que es una mujernerviosa, de imaginación viva! De fijo que si no estoy yo aquí, teconsumes todo el día pensando tristezas, y dándole vueltas a laidea de tu Quintanar ausente; 'que por qué no estará aquí, que sies buen marido, que ya no es un niño para no reflexionar...' y quésé yo; las cosas que se le ocurren a una en la soledad, estandomala y con motivo para quejarse de alguno».

Ana estudiaba el modo de oír a Visita sin enterarse de lo quedecía, pensando en otra cosa, única manera de hacer soportable eltormento de su palique. A las diez y cuarto entró en la alcoba don

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Víctor, chorreando pájaros y arreos de caza, con grandes polainasy cinturón de cuero; detrás venía don Tomás Crespo, Frígilis, consombrero gris arrugado, tapabocas de cuadros y zapatos blancosde triple suela. Quintanar dejó caer al suelo un impermeable,como Manrique arroja la capa en el primer acto del Trovador; yen cuanto tal hizo, saltó a los brazos de su mujer, llenándole debesos la frente, sin acordarse de que había testigos.

«¡Ay, sí!, aquello era el padre, la madre, el hermano, lafortaleza dulce de la caricia conocida, el amparo espiritual delamor casero; no, no estaba sola en el mundo, su Quintanar erasuyo». Eterna fidelidad le juró callando, en el beso largo, intensocon que pagó los del marido. El bigote de don Víctor parecía unaescoba mojada; con la humedad que traía de las marismas roció lafrente de su esposa; pero ella no sintió repugnancia, y vio oro yplata en aquellos pelos tiesos que parecían un cepillo de yerbashechas ceniza por la raíz y tostadas por las puntas.

También don Víctor opinó que «aquello no sería nada», pero,de todos modos, lamentó en el alma no haber venido en el tren delas cuatro y media.

-Ya lo ves, Crespo, si hubiera obedecido a aquella corazonada.Sí, señora -añadió, dirigiéndose a Visita-, que lo diga éste, no sépor qué se me figuró que debía volver más temprano a casa...

-Oh, sí, de eso esté usted seguro. Hay presentimientos -gritó ladel Banco, que se disponía a narrar tres o cuatro adivinacionessuyas.

-Pero éste tuvo la culpa...

Frígilis encogió los hombros y tomó el pulso a la enferma, quele apretó la mano, perdonándoselo todo. La verdad era que donVíctor había querido volver temprano... para no perder el teatro.

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Pero esto no se podía decir. Frígilis, en silencio, tuvo una vez másocasión de negar la existencia de los avisos sobrenaturales. Sehabía destocado y su cabello espeso, de color montaraz, cortadopor igual, parecía una mata, una muestra de las breñas. Cerrabalos ojos grises y arrugaba el entrecejo; le enojaba la luz,tropezaba con los muebles, olía al monte; traía pegada al cuerpola niebla de las marismas y parecía rodeado de la oscuridad y lafrescura del campo. Tenía algo de la fiera que cae en la trampa,del murciélago que entra por su mal en vivienda humana llamadopor la luz... Y cerca de Ana nerviosa, aprensiva, febril, semejabael símbolo de la salud queriendo contagiar con sus emanaciones ala enferma.

Cuando quedaron solos marido y mujer, después de conseguir,no sin trabajo, que Visita renunciara a sacrificarse quedándose avelar a su amiga, Ana volvió a solicitar los brazos del esposo y ledijo con voz en que temblaba el llanto:

-No te acuestes todavía, estoy muy asustadiza, te necesito,estáte aquí, por Dios, Quintanar...

-Sí, hija, sí, pues no faltaba más... -y solícito, cariñoso le ceñíael embozo de las sábanas a la espalda sonrosada, de raso, que élno miraba siquiera. Pero la Regenta notó luego que su maridoestaba preocupado.

-¿Qué tienes? ¿Tienes aprensión? Crees que estoy peor de loque dicen... y quieres disimular...

-No, hija, no..., por amor de Dios..., no es eso...

-Sí, sí; te lo conozco yo; pues no temas, no; yo te aseguro queesto pasará; lo conozco yo; ya sabes cómo soy, parece que meamaga una enfermedad... y después no es nada... Ahora, sí, estoymuy nerviosa, se me figura a lo mejor que me abandona el

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mundo, que me quedo sola, sola..., y te necesito a ti... pero estopasa, esto es nervioso...

-Sí, hija, claro, nervioso.

Y sin poder contenerse se levantó diciendo:

-Vida mía, soy contigo.

Y salió por la puerta de escape.

-A ver -gritó en el pasillo-; Petra, Servanda, Anselmo,cualquiera... ¿Se llevó la perdiz don Tomás?

Anselmo registró las aves muertas, depositadas en la cocina, ycontestó desde lejos:

-¡Sí, señor; aquí no hay perdices!

-¡Ira de Dios! ¡Pardiez! ¡Malhaya! ¡Siempre el mismo! Si esmía, si la maté yo..., si estoy seguro de que fue mi tiro... ¡Es lomás vanidoso...! ¡Anselmo!, oye esto que digo: mañana al ser dedía, ¿entiendes?, te personas en casa de don Tomás, y le pides demi parte, con la mayor energía y seriedad, la perdiz, esté comoesté, ¿entiendes?, y que no es broma, y aunque esté pelada, quequiero que me la restituya... Suum cuique .

Ana oyó los gritos y se apresuró a perdonar aquella debilidadinocente de su esposo. «Todos los cazadores son así», pensó conla benevolencia de la fiebre incipiente.

Volvió don Víctor y la sonrisa dulce, cristiana de su esposa, lerestituyó la calma, ya que la perdiz no podía.

Hasta la una y media no concilió el sueño su mujer, y entoncesy sólo entonces pudo don Víctor disponerse a dormir.

Una vez en mangas de camisa ante su lecho, consideró que eraun contratiempo serio la enfermedad de su queridísima Ana. «Él

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no estaba alarmado, bien lo sabía Dios; no había peligro; si lohubiese lo conocería en el susto, en el dolor que le estaríaatormentando; no había susto, no había dolor, luego no habíapeligro. Pero había contratiempo; por de pronto, adiós teatro paramuchos días, y aunque se trataba ahora de una compañía dezarzuela, que era un género híbrido , sin embargo, él confesabaque empezaba a saborear las bellezas suaves y sencillas de lazarzuela seria, y había encontrado noches pasadas cierto colorlocal en Marina y sabor de época en El Dominó Azul , sin contarcon los amores contrarios del Juramento , que eran cosa delicada.Pero ¿y la expedición con el Gobernador de la provincia, parainaugurar el ferrocarril económico de Occidente? ¿Y las partidasde dominó con el Ingeniero jefe en el Casino? ¿Y los paseoslargos que necesitaba para hacer bien la digestión?» La idea de nosalir de casa en muchos días, le aterraba... Se acostó de muy malhumor. Apagó la luz. La oscuridad le sugirió un remordimiento.«Era un egoísta, no pensaba en su pobrecita mujer, sino en sucomodidad, en sus caprichos». Y, como en desagravio, paraengañarse a sí propio, suspiró con fuerza y exclamó en voz alta:

-¡Pobrecita de mi alma!

Y se durmió satisfecho.

Despertó con la cabeza llena de proyectos, como solía; pero derepente pensó en Ana, en la fiebre y se llenó su alma de tristezacobarde... «¡Sabe Dios lo que sería aquello!» La botica, losjaropes que él aborrecía, el miedo a equivocar las dosis, el pavorque le inspiraban las medicinas verdosas, creyendo que podían serveneno (para don Víctor el veneno, a pesar de sus estudios físico-químicos, siempre era verde o amarillo), las equivocaciones ytorpezas de las criadas, las horas de hastío y silencio al pie dellecho de la enferma, las inquietudes naturales, el estar pendientede las palabras de Somoza, el hablar con todos los que quisieran

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enterarse de la misma cosa, de los grados de la enfermedad...,todas estas incomodidades se aglomeraron en la imaginación dedon Víctor, que escupió bilis repetidas veces, y se levantó llenode lástima de sí mismo. Fue a la alcoba de su mujer y se olvidó derepente de todo aquello: Ana estaba mal, había delirado; nohabían querido despertarle, pero la señora había pasado una nocheterrible según Petra, que había velado.

Somoza llegó a las ocho.

-¿Qué es?, ¿qué tiene?, ¿hay gravedad?

Don Víctor con las manos cruzadas, apretadas, convulso,preguntaba estas cosas delante de la enferma, que, aunquealetargada, oía.

El médico no contestó. Recetó y salió al gabinete.

-¿Qué hay?, ¿qué hay? -repetía allí Quintanar con voz trémulay muy bajo-. ¿Qué hay?

Don Robustiano le miró con desprecio, con odio y conindignación...

«¡Qué hay! ¡qué hay! Eso pronto se pregunta»; don Robustianono sabía lo que iba a hacer, pero parecía algo gordo por las señas;esto pensó, pero dijo:

-Hay... que andar en un pie, tener mucho cuidado, no dejarla enpoder de criadas, ni de Visitación, que la aturde con sucháchara...; eso hay.

-Pero ¿es cosa grave, es cosa grave?

-Ps... es y no es. No, no es grave; la ciencia no puede decir quees grave..., ni puede negarlo. Pero hijo, usted no entiende deesto... ¿Se trata de una hepatitis? Puede... tal vez hay

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gastroenteritis..., tal vez..., pero hay fenómenos reflejos queengañan...

-¿De modo que no son los nervios? ¿Ni la primaveramédica...?

-Hombre, los nervios siempre andan en el ajo..., y laprimavera..., la sangre..., la savia nueva..., es claro..., todoinfluye... Pero usted no puede entender esto...

-No, señor, no puedo. En mis ratos de ocio he leído libros demedicina, conozco el Jaccoud..., pero semejante lectura me dabaganas de..., vamos, sentía náuseas y se me figuraba oír la sangrecircular, y creía que era así..., una cosa como el depósito delLozoya, con canales, compuertas en el corazón...

-Bueno, bueno; por mí no disparate usted más. Hasta la tarde;si hay novedad, avisar. Ah, y no echarle encima demasiada ropa,ni dejar... que entre Visitación..., que la aturde. ¡La cienciaprohíbe terminantemente que esa señora protectora decomadronas parteras meta aquí la pata...!

Cuatro días después, don Robustiano mandaba en su lugar a unmédico joven, su protegido; creía llegado el caso de inhibirse; yase sabía, él no podía asistir a las personas muy queridas cuandollegaban a cierto estado...

El sustituto era un muchacho inteligente, muy estudioso.Declaró que la enfermedad no era grave, pero sí larga, y deconvalecencia penosa. No le gustaba usar los nombres vulgares ypoco exactos de las enfermedades, y empleaba los técnicos si leapuraban, no por ridícula pedantería, sino por salir con su gustode no enterar a los profanos de lo que no importa que sepan, y enrigor no pueden saber. Ello fue que Anita creyó que se moría, ypadeció aún más que en el tiempo del mayor peligro, cuando

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empezaron a decirle que estaba mejor. Al saber que había pasadoseis días en aquella torpeza, con intervalos de exaltación y delirio,extrañó mucho que se le hubiese hecho tan corto aquel largomartirio.

La debilidad la tenía, aún más que rendida, exaltada y vidriosa.Todo lo veía de un color amarillento pálido; entre los objetos yella flotaban infinitos puntos y circulillos de aire, como burbujasa veces, como polvo y como telarañas muy sutiles otras: si dejabalos brazos tendidos sobre el embozo de su lecho y miraba lasmanos flacas, surcadas por haces de azul sobre fondo blancomate, creía de repente que aquellos dedos no eran suyos, que elmoverlos no dependía de su voluntad, y el decidirse a quererocultar las manos le costaba gran esfuerzo. Sus mayores congojaseran el tomar el primer alimento: unos caldos insípidos,desabridos, que don Víctor enfriaba a soplos, soplando con fe yperseverancia, dando a entender su celo y su cariño en aquelmodo de soplar. El ideal del caldo, según Quintanar, nunca lorealizaban las criadas de Vetusta. De esto hablaba él, mientrasAna sentía sudores mortales que parecían sacarle de la piel laúltima fuerza, y hasta el ánimo de vivir. Cerraba los ojos y dejabade sentirse por fuera y por dentro; a veces se le escapaba laconciencia de su unidad, empezaba a verse repartida en mil, y elhorror dominándola producía una reacción de energía suficiente avolverla a su yo, como a un puerto seguro; al recobrar estaconciencia de sí, se sentía padeciendo mucho, pero casi gozabacon tal dolor, que al fin era la vida, prueba de que ella era quienera. Si don Víctor hablaba a su lado, sin querer Ana seguíaentonces el pensamiento de su esposo, y contra su deseo, laatención se fijaba en los juicios de Quintanar, y la inteligencia lesaplicaba rigurosa crítica, un análisis sutil y doloroso para la

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enferma, que al pulverizar a pesar suyo las sinrazones del marido,padecía tormento indescriptible, en el cerebro según ella.

Veía al médico muy preocupado con el tronco y sin pensar enlos dolores inefables que ella sentía en lo más suyo, en algo quesería cuerpo, pero que parecía alma, según era íntimo. Todos losdías había que palpar el vientre y hacer preguntas relativas a lasfunciones más humildes de la vida animal; don Víctor, que no sefiaba de su memoria, siempre reloj en mano, llevaba en uncuaderno un registro en que asentaba con pulcras abreviaturas ycon estilo gongorino, lo que al médico importaba saber de estospormenores.

Mientras duró el temor de la gravedad, el amante esposo nopensó más que en la enferma y cumplió como bueno; si era aveces importuno, descuidado, o poco hábil, era sin conciencia.Después empezó a aburrirse, a echar de menos la vida ordinaria, yexageraba al decir las horas que pasaba en vela. Para resistirmejor su cruz decidió tomarle afición al oficio de enfermero y loconsiguió: llegó a ser para él tan divertido como hacer pórticosojivales de marquetería, el preparar menjurjes y pintarle el cuerpoa su mujer con yodo; soplar y limpiar caldos y consultar el relojpara contar los minutos y hasta los segundos; operación en quellegó a poner una exactitud que impacientaba a Petra y aServanda. Esperaba con afán la visita del médico, primero parahacerse decir veinte veces que Ana iba mejor, mucho mejor, yademás, para gozar con la conversación alegre, ajena a todas lasenfermedades del mundo, que seguía a la parte facultativa de lavisita. El sustituto de Somoza no era hablador, pero se divertíaoyendo a Quintanar, y éste llegó a profesar gran cariño a Benítez,que así se llamaba. El contraste de los cuidados vulgares,insignificantes; de la alcoba estrecha y llena de una atmósferapesada; de la vida monótona de casa, con los grandes intereses de

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la Europa, la guerra de Rusia, el aire libre, la última zarzuela,encantaba a don Víctor, que llevaba la conversación a cosasfrescas, grandes y de muchos accidentes. También le gustabadiscutir con Benítez y sondearle, como él decía. Uno de losproblemas que más preocupaban al amo de la casa era el de lapluralidad de los mundos habitados. Él creía que sí, que habíahabitantes en todos los astros, la generosidad de Dios lo exigía; ycitaba a Flammarion, y las cartas de Feijoo y la opinión de unobispo inglés, cuyo nombre no recordaba, «Míster no sé cuántos»,porque para él todos los ingleses eran Míster.

Desde que el médico declaró que la mejoría, aunque lenta,sería continua probablemente, Quintanar, muy contento, nopermitió que se dudase de aquella no interrumpida marcha enbusca de la salud. Su egoísmo candoroso, pero fuerte, estabacansado de pensar en los demás, de olvidarse a sí mismo, noquería más tiempo de servidumbre, y si Ana se quejaba, su maridotorcía el gesto, y hasta llegó a hablar con voz agridulce de lapaciencia y de la formalidad.

-No seamos niños, Ana; tú estás mejor, eso que tienes es efectode la debilidad..., no pienses en ello..., es aprensión; la aprensiónhace más víctimas que el mal. -Y repetía infaliblemente laparábola del cólera y la aprensión.

La idea de una recaída, de un estancamiento siquiera, leparecía subversiva, una maquinación contra su reposo. «Él no erade piedra. No podría resistir...»

Ya no tenía compasión de la enferma; ya no había allí más quenervios..., y empezó a pensar en sí mismo exclusivamente.Entraba y salía a cada momento en la alcoba de Ana; casi nuncase sentaba, y hasta llegó a fastidiarle el registro de medicinas ydemás pormenores íntimos. El médico tuvo que entenderse con

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Petra. Quintanar inventaba sofismas y hasta mentiras para estarfuera, en su despacho, en el Parque. «¡Qué gran cosa eran el Artey la Naturaleza! En rigor todo era uno, Dios el autor de todo». Yrespiraba don Víctor las auras de abril con placer voluptuoso,tragando aire a dos carrillos. Volvió a componer sus maquinillas,soñó con nuevos inventos y envidió a Frígilis la aclimatación delEucaliptus globulus en Vetusta.

La Regenta notó la ausencia de su marido; la dejaba sola horasy horas que a él le parecían minutos. Cuando las congojas laanegaban en mares de tristeza, que parecían sin orillas; cuando sesentía como aislada del mundo, abandonada sin remedio, ya nollamaba a Quintanar, aunque era el único ser vivo de quienentonces se acordaba; prefería dejarle tranquilo allá fuera, porquesi venía le hacía daño con aquel desdén gárrulo y absurdo de lospadecimientos nerviosos.

Una tarde de color de plomo, más triste por ser de primavera yparecer de invierno, la Regenta, incorporada en el lecho, entremurallas de almohadas, sola, oscuro ya el fondo de la alcoba,donde tomaban posturas trágicas abrigos de ella y unos pantalonesque don Víctor dejara allí; sin fe en el médico, creyendo en nosabía qué mal incurable que no comprendían los doctores deVetusta, tuvo de repente, como un amargor del cerebro, esta idea:«Estoy sola en el mundo». Y el mundo era plomizo, amarillento onegro según las horas, según los días; el mundo era un rumortriste, lejano, apagado, donde había canciones de niñas,monótonas, sin sentido; estrépito de ruedas que hacen temblar loscristales, rechinar las piedras y que se pierde a lo lejos como elgruñir de las olas rencorosas; el mundo era una contradanza delsol dando vueltas muy rápidas alrededor de la tierra, y esto eranlos días; nada. Las gentes entraban y salían en su alcoba como enel escenario de un teatro, hablaban allí con afectado interés y

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pensaban en lo de fuera: su realidad era otra, aquello la máscara.«Nadie amaba a nadie. Así era el mundo y ella estaba sola». Miróa su cuerpo y le pareció tierra. «Era cómplice de los otros,también se escapaba en cuanto podía; se parecía más al mundoque a ella, era más del mundo que de ella». «Yo soy mi alma»,dijo entre dientes, y soltando las sábanas que sus manos oprimían,resbaló en el lecho y quedó supina mientras el muro de almohadasse desmoronaba. Lloró con los ojos cerrados. La vida volvía entreaquellas olas de lágrimas. Oyó la campana de un reloj de la casa.Era la hora de una medicina. Era aquella tarde el encargado dedársela Quintanar y no aparecía. Ana esperó. No quiso llamar y seinclinó hacia la mesilla de noche. Sobre un libro de pasta verdeestaba un vaso. Lo tomó y bebió. Entonces leyó distraída en ellomo del libro voluminoso: Obras de Santa Teresa . I.

Se estremeció, tuvo un terror vago; acudió de repente a sumemoria aquella tarde de la lectura de San Agustín en la glorietade su huerto, en Loreto, cuando era niña, y creyó oír vocessobrenaturales que estallaban en su cerebro; ahora no tenía lacándida fe de entonces. «Era una casualidad, pura casualidad lapresencia de aquel libro místico coincidiendo con lospensamientos de abandono que la entristecían, y despertandoideas de piedad, con fuerte impulso, con calor del alma, serias,profundas, no impuestas, sino como reveladas y acogidas al puntocon abrazos del deseo... Pero no importaba, fuera o no aviso delcielo, ella tomaba la lección, aprovechaba la coincidencia,entendía el sentido profundo del azar. ¿No se quejaba de queestaba sola, no había caído como desvanecida por la idea delabandono...? Pues allí estaban aquellas letras doradas: Obras deSanta Teresa . I. ¡Cuánta elocuencia en un letrero! ¡Estás sola!Pues ¿y Dios?»

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El pensamiento de Dios fue entonces como una brasa metidaen el corazón; todo ardió allí dentro en piedad; y Ana, conirresistible ímpetu de fe ostensible, viva, material, fortísima, sepuso de rodillas sobre el lecho, toda blanca; y ciega por el llanto,las manos juntas temblando sobre la cabeza, balbuciente, exclamócon voz de niña enferma y amorosa:

-¡Padre mío! ¡Padre mío! ¡Señor! ¡Señor! ¡Dios de mi alma!

Sintió escalofríos y ondas de mareo que subían al cerebro; seapoyó en el frío estuco y cayó sin sentido sobre la colcha dedamasco rojo.

A pesar de la prohibición de don Víctor, vino el retroceso,recayó la enferma y se volvió a los sustos, a los apuros, a lasnoches en vela; el médico volvió a ser un oráculo, los pormenoresde alcoba negocios arduos; el reloj, un dictador lacónico.

Ana tuvo aquellas noches sueños horribles. Al amanecer,cuando la luz pálida y cobarde se arrastraba por el suelo, despuésde entrar laminada por los intersticios del balcón, despertabasofocada por aquellas visiones, como náufrago que sale a laorilla... Parecíale sentir todavía el roce de los fantasmas groserosy cínicos, cubiertos de peste; oler hediondas emanaciones de suspodredumbres, respirar en la atmósfera fría, casi viscosa, de lossubterráneos en que el delirio la aprisionaba. Andrajosos vestiglosamenazándola con el contacto de sus llagas purulentas, laobligaban, entre carcajadas, a pasar una y cien veces por angostoagujero abierto en el suelo, donde su cuerpo no cabía sin darletormento. Entonces creía morir. Una noche la Regenta reconocióen aquel subterráneo las catacumbas, según las descripcionesrománticas de Chateaubriand y Wiseman; pero en vez de vírgenesde blanca túnica vagaban por las galerías húmedas, angostas yaplastadas, larvas asquerosas, descarnadas, cubiertas de casullas

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de oro, capas pluviales y manteos que al tocarlos eran como alasde murciélago. Ana corría, corría sin poder avanzar cuantoanhelaba, buscando el agujero angosto, queriendo antes destrozaren él sus carnes que sufrir el olor y el contacto de las asquerosascarátulas; pero al llegar a la salida, unos la pedían besos, otrosoro, y ella ocultaba el rostro y repartía monedas de plata y cobre,mientras oía cantar responsos a carcajadas y le salpicaba el rostroel agua sucia de los hisopos que bebían en los charcos.

Cuando despertó se sintió anegada en sudor frío y tuvo asco desu propio cuerpo y aprensión de que su lecho olía como el fétidohumor de los hisopos de la pesadilla...

«¿Iría a morir? ¿Eran aquellos sueños repugnantesemanaciones de la sepultura, el sabor anticipado de la tierra? ¿Yaquellos subterráneos y sus larvas eran imitación del infierno? ¡Elinfierno! Nunca había pensado en él despacio; era una de tantascreencias irreflexivas en ella como en los más de los fieles; creíaen el Infierno como en todo lo que mandaba creer la Iglesia,porque siempre que su pensamiento se había rebelado, ella lohabía sometido con acto de pretendida fe, había dicho «creo aciegas», tomando las palabras y la resolución de creer por lacreencia. Pero otra cosa era en esta ocasión; el Infierno ya no eraun dogma englobado en otros; ella había sentido su olor, susabor..., y comprendía que antes, en rigor, no creía en el Infierno.Sí, sí, era material o lo parecía, ¿por qué no? ¡Qué vana se leantojaba ahora a la Regenta la filosofía superficial del optimismobullanguero, del espiritualismo abstracto, bonachón, sin sentidode la realidad triste del mundo! ¡Había infierno! Era así..., lapodredumbre de la materia para los espíritus podridos... Y ellahabía pecado, sí, sí, había pecado. ¡Qué diferentes criterios el queahora aplicaba a sus culpas, y el que el mundo solía tener y con elcual ella se había absuelto de ciertas ligerezas que ya le pesaban

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como plomo!» Y recordaba máximas y aforismos religiosos quehabía oído al Magistral, sin penetrar su terrible severidad, aquelsentido lúgubre y hondo que no parecían tener en los labios finos,suaves, llenos de silbantes sonidos del pulquérrimo canónigo.

Ya había subido el sol gran trecho del cielo, ya calentaba lamañana con tibias caricias de un abril de Vetusta; en la casacreían postrada o dormida a la Regenta y no abrían las maderasdel balcón ni interrumpían el descanso de la enferma. Ana sentíael día en el melancólico regalo que su mismo lecho, tantas vecesaborrecido, le prestaba en aquellas horas de la mañana deprimavera; otra vez volvía la vida a moverse en aquel cuerpomustio, asolado, como campo de batalla; la vida iba avanzandopor aquel terreno de su victoria, dudosa de ella todavía. Elcerebro recobraba los dominios de la lógica, su salud; la memoria,firme, no era ya un tormento ni se mezclaba con visiones ydisparates.

Ana, contenta de que la dejasen sola, de que la creyesendormida o en sopor, repasaba en su conciencia aquellos pecadosde que quería acusarse; era relator la memoria, fiscal laimaginación, y poco a poco, según las olas de salud subían en sumarea, la enferma, perdido el terror con que despertara, oía laacusación con dulce curiosidad creciente; la idea del Infierno sedesvanecía, como mueren las vibraciones de una placa, lejos yade las sensaciones de asco y terror; aquellas culpas recordadas,que eran la vida, la realidad ordinaria, pasaban por el cerebro deAna como un alimento, daban calor, fuerza al ánimo, y, sin que elremordimiento se extinguiera, el relato adquiría más y másinterés.

Pasaron entonces por el recuerdo todos los días que siguieronal entumecimiento del rigoroso temporal, cuando el espíritu deAna había dejado aquella especie de vida de culebra invernante.

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Recordó la romería de San Blas, en la carretera de la FábricaVieja; aquella tarde de sol que era una fiesta del cielo; la torre dela catedral allá arriba, como en la cúspide de un monumento,encaje de piedra oscura sobre fondo de naranja y de violeta de uncielo suave, listado, de nubes largas, estrechas, ondeadas, quietassobre el abismo, como esperando a que se acostara el sol paracerrar el horizonte... Sin saber cómo, San Blas anunciaba laprimavera; Ana esperaba ya aquellos días en que, con largosintervalos de mal tiempo, aparece un poco de luz que arrancavibraciones de alegría y resplandor al verde dormido de loscampos vetustenses; aquellos días que son algo mejor que abril ymayo; su esperanza. Las ideas tristes habían volado como pájarosde invierno, Ana se había visto en el paseo de San Blas rodeadadel mundo, agasajada, y a su lado iba don Álvaro Mesía,enamorado, triste de tanto amor, resignado, cariñoso sin interés,suave y tierno, sin esperanza. Algo así como el mismo encanto deldía; en rigor, el invierno, nada, pero en la tranquilidad y tibia yvaga alegría del ambiente, una delicia que saboreaba con inefablegozo la Regenta.

Así don Álvaro; no sería jamás suya, eso no; ese veranoardiente no vendría, ni siquiera le consentiría hablarle claro,insistir en sus pretensiones; pero tenerle a su lado, sentirlequererla, adorarla, eso sí: era dulce, era suave, era un placertranquilo, profundo... Ella le miraba con llamaradas que apagabaal brotar de los ojos, le sonreía como una diosa que admite elholocausto. pero una diosa humilde, maternal, llena de caridad yde gracia, si no de amor de fuego. Tal había sido el paseo de SanBlas.

Desde aquella tarde Mesía había recobrado parte de susesperanzas; creyó otra vez en la influencia del físico y se propusoestar al lado de Ana la mayor cantidad de tiempo posible. Era una

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villanía, pero recurrió a la ciega amistad de don Víctor. En elCasino se sentaba a su lado, tenía la paciencia de verle jugar aldominó o al ajedrez, y terminada la partida le cogía del brazo y,como solía llover, paseaban por el salón largo, el de baile, oscuro,triste, resonante bajo las pisadas de las cinco o seis parejas que lomedían de arriba abajo a grandes pasos, que tenían por el furor delos tacones algo de protesta contra el mal tiempo. Veterano delCasino había que llevaba andado en aquel salón camino suficientepara llegar a la Luna. Paseaban los dos amigos, y Mesía ibaentrando, entrando por el alma del jubilado regente y tomandoposesión de todos sus rincones.

Don Víctor llegó a creer que a Mesía ya no le importaban en elmundo más negocios que los de él, los de Quintanar, y sin miedode aburrirle, tardes enteras le tenía amarrado a su brazo, dandovueltas por las tablas temblonas del salón, parándose a cadapasaje interesante del relato o siempre que había una duda queconsultar con el amigo. Don Álvaro sufría el tormento pensandoen la venganza. Mucho tiempo se había resistido su delicadeza, olo que fuese, a emprender aquel camino subterráneo y traidor,pero ya no podía menos. Además «¡qué diablo!, mayoresbellaquerías había en la historia de sus aventuras».

Don Víctor se paraba, soltaba el brazo del confidente,levantaba la cabeza para mirarle cara a cara y decía, por ejemplo:

-Mire usted, aquí en el secreto de la..., pues..., contando con elsigilo de usted... Frígilis tiene también sus defectos. Yo le quieromás que un hermano, eso sí, pero él..., él me tiene en poco...,créalo usted... No me lo niegue usted, es inútil, yo le conozcomejor: me tiene en poco, se cree muy superior. Yo no le niegociertas ventajas. Sabe más arboricultura, conoce mejor loscazaderos, es más constante que yo en el trabajo..., pero ¡tirarmejor que yo!, ¡hombre por Dios! ¿Y el talento mecánico? Él es

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torpe de dedos y tardo de ingenio. -Y don Víctor, parándose otravez, casi al oído de don Álvaro, añadía-: Diré la palabra: ¡unrutinario!

Quintanar era inagotable en el capítulo de las quejas y de laenvidia pequeña, al pormenor, cuando se trataba de su amigoíntimo, de su Frígilis; se sentía dominado por él y desahogaba lacolerilla sorda, cobarde, bonachona en el fondo, en estasconfidencias; Mesía era una especie de rival de Frígilis queasomaba; don Víctor encontraba cierta satisfacción maligna en lainfidelidad incipiente.

Don Álvaro callaba y oía. Sólo cuando trataba don Víctor desu buena puntería se quedaba un poco preocupado. Le parecíaimposible que se pudiera hablar tanto de un hombre taninsignificante como don Tomás Crespo, a quien él creía loco denacimiento.

Anochecía, seguía lloviendo, los mozos de servicio encendíandos o tres luces de gas en el salón, y Quintanar conocía por estaseña y por el cansancio, que le arrancaba sudor copioso, que habíahablado mucho; sentía entonces remordimientos, se apiadaba deMesía, le agradecía en el alma su silencio y atención, y le invitabamuchas veces a tomar un vaso de cerveza alemana en su casa.

La frase era:

-¿Vamos a la Rinconada?

Mesía, callando, seguía a don Víctor.

Una intuición singular le decía al ex-regente que pagaba bienal amigo su atención llevándoselo a casa. ¿Por qué don Álvarohabía de tener gusto en seguirle? Si se lo hubieran preguntado aQuintanar, no hubiese podido responder. Pero se lo daba el

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corazón; lo había observado, sin fijarse en la observación: aMesía le gustaba entrar en la casa de la Rinconada.

Solía llevarle al despacho, a su museo, como él decía; allí leexplicaba el mecanismo de aquellos intrincados maderos yresortes y, convencido de la ignorancia de su amigo, le engañabasin conciencia. Lo que no consentía don Álvaro era que se pasaserevista a las colecciones de yerbas y de insectos: le mareaba elfijar sucesiva y rápidamente la atención en tantas cosas inútiles.El único bicho que le era simpático a don Álvaro era un pavo realdisecado por Frígilis y su amigo. Solía acariciarle la pechuga,mientras Quintanar disertaba.

-Bueno -decía don Víctor-, pues pasaremos a mi gabinete, yaque usted desprecia mis colecciones... Anselmo, la cerveza algabinete.

El gabinete era otro museo: estaban allí las armas y laindumentaria. Una panoplia antigua completa, otras dos modernasmuy brillantes y bordadas; escopetas, pistolas y trabucos de todasépocas y tamaños llenaban las paredes y los rincones. En arcas yarmarios guardaba don Víctor con el cariño de un coleccionadorlos trajes de aficionado que había lucido en mejores tiempos. Sise entusiasmaba hablando de sus marchitos laureles, abría lasarcas, abría los armarios, y seda, galones y plumas, abalorios ycintajos en mezcla de colores chillones saltaban a la alfombra, yen aquel mar de recuerdos de trapo perdía la cabeza Quintanar. Enuna caja de latón, entre yerba, guardaba como oro en paño unobjeto, que a primera vista se le antojó a Mesía una serpiente; enefecto, yacía enroscado y era verdinegro el bulto... No había quetemer..., don Víctor no domaba fieras; aquello era la cadena que élhabía arrastrado representando el Segismundo de La vida essueño, en el primer acto.

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-Mire usted, amigo mío, a usted puedo decírselo; no esinmodestia; reconozco, ¿cómo no?, la superioridad de Perales enel teatro antiguo, su Segismundo es una revelación, concedo,revela mejor que el mío la filosofía del drama, pero... no megustaba su modo de arrastrar la cadena; parecía un perro conmaza; yo la manejaba con mucha mayor verosimilitud ynaturalidad; arrastraba la cadena, créame usted, como si nohubiese arrastrado otra cosa en mi vida. Tanto, que una noche, enCalatayud, me arrojaron todo ese hierro al escenario, comosímbolo de mi habilidad. Por poco se hunde el tablado. Guardoesa cadena como el mejor recuerdo de mi efímera vida artística.

Mesía esperaba la presencia de Ana y así podía resistir laconversación de su amigo, pero muchas veces la Regenta noparecía por el gabinete de su marido, y el galán tenía quecontentarse con el bock de cerveza y el teatro de Calderón yLope.

Pero ya estaba en casa. Poco a poco fue atreviéndose a ir acualquier hora y Ana, sin sentirlo, se lo encontró a su lado comoun objeto familiar. Iba siendo Mesía al caserón lo que Frígilis a lahuerta.

Aquel procedimiento rastrero, de villano, debió irritarla, perono la irritó; tuvo que confesar que no despreciaba ni aborrecía adon Álvaro, a pesar de que sus intenciones eran torcidas,miserables: quería abusar de la confianza de don Víctor. «Pero ¿ysi no quería? ¿Si se contentaba con estar cerca de ella, con verla yhablarla a menudo y tenerla por amiga? Veríamos. Si él sepropasaba, estaba segura de resistir y hasta valor sentía paraecharle en cara su crimen, su bajeza y arrojarle de casa».

Pasaron días y Ana cada vez estaba más tranquila. «No, no sepropasaba; no hacía más que admirarla, amarla en silencio. Ni una

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palabra peligrosa, ni gesto atrevido; nada de acechar ocasiones,nada de buscar escenas ; una honradez cabal; el amor que respetala honra, la pasión que se alimenta de ver y respirar el ambienteque rodea al ser amado. El placer que ella sentía, también teníaque confesárselo, era el más intenso que había saboreado en suvida. Poco decir era, porque ¡había gozado tan poco!» Al sentircerca de sí a don Álvaro, segura de que no había peligro,respiraba con delicia, dejaba el espíritu en una somnolencia moralque la tenía bajo los efectos del opio. Comparaba ella la situacióna la aventura de flotar sobre mansa corriente perezosa, sombría, ala hora de la siesta; el agua va al abismo, el cuerpo flota..., perohay la seguridad de salir de la corriente cuando el peligro seacerque; basta con un esfuerzo, dos golpes de los brazos y se estáfuera, en la orilla... Ya sabía Ana en sus adentros que aquello noestaba bien, porque ella no podía responder de la prudencia dedon Álvaro. «Pero, ¿no estaba segura de sí misma? Sí, ¡puesentonces!, ¿por qué no dejarle venir a casa, contemplarla, mostrarlos cuidados de una madre, la fidelidad de un perro? Además,quien mandaba en casa era su marido, no era ella. ¿Buscaba ella aMesía? No. ¿Mandaba ella a Quintanar que le trajese? No. Puesbastaba. Obrar de otro modo hubiera sido alarmar al esposo sinmotivo, infundir sospechas sin fundamento, tal vez robar a donVíctor para siempre la paz del alma. Lo mejor era callar, estaralerta y... gozar la tibia llama de la pasión de soslayo; que con serpoco tal calor era la más viva hoguera a que ella se habíaarrimado en su vida».

«Y al Magistral no se le decía nada de esto. ¿Para qué? Nohabía pecado. Había ocasión, pero no se buscaba». Además, Ana,puesto que defendía su virtud, creía prudente ocultar todo lo quefueran personalidades al confesor. «Si crecía el peligro, hablaría.Mientras tanto, no».

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Entonces fue cuando el Provisor vio con su catalejo, desde elcampanario de la catedral, los preparativos de una expedición alcampo en la que acompañaban a la Regenta, Mesía, Frígilis yQuintanar. No fue aquélla sola; muchas veces, en cuanto veía unrayo de sol, a don Víctor se le antojaba aprovechar el buen tiempoy echar una cana al aire en los ventorrillos de la carretera deCastilla o en los de Vistalegre, en compañía de las personas quemás quería en Vetusta, a saber: su cara esposa, Frígilis... y donÁlvaro. El pobre Ripamilán era invitado, pero decía que si no lellevaban en coche... «El espíritu no faltaba, pero los huesos notienen espíritu».

Se comía, allá arriba, lo que salía al paso, lo que daban lospasmados venteros: chorizos tostados, chorreando sangre, unasmigas, huevos fritos, cualquier cosa; el pan era duro, ¡mejor!; elvino, malo, sabía a la pez, ¡mejor!, esto le gustaba a Quintanar; yen tal gusto coincidía con su esposa, amiga también de estasmeriendas aventuradas, en las que encontraba un condimentopicante que despertaba el hambre y la alegría infantil. En aquellosaltozanos se respiraba el aire como cosa nueva; se calentaban alos rayos del sol con voluptuosa pereza, como si el sol de Vetusta,de allá abajo, fuera menos benéfico. Notaba Ana que en aquellaaltura, en aquel escenario, mitad pastoril, mitad de novelapicaresca, entre arrieros, maritornes y señores de castillos, a lodon Quijote, se despertaba en ella el instinto del arte plástico y elsentido de la observación; reparaba las siluetas de árboles,gallinas, patos, cerdos, y se fijaba en las líneas que pedían ellápiz, veía más matices en los colores, descubría grupos artísticos,combinaciones de composición sabia y armónica, y, en suma, sele revelaba la naturaleza como poeta y pintor en todo lo que veíay oía, en la respuesta aguda de una aldeana o de un zafio gañán,en los episodios de la vida del corral, en los grupos de las nubes,

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en la melancolía de una mula cansada y cubierta de polvo, en lasombra de un árbol, en los reflejos de un charco, y, sobre todo, enel ritmo recóndito de los fenómenos, divisibles a lo infinito,sucediéndose, coincidiendo, formando la trama dramática deltiempo con una armonía superior a nuestras facultadesperceptivas, que más se adivina que de ella se da testimonio. Estenuevo sentido de que tenía conciencia Ana en estas expedicionesa los ventorrillos altos de Vistalegre, camino de Corfín, leinundaba de visiones el cerebro y la sumía en dulce inercia en quehasta el imaginar acababa por ser una fatiga. Entonces la sacabande sus éxtasis naturalistas una atención delicada de Mesía o unasalida de buen humor intempestivo de Quintanar. Don Víctor creíaque en el campo, sobre todo si se merienda, no se debe hacer másque locuras; y, por supuesto, era, según él, indispensable quealguien se disfrazase cambiando, por lo menos, de sombrero. Élsolía en tales ocasiones buscar un aldeano que usara la antiguamontera del país; se la pedía en préstamo y se presentaba cubiertocon aquel trapo de pana negra al respetable concurso. Se reían porcomplacerle. Se merendaba casi siempre al aire libre,contemplando allá abajo el caserío parduzco de Vetusta; lacatedral parecía desde allí hundida en un pozo, y muy chiquita;esbelta, pero como un juguete; detrás, el humo de las fábricas enla barriada de los obreros en el campo del Sol, y más allá, loscampos de maíz ahora verdes con el alcacer, los prados, losbosques de castaños y robles..., las colinas de un verde oscuro y laniebla, por fin, confundiéndose con los picachos de los puertoslejanos. Se filosofaba mientras se comía, tal vez con los dedos,salchichón o chorizos mal tostados, queso duro, o tortillas dejamón, lo que fuese; se hablaba al descuido, lentamente, pensandoen cosas más hondas que las que se decía, con los ojos clavadosen la lontananza, detrás de la cual se vela el recuerdo, lodesconocido, la vaguedad del sueño; se hablaba de lo que era el

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mundo, de lo que era la sociedad, de lo que era el tiempo, de lamuerte, de la otra vida, del cielo, de Dios; se evocaba la infancia,las fechas lejanas en que había una memoria común; y unsentimentalismo, como desprendido de la niebla que bajaba deCorfín, se extendía sobre los comensales bucólicos y su filosofíade sobremesa.

Comenzaba la brisa; picaba un poco y tenía sus peligros, perohalagaba la piel; salía una estrella; el cuarto de luna (que a donVíctor le parecía la plegadera de oro que le habían regalado enGranada) tomaba color, es decir, luz. La conversación, yaperezosa, daba entonces en la astronomía y se paraba en elconcepto de lo infinito; se acababa por tener un deseo vago de oírmúsica. Entonces Quintanar recordaba que se cantaba aquellanoche El Relámpago o Los Magyares; levantaba el campo y pasoa paso volvían a la soñolienta Vetusta dejándose resbalar por lapendiente suave de la carretera. Frígilis dejaba el brazo a laRegenta, que indefectiblemente lo buscaba; y Mesía, resignado,firme en su propósito de ser prudente mientras fuera necesario, seemparejaba con don Víctor, que tal vez se permitía cantar a sumodo el spirto gentil o la casta diva; aunque prefería recitarversos, sin que jamás se le olvidase decir con Góngora:

A su cabaña los guía,que el sol deja el horizonte,y el humo de su cabañales va sirviendo de Norte.

Los sapos cantaban en los prados, el viento cuchicheaba en lasramas desnudas, que chocaban alegres, inclinándose, preñadas yade las nuevas hojas; y Ana, apoyándose tranquila en el brazofuerte del mejor amigo, olfateaba en el ambiente los anuncios

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inefables de la primavera. De esto hablaban ella y Frígilis.Crespo, satisfecho, tranquilo, apacible, en voz baja, comorespetando el primer sueño del campo, su ídolo, dejaba caer suspalabras como un rocío en el alma de Ana, que entoncescomprendía aquella adoración tranquila, aquel culto poético, nadaromántico, que consagraba Frígilis a la naturaleza, sin llamarlaasí, por supuesto. Nada de grandes síntesis, de cuadrosdisolventes, de filosofía panteística; pormenores, historia de lospájaros, de las plantas, de las nubes, de los astros; la experienciade la vida natural llena de lecciones de una observación riquísima.El amor de Frígilis a la naturaleza era más de marido que deamante, y más de madre que de otra cosa. En aquellos momentos,al volver a Vetusta con Ana del brazo, se hacía elocuente, hablabalargo y sin miedo, aunque siempre pausadamente; en su voz habíaarrullos amorosos para el campo que describía, y temblaba en suslabios el agradecimiento con que oía a otra persona palabras decariño y de interés por árboles, pájaros y flores. Ana envidiaba entales horas aquella existencia de árbol inteligente, y se apoyaba ycasi recostaba en Frígilis como en una encina venerable. Y detrásvenía el otro, ella lo sentía. A veces hablaba con Ana don Álvaroy Ana contestaba con voz afable, como en pago de su prudencia,de su paciencia y de su martirio... «Porque, sin duda, sufrir tantotiempo a Quintanar era un martirio».

Don Álvaro sudaba de congoja. Don Víctor se le colgaba delbrazo, levantaba los ojos al cielo y se divertía en encontrarparecidos entre los nubarrones de la noche y las formas másvulgares de la tierra.

-Mire usted, mire usted, aquel cúmulus es lo mismo queRipamilán; figúreselo usted con la teja en la mano...

-Aquel cirrus negro parece la moña de un torero...

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Don Álvaro, al llegar a la Rinconada, mientras dejaba pasardelante a don Víctor, que traía llavín, levantaba el puño cerradosobre la cabeza del insoportable amigo... No descargaba elgolpe..., no..., pero... «¡Ya lo descargaría!»

«¡Oh! -pensaba-, lo que es ahora estoy en mi derecho. Ojo porojo».

Así vivía Ana, menos aburrida si no contenta, sin grandesremordimientos, aunque no satisfecha de sí misma. Ni permitía adon Álvaro acercarse, alentar esperanzas que ella sustentase, ni lerechazaba con el categórico desdén que la virtud, lo que se llamala virtud, exigía. Estas medias tintas de la moralidad le parecíanentonces a ella las más conformes a la flaca naturaleza humana.«¿Por qué he de creerme más fuerte de lo que soy?»

También volvió a frecuentar la casa de Vegallana. Fue muybien recibida; la del Banco se la comía a besos, le hablaba demodas, le mandaba patrones a casa, y le recordaba visitas quetenía que pagar y a que ella la acompañaba, porque don Víctor senegaba a perder el tiempo en estos cumplidos.

-Señor -gritaba él-, yo no sirvo para eso; no se me haga a míhablar del tiempo, del mal servicio de criadas, de la carestía delos comestibles. ¡Exíjase de mí cualquier cosa menos hacer visitasde cumplido!

« Yo soy artista, no sirvo para esas nimiedades», decía para susadentros.

Visitación procuraba meterle a Ana, a manos llenas, por losojos, por la boca, por todos los sentidos, el demonio, el mundo yla carne; el buen tiempo la ayudaba.

La Regenta no tomaba con gran calor aquellas diversiones,pero las prefería a su estéril soledad, en que buscando ideas

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piadosas encontraba tristezas, un hastío hondo y el rencorosoespíritu de protesta de la carne pisoteada, que bramaba en cuantopodía. «Era mejor vivir como todos, dejarse ir, ocupar el ánimocon los pasatiempos vulgares, sosos, pero que, al fin, llenan lashoras...»

En esta situación estaba cuando el Magistral le dijo en elconfesonario que se perdía; que él la había visto arrojar condesdén sobre un banco de césped la historia de Santa JuanaFrancisca... Aquella tarde De Pas estuvo más elocuente quenunca; ella comprendió que estaba siendo una ingrata no sólo conDios, sino con su apóstol, aquel apóstol todo fuego, razónluminosa, lengua de oro, de oro líquido... La voz del sacerdotevibraba, su aliento quemaba, y Ana creyó oír sollozoscomprimidos. «Era preciso seguirle o abandonarle: él no era elcapellán complaciente que sirve a los grandes como lacayoespiritual; él era el padre del alma, el padre, ya que no se le queríaoír como hermano. Había que seguirle o dejarle». Y después habíahablado de lo que él mismo sentía, de sus ilusiones respecto deella. «Sí, Ana -Ana la había llamado, estaba ella segura-, yo habíasoñado lo que parecía anunciarse desde nuestra primer entrevista,un espíritu compañero, un hermano menor, de sexo diferente parajuntar facultades opuestas en armónica unión; yo había soñadoque ya no era Vetusta para mí cárcel fría, ni semillero de envidiasque se convierten en culebras, sino el lugar en que habitaba unespíritu noble, puro y delicado, que al buscarme para caminar enla vía santa de salvación, sin saberlo, me guiaba también por esavía; yo esperaba que usted fuese lo que aquella historia quellorando me contaba, prometía... lo que usted me prometió cienveces después... Pero no, usted desconfía de mí, no me cree dignode su dirección espiritual, y para satisfacer esas ansias de amor

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ideal que siente, tal vez ya busca en el mundo quien la comprenday pueda ser su confidente».

-No, no -repetía Ana llorando; pero él había seguido hablandode su despecho, cada vez más triste, cada vez con más ardor enlas palabras y en el aliento... Y habían concluido porreconciliarse, por prometerse nueva vida, verdadera reforma,eficaz cambio de costumbres; y ella, exaltada, le había dicho:«¿Quiere usted que hoy mismo le acompañe a casa de doñaPetronila?» «Sí, sí; eso, lo mejor es eso», había contestado él. Yhabían ido juntos, sin pensar ni uno ni otro lo que hacían.

Desde aquella tarde había empezado para la Regenta la vida dela devota práctica; pero duró poco la eficacia de aquel impulso enque no había piedad acendrada sino gratitud, el deseo decomplacer al hombre que tanto trabajaba por salvarla, y que eratan elocuente y que tanto valía. Ana a veces, no pudiendo elevarsu atención a las cosas invisibles, a la contemplación piadosa,procuraba preparar este viaje místico pensando en el Magistral.«¡Oh, qué grande hombre! ¡Y qué bien penetraba en el espíritu, yqué bien hablaba de lo que parece inefable, de los subterráneos delas intenciones de las delicadezas del sentimiento! ¡Y cuánto ledebía ella! ¿Por qué tanto interés si aquella pecadora no lomerecía?» Las lágrimas se agolpaban a los ojos de Ana. Llorabade gratitud y de admiración. Y no pudiendo meditar sobre cosassantas, piadosas, poníase la mantilla y corría a la conferencia deSan Vicente, o a la Junta del Corazón o al Catecismo, o a misa...donde correspondiera. Pero la fe era tibia; por allí no se ibaadonde ella había deseado. Además, se conocía; sabía que ella, deentregarse a Dios, se entregaría de veras; que mientras sudevoción fuese callejera, ostentosa y distraída, ella misma latendría en poco, y cualquier pasión mala, pero fuerte, la haríapolvo.

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Mas resuelta a huir de los extremos, a ser como todo el mundo,insistió en seguir a las demás beatas en todos sus pasos, y aunquesin gusto, entró en todas las cofradías, fue hija y hermana, segúnse quiso, de cuantas juntas piadosas lo solicitaron.

Dividía el tiempo entre el mundo y la iglesia: ni más ni menosque doña Petronila, Olvido Páez, Obdulia y en cierto modo laMarquesa. Se la vio en casa de Vegallana y en las Paulinas, en elVivero y en el Catecismo, en el teatro y en el sermón. Casi todoslos días tenían ocasión de hablar con ella, en sus respectivoscírculos, el Magistral y don Álvaro, y a veces uno y otro en elmundo y uno y otro en el templo; lugares había en que Anaignoraba si estaba allí en cuanto mujer devota o en cuanto mujerde sociedad.

Pero ni De Pas ni Mesía estaban satisfechos. Los dosesperaban vencer, pero a ninguno se le acercaba la hora deltriunfo.

-Esta mujer -decía don Álvaro- es peor que Troya.

«El remedio ha sido peor que la enfermedad», pensaba donFermín.

Ana veía en los pormenores de la vida de beata mil motivos derepugnancia; pero prefería apartar de ellos la atención: no dejabaque el espíritu de contradicción buscase las debilidades, lasgroserías, las miserias de aquella devoción exterior y bullanguera.No quería censurar, no quería ver.

Pero a sí misma se comparaba al cadáver del Cid venciendomoros. No era ella, era su cuerpo el que llevaban de iglesia eniglesia.

Y volvió la inquietud honda y sorda a minar su alma. Esperabaya otra época de luchas interiores, de aridez y rebelión.

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Una noche, después de oír un sermón soporífero, entró en sutocador casi avergonzada de haber estado dos horas en la iglesiacomo una piedra; oyendo, sin piedad y sin indignación, sinlástima siquiera, necedades monótonas, tristes; viendo ceremoniasque nada le decían al alma...

-Oh, no, no -se dijo, mientras se desnudaba-, yo no puedoseguir así...

Y luego, sacudiendo la cabeza, y extendiendo los brazos haciael techo, había añadido en voz alta, para dar más solemnidad a suprotesta:

-¡Salvarme o perderme, pero no aniquilarme en esta vida deidiota!... ¡Cualquier cosa... menos ser como todas esas !

Y a los pocos días cayó enferma.

Cuando esta historia de su tibieza y de sus cobardes yperezosas transacciones con el mundo pasaba por la memoria deAna, con formas plásticas, teatrales -gracias a la salud que volvíaa rodar con la sangre-, sentía la débil convalecienteremordimientos que ella se complacía en creer intensos,punzantes. «¡Oh, qué diferencia entre aquel sopor moral en quevivía pocas semanas antes y la agudeza de su conciencia ahora,allí postrada, sin poder levantar el embozo de la colcha con lamano, pero con fuerza en la voluntad para levantar el plomo delpecado, que la abrumaba con su pesadumbre!»

«¡Esta sí que era resolución firme! Iba a ser buena, buena, deDios, sólo de Dios; ya lo vería el Magistral. Y él, don Fermín,sería su maestro vivo, de carne y hueso; pero además tendría otro:la santa doctora, la divina Teresa de Jesús..., que estaba allí, juntoa su cabecera, esperándola amorosa, para entregarle los tesoros desu espíritu».

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Ana, burlando los decretos del médico, probó en los primerosdías de aquella segunda convalecencia a leer en el libro querido:iba a él como un niño a una golosina.

Pero no podía. Las letras saltaban, estallaban, se escondían,daban la vuelta..., cambiaban de color..., y la cabeza se iba...«Esperaría, esperaría». Y dejaba el libro sobre la mesilla denoche, y con delicia que tenía mucho de voluptuosidad seentretenía en imaginar que pasaban los días, que recobraba laenergía corporal: se contemplaba en el parque, en el cenador, o enlo más espeso de la arboleda leyendo, devorando a su SantaTeresa. «¡Qué de cosas la diría ahora que ella no había sabidocomprender cuando la leyera distraída, por máquina y sin gusto!»

La impaciencia pudo más que las órdenes del médico, y antesde dejar el lecho, cuando empezaron a permitirle otra vezincorporarse entre almohadones, algo más fuerte ya, Ana hizonuevo ensayo y entonces encontró las letras firmes, quietas,compactas; el papel blanco no era un abismo sin fondo, sino tersay consistente superficie. Leyó; leyó siempre que pudo. En cuantola dejaban sola, y eran largas sus soledades, los ojos se agarrabana las páginas místicas de la Santa de Ávila y, a no ser lágrimas deternura, ya nada turbaba aquel coloquio de dos almas a través detres siglos.

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Capítulo XX

Don Pompeyo Guimarán, presidente dimisionario de la LibreHermandad , natural de Vetusta, era de familia portuguesa; y donSaturnino Bermúdez, el arqueólogo y etnógrafo, que dividía atodos sus amigos en celtas, iberos y celtíberos, sin más quemirarles el ángulo facial y a lo sumo palparles el cráneo,aseguraba que a don Pompeyo le quedaba mucho de la gentelusitana, no precisamente en el cráneo, sino más bien en elabdomen. Don Pompeyo no decía que sí ni que no; cierto era queél tenía un poco de panza, no mucho, obra de la edad y la vidasedentaria; que andaba muy tieso, porque creía que «quien erarecto como espíritu, digámoslo así, debía serlo como físico»; peroen punto a los vestigios de raza y nación él se declaraba neutral:quería decir que le era indiferente esta cuestión, toda vez que tanespañol consideraba a un portugués como a un castellano, como aun extremeño. De modo que siempre que se le hablaba de talasunto acababa por hacer una calurosa defensa de la uniónibérica, unión que debía iniciarse en el arte, la industria y elcomercio, para llegar después a la política. Además, ¿qué leimportaban a don Pompeyo estos accidentes del nacimiento? Suinteligencia andaba siempre por más altas regiones. Él en estemundo era principalmente un altruista, palabreja que, preciso esconfesarlo, no había conocido hasta que con motivo de unadisputa filosófica de la que salió derrotado, el amor propio untanto ofendido le llevó a leer las obras de Comte. Allí vio que loshombres se dividían en egoístas y altruistas , y él, a impulsos desu buen natural, se declaró altruista de por vida; y, en efecto, se lapasó metiéndose en lo que no le importaba. Tenía algunashaciendas, pocas, la mayor parte procedentes de bienesnacionales; y de su renta vivía con mujer y cuatro hijas casaderas.

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Comía sopa, cocido y principio; cada cinco años se hacía unalevita, cada tres compraba un sombrero alto, lamentándose de lasexigencias de la moda porque el viejo quedaba siempre en muybuen uso. A esto lo llamaba él su aurea mediocritas. Pudo habersido empleado; pero «¿con quién? ¡si aquí nunca hay gobiernos!»Cargos gratuitos los desempeñaba siempre que se le ofrecían,porque sus conciudadanos le tenían a su disposición, sobre todo sise trataba de dar a cada uno lo suyo. A pesar de tanta modestia yparsimonia en los gastos, los maliciosos atribuían su exaltadoliberalismo y su descreimiento y desprecio del culto y del clero ala procedencia de sus tierras. «¡Claro -decían las beatas en loscorrillos de San Vicente de Paúl, y los ultramontanos en laredacción de El Lábaro -, claro, como lo que tiene lo debe a losdespojos impíos de los liberalotes! ¿Cómo no ha de aborrecer alclero si se está comiendo los bienes de la Iglesia?» A esto hubieraobjetado don Pompeyo, si no despreciara tales hablillas,«abroquelado en el santuario de su conciencia», hubieracontestado que don Leandro Lobezno, el obispo de levita, elPreste Juan de Vetusta, el seráfico presidente de la JuventudCatólica, era millonario gracias a los bienes nacionales que habíacomprado cierto tío a quien heredara el don Leandro. Pero no, donPompeyo no contestaba. Él aborrecía el fanatismo, peroperdonaba a los fanáticos.

«¿No era él un filósofo? Bien sabía Dios que sí. Esto de quebien lo sabía Dios era una frase hecha, como él decía, que se leescapaba sin querer, porque, en verdad sea dicho, don PompeyoGuimarán no creía en Dios. No hay para qué ocultarlo. Erapúblico y notorio. Don Pompeyo era el ateo de Vetusta. «¡Elúnico!», decía él, las pocas veces que podía abrir el corazón a unamigo. Y al decir ¡el único!, aunque afectaba profundo dolor porla ceguedad en que, según él, vivían sus conciudadanos, el

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observador notaba que había más orgullo y satisfacción en estafrase que verdadera pena por la falta de propaganda. Él dabaejemplo de ateísmo por todas partes, pero nadie le seguía.

En Vetusta no se aclimataba esta planta; él era el únicoejemplar, robusto, inquebrantable, eso sí, pero el único. Y donPompeyo sentía remordimientos cuando se sorprendía deseandoque jamás cundiese la doctrina racional , salvadora, que por tal latenía. Todos le llamaban el Ateo, pero la experiencia habíaconvencido a los más fanáticos de que no mordía. «Era el leónenamorado de una doncella -decía elegantemente Glocester-, unafiera sin dientes». Hasta las más recalcitrantes beatas pasaban allado del Ateo sin echarle una mala maldición: era como un osoviejo, ciego y con bozal que anduviese domesticado, de calle encalle, divirtiendo a los chiquillos; olía mal, pero no pasaba de ahí.Sin embargo, varias veces se había pensado en darle un disgustoserio para que se convirtiera o abandonase el pueblo. Estodependía del mayor o menor celo apostólico de los obispos. Unohubo (después llegó a cardenal) que pensó seriamente enexcomulgar a don Pompeyo. Éste recibió la noticia en el Casino -todavía iba al Casino entonces-. Una sonrisa angelical se dibujóen su rostro; así debió de sonreír el griego que dijo: Pega, peroescucha. La boca se le hizo agua: aquella excomunión le hacíacosquillas en el alma: ¡qué más podía ambicionar! En seguidapensó en tomar una postura moral digna de las circunstancias.Nada de aspavientos, nada de protestas. Se contentó con decir: -Elseñor obispo no tiene derecho de excomulgar a quien no comulga;pero venga en buen hora la excomunión... y ahí me las den todas.

Su mujer y cuatro hijas pensaban de muy distinta manera. Envano quiso ocultarlas que el rayo amenazaba su hogar tranquilo.La casa de don Pompeyo se convirtió en un mar de lágrimas; hubosíncopes; doña Gertrudis cayó en cama. El infeliz Guimarán sintió

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terribles remordimientos: sintió además inesperada debilidad enlas piernas y en el espíritu. «¡No que él se convirtiera! ¡Esojamás! Pero ¡su Gertrudis, sus niñas!», y lloraba el desgraciado; yvolviéndose del lado hacia donde caía el palacio episcopalenseñaba los puños y gritaba entre suspiros y sollozos: «¡Metienen atado, me tienen atado esos hijos de la aberración y laceguera! ¡Desgraciado de mí! Pero más dignos de compasión ellosque no ven la luz del mediodía, ni el sol de la Justicia». Ni aun entan amargos instantes insultaba al obispo y demás alto clero. Tuvoque transigir; tuvo que tolerar lo que al principio le sublevabasólo pensado, que sus hijas se moviesen , que sus amigos pusieranen juego sus relaciones para que el obispo se metiera el rayo en elbolsillo... Se consiguió, no sin trabajo, y sin necesidad de que donPompeyo se retractase de sus errores. Se echó tierra al ateísmo deGuimarán. Él calló una temporada, pero luego volvió a la carga,incansable en aquella propaganda, que, en el fondo de su corazón,deseaba infructuosa, por el gusto de ser el único ejemplar de la,para él, preciosa especie del ateo. Sus principales batallas lasdaba en el Casino, donde pasaba media vida (después lo abandonópor motivos poderosos). Los vetustenses eran, en general, pocoaficionados a la teología; ni para bien ni para mal les agradabahablar de las cosas de tejas arriba. Los avanzados se contentabancon atacar al clero, contar chascarrillos escandalosos en quehacían principal papel curas y amas de cura; en esta amenaconversación entraban también con gusto algunos conservadoresmuy ortodoxos. Si creían haber llegado demasiado lejos y temíanque alguien pudiera sospechar de su acendrada religiosidad, seañadía, después de la murmuración escandalosa: «Por supuestoque éstas son las excepciones». «No hay regla sin excepción»,decía don Frutos el americano. «La excepción confirma la regla»,añadía Ronzal el diputado. Y hasta había quien dijera: «Y hay quedistinguir entre la religión y sus ministros». «Ellos son hombres

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como nosotros...» Los avanzados presentaban objeciones,defendían la solidaridad del dogma y el sacerdote, y entonces elmismo don Pompeyo tenía que ponerse de parte de losreaccionarios, hasta cierto punto, y decir: «Señores, noconfundamos las cosas, el mal está en la raíz... El clero no esmalo ni bueno; es como tiene que ser...» Al oír tal, todos selevantaban en contra, unos porque defendía al clero y otrosporque atacaba el dogma. Bien decía él que estaba completamentesolo, que era el único . De aquellas discusiones, que buscaba yprovocaba todos los días, afirmaba él que «salía su espíritu,llamémosle así, lleno de amargura» (y no era verdad, elremordimiento se lo decía), lleno de amargura porque en Vetustanadie pensaba; se vegetaba y nada más. Mucho de intrigas, muchode politiquilla, mucho de intereses materiales mal entendidos; ynada de filosofía, nada de elevar el pensamiento a las regiones delo ideal. Había algún erudito que otro, varios canonistas, tal cualjurisconsulto, pero pensador, ninguno. No había más pensador queél. «Señores -decía a gritos después de tomar café, cerca delgabinete del tresillo-, si aquí se habla de las graves cuestiones dela inmortalidad del alma, que yo niego por supuesto; de laProvidencia, que yo niego también, o toman ustedes la cosa abroma, a guasa, como dicen ustedes, o sólo se preocupan con elaspecto utilitario, egoísta, de la cuestión: si Ronzal será inmortal,si don Frutos prefiere el aniquilamiento a la vida futura sinrecuerdo de lo presente... Señores ¿qué importa lo que quiera donFrutos ni lo que prefiera Ronzal? La cuestión no es ésa; lacuestión es -y contaba por los dedos- si hay Dios o no hay Dios;si, caso de haberlo, piensa para algo en la mísera humanidad,si...»

«¡Chitón! ¡Silencio!», gritaban desde dentro los del tresillo; ydon Pompeyo bajaba la voz, y el corro se alejaba de los tresillistas

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lleno de respeto, obedientes todos, convencidos de que aquellodel juego era cosa mucho más seria que las teologías de donPompeyo, más práctica, más respetable. «Miren ustedes -decíaRonzal, que todavía no era sabio-, yo creo todo lo que cree yconfiesa la Iglesia, pero la verdad, eso de que el cielo ha de seruna contemplación eterna de la Divinidad..., hombre, eso espesado». «¿Y qué? -objetaba el americano don Frutos, en voz bajatambién, temeroso de nuevo aviso de los tresillistas-. ¿Y qué? Yome contento con pasar la vida eterna mano sobre mano. Bastantehe trabajado en este mundo. ¡Peor sería eso que dicen que diceAlancardan, o san Cardan o san Diablo!, pues... que...» -No sabíacómo explicarlo el pobre don Frutos-. «Ello venía a ser que enmuriéndonos íbamos a otra estrella, y de allí a otra, a pasar otravez las de Caín, y ganarnos la vida». La idea de volver, en Venuso en Marte, a buscar negros al África y comprarlos y venderlos aespaldas de la ley, le parecía absurda a Redondo y le volvía loco.«¡Antes el aniquilamiento, como dice el ateo!», concluíalimpiando el copioso sudor de la frente, provocado por aquelesfuerzo intelectual, tan fuera de sus hábitos. Con esta cuestión dela inmortalidad era con la que abría don Pompeyo brecha en elalcázar de la fe de los socios, pero siempre concluían por cerraraquella brecha con las salvedades de rúbrica. «Por supuesto, Diossobre todo... Doctores tiene la Iglesia...»

Y en último caso, don Pompeyo ya les iba aburriendo con susteologías. Le dejaban solo. Los tresillistas se quejaron a la junta.Tuvo que cambiar de mesa y de sala, si quiso seguir predicandoateísmo.

«¡Éste era el estado del libre examen en Vetusta!», pensabaGuimarán con tristeza mezclada de orgullo.

En el billar tampoco querían teología racional. Don Pompeyo,más abandonado cada día, se colocaba taciturno, como Jeremías

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podría pararse en una plaza de Jerusalem, se colocaba, abierto depiernas, delante de la mesa pequeña, la de carambolas, y largorato contemplaba a aquellos ilusos que pasaban las horas de labrevísima existencia viendo chocar o no chocar tres bolas demarfil. Algunas veces tropezaba la maza de un taco con elabdomen de don Pompeyo.

-Usted dispense, señor Guimarán.

-Está usted dispensado, joven -respondía el pensadorrascándose la barba con una ironía trágica, profunda, y sonriendo,mientras movía la cabeza dando a entender que estaba perdido elmundo.

Aburrido de tanta superficialidad subía al cuarto del crimen , aver a los partidarios del azar. Allí oía el nombre de Dios a cadamomento, pero en términos que no le parecían nada filosóficos.

-¡Don Pompeyo, tiene usted razón! -gritaba un perdido aldespedirse de la última peseta-, ¡tiene usted razón, no hayProvidencia!

-¡Joven, no sea usted majadero, y no confunda las cosas!

Y salía furioso del Casino. «No se podía ir allí».

Cuando estalló la Revolución de Septiembre , Guimarán tuvoesperanzas de que el librepensamiento tomase vuelo. Pero nada.¡Todo era hablar mal del clero! Se creó una sociedad defilósofos... y resultó espiritista; el jefe era un estudiantemadrileño que se divertía en volver locos a unos cuantoszapateros y sastres. Salió ganando la Iglesia, porque los infelicesmenestrales comenzaron a ver visiones y pidieron confesión agritos, arrepintiéndose de sus errores con toda el alma. Y nadamás: a eso se había reducido la revolución religiosa en Vetusta,como no se cuente a los que comían de carne en Viernes Santo.

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Don Pompeyo no creía en Dios, pero creía en la Justicia. Enfigurándosela con J mayúscula, tomaba para él cierto aire dedivinidad, y sin darse cuenta de ello era idólatra de aquellapalabra abstracta. Por la Justicia se hubiera dejado hacer tajadas.

«La Justicia le obligaba a reconocer que el actual obispo deVetusta, don Fortunato Camoirán, era una persona respetable, unvarón virtuoso, digno; equivocado, equivocado de medio a medio,pero digno. ¿Tenía un ideal? pues don Pompeyo le respetaba».

Don Pompeyo no leía, meditaba. Después de las obras deComte (que no pudo terminar) no volvió a leer libro alguno; y enverdad, él no los tenía tampoco. Pero meditaba.

Algunas veces discutía con Frígilis, en quien reconocía lamadera de un librepensador , pero mal educado. No le quería bien.«¡Ese es panteísta! -decía con desdén-. Ese adora la naturaleza,los animales, y los árboles especialmente...; además, no esfilósofo; no quiere pensar en las grandes cosas, sólo estudianimiedades... Está muy hueco porque después de cien mil ensayosridículos aclimató el Eucaliptus en Vetusta... ¿Y qué? ¿Quéproblema metafísico resuelve el Eucaliptus globulus? Por lodemás yo reconozco que es íntegro..., y que sabe..., que sabe...,por más que su decantado darwinismo... y aquella locura deinjertar gallos ingleses...»

Guimarán fue varias veces derrotado por Frígilis en suspolémicas. Frígilis era apóstol ferviente del transformismo; leparecía absurdo y hasta ridículo hacer ascos al abolengo animal...Don Pompeyo, aunque se sentía seducido por aquella teoría quedejaba un subido y delicioso olor a herética y atea, no se decidía acreerse descendiente de cien orangutanes; sonreía como si lehiciesen cosquillas..., pero no se determinaba a decir sí ni a decirno.

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«Mi última afirmación es la duda... Se me hace cuesta arriba».Pero de todas suertes su ateísmo quedaba en pie; para negar aDios con la constancia y energía con que él lo negaba, no hacíafalta leer mucho, ni hacer experimentos, ni meterse a cocineroquímico. «¡Mi razón me dice que no hay Dios; no hay más queJusticia!»

Frígilis, mientras don Pompeyo afirmaba estas cosas, le mirabasonriendo con benevolencia; y con un poco de burla, en que habíaalgo de caridad, le decía:

-¿Pero, señor Guimarán, tan seguro está usted de que no hayDios?

-¡Sí, señor mío!, ¡mis principios son fijos!, ¡fijos!, ¿entiendeusted? Y yo no necesito manosear librotes y revolver tripas decristianos y de animales para llegar a mi conclusión categórica...Si su ciencia de usted, después de tanta retorta, y tantoprotoplasma y demás zarandajas, no da por resultado más que esaduda, ¡guárdese la ciencia de los libros en donde quiera, que yono la he menester!

El honrado Guimarán daba media vuelta y se iba furioso, llenael alma de rencores y envidias pasajeras, y Frígilis seguíasonriendo y movía la cabeza a un lado y a otro.

Si le preguntaban qué opinaba del Ateo, decía:

-¿Quién, don Pompeyo? Es una buena persona. No sabe nada,pero tiene muy buen corazón.

Guimarán juró -tenía que parar en ello-, juró no poner jamáslos pies en el Casino.

-Lo que se ha hecho allí conmigo no se hace con ningúncristiano.

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Tenía el estilo sembrado de frases y modismos puramenteortodoxos, pero protestaba en seguida contra «aquellas metáforasy solecismos del lenguaje».

Lo que habían hecho con él había sido celebrar el aniversarioXXV de la exaltación de Pío Nono al Pontificado, colgando lostapices de gala y sacando a relucir los aparatos de gas con queiluminaban la fachada en las grandes solemnidades.

Don Pompeyo se dirigió a la junta en papel de oficio citandolos artículos del Reglamento que, en su opinión, «prohibíansemejantes muestras de júbilo por parte de una corporación que,por su calidad de círculo de recreo, no debía, no podía tenerreligión positiva determinada».

Y en el salón daba gritos, mientras los mozos colgaban lostapices de los balcones; hacía aspavientos e invocaba la toleranciareligiosa, la libertad de cultos y hasta la sesión del juego depelota.

-Pero, hombre -le decía Ronzal, con deseos de pegarle-, ¿quéle importa a usted que el Casino cuelgue e ilumine? ¿Qué le hahecho a usted la Santidad de Pío Nono?

-¿Qué me ha hecho la Santidad...? Se lo diré a usted, sí señor,se lo diré a usted. Pío Nono me era... hasta simpático..., reconocíaen él un hombre de buena fe... Pero la infalibilidad ha puestoentre los dos una muralla de hielo; un abismo que no se puedesalvar... ¡Un hombre infalible! ¿Comprende usted eso, Ronzal?

-Sí, señor, perfectamente. Es la cosa más clara...

-Pues explíquemelo usted.

-Entendámonos, señor Guimarán; si usted quiereexaminarme... ¡sepa usted que yo... no aguanto ancas...!

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-No se trata aquí de la grupa de nadie..., sino de que ustedpruebe la infali...

-¿La infalibidad?

-Sí, señor... la infalibilidad... la in... fa... li... bi... li...

-¡Oiga usted, señor don Pompeyo, que a mí las canas no measustan! Y si usted se burla, yo hago la cuestión personal...

-¿Cómo personal? ¿También usted es infalible?

-¡Señor Guimarán!

-En resumen, señor mío...

-Eso es, reasumiendo...

-Yo me borro de la lista...

-¡Pues tal día hará un año!

Ronzal no demostró el porqué de la infalibilidad, pero donPompeyo se borró de la lista del Casino.

Perdió aquel refugio de sus horas desocupadas, que eranmuchas, y anduvo como alma en pena vagando de café en caféhasta que al cabo de algunos años tropezó con don SantosBarinaga en el Restaurant y café de la Paz , donde todas lasnoches el enemigo implacable del Magistral se preparaba a malmorir bebiendo un cognac con honores de espíritu de vino.

Entablaron amistad que llegó a ser íntima. Don Santos habíasido siempre un buen católico; es más, de la Iglesia vivía, pues sucomercio era de objetos del culto.

Pero desde que el monopolio mal disfrazado de competenciade La Cruz Roja había empezado a labrar su ruina, iba sintiendocada día más vacilante el alcázar de su fe... y más vacilantes las

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piernas. Empezaba, como otros muchos, por negar la virtud delsacerdocio y, además -esto no se sabe que lo hayan hecho otrosheresiarcas-, coincidía en él aquel desprecio de los ordenados insacris con la afición desmesurada al alcohol en sus variasmanifestaciones.

Poco trabajo le costó a Guimarán hacer un prosélito de donSantos. De día en día y de copa en copa avanzaba la impiedad enaquel espíritu; y llegó a creer que Jesucristo no era más que unaconstelación; disparate que había leído don Pompeyo en un libroviejo que compró en la feria. Guimarán tenía la impiedad fría delfilósofo, Barinaga los rencores del sectario, la ira del apóstata.

Cuando le parecía al buen tendero que iba demasiado lejos ensus negaciones, para ocultar el miedo, se ponía de pie, copa enmano, y decía solemnemente:

-En último caso, si me equivoco, si blasfemo... toda laresponsabilidad caiga sobre ese pillo... sobre ese rapavelas...¡sobre ese maldito don Fermín...!

El café de la Paz era grande, frío; el gas amarillento y escasoparecía llenar de humo la atmósfera cargada con el de los cigarrosy las cocinas; a la hora en que los dos amigos conferenciabanestaba desierto el salón; los mozos, de chaqueta negra y mandilblanco, dormitaban por los rincones. Un gato pardo iba y veníadel mostrador a la mesa de don Santos, se le quedaba mirandolargo rato, pero convencido de que no decía más que disparates,bostezaba, y daba media vuelta.

Guimarán veía con gran satisfacción los progresos de laimpiedad en aquel espíritu lleno de pasión; no había llegado donSantos al ateísmo, «pero éste era un grado de perfección filosóficaque tal vez le venía muy ancho al antiguo comerciante de cálicesy patenas». Don Pompeyo se contentaba con arrancarle las raíces

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y retoños de toda religión positiva. No le agradaba verle cada vezmás enfrascado en el aguardiente y el cognac; pero don Santos sino bebía no daba pie con bola, no entendía palabra de lugaresteológicos. Había que dejarle beber.

A las diez y media de la noche salían juntos; don Pompeyodaba el brazo a don Santos y le acompañaba hasta dejarle bastantelejos del café, porque si no se volvía solo. En la esquina de unacalleja se despedían con largo apretón de manos, y Guimarán,sereno y satisfecho, se restituía a su hogar tranquilo donde leesperaban su amante esposa y cuatro hijas que le adoraban.

Don Santos quedaba solo en batalla con las quimeras delalcohol, con nieblas en el pensamiento y en los ojos. Su pievacilaba; el pudor entregado a sí mismo, luchaba por encontraruna marcha y un continente decoroso; pero en vano, unmovimiento en zig-zag agitaba todo el cuerpo del enfermo; cadapaso era un triunfo; la cabeza se tenía mal sobre los hombros... yde la faringe del borracho salían, como arrullos de tórtola, gritossofocados de protesta, de una protesta monótona, inarticulada,que era a su modo expresión de una idea fija, o mejor, de un odioclavado en aquel cerebro con el martillo de la manía. A todas lasmanchas de las paredes, a todas las sombras de los faroles lescontaba, gruñendo, la historia de su ruina, y no había piedra deaquel camino que no supiese la escandalosa leyenda de la fortunadel Magistral.

Si Barinaga tomó de don Pompeyo su apostasía, Guimarán secontagió con el odio de don Santos al Provisor y a doña Paula.«¡Era escandaloso, ciertamente, aquel tráfico indigno!» Los dosviejos fueron trompas de la fama contra la honra del Provisor.Don Santos alborotó la vecindad muchas noches; no bastó laintervención del sereno; llegó a dar puñadas, bastonazos y hastapatadas en la puerta de La Cruz Roja. El dueño del

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establecimiento se quejó a la autoridad, creció el escándalo, losenemigos del Magistral atizaron la discordia, en todas partes segritaba: «¿Cómo se entiende?, ¿van a prender a don Santosdespués de haberle arruinado? ¿Se atrevería la autoridad a tomaruna medida represiva?»

En el cabildo, Glocester, el maquiavélico Arcediano, hablabaal oído de los canónigos «de descrédito colectivo, de lo que laIglesia, y la catedral sobre todo, perdían con aquellas algaradas(frase de Glocester)». El beneficiado don Custodio apoyaba alseñor Mourelo.

-¡Y si fuera eso lo peor! -decía el Arcediano.

Y entonces comenzaba el segundo capítulo de la murmuración.

«Lo peor era que, con razón o sin ella, pero no sin que lasapariencias diesen motivo para las hablillas, se decía que elMagistral quería seducir, y en camino estaba, nada menos que a laRegenta».

-¡Hombre, eso no! -gritaba el chantre-, ella está hecha unasanta; después de su enfermedad, desde que estuvo si la entrega ono la entrega, su vida es ejemplar. Si antes era una señoravirtuosa, como hay muchas, ahora es una perfecta cristiana. Estámás delgadilla, más pálida, pero hermosísima... quiero decir, queedifica, que es una santa... vamos... una santa...

-Señor, yo quiero hechos... y el público no se fía desantidades... se fía de hechos...

Y Glocester citaba muchos hechos: la frecuencia de lasconfesiones de Anita Ozores, lo mucho que duraban las visitas delProvisor al Caserón, las visitas de la Regenta a doña Petronila...

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-¡Cómo! ¿Y qué? ¿Qué tenemos con esas visitas? ¿También vausted a creer que doña Petronila se presta...?

-Señor... yo no creo ni dejo de creer... yo cito hechos y digo loque dice el público... El escándalo crece...

Era verdad. Tal maña se daban Glocester y don Custodio yotros señores del cabildo, algunos empleados de la curiaeclesiástica, y entre el elemento lego Foja y don Álvaro; éste pordebajo de cuerda y conteniéndose en lo que se refería a la simoníay despotismo que se achacaba al Provisor. En el Casino tampocose hablaba de otra cosa. Ya todos aseguraban haber encontrado adon Santos dando patadas a la puerta de La Cruz Roja ydesafiando a gritos al Magistral. Había bandos: unos reclamabanla intervención de la autoridad, otros sostenían el derecho delpataleo de Barinaga.

El Chato iba y venía, espiaba en todas partes, y dos o tresveces al día entraba en casa del Provisor a dar parte de lasmurmuraciones a su jefe, a doña Paula, que le pagaba bien.

La madre de don Fermín vivía en perpetua zozobra; pero nodesmayaba. «Ya que él quería perderse, allí estaba ella parasalvarle». Era lo principal visitar al Obispo, conseguir que lamurmuración, la calumnia o lo que fuese, no llegara a SuIlustrísima. Doña Paula pasaba gran parte del día y de la noche enpalacio. Su lugarteniente Úrsula, el ama de llaves del Obispo,tenía orden de no dejar a ninguna persona sospechosa llegar a lacámara de su dueño; los familiares, gente devota de doña Paula,hechuras suyas, obedecían a la misma consigna. El Magistral,aunque le disgustaba emplearse en tal oficio, también espiaba yvigilaba; el instinto de conservación le obligaba a secundar losplanes de su madre.

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Doña Paula y don Fermín hablaban poco; se defendían poracuerdo tácito; empleaban el mismo sistema de resistencia sincomunicárselo. Estaba la madre irritada. «Su hijo la engañaba, laperdía. Para ella doña Ana Ozores, la dichosa Regenta, era yabarragana (esta palabra decía en sus adentros), barragana de suFermo. Por allí iba a romper la soga; por allí hacía agua el barco.Si se hablaba tanto de los abusos de la curia eclesiástica, de LaCruz Roja y de don Santos, era porque el otro negocio , el másescandaloso, el de las faldas traía consigo los demás». Estopensaba ella. «Lo otro es antiguo; ya nadie hacía caso de esashablillas por viejas, por gastadas, pero con el escándalo nuevo,con lo de esa mala pécora, hipócrita y astuta, todo se renueva,todo toma importancia, y muchos pocos hacen un mucho. SiFortunato sabe algo, cree algo, nos hundimos». Al dueño de LaCruz Roja se le prohibió oír los golpes que descargaba en lapuerta todas las noches el borracho de don Santos. No se volvió apensar en pedir auxilio a la autoridad. Se compró al sereno y se ledio orden de que evitara el ruido ante todo. Era inútil. Muchosvecinos ya esperaban con curiosidad maliciosa la hora delalboroto y salían a los balcones a presenciar la escena.

Pero doña Paula tenía además que seguir los pasos a su hijo.

El Chato había visto a la Regenta y al Magistral entrar juntosal anochecer en casa de doña Petronila. Y ya lo sabía doña Paula.Pero también les había visto don Custodio y se lo había dicho aGlocester y después los dos a toda Vetusta.

En tanto, en el café de la Paz había ya público para oír a donPompeyo y a don Santos maldecir de las religiones positivas yespecialmente del señor Vicario general, como llamaba siempre aDe Pas el señor Guimarán. Entre el pueblo bajo corría la historiade las aras, de la ruina de don Santos, de los millones delMagistral depositados en el Banco; con tal motivo algunos

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obreros de la Fábrica vieja hablaban de ahorcar al clero en masa.A esto lo llamaban cortar por lo sano. Los trabajadores carlistasdudaban; tenía entre ellos amigos el Magistral, pero si lerespetaban por sacerdote, le temían por rico... y sospechaban algo.De lo que no hablaba la multitud era del asunto de las faldas . Allácuando la Revolución, se había dicho si tenía o no tenía donFermín aventuras en los barrios bajos; pero ya nadie se acordabapor allí de tales cuentos. Los obreros que entonces llevaban la vozen la propaganda revolucionaria habían muerto, o habíanenvejecido, o se habían dispersado, o estaban desengañados de laidea; la generación nueva no era clerófoba más que a ratos; eraamiga de la taberna, no del club. Se hablaba sólo de revoluciónsocial; y ya se decía que los curas no son ni más ni menos malosque los demás burgueses. Malo era el fanatismo, pero el capitalera peor. No había en los barrios bajos un elemento de activapropaganda contra las sotanas. El Magistral era allí másdespreciado que aborrecido. Pero el escándalo de don Santos el delos Cristos, como le llamaban; dos o tres rasgos de despotismo enla curia eclesiástica, el dineral que costaba casarse -como si antesno costara lo mismo- y las acciones del Banco, volvieron aencender los odios, y esta vez se habló de colgar al Provisor ydemás clerigalla.

Quien más gozaba con aquella propaganda de infamia, despuésde Glocester, que la creía obra suya exclusivamente, era donÁlvaro Mesía. Ya aborrecía de muerte al Magistral. «Era el primerhombre ¡y con faldas ! que le ponía el pie delante; ¡el primer rivalque le disputaba una presa, y con trazas de llevársela!» «Tal vezse la había llevado ya. Tal vez la fina y corrosiva labor delconfesonario había podido más que su sistema prudente, queaquel sitio de meses y meses, al fin del cual el arte decía queestaba la rendición de la más robusta fortaleza. Yo pongo el cerco,

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pero ¿quién sabe si él ha entrado por la mina?» El dandyvetustense sudaba de congoja recordando lo mucho que habíapadecido bajo el poder de don Víctor Quintanar, que según sucuenta, en pocos meses de íntima amistad le había declamadotodo el teatro de Calderón, Lope, Tirso, Rojas, Moreto y Alarcón.Y todo, ¿para qué? «Para que el diablo haga a esa señora caer encama, tomarle miedo a la muerte, y de amable, sensible ycondescendiente (que era el primer paso), convertirse en arisca,timorata, mística... pero mística de verdad. ¿Y quién se la habíapuesto así? El Magistral, ¿qué duda cabía? Cuando él comenzabaa preparar la escena de la declaración, a la que había de seguir decerca la del ataque personal, cuando la próxima primaveraprometía eficaz ayuda... se encuentra con que la señora tienefiebre», «La señora no recibe», y estuvo sin verla quince días. Sele permitía llegar al gabinete, preguntarle cómo estaba... pero noentrar en la alcoba. Él había ido a visitarla todos los días, perocomo si no, no le dejaban verla. Y, ¡oh rabia!, el Magistral, él lohabía visto, pasaba sin obstáculo, y estaba solo con ella. La luchaera desigual. Durante la primera convalecencia, que duró pocosdías, se le permitió a él también entrar en la alcoba dos o tresveces, pero nunca pudo hablar a solas con Ana. Y lo más tristehabía sido después; cuando la segunda arremetida del mal, quefue tan peligrosa, cedió el paso poco a poco a la salud. Ana lerecibió en su gabinete. ¡Pero cómo! Por de pronto, estaba bastantedelgada, y pálida como una muerta. «Hermosísima, eso sí,hermosísima... pero a lo romántico. Con mujeres de aquellascarnes y de aquella sangre no luchaba él. Estaba entregada a Dios.¡Claro! ¡Apenas comía! No podía levantar un brazo sin cansarse».Don Álvaro calculaba, furioso de impaciencia, cuánto tiempotardaría aquella naturaleza en adquirir la fuerza necesaria paravolver a sentir los impulsos sensuales, que eran la fe viva delseñor Mesía y su esperanza. Tardaría mucho. Mientras tanto, él no

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podría emprender nada de provecho. «Y el Magistral estabahaciendo allí su agosto; embutiendo aquel cerebro débil devisiones celestes... Ana era otra para él. No le miraba jamás, y laspocas palabras con que contestaba a las preguntas de cariñosointerés, eran corteses, afables, pero frías, como cortadas porpatrón. A veces se le ocurría a él si se las dictaría el Magistral».Una tarde comía la Regenta en presencia de su esposo, donÁlvaro y De Pas. Le costaba lágrimas cada bocado. El Magistralopinaba que a la fuerza no debía comer. Entonces Mesía tomó conmucho calor la defensa del alimento obligatorio.

-Yo creo, con permiso de este señor canónigo, que lo principalaquí es sentirse bien; y pronto, para que no se apodere la anemiade ese organismo...

-Oh, amigo mío -replicó el Magistral, sonriendo con muchaamabilidad-, la anemia, usted sabe mejor que yo que puede venira pesar del alimento... Además, comer no es lo mismo quealimentarse...

-Pues, con permiso del señor canónigo, yo aconsejaría carnecruda, mucha carne a la inglesa...

«¡Oh!, le corría prisa; hubiera dado sangre de un brazo porverla correr por aquellas venas que se figuraba exhaustas. ¡Lavida, la fuerza a todo trance, para aquella mujer!» Hasta habló undía don Álvaro de transfusiones. «La ciencia había adelantadomucho en esta materia».

Somoza solía aprobar moviendo la cabeza y diciendo:

-¡Mucho!, ¡mucho!, ¡oh, sí, la ciencia!, ¡mucho...!, ¡latransfusión...!, ¡claro! -Tenía cierto miedo a los conocimientosmédicos de don Álvaro. Aquel hombre que iba a París y traíaaquellos sombreros blancos y citaba a Claudio Bernard y a

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Pasteur... debía de saber más que él de medicina moderna...porque él, Somoza, no leía libros, ya se sabe, no tenía tiempo.

Pero la Regenta mejoraba; volvía la sangre, aunque poco apoco; los músculos se fortalecían y redondeaban... y la frialdad yla reserva no desaparecían. Don Víctor siempre el mismo para sudon Álvaro; seguían las confidencias acompañadas de cerveza...pero Ana jamás se presentaba. Si don Álvaro se atrevía apreguntar por ella, don Víctor fingía no oír, o mudaba deconversación; si el otro insistía, Quintanar suspiraba y encogiendolos hombros decía:

-¡Déjela usted... estará rezando!

-¡Rezando...! Pero tanto rezar puede matarla...

-No... si... no reza... es decir... oración mental... ¿qué sé yo...?cosas de ella. Hay que dejarla.

Y suspiraba otra vez. Sí, había que dejarla. Pero a solas, donÁlvaro se mesaba los rubios y finos cabellos, ¡quién lo diría!, sellamaba animal, bestia, bruto, como si no fuera todo lo mismo, yse decía:

-¡Me he portado como un cadete! Me ha perdido la timidez...Debí dar el ataque personal una noche que la encontré a oscuras...o aquella tarde del cenador...

Pero no lo había dado... Y ahora no había remedio. Un díallegó Ana al extremo de retirar la mano, que él solicitaba con lasuya extendida. Buscó un pretexto con la habilidad rápida quetienen las mujeres... y... no le dio la mano. No volvió a tocarleaquellos dedos suaves. Y, es más, apenas la veía.

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«-¡Oh, a él, a don Álvaro Mesía le pasaba aquello! ¿Y elridículo? ¡Qué diría Visita, qué diría Obdulia, qué diría Ronzal,qué diría el mundo entero!

»Dirían que un cura le había derrotado. ¡Aquello pedía sangre!Sí, pero ésta era otra». Si don Álvaro se figuraba al Magistralvestido de levita, acudiendo a un duelo a que él le retaba... sentíaescalofríos. Se acordaba de la prueba de fuerza muscular en que elcanónigo le había vencido delante de Ana misma. Aquel valor queél sentía ante una sotana, por la esperanza irreflexiva de que lamansedumbre obliga al clérigo a no devolver las bofetadas, aquelvalor desaparecía pensando en los puños de don Fermín. «Nohabía salida. No había más que acabar con él ayudando a Foja,ayudando a Glocester, a todos los enemigos del tiranoeclesiástico».

Por las tardes, paseándose en el Espolón, donde ya ibanquedándose a sus anchas curas y magistrados, porque el mundanalruido se iba a la sombra de los árboles frondosos del PaseoGrande, don Álvaro solía cruzarse con el Provisor; y se saludabancon grandes reverencias, pero el seglar se sentía humillado, y unrubor ligero le subía a las mejillas. Se le figuraba que todos lospresentes les miraban a los dos y los comparaban, y encontrabanmás fuerte, más hábil, más airoso al vencedor, al cura. DonFermín era el de siempre; arrogante en su humildad, que másquería parecer cortesía que virtud cristiana; sonriente, esbelto,armonioso al andar, enfático en el sonsonete rítmico del manteoampuloso, pasaba desafiando el qué dirán, con imperturbablesangre fría. Solían juntarse en el Espolón los tres mejores mozosdel Cabildo: el chantre, alto y corpulento; el pariente del ministro,más fino, más delgado, pero muy largo también, y don Fermín, elmás elegante y poco menos alto que la dignidad. Gastaban entrelos tres muchas varas de paño negro reluciente, inmaculado; eran

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como firmes columnas de la Iglesia, enlutadas con fúnebrescolgaduras. Y a pesar de la tristeza del traje y de la seriedad delcontinente, don Álvaro adivinaba en aquel grupo una seducciónpara las vetustenses; iba allí el prestigio de la Iglesia, el prestigiode la gracia, el prestigio del talento, el prestigio de la salud, de lafuerza y de la carne que medró cuanto quiso... Él se figuraba tresmonjas hermosas, buenas mozas, que tuviesen además talento,gracia; se las figuraba paseando por el Espolón... y estaba segurode que los ojos de los hombres se irían tras ellas. Pues lo mismodebía de suceder trocados los sexos. Y, en efecto, en los saludosque las señoras que todavía paseaban en el Espolón dedicaban alos tres buenos mozos del Cabildo, a las tres torres davídicas,creía ver el Presidente del Casino ocultos deseos, declaracionesinconscientes de la lascivia refinada y contrahecha.

Cada día aumentaba en don Álvaro la superstición delconfesonario, cada día creía más poderosa la influencia del curasobre la mujer que le cuenta sus culpas. Y mirando a las damasque iban y venían, unas elegantes, lujosas, otras enlutadas o conhábito humilde, todas deseando a su modo agradar, todasprocurándolo, Mesía imaginaba secretos hilos invisibles que ibande faldas a faldas, de la sotana a la basquiña, del cura a la hembra.

En suma, don Álvaro tenía celos, envidia y rabia. Sumaterialismo subrepticio era más radical que nunca. «Nada, nada,fuerza y materia, no hay más que eso», pensaba.

Y si no fuera porque los partidos avanzados nunca son poder olo son poco tiempo, se hubiera declarado demagogo y enemigo dela religión del Estado.

Llegó al extremo de proponer en la Junta del Casino que no secelebrara en adelante ninguna fiesta de orden religioso colgando eiluminando los balcones. Ronzal se opuso, pero el Presidente se

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impuso y se votó aquella abstención. ¡Había triunfado al cabo donPompeyo Guimarán!

Don Álvaro quería que el ateo volviese al Casino, hacía faltaaquel refuerzo a los que se empeñaban en deshonrar al Magistral.Foja y Joaquinito Orgaz, que capitaneaban la partida de losmurmuradores, propusieron a don Álvaro que fuera una comisióna buscar a don Pompeyo para restituirlo al Casino, «de dondenunca debió haber salido». Se celebraría la restauración deGuimarán con una buena cena. Paco el Marquesito, que comobuen aristócrata se creía obligado a ser religioso en la forma porlo menos , se opuso al principio a los proyectos de Foja y Orgaz,pero considerando que su amigo, su ídolo Mesía, deseaba tenerallí al otro para que le ayudara a desacreditar al Provisor, yconsiderando que iban a divertirse de veras en el gaudeamus de lanoche, falló que debía ayudar y ayudaba a los enemigos delMagistral y se agregó a la comisión que fue a buscar a donPompeyo.

Fueron: el señor Foja, ex-alcalde, Paco Vegallana y JoaquínOrgaz.

Los recibió el señor Guimarán en su despacho, lleno deperiódicos y bustos de yeso, baratos, que representaban bien omal a Voltaire, Rousseau, Dante, Franklin y Torcuato Tasso, por elorden de colocación sobre la cornisa de los estantes, llenos delibros viejos.

Usaba don Pompeyo en casa bata de cuadros azules y blancos,en forma de tablero de damas. Acogió a los comisionados con laamabilidad que le distinguía y ocultando mal la sorpresa.

«¿A qué vendrían aquellos señores? ¿Querrían darle algunabroma? No lo esperaba». De todos modos, el ver allí al hijo del

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marqués de Vegallana le inundaba el alma de alegría, aunque élno quisiera reconocerlo.

Cuando supo de lo que se trataba, por boca de Foja, tuvo quelevantarse para ocultar la emoción. Sintió que la hebilla delchaleco estallaba en su espalda.

-Señores -pudo decir al cabo con voz temblorosa-, si unjuramento solemne no me obligara a permanecer en el ostracismoque voluntariamente me impuse hace tantos años, o, mejor dicho,que me impusieron el fanatismo y la injusticia, si eso no fuera, yovolvería con mil amores al seno de aquella sociedad de la que fuifundador con otros seis o siete amigos. ¿Y cómo no, señores, siallí corrieron los mejores días, para mí, en pláticas provechosas yamenas con el elemento más culto de la población? Allí latolerancia solía tener su asiento; y las personas, los personajes enquien más arraigadas están ciertas ideas venerables al fin, porqueson profesadas con sinceridad y vienen hasta cierto punto deabolengo, obligan por la raza, esos mismos personajes, entre loscuales cuento al papá de este joven ilustrado, a mi buen amigo ycondiscípulo el excelentísimo señor marqués de Vegallana,respetaban mis opiniones, como yo las suyas. Lo que ustedeshacen ahora nunca lo agradeceré yo bastante. Pero lo principal yase ha logrado; la libertad del pensamiento vuelve a brillar en elCasino... Mi aspiración se ha realizado. Ahora, por lo que a mítoca, señores, debo declarar que no puedo romper un votosolemne, un juramento... y no iré con ustedes, aunque bienquisiera.

La comisión insistió, conociendo en la cara de don Pompeyoque vencerían.

Foja presentó un argumento de mucha fuerza.

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-Dice usted, señor don Pompeyo, que por su gusto vendría connosotros, se restituiría al Casino.

-¡Con mil amores! Ésa es la palabra... me restituiría...

-Que únicamente le retrae el juramento...

-Eso, el juramento solemne de no poner en mi vida allí lospies.

-¿Pero qué solemnidad ni qué castañuelas?, y usted dispenseque me exprese así. El que jura, pone a Dios por testigo; perousted no cree en Dios... luego usted no puede jurar.

-Perfectamente -dijo Joaquinito Orgaz- de p y p y doble u -y sepuso en pie para hacer una pirueta flamenca.

Creía Joaquín que en casa de un ateo de profesión, de un loco,en otros términos, la buena crianza estaba de más.

Don Pompeyo se quedó mirando a Orgaz asombrado de sudesfachatez, mientras consideraba el argumento de Foja.

No tenía qué contestar.

Al cabo dijo:

-La verdad es... que jurar... yo no puedo jurar... pero...metafóricamente... Además, puedo prometer por mi honor...

-Pero amigo, en aquella ocasión usted no prometió por suhonor; juró usted no poner allí los pies... todo Vetusta recuerdasus palabras de usted.

Don Pompeyo sintió vapores en la cabeza al oír que todoVetusta recordaba sus palabras.

Pero insistió, aunque más débilmente cada vez, en su negativa.

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Foja guiñó el ojo al Marquesito. Empezó entonces éste elataque, y Guimarán no pudo resistir más. Se rindió.

¡El hijo de Vegallana, del primer aristócrata, venía a suplicarleque volviera al Casino! Oh, aquello era demasiado. No pudosostener la fortaleza de su resolución.

-Después de todo -dijo-, en el mero hecho de haberserestablecido la legislación que yo invocaba... ya puedo pisar sindesdoro aquel pavimento...

-Pues claro que puede usted pisar. Nada, nada; póngase ustedla levita, que la cena espera.

-¿Qué cena?

-Sí, señor; se ha acordado por el elemento vencedor, por losque solicitan la presencia de usted, obsequiarle con un banquete...y vamos a cenar juntos unos doce amigos...

Don Pompeyo no sabía si debía aceptar... No le dejaron sermodesto; y corrió aturdido a ponerse la levita y el sombrero decopa alta. Estaba deslumbrado y creía sentir alrededor de sucuerpo un baño; un baño de agua rosada.

La presencia del Marquesito era el principal factor de aquellaalegría. «¡Oh! al fin la aristocracia era algo, algo más que unapalabra, era un elemento histórico, una grandeza positiva... podíahaber nobleza y no haber Dios... ¿qué duda cabía?»

Una hora después en el comedor del Casino que ocupaba unacrujía del segundo piso, no lejos de la sala de juego, se sentaban ala mesa presidida por don Pompeyo Guimarán, don Álvaro Mesía,enfrente del protagonista, y en agradable confusión después, sinpensar en preferencias de sitio, Paco Vegallana, Orgaz padre ehijo, Foja, don Frutos Redondo (que acudía a todas las cenas,

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fuesen del partido religioso o político que fuesen), el capitánBedoya, el coronel Fulgosio, desterrado por republicano, famosopor sus malas pulgas y buena espada, un tal Juanito Reseco, queescribía en los periódicos de Madrid y venía a Vetusta, su patria, adarse tono de vez en cuando, y además un banquero y variosjóvenes de la bolsa de Mesía, trasnochadores abonados delCasino.

Pocas veces comía en la fonda don Pompeyo, y como susrelaciones con los poderosos de la tierra eran muy poco íntimas,casi nunca veía una mesa bien puesta. Así le parecía digno deBaltasar aquel vulgarísimo aparato de restaurant provinciano. Elmantel adamascado más terso que fino; los platos pesados,gruesos, de blanco mate con filete de oro; las servilletas en formade tienda de campaña dentro de las copas grandes, la filaescalonada de las destinadas a los vinos; las conchas de porcelanaque ostentaban rojos pimientos, cárdena lengua de escarlata,húmedas aceitunas, pepinillos rozagantes y otros entremeses; lagravedad aristocrática de las botellas de Burdeos, que guardabansu aromático licor como un secreto; los reflejos de la luzquebrándose en el vino y en las copas vacías y en los cubiertosrelucientes de plata Meneses; el centro de mesa en que se erguíaun ramillete de trapo con guardia de honor de dos floreroscilíndricos con pinturas chinescas, de cuya boca salíanimitaciones groseras de no se sabía qué plantas, pero que a donPompeyo le recordaban la cabellera rubia y estoposa de algunamiss de circo ecuestre; las cajas de cigarros, unas de maderaolorosa, otras de latón; los talleres cursis y embarazosos cargadoscon aceite y vinagre y con más especias que un barco deOriente...; todo contribuía a deslumbrar al buen ateo, quecontemplaba sonriendo y fascinado el conjunto claro, alegre,

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fresco, vivo, lleno de promesas, de la mesa aún pulcra, correcta,intacta.

Se comenzó a comer sin mucho ruido; todos se esforzaban endecir chistes. Joaquinito se burlaba del servicio y hablaba deFornos... y de La Taurina y el Puerto, donde se cenaba por todo loflamenco .

Todos comían mucho, menos don Pompeyo, a quien laemoción apretaba la garganta. Desde el segundo plato comenzó aatormentarle un cuidado. «Estoy -pensó- en el ineludiblecompromiso de brindar; tengo que improvisar un discurso». Y yano comió bocado que le aprovechase. Oía hablar como quien oyellover: sonreía a derecha e izquierda, contestaba con monosílabos,pero él pensaba en su brindis; las orejas se le convertían en brasasy a veces sentía náuseas y temblor de piernas. En resumidascuentas, estaba pasando un mal rato. Él esperaba que las cosassucedieran así: hablaría primero don Álvaro, haría un elogio de laconstancia con que él, don Pompeyo, había sostenido la idea santade la libertad de pensamiento, y prometería en nombre de la Juntaque el Casino jamás tendría religión, como no debía tenerla elEstado. Después hablarían Foja, el Marquesito y otros, abundandoen las mismas ideas... y por último él, Guimarán, tendría quelevantarse a... hacer el resumen. Y mientras comía y bebía pormáquina, preparaba su arenga, sin poder pasar del exordio, quequería original, sin afectación, modesto sin falsa humildad...«Estos jóvenes... debieron haberme avisado ayer... y entoncestendría yo tiempo».

Contra lo que esperaba el ateo, la conversación, al llegar elchampaña, había tomado un rumbo que no podía llevarla a losasuntos serios que él creía propios de aquella solemnidad. Sehablaba de mujeres. Casi todos echaban de menos la edad de lasilusiones, no por las ilusiones, sino por la secreta fuerza, que

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según ellos era su origen. Se declaraban, aun los jóvenes, en laedad triste en que el amor es de cabeza, pura imaginación. SóloPaco, franco y noble, confesaba que se sentía mejor que nunca, apesar de haber vivido tanto como cualquiera.

Uno de los compañeros de bolsa de Mesía, viejo verde decincuenta años, el señor Palma, banquero, lamentaba que lajuventud no fuese eterna, y con lágrimas en los ojos, de pie, conuna copa ya vacía en la mano, exponía su sistema filosófico de unpesimismo desgarrador, como decía el capitán Bedoya. Hubointerrupciones y entonces la conversación tomó un vuelo másalto; Guimarán se dignó prestar atención. Se hablaba ya de la otravida, y de la moral, que era relativa según la opinión de lamayoría.

Foja, pálido, desencajado, con voz temblorosa, sostenía que nohabía moral de ninguna clase -y también se puso de pie-; que elhombre era un animal de costumbres; que cada cual barría paradentro.

-Homo homini lupus -advirtió Bedoya el capitán.

El coronel Fulgosio le miró con respeto y aprobó laproposición sin entenderla.

-Eso es la lucha por la existencia -dijo muy serio JoaquinitoOrgaz.

-No hay más que materia... -añadió Foja, que sólo en susborracheras exponía sus opiniones filosóficas.

-Fuerza y materia -dijo Orgaz padre, que lo había oído a suhijo.

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-Materia... y pesetas -rectificó Juanito Reseco con voz aguda,estridente y cargada de una ironía que Orgaz padre no podíacomprender.

-Eso es -gritó el orador Palma; y siguió brindando por todas lasexcelencias naturales que él echaba de menos en su miserablecuerpo de anémico incurable.

Se volvió al amor y a las mujeres, y comenzaron lasconfesiones, coincidiendo con el café y los licores, sacatrapos delcorazón. Entre la ceniza de los cigarros, las migas de pan, lasmanchas de salsa y vino, rodaron el nombre y el honor de muchasseñoras. «Allí se podía decir todo, estaban solos, todos eranunos». Mesía hablaba poco; era su costumbre en tales casos.Temía estas expansiones en que se toma por amigo a cualquiera yen que se dicen secretos que en vano después se querría recoger.Mientras los demás referían aventuras vulgares, sin gloria, él,atento a sus pensamientos, con un codo apoyado en la mesa y labarba apoyada en la mano, fumaba un buen cigarro besando eltabaco con cariño y voluptuosa calma; los ojos animados,húmedos, llenos de reflejos de la luz y de reflejos eléctricos delvino, se fijaban en el techo. Las demás figuras de la cena eranvulgares, su embriaguez no tenía dignidad, ni gracia la libertad desus posturas. Mesía estaba hermoso; se notaba mejor que nunca laesbeltez y armonía de sus formas de buen mozo elegante; en surostro correcto los vapores de la gula no imprimían groserastintas, sino cierta espiritualidad entre melancólica y lasciva; seveía al hombre del vicio, pero sacerdote, no víctima: dominaba éla su borrachera, morigerada , señoril, discreta. Don Álvaro, asolas entre aquellos pobres diablos, soñaba despierto, enternecido.En aquellos momentos se creía enamorado de veras, y se creía yse sentía de veras interesante. Aunque él era sensualista, ¡quédiablo!, la sensualidad, pensaba, también tiene su romanticismo.

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El clair de lune es clair de lune aunque la luna sea un cacho dehierro viejo, una herradura de algún caballo del sol.

Y pasaban por su memoria y por su imaginación recuerdos denoches de amor, no todas claras ni todas poéticas, pero muchas,muchas noches de amor. Y sintió comezón de hablar, de contarsus hazañas. Este prurito era nuevo en él; no lo había sentidohasta que la Regenta le había humillado con su resistencia.

Dos o tres veces intervino en la algazara para dar su dictamentan lleno de experiencia en asuntos amorosos. Y todos sevolvieron a él, y callaron los demás para oírle. Entonces habló,sin poder remediarlo, para satisfacer secreto impulso derehabilitarse con su historia. Habló el maestro. Quitó el codo de lamesa y apoyó en ella los dos brazos cruzando las manos, entrecuyos dedos oprimía el cigarro, cargado con una pulgada deceniza; inclinó un poco la cabeza, con cierto misticismo báquico,y con los ojos levantados a la luz de la araña, con palabra suave,tibia, lenta, comenzó la confesión que oían sus amigos consilencio de iglesia. Los que estaban lejos se incorporaban paraescuchar, apoyándose en la mesa o en el hombro del más cercano.Recordaba el cuadro, por modo miserable, la Cena de Leonardode Vinci.

La atención profunda del auditorio, el interés que se asomaba alas miradas y a las bocas entreabiertas, sedujeron al Tenorio deVetusta, le halagaron y habló como podría hablar sobre el pechode un amigo. Joaquín Orgaz y el Marquesito oían conrecogimiento de sectario al maestro. Aquélla era palabra desabiduría.

Unas veces las aventuras eran románticas, peligrosas, deaudacia y fortuna; las más probaban la flaqueza de la mujer, seaquien sea; otras demostraban la necesidad de prescindir de

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escrúpulos; muchas, el buen éxito de la constancia, de la astucia yde la rapidez en el ataque.

De vez en cuando el silencio era interrumpido por carcajadasestrepitosas; era que una aventura cómica alegraba al concurso,sacándole de su estupor malsano y corrosivo. Entre la admiracióngeneral serpeaba la envidia abrazada a la lujuria: las tenias delalma. Los ojos brillaban secos.

El arte del seductor se extendía sobre aquel mantel, yaarrugado y sucio; anfiteatro propio del cadáver del amor carnal.

Mesía se dejaba ver por dentro, más que por complacer a susoyentes, por oírse a sí mismo, por saber que él era todavía quienera.

«Las trazas del amor eran casi siempre malas artes; era unsoñador el que pensase otra cosa. Alguna vez se le había arrojadoa Mesía a los brazos una mujer loca de puro enamorada; peroestas aventuras eran muy raras. Además, si la mujer no fuera tanlasciva a ratos, las victorias escasearían; por amor puro seentregan pocas. Más hace la ocasión que la seducción. Laseducción debe transformarse en ocasión».

Llegó el caso de contar cómo había podido don Álvaro vencera la hija de un maestro de la Fábrica vieja, muy honrado, quevelaba por el honor de su casa como un Argos. Angelina teníapadre, madre, abuela, hermanos; ella era pura como un armiño...Mesía había empezado por seducir a los parientes. En cada casaentraba según lo exigía la vida de aquel hogar. Jugaba alescondite con los niños, les fabricaba pajaritas de papel, jugaba aldominó con la abuela, servía a la madre de devanadera, oía conpaciencia y fingida atención las lucubraciones socialistas yhumanitarias del padre, encantaba a todos; llegaba a ser el tertulionecesario, el paño de lágrimas, el consejero, el mejor ornamento

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de la casa; la llenaba con su hermosa presencia; era dulce,cariñoso, tenía blanduras de padrazo; cuidaba de los interesesdomésticos como si fueran propios, hasta ponía paz entre loscriados y los amos. Así iba entrando, entrando en el corazón detodos; los amores con Angelina (o quien fuera, pues de talesaventuras había tenido muchas) comenzaban en secreto; y poco apoco, junto a la camilla, una mesa cubierta con gran tapete debajodel cual hay un brasero; en el balcón, al oscurecer, en cuantasocasiones podía, se acercaba, se apretaba contra su víctima, lallenaba de deseos de él, de su arrogante belleza varonil ysimpática; después hablaba de amor como en broma, con un tonode paternal amparo que parecía la misma inocencia; y cualquierdía o cualquiera noche, en una merienda en el campo, después dela cena de Nochebuena, mientras los demás de la familia reíanalegres, descuidados, la pasión de Angelina llegaba al paroxismo,la ocasión echaba el resto y la deshonra entraba en la casa, y elamigo íntimo, el favorito de todos, salía para no volver nunca.

Los que oían a don Álvaro se figuraban presenciar aquellasescenas de amistad íntima, tranquilas, dulces, llenas de expansióny confianza; en el rostro del seductor, en sus ademanes, en lassonrisas, en la voz, se reflejaban, por virtud del recuerdo, labondad suave, el aire bonachón y entrañable, la franquezasencilla, noble, familiar, la habilidad casera, todas las artes ycualidades que hacían vencer a Mesía en lides tales.

-Otras veces, amigos, había que recurrir a la fuerza. Renunciara una victoria que se consigue con los puños y sudando gotascomo garbanzos, entre arañazos y coces, es ser un platónico delamor, un cursi; el verdadero don Juan del siglo, y de todos lossiglos tal vez, vence como puede, es romántico, caballeresco,pundonoroso cuando conviene, grosero, violento, descarado, torpesi hace falta.

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Nunca se le olvidaría a don Álvaro un combate de amor queduró tres noches, y fue más glorioso para la vencida que para elvencedor. La escena representaba una panera, casa de maderasostenida por cuatro pies de piedra, como las habitacionespalúdicas sustentadas por troncos, y las de algunos pueblossalvajes. En la panera dormía Ramona, aldeana, y cerca de sulecho de madera pintada de azul y rojo, que rechinaba a cadamovimiento del jergón, yacía la cosecha de maíz de su casería, enmontón deleznable que subía al techo.

Allí fue la batalla. Y don Álvaro, como si lo estuviera pasandotodavía, describía la oscuridad de la noche, las dificultades delescalo, los ladridos del perro, el crujir de la ventana del corredoral saltar el pestillo; y después las quejas de la cama frágil, elgruñir del jergón de gárrulas hojas de mazorca, y la protestamuda, pero enérgica, brutal de la moza, que se defendía apuñadas, a patadas, con los dientes, despertando en él, decía donÁlvaro, una lascivia montaraz, desconocida, fuerte, invencible.

«Hubo momentos en que peleé, como César en Munda, por lavida. Era Ramona, señores, morena; su carne de cañón, dura,tersa, y aquellos brazos que yo deseaba enlazados a mi cuerpo, enarrebato amoroso, me probaban su fuerza dando tortura a losmíos, oprimidos, inertes. Mi deseo era más poderoso, porque teníaun incentivo más picante que la pimienta: conocía yo que Ramonagozaba, gozaba como una loca en la refriega. Segura de no servencida por la fuerza, enamorada a su modo del señorito, sobretodo por su audacia, acostumbrada a tales devaneos mudos,gimnásticos, callaba, forcejeaba, mordía con deleite, magullabacon voluptuosidad bárbara, y encontraba placer de salvaje en elmartirio de mis sentidos, que tocaban su presa, y se sentíandominados por ella. La cama se hundió; rodamos por el suelo, yrodando llegamos al monte de maíz. Entonces salió la luna;

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entraron sus rayos por la ventana que yo dejara abierta, y vi a mirobusta aldeana, en pie, hundida una pierna entre los granos deoro y la rodilla de la otra clavada sobre mi pecho. Me intimaba lamuerte o la huida, amenazándome con una medida para áridos,cajón enorme de madera con chapas de hierro. Huí, huí por laventana; del corredor de la panera salté al callejón como pude, ytuve que emprender, ya sin fuerzas, nueva lucha con el perro.(Pausa.) Pero volví a la noche siguiente. El perro ladró menos. Laventana no estaba cerrada, el pestillo estaba descompuesto;Ramona no dormía, me esperaba; en cuanto me sintió, descargótremendo bofetón sobre mi rostro. No importaba. Volvimos a lalucha; los mismos incidentes; rodamos, nos anegamos en maíz; yotragué muchos granos. Y tampoco vencí aquella noche. Salí deallí por un armisticio, con promesas de futura victoria. Y a lanoche tercera luché todavía; me había engañado; el premio mecostó batalla nueva, y sólo pude recogerlo entre molestias sincuento, por culpa del maíz deleznable, curioso, importuno,entremetido. Ramona, ya rendida, se quejaba también. Noshundíamos, olvidados de todo; y si no estuviera mandado que locómico no acabe en trágico, en buena retórica, en aquel montóninquieto hubieran encontrado sepultura Álvaro y Ramonasofocados por uno de nuestros más humildes cereales».

Aplausos y carcajadas ahogaron la voz del narrador. Yentonces don Álvaro, gozoso, entusiasmado, quiso deslumbrar asu auditorio con el contraste de aventuras románticas, en que élaparecía como un caballero de la Tabla Redonda.

Y a todo esto don Pompeyo Guimarán olvidaba su exordio,interesado a su pesar en las aventuras eróticas del frívoloPresidente del Casino. Paco Vegallana había hecho beber al ateo,sin que éste lo sintiera, más de lo que la Justicia manda. Noestaba borracho, pero se sentía mal y a su pesar encontraba cierto

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deleite en oír aquellas escenas escandalosas que en otra ocasión lehubieran indignado.

Mesía al fin, cansado, y algo arrepentido de haber habladotanto, puso término a sus confesiones y volviéndose a donPompeyo le invitó a usar de la palabra.

-Don Pompeyo -dijo, y se puso en pie tambaleándose, lo cualprobaba que, si no el vino, sus recuerdos le habían embriagado-,don Pompeyo, puesto que ésta es la hora de las grandesrevelaciones, es preciso que usted nos diga cuál es el fondo de sualma...

-Señores -interrumpió el ateo-, el fondo de mi alma lo traigoen la superficie para que el mundo se entere.

-¡Bravo!, ¡bravo! -gritó el concurso.

Y se vertieron y rompieron algunas copas.

-Propongo -gritó Juanito Reseco, encaramado en una silla- queen vista de ese rasgo de genio... se le permita llamarnos de tú yestar a la recíproca.

-¡Admitido! ¡Aprobado!

-Pues bien -prosiguió Juanito-; oh tú, Pompeyo, pomposoPompeyo, voy a darte un disgusto. Tú piensas que en Vetusta nohay más ateos que tú...

-¡Caballerito!

-Pues yo soy otro; anch'io ... sono pittore. Sólo que tú eres unateo progresista, un ateo fanático, un teólogo patas arriba... Túpasas la vida mirando al cielo..., pero lo miras cabeza abajo y pordebajo de tus piernas. Y aunque hay contradicción aparente en esode patas arriba y patas abajo..., todo se concilia, o se resuelve la

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antinomia como dicen los filósofos cursis, considerando que el serbípedo no es para todos...

-Caballerito..., no comprendo esa jerga filosófica. Antes queusted naciera, estaba yo cansado de ser ateo, y si lo que usted sepropone es insultar mis canas, y mi consecuencia...

-Decía que eres un teólogo patas arriba; pues sabe que en elmundo civilizado ya nadie habla de Dios ni para bien ni para mal.La cuestión de si hay Dios o no lo hay, no se resuelve..., sedisuelve. Tú no puedes entender esto, pero oye lo que te importa;tú, fanático de la negación, morirás en el seno de la Iglesia, delque nunca debiste haber salido. Amen dico vobis.

Y cayó Juanito debajo de la mesa.

A todos había indignado su discurso, menos a Mesía, que,extendiendo su mano hacia él, exclamó:

-¡Perdonadle... porque ha bebido mucho!

-Ese Juanito -decía el coronel a don Frutos el americano- meparece un gran pedante.

-Es un hambriento con más orgullo que don Rodrigo en lahorca.

Se habló de religión otra vez. Don Frutos expuso sus creenciascon una palabra aquí, otra allí, haciendo islas y continentes devino tinto sobre el mantel y suplicando con los ojos que leterminasen las cláusulas.

Insistía don Frutos en que él sentía que su alma era inmortal:había otro mundo, además de las Américas; otro mundo mejor alcual iban las almas de los que no habían robado en las carreteras.Además, Dios era misericordioso, hacía la vista gorda. Y por

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supuesto, quería don Frutos ir a ese mundo mejor con el recuerdode la mala vida pasada, porque si no, ¡vaya una gracia!

-¿Para qué querrá don Frutos acordarse de lo bruto que ha sidosobre la haz de la tierra? -preguntaba Foja al oído de Orgaz hijo.

-¡Señores -gritó Joaquín-, si en la otra vida no hay cante o escante adulterado, renuncio al más allá!

Y dio un salto sobre la mesa agarrándose a una columna ycomenzó un baile flamenco con perfección clásica. No faltaronjaleadores, y sonaban las palmas mientras cantaba el mediquillocon voz ronca y melancolía de chulo:

Es una coooosaque maravilla mamáver al Frascueeeelola pantorriiiilla mamá...

Don Pompeyo sentía escalofríos. ¡Qué degradación! Meditabay veía dos Orgaz hijo sobre la mesa.

-Me han embriagado con sus herejías..., quiero decir..., con susblasfemias... -dijo al Marquesito, que callaba, pensando que todoaquello era muy soso sin mujeres.

Joaquín gritó:

-¡Allá va una a la salud de don Pompeyo!

Y comenzó una copla impía y brutal alusiva a una sagradaimagen.

-¡Alto ahí, señor mío! -exclamó indignado el buen Guimarán aloír el penúltimo verso-. Mi salud no necesita de semejantesindecencias; y lo que ustedes hacen con tamañas blasfemias

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indecorosas es la causa, el caldo gordo del clero; porque tengausted entendido, joven inexperto y procaz, que por el mundo hanpasado muchas religiones positivas, y hoy se ha creído esto ymañana lo otro; pero de lo que nunca han prescindido los puebloscultos, ni ahora ni en la antigüedad, es de la buena crianza y delrespeto que nos debemos todos.

-¡Bien, muy bien! -dijeron todos, incluso Joaquín.

-Y yo estoy cansado de que se me tome a mí por uniconoclasta; sí, iconoclasta soy, pero iconoclasta del vicio, apóstolde la virtud y heresiarca de las tinieblas que envuelven lainteligencia y el corazón de la humanidad.

-¡Bravo!, ¡bravo!

-Y si por alguien se ha creído que yo puedo fraternizar con elescándalo, aunarme con la desfachatez y adherirme a la orgía,protesto indignado, que a muy otra cosa he venido aquí. Y creollegado el momento de que se hable con alguna formalidad.

-Perfectamente -interrumpió Foja-, el señor Guimarán hahablado como un libro, y eso que no los lee, pero no importa, hahablado como el libro de su conciencia, según él dice. Aquí,señores, nos hemos reunido para celebrar la vuelta del señorGuimarán al hogar doméstico, llamémoslo así, del Casino. Pero,¡ah!, señores diputados, ¿por qué ha vuelto al Casino el señorGuimarán? Tatiste question, como dice Trabuco, a quien siento nover entre nosotros. (Aplausos, risas.) Pues ha vuelto porque noshemos emancipado de la repugnante tutela del fanatismo, y havuelto a fundar una sociedad cuya sesión inaugural estáiscelebrando, acaso sin saberlo. Esta sociedad, que, desde luego, nose llamará de la templanza, se propone perseguir a los fariseos,arrancar las caretas de los hipócritas y arrancar del cuerpo socialde Vetusta las sanguijuelas místicas que chupan su sangre.

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(Estrepitosos aplausos. Paco se abstiene y piensa lo mismo queantes: que faltan chicas.) Señores..., guerra al clero usurpador,invasor, inquisidor; guerra a esa parte del clero que comercia conlas cosas santas, que se vale de subterráneos para entrar con sustentáculos de pólipo en las arcas de La Cruz Roja...

-¡Ahí, ahí le duele!...

-A ese clero que condena a la tisis del hambre a dignoscomerciantes, a padres de familia; a ese clero que dispersa loshogares y hunde en alcantarillas inmundas, mal llamadas celdas, alas vírgenes del Señor, y que entiende que las entrega a Jesúsentregándolas a la muerte. (Frenéticos aplausos.) Juremos todosser trompetas del escándalo, para que tanto sea, y a tales oídosllegue, que la ruina del enemigo común sea un hecho. Porque,señores, nadie como yo respeta al clero parroquial, ese clerohonrado, pobre, humilde..., pero el alto clero... muera..., y sobretodo... muera el señor Provisor..., el...

-¡Muera!, ¡muera! -contestaron algunos: Joaquín, el coronel,que estaba sereno, pero quería que muriese el Magistral, y otrosdos o tres comensales borrachos.

Cuando se levantaron de la mesa amanecía. Se había habladomucho más; se había contado la historia del Provisor tal como lanarraba la leyenda escandalosa. Convinieron, hasta los másprudentes, en que era preciso fundar seriamente aquella sociedadpropuesta por Foja. Se acordó juntarse a cenar una vez al mes yhacer gran propaganda contra el Magistral. Al salir, repartidos engrupos, se decían en voz baja:

-Todo esto lo ha preparado Mesía; don Fermín es su rival y élquiere arruinarle, aniquilarle.

-Pero, ¿quién llevará el gato al agua?

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-¿Qué gato?

-¿O la gata?

-El Magistral.

-Álvaro.

-O los dos...

-O ninguno.

-En fin -advirtió Foja-, yo ni quito ni pongo rey...

-Pero ayudo a mi señor -concluyó el coro.

Mesía, Paco Vegallana y Joaquín Orgaz acompañaron a donPompeyo a su casa. Era una mañana de junio alegre, tibia,sonrosada. El sol anunciaba sus rayos en los colores vivos de lasnubes de Oriente. Los pasos de los trasnochadores retumbaban enlas calles de la Encimada como si anduvieran sobre una cajasonora. Aunque no hacía frío, todos habían levantado el cuello dela levita o lo que fuese. Don Pompeyo iba taciturno. Abrió lapuerta de su casa con su llavín; entró sin hacer ruido; y a pococerraba los ojos, metido en su lecho, por no ver la claridadacusadora que entraba por las rendijas de los balcones cerrados.Aquello de acostarse de día era una revolución que mareaba aGuimarán; dudaba ya si las leyes del mundo seguían siendo lasmismas. Al cerrar los ojos sintió que su lecho, siempre inmóvil,también se sublevaba bajando y subiendo. Poco después se creíaen el océano, encerrado en un camarote, víctima del mareo ycorriendo borrasca.

Se levantó a las doce y no quiso hablar con su mujer y sushijas de la cena, de la dichosa cena. Sin embargo, aunque seprometió no verse en otra, pocas horas después, en el Casino,donde le recibieron con muestras de simpatía y de júbilo, ofrecía

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solemnemente volver a las andadas, acudir a los gaudeamusmensuales en que se daría cuenta de los trabajos de la sociedadinnominada que había fundado inter pocula.

Doña Paula supo por el Chato, a quien se lo contó un mozo delrestaurant del Casino, cuanto se había hablado en la cenainaugural, y lo que pretendían aquellos señores. Cuando elMagistral oyó a su madre que se había gritado: «Muera elProvisor», encogió los hombros, se levantó y salió de casa.

-Este chico anda tonto..., yo no sé lo que tiene; parece que noestá en este mundo... ¡Oh, maldita Regenta! ¡Esa mala pécora melo tiene embrujado!

Al mes siguiente se celebró la segunda sesión de laInnominada; se bebió, se emborracharon los que solían y se diocuenta de los trabajos de propaganda. Foja participó que se habíaentendido en secreto con el Arcediano, don Custodio y otrosenemigos capitulares (así dijo) del Provisor. Se sabían muchosescándalos nuevos; el elemento eclesiástico y el secular, decomún acuerdo para librar a Vetusta del enemigo general,tramaban la ruina del monstruo; pronto se llegaría a poner enmanos del Obispo las pruebas de aquellas prevaricaciones detodas clases de que se acusaba a don Fermín de Pas. Lo peor detodo, lo que haría saltar al Obispo, era lo que se refería al abusoindecoroso del confesonario. Se contaban horrores; en fin, ellodiría.

Don Álvaro propuso que las cenas mensuales se suspendiesenhasta el otoño y suplicó que se guardase el más profundo secreto.Además, él, sintiéndolo, tenía que privarse en adelante de asistir atales reuniones; su espíritu allí quedaba, pero él, don Álvaro, porrazones poderosas, que suplicaba a los presentes respetaran, seabstendría de acudir a tan agradables banquetes.

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Quince días después, a mediados de julio, entraba una tarde elPresidente del Casino en el caserón de los Ozores. Iba adespedirse. Don Víctor le recibió en el despacho. Estaba el amode la casa en mangas de camisa, como solía en cuanto llegaba elverano, aunque no tuviera mucho calor. Para él venían a ser ideasinseparables el estío y aquel traje ligero. Quintanar al ver a donÁlvaro suspiró, le tendió ambas manos, después de dejar un libronegro sobre la mesa y exclamó:

-¡Oh, mi queridísimo Mesía! ¡Ingrato!, cuánto tiempo sinparecer por aquí...

-Vengo a despedirme. Me voy a dar una vuelta por lasprovincias; después, a los baños de Sobrón y a mediados deagosto estaré de vuelta en Palomares, por no perder la costumbre.

-De modo que hasta septiembre...

-Hasta fines de septiembre no nos veremos...

Don Álvaro hablaba alto, como si quisiera que le oyesen entoda la casa.

Don Víctor lamentó aquella ausencia. Suspiró. «Era un nuevocontratiempo, nuevo asunto de tristeza».

Notó don Álvaro que su amigo estaba menos decidor queantes, que se movía y gesticulaba menos.

-¿Ha estado usted malo?

-¡Quiá!, ¿quién?, ¿yo?, ¡ni pensarlo! Pues qué, ¿tengo malacara? Dígame usted con franqueza..., ¿tengo mala cara...?Pálido... ¿tal vez?, ¿pálido...?

-No, no, nada de eso. Pero... se me figura que está usted menosalegre, preocupado... qué sé yo...

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Don Víctor suspiró otra vez. Tras una pausa preguntó, con tonoquejumbroso:

-¿Ha leído usted eso?

-¿Qué es eso?

-Kempis, la Imitación de Jesucristo...

-¿Cómo?, ¡usted!, ¿también usted...?

-Es un libro que quita el humor. Le hace a uno pensar en unascosas... que no se le habían ocurrido nunca... No importa. La vida,de todas maneras, es bien triste. Vea usted. Todo es pasajero.Usted se nos va... Los marqueses se van... Visita se va...Ripamilán ya se marchó... Vetusta antes de quince días se quedarásola; de la Colonia... ni un alma queda... De la Encimada seausenta lo mejor..., quedan los pobres..., los jornaleros..., ynosotros. Nosotros no salimos este año. ¡Y qué triste es un veranoentero en Vetusta! El césped del Paseo Grande se pone como unruedo de esparto... no se ve un alma por allí, en las calles no haymás que perros y policías... Mire usted, prefiero el invierno contodas sus borrascas y su agua eterna... qué sé yo... a mí el frío meanima... En fin, felices ustedes los que se van...

Y don Víctor suspiró otra vez.

-Voy a llamar a mi mujer. ¿Querrá usted decirla adiós, verdad?Es natural.

-No..., si está ocupada..., no la moleste usted...

-No faltaba más. Ocupada..., ella siempre está ocupada... ydesocupada..., qué sé yo. Cosas de ella.

Salió. Don Álvaro tomó en las manos el Kempis; era unejemplar nuevo, pero tenía manoseadas las cien primeras páginasy llenas de registros. Nunca había leído él aquello. Lo miraba

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como una caja explosiva. Lo dejó sobre la mesa con miedo y conciertas precauciones.

Ana entró en el despacho. Vestía hábito del Carmen. Seguíapálida, pero había vuelto a engordar un poco. A Mesía le latió elcorazón y se le apretó la garganta, con lo que se asustó no poco.

Aquella mujer despertaba en él ahora una ira sorda mezcladade un deseo intenso, doloroso. La miraba como el descubridor deuna isla o un continente, a quien la tempestad arrastrara lejos dela orilla, tal vez para siempre, antes de poner el pie en tierra.«¿Qué sabía él si jamás aquella mujer sería suya?» Su orgullo norenunciaba a ella. Pero otras voces le decían: «Renuncia parasiempre a la Regenta». Ya se vería. Pero era doloroso aplazar otravez, y sabía Dios hasta cuándo, toda esperanza, todo proyecto deconquista.

Quería observar en el rostro de Ana la huella de una emoción,al decirle que se marchaba sin saber cuándo volvería. Pero Anaoyó la noticia como distraída; ni un solo músculo de su rostro semovió.

-Nosotros -dijo- nos quedamos este verano en Vetusta. Yo nopuedo bañarme y el médico me ha dicho que el aire del mar máspodría hacerme daño que provecho por ahora...

-Vetusta se pone muy triste por el verano...

-No... no me parece...

Don Víctor los dejó solos.

Don Álvaro clavó los ojos en el rostro de Ana con audacia yella levantó los suyos, grandes, suaves, tranquilos y miró sinmiedo al seductor, a la tentación de años y años. Sintió él que

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perdía el aplomo, creyó que iba a decir o hacer alguna atrocidad;y sin poder contenerse, se puso en pie delante de ella.

-¿Se marcha usted ya?

«Si yo me arrojo a sus pies ahora, ¿qué pasa aquí?», sepreguntó don Álvaro. Y sin saber lo que hacía, tendió la manoenguantada y dijo temblando:

-Anita..., si usted quiere... algo para las provincias...

-Que usted se divierta mucho, Álvaro... -contestó ella sinasomo de ironía. Pero a él se le figuró que se burlaba de sutorpeza ridícula, de su miedo estúpido..., y sintió vehementesdeseos de ahogarla. La mano de la Regenta tocó la de Mesía sintemblar, fría, seca.

Salió el buen mozo tropezando con el pavo real disecado ydespués con la puerta. En el pasillo se despidió de su amigoQuintanar.

La Regenta sacó del seno un crucifijo y sobre el marfil calientey amarillo puso los labios, mientras los ojos, rebosando lágrimas,buscaban el cielo azul entre las nubes pardas.

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Capítulo XXI

Ana leyó en su lecho, a escondidas de don Víctor, los cuarentacapítulos de la Vida de Santa Teresa escrita por ella misma.

Fue en aquella convalecencia larga, llena de sobresaltos, depasmos y crisis nerviosas. Don Víctor, a quien losremordimientos, durante la recaída de su mujer, habían hechojurar que hasta verla salva, sana, jamás se apartaría de ella, faltóal juramento en cuanto la creyó fuera de peligro. Un día seaventuró a dar una vuelta por el Casino; después iba a ver losperiódicos; más adelante jugaba una partida de ajedrez, y «ya sesabe lo pesado que es este juego». Al fin, sin dar pretexto alguno,estaba fuera toda la tarde. La casa se le caía encima. «Empezabael calor -porque don Víctor, en cuestión de temperatura, se regíapor el calendario-, y ya se sabía que él no podía trabajar en sudespacho en cuanto el sudor le molestaba; necesitaba el aire libre;mucho paseo, mucha naturaleza».

La Marquesa, Visitación, Obdulia, doña Petronila y otrasamigas que habían hecho compañía a la Regenta mientras duró elmal tiempo, ahora la visitaban cada dos o tres días y las visitaseran breves. Hacía un sol hermoso, días azules, sin una nube en elcielo; había que aprovechar el buen tiempo; era la época del añoen que Vetusta se anima un poco: había teatro, paseosconcurridos, con música, forasteros..., una exposición deminerales. Hasta Petra pidió una tarde permiso a la señora para ira ver un arco de carbón que habían construido...

Ana pasaba horas y más horas en la soledad de su caserón: a sulecho llegaban los ruidos lejanos de la calle apagados, comoaprensión de los sentidos. Allá abajo, en la cocina, quedaba

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Servanda, y a veces Petra. Anselmo silbaba en el patio,acariciando un gato de Angora, su único amigo.

La Regenta sentía más la soledad con tal compañía; aquelloscriados indiferentes, mudos, respetuosos, sin cariño, le hacíanechar de menos la humanidad que compadece. Petra le eraantipática. La temía sin saber por qué. Para tranquilizarse untanto, cuando las congojas nerviosas la invadían, preguntaba a ladoncella:

-¿Anda don Tomás por la huerta?

Si Frígilis estaba en el Parque, sentía un amparo cerca de sí. Secalmaba. Crespo subía una vez cada tarde a verla; pero no sesentaba casi nunca. Estaba cinco minutos en el gabinete, paseandodel balcón a la puerta, y se despedía con un gruñido cariñoso.

Ana, a quien tanto molestaba aquel abandono en los momentosde debilidad en que los nervios exaltados la mortificaban contristeza y desconsuelo, cuando estaba serena, sobre todo despuésde dormir algunas horas o de tomar alimento con gusto, llegaba asentir un placer sutil, casi voluptuoso en aquella soledad. Elbalcón del gabinete daba al Parque; incorporándose en el lechoveía detrás de los cristales las copas de algunos árboles quebrillaban con la hoja nueva, rumorosa, tersa y fresca. Gorjeos depájaros y rayos de un sol vivo, fuerte y alegre la hablaban de lavida de fuera, de la naturaleza que resucitaba, con esperanza desalud y alegría para todos.

«Ella también iba a renacer, iba a resucitar, ¡pero a qué mundotan diferente! ¡Cuán otra vida iba a ser de la que había sido! Sepreparaba a sí misma una vida de sacrificios, pero sinintermitencias de malos pensamientos y de rebelión sorda yrencorosa, una vida de buenas obras, de amor a todas lascriaturas, y por consiguiente a su marido, amor en Dios y por

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Dios». Pero entretanto, mientras no podía moverse de aquellaprisión de sus dolores, el alma volaba siguiendo desde lejos alespíritu sutil, sencillo, a pesar de tanta sutileza, de la santaenamorada de Cristo.

Ana vivía ahora de una pasión; tenía un ídolo y era feliz entresobresaltos nerviosos, punzadas de la carne enferma, miserias delbarro humano de que, por su desgracia, estaba hecha. A vecesleyendo se mareaba; no veía las letras, tenía que cerrar los ojos,inclinar la cabeza sobre las almohadas y dejarse desvanecer. Perorecobraba el sentido, y a riesgo de nuevo pasmo volvía a lalectura, a devorar aquellas páginas por las cuales en otro tiemposu espíritu distraído, creyéndose vanamente religioso, habíapasado sin ver lo que allí estaba, con hastío, pensando que lasvisiones de una mística del siglo diez y seis no podían edificar sualma aprensiva, delicada, triste.

La debilidad había aguzado y exaltado sus facultades; Anapenetraba con la razón y con el sentimiento en los más recónditospliegues del alma mística que hablaba en aquel papel áspero, deun blanco sucio, de letra borrosa y apelmazada. Pasmábase de queel mundo entero no estuviese convertido, de que toda lahumanidad no cantara sin cesar las alabanzas de la santa de Ávila.«Oh, bien decía aquel bendito, dulce, triste y tierno fray Luis deLeón: la mano de Santa Teresa, al escribir, era guiada por elEspíritu Santo, y por eso enciende el corazón de quien lasaborea».

«Sí, bien encendido tenía el suyo Ana; no más, no más ídolosen la tierra. Amar a Dios, a Dios por conducto de la Santa, de laadorada heroína de tantas hazañas del espíritu, de tantas victoriassobre la carne».

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Pensando en ella sentía a veces punzante deseo de haber vividoen tiempo de Santa Teresa; o si no: ¡qué placer celestial si ellaviviese ahora! Ana la hubiera buscado en el último rincón delmundo; antes la hubiera escrito derritiéndose de amor yadmiración en la carta que le dirigiese. No estaba la Regentaacostumbrada a convertir sus arrebatos religiosos en oracionesmentales, según los prudentes consejos del Magistral; sueducación pagana, dislocada, confusa, daba extrañas formas a lapiedad sincera, asomaba con todos sus resabios de incoherencia yligereza después de tantos años.

Deseaba encontrar semejanzas, aunque fuesen remotas, entre lavida de Santa Teresa y la suya, aplicar a las circunstancias en queella se veía los pensamientos que la mística dedicaba a lasvicisitudes de su historia.

El espíritu de imitación se apoderaba de la lectora, sin darseella cuenta de tamaño atrevimiento.

La Santa había encontrado refuerzo de piedad en el TercerAbecedario, por Fr. Francisco de Osuna, y Ana mandó a Petra alas librerías a buscar aquel libro. No pareció el TercerAbecedario, el Magistral no lo tenía tampoco. Pero mejor era susuerte en lo tocante al confesor. Veinte años lo había buscadoTeresa de Jesús como convenía que fuera, y no parecía. Anarecordaba entonces a su Magistral y lloraba enternecida. «¡Quégrande hombre era y cuánto le debía! ¿Quién sino él habíasembrado aquella piedad en su alma?»

En cuanto pudo levantarse, uno de sus primeros cuidados fueescribir a don Fermín una carta con que había soñado ella muchasnoches, que era uno de sus caprichos de convaleciente. Laescribió sin que lo supiera Quintanar, que le tenía prohibidos todaclase de quebraderos de cabeza.

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De Pas visitaba a menudo a la Regenta, y estaba encantado delos progresos que la piedad más pura hacía en aquel espíritu. Peroella quería escribirle; de palabra no se atrevía a decir ciertas cosasíntimas, profundas; además, no podía decirlas; y sobre todo, laretórica, que era indispensable emplear, porque a ideas grandes,grandes palabras, le parecía amanerada, falsa en la conversación,de silla a silla.

La carta, de tres pliegos, la llevó Petra a casa del Provisor; larecibió Teresina sonriente, más pálida y más delgada que mesesatrás, pero más contenta. El Magistral se encerró en su despachopara leer. Cuando su madre le llamó a comer, don Fermín sepresentó con los ojos relucientes y las mejillas como brasas. DoñaPaula miraba a su hijo y a Teresina alternativamente, encogía loshombros cuando no la veían ni la doncella, que iba y venía conplatos y fuentes, ni su hijo que miraba al mantel distraído,comiendo por máquina y muy poco. Teresina era ya toda delseñorito; nada decía al ama de las cartas que a don Fermínentregaba. Las traía Petra, que llamaba a la puerta con señaparticular, bajaba Teresa, en silencio se besaban como lasseñoritas, en ambas mejillas; cuchicheaban, reían sin ruido y sedaban algún pellizco. Petra reconocía cierta superioridad en laotra, la adulaba, alababa la mata de pelo negro, los ojos deDolorosa, el cutis y demás prendas envidiables de su amiga.Teresina prometía futuras ventajas a Petra, y se despedían conmás besos.

-¿Quién ha estado ahí? -preguntaba doña Paula.

Era un pobre o uno del pueblo. Nunca se decía la verdad. DoñaPaula no sospechaba nada contra la lealtad de la doncella.Registrándole el baúl, en su ausencia, había encontrado variasalhajas que bien valdrían dos mil reales. Había sonreído entresatisfecha y envidiosa. «Dos mil reales valdría aquello..., sí..., era

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demasiado..., era un escándalo. Si el decoro lo permitiese..., si nofuese por vergüenza..., exigiría que se le dejase a ellarecompensar a las gentes como merecían, sin despilfarros ociosos.El descubrimiento la satisfacía; aquello era obra suya al fin y alcabo, pero los dos mil reales le dolían: también eran suyos».

Al día siguiente de recibir la carta, muy temprano, el Magistralsalió de casa, fue al Paseo Grande, buscó un lugar retirado en losjardines que lo rodean, y sin más compañía que los pájaros locosde alegría, y las flores que hacían su tocado lavándose con rocío,volvió a leer aquellos pliegos en que Ana le mandaba el corazóndesleído en retórica mística. Ya casi sabía de memoria algunospárrafos de los que le parecían más interesantes y para él máshalagüeños; y como la alegría le inundaba el corazón, se sentíahecho un chiquillo aquella mañana sonrosada de un día de finesde mayo, nublado, fresco, antes de que el sol rasgara el toldoblanquecino con tonos de rosa que cubría la lontananza porOriente.

Se puso de pie el Magistral, miró a todos lados por encima delseto de boj que rodeaba su escondite, y al verse solo, solo deseguro, se le ocurrió mezclar a la cháchara insustancial yarmoniosa de los pájaros que saltaban de rama en rama sobre sucabeza, su voz más dulce y melódica, recitando aquellas palabrasde espiritual hermosura que la Regenta le había escrito.

-Ya tengo el don de lágrimas -leyó el Magistral en voz altacomo diciéndoselo a jilgueros y gorriones, petirrojos y demásvecinos de la enramada-, ya lloro, amigo mío por algo más quemis penas; lloro de amor, llena el alma de la presencia del Señor aquien usted y la Santa querida me enseñaron a conocer. No temaque vuelva la pereza a detenerme en casa olvidada de misalvación; ya sé que la tibieza es muerte, leído tengo lo que dicenuestra querida Madre y Maestra hablando de sus pecados: «no

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hacía caso de los veniales y esto fue lo que me destruyó». Yo nide los mortales hice caso, y aunque usted me advertía del peligro,seguí mucho tiempo ciega; pero Dios me mandó a tiempo (creo yoque era a tiempo; ¿verdad, hermano mío?), me mandó a tiempo elmal; vi en las pesadillas de la fiebre el Infierno, y vilo comonuestra Santa en agujero angustioso, donde mi cuerpo estrujadopadecía tormentos que no se pueden describir; y a mí, además, porla carne aterida y erizada me pasaban llagas asquerosas unosfantasmas que eran diablos vestidos por irrisión, de clérigos, concasullas y capas pluviales. En fin, de esto ya le hablé. Pero nosólo del terror nació mi piedad, que ahora creo que va de veras,sino también de amor de Dios, y de un deseo vehemente de seguira millones de millones de leguas a mi modelo inmortal. Y paradecirlo todo, sepa que en mucho, en mucho, debo al afán de noser ingrata esta voluntad firme de hacerme buena. Santa Teresavivió muchos años sin encontrar quien pudiera guiarla como ellaquería; yo, más débil, recibí más pronto amparo de Dios por manode quien quisiera llamar mi padre y prefiere que no le llame sinohermano mío; sí, hermano mío, hermano muy querido, mecomplazco en llamárselo, aquí, ahora, segura del secreto, sinoídos profanos que entenderían las palabras con la impureza ruinque ellos llevarán dentro de sí; feliz yo mil veces que a la primeraocasión en que tuve idea de ser buena, hallé quien me ayudara aserlo. ¡Y cuánto tiempo tardé en entenderle del todo! Pero mihermano, mi hermano mayor querido, me perdona, ¿verdad? Y sinecesita pruebas, si quiere que sufra penitencias, hable, mande,verá cómo obedezco. Mas no extraño haber querido tanto tiempolo que la Santa declara haber querido también: «concertar vidaespiritual y contentos y gustos y pasatiempos sensuales». Ahoraesto se acabó. Usted dirá por dónde hemos de ir; yo iré ciega. Dela confianza cariñosa de que me hablaba el otro día, al salir yo deaquel paroxismo, estoy también enamorada, quiero también que

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sea como lo dijo mi hermano. Y hasta en eso seguiremos, ademásde esos monjes alemanes o suecos de que usted me habló, a lamisma Teresa de Jesús, que, como usted sabe, con buenaspalabras y creo yo que hasta bromas alegres que tenía, conpurísima intención, con un clérigo amigo suyo, consiguióapartarle del pecado. Recuerdo lo que dice: aquel confesor letenía gran afición, pero estaba perdido por culpa de unos amoressacrílegos; habíale hechizado una mujer con malas artes, con unidolillo puesto al cuello, y no cesó el mal hasta que la Santa, porla gran afición que su confesor le tenía, logró que él le entregaseel hechizo, aquel ídolo que era prenda del amor infame; y ustedsabe que ella lo arrojó al río y el clérigo dejó su pecado y muriódespués libre de tan gran delito. Amistades así ayudan en la vida,que sin ellas es como un desierto, y los que de ellas pudieransospechar son los malvados, que no han de saberlas, porque sonincapaces de entender como se debe cosa tan buena y que tantosirve para la salvación de los débiles. Aquí el débil no es elconfesor, sino la penitente; usted no tiene hechizos colgados delcuello, ni tenemos ídolos que echar al río..., yo soy la pecadora,aunque ningún hombre me hizo el mal que aquella mujer alclérigo hechizado; sólo quise a mi marido, y de éste ya sabe ustedde qué modo estoy enamorada; no con pasión que quite a Dioscosa suya, sino con el suave afecto y los tiernos cuidados que sele deben. En esto he mejorado mucho; porque fray Luis de Leónme enseñó en su Perfecta casada que en cada estado la obligaciónes diferente; en el mío mi esposo merecía más de lo que yo ledaba, pero advertida por el sabio poeta y por usted, ya voyponiendo más esmero en cuidar a mi Quintanar y en quererlecomo usted sabe que puedo. Y por cierto que he de poner por obraun proyecto que tengo, que es convertirle poco a poco y hacerleleer libros santos en vez de patrañas de comedias. Algo he deconseguir, que él es dócil y usted me ayudará. También en esto

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imitaré a nuestra Doctora, que puso empeño en traer a mayorpiedad a su buen padre, que ya tenía mucha...

Estos últimos párrafos ya no los leía el Magistral en voz alta,sino que había vuelto a sentarse y leía sin ruido y para adentro.Aunque algunos celos tenía de Santa Teresa, de la que veíaenamorada a su amiga, estaba satisfecho, y el gozo le saltaba porojos, mejillas y labios. «Aquello era vivir; lo demás era vegetar.Ana era, al fin, todo aquello que él había soñado, lo que una vozsecreta le había dicho el día en que ella se había acercado porprimera vez a su confesonario». Seguía el Magistral ocultándose así mismo las ramificaciones carnales que pudiera tener aquellapasión ideal que ya se confesaban los dos hermanos ; no queríapensar en esto, no quería sustos de conciencia ni peligros de otrogénero, no quería más que gozar aquella dicha que se le entrabapor el alma.

Al leer lo de «hermano mayor querido», le daba el corazónunos brincos que causaban delicia mortal, un placer doloroso queera la emoción más fuerte de su vida; pues bueno, esto bastaba,esto era el hecho, la realidad. ¿Qué falta hacía darle un nombre?Lo que importaba era la cosa, no el nombre. Además, acabaseaquello como acabase, él estaba seguro de que nada tenía que verlo que él sentía por Ana con la vulgar satisfacción de apetitos quea él no le atormentaban. Cuando pensaba así oyó el Magistral a suespalda, detrás del árbol en que se apoyaba, al otro lado del seto,una voz de niño que recitaba con canturia de escuela «Veritas inre est res ipsa, veritas in intellectu...» . Era un seminarista deprimer año de filosofía que repasaba la primera lección de la obrade texto, Balmes. El Magistral se alejó sin ser visto, pensandoentonces en los años en que él también aprendía que «la verdad enla cosa es la cosa misma». Ahora le importaba muy poco la cosamisma, y la verdad y todo..., no quería más que hundir el alma en

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aquella pasión innominada que le hacía olvidar el mundo entero,su ambición de clérigo, las trampas sórdidas de su madre de queél era ejecutor, las calumnias, las cábalas de los enemigos, losrecuerdos vergonzosos, todo, todo, menos aquel lazo de dosalmas, aquella intimidad con Ana Ozores. ¡Cuántos años habíanvivido cerca uno de otro sin conocerse, sin sospechar lo que lesguardaba el destino! Sí, el destino, pensaba el Magistral, noquería decirse a sí mismo la Providencia; nada de teología, nadade quebraderos de cabeza que habían hecho de su adolescencia yprimera juventud un desierto estéril por donde sólo pasabanfantasmas, aprensiones de loco, figuras apocalípticas. Bastabapara siempre de todo aquello. Ni aquello ni lo que había seguido:la ceguera de los sentidos, la brutalidad de las pasiones bajas,subrepticiamente satisfechas hasta el hartazgo; esto eravergonzoso, más que por nada por el secreto, por la hipocresía,por la sombra en que había ido envuelto; ahora, sin aprensión, sinescrúpulos, sin tormentos del cerebro, la dicha presente; aquellaque gozaba en una mañana de mayo cerca de junio, contento devivir, amigo del campo, de los pájaros, con deseos de beber rocío,de oler las rosas que formaban guirnaldas en las enramadas, deabrir los capullos turgentes y morder los estambres ocultos yencogidos en su cuna de pétalos. El Magistral arrancó un botón derosa con miedo de ser visto; sintió placer de niño con el contactofresco del rocío que cubría aquel huevecillo de rosal; como noolía a nada más que a juventud y frescura, los sentidos noaplacaban sus deseos, que eran ansias de morder, de gozar con elgusto, de escudriñar misterios naturales debajo de aquellas capasde raso... El Magistral, perdiéndose por senderos cubiertos por losárboles, bajaba hacia Vetusta cantando entre dientes, y tiraba alalto el capullo, que volvía a caer en su mano, dejando en cadasalto una hoja por el aire; cuando el botón ya no tuvo más que lasarrugadas e informes de dentro, don Fermín se lo metió en la boca

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y mordió con apetito extraño, con una voluptuosidad refinada deque él no se daba cuenta.

Llegó a la catedral. Entró en el coro. El Palomo barría. DonFermín le habló con caricias en la voz. Le debía muchosdesagravios. ¡Cuántos sofiones inútiles había sufrido el pobreperrero! Ahora le halagaba, alababa su celo, su amor a la catedral;el Palomo, pasmado y agradecido, se deshacía en cumplidos ybuenas palabras. De Pas se acercó al facistol, hojeó los librosgrandes del rezo y hasta solfeó un poco en voz baja, leyendo lamúsica señalada con notas cuadradas, de un centímetro por lado.Todo estaba bien. Los órganos allá arriba extendían su lengüeteríaen rayas verticales y horizontales, deslumbrantes; parecían dossoles cara a cara. Ángeles dorados tocaban el violín cerca de labóveda, a la que trepaban los relieves platerescos de los órganos;detrás del coro, en lo alto de las naves laterales, las ventanas yrosetones dejaban pasar la luz deshaciéndola en rojo, azul, verdey amarillo.

En un lado San Cristóbal sonreía con boca encarnada de unacuarta, partida por un plomo, al Niño de la Bola, que mantenía unmundo verde sobre su mano amarilla. Enfrente vio el Magistral elpesebre de Belén cuadriculado también por rayas opacas. Jesússonreía a la mula y al buey en su cuna de heno color naranja. DonFermín miraba todo aquello como por la primera vez de su vida.Hacía un fresco agradable en la iglesia y el olor de humedadmezclado con el de la cera le parecía fino, misteriosamentesimbólico y a su modo voluptuoso. Aquella mañana cumplió en elcoro como el mejor, y sintió no ser hebdomadario para lucirse.Glocester, al verle tan alegre y decidor, amable con amigos yenemigos ocultos, se dijo: «¡Disimula! ¡Pues a disimulo no me hade ganar este simoníaco!» Y se deshizo en amabilidad, cortesía ybromas lisonjeras. «Bueno era él».

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-¿Ha visto usted -decía al salir de la catedral don Custodio-qué satisfecho está el Provisor?

Y contestaba Glocester, al oído del beneficiado:

-Es que ya no tiene vergüenza; se ha puesto el mundo pormontera.

-Debe de haber pasado algo gordo...

-¿A qué crimen alude usted?

-Al de adulterio...

-Ps..., yo creo que... todavía están algo verdes. Sin embargo,por él no quedará, y el crimen es el mismo...

A Glocester le disgustaba figurarse al Magistral vencedor de laRegenta. Era caso de envidia. Pero convenía suponerlo, paracargar el delito a la cuenta de los muchos que atribuían alenemigo.

Don Fermín, a las once, recordó que era día de conferencia enla Santa Obra del Catecismo de las Niñas. Él era el director deaquella institución docente y piadosa, que celebraba sus sesionesen el crucero de la iglesia de Santa María la Blanca. Sentía elhumor más a propósito para el caso. Con mucho gusto entró enaquel templo risueño, alegre, con sus adornos flamígeros depiedra blanca esponjosa. En medio del recinto se levantaba unaplataforma de tabla de pino, de quita y pon; sobre ella, a un lado,había tres filas de bancos sin respaldos, y enfrente de ellos unamesa cubierta de damasco viejo, manchado de cera, presidida porun sillón de pana roja y varios taburetes de igual paño. El sillónera para el Magistral, los taburetes para los capellanes catequistas,y en los bancos se sentaban las niñas de siete a catorce años que

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aprendían la doctrina cristiana, más algo de liturgia, historiasagrada y cánticos religiosos.

Cuando De Pas entró en el templo hubo un murmullo en losbancos de la plataforma, semejante al rumor de una ráfaga querueda sobre las copas de los árboles.

Tomó el amado director agua bendita y, después desantiguarse, subió, radiante de alegría evangélica, las gradas de laplataforma; se frotó las manos y a una niña de ocho años queencontró de pie al paso, la sujetó suavemente; y mientras élmiraba a la bóveda y mordía el labio inferior, oprimía contra sucuerpo la cabeza rubia y entre los dedos de la mano estrujaba, sinlastimarla, una oreja rosada.

-¿Qué pájaro me habrá dicho a mí que doña Rufinita no quiereser buena, y enreda en la iglesia y descompone el coro cuandocanta?

Carcajada general. Las niñas ríen de todo corazón y el temploretumba devolviendo el eco de la alegría desde la bóveda blanca,llena de luz que penetra por ventanas anchas de cristalescomunes.

Todo lo que dice allí el Magistral se ríe; es un chiste. Niños yclérigos están como en su casa. Los pocos fieles esparcidos por laiglesia son beatas que rezan con devoción; no se piensa en ellas.A veces son espectadores de aquella algazara algunosadolescentes y pollos con cascarón que tienen en los bancos de laplataforma sus amores. Los catequistas, jóvenes todos, no ven conbuenos ojos a tales señoritos que vienen con propósitos profanos.

El Magistral no se sentó en el sillón de la presidencia. Preferíapasear por el tablado haciendo eses, inclinando el cuerpo conondulaciones de palmera, acercándose de vez en cuando a los

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bancos llenos de alegría para azotar una mejilla con suavepalmada, o decir al oído de un angelito con faldas un secreto queexcita la curiosidad de todas y origina siempre una broma de lasque sabe preparar don Fermín de modo que acaben en lecciónmoral o religiosa. También los catequistas alegres, graciosos,vivarachos, van y vienen, reprenden a las educandas con palabrasde miel y sonrisas paternales y se meten entre banco y bancomezclando lo negro de sus manteos redundantes con las faldascortas de colores vivos, y el blanco de nieve de las medias queciñen pantorrillas de mujer a las que el traje largo no dio todavíapatente de tales. En la primera fila se mueven, siempre inquietas,sobre la dura tabla, las niñas de ocho a diez años, anafroditas lasmás, hombrunas casi en gestos, líneas y contornos, algunasrodeadas de precoces turgencias, que sin disimulo deja ver sutraje de inocentes; algo avergonzadas, sin conciencia clara de ello,de su desarrollo temprano. Mirando estos capullos de mujer, donFermín recordaba el botón de rosa que acababa de mascar, del queun fragmento arrugado se le asomaba a los labios todavía. En lassiguientes filas estaban las educandas de doce y trece primaveras,presumidillas, entonadas, y detrás de éstas las señoritas quefrisaban con los quince, flor y nata de la hermosura vetustensealgunas de ellas, casi todas iniciadas en los misterios legendariosdel amor de devaneo, muchas próximas a la transformaciónnatural que revela el sexo, y dos o tres, pequeñas, pálidas y recias,mujeres ya, disfrazadas de niñas, con ojos pensadores cargados demalicia disimulada. Cuando comenzaban las lecciones y losensayos de coro, las niñas se levantaban, se repartían en seccionespor el tablado, formaban círculos, los deshacían, como bailarinasde ópera, y los catequistas dirigiendo aquellos remolinosordenados, aspiraban, entre tanta juventud verde, aromasespirituales de voluptuosidad quintiesenciada con cierta dentera

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moral que les encendía las mejillas y los ojos y causaba en sunaturaleza robusta efectos análogos a los del kirsch o del ajenjo.

El Magistral, como el pez en el agua, entre aquellas rosas queeran suyas y no del Ayuntamiento como las del Paseo Grande , serecreaba en los ojos de las que ya los tenían transparentes demalicia; y, más sutilmente, encontraba placer en manosearcabellos de ángeles menores. Llegó la hora de los discursos,después de los cánticos, en que la voz de algunas revelaba, mejorque su cuerpo, los misterios fisiológicos por que estaban pasando.Una joven de quince años, catorce oficialmente, se adelantó y,colocada cerca de la mesa, recitó con desparpajo una filípica untanto moderada por los eufemismos de la retórica jesuítica contralos materialistas modernos, que negaban la inmortalidad del alma.Era rubia, de un blanco de jaspe, de facciones correctas, aexcepción de la barba, que apuntaba hacia arriba; tenía el torso demujer y debajo de la falda ajustada se dibujaban muslospoderosos, macizos, de curvas armoniosas, de seducción extraña.Tenía los ojos azules claros; el metal de la voz, vibrante, pocoagradable, hierático en su monotonía, expresaba bien el fanatismocasi inconsciente de un alma que preparaban para el convento. Larubia hermosa, con brazos de escultura griega, no entendíacabalmente lo que iba diciendo, pero adivinaba el sentido de suarenga y le daba el tono de intolerancia y de soberbia que leconvenía. También ella parecía una estatua de la soberbia y de laintolerancia: una estatua hermosísima. Sus compañeras, loscatequistas, el escaso público esparcido por la nave la oían conasombro, sin pensar en lo que decía, sino en la belleza de sucuerpo y en el tono imponente de su voz metálica. Era laobediencia ciega de mujer hablando; el símbolo del fanatismosentimental, la iniciación del eterno femenino en la eternaidolatría. El Magistral, con la boca abierta, sin sonreír ya, con las

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agujas de las pupilas erizadas, devoraba a miradas aquellaarrogante amazona de la religión, que labraba con arte lanaturaleza, por fuera, y él por dentro, por el alma. Sí, era obrasuya aquel fanatismo deslumbrador; aquella rubia era la perla desu museo de beatas; pero todavía estaba en el taller. Cuando aquelvestido gris, que no tapaba los pies elegantes y algo largos, ydejaba ver dos dedos de pierna de matrona esbelta, llegase alsuelo, la maravilla de su estudio saldría a luz, el público laadmiraría y para sí la guardaría la Iglesia.

La historia sagrada estaba a cargo de una morena regordeta, defacciones finas, de expresión dulce, tímida y nerviosa. Apretabacon el cuerpo del vestido tempranos frutos naturales, como sifueran una vergüenza; y más que en su oración pensaba en que losmuchachos que miraban desde abajo podían verla las pantorrillas,que tapaba mal la falda a pesar de los esfuerzos de la castidadinstintiva. No pudo terminar la historia de los Macabeos que teníaa su cargo. Se le puso un nudo en la garganta, le zumbaron losoídos y todo el lado derecho de la cabeza se quedó de repente fríoy el cutis pálido. Se ponía enferma de vergüenza. Tuvo que salirde la iglesia. El desparpajo de otras oradoras precoces hizoolvidar la escena triste y desairada de la niña pusilánime, quehabía salido llorando. El Magistral reanimó también el espíritu dela escuela con chascarrillos morales y apólogos joco-místicos. Lasmuchachas se morían de risa, se retorcían en los bancos y dejabanver a los profanos y a los catequistas relámpagos de blancuradebajo de las faldas que movían indiscretas, sin pensar en ellomuchas, algunas sin pensar en otra cosa.

Cuando salió don Fermín de Santa María la Blanca tenía laboca hecha agua engomada. Aquellas sensaciones, que le habíaninvadido por sorpresa, le recordaban años que quedaban muyatrás. No le gustaba aquello; era poca formalidad. «¡Diablo de

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chicas!», iba pensando. De todas suertes, lo que le pasaba probabaque aún era joven, que no era por necesidad disfrazada deidealismo por lo que se juraba ser platónico, siempre platónico, opor lo menos indefinidamente, en sus relaciones con la fiel yquerida amiga. Volvió su pensamiento a la Regenta, y aquel vagoy picante anhelo con que saliera de la iglesia se convirtió en deseofuerte y definido de ver a doña Ana, de agradecerle su carta ydecírselo con la más eficaz elocuencia que pudiera.

Tuvo bastante fortaleza para contener sus ansias y dejar para latarde la visita. Su madre le habló, como siempre, de lo que semurmuraba y él encogió los hombros. Oía la voz dura y seca dedoña Paula anunciando, por asustarle, el cataclismo de su fortuna,la ruina de su honra, como si le hablase de los cataclismosgeológicos del tiempo de Noé. Le parecía que era otro Provisoraquel de quien el público se quejaba. «¡Ambición, simonía,soberbia, sordidez, escándalo...! ¿Qué tenía él que ver con todoaquello? ¿Para qué perseguían a aquel pobre don Fermín si yahabía muerto? Ahora el don Fermín era otro, otro que despreciabaa sus vecinos y ni siquiera se tomaba la molestia de quererlos mal.Él vivía para su pasión, que le ennoblecía, que le redimía. Si leapuraban, daría una campanada». El Magistral gozabaencontrando dentro de sí semejante hombre, más fuerte quenunca, decidido a todo, enamorado de la vida que tiene guardadospara sus predilectos estos sentimientos intensos, avasalladores. Larealidad adquiría para él nuevo sentido, era más realidad. Seacordaba de las dudas de los filósofos y los ensueños de losteólogos y le daban lástima. Los unos negando el mundo, los otrosvolatilizándolo , parecíanle desocupados dignos de compasión.«La filosofía era una manera de bostezar. La vida era lo que sentíaél; él, que estaba en el riñón de la actividad, del sentimiento. Unamujer deslumbrante de hermosura por alma y cuerpo, que en una

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hora de confesión le había hecho ver mundos nuevos, le llamabaahora su hermano mayor querido , se entregaba a él para serguiada por las sendas y trochas del misticismo apasionado,poético... Afortunadamente él tenía arte para todo: sabría sermístico hasta donde hiciera falta, perderse en las nubes sin olvidarla tierra». Recordaba que años atrás había pensado en escribirnovelas, en hacer una Sibila verdaderamente cristiana y unaFabiola moderna; lo había dejado, no por sentirse con pocasfacultades, sino porque le hacía daño gastar la imaginación. «Lasnovelas era mejor vivirlas».

Cosas así pensaba, dando golpecitos con un cuchillo sobre unacorteza de pan, mientras su madre narraba las cábalas deGlocester y las maquinaciones de los conjurados del Casino.

En cuanto pudo el Magistral escapó de casa, prometiendo ir asondear al Obispo. Tomó el camino de la Plaza Nueva. El caserónde la Rinconada le pareció envuelto en una aureola.

Le recibieron Ana y Don Víctor en el comedor. Ya era amigode confianza. Durante las dos enfermedades de la Regenta, elMagistral había prestado muchos servicios a don Víctor, y éste,aunque le era algo antipático el Magistral, se los habíaagradecido. Pero ya empezaba Quintanar, que siempre había sidoregalista, a sospechar algo malo de la influencia del sacerdocio ensu hogar, o sea el imperio. «El clero era absorbente». Sobre tododon Fermín había sido un poco jesuita. «¡Jesuita! ¡El casuismo...!¡El Paraguay...! Caveant consules!» Aunque la cortesía, leysuprema, le obligaba al más fino trato, no menos que la gratitud,don Víctor estuvo un poco frío con el canónigo, pero de modo queel otro no lo echó de ver siquiera. Notó que estorbaba allí el amode la casa, pero nada más.

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Ana, afectuosa, lánguida todavía, había estrechado la mano asu confesor, que sin darse cuenta, prolongó cuanto pudo elcontacto. Don Víctor los dejó solos a eso de las seis. Le esperabanen el Gobierno Civil para una junta de ganaderos. Se trataba detraer sementales del extranjero. Pero don Víctor tratabaprincipalmente de que le eligiesen segundo vicepresidente yreclamaba para Frígilis la primera secretaría. «Frígilis habíajurado renunciarla, pero no importaba; de todas suertes laelección era una honra para ellos, aunque lo negase el sarracenode Tomás». Quintanar contaba con el gobernador. Salió.

La Regenta sonrió a don Fermín y dijo:

-Dirá usted que soy una loca; ¿para qué escribirle cuandopodemos hablar todos los días? No pude menos. ¡Soy tan feliz!, ¡ydebo en tanta parte a usted mi felicidad! Quise contener aquelimpulso y no pude. A veces me reprendo a mí misma porquepienso que robo a Dios muchos pensamientos para consagrarlos alhombre que se sirvió escoger para salvarme.

El Magistral se sentía como estrangulado por la emoción. LaRegenta hablaba ni más ni menos como él la había hecho hablartantas veces en las novelas que se contaba a sí mismo al dormirse.

No vaciló en referir todo lo que había pasado por él desde queleyera aquella carta. «El mundo sin una amistad como la suya eraun páramo inhabitable; para las almas enamoradas de lo Infinito,vivir en Vetusta la vida ordinaria de los demás era comoencerrarse en un cuarto estrecho con un brasero. Era el suicidiopor asfixia. Pero abriendo aquella ventana que tenía vistas alcielo, ya no había que temer».

La Regenta habló de Santa Teresa con entusiasmo de idólatra;el Magistral aprobaba su admiración, pero con menos calor queempleaba al hablar de ellos, de su amistad y de la piedad

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acendrada que veía ahora en Anita. Don Fermín tenía celos de laSanta de Ávila.

Además, veía a su amiga demasiado inclinada a lasespeculaciones místicas, temía que cayera en el éxtasis, que teníasiempre complicaciones nerviosas, y era preciso evitar quepudiesen culparle a él de otra enfermedad probable si Ana seguíaaquel camino peligroso. Aconsejó la actividad piadosa. «En suestado y en el tiempo en que vivía la pura contemplación teníaque dejar mucho espacio a las buenas obras. Si ahora sentía Anitacierta pereza de rozarse otra vez con el mundo, se debía a laconvalecencia de que en rigor no había salido; pero cuando elvigor volviera por completo ya no la asustaría la acción, el ir yvenir; el trabajar en la obra de piedad a que se la invitaba».

Desde aquel día el Magistral influyó cuanto pudo en aquelespíritu que dominaba por entonces, para arrancarle de lacontemplación y atraerle a la vida activa. «Si se remontabademasiado, le olvidaría a él, que al fin era un ser finito. SantaTeresa había dicho, y Ana recordaba a cada momento que tenía:'...Una luz de parecerle de poca estima todo lo que se acaba', ycomo don Fermín había de acabarse, le espantaba la idea de quepor eso Ana llegase a tenerle en poco».

No hubiera sido el temor vano si las cosas hubiesen seguidocomo los primeros meses. Aunque tanto quería a su confesor, Anamuchas horas le olvidaba por completo como a todas las cosas delmundo.

Encerrada en su alcoba o en su tocador, que ya tenía algo deoratorio, sin necesidad de estímulos exteriores, perdida en lassoledades del alma, de rodillas o sentada al pie de su lecho, sobrela piel de tigre, con los ojos casi siempre cerrados, gozaba lavoluptuosidad dúctil de imaginar el mundo anegado en la esencia

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divina, hecho polvo ante ella. Veía a Dios con evidencia tal, que aveces sentía deseos vehementes de levantarse, correr a losbalcones y predicar al mundo, mostrándole la verdad que ellapalpaba; y entonces le costaba trabajo reconocer la realidad de lascriaturas. «¡Qué pequeñas eran!, ¡qué frágiles!, ¡cuánto mástenían de apariencia que de nada! Lo único que en ellas valía noera de ellas, era de Dios, era cosa prestada. ¡Dichas!, ¡dolores!Palabras nada más. ¿Cómo apreciarlos y distinguirlos si lo poco,lo nada que duraban no daba tiempo a ello?» Ana recordaba lavida de unos mosquitos muy pequeños que crecían todas lasmañanas a la orilla del río, volaban desde la ribera sobre las aguasy en medio de ellas morían y eran pasto de unos peces quecontaban todos los días con aquel alimento. Pues así era el vivirpara todas las criaturas, un rayo de sol que se cruza, para volver ala sombra de que vino. Y estos pensamientos, que antiguamente laatormentaban, ahora le daban alegría. Porque el vivir era el estarsin Dios; el morir, renacer en Él, pero renunciando a sí mismo.

Y como si sus entrañas entrasen en una fundición, Ana sentíachisporroteos dentro de sí, fuego líquido, que la evaporaba..., yllegaba a no sentir nada más que una idea pura, vaga, queaborrecía toda determinación, que se complacía en su simplicidad.Prolongaba cuanto podía aquel estado; tenía horror almovimiento, a la variedad, a la vida.

Entonces solía don Víctor asomar la cabeza, con su gorro deborla dorada, por la puerta de escape que abría con cautela, sinruido... Anita no le oía; y él, un poco asustado, con una emocióncomo creía que la tendría entrando en la alcoba de un muerto, seretiraba, de puntillas, con un respeto supersticioso. A dos cosastenía horror: al magnetismo y al éxtasis. ¡Ni electricidad nimisticismo! Una vez le había dado una bofetada a un chusco quele había cogido por la levita, en el gabinete de física de la

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Universidad, para hacerle entrar en una corriente eléctrica. DonVíctor había sentido la sacudida, pero acto continuo, ¡zas!, habíasantiguado al gracioso. El magnetismo, en que creía (aunqueestaba en mantillas, según él, esta ciencia), le asustaba también; yen cuanto a ver a su Divina Majestad, o figurársela, le parecíaemoción superior a sus fuerzas. «Yo no necesito de eso para creeren la Providencia. Me basta con una buena tronada para reconocerque hay un más allá y un Juez Supremo. Al que no le convence unrayo, no le convence nada».

«Pero respetaba la religiosidad exaltada de su esposa desdeque veía que iba de veras».

Llegaba de la calle; llamaba con una aldabonada suave..., subíala escalera procurando que sus botas no rechinasen, como solían,y preguntaba a Petra en voz baja, con cierto misterio triste:

-¿Y la señora?, ¿dónde está?

Como si preguntara ¿cómo va la enferma? Así andaba por todoel caserón, como si estuviera muriendo alguno. Sin darse cuentadel porqué, don Víctor se figuraba el misticismo de su mujercomo una cefalalgia muy aguda. Lo principal era no hacer ruido.Si el gato de Anselmo mayaba abajo, en el patio, don Víctor seenfurecía, pero sin dar voces, gritaba con timbre apagado ygutural:

-¡A ver!, ¡ese gato!, ¡que se calle o que lo maten!

Entraba en su despacho. Volvía entonces a sus máquinas ycolecciones; a veces tenía que clavar, serrar o cepillar. ¿Cómo nohacer ruido? Sobre todo, el martillo atronaba la casa. Quintanar loforró con bayeta negra, como un catafalco, y así clavaba; losmartillazos apagados tenían una resonancia mate, fúnebre, de malagüero, que llenaba de melancolía a don Víctor. Los canarios,

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jilgueros y tordos de su pajarera, que hacían demasiado ruido,fueron encerrados bajo llave para que no llegasen sus cánticosprofanos al tocador-oratorio de la Regenta.

Se acostumbró don Víctor de tal modo a hablar en voz baja,que hasta en la huerta, paseándose con Frígilis, eran sus palabrasun rumorcillo leve.

-Pero, hombre, parece que hablas con sordina... -decía Crespomalhumorado.

Quintanar le consultaba acerca del estado de Ana.

-¿A ti qué te parece de esto?

-Ps..., allá ella. Sus razones tendrá.

-Yo creo, Tomás, aquí para inter nos..., que Anita se nos hacesanta, si Dios no lo remedia. A mí me asusta a veces. ¡Si viesesqué ojos en cuanto se distrae! Ello sería un honor para lafamilia..., indudablemente, pero... ofrece sus molestias... Sobretodo, yo no sirvo para esto. Me da miedo lo sobrenatural. ¿Tendráapariciones?

Frígilis se permitía la confianza de no contestar a las queestimaba sandeces de su amigo.

También él pensaba en Anita. La veía muchas veces desde lahuerta, en su gabinete, sentada, arrodillada o de bruces al balcónmirando al cielo. Ella casi nunca reparaba en él; no era comoantes, que le saludaba siempre. Aquello de Ana también era unaenfermedad, y grave, sólo que él no sabía clasificarla. Era como sitratándose de un árbol empezara a echar flores y más flores,gastando en esto toda la savia; y se quedara delgado, delgado, ycada vez más florido; después se secaban las raíces, el tronco, lasramas y los ramos, y las flores, cada vez más hermosas, venían al

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suelo con la leña seca; y en el suelo..., en el suelo..., si no habíaun milagro, se marchitaban, se pudrían, se hacían lodo como todolo demás. Así era la enfermedad de Anita. En cuanto al contagio,que debía de haberlo habido, él lo atribuía al Magistral. Seacordaba del guante morado. Mucho tiempo lo había tenidoolvidado, pero un día se le ocurrió preguntar a la Regenta si lasseñoras usaban guantes de seda morada y ella se había reído. Era,por consiguiente, un guante de canónigo. Ripamilán no los usabacasi nunca. No quedaba más canónigo probable que el Magistral;el único bastante listo para meter aquellas cosas en la cabeza deAna. Del Magistral era el guante, sin duda. Y Petra andaba en elajo. Era encubridora. ¿De qué? Ésta era la cuestión. De nada malodebía de ser. Anita era virtuosa. Pero la virtud era relativa, comotodo; y sobre todo, Anita era de carne y hueso. Frígilis no temíalo presente, sino lo futuro; lo que podía suceder. No veía unafalta, sino un peligro. Algo había oído de lo que se murmuraba enVetusta, aunque en su presencia no se atrevían las malas lenguas aponer en tela de juicio el honor de los Quintanar. Se le mirabacomo hermano de don Víctor. «De todas maneras, él estaríaalerta». Y seguía velando por los árboles de don Víctor y por suhonor, «tal vez en peligro».

Petra tampoco veía claro. Estaba desorientada. La conducta desu ama le parecía propia de una loca. «¿A qué venía aquellasantidad? ¿A quién engañaba? ¡Oh!, si no fuera porque ella queríatener contento al Magistral, no serviría más tiempo a la hipócritaque la utilizaba como correo secreto y no le daba una malapropina, ni le decía palabra de sus trapicheos ni le ponía unabuena cara, a no ser aquella de beata bobalicona con queengañaba a todos».

Petra se encerraba en su cuarto. Colgada de un clavo a lacabecera de su cama de madera tenía una cartera de viaje, sucia y

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vieja. Allí guardaba con llave sus ahorros, ciertas sisas de mayorcuantía, y algunos papeles que podían comprometerla. De allísacaba el guante morado del Magistral, del que a nadie habíahablado. Era una prueba, no sabía de qué, pero adivinaba que sinsaber ella cómo ni cuándo, aquella prenda podía llegar a valermucho.

«¿Y qué probaba aquel guante respecto a la santidad de laseñora? Que era una hipócrita. ¡Si no fuera por el Magistral!»

Los Vegallana y sus amigos estaban asustados. El Marquéscreía en la santidad de Anita; la Marquesa encogía los hombros;temía por la cabeza de aquella chica. Visitación estaba volada,furiosa. «¡Sus planes por tierra! ¡Ana resistía! ¡No era de tierracomo ella!» Obdulia Fandiño no envidiaba la santidad de suamiga la Regenta, sino el ruido que metía, lo mucho que sehablaba de ella por todo el pueblo. Jamás había hecho tantasensación ella, la viudita, con el vestido más escandaloso, comoAna con su hábito y su beatería. «¡Qué atrasado, pero quéatrasado estaba aquel miserable lugarón!»

Entretanto Ana recobraba el apetito, la salud volvía aborbotones. Tenía sueños castos, tales se le antojaban, sin sujetohumano, como decía Ripamilán, pero dulces, suaves. Sentía,medio dormida, a la hora de amanecer sobre todo, palpitacionesde las entrañas que eran agradable cosquilleo; otras veces, comosi por sus venas corriese arroyo de leche y miel, se le figuraba queel sentido del gusto, de un gusto exquisito, intenso, se le habíatrasladado al pecho, más abajo, mejor, no sabía dónde, no era enel estómago, era claro, pero tampoco en el corazón; era en elmedio. Despertaba sonriendo a la luz. Su pensamiento primero,sin falta, era para el Señor. Oía los gritos de los pájaros en lahuerta, encontraba en ellos sentido místico, y la piedad matutinade Ana era optimista. El mundo era bueno, Dios se recreaba en su

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obra. Cada día encontraba la Regenta mayor consistencia en laidea de las cosas finitas; ya no le costaba tanto trabajo reconocersu realidad: volvían los seres materiales a tener para ella la poesíainefable del dibujo; la plasticidad de los cuerpos era una especiede bienestar de la materia, una prueba de la solidez del universo,y Ana se sentía bien en medio de la vida. Pensaba en las armoníasdel mundo y veía que todo era bueno, según su género. La idea deDios, la emoción profunda, intensa que le causaba la evidencia dela divinidad presente, no se deslucían, no se borraban; pero Diosya no se le aparecía en la idea de su soledad sublime, sinopresidiendo amorosamente el coro de los mundos, la creacióninfinita. Empezó a olvidar algunas noches la lectura de SantaTeresa. Seguía enamorada de la Doctora sublime, pero algunasopiniones de la Santa prefería pasarlas por alto, estaban en pugnacon las ideas propias; «al fin no en balde habían pasado tressiglos». Empezó Ana a comprender mejor lo que el Magistral lequería decir al hablarle de actividad piadosa.

«Es verdad -se decía-, no he de vivir en este egoísmo derecrearme en Dios; necesito, sí, trabajar más y más en la oraciónmental y en la contemplación, para ver más y más cada día en esaregión de luz en que el alma penetra, pero... ¿y mis hermanos? Lacaridad exige que se piense en los demás. Ya puedo, ya puedosalir, vivir, sacrificarme por el prójimo; ya estoy fuerte, Dios loha permitido».

El Magistral, mientras duraba la debilidad, le había prohibidoincorporarse para rezar de rodillas sus oraciones de la mañana.Pero ella en cuanto sintió aquella bienhechora fortaleza de losmúsculos, que es como el amor propio del cuerpo, gozóse endistender los miembros que volvían a cubrirse de rosas pálidas,otra vez repletos de vida circulante. Y sin descender del lecho,sobre las sábanas tibias, levemente mecida por los muelles del

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colchón al incorporarse, rezaba, toda de blanco, sumidas lasrodillas redondas y de raso en la blandura apetecible. Rezaba, y aveces en el entusiasmo de su fervor religioso acercaba el rostro alCristo inclinado sobre la cabecera y besaba las llagas de laimagen llorando a mares. Pensaba que aquellas lágrimas dulceseran la miel mezclada que corría dentro y ahora saltaba por losojos en raudal inagotable. Cuando estuvo mejor, aún más fuerte,huyó la pereza del colchón y saltó al suelo y rezó sobre la piel detigre. Aún quería más dureza, y separaba la piel y sobre lamoqueta que forraba el pavimento hincaba las rodillas. Pensó enel cilicio, lo deseó con fuego en la carne, que quería beber eldolor desconocido, pero el Magistral había prohibido talestormentos sabrosos.

El primer objeto a que Ana quiso aplicar su caridad ardientefue la conversión de su marido. Santa Teresa había trabajado porla piedad de su padre, que ya era cristiano de los buenos, perohabíale ella querido más piadoso todavía. Ana se propuso emplearsu celo en ganar para Dios el alma de su don Víctor, «que veníatambién a ser su padre».

La suavidad, la dulzura, la elocuencia, las caricias fueron losmedios, lícitos todos, que empleó con arte de maestro. Quintanartardó en conocer que su Anita, su querida Anita, queríaconvertirle a la piedad verdadera. Al principio sólo notó que sumujer se hacía más comunicativa, cariñosa a todas horas, comoantes lo era después de los ataques nerviosos y en ausencias oenfermedades. «¿Quería discutir por pasar el rato? Enhorabuena;él amaba la discusión». Y sostenía la tesis contraria para manteneranimado el debate. Pero, amigo, la Regenta había ido haciendo lacuestión personal; ya no se trataba de si Cristo había redimido atodas las Humanidades repartidas por los planetas de una solavez, o yendo de estrella en estrella a sufrir en todas muerte de

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cruz; ahora se trataba ya de si don Víctor confesaba muy de tardeen tarde, si perdía o no muchas misas (y sí que las perdía).«Además, los libros en que apacentaba el espíritu eran vanos;comedias, mentiras fútiles y peligrosas».

-¿Tú nunca has leído vida de santos, verdad?

-Sí, hija, sí, y autos sacramentales...

-No es eso..., Quintanar; hablo de La Leyenda de Oro y delAño Cristiano, de Croisset, por ejemplo.

-¿Sabes, hija mía...? Yo prefiero los libros de meditación...

-Pues toma el Kempis , la Imitación de Cristo..., lee y medita.

Y se lo hizo leer.

Y entre Kempis y la Regenta, y el calor que empezaba amolestarle, y la prohibición de los baños le quitaron el humor aldigno magistrado. Ya no leía, al dormirse, a Calderón, sino a Joby al dichoso Kempis. «¡Vaya unas cosas que decía aqueldemonche de fraile o lo que fuese! No, y lo que es razón tenía, esclaro; el mundo, bien mirado, era un montón de escorias. Él nopodía quejarse, en su vida no había habido desengaños terribles,grandes contrariedades, aparte de la muy considerable de no habersido cómico; pero en tesis general, el mundo estaba perdido. Yademás, esto de hacerse viejo, que le tocaba a él como a cadacual, era un gravísimo inconveniente. En la muerte no queríapensar, porque eso le ponía malo, y Dios no manda queenfermemos. La muerte..., la muerte... él tenía así... una vaga ydisparatada esperanza de no morirse... ¡La medicina progresatanto! Y además, se podía morir sin grandes dolores, por más queFrígilis lo negaba». En fin, no quería pensar en la muerte. Peropoco a poco Kempis fue tiznándole el alma de negro y don Víctorllegó a despreciar las cosas por efímeras. Una tarde, en su Parque,

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contemplaba a Frígilis que estaba a sus pies agachado plantandocebolletas, embebido en su operación.

«¡Valiente filósofo era Frígilis!» Don Víctor le miraba desde laaltura de su pesimismo prestado, y le despreciaba y compadecía.«¡Plantar cebolletas! ¿No prohibía San Alfonso Ligorio plantarárboles en general y edificar casas, que al cabo de los años mil secaen? Pues entonces, ¿para qué plantar cebolletas, si todo era unsoplo, nada...?»

«Corriente, pero aquello de disgustarse de todo era pocodivertido. ¿Qué iba él a hacer mano sobre mano un verano enterosin baños, ni bromas en las aguas de Termasaltas?»

«Y quedaba el rabo por desollar. La cuestión de salvarse o nosalvarse. Aquello era serio. A él le daba el corazón que sesalvaría; pero los santos escritores presentaban como tan difícil lacosa, que ya le inquietaban ciertas dudas... ¿Si no habría sido éltoda su vida bastante bueno? Había que pensar en esto; pero,¡Dios mío!, él no quería quebraderos de cabeza. Ya cuando lo dela jubilación, fundada en una enfermedad que no tenía, le habíacostado gran trabajo arreglar sus papeles y pedirrecomendaciones, y la jubilación era cosa temporal..., conque lasalvación del alma, la jubilación eterna como quien decía, ¡apenasiba a exigir esfuerzos, expedientes y también recomendaciones!Era preciso entregarse a su esposa para que le ayudase en tanarduo negocio».

La Regenta conoció bien pronto que don Víctor se entregaba.Aunque ella hubiera querido más acendrada piedad, tuvo quecontentarse con el dolor de atrición que claramente manifestabasu marido. Y no tuvo escrúpulo en asustarle un poco más de loque estaba, recordándole las penas del Infierno, aunque estosrecursos de terror le repugnaban a ella. Quintanar mostraba gran

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empeño en sostener que el fuego de que se trataba no era material,era simbólico.

-No es de fe -repetía-, en mi opinión, creer que ese fuego esfísico, material; es un símbolo, el símbolo del remordimiento.

Algo le tranquilizaba la idea de que le tostasen con símbolosen el caso desesperado de no salvarse, como deseaba seriamente.

El primer esfuerzo que hizo Anita para salir de casa tuvo porobjeto llevar a su don Víctor a la iglesia. Confesaron los dos conel Magistral.

A don Víctor al comulgar le atormentaba la idea de que nohabía confesado un pecadillo considerable: tenía sus dudasrespecto de la infalibilidad pontificia.

El canónigo Döllinger, de quien no sabía más sino que existíay que se había separado de la Iglesia, le seducía por su tenacidad,que le recordaba la de su tierra, Aragón, el reino más noble ytestarudo del Universo.

Los días para la Regenta se deslizaban suavemente.

El Magistral, su maestro, y don Víctor, su discípulo, eran loscompañeros de su vida al parecer sosa, monótona, pero por dentrollena de emociones. Seguía encontrando en la oración mentaldelicias inefables. Dios era no menos amable como Padre de lascriaturas, como Director de la gran «fábrica de la inmensaarquitectura», que en la pura contemplación de su Idea. «Además-pensaba Anita- fuera orgullo aspirar ahora a la visión de laDivinidad directamente; me faltan muchos pasos, muchasmoradas . Ya llegaré si el Señor lo tiene así dispuesto. Ahora debohacer lo que dice el Magistral; ya que las fuerzas vuelven a micuerpo, aprovecharlas en una actividad piadosa, que es lo que élllama higiene del espíritu. La ociosidad me volvería al pecado,

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como volvía a la misma Santa Teresa. Si para ella tenía tan gravepeligro, ¡qué será para mí!»

Anita recibía las pocas visitas que don Álvaro se atrevía ahacerle, sin alterarse, tranquila en su presencia, y tranquiladespués que se marchaba. Procuraba apartar de él su pensamiento,con la conciencia de que era aquel recuerdo una llaga del espírituque tocándola dolería. Tuvo valor para mostrarse fría con él, paracortar el paso a la confianza, para negarle la mano, para todo,hasta para verle despedirse... Pero en cuanto le vio salirtropezando, «ciego de amor y pena», creía ella, una lástimainfinita le inundó el alma, y tembló de miedo; su seno se hinchócon un suspiro... y la carne flaca tropezó con el Cristo amarillentode marfil que el Magistral había regalado a su amiga para que lollevase sobre el pecho.

Ana besó la imagen y volvió los ojos al cielo.

-Jesús, Jesús, tú no puedes tener un rival. Sería infame, seríaasqueroso...

Y recordó la ira de Jesús cuando se aparecía a Teresa que leolvidaba.

-Sería engañar a Dios, engañar al Magistral, pensar en esehombre ni un solo instante, ni siquiera para compadecerle... ¡Oh!,¡qué hipócrita, qué gazmoña miserable sería yo si tal hiciera!¡Qué romanticismo del género más ridículo y repugnante sería elmío, si después de tanta piedad que yo creí profunda, vocación demi vida en adelante, volviera una pasión prohibida a enroscarseen el corazón, o en la carne, o donde sea...! ¡No, no! ¡Ridículo,villano, infame, vergonzoso, además de criminal! ¡Mil veces no!Quiero morir, morir. Señor, antes que caer otra vez en aquellospensamientos que manchan el alma y le clavan las alas al suelo,entre lodo...

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Pero al día siguiente de la despedida de don Álvaro, Anadespertó pensando en él. «Ya no estaba en Vetusta. Mejor. Laterrible tentación le volvía la espalda, huía derrotada... Mejor...era un favor especial de Dios».

Aquella tarde bajó al Parque, a la hora en que don Álvaro sehabía despedido el día anterior.

« Veinticuatro horas hacía ya». Otras veces había estado días ydías sin verle, y le parecía muy tolerable la ausencia y corta. Peroestas veinticuatro horas eran de otra manera, se contaban porminutos... que es como se cuentan las horas. «Y bien, lo normal,lo constante, lo que debía ser ya siempre, era aquello... el noverle... Veinticuatro horas y después otras tantas... y así... toda lavida».

Hacía mucho calor. Ni debajo del toldo espeso de los castañosde Indias, ahora cargados de anchas hojas y penachos blancos,podía Ana respirar una ráfaga de aire fresco. Su pensamientoquería elevarse, volar al cielo, pero el calor, de unos 30 grados,que en Vetusta es mucho, le derretía las alas al pensamiento y caíaen la tierra, que ardía, en concepto de Ana.

Y para que no se le antojase volar más en toda la tarde, sepresentó en el Parque Visitación Olías de Cuervo, a quien elverano sentaba bien, y dejaba lucir trajes de percal fantásticos ybaratos. Venía alegre, vaporosa, y con las apariencias de untorbellino; daba gana de cerrar los ojos al verla acercarse. En lacalle la había querido abrazar un mozo de cordel. La aventura,ridícula y todo, la había rejuvenecido, había encendido chispas ensus ojuelos, y «¡ea! venía con afán de abrazar ella también».Abrazó a la Regenta, se la comió a besos... y después de contarlael paso de comedia del mozo de cordel, gritó de repente:

-A propósito, ¿no te ha contado Víctor lo de Álvaro?

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Visita tenía cogida por las muñecas a su amiga. Estabatomándola el pulso a su modo.

Clavó con sus ojos menudos los de Ana y repitió:

-¿No sabes lo de Álvaro?

El pulso se alteró, lo sintió ella con gran satisfacción. «A mícon santidades -pensó-; pulvisés, como dijo el otro».

-¿Qué le pasa?, ¿que se ha marchado? Ya lo sé.

-No, no es eso.

-¿Qué? ¿No se ha marchado?

Nueva alteración del pulso, según Visita.

-Sí, hija, sí, se ha marchado, pero verás cómo. Ya sabes quetenía relaciones con la señora de ese que es o fue ministro, norecuerdo, en fin ya sabes quién es, ese que viene a baños aPalomares.

-Sí, sí, bien...

-Pues bueno; esta mañana, lo ha visto medio Vetusta, al irMesía a tomar el tren de Madrid, el correo, el que sube... ¿estás?,se encontró con esa ministra, que es muy guapa, por cierto, enmedio del andén. ¡Figúrate! Total, que ella bajaba para Palomares,donde ha comprado una especie de chalet o demonios; bueno,pues, cátate que nuestro Alvarito, en vez de tomar el tren quesubía, el de Madrid, toma el que baja, da órdenes a su criado, paraque recoja corriendo el equipaje y se meta en el reservado quetraía la ministra, un coche salón con cama y demás. Y el maridono venía, por supuesto; ella, dos criados y los bebés como diceObdulia. ¡Figúrate! Todo Vetusta, que estaba en la estación estamañana por casualidad, se ha hecho cruces. Es mucho Álvaro.¿Pero ella?, ¿qué te parece de ella? A eso vamos; a lo

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escandalosas que son esas señoronas de Madrid. Y eso que éstatiene fama de virtuosa, ¡uf!, ¡ya lo creo...! La virtuosísima señoraministra de Gracia y salero... ¡pero, señor, cómo demonches sellama ese tipo de ministro...!

Ana recordaba perfectamente cómo se llamaba aquel «tipo deministro», pero no quiso decirlo; sintió que palidecía, por un fríode muerte que le subió al rostro; dio media vuelta, y disimulandocuanto pudo, se recostó en un árbol. Fingió entretenerse en rayarla corteza del tronco, y mudando de conversación, preguntó aVisita por un niño que tenía enfermo.

Pero Visita era tambor de marina, como decían ella y laMarquesa; de otro modo, que nadie se la pegaba; conoció laturbación de Ana, y con gran júbilo, confirmó para sus adentros lateoría del pulvisés, o sea, de la ceniza universal.

«Ana tenía celos; luego tenía amor; no hay humo sin fuego».

Se despidió al poco rato; ya había dado su noticia, ya sabía loque quería; no era cosa de perder el tiempo; necesitaba hacer enotra parte otra buena obra por el estilo. Se marchó, como lamarejada que se retira. Dejó los senderos blancos como si loshubiesen peinado. La escoba almidonada de enaguas y percalengomado dejó su rastro de rayas sinuosas y paralelas grabado enla arena.

Ana tuvo miedo. La tentación, la vieja tentación de donÁlvaro, le había sabido a cosa nueva; se le figuró un momentoque aquel dolor que sintiera al saber lo de la ministra, era más delas entrañas que sus demás penas; era un dolor que la aturdía, quepedía remedio a gritos desde dentro... Por la primera vez despuésde su enfermedad, sintió la rebelión en el alma.

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«Oh, no; no quería volver a empezar. Ella era de Jesús, lohabía jurado. Pero el enemigo era fuerte, mucho más de lo queella había creído. Otras veces había desafiado el peligro; ahoratemblaba delante de él. Antes la tentación era bella por elcontraste, por la hermosura dramática de la lucha, por el placer dela victoria; ahora no era más que formidable; detrás de latentación no estaba ya sólo el placer prohibido, desconocido,seductor a su modo para la imaginación; estaban además elcastigo, la cólera de Dios, el infierno. Todo había cambiado; suvocación religiosa, su pacto serio con Jesús la obligaban de otromodo más fuerte que los lazos demasiado sutiles del debervagamente admitido por la conciencia, sin pensar en sancióndivina. Antes no quería pecar por dignidad, por gratitud, porque...no. Ahora el pecado era algo más que el adulterio repugnante, erala burla, la blasfemia, el escarnio de Jesús... y era el infierno. Sicaía en los lazos de la tentación, ¿quién la consolaría cuandoviniese el remordimiento tardío?, ¿cómo llamar a Jesús otra vez?,¿cómo pensar en Teresa, que jamás había caído? No, no lallamaría, preferiría morir desesperada y sola. ¿Pero después? Elinfierno, aquella verdad tremenda, sublime en su mal sintérmino».

-Tú vencerás, Dios mío, tú vencerás -exclamó en voz alta,hablando con las nubecillas rosadas que imitaban en el cielo lasolas del mar en calma.

Aquella noche lloró la Regenta lágrimas que salían de lo másprofundo de sus entrañas, de rodillas sobre la piel de tigre, con lacabeza hundida en el lecho, los brazos tendidos más allá de lacabeza, las manos en cruz.

Desde el día siguiente el Magistral notó con mucha alegría queAna volvía su piedad del lado por donde él quería llevarla.

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«Menos contemplación y más devociones, obras piadosas y cultoexterno, que entretiene la imaginación».

Con un entusiasmo que tenía sus remolinos que atraían lasvoluntades, Ana se consagró a la piedad activa, a las obras decaridad, a la enseñanza, a la propaganda, a las prácticas de ladevoción complicada y bizantina, que era la que predominaba enVetusta. Aquellas exageraciones, que tal le habían parecido enotro tiempo, ahora las encontraba justificables, como los amantesse explican las mil tonterías ridículas que se dicen a solas.

«¿No había en los amores humanos un vocabulario infantil,ridículo, sin sentido para los profanos? Sí, lo había, ella no podíaasegurarlo por experiencia, pero lo había leído y el corazón se loconfirmaba. Pues bien, el amor de Dios, a su manera, podía tenersus niñerías, sus nimiedades, ridículas para las almas frías,indiferentes». Hasta llegó a comprender los superlativos deletanía de doña Petronila, o sea el Gran Constantino.

Al Magistral mismo se atrevía la Regenta a hablarle con ciertomimo, con una confianza llena de palabras de sentido nuevo yconvenido, con un estilo que podría llamarse humorismo piadoso.Y además se permitía Ana interesarse por los bienes puramentetemporales de su confesor. No le dejaba pasar debilidades,exponerse a un constipado. «¡Buena la haríamos si usted se memuriese! Todo esto, señor mío, es egoísmo, ni Dios ni usted hande agradecerlo».

Con estas palabras, y con las sonrisas que las acompañaban, elMagistral tenía para rumiar ocho días de felicidad inefable. «Sí,inefable. Él no se explicaba qué era aquello. No sospechaba queen el mundo, en el pícaro mundo se podía gozar así. A los treintay seis años, cuando él creía que ya nadie podía enseñarle nada,una señora inocente, joven, sin mundo, venía a mostrarle un

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universo nuevo, donde sin más que una sonrisita, una palabra, queera como la letra de una música que había en el modo de decirla,se veía uno de repente entre los ángeles, gozando como en elParaíso, sin querer nada más, sin pensar en nada más. ¡Gozando,gozando y gozando!»

Ni por las mientes se le pasaba reflexionar sobre su situación.¿Era aquello pecado? ¿Era aquello amor del que está prohibido aun sacerdote? Ni para bien ni para mal se acordaba don Fermín detales preguntas. Peor para ellas si se hubiera acordado.

-¡Usted nunca me habla de sí mismo! -le decía Ana con tonode reconvención, una mañana de agosto, en el parque, metiéndoleuna rosa de Alejandría, muy grande, muy olorosa, por la boca ypor los ojos. Estaban solos. Tácitamente habían convenido en queaquellas expansiones de la amistad eran inocentes. Ellos eran dosángeles puros que no tenían cuerpo. Anita estaba tan segura deque para nada entraba en aquella amistad la carne, que ella era laque se propasaba, la que daba primero cada paso nuevo en elterreno resbaladizo de la intimidad entre varón y hembra.

El Magistral con la cara llena del rocío de la flor y el corazónmás fresco todavía, contestó:

-¿Hablarle de mí mismo? ¡Para qué! Yo tengo, por razón de mioficio en la Iglesia militante, la mitad de mi vida entregada a lacalumnia, al odio, a la envidia, que la devoran y hacen de ella loque quieren: se me persigue, se me preparan asechanzas, hastahay sociedades secretas que tienen por objeto derribarme, comoellos dicen, de lo que llaman el poder... Todo eso es miseria. Ana,yo lo desprecio. Puedo asegurar a usted que yo no pienso más queen la otra mitad de mí mismo, que es la que traigo aquí, la quevive en la paz dulce de la fe, acompañada de almas nobles, santas,

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como la de una señora... que usted conoce... y a quien no apreciaen todo lo que vale...

Y el Magistral sonrió como un ángel, mientras aspiraba condelicia el perfume de rosa de Alejandría, que Ana sin resistenciahabía dejado en manos del clérigo.

Ella se puso seria, quiso explicaciones. «Se le perseguía, se lecalumniaba... tenía enemigos... y él sin decir nada a su amiga.¡Estaba bueno!» Algo había oído ella mucho tiempo hacía, perovagamente. Se acusaba al Magistral, a lo que podía entender, devicios tan torpes, de tan miserables delitos, que lo grosero de lacalumnia la hacía de puro inverosímil inofensiva casi.

La Regenta había despreciado y hasta olvidado aquellosrumores que llegaban de tarde en tarde a sus oídos. Pero ya que elMagistral mismo se quejaba, daba a entender que aquellapersecución le dolía, era necesario saber más, procurar elconsuelo de aquel corazón atribulado, buscar remedios eficaces,ayudar al justo perseguido, calumniado, que además del justo erael padre espiritual, el hermano mayor del alma, el faro de luzmística, el guía en el camino del cielo.

Aquella mañana de agosto el Provisor la señaló como una delas más felices de su vida. Ana le obligó a hablar, a contárselotodo. Él, elocuente, con imaginación viva, fuerte y hábil,improvisó de palabra una de aquellas novelas que hubiera escritoa no robarle el tiempo ocupaciones más serias. Se sentaron en elcenador. Don Fermín dijo, primero, sonriendo, que él tambiénquería confesarse con ella. «¿Creía Ana que era perfecto? ¿Queno había pasiones debajo de la sotana? ¡Ay sí! Demasiado ciertoera por desgracia». La confesión del Magistral se pareció a la demuchos autores que en vez de contar sus pecados aprovechan laocasión de pintarse a sí mismos como héroes, echando al mundo

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la culpa de sus males, y quedándose con faltas leves, por confesaralgo.

De aquella confidencia, Ana sacó en limpio que el Magistral,como ella creía, era un alma grande, que no había tenido másdelito que cierta vaga melancolía en la juventud y una ambiciónnoble, elevada, en la edad viril. Pero aquella ambición habíadesaparecido ante otra más grande, más pura, la de salvar lasalmas buenas, la de ella por ejemplo. Ana, al oír aquello, cerrabalos ojos para contener el llanto, y se juraba en silencioconsagrarse a procurar la felicidad de aquel hombre a quien tantodebía, que tan grande se le mostraba, que prefería vivir cerca deella para guiarla en el camino de la virtud, a ser obispo, cardenal,pontífice. «¡Y le calumniaban! ¡Y tenía enemigos! ¡Y habíahabido tiempo en que querían ponerle en ridículo, porque ella,Anita, seguía entregada a las vanidades del mundo, a pesar de serhija de confesión de don Fermín! ¡Oh, ya verían, ya verían enadelante!»

«¿Qué cosa mejor que aquella pasión ideal, aquel afán por unabuena obra, aquella abnegación, a que se proponía entregarse,para combatir la tentación cada vez más temible del recuerdo deMesía, que estaba en Palomares enamorado de la ministra?»

De Pas ya no sabía dónde iba a parar aquello.

Ana le admiraba, le cuidaba, estaba por decir que le adoraba,de tal suerte, que el peligro cada día era mayor. «Aunque lapasión que él sentía nada tenía que ver con la lascivia vulgar(estaba seguro de ello) ni era amor a lo profano, ni tenía nombreni le hacía falta, podía ir a dar no se sabía dónde. Y el Magistralestaba seguro de que al menor descuido de la carne, intrusa,temible, la Regenta saltaría hacia atrás, se indignaría y él perderíael prestigio casi sobrenatural de que estaba rodeado. Además,

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suponiendo que aquello parase en un amor sacrílego y adúltero,miserablemente sacrílego por haber tenido tales comienzos, ¡adiósencanto! Ya sabía él lo que era esto. Una locura grosera dealgunos meses. Después un dejo de remordimiento mezclado deasco de sí mismo; verse despreciable, bajo, insufrible, y despuésira y orgullo, y ambición vulgar y huracanes en la Curiaeclesiástica... No, no. La Regenta debía de ser otra cosa. Habíaque hacer a toda costa que aquello no pudiese degenerar en amorcarnal que se satisface. Y sobre todo, lo de antes, que la Regentase llamaría a engaño; era seguro».

Y después de una pausa, pensaba el Magistral:

«Y en último caso, ello dirá».

Don Víctor estaba cada día más triste. Por una parte aqueldolor de atrición, aquel miedo a no salvarse a pesar de ser tanbueno, de no haber hecho mal a nadie; por otro lado, el calor,aquel sudor continuo, aquellas noches sin dormir... la soledad deVetusta... la yerba agostada del Paseo Grande, la falta deespectáculos... «Y además que nadie le comprendía. Frígilis eraun estuco: en tratándose de cosas espirituales ya se sabía que nohabía que contar con él. Ni el verano le sofocaba, ni el invierno leencogía: era un marmolillo. Y a su mujer y al Magistral el estíode Vetusta, aquella tristeza de calles y paseos no les disgustaba».Iba don Víctor al Casino: ni un alma. Algún magistrado sinvacaciones que jugaba al billar con un mozo de la casa. En elgabinete de lectura, Trifón Cármenes repasando Ilustracionesantiguas; en el tresillo ni un socio; no le quedaba más que eldominó, que le era antipático por el ruido de las fichas y poraquello de estar sumando sin parar. Su contendiente de ajedrezestaba en unos baños. «¡Claro!, todo el mundo se estababañando». Aunque don Víctor otros veranos, si bien pasaba juntoal mar un mes, no se bañaba más que dos o tres veces, ahora

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echaba de menos todos los días la frescura de las olas. En elCasino leía los periódicos de La Costa: conciertos nocturnos alaire libre, giras campestres, regatas, de todo esto hablaban;¡cuánta gente!, ¡cuánta música!, ¡teatro, circo!, barcos, grandesvapores ingleses... y el mar... el mar inmenso... ¡Aquello eradivertirse! Don Víctor suspiraba y se volvía a casa.

«-No estaba la señora».

Pero estaba Kempis.

Allí, abierto, sobre la mesilla de noche. Sin poder resistir elimpulso, Quintanar tomaba el libro, después de quitarse elchaquet de alpaca y quedarse en mangas de camisa: tomaba ellibro y leía... «¡Vuelta al miedo!, a la tristeza, a la languidezespiritual. Era en efecto el mundo una laceria, como decía eltexto, y sobre todo en el verano. Vetusta era un pueblomoribundo. Aquella misma verdura de los árboles, tan desnudosen invierno, era bien venida en primavera, pero causaba ahorahastío: casi se deseaba la rama escueta, que tiene mejor dibujo».Hasta era capaz de hacerse artista de veras don Víctor a fuerza detriste y aburrido.

Y Ana volvía contenta de la calle. «Mejor, más valía quealguno lo pasara bien: él no era egoísta».

«¿Pero qué gracia le encontraría su mujer a la soledad deVetusta? Además, ¿no estaba allí el Kempis sangrando, probando,como tres y dos son cinco, que en el mundo nunca hay motivopara estar alegre? Verdad era que su Anita era feliz por razonesmás altas. Él no podía llegar a tal grado de piedad. Temía a Dios,reconocía su grandeza, ¡es claro!, ¡había hecho las estrellas, elmar, en fin, todo...! Pero una vez reconocido este Infinito Poder,él, Víctor Quintanar, seguía aburriéndose en aquel pueblo

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abandonado, sin teatro, sin paseos, sin mar, sin regatas, sin nadade este mundo. ¡Oh, si no fuera por sus pájaros!»

En tanto Ana, cada día más activa, procuraba olvidar, ymuchas veces lo conseguía, lo que llamaba la tentación, que cadavez era más formidable; y cuanto más temida, más fuerte. Perohuía de ella, acogíase a la piedad, y visitaba con celo apostólico yardiente caridad las moradas miserables de los pobres hacinadosen pocilgas y cuevas; llevaba el consuelo de la religión para elespíritu y la limosna para el cuerpo; solían acompañarla doñaPetronila Rianzares o alguna otra dama de su cónclave; perotambién iba sola. De cuantas ocupaciones le imponía la vidadevota, ésta era la que más le agradaba.

El verano robaba gran parte del contingente de aquellosejércitos piadosos del Corazón de Jesús, la Corte de María, elCatecismo, las Paulinas y demás instituciones análogas; muchasseñoras iban a baños o a la aldea. Pero el núcleo quedaba: era elgrupo numeroso y considerable de beatas ilustres que rodeaban alGran Constantino, a doña Petronila. Durante los meses del calordisminuían bastante las limosnas, pero se hablaba mucho en lascofradías, preparando las fiestas de otoño y de invierno, y ademásse murmuraba un poco de las ausentes. La Regenta, sin entrarjamás en estos conciliábulos, los perdonaba como falta leve, «queella, cargada de otras más graves, no tenía derecho a censurar».

Don Fermín y Ana se veían todos los días; en el caserón de losOzores unas veces, otras en el Catecismo, en la catedral, en SanVicente de Paúl, y más a menudo en casa de doña Petronila. Elobispo-madre siempre estaba ocupada; los dejaba solos en elsalón oscuro, y ella, con permiso de sus amigos, se iba a arreglarsus cuentas o lo que fuese.

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Vetusta era de ellos: la soledad del verano parecía darlesposesión del pueblo; hablaban en el pórtico de la catedral muchotiempo para despedirse, sin miedo de ser vistos; como si aquellasoledad de la iglesia se extendiera a todo el pueblo. Anitaencontraba la vida de Vetusta más tolerable que en invierno. Eneste particular no se entendían ella y su marido.

Don Fermín hubiera deseado que la estación no pasara, que losausentes se quedaran por allá. Su madre había ido a Matalerejo acobrar rentas y preparar la recolección; a recoger intereses demucho dinero esparcido por aquellas montañas. Teresina era elama de casa. Alegre todo el día, activa, solícita, llenaba el hogardel Magistral de cantares religiosos a los que daba, sin sabercómo, sentido profano, aire de la calle. Aquel tono alegre era máspicante por el contraste con el rostro de Dolorosa de la joven.Teresina había tomado un poco de color, y los ojos, rodeados deligeras sombras, eran más profundos, más hermosos que nunca enaquella oscuridad dulce y misteriosa de las pupilas. Amo y criadaestaban contentos. La libertad les sabía a gloria. Cada cual hacíalo que quería. No estaba doña Paula, no había que dar cuentas anadie. Y no faltaba nada. El señorito lo tenía todo a su tiempo yen su sitio como siempre. Ya podía vivir sin la señora.

El Magistral salía y entraba sin temor de interrogatoriosinsidiosos; si volvía tarde, no importaba. Todo, todo le sonreía.¡Ojalá fuera eterno el verano! Hasta sus enemigos habían cedidoen la calumnia; ya no se murmuraba tanto; muchos de loscalumniadores veraneaban; a los que quedaban les faltabaauditorio. Don Santos Barinaga no salía de casa, estaba enfermo.Sólo Foja, que no veraneaba por economía, procuraba mantener elfuego sagrado de la murmuración en el Casino, entre cuatro ocinco socios aburridos, que iban allí media hora a tomar café. Enfin, parecía aquello una suspensión de hostilidades. «Bien venido

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fuera; don Fermín aceptaba la lucha, si se ofrecía, pero prefería lapaz. Sobre todo ahora, que tenía más que hacer, algo mejor y másdulce que odiar y perseguir a miserables, dignos de desprecio y delástima».

Aquella felicidad que saboreaba De Pas como un gastrónomolos bocados, aquella libertad, aquella pereza moral que el veranohacía más voluptuosa para su cuerpo robusto, los sueños vagos deamor sin nombre, la deliciosa realidad de ver a la Regenta a todashoras y mirarse en sus ojos y oírla dulcísimas palabras de unaamistad misteriosa, casi mística, hacían desear a don Fermín queel sol se detuviera otra vez, que el tiempo no pasara. Aquelagosto, tan triste para don Víctor, era para el Magistral el tiempomás dichoso de su vida.

Cuando oía, desde su despacho, muy temprano, el «Santo Dios,Santo Fuerte», que cantaba como si fueran malagueñas Teresina,que hacía la limpieza allá fuera, tentaciones sentía de cantar éltambién. No cantaba, pero se levantaba, salía al pasillo.

-Teresina, el chocolate -gritaba alegre, frotándose las manos.

Y pasaba al comedor.

La doncella, a poco, llegaba con el desayuno en relucientejícara de china con ramitos de oro. Cerraba tras sí la puerta, y seacercaba a la mesa; dejaba sobre ella el servicio, extendía laservilleta delante del señorito... y esperaba inmóvil a su lado.

Don Fermín, risueño, mojaba un bizcocho en chocolate; Teresaacercaba el rostro al amo, separando el cuerpo de la mesa; abría laboca de labios finos y muy rojos, con gesto cómico sacaba más delo preciso la lengua, húmeda y colorada; en ella depositaba elbizcocho don Fermín, con dientes de perlas lo partía la criada, yel señorito se comía la otra mitad.

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Y así todas las mañanas.

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Capítulo XXII

Alegre, rozagante, como nuevo volvió de los baños deTermasaltas el señor Arcediano don Restituto Mourelo, dispuestoa emprender otra campaña, que esperaba fuese la última ydecisiva, «contra el despotismo del simoníaco y lascivo y sórdidoenemigo de la Iglesia que, apoderado del ánimo del señor Obispo,tenía sojuzgada a la diócesis». Con esta perífrasis aludía al señorProvisor el diplomático Glocester.

El primer disgustillo que tuvo De Pas aquel verano fue estanoticia, que le dieron en el coro, por la mañana.

-Ha llegado Glocester.

«No le temía, ni a él ni a nadie... ¡pero estaba tan cansado deluchar y aborrecer!»

Mourelo se encontró con otros muchos murmuradores derefresco y con los de depósito que no estaban menos ganosos deromper el fuego contra el común enemigo. Todos ardían en elsanto entusiasmo de la maledicencia. Los que venían de las aldeasy pueblos de pesca, traían hambre de cuentos y chismes; lasoledad del campo les había abierto el apetito de la murmuración;por aquellas montañas y valles de la provincia, ¿de quién se iba amaldecir? «¡Su Vetusta querida! Oh, no hay como los centros decivilización para despellejar cómodamente al prójimo. En lospueblos se habla mal del médico, del boticario, del cura, delalcalde; pero ellos, los vetustenses, los de la capital ¿cómo han decontentarse con tan miserable comidilla?» Civis romanus sum!,decía Mourelo: «Quiero murmuración digna de mí. Aplastemos,con la lengua, al coloso, no al médico de Termasaltas porejemplo».

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Y Foja y los demás que se habían quedado, también ansiabanla vuelta de los ausentes, para contarles las novedades ycomentarlas todos juntos. La animación de Vetusta renacía encabildo, cofradías, casinos, calles y paseos cuando los del veraneoempezaban a aparecer. Las amistades falsas, gastadas hastahacerse insoportables durante el común aburrimiento de uninvierno sin fin, ahora se renovaban; los que volvían encontrabangracia y talento en los que habían quedado y viceversa, todosreían los chistes y las picardías de todos. Poco a poco los círculosde la murmuración se animaban, la calumnia encendía los hornos,y los últimos que llegaban, los regazados, encontraban aquellohecho una gloria. «¡Qué ocurrencias, qué fina malicia, quéperspicacia! ¡Oh, el ingenio vetustense!»

El Magistral fue aquel año la víctima de las dionisíacas de lainjuria; no se hablaba más que de él.

«Don Santos Barinaga, el rival mercantil de La Cruz Roja, lavíctima del monopolio ilegal y escandaloso de doña Paula y suhijo; el pobre don Santos, se moría sin remedio, según donRobustiano Somoza, el médico de la aristocracia cuyas ideas noeran sospechosas».

-¿Y de qué dirán ustedes que se muere? -preguntaba Foja en uncorrillo, delante de la catedral, al salir de misa de doce.

-Se morirá de borracho -contestaba Ripamilán.

-No, señor, ¡se muere de hambre...!

-Se muere de aguardiente.

-¡De hambre...!

Y llegaba don Robustiano al corro y hablaba la ciencia:

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-Yo no acuso a nadie, la ciencia no acusa a nadie; otra es sumisión. Yo no niego que el alcoholismo crónico tenga parte en laenfermedad de Barinaga, pero sus efectos, sin duda, hubieranpodido cohonestarse -así decía- con una buena alimentación.Además, hoy día el pobre don Santos ya no tiene dinero ni paraemborracharse, ya no puede beber de pura miseria... Y aunqueustedes no comprendan esto, la ciencia declara que la privacióndel alcohol precipita la muerte de ese hombre, enfermo por abusodel alcohol...

-¿Cómo es eso, hombre? -preguntaba el Arcipreste.

-A ver, explíquese usted -decía Foja.

Don Robustiano sonreía; movía la cabeza con gesto decompasión y se dignaba explicar aquello. «Don Santos, aunque sepasmasen aquellos señores, a pesar de morir envenenado por elalcohol, necesitaba más alcohol para tirar algunos meses más. Sinel aguardiente, que le mataba, se moriría más pronto».

-Pero don Robustiano, ¿cómo puede ser eso?

-Señor Foja, ahí verá usted. ¿Conoce usted a Todd?

-¿A quién?

-A Todd.

-No, señor.

-Pues no hable usted. ¿Sabe usted lo que es el poderhipotérmico del alcohol? Tampoco; pues cállese usted. ¿Sabeusted con qué se come el poder diaforético del citado alcohol?Tampoco; pues sonsoniche. ¿Niega usted la acción hemostáticadel alcohol reconocida por Campbell y Chevrière? Hará usted malen negarla; se entiende, si se trata del uso interno. De modo queno sabe usted una palabra...

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-Pues por eso pregunto... Pero oiga usted, señor mío, pormucho que usted sepa y diga lo que quiera el señor Todd, ni laciencia, ni santa ciencia, tienen derecho para calumniar a donSantos Barinaga; harto tiene el pobre con morirse de hambre y dedisgustos, sin que usted por haber leído, sabe Dios dónde y concuánta prisa, un articulillo acerca del aguardiente, digámoslo así,se crea autorizado para insultar a mi buen amigo y llamarleborrachón en términos técnicos.

-Poco a poco -gritó Ripamilán-, en eso estoy yo conforme conla ciencia y con el señor Somoza, su legítimo representante. No sési un clavo saca otro clavo en medicina, ni si la mancha de laborrachera con otra verde se quita, pero don Santos es un tonel enpersona y tiene más espíritu de vino en el cuerpo que sangre enlas venas; es una mecha empapada en alcohol...; prenda ustedfuego y verá...

-Yo, señor Ripamilán, para confundir a este progresistatrasnochado no necesito que me ayude la Iglesia; me sobra y mebasta con la ciencia que es, en definitiva, mi religión.

Y volviéndose a Foja añadía el médico:

-Oiga usted, señor decurión retirado, ¿conoce usted la accióndel alcohol en las flegmasías de los bebedores? No mienta usted,porque no la conoce.

-¡Váyase usted a paseo, señor Fraigerundio de hospital! ¡Elembustero será usted! ¡Pues hombre! Bonita manía saca el señordoctor; hacérsenos el sabio ahora. A la vejez, viruelas.

-Menos insultos y más hechos.

-Menos botarga y más sentido común...

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-Caballero miliciano, yo soy el hombre de ciencia y usted esun doceañista en conserva... Chomel admite, y con él todo el quetenga dos dedos de frente, que en las enfermedades de losborrachos es imprescindible la administración de losespirituosos...

-¡Pero si yo niego la menor, so alcornoque!

-En medicina no hay mayores ni menores, ni judías nicontrajudías, señor tahúr.

-La menor es que sea borracho Barinaga...

-De modo que si usted me niega los... prodromos del mal...

Don Robustiano se puso colorado al pensar que había dicho undisparate.

-Qué hipódromos ni qué hipopótamos; yo defiendo a unausente...

-En fin, una palabra para concluir: ¿niega usted que si a unborracho se le priva por completo del alcohol, es lo más fácil quese presente un decaimiento alarmante, un verdadero colapso?

-Mire usted, señor pedantón, si sigue usted rompiéndome eltímpano con esas palabrotas, le cito yo a usted cincuenta milversos y sentencias en latín y le dejo bizco; y si no, oiga usted:

Ordine confectu, quisque libellus habet:quis, quid, coram quo, quo jure petatur et a quo.Cultus disparitas, vis, ordo, ligamen, honestas...

Ripamilán se retorcía de risa. Somoza, furioso, gritaba; y seoía: colapso..., flegmasía..., cardiopatía..., y el ex-alcalde, sinatender, continuaba mezclando latines:

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Masculino, es fustis, axis,turris, caulis, sanguis, collis,piscis, vermis, callis, follis.

El médico y el prestamista estuvieron a punto de venir a lasmanos. No se pudo averiguar de qué se moría don Santos, pero ala media hora se corría por Vetusta que, por culpa del Provisor, sehabían pegado y desafiado Foja y Somoza, y no se sabía si elmismo Ripamilán había recogido alguna bofetada.

Por algunos días vino a eclipsar al valetudinario Barinaga, que,en efecto, se consumía en la miseria, un suceso de gravedad suma,según Glocester y Foja y bandos respectivos: «La hija deCarraspique, sor Teresa, agonizaba en el inmundo asilo de lasSalesas, en la celda que era, según Somoza, un inodoro , por nodecir todo lo contrario».

Y dicho y hecho. Rosa Carraspique en el mundo, sor Teresa enel convento, murió de una tuberculosis según Somoza, de una tisiscaseosa según el médico de las monjas, que era dualista enmateria de tisis.

Pero lo que no dudó ningún enemigo del Provisor fue que laculpa de aquella muerte la tenía don Fermín, fuese lo que quierade los pulmones de la chica.

Doña Paula y don Álvaro llegaron a Vetusta el mismo día,aquel en que voló al cielo un ángel más, en opinión de TrifoncitoCármenes, que seguía siendo romántico, contra los consejos dedon Cayetano.

Un periódico liberal del pueblo, El Alerta, publicaba una trasotra estas dos gacetillas, que pusieron a don Fermín de un humorendiablado.

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« Bien venido. -De vuelta de su excursión veraniega ha llegadoa esta capital el ilustre caudillo del partido liberal dinástico deVetusta, el Ilmo. Sr. D. Álvaro Mesía. Dicen los numerososamigos que han acudido a visitar a nuestro distinguidocorreligionario, que viene dispuesto a proseguir su campaña depropaganda sensatamente liberal, así en el orden político como enel moral y canónico y religioso. Cuente con nuestro humildeapoyo para vencer los obstáculos tradicionales que aquí opone alverdadero progreso un despotismo teocrático de que está ya todoVetusta hasta los pelos, como se dice vulgarmente».

« En paz descanse. -Ha fallecido en su celda del convento delas Salesas la señorita doña Rosa Carraspique y Somoza, hija delconocido capitalista ultramontano don Francisco de Asís, monjaprofesa con el nombre de sor Teresa. Mucho tendríamos que decirsi quisiéramos hacernos eco de todos los comentarios a que hadado lugar esta desgracia inopinada. Sólo diremos que, enconcepto de los facultativos más acreditados, no ha sido extraña ala pérdida que lamentamos la falta de condiciones higiénicas deledificio miserable que habitan las Salesas. Pero además, se nosocurre preguntar: ¿Es muy higiénico que ciertos roedores seintroduzcan en el seno del hogar para ir minando poco a poco ycon influencia deletérea y pseudo-religiosa,la paz de las familias,la tranquilidad de las conciencias?»

«Si todos los elementos liberales, sin exageraciones, de nuestraculta capital no aúnan sus esfuerzos para combatir al poderosotirano hierocrático que nos oprime, pronto seremos todos víctimasdel fanatismo más torpe y descarado. -R.I.P.»

Ripamilán, con mal acuerdo, y sin que lo supiera el Magistral,se decidió a tomar la pluma y publicar en El Lábaro un articulejo,sin firma, defendiendo a su amigo, a las Salesas y a la gramáticamaltratada por el periódico progresista, según el canónigo.

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«Aparte -decía entre otras cosas- de que no sabemos si la monjaprofesa es el señor Carraspique o su hija, ¿quiere decirme elperiodista cascaciruelas, etc., etc...?»

Aquel cascaciruelas delató al Arcipreste; era su estilohumorístico: lo conocieron todos.

En Vetusta los insultos y murmuraciones en letras de moldellamaban mucho la atención. En vano publicaba Cármenes odas yelegías, nadie las leía; pero la gacetilla más insignificante quepudiera molestar un poco a cualquier vecino era leída, comentadadías y días; y cuando había tiroteo de sueltos o comunicados, loshabituales abonados no querían mejor diversión.

Por todo lo cual fue mayor el escándalo, y no se habló enmucho tiempo más que de la influencia deletérea del Magistral yde la muerte de sor Teresa.

-Sobre su conciencia tiene esa desgracia.

-Es un vampiro espiritual, que chupa la sangre de nuestrashijas.

-Esto es una especie de contribución de sangre que pagamos alfanatismo.

-Esto es una especie de tributo de las cien doncellas.

El Magistral hubiera querido poder despreciar tantosdisparates, tales absurdos, pero a su pesar le irritaban. Creyó alprincipio que «su pasión noble, sublime, le levantaría cien codossobre todas aquellas miserias», pero el oleaje de la falsaindignación pública salpicaba su alma, llegaba tan arriba como sudeliquio sin nombre; y la ira le borraba del cerebro muchas veceslas más puras ideas, las impresiones más dulces y risueñas. Seponía loco de cólera, y más y más le irritaba el no poder dominar

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sus arrebatos. Además, el mal era cierto; no por ser desatinada laacusación de los necios era menos poderosa y temible. Notaba elMagistral que su poder se tambaleaba, que el esfuerzo de tantos ytantos miserables servía para minarle el terreno... En muchascasas empezaba a notar cierta reserva; dejaron de confesar con élalgunas señoras de liberales, y el mismo Fortunato, el Obispo, aquien tenía De Pas en un puño, se atrevía a mirarle con ojos fríosy llenos de preguntas que entraban por las pupilas del Magistralcomo puntadas de acero.

Volvió la época del paseo en el Espolón, y don Fermín, alpasear allí su humilde arrogancia, su hermosa figura de buenmozo místico, observaba que ya no era aquello una marchatriunfal, un camino de gloria; en los saludos, en las miradas, enlos cuchicheos que dejaba detrás de sí, como una estela, hasta enla manera de dejarle libre el paso los transeúntes, notabaasperezas, espinas, una sorda enemistad general, algo como elmiedo que está próximo a tener sus peculiares valentíasinsolentes.

Y en casa, doña Paula ceñuda, silenciosa, desconfiada,preparándose para una tormenta, recogiendo velas, es decir,dinero; realizando cuanto podía, cobrando deudas, con fiebre dedeshacerse de los géneros de La Cruz Roja. «No parecía sino quese preparaba una liquidación. ¿A qué venía aquello?» Doña Paulano daba explicaciones. Sabía a qué atenerse: su hijo, su Fermo,estaba perdido; aquella pájara, aquella Regenta, santurrona enpecado mortal, le tenía ciego, loco; ¡sabía Dios lo que pasaría enaquel caserón de los Ozores! ¡Qué escándalo! Todo se lo iba allevar la trampa. Había que prepararse. Oh, podrían arrojarla deVetusta, pero ella no se iría sin llevarse medio pueblo entre losdientes». Por eso mordía con aquel furor que asustaba a su hijo.

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Fermo, el señorito , pensaba a solas, en su despacho de Faustoeclesiástico: «¡Solo, estoy solo, ni mi madre me consuela! ¿Quéhe de hacer? Entregarme con toda el alma a esta pasión noble,fuerte... ¡Ana, Ana y nada más en el mundo! Ella también estásola, ella también me necesita... Los dos juntos bastamos paravencer a todos estos necios y malvados».

Pálido, casi amarillo, agitado, muy nervioso, llegaba De Pas allado de su amiga mística, cada vez más hermosa, de nuevo frescay rozagante, de formas llenas, fuertes y armoniosas. La dulzuraparecía una aureola de Anita. La salud había vuelto, purificadacon cierta unción de idealidad, al cuerpo de arrogantetranstiberina de aquel modelo de madona.

Don Víctor Quintanar se había restituido a su amistad íntimacon don Álvaro Mesía en cuanto regresó éste de Palomares, y alpoco tiempo notó el Magistral que el converso se le rebelaba. Sibien seguía creyéndose profundamente piadoso, don Víctor hacíadistinciones sospechosas entre la religión y el clero, entre elcatolicismo y el ultramontanismo. «Yo soy tan católico como elprimero», ésta era su frase cada vez que decía alguna herejía oalgo parecido; pero se metía a interpretar a su modo los textos delAntiguo y Nuevo Testamento y hasta se atrevía a decir delante decuras y señoras que el hombre virtuoso es siempre un sacerdote, yque un bosque secular es el templo más propio de la religión pura,y que Jesucristo había sido liberal, con otros disparates. No eraesto lo peor, sino que la Regenta y don Fermín notaban enQuintanar cierta frialdad cada vez que los veía juntos y elMagistral tuvo que fingirse distraído ante algunos desairesdisimulados.

Don Álvaro no iba a casa de los Ozores sino muy de tarde entarde y sólo hacía visitas de cumplido, muy breves. ¿Por qué así?,preguntaba don Víctor. Y con medias palabras, su amigo le daba a

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entender que la Regenta le recibía con mala voluntad y que a élno le gustaba estorbar. Además, no era él solo el que se retraía. Elmismo Paco, el Marquesito, que en otro tiempo no hacía más queentrar y salir, ahora apenas parecía por aquella casa. Visitacióntambién iba de tarde en tarde, la Marquesa casi nunca, y así detodos los amigos y amigas; el Magistral y sólo el Magistral. Aquelbuen señor «hacía el vacío» en derredor de la Regenta. Ella estabacontenta, no parecía echar de menos a nadie; pero él, don Víctor,no era de la misma opinión; quería trato, conversación, amenacompañía.

Seguía confesando y comulgando cada dos meses, pero Kempisseguía cubierto de polvo entre libros profanos; conservaba elmiedo al infierno Quintanar, «pero no quería prescindir porcompleto de las ventajas positivas que le ofrecía su breveexistencia sobre el haz de la tierra». «Y sobre todo no quería queel fanatismo se enseñorease de su casa». Los consejos que paraexcitarle le daba Mesía, allá en el Casino, los tomaba muy encuenta don Víctor, y siempre se estaba preparando para ponerlospor obra, pero no se atrevía. No llegaba a más su audacia que aponer un gesto de vinagre de cuando en cuando, muy de tarde entarde, al enemigo, al Magistral; pero como este fingía nocomprender aquellas indirectas mímicas, no se adelantaba nada.

Don Víctor llegó a reconocer, pero sin confesarlo a nadie, queél era menos enérgico de lo que había creído, «no, no tenía fuerzapara oponerse al jesuitismo que había invadido su hogar». ¡Oh,por algo él vacilaba antes de consentir a De Pas apoderarse delánimo de su esposa! Sí..., al fin había sido jesuita... Quintanaracabó por comparar el poder del Provisor en el caserón de losOzores con el que tuvieron los jesuitas en el Paraguay. «Sí, micasa es otro Paraguay». Y cada día se encontraba más incapaz de

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oponerse a la perniciosa influencia. No sabía más que poner malacara y parar poco en casa.

Con esto sólo consiguió que la Regenta y el Magistralconviniesen en verse más a menudo fuera del caserón y menosveces en él. «Mejor era hablarse en casa de doña Petronila. ¿Paraqué molestar al pobre don Víctor? Ya que amistades nocivas leapartaban otra vez del buen camino y le envenenaban el alma coninsinuaciones malévolas, con sospechas torpes e impías, más valíadejarle en paz, apartar de su vista el espectáculo inocente, maspara él poco agradable, de dos almas hermanas que viven unidas,con lazo fuerte, en la piedad y el idealismo más poético».

En casa de doña Petronila, en el salón de balconesdiscretamente entornados, de alfombra de fieltro gris, era dondepasaban horas y horas los dos amigos del alma, hablando deintereses espirituales, como decía el Gran Constantino, sin mástestigo que el gato blanco, cada vez más gordo, que iba y veníasin ruido, y se frotaba el lomo contra las faldas de la Regenta y elmanteo del Magistral, cada día más familiarmente.

Anita notaba en don Fermín una palidez interesante, grandescercos amoratados junto a los ojos y una fatiga en la voz y en elaliento que la ponía en cuidado.

Le suplicaba que se cuidase, se lo pedía con voz de madrecariñosa que ruega al hijo de sus entrañas que tome una medicina.Él respondía sonriendo, echando fuego por los ojos, «que no teníanada, que era aprensión, que no había que pensar en su cuerpomiserable».

Algunos días había en sus diálogos pausas embarazosas; elsilencio se prolongaba molestándoles como un habladorimportuno.

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Los dos guardaban un secreto. Cuando creían conocerse uno aotro hasta el último rincón del alma, estaba pensando cada cual enla mala acción que cometía callando lo que callaba.

El Magistral padecía mucho siempre que Ana le hablaba de lasalud que él perdía. «¡Si ella supiera!»

Resuelto a que su amistad «con aquel ángel hermoso» noacabase de mala manera, en una aventura de grosero materialismollena de remordimientos y dejos repugnantes; seguro de queaquella mujer ponía en aquel lazo piadoso toda la sinceridad deun alma pura, y que degradarla, caso de que se pudiera, seríahacerle perder su mayor encanto, el Magistral, que vivía ya nadamás de esta refinada pasión que según él no tenía nombre,luchaba con tentaciones formidables, y sólo conseguíacontrarrestar las rebeliones súbitas y furiosas de la carne conarmisticios vergonzosos que le parecían una especie deinfidelidad. En vano pensaba: ¿qué le importa a mi doña Ana quemi corpachón de cazador montañés viva como quiera cuando meaparto de ella? Nada de mi cuerpo me pide ella; el alma es todasuya, y nada del alma pongo al saciar, lejos de su presencia,apetitos que ella misma sin saberlo excita; en vano pensaba esto,porque agudos remordimientos le pinchaban cada vez que Ana,solícita, dulce y sonriente le pedía con las manos en cruz que secuidara, que no entregase todas sus horas al trabajo y a lapenitencia. «¿Qué sería de ella sin él?»

-Figurémonos que usted se me muere: ¿qué va a ser de mí?

«Es horroroso, es horroroso -pensaba el Magistral-, pasar plazade santo a sus ojos y ser un pobre cuerpo de barro que vive comoel barro ha de vivir. Engañar a los demás no me duele; ¡pero aella! Y no hay más remedio». Quería que le consolase elreflexionar que por ella era todo aquello, que por ella había él

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vuelto a sentir con vigor las pasiones de la juventud que creyeramuertas, y que por ella, por respetar su pureza, se encenagaba élen antiguos charcos; pero esta idea no le consolaba, no apagaba elremordimiento.

Algunas semanas pasaba Teresina triste, temerosa de haberperdido su dominio sobre el señorito; entonces era cuando elMagistral vivía al lado de Ana libre de congojas, tranquilo en suconciencia; pero poco a poco el tormento de la tentaciónreaparecía; sus ataques eran más terribles, sobre todo máspeligrosos, que los del remordimiento; la castidad de Ana, suinocencia de mujer virtuosa, su piedad sincera, la fe con que creíaen aquella amistad espiritual, sin mezcla de pecado, eranincentivo para la pasión de don Fermín y hacían mayor el peligro;porque ella, que no temía nada malo, vivía descuidada sin ver quesu confianza, su cariñosa solicitud, aquella dulce intimidad, todolo que decía y hacía era leña que echaba en una hoguera. Y volvíaDe Pas, para evitar mayores males, a sus precauciones, que eranel contento de Teresina, lo que ella creía con orgullo su victoria.

Ana también tenía su secreto. Su piedad era sincera, su deseode salvarse firme, su propósito de ascender de morada en morada,como decía la santa de Ávila, serio; pero la tentación, cada díamás formidable. Cuanto más horroroso le parecía el pecado depensar en don Álvaro, más placer encontraba en él. Ya no dudabaque aquel hombre representaba para ella la perdición, perotampoco que estaba enamorada de él cuanto en ella había demundano, carnal, frágil y perecedero. Ya no se hubiera atrevido,como en otro tiempo, a mirarle cara a cara, a verle a su lado horasy horas, a probarle que su presencia la dejaba impasible; no, ahorahuir de él, de su sombra, de su recuerdo; era el demonio, era elpoderoso enemigo de Jesús. No había más remedio que huir de él,esto era humildad; lo de antes, orgullo loco. A la gracia y sólo a la

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gracia debía el vivir pura todavía; abandonada a sí misma, Ana seconfesaba que sucumbiría; si el Señor aflojara la mano unmomento, don Álvaro podría extender la suya y tomar su presa.Por todo lo cual no quería ni verle. Pero, sin querer, pensaba enél. Desechaba aquellos pensamientos con todas sus fuerzas, perovolvían. ¡Qué horrible remordimiento! ¿Qué pensaría Jesús? Ytambién, ¿qué pensaría el Magistral... si lo supiera? A la Regentale repugnaba, como una villanía, como una bajeza, aquellapredilección con que sus sentidos se recreaban en el recuerdo deMesía apenas se les dejaba suelta la rienda un momento. ¿Por quéMesía? El remordimiento que la infidelidad a Jesús despertaba enella era de terror, de tristeza profunda, pero se envolvía en unavaguedad ideal que lo atenuaba; el remordimiento de suinfidelidad al amigo del alma, al hermano mayor, a don Fermín,era punzante, era el que traía aquel asco de sí misma, el tormentoincomparable de tener que despreciarse. Además, Anita no seatrevía a confesar aquello con el Magistral. Hubiera sido hacerlemucho daño, destrozar el encanto de sus relaciones de puraidealidad. Volvía a valerse de sofismas para callar en la confesiónaquella flaqueza: «ella no quería» en cuanto mandaba en supensamiento, lo apartaba de las imágenes pecaminosas; huía dedon Álvaro, no pecaba voluntariamente. ¿Habría pecadoinvoluntario? De esto habló un día con el Magistral, sin decirleque la consulta le importaba por ella misma. Don Fermín contestóque la cuestión era compleja... y le citó autores. Entre ellosrecordó Ana que estaba Pascal en sus Provinciales ; ella teníaaquel libro, lo leyó... y creyó volverse loca. «Oh, el ser bueno eraademás cuestión de talento. Tantos distingos, tantas sutilezas laaturdían». Pero siguió callando el tormento de la tentación. Armapoderosa para combatirla fue la ardiente caridad con que laRegenta se consagró a defender y consolar a De Pas cuando sus

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enemigos desataron contra él los huracanes de la injuria, que Anacreía de todo en todo calumniosa.

La idea de sacrificarse por salvar a aquel hombre, a quiendebía la redención de su espíritu, se apoderó de la devota. Fuecomo una pasión poderosa, de las que avasallan, y Ana la acogiócon placer, porque así alimentaba el hambre de amor que sentía,de amor que tuviese objeto sensible, algo finito, una criatura. «Sí,sí -pensaba-, yo combatiré la inclinación al mal enamorándome deeste bien, de este sacrificio, de esta abnegación. Estoy dispuesta amorir por este hombre, si es preciso...» Pero no había modo deponer por obra tales propósitos. Ana buscaba y no encontrabamanera de sacrificarse por el Magistral. ¿Qué podía ella hacerpara contrarrestar la violencia de la calumnia? Nada. Nada porahora. Pero tenía esperanza; tal vez se presentaría un modo deutilizar en beneficio del pobre mártir aquella abnegación a queestaba resuelta... Mientras llegaba el momento, no podía más queconsolarle, y esto sabía hacerlo de modo que el Magistral teníaque emplear esfuerzos de titán para contenerse y no demostrarlesu agradecimiento puesto de rodillas y besándole los piesmenudos, elegantes y siempre muy bien calzados.

Y en tanto Foja, Mourelo, don Custodio, Guimarán, El Alertay, entre bastidores, don Álvaro y Visitación Olías de Cuervotrabajaban como titanes por derrumbar aquella montaña quetenían encima: el poder del Magistral.

Si la muerte de sor Teresa fue un golpe que hizo temblar alProvisor en aquel alto asiento en que se le figuraban susenemigos, y si pudo por algún tiempo dejar en la sombra al pobredon Santos Barinaga, al cabo de algunas semanas éste volvió abrillar dentro de su aureola de víctima y la compasión fementidadel público marrullero se volvió a él, solícita, con cuidados demadrastra que representa la comedia de la segunda madre. A los

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vetustenses, en general, les importaba poco la vida o la muerte dedon Santos; nadie había extendido una mano para sacarle de sumiseria; hasta seguían llamándole borracho; pero en cambio todosse indignaban contra el Provisor, todos maldecían al autor de tantadesgracia, y quedaban muy satisfechos, creyendo, o fingiendocreer, que así la caridad quedaría contenta.

-Oh, en este siglo -gritaba Foja en el Casino-, en este siglocalumniado por los enemigos de todo progreso, en este siglomaterialista y corrompido , no se puede ya impunemente insultarlos sentimientos filantrópicos del pueblo sin que una voz unánimese levante a protestar en nombre de la humanidad ultrajada. Elpobre don Santos Barinaga, víctima del monopolio escandaloso deLa Cruz Roja, muere de hambre en los desiertos almacenes dondeun tiempo brillaban los vasos sagrados, patenas y copones,lámparas y candeleros con otros cien objetos del culto; muere enaquel rincón y muere de inanición, señores, por culpa delsimoníaco que todos conocemos: muere, sí, morirá; pero el que seburla con artificios de nuestro código mercantil y de las leyes dela Iglesia, comerciando a pesar de ser sacerdote, el que mata dehambre al pobre ciudadano señor Barinaga, ¡ése no se gozará ensu obra mucho tiempo, porque la indignación pública sube, sube,como la marea..., y acabará por tragarse al tirano...!

Pero a pesar de este discurso y otros por el estilo, a Foja no sele ocurría mandar una gallina a don Santos para que le hiciesencaldo.

Y como él obraban todos los defensores teóricos delcomerciante arruinado. Decían a una que moría de hambre y nadieal visitarle le llevaba un pedazo de pan. Y hasta le visitabanpocos. Foja solía entrar y salir en seguida; en cuanto se cerciorabade la miseria y de la enfermedad del pobre anciano, ya teníabastante; salía corriendo a decir pestes del otro , del Provisor: así

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creía servir a la buena causa del progreso y de la humanidadsolidaria.

La fama bien sentada de hereje que había conquistado en losúltimos tiempos el buen don Santos, retraía a muchas almaspiadosas que de buen grado le hubieran socorrido.

Y solamente las Paulinas fueron osadas a acercarse al lechodel vejete para ofrecerle los auxilios materiales de la sociedad ylos espirituales de la Iglesia.

Fue en vano.

«Afortunadamente -decía don Pompeyo Guimarán al referir ellance-, afortunadamente estaba yo allí para evitar unaindignidad».

Don Santos había dado plenos poderes a su amigo donPompeyo para rechazar en su nombre toda sugestión delfanatismo.

Guimarán estaba muy satisfecho con «aquella misión delicadae importante, que exigía grandes dotes de energía y arraigadasconvicciones por su parte».

En efecto, llegaron al zaquizamí desnudo y frío en que yacíaaquella víctima del alcoholismo crónico los enviados de SanVicente de Paúl, que eran doña Petronila, o sea el GranConstantino, y el beneficiado don Custodio; la hija de Barinaga,la beata paliducha y seca, los recibió abajo, en la tienda vacía,lloriqueando. Hablaron los tres en voz baja; don Custodio decíalas palabras, llenas de silbidos suaves -imitación del Magistral-, aloído de su hija de penitencia; la consolaba, y ella, levantando losojos llenos de lágrimas, los fijaba como quien se acomoda en sitioconocido y frecuentado, en los del clérigo de almíbar. Subieron,de puntillas, dispuestos a intentar un ataque contra el enemigo.

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-¿Conque está arriba don Pompeyo? -preguntó en la escaleradon Custodio.

-Sí; no sale de casa estos días; mi padre me arroja a mí de sulado y clama por ese hereje chocho...

Don Pompeyo Guimarán oyó la voz del beneficiado y le sonó acura. Se preparó a la defensa, y procuró tomar un continentedigno de un librepensador convencido y prudentísimo. Echó lasmanos cruzadas a la espalda y se puso a medir la pobre estancia agrandes pasos, haciendo crujir la madera vieja del piso, decastaño comido por los gusanos. En la alcoba contigua, sin puerta,separada de la sala por una cortina sucia de percal encarnado, seoían los quejidos frecuentes y la respiración fatigosa del enfermo.

-¿Quién está ahí? -preguntó don Santos con voz débil, sin másenergía que la de una ira impotente.

-Creo que son ellos; pero no tema usted. Aquí estoy yo. Usted,silencio, que no le conviene irritarse. Yo me basto y me sobro.

Entró el enemigo; y aunque venía de paz y don Pompeyo sehabía propuesto ser muy prudente, en cuanto doña Petronila abrióel pico, el ateo extendió una mano y dijo interrumpiendo:

-Dispénseme usted, señora, y dispense este digno sacerdotecatólico..., vienen ustedes equivocados; aquí no se admitenlimosnas condicionales...

-¿Cómo condicionales...? -preguntó don Custodio, con muybuenos modos.

-No se sulfure usted, amigo mío, que otra me parece que es sumisión en la tierra; mire usted como yo hablo con todatranquilidad...

-Hombre, me parece que yo no he dicho...

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-Usted ha dicho ¿cómo condicionales?, y a mí no se meimpone nadie, vista por los pies, vista por la cabeza. Yo no odio alclero sistemáticamente, pero exijo buena crianza en toda personaculta.

-Caballero, no venimos aquí a disputar, venimos a ejercer lacaridad...

-Condicional...

-¡Qué condicional ni qué calabazas! -gritó doña Petronila, queno comprendía por qué se había de tener tantos miramientos conun ateo loco-. Usted no tiene -añadió- autoridad alguna en estacasa; esta señorita es hija de don Santos y con ella y con él es conquien queremos entendernos. Venimos a ofrecer espontáneamentelos auxilios que nuestra sociedad presta...

-A condición de una retractación indigna, ya lo sé. Don Santosha delegado en mí todos los poderes de su autonomía religiosa, yen su nombre, y con los mejores modos les intimo la retirada...

Y don Pompeyo extendió una mano hacia la puerta y estuvo unrato contemplando su brazo estirado y su energía.

Pero tuvo que bajar el brazo, porque doña Petronila replicó queno estaba dispuesta a recibir órdenes de un entrometido...

-Señora, aquí los entrometidos son ustedes. No se les hallamado, no se les quiere; aquí sólo se admite la caridad que nopide cédula de comunión.

-Nosotros tampoco pedimos cédula...

-Señor cura, a mí no me venga usted con argucias deseminario; la filosofía moderna ha demostrado que elescolasticismo es un tejido de puerilidades, y yo sé a lo quevienen ustedes. Quieren comprar las arraigadas convicciones de

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mi amigo por un plato de lentejas; una taza de caldo por laconfesión de un dogma; una peseta por una apostasía... ¡Esto esindigno!

-¡Pero, caballero...!

-Señor cura, acabemos. Don Santos está dispuesto a morir sinconfesar ni comulgar, no reconoce la religión de sus mayores.Estas son sus condiciones irrevocables; pues bien, a ese precio¿consienten ustedes en asistirle, cuidarle, darle el alimento y lasmedicinas que necesita?

-Pero, señor mío...

-¡Ah...!, ¡señor de usted..., ya decía yo! ¿Ve usted como a mí laescolástica no me confunde?

-Todo eso y mucho más -dijo el Gran Constantino- queremostratarlo con el interesado.

-Pues no será...

-Pues sí será...

-Señora, salvo el sexo, estoy dispuesto a arrojarles a ustedespor las escaleras si insisten en su procaz atentado...

Y don Pompeyo se colocó delante de la cortina de percal paracortar el paso al obispo-madre.

-¿Quién va?, ¿quién va? -gritó desde dentro Barinaga ronco yjadeante.

-Son las Paulinas -respondió Guimarán.

-¡Rayos y truenos, fuera de mi casa! ¿No tiene usted unaescoba, don Pompeyo? Fuego en ellas..., infames... ¿Y no andaahí un cura también...?

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-Sí, señor, anda...

-¡Será el Magistral, el ladrón, el rapavelas , el que me hadespojado..., y vendrá a burlarse..., oh, si yo me levanto...! ¿Perousted qué hace que no les balda a palos? Fuera de mi casa... Lajusticia..., ¿ya no hay justicia?, ¿no hay justicia para los pobres?

-Tranquilícese usted, que no es el Magistral.

-Sí es, sí es; lo sé yo. ¿No ve usted que es el amo del cotarro,el presidente de las Paulinas...? Entre usted, entre usted, sobandido..., y verá usted con qué arma digna de usted le aplasto loscascos...

-Calma, calma, amigo mío; yo me basto y me sobro paradespedir con buenos modos a estos señores.

-No, no, si es el Provisor déjele usted que entre, que quieromatarle yo mismo... ¿Quién llora ahí?

-Es su hija de usted.

-¡Ah grandísima hipocritona, si me levanto, mala pécora! Laque mata a su padre de hambre, la que echa cuentas de rosario ypelos en el caldo, la que me echa en las narices el polvo de lasala, la que se va a misa de alba y vuelve a la hora de comer...¡Infame, si me levanto!

-Padre, por Dios, por Nuestra Señora del Amor Hermoso,tranquilícese usted... Está aquí doña Petronila, está un señorsacerdote...

-Será tu don Custodio..., el que te me ha robado..., el majo delcabildo... ¡Ah, barragana, si os cojo a los dos...!

-¡Jesús, Jesús!, vámonos de aquí -gritó doña Petronilabuscando la escalera.

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Pero no pudieron marchar tan pronto, porque la hija de donSantos cayó desmayada. La bajaron a la tienda, para librarla delos gritos furiosos y de las injurias de su padre. Quedó el campopor don Pompeyo, que volvió a sus paseos y después fue a lacocina a espumar el puchero miserable de don Santos.

«Allí no había más caridad que la de él. Cierto que no podíaser pródigo con su amigo, porque la propia familia tan numerosatenía apenas lo necesario; pero solicitud, atenciones, no lefaltarían al enfermo».

Volvió a poco soplando un líquido pálido y humeante en el queflotaban partículas de carbón.

Se lo hizo beber a don Santos, sujetándole la cabeza quetemblaba y sin permitirle tomar la taza con su flaca mano, quetemblaba también.

De esta manera quedó el campo libre y por don Pompeyo, elcual no pensaba más que en asegurar el triunfo de sus ideas , paralo que era necesario estar de guardia todo el tiempo posible allado del enfermo y así evitar que la hija de don Santos introdujeseallí subrepticiamente «el elemento clerical».

Guimarán madrugaba para correr a casa de Barinaga; estabaallí casi siempre hasta la hora de cenar, y esta necesidad materialla despachaba en un decir Jesús, dando prisa a la criada, a sumujer, a las niñas.

-Ea, ea..., menos cháchara, la sopa..., que me esperan...

Comía, recogía los mendrugos de pan que quedaban sobre lamesa, un poco de azúcar y otros desperdicios, se los metía en unbolsillo y echaba a correr.

Algunas noches entraba en su hogar gritando:

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-¡A ver!, ¡a ver!, las zapatillas y el frasco del anís, que hoyvelo a don Santos.

La esposa de don Pompeyo suspiraba y entregaba las zapatillassuizas y el frasco del aguardiente, y el amo de la casa desaparecía.

Foja, los Orgaz, Glocester «como particular, no comosacerdote»; don Álvaro Mesía, los socios librepensadores quecomían de carne solemnemente en Semana Santa, algunos de losque asistían a las cenas secretas del Casino, los redactores delAlerta y otros muchos enemigos del Provisor visitaban de vez encuando a don Santos; todos compadecían aquella miseria entreprotestas de cólera mal comprimida. «Oh, el hombre que habíareducido a tal estado al señor Barinaga era bien miserable,merecía la pública execración». Pero nada más. Casi nadie seatrevía a dejar allí una limosna «por no ofender la susceptibilidaddel enfermo». Muchos se ofrecían a velarle en caso de necesidad.

Don Pompeyo recibía las visitas como si él fuera el amo decasa; Celestina tenía que tolerarlo porque su padre lo exigía.

-Él es mi único hijo..., descastada..., mi único padre..., miúnico amigo...; tú eres la que estás aquí de más..., ¡malaentraña..., mojigata...! -gritaba desde su alcoba el borrachomoribundo.

La enfermedad se agravó con las fuertes heladas con queterminó aquel año noviembre.

El primer día de diciembre Celestina se propuso, de acuerdocon don Custodio, dar el último ataque para conseguir que supadre admitiera los Sacramentos.

Al entrar, por la mañana, a eso de las ocho, don PompeyoGuimarán, que venía soplándose los dedos, la beata le detuvo enla tienda abandonada, fría, llena de ratones.

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Empleó la joven toda clase de resortes; pidió, suplicó, se pusode rodillas con las manos en cruz, lloró... Después exigió,amenazó, insultó: todo fue inútil.

-Hable usted con su papá -decía Guimarán por todacontestación-. Yo no hago más que cumplir su voluntad.

Celestina, desesperada, se acercó al lecho de su padre, lloróotra vez, de rodillas, con la cabeza hundida en el flaco jergón,mientras don Santos repetía con voz pausada, débil, que tenía unamajestad especial, compuesta de dolor, locura, abyección ymiseria:

-¡Mojigata, sal de mi presencia! Como hay Dios en los cielos,abomino de ti y de tu clerigalla... Fuera todos... Nadie me entre enla tienda, que no me dejarán un copón..., ni una patena... ¡Esalámpara, seor bandido! Y tú, hija de perdición, no ocultes debajodel mandil..., eso..., eso..., ese sacramento... ¡Fuera de aquí...!

-¡Padre, padre, por compasión..., admita usted los SantosSacramentos...!

-Me los han robado todos..., y las lámparas..., y tú losayudas..., eres cómplice... ¡A la cárcel!

-Padre, señor, por compasión de su hija..., los Sacramentos...,tome usted..., tome usted...

-No, no quiero..., seamos razonables. Una partida desacramentos... ¿para qué? Si la tomo... ahí se pudrirá en latienda... El Provisor les prohíbe comprar aquí... Ellos, lospobrecitos curas de aldea..., ¿qué han de hacer...? ¡Infelices...! Letemen, le temen... ¡Infame! ¡Infelices!

Y don Santos se incorporó como pudo, inclinó la cabeza sobreel pecho y lloró en silencio.

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Y repetía de tarde en tarde:

-¡Infelices...!

Celestina salió de la alcoba sollozando.

«Su padre había perdido la cabeza. Ya no podría confesar si norecobraba la razón... sólo por milagro de Dios».

-Ni puede, ni quiere, ni debe -exclamó don Pompeyo cruzadode brazos, inflexible, dispuesto a no dejarse enternecer por eldolor ajeno.

El día de la Concepción, muy temprano, el médico Somozadijo que don Santos moriría al oscurecer.

El enfermo perdía el uso de la poca razón que tenía muy amenudo; se necesitaba alguna impresión fuerte para que volviesea discurrir lo poco que sabía. La entrada de don Robustiano, o seade la ciencia, le hacía volver la atención a lo exterior. Almediodía le anunció Celestina que quería verle el señorCarraspique. Aquel honor inesperado puso al moribundo muydespierto. Carraspique, sin saludar a don Pompeyo, que se quedó,siempre cruzado de brazos, a la puerta de la alcoba, se colocó a lacabecera de Barinaga en compañía de un clérigo, el cura de laparroquia. Era éste un anciano de rostro simpático, de voz dulce;hablaba con el acento del país muy pronunciado. Carraspique, aquien en otro tiempo había pedido dinero prestado don Santos,tenía alguna autoridad sobre el enfermo; no se hablaban muchosaños hacía, pero se estimaban a pesar de las ideas y de la frialdadque el tiempo había traído. Barinaga, con buenos modos, usandoun lenguaje culto, que no era ordinario en él, se negó a laspretensiones del ilustre carlista y sincero creyente don FranciscoCarraspique.

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-Todo es inútil..., la Iglesia me ha arruinado..., no quiero nadacon la Iglesia... Creo en Dios..., creo en Jesucristo..., que era... ungrande hombre..., pero no quiero confesarme, señor Carraspique,y siento... darle a usted este disgusto. Por lo demás..., yo estoyseguro... de que esto que tengo... se curaría..., o por lo menos...,se..., se..., con aguardiente... Crea usted que muero por falta delíquidos... gaseosos... y sólidos...

Don Santos levantó un poco la cabeza y conoció al cura de laparroquia.

-Don Antero..., usted también... por aquí... Me alegro..., así...podrá usted dar fe pública..., como escribano... espiritual...,digámoslo así..., de esto que digo... y es todo mi testamento: quemuero, yo, Santos Barinaga..., por falta de líquidossuficientemente... alcohólicos..., que muero... de... eso..., quellama el señor médico..., Colasa... o Colás... segundo...

Se detuvo, la tos le sofocaba. Hizo un esfuerzo y trayendohacia la barba el embozo sucio de la sábana rota, continuó:

-Ítem: muero por falta de tabaco... Otrosí..., muero... por faltade alimento... sano... Y de esto tienen la culpa el señor Magistral,y mi señora hija...

-Vamos, don Santos -se atrevió a decir el cura-, no aflija usteda la pobre Celesta. Hablemos de otra cosa. Ni usted se muere, ninada de eso. Va usted a sanar en seguida... Esta tarde le traeré yo,con toda solemnidad, lo que usted necesita, pero antes es precisoque hablemos a solas un rato. Y después..., después..., recibiráusted el Pan del alma...

-¡El pan del cuerpo! -gritó con supremo esfuerzo elmoribundo, irritado cuanto podía-. ¡El pan del cuerpo es lo que yo

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necesito...! Que así me salve Dios... ¡Muero de hambre! Sí, el pandel cuerpo..., ¡que muero de hambre..., de hambre...!

Fueron sus últimas palabras razonables. Poco despuésempezaba el delirio. Celestina lloraba a los pies del lecho. DonAntero, el cura, se paseaba, con los brazos cruzados, por la salamiserable, haciendo rechinar el piso. Guimarán, con los brazoscruzados también, entre la alcoba y la sala, admiraba lo que élllamaba la muerte del justo. Carraspique había corrido a Palacio.

Llegó y todo se supo; el Obispo rezaba ante una imagen de laVirgen, y al oír que don Santos se negaba a recibir al Señor, y aconfesar, levantó las manos cruzadas... y con voz dulcementemajestuosa y llena de lágrimas exclamó:

-¡Madre mía, madre de Dios, ilumina a ese desgraciado...!

Estaba pálido el buen Fortunato; le temblaba el labio inferior,algo grueso, al balbucear sus plegarias íntimas.

El Magistral se paseaba a grandes pasos, con las manos a laespalda, en la cámara roja, cubierta de damasco.

Carraspique, que vestía el luto reciente de su hija, miraba adon Fermín con los ojos arrasados en lágrimas.

«Don Fermín padecía», pensaba el pobre don Francisco, y sinquerer, con gran remordimiento, él se alegraba un poco, gozaba elplacer de una venganza... «irracional..., injusta..., todo lo que sequiera..., pero gozaba acordándose de su hija muerta».

Sí, don Fermín padecía. «Aquella necedad del tendero deenfrente era una complicación».

De Pas ya no era el mismo que sentía remordimientosrománticos aquella noche de luna al ver a don Santos arrastrar sudegradación y su miseria por el arroyo; ahora no era más que un

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egoísta, no vivía más que para su pasión; lo que podría turbarle enel deliquio sin nombre que gozaba en presencia de Ana, esoaborrecía; lo que pudiera traer una solución al terrible conflicto,cada vez más terrible, de los sentidos enfrenados y de la eternidadpura de su pasión, eso amaba. Lo demás del mundo no existía. «Yahora don Santos moría escandalosamente, moría como un perro,habría que enterrarle en aquel pozo inmundo, desamparado, quehabía detrás del cementerio y que servía para los enterramientosciviles ; y de todo esto iba a tener la culpa él, y Vetusta se le iba aechar encima». Ya empezaba el rum rum del motín, el Chato veníaa cada momento a decirle que la calle de don Santos y la tienda sellenaban de gente, de enemigos del Magistral..., que se le llamabaasesino en los grupos -porque él obligaba al Chato a decirle laverdad sin rodeos-, asesino, ladrón... El Magistral al llegar a estepasaje de sus reflexiones, sin poder contenerse, golpeó elpavimento con el pie. Carraspique dio un salto. El Obispo,saliendo de su oratorio, con las manos en cruz, se acercó alProvisor.

-Por Dios, Fermo, por Dios te pido que me dejes...

-¿Qué...?

-Ir yo mismo; ver a ese hombre..., quiero verle yo..., a mí meha de obedecer..., yo he de persuadirle... Que traigan un coche sino quieres que me vean, una tartana, un carro..., lo que quieras...Voy a verle, sí, voy a verle...

-¡Locuras, señor, locuras! -rugió el Provisor sacudiendo lacabeza.

-¡Pero, Fermo, es un alma que se pierde...!

-No hay que salir de aquí... Ir... el Obispo... a un herejecontumaz..., absurdo...

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-Por lo mismo, Fermo...

-¡Bueno!, ¡bueno! Los Miserables , siempre la comedia... Laescena del Convencional, ¿no es eso? Don Santos es un borrachoinsolente que escupiría al Obispo con mucha frescura; donPompeyo discutiría con Su Ilustrísima si había Dios o no habíaDios... No hay que pensar en ello. ¡Absurdo moverse de aquí!

Hubo algunos momentos de silencio. Carraspique, únicotestigo de la escena, temblaba y admiraba con terror el poder delMagistral y su energía.

«Era verdad, tenía a S. I. en un puño». Después continuó donFermín:

-Además, sería inútil ir allá. El señor Carraspique lo ha dicho...Barinaga ya ha perdido el conocimiento, ¿verdad? Ya es tarde, yano hay qué hacer allí. Está ya como si hubiese muerto.

Carraspique, aunque con mucho miedo, animado por su afánpiadoso de salvar a don Santos, se atrevió a decir:

-Sin embargo, tal vez... Se ven muchos casos...

-¿Casos de qué? -preguntó el Magistral con un tono y unamirada que parecían navajas de afeitar-. ¿Casos de qué? -repitióporque el otro callaba.

-Puede pasar el delirio y volver a la razón el enfermo.

-No lo crea usted. Además, allí está el cura..., para eso estádon Antero... ¡Su Ilustrísima no puede..., no saldrá de aquí!

Y no salió.

El que entraba y salía era el Chato, Campillo, que hablaba ensecreto con don Fermín y volvía a la calle a recoger rumores y aespiar al enemigo. El cual se presentaba amenazador en la calle

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estrecha y empinada en que vivía don Santos, casi enfrente de lacasa del Magistral. Era la calle de los Canónigos , una de las másfeas y más aristocráticas de la Encimada.

Al oscurecer de aquel día no se podía pasar sin muchoscodazos y tropezones por delante de la tienda triste y desnuda deBarinaga. Sus amigos, que habían aumentado prodigiosamente enpocas horas, interceptaban la acera y llegaban hasta el arroyodivididos en grupos que cuchicheaban, se mezclaban, sedisolvían.

Por allí andaban Foja, los dos Orgaz y algunos otros de lossocios del Casino que asistían a las cenas mensuales en que seconspiraba contra el Provisor. El ex-alcalde se multiplicaba,entraba y salía en casa de don Santos, bajaba con noticias, lerodeaban los amigos.

-Está expirando.

-¿Pero conserva el conocimiento?

-Ya lo creo, como usted y como yo. -Era mentira. Barinagamoría hablando, pero sin saber lo que decía; sus frases eranincoherentes; mezclaba su odio al Magistral con las quejas contrasu hija. Unas veces se lamentaba como el rey Lear y otrasblasfemaba como un carretero.

-Y diga usted, señor Foja, ¿hay arriba algún cura? Dicen queha venido el mismo Magistral.

-¿El Magistral? ¡No faltaba más! Sería añadir el sarcasmo ala..., al... No vendrá, no. Quien está arriba es don Antero, el curade la parroquia; el pobre es un bendito, un fanático digno delástima y cree cumplir con su deber..., pero como si cantara. DonSantos era un hombre de convicciones arraigadas.

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-¿Cómo era? ¿Pues ha muerto ya? -preguntó uno que llegabaen aquel momento.

-No, señor, no ha muerto. Digo eso porque ya está más allá queacá.

-También don Pompeyo se ha portado con mucha energía,según dicen...

-También...

-Pero estando sano es más fácil.

-Y como no va con él la cosa...

-Morirá esta noche.

-El médico no ha vuelto.

-Somoza aseguraba que moriría esta tarde.

-Pues por eso no ha vuelto, porque se ha equivocado...

-El cura dice que durará hasta mañana.

-Y muere de hambre.

-Dicen que lo ha dicho él mismo.

-Sí, señor, fueron sus últimas palabras sensatas -advirtió Fojacontradiciéndose.

-Dicen que dijo: «¡El pan del cuerpo es el que yo necesito, queasí me salve Dios, muero de hambre!»

A Orgaz hijo se le escapó la risa, que procuró ahogar con elembozo de la capa.

-Sí, ríase usted, joven, que el caso es para bromas.

-Hombre, no me río del moribundo..., me río de la gracia.

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-Profundísima lección debía llamarla usted. Se muere dehambre, es un hecho; le dan una hostia consagrada, que yorespeto, que yo venero, pero no le dan un panecillo. -Así habló unmaestro de escuela perseguido por su liberalismo... y por elhambre.

-Yo soy tan católico como el primero -dijo un maestro de laFábrica Vieja, de larga perilla rizada y gris, socialista cristiano asu manera-, soy tan católico como el primero, pero creo que alMagistral se le debería arrastrar hoy y colgarlo de ese farol, paraque viese salir el entierro...

-La verdad es, señores -observó Foja-, que si don Santos muerefuera del seno de la Iglesia, como un judío, se debe al señorProvisor.

-Es claro.

-Evidente.

-¿Quién lo duda?

-Y diga usted, señor Foja, ¿no le enterrarán en sagrado,verdad?

-Eso creo: los cánones están sangrando; quiero decir que laSinodal está terminante. -Y se puso algo colorado, porque nosabía si los cánones sangraban o no, ni si la Sinodal hablaba delcaso.

-¡De modo que le van a enterrar como un perro!

-Eso es lo de menos -dijo el maestro de la Fábrica-, toda latierra está consagrada por el trabajo del hombre.

-Y además en muriéndose uno...

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-Más despacio, señores, más despacio -interrumpió Foja, queno quería desperdiciar el arma que le ponían en las manos paraatacar al Magistral-. Estas cosas no se pueden juzgarfilosóficamente. Filosóficamente es claro que no le importa a unoque le entierren donde quiera. Pero ¿y la familia? ¿Y la sociedad?¿Y la honra? Todos ustedes saben que el local destinado ennuestro cementerio municipal -y subrayó la palabra- a loscadáveres no católicos, digámoslo así...

Orgaz hijo sonrió:

-Ya sé, joven, ya sé que he cometido un lapsus. Pero no seausted tan material.

Aquel grupo de progresistas y socialistas serios miró en masaal mediquillo impertinente con desprecio.

Y dijo el socialista cristiano:

-Aquí lo que sobra es la materia; la letra mata, caballero, ytengo dicho mil veces que lo que sobran en España son oradores...

-Pues usted no habla mal ni poco; acuérdese del club difunto,señor Parcerisa...

Y Orgaz hijo dio una palmadita en el hombro al de la Fábrica.

Parcerisa sonrió satisfecho.

La conversación se extravió. Se discutió si el Ayuntamientodisputaba o no con suficiente energía al Obispo la administracióndel cementerio.

En tanto subían y bajaban amigas y amigos, curas y legos queiban a ver al enfermo o a su hija. Don Pompeyo había hechollevar a Celestina a su cuarto y allí recibía la beata a suscorreligionarias y a los sacerdotes que venían a consolarla.Guimarán no dejaba entrar en la sala más que a los espíritus

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fuertes, o por lo menos, si no tan fuertes como él, que eso eradifícil, partidarios de dejar a un moribundo «expirar en laconfesión que le parezca, o sin religión alguna si lo consideraconveniente».

-¡Muerte gloriosa! -decía don Pompeyo al oído de cualquierenemigo del Provisor que venía a compadecerse a última hora dela miseria de Barinaga-. ¡Muerte gloriosa! ¡Qué energía! ¡Quétesón! Ni la muerte de Sócrates... porque a Sócrates nadie lemandó confesarse.

Los que subían o bajaban, al pasar por la tienda abandonadaechaban una mirada a los desiertos estantes y al escaparatecubierto de polvo y cerrado por fuera con tablas viejas ydesvencijadas.

Sobre el mostrador, pintado de color de chocolate, un velón depetróleo alumbraba malamente el triste almacén cuya desnudezdaba frío. Aquellos anaqueles vacíos representaban a su modo elestómago de don Santos. Las últimas existencias, que había tenidoallí años y años cubiertas de polvo, las había vendido por cuatrocuartos a un comerciante de aldea; con el producto de aquellaliquidación miserable había vivido y se había emborrachado en laúltima parte de su vida el pobre Barinaga. Ahora los ratones roíanlas tablas de los estantes y la consunción roía las entrañas deltendero.

Murió al amanecer.

Las nieblas de Corfín dormían todavía sobre los tejados y a lolargo de las calles de Vetusta. La mañana estaba templada yhúmeda. La luz cenicienta penetraba por todas las rendijas comoun polvo pegajoso y sucio. Don Pompeyo había pasado la nocheal lado del moribundo, solo, completamente solo, porque no habíade contarse un perro faldero que se moría de viejo sin salir jamás

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de casa. Abrió Guimarán el balcón de par en par; una ráfagahúmeda sacudió la cortina de percal y la triste luz del día deplomo cayó sobre la palidez del cadáver tibio.

A las ocho se sacó a Celestina de la «casa mortuoria» y elcuerpo, metido ya en su caja de pino, lisa y estrecha, fuedepositado sobre el mostrador de la tienda vacía, a las diez. Novolvió a parecer por allí ningún sacerdote ni beata alguna.

-Mejor -decía don Pompeyo, que se multiplicaba...

-Para nada queremos cuervos -exclamaba Foja, que semultiplicaba también.

-Esto tiene que ser una manifestación -decía del ex-alcalde amuchos correligionarios y otros enemigos del Magistral reunidosen la tienda, al pie del cadáver-. Esto tiene que ser unamanifestación: el gobierno no nos permite otras, aprovechemosesta coyuntura. Además, esto es una iniquidad: ese pobre viejo hamuerto de hambre, asesinado por los acaparadores sacrílegos deLa Cruz Roja. Y para mayor deshonra y ludibrio, ahora se leniega honrada y cristiana sepultura, y habrá que enterrarle en losescombros, allá, detrás de la tapia nueva, en aquel estercolero quededican a los entierros civiles esos infames...

-¡Muerto de hambre y enterrado como un perro! -exclamó elmaestro de escuela perseguido por sus ideas.

-¡Oh, hay que protestar muy alto!

-¡Sí, sí!

-¡Esto es una iniquidad!

-¡Hay que hacer una manifestación!

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Hablaban también muchos conjurados con trazas de curiales dePalacio; eran amigos del Arcediano, del implacable Mourelo, queconspiraba desde la sombra.

-A ver usted, señor Sousa, usted que escribe los telegramas delAlerta... Es preciso que hoy retrasen ustedes un poco el númeropara que haya tiempo de insertar algo...

-Sí, señor, ahora mismo voy yo a la imprenta y con la mayorenergía que permite la ley, la pícara ley de imprenta, redactaré allímismo un suelto convocando a los liberales, amigos de la justicia,etc., etc... Descuide usted, señor Foja.

-Llame usted al suelto: Entierro civil.

-Sí, señor; así lo haré.

-Con letras grandes.

-Como puños, ya verá usted.

-Eso podrá servir de aviso a todo el pueblo liberal...

-¿Vendrán los de la Fábrica?

-¡Ya lo creo! -exclamó Parcerisa-. Ahora mismo voy yo allá acalentar a la gente. Esto no nos lo puede prohibir el gobierno...

-Como no se alborote...

El entierro fue cerca del anochecer. Sólo así podían asistir losde la Fábrica.

Llovía. Caían hilos de agua perezosa, diagonales, sutiles.

La calle se cubrió de paraguas.

El Magistral, que espiaba detrás de las vidrieras de sudespacho, vio un fondo negro y pardo; y de repente, como si sealzase sobre un pavés, apareció por encima de todo una caja

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negra, estrecha y larga, que al salir de la tienda se inclinó haciaadelante y se detuvo como vacilando. Era don Santos, que salíapor última vez de su casa. Parecía dudar entre desafiar el agua ovolver a su vivienda. Salió; se perdió el ataúd entre el oleaje deseda y percal oscuro. En el balcón que había sobre la puerta, entrelas rejas asomó la cabeza de un perro de lanas negro y sucio: elMagistral lo miró con terror. El faldero estiró el pescuezo,procuró mirar a la calle y se le erizaron las orejas. Ladró a la caja,a los paraguas y volvió a esconderse. Lo habían olvidado en lasala, cerrada con llave por don Pompeyo.

Guimarán, de levita negra, presidía el duelo.

Delante del féretro, en filas, iban muchos obreros y algunoscomerciantes al por menor, con más, varios zapateros y sastres,rezando Padrenuestros.

Guimarán había propuesto que no se dijese palabra.

«No había muerto el gran Barinaga, aquel mártir de las ideas,dentro de ninguna confesión cristiana; luego era contradictorio...»

-Deje usted, deje usted -había advertido Foja con mal gesto-.No seamos intransigentes, no extrememos las cosas. Es de másefecto que se rece.

-Esto no es una manifestación anticatólica -observó el maestrode escuela.

-Es anticlerical -dijo otro liberal probado.

-El tiro va contra el Provisor -manifestó un lampiño, de lapolicía secreta de Glocester.

Así pues, se convino que se rezaría y se rezó. Requiescat inpace , decía Parcerisa, que rezaba delante, con voz solemne, alterminar cada oración.

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Y contestaban los de la fila, que llevaban hachas encendidas:Requiescat in pace.

Ni el latín ni la cera le gustaban a don Pompeyo, pero habíaque transigir.

«Todo aquello era una contradicción, pero Vetusta no estabapreparada para un verdadero entierro civil».

Las mujeres del pueblo, que cogían agua en las fuentespúblicas; las ribeteadoras y costureras que paseaban por la calledel Comercio, y por el Boulevard, arrastrando por el lodo conperezosa marcha los pies mal calzados; las criadas que con lacesta al brazo iban a comprar la cena, se arremolinaban al pasar elentierro y por gran mayoría de votos condenaban el atrevimientode enterrar «a un cristiano» (sinónimo de hombre) sin necesidadde curas. Algunas buenas mozas, mal pergeñadas, alababan laidea en voz alta.

Hubo una que gritó:

-¡Así, que rabien los de la pitanza!

Esta imprudencia provocó otra del lado contrario.

-¡Anday, judíos! -exclamaba una moza del partido azotandocon un zueco la espalda de muchos de sus conocidos, peones dealbañil y canteros.

Detrás del duelo iba una escasa representación del sexo débil;pero, según las de la cesta y las de las fuentes públicas, «eranmalas mujeres».

-¡Anda tú, pendón!

-¿Adónde vais, pingos?

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Y las correligionarias de don Pompeyo reían a carcajadas,demostrando así lo poco arraigado de sus convicciones. La nochese acercaba; el cementerio estaba lejos, y hubo que apretar elpaso.

La lluvia empezó a caer perpendicular, pero en gotas mayores,los paraguas retumbaban con estrépito lúgubre y chorreaban portodas sus varillas. Los balcones se abrían y cerraban, cuajados decabezas de curiosos.

Se miraba el espectáculo generalmente con curiosidad burlona,con algo de desprecio. «Pero por lo mismo se declaraba mayor eldelito del Magistral. Aquel pobre don Santos había muerto comoun perro por culpa del Provisor, había renegado de la religión porculpa del Provisor, había muerto de hambre y sin sacramentos porculpa del Provisor».

«Y ahora los revolucionarios, que de todo sacan raja,aprovechan la ocasión para hacer una de las suyas...»

«Y por culpa del Provisor...»

«No se puede estirar demasiado la cuerda».

«Ese hombre nos pierde a todos».

Estos eran los comentarios en los balcones. Y después decerrarlos, continuaban dentro las censuras. Muchas amistadesperdió De Pas aquella tarde.

Sin que se supiera cómo, llegó a ser un lugar común, verdadevidente para Vetusta, que Barinaga había muerto como un perropor culpa del Magistral.

Los amigos que le quedaban a don Fermín reconocían que nose podía luchar, por aquellos días a lo menos, contra aquellaafirmación injusta, pero tan generalizada.

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El entierro dejó atrás la calle principal de la Colonia, queestaba convertida en un lodazal de un kilómetro de largo, yempezó a subir la cuesta que terminaba en el cementerio. El aguavolvía a azotar a los del duelo en diagonales, que el viento hacíapenetrar por debajo de los paraguas. Llovía a latigazos. Una nubenegra, en forma de pájaro monstruoso, cubría toda la ciudad ylanzaba sobre el duelo aquel chaparrón furioso. Parecía que losarrojaba de Vetusta, silbándoles con las fauces del viento quesoplaba por la espalda.

Se subía la cuesta a buen paso. La percalina de que iba forradoel féretro miserable se había abierto por dos o tres lados; se veíala carne blanca de la madera, que chorreaba el agua. Los queconducían el cadáver le zarandeaban. La fatiga y ciertasuperstición inconsciente les había hecho perder gran parte delrespeto que merecía el difunto. Todos los hachones se habíanapagado y chorreaban agua en vez de cera. Se hablaba alto en lasfilas.

-¡Deprisa, deprisa! -se oía a cada paso.

Algunos se permitían decir chistes alusivos a la tormenta. Enel duelo había más circunspección, pero todos convenían en lanecesidad de apretar el paso.

Aquel furor de los elementos despertó muchas preocupacionestaciturnas.

Don Pompeyo llevaba los pies encharcados, y era sabido que lahumedad le hacía mucho daño, le ponía nervioso y con esto se leachicaba el ánimo.

«No hay Dios, es claro -iba pensando-, pero si le hubiera,podría creerse que nos está dando azotes con estos diablos deaguaceros».

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Llegaron a lo alto, a la cima de aquella loma. La tapia delcementerio se destacaba en la claridad plomiza del cielo comouna faja negra del horizonte. No se veía nada distintamente. Loscipreses, detrás de la tapia, se balanceaban, parecían fantasmasque se hablaban al oído, tramando algo contra los atrevidos que seacercaban a turbar la paz del camposanto.

En la puerta se detuvo el cortejo. Hubo algunas dificultadespara entrar. Se habían olvidado ciertos pormenores y la mala fedel enterrador -tal vez la del capellán también- ponía obstáculosreglamentarios.

-¡A ver, dónde está Foja! -gritó don Pompeyo, que no seencontraba con ánimo para dar otra batalla al oscurantismoclerical.

Foja no estaba allí. Nadie le había visto en el duelo.

Don Pompeyo sintió el ánimo desfallecer. «Estoy solo; esecapitán Araña me ha dejado solo».

Sacó fuerzas de flaqueza, y ayudado por la indignacióngeneral, se impuso. El cortejo entró en el cementerio, pero no porla puerta principal, sino por una especie de brecha abierta en latapia del corralón inmundo, estrecho y lleno de ortigas y escajosen que se enterraba a los que morían fuera de la Iglesia católica.Eran muy pocos. El enterrador actual sólo recordaba tres o cuatroentierros así.

El duelo se despidió sin ceremonia; a latigazos lo despedía elviento con disciplinas de agua helada.

Don Pompeyo Guimarán salió del cementerio el último. «Erasu deber».

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Había cerrado la noche. Se detuvo solo, completamente solo,en lo alto de la cuesta. «A su espalda, a veinte pasos tenía la tapiafúnebre. Allí detrás quedaba el mísero amigo abandonado, prontoolvidado del mundo entero; estaba a flor de tierra..., separado delos demás vetustenses que habían sido por un muro que era unadeshonra; perdido, como el esqueleto de un rocín, entre ortigas,escajos y lodo... Por aquella brecha penetraban perros y gatos enel cementerio civil... A toda profanación estaba abierto... Y allíestaba don Santos..., el buen Barinaga que había vendido patenasy viriles..., y creía en ellos... en otro tiempo. ¡Y todo aquello eraobra suya..., de don Pompeyo; él, en el café-restaurant de la Paz,había comenzado a demoler el alcázar de la fe... del pobrecomerciante...!»

Un escalofrío sacudió el cuerpo de Guimarán. Se abrochó.«Había sido otra imprudencia venir sin capa».

Entonces sintió que no sentía ya el agua... «Era que ya nollovía». Sobre Vetusta brillaban entre grandes espacios de sombraalgunas luces pálidas, las estrellas; y entre las sombras de laciudad aparecían puntos rojizos simétricos: los faroles.

Guimarán volvió a temblar; sintió la humedad de los pies denuevo... y apretó el paso. Hubo más: se le figuró que le seguían;que a veces le tocaban sutilmente las faldas de la levita y elcabello del cogote... Y como estaba solo, seguramente solo..., notuvo inconveniente en emprender por la cuesta abajo un troteligero, con el paraguas debajo del brazo.

«No, no hay Dios -iba pensando-, pero si lo hubiera estábamosfrescos...»

Y más abajo:

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«Y de todas maneras, eso de que le han de enterrar a uno defijo, sin escape, en ese estercolero... no tiene gracia».

Y corría, sintiendo de vez en cuando escalofríos.

Don Pompeyo tuvo fiebre aquella noche.

« Ya lo decía él; ¡la humedad!»

Deliró.

«Soñaba que él era de cal y canto y que tenía una brecha en elvientre y por allí entraban y salían gatos y perros, y alguno queotro diablejo con rabo».

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Capítulo XXIII

«Tecum principium in die virtutis tuae in splendoribussanctorum, ex utero ante luciferum genui te».

Esto leyó la Regenta sin entenderlo bien; y la traducción delEucologio decía: «Tú poseerás el principado y el imperio en el díade tu poderío y en medio del resplandor que brillará en tus santosyo te he engendrado de mis entrañas desde antes del nacimientodel lucero de la mañana».

Y más adelante leía Ana con los ojos clavados en sudevocionario: «Dominus dixit ad me: Filius meus es tu, ego hodiegenui te. Alleluia».

¡Sí, sí, aleluya!, ¡aleluya!, le gritaba el corazón a ella... Y elórgano, como si entendiese lo que quería el corazón de laRegenta, dejaba escapar unos diablillos de notas alegres,revoltosas, que luego llenaban los ámbitos oscuros de la catedral,subían a la bóveda y pugnaban por salir a la calle, remontándoseal cielo..., empapando el mundo de música retozona. Decía elórgano a su manera:

Adiós, María Dolores,marcho mañanaen un barco de florespara La Habana,

y de repente, cambiaba de aire y gritaba:

La casa del señor curanunca la vi como ahora...

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y sin pizca de formalidad, se interrumpía para cantar:

Arriba, Manolillo,abajo, Manolé,de la quinta pasadayo te liberté;de la que viene ahorano sé si podré...arriba, Manolillo,Manolillo Manolé.

Y todo esto era porque hacía mil ochocientos setenta y tantosaños había nacido en el portal de Belén el Niño Jesús... ¿Qué leimportaba al órgano? Y, sin embargo, parecía que se volvía locode alegría..., que perdía la cabeza y echaba por aquellos tuboscónicos, por aquellas trompetas y cañones, chorros de notas queparecían lucecillas para alumbrar las almas.

El templo estaba oscuro. De trecho en trecho, colgado de unclavo en algún pilar, un quinqué de petróleo con reverberointerrumpía las tinieblas que volvían a dominar poco másadelante. No había más luz que aquella esparcida por las naves, eltrasaltar y el trascoro, y los cirios del altar y las velas del coroque brillaban a lo lejos, en alto, como estrellitas. Pero la músicaalegre botando de pilar en capilla, del pavimento a la bóveda,parecía iluminar la catedral con rayos del alba. Y no eran más quelas doce. Empezaba la misa del gallo.

El órgano, con motivo de la alegría cristiana de aquella horasublime, recordaba todos los aires populares clásicos en la tierravetustense y los que el capricho del pueblo había puesto en modaaquellos últimos años. A la Regenta le temblaba el alma con unaemoción religiosa dulce, risueña, en que rebosaba una caridad

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universal; amor a todos los hombres y a todas las criaturas... a lasaves, a los brutos, a las hierbas del campo, a los gusanos de latierra... a las ondas del mar, a los suspiros del aire... «La cosa erabien clara, la religión no podía ser más sencilla, más evidente:Dios estaba en el cielo presidiendo y amando su obra maravillosa,el Universo; el Hijo de Dios había nacido en la tierra y por talhonor y divina prueba de cariño, el mundo entero se alegraba y seennoblecía; y no importaba que hubiesen pasado tantos siglos, elamor no cuenta el tiempo; hoy era tan cierto como en tiempo delos Apóstoles que Dios había venido al mundo; el motivo paraestar contentos todos los seres, el mismo. Por consiguiente, elorganista hacía muy bien en declarar dignos del templo aquellosaires humildes con que solía alegrarse el pueblo y que cantabanlas vetustenses en sus bailes bulliciosos a cielo abierto. Aquelrecuerdo de canciones efímeras, que habían sido un poco de aireolvidado, le parecía a la Regenta una delicada obra de caridad porparte del músico... Recordar lo más humilde, lo que menos vale,un poco de viento que pasó..., y dignificar las emociones profanasdel amor, de la alegría juvenil, haciendo resonar sus cantares en eltemplo, como ofrenda a los pies de Jesús..., todo esto erahermoso, según Ana; la religión que lo consentía, maternal,cariñosa, artística».

«No había allí barreras, en aquel momento, entre el templo y elmundo; la naturaleza entraba a borbotones por la puerta de laiglesia; en la música del órgano había recuerdos del verano, de lasromerías alegres del campo, de los cánticos de los marineros a laorilla del mar; y había olor a tomillo y a madreselva, y olor a laplaya, y olor arisco del monte, y dominándolos a todos olormístico de poesía inefable... que arrancaba lágrimas...» La vigiliaexaltaba los nervios de la Regenta... Su pensamiento alremontarse se extraviaba y al difundirse se desvanecía... Apoyó la

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cabeza contra la panza churrigueresca de un altar de piedra,nuevo, que era el principal de la capilla en que estaba, sumida enla sombra. Apenas pensaba ya, no hacía más que sentir.

La verja de bronce dorado que separaba la capilla mayor delcrucero se interrumpía en ambos extremos para dejar espacio a lospúlpitos de hierro, todos filigrana. Servían de atriles para laEpístola y el Evangelio sendas águilas doradas con las alasabiertas. Ana vio aparecer en el púlpito de la izquierda del altar lafigura de Glocester, siempre torcida pero arrogante: la rica casullade tela briscada despedía rayos herida por la luz de los cirialesque acompañaban al canónigo. El Arcediano, en cuanto calló elórgano, como quien quiere interrumpir una broma con una notaseria, leyó la epístola de San Pablo Apóstol a Tito, capítulosegundo, dándole una intención que no tenía. Agradábale aGlocester tener ocupada por su cuenta la atención del público, yleía despacio, señalando con fuerza las terminaciones en us y en iy en is: por el tono que se daba al leer no parecía sino que laepístola de San Pablo era cosa del mismo Glocester, unacomposicioncilla suya. El órgano, como si hubiera oído llover, encuanto terminó el presuntuoso Arcediano, soltó el trapo, abriótodos sus agujeros y volvió a regar la catedral con chorritos decanciones alegres; el fuelle parecía soplar en una fragua de la quesalían chispas de música retozona; ahora tocaba como las gaitasdel país, imitando el modo tosco e incorrecto con que el gaiterojurado del Ayuntamiento interpretaba el brindis de la Traviata y elMiserere del Trovador . Por último, y cuando ya Ripamilánasomaba la cabecita vivaracha sobre el antepecho del otro púlpito,para cantar el Evangelio, el organista la emprendió con lamandilona :

Ahora sí que estarás contentón,mandilón,

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mandilón,mandilón.

Los carlistas y liberales que llenaban el crucero celebraron lagracia, hubo cuchicheos, risas comprimidas y en esto vio laRegenta un signo de paz universal. En aquel momento, pensabaella, unidos todos ante el Dios de todos, que nacía, las diferenciaspolíticas eran nimiedades que se olvidaban.

Ripamilán no pudo menos de sonreír, mientras colocaba, congran dificultad, el libro en que había de leer el Evangelio de SanLucas, sobre las alas del águila de hierro.

El Arcediano, en la escalera del púlpito, esperaba con losbrazos cruzados sobre la panza; cerca de él, y haciendo guardia,estaban dos acólitos con los ciriales; uno era Celedonio.

«Secuentia Sancti Evangelii secundum Lucaaam...!» , cantóRipamilán, muerto de sueño y aprovechándose del canto llanopara bostezar en la última nota.

«In illo tempore...!» , continuó... En aquel tiempo se promulgóun edicto mandando empadronar a todo el mundo. Fue cosa deCésar Augusto, muy aficionado a la Estadística. «Esteempadronamiento fue hecho por Cirino, que después fuegobernador de la Siria». Ripamilán se dormía sobre el recuerdo deCirino, pero al llegar al empadronamiento de José se animó elArcipreste, figurándose a los santos esposos camino de Bethlehem(o mejor Belén). «Y sucedió que hallándose allí le llegó a Maríala hora de su alumbramiento; y dio a luz a su Hijo primogénito yenvolvióle en pañales y recostóle en un pesebre». Ripamilán leíaahora pausadamente, a ver si se enteraba el público. Cuando llegóa los pastores que estaban en vela, cuidando sus rebaños, don

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Cayetano recordó su grandísima afición a la égloga y seenterneció muy de veras.

Más enternecida estaba la Regenta, que seguía en su libro lasencilla y sublime narración. «¡El Niño Dios! ¡El Niño Dios! Ellacomprendía ahora toda la grandeza de aquella Religión dulce ypoética que comenzaba en una cuna y acababa en una cruz.¡Bendito Dios! ¡Las dulzuras que le pasaban por el alma, lasmieles que gustaba su corazón, o algo que tenía un poco másabajo, más hacia el medio de su cuerpo...! ¡Y aquel Ripamilánallá arriba, aquel viejecillo que contaba lo del parto como siacabara de asistir a él! También Ripamilán estaba hermoso a sumanera».

En tanto el público empezaba a impacientarse, se iba acabandola formalidad, y en algunos rincones se oían risas que provocabaalgún chusco. En la nave del trasaltar, la más oscura, escondidosen la sombra de los pilares y en las capillas, algunos señoritos sedivertían en echar a rodar sobre el juego de damas del pavimentode mármol monedas de cobre, cuyo profano estrépito despertabala codicia de la gente menuda; bandos de pilletes que yaesperaban ojo avizor la tradicional profanación, corrían tras lasmonedas, y al caer tantos sobre una sola en racimo de carne yandrajos, excitaban la risa de los fieles, mientras ellos seempujaban, pisaban y mordían disputándose el ochavo miserable.

Pero llegaba la ronda y el racimo de pillos se deshacía, cadacual corría por su lado. La ronda la presidía el señor Magistral, deroquete y capa de coro; en las manos, cruzadas sobre el vientre,llevaba el bonete, a derecha e izquierda, como dándole guardia,caminaban con paso solemne acólitos con sendas hachas de cera.La ronda daba vueltas por el trascoro, las naves y el trasaltar. Sevigilaba para evitar abusos de mayor cuantía. La oscuridad deltemplo, los excesos de la colación clásica, la falta de respeto que

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el pueblo creía tradicional en la misa del gallo , hacían necesariastodas estas precauciones.

Había otra clase de profanaciones que no podía evitar la ronda.Apiñábase el público en el crucero, oprimiéndose unos a otroscontra la verja del altar mayor, y la valla del centro, debajo de lospúlpitos, y quedaban en el resto de la catedral muy a sus anchaslos pocos que preferían la comodidad al calorcillo humano deaquel montón de carne repleta. Como la religión es igual paratodos, allí se mezclaban todas las clases, edades y condiciones.Obdulia Fandiño, en pie, oía la misa apoyando su devocionario enla espalda de Pedro, el cocinero de Vegallana, y en la nuca sentíala viuda el aliento de Pepe Ronzal, que no podía, ni tal vez quería,impedir que los de atrás empujasen. Para la de Fandiño la religiónera esto, apretarse, estrujarse sin distinción de clases ni sexos enlas grandes solemnidades con que la Iglesia conmemoraacontecimientos importantes de que ella, Obdulia, tenía muyconfusa idea. Visitación estaba también allí, más cerca de lacapilla, con la cabeza metida entre las rejas. Paco Vegallana,cerca de Visitación, fingía resistir la fuerza anónima que learrojaba, como un oleaje, sobre su prima Edelmira. La joven, rojacomo una cereza, con los ojos en un San José de su devocionarioy el alma en los movimientos de su primo, procuraba huir de lavalla del centro contra la cual amenazaban aplastarla aquellas olashumanas, que allí en lo oscuro imitaban las del mar batiendo unpeñasco, en la negrura de su sombra. Todo el elemento joven deque hablaba El Lábaro en sus crónicas del pequeñísimo granmundo de Vetusta, estaba allí, en el crucero de la catedral, oyendocomo entre sueños el órgano, dirigiendo la colación deNochebuena, viendo lucecillas, sintiendo entre temblores de lapereza pinchazos de la carne. El sueño traía impíos disparates,ideas que eran profanaciones, y se desechaban para atenerse a los

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pecados veniales con que brindaba la realidad ambiente. Miradasy sonrisas, si la distancia no consentía otra cosa, iban y veníanenfilándose como podían en aquella selva espesa de cabezashumanas. Se tosía mucho y no todas las toses eran ingenuas. Enaquella quietud soporífera, en aquella oscuridad de pesadillahubieran permanecido aquellos caballeritos y aquellas señoritashasta el amanecer, de buen grado. Obdulia pensaba, aunque esclaro que no lo decía sino en el seno de la mayor confianza,pensaba, que el hacer el oso, que era a lo que llamaba timarseJoaquín Orgaz, si siempre era agradable, lo era mucho más en laiglesia, porque allí tenía un cachet. Y para la viuda las cosas concachet eran las mejores.

«En la inmoralidad que acusaba aquella aglomeración demalos cristianos», estaba pensando precisamente don PompeyoGuimarán, que, mal curado de una fiebre, había consentido encenar con don Álvaro, Orgaz, Foja y demás trasnochadores en elCasino y había venido con ellos a la misa del gallo.

«Sí, le remordía la conciencia, en medio de su embriaguez,pero el hecho era que estaba allí. Habían empezado poremborracharle con un licor dulce que ahora le estaba dandonáuseas, un licor que le había convertido el estómago en algo asícomo una perfumería... ¡puf!, ¡qué asco!; después le habían hechocomer más de la cuenta y beber, últimamente, de todo. Y cuandoél se preparaba a volverse a su casa, si alguno de aquellos señorestenía la bondad de acompañarle, ¡oh colmo de las bromas pesadasy ofensivas!, habían dado con él en medio de la catedral donde nohabía puesto los pies hacía muchos años. Había protestado, habíaquerido marcharse, pero no le dejaron, y él tampoco se atrevía abuscar solo su casa; y en la calle hacía frío».

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-Señores -dijo en voz baja a don Álvaro y a Orgaz-, conste queprotesto, y que obedezco a fuerza mayor, a la fuerza de laborrachera de ustedes, al permanecer en semejante sitio.

-¡Bien, hombre, bien!

-Conste que esto no es una abdicación...

-No... qué ha de ser... abdicación...

-Ni una profanación. Yo respeto todas las religiones, aunqueno profeso ninguna... ¿Qué dirá el mundo si sabe que yo vengoaquí... con una compañía de borrachos matriculados? Reconozcoen el Palomo el derecho de arrojarme del templo a latigazos o apatadas...

-Ya lo sabemos, hombre... -pudo balbucear Foja-. En resumen:don Pompeyo reconoce que él aquí representa lo mismo... que losperros en misa.

-Comparación exacta... eso, yo aquí lo mismo que un perro... Yademás esto repugna... Oigan ustedes a ese organista, borrachocomo ustedes probablemente: convierte el templo del Señor,llamémoslo así, en un baile de candil... en una orgía... Señores,¿en qué quedamos, es que ha nacido Cristo o es que ha resucitadoel dios Pan?

-¡Y Pun, Pin, Pun...!, yo soy el general... Bum Bum.

Esto lo cantó bajito Joaquín Orgaz, tocando el tambor en lacabeza de Guimarán. Y acto continuo el mediquillo salió de lacapilla oscura donde se representaba tal escena, y se fue a buscaruna aguja en un pajar, como él dijo, esto es, a buscar a Obduliaentre la multitud. Y la encontró, emparedada entre el formidableRonzal y el cocinero de Paco. Joaquín dio media vuelta y sevolvió al lado de don Pompeyo.

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La capilla desde la que oía misa la Regenta estaba separadasólo por una verja alta de la en que se habían escondido lostrasnochadores del Casino. Ana oyó la voz de Orgaz que disuadíaal ateo de su propósito de abandonar el templo. Pero de unacapilla a otra no se distinguían las personas, sólo se veían bultos.

Cuando pasó la ronda fue otra cosa; las hachas de los acólitosdejaron a Anita ver a una claridad temblona y amarillenta lafigura arrogante del Magistral al mismo tiempo que la esbelta ygraciosa de don Álvaro, que con los ojos medio cerrados,semidormido, con la cabeza inclinada, y cogido a la verja queseparaba las capillas, parecía atender a los oficios divinos con elrecogimiento propio de un sincero cristiano.

El Magistral también pudo ver a la Regenta y a don Álvaro,casi juntos, aunque mediaba entre ellos la verja. Le tembló elbonete en las manos; necesitó gran esfuerzo para continuaraquella procesión que en aquel instante le pareció ridícula.

Mesía no vio ni al Magistral ni a la Regenta, ni a nadie. Estabamedio dormido en pie. Estaba borracho, pero en la embriaguez noera nunca escandaloso. Nadie sospechaba su estado.

Ana siguió viendo a don Álvaro aun después que la ronda sealejó con sus luces soñolientas. Siguió viéndole en su cerebro; yse le antojó vestido de rojo, con un traje muy ajustado y muyairoso. No sabía si era aquello un traje de Mefistófeles de ópera oel de cazador elegante, pero estaba el enemigo muy hermoso, muyhermoso... «Y estaba allí cerca, detrás de aquella reja; ¡si dabatres pasos podía tocarla a ella!» El órgano se despedía de losfieles con las mayores locuras del repertorio; un aire que Anahabía oído por primera vez al lado de Mesía, en la romería de SanBlas, aquel mismo año... Cerró los ojos, que se le habían llenadode lágrimas... «¡Por dónde la tomaba ahora la tentación! Se hacía

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sentimental, tierna, evocaba recuerdos, la autoridad de losrecuerdos, que era siempre cosa sagrada, dulce, entrañable... ¿Quéhabía pasado en aquella romería de San Blas? Nada, y sinembargo, ahora recordando aquella tarde, por culpa del organista,Ana veía a don Álvaro a su lado, muerto de amor, mudo derespeto, y a sí misma se veía, contenta en lo más hondo delalma... ¡ay sí, ay sí...! en unas honduras del alma, o del cuerpo, odel infierno... a que no llegaban las suaves pláticas del misticismoy fraternidad de que seguía gozando en compañía de aquel señorcanónigo que acababa de pasar por allí, con las manos cruzadassobre el vientre, rodeado de monaguillos».

Cuando Ana procuró sacudir, moviendo la cabeza, aquellasimágenes importunas y pecaminosas, el templo iba quedándosevacío. Tuvo ella frío y casi miedo a la sombra de un confesonarioen que se apoyaba. Se levantó y salió de la catedral que empezabaa dormirse.

El órgano se había callado como un borracho que duermedespués de alborotar el mundo. Las luces se apagaban...

En el pórtico encontró Ana al Magistral.

Don Fermín estaba pálido; lo vio ella a la luz de una cerillaque encendieron por allí. Cuando volvió la oscuridad, De Pas seacercó a la Regenta y con una voz dulce en que había quejas lepreguntó:

-¿Se ha divertido usted en misa?

-¡Divertirme en misa!

-Quiero decir si le ha gustado... lo que tocan... lo que cantan...

Notó Ana que su confesor no sabía lo que decía.

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En aquel momento salían del pórtico; en la calle había algunosgrupos de rezagados. Había que separarse.

-¡Buenas noches, buenas noches! -dijo el Magistral con tonode mal humor, casi con ira.

Y embozándose sin decir más, tomó a paso largo el camino desu casa.

Ana sintió deseos de seguirle: ella no sabía por qué pero letenía enfadado: ¿qué había hecho ella? Pensar, pensar en elenemigo, gozar con recuerdos vitandos... pero... de todo eso¿cómo podía tener don Fermín noticia...? ¡Y se había marchadoasí! Una profunda lástima y una gratitud que parecía amorinvadieron el ánimo de Ana en aquel instante... «¡Oh!, ¿por quéella no podía ahora ir con aquel hombre, llamarle, consolarle...probarle que era la de siempre, que ella no le volvía la espaldacomo tantas otras...? Sí, sí, le volvían la espalda a él, el santo, elhombre de genio, el mártir de la piedad... le volvían la espalda lasque antes se le disputaban, y todo ¿por qué?, por viles calumnias.Ella no, ella creía en él... le seguiría ciega al fin del mundo; sabíaque entre él y Santa Teresa la habían salvado del infierno...» Perono se podía correr detrás de él para consolarle, para decirle todoesto. «¡Qué hubiera pensado, sin ir más lejos, Petra, la doncella,que estaba allí, a su lado, silenciosa, sonriente, cada día másantipática, y más servicial ... y más insufrible!»

Petra, mientras hablaron el Magistral y Ana, se había separadodiscretamente dos pasos. Al ver al Provisor escapar y embozarsecon tanto garbo, pensó la criada:

«Están de monos», y sonrió.

La Regenta tomó el camino de la Plaza Nueva. Iba andandomedio dormida; estaba como embriagada de sueño y música y

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fantasía... Sin saber cómo se encontró en el portal de su casapensando en el Niño Jesús, en su cuna, en el portal de Belén. Ellase figuraba la escena como la representaba un nacimiento quehabía visto aquella noche a primera hora.

Cuando se quedó sola en su tocador, se puso a despeinarsefrente al espejo; suelto el cabello, cayó sobre la espalda.

«Era verdad, ella se parecía a la Virgen; a la Virgen de laSilla... pero le faltaba el niño»; y cruzada de brazos se estuvocontemplando algunos segundos.

A veces tenía miedo de volverse loca. La piedad huía derepente, y la dominaba una pereza invencible de buscar elremedio para aquella sequedad del alma en la oración o en laslecturas piadosas. Ya meditaba pocas veces. Si se paraba a evocarpensamientos religiosos, a contemplar abstracciones sagradas, envez de Dios se le presentaba Mesía.

«Creía que había muerto aquella Ana que iba y venía de ladesesperación a la esperanza, de la rebeldía a la resignación, y nohabía tal; estaba allí, dentro de ella; sojuzgada, sí, perseguida,arrinconada, pero no muerta. Como San Juan Degollado dabavoces desde la cisterna en que Herodías le guardaba, la Regentarebelde, la pecadora de pensamiento, gritaba desde el fondo de lasentrañas, y sus gritos se oían por todo el cerebro. Aquella Anaprohibida era una especie de tenia que se comía todos los buenospropósitos de Ana la devota, la hermana humilde y cariñosa delMagistral».

«¡El Niño Jesús! ¡Qué dulce emoción despertaba aquellaimagen! ¿Pero por qué había servido el evocarla para dartormento al cerebro? La necesidad del amor maternal sedespertaba en aquella hora de vigilia con una vaguedad tierna,anhelante».

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Ana se vio en su tocador en una soledad que la asustaba y dabafrío... ¡Un hijo, un hijo hubiera puesto fin a tanta angustia, entodas aquellas luchas de su espíritu ocioso, que buscaba fuera delcentro natural de la vida, fuera del hogar, pábulo para el afán deamor, objeto para la sed de sacrificios...!

Sin saber lo que hacía, Ana salió de sus habitaciones, atravesóel estrado, a oscuras, como solía, dejó atrás un pasillo, elcomedor, la galería... y sin ruido, llegó a la puerta de la alcoba deQuintanar. No estaba bien cerrada aquella puerta y por unintersticio vio Ana claridad. No dormía su marido. Se oía un rumrum de palabras.

«¿Con quién habla ese hombre?» Acercó la Regenta el rostro ala raya de luz y vio a don Víctor sentado en su lecho; de mediocuerpo abajo le cubría la ropa de la cama, y la parte del torso quequedaba fuera abrigábala una chaqueta de franela roja; no usabagorro de dormir don Víctor por una superstición respetable; él,incapaz de sospechar de su Ana la falta más leve, huía de losgorros de noche por una preocupación literaria. Decía que elgorro de dormir era una punta que atraía los atributos de lainfidelidad conyugal. Pero aquella noche había tenido frío, y afalta de gorro de algodón o de hilo, se había cubierto con el queusaba de día, aquel gorro verde con larga borla de oro. Ana vio yoyó que en aquel traje grotesco Quintanar leía en voz alta, a la luzde un candelabro elástico clavado en la pared.

Pero hacía más que leer, declamaba; y, con cierto miedo de quesu marido se hubiera vuelto loco, pudo ver la Regenta que donVíctor, entusiasmado, levantaba un brazo cuya mano oprimíatemblorosa el puño de una espada muy larga, de soberbiosgavilanes retorcidos. Y don Víctor leía con énfasis y esgrimía elacero brillante, como si estuviera armando caballero al espíritufamiliar de las comedias de capa y espada.

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Admitida la situación en que se creía Quintanar, era muy nobley verosímil acción la de azotar el aire con el limpio acero. Setrataba de defender en hermosos versos del siglo diez y siete auna señora que un su hermano quería descubrir y matar, y donVíctor juraba en quintillas que antes le harían a él tajadas queconsentir, siendo como era caballero, atrocidad semejante.

Pero como la Regenta no estaba en antecedentes, sintió el almaen los pies al considerar que aquel hombre con gorro y chaquetade franela que repartía mandobles desde la cama a la una de lanoche, era su marido, la única persona de este mundo que teníaderecho a las caricias de ella, a su amor, a procurarla aquellasdelicias que ella suponía en la maternidad, que tanto echaba demenos ahora, con motivo del portal de Belén y otros recuerdosanálogos.

Iba la Regenta al cuarto de su marido con ánimo de conversar,si estaba despierto, de hablarle de la misa del gallo, sentada a sulado, sobre el lecho. Quería la infeliz desechar las ideas que lavolvían loca, aquellas emociones contradictorias de la piedadexaltada, y de la carne rebelde y desabrida; quería palabrasdulces, intimidad cordial, el calor de la familia... algo más,aunque la avergonzaba vagamente el quererlo, quería... no sabíaqué... a que tenía derecho... y encontraba a su marido declamandode medio cuerpo arriba, como muñeco de resortes que salta en unacaja de sorpresa... La ola de la indignación subió al rostro de laRegenta y lo cubrió de llamas rojas. Dio un paso atrás Anita,decidiendo no entrar en el teatro de su marido... pero su faldameneó algo en el suelo, porque don Víctor gritó asustado:

-¡Quién anda ahí!

No respondió Ana.

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-¿Quién anda ahí? -repitió exaltado don Víctor, que se habíaasustado un poco a sí mismo con aquellos versos fanfarrones.

Y algo más tranquilo, dijo a poco:

-¡Petra! ¡Petra! ¿Eres tú, Petra?

Una sospecha cruzó por la imaginación de Ana; unos celosgrotescos, tal los reputó, se le aparecieron casi como una forma dela tentación que la perseguía.

«¿Si aquel hombre sería amante de su criada?»

-¡Anselmo! ¡Anselmo! -añadió don Víctor en el mismo tonosuave y familiar.

Y Ana se retiró de puntillas, avergonzada de muchas cosas, desus sospechas, de su vago deseo que ya se le antojaba ridículo, desu marido, de sí misma...

«¡Oh, qué ridículo viaje por salas y pasillos, a oscuras, a lasdos de la madrugada, en busca de un imposible, de una grotescafarsa... de un absurdo cómico... pero tan amargo para ella...!» YAna, sin querer, como siempre, mientras iba a tientas por el salón,pero sin tropezar, pensaba: «Y si ahora, por milagro, por milagrode amor, Álvaro se presentase aquí, en esta oscuridad, y mecogiese, y me abrazase por la cintura... y me dijera: tú eres miamor... yo infeliz, yo miserable, yo carne flaca, qué haría sinosucumbir... perder el sentido en sus brazos...» «¡Sí, sucumbir!»,gritó todo dentro de ella; y desvanecida, buscó a tientas el sofá dedamasco y sobre él, tendida, medio desnuda, lloró, lloró sin sabercuánto tiempo.

Una campanada del reloj del comedor la despertó de aquellasomnolencia de fiebre; tembló de frío y a tientas otra vez, elcabello por la espalda, la bata desceñida, y abierta por el pecho,

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llegó Ana a su tocador; la luz de esperma que se reflejaba en elespejo estaba próxima a extinguirse, se acababa... y Ana se viocomo un hermoso fantasma flotante en el fondo oscuro de alcobaque tenía enfrente, en el cristal límpido. Sonrió a su imagen conuna amargura que le pareció diabólica... tuvo miedo de sí misma...se refugió en la alcoba, y sobre la piel de tigre dejó caer toda laropa de que se despojaba para dormir. En un rincón del cuartohabía dejado Petra olvidados los zorros con que limpiaba algunosmuebles que necesitaban tales disciplinas; y pensando ella mismaen que estaba borracha... no sabía de qué, Ana, desnuda, viendo atrechos su propia carne de raso entre la holanda, saltó al rincón,empuñó los zorros de ribetes de lana negra... y sin piedad azotó suhermosura inútil una, dos, diez veces... Y como aquello tambiénera ridículo, arrojó lejos de sí las prosaicas disciplinas, entró deun brinco de bacante en su lecho; y más exaltada en su cólera porla frialdad voluptuosa de las sábanas, algo húmedas, mordió confuror la almohada. A fuerza de no querer pensar, por huir de símisma, media hora después se quedó dormida.

Aquella misma mañana, a las ocho, Ana, sola, pasaba pordelante de la casa del Magistral. ¿A qué había ido allí? Aquél noera camino de la catedral. Una vaga esperanza de encontrar a donFermín, de verle al balcón, de algo que ella no podía precisar, lehabía hecho tomar por la calle de los Canónigos. No topó con elsuyo. Se dirigió a la catedral y se sentó sobre la tarima que habíaen medio del crucero, desde el coro a la capilla del altar mayor.Apoyada la cabeza en la valla dorada, fría como un carámbano, laRegenta estuvo oyendo misa desde lejos, rezando oraciones queno terminaban y soñando despierta hasta que concluyó el coro.Vio entrar en él a su amigo, a su De Pas, a quien sonrió cariñosa,con la dulzura que a él le entraba por las entrañas como si fuerafuego; el Magistral no sonrió, pero su mirada fue intensa; duró

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muy poco, pero dijo muchas cosas, acusó, se quejó, inquirió,perdonó, agradeció... Y pasó don Fermín. Entró en el coro y sefue a su rincón. Terminadas las horas canónicas, el Magistralsalió, se inclinó ante el altar, se dirigió a la sacristía, y a pocovolvió a verle la Regenta, sin roquete, muceta ni capa, con manteoy el sombrero en la mano. Otra vez se miraron. Ahora sonrieronlos dos. Ana se levantó cinco minutos después. Sin necesidad dedecírselo, ni por señas, acudieron ambos a una cita... Seencontraron a poco en el salón de doña Petronila Rianzares, dondehabía muchas señoras y tres clérigos. Allí se había reunido la flory nata de lo que llamaba El Alerta «el elemento levítico» de lapoblación. Aquellas señoras de respetable aspecto las más, guapasy jóvenes algunas, celebraban con alegría evangélica el nataliciode Nuestro Señor Jesucristo como si el Hijo de María hubiesevenido al mundo exclusivamente para ellas y otras cuantaspersonas distinguidas. La Natividad del Señor se les antojaba algocomo una fiesta de familia. Doña Petronila, con una manteleta deraso negro, antiquísima, mal cortada, recibía a su mundo devotocomo si estuviese ella de cumpleaños. Todo se volvía allísonrisas, apretones de manos, elogios mutuos, carcajadas sonoras,que reflejaban el interior contento de aquellas almas en gracia deDios. El Magistral fue recibido en triunfo. «¡Qué fino!, ¡quéatento! Una hora después tenía que subir al púlpito, en la catedral,a predicar un sermón de los de tabla, ¡y, sin embargo, acudía antesa dar las Pascuas a su amiga doña Petronila! ¡Qué hombre!, ¡quéángel!, ¡qué pico de oro!, ¡qué lumbrera!»

El descrédito de don Fermín no había llegado al círculo dedoña Petronila; allí nadie dudaba de la virtud del Provisor, nadiela discutía. Si alguno de los presentes, fuera de aquel salónvenerable, se atrevía a calumniar a aquel santo, no se sabía, no se

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quería saber, pero en casa del Gran Constantino nadie osaríaponer en tela de juicio la santidad del Crisóstomo vetustense.

Por poco tiempo consiguieron verse solos Ana y don Fermín.Fue en el gabinete de doña Petronila. Ella los encontró...; perosonriéndoles y saludando con la mano les dijo, desde la puerta:

-Nada, nada... venía por unos papeles... Ya volveré...

Ana iba a llamarla: «no había secretos, ¿por qué se retirabaaquella señora...?». Esto quería decirle, pero un gesto delMagistral la contuvo.

-Déjela usted -dijo De Pas con un tono imperioso que a laRegenta siempre le sonaba bien. Eso quería ella, que el Magistralmandase, dispusiera de ella y de sus actos.

Ana volvió hacia De Pas, que estaba cerca del balcón, y lesonrió como poco antes en la catedral. Aquella sonrisa pedíaperdón y bendecía.

Don Fermín estaba pálido, le temblaba la voz. Estaba másdelgado que por el verano. En esto pensaba Anita.

-¡Estoy tan cansado! -dijo él, y suspiró con mucha tristeza.

Ana se sentó a su lado, al verle dejarse caer en una butaca.

-¡Estoy tan solo!

-¿Cómo solo...? No entiendo.

-Mi madre me adora, ya lo sé... pero no es como yo; ellaprocura mi bien por un camino... que yo no quiero seguir ya...usted sabe todo esto, Ana.

-Pero... ¿por qué está usted solo? y... ¿los demás?

La Regenta

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-Los demás... no son mi madre. No son nada mío. ¿Qué tieneusted, Ana?, ¿se pone usted mala?, ¿qué es esto?, llamaré...

-No, no, de ningún modo... Un escalofrío... un temblor... yapasó... esto no es nada.

-¿Tendrá usted un ataque?

-No... el ataque se presenta con otros síntomas... deje usted...deje usted. Esto es frío... humedad... nada...

Callaron.

De Pas vio que Ana contenía el llanto que quería saltar a lacara.

-¿Qué sucede aquí? Yo necesito saberlo todo, tengo derecho...creo que tengo derecho...

Ana cayó de rodillas a los pies de su hermano mayor, ysollozando pudo decir:

-Sí, todo, todo lo sabrá usted... Pero aquí no, en la iglesia...Mañana... temprano...

-¡No, no, esta tarde...!

El Magistral se puso de pie. Sin que lo viese ella, que teníaescondida la cabeza entre las manos, levantó los brazos y llevólos puños crispados a los ojos. Dio dos vueltas por el gabinete.Volvió a paso largo al lado de la Regenta, que seguía de rodillas,sollozando y ahogando el llanto para que no sonase.

-Ahora, Ana, ahora es mejor... aquí... aún hay tiempo...

-Aquí no, no... Ya es hora... va usted a llegar tarde...

-Pero, ¿qué es esto... qué pasa? Por caridad... señora... porcompasión, Ana... no ve usted que tiemblo como una vara verde...

Leopoldo Alas, «Clarín»

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Yo no soy un juguete... ¿Qué pasa... qué debo temer...? Ayer esehombre estaba borracho... él y otros pasaron delante de mi casa...a las tres de la madrugada... Orgaz le llamaba a gritos: «¡Álvaro!¡Álvaro!, aquí vive... tu rival...», eso decía, tu rival... ¡la calumniaha llegado hasta ahí...!

Ana miró espantada al Provisor... Parecía que no comprendíasus palabras...

-Sí, señora, les pesa de nuestra amistad, y quieren separarnos,y así podrán conseguirlo... echan lodo en medio... y se acabó...

Era la primera vez que el Magistral hablaba así. Jamás sehabían acordado en sus conversaciones de aquel peligro, deaquella calumnia; él pensaba en ella, pero no convenía a susplanes decir a la Regenta: yo soy hombre, tú eres mujer, el mundojuzga con la malicia... Pero ahora, sin poder contenerse, habíadicho: tu rival , con fuerza... aunque aquellas palabras pudiesenasustar a la Regenta.

«Sí, sí, él también era hombre, podía ser rival, ¿por qué no?»No se conocía; se paseaba por el gabinete como una fiera en lajaula; comprendía que en aquel momento diría todo lo que lesugiriese la pasión exaltada, el amor propio herido... Después lepesaría de haber hablado... pero no importaba, ahora queríadesahogar. «¡Ay!, no era el Fermín de antaño».

Ana se levantó, esperó a que el Magistral llegase en sus paseosal extremo del gabinete y dijo:

-No me ha comprendido usted... Yo soy la que está sola... ustedes el ingrato... Su madre le querrá más que yo... pero no le debetanto como yo... Yo he jurado a Dios morir por usted si hacíafalta... El mundo entero le calumnia, le persigue... y yo aborrezcoal mundo entero y me arrojo a los pies de usted a contarle mis

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secretos más hondos... No sabía qué sacrificio podría hacer porusted... Ahora ya lo sé... Usted me lo ha descubierto... Hablan demi honra..., ¡miserables!, yo no sospechaba que se pudiera hablarde eso... pero bueno, que hablen... yo no quiero separarme delmártir que persiguen con calumnias como a pedradas... Quieroque las piedras que le hieran a usted me hieran a mí... yo he deestar a sus pies hasta la muerte... ¡Ya sé para qué sirvo yo! ¡Ya sépara qué nací yo! Para esto... Para estar a los pies del mártir quematan a calumnias...

-¡Silencio! Silencio, Anita... que vuelve esa señora...

El Magistral, que ahora estaba rojo, y tenía los pómulos comobrasas, se acercó a la Regenta, le oprimió las manos y dijo ronco,estrangulado por la pasión:

-¡Ana, Ana...! Sin falta esta tarde... Y ahora a la catedral...junto al altar de la Concepción... enfrente del púlpito...

-Hasta la tarde; pero vaya usted tranquilo... casi todo lo quetenía que decir... está dicho...

-¡Pero ese hombre...!

-De ese hombre... nada.

La voz de doña Petronila se había oído cuando el Magistralavisó que llegaba. Hablaba desde lejos la señora de Rianzares,que decía:

-Allá va, allá va el señor Magistral, está en mi gabinete solo,repasando su sermón sin duda...

Y entró cuando Ana se volvía un poco para ocultar a su amigola confusión que él hubiera leído en el rostro de ella, a no habertenido que atender a doña Petronila, que gritaba:

Leopoldo Alas, «Clarín»

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-Vamos, listo, listo... que le esperan... que creo que haempezado la misa...

El Magistral desapareció por la puerta de la alcoba, por dondehabía entrado el ama de la casa.

Miró el Gran Constantino a la Regenta y tomándole la cabezacon ambas manos la besó con estrépito en la frente; y despuésdijo:

-¡Pero qué hermosísima está hoy esta rosa de Jericó!

-¡A la catedral, a la catedral! -gritaron los del salón.

Y llegaron Ana y el obispo-madre al trascoro al mismo tiempoque De Pas subía con majestuoso paso al púlpito, dondeRipamilán cantara al comenzar el día el Evangelio de San Lucas.

Buscaron sitio al pie del altar de la Concepción.

-Desde aquí se ve perfectamente -dijo doña Petronila.

E inclinándose hacia Ana, añadió en voz baja y melosa:

-¡Mírele usted, está hoy lo que se llama hermosísimo eseapóstol de los gentiles! ¡Qué roquete! Parece de espuma... En elnombre del Padre..., del Hijo... y del Espíritu... Santo...

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Capítulo XXIV

-Pero, ¿y si él se empeña en que vaya?

-Es muy débil... si insistimos, cederá.

-¿Y si no cede, si se obstina?

-Pero, ¿por qué?

-Porque... es así. No sé quién se lo ha metido por la cabeza,dice que le pongo en ridículo si no voy... Y nos alude... habla delque tiene la culpa de esto... dice que él no es amo de su casa, quese la gobiernan desde fuera... Y después, que la Marquesa está yaalgo fría con nosotros por causa de tantos desaires... ¡qué sé yo!

-Bien, pues si todavía se obstina ...entonces... tendremos que ira ese baile dichoso. No hay que enfadarle. Al fin es quien es. Y elotro, ¿anda con él? ¿Tan amigotes siempre?

-Ya se sabe que a casa no le lleva...

-¿Y es de etiqueta el baile?

-Creo... que sí...

-¿Hay que ir escotada?

-Ps... no. Aquí la etiqueta es para los hombres. Ellas van comoquieren; algunas completamente subidas.

-Nosotros iremos... subidos, ¿eh?

-Sí, es claro... ¿Cuándo toca la catedral? ¿Pasado? Pues pasadoiré a la capilla con el vestido que he de llevar al baile.

-¿Cómo puede ser eso...?

-Siendo... son cosas de mujer, señor curioso. El cuerpo sesepara de la falda... y como pienso ir oscura... puedo llevar el

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cuerpo a confesar... y veremos el cuello al levantar la mantilla. Yquedaremos satisfechos.

-Así lo espero.

Don Fermín quedó satisfecho del vestido, aunque no de quefuéramos al baile. El vestido, según pudo entrever acercando losojos a la celosía del confesonario, era bastante subido, no dejabaver más que un ángulo del pecho en que apenas cabía la cruz debrillantes, que Ana llevó también a la iglesia para que se vieracómo hacía el conjunto.

Y la Regenta fue al baile del casino, porque como ellaesperaba, don Víctor se empeñó «en que se fuera, y se fue».

Aquel acto de energía, verdaderamente extraordinario, le hacíapensar al ex-regente, mientras subían la escalera del caserónnegruzco del Casino, que él, don Víctor, hubiera sido un regulardictador. «Le faltaba un teatro, pero no carácter. Que lo dijera sumujer, que mal de su grado subía colgada de su brazo,hermosísima, casi contenta, pese a todos los confesores delmundo. Ya no estábamos en el Paraguay: ¡A él jesuitas!»

Era lunes de Carnaval. El día anterior, el domingo se habíadiscutido con mucho calor en el Casino si la sociedad abriría o noabriría sus salones aquel año. Era costumbre inveterada que aquelcírculo aristocrático (como le llamaba el Alerta, a cuyosredactores no se convidaba nunca, porque se empeñaban en asistirde jaquet) diese baile, pero jamás de trajes, el lunes de Carnaval.

-¿Por qué no ha de ser este año como los demás? -preguntabaRonzal, que acababa de hacerse un frac en Madrid.

-Porque este año el Carnaval está muy desanimado por culpade los Misioneros, por eso -respondía Foja, a quien había metidoen la Junta directiva don Álvaro.

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-La verdad es -dijo el presidente, Mesía- que nos exponemos aun desaire. La mayor parte de las señoritas comme il faut estánentregadas en cuerpo y alma a los jesuitas, creo que muchas traencilicios debajo de la camisa.

-¡Qué horror! -exclamó don Víctor, que estaba presente,aunque no era de la Junta. (Pero por no separarse de Mesía.)

-Sí, señor, cilicios -corroboró Foja-. Amigo, el Magistral nopuede tanto. No ha conseguido que sus hijas de confesión usencilicios y otras invenciones diabólicas.

-Porque tampoco se lo ha propuesto -contestó Ronzal.

Don Álvaro observó que Quintanar se ponía colorado. Le habíasabido mal la alusión de Foja. «Sí, aludía a su mujer al hablar delMagistral; con él iba la pulla».

-Lo cierto es -continuó el ex-alcalde- que nos exponemos a undesaire, como dice muy bien el presidente. La flor y nata de laconservaduría, que son las que animan esto, no vendrá; lasconozco bien: ahora se divierten en jugar a las santas. Ahora sonmísticas... zurriagazo y tente tieso, ja, ja, ja!

-A mí se me ocurre una cosa -dijo Mesía-. Exploremos elterreno. Hagamos que los socios que tienen relaciones con lasfamilias distinguidas se enteren de si las niñas vienen o no. Siellas asisten, las demás, las de reata, vendrán de fijo, malgrétodos los jesuitas y padres descalzos del mundo.

-¡Magnífico! ¡Magnífico!

-Pues nada, a trabajar, a trabajar.

Cada cual ofreció traer a quien pudiera. Don Víctor, a quienotra pulla de Foja había picado mucho, no pudo menos de decir:

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-Yo, señores... respondo de traer a mi mujer. Esa no baila, perohace bulto.

-¡Oh, gran adquisición! -dijo un socio-; si doña Ana viene, seráun gran ejemplo, porque ella, hace tanto tiempo retirada... ¡Oh!,será un gran ejemplo.

-Efectivamente. Que se corra que viene la Regenta y se llenaráesto con lo mejorcito.

-Señor Quintanar -dijo el ex-alcalde-, se le declara a ustedbenemérito del Casino... si consigue traer a su señora la Regenta.

-¡Pues sí señor que vendrá...! En mi casa, señor Foja, unaligera insinuación mía es un decreto sancionado...

Y don Víctor se fue a casa maldiciendo de la hora en que se lehabía ocurrido asistir a la Junta.

«¿Por qué habría ofrecido él lo que no había de cumplir?»

«Sin embargo, la palabra era palabra».

Tiempo hacía que Quintanar no leía a Kempis, ni pensaba yaen el infierno con horror. De su piedad pasajera sólo le quedaba laconvicción de que son necesarias las buenas obras además de la fepara salvarse, y la costumbre de persignarse al levantarse, al salirde casa, al dormir, etc., etc. Había vuelto a Calderón y Lope conmás entusiasmo que nunca. Se encerraba en su despacho o en sualcoba y recitaba grandes relaciones, como él decía, de las másfamosas comedias, casi siempre con la espada en la mano. Así lehabía sorprendido su mujer, sin que él lo supiera nunca, la nochede Nochebuena. Verdad es que había cenado fuerte el buen señory se le había ocurrido celebrar a su modo el Nacimiento de Jesús.

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Pero si la propia religiosidad había volado, o se habíaescondido en pliegues recónditos del alma, donde él no laencontraba, don Víctor respetaba la piedad ajena.

«No obstante -se decía a sí mismo, animándose al ataque-, mimujer ya no va para santa; respeto como antes su piedad, pero yano me da miedo; ya es una devota como otras muchas, va y viene,y no se detiene; la novena, la misa, la cofradía, la visita alSantísimo... pero ya no tenemos aquellas encerronas con que a míme asustaba, como si tuviéramos un pararrayos en casa. Ea, pues,me atrevo, se lo digo...»

Y se lo dijo. Se lo dijo cuando acababan de comer. Con gransorpresa del enérgico marido «que no quería que su casa fuese unnuevo Paraguay» (alusión que no entendió Ana), la esposa noresistió tanto como él esperaba; se rindió pronto. Pero él loachacó a la propia energía. «Comprende que yo no he de ceder yno se obstina».

Cuando Ana consultó con el Magistral en casa de doñaPetronila, ya tenía dado su consentimiento. Pero pensaba retirarlosi el canónigo decía non possumus.

Todo se arregló, menos la conciencia de Ana, que siguióintranquila. «¿Por qué había dicho que sí después de una débilresistencia? ¿A qué iba ella al baile? Por obedecer a su marido, esclaro; pero, ¿por qué estaba segura de que meses antes no lehubiera obedecido y ahora sí?»

No lo sabía; no quería saberlo. No quería atormentarse más.

«El baile y ella, ¿qué tenían que ver?, ¿qué le importaba a ella,a la hermana de don Fermín el santo, el mártir, que bailasen o nolas muchachas insulsas de Vetusta en el salón estrecho y largo delCasino? Nada, nada».

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Así pensaba mientras se dejaba peinar por su doncella y conlas propias manos sujetaba la cruz de diamantes sobre el fondoblanco de aquel ángulo de carne que el cuerpo subido del vestidooscuro dejaba ver.

Ronzal, de la comisión que recibía a las señoras, se apresuró,en cuanto asomaron los de Quintanar en el vestíbulo, a ofrecer ala Regenta su brazo. ¿Cuál? «El derecho, sin duda el derecho»,pensó. Grande fue su pena al notar que Paco Vegallana ofrecía aOlvido Páez, que entraba al mismo tiempo, no el brazo derecho,sino el izquierdo. De todos modos, entró en el salón triunfantecon su pareja... de un minuto. Tuvo tiempo suficiente, sinembargo, para participar del triunfo de Ana. Las conversacionesse suspendieron, las miradas se clavaron en la hija de la italiana.Hubo un rumor de asombro:

-¡La Regenta!

-¡La Regenta!

-¡Quién lo diría!

-¡Pobre Magistral!

-¡Y qué hermosa!

-¡Pero qué sencilla...!

Esta exclamación fue de Obdulia.

-¡Qué sencilla, pero qué hermosa...!

-La Virgen de la Silla...

-La Venus del Nilo, como dice Trabuco.

Esto lo dijo Joaquín Orgaz.

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El círculo de la nobleza se abrió para acoger en su seno a lahija pródiga de la Sociedad , como acertó a decir el barón de laBarcaza, que in illo tempore había estado muy enamorado deAnita, a pesar de la señora baronesa e hijas.

La Marquesa de Vegallana, todavía de azul eléctrico, selevantó de su silla de raso carmesí con respaldo de nogal, yabrazó, sin que pareciera mal, a su querida Anita.

-Hija, gracias a Dios; creía que era el desaire ciento uno.

La Marquesa también había puesto empeño en que Anaasistiera al baile y a la cena, «que tendría la elite en petit comité».Todos estos galicismos los había importado Mesía.

-¡Pero qué divina, Ana, pero qué divina! -le decía a la Regentacara a cara, y con voz gangosa, la hija mayor del barón,Rudesinda, que según don Saturnino Bermúdez era una bellezaojival. En efecto, parecía una torrecilla gótica, aunque, por ciertascurvas del busto, sobre todo del cuello, a la Marquesa se leantojaba «un caballo de ajedrez».

Por lo demás, a ella y a sus dos hermanas las llamaban losplebeyos «las tres desgracias», y a su señor padre, barón de laBarcaza, el barón de la Deuda flotante, aludiendo al título y a losmuchos acreedores del magnate.

Solía esta familia, digna de mejores rentas, pasar gran parte delaño en Madrid, y las niñas (de veintiséis años la menor), cuandoestaban en público ante los vetustenses, fingían disimular sudesprecio de todo lo que les rodeaba. Refugiábanse en el círculoaristocrático, donde también entraban, por especial privilegio,Visitación y Obdulia, pariente de nobles. Las señoritas de la clasemedia (y cuenta que en Vetusta el gobernador civil y familiaentraban en la aristocracia) se vengaban de aquel desdén mal

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disimulado contándoles los huesos de la pechuga a las del barón ya otras jóvenes aristócratas. Daba la casualidad de que casi todaslas niñas nobles de Vetusta eran flacas.

Ana se sentó al lado de la Marquesa de Vegallana, únicapersona que le era simpática entre todas las del corro. Entoncesanunciaba la orquesta un rigodón.

Y no fue vana su amenaza; a los dos minutos aquellos violinesy violas, clarinetes y flautas, a quienes acompañaba en sulaboriosa gestación armónica un plano de Erard, comenzaron allenar el aire con sus acordes, como se prometía decir en ElLábaro del día siguiente Trifón Cármenes, el cual había osadopreguntar a la hija segunda del barón «si le favorecía». Mal gestopuso Fabiolita, que así se llamaba, pero una seña de su padre laobligó a favorecer a Trifón, aunque se propuso no contestarle, siél se atrevía a hablar, más que con monosílabos. El barón de laDeuda Flotante creía en el poder de la prensa periódica, pero suhija no. Enfrente de esta pareja se colocó resplandeciente Ronzal,el gallardo Trabuco, diputado de la comisión y miembro de laJunta directiva del Casino. La pechera que lucía Ronzal no podíaser más brillante. Estaba él orgulloso de aquella pechera, de aquelfrac madrileño, de aquellas botas sin tacones que eran la últimamoda, lo más chic, como ya empezaba a decirse en Vetusta. Perono estaba tan satisfecho de sus conocimientos y habilidad en elarte de Terpsícore (otra frase que Trifón se proponía emplear).Tenía a su lado Trabuco, como pareja, a Olvido Páez, que no lemiraba siquiera. Pero él no pensaba en esto, pensaba en que,según veía, tarde ya, le tocaba romper la marcha; su bis a bis eraTrifón, y Trifón había empezado a ponerse en movimiento.Trabuco sudaba antes de haber motivo para ello. A cada momentose metía los dedos de la mano derecha entre el cuello de la camisay lo que él llamaba mi pescuezo cuando «apostaba la cabeza» por

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cualquier cosa. Aquel movimiento le parecía muy elegante ysobre todo era muy socorrido. Mientras la de Páez daba aentender con su aire melancólico y aburrido que su reino no erade este mundo, y que Ronzal había hecho demasiado atreviéndosea invitarla a bailar, el diputado ponía los cinco sentidos en noequivocarse, en no pisar el vestido ni los pies a ninguna señorita yen imitar servilmente las idas y venidas y las genuflexiones deTrifón. Mal poeta era Cármenes, pero el rigodón lo conocía muy afondo. Bien se lo envidiaba Ronzal. La de Páez y la del barón alpasar cerca una de otra se sonreían discretamente, como diciendo:«¡Vaya todo por Dios!» O bien: «¡Qué par de cursis nos hantocado en suerte!» Pero Ronzal, como si cantaran; pensaba en lapechera, en el cuello de la camisa y en las colas de los vestidos. Asu derecha tenía Trabuco a Joaquín Orgaz, que hablaba sin cesarcon su pareja, una americana muy rica y muy perezosa. Como elsalón era estrecho y las costumbres vetustenses un pocodescuidadas, las parejas, mientras no les tocaba moverse, sesentaban en la silla que tenían detrás de sí muy cerca. Ronzal, queno podía sentarse, porque no tenía dónde, pensaba que aquello erauna corruptela, y era verdad. La de Páez y la del barón apenas setenían en pie; se dejaban caer sobre su silla respectiva, como sicada figura del rigodón fuera un viaje alrededor del mundo.

Después del rigodón vino un wals. Ronzal se retiró a fumar uncigarro de papel. Él no bailaba el wals, no había podido aprendernunca. Todas las puertas del salón estaban atestadas de socios...que no tenían frac. Un frac en Vetusta suponía cierta posición.Muchos pollos se figuraban que semejante prenda exigía lafortuna de un Montecristo.

Y como el baile era de etiqueta, la más florida juventud sequedaba a la puerta. Unos fingían desdeñar el ridículo placer dedar vueltas por allí como una peonza... para nada. Otros hacían

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alardes de desidia, de escepticismo, de cualquier cosa que fueraincompatible con el frac, según ellos. Y algunos, más ingenuos,confesaban la penuria de su presupuesto, maldecían de lasexigencias sociales... y se reservaban para «última hora». Porquea última hora bailaban, pese a Ronzal, los de levita, los de jaquety hasta los de cazadora. «¡No faltaba más!»

Saturnino Bermúdez, que tenía frac, y clac y todo lo necesario,llegó un poco tarde al salón. Se detuvo en una puerta... y...tembló. No podía remediarlo... La emoción de entrar en lossalones en día solemne era para él semejante a la de echarse alagua. Y en efecto, cualquier observador hubiera dicho que aquelhombre creía estar en aquel umbral a la orilla del océano.Contestaba Saturno con sonrisas muy corteses a las bromas de losenvidiosos sin frac que le decían:

-¡Vamos, hombre, láncese usted..., valor!

-Ya..., ya..., voy..., no si... ya voy...

Y sujetó bien los guantes, y se arregló el lazo de la corbata, yse aseguró de que el pañuelo estaba en su sitio, y... también pasódos dedos por la tirilla de la camisola. Por último..., a la una, a lasdos... (a las dos se compuso el peinado con los dedos, sin recordarque traía la cabeza como un recluta) y después de este ademánautomático, muy frecuente en los que van a arrojarse al baño decabeza..., después de esto, ¡al agua! Saturno entra en el salón,saludando a diestro y siniestro, y aunque parece que su propósitoes enterarse de quién está allí, en el fuero interno bien sabe él quelo que busca es un rincón de un diván o una silla que le sirva depuerto en aquella arriesgada navegación por los mares del granmundo. Pero poco a poco se acostumbra al agua, es decir, alsalón, y ya está allí muy tranquilo, y baila y dice galanterías enunos párrafos tan largos y complicados, que nadie se los agradece.

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Ana al principio tenía sueño. Eran las doce. No pensaba másque en lo que pasaba ante sus ojos. No quería reflexionar. Algritrar en el Casino se había dicho: «¿Se acercará don Álvaro asaludarme?» Y había sentido miedo y estuvo tentada a fingirseenferma para volver a casa. Pero aquella idea pasó. Álvaro noacababa de parecer por allí. La Marquesa hablaba como unacotorra. Anita contestaba con sonrisas... De pronto aparecióVisitación, la del Banco, que vestía un traje de organdí con floresde trapo por arriba y por abajo. El escote era exagerado.

-Chica, vienes escandalosa -le dijo la Marquesa, mientras lemordía la cara al besarla, para apagar así la risa.

Visita miró como pudo hacia donde había mirado doña Rufina,y contestó sin turbarse:

-¡Bah, no me parece! Pero no sería extraño, porque ni tiempohe tenido para mirarme al espejo... ¡Aquellos demonios de hijos!¡Su padre, que no tiene energía, que no sabe engañarlos...!, no melos podía quitar de encima. ¿Pero Ana, qué es esto? ¿Tú aquí?Pero feísima mía, ¿qué es esto?, ¿qué bula tenemos...?

Y al decir esto estaba ya la del Banco con los brazos abiertosfrente a la Regenta, y chocaban las rodillas de una dama con lasde la otra.

La que estaba de pie inclinaba el cuerpo hacia atrás.

Media hora después, Visita, un poco escondida detrás delcortinaje de un balcón, refería una historia a la Regenta, que laoía atenta, vuelta hacia el rincón de su amiga.

El baile se animaba, la maledicencia y los recelos ridículos dela etiqueta fría e irracional de nobles y plebeyos codeándosedejaban el puesto a otros vicios y pasiones. Ronzal ya no parecíaa la de Páez un hombre tosco , sino un hombre; las del barón se

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humanizaban, las niñas de la clase media olvidaban los huesosque enseñaba la nobleza, y pensaban en la alegría ambiente, seentregaban al baile con furor invencible, como ansiando beber enaquella atmósfera perfumada, demasiado perfumada tal vez, ellicor desconocido que pudiera saciar sus vagos anhelos. Lascursis, si eran bonitas, ya no parecían cursis; ya no se pensaba enla reina del baile, en el mejor traje , en las joyas más ricas; lajuventud buscaba a la juventud, algo de amor volaba por allí; yahabía miradas de fuego, sonrisas perezosas que presentíanimposibles, celos dramáticos que daban al conjunto un tono degrandeza. Las niñas más recatadas, y hasta las más parecidas amuñecas de resorte, hacían pensar en la mujer que traían debajode aquellos vestidos vulgares y de aquella educación falsa ydesabrida.

Ana, a las dos de la mañana, se levantó de su silla por vezprimera y consintió en dar una vuelta por el salón, en unintermedio del baile. Visita iba a su lado callada, pensativa,satisfecha de lo que acababa de hacer. Había referido a la Regentala historia de don Álvaro desde principios del verano pasado hastala fecha. La del Banco echaba fuego por ojos y mejillas.Saboreaba el triunfo de su elocuencia. Ana disimulaba mal laimpresión viva y profunda que le causaron las palabras de suamiga. «Don Álvaro había vencido la virtud de la ministra, habíasido su amante todo el verano en Palomares... y después se habíaburlado de ella, no había querido seguirla a Madrid». Esta era enresumen la historia. Y el final así lo recordaba Ana palabra porpalabra:

«Cuando Álvaro me lo contó todo -había dicho Visita- lepregunté, porque ya sabes que nos tratamos con mucha confianza,pues bien, le pregunté:

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»-Pero, chico, ¿cómo diablos dejaste a esa mujer siendo tanhermosa, influyente... y tan lista como dices? ¿Por qué no seguirlaa Madrid?

»Y Álvaro me contestó muy triste, ya sabes qué cara ponecuando habla así, me contestó:

»-Pche..., para amoríos basta el verano. El invierno es para elamor verdadero. Además, la ministra, como tú la llamas, a pesarde todos sus encantos, no consiguió lo que yo quería..., hacermeolvidar... lo que no te importa. -Y después de suspirar como túsabes que él suspira, añadió Álvaro-: ¿Dejar a Vetusta? Ay, no,eso no... -Y chica, palabra de honor, le dio un temblorcico asícomo un escalofrío-. Ya ves -dijo luego, queriendo sonreír-, meofrecían un distrito, un distrito de cunero, sine cura admirable(sine cura, dijo)..., apetitoso bocado..., pero, ¡quiá!, yo estoyatado a una cadena... y la beso en vez de morderla. -Y me apretóla mano, chica, y se fue yo creo que para que no le viera llorar».

Esto era lo más sustancial de las confidencias de Visita. Anasaludaba a diestro y siniestro, hablaba con muchos amigos, perono pensaba más que en aquella confesión de don Álvaro. «De queera verosímil respondía el efecto que su presencia, la de Ana,había producido aquella noche en el Casino... Ahora, ahoramismo, mientras se paseaba, llegaba a sus oídos el rumor dulce,más dulce que todos los rumores, de la alabanza contenida, de laadmiración estupefacta..., de la galantería sincera y discreta...¿Por qué don Álvaro no había de estar tan enamorado como lahistoria de Visita daba a entender?»

-Oye, tú -dijo la del Banco, volviéndose de repente a laRegenta-, ¿quién será esa cadena?

-¿Qué cadena? -preguntó con voz temblorosa Anita.

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-Bah, la que sujeta a Mesía, la mujer que le tiene enamoradode veras. ¡Ah, infame!, quien tal hizo que tal pague... Pero ¿quiénserá?

-Qué... sé yo...

-¿Te atreverías tú a preguntárselo?

-Dios me libre.

-Debe de ser casada...

-¡Jesús!

-Mira, esta noche le voy a sentar junto a ti, a ver si después dela cena se atreve a decírtelo... Pregúntaselo tú misma...

-¡Visitación!, tú estás loca...

-Ja, ja, ja... Ahí le tienes..., ahí le tienes... Ya me contarás...

La de Olías de Cuervo soltó el brazo de Ana y desaparecióentre los grupos que dificultaban el tránsito por el salón estrecho.

La Regenta vio enfrente de sí a don Álvaro del brazo deQuintanar, su inseparable amigo.

El frac, la corbata, la pechera, el chaleco, el pantalón, el clacde Mesía no se parecían a las prendas análogas de los demás. Anavio esto sin querer, sin pensar apenas en ello, pero fue lo primeroque vio. Se le figuraban ya todos los caballeros que andaban porallí, don Víctor inclusive, criados vestidos de etiqueta; todos erancamareros; el único señor, Mesía. De todas maneras estaba biendon Álvaro; de frac era como mejor estaba. En todas partesparecía hermoso, dominaba a todos con su arrogante figura; allí,en el baile, debajo de aquella araña de cristal, que casi tocaba conla cabeza, era más elegante, más bizarro, más airoso que encualquier otro sitio. El baile animado, ardiendo de voluptuosidad

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fuerte y disimulada, era el cuadro propio para servir de fondo a lafigura que ella, la pobre Ana, había visto tantas veces en sueños.

Todo esto pasó por el cerebro de la Regenta mientras Mesía,sin ocultar la emoción que le ponía pálido, se inclinaba con graciay alargaba tímidamente una mano.

Antes que ella quisiera, Ana sintió sus dedos entre los delenemigo tentador... Debajo de la piel fina del guante la sensaciónfue más suave, más corrosiva. Ana la sintió llegar como unacorriente fría y vibrante a sus entrañas, más abajo del pecho. Lezumbaron los oídos, el baile se transformó de repente para ella enuna fiesta nueva, desconocida, de irresistible belleza, de diabólicaseducción. Temió perder el sentido..., y sin saber cómo se viocolgada de un brazo de Mesía... Y entre un torbellino de faldas decolor y de ropa negra, oyendo a lo lejos la madera constipada delos violines y los chirridos del bronce, que a ella se le antojabamúsica voluptuosa, pudo comprender que la arrastraban fuera delsalón. Gritaba la Marquesa, reía a carcajadas Obdulia, sonaba lavoz gangosa de una hija del barón... y atrás quedaba el ruido delwals que comenzaba.

«¿Adónde la llevaban?» A cenar.

-A cenar, hija mía -le dijo al oído Quintanar-. ¡Y por Dios,Anita, que no se te ocurra negarte..., sería un desaire...!

La Marquesa de Vegallana y su tertulia, más la del barón de laBarcaza y Pepe Ronzal, cenaron en el gabinete de lectura. Todofue cosa de Trabuco. Convídesele, había dicho Mesía, y lavanidad satisfecha le inspirará maravillas. En efecto, Ronzal,abusando de su cargo en la Junta directiva, acaparó lo mejor delrestaurant, tomó por asalto el gabinete de lectura, quitó periódicosde la mesa y puso manteles, cerró con llave la puerta, hizo queentrara el servicio por una de escape que estaba cerca del armario

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de libros y allí pudo cenar la flor y nata de la nobleza vetustensecon sus paniaguados y amigos de confianza. Obdulia se encargódesde el primer momento de premiar el celo y la actividad deTrabuco, que estaba loco de contento. Todas las damas lefelicitaron por su energía para cerrar aquello con llave y por elbuen gusto de la mesa. Los ojos montaraces le echaban chispas,pero no se movían. Obdulia le sentó a su lado. ¡Feliz Ronzalaquella noche!

Ana se encontró sentada entre la Marquesa y don Álvaro.Enfrente, don Víctor, un poco alegre, fingía enamorar a Visitacióny recitaba versos de sus poetas adorados y repetía hasta parecerun martillo:

¿Qué delito cometípara odiarme, ingrata fiera?Quiera Dios... pero no quieraque te quiero más que a mí.

-Por Dios y por las once mil..., cállese usted, Quintanar -decíala Marquesa.

Pero el otro continuaba, siempre declamando para suVisitación:

En fin, señora, me veosin mí, sin Dios y sin vos,sin vos porque no os poseo...

Y Visitación le tapaba la boca con las manos.

-¡Escandaloso, escandaloso! -gritaba.

La Regenta

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Las de la Deuda Flotante sonreían y se miraban comodiciéndose: «¡Buena sociedad la de la Marquesa!»

El Marqués le decía en tanto al barón:

-¡Como estamos en confianza...!

-¡Oh, perfectamente, perfectamente!

Y buscaba el de la Barcaza una silla junto a una jamonaaristócrata que estaba sola.

Paco tenía otra vez en Vetusta a su prima Edelmira y «le hacíael amor por todo lo alto», aunque a su madre no le gustaba,porque era feo engañar a una prima.

Joaquín Orgaz había prometido cantar por lo flamenco a lospostres.

La cena era breve, pero buena: platos fuertes, buen Burdeos,buena champaña; en fin, como decía el Marqués, primero, mar ypimienta; después, fantasía y alcohol.

Todos, las baronesas inclusive, se reían de los plebeyos queallá fuera seguían bailando y tenían que contentarse con loshelados que se servían sobre las mesas de billar.

De vez en cuando daban golpes en la puerta por fuera.

-¿Quién está ahí? -gritaba Ronzal con su alabada energía.

-Mi abrigo... café con leche...; tengo ahí dentro mi abrigo...

-Ja, ja, ja... -contestaban los de dentro.

-¡Está esto que arde! -le decía Joaquín Orgaz a una niña delbarón, que sonreía y miraba al techo.

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«Sí ardía aquello, pero sin faltar a las reglas del buen tonovetustense», decía el Marqués al barón, que estaba ya como untomate y cada vez más cerca de la jamona.

La Marquesa tenía sueño, pero así y todo le gustaba la broma.

-Así debiera ser siempre -le decía a Saturnino, que estabadecidido a emborracharse para no desentonar-. Este poblachón seva poniendo lo más soso. ¿Verdad, pollo?

-So... sí... si... mo... -Saturno bebió una copa de champaña actocontinuo. Lo de pollo le había halagado.

A la Marquesa se le ocurrió el disparate, tal vez sugerido porlas nieblas del sueño, de mirar muy fijamente a Bermúdez yponerle unos ojos que ella sabía que in illo tempore mareaban acualquiera.

-¿Por qué no se casa usted? -preguntó doña Rufina seria ymelancólica, al parecer.

Bermúdez sostuvo la mirada de la ilustre dama y olvidó por unmomento los cincuenta años de la Marquesa. Suspiró... y enseguida se le subió la champaña a las narices, tosió, se puso casinegro, medio asfixiado y la Marquesa tuvo que darle palmadas enla espalda.

Cuando Saturnino volvió en sí, la de Vegallana tenía los ojoscerrados y sólo los abría de tarde en tarde para mirar a la Regentay a Mesía.

¡El idilio senil con que soñó un instante Bermúdez se habíadeshecho..., y eso que él ya se había acordado de Ninon deLenclos para justificar a los ojos del mundo unas relaciones condoña Rufina!

La Regenta

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En tanto don Álvaro le estaba refiriendo a Ana la mismahistoria que ella había oído ya a Visita, aunque en forma muydistinta.

No había podido la Regenta resistir a la tentación depreguntarle si se había divertido mucho aquel verano...

Mesía vio el cielo abierto en aquella pregunta.

Supo hacerse el interesante, lo cual poco trabajo le costabatratándose de Ana, que cada día iba descubriendo en él, aun sinverle, más encantos diabólicos.

El ruido, las luces, la algazara, la comida excitante, el vino, elcafé..., el ambiente, todo contribuía a embotar la voluntad, adespertar la pereza y los instintos de voluptuosidad... Ana se creíapróxima a una asfixia moral... Encontraba a su pesar una deliciaintensa en todos aquellos vulgares placeres, en aquella seducciónde una cena en un baile, que para los demás era ya goce gastado...Sentía ella más que todos juntos los efectos de aquella atmósferaenvenenada de lascivia romántica y señoril, y ella era la que teníaallí que luchar contra la tentación. Había en todos sus sentidos lairritabilidad y la delicadeza de la piel nueva para el tacto. Todo lellegaba a las entrañas, todo era nuevo para ella. En el bouquet delvino, en el sabor del queso Gruyer, y en las chispas de lachampaña, en el reflejo de unos ojos, hasta en el contraste delpelo negro de Ronzal y su frente pálida y morena..., en todoencontraba Anita aquella noche belleza, misterioso atractivo, unvalor íntimo, una expresión amorosa...

-¡Qué colorada está Anita! -le decía Paco a Visitación por lobajo.

-Claro, de un lado la pone así la proximidad de Álvaro.

-¿Y del otro?

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-Del otro la ponen así... las majaderías de su esposo, que meestá dando jaqueca.

En efecto, estaba inaguantable don Víctor con sus versos, porbuenos que fueran.

Álvaro, en cuanto vio a la Regenta en el salón, sintió lo que élllamaba la corazonada. Aquella cara, aquella palidez repentina ledieron a entender que la noche era suya, que había llegado elmomento de arriesgar algo.

Nunca había desistido de conquistar aquella plaza.

¡No faltaba más! Pero comprendiendo que mientras reinase enel corazón de Ana lo que él llamaba el misticismo erótico (era tangrosero como todo esto al pensar) no podría adelantar un paso, sehabía retirado, había levantado el campo hasta mejor ocasión.Además, esperaba que la ausencia, la indiferencia fingida y lahistoria de sus amores con la ministra le prepararían el terreno.

«Por supuesto -concluía-, siempre y cuando que la fortaleza nose haya rendido al caudillo de la iglesia. Si el Magistral es aquí elamo..., entonces no tengo que esperar nada..., y además, ya novale tanto la victoria».

«Sin buscar él la ocasión, se la ofrecía aquella noche: le habíanpuesto a la Regenta a su lado..., la corazonada le decía queadelante..., pues adelante. Lo primero que quería averiguar era lodel otro , si el Magistral mandaba allí».

En su narración tuvo que alterar la verdad histórica, porque ala Regenta no se le podía hablar francamente de amores con unamujer casada («tan atrasada estaba aquella señora»), pero vino adar a entender, como pudo, que él había despreciado la pasión deuna mujer codiciada por muchos..., porque..., porque... para elhijo de su madre los amoríos ya no eran ni siquiera un

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pasatiempo, desde que el amor le había caído encima del almacomo un castigo.

El rostro de la dama al decir Mesía aquello y otras cosas por elestilo, todas de novela perfumada, le dejó ver al gallo vetustenseque el Magistral no era dueño del corazón de Anita. Pero como enla anatomía humana nos encontramos con muchos más órganosque el corazón, Mesía no se dio por satisfecho, porque pensó:«Suponiendo que Ana esté enamorada de mí, necesito todavíasaber si la carne flaca no me ha buscado un sucedáneo».

No, don Álvaro no se hacía ilusiones. A esta modestia materialy grosera le obligaba su filosofía, que cada vez le parecía másfirme.

Ana sintió que un pie de don Álvaro rozaba el suyo y a veceslo apretaba. No recordaba en qué momento había empezado aquelcontacto; mas cuando puso en él la atención sintió un miedoparecido al del ataque nervioso más violento, pero mezclado conun placer material tan intenso, que no lo recordaba igual en suvida. El miedo, el terror era como el de aquella noche en que vioa Mesía pasar por la calle de la Traslacerca, junto a la verja delParque; pero el placer era nuevo, nuevo en absoluto, y tan fuerte,que le ataba como con cadenas de hierro a lo que ella ya estabajuzgando crimen, caída, perdición.

Don Álvaro habló de amor disimuladamente, con unamelancolía bonachona, familiar, con una pasión dulce, suave,insinuante... Recordó mil incidentes sin importancia ostensibleque Ana recordaba también. Ella no hablaba, pero oía. Los piestambién seguían su diálogo; diálogo poético, sin duda, a pesar dela piel de becerro, porque la intensidad de la sensaciónengrandecía la humildad prosaica del contacto.

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Cuando Ana tuvo fuerza para separar todo su cuerpo de aquelplacer del roce ligero con don Álvaro, otro peligro mayor sepresentó en seguida: se oía a lo lejos la música del salón.

-¡A bailar, a bailar! -gritaron Paco, Edelmira, Obdulia yRonzal.

Para Trabuco era el paraíso aquel baile que él llamóclandestino, allí, entre los mejores, lejos del vulgo de la clasemedia...

Se entreabrió la puerta para oír mejor la música, se separó lamesa hacia un rincón y, apretándose unas a otras las parejas, sinpoder moverse del sitio que tomaban, se empezó aquel baileimprovisado.

Don Víctor gritó:

-Ana, ¡a bailar! Álvaro, cójala usted...

No quería abdicar su dictadura el buen Quintanar; don Álvaroofreció el brazo a la Regenta, que buscó valor para negarse y nolo encontró.

Ana había olvidado casi la polka; Mesía la llevaba como en elaire, como en un rapto; sintió que aquel cuerpo macizo, ardiente,de curvas dulces, temblaba en sus brazos.

Ana callaba, no veía, no oía, no hacía más que sentir un placerque parecía fuego; aquel gozo intenso, irresistible, la espantaba;se dejaba llevar como cuerpo muerto, como en una catástrofe; sele figuraba que dentro de ella se había roto algo, la virtud, la fe, lavergüenza; estaba perdida, pensaba vagamente...

El presidente del Casino, en tanto, acariciando con el deseoaquel tesoro de belleza material que tenía en los brazos, pensaba:«¡Es mía! ¡Ese Magistral debe de ser un cobarde! Es mía... Este

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es el primer abrazo de que ha gozado esta pobre mujer». ¡Ay, sí,era un abrazo disimulado, hipócrita, diplomático, pero un abrazopara Anita!

-¡Qué sosos van Álvaro y Ana! -decía Obdulia a Ronzal, supareja.

En aquel instante Mesía notó que la cabeza de Ana caía sobrela limpia y tersa pechera que envidiaba Trabuco. Se detuvo elbuen mozo, miró a la Regenta inclinando el rostro y vio queestaba desmayada. Tenía dos lágrimas en las mejillas pálidas,otras dos habían caído sobre la tela almidonada de la pechera.Alarma general. Se suspende el baile clandestino, don Víctor seaturde, ruega a su esposa que vuelva en sí..., se busca agua,esencias..., llega Somoza, pulsa a la dama, pide... un coche. Y seacuerda que Visita y Quintanar lleven a aquella señora a su casa,bien tapada, en la berlina de la Marquesa. Y así fue. En cuantoAna volvió en sí, pidiendo mil perdones por haber turbado lafiesta, don Víctor, de muy mal humor, ya sin miedo, la llenó elcuerpo de pieles, la embozó, se despidió de la amable compañía ycon la del Banco se llevó a la Regenta a la cama.

«¡El humo!, ¡el calor, la falta de costumbre, la polka despuésde cenar, las luces...! Cualquier cosa, en fin, aquello no valíanada. Podía continuar la fiesta». Y continuó. Los del salón sehabían enterado: «A la Regenta le había dado el ataque». «Lahabían hecho bailar a la fuerza». Pero pronto se olvidó elincidente, para comentar la conducta de aquellas señoras ycaballeros que se encerraban en el gabinete de lectura a cenar ybailar como si el Casino no fuese de todos...

A las seis de la madrugada, al despedirse Paco de Mesía conun apretón de manos, a la puerta del Casino, el Marquesitoexclamó:

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-¡Bravo! ¡Al fin! ¿Eh?

Mesía tardó en contestar; se abrochó su gabán entallado decolor de ceniza hasta el cuello; se apretó a la garganta un pañuelode seda blanco y al cabo dijo:

-Ps... Veremos.

Llegó a su casa, la fonda; llamó al sereno, que tardó en venir;pero en vez de reñirle, como solía, le dio dos palmadas en elhombro y una propina en plata.

-¡Qué contento viene el señorito...! ¿Del baile, eh?

-Señor Roque, del baile...

Y al acostarse, al dejar en una percha una prenda de abrigointerior, de franela, murmuró a media voz don Álvaro, comohablando con el lecho, a cuyo embozo echaba mano:

-¡Lástima que la campaña me coja un poco viejo...!

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Capítulo XXV

Al día siguiente Glocester, delante del Magistral, sincompasión, refería en la catedral todo lo que había sucedido en elbaile. «La aristocracia se había encerrado en un gabinete, en elgabinete de lectura, para cenar y bailar, y doña Ana Ozores, lamismísima Regenta que viste y calza, se había desmayado enbrazos del señor don Álvaro Mesía».

El Magistral, que no había dormido aquella noche, queesperaba noticias de Ana con fiebre de impaciencia, dio mediavuelta como un recluta; era la primera vez que el puñal deGlocester, aquella lengua, le llegaba al corazón. Pálido,temblorosa la barba hasta que la sujetó mordiendo el labioinferior, don Fermín miró a su enemigo con asombro y con unaexpresión de dolor que llenó de alegría el alma torcida delArcediano. Aquella mirada quería decir «venciste, ahora sí, ahorame ha llegado a las entrañas el veneno». De Pas estaba pensandoque los miserables, por viles, débiles y necios que parezcan,tienen en su maldad una grandeza formidable. «¡Aquel sapo,aquel pedazo de sotana podrida, sabía dar aquellas puñaladas!»Después don Fermín se acordó de su madre; su madre no le habíahecho nunca traición, su madre era suya, era la misma carne; Ana,la otra, una desconocida, un cuerpo extraño que se le habíaatravesado en el corazón...

Sin disimular apenas, disimulando muy mal su dolor, que erael más hondo, el más frío y sin consuelo que recordaba en su vida,salió De Pas de la sacristía y anduvo por las naves de la catedralvacilante, sin saber encontrar la puerta. Ignoraba adónde quería ir,le faltaba en absoluto la voluntad..., y al notar que algunos fielesle observaban, se dejó caer de rodillas delante del altar de unacapilla. Allí estuvo meditando lo que haría. ¿Ir a casa de la

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Regenta? Absurdo. Sobre todo tan temprano. Pero su soledad lehorrorizaba..., tenía miedo del aire libre, quería un refugio, todoera enemigo. «Su madre, su madre del alma». Salió del templo,corrió, entró en su casa. Doña Paula barría el comedor; unpañuelo de percal negro le ceñía la cabeza sobre la plata del peloespeso y duro, como un turbante.

-¿Vienes del coro?

-Sí, señora.

Doña Paula siguió barriendo.

Don Fermín daba vueltas alrededor de la mesa, alrededor de sumadre. «Allí estaba el consuelo único posible, allí el regazo enque llorar..., allí la única compasión verdadera, allí el únicocontagio posible de la pena; aquel veneno que a él le mataba sólosería veneno, saliendo de él, para su madre. El deseo de partir eldolor le apretaba la garganta con angustias de muerte... Y nopodía, no podía hablar... Era una crueldad de su madre no adivinarlos tormentos del hijo. Doña Paula le miraba como los demás,como la gente con que había tropezado en la calle, sin conocerque moría desesperado. ¡Y no podía él hablar!»

-¿Qué tienes, hombre?, ¿qué haces aquí?, te estoy llenando depolvo la ropa nueva...

Don Fermín salió del comedor. Entró en el despacho. Teresinahacía la cama del señorito. No le oyó entrar porque cantaba y lahoja del jergón sacudida le llenaba de estrépito los oídos. Elseñorito, como huyendo, salió del despacho también. Salió decasa. Llegó a la de doña Petronila Rianzares. «La señora estaba enmisa». Esperó paseando por la sala, con las manos a la espaldaunas veces, otras cruzadas sobre el vientre. El gato pulcro yrollizo entró y saludó a su amigo con un conato de quejido. Y se

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le enredó en los pies, haciendo eses con el cuerpo. «Parecía que elgato sabía ya algo de aquella traición». El sofá donde solíasentarse Ana llamó al Magistral con la voz de los recuerdos. Enun extremo del asiento había un muelle algo flojo, la tela estabaarrugada; allí se sentaba ella. De Pas se sentó en la butaca al ladode aquella tela floja. Cerró los ojos, y una pereza de vivir queparecía sueño o sopor le embargó el ánimo. Quería detener eltiempo. Ya deseaba que tardase en volver doña Petronila: leasustaba la actividad, tenía miedo de cualquier resolución; todosería peor. La muerte ya estaba en el alma. Los recuerdos lejanosbullían en el cerebro, como preparándose a bailar la danzamacabra del delirio de la agonía. Sintió el olor de una rosa muygrande que Ana oprimía contra los labios de su buen amigo, de suhermano mayor; la música de las palabras se mezclaba con elaroma de la flor en mística composición... «Ay, sí, amor, y buenamor era todo aquello... Era un enamorado ; el amor no era todolascivia, era también aquella pena del desengaño, aquella soledadrepentina, aquel dolor dulce y amargo, todo junto, capaz deredimir la culpa más grave. Deber..., sacerdocio..., votos...,castidad..., todo esto le sonaba ahora a hueco: parecían palabrasde una comedia. Le habían engañado, le habían pisoteado el alma,esto era lo cierto, lo positivo, esto no lo habían inventado obisposviejos: el mundo, el mundo era el que le daba aquella enseñanza.Ana era suya, ésta era la ley suprema de justicia. Ella, ella mismalo había jurado; no se sabía para qué era suya, pero lo era...» ElMagistral se puso en pie de repente: el tiempo volaba, lo acababade sentir él como un bofetón; podían estar conspirando los otroscon el tiempo y contra él; tal vez estaban juntos ya a aquellashoras... «¡Infame, infame! Y le había ido a enseñar la cruz dediamantes a la capilla..., para que viese el traje en que le iba adeshonrar..., sí, a deshonrar...; él era allí el dueño, el esposo, elesposo espiritual..., don Víctor no era más que un idiota incapaz

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de mirar por el honor propio, ni por el ajeno... ¡Aquello era lamujer!»

Salió al pasillo y gritó:

-¿Vino doña Petronila?

-Ahora llama -contestaron.

Entró la de Rianzares. Don Fermín le cortó el saludo en laboca.

-Ahora mismo hay que llamarla -dijo.

-¿A quién..., a Ana?

-Sí, ahora mismo.

Don Fermín volvió a sus paseos. No quería conversación. Lade Rianzares, sierva de aquel hombre, calló y entró en el gabinete.

Pasó media hora. Sonó la campanilla de la puerta. Ana vio alGran Constantino que abría.

-¿Qué pasa?

-Don Fermín..., ahí en la sala...

-¡Ah...!, me alegro.

Entró la Regenta y doña Petronila se fue hacia la cocina, alotro extremo de la casa. «Si llaman, que no estoy», dijo a lacriada. Y pasó al oratorio que tenía cerca de su alcoba.

De Pas vio a la Regenta más hermosa que nunca: en los ojostraía fuego misterioso; en las mejillas, el color del entusiasmo, delas conferencias íntimas, espirituales; una aureola de una gloriadesconocida para él parecía rodear a aquella mujer que encerrabaen el breve espacio de un contorno adorado todo lo que valía algoen la vida, el mundo entero, infinito, de la pasión única.

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-¿Qué es esto? -dijo, ronco de repente, don Fermín, plantado,como con raíces, en medio de la sala.

-Lo que yo quería, que nos viéramos en seguida. Yo estoy loca;esta noche creí que me moría..., ayer..., hoy..., no sé cuándo...Estoy loca...

Se ahogaba al hablar.

De Pas sintió una lástima que le pareció vergonzosa.

-Ya lo sé todo; no necesito historias...

-¿Qué es todo?

-Lo de ayer..., lo de hoy... El baile, la cena; ¿qué es esto, Ana,qué es esto...?

-¡Qué baile!, ¡qué cena!, no es eso... Me emborracharon... quésé yo..., pero no es eso... Es que tengo miedo... aquí, Fermín,aquí, en la cabeza... ¡Tener lástima de mí! ¡Que tenga algunolástima de mí! Yo no tengo madre... Yo estoy sola...

«Era verdad, no tenía madre como él, estaba más sola que él».Entonces el amor de don Fermín sintió la lástima inefable quesólo el amor puede sentir, se acercó a la Regenta, le tomó lasmanos.

-A ver, a ver, ¿qué ha sido? A mí me han dicho... Pero qué hasido..., a ver... -decía la voz trémula y congojosa del Magistral.

Ana, entre sollozos, refirió lo que podía referir de susangustias, de sus miedos, de sus tormentos, de aquellas horas defiebre. «Después que se vio en su lecho, mil espantosas imágenesla asaltaron entre los recuerdos confusos del baile... Creyó quevolvía a caer de repente en aquellos pozos negros del delirio enque se sentía sumergida en las noches lúgubres de suenfermedad... Después la idea del mal que había hecho la había

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horrorizado...» Y Ana se interrumpía al ver al Magistral quedarselívido, y como rectificando añadía: «El mal..., es decir... el nohaber sido bastante buena...» La enfermedad había sido unalección, una lección olvidada, y aquella mañana, al sentir en ellecho la misma flaqueza, aquel desgajarse de las entrañas, queparecían pulverizarse allá dentro, aquel desvanecerse la vida en eldelirio..., la conciencia había visto, como a la luz de un fogonazo,horrores de vergüenza, de castigo, el espejo de la propia miseria,el reflejo del cieno triste que se lleva en el alma..., y después... lalocura, sin duda la locura..., un dudar de todo espantoso,repentino, obstinado, doloroso. Dios, el mismo Dios, ya no erapara ella más que una idea fija, una manía, algo que se movía ensu cerebro royéndolo, como un sonido de tic-tac, como el delinsecto que late en las paredes y se llama el reloj de la muerte.

-Oh, sí, estuve loca -seguía Anita, espantada todavía-, estuveloca una hora..., ¿qué hora?, un siglo... Ya no pedía más quesalud, reposo..., la conciencia clara de mí misma... Pero, ¡ay, no!Dios, mi Dios querido..., yo..., todo, todos desaparecíamos. ¡Todoera polvo allá dentro!

Y los ojos de Ana, fijos en el espanto, veían sobre la alfombrauna imagen confusa del recuerdo formidable...

De Pas callaba. También él tuvo un momento la sensación fríadel terror. La locura pasó por su imaginación como un mareo.

«¡Si se le volviera loca!» Una ola de púrpura inundó el rostrodel clérigo. Primero había visto desvanecerse dentro de aquellacabeza de gracia musical lo que él amaba debajo de aquellahermosura, el alma de la Regenta, su pensamiento; después pensóen aquella hermosura exterior incólume, en la esperanza de saciarsu amor sin miedo de testigos, solo, solo él con un cuerpoadorado...

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-¡Salvarme, quiero salvarme...! -gritó Ana de repente,volviendo a la realidad-. Quiero volver a nuestro verano, alverano dulce, tranquilo..., sí, tranquilo al cabo; a nuestro hablarsin fin de Dios, del cielo, del alma enamorada de las ideas dearriba... Sí, quiero que mi hermano me salve, que Teresa meilumine, que el espejo de su vida no se oscurezca a mis ojos, queDios me acaricie el alma... Fermín, esto es confesar..., aquí..., noimporta el lugar; donde quiera... sí, confesar...

-Eso quiero yo, Ana; saber..., saberlo todo. Yo tambiénpadezco, yo también creí morirme, aquí mismo..., sentado ahí...,donde otras veces hablábamos del cielo... y de nosotros. Ana, yosoy de carne y hueso también; yo también necesito un almahermana, pero fiel, no traidora... Sí, creí que moría...

-¿Por mí, por culpa mía, verdad? ¿Morir por ser yo traidora, simentía, si me manchaba...?

-Sí, sí..., hay que decirlo todo... pronto...

-No, no.

-Sí..., sí...

-No..., si no digo eso..., si lo diré todo..., pero ¿qué es todo?Nada... Si..., yo no fui..., si me llevaron a la fuerza..., no, eso no.No sé cómo; no sé por qué cedí. Y allí... hay una mujer muymala...

-No, no acusemos a los demás... Los hechos, quiero loshechos. Yo los diré; los sé yo.

-¿Pero qué?

-Ese hombre, Mesía; Ana... ¿qué pasó con ese hombre...?

Ana recogió sus fuerzas, atendió a la realidad, a lo que lepreguntaban, con intensidad, luchando con el confesor, batiéndose

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por su interés que era ocultar lo más hondo de su pensamiento.«Al fin aquello no era el confesonario; además, era caridadmentir, callar a lo menos lo peor».

-Yo no le amo -fue lo primero que pudo decir después queconsiguió dominarse. Ya no pensaba en su locura, pensaba endefender su secreto.

-Pero anoche..., hoy..., no sé a qué hora..., ¿qué hubo?

-Bailé con él... Fue Quintanar..., lo mandó Quintanar...

-¡Disculpas no, Ana! Eso no es confesar.

Ana miró en torno... Aquello no era la capilla, a Dios gracias.Este sofisma de hipócrita era en ella candoroso. Estaba segura deque un deber superior la mandaba mentir. «¿Decirle al Magistralque ella estaba enamorada de Mesía? ¡Primero a su marido!»

-Bailé con él porque quiso mi marido... Me hicieron beber...,me sentí mal..., estaba mareada..., me desmayé... y me llevaron acasa.

-¿El desmayo fue... en los brazos de ese hombre?

-¡En brazos...! ¡Fermín!

-Bien, bien... Así... lo oí yo... ¡Oigámoslo todos! Quieredecirse... bailando con él...

-Yo no recuerdo..., tal vez...

-¡Infame...!

-¡Fermín..., por Dios, Fermín!

Ana dio un paso atrás.

-Silencio..., no hay que gritar..., no hay que haceraspavientos..., yo no como a nadie..., ¿a qué ese miedo...? ¿Doy

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yo espanto, verdad...? ¿Por qué?, yo..., ¿qué puedo?, yo ¿quiénsoy?, yo... ¿qué mando? Mi poder es espiritual... Y usted estanoche no creía en Dios...

-¡En mi Dios! Fermín, caridad...

-Sí, usted lo ha dicho... Y ése es el camino. Yo sin Dios... nosoy nada... Sin Dios puede usted ir a donde quiera, Ana... Esto seacabó... Estoy en ridículo, Vetusta entera se ríe de mí acarcajadas... Mesía me desprecia, me escupirá en cuanto me vea...El padre espiritual... es un pobre diablo. ¡Oh, pero por quiensoy...! ¡Miserable...! ¡Me insulta porque estoy preso...!

El Magistral se sacudió dentro de la sotana, como entrecadenas, y descargó un puñetazo de Hércules sobre el testero delsofá.

Después procuró recobrar la razón, se pasó las manos por lafrente; requirió el manteo; buscó el sombrero de teja, se obstinóen callar, buscó a tientas la puerta y salió sin volver la cabeza.

Creyó que Ana le seguiría, le llamaría, lloraría... Pero prontose sintió abandonado. Llegó al portal. Se detuvo, escuchó... Nada,no le llamaban. Desde la calle miró a los balcones. Ninguno seabría. «No le seguían ni con los ojos. Aquella mujer se quedabaallí. Todo era verdad. Le engañaba; era una mujer. ¡Pero cuál!, ¡lasuya!, ¡la de su alma! ¡Sí, sí, de su alma! Para eso la habíaquerido. Pero las mujeres no entendían esto... La más pura queríaotra cosa». Y pasaban por su memoria mil horrores. La carnazaamontonada de muchos años de confesonario. La conciencia lerecordó a Teresina. A Teresina pálida y sonriente que decía,dentro del cerebro: «¿Y tú...?» «Él era hombre», se contestaba. Yapretaba el paso. «Yo la quería para mi alma...» «Y su cuerpotambién querías -decía la Teresina del cerebro-, el cuerpotambién..., acuérdate». «Sí, sí..., pero... esperaba..., esperaría

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hasta morir... antes que perderla. Porque la quería entera... Es mimujer..., la mujer de mis entrañas... ¡Y quedaba allá atrás, yalejos, perdida para siempre...!»

Ana, inmóvil, había visto salir al Magistral sin valor paradetenerle, sin fuerzas para llamarle. Una idea con todas suspalabras había sonado dentro de ella, cerca de los oídos. «¡Aquelseñor canónigo estaba enamorado de ella!» «Sí, enamorado comoun hombre, no con el amor místico, ideal, seráfico que ella sehabía figurado. Tenía celos, moría de celos... El Magistral no erael hermano mayor del alma, era un hombre que debajo de lasotana ocultaba pasiones, amor, celos, ira... ¡La amaba uncanónigo!» Ana se estremeció como al contacto de un cuerpoviscoso y frío. Aquel sarcasmo de amor la hizo sonreír a ellamisma con amargura que llegó hasta la boca desde las entrañas.Su padre, don Carlos el libre pensador, se le apareció de repente,en mangas de camisa, disputando junto a una mesa, allá enLoreto, con un cura y varios amigotes ateos, o progresistas.Recordaba Ana, como si acabara de oírlas, frases de su padre y deaquellos señores: «El clero corrompía las conciencias, el clérigoera como los demás, el celibato eclesiástico era una careta». Todoesto que había oído sin entenderlo volvía a su memoria consentido claro, preciso y como otras tantas lecciones de laexperiencia... ¡Querían corromperla! Aquella casa..., aquelsilencio..., aquella doña Petronila... Ana sintió asco, vergüenza ycorrió a buscar la puerta. Salió sin despedirse. Llegó a su casa.Don Víctor atronaba el mundo a martillazos. Construía un puentemodelo que pensaba presentar en la exposición de San Mateo. Yano forraba el martillo con bayeta, no; el hierro chocaba contra elhierro, el estrépito era horrísono. «Allí era él el amo; prueba deello que su mujer había ido al baile: se había acabado el Paraguay,no más misticismo; una prudente piedad heredada de nuestros

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mayores y basta y sobra. Por lo demás, actividad, industria yarte..., mucha comedia, mucha caza y mucho martillazo. ¡Zas, zas,zas, pum! ¡Viva la vida!» Así pensaba don Víctor, ceñida alcuerpo la bata escocesa, y clava que te clavarás, en su nuevotaller, en un cuartucho del piso bajo, con puerta al patio. El solllegaba a los pies de Quintanar arrancando chispas de losabalorios y cinta dorada de las babuchas semiturcas. El carpinterosilbaba; el tordo, el mejor tordo de la provincia, que Quintanarllevaba de habitación en habitación, silbaba también colgada deun alambre su jaula. Ana contempló en silencio a su marido.«¡Era su padre! ¡Le quería como a su padre! Hasta se parecía unpoco a don Carlos. Aquel sol de febrero, promesa de primavera;aquel ambiente fresco que convidaba a la actividad, almovimiento; aquellos martillazos, aquellos silbidos, aquellasnubecillas ligeras que cruzaban el cuadrado azul a que servía demarco el alero del tejado..., todo aquello edificaba. ¡Aquélla erasu casa, allí era ella la reina, aquella paz era suya!» Al dejar elmartillo para coger la sierra, don Víctor vio a su mujer.

Se sonrieron en silencio. «El sol rejuvenecía a Quintanar.Además, era un gran carpintero. Sus inventos podían ser más omenos fantásticos, su mecánica idealista, pero hacía de una tablalo que quería. ¡Y qué limpieza!»

Ana alabó el arte de su marido.

Él se animó: se puso colorado de satisfacción y le prometió uncosturero para la semana siguiente. «Todo, todo, obra de mismanos».

La Regenta olvidó un momento el desencanto de aquellamañana. Cuando volvió a su memoria se encontró con que no eradon Fermín un malvado, sino un desgraciado, pero de todassuertes le parecía absurdo enamorarse siendo canónigo. En todas

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las combinaciones del amor romántico había dado la imaginaciónde Ana muchas veces, menos en aquélla. «Se concebía el amorsacrílego de un sacerdote de ópera, ¡pero el de un prebendado conalzacuello morado!» Además, la honradez protestaba también consu repugnancia instintiva. «Pero De Pas era digno de compasión.Doña Petronila era la que no tenía perdón. Oh, si alguna vezvolvía ella a hablar con el Magistral, como era probable, porqueal fin debían mediar explicaciones, no sería ciertamente en casade aquella vieja. ¿Qué se había propuesto aquella señora? ¿Quéestaría pensando de ella, de Ana?»

Cuando volvió de la calle don Víctor muy contento, cantandotrozos de zarzuela, propuso a su mujer, de repente, acceder a lasúplica de la Marquesa que los había convidado a tomar café,después de almorzar, para ir juntos a paseo... a ver las máscaras.

-¡Quintanar, por Dios! Basta de broma..., basta de carnaval...No quiero más fiestas... Estoy cansada... Ayer me hizo daño elbaile..., no quiero más..., no quiero más... ¿No te obedecí ayer...?Basta, por Dios, basta.

-Bueno, hija, bueno..., no insisto.

Y calló don Víctor, perdiendo parte de su alegría. No seatrevió a hacer uso de aquella energía que Dios le había dado.«No había para qué estirar demasiado la cuerda».

Pero él, por supuesto, fue a tomar café y a paseo.

Ana se quedó sola. Desde el balcón abierto de su tocador seoía la música lejana del Paseo Grande, donde se celebraba elcarnaval. Aquella música confusa, que parecía ráfagasintermitentes, le llenó el alma de tristeza. Pensó en Mesía, eltentador, y pensó en el Magistral enamorado, celoso..., indefenso.Ahora la compasión era infinita... Al fin había sido quien había

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abierto su alma a la luz de la religión, de la virtud... Ana pensó enla fe quebrantada, agrietada, como si la hubiese sacudido unterremoto. El Magistral y la fe iban demasiado unidos en suespíritu para que el desengaño no lastimara las creencias.Además, ella siempre había amado más que creído. Don Fermínhabía procurado asegurar en ella el temor de Dios y de la Iglesia,la espiritualidad vaga y soñadora... Pero de los dogmas habíahablado poco. Ana estaba sintiendo que la fantasía había tenidoen su piedad más influencia de la que conviniera para la solidezde aquel edificio. Ya estaban lejos los días del misticismosupuesto, de la contemplación... Entonces estaba enferma, lalectura de Santa Teresa, la debilidad, la tristeza, le habíanencendido el alma con visiones de pura idealidad... Pero con lasalud había vencido la piedad activa, irreflexiva; el Magistralhabía eclipsado a la santa, se había hablado más de aquella dulcehermandad en la virtud que de Dios mismo... Ahora comprendíamuchas cosas. Don Fermín la quería para sí...

«Todo aquello era una preparación. ¿Para qué?»

«Oh, Mesía era más noble, luchaba sin visera, mostrando elpecho, anunciando el golpe... No había abusado de su amistad condon Víctor, no había insistido. ¡Pero los dos la amaban!» Latristeza de Ana encontraba en este pensamiento un consuelo dulcesi no intenso. «Ella no podría ser de ninguno; del Magistral nopodía ni quería... Le debía eterna gratitud..., pero otra cosa... seríaun absurdo repugnante. Daba asco. Bueno estaría empezar aquerer en el mundo cerca de los treinta años... ¡y a un clérigo...!La vergüenza y algo de cólera encendían el rostro de Ana. ¡Peroese hombre esperaría que yo..., en mi vida...!»

Como aquella tarde pasó muchos días la Regenta. Las mismasideas cruzaban, combinadas de mil maneras, por su cerebroexcitado.

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Cuando sentía la presencia de Mesía en el deseo, huía de ellaavergonzada; avergonzada también de que no fuera unremordimiento punzante el recuerdo del baile, sobre todo el delcontacto con don Álvaro. «Pero no lo era, no. Veíalo como unsueño; no se creía responsable, claramente responsable de lo quehabía sucedido aquella noche. La habían emborrachado conpalabras, con luz, con vanidad, con ruido..., con champaña... Peroahora sería una miserable si consentía a don Álvaro insistir en susprovocaciones. No quería venderse al sofisma de la tentación quele gritaba en los oídos: al fin don Álvaro no es canónigo; si huyesde él te expones a caer en brazos del otro. Mentira, gritaba lahonradez. Ni del uno ni del otro seré. A don Fermín le quiero conel alma, a pesar de su amor, que acaso él no puede vencer comoyo no puedo vencer la influencia de Mesía sobre mis sentidos;pero de no amar al Magistral de modo culpable estoy bien segura.Sí, bien segura. Debo huir del Magistral, sí, pero más de donÁlvaro. Su pasión es ilegítima también, aunque no repugnante ysacrílega como la del otro... ¡Huiré de los dos!»

No había más refugio que el hogar. Don Víctor con su Frígilisy todos los cacharros del museo de manías, don Víctor con elteatro español a cuestas.

«Pero la casa tenía también su poesía». Ana se esforzó enencontrársela. ¡Si tuviera hijos le darían tanto que hacer! ¡Quédelicia! Pero no los había. No era cosa de adoptar a unhospiciano. De todas suertes, Ana comenzó a trabajar en casa conafán..., a cuidar a don Víctor con esmero... A los ocho díascomprendió que aquello era una hipocresía mayor que todas. Laslabores de su casa estaban hechas en poco tiempo. ¿Por quéfingirse a sí misma satisfecha con una actividad insuficiente,insignificante, que no distraía el pensamiento ni media hora? DonVíctor agradecía en el alma aquella solicitud doméstica, pero en

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lo que tocaba a él hubiera preferido que las cosas siguiesen comohasta allí. Nadie le cosía un botón a su gusto más que él mismo;limpiarle el despacho era martirizarle a él, a don Víctor; la camaera inútil hacérsela con esmero porque de todas maneras había dedescomponerla él, sacudir las almohadas y poner el embozo a sugusto. Cuando Ana volvió a dejar los quehaceres domésticos en laantigua marcha, don Víctor se lo agradeció en el alma también yrespiró a sus anchas. «Aquellas injerencias de su querida esposaeran dignas de eterno agradecimiento..., pero molestas para él.Más sabe el loco en su casa...»

Don Álvaro no se apresuraba. «Esta vez estaba seguro». Perono quería brusquer -según pensaba él en francés- un ataque. «Lateoría del cuarto de hora era una teoría incompleta». Algo habíade eso, pero en ciertos casos los cuartos de hora de una mujer sólolos encuentra un buen relojero. Pensaba dejar que pasara laCuaresma. Al fin se trataba de una beata que ayunaría y comeríade vigilia. Mal negocio. La Pascua florida ofrecía la mejorocasión. El mundo, después de resucitar Nuestro Señor Jesucristo,parece más alegre, más lícitos sus placeres; la primavera, yaadelantada, ayuda...; las fiestas, a que él haría que don Víctorllevase a su mujer, serían aguijones del deseo. «¡Oh...!, sí, en laPascua nos veríamos».

«Además, quería él prepararse para la campaña. Estabadebilucho. Aquel verano en Palomares había hecho una especie debancarrota de salud. La señora ministra había amado mucho.Estas exageraciones de las mujeres vencidas siempre estaban enrazón directa del cuadrado de las distancias. Es decir, que cuantomás lejos estaba una mujer del vicio, más exagerada era cuandollegaba a caer. La Regenta, si caía, iba a ser exageradísima». Y sepreparaba Mesía. Leyó libros de higiene, hizo gimnasia de salón,paseó mucho a caballo. Y se negó a acompañar a Paco Vegallana

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en sus aventurillas fáciles y pagaderas a la vista. «El diablo hartode carne...», le decía Paco. Y don Álvaro sonreía y se acostabatemprano. Madrugaba. El Paseo Grande era ya todo perfumes,frescura y cánticos al amanecer. Los pájaros, saltando de rama enrama, preparaban los nidos para los huevos de abril; se diría queeran tapiceros de la enramada que adornaban los salones delPaseo Grande para las fiestas de la primavera. Empezaba marzocon calores de junio; desde muy temprano calentaba y picaba elsol. Aquella primavera anticipada, frecuente en Vetusta, era unaburla de la naturaleza; después volvía el invierno, como en susmejores días, con fríos, escarchas y lluvia, lluvia interminable.Pero don Álvaro aprovechaba aquel intervalo de luz y calor, queno por efímero le agradaba menos; no era él de los que medían lafelicidad por la duración; es más, no creía en la felicidad,concepto metafísico según él; creía en el placer que no se midepor el tiempo. Una mañana, en el salón principal del PaseoGrande, solitario a tales horas porque pocos confiaban en aquelanticipo de primavera, vio don Álvaro allá lejos la silueta de unclérigo. Era alto; sus movimientos, señoriles. Era el Magistral.Estaban solos en el paseo; tenían que encontrarse, iban unoenfrente del otro, por el mismo lado. Se saludaron sin hablar. DonÁlvaro tuvo un poco de miedo, de aprensión de miedo. «Si estehombre -pensó- enamorado de la Regenta, desairado por ella, sevolviera loco de repente al verme, creyéndome su rival y seechara sobre mí a puñetazo limpio aquí, a solas...» Mesíarecordaba la escena del columpio en la huerta de Vegallana.

El Magistral pensó por su parte al ver a don Álvaro: «¡Si yome arrojara sobre este hombre y como puedo, como estoy segurode poder, le arrastrara por el suelo, y le pisara la cabeza y lasentrañas...!» Y tuvo miedo de sí mismo. Había leído que en laspersonas nerviosas, imágenes y aprensiones de este género

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provocan los actos correspondientes. Se acordó de cierto asesinode los cuentos de Edgar Poe... Su mirada fue insolente,provocativa. Saludó como diciendo con los ojos: «¡Toma!, ahítienes esa bofetada». Pero el saludo y la mirada de Mesíaquisieron decir: «Vaya usted con Dios; no entiendo palabra de esoque usted me quiere decir».

Y siguieron cada cual por su lado, pero a la mañana siguienteno volvieron al Paseo Grande ni uno ni otro. Buscaban allícontrario objeto: el Magistral paseaba mucho para gastar fuerzasinútiles; Mesía, para recobrar fuerzas perdidas y que esperaba lehiciesen mucha falta dentro de poco. Cada cual se fue a pasear enadelante por sitios extraviados. Temían otro encuentro.

Pero pronto tuvieron que quedarse en casa.

Como era de esperar, el invierno volvió con todos sus rigores,riéndose a carcajadas de los incautos que se creían en plenaprimavera. Los pájaros se escondieron en sus agujeros y rincones.Los árboles floridos padecieron los furores de la intemperie, comoengalanadas damiselas que en día de campo, vestidas con percalesalegres, adornos vistosos y delicados de seda y tul, se vensorprendidas por un chubasco al aire libre, sin albergue, sinparaguas siquiera. Las florecillas blancas y rosadas de los frutalescaían muertas sobre el fango: el granizo las despedazaba; todovolvía atrás; aquel ensayo de primavera temprana había salidomal; vuelta a empezar, cada mochuelo a su olivo.

Esto fue a la mitad de la Cuaresma. Vetusta se entregó conreduplicado fervor a sus devociones. Los jesuitas misioneroshabían pasado también por allí como una granizada; las flores deamor y alegría que sembrara el carnaval las destruyeron apenitencia limpia el Padre Maroto, un artillero retirado quepredicaba a cañonazos y sacaba el Cristo, y el Padre Goberna, un

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melifluo padre francés que pronunciaba el castellano con lagarganta y las narices y hablaba de Gomogga y citaba lasgrandezas de Nínive y de Babilonia, ya perdidas, al cabo de losaños mil, como prueba de la pequeñez de las cosas humanas. Elloera que Vetusta estaba metida en un puño. Entre el agua y losjesuitas la tenían triste, aprensiva, cabizbaja. El aspecto generalde la naturaleza, parda, disuelta en charcos y lodazales, más que apensar en la brevedad de la existencia convidaba a reconocer lopoco que vale el mundo. Todo parecía que iba a disolverse. ElUniverso, a juzgar por Vetusta y sus contornos, más que un sueñoefímero, parecía una pesadilla larga, llena de imágenes sucias ypegajosas. El Padre Goberna, que sabía dar color local a susoraciones, no decía en Vetusta que no somos más que un poco depolvo, sino un poco de barro. ¿Polvo en Vetusta? Dios lo diera.

El mal tiempo se llevó la resignación tranquila, perezosa, deAnita Ozores. Con la lluvia pertinaz, machacona, volvieronantiguas aprensiones repentinas, protestas de la voluntad, yaquellos cardos que le pinchaban el alma. ¡Y ahora no tenía alMagistral para ayudarla!

Cada día se sentía más sola, más abandonada y ya empezaba apensar que había sido injusta con el Provisor pensando de él tanmal y dejándole huir desesperado con aquellas sospechas quellevaba clavadas en el corazón como un dardo envenenado. «¿Porqué ella no había sentido más aquel desengaño, aquellaprofanación de una amistad pura, desinteresada, ideal? Tal vezporque el ser amada, fuera por quien fuera, no podía saberle malaunque ella tuviese que desdeñar y hasta vituperar aquel amor. Talvez porque sabía que el remedio de aquella separación estaba ensus manos. ¿No podía ella, el día tal vez próximo, en quenecesitara consuelo espiritual, correr al confesonario y persuadiral confesor, a don Fermín, de que ella no era lo que él se

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figuraba? Y acaso debía hacerlo cuanto antes. ¿Por qué había deestar pensando De Pas lo que no había? Sí, había que decirle laverdad, esto es, la verdad de lo que no había; don Álvaro no habíaconseguido mayor favor de Ana Ozores, esto era lo cierto».

Pero antes de buscar al Magistral, Ana quiso fortificar elespíritu por sí misma. Sentía la fe vacilante, los sofismas vulgaresde don Carlos -el librepensador- venían a atormentarla a cadainstante. Comenzaba por dudar de la virtud del sacerdote yllegaba a dudar de la Iglesia, de muchos dogmas... Pero entoncescorría a la iglesia. Saltando charcos, desafiando chaparrones ibade parroquia en parroquia, de novena en novena, y pasabatambién mucho tiempo en la nave fría de algún templo a la horaen que los fieles solían dejarlos desiertos. Se sentaba en un bancoy meditaba. Sonaba y resonaba en la bóveda la tos de un viejo querezaba en una capilla escondida; los pasos de un monaguilloirreverente retumbaban sobre la tarima de un altar, y como unrefuerzo del silencio llegaba a los oídos un rumor tenue de losruidos de Vetusta. Ana pedía a la soledad y al silencio perezoso dela iglesia algo como una inspiración, o como un perfume depiedad que creía ella debía desprenderse de aquellas paredessantas, de los altares, que a la luz blanca del día ostentaban sussantos de yeso y madera barnizada como gastados por el roce delas oraciones y el humo de la cera. Aquellas imágenes a la luz deldía recordaban vagamente las decoraciones de un teatro vistas alsol y a los cómicos en la calle sin los esplendores del gas de lasbaterías. Pero Anita no pensaba en esto. Buscaba allí la fe que sedesmoronaba. «¿Por qué se desmoronaba? ¿Qué tenía que ver laIglesia con el Magistral? ¿No podía aquel señor haberseenamorado de ella... y ser verdad, sin embargo, todo lo que dice eldogma? Claro que sí. Pero rezaba para creer. Oh, malo sería queel Magistral no saliese inocente de aquella prueba... Si él, si el

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hermano mayor no era más que un hipócrita... había que dar larazón en muchas cosas a don Carlos, al que, después de todo, erasu padre. ¡Sí, sí, era su padre, aquel padre que había llorado ellacon lágrimas del corazón, el que decía que la religión es unhomenaje interior del hombre a Dios, a un Dios que no podemosimaginar como es, y que no es como dicen las religionespositivas, sino mucho mejor, mucho más grande...! ¡Era su padrequien decía todas estas herejías!» Y rezaba, rezaba porque elmeditar ya no servía para nada bueno. Y una voz interior severa yalgo pedantesca gritaba después de todo aquello: «Peroentendámonos, aunque don Carlos tuviera razón, aunque Dios seamás grande, más bueno que todo lo que pudieran decir y pensarlos libros de los hombres, no por eso perdona los pecados de quela conciencia acusa a todos. Don Álvaro estará prohibido, seaDios como sea. El mal es el mal de todas suertes. Eso sí -se decíala Regenta, que encontraba consuelo en esta resolución-, aunquela fe caiga, yo seguiré combatiendo esta pasión de mis sentidos,que seguirá siendo mala...»

Empezó a notar que el templo solitario no excitaba sudevoción; aquellas paredes frías, aquella especie de descanso delos santos a las horas en que cesa la adoración, le recordaban porextrañas analogías que establecía el cerebro, enfermo acaso, lerecordaban la fatiga de los reyes, la fatiga de los monstruos deferias, la fatiga de cómicos, políticos y cuantos seres tienen pordestino darse en público espectáculo a la admiración material yboquiabierta de la necia multitud... La iglesia sin culto activo, laiglesia descansando, llegó a parecerle a ella también algo comoun teatro de día. El sacristán y el acólito subiendo al retablo,hombreándose con la imagen de madera, colocando los cirios consimetría, consultando las leyes de la perspectiva, le parecían alcabo cómplices de no sabía qué engaño... Además de todas estas

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aprensiones sacrílegas, tentación malsana del espíritu enfermo,causa de tanta lucha, sentía el tormento de la distracción; lasoraciones comenzaban y no concluían; el estribillo de tal o cualpiadosa leyenda llegaba a darle náuseas; la soledad se poblaba demil imágenes, diablillos de la distracción; el silencio era enjambrede ruidos interiores. Todo esto le obligó a dejar el templosolitario. Volvió a las horas del culto. Conocía que en la nuevapiedad que buscaba debían tomar parte importante los sentidos.Buscó el olor del incienso, los resplandores del altar y de lascasullas, el aleteo de la oración común, el susurro del ora pronobis de las masas católicas, la fuerza misteriosa de la oracióncolectiva, la parsimonia sistemática del ceremonial, la gravedaddel sacerdote en funciones, la misteriosa vaguedad del cánticosagrado que, bajando del coro nada más, parece descender de lasnubes; las melodías del órgano que hacían recordar en un solomomento todas las emociones dulces y calientes de la piedadantigua, de la fe inmaculada, mezcla de arrullo maternal y deesperanza mística.

La novena de los Dolores tuvo aquel año en Vetusta unaimportancia excepcional, si se ha de creer lo que decía El Lábaro.

Por lo menos el templo de San Isidro, donde se celebraba, seadornó como nunca. Tal semilla de piedad postiza y rumbosahabían dejado los PP. Goberna y Maroto. No se podía, como en lanovena de la Concepción, colgar el templo de azul y plata, nicolocar un templete de cartón delante del retablo del altar mayorimitando capilla gótica de marquetería; pero todo lo que fuecompatible con los siete Dolores de la Virgen se hizo: el lujo fuemajestuoso, triste, fúnebre. Todo era negro y oro. La capilla de lacatedral se trasladó en masa al coro de San Isidro reforzada poralgunas partes rezagadas de la última compañía de zarzuela quehabía tronado en Vetusta. Los sermones se encomendaron a otro

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jesuita , el Padre Martínez, que vino de muy lejos y cobrando muycaro. En la mesa de petitorio, colocada frente al altar mayor aespaldas del cancel de la puerta principal, pedían limosna yvendían libros devotos, medallas y escapularios las damas de másalta alcurnia, las más guapas y las más entrometidas.

La lluvia, el aburrimiento, la piedad, la costumbre, trajeron sucontingente respectivo al templo, que estaba todas las tardes debote en bote. No cabía un vetustense más.

Los jóvenes laicos de la ciudad, estudiantes los más, no sedistinguían ni por su excesiva devoción ni por una impiedadprematura; no pensaban en ciertas cosas: los había carlistas yliberales, pero casi todos iban a misa a ver las muchachas. A lanovena no faltaban; se desparramaban por las capillas y rinconesde San Isidro, y terciando la capa, el rostro con un tinte románticoo picaresco, según el carácter, se timaban, como decían ellos, conlas niñas casaderas, más recatadas, mejores cristianas, pero nomenos ganosas de tener lo que ellas llamaban relaciones.Mientras el P. Martínez repetía por centésima vez -y ya llevabaganados unos cinco mil reales- que como el dolor de una madreno hay otro, y echaba, sin pizca de dolor propio, sobre la imagenenlutada del altar, toda la retórica averiada de su oratoria de unbarroquismo mustio y sobado; el amor sacrílego iba y veníavolando invisible por naves y capillas como una mariposa que laprimavera manda desde el campo al pueblo para anunciar laalegría nueva.

Ana Ozores, cerca del presbiterio, arrodillada, recogiendo elespíritu para sumirlo en acendrada piedad, oía el rum rumlastimero del púlpito como el rumor lejano de un aguaceroacompañado por ayes del viento cogido entre puertas. No oía aljesuita, oía la elocuencia silenciosa de aquel hecho patente,repetido siglos y siglos en millares y millares de pueblos: la

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piedad colectiva, la devoción común, aquella elevación casimilagrosa de un pueblo entero prosaico, empequeñecido por lapobreza y la ignorancia, a las regiones de lo ideal, a la adoraciónde lo Absoluto por abstracción prodigiosa. En esto pensaba a sumodo la Regenta, y quería que aquella ola de piedad la arrastrase,quería ser molécula de aquella espuma, partícula de aquel polvoque una fuerza desconocida arrastraba por el desierto de la vida,camino de un ideal vagamente comprendido.

Calló el P. Martínez y comenzó el órgano a decir de otro modo,y mucho mejor, lo mismo que había dicho el orador de lujo. Elórgano parecía sentir más de corazón las penas de María... Anapensó en María, en Rossini, en la primera vez que había oído, alos diez y ocho años, en aquella misma iglesia, el Stabat Mater...Y después que el órgano dijo lo que tenía que decir, los fielescantaron como coro-monstruo bien ensayado el estribillomonótono, solemne, de varias canciones que caían de arriba comolluvia de flores frescas. Cantaban los niños, cantaban losancianos, cantaban las mujeres. Y Ana, sin saber por qué, empezóa llorar. A su lado un niño pobre, rubio, pálido y delgado, de seisaños, sentado en el suelo junto a la falda de su madre cubierta deharapos, cantaba sin pestañear, fijos los ojos en la Dolorosa delaltar portátil; cantaba; y de repente, por no se sabe qué asociaciónde ideas, calló, volvió el rostro a su madre y dijo: «¡Madre, damepan!»

Cantaba un anciano junto a un confesonario, con voztemblorosa, grave y dulce..., olvidado de las fatigas del trabajo aque el hambre le obligaba, contra los fueros de la vejez. Cantabatodo el pueblo, y el órgano, como un padre, acompañaba el coro yle guiaba por las regiones ideales de inefable tristeza consoladorade la música.

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«¡Y había infames -pensó Ana- que querían acabar conaquello! ¡Oh, no, no, yo no! Contigo, Virgen santa, siemprecontigo, siempre a tus pies; estar con los tristes, ésa es la religióneterna; vivir llorando por las penas del mundo, amar entrelágrimas...» Y se acordó del Magistral. «¡Oh, qué ingrata, quécruel había sido con aquel hombre! ¡Qué triste, qué solo le habíadejado...! Vetusta le insultaba, le escarnecía, le despreciaba,después de haberle levantado un trono de admiración; y ella, ellaque le debía su honra, su religión, lo más precioso, le abandonabay le olvidaba también... ¿Y por qué? Tal vez, casi de fijo, poraprensiones de la vanidad y de la malicia torpe y grosera. Ah,porque ella estaba tocada del gusano maldito, del amor de lossentidos; porque ella estaba rendida a don Álvaro, si no de hecho,con el deseo -ésta era la verdad-; porque ella era pecadora, ¿habíade serlo también el hermano de su alma , el padre espiritualquerido? ¿Qué pruebas tenía ella? ¿No podía ser aprensión todo,no podía la vanidad haber visto visiones? ¿Cuándo De Pas sehabía insinuado de modo que pudiera sospecharse de su pureza?¿No habían estado mil veces solos, muy cerca uno de otro; no sehabían tocado, no había ella, tal vez con imprudencia, aventuradocaricias inocentes, someros halagos que hubieran hecho brotar elfuego si lo hubiera habido allí escondido...? ¡Y está abandonado!Se burlan de él hasta en los periódicos; hasta los impíos alaban alos misioneros, para rebajar la influencia del Magistral; la moda yla calumnia le han arrinconado, y yo, como el vulgo miserable,me pongo a gritar también, ¡crucifícale, crucifícale...! ¿Y elsacrificio que había prometido? ¿Aquel gran sacrificio que yoandaba buscando para pagar lo que debo a ese hombre...?»

En aquel momento cesaron los cánticos del pueblo devoto;siguió silencio solemne; después hubo toses, estrépito de suelas yzuecos sobre la piedra resbaladiza del pavimento..., una

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impaciencia contenida. Hacia la puerta sonaba el tic, tac, de lasmonedas con que Visitación y la Marquesa golpeaban la bandejapara llamar la atención de la caridad distraída. Rechinaban loscanceles; había en el aire un cuchicheo tenue. En el coro dabanseñales de vida violines y flautas con quejidos y suspirosahogados; se oía el ruido de las hojas del papel de música. Gruñóun violín. Cayeron dos golpes sobre una hojalata... Silencio otravez... Comenzó el Stabat Mater.

La música sublime de Rossini exaltó más y más la fantasía deAna; una resolución de los nervios irritados brotó en aquelcerebro con fuerza de manía: como una alucinación de lavoluntad. Vio, como si allí mismo estuviese, la imagen de suresolución; «sí... ella..., ella, Ana a los pies del Magistral, comoMaría a los pies de la Cruz. El Magistral estaba crucificadotambién por la calumnia, por la necedad, por la envidia y eldesprecio..., y el pueblo asesino le volvía las espaldas y le dejabaallí solo..., y ella..., ella... ¡estaba haciendo lo mismo! ¡Oh, no, alCalvario, al Calvario! Al pie de la cruz del que no era su hijo,sino su padre, su hermano, el hermano y el padre del espíritu».

«La Virgen le decía que sí, que estaba bien hecho; que aquellaresolución era digna de un cristiano. Dondequiera que hay unacruz con un muerto se puede llorar al pie, sin pensar en lo que erael que está allí colgado; mejor se podrá llorar al pie de la cruz deun mártir. Hasta del mal ladrón le estaba dando lástima en aquelmomento. ¡Cuánta mayor lástima le daría del Magistral que,según ella, no era ladrón, ni malo ni bueno!» La forma delsacrificio, el día, la ocasión, todo estaba señalado: se juró novolverse atrás; aquella exaltación era lo que ella necesitaba parapoder vivir; si más tarde el cansancio, la relajación de aquellasfibras tirantes traían a su ánimo la cobardía, los reparosmundanales, prosaicos, el miedo al qué dirán, no haría caso..., iría

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derecha a su propósito sin vacilar, sin deliberar más. Haría lo quehabía resuelto. Y tranquila, segura de sí misma, volvió supensamiento a la Madre Dolorosa y se arrojó a las olas de lamúsica triste con un arranque de suicida... Sí, quería matar dentrode ella la duda, la pena, la frialdad, la influencia del mundo necio,circunspecto, mirado...; quería volver al fuego de la pasión, queera su ambiente.

«Todo aquello era una preparación. ¿Para qué?»

«Oh, Mesía era más noble, luchaba sin visera, mostrando elpecho, anunciando el golpe... No había abusado de su amistad condon Víctor, no había insistido. ¡Pero los dos la amaban!» Latristeza de Ana encontraba en este pensamiento un consuelo dulcesi no intenso. «Ella no podría ser de ninguno; del Magistral nopodía ni quería... Le debía eterna gratitud..., pero otra cosa... seríaun absurdo repugnante. Daba asco. Bueno estaría empezar aquerer en el mundo cerca de los treinta años... ¡y a un clérigo...!La vergüenza y algo de cólera encendían el rostro de Ana. ¡Peroese hombre esperaría que yo..., en mi vida...!»

Como aquella tarde pasó muchos días la Regenta. Las mismasideas cruzaban, combinadas de mil maneras, por su cerebroexcitado.

Cuando sentía la presencia de Mesía en el deseo, huía de ellaavergonzada; avergonzada también de que no fuera unremordimiento punzante el recuerdo del baile, sobre todo el delcontacto con don Álvaro. «Pero no lo era, no. Veíalo como unsueño; no se creía responsable, claramente responsable de lo quehabía sucedido aquella noche. La habían emborrachado conpalabras, con luz, con vanidad, con ruido..., con champaña... Peroahora sería una miserable si consentía a don Álvaro insistir en susprovocaciones. No quería venderse al sofisma de la tentación que

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le gritaba en los oídos: al fin don Álvaro no es canónigo; si huyesde él te expones a caer en brazos del otro. Mentira, gritaba lahonradez. Ni del uno ni del otro seré. A don Fermín le quiero conel alma, a pesar de su amor, que acaso él no puede vencer comoyo no puedo vencer la influencia de Mesía sobre mis sentidos;pero de no amar al Magistral de modo culpable estoy bien segura.Sí, bien segura. Debo huir del Magistral, sí, pero más de donÁlvaro. Su pasión es ilegítima también, aunque no repugnante ysacrílega como la del otro... ¡Huiré de los dos!»

No había más refugio que el hogar. Don Víctor con su Frígilisy todos los cacharros del museo de manías, don Víctor con elteatro español a cuestas.

«Pero la casa tenía también su poesía». Ana se esforzó enencontrársela. ¡Si tuviera hijos le darían tanto que hacer! ¡Quédelicia! Pero no los había. No era cosa de adoptar a unhospiciano. De todas suertes, Ana comenzó a trabajar en casa conafán..., a cuidar a don Víctor con esmero... A los ocho díascomprendió que aquello era una hipocresía mayor que todas. Laslabores de su casa estaban hechas en poco tiempo. ¿Por quéfingirse a sí misma satisfecha con una actividad insuficiente,insignificante, que no distraía el pensamiento ni media hora? DonVíctor agradecía en el alma aquella solicitud doméstica, pero enlo que tocaba a él hubiera preferido que las cosas siguiesen comohasta allí. Nadie le cosía un botón a su gusto más que él mismo;limpiarle el despacho era martirizarle a él, a don Víctor; la camaera inútil hacérsela con esmero porque de todas maneras había dedescomponerla él, sacudir las almohadas y poner el embozo a sugusto. Cuando Ana volvió a dejar los quehaceres domésticos en laantigua marcha, don Víctor se lo agradeció en el alma también yrespiró a sus anchas. «Aquellas injerencias de su querida esposa

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eran dignas de eterno agradecimiento..., pero molestas para él.Más sabe el loco en su casa...»

Don Álvaro no se apresuraba. «Esta vez estaba seguro». Perono quería brusquer -según pensaba él en francés- un ataque. «Lateoría del cuarto de hora era una teoría incompleta». Algo habíade eso, pero en ciertos casos los cuartos de hora de una mujer sólolos encuentra un buen relojero. Pensaba dejar que pasara laCuaresma. Al fin se trataba de una beata que ayunaría y comeríade vigilia. Mal negocio. La Pascua florida ofrecía la mejorocasión. El mundo, después de resucitar Nuestro Señor Jesucristo,parece más alegre, más lícitos sus placeres; la primavera, yaadelantada, ayuda...; las fiestas, a que él haría que don Víctorllevase a su mujer, serían aguijones del deseo. «¡Oh...!, sí, en laPascua nos veríamos».

«Además, quería él prepararse para la campaña. Estabadebilucho. Aquel verano en Palomares había hecho una especie debancarrota de salud. La señora ministra había amado mucho.Estas exageraciones de las mujeres vencidas siempre estaban enrazón directa del cuadrado de las distancias. Es decir, que cuantomás lejos estaba una mujer del vicio, más exagerada era cuandollegaba a caer. La Regenta, si caía, iba a ser exageradísima». Y sepreparaba Mesía. Leyó libros de higiene, hizo gimnasia de salón,paseó mucho a caballo. Y se negó a acompañar a Paco Vegallanaen sus aventurillas fáciles y pagaderas a la vista. «El diablo hartode carne...», le decía Paco. Y don Álvaro sonreía y se acostabatemprano. Madrugaba. El Paseo Grande era ya todo perfumes,frescura y cánticos al amanecer. Los pájaros, saltando de rama enrama, preparaban los nidos para los huevos de abril; se diría queeran tapiceros de la enramada que adornaban los salones delPaseo Grande para las fiestas de la primavera. Empezaba marzocon calores de junio; desde muy temprano calentaba y picaba el

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sol. Aquella primavera anticipada, frecuente en Vetusta, era unaburla de la naturaleza; después volvía el invierno, como en susmejores días, con fríos, escarchas y lluvia, lluvia interminable.Pero don Álvaro aprovechaba aquel intervalo de luz y calor, queno por efímero le agradaba menos; no era él de los que medían lafelicidad por la duración; es más, no creía en la felicidad,concepto metafísico según él; creía en el placer que no se midepor el tiempo. Una mañana, en el salón principal del PaseoGrande, solitario a tales horas porque pocos confiaban en aquelanticipo de primavera, vio don Álvaro allá lejos la silueta de unclérigo. Era alto; sus movimientos, señoriles. Era el Magistral.Estaban solos en el paseo; tenían que encontrarse, iban unoenfrente del otro, por el mismo lado. Se saludaron sin hablar. DonÁlvaro tuvo un poco de miedo, de aprensión de miedo. «Si estehombre -pensó- enamorado de la Regenta, desairado por ella, sevolviera loco de repente al verme, creyéndome su rival y seechara sobre mí a puñetazo limpio aquí, a solas...» Mesíarecordaba la escena del columpio en la huerta de Vegallana.

El Magistral pensó por su parte al ver a don Álvaro: «¡Si yome arrojara sobre este hombre y como puedo, como estoy segurode poder, le arrastrara por el suelo, y le pisara la cabeza y lasentrañas...!» Y tuvo miedo de sí mismo. Había leído que en laspersonas nerviosas, imágenes y aprensiones de este géneroprovocan los actos correspondientes. Se acordó de cierto asesinode los cuentos de Edgar Poe... Su mirada fue insolente,provocativa. Saludó como diciendo con los ojos: «¡Toma!, ahítienes esa bofetada». Pero el saludo y la mirada de Mesíaquisieron decir: «Vaya usted con Dios; no entiendo palabra de esoque usted me quiere decir».

Y siguieron cada cual por su lado, pero a la mañana siguienteno volvieron al Paseo Grande ni uno ni otro. Buscaban allí

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contrario objeto: el Magistral paseaba mucho para gastar fuerzasinútiles; Mesía, para recobrar fuerzas perdidas y que esperaba lehiciesen mucha falta dentro de poco. Cada cual se fue a pasear enadelante por sitios extraviados. Temían otro encuentro.

Pero pronto tuvieron que quedarse en casa.

Como era de esperar, el invierno volvió con todos sus rigores,riéndose a carcajadas de los incautos que se creían en plenaprimavera. Los pájaros se escondieron en sus agujeros y rincones.Los árboles floridos padecieron los furores de la intemperie, comoengalanadas damiselas que en día de campo, vestidas con percalesalegres, adornos vistosos y delicados de seda y tul, se vensorprendidas por un chubasco al aire libre, sin albergue, sinparaguas siquiera. Las florecillas blancas y rosadas de los frutalescaían muertas sobre el fango: el granizo las despedazaba; todovolvía atrás; aquel ensayo de primavera temprana había salidomal; vuelta a empezar, cada mochuelo a su olivo.

Esto fue a la mitad de la Cuaresma. Vetusta se entregó conreduplicado fervor a sus devociones. Los jesuitas misioneroshabían pasado también por allí como una granizada; las flores deamor y alegría que sembrara el carnaval las destruyeron apenitencia limpia el Padre Maroto, un artillero retirado quepredicaba a cañonazos y sacaba el Cristo, y el Padre Goberna, unmelifluo padre francés que pronunciaba el castellano con lagarganta y las narices y hablaba de Gomogga y citaba lasgrandezas de Nínive y de Babilonia, ya perdidas, al cabo de losaños mil, como prueba de la pequeñez de las cosas humanas. Elloera que Vetusta estaba metida en un puño. Entre el agua y losjesuitas la tenían triste, aprensiva, cabizbaja. El aspecto generalde la naturaleza, parda, disuelta en charcos y lodazales, más que apensar en la brevedad de la existencia convidaba a reconocer lopoco que vale el mundo. Todo parecía que iba a disolverse. El

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Universo, a juzgar por Vetusta y sus contornos, más que un sueñoefímero, parecía una pesadilla larga, llena de imágenes sucias ypegajosas. El Padre Goberna, que sabía dar color local a susoraciones, no decía en Vetusta que no somos más que un poco depolvo, sino un poco de barro. ¿Polvo en Vetusta? Dios lo diera.

El mal tiempo se llevó la resignación tranquila, perezosa, deAnita Ozores. Con la lluvia pertinaz, machacona, volvieronantiguas aprensiones repentinas, protestas de la voluntad, yaquellos cardos que le pinchaban el alma. ¡Y ahora no tenía alMagistral para ayudarla!

Cada día se sentía más sola, más abandonada y ya empezaba apensar que había sido injusta con el Provisor pensando de él tanmal y dejándole huir desesperado con aquellas sospechas quellevaba clavadas en el corazón como un dardo envenenado. «¿Porqué ella no había sentido más aquel desengaño, aquellaprofanación de una amistad pura, desinteresada, ideal? Tal vezporque el ser amada, fuera por quien fuera, no podía saberle malaunque ella tuviese que desdeñar y hasta vituperar aquel amor. Talvez porque sabía que el remedio de aquella separación estaba ensus manos. ¿No podía ella, el día tal vez próximo, en quenecesitara consuelo espiritual, correr al confesonario y persuadiral confesor, a don Fermín, de que ella no era lo que él sefiguraba? Y acaso debía hacerlo cuanto antes. ¿Por qué había deestar pensando De Pas lo que no había? Sí, había que decirle laverdad, esto es, la verdad de lo que no había; don Álvaro no habíaconseguido mayor favor de Ana Ozores, esto era lo cierto».

Pero antes de buscar al Magistral, Ana quiso fortificar elespíritu por sí misma. Sentía la fe vacilante, los sofismas vulgaresde don Carlos -el librepensador- venían a atormentarla a cadainstante. Comenzaba por dudar de la virtud del sacerdote yllegaba a dudar de la Iglesia, de muchos dogmas... Pero entonces

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corría a la iglesia. Saltando charcos, desafiando chaparrones ibade parroquia en parroquia, de novena en novena, y pasabatambién mucho tiempo en la nave fría de algún templo a la horaen que los fieles solían dejarlos desiertos. Se sentaba en un bancoy meditaba. Sonaba y resonaba en la bóveda la tos de un viejo querezaba en una capilla escondida; los pasos de un monaguilloirreverente retumbaban sobre la tarima de un altar, y como unrefuerzo del silencio llegaba a los oídos un rumor tenue de losruidos de Vetusta. Ana pedía a la soledad y al silencio perezoso dela iglesia algo como una inspiración, o como un perfume depiedad que creía ella debía desprenderse de aquellas paredessantas, de los altares, que a la luz blanca del día ostentaban sussantos de yeso y madera barnizada como gastados por el roce delas oraciones y el humo de la cera. Aquellas imágenes a la luz deldía recordaban vagamente las decoraciones de un teatro vistas alsol y a los cómicos en la calle sin los esplendores del gas de lasbaterías. Pero Anita no pensaba en esto. Buscaba allí la fe que sedesmoronaba. «¿Por qué se desmoronaba? ¿Qué tenía que ver laIglesia con el Magistral? ¿No podía aquel señor haberseenamorado de ella... y ser verdad, sin embargo, todo lo que dice eldogma? Claro que sí. Pero rezaba para creer. Oh, malo sería queel Magistral no saliese inocente de aquella prueba... Si él, si elhermano mayor no era más que un hipócrita... había que dar larazón en muchas cosas a don Carlos, al que, después de todo, erasu padre. ¡Sí, sí, era su padre, aquel padre que había llorado ellacon lágrimas del corazón, el que decía que la religión es unhomenaje interior del hombre a Dios, a un Dios que no podemosimaginar como es, y que no es como dicen las religionespositivas, sino mucho mejor, mucho más grande...! ¡Era su padrequien decía todas estas herejías!» Y rezaba, rezaba porque elmeditar ya no servía para nada bueno. Y una voz interior severa yalgo pedantesca gritaba después de todo aquello: «Pero

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entendámonos, aunque don Carlos tuviera razón, aunque Dios seamás grande, más bueno que todo lo que pudieran decir y pensarlos libros de los hombres, no por eso perdona los pecados de quela conciencia acusa a todos. Don Álvaro estará prohibido, seaDios como sea. El mal es el mal de todas suertes. Eso sí -se decíala Regenta, que encontraba consuelo en esta resolución-, aunquela fe caiga, yo seguiré combatiendo esta pasión de mis sentidos,que seguirá siendo mala...»

Empezó a notar que el templo solitario no excitaba sudevoción; aquellas paredes frías, aquella especie de descanso delos santos a las horas en que cesa la adoración, le recordaban porextrañas analogías que establecía el cerebro, enfermo acaso, lerecordaban la fatiga de los reyes, la fatiga de los monstruos deferias, la fatiga de cómicos, políticos y cuantos seres tienen pordestino darse en público espectáculo a la admiración material yboquiabierta de la necia multitud... La iglesia sin culto activo, laiglesia descansando, llegó a parecerle a ella también algo comoun teatro de día. El sacristán y el acólito subiendo al retablo,hombreándose con la imagen de madera, colocando los cirios consimetría, consultando las leyes de la perspectiva, le parecían alcabo cómplices de no sabía qué engaño... Además de todas estasaprensiones sacrílegas, tentación malsana del espíritu enfermo,causa de tanta lucha, sentía el tormento de la distracción; lasoraciones comenzaban y no concluían; el estribillo de tal o cualpiadosa leyenda llegaba a darle náuseas; la soledad se poblaba demil imágenes, diablillos de la distracción; el silencio era enjambrede ruidos interiores. Todo esto le obligó a dejar el templosolitario. Volvió a las horas del culto. Conocía que en la nuevapiedad que buscaba debían tomar parte importante los sentidos.Buscó el olor del incienso, los resplandores del altar y de lascasullas, el aleteo de la oración común, el susurro del ora pro

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nobis de las masas católicas, la fuerza misteriosa de la oracióncolectiva, la parsimonia sistemática del ceremonial, la gravedaddel sacerdote en funciones, la misteriosa vaguedad del cánticosagrado que, bajando del coro nada más, parece descender de lasnubes; las melodías del órgano que hacían recordar en un solomomento todas las emociones dulces y calientes de la piedadantigua, de la fe inmaculada, mezcla de arrullo maternal y deesperanza mística.

La novena de los Dolores tuvo aquel año en Vetusta unaimportancia excepcional, si se ha de creer lo que decía El Lábaro.

Por lo menos el templo de San Isidro, donde se celebraba, seadornó como nunca. Tal semilla de piedad postiza y rumbosahabían dejado los PP. Goberna y Maroto. No se podía, como en lanovena de la Concepción, colgar el templo de azul y plata, nicolocar un templete de cartón delante del retablo del altar mayorimitando capilla gótica de marquetería; pero todo lo que fuecompatible con los siete Dolores de la Virgen se hizo: el lujo fuemajestuoso, triste, fúnebre. Todo era negro y oro. La capilla de lacatedral se trasladó en masa al coro de San Isidro reforzada poralgunas partes rezagadas de la última compañía de zarzuela quehabía tronado en Vetusta. Los sermones se encomendaron a otrojesuita , el Padre Martínez, que vino de muy lejos y cobrando muycaro. En la mesa de petitorio, colocada frente al altar mayor aespaldas del cancel de la puerta principal, pedían limosna yvendían libros devotos, medallas y escapularios las damas de másalta alcurnia, las más guapas y las más entrometidas.

La lluvia, el aburrimiento, la piedad, la costumbre, trajeron sucontingente respectivo al templo, que estaba todas las tardes debote en bote. No cabía un vetustense más.

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Los jóvenes laicos de la ciudad, estudiantes los más, no sedistinguían ni por su excesiva devoción ni por una impiedadprematura; no pensaban en ciertas cosas: los había carlistas yliberales, pero casi todos iban a misa a ver las muchachas. A lanovena no faltaban; se desparramaban por las capillas y rinconesde San Isidro, y terciando la capa, el rostro con un tinte románticoo picaresco, según el carácter, se timaban, como decían ellos, conlas niñas casaderas, más recatadas, mejores cristianas, pero nomenos ganosas de tener lo que ellas llamaban relaciones.Mientras el P. Martínez repetía por centésima vez -y ya llevabaganados unos cinco mil reales- que como el dolor de una madreno hay otro, y echaba, sin pizca de dolor propio, sobre la imagenenlutada del altar, toda la retórica averiada de su oratoria de unbarroquismo mustio y sobado; el amor sacrílego iba y veníavolando invisible por naves y capillas como una mariposa que laprimavera manda desde el campo al pueblo para anunciar laalegría nueva.

Ana Ozores, cerca del presbiterio, arrodillada, recogiendo elespíritu para sumirlo en acendrada piedad, oía el rum rumlastimero del púlpito como el rumor lejano de un aguaceroacompañado por ayes del viento cogido entre puertas. No oía aljesuita, oía la elocuencia silenciosa de aquel hecho patente,repetido siglos y siglos en millares y millares de pueblos: lapiedad colectiva, la devoción común, aquella elevación casimilagrosa de un pueblo entero prosaico, empequeñecido por lapobreza y la ignorancia, a las regiones de lo ideal, a la adoraciónde lo Absoluto por abstracción prodigiosa. En esto pensaba a sumodo la Regenta, y quería que aquella ola de piedad la arrastrase,quería ser molécula de aquella espuma, partícula de aquel polvoque una fuerza desconocida arrastraba por el desierto de la vida,camino de un ideal vagamente comprendido.

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Calló el P. Martínez y comenzó el órgano a decir de otro modo,y mucho mejor, lo mismo que había dicho el orador de lujo. Elórgano parecía sentir más de corazón las penas de María... Anapensó en María, en Rossini, en la primera vez que había oído, alos diez y ocho años, en aquella misma iglesia, el Stabat Mater...Y después que el órgano dijo lo que tenía que decir, los fielescantaron como coro-monstruo bien ensayado el estribillomonótono, solemne, de varias canciones que caían de arriba comolluvia de flores frescas. Cantaban los niños, cantaban losancianos, cantaban las mujeres. Y Ana, sin saber por qué, empezóa llorar. A su lado un niño pobre, rubio, pálido y delgado, de seisaños, sentado en el suelo junto a la falda de su madre cubierta deharapos, cantaba sin pestañear, fijos los ojos en la Dolorosa delaltar portátil; cantaba; y de repente, por no se sabe qué asociaciónde ideas, calló, volvió el rostro a su madre y dijo: «¡Madre, damepan!»

Cantaba un anciano junto a un confesonario, con voztemblorosa, grave y dulce..., olvidado de las fatigas del trabajo aque el hambre le obligaba, contra los fueros de la vejez. Cantabatodo el pueblo, y el órgano, como un padre, acompañaba el coro yle guiaba por las regiones ideales de inefable tristeza consoladorade la música.

«¡Y había infames -pensó Ana- que querían acabar conaquello! ¡Oh, no, no, yo no! Contigo, Virgen santa, siemprecontigo, siempre a tus pies; estar con los tristes, ésa es la religióneterna; vivir llorando por las penas del mundo, amar entrelágrimas...» Y se acordó del Magistral. «¡Oh, qué ingrata, quécruel había sido con aquel hombre! ¡Qué triste, qué solo le habíadejado...! Vetusta le insultaba, le escarnecía, le despreciaba,después de haberle levantado un trono de admiración; y ella, ellaque le debía su honra, su religión, lo más precioso, le abandonaba

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y le olvidaba también... ¿Y por qué? Tal vez, casi de fijo, poraprensiones de la vanidad y de la malicia torpe y grosera. Ah,porque ella estaba tocada del gusano maldito, del amor de lossentidos; porque ella estaba rendida a don Álvaro, si no de hecho,con el deseo -ésta era la verdad-; porque ella era pecadora, ¿habíade serlo también el hermano de su alma , el padre espiritualquerido? ¿Qué pruebas tenía ella? ¿No podía ser aprensión todo,no podía la vanidad haber visto visiones? ¿Cuándo De Pas sehabía insinuado de modo que pudiera sospecharse de su pureza?¿No habían estado mil veces solos, muy cerca uno de otro; no sehabían tocado, no había ella, tal vez con imprudencia, aventuradocaricias inocentes, someros halagos que hubieran hecho brotar elfuego si lo hubiera habido allí escondido...? ¡Y está abandonado!Se burlan de él hasta en los periódicos; hasta los impíos alaban alos misioneros, para rebajar la influencia del Magistral; la moda yla calumnia le han arrinconado, y yo, como el vulgo miserable,me pongo a gritar también, ¡crucifícale, crucifícale...! ¿Y elsacrificio que había prometido? ¿Aquel gran sacrificio que yoandaba buscando para pagar lo que debo a ese hombre...?»

En aquel momento cesaron los cánticos del pueblo devoto;siguió silencio solemne; después hubo toses, estrépito de suelas yzuecos sobre la piedra resbaladiza del pavimento..., unaimpaciencia contenida. Hacia la puerta sonaba el tic, tac, de lasmonedas con que Visitación y la Marquesa golpeaban la bandejapara llamar la atención de la caridad distraída. Rechinaban loscanceles; había en el aire un cuchicheo tenue. En el coro dabanseñales de vida violines y flautas con quejidos y suspirosahogados; se oía el ruido de las hojas del papel de música. Gruñóun violín. Cayeron dos golpes sobre una hojalata... Silencio otravez... Comenzó el Stabat Mater.

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La música sublime de Rossini exaltó más y más la fantasía deAna; una resolución de los nervios irritados brotó en aquelcerebro con fuerza de manía: como una alucinación de lavoluntad. Vio, como si allí mismo estuviese, la imagen de suresolución; «sí... ella..., ella, Ana a los pies del Magistral, comoMaría a los pies de la Cruz. El Magistral estaba crucificadotambién por la calumnia, por la necedad, por la envidia y eldesprecio..., y el pueblo asesino le volvía las espaldas y le dejabaallí solo..., y ella..., ella... ¡estaba haciendo lo mismo! ¡Oh, no, alCalvario, al Calvario! Al pie de la cruz del que no era su hijo,sino su padre, su hermano, el hermano y el padre del espíritu».

«La Virgen le decía que sí, que estaba bien hecho; que aquellaresolución era digna de un cristiano. Dondequiera que hay unacruz con un muerto se puede llorar al pie, sin pensar en lo que erael que está allí colgado; mejor se podrá llorar al pie de la cruz deun mártir. Hasta del mal ladrón le estaba dando lástima en aquelmomento. ¡Cuánta mayor lástima le daría del Magistral que,según ella, no era ladrón, ni malo ni bueno!» La forma delsacrificio, el día, la ocasión, todo estaba señalado: se juró novolverse atrás; aquella exaltación era lo que ella necesitaba parapoder vivir; si más tarde el cansancio, la relajación de aquellasfibras tirantes traían a su ánimo la cobardía, los reparosmundanales, prosaicos, el miedo al qué dirán, no haría caso..., iríaderecha a su propósito sin vacilar, sin deliberar más. Haría lo quehabía resuelto. Y tranquila, segura de sí misma, volvió supensamiento a la Madre Dolorosa y se arrojó a las olas de lamúsica triste con un arranque de suicida... Sí, quería matar dentrode ella la duda, la pena, la frialdad, la influencia del mundo necio,circunspecto, mirado...; quería volver al fuego de la pasión, queera su ambiente.

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Capítulo XXVI

Desde el día en que presidió el entierro de don SantosBarinaga, don Pompeyo no volvió a tener hora buena, de saludcompleta. Los escalofríos que le hicieron temblar en elcementerio y se repitieron, cada vez más fuertes, durante laenfermedad que siguió a la gran mojadura, volvían de cuando encuando. Guimarán estaba triste sin cesar; aquel sol de justicia, queadoraba, tenía sus eclipses y el espectáculo de la maldad ambientedesanimaba al buen ateo hasta el punto de hacerle dudar delprogreso definitivo de la Humanidad. «Laurent decía bien,estábamos nosotros mucho más adelantados que los bárbaros.¡Pero había cada pillo todavía! ¿Y la amistad? La amistad eracosa perdida». Paquito Vegallana, Álvaro Mesía, JoaquinitoOrgaz, el respetable, o al parecer respetable, señor Foja, que sedecían tan amigos suyos, le habían engañado como a un chino; sehabían burlado de él. Eran unos libertinos que renegaban en suscomilonas de la religión positiva para seducirle a él y librarse delmiedo del infierno. Don Pompeyo rompió bruscamente susrelaciones con todos aquellos «espíritus frívolos» y no volvió aponer los pies en el Casino. Tomó esta resolución el día deNavidad, cuando supo que por Vetusta se corría que él, donPompeyo Guimarán, el hombre que más respetaba todos loscultos, sin creer en ninguno, había profanado la catedral oyendoborracho la Misa del gallo. Se llegó a decir que había llevado altemplo, debajo de la capa, una botella de anís del mono... «¡Delmono...! ¡Él..., don Pompeyo...!» No volvió al Casino. «Aquellosinfames que le habían embriagado o poco menos, obligándoledespués a penetrar en el templo, eran muy capaces de haberinventado en seguida la calumnia con que querían perderle. ¿Quéautoridad iba a tener en adelante aquel ateísmo que seemborrachaba para celebrar las fiestas del cristianismo, y que

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asistía a los santos oficios a blasfemar y hacer eses por lasrespetables naves de la basílica?»

«¡Bastante tenía él sobre su alma con el entierro civil deBarinaga y la consiguiente ojeriza que gran parte del pueblo habíatomado al señor Magistral!»

«No, no quería más luchas religiosas. Ya iba siendo viejo paratamañas empresas. Mejor era callar; vivir en paz con todos». Lamuerte de Barinaga le hacía temblar al recordarla. «¡Morir comoun perro! ¡Y yo, que tengo mujer y cuatro hijas!»

Se hizo misántropo. Siempre salía solo, al oscurecer, y volvíapronto a casa.

Una noche le llamó la atención un ruido de colmena que veníade la parte de la catedral. Oyó cohetes. ¿Qué era aquello? La torreestaba iluminada con vasos y faroles a la veneciana. A sus pies,en el atrio estrecho y corto, de resbaladizo pavimento de piedra,cerrado por verja de hierro tosco y fuerte, se agolpaba unamultitud confusa, como un montón de gusanos negros. De aquelfermento humano brotaban, como burbujas, gritos, carcajadas yun zumbido sordo que parecía el ruido de la marea de un marlejano.

Don Pompeyo, que daba diente con diente de frío, con fiebre,se detuvo en lo más alto de la calle de la Rúa para contemplaraquella muchedumbre apiñada a los pies de la torre, en tanestrecho recinto, cuando podía extenderse a sus anchas por toda laplazuela. «Ya sabía lo que era. Los católicos celebraban unaniversario religioso. ¿Pero cómo? ¡Oh ludibrio!» Don Pompeyose acercó al atrio; observó desde fuera. Lo mejor y lo peor deVetusta estaba allí amontonado; las chalequeras, los armeros, laflor y nata del paseo del Boulevard, aquel gran mundo delandrajo, con sus hedores de miseria, se codeaba insolente y

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vocinglero con la Vetusta elegante del Espolón y de los bailes delCasino; y para colmo del escándalo, según don Pompeyo, so capade celebrar una fiesta religiosa, la juventud dorada del clerovetustense, todos aquellos «licenciados de seminario» , como éllos llamaba con pésima intención, paseaban también por allí,apretados, prensados, con sus manteos y todo, en aquel embutidode carne lasciva, a oscuras, casi sin aire que respirar, sin másrecreo que el poco honesto de sentir el roce de la especie, elinstinto del rebaño, mejor, de la piara. Y separando los ojos «deaquella podredumbre en fermento, de aquella gusanerainconsciente», volviólos Guimarán a lo alto, y miró a la torre quecon un punto de luz roja señalaba al cielo... «¡Aquí no hay nadacristiano -pensó- más que ese montón de piedras!»

Huyó de la catedral triste, aprensivo, dudando de laHumanidad, de la Justicia, del Progreso... y apretando los dientespara que no chocasen los de arriba con los de abajo. Entró en sucasa... Pidió tila, se acostó... y, al verse rodeado de su mujer y desus hijas, que le echaban sobre el cuerpo cuantas mantas había encasa, el ateo empedernido sintió una dulce ternura nerviosa, uncalorcillo confortante y se dijo: «Al fin hay una religión, la delhogar».

A la mañana siguiente despertó a toda la casa a campanillazos.«Se sentía mal. Que llamasen a Somoza». Somoza dijo queaquello no era nada. Ocho días después propuso a la señora deGuimarán el arduo problema de lo que allí se llamaba «lapreparación del enfermo». «Había que prepararle», ¿a qué? «Abien morir».

De las cuatro hijas de don Pompeyo dos se desmayaron encompañía de su madre al oír la noticia.

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Las otras dos, más fuertes, deliberaron. ¿Quién le ponía elcascabel al gato? ¿Quién proponía a su señor padre que recibieralos Sacramentos?

Se lo propuso la hija mayor, Agapita.

-Papá, tú que eres tan bueno, ¿querrías darme un disgusto,dárselo a mamá, sobre todo, que te quiere tanto... y es tanreligiosa...?

-No prosigas, Agapita querida -dijo el enfermo con vozmeliflua, débil, mimosa-. Ya sé lo que pides. Que confiese. Estábien, hija mía. ¿Cómo ha de ser? Hace días que esperaba estemomento. El señor de Somoza es tan angelical que no queríadarme un susto, pero yo conocía que esto iba mal. He pensadomucho en vosotras, en la necesidad de complaceros. Sólo os pidouna cosa..., que venga el señor Magistral. Quiero que me oiga enconfesión el señor De Pas; necesito que me oiga y que meperdone.

Agapita lloró sobre el pecho flaco de su padre. Desde la salahabían oído el diálogo Somoza y la hija menor de Guimarán,Perpetua. Media hora después toda Vetusta sabía el milagro. «¡ ElAteo llamaba al Magistral para que le ayudara a bien morir!»

Don Fermín estaba en cama. Su madre, echada a los pies dellecho, como un perro, gruñía en cuanto olfateaba la presencia dealgún importuno. El Magistral se quejaba de neuralgia; el ruidomenor le sonaba a patadas en la cabeza. Doña Paula habíaprohibido los ruidos, todos los ruidos. Se andaba de puntillas y seprocuraba volar.

Teresina creyó que el recado de las señoritas de Guimarán eracosa grave, y merecía la pena de infringir la regla general.

-Están ahí de parte de la señora y señoritas de Guimarán...

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-¡De Guimarán! -dijo el Magistral, que estaba despierto,aunque tenía los ojos cerrados.

-¡De Guimarán! Tú estás loca... -dijo doña Paula muy bajo.

-Sí, señora, de Guimarán, de don Pompeyo, que se estámuriendo y quiere que le vaya a confesar el señorito.

Hijo y madre dieron un salto; doña Paula quedó en pie; donFermín, sentado en su lecho.

Se hizo entrar a la criada de Guimarán y repetir el recado.

La criada lloraba y describía entre suspiros la tristeza de lafamilia y el consuelo que era ver al señor pedir los SantosSacramentos.

El Magistral y doña Paula se consultaron con los ojos. Seentendieron.

-¿Te hará daño?

-No. Que voy ahora mismo.

-Salid. Que el señorito está muy enfermo, pero que lo primeroes lo primero y que va allá ahora mismo.

Quedaron solos hijo y madre.

-¿Será una broma de ese tunante?

-No, señora; es un pobre diablo. Tenía que acabar así. Pero yono sabía que estaba enfermo.

De Pas hablaba mientras se vestía ayudado por su madre, quebuscó en el fondo de un baúl la ropa de más abrigo.

-Fermo, ¿y si tú te pones malo de veras..., es decir, decuidado...?

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-No, no, no. Deje usted. Esto no admite espera... y mi cabezasí. Es preciso llegar allá antes que se sepa por ahí... ¿Nocomprende usted?

-Sí, claro; tienes razón.

Callaron.

El Magistral se cogió a la pared y al hombro de su madre paratenerse en pie.

En su despacho se sentó un momento.

-¿Mandamos por un coche...?

-Sí, es claro; ya debía estar hecho eso. A Benito, aquí en laesquina...

Entró Teresa.

-Esta carta para el señorito.

Doña Paula la tomó; no conoció la letra del sobre.

Fermín sí; era la de Ana, desfigurada, obra de una manotemblorosa...

-¿De quién es? -preguntó la madre al ver que Fermín palidecía.

-No sé..., ya la veré después. Ahora al coche..., a ver aGuimarán...

Y se puso de pies, escondió la carta en un bolsillo interior y sedirigió a la puerta con paso firme.

Doña Paula, aunque sospechaba no sabía qué, no se atrevióesta vez a insistir. Le daba lástima de aquel hijo que enfermo,triste, tal vez desesperado, iba por ella a continuar la historia desu grandeza, de sus ganancias; iba a rescatar el crédito perdidobuscando un milagro de los más sonados, de los más eficaces y

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provechosos, un milagro de conversión. «Era un héroe. ¡Cuántohabía padecido durante aquella cuaresma!» Ella, doña Paula,había acabado por adivinar que su hijo y la Regenta no se veíanya; habían reñido, por lo visto. Al principio el egoísmo de lamadre triunfó y se alegró de aquel rompimiento que suponía.Conoció que su hijo no se humillaría jamás a pedir unareconciliación, que antes moriría desesperado, como un perro,allí, en aquel lecho donde había caído al cabo, después de pasearla cólera comprimida por toda Vetusta y sus alrededores, de día yde noche. Pero la desesperación taciturna de su Fermo,complicada con una enfermedad misteriosa, de mal aspecto, quepodía parar en locura, asustó a la madre que adoraba a su modo alhijo; y noche hubo en que, mientras velaba el dolor de su Fermo,pensó en mil absurdos, en milagros de madre, en ir ella misma abuscar a la infame que tenía la culpa de aquello y degollarla, otraerla arrastrando por los malditos cabellos allí, al pie de aquellacama, a velar como ella, a llorar como ella, a salvar a su hijo atoda costa, a costa de la fama, de la salvación, de todo; a salvarleo morir con él... De estas ideas absurdas, que rechazaba despuésel buen sentido, le quedaba a doña Paula una ira sorda,reconcentrada, y una aspiración vaga a formar un proyectoextraño, una intriga para cazar a la Regenta y hacerla servir paralo que Fermo quisiera... y después matarla o arrancarle lalengua...

Los primeros días, después de separarse Ana y De Pas, era elMagistral quien preguntaba más a menudo a Teresina, afectandoindiferencia, pero sin que su madre le oyera: «¿Ha habido algúnrecado, alguna carta para mí?» Después, también doña Paula, asolas también, preguntaba a la doncella con voz gutural,estrangulada: «¿Han traído algún recado..., algún papel..., para elseñorito?»

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No, no habían traído nada. La cuaresma había pasado así,había comenzado la semana de Dolores, estaba concluyendo..., ynada.

«Debe de ser de ella», pensó doña Paula cuando vio el papelque presentó Teresina. Sintió ira y placer a un tiempo.

El Magistral sentía en los oídos huracanes. Temía caerse. Peroestaba dispuesto a salir. También se juró negarse a leer la cartadelante de su madre, aunque ella lo pidiera puesta en cruz.«Aquella carta era de él, de él solo». Llegó el coche. Unacarretela vieja, desvencijada, tirada por un caballo negro y otroblanco, ambos desfallecidos de hambre y sucios.

Doña Paula, que había acompañado a su hijo hasta el portal,dijo con énfasis al cochero:

-A casa de don Pompeyo Guimarán..., ya sabes...

-Sí, sí...

Dobló el coche la esquina; don Fermín corrió un cristal y gritó:

-Despacio, al paso.

Miró la carta de Ana.

Rompió el sobre con dedos que temblaban y leyó aquellasletras de tinta rosada que saltaban y se confundían enganchadasunas con otras. Adivinó más que descifró los caracteres que seevaporaban ante su vista débil.

«Fermín: necesito ver a usted, quiero pedirle perdón y jurarleque soy digna de su cariñoso amparo; Dios ha querido iluminarmeotra vez; la Virgen, estoy segura de ello, la Virgen quiere que yo

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le busque a usted, que le llame. Pensé en ir yo misma a su casa.Pero temo que sea indiscreción. Sin embargo, iré, a pesar de todo,si es verdad que está usted enfermo y que no puede salir. ¿Dóndele podré hablar? Estoy segura de que por caridad a lo menos nodejará sin respuesta mi carta. Y si la deja, allá voy. Su mejoramiga, su esclava, según ha jurado y sabrá cumplir.-ANA».

De Pas dejó de sentir sus dolores, no pensó siquiera en esto;miró al cielo, iba a oscurecer. Cogió con mano febril la blusa azuldel cochero, que volvió la cabeza.

-¿Qué hay, señorito?

-A la Plaza Nueva..., a la Rinconada...

-Sí, ya sé..., pero ¿ahora?

-Sí, ahora mismo, y a escape.

El coche siguió al paso.

«Si está don Víctor, que no lo quiera Dios, basta con que Aname mire, con que me vea allí... Si no está..., mejor. Entonceshablaré, hablaré...»

Y cansado por tantos esfuerzos y sorpresas, don Fermín dejócaer la cabeza sobre el sobado reps azul del testero y en aquelrincón oscuro del coche, ocultando el rostro en las manos queardían, lloró como un niño, sin vergüenza de aquellas lágrimas deque él solo sabría.

No estaba don Víctor en casa.

El Magistral estuvo en el caserón de los Ozores desde las sietehasta más de las ocho y media. Cuando salió, el cochero dormía

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en el pescante. Había encendido los faroles del coche y esperaba,seguro de cobrar caro aquel sueño. Don Fermín entró en casa dedon Pompeyo a las nueve menos cuarto. La sala estaba llena decuras y seglares devotos. Todas las hijas de Guimarán salieron alencuentro del Provisor, cuyo rostro relucía con una palidez queparecía sobrenatural. Se hubiera dicho que le rodeaba una aureola.

Tres veces se había mandado aviso a casa del Magistral paraque viniera en seguida. Don Pompeyo quería confesar, pero conDe Pas y sólo con De Pas: decía que sólo al Magistral quería decirsus pecados y declarar sus errores; que una voz interior le pedíacon fuerza invencible que llamara al Magistral y sólo alMagistral.

Doña Paula contestaba que su hijo había salido a las siete, encoche, en cuanto había recibido aviso, que había ido derecho acasa de Guimarán. Pero como no llegaba, se repetían los recados.Doña Paula estaba furiosa. ¿Qué era de su hijo? ¿Qué nuevalocura era aquélla?

Al fin las de Guimarán, en vista de que el Provisor no parecía,llamaron al Arcediano, a don Custodio, al cura de la parroquia, ya otros clérigos que más o menos trataban al enfermo. Todo inútil.Él quería al Magistral; la voz interior se lo pedía a gritos.Glocester al lado de aquel lecho de muerte se moría de envidia yestaba verde de ira, aunque sonreía como siempre.

-Pero, señor don Pompeyo, hágase usted cargo de que todossomos sacerdotes del Crucificado... y siendo sincera suconversión de usted...

-Sí, señor, sincera; yo nunca he engañado a nadie. Yo quieroreconciliarme con la Iglesia, morir en su seno, si está de Dios quemuera...

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-Oh, no, eso no...

-Tal creo yo; pero de todas suertes... quiero volver al redil... demis mayores... pero ha de ser con ayuda del señor don Fermín;tengo motivos poderosos para exigir esto, son voces de miconciencia...

-Oh, muy respetable..., muy respetable... Pero si ese señorMagistral no parece...

-Si no parece, cuando el peligro sea mayor, confesaré concualquiera de ustedes. Entre tanto quiero esperarle. Estoydecidido a esperar.

El cura de la parroquia no consiguió más que el Arcediano. Dedon Custodio no hay que hablar. Todos aquellos señoressacerdotes «estaban allí en ridículo», según opinión de Glocester.La verdad era que un color se les iba y otro se les venía.

-¿Será esto un complot? -dijo Mourelo al oído de donCustodio.

Después de tanto hacerse esperar, llegó el Magistral.

Las hijas de Guimarán le llevaron en triunfo junto a su padre.

De Pas parecía un santo bajado del cielo; una alegría dearcángel satisfecho brillaba en su rostro hermoso, fuerte, en quehabía reflejos de una juventud de aldeano robusto y fino defacciones; era la juventud de la pasión, rozagante en aquelmomento. Mientras Guimarán estrechaba la mano enguantada delProvisor, éste, sin poder traer su pensamiento a la realidadpresente, seguía saboreando la escena de dulcísima reconciliaciónen que acababa de representar papel tan importante. «¡Ana erasuya otra vez, su esclava! Ella lo había dicho de rodillas,llorando... ¡Y aquel proyecto, aquel irrevocable propósito de

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hacer ver a toda Vetusta en ocasión solemne que la Regenta erasierva de su confesor, que creía en él con fe ciega...!» Al recordaresto, con todos los pormenores de la gran prueba ofrecida porAna, don Fermín sintió que le temblaban las piernas; era eldesfallecimiento de aquel deleite que él llamaba moral, pero quele llegaba a los huesos en forma de soplo caliente. Pidió una silla.Se sentó al lado del enfermo y por primera vez vio lo que teníadelante: un rostro pálido, avellanado, todo huesos y pellejo queparecía pergamino claro. Los ojos de Guimarán tenían unahumedad reluciente, estaban muy abiertos, miraban a los abismosde ideas en que se perdía aquel cerebro enfermo, y parecían dosventanas a que se asomaba el asombro mudo.

Quedaron solos el enfermo y el confesor.

De Pas se acordó de su madre, de los Jesuitas, de Barinaga, deGlocester, de Mesía, de Foja, del Obispo, y aunque conrepugnancia, se decidió a sacar todo el partido posible de aquellaconversión que se le venía a las manos. En un solo día, ¡cuántafelicidad! Ana y la influencia que se habían separado de élvolvían a un tiempo; Ana más humilde que nunca, la influenciacon cierto carácter sobrenatural. Sí, él estaba seguro de ello,conocía a los vetustenses; un entierro les había hecho despreciar asu tirano, otro entierro les haría arrodillarse a sus pies,fanatizados unos, asustados por lo menos los demás. Mientrashablaba con don Pompeyo de la religión, de sus dulzuras, de lanecesidad de una Iglesia que se funde en revelaciones positivas, elMagistral preparaba todo un plan para sacar provecho de suvictoria... Ya que aquel tontiloco se le metía entre los dedos, nosería en vano. Los otros tontos, los que creían que Guimarán eraateo de puro malvado y de puro sabio, mirarían aquella conquistacomo cosa muy seria, como una ganancia de incalculable valorpara la Iglesia.

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«¡El ateo! Aunque todos le tenían por inofensivo, creían losmás en su maldad ingénita y en una misteriosa superioridaddiabólica. Y aquel diablo, aquel malhechor se arrojaba a los piesdel señor espiritual de Vetusta... ¡Oh!, ¡qué gran efecto teatral...!No, no sería él bobo, su madre tenía razón, había que sacarprovecho... Y después, aquello no era más que una preparaciónpara otro triunfo más importante; ¿no se había dicho que hasta laRegenta le abandonaba? Pues ya se vería lo que iba a hacer laRegenta...» Don Fermín se ahogaba de placer, de orgullo, se leatragantaban las pasiones mientras don Pompeyo tosía, y entreesputo y esputo de flema decía con voz débil:

-Puede usted creer... señor Magistral... que ha sido un milagroesto... sí, un milagro... He visto coros de ángeles, he pensado enel Niño Dios... metidito en su cuna... en el portal de Belén... y hesentido una ternura... así... como paternal... ¡qué sé yo...! ¡Eso essublime, don Fermín... sublime... Dios en una cuna... y yo ciego...que negaba...! Pero dice usted bien... Yo me he pasado la vidapensando en Dios, hablando de Él... sólo que al revés... todo loentendía al revés...

Y continuaba su discurso incoherente, interrumpido por toses ypor sollozos.

Después el Magistral le hizo callar y escucharle.

Habló mucho y bien don Fermín. Era necesario para obtener elperdón de Dios que don Pompeyo, antes de sanar, porque sin dudasanaría -y eso pensaba él también-, diese un ejemplo edificante depiedad. Su conversión debía ser solemne, para escarmiento depícaros y enseñanza saludable de los creyentes tibios.

-Puede usted hacer un gran beneficio a la Iglesia, a quientantos males ha hecho...

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-Pues usted dirá... don Fermín... yo soy esclavo de suvoluntad... Quiero el perdón de Dios y el de usted... el de usted, aquien tanto he ofendido haciéndome eco de calumnias... Y creausted que yo no le quería a usted mal, pero como mi propósito eracombatir el fanatismo, al clero en general... y además Barinagasólo así podía ser conquistado... ¡Oh Barinaga! ¡Infeliz donSantos! ¿Estará en el infierno, verdad, don Fermín? ¡Infeliz! ¡Ypor mi culpa!

-Quién sabe... Los designios de Dios son inescrutables... Yademás, puede contarse con su bondad infinita... ¡Quién sabe...!Lo principal es que nosotros demos ahora un notable ejemplo depiedad acendrada... Esta lección puede traer muchas conversionesdetrás de sí. ¡Ah, don Pompeyo, no sabe usted cuánto puede ganarla Religión con lo que usted ha hecho y piensa hacer...!

A la mañana siguiente toda Vetusta edificada se preparaba aacompañar el Viático que por la tarde debía ser administrado alseñor Guimarán. Era Domingo de Ramos. No se respiraba por lascalles del pueblo más que religión.

-¡El papel Provisor sube! -decía Foja furioso al oído deGlocester, a quien encontró en el atrio de la catedral, al salir demisa.

-¡Esto es un complot!

-Lo que es un idiota ese don Pompeyo.

-No, un complot...

La verdad era que el papel Provisor subía mucho más de loque podían sus enemigos figurarse.

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Así como no se explicaba fácilmente por qué el descréditohabía sido tan grande y en tan poco tiempo, tampoco ahora podíanadie darse cuenta de cómo en pocas horas el espíritu de laopinión se había vuelto en favor del Magistral, hasta el punto deque ya nadie se atrevía delante de gente a recordar sus vicios ypecados; y no se hablaba más que de la conversión milagrosa quehabía hecho.

No importaba que Mourelo gritase en todas partes:

-Pero si no fue él, si fue un arranque espontáneo del ateo... Siasí hacen todos los espíritus fuertes cuando les llega su hora...

Nadie hacía caso del murmurador. «Milagro sí lo había, pero lohabía hecho el Magistral». Ya nadie dudaba esto. «Era un granhombre, había que reconocerlo». Doña Paula, por medio delChato y otros ayudantes, doña Petronila, su cónclave, Ripamilán,el mismo Obispo, que había abrazado al Magistral en la catedralpoco después de bendecir las palmas, todos éstos, y otros muchos,eran propagandistas entusiastas de la gloria reciente, fresca dedon Fermín, de su triunfo palmario sobre las huestes de Satán.

Foja, Mourelo, don Custodio, por consejo de Mesía que hablócon el ex-alcalde, desistieron de contrarrestar la poderosacorriente de la opinión, favorable hasta no poder más, a donFermín.

«Más valía esperar; ya pasaría aquella racha y volvería todaVetusta a ver al milagroso don Fermín de Pas tal como era, entoda su horrible desnudez.»

Después que comulgó don Pompeyo con toda la solemnidadrequerida por las circunstancias, teniendo a su lado al cura decabecera, a don Fermín y a Somoza, el médico, Vetusta entera,que había acudido a la casa y a las puertas de la casa del

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converso, se esparció por todo el recinto de la ciudad haciéndoselenguas de la unción con que moría el ateo, a quien ahora todosconcedían un talento extraordinario y una sabiduría descomunal, ypregonando el celo apostólico del Provisor, su tacto, su influenciaevangélica, que parecía cosa de magia o de milagro.

Terminada la ceremonia religiosa, hubo junta de médicos.Somoza se había equivocado como solía. Don Pompeyo estabaenfermo de muerte, pero podía durar muchos días: era fuerte... nohabía más que oírle hablar.

Somoza mantuvo su opinión con energía heroica. «Cierto quepodía durar algunos días más de los que él había anunciado, elseñor Guimarán; pero la ciencia no podía menos de declarar quela muerte era inminente. Podía durar, sí, el enfermo, mil y milveces sí, pero ¿debido a qué? Indudablemente a la influenciamoral de los Sacramentos. No que él, don Robustiano Somoza,hombre científico ante todo, creyese en la eficacia material de lareligión; pero sin incurrir en un fanatismo que pugnaba con todassus convicciones de hombre de ciencia, como tenía dicho, podíaadmitir y admitía, aleccionado por la experiencia, que lo psíquicoinfluye en lo físico, y viceversa, y que la conversión repentina dedon Pompeyo podría haber determinado una variación en el cursonatural de su enfermedad... todo lo cual era extraño a la cienciamédica como tal y sin más».

En efecto, don Pompeyo duró hasta el Miércoles Santo.

Trifón Cármenes, desde el día en que se supo la conversión deGuimarán, concibió la empecatada idea de consagrar una hojaliteraria de El Lábaro al importantísimo suceso. Pero había queesperar a que el enfermo saliese de peligro o se fuera al otromundo. Esto último era lo más probable y lo que más convenía alos planes de Cármenes, el cual desde el Domingo de Ramos tenía

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a punto de terminar una larguísima composición poética en que secantaba la muerte del ateo felizmente restituido a la fe de Cristo.La oda elegíaca, o elegía a secas, lo que fuera, que Trifón no losabía, comenzaba así:

¿Qué me anuncia ese fúnebre lamento...?

El poeta iba y venía de la casa mortuoria, como él la llamabaya para sus adentros, a la redacción, de la redacción a la casamortuoria.

-¿Cómo está? -preguntaba en voz muy baja, desde el portal.

La criada contestaba:

-Sigue lo mismo.

Y Trifón corría, se encerraba con su elegía y continuabaescribiendo:

¡Duda fatal, incertidumbre impía...!Parada en el umbral, la Parca fierani ceja ni adelanta en su porfía:como sombra de horror, calla y espera...

Pasaban algunas horas, volvía a presentarse Trifón en casa delmoribundo; con voz meliflua y tenue decía:

-¿Cómo sigue don Pompeyo?

-Algo recargado -le contestaban.

Volvía a escape a la redacción, anhelante, «había que trabajarcon ahínco, podía morirse aquel señor y la poesía quedar sin elúltimo pergeño...». Y escribía con pulso febril :

Mas, ¡ay!, en vano fue; del almo cielola sentencia se cumple: inexorable...

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No sabía Trifón lo que significaba almo, es decir, no lo sabía apunto fijo, pero le sonaba bien.

Cuando la criada de Guimarán le contestaba: «Que el señorhabía pasado mejor la noche», Cármenes, sin darse cuenta de ello,torcía el gesto, y sentía una impresión desagradable parecida a laque experimentaba cuando llegaba a convencerse de que unperiódico de Madrid no le publicaría los versos que le habíaremitido. Él no quería mal a nadie, pero lo cierto era que, una veztan adelantada la elegía, don Pompeyo le iba a hacer un flacoservicio si no se moría cuanto antes.

Murió. Murió el Miércoles Santo. El Magistral y Trifónrespiraron. También respiró Somoza. Los tres hubieran quedadoen ridículo a suceder otra cosa. En cuanto a Cármenes, terminósus versos de esta suerte:

No le lloréis. Del bronce los tañidoshimnos de gloria son; la Iglesia santale recogió en su seno... etc.

Al pobre Trifón le salían los versos montados unos sobre otros:igual defecto tenía en los dedos de los pies.

El entierro del ateo fue una solemnidad como pocas.Acompañaron a la última morada el cadáver del finado lasautoridades civiles y militares; una comisión del Cabildopresidida por el Deán, la Audiencia, la Universidad, y ademáscuantos se preciaban de buenos o malos católicos. La viuda y lashuérfanas recibían especial favor y consuelo con aquella públicamanifestación de simpatía. El Magistral iba presidiendo el duelode familia: no era pariente del difunto, pero le había sacado de lasgarras del Demonio. Según Glocester, que se quedó en la salacapitular murmurando, «aquello más que el entierro de un

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cristiano fue la apoteosis pagana del pío, felice, triunfador Vicariogeneral». En efecto, el pueblo se lo enseñaba con el dedo: «Aquéles, aquél es», decía la muchedumbre señalando al Apóstol, alMagistral. Los milagros que doña Paula había hecho correr entrelas masas impresionables e iliteratas no son para dichos. Elmismo señor Obispo, en su último sermón a las beatas pobres yclase de tropa, criadas de servicio, etc., etc., había aludido altriunfo de aquel hijo predilecto de la Iglesia...

-No habrá más remedio que agachar la cabeza y dejar pasar eltemporal -decía Foja.

Los que estaban furiosos eran los librepensadores que comíande carne en una fonda todos los Viernes Santos.

«¡Aquel don Pompeyo les había desacreditado!»

«¡Vaya un librepensador!»

«¡Era un gallina!»

«¡Murió loco!»

«¡Le dieron hechizos!»

«¿Qué hechizos? Morfina.»

«El clero, milagros del clero...»

«Le convirtieron con opio...»

«La debilidad hace sola esos milagros...»

«Sobre todo era un badulaque...»

El Jueves Santo llegó con una noticia que había de hacer épocaen los anales de Vetusta, anales que, por cierto, escribía con grancachaza un profesor del Instituto, autor también de unoscomentarios acerca de la jota aragonesa.

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En casa de Vegallana la tal noticia estalló como una bomba.Volvía la Marquesa, toda de negro, de pedir en la mesa de SantaMaría con Visitación; volvía también Obdulia Fandiño, que habíapedido en San Pedro, a la hora en que visitaban los monumentoslos oficiales de la guarnición; y todas aquellas señoras, en elgabinete de la Marquesa reunidas, escuchaban pasmadas lo quesolemnemente decía el Gran Constantino, doña PetronilaRianzares, que había recaudado veinte duros en la mesa depetitorio de San Isidro. Y decía el obispo-madre:

-Sí, señora Marquesa, no se haga usted cruces, Anita estáresuelta a dar este gran ejemplo a la ciudad y al mundo...

-Pero Quintanar... no lo consentirá...

-Ya ha consentido... a regañadientes, por supuesto. Ana le hahecho comprender que se trataba de un voto sagrado, y queimpedirle cumplir su promesa sería un acto de despotismo queella no perdonaría jamás...

-¿Y el pobre calzonazos dio su permiso? -dijo Visita, coloradade indignación-. ¡Qué maridos de la isla de San Balandrán! -añadió acordándose del suyo.

La Marquesa no acababa de santiguarse. «Aquello no erapiedad, no era religión; era locura, simplemente locura. Ladevoción racional, ilustrada , de buen tono, era aquella otra, pedirpara el Hospital a las corporaciones y particulares a las puertasdel templo, regalar estandartes bordados a la parroquia; ¡perovestirse de mamarracho y darse en espectáculo...!»

-¡Por Dios, Marquesa! Cualquiera que la oyera a usted latomaría por una demagoga, por una Suñera.

-Pues yo, ¿qué he dicho?

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-¿Pues le parece a usted poco?, llamar mamarracho a unanazarena...

La Marquesa encogió los hombros y volvió a santiguarse.Obdulia tenía la boca seca y los ojos inflamados. Sentía unainmensa curiosidad y cierta envidia vaga...

«¡Ana iba a darse en espectáculo!» Cierto, ésa era la frase.¿Qué más hubiera querido ella, la de Fandiño, que darse enespectáculo, que hacerse mirar y contemplar por toda Vetusta?

-¿Y el traje?, ¿cómo es el traje?, ¿sabe usted...?

-¿Pues no he de saber? -contestó doña Petronila, orgullosaporque estaba enterada de todo-. Ana llevará túnica talar morada,de terciopelo, con franja marron foncé ...

-¿Marrón foncé...? -objetó Obdulia-, no dice bien... oro seríamejor.

-¿Qué sabe usted de esas cosas...? Yo misma he dirigido eltrabajo de la modista; Ana tampoco entiende de eso y me hadejado a mí el cuidado de todos los pormenores.

-¿Y la túnica es de vuelo?

-Un poco...

-¿Y cola?

-No, ras con ras...

-¿Y calzado?, ¿sandalias...?

-¡Calzado!, ¿qué calzado? El pie desnudo...

-¡Descalza! -gritaron las tres damas.

-Pues claro, hijas, ahí está la gracia... Ana ha ofrecido irdescalza...

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-¿Y si llueve?

-¿Y las piedras?

-Pero se va a destrozar la piel...

-Esa mujer está loca...

-¿Pero dónde ha visto ella a nadie hacer esas diabluras?

-¡Por Dios, Marquesa, no blasfeme usted! Diabluras un votocomo éste, un ejemplo tan cristiano, de humildad tan edificante...

-Pero, ¿cómo se le ha ocurrido... eso? ¿Dónde ha visto ellaeso...?

-Por lo pronto, lo ha visto en Zaragoza y en otros pueblos delos muchos que ha recorrido... Y aunque no lo hubiera visto,siempre sería meritorio exponerse a los sarcasmos de los impíos,y a las burlas disimuladas de los fariseos y de las fariseas... quefue justamente lo que hizo el Señor por nosotros pecadores.

-¡Descalza! -repetía asombrada Obdulia. La envidia crecía ensu pecho-. «Oh, lo que es esto -pensaba-, indudablemente tienecachet. Sale de lo vulgar, es una boutade, es algo... de un buentono superfino...»

El Marqués entró en aquel momento con don Víctor colgadodel brazo.

Vegallana venía consolando al mísero Quintanar, que noocultaba su tristeza, su decaimiento de ánimo.

Doña Petronila se despidió antes de que el atribulado ex-regente pudiera echarle el tanto de culpa que la correspondía enaquella aventura que él reputaba una desgracia.

-Vamos a ver, Quintanar -preguntó la Marquesa con verdaderointerés y mucha curiosidad.

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-Señora... mi querida Rufina... esto es... que como dice elpoeta...

¡No podían vencerme... y me vencieron...!

-Déjese usted de versos, alma de Dios... ¿Quién le ha metido aAna eso en la cabeza?

-¿Quién había de ser? Santa Teresa... digo... no... el Paraguay.

-¿El Para...?

-No, no es eso. No sé lo que me digo... Quiero decir... Señores,mi mujer está loca... Yo creo que está loca... Lo he dicho milveces... El caso es... que cuando yo creía tenerla dominada,cuando yo creía que el misticismo y el Provisor eran agua pasadaque no movía molino... cuando yo no dudaba de mi poderdiscrecional en mi hogar... a lo mejor, ¡zas!, mi mujer me vienecon la embajada de la procesión.

-Pero si en Vetusta jamás ha hecho eso nadie...

-Sí tal -dijo el Marqués-. Todos los años va en el entierro deCristo, Vinagre, o sea, don Belisario Zumarri, el maestro mássanguinario de Vetusta, vestido de nazareno y con una cruz acuestas...

-Pero, Marqués, no compare usted a mi mujer con Vinagre.

-No, si yo no comparo...

-Pero, señores, señores, digo yo -repetía doña Rufina-, ¿cuándoha visto Ana que una señora fuese en el Entierro detrás de la urnacon hábito, o lo que sea, de nazareno...?

-Sí, verlo sí lo ha visto. Lo hemos visto en Zaragoza... porejemplo. Pero yo no sé si aquéllas eran señoras de verdad...

-Y además, no irían descalzas -dijo Obdulia.

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-¡Descalzas!, ¿y mi mujer va a ir descalza? ¡Ira de Dios!, ¡esosí que no...! ¡Pardiez!

Gran trabajo costó contener la indignación colérica de donVíctor. El cual, más calmado, se volvió a casa, y entre tener otraexplicación con su señora o encerrarse en un significativosilencio, prefirió encerrarse en el silencio... y en el despacho.

«A sí mismo no se podía engañar. Comprendía que laresolución de Ana era irrevocable».

El Viernes Santo amaneció plomizo; el Magistral muytemprano, en cuanto fue de día, se asomó al balcón a consultar lasnubes. «¿Llovería? Hubiera dado años de vida porque el solbarriera aquel toldo ceniciento y se asomara a iluminar cara a caray sin rebozo aquel día de su triunfo... ¡Dos días de triunfo! ¡Elmiércoles el entierro del ateo convertido, el viernes el entierro deCristo, y en ambos él, don Fermín triunfante, lleno de gloria,Vetusta admirada, sometida, los enemigos tragando polvo,dispersos y aniquilados!»

También Ana miró al cielo muy de mañana, y sin poderremediarlo pensó ¡si lloviera! Lo deseaba y le remordía laconciencia de este deseo. Estaba asustada de su propia obra. «Yosoy una loca -pensaba-, tomo resoluciones extremas en losmomentos de la exaltación y después tengo que cumplirlas cuandoel ánimo decaído, casi inerte, no tiene fuerza para querer».Recordaba que de rodillas ante el Magistral le había ofrecidoaquel sacrificio, aquella prueba pública y solemne de su adhesióna él, al perseguido, al calumniado. Se le había ocurrido aquellatremenda traza de mortificación propia en la novena de losDolores, oyendo el Stabat Mater de Rossini, figurándose concalenturienta fantasía la escena del Calvario, viendo a María a lospies de su hijo, dum pendebat filius, como decía la letra. Había

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recordado, como por inspiración, que ella había visto en Zaragozaa una mujer, vestida de nazareno, caminar descalza detrás de laurna de cristal que encerraba la imagen supina del Señor, y sinpensarlo más, había resuelto, se había jurado a sí misma caminarasí, a la vista del pueblo entero, por todas las calles de Vetustadetrás de Jesús muerto, cerca de aquel Magistral que padecíatambién muerte de cruz, calumniado, despreciado por todos... yhasta por ella misma... Y ya no había remedio; don Fermín,después de una oposición no muy obstinada, había accedido yaceptaba la prueba de fidelidad espiritual de Ana; doña Petronila,a quien ya no miraba como tercera repugnante de aventurassacrílegas, se había ofrecido a preparar el traje y todos lospormenores del sacrificio ... «¡Y ahora, cuando era llegado el día,cuando se acercaba la hora, se le ocurría a ella dudar, temer,desear que se abrieran las cataratas del cielo y se inundara elmundo para evitar el trance de la procesión!»

Ana pensaba también en su Quintanar. «Todo aquello era porél, cierto; era preciso agarrarse a la piedad para conservar elhonor, pero ¿no había otra manera de ser piadosa? ¿No había sidoun arrebato de locura aquella promesa? ¿No iba a estar en ridículoaquel marido que tenía que ver a su esposa descalza, vestida demorado, pisando el lodo de todas las calles de la Encimada,dándose en espectáculo a la malicia, a la envidia, a todos lospecados capitales, que contemplarían desde aceras y balconesaquel cuadro vivo que ella iba a representar?» Buscaba Ana elfuego del entusiasmo, el frenesí de la abnegación que hacía ochodías, en la iglesia, oyendo música, le habían sugerido aquelproyecto; pero el entusiasmo, el frenesí, no volvían; ni la fesiquiera la acompañaba. El miedo a los ojos de Vetusta, a lamalicia boquiabierta, la dominaba por completo; ya no creía, nidejaba de creer; no pensaba ni en Dios, ni en Cristo, ni en María,

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ni siquiera en la eficacia de su sacrificio para restaurar la fama delMagistral: no pensaba más que en el escándalo de aquellaexhibición. «Sí, escándalo era; la mujer de su casa, la esposahonesta, protestaba dentro de Ana contra el espectáculopróximo... No, no estaba segura de que su abnegación fuese buenasiquiera; acaso era una desfachatez; la paz de su casa, el recatodel hogar, lo decían con silencio solemne...» y Ana sudaba decongoja... «¡Lo que había prometido!»

No llovió. El toldo gris del cielo continuó echado sobre elpueblo todo el día. Una hora antes de oscurecer salió la procesióndel Entierro de la iglesia de San Isidro.

-¡Ya llega, ya llega! -murmuraban los socios del Casinoapiñados en los balcones, codeándose, pisándose, estrujándose,los músculos del cuello en tensión, por el afán de ver mejor elextraño espectáculo, de contemplar a su sabor a la dama hermosa,a la perla de Vetusta, rodeada de curas y monagos, a pie ydescalza, vestida de nazareno, ni más ni menos que el señorVinagre, el cruelísimo maestro de escuela.

Como una ola de admiración precedía al fúnebre cortejo; antesde llegar la procesión a una calle, ya se sabía en ella, por lasapretadas filas de las aceras, por la muchedumbre asomada aventanas y balcones que «la Regenta venía guapísima, pálida,como la Virgen a cuyos pies caminaba». No se hablaba de otracosa, no se pensaba en otra cosa. Cristo tendido en su lecho, bajocristales, su Madre de negro, atravesada por siete espadas, quevenía detrás, no merecían la atención del pueblo devoto; seesperaba a la Regenta, se la devoraba con los ojos... Enfrente delCasino, en los balcones de la Real Audiencia, otro palaciochurrigueresco de piedra oscura, estaban, detrás de colgadurascarmesí y oro, la gobernadora civil, la militar, la presidenta, laMarquesa, Visitación, Obdulia, las del barón y otras muchas

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damas de la llamada aristocracia por la humilde y envidiosa clasemedia. Obdulia estaba pálida de emoción. Se moría de envidia.«¡El pueblo entero pendiente de los pasos, de los movimientos,del traje de Ana, de su color, de sus gestos...! ¡Y venía descalza!¡Los pies blanquísimos, desnudos, admirados y compadecidos pormultitud inmensa!» Esto era para la de Fandiño el bello ideal dela coquetería. Jamás sus desnudos hombros, sus brazos de marfilsirviendo de fondo a negro encaje bordado y bien ceñido; jamássu espalda de curvas vertiginosas, su pecho alto y fornido, yexuberante y tentador, habían atraído así, ni con cien leguas, laatención y la admiración de un pueblo entero, por más que losluciera en bailes, teatros, paseos y también procesiones... ¡Todaaquella carne blanca, dura, turgente, significativa, principal, eramenos por razón de las circunstancias, que dos pies descalzos queapenas se podían entrever de vez en cuando debajo del terciopelomorado de la nazarena! «Y era natural; todo Vetusta -seguíapensando Obdulia- tiene ahora entre ceja y ceja esos piesdescalzos, ¿por qué?, porque hay un cachet distinguidísimo en elmodo de la exhibición, porque... esto es cuestión de escenario» .«¿Cuándo llegará?» preguntaba la viuda, lamiéndose los labios,invadida de una envidia admiradora, y sintiendo extraños dejos deuna especie de lujuria bestial, disparatada, inexplicable por loabsurda. Sentía Obdulia en aquel momento así... un deseo vago...de... de... ser hombre.

Hombre era, y muy hombre, el maestro de escuela Vinagre,don Belisario, que se disfrazaba de nazareno en tan solemne día,según costumbre inveterada, y era el más terrible Herodes deprimeras letras los demás días del año. Todos los chiquillos de suescuela, que le aborrecían de corazón, se agolpaban en calles,plazas y balcones, a ver pasar al señor maestro, con su cruz decartón al hombro y su corona de espinas al natural, que le

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pinchaban efectivamente, como se conocía por el movimiento delas cejas y la expresión dolorosa de las arrugas de la frente.Deseaban los muchachos cordialmente que aquellas espinas leatravesasen el cráneo. El entierro de Cristo era la venganza detoda la escuela. Vinagre, en su afán de mortificar a cuantasgeneraciones pasaban por su mano, se gozaba en lastimar a lasuya, en su propia persona. Pero no sólo el prurito de darsetormento como a cada hijo de vecino, le había inspirado aquelladiablura de coronarse de espinas y dar un gustazo a los recentalesde su rebaño pedagógico, sino que era gran parte en aquellaexhibición anual la pícara vanidad. El saber que una vez al año,él, Vinagre, don Belisario, era objeto de la expectación general, lellenaba el alma de gloria. Nadie se había atrevido a seguir suejemplo; él era el único nazareno de la población y gozaba de esteprivilegio tranquilamente muchos años hacía.

La competencia de doña Ana Ozores en vez de molestarle lecolmó de orgullo. Sin encomendarse a Dios ni al diablo, en cuantola vio salir de San Isidro, se emparejó con ella, la saludó muycortésmente, y con su cruz a cuestas y todo supo demostrar que élera ante todo, y aun camino del Calvario, un cumplido caballero;si había charcos él era el que se metía por ellos para evitar elfango a los pies desnudos y de nácar de aquella ilustre señora, sucompañera. Ana iba como ciega, no oía ni entendía tampoco, perola presencia grotesca de aquel compañero inesperado la hizoruborizarse y sintió deseos locos de echar a correr. «La habíanengañado, nada le habían dicho de aquella caricatura que iba allevar al lado. Oh, si ella tuviese todavía aquel espíritusinceramente piadoso de otro tiempo, esta nueva mortificación,este escarnio, esta saturación de ridículo le hubiera agradado,porque así el sacrificio era mayor, la fuerza de su abnegaciónsublime».

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Vinagre admiró como todo el pueblo, especialmente el pueblobajo, los pies descalzos de la Regenta. En cuanto a él, lucíadeslumbradora bota de charol, con perdón de la propiedadhistórica. Demasiado sabía Vinagre que las botas de charol noexistían en tiempo de Augusto, ni aunque existieran las había dellevar Jesús al Calvario; pero él no era más que un devoto, undevoto que en todo el año no tenía ocasión de lucirse; había queperdonarle la vanidad de ostentar en aquella ocasión sus botascomo espejos, que sólo se calzaba en tan solemne día.

«¡Ya llegan, ya llegan!», repitieron los del Casino y las señorasde la Audiencia cuando la procesión llegaba de verdad. «Ahora noera un rumor falso, eran ellos , era el Entierro».

Cesaron los comentarios en los balcones.

Todas las almas, más o menos ruines, se asomaron a los ojos.

Ni un solo vetustense allí presente pensaba en Dios en talinstante.

El pobre don Pompeyo, el ateo, ya había muerto.

Visitación, la del Banco, en vez de mirar como todos hacia lacalle estrecha por donde ya asomaban los pendones tristes ydesmayados, las cruces y ciriales, observaba el gesto de donÁlvaro Mesía, que estaba solo, al parecer, en el último balcón dela fachada del Casino, en el de la esquina. Todo de negro,abrochada la levita ceñida hasta el cuello, don Álvaro, pálido,mordía de rato en rato el puro habano que tenía en la boca,sonreía a veces y se volvía de cuando en cuando a contestar a uninterlocutor, invisible para Visita.

Era don Víctor Quintanar. Los dos amigos se habían encerradoen la secretaría del Casino, a ruegos del ex-regente, que queríaver, sin ser visto, lo que él llamaba la subida al Calvario de su

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dignidad. Detrás de Mesía, que daba buena sombra, temblando sinsaber por qué, impaciente, casi con fiebre, Quintanar se disponía aver todo lo que pudiera.

-Mire usted -decía-, si yo tuviera aquí una bomba Orsini... sela arrojaba sin inconveniente al señor Magistral cuando pasetriunfante por ahí debajo. ¡Secuestrador!

-Calma, don Víctor, calma; esto es el principio del fin. Estoyseguro de que Ana está muerta de vergüenza a estas horas. Nos lahan fanatizado, ¿qué le hemos de hacer?, pero ya abrirá los ojos;el exceso del mal traerá el remedio... Ese hombre ha queridoestirar demasiado la cuerda; claro que esto es un gran triunfo paraél... pero Ana tendrá que ver al cabo que ha sido instrumento delorgullo de ese hombre.

-¡Eso, instrumento, vil instrumento! La lleva ahí como untriunfador romano a una esclava... detrás del carro de su gloria...

Don Víctor se embrollaba en estas alegorías; pero lo cierto eraque él se figuraba a don Fermín de Pas, en medio de la procesión,y de pie en un carro de cartón, como él había visto entrar albarítono en el escenario del Real, una noche que cantaba elPoliuto .

Don Álvaro no fingía su buen humor. Estaba un poco excitado,pero no se sentía vencido; él se atenía a sus experiencias. «Aquelclérigo no había tocado en la Regenta, estaba seguro». Sonreía detodo corazón, sonreía a sus pensamientos, a sus planes. «Claroque les molestaba a los nervios aquel espectáculo en queaparentemente el rival se mostraba triunfando a la romana, segúndon Víctor, pero... no había tocado en ella».

Quintanar, desde su escondite, vio asomar entre los balaustresnegros del balcón una cruz dorada, remate de un pendón viejo y

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venerable. Se puso de pie sobre la silla, siempre sin poder servisto desde la calle, y reconoció a Celedonio, con una cruz deplata entre los brazos.

Mesía, dejando detrás de sí a su amigo, ocupó el medio delbalcón, arrogante y desafiando las miradas de los clérigos quepasaban debajo de él.

Los tambores vibraban fúnebres, tristes, empeñados enresucitar un dolor muerto hacía diecinueve siglos; a don Víctor síle sonaba aquello a himno de muerte; se le figuraba ya quellevaban a su mujer al patíbulo.

El redoble del parche se destacaba en un silencio igual ymonótono.

En la calle estrecha, de casas oscuras, se anticipaba elcrepúsculo; las largas filas de hachas encendidas, se perdían a lolejos, hacia arriba, mostrando la luz amarillenta de los pábilos,como un rosario de cuentas doradas, roto a trechos. En loscristales de las tiendas cerradas y de algunos balcones sereflejaban las llamas movibles; subían y bajaban en contorsionesfantásticas, como sombras lucientes, en confusión de aquelarre.Aquella multitud silenciosa, aquellos pasos sin ruido, aquellosrostros sin expresión de los colegiales de blancas albas quealumbraban con cera la calle triste, daban al conjunto aparienciade ensueño. No parecían seres vivos aquellos seminaristascubiertos de blanco y negro, pálidos unos, con cercos morados enlos ojos, otros morenos, casi negros, de pelo en matorral, casitodos cejijuntos, preocupados con la idea fija del aburrimiento,máquinas de hacer religión, reclutas de una leva forzosa delhambre y de la holgazanería. Iban a enterrar a Cristo, como acualquier cristiano, sin pensar en Él; a cumplir con el oficio.Después venían en las filas clérigos con manteo, militares,

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zapateros, y sastres vestidos de señores, algunos carlistas, cinco oseis concejales, con traje de señores también. Iba allí Zapico, eldueño ostensible de La Cruz Roja, esclavo de doña Paula. ElCristo tendido en un lecho de batista, sudaba gotas de barniz.Parecía haber muerto de consunción. A pesar de la miseria delarte, la estatua supina, por la grandeza del símbolo, infundíarespeto religioso... Representaba a través de tantos siglos un duelosublime. Detrás venía la Madre. Alta, escuálida, de negro, pálidacomo el hijo, con cara de muerta como él. Fija la mirada de idiotaen las piedras de la calle, la impericia del artífice había dado, sinsaberlo, a aquel rostro la expresión muda del dolor espantado, deldolor que rebosa del sufrimiento. María llevaba siete espadasclavadas en el pecho. Pero no daba señales de sentirlas; no sentíamás que la muerte que llevaba delante. Se tambaleaba sobre lasandas. También esto era natural. Desde su altura dominaba lamuchedumbre, pero no la veía. La Madre de Jesús no miraba a losvetustenses... Don Álvaro Mesía, al pasar cerca de sus pies laDolorosa, tuvo miedo, dio un paso atrás en vez de arrodillarse. Elchoque de aquella imagen del dolor infinito con los pensamientosde don Álvaro, todos profanación y lujuria, le espantó a él mismo.Estaba pensando que Ana, después de aquella locura que cometíapor el confesor, por De Pas, haría otras mayores por el amante,por Mesía.

Allí iba la Regenta, a la derecha de Vinagre, un paso másadelante, a los pies de la Virgen enlutada, detrás de la urna deJesús muerto. También Ana parecía de madera pintada; su palidezera como un barniz. Sus ojos no veían. A cada paso creía caer sinsentido. Sentía en los pies, que pisaban las piedras y el lodo, uncalor doloroso; cuidaba de que no asomasen debajo de la túnicamorada; pero a veces se veían. Aquellos pies desnudos eran paraella la desnudez de todo el cuerpo y de toda el alma. «¡Ella era

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una loca que había caído en una especie de prostitución singular!;no sabía por qué, pero pensaba que después de aquel paseo a lavergüenza ya no había honor en su casa. Allí iba la tonta, laliterata, Jorge Sandio, la mística, la fatua, la loca, la loca sinvergüenza». Ni un solo pensamiento de piedad vino en su ayudaen todo el camino. El pensamiento no le daba más que vinagre enaquel calvario de su recato. Hasta recordaba textos de Fray Luisde León en la Perfecta Casada , que, según ella, condenaban loque estaba haciendo. «Me cegó la vanidad, no la piedad»,pensaba. «Yo también soy cómica, soy lo que mi marido». Sialguna vez se atrevía a mirar hacia atrás, a la Virgen, sentía hieloen el alma. «La Madre de Jesús no la miraba, no hacía caso deella; pensaba en su dolor cierto; ella, María, iba allí porquedelante llevaba a su Hijo muerto, pero Ana, ¿a qué iba...?»

Según el Magistral, iba pregonando su gloria. Don Fermín nopresidía este entierro como el del miércoles, pero celebraba con élsu nuevo triunfo. Caminaba cerca de Ana, casi a su lado en la filaderecha, entre otros señores canónigos, con roquete, muceta ycapa; empuñaba el cirio apagado, como un cetro. «Él era el amode todo aquello. Él, a pesar de las calumnias de sus enemigoshabía convertido al gran ateo de Vetusta haciéndole morir en elseno de la Iglesia; él llevaba allí, a su lado, prisionera concadenas invisibles a la señora más admirada por su hermosura ygrandeza de alma en toda Vetusta; iba la Regenta edificando alpueblo entero con su humildad, con aquel sacrificio de la carneflaca, de las preocupaciones mundanas, y era esto por él, se ledebía a él sólo. ¿No se decía que los jesuitas le habían eclipsado?¿Que los Misioneros podían más que él con sus hijas deconfesión? Pues allí tenían prueba de lo contrario. ¿Los jesuitasobligaban a las vírgenes vetustenses a ceñir el cilicio? Pues éldescalzaba los más floridos pies del pueblo y los arrastraba por el

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lodo... allí estaban, asomando a veces debajo de aquel terciopelomorado, entre el fango. ¿Quién podía más?» Y después de lassugestiones del orgullo, los temblores cardíacos de la esperanzadel amor. «¿Qué serían, cómo serían en adelante sus relacionescon Ana?» Don Fermín se estremecía. «Por de pronto muchacautela. Tal vez el día en que dejé la puerta abierta a los celos laasusté y por eso tardó en volver a buscarme. Cautela por ahora...después... ello dirá». De Pas sentía que lo poco de clérigo quequedaba en su alma desaparecía. Se comparaba a sí mismo a unaconcha vacía arrojada a la arena por las olas. «Él era la cáscara deun sacerdote».

Al pasar delante del Casino, frente al balcón de Mesía, Anamiraba al suelo, no vio a nadie. Pero don Fermín levantó los ojosy sintió el topetazo de su mirada con la de don Álvaro; el cualreculó otra vez, como al pasar la Virgen, y de pálido pasó a lívido.La mirada del Magistral fue altanera, provocativa, sarcástica en suhumildad y dulzura aparentes: quería decir Vae Victis! La deMesía no reconocía la victoria; reconocía una ventaja pasajera...fue discreta, suavemente irónica, no quería decir: «Venciste,Galileo» sino «hasta el fin nadie es dichoso». De Pas comprendió,con ira, que el del balcón no se daba por vencido.

-¡Va hermosísima! -decían en tanto las señoras del balcón de laAudiencia.

-¡Hermosísima!

-¡Pero se necesita valor!

-Amigo, es una santa.

-Yo creo que va muerta -dijo Obdulia-; ¡qué pálida!, ¡quéparada! parece de escayola.

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-Yo creo que va muerta de vergüenza -dijo, al oído de laMarquesa, Visita.

Doña Rufina suspiraba con aires de compasión. Y advirtió:

-Lo de ir descalza ha sido una barbaridad. Va a estar en camaocho días con los pies hechos migas.

La baronesa de la Deuda Flotante, definitivamente domiciliadaen Vetusta, se atrevió a decir encogiendo los hombros:

-Dígase lo que se quiera; estos extremos no son propios... depersonas decentes.

El Marqués apoyó la idea muy eruditamente.

-Eso es piedad de transtiberina.

-Justo -dijo la baronesa, sin recordar en aquel instante lo queera una transtiberina.

Como en la Audiencia, en todos los balcones de la carrera,después de pasar la procesión y haber contemplado y admirado lahermosura y la valentía de la Regenta, se murmuraba ya y seencontraban inconvenientes graves en aquel «rasgo de inauditoatrevimiento».

Foja en el Casino, lejos de Mesía y don Víctor, decía pestes delMagistral y la Regenta. «Todo eso es indigno. No sirve más quepara dar alas al Provisor. Lo que ha hecho la Regenta lo pagaránlos curas de aldea. Además, la mujer casada la pierna quebrada yen casa».

-Sin contar -añadía Joaquín Orgaz- con que esto se presta aexageraciones y abusos. El año que viene vamos a ver a ObduliaFandiño descalza de pie... y pierna, del brazo de Vinagre.

Se rió mucho la gracia.

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Pero también se notó que Orgaz decía aquello porque no habíasacado nada de sus pretensiones amorosas, o por lo menos, nohabía sacado bastante.

El populacho religioso admiraba sin peros ni distingos lahumildad de aquella señora. «Aquello era imitar a Cristo deverdad. ¡Emparejarse, como un cualquiera, con el señor Vinagreel nazareno; y recorrer descalza todo el pueblo...! ¡Bah!, ¡era unasanta!»

En cuanto a don Víctor, al pasar debajo de su balcón elMagistral y Ana, preguntó a Mesía:

-¿Están ya ahí?

-Sí, ahí van...

Y el mismo esposo estiró el cuello... y asomó la cabeza... Lovio todo. Dio un salto atrás.

-¡Infame!, ¡es un infame!, ¡me la ha fanatizado!

Sintió escalofríos. En aquel instante la charanga del batallónque iba de escolta comenzó a repetir una marcha fúnebre.

Al pobre Quintanar se le escaparon dos lágrimas. Se le figuróal oír aquella música que estaba viudo, que aquello era el entierrode su mujer.

-Ánimo, don Víctor -le dijo Mesía volviéndose a él, y dejandoel balcón-. Ya van lejos.

-No; no quiero verla otra vez. ¡Me hace daño!

-Ánimo... Todo esto pasará...

Y apoyó Mesía una mano en el hombro del viejo.

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El cual, agradecido, enternecido, se puso en pie, procuró ceñircon los brazos la espalda y el pecho del amigo, y exclamó con vozsolemne y de sollozo:

-¡Lo juro por mi nombre honrado! ¡Antes que esto, prefieroverla en brazos de un amante!

-Sí, mil veces, sí -añadió-, ¡búsquenle un amante,sedúzcanmela; todo antes que verla en brazos del fanatismo...!

Y estrechó, con calor, la mano que don Álvaro le ofrecía.

La marcha fúnebre sonaba a lo lejos. El chin chin de losplatillos, el rum rum del bombo servían de marco a las palabrasgrandilocuentes de Quintanar.

-¡Qué sería del hombre en estas tormentas de la vida, si laamistad no ofreciera al pobre náufrago una tabla donde apoyarse!

-¡Chin, chin, chin!, ¡bom, bom, bom!

-¡Sí, amigo mío! ¡Primero seducida que fanatizada...!

-Puede usted contar con mi firme amistad, don Víctor; para lasocasiones son los hombres...

-Ya lo sé, Mesía, ya lo sé... ¡Cierre usted el balcón, porque seme figura que tengo ese bombo maldito dentro de la cabeza!

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Capítulo XXVII

-¡Las diez! ¿Has oído?, el reloj del comedor ha dado las diez...¿Te parece que subamos...?

-Espera un poco; espera que suene la hora en la catedral.

-¡En la catedral! ¿Pero se oye desde aquí, muchacha? ¿Se oyeel reloj de la torre desde aquí...? Mira que es media legua larga...

-Pues sí, se oye, en estas noches tranquilas ya lo creo que seoye. ¿Nunca lo habías notado? Espera cinco minutos y oirás lascampanadas... tristes y apagadas por la distancia...

-La verdad es que la noche está hermosa...

-Parece de agosto.

-Cuando contemplo el cielo,

de innumerables luces rodeadoy miro hacia el suelo...

perdóname, hija mía; sin querer me vuelvo a mis versos...

-¿Y qué?, mejor, Quintanar: eso es muy hermoso. La NocheSerena ya lo creo. Hace llorar dulcemente. Cuando yo era niña yempezaba a leer versos, mi autor predilecto era ése.

El recuerdo de Fray Luis de León pasó como una nubecilla porel pensamiento de Ana, que sintió un poco de melancolía amarga.Sacudió la cabeza, se puso en pie y dijo:

-Dame el brazo, Quintanar; vamos a dar una vuelta por lagalería de los perales, mientras la señora torre de la catedral sedecide a cantar la hora...

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-Con mil amores, mia sposa cara.

La pareja se escondió bajo la bóveda no muy alta de unagalería de perales franceses en espaldar. La luna atravesaba atrechos el follaje nuevo y sembraba de charcos de luz el suelo a lolargo del oscuro camino.

-Mayo se despide con una espléndida noche -dijo Ana,apoyándose con fuerza en el brazo de su marido.

-Es verdad; hoy se acaba mayo. Mañana junio. Junio la caña enel puño. ¿Te gusta a ti pescar? El río Soto, ya sabes, ese que estáahí en pasando la Pumarada de Chusquín.

-Sí, ya sé... donde se bañan Obdulia y Visita algunos veranosantes de ir al mar.

-Justo, ése..., pues el río Soto lleva truchas exquisitas, segúnme dijo el Marqués. ¿Quieres que escriba a Frígilis, que nosmande dos cañas con todos sus accesorios?

-Sí, sí, ¡magnífico! Pescaremos.

Don Víctor, satisfecho, sujetó mejor el brazo de su mujer quecolgaba del suyo, y la tomó la mano como un tenor de ópera. Ycantó:

Lasciami, lasciamioh lasciami partir...

Calló y se detuvo. Un rayo de luna le alumbraba las narices.Miró a su esposa, que también volvió el rostro hacia su marido.

-¿Te gustan los Hugonotes? ¿Te acuerdas? Qué mal los cantabaaquel tenor de Valladolid... Pero oye... mira qué idea... hermosaidea... Figúrate aquí, en medio del Vivero, ahí, junto al estanque,

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figúrate a Gayarre o a Masini cantando... en esta noche tranquila,en este silencio... y nosotros aquí, debajo de esta bóveda...oyendo... oyendo... Las óperas deberían cantarse así... ¿Qué nosfalta a nosotros ahora? Música; nada más que música... Elpanorama hermoso... la brisa... el follaje... la luna... pues esto conacompañamiento de un buen cuarteto... y ¡el paraíso! Oh, losversos... los versos a veces no dicen tanto como el pentagrama.Estoy por la canción, por la poesía que se acompaña en efecto dela lira o de la forminge... ¿Tú sabes lo que era la forminge...phorminx?

Ana sonrió y le explicó el instrumento griego a su buenesposo.

-Chica, eres una erudita.

Otra nubecilla pasó por la frente de Ana.

El reloj de la catedral, a media legua del Vivero, dio las diez,pausadas, vibrantes, llenando el aire de melancolía.

-Pues es verdad que se oye -dijo Quintanar.

Y después de un silencio, comentario de la hora, añadió:

-¿Vamos a cenar?

-¡A cenar! -gritó Ana.

Y soltando el brazo de don Víctor corrió, levantando un pocola falda de la matinée que vestía, hasta perderse en la oscuridadde la bóveda. Quintanar la siguió dando voces:

-Espera, espera... loca, que puedes tropezar.

Cuando salió a la claridad, con el cielo por techo, vio en lo altode la escalinata de mármol, con una mano apoyada en el cancel

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dorado de la puerta de la casa, a su querida esposa que extendía elbrazo derecho hacia la luna, con una flor entre los dedos.

-Eh, ¿qué tal, Quintanar? ¿Qué tal efecto de luna hago...?

-¡Magnífico! Magnífica estatua... original pensamiento... oye:«La Aurora suplica a Diana que apresure el curso de la noche...»

Ana aplaudió y atravesó el umbral. Don Víctor entró detrásdiciéndose a sí mismo en voz alta:

-¡Hija mía! Es otra. Ese Benítez me la ha salvado... Es otra...¡Hija de mi alma!

Cenaron en la vajilla de los marqueses. Los dos tenían muybuen apetito. Ana hablaba a veces con la boca llena, inclinándosehacia Quintanar que sonreía, mascaba con fuerza, y mientrasblandía un cuchillo aprobaba con la cabeza.

-La casa es alegre hasta de noche -dijo ella.

Y añadió:

-Toma, móndame esa manzana...

-«Móndame la manzana, móndame la manzana...», ¿dónde heoído yo eso...? Ah, ya...

Y se atragantó con la risa.

-¿Qué tienes, hombre?

-Es de una zarzuela... De una zarzuela de un académico...Verás... se trata de la marquesa de Pompadour: un señor Beltrandanda en su busca; en un molino encuentra una aldeana... y comoes natural se ponen a cenar juntos, y a comer manzanas por másseñas.

-Como tú y yo.

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-Justo. Pues bueno, la aldeana, como es natural también, cogeun cuchillo.

-Para matar a Beltrand...

-No, para mondar la manzana...

-Eso ya es inverosímil.

-Lo mismo opinan Beltrand y la orquesta. La orquesta se erizade espanto con todos sus violines en trémolo y pitando con todossus clarinetes; y Beltrand canta, no menos asustado:

(Cantando y puesto en pie)

¡Cielos! monda la manzana;¡es la marquesade Pompadour...de Pompadour...!

Ana soltó el trapo. Rió de todo corazón el disparate delacadémico y la gracia de su marido. «La verdad era que Quintanarparecía otro».

Petra sirvió el té.

-¿Ha vuelto Anselmo de Vetusta? -preguntó el amo.

-Sí, señor, hace una hora...

-¿Ha traído los cartuchos?

-Sí, señor.

-¿Y el alpiste?

-Sí, señor.

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-Pues dile que mañana muy temprano tiene que volver a laciudad, con un recado para el señor Crespo. Deja... voy yo mismoa enterarle... Escribiré dos letras; ¿no te parece, Ana?, eseAnselmo es tan bruto...

Salió el amo del comedor.

Petra dijo, mientras levantaba el mantel:

-Si la señorita quiere algo... yo también pienso ir mañana al serde día a Vetusta... tengo que ver a la planchadora... si quiere quelleve algún recado... a la señora Marquesa... o...

-Sí: llevarás dos cartas: las dejaré esta noche sobre la mesa delgabinete y tú las cogerás mañana, sin hacer ruido, para nodespertarnos.

-Descuide usted.

Una hora después don Víctor dormía en una alcoba espaciosa,estucada, con dos camas. En el gabinete contiguo Ana escribíacon pluma rápida y que parecía silbar dulcemente al correr sobreel papel satinado.

-No tardes; no escribas mucho, que te puede hacer daño. Yasabes lo que dice Benítez.

-Sí, ya sé; calla y duerme.

Ana escribió primero a su médico, que era en la actualidad elantiguo sustituto de Somoza. Benítez, el joven de pocas palabrasy muchos estudios, observador y taciturno, había permitido a suenferma, a la Regenta, que escribiera, si este ejercicio la distraía,a ciertas horas en que la aldea no ofrece ocupación mejor.«Escríbame usted a mí, por ejemplo, de vez en cuando,diciéndome lo que sabe que importa para mi pleito. Pero si se

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siente mal de esas aprensiones dichosas no me dé pormenores,bastan generalidades...»

Ana escribía: «...Buenas noticias. Nada más que buenasnoticias. Ya no hay aprensiones: ya no veo hormigas en el aire, niburbujas, ni nada de eso; hablo de ello sin miedo de que vuelvanlas visiones: me siento capaz de leer a Maudsley y a Luys, contodas sus figuras de sesos y demás interioridades, sin asco nimiedo. Hablo de mi temor a la locura con Quintanar como de lamanía de un extraño. Estoy segura de mi salud. Gracias, amigomío; a usted se la debo. Si no me prohibiera usted filosofar , aquíle explicaría por qué estoy segura de que debo al plan de vidaque me impuso la felicidad inefable de esta salud serena, de esteplacer refinado de vivir con sangre pura y corriente en medio dela atmósfera saludable... pero nada de retórica; recuerdo cuántole disgustan las frases... En fin, estoy como un reloj, que es laexpresión que usted prefiere. El régimen respetado con religiosaescrupulosidad. El miedo guarda la viña, seré esclava de lahigiene. Todo menos volver a las andadas. Continúo mi diario, enel cual no me permito el lujo de perderme en psicologías ya queusted lo prohíbe también. Todos los días escribo algo, pero poco.Ya ve que en todo le obedezco. Adiós. No retarde su visita.Quintanar le saluda... roncando. Ronca, es un hecho. En aqueltiempo la Regenta hubiera mirado esto como una desgracia suya,que le mandaba ex profeso el destino para ponerla a prueba. ¡Unmarido que ronca! Horror... basta. Veo que tuerce usted el gesto.Perdón. No más cháchara. A Frígilis que venga con usted o antes.Diga lo que quiera mi esposo, si Crespo no viene a prepararme lacaña y a convencer a las truchas de que se dejen pescar noharemos nada. Adiós otra vez. La esclava de su régimen, q. b. s.m.

Anita Ozores de Quintanar».

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Después de firmar y cerrar esta carta, Ana se puso a continuarotra que había empezado a escribir por la mañana.

Ahora la pluma corría menos, se detenía en los perfiles.

Por un capricho la Regenta procuraba imitar la letra de la cartaa que contestaba y que tenía delante de los ojos.

«...No se queje de que soy demasiado breve en misexplicaciones. Ya le tengo dicho, amigo mío, que Benítez meprohíbe, y creo que con razón, analizar mucho, estudiar todos lospormenores de mi pensamiento. No ya el hacerlo, sólo el pensaren hacerlo, en desmenuzar mis ideas, me da la aprensión devolver a sentir aquella horrorosa debilidad del cerebro... Nohablemos más de esto. Bastante hago si le escribo, pues prohibidome lo tienen. Pero entendámonos. Lo prohibido no es escribir austed. ¿Hablo ahora claro? Lo prohibido es escribir mucho, sea aquien sea, y sobre todo de asuntos serios.

¿Qué cuándo volvemos a Vetusta? No lo sé, Fermín, no lo sé.

Que yo estoy mucho mejor. Es verdad. Pero quien manda,manda. Benítez es enérgico, habla poco pero bien; ha prometidocurarme si se le obedece, abandonarme si se le engaña o sedesprecian sus mandatos. Estoy decidida a obedecer. Usted me loha dicho siempre: lo primero es que tengamos salud.

¿Que hay tibieza tal vez? No, Fermín, mil veces no. Yo leconvenceré cuando vuelva.

¿Que rezo poco? Es verdad. Pero tal vez es demasiado para misalud. ¡Si yo dijera a Quintanar o a Benítez el daño que me hace,sana y todo, repetir oraciones...! Que en mis cartas no hablo másque de don Víctor y del médico. ¿Pero de qué quiere que lehable? Aquí no veo más que a mi marido; y Benítez me acaba desalvar la vida, tal vez la razón... Ya sé que a usted no le gusta que

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yo hable de mis miedos de volverme loca... pero es verdad, lostuve y le hablo de ellos, para que me ayude a agradecer almédico (de quien tanto hablo) mi salvación intelectual. ¿Para quéme hubiera querido mi hermano mayor del alma, sin el alma, ocon el alma oscurecida por la locura...?

¿Que se acabó esto y se acabó lo otro...? No y no. No se acabónada. A su tiempo volverá todo. Menos el visitar a doñaPetronila. No me pregunte usted por qué, pero estoy resuelta a novolver a casa de esa señora. Y... nada más. No puedo ser máslarga. Me está prohibido (¡otra vez!). Acabo de cenar. Su más fielamiga y penitente agradecida.

Ana Ozores».

«P. D. -¿Que se conoce que tengo buen humor? También esverdad. Me lo da la salud. Si lo tuviera malo y pensara mal,creería que a usted le pesa de mi buen humor, a juzgar por el tonocon que lo dice. Perdón por todas las faltas».

Anita leyó toda esta carta. Tachó algunas palabras; meditó yvolvió a escribirlas encima de lo tachado.

Y mientras pasaba la lengua por la goma del sobre, moviendola cabeza a derecha e izquierda, encogió los hombros y dijo amedia voz:

-No tiene por qué ofenderse.

Se acostó en el lecho blanco y alegre que estaba junto al deQuintanar.

El viejo madrugaba más que Ana, y salía a la huerta aesperarla. A las ocho tomaban juntos el chocolate en elinvernáculo que él llamaba con cierto orgullo enfático la serre.

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-¡Si esto fuera nuestro...! -pensaba a veces Quintanarcontemplando las plantas exóticas de los anaqueles atestados y delos jarrones etruscos y japoneses más o menos auténticos.

La Regenta no pensaba en los títulos de propiedad del Vivero;gozaba de la naturaleza, de la salud y del relativo lujo que habíanacumulado los Vegallana en su famosa quinta, sin fijarse en nadamás que gozar. Vivía allí como en un baño, en cuya eficacia creía.

Don Víctor salió de la huerta y atravesando prados, pumaradasy tierras de maíz, buscó entre las casuchas vecinas la bajada al ríoSoto, y por su orilla el lugar más a propósito para sentar susreales y pescar, en cuanto volviese Anselmo con los trastosnecesarios.

Ana, durante las horas del calor, que ya era respetable, subió asu gabinete, y después de leer un poco, tendida sobre el lechoblanco, se acercó al escritorio de palisandro, y hojeó su libro dememorias. Siempre hacía lo mismo; antes de empezar a escribiren él repasaba algunas páginas, a saltos...

Leyó la primera que casi sabía de memoria. La leyó con cariñode artista. Decía así, en letra sólo para Ana inteligible, nerviosa yrapidísima:

«¡Memorias...! ¡Diario...!, ¿por qué no? Benítez lo consiente».

Memorias de Juan García, podría decir algún chusco... Perocomo esto no ha de leerlo nadie más que yo... ¿Que es ridículo?¡Qué ha de ser! Más ridículo sería abstenerme de escribir (ya quees ejercicio que me agrada y no me hace daño, tomado conmedida), sólo porque si lo supiera el mundo me llamaríacursilona, literata... o romántica, como dice Visita. A Diosgracias, estos miedos al qué dirán ya han pasado. La salud me hahecho más independiente. Sobre todo ¿qué han de decir si nadie

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ha de leerlo? Ni Quintanar. Nunca ha entendido mi letra cuandoescribo deprisa. Estoy sola, completamente sola. Hablo conmigomisma, secreto absoluto. Puedo reír, llorar, cantar, hablar conDios, con los pájaros, con la sangre sana y fresca que sientocorrer dentro de mí. Empecemos por un himno. Hagamos versosen prosa. «¡Salud, salve! A ti debo las ideas nuevas, este vigor delalma, este olvido de larvas y aprensiones... y el equilibrio delánimo, que me trajo la calma apetecida...» Suspendo el himnoporque Quintanar jura que se muere de hambre y me llama desdeabajo, desde el comedor, con una aceituna en la boca... ¡Ya bajo,ya bajo...! ¡Allá voy!

.....................................

«El Vivero, mayo 1...

Llueve, son las cinco de la tarde y ha llovido todo el día. Inillo tempore me tendría yo por desgraciada sin más que esto.Pensaría en la pequeñez -y la humedad- de las cosas humanas, enel gran aburrimiento universal, etc., etc... Y ahora encuentronatural y hasta muy divertido que llueva. ¿Qué es el agua que caesobre esas colinas, esos prados y esos bosques? El tocado de lanaturaleza. Mañana el sol sacará lustre a toda esa verdura mojada.Y además, aquí en el campo, la lluvia es una música. MientrasQuintanar duerme la siesta (costumbre nueva) y ronca (achaqueantiguo y digno de respeto), yo abro la ventana y oigo

el rumor de la lluviasobre las hojasy el ruido de las alasde las palomas

que se esponjan sobre los tejadillos de su palomar cuadrado,entrando y saliendo por las ventanas angostas. Ese palomar tiene

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algo de serrallo o de casa de vecindad, según se mire. La vidacomún con sus horas de hastío, de descuido, de pereza pública, serefleja en las posturas de esas palomas, en sus pasos cortos, en elsacudir de las alas. Hay parejas que se juntan por costumbre, pordeber , pero se aburren como si cada cual estuviese en el desierto.De repente el macho, supongo que será el macho, tiene una idea,un remordimiento, improvisa una pasión que está muy lejos desentir, y besa a la hembra, y hace la rueda, y canta el rucutucua yse eriza de plumas... Ella, sorprendida, sin sacudir la perezacorresponde con tibias caricias, y a poco, ambos fatigados,soñolientos, encontrando en la molicie de mojarse inmóviles,inflados, mayor voluptuosidad que en los devaneos, vuelven a suquietismo, tranquilos, sin rencores, sin engaño, sin quejarse de lamutua displicencia. ¡Racionales palomas...! Quintanar ronca; yoescribo... Pie atrás. Esto no iba bien. Había algo de ironía; laironía siempre tiene algo de bilis... Los amargos abren el apetito...pero más vale tenerlo sin necesitarlos. A otra cosa.

.......................................

Llueve todavía. No importa. Todo el diluvio no me arrancaríahoy un gesto de impaciencia. La ventana está cerrada, losregueros del agua resbalando por el cristal me borran el paisaje.Víctor ha salido con Frígilis (segunda visita del buen Crespo, elúnico grande hombre que conozco de vista). Bajo un paraguas dePinón de Pepa -el casero de los marqueses-, recorren, comocobijados en una tienda de campaña, el bosque de encinas que mimarido llama siempre seculares. Van a comprobar no sé quéexperimento de química, invención de Frígilis, según él. Dios leshaga felices y les conserve los pies secos. Hoy me sientoinclinada a la historia, a los recuerdos. No los temo. Poco más decinco semanas han pasado y ya me parece de la historia antiguatodo aquello.

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¡Qué tres días! Yo me figuraba estar prostituida de un modoextraño (aquí la letra de la Regenta se hace casi indescifrable paraella misma). ¡Todo Vetusta me había visto los pies desnudos, enmedio de una procesión, casi casi del brazo de Vinagre! ¡Y tresdías con los pies abrasados por dolores que me avergonzaban,inmóvil en una butaca! Llamé a Somoza, que se excusó. Vino elsustituto Benítez, silencioso, frío; pero comprendí que meobservaba con atención cuando yo no le miraba. Debía de creerque yo me iba volviendo loca. Él lo niega, dice que todo aquellolo explica la exaltación religiosa y la exquisita moralidad con quedecidí sacrificarme al bien del que creía ofendido por mispensamientos y desaires. Benítez cuando se decide a hablarparece también un confesor. Yo le he dicho secretos de mi vidainterior como quien revela síntomas de una enfermedad. Conocíayo cuando le hablaba de estas cosas, que él, a pesar de su rostroimpasible, me estaba aprendiendo de memoria... El mal subió delos pies a la cabeza. Tuve fiebre, guardé cama... y sentí aquelterror... aquel terror pánico a la locura. De esto no quiero hablarni conmigo misma. Lo dejo por hoy: voy al piano a recordar laCasta diva ... con un dedo».

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Pasó Ana, sin querer leerlas, algunas hojas. En ellas habíaescrito la historia de los días que siguieron al de la procesión,famosa en los anales de Vetusta. Sí, se había creído prostituida;aquella publicidad devota le parecía una especie de sacrificiobabilónico, algo como entregarse en el templo de Belo para lavigilia misteriosa. Además, sentía vergüenza; aquello había sidocomo lo de ser literata, una cosa ridícula, que acababa porparecérselo a ella misma. No osaba pisar la calle. En todos lostranseúntes adivinaba burlas; cualquier murmuración iba con ella,en los corrillos se le antojaba que comentaban su locura. «Había

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sido ridícula, había hecho una tontería»; esta idea fija laatormentaba. Si quería huir de ella, se la recordaba sin cesar eldolor de sus pies, que ardían, como abrasados de vergüenza;aquellos pies que habían sido del público, desnudos una tardeentera.

Si quería consolarse con la religión y el amparo del Magistral,su mal era mayor, porque sentía que la fe, la fe vigorosa,puramente ortodoxa, se derretía dentro de su alma. En cuanto aSanta Teresa, había concluido por no poder leerla; prefería esto altormento del análisis irreverente a que ella, Ana, se entregaba sinquerer al verse cara a cara con las ideas y las frases de la santa.¿Y el Magistral? Aquella compasión intensa que la había arrojadootra vez a las plantas de aquel hombre ya no existía. Los triunfoshabían desvanecido acaso a don Fermín. De todas suertes, Ana yano le tenía lástima; le veía triunfante abusar tal vez de la victoria,humillar al enemigo...; ahora veía ella claro; por lo menos no veíatan turbio como antes. Ella había sido tal vez un instrumento enmanos de su hermano mayor. Cierto que de Pas no había vuelto amanifestar con movimientos patéticos que le descubrieran, nicelos, ni amor, ni cosa parecida; Ana le observaba con miradas deinquisidor, de las que algo le remordía la conciencia, y, sinembargo, no pudo notar síntomas de pasión mundana. ¿Veía ellamal? ¿Disimulaba él bien? ¿O era que no había nada? Ello fue quela devoción antigua no volvió, que la fe se desmoronaba, que lasantiguas teorías que sin darse entonces cuenta de ellas había oídoa su padre, Ana las sentía dentro de sí.

Un panteísmo vago, poético, bonachón y romántico, o mejor,un deísmo campestre, a lo Rousseau, sentimental y optimista a lalarga, aunque tristón y un poco fosco; esto, todo esto mezcladoera lo que encontraba ahora Ana dentro de sí y lo que seempeñaba en que fuera todavía pura religión cristiana. No quería

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ella ni apostatar, ni filosofar siquiera: también esto le parecíaridículo, pero sin querer las ideas, las protestas, las censurasvenían en tropel a su mente y a su corazón. Esto era nuevotormento. A pesar de todo seguía confesando a menudo con donFermín. Le guardaba ahora una fidelidad consuetudinaria; temíalos remordimientos si faltaba a lo que creía deber a aquel hombre.Temía sobre todo que si rompía sus relaciones devotas con él,volviese una reacción de lástima, arrepentimiento y piedadimaginaria que la arrastrase a otra locura como la del ViernesSanto. Tantas ideas y sentimientos encontrados, la vida retirada, yla conciencia de que en ella algo padecía y se rebelaba yamenazaba estallar, fueron concausas que trajeron las crisisnerviosas que estaba curando Benítez lo mejor que podía.

Con toda el alma había creído Ana que iba a volverse loca. Auna exaltación sentimental sucedía un marasmo del espíritu quecausaba atonía moral; la horrorizaba pensar que en tales días eranindiferentes para ella virtud y crimen, pena y gloria, bien y mal.«Dios -como decía ella- se le hacía migajas en el cerebro yentonces sentía un abandono ambiente y una flaqueza de lavoluntad que la atormentaban y producían pánico; el extremo dela tortura era el desprecio de la lógica, la duda de las leyes delpensamiento y de la palabra, y por último el desvanecimiento dela conciencia de su unidad; creía la Regenta que sus facultadesmorales se separaban, que dentro de ella ya no había nadie quefuese ella, Ana, principal y genuinamente... y tras esto el vértigo,el terror, que traía la reacción con gritos y pasmos periféricos».

Por muchos días lo olvidó todo para no pensar más que en susalud; la horrorizaba la idea de la locura y el miedo del dolordesconocido, extraño, del cerebro descompuesto. Llamó a Benítezcon toda el alma. Y principio de la cura fue este mismo afán y elobedecer ciegamente las prescripciones del médico.

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Si algo dijo éste de alimentos, ejercicio y hasta baños, lo más ylo principal lo encomendó al cambio de vida, a la distracción, alaire libre, a la alegría, a las emociones tranquilas. ¡Al campo, alcampo!, fue el grito de salvación, y Ana y Quintanar (que buensusto había llevado también), gritaron sin cesar desde la mañana ala noche: ¡Al campo, al campo!

Pero, ¿dónde estaba el campo? Ellos no tenían en la provinciade Vetusta una quinta de recreo. Don Víctor continuaba siendopropietario en Aragón.

Ana, en un arranque de valor, de un valor mucho más heroicode lo que podía suponer su marido, se atrevió a decir:

-Quintanar, ¿qué te parece esta idea...?, irnos a pasar unosmeses, hasta que vuelva el invierno...

-¿Adónde?

-A tu tierra, a la Almunia de don Godino.

Don Víctor dio un salto.

-¡Hija, por Dios...!, ya soy viejo para un traqueteo tan grandede mis pobres huesos... ¡La Almunia...!, ¡con mil amores... enotro tiempo, pero ahora! Yo amo la patria, es claro, soy aragonésde corazón, y digo lo que el poeta, que es muy feliz el que no havisto

más río que el de su patria;

pero yo soy a estas horas más vetustense que otra cosa, y otropoeta lo ha dicho también, el príncipe Esquilache:

Porque es la patria al que dichoso fueredonde se nace no, donde se quiere.

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¡La Almunia de don Godino! Dónde íbamos a parar... Yademás, separarnos de Frígilis... de don Álvaro, de los Marqueses,de Benítez, ¡imposible!

No se pensó más en ello. Ana en el fondo del alma se alegró delo muy vetustense que era aquel aragonés.

Esta alegría se la ocultó a sí propia. Creyó haber cumplido consu deber en este punto.

Pero ¿adónde irían a pasar aquellos meses de campo queBenítez exigía como condición indispensable para la salud deAna?

Un día se hablaba de esto en casa de Vegallana. Estabanpresentes a más de Quintanar y los Marqueses, Álvaro y Paco.

-El médico -decía el ex-regente- exige que la aldea a dondevayamos ofrezca una porción de circunstancias difíciles de reunir.

-Veamos -dijo el Marqués.

-Ha de estar cerca de Vetusta para que Benítez pueda hacernosfrecuentes visitas y para trasladar a Ana pronto a la ciudad encaso de apuro; ha de ser bastante cómoda, amena, ofrecer unpaisaje alegre, tener cerca agua corriente, yerba fresca, leche devacas..., ¡qué sé yo!

Don Álvaro tuvo una inspiración en aquel momento. Se acercóal oído de Paco y dijo:

-¡El Vivero!

Paco adivinó y admiró. «¡Sólo el genio tenía aquellasrevelaciones!»

Sin pensar en que secundaba planes mefistofélicos, dijo en vozbaja:

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-Papá, no conozco más quinta que reúna las condiciones deBenítez que una... que está a nuestra disposición...

Y a un tiempo, alegres todos con el hallazgo, dijeron losMarqueses y su hijo:

-¡El Vivero!

-¡Bravo, bravo, eureka! -repetía el Marqués-. Paco tiene razón,¡al Vivero!, se van ustedes al Vivero.

Y la Marquesa:

-¡Hermosa idea! ¡Qué gusto! Y nos veremos a menudo antes deirnos a baños...

Don Víctor protestó.

-¡Cómo el Vivero! ¿Y ustedes?

-Nosotros no vamos este año.

-O iremos mucho más tarde.

-Y cuando vayamos cabremos todos.

-Allí hemos dormido, cada cual con entera independencia, másde veinte personas -advirtió Álvaro.

-Es claro; aquello es un convento.

-No se hable más, no se hable más.

-¿Cómo que no se hable más? ¿Y mi delicadeza?

A pesar de la delicadeza de don Víctor, quedó decretado que sumujer y él y los criados que quisieran llevar irían a pasar aquellosmeses que pedía Benítez en el Vivero, donde serían dueñosabsolutos... Nada, nada, los Marqueses no admitieron objeciones.

-¿No eran parientes?

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-Cierto que sí -tuvo que responder, muy orgulloso, Quintanar.

Ana al saber la noticia comprendió que aquello era todo locontrario de irse a la Almunia de don Godino. Pero no quisopensar en los peligros que la estancia en el Vivero podía tener.Aborrecía ahora las cavilaciones. Sin embargo, sin investigar lascausas de ello, sintió durante todo aquel día una alegría de niñasatisfecha en sus gustos más vivos, y aún más intenso fue suplacer al despertar a la mañana siguiente con este pensamiento:« Voy al Vivero a hacer vida de aldeana, a correr, respirar,engordar..., alegrar la vida..., allí el sol, el agua corriente, elfollaje..., la salud...», y como un acompañamiento musical queencantaba toda aquella perspectiva, Ana sentía una indecisaesperanza que era como un sabor con perfumes..., una esperanza...no quería pensar de qué... Pero ello era que el mundo parecíaalegrarse, que la idea del Vivero la fortificaba como un placerpositivo, de los que se gozan cuando duran las ilusiones. «AquelBenítez la estaba rejuveneciendo».

Después de las hojas del libro de memorias que se referían, asu modo, a la materia que va reseñada brevemente, Ana encontró,y en ella se detuvo, la página en que rápidamente había reflejadosus impresiones al entrar en el Vivero en un día de abril queparecía de junio, alegre, ardiente, despejado.

Leyó con deleite aquella página, no recreándose en el estilo,sino en los recuerdos. Decía:

.......................................

«El Romero y el Clavel torcieron de repente; el landó se doblósin ruido, nos sacudió un poco, dejamos la carretera de Santianesy las ruedas rebotaron sobre la grava nueva de la carreteraestrecha del Vivero; los sauces, como una lluvia de yerbasuspendida en el aire, nos hacían cosquillas con las puntas de sus

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ramas, flotando sobre la frente como cabello movido por elviento. Se abrió la gran puerta de la cerca vieja, y los caballosarrancaron chispas del piso empedrado de la quintana vieja,despertando con el ruido resonancias en el silencio del palacióncerrado y vacío. Por mi gusto nos hubiéramos quedado a vivir enaquella casa inmensa, con dos torres de piedra parda y soportalescon columnas..., pero el coche siguió al trote; el Marqués tiene lavanidad de hacer que la entrada al Vivero habitable sea por aquí,por delante de la antigua mansión señorial... Las ruedas vuelven acallar, como enfundadas; Romero y Clavel machacan sin estrépitocon los cascos briosos la arena tersa, blanca y blanda de laavenida ancha y flanqueada de pretil de mármol con macetas yrosetones de verdura exótica.

La casa nueva nos sonríe enfrente y delante de la coquetonamarquesina de la entrada nos detenemos; silencio general... unmomento. Habla el sol..., nosotros gozamos; la limpieza, lacorrección, la elegancia parecen allí obra de la naturaleza, y elfollaje, el esplendor de su verdura, los susurros del aire discreto,la hermosura de la perspectiva, los vuelos graciosos de miles depájaros, parecen importación del lujo; riqueza y naturaleza sejuntan allí; el sol, cortesano del confort, alumbra más... ¡Cosaextraña! Yo no había visto el Vivero hasta ahora, lo que se llamaver, hasta ahora nunca había comprendido esta armonía íntima dellujo y del campo. Está bien así. Debe haber rincones en la tierraen que no haya nada feo, ni pobre ni triste.

Paco y la Marquesa, que han venido a darnos posesión delVivero, comen con nosotros y de tarde, al caer el sol, se vuelven aVetusta.

Ya estamos solos. Examino toda la casa. En el piso bajo, salón,billar, gabinete-biblioteca, galería de costura sobre el jardín,rodeada de cristales, el comedor con paso a la estufa por la

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escalinata de mármol blanco. ¡Qué alegría! Todo es cristal, flores,plantas de hojas gigantescas, de colores fuertes, raros. Lo que meagrada más es el capricho del Marqués en el piso principal: unagalería con cierre de cristales rodea todo el edificio. He dado dosvueltas a todo el corredor como si nunca hubiera visto el Vivero.¿Qué será que todo me parece nuevo, mejor, más elegante, máspoético? Quintanar está encantado, y se me figura que tiene unpoco de envidia.

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Vida excelente. La primavera entró en mi alma. Madrugo. Elbaño me fortifica y me alegra el espíritu. Tendida en la pila, conla mano en el grifo, dejo que el agua tibia me enerve, y la fantasíacomo en sopor se detiene en imágenes plásticas tranquilas ysuaves. Después tiemblo dentro de la sábana y vuelvo gozosa alcalor de mi cuerpo, contenta de la vida que siento circular por misvenas. La cabeza está firme; jamás vienen a mortificarme ideassutiles, alambicadas... Pienso poco, vagamente, y los pormenoresde los accidentes ordinarios que me rodean absorben lo mejor demi atención. Benítez puede estar satisfecho. Así la salud volverácon más fuerza. Vivir es esto: gozar del placer dulce de vegetar alsol.

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Y, sin embargo, hay horas en que las vibraciones de las cosasme hablan de una música recóndita de ideas y sentimientos. ¿Quées esta esperanza de un bien incierto? A veces se me antoja todoel Vivero escenario de una comedia o de una novela... Entoncesme parece más solitario el bosque, más solitario el palacio. Estasoledad parece meditabunda. Está todo en silencio reflexivo,recordando los ruidos de la alegría y del placer que latieron aquí,o preparándose a retumbar con la algazara de fiestas venideras...

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Insisto en ello, hay aquí algo de escenario antes de la comedia.Los vetustenses que tienen la dicha de ser convidados a lasexcursiones del Vivero son los personajes de las escenas que aquíse representan... Obdulia, Visita, Edelmira, Paco, Joaquinito,Álvaro... y tantos otros han hablado aquí, han cantado, corrido,jugado, bailado... reído sobre todo... Y algo olfateo de la alegríapasada o algo presiento de la alegría futura. Sí, Quintanar dicebien, esto es el paraíso, ¿qué nos falta a nosotros en él? SegúnQuintanar, nada más que música... Oh, pues por música que noquede. Corro al salón a tocar La donna é mobile, con el dedoíndice, mi único dedo músico. ¡Qué cursi es esto, segúnObdulia...! ¡Una dama que no sabe tocar el piano más que con undedo!

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Quintanar es feliz. ¡Y es tan bueno! ¡Cómo me cuida! ¡Quéagasajos, qué mimos! Parece otro. Piensa más en mí que en lamarquetería. ¡Pasa días enteros sin serrar nada! No hay alma queno tenga su poesía en el fondo. Su alegría es demasiadobulliciosa, pero es sincera. Yo no podría vivir aquí sin él.Imagínole ausente, me veo aquí sola y tengo miedo y siento lasoledad... Luego no me estorba, luego su compañía me agrada.

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Petra, la misma Petra, me gusta aquí, en el campo. Se vistecomo las aldeanas del país, canta con ellas en la quintana , se meteen la danza y toca la trompa con maestría. Ayer, al morir el día,junto a la Puerta Vieja tocaba, con la lengüeta de hierro vibrandoentre sus labios, los aires del país monótonos y de dulce tristeza.Pepe, el casero, cantaba cantares andaluces convertidos envetustenses..., y Petra tañía la trompa quejumbrosa, y yo sentíalágrimas dulces dentro del pecho..., y la vaga esperanza volvía a

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iluminar mi espíritu. Cuanto más triste la lengüeta de la trompa,más esperanza, más alegría dentro de mí. Todo esto es salud, nadamás que salud.

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He traído al Vivero algunos libros de mi padre. Hacía muchosaños que no los había abierto. Quintanar los tenía en los cajonesmás altos de sus estantes.

¡Qué impresiones! He encontrado entre las hojas de unaMitología ilustrada pedacitos de yerba de Loreto..., eran polvo;papeles escritos en que reconocí mis garabatos de niña..., y unmarinero dibujado por mi pluma que, según la leyenda que tieneal pie, era Germán.

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Probablemente Benítez condenaría este afán de leer y meprohibiría la desmedida afición. ¡Oh, qué cosas tan nuevasencuentro en estos libros que apenas entendía en Loreto! Losdioses, los héroes, la vida al aire libre, el arte por religión, uncielo lleno de pasiones humanas, el contento de este mundo..., elolvido de las tristezas hondas, del porvenir incierto..., un pueblojoven, sano en suma... Quisiera saber dibujar para dar formas aestas imágenes de la Mitología que me asedian».

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Ana, después de leer estas y otras páginas, escribió susimpresiones de aquellos días. Don Víctor vino a interrumpirlapara anunciarle que ya había instalado su tienda de campaña a laorilla del río, en el paraje más ameno y fresco, junto a unamancha de sombra en el agua, donde infaliblemente habríatruchas.

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Desde aquella tarde pescaron. Pescaron poco, pero muyalabado. Ana leía sentada en su banqueta de lona blanca confranjas azules, mientras sujetaba la caña con la mano izquierda,sin más fuerza que la necesaria para que la corriente no la llevase.

Mientras ella, a orillas del río Soto, a media legua de Vetustaen compañía de su Quintanar, dejaba a las truchas escapar muertasde risa, su imaginación, vuelta a los tiempos y a los parajesclásicos, se bañaba en el Cefiso, aspiraba los perfumes de lasrosas del Tempé, volaba al Escamandro, subía al Taigeto y saltabade isla en isla de Lesbos a las Cíclades, de Chipre a Sicilia...

Día hubo en que viajaba con Baco, Anita, recorriendo la India,o bien navegando en el barco prodigioso de cuyo mástilfloreciente pendían racimos y retorcidos tallos, y tuvo que saltarde repente a la prosaica orilla del Soto, llamada por la voz del ex-regente, que gritaba:

-¡Pero muchacha, que te están comiendo el cebo!

No importaba; Ana era feliz y Quintanar también. «¡Pareceotro!», se decía ella. «¡Parece otra!», pensaba él.

El tiempo volaba. Junio se metió en calor. Vetusta en verano esuna Andalucía en primavera. Ana, todas las mañanas, por lafresca recorría la huerta y sacudía las ramas cargadas de cerezasacompañada de don Víctor, Pepe el casero y Petra; llenabangrandes cestas, forradas con hojas de higuera, de aquellos coraleshúmedos y relucientes; y la Regenta sentía singular voluptuosidadsana y risueña al pasar la finísima mano blanca por las cerezasapiñadas sobre la verdura de las hojas anchas y bordadas.Aquellas cestas iban a Vetusta, a casa del Marqués y a veces a lasde sus amigos. Una mañana vio Ana que Petra y Pepe llenaban dela más colorada fruta un canastillo de paja blanca y de colores.Ana se acercó a ayudarlos. De pronto dijo:

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-¿Para quién es esto?

-Para don Álvaro -contestó Petra.

-Sí, voy a llevárselo yo mismo a la fonda -añadió Pepesonriendo ya a la propina que veía en lontananza.

Ana sintió que su mano temblaba sobre las cerezas y aquelcontacto le pareció de repente más dulce y voluptuoso.

Y cuando nadie la veía, a hurtadillas, sin pensar lo que hacía,sin poder contenerse, como una colegiala enamorada, besó confuego la paja blanca del canastillo. Besó las cerezas también... yhasta mordió una que dejó allí, señalada apenas por la huella dedos dientes.

Y asustada de su desfachatez pensó todo el día en la aventurasin vergüenza.

«¡También esto era cosa de la salud!»

La víspera de San Pedro, por la noche, el Magistral recibió unB. L. M. del marqués de Vegallana invitándole a pasar el díasiguiente, desde la hora en que le dejasen libre sus deberes de lacatedral, en el Vivero en compañía de los dueños de la quinta y desus actuales inquilinos, los señores de Quintanar, más otrosmuchos buenos amigos. Pertenecía el Vivero a la parroquia ruralde San Pedro de Santianes; Pepe el casero era aquel año factor dela fiesta de la parroquia y pensaba echar la casa por la ventana,«para no dejar mal al señor Marqués».

Anita, en la postdata de su última carta, decía al confesor: «ElMarqués me ha dicho que piensa invitar a usted a la romería deSan Pedro. Somos nosotros los factores... Supongo que no faltaráusted. Sería un solemne desaire».

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«No, no faltaré -pensaba don Fermín dando vueltas en la cama-. Ojalá tuviera valor para faltar, para despreciaros, para olvidarlotodo..., pero ya estoy cansado de luchar con esta maldita obsesiónque me vence siempre. Sí, si he de acabar por ir, si estoy segurode que al fin he de tomar el camino del Vivero, más valeahorrarme el tormento de la batalla y declararme vencido. Iré».

Y no pudo dormir una hora seguida en toda la noche. Pero estoera achaque antiguo ya. Desde que Anita «había vuelto aengañarle» , don Fermín no gozaba hora de sosiego.

Como el Marqués no le había invitado a hacer el viaje en sucoche, lo cual tal vez indicaba cierta frialdad premeditada, que DePas fingía no sentir, tuvo el señor canónigo que ir en persona aalquilar una berlina. Mandó que le esperase fuera del Espolón alas diez en punto. Fue a la catedral, pero no pudo parar allí, y alas nueve y media ya estaba en medio de la carretera de Santianeso del Vivero paseándola a lo ancho, agitado, pálido, de un humorde mil diablos.

«¿A qué voy yo allá? De fijo estará el otro. ¿Que voy yo ahacer allí? ¡Maldito Vivero!» La berlina tardaba. De Pas dabapataditas de impaciencia. Por fin llegó el coche destartalado,sucio, a paso de tortuga.

-¡Al Vivero, a escape! -gritó don Fermín dejándose caer comoun plomo sobre el asiento duro que crujió.

Sonrió el cochero, sacudió un latigazo al aire, el caballoextenuado saltó sobre la carretera dos o tres minutos, y como siaquello fuese una falta de formalidad indigna de sus años, queeran muchos, volvió al paso perezoso sin protesta de nadie.

El Magistral recordó que en aquella misma berlina u otrocoche de la misma casa, por lo menos, pocas semanas antes iba él

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llorando de alegría, llena el alma de esperanzas, de proyectos quele hacían cosquillas en los sentidos y en lo más profundo de lasentrañas. Y ahora un presentimiento le decía que todo habíaacabado, que Ana ya no era suya, que iba a perderla, y que aquelviaje al Vivero era ridículo; que si estaba allí Mesía, como eracasi seguro, todas las ventajas eran del petimetre. Vestía elProvisor balandrán de alpaca fina con botones muy pequeños, deesclavina cortada en forma de alas de murciélago. Tenía algo sutraje del que luce Mefistófeles en el Fausto en el acto de laserenata. Había deliberado mucho tiempo a solas: ¿qué ropallevaría? Cada vez le pesaba más la sotana y le abrumaba más elmanteo. El sombrero de teja larga era odioso; demasiado corto eracursi, ridículo, parecía cosa de don Custodio; muy cerrado,antiguo; muy abierto, indigno de un Vicario general. ¿Iría delevita? Vade retro! No, el cura de levita se convierte por fuerza encura de aldea o en clérigo liberal. El Magistral muy pocas vecesrecurría a tal indumentaria. Oh, si le fuera lícito vestir su traje decazador, su zamarra ceñida, su pantalón fuerte y apretado almuslo, sus botas de montar, su chambergo, entonces sí, iría depaisano, y la vanidad le decía que en tal caso no tendría que temerel parangón con el arrogante mozo a quien aborrecía. Sí, a quienaborrecía. Don Fermín ya no se lo ocultaba a sí mismo. No dabanombre a su pasión, pero reconocía todos sus derechos y estabamuy lejos de sentir remordimientos. «Él era cura, cura, una cosaridícula, puestas las cosas en el estado a que habían llegado».Había comprendido que Ana sentía repugnancia ante el canónigoen cuanto el canónigo quería demostrarle que además era hombre.«¡Y sí era hombre, vive Dios que era hombre, y tanto y más queel otro; capaz de deshacerle entre sus brazos, de arrojarle tan altocomo una pelota...!» Dejaba de pensar en sus tristezas y en sucólera. Miraba como tonto los accidentes del paisaje, los palos deltelégrafo que iba dejando atrás de tarde en tarde. Tuvo que

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levantar los vidrios de las ventanillas porque el polvo le sofocaba.El sol le aburría y le picaba; no había cortinas. El viaje se hacíainterminable. Aquella media legua se había estiradoindefinidamente. «El Marqués se había portado como un groserono ofreciéndole un asiento en su coche. La culpa la tenía él, quehabía aceptado el convite. ¿Pero qué remedio?»

Oyó el estrépito de cascos de caballo que machacaba la gravareciente detrás de la berlina. Se asomó a ver quiénes eran losjinetes y reconoció a don Álvaro y a Paco que pasaron al galopede dos hermosos caballos blancos, de pura raza española.

Ellos no le vieron; el placer de la carrera los llevaba absortos yno repararon en la mísera berlina que seguía al paso. Incapaz detoda noble emulación, el mísero jaco de alquiler siguió caminandolo menos posible, seguro de que la felicidad no estaba en eltérmino de ninguna carrera de este mundo. Para comer malsiempre se llega a tiempo. Esta era toda su filosofía. El cocherodebía de ser discípulo del caballo.

Cuando el Magistral llegó al Vivero no había ningúnconvidado en la casa, ni los Marqueses, ni los de Quintanarestaban tampoco.

Petra se le presentó vestida de aldeana, con una coqueteríaprovocativa, luciendo rizos de oro sobre la cabeza, el dengue depana sujeto atrás, sobre el justillo de ramos de seda escarlata, muyapretado al cuerpo esbelto; la saya de bayeta verde, de muchovuelo, cubría otra roja que se vislumbraba cerca de los piescalzados con botas de tela. Estaba hermosa y segura de ello.Sonrió al Magistral, y dijo:

-Los señores están en San Pedro.

-Ya lo suponía, hija mía, pero vengo muerto de sed y...

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La aldeana fingida sirvió en la glorieta del jardín al Magistralun refresco delicioso que improvisó con arte.

-Dios te lo pague, Petrica.

Y hablaron.

Hablaron de la vida que hacían allí los señores.

Petra dijo que doña Ana parecía otra: ¡qué alegre!, ¡quérevoltosa!, nada de encerrarse en la capilla horas y horas, nada derezar siglos y siglos, nada de leer a su Santa Teresa eternidades...Vamos, era otra. ¿Y salud? Como un roble.

-¿El señorito Paco vino? -preguntó de repente De Pas.

-Sí, señor, hará un cuarto de hora. Llegaron él y el señoritoÁlvaro a caballo, a escape; tomaron un refresco como usted ycorrieron a San Pedro... Creo que no habían oído misa y quisieroncoger la de la fiesta...

En aquel momento, hacia oriente sonaron estrepitososestallidos de cohetes cargados de dinamita.

-Ya están al alzar -dijo la doncella.

Petra observaba con el rabillo del ojo la impaciencia delMagistral, que preguntó:

-¿La iglesia está cerca, creo, saliendo por ahí, por el bosque,verdad?

-Sí, señor; pero hay tres callejas que se cruzan y puede darseen el río en vez de... Si quiere usted ir, le acompañaré yo misma;ahora no tengo nada que hacer allá dentro...

-Si eres tan amable...

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Petra echó a andar delante del Magistral. Por un postigosalieron de la huerta y entraron en el bosque de corpulentasencinas y robles retorcidos y ásperos. Ocupaba el bosque lasladeras de una loma y el altozano, que era lo más espeso. Subíaun repecho y don Fermín veía los bajos irisados de chillonabayeta que mostraba sin miedo Petra, más algo de la muy bordadafalda blanca y de una media de seda calada, refinada coqueteríaque quitaba propiedad al traje y por lo mismo le daba picanteatractivo.

-¡Qué calor, don Fermín! -decía la rubia, enjugando el sudor dela frente con pañuelo de batista barata.

-Mucho, rubita, mucho -respondía el Magistral,desabrochándose el maldito balandrán y soplando con fuerza.

-Y eso que a usted la fatiga no debe rendirle, que allá enMatalerejo tengo entendido que corre como un gamo por losvericuetos...

-¿Quién te lo ha dicho a ti?

-¡Bah! Teresina...

-¿Sois amigas, eh?

-Mucho.

Silencio. Los dos meditan. El canónigo reanuda el diálogo.

-No creas; yo, aquí donde me ves, soy un aldeano; juego a losbolos que ya ya...

Petra se detuvo y se volvió para ver a don Fermín, que hacía elademán de arrojar una bola de roble por la cóncava boleraadelante...

Rió la doncella y continuando la marcha dijo:

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-No, que es usted fuerte no necesita decirlo: bien a la vistaestá.

Callaron otra vez.

Detrás de la loma, y ya más cerca, estallaron cohetes dedinamita y en seguida la gaita y el tamboril de timbre tembloroso,apagadas las voces por la distancia, resonaron al través de lahojarasca del bosque.

La gaita hablaba a las entrañas del Provisor y de Petra, ambosaldeanos. Volvieron a mirarse y a sonreírse.

-Ya vuelven -dijo Petra, deteniéndose de nuevo.

-¿Llegamos tarde?

-Sí, señor; la comitiva tomará el camino de la calleja de abajoy cuando lleguemos nosotros a la iglesia ya estarán en el Vivero...

-De modo...

-De modo que es mejor volvernos. ¡Ay, don Fermín,perdóneme usted este paseo..., esta molestia...!

-No, hija, no hay de qué..., al contrario... Aquí se está bien...,esta sombra..., pero yo estoy algo cansado... y con tu permiso...,entre aquellas raíces, sobre aquel montón verde y fresco de yerbasegada..., ¿eh?, ¿qué te parece?, voy a sentarme un rato...

Y lo hizo como lo dijo.

Petra, sin atreverse a sentarse y sin querer dejar el puesto, miróal suelo ruborosa, hizo movimientos felinos y se puso a retorceruna punta del delantal...

-¿Cansado? ¡Bah! -se atrevió a decir-, un mozo como usted...

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La gaita y el tambor llenaban las bóvedas verdes con suschorretadas, alegres ahora, luego melancólicas, cargadas siemprede ideales perfumes campestres, de recuerdos amables.

El Magistral mordía yerbas largas y ásperas y meditaba conuna sonrisa amarga entre los labios. «¡Ironías de la suerte! Elfruto que se ofrecía, que le caía en la boca, allí..., despreciado..., yel imposible codiciado..., cuanto más imposible, más codiciado...Sin embargo, para que fuese menos ridícula su situación en elVivero, le parecía muy oportuno poner por obra lo que meditaba.Y además, a él le convenía tener de su parte a la doncella de laRegenta, hacerla suya, completamente suya...»

-Petra...

-¿Señor? -gritó ella fingiendo susto.

-¿Quieres crecer? Pues bastante buena moza eres. Mira, noseas tonta..., si no tienes prisa... puedes sentarte... Así como así,yo quisiera preguntarte... algunas cositas respecto de...

-Lo que usted quiera, don Fermín. Por aquí de fijo no pasanadie; porque, sobre que poca gente atraviesa el bosque para ir ala iglesia, los que van siguen la trocha de abajo...; por aquí raravez pasa un alma. Pero si usted quiere hablar a sus anchas, allá,un poco más arriba, hay una cabaña que se llama la casa delleñador; es muy fresca y tiene asientos muy cómodos.

-Mejor que mejor. Hablaremos más a gusto. Vamos allá.

Se levantó y emprendieron la marcha. Subían en silencio. Elmonte se hacía más espeso.

La gaita y el tambor sonaban ya muy lejos, como unaaprensión de ruido.

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Petra, al llegar a la casa del leñador, se dejó caer sobre layerba, algo distante de don Fermín; y encarnada como su sayabajera, se atrevió a mirarle cara a cara con ojos serios y decidores.

El Magistral se sentó dentro de la cabaña.

Hablaron.

Por algo don Fermín temía el momento de encontrarse con lacomitiva, como decía Petra. Cuando media hora después entrabasolo por el postigo del bosque en la huerta, lo primero que vio fuea la Regenta metida en el pozo seco, cargado de yerba, y a su ladoa don Álvaro, que se defendía y la defendía de los ataques deObdulia, Visita, Edelmira, Paco, Joaquín y don Víctor, quearrojaban sobre ellos todo el heno que podían robar a puñados deuna vara de yerba que se erguía en la próxima pomarada de Pepeel casero.

El Marqués gritaba desde la galería del primer piso:

-¡Eh, locos!, ¡locos!, que os echo los perros, que destrozáis layerba de Pepe... ¿Qué va a cenar el ganado? ¡Locos...! -Pepe, nolejos del pozo, vestido con los trapos de cristianar, más unacorbata negra que había creído digna de un factor, dejaba hacer,dejaba pasar, se rascaba la cabeza y sonreía gozoso...

-Deje, señor, deje que rebrinquen los señoritos, que la erba yola apañaré... en sin perjuicio...

La Regenta, con la cabeza cubierta de heno, con los ojos mediocerrados, no pudo ver al Magistral hasta que se acabó la broma yle tocó salir del pozo... con ayuda de don Álvaro y los que estabanfuera.

No se avergonzó de que su confesor la hubiera visto en talsituación... Le saludó amable, bulliciosa, y volvió con Obdulia,

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con Visita y con Edelmira a correr por la huerta, seguidas dePaco, Joaquín, don Álvaro y don Víctor.

Del Magistral se apoderó el Marqués, que le llevó al salóndonde estaban la Marquesa, la gobernadora civil, la baronesa y suhija mayor, que no quería correr con aquellos locos ; el barón,Ripamilán, Bermúdez, que tampoco quería correr, Benítez, elmédico de Anita, y otros vetustenses ilustres.

-Mire usted, señor Provisor -dijo Vegallana-, la fiesta se hadividido en dos partes: como Pepe es el factor, ha convidado atodos los curas de la comarca, catorce salvo error; yo les hepropuesto venirse a comer aquí con nosotros, pero como algunosde ellos son cerriles, comprendí que preferían verse libres dedamas y caballeretes de la ciudad y se les ha puesto su mesa en elpalacio viejo, donde yo pienso acompañarlos. Ahora bien, yoproponía a Ripamilán que viniese conmigo, pero él no quiere... Siusted fuese tan amable que me acompañara, aquellos buenospárrocos se creerían honrados infinitamente... ¡Ya ve usted, comousted es el señor Vicario general!

No hubo más remedio. El Magistral tuvo que comer con elMarqués y los curas en el palacio viejo.

Petra se encargó de presidir el servicio de la mesa de aldea ,aún vestida de aldeana del país, y colorada, echando chispas deoro de los rizos de la frente, y chispas de brasa de los ojos vivos,elocuentes, llenos de una alegría maligna que robaba loscorazones de los aldeanos y de algunos clérigos rurales.

A la hora del café don Fermín no pudo resistir más, se escapócomo pudo y volvió a la casa nueva, donde la algazara habíallegado a ser estrépito de los diablos. En el momento de entrar él,don Víctor (con una montera picona en la cabeza) cantaba un dúocon Ripamilán, rejuvenecido, junto al piano, que tocaba como

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sabía don Álvaro, con un puro en la boca, zarandeando el cuerpoy cerrando y abriendo los ojos brillantes que el humo del cigarrocegaba.

Las señoras ya no estaban allí. La Marquesa, la gobernadora yla baronesa paseaban por la huerta; la gente joven , Obdulia,Visita, Ana, Edelmira y la niña del barón, corrían solas por elbosque.

Se las oía gritar desde la galería de cristales. Obdulia, Visita yEdelmira llamaban con aquellas carcajadas y chillidos a loshombres.

Así lo comprendió Joaquín, que propuso a Paco dejar elconcierto de Quintanar y don Cayetano y correr detrás deaquéllas.

-Deja, luego -decía Paco, que gozaba mucho con las cancionesantiquísimas de Ripamilán y ya se iba cansando a ratos de suprima.

Cuando Quintanar y el Arcipreste se quedaron roncos, que fuepronto, se dejó el piano y se cumplieron los deseos de Orgaz. Él,Paco, Mesía y Bermúdez salieron de la casa y entraron en elbosque. «Ya no se oían los gritos de aquéllas». «¿Se habríanescondido?» «Eso debía de ser».

«A buscarlas cada cual por su lado».

«¡Magnífico!, ¡magnífico!»

Se dispersaron y pronto dejaron de verse unos a otros.

Bermúdez, en cuanto se sintió solo, se sentó sobre la yerba. Unencuentro a solas con cualquiera de aquellas señoras y señoritasen un bosque espeso de encinas seculares le parecía una situaciónque exigía una oratoria especial de la que él no se sentía capaz. Y,

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sin embargo, ¡qué deliciosa podría ser una conferencia íntima conObdulia o con Ana sobre la verde alfombra!

El Magistral tuvo que quedarse con Ripamilán, don Víctor, elgobernador, Benítez y otros señores graves. Benítez era joven,pero prefería hacer la digestión sentado y fumando un buencigarro.

Don Víctor se acercó al médico, en el hueco de un balcón, yDe Pas pudo oír el diálogo que entablaron.

-¡Oh!, no puede figurarse usted cuánto le debo.

-¿A mí, don Víctor?

-Sí, a usted; Ana es otra. ¡Qué alegría, qué salud, qué apetito!Se acabaron las cavilaciones, la devoción exagerada, lasaprensiones, los nervios..., las locuras..., como aquella de laprocesión... Oh, cada vez que me acuerdo se me crispan los...;pues nada, ya no hay nada de aquello. Ella misma estáavergonzada de lo pasado. Se ha convencido de que la santidad yano es cosa de este siglo. Este es el siglo de las luces, no es el siglode los santos. ¿No opina usted lo mismo, señor Benítez?

-Sí, señor -dijo el médico sonriendo y chupando su cigarro.

-¿De modo que usted opina que mi mujer está curada deltodo...? ¿Radicalmente...?

-Doña Ana, amigo mío, no estaba enferma; se lo he dicho austed cien veces; lo que tenía se curaba sin más que cambiar devida; pero no era enfermedad..., por eso no puede decirse conexactitud que se ha curado... Por lo demás..., esa mismaexaltación de la alegría, ese optimismo, ese olvido sistemático desus antiguas aprensiones..., no son más que el reverso de la mismamedalla.

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-¿Cómo? Usted me asusta.

-Pues no hay por qué. Doña Ana es así; extremosa..., viva...,exaltada..., necesita mucha actividad, algo que la estimule...,necesita...

Benítez mascaba el cigarro y miraba a don Víctor, que abríamucho los ojos, con expresión misteriosa de lástima un pocoburlesca.

-¿Qué necesita?

-Eso..., un estímulo fuerte, algo que le ocupe la atención con...fuerza...; una actividad... grande..., en fin, eso..., que es extremosapor temperamento... Ayer era mística, estaba enamorada del cielo;ahora come bien, se pasea al aire libre entre árboles y flores... ytiene el amor de la vida alegre, de la naturaleza, la manía de lasalud...

-Es verdad; no habla más que de la salud la pobrecita.

-¡Qué pobrecita! ¿Pobrecita por qué?

-¿Por qué?, por esos extremos..., por esos estímulos quenecesita...

-¿Y eso qué importa? Su temperamento exige todo eso...

-¿De modo que usted cree que ayer era devota,exageradamente devota porque... tal vez había quien influía en suespíritu en cierto sentido...?

-Justo. Es muy probable.

Don Víctor, aturdido como solía, hablaba sin miedo de seroído, sin ver al Magistral, que fingiendo leer un periódico y aratos atender a Ripamilán, se esforzaba en no perder ni unapalabra del diálogo del balcón.

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-¿De modo... que el cambio de Anita se debe a... otrainfluencia...?, ¿su pasión por el campo, por la alegría, por lasdistracciones se debe... a un nuevo influjo?

-Sí, señor; es un aforismo médico: ubi irritatio ibi fluxus...

-¡Perfectamente! Ubi irritatio ... justo, ibi ... fluxus!¡Convencido! Pero aquí el nuevo influjo... ¿dónde está? Veo elotro, el clero, el jesuitismo..., pero, ¿y éste? ¿Quién representaesta nueva influencia..., esta nueva irritatio que pudiéramosdecir...?

-Pues es bien claro. Nosotros. El nuevo régimen, la higiene, elVivero..., usted..., yo..., los alimentos sanos..., la leche..., elaire..., el heno..., el tufillo del establo..., la brisa de la mañana...,etc.

-Basta, basta; comprendido..., la higiene..., la leche..., el olordel ganado... ¡magnífico...! ¡De modo que Ana está salvada!

-Sí, señor.

-Porque esta nueva exageración ¿no puede llevarnos a nadamalo...?

Benítez escupió un pedazo del puro, que había roto con losdientes, y contestó con la misma sonrisa de antes:

-A nada.

-¡Santa Bárbara! -gritó Quintanar cerrando los ojos yponiéndose en pie de un salto.

Y tras el relámpago, que le había deslumbrado, retumbó untrueno que hizo temblar las paredes. Cesaron todas lasconversaciones, todos se pusieron en pie; Ripamilán y don Víctorestaban pálidos. Eran dos hombres valientes de veras que seechaban a temblar en cuanto sonaba un trueno.

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Ripamilán, aunque algo sordo de algunos años acá, había oídoperfectamente la descarga de las nubes y ya se sentía mal. Notenía bastante confianza para pedir un colchón con que taparse lacabeza, según acostumbraba hacer en su casa.

Todos los convidados, menos los dos miedosos, se acercaron alos balcones para ver llover. Caía el agua a torrentes. Allá alextremo de la huerta se veía a la Marquesa y a las señoras que laacompañaban refugiadas bajo la cúpula del belvedere quedominaba el paisaje, en una esquina del predio, junto a la tapia.

-¿Y los chicos? -preguntó Ripamilán asustado, fingiendo temerpor los demás.

Llamaba los chicos a los que habían salido al bosque.

-¡Es verdad! ¿Qué era de ellos? Hay que buscarlos... Se van aponer perdidos -exclamó Quintanar, acordándose de su mujer,lleno de remordimientos por no haberlo dicho antes.

El Magistral no pensaba en otra cosa, pero callaba. Estabapasando un purgatorio y aquello era ya el colmo. «Los otros en elbosque... y el cielo cayendo a cántaros sobre ellos... ¡A qué cosasno estaría obligando la galantería de don Álvaro en aquelmomento!»

-Es preciso ir a buscarlos -decía el gobernador.

-Hay que llevarles paraguas...

-Y el caso es que la Marquesa está sitiada por el chubasco alláabajo y no puede disponer...

-Y el Marqués está con sus curas en el palacio viejo y nopuede venir y mandar...

Y se deliberó largamente qué se haría.

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-Hay que salvar a los náufragos -dijo el barón a guisa dechiste.

El Magistral, que había salido del salón, se presentó con dosparaguas grandes de aldea, verdes, de percal. Ofreció uno a donVíctor, diciendo:

-Vamos, Quintanar, usted que es cazador... y yo que también losoy..., ¡al monte!, ¡al monte!

Y con los ojos, al decir esto, se lo comía, y le insultaballamándole con las agujas de las pupilas idiota, Juan Lanas ycosas peores.

-¡Bravo, bravo! -gritaron aquellos señores, que aplaudían elheroísmo ajeno.

Un trueno formidable, simultáneo con el relámpago, estallósobre la casa y puso pálidos a los más valientes.

-¡Vamos, vamos, pronto! -gritó el Magistral, cuya palidez no lacausaba la tormenta. El trueno le sonaba a carcajadas de su malasuerte, a sarcasmos del diablo que se burlaba de él y de sumiserable condición de clérigo.

-Pero..., don Fermín -se atrevió a decir Quintanar-, por lomismo que soy cazador... conozco el peligro... El árbol atrae elrayo... Ahí arriba también hay laureles, el laurel llama laelectricidad; ¡si fueran pinos, menos mal!, ¡pero el laurel...!

-¿Qué quiere usted decir? ¿Que los parta un rayo a los otros?No ve usted que con ellos está doña Ana...

-Sí, verdad es..., pero ¿no podría ir Pepe con algún criado...,con Anselmo...? Usted va a mojarse el balandrán... y la sotana...

-¡Al monte!, ¡don Víctor, al monte! -rugió el Provisor.

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Y la voz terrible fue apagada por un trueno más horrísono quelos anteriores.

-Señores -dijo Ripamilán que estaba escondido en una alcoba-.No se apuren ustedes, los chicos deben de estar a techo.

-¿Cómo a techo...?

-Sí, Fermín, no se asuste usted. A techo... en la casa delleñador que usted no conoce; es una cabaña rústica que elMarqués se hizo construir con cañas y césped allá arriba, en lomás espeso del monte...

El Magistral no quiso oír más. Salió con un paraguas bajo elbrazo y dejó caer el otro a los pies de don Víctor.

El cual recogió el arma defensiva, que llamó escudo para susadentros, y siguió sin chistar «al loco del Magistral», sinexplicarse por qué se empeñaba en que fueran ellos a buscar a laRegenta y no los criados.

Tampoco los señores del salón comprendían aquello; ysonreían con discreta y apenas dibujada malicia al decir que eraun misterio la conducta del Magistral.

-Tenía razón don Víctor -advirtió el barón-. ¿Por qué no habíande haber ido los criados?

-Además -dijo el gobernador-, eso parece una lección a todosnosotros, especialmente a usted, que tiene por allá a su hija...

El trueno que estalló en aquel instante se le antojó a Ripamilánque había metido cien rayos en la casa.

El miedo ya era general.

-Ea, ea, señores -dijo el Arcipreste desde la alcoba-, a rezartocan; yo voy a rezar con permiso de ustedes... In nomine Patris...

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Capítulo XVIII

-¿Adónde van ustedes? -gritaba la Marquesa desde elbelvedere al Magistral y a don Víctor, que uno tras otro, a veintepasos de distancia, corrían por el bosque, calados ya hasta loshuesos, chorreando el agua por todos los pliegues de la ropa y porlas alas del sombrero.

-¡Al infierno!, ¡qué sé yo dónde me lleva este hombre! -contestó don Víctor sin dar muchas voces, furioso, empeñado enabrir el paraguas, que tropezaba con las ramas y se enredaba enlas zarzas.

La Marquesa continuaba vociferando, y hablaba por señas,pero don Víctor ya no la entendía y don Fermín ni la oía siquiera.

-Pero aguarde usted, santo varón; espere usted, ¡deliberemos;formemos un plan...!, ¿adónde me lleva usted?

Por lo visto tampoco oía a Quintanar aquel santo varón, porquecontinuaba subiendo a paso largo, sin mirar hacia atrás unmomento.

De rama a rama, de tronco a tronco, en todas direccionessubían y bajaban hilos de araña que se le metían por ojos y bocaal ex-regente, que escupía y se sacudía las telas sutilísimas conasco y rabia.

-¡Esto es un telar! -gritaba, y se envolvía en los hilos como sifueran cables, procuraba evitarlos y tropezaba, resbalaba y caía dehinojos, blasfemando contra su costumbre.

-También es ocurrencia de chicos venir al monte a divertirse...Si no hay más que arañas y espinas... Don Fermín, espere ustedpor las once mil... de a caballo, que yo me pierdo y me caigo.

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Un trueno le contestó y le hizo arrodillarse con el susto.

No osó blasfemar otra vez.

-¡Don Fermín!, ¡don Fermín!, ¡espere usted, en nombre de lahumanidad!

De Pas se detuvo, se volvió, le miró desde arriba con lástima ydisimulando la ira, y le dijo lo menos malo de cuanto se leocurría:

-Parece mentira que sea usted cazador.

-Soy cazador en seco, compadre, pero esto es el diluvio, y unbombardeo..., y las arañas se me meten en el estómago..., y sobretodo a mí me gustan las acciones heroicas que tienen algunautilidad. Nisi utile est id quod facimus, stulta est gloria , ha dichoBaglivio. ¿Adónde vamos nosotros, a ver, dígalo usted si lo sabe?

-A buscar a doña Ana, que estará... poniéndose perdida...

-¡Quiá perdida! ¿Cree usted que son tontos? De fijo están atecho... ¿Cree usted que han de estar papando... arañas y nadandocomo nosotros? Además, ¿no tienen pies para volverse a casa?¿No saben el camino? Dirá usted que les llevamos paraguas; ¿ypara qué sirven los paraguas?

El Magistral se puso colorado. En efecto, los paraguas noservían de nada en el bosque.

-Haga usted lo que quiera -dijo-, yo sigo.

-Eso es darme una lección -replicó don Víctor algo picado ycontinuando también la ascensión penosa.

-No, señor.

-Sí, señor; eso... es ser más papista que el Papa. Me parece amí que mi mujer me importa más a mí que a nadie... Y usted

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dispense este lenguaje..., pero, francamente, esto ha sido unaquijotada.

Quintanar comprendió que aquello era una insolencia, peroestaba furioso y no quiso recogerla.

El primer impulso de don Fermín fue descargar el puño delparaguas sobre la cabeza de aquel hombre que se le antojabaidiota en aquella ocasión; pero se contuvo por multitud deconsideraciones... y continuó subiendo en silencio.

A lo que iba, iba; todos aquellos insultos le sonaban como lesonarían a un náufrago los que le arrojasen desde tierra... Dosideas llevaba clavadas en el cerebro con clavos de fuego: Ubiirritatio ibi fluxus, decía una; y la otra: ¡estarán en la casa delleñador! No creía el Provisor en una Providencia que aprovechajuegos de la suerte, combinaciones de teatro para dar lecciones,pero supersticiosamente enlazaba el recuerdo de la mañana, de supaseo y conversación con Petra, con las escenas tambiéncampestres en que temía groseramente ver enredada a la Regenta.

« Ubi irritatio ibi fluxus! -iba pensando-; es verdad, esverdad..., he estado ciego..., la mujer siempre es mujer, la máspura... es mujer..., y yo fui un majadero desde el primer día... Yahora es tarde... y la perdí por completo. Y ese infame...»

Echó a correr monte arriba.

«¡Pero ese hombre está loco!», pensaba Quintanar, que leseguía jadeante, con un palmo de lengua colgando y a veintepasos otra vez.

El Magistral procuraba orientarse, recordar por dónde habíabajado pocas horas antes de la casa del leñador. Se perdía,confundía las señales, iba y venía... y don Víctor detrás,

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librándose de las arañas como de leones, de sus hilos como decadenas.

«Lo mejor es subir por la máxima pendiente, ella está hacia lomás alto..., pero arriba hay meseta, vaya usted a buscar...»

Se detuvo. Como si nada hubiera dicho don Víctor, con caraamable y voz dulce y suplicante advirtió:

-Señor Quintanar, si queremos dar con ellos tenemos quesepararnos; hágame usted el favor de subir por ahí, por laderecha...

Don Víctor se negó, pero el Magistral, insistiendo y conalusiones embozadas al miedo positivo de su compañero, logrópicar otra vez su amor propio y le obligó a torcer por la derecha.

Entonces, en cuanto se vio solo, De Pas subió corriendo cuantopodía, tropezando con troncos y zarzas, ramas caídas y ramaspendientes... Iba ciego; le daba el corazón, que reventaba decelos, de cólera, que iba a sorprender a don Álvaro y a la Regentaen coloquio amoroso cuando menos. «¿Por qué? ¿No era loprobable que estuvieran con ellos Paco, Joaquín, Visita, Obdulia ylos demás que habían subido al bosque?» No, no, gritaba elpresentimiento. Y razonaba diciendo: don Álvaro sabe mucho deestas aventuras, ya habrá él aprovechado la ocasión, ya se habrádado trazas para quedarse a solas con ella. Paco y Joaquín nohabrán puesto obstáculos, habrán procurado lo mismo paraquedarse con Obdulia y Edelmira, respectivamente. Visitación loshabrá ayudado. Bermúdez es un idiota..., de fijo están solos. Yvuelta a correr cuanto podía, tropezando sin cesar, arrastrando condificultad el balandrán empapado que pesaba arrobas, la sotanadesgarrada a trechos y cubierta de lodo y telarañas mojadas.También él llevaba la boca y los ojos envueltos en hilospegajosos, tenues, entremetidos.

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Llegó a lo más alto, a lo más espeso. Los truenos, todavíaformidables, retumbaban ya más lejos. Se había equivocado, noestaba hacia aquel lado la cabaña. Siguió hacia la derecha,separando con dificultad las espinas de cien plantas ariscas que lecerraban el paso. Al fin vio entre las ramas la caseta rústica...Alguien se movía dentro... Corrió como un loco, sin saber lo queiba a hacer si encontraba allí lo que esperaba..., dispuesto a matarsi era preciso..., ciego...

-¡Jinojo!, que me ha dado usted un susto... -gritó don Víctor,que descansaba allí dentro, sobre un banco rústico, mientrasretorcía con fuerza el sombrero flexible que chorreaba unacatarata de agua clara.

-¡No están! -dijo el Magistral sin pensar en la sospecha quepodían despertar su aspecto, su conducta, su voz trémula, todo loque delataba a voces su pasión, sus celos, su indignación demarido ultrajado, absurda en él.

Pero don Víctor también estaba preocupado. No le faltabamotivo.

-Mire usted lo que me he encontrado aquí -dijo, y sacó delbolsillo, entre dos dedos, una liga de seda roja con hebilla deplata.

-¿Qué es eso? -preguntó De Pas, sin poder ocultar su ansiedad.

-¡Una liga de mi mujer! -contestó aquel marido tranquilo comotal, pero sorprendido con el hallazgo por lo raro.

-¡Una liga de su mujer!

El Magistral abrió la boca estupefacto, admirando la estupidezde aquel hombre que aún no sospechaba nada.

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-Es decir -continuó Quintanar-, una liga que fue de mi mujer,pero que me consta que ya no es suya... Sé que no le sirven...desde que ha engordado con los aires de la aldea..., con la leche...,y que se las ha regalado a su doncella..., a Petra. De modo queesta liga... es de Petra. Petra ha estado aquí. Esto es lo que mepreocupa... ¿A qué ha venido Petra aquí... a perder las ligas? Poresto estoy preocupado, y he creído oportuno dar a usted estasexplicaciones... Al fin es de mi casa, está a mi servicio y meimporta su honra... Y estoy seguro, esta liga es de Petra.

Don Fermín estaba rojo de vergüenza, lo sentía él. Todoaquello, que había podido ser trágico, se había convertido en unaaventura cómica, ridícula, y el remordimiento de lo grotescoempezó a pincharle el cerebro con botonazos de jaqueca... Porfortuna, don Víctor, según observó también De Pas, no estabapara atender a la vergüenza de los demás, pensaba en la suya; sehabía puesto también muy colorado. Comprendió el Magistral porqué torcidos senderos conocía el ex-regente las ligas de su mujer.

También Quintanar tenía, además de vergüenza, celos.

No podía saber De Pas hasta qué punto había llegado ladebilidad de don Víctor, que se decía a sí mismo: «Probablementeeste clérigo, malicioso como todos, estará sospechando... lo queno ha habido».

Lo cierto era que don Víctor, al cabo, había cedido hasta ciertopunto a las insinuaciones de Petra.

Pero acordándose de lo que debía a su esposa, de lo que sedebía a sí mismo, de lo que debía a sus años, y de otra porción dedeudas, y sobre todo, por fatalidad de su destino que nunca lehabía permitido llevar a término natural cierta clase de empresas,era lo cierto que había retrocedido en aquel camino de perdicióndesde el día en que una tentativa de seducción se le frustó, por

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fingido pudor de la criada. «No había, en suma, llegado a serdueño de los encantos de su doncella, pero en aquellos primeros yúltimos escarceos amorosos había podido adquirir la convicciónde que la Regenta le había regalado a Petra unas ligas que elamante esposo le había regalado a ella».

«¿Por qué se le había ido la lengua delante del Magistral?»

«No podía explicárselo; los celos, si así podían llamarse, lehabían hecho hablar alto. Por lo demás, él despreciaba a la rubialúbrica en el fondo del alma... y sólo en un momento deexaltación... de la mente, había podido...»

La tempestad ya estaba lejos..., los árboles continuabanchorreando el agua de las nubes, pero el cielo empezaba a llenarsede azul.

Por decir algo, don Víctor dijo:

-Verá usted como esto repite a la noche... Por allá abajo vieneotro mal semblante..., mire usted por entre aquellas ramas...

Vamos a bajar antes que vuelva el agua -advirtió De Pas, quehubiera querido estar cinco estados bajo tierra.

Los dos se tenían miedo.

Los dos bajaron silenciosos, pensando en la liga de Petra.

Antes de llegar a la huerta se encontraron con Pepe el casero,que los llamó de lejos, entre los árboles.

-¡Don Víctor, don Víctor..., eh, don Víctor..., por aquí!

-¿Qué pasa? ¿Han parecido? ¿Alguna desgracia?

-¿Qué desgracia? No, señor, que los señoritos y las señoritasya estaban en casa muy tranquilos cuando ustedes estaríanllegando a mitad del monte... Apenas se han mojado... Yo salí, por

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orden de la señora Marquesa, en su busca apenas comenzó allover... Fui con el carro y el toldo encerado a la calleja de Arreo,donde sabía yo que el señorito Paco había de parecer, porqueaquél es el camino más corto y la casa de Chinto está allí, a loscuatro pasos... En casa de Chinto estaban todas las señoritas, queno se habían mojado apenas..., porque en el monte cuandoempieza el chaparrón se está como a techo... De modo que todosestán en casa muertos de risa, menos la señora doña Anita, queteme por usted y... por este señor cura...

-¿Pero y la señora Marquesa cómo no nos advirtió...?

-Pues si dice que le llamaba a usted a voces y que usted nohacía caso, y que ella le decía que ya había salido el carro...

Y Pepe se reía a carcajadas.

-No ha sido mala broma, je, je... Probecicos y da lástimaverles..., sobre todo este señor cura está hecho un eciomo ,perdonando la comparanza, es una sopa... Anda, anda, y cómo sele ha ponío too el melindrán este..., y la sotana parece un charco...

Tenía razón Pepe. De Pas y don Víctor se miraban y seencontraban aspecto de náufragos.

-Anden, anden, ángeles de Dios, que la mojadura puede llegara los huesos y darles un romantismo...

-Ya ha llegado, Pepe, ya ha llegado.

-La señorita Ana ya tié preparada ropa caliente pa usté y creoque no falta pa este señor cura; y si no, yo tengo una camisa finaque podría ponérsela una princesa...

El Magistral, en vez de entrar en la huerta por el postigo pordonde habían salido, dio vuelta a la muralla y entró en lascocheras, de donde hizo sacar su miserable berlina de alquiler.

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Don Víctor no le vio siquiera separarse de él. Tan absorto iba.

Encontró el Magistral al Marqués, que no quería dejarlemarchar en aquel estado...

-Pero si va usted a coger una pulmonía... Múdese usted... Ahíhabrá ropa...

No hubo modo de convencerle.

-Despídame usted de la Marquesa. En una carrera estoy en micasa...

Y dejó el Vivero, no tan a escape como él hubiera querido,sino a un trote falso que poco a poco se fue convirtiendo en unpaso menos que regular.

-Pero, hombre, castigue usted a ese animal -gritaba don Fermínal cochero-. Mire usted que voy calado hasta los huesos... yquiero llegar pronto a mi casa.

El cochero, ante la perspectiva de una propina, descargó dostremendos latigazos sobre los lomos del rocín, que vino a pagarasí la ira concentrada por tantas horas en el pecho del Provisor.Aquellos latigazos los hubiera descargado el canónigo de buengrado sobre el rostro de Mesía.

Cuando el miserable y desvencijado vehículo llegaba a lasprimeras casas de los arrabales de Vetusta, oscurecía. La noche,según había anunciado don Víctor, amenazaba con nuevatormenta. Todo el cielo se cubría de nubes pardas que seennegrecían poco a poco. Ya se veían relámpagos extensos en elhorizonte por Norte y Oeste, y de tarde en tarde zumbaba rodandoun trueno allá muy lejos.

Don Fermín llevaba el alma sofocada de hastío, de despreciode sí mismo. ¡Qué jornada!, pensaba, ¡qué jornada! No le quedaba

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ni el consuelo de compadecerse; merecido tenía todo aquello; elmundo era como el confesonario lo mostraba, un montón debasura; las pasiones nobles, grandes, sueños, aprensiones,hipocresía del vicio... Buena prueba era él mismo, que a pesar desentirse enamorado por modo angélico, caía una y otra vez engroseras aventuras, y satisfacía como un miserable los apetitosmás bajos. Y al fin Teresina... era de su casa, pero Petra era de laotra, de Ana. Ya no se disculpaba con los sofismas delmaquiavelismo, de la conveniencia de tener de su parte a lacriada. «Con unas cuantas monedas de oro hubiera conseguido lomismo». «¿Y don Víctor? Otro miserable y además un estúpidoque merecía cuanto mal le viniera encima, como él, como Ana lomerecía también, como lo merecía el mundo entero, que era unlodazal... ¡Oh, aquellos relámpagos debían quemar el mundoentero si se quería hacer justicia de una vez!»

Lo que más le irritaba era que su conciencia le envolvía a éltambién en el general desprecio... «Todo era pequeño, asqueroso,bajo..., y él como todo».

«¿Y lo que había dicho el médico? Ubi irritatio..., es decir,que Ana caería en brazos de don Álvaro..., ¡que era fatal aquellacaída...! Y tanto misticismo, y tanto hermano mayor del alma...,¿para qué había servido? Farsa, hipocresía, hipocresíainconsciente, como la propia, como la del universo entero...»

El Magistral daba diente con diente. El frío le hizo pensar en laropa; la ropa, en su madre.

«Esta es otra. ¿Qué va a decir al verme entrar así? Tendré queinventar una mentira. ¡Bah!, una más, ¿qué importa...? Y los otrosallá..., a sus anchas... Podrán, si quieren, cometer sus torpezasdelante del mismo idiota del marido... Oh, ¿quién es aquí elmarido? ¿Quién es aquí el ofendido? ¡Yo, yo!, que siento la

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ofensa, que la preveo, que la huelo en el aire..., no él, que no la veaun puesta delante de los ojos...»

Idea tuvo de arrojarse del coche, y a pie, a todo correr, volverfurioso al Vivero a sorprender «lo que el presentimiento le dabapor seguro, lo que no había pasado tal vez en el bosque, pero loque estaría pasando en la casa..., entre aquellos borrachosdisimulados y aquellas damas lascivas, locas y encubridoras...»

Un trueno que retumbó sobre Vetusta sirvió deacompañamiento a la cólera del canónigo.

-¡Eso!, ¡eso! -rugió mientras abría la portezuela y se apeabafrente a su casa-. ¡Esto sólo se arregla con rayos!

Y entró en su casa después de pagar al cochero.

Los rayos que quería le esperaban arriba dispuestos a estallarsobre su cabeza.

Cuando se acostó aquella noche pensaba que en su vida habíatenido tan formidable reyerta con su señora madre, ni había vistojamás a doña Paula ostentar mayores parches de sebo en lassienes.

Y al dormirse, la última idea que le perseguía, la que más leatormentaba con sus punzadas, era la del ridículo.

«¡Qué aventuras tan grotescas..., qué horrorosa ironía de locómico durante todo el día! Y... la culpa de todo la tenía la odiosa,la repugnante sotana...»

Los últimos pensamientos del Magistral fueron maldiciones.Pero a pesar de todo durmió, rendido por tanta fatiga.

Allá en el Vivero los convidados habían puesto a mal tiempobuena cara, y mientras en el palacio viejo los curas rurales, elMarqués y algunos otros señores de Vetusta jugaban al tresillo a

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primera hora y más tarde al monte, que llamaba el clero delcampo la santina, en la casa nueva todas las damas y loscaballeros que habían querido correr por los prados en la romeríaprocuraban divertirse como podían y se bailaba, se tocaba elpiano, se cantaba y se jugaba al escondite por toda la casa. Ya sesabía que al Vivero no se iba a otra cosa. Visitación, Obdulia yEdelmira también, eran las que conocían mejor los lugares másescondidos, dónde había puertas de escape y todo lo que exigíanaquellos juegos infantiles a que se entregaban, sin pensar en losmuchos años que tenían varias de aquellas personas tan alegres.

A don Víctor se le recibió en triunfo; triunfo burlesco.Algunos, Visita y Paco entre ellos, querían coronarlo, pero élprefirió correr a su cuarto para mudarse de pies a cabeza.

Entró con él la Regenta para ayudarle.

-¿Y don Fermín? -preguntó.

-Tu don Fermín es un botarate, hija mía, y perdona -contestóQuintanar de mal humor, mientras se mudaba los calcetines.

Y refirió a su mujer todo lo que les había sucedido, menos elhallazgo de la liga.

Ana convino en que De Pas había llevado la galantería a unextremo ridículo, sobre todo ridículo en un sacerdote.

-¿A quién le importará más mi mujer, a él o a mí? -repetía acada instante el marido, como supremo argumento contra elMagistral.

«Sí -pensaba Ana-, tiene razón don Álvaro, ese hombre... tienecelos, celos de amante..., y lo que ha hecho hoy ha sido unaimprudencia... Debo huir de él, tiene razón Álvaro».

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Mesía y Paco, en los días anteriores, habían venido variasveces al Vivero a caballo; Mesía había encontrado a la Regentaexpansiva, alegre, confiada; y sin hablar palabra de amor pudoconseguir que ella escuchase consejos que él juraba higiénicosprincipalmente.

«El misticismo era una exaltación nerviosa».

En eso andaba Ana también, asustada todavía con losrecuerdos de sus aprensiones.

«Además, el Magistral no era un místico; lo menos malo quese podía pensar de él era que se proponía ganar a las señoras decategoría para adquirir más y más influencia».

Cuando don Álvaro se atrevió a decir esto, ya sus confidenciashabían sido muy íntimas.

De amor no se hablaba; Mesía, aunque con trabajo, respetaba ala Regenta hasta el punto de no tocarle al pelo de la ropa. Ella selo agradecía y, como en tiempo antiguo, procuraba aturdirse, nopensar en los peligros de aquella amistad; y lo conseguía mejorque antes.

«Mi salud -pensaba- exige que yo sea como todas: basta parasiempre de cavilaciones y propósitos quijotescos y excesivos:quiero paz, quiero calma..., seré como todas. Mi honor nopadecerá..., pero los escrúpulos me volverían a la locura, a lasaprensiones horrorosas...»

Y temblaba recordando las tristezas y los terrores pasados.

La pasión, menos vocinglera que antes, subrepticia, seguíaminando el terreno, y a los pocos latidos de la concienciacontestaba con sofismas.

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Cuando Quintanar refirió los pasos imprudentes del Magistral,Ana sintió por un momento algo de odio. «¿Cómo? ¿Su mismoconfesor la comprometía? Si Víctor fuera otro, ¿no podría habersospechado o de don Álvaro o del canónigo mismo? ¿Pues noestaba bien claro que todo aquello eran celos? ¡No faltaba más!,¡qué horror!, ¡qué asco!, ¡amores con un clérigo!»

Y ahora sí que la imagen de don Álvaro se le presentabarisueña, elegante, fresca y viva. «Al fin aquello estaba dentro delas leyes naturales y sociales..., a lo menos era cosa menosrepugnante... menos ridícula; no, lo que es ridículo, nada..., ¡peroun canónigo...!»

Y le parecía que el pecado de querer a un Mesía era ya pocomenos que nada, sobre todo si servía para huir de los amores deun Magistral... «¿Pero qué se habría figurado aquel señor cura?»

No se acordaba la Regenta ahora de aquello del «hermanomayor del alma», ni de la leña que ella, sin mala intención, sinasomo de coquetería, había arrojado al fuego de que ahora seavergonzaba. La pasión, que ahora halagaba con su nueva vida,vencedora, próxima a estallar, le sugería sofisma tras sofisma paraencontrar repugnante, odiosa, criminal, la conducta del Provisor ynoble y caballeresca la de Mesía.

El cual, aquella misma mañana en el pozo lleno de yerba, antesen el patio de la iglesia, por las callejas, cuando venían detrás deltambor y de la gaita, en el bosque, después en el carro de Pepe,donde venían juntos, casi sentada ella encima de él, sin poderremediarlo; más tarde en el salón, en todas partes y en todo el díale había estado dejando ver que la adoraba, «pero no se lo habíadicho por respeto..., a fuerza de quererla tanto».

Y comparando proceder con proceder, Anita encontrabaabominable el del clérigo.

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Y le faltó tiempo para decírselo a don Álvaro.

En tono confidencial, que al lechuguino le supo a gloria, le fuediciendo, cuando pudo hablarle sin que los oyeran:

-¿Qué le parece a usted la conducta del Magistral?

¿Qué le había de parecer a don Álvaro? ¡Abominable! ¿Puesqué era lo que él, don Álvaro, tenía dicho? Que no había quefiarse del Provisor, etc., etc.

-Sí, Ana, está enamorado de usted, loco, loco..., eso se loconocí yo hace mucho tiempo..., porque..., porque...

Y Álvaro sonreía de un modo que lo decía todo perfectamente,y hasta con acompañamiento de una música dulcísima que laRegenta creía oír dentro de sus entrañas; una música que le salíade los ojos y de la boca..., «¡qué sabía ella!, pero aquello era unadelicia mucho más fuerte que todas las del misticismo».

Cuando hablaban así, como otros dos hermanos del alma ,empezaba la noche, retumbaban los truenos lejanos y vibraban enel cielo los relámpagos que a don Fermín le sorprendieron alentrar en Vetusta. Ana y Mesía estaban solos apoyados en elantepecho de la galería del primer piso, en una esquina de aquelcorredor de cristales que daba vuelta a toda la casa. La mayorparte de los convidados abajo, en el salón, se preparaban a volvera Vetusta, otros preferían aceptar la hospitalidad que losMarqueses les ofrecían en el Vivero por aquella noche. Todo eraabajo ruido, movimiento, órdenes confusas, broma, vacilaciones,unos que se quedaban y de repente preferían emprender el viaje,otros que se preparaban a ocupar un asiento en un coche y volvíana la casa, prefiriendo «dormir en el suelo aunque fuera».Ripamilán, desde luego, aceptó la cama que le ofreció laMarquesa «para él solo».

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-Vuelve la tormenta y yo no quiero bromas con la electricidad;me consta que la carrera de un coche atrae el rayo... Me quedo,me quedo.

Las baronesas prefirieron desafiar la tempestad. El barónquería más quedarse, pero tuvo que seguirlas. También se metióen el coche el gobernador, pero su esposa se quedó con losMarqueses. Bermúdez volvió a Vetusta; Visitación, Obdulia,Edelmira, Paco y Mesía se quedaban.

Mientras abajo se trataban a gritos y con idas y venidas tanarduas materias, Edelmira, Obdulia, Visita, Paco y Joaquíncorrían como locos por el corredor del primer piso. Visitaciónestaba un poco borracha, no tanto por lo que había bebido comopor lo que había alborotado; Obdulia decía que tenía un clavo enla sien: había bebido mucho más, pero el torbellino del baile, lasemociones fuertes del escondite la mantenían en pie firme de puroexcitada. Edelmira, maestra ya en el arte de divertirse al estilo dela casa de sus tíos, estaba como una amapola y reía y gozaba conestrépito; su alegría era comunicativa y simpática. Paco lapellizcaba sin compasión y ella despedazaba los brazos de Paco;Joaquín Orgaz, que había conseguido aquella tarde algunasventajas positivas en el amor siempre efímero de Obdulia,pellizcaba también; y había carreras, tropezones, voces, aprietos,saltos, sustos, sorpresas. Ahora, mientras Ana y Álvaro hablabanasomados a la galería, sin miedo al agua que les salpicaba elrostro ni a los relámpagos que rasgaban el horizonte negroenfrente de sus ojos, los demás, en la oscuridad del corredorestrecho jugaban a un juego de niños que se llamaba en Vetusta elcachipote , y que consiste en esconder un pañuelo convertido enlátigo y buscarlo por las señas conocidas de: frío y caliente. Elque lo encuentra corre detrás de los otros a latigazos hasta llegar ala madre. Este juego inocente daba ocasión a multitud de sabrosos

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incidentes entre aquellos jugadores todos malicia. A menudo dosmanos, una de hembra y otra de varón, buscaban en el mismoagujero el cachipote; los que corrían se atropellaban, y la verdadhistórica exige que se declare, por más que parezca inverosímil,que muy a menudo aquellos chicos que corrían como locos todosjuntos por la estrecha galería huyendo del látigo, caían al suelo enconfuso montón, mientras el zurriago les medía las espaldas.

Y mientras abajo sonaba el ruido confuso y gárrulo de lasdespedidas y preparativos de marcha, y detrás el estrépito de losque corrían en la galería, y allá en el cielo, de tarde en tarde, elbramido del trueno, la Regenta, sin notar las gotas de agua en elrostro, o encontrando deliciosa aquella frescura, oía por laprimera vez de su vida una declaración de amor apasionada perorespetuosa, discreta, toda idealismo, llena de salvedades yeufemismos que las circunstancias y el estado de Ana exigían, conlo cual crecía su encanto, irresistible para aquella mujer quesentía las emociones de los quince años al frisar con los treinta.

No tenía valor, ni aun deseo, de mandar a don Álvaro que secallase, que se reportase, que mirase quién era ella. «Bastante lomiraba, bastante se contenía para lo mucho que aseguraba sentir ysentiría de fijo».

«No, no, que no calle, que hable toda la vida», decía el almaentera. Y Ana, encendida la mejilla, cerca de la cual hablaba elpresidente del Casino, no pensaba en tal instante ni en que ella eracasada, ni en que había sido mística , ni siquiera en que habíamaridos y Magistrales en el mundo. Se sentía caer en un abismode flores. Aquello era caer, sí, pero caer al cielo.

Para lo único que le quedaba un poco de conciencia, fuera delo presente, era para comparar las delicias que estaba gozando conlas que había encontrado en la meditación religiosa. En esta

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última había un esfuerzo doloroso, una frialdad abstracta y enrigor algo enfermizo, una exaltación malsana; y en lo que estabapasando ahora ella era pasiva, no había esfuerzo, no habíafrialdad, no había más que placer, salud, fuerza, nada deabstracción, nada de tener que figurarse algo ausente, deliciapositiva, tangible, inmediata, dicha sin reserva, sin trascender anada más que a la esperanza de que durase eternamente. «No, porallí no se iba a la locura».

Don Álvaro estaba elocuente; no pedía nada, ni siquiera unarespuesta; es más, lloraba, sin llorar por supuesto, «de puragratitud, sólo porque le oían». «¡Había callado tanto tiempo!¿Que había mil preocupaciones, millones de obstáculos que seoponían a su felicidad? Ya lo sabía él; pero él no pedía más quelástima, y la dicha de que le dejaran hablar, de hacerse oír y de noser tenido por un libertino vulgar, necio, que era lo que el vulgoestúpido había querido hacer de él».

Siempre le había gustado mucho a Ana que llamasen al vulgoestúpido; para ella la señal de la distinción espiritual estaba en eldesprecio del vulgo, de los vetustenses. Tenía la Regenta estedefecto, tal vez heredado de su padre: que para distinguirse de lamasa de los creyentes, necesitaba recurrir a la teoría hoy muygeneralizada del vulgo idiota , de la bestialidad humana, etc., etc.

Por fortuna, don Álvaro sabía perfectamente manejar esteresorte: era él capaz de despreciar, llegado el caso, al mismo soldel mediodía si se oponía a sus pasiones. «Todo era preocupación,pequeñez de ánimo... Pero, ¿tenía él derecho para que Anasiguiera sus ideas y despreciase las maliciosas y groserasaprensiones del vulgo? Oh, no; ya sabía que la letra estaba contraél... Al fin, ¿qué era él? Un hombre que hablaba de amor a unaseñora que era de otro ante los hombres... Ya lo sabía, sí; noexigía que Ana se hiciese superior a tantas tradiciones, leyes y

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costumbres, lugares comunes y rutinas como le condenaban; claroque había en el mundo mujeres, virtuosas como las que más, queya sabían a qué atenerse respecto de la letra de la ley moral quecondenaba aquel amor de Mesía; pero ¿podía él pedir a Ana,educada por fanáticos, que había pasado su juventud en un pueblocomo Vetusta, podía pedirla que se dignase siquiera alentar supasión con una esperanza? Oh, no; demasiado sabía que no...bastaba con que le oyera. ¡Cuántos años había estado sin quereroírle! ¡Y lo que él había padecido...! Pero, en fin, de esto ya nohabía que acordarse. El dolor había sido infinito..., infinito...,pero todo lo compensaba la felicidad de aquel momento. CallabaAna, oía..., ¿pues qué más dicha podía él ambicionar...?»

A la luz de un relámpago, la Regenta vio los ojos de Álvarobrillantes y envueltos en humedad de lágrimas.

También tenía las mejillas húmedas... Ella no pensó que estopodía ser agua del cielo.

«¡Estaba llorando aquel hombre..., el hombre más hermoso queella había visto, el compañero de sus sueños, el que debió haberlosido de su vida...!»

«Pero ¿por qué hablaba de agradecimiento? ¿Porque ella no leinterrumpía? ¡Si él supiera..., si él supiera que no podía nihablar...!»

Ana sentía un placer puramente material , pensaba ella, enaquel sitio de sus entrañas que no era el vientre ni el corazón, sinoen el medio. Sí, el placer era puramente material, pero suintensidad le hacía grandioso, sublime. «Cuando se gozaba tanto,debía de haber derecho a gozar».

Cuando Álvaro, creyendo bastante cargada la mina, suplicóque se le dijera algo, por ejemplo, si se le perdonaba aquella

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declaración, si se le quería mal, si se había puesto en ridículo..., sise burlaba de él, etc., Ana, separándose del roce de aquel brazoque la abrasaba, con un mohín de niña, pero sin asomo decoquetería, arisca, como un animal débil y montaraz herido, sequejó..., se quejó con un sonido gutural, hondo, mimoso, devíctima noble, suave. Fue su quejido como un estertor de la virtudque expiraba en aquel espíritu solitario hasta entonces.

Y se alejó de Álvaro, llamó a Visita..., la abrazó nerviosa ydijo, pudiendo al fin hablar:

-¿A qué jugáis, locos...?

-Ahora ya a nada... Jugábamos al cachipote, pero Paco yEdelmira están allá en la esquina del otro frente disputando sobrequién tiene más fuerza, si ella o él... Ven, ven, verás qué puños losde Edelmira.

En la más oscura de las galerías, en un rincón, amontonadosestaban los demás compañeros de broma; Edelmira y Pacoespalda con espalda, como se baila a veces la muñeira, sobre todoen el teatro, medían sus fuerzas... Paco resistía con dificultad elempuje violento de su prima, que, gozando lo que ella y el diablosabían, se incrustaba en la carne de su primo, más blanda que lasuya, empeñada en vencerle y hacerle andar hacia adelantemientras ella andaba hacia atrás. Al cabo, Edelmira venció, yPaco, silbado por los presentes, propuso luchar de frente, con lasmanos apoyadas en los hombros del contrario. Así se hizo y estavez venció Paco.

Joaquín propuso la misma lucha a Obdulia; Visita se atrevió amedir con la Regenta sus fuerzas. Joaquín y Ana vencieron. Adon Álvaro, que no tenía con quién luchar, se le vino a lamemoria la escena del columpio en que le venció el maldito DePas... «Pero ahora le tenía debajo de los pies».

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«Más valía maña que fuerza».

Siguieron los ejercicios corporales; el ruido del agua, la luz delos relámpagos, los truenos lejanos, la oscuridad ambiente, losvapores de la comida, la estrechez del corredor, todo los animaba,los arrojaba a la alegría aldeana, a los juegos brutales de lalascivia subrepticia, moderados en ellos por instintos de laeducación. Pero volvieron los pellizcos, los gritos, los puñetazosde las mujeres en la cabeza de los varones. Ana jamás habíaasistido a escenas semejantes; ella y don Álvaro no tomaban parteactiva en la broma al principio, pero al fin le tocó a la Regentaalgún pellizco, ninguno de Mesía, a éste varios de Obdulia yVisita, y, sin pensarlo, Ana en la general contienda más de unavez sintió su espalda oprimida por la de Álvaro, y aunque huía elcontacto delicioso, de un sabor especial, en cuanto lo notaba, elcontacto volvía, y Ana iba sintiendo emociones extrañas, nuevasdel todo, una inquietud alarmante, sofocaciones repentinas y unaespecie de sed de todo el cuerpo que hasta le quitaba laconciencia de cuanto no fuese aquel rincón oscuro, estrecho,donde cantaban, reían, saltaban... Como una música lejana,dulcísima en su suavidad, recordaba todos los pormenores de ladeclaración amorosa de Mesía...

Fatigados con tanto movimiento y alardes de fuerza, choques yexcitaciones vanas, Paco y Joaquín, antes que Edelmira, Obduliay Visita, dejaron de correr y enredar, y muy serios, con lamelancolía del cansancio, se pusieron a contemplar la luna queapareció en el horizonte como una linterna en el campo de batallade las nubes, que yacían desgarradas por el cielo.

Paco, con regular voz de barítono, cantó pedazos de Favorita yde Sonámbula y Joaquín salió por malagueñas, como él decía; ensu voz había una tristeza que contrastaba con la alegría que lebrillaba en los ojos, clavados en los de Obdulia, quien aquella

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noche se había propuesto dar el premio de sus favores, no elprincipal, al género flamenco. Por fortuna, Joaquín se conformabacon el accesit.

Don Víctor, que se aburría abajo, oyó cantar el Spirto gentil ysubió. Le daba ahora por la música. Cantar óperas a su modo y oírcantar a los que afinaban más que él era su delicia por aquellatemporada, y si todo esto se hacía a la luz de la luna, miel sobrehojuelas.

Todos en un grupo, respirando el fresco de la noche,contemplando la luna que salía por la bóveda desgarrando jironesde nubes de forma caprichosa, cantaban a la vez o por turno yhablaban en voz baja, como respetando la majestad de lanaturaleza dormida, con languidez del cuerpo y del alma.

Don Víctor era más soñador que ninguno de los presentes. Seacercó a Mesía, consiguió entablar conversación particular con él,y como encontró a su amigo más atento que nunca, más cordial,más afectuoso, no tardó en abrirle el alma de par en par.

Cuando ya los otros se habían cansado de la luna y de lasóperas y las malagueñas, don Víctor, que había comido bien ymerendado con frecuentes libaciones, seguía abriendo el pechoante la atención de Mesía; atención muda, intachable.

-Mire usted -decía el viejo-, yo no sé cómo soy, pero sincreerme un Tenorio, siempre he sido afortunado en mis tentativasamorosas; pocas veces las mujeres con quien me he atrevido a seraudaz han tomado a mal mis demasías..., pero debo decirlo todo:no sé por qué tibieza o encogimiento de carácter, por frialdad dela sangre o por lo que sea, la mayor parte de mis aventuras se hanquedado a medio camino... No tengo el don de la constancia.

-Pues es indispensable.

La Regenta

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-Ya lo veo; pero no lo tengo. Mis pasiones son fuegos fatuos;he tenido más de diez mujeres medio rendidas... y muy pocas, talvez ninguna puedo decir que haya sido mía, lo que se llama mía...Sin ir más lejos...

Don Víctor, en el seno de la amistad, seguro de que Mesíahabía de ser un pozo, le refirió las persecuciones de que habíasido víctima, las provocaciones lascivas de Petra; y confesó que alfin, después de resistir mucho tiempo, años, como un José...,habíase cegado en un momento... y había jugado el todo por eltodo. Pero nada, lo de siempre; bastó que la muchacha opusiera laresistencia que el fingido pudor exigía para que él, seguro devencer, enfriara, cejase en su descabellado propósito,contentándose con pequeños favores y con el conocimiento exactode la hermosura que ya no había de poseer.

Y de una en otra vino a declarar el hallazgo de la liga, aunquesin decir que había sido de su mujer. Le parecía una debilidadindigna de un marido «de mundo» regalarle ligas a su señora.Pidió consejo a Mesía respecto de su conducta futura con Petra.

-¿Debo despedirla?

-¿Tiene usted celos?

-No, señor; yo no soy el perro del hortelano..., aunque he deconfesar que algo me disgustó en el primer momento el descubriraquella prueba de su liviandad.

-Pero ¿está usted seguro de que la liga es de Petra?

-Ah, sí; estoy absolutamente seguro.

Y siguió Quintanar hablando, hablando, sin trazas de dejarlo.

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La alcoba en que dormían Ana y don Víctor tenía una ventanaa la galería precisamente del lado en que estaban conversando losdos amigos.

La Regenta abrió de repente las vidrieras y llamó a su marido.

-Pero, Víctor, ¿no te acuestas hoy?

Los dos amigos se volvieron.

Quintanar tenía los ojos inflamados y las mejillas encendidas...Sus confidencias le habían rejuvenecido...

-¿Pero qué hora es, hija mía?

-Muy tarde... Ya sabes que en la aldea nos recogemostemprano. Los Marqueses ya están recogidos. Ahora mismo acabade llamar la Marquesa a Edelmira, que duerme en su cuarto.

-Bobadas de mamá -dijo Paco de mal humor, apareciendo porun extremo de la galería. Edelmira prefería dormir con Obdulia,como es natural..., y ahora doña Rufina la hacía acostarse en sumisma alcoba-. Bobadas... Tonterías de mamá.

-Buena está Obdulia para dormir con nadie -dijo Visita, quevenía del cuarto contiguo al de Ana.

-¿Pues qué tiene?

-Yo creo que una mica , una borrachera de mil cosas, de ruido,de fatiga y hasta de vino..., qué sé yo; ello es que está en la camadando ayes y dice que allí no se acuesta nadie, que quiere dormirsola..., yo me voy junto a ella; voy a poner mi cama al lado de lasuya... Buenas noches...

Y acercándose a la ventana sujetó a la Regenta por loshombros, le habló al oído, le llenó de besos estrepitosos la cara ycorrió a su cuarto, haciendo antes una mueca de conmiseración

La Regenta

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burlesca a Joaquinito Orgaz que, cabizbajo y tristón, rondaba porlos pasillos.

-Vamos, vamos, ya ves que todos se retiran. Víctor, a la cama.

Ana sonreía, hermosa y fresca con su traje sencillo de la horade acostarse.

-¿Y ustedes? -dijo Quintanar.

-Nosotros -respondió Paco- nos hemos quedado sin camaporque a la señora gobernadora le dio el capricho de tener miedoa los truenos y quedarse a dormir...

-¿De modo...? -preguntó Ana risueña.

-Que dormiremos en un sofá.

-Vaya, vaya, pues buenas noches.

-Espera un poco, tonta, mira qué buena noche está... Hablemosaquí un poco...

-Yo no tengo sueño; tiene razón Paco; hablemos -dijo donVíctor, que había entrado en su cuarto y se había puesto laszapatillas y el gorro de borla de oro.

-¿Cómo hablar?, no, señor..., a la cama...

Y Ana, coqueta sin querer, amenazó graciosa, provocativa, concerrar las ventanas y las contraventanas...

Mesía con un mohín le suplicó que esperase...

Y hablando en tono confidencial, comentando los sucesos deldía, las bromas, los juegos, estuvieron a la luz de la luna cerca deuna hora todavía; Ana y su marido, dentro, Paco, Joaquín yÁlvaro, en la galería...

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Don Víctor estaba en sus glorias. Ver a su Anita alegre,expansiva, y allí, cerca del propio lecho, a los amigos jóvenes encuya compañía se sentía él joven también, ¿qué mayor dicha? Nila sombra de una sospecha se le asomaba al alma al noble ex-regente. Ya todo era silencio en la casa, todos dormían, y sólo enaquel rincón de la galería, junto a aquella ventana abierta había elruido suave de un cuchicheo. Hablaban a veces dos o tres a untiempo, pero todos en voz baja, que parecía dar más intimidad einterés a lo que se decían. Ana esquivaba unas veces las miradasde don Álvaro, que fumaba apoyando un codo muy cerca de losde Anita, también reclinada sobre el antepecho. Otras veces, lasmás, los ojos se clavaban en los ojos y sin que nadie pudieraremediarlo se decían amores, cada vez más elocuentes.

Álvaro, de tarde en tarde, miraba de soslayo y con envidia ycodicia al interior de la alcoba... Ana sorprendió alguna deaquellas miradas rápidas y compadeció al enamorado galán, sintomar a mal su curiosidad indiscreta.

Don Víctor no llevaba traza de poner fin al palique y Anamisma se creyó en el caso de decir:

-Vaya, vaya..., hasta mañana; Víctor, adentro, adentro.

Y cerró las vidrieras en las narices de Álvaro y de los pollos.Paco y Joaquín desaparecieron en lo oscuro del corredor.Quintanar ya estaba de espaldas, allá en el fondo de la alcoba, enmangas de camisa. Don Álvaro no se movía; y vio a la Regentadetrás de los cristales, cerrando pausadamente las maderas; y ellaen medio, en el hueco de luz, mirándole seria, dulce..., y después,cuando ya sólo quedaba un intersticio, le miró risueña, juguetona.Volvió a abrir otro poco... y volvió a verle todo el rostro.

-Adiós, adiós, dormir bien -dijo Ana detrás de las vidrieras; ycerró las contraventanas de golpe y corrió el pestillo.

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Como la romería de San Pedro hubo muchas durante el mes dejulio por los alrededores del Vivero. A casi todas asistieron losMarqueses y sus amigos. Quintanar y señora esperaban a los deVetusta en la quinta; y unas veces a pie, otras en coche, seemprendía la marcha, se recorría aquellas aldeas pintorescas, seoían aquellos cánticos, monótonos, pero siempre agradables,dulces y melancólicos de la danza indígena, y se volvía aloscurecer, comiendo avellanas y cantando, entre labriegos ycampesinas retozonas, confundidos señores y colonos en unamezcla que enternecía a don Víctor, el cual decía: «Vea usted, sise pudieran realizar la igualdad y la fraternidad... no había cosamejor ni más poética».

Mesía y Paco no faltaban ni a una de estas excursiones; pero,además, solían visitar a la Regenta cada tres o cuatro días. Aveces Ana y Quintanar, después de comer, a eso de las cuatro dela tarde, salían a la carretera de Santianes a esperar a sus amigos.La soledad le iba pesando un poco a don Víctor y aquellas visitaslas agradecía en el alma. Ana al divisar allá lejos, en el extremode la cinta larga y estrecha de carretera las siluetas de los dospoderosos caballos blancos de Mesía y Vegallana, sentía un placerque se le antojaba infantil... y se ponía nerviosa de ansiedad, quecrecía según se acercaban los bultos y se aclaraban las figuras decaballos y jinetes.

Ni Visitación ni Paco se atrevían ya nunca a decir nada a donÁlvaro alusivo a sus pretensiones amorosas: le dejaban hacer;conocían en la cara de gloria del Tenorio que esperaba el triunfo,que tal vez lo estaba tocando, y comprendían que el pudor, lavergüenza, mejor dicho, exigía un silencio absoluto respecto delcaso. Don Álvaro agradecía «la delicadeza» de sus cómplices ycallaba también, tranquilo y satisfecho.

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A fines del mes comenzó la dispersión general; todos los quetenían cuatro cuartos, y muchos que no los tenían, dejaron lacapital y buscaron la frescura de la playa.

Don Víctor, loco de contento, salió del Vivero con su mujer ycon Petra y se instaló en el puerto mejor de la provincia, LaCosta, villa floreciente más rica que Vetusta, emporio del cabotajey vestida muy a la moda. Otros años Quintanar pasaba el mes deagosto en Palomares, adonde iban también Visita, Obdulia yalguna vez los Marqueses y Mesía.

-¡Dos años hace que no he veraneado! -decía Quintanar, alegrecomo un chiquillo.

La Regenta prefirió La Costa a Palomares porque el Magistralhabía suplicado que no se fuera a baños, y que si el médico loexigía que por lo menos no se fuera a Palomares. No quiso Anacontradecir este deseo del confesor y transigió.

«Iremos a La Costa», dijo en la carta en que contestó a donFermín. Tenía éste pésima idea de los efectos morales de losbaños de todo el Cantábrico, y especialmente de los baños dePalomares. La mayor parte de los penitentes volvían de aquelpueblo de pesca con la conciencia llena de pecadillos que, sitratándose de otros casi le hacían sonreír, en la Regenta lehubieran hecho muy poca gracia.

Comprendía don Fermín que su influencia iba disminuyendo,que la fe de Ana se entibiaba y en cambio crecía la desconfianzaen ella; y como perder del todo a su Regenta era idea que leasustaba, dando tormento al orgullo, a los celos, hacía de tripascorazón, fingía no ver, y mantenía su poder espiritual claudicante«con puntales de tolerancia y estribos de paciencia». La ira ladesahogaba sobre el Obispo y con la curia eclesiástica. Cada vezera su poder mayor y más cruel su tiranía. Las ventajas de don

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Álvaro en el ánimo de Ana las pagaba el clero parroquial, aquelclero que Foja decía respetar tanto.

También Ana prefería aquel modus vivendi ; no quería volver alas andadas, temía que viniesen la compasión y losremordimientos y las aprensiones a molestarla y al fin hacerlacaer enferma, si por completo rompía con el Provisor.

«Me conozco -pensaba-; sé que, después de todo, le tengocierto cariño, y si abandonase su amistad, una voz insufrible mehabía de estar gritando siempre en favor suyo. Mejor es esto; yaque él disimula, y finge no ver este cambio, y ya no se quejacomo al principio, dejémoslo todo así; quiero paz, paz, no másbatallas aquí dentro».

Don Álvaro, en el tono confidencial que había adoptadodespués de su declaración, había venido a indicar vagamente queno convenía irritar a don Fermín, que él le creía capaz de hacerdaño siempre de un modo o de otro. Ana, aunque Álvaro no seatrevía a ser muy explícito en este particular, comprendía lo quesu amigo, nuevo hermano , quería decir y aprobaba su prudencia.

Por todo lo cual pudo el Provisor atreverse a insinuar aqueldeseo que en otro tiempo hubiera sido impuesto en un decreto sinexposición de motivos.

Ana fue a La Costa. Mesía, por disimular, pasó cinco días enPalomares, después se corrió a San Sebastián, y el día de NuestraSeñora de agosto se presentó en La Costa, en un vapor de Bilbao,nuevo y reluciente.

A don Víctor le gustaba mucho, por una temporada, la vida defonda. Se había instalado en la más lujosa, de más movimiento yruido, situada en el muelle. Allá se fue también Mesía,accediendo a los ruegos de su amigo el ex-regente.

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Veinte días después volvían los tres juntos a Vetusta; Benítezfelicitó a la Regenta por su notable mejoría; ahora sí que estaba lasalud asegurada; ¡qué color!, ¡qué morbidez!, ¡qué sólidamenterobusta volvía!

A don Víctor se le caía la baba. «¡Oh, el mar, si no hay comoel mar, y la mesa redonda, y la casa de baños, y los paseos por elmuelle, y los conciertos al aire libre... y los teatros y circos!»¡Qué contento estaba con la vida Quintanar! Su mujer era unajoya; la más hermosa de la provincia, como había sido siempre,pero además ahora suya, completamente suya, y de un humornuevo, alegre, activo, como el que Dios le había otorgado a él...

-¿Y yo?, ¿eh?, ¿qué tal vengo yo, señor Benítez?

-Magnífico, magnífico también; hecho un pollo.

-¡Ya lo creo!

-¿Y este galápago? Este galápago que ya va siendo viejo, ¿quétal? -Y daba palmaditas en la espalda de Mesía-. Éste sí queparece un chiquillo.

Y volviéndose a Frígilis que estaba presente, algo triste ydesmejorado, añadía Quintanar:

-En cambio tú vas a escape para Villavieja... Y eso que tantotono sabes darte con tu higiene, y tu vida de árbol secular. No, loque es al siglo no llegas, carcamal...

Y abrazaba y daba palmadas en la espalda también a su Frígilispara que no tuviera celos de Mesía. Quintanar era feliz; queríaque lo fueran todos los suyos, su mujer, sus criados, y los amigos,hasta los conocidos, el mundo entero.

Si Mesía le preguntaba en broma:

-¿Qué tal Kempis? ¿Qué dice de esto Kempis?

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El otro contestaba:

-¿Quién? ¡Qué Kempis ni qué ocho cuartos...! Voy a hacerobras en el caserón. Voy a blanquear el patio y los pasillos, aempapelar el comedor y picar la piedra de la fachada. Veránustedes qué hermosa queda la piedra amarillenta después que lapiquemos. No quiero oscuridad, no quiero negruras, no quierotristezas.

Mesía había convencido a la Regenta de que don Víctor, enrigor, venía a ser una cosa así... como un padre. Siempre habíapensado ella algo por el estilo.

Sin embargo, se le debía el honor; y a pesar de tanta intimidad,de aquel amor confesado implícitamente, Ana podía decir que donÁlvaro no había puesto sus labios en aquella piel con cuyocontacto soñaba de fijo.

Mesía no se daba prisa. «Aquella casada no era como otras;había que conquistarla como a una virgen; en rigor él era suprimer amor y los ataques brutales la hubieran asustado, lehubieran robado mil ilusiones. Además a él también lerejuvenecía aquella situación de amor platónico, de intimidaddulcísima en que sólo él hablaba de amor con la boca y amboscon los ojos, la sonrisa y todo lo demás que era mudo y no eradeshonesto y grosero».

«Así como así el verano siempre le tenía un poco lánguido ydesmadejado. Calculaba él, con aquella frivolidad afectada ynatural al mismo tiempo de materialista práctico, calculaba queallá para el invierno él se sentiría fuerte como un roble y laRegenta estaría suave y dócil como una malva. Además, unabarbaridad podía, si no echarlo todo a perder, retrasar las cosas,darles un giro menos picante y sabroso que el que llevaban. Ellodiría, ello diría y no había de tardar».

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Y en tanto la vida era una delicia. El maduro don Juan que,como él decía, était déjà sur le retour , se sentía transformado porla juventud y la pasión vehemente y soñadora de Anita. Norecordaba don Álvaro haber deseado tanto a una mujer ni habergozado con los amores platónicos, según él llamaba a todos los noconsumados, como estaba gozando entonces.

La Regenta cayendo, cayendo era feliz; sentía el mareo de lacaída en las entrañas, pero si algunos días al despertar en vez depensamientos alegres encontraba, entre un poco de bilis, ideastristes, algo como un remordimiento, pronto se curaba con lanueva metafísica naturalista que ella, sin darse cuenta de ello,había creado a última hora para satisfacer su afán invencible dellevar siempre a la abstracción, a las generalidades, los sucesos desu vida.

Pero la misma Ana, tan dada a cavilaciones, tenía poco tiempopara ellas. Toda la vida era diversión, excursiones, comidasalegres, teatros, paseos. Entre la casa de los Marqueses y la deQuintanar se había establecido una especie de convivencia de queparticipaban Obdulia, Visita, Álvaro, Joaquín y algunos otrosamigos íntimos.

Se iba al Vivero muy a menudo; se corría por el bosque, por lagalería que rodeaba la casa, por la huerta, por la orilla del río.Todos parecían cómplices. Obdulia y Visita adoraban a laRegenta, eran esclavas de sus caprichos, se la comían a besos;juraban que eran felices viéndola tan tratable, tan humanizada. Yjamás una alusión picaresca, ni una pregunta indiscreta, ni unasorpresa importuna. Nadie hablaba allí del peligro que sóloignoraba Quintanar. Muchas veces, cuando una tormenta como lade San Pedro descargaba sobre el Vivero, se quedaba allí toda lacomitiva a pasar la noche. Ana se encontraba, sin buscarlo, perosin esquivar las ocasiones, en contacto con Álvaro, apretada

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contra él en coches, palcos, bailes, bosques, muchas veces cadasemana.

Un día de noviembre, de los pocos buenos del Veranillo de SanMartín, se emprendió la última excursión, por aquel año, alVivero.

La alegría era extremada, nerviosa. Aquellos chicos, comoseguía llamándolos Ripamilán, también expedicionario a pesar delos años, aquellos chicos que tenían en la quinta de Vegallana losmejores recuerdos de sus juegos alegres, se despedían con pesarde aquel rincón de sus primaveras y sus otoños. Querían saborearhasta la última gota de alegría loca en la libertad del campo, enlas confidencias secretas y picantes del bosque. Jamás Visita hizola niña de mejor buena fe, jamás Obdulia consintió a Joaquín mástonterías , según su vocabulario lleno de eufemismos; Edelmira yPaco hicieron unas paces rotas ocho días antes; hasta los viejoscantaron, bailaron un minué y corrieron por el bosque; don Víctorhizo diabluras y se cayó al río, pretendiendo saltarlo de un brincopor cierto paraje estrecho.

Ana y Álvaro, al darse la mano por la mañana, al subir alcoche, se encontraron en la piel y en la sangre impresionesnuevas. La noche anterior Álvaro había dicho que él se queríamorir. No pedía nada, pero se quería morir. Ana en todo el caminode Vetusta al Vivero no dijo más que esto, y bajo, al oído deÁlvaro: «Hoy es el último día».

Después de comer, a todos los amantes del Vivero les preocupóla idea de que la tarde sería muy corta. Joaquín y Obdulia sabíanque todo el mundo era patria: «¡pero como allí!» Edelmira y Pacosuspiraban también por sus escondites de la quinta, que iban adejar muy pronto... Antes del último arranque de locura, de lasúltimas carreras por el bosque y de la última alegría hubo un

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cuarto de hora de melancolía... de cansancio mezclado de tristeza.La tarde iba a ser corta y la última. Visita se sentó al piano y tocóla polka de Salacia, un baile fantástico de gran espectáculo que serepresentaba aquellas noches en Vetusta. Salacia , la hija del mar,sacaba a sus hermanas del océano y no se sabe por qué a lasbacantes a bailar en la playa una danza infernal; Ana recordó laimpresión que aquella polka había causado en sus sentidos...«¡Las bacantes! Asia... los tirsos; la piel de tigre de Baco». Anasabía mucho de estos recuerdos mitológicos y pronto había dejadode ver el pobre aparato escénico del teatro de Vetusta y lasbailarinas prosaicas y no todas bien formadas, para trasladarse ala imaginada región de Oriente donde su fantasía, a mediasilustrada, veía bosques misteriosos, carreras frenéticas de lasbacantes enloquecidas por la música estridente y por laslibaciones de perpetua orgía, al aire libre. ¡La bacante!, la fanáticade la naturaleza, ebria de los juegos de su vida lozana y salvaje; elplacer sin tregua, el placer sin medida, sin miedo; aquella carreradesenfrenada por los campos libres, saltando abismos, cayendocon delicia en lo desconocido, en el peligro incierto de precipiciosy enramadas traidoras y exuberantes... Mientras Visita recordabade mala manera en el piano aquella humilde polka de Salacia , quetenía de bueno lo que tenía de copia, la Regenta dejaba bailar ensu cerebro todos aquellos fantasmas de sus lecturas, de sus sueñosy de su pasión irritada.

De pronto se le antojó mirar una Ilustración que estaba sobreun centro de sala. «La última flor», decía la leyenda de ungrabado en que clavó Ana los ojos. En un jardín, en otoño, unamujer hermosa, de unos treinta años, aspiraba con frenesí yoprimía contra su rostro una flor... la última...

-¡Ea, ea, al monte! -gritó en aquel momento Obdulia desde lahuerta-, ¡al monte, al monte!, a despedirse de los árboles...

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Visitación azotó con fuerza las teclas violentando el compás desu polka... y en seguida cerró el piano con ímpetu:

-¡Al monte!, ¡al monte! -gritaron de arriba y de abajo.

Y salieron por el postigo a despedirse de robles, encinas,espinos, zarzas, helechos, y de la yerba fresca y verde de laotoñada.

Aquella noche se prolongó la fiesta en Vetusta; era ladespedida del buen tiempo; el invierno iba a volver, el diluvioestaba a la puerta... Y se improvisó una cena para todos aquellosseñores. Muchos a las doce, después de bailar y cantar yalborotar, ya tenían apetito; se había comido temprano; otros nohicieron más que probar golosinas y beber. Como la noche sehabía quedado tan serena y templada que parecía de las primerasde septiembre, se cenó en la estufa nueva que se inauguró en estedía; era grande, alta, confortable, construida por modelo de París.Don Álvaro, inteligente en la materia, dijo que se parecía, enpequeño, a la de la princesa Matilde. ¡Cómo envidió Obduliaaquel dato! Y sintió orgullo. ¡Un hombre que había sido suamante podía hablar de la serre de la princesa Matilde!

Se cenó allí. En el salón amarillo, donde se había bailadodespués de volver a Vetusta, mediante algunos tertulios derefresco, se apagaban solas las velas de esperma, en loscandelabros, corriéndose por culpa del viento que dejaba pasar unbalcón abierto. Los criados no habían apagado más que la arañade cristal. Las sillas estaban en desorden; sobre la alfombrayacían dos o tres libros, pedazos de papel, barro del Vivero, hojasde flores, y una rota de Begonia, como un pedazo de brocadoviejo. Parecía el salón fatigado. Las figuras de los cromos finos yprovocativos de la Marquesa reían con sus posturas de falsagracia violentas y amaneradas. Todo era allí ausencia de

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honestidad; los muebles sin orden, en posturas inusitadas,parecían amotinados, amenazando contar a los sordos lo quesabían y callaban tantos años hacía. El sofá de ancho asientoamarillo, más prudente y con más experiencia que todo, callaba,conservando su puesto.

Una ráfaga de viento apagó la última luz que alumbraba elcuadro solitario. El reloj de la catedral dio las doce. Se abrió lapuerta del salón y pasaron dos bultos. Las pisadas las apagó enseguida la alfombra. Por toda claridad la poca de la calle,producto de la luna nueva y de un farol de enfrente, adulación delmunicipio nuevo a la casa del Marqués. Al abrirse la puerta seoyó a lo lejos el ruido de la servidumbre en la cocina; carcajadasy el run, run de una guitarra tañida con timidez y cierto respeto alos amos; este rumor se mezclaba con otro más apagado, el quevenía de la huerta, atravesaba los cristales de la estufa y llegaba alsalón como murmullo de un barrio populoso lejano.

Los dos bultos eran Mesía y Quintanar, que ebrio deconfidencias perseguía a su amigo íntimo con el relato de lasaventuras de su juventud, allá en la Almunia de don Godino.

Don Álvaro se dejó caer en el sofá, soñoliento y soñador; nooía a don Víctor, oía la voz del deseo ardiente, brutal, que gritaba:«¡Hoy, hoy, ahora, aquí, aquí mismo!»

Y en tanto el ex-regente, a quien aquellas sombras del salón yaquella discreta luz del farol de enfrente y del cuarto de lunaparecían muy a propósito para confesar sus picardías eróticas,continuaba el relato, para decir de cuando en cuando, a manera deestribillo:

-¡Pero qué fatalidad! ¿Cree usted que por fin la hice mía?,¡pues, no señor!, pásmese usted... Lo de siempre, me faltó laconstancia, la decisión, el entusiasmo... y me quedé a media miel,

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amigo mío. No sé qué es esto; siempre sucede lo mismo... en elmomento crítico me falta el valor... y estoy por decir que eldeseo...

Una vez, al repetir esta canción don Víctor, a Mesía se leantojó atender; oyó lo de quedarse a media miel, lo de faltarle elvalor... y con suprema resolución, casi con ira pensó:

«Este idiota me está avergonzando, sin saberlo... Ya que él loquiere, que sea... Esta noche se acaba esto... Y si puedo, aquímismo...»

Poco después, los dos amigos, cansado hasta el mismo donVíctor de confesiones, volvieron a la mesa, donde reinaba la dulcefraternidad de las buenas digestiones después de las cenasgrandiosas. No estaba allí Anita.

Salió Álvaro sin ser visto, por lo menos sin que nadie pensaraen si salía o no, y entró de nuevo en el caserón. En la cocinaseguía la algazara. Lo demás todo era silencio. Volvió al salón.No había nadie. «No podía ser». Entró en el gabinete de laMarquesa... Tampoco vio entre las sombras ningún cuerpohumano. Todo era sillas y butacas. Sobre ellas ningún bulto demujer. «No podía ser». Con aquella fe en sus corazonadas, que eratoda su religión, Álvaro buscó más en lo oscuro... llegó al balcónentornado; lo abrió...

-¡Ana!

-¡Jesús!

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Capítulo XIX

«El día de Navidad venga usted a comer el pavo con nosotros.Me lo han mandado de León lleno de nueces. Será cosa exquisita.Además, tengo vino de mi tierra, un Valdiñón que se masca...»

Mesía no faltó a su promesa, y el día de Navidad comió en elcaserón de los Ozores. El salón estaba ahora empapelado de azuly oro a cuadros; la gran chimenea churrigueresca se habíaconservado con sus ondulantes sirenas de abultado seno de yeso.Don Víctor se contentó con pintar de un blanco gris discreto ,como él decía, todas aquellas cornisas, volutas, acantos, escociasy hojarasca.

A los postres, el amo de la casa se quedó pensativo. Seguía conla mirada disimuladamente las idas y venidas de Petra, que servíaa la mesa. Después del café pudo notar don Álvaro que su amigoestaba impaciente. Desde aquel verano, desde que habían vividojuntos en la fonda de La Costa, don Víctor se había acostumbradoa la comensalía de don Álvaro; le encontraba a la mesa másdecidor y simpático que en ninguna otra parte y le convidaba acomer a menudo. Pero otras veces, después de charlar cuantoquería, Quintanar solía levantarse, dar una vuelta por el Parque,vestirse, siempre cantando, y dejar así media hora larga solos aAnita y a su amigo. Y ahora no, no se movía. Ana y Álvaro semiraban, preguntándose con los ojos qué novedad sería aquélla.

La Regenta se inclinó un instante para recoger una servilletadel suelo, y don Víctor hizo a Mesía una seña que quería decirclaramente:

«Me estorba ésa; si se fuera... hablaríamos».

Mesía encogió los hombros.

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Cuando Ana levantó la cabeza sonriendo a don Álvaro, éste,sin verlo Quintanar, apuntó a la puerta sin mover más que losojos.

Ana salió en seguida.

-¡Gracias a Dios! -dijo su marido, respirando con fuerza-. Creíque no se marchaba hoy esa muchacha.

Ni siquiera recordaba que otras veces quien se marchaba eraél.

-Ahora podremos hablar.

-Usted dirá -respondió tranquilamente Álvaro, chupando suhabano y tapándose la cara con el humo, según su costumbre deenturbiar el aire cuando le convenía.

«¿Qué tripa se le habrá roto a éste?», pensó con un vagorecelo, que no se explicaba siquiera.

Don Víctor acercó su silla a la del otro, y tomó el tono de lasgrandes revelaciones.

-Actualmente -dijo- todo me sonríe. Soy feliz en mi hogar, noentro ni salgo en la vida pública; ya no temo la invasiónabsorbente de la Iglesia, cuya influencia deletérea... pero esaPetra me parece que me quiere dar un disgusto.

Movimiento de sobresalto en Mesía.

-Explíquese usted. ¿Ha vuelto usted a las andadas?

-He vuelto y no he vuelto... Quiero decir... ha habidoescarceos... explicaciones... treguas, promesas de respetar... lo queesa grandísima tunanta no quiere que le respeten... en suma: ellaestá picada porque yo prefiero la tranquilidad de mi hogar, lapureza de mi lecho, de mi tálamo... como si dijéramos, a la

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satisfacción de efímeros placeres... ¿Me entiende usted? Fingeque se alborota por defender su honor que, en resumidas cuentas,aquí nadie se atreve a amenazar seriamente, y lo que en rigor lairrita, es mi frialdad...

-¿Pero qué hace? Vamos a ver...

-Mire usted, Álvaro, por nada de este mundo daría yo undisgusto a mi Anita, que es ahora modelo de esposas; siempre fuebuena, pero antes tenía sus caprichos, ya recuerda usted...

-Sí, sí... al grano.

-Ahora la pobrecita coincide con mis gustos en todo. Por aquí,digo, y por aquí se va. Hasta le ha pasado aquella exaltación unpoco selvática, aquel amor excesivo a los placeres bucólicos,aquella exclusiva preocupación de la salud al aire libre, delejercicio, de la higiene en suma... Todos los extremos son malos,y Benítez me tenía dicho que la verdadera curación de Anavendría cuando se la viese menos atenta a la salud de su cuerpo,sin volver, ni por pienso, al cuidado excesivo y loco de su alma.¡Aquello era lo peor!

-Pero... no me dice usted...

-Allá voy; Ana vive ahora en un equilibrio que es garantía dela salud por la que tanto tiempo hemos suspirado; ya no haynervios, quiero decir, ya no nos da aquellos sustos; no tiene jamásveleidades de santa, ni me llena la casa de sotanas... en fin, esotra, y la paz que ahora disfruto no quiero perderla a ningúnprecio. Ahora bien... Petra... puede y creo que quierecomprometernos.

-Pero vamos a ver, ¿qué hace Petra?

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-Comprometer la paz de esta casa; temo que quiere dominarnosprevaliéndose de mi situación falsa, falsísima... lo confieso. ¿Nocomprende usted que para Ana tendría que ser un golpe terriblecualquier revelación de esa... ramerilla hipócrita?

-¿Pero qué sucede, señor?, ¡hable usted claro y pronto! -gritóMesía impaciente, más interesado en el asunto de lo que su amigopodía suponer.

-Más bajo, Álvaro, más bajo. ¿Qué sucede? Mucho. Petra sabeque yo quiero evitar a toda costa un disgusto a mi mujer, porquetemo que cualquier crisis nerviosa lo echase todo a rodar yvolviéramos a las andadas. Un desengaño, mi escasa fidelidaddescubierta, de fijo la volvería a sus antiguas cavilaciones, a sudesprecio del mundo, buscaría consuelo en la religión y ahíteníamos al señor Magistral otra vez... ¡Antes que eso, cualquieracosa! Es preciso evitar a toda costa que Ana sepa que yo, enmomento de ceguera intelectual y sensual, fui capaz de solicitarlos favores de esa scortum, como las llama don Saturnino.

-Pero ¿por qué ha de saber Ana eso? Si, después de todo, nohay nada que saber...

-Sí; lo que hay basta para clavarle un puñal a la pobrecita. Laconozco yo... Y sobre todo, si Petra dice lo que hay, mi esposapensará lo demás, lo que no hay.

-¿Pero Petra...? Acabe usted. ¿Ha dicho algo? ¿Ha amenazadocon decir...?

-Esa es la cuestión. Habla gordo, es insolente, trabaja poco, noadmite riñas y aspira a ponerse en un pie de igualdad absurdo...

-Absurdo...

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-Y la infame ¿con quién creerá usted que está más altiva, mássoberbia, más insolente? ¿Conmigo? Eso parecería lo natural.¡Pues no señor, con Ana...! ¡Pásmese usted, con Ana...!

Desde la nube de humo en que estaba envuelto, don Álvarocontestó:

-¡Ya se comprende... quiere hacerle a usted la forzosa; tal vezcelos!

-Eso digo yo... «Sufre que tu mujer oiga insolencias a la quequisiste hacer tu concubina... o se lo cuento todo». Este es ellenguaje de la conducta de esa meretriz solapada. Ahora bien: unconsejo; solución; ¿qué hago?, ¿sufrir en silencio? Absurdo.Además, puede acabársele la paciencia a Anita, que si haaguantado hasta ahora es por lo mucho que le queda de cuandofue casi santa... Pero si Ana se incomoda, si sospecha... si... ¡tristede mí!

-Calma, hombre, calma.

-¿Qué hacemos, Álvaro, qué hacemos?

-Es muy sencillo.

-¡Sencillo!

-Sí, hay que echar a Petra de esta casa.

Don Víctor saltó en su silla.

-Eso es cortar el nudo...

-Pues no hay más solución. Echarla.

Don Víctor expuso las dificultades y los peligros del remedio,pero don Álvaro prometió allanarlo todo. «Él sabía cómo setrataba a esta gente. Daba la casualidad feliz de que en la fonda enque él vivía como niño mimado hacía tantos años, se necesitaba

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una muchacha para servir a los huéspedes. Petra era que nipintada para el caso; a ella la halagaría la proposición; se la haríael mismo don Álvaro, y si por caso extraño resistía, él sabríaamenazarla de suerte que...», etc., etc. En fin, don Víctor lo dejóen manos de su amigo y se fue al Casino, algo más tranquilo.

-¿Usted se queda a preparar el terreno, eh?

-Sí, hombre, a arreglarlo todo.

En cuanto don Víctor cerró de un golpe la puerta de laescalera, Ana entró asustada en el comedor. Iba a hablar, perollegó Petra a recoger el servicio del café y calló fingiendo leer ElLábaro. Salió la doncella y Ana dijo:

-¿Qué hay, Álvaro...?

-Hay, que ya no te queda pretexto para negarme que venga denoche.

-No te entiendo...

-Petra marcha de esta casa. Adiós espías.

-¡Petra!, ¿que marcha Petra?

-Sí, él me ha encargado de despedirla; dice que es insolente,que te trata mal...

-¡Dios mío!, ¿ha notado él...?

-Sí, boba, pero no te asustes... él lo toma... por donde noquema...

Mesía explicó a la Regenta el caso. La había enterado de todoy de mucho más. Las tentativas del mísero don Víctor eran para laRegenta, gracias a las calumnias de Álvaro, delitos consumados.Pero ella no atribuía a esto la insolencia de la criada; temía quehubiese descubierto sus amores con Mesía y que aquella soberbia,

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aquel desafío constante de sus miradas, de sus sonrisas y de susgestos fuese amenaza de revelar a don Víctor su secreto.

-Ya ves como no era lo que tú temías, aprensiva... Es muyposible, probable que la pobre chica no sospeche nada, que suatrevimiento no sea más que una amenaza al amo...

Ana se ruborizó. Todo aquello le repugnaba. «¡Aquel marido aquien ella había sacrificado lo mejor de la vida, no sólo era unmaníaco, un hombre frío para ella, insustancial, sino queperseguía a las criadas de noche por los pasillos, las sorprendía ensu cuarto, les veía las ligas...! ¡Qué asco! No eran celos, ¿cómohabían de ser celos? Era asco; y una especie de remordimientoretrospectivo por haber sacrificado a semejante hombre la vida.Sí, la vida, que era la juventud».

«Álvaro -seguía pensando Ana- había hecho mal en revelarleaquellas miserias, en hacer traición a Quintanar, por indigno queéste fuera, y sobre todo en avergonzarla a ella con las aventurasridículas y repugnantes del viejo». Pero como tenía empeño enlimpiar de toda culpa a su Mesía, a su señor, al hombre a quien sehabía entregado en cuerpo y en alma por toda la vida , según ella,pronto le disculpaba, reflexionando que el pobre Álvaro hacíaaquello por amor, por arrojar del pensamiento de su Ana todoescrúpulo, todo miramiento que pudiera atarla al viejo que habíahecho de lo mejor de su vida un desierto de tristeza.

«Tampoco le agradaba a Anita ver a su Álvaro metido enaquellos cuidados domésticos de despedir criadas; y menosencontrarle tan experto en el asunto; todo aquello, de puroprosaico y bajo, era repugnante, pero ¿qué remedio? Álvaro lohacía por ella, por gozar tranquilamente de aquella felicidad quetantos años de martirio le había costado...»

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Estos y todos los demás lunares que en Mesía le obligaba adescubrir de poco acá el endiablado espíritu de análisis, caminode la locura según ella, procuraba Ana convertirlos en otras tantasestrellas luminosas de pura hermosura. Si alguna vez lesobrecogía la ida de perder a don Álvaro, temblaba horrorizada,como en otro tiempo cuando temía perder a Jesús.

Las primeras palabras de amor que Ana, ya vencida, se atrevióa murmurar con voz apasionada y tierna al oído de su vencedor,no el día de la rendición, mucho después, fueron para pedirle eljuramento de la constancia...

«Para siempre, Álvaro, para siempre, júramelo; si no es parasiempre, esto es un bochorno, es un crimen infame, villano...»

Mesía había jurado, y seguía jurando todos los días, unaeternidad de amores.

La idea de la soledad después de aquello, le parecía a laRegenta más horrorosa que en un tiempo se le antojara la imagendel Infierno.

Con amor se podía vivir donde quiera, como quiera, sin pensarmás que en el amor mismo...; pero sin él... volverían losfantasmas negros que ella a veces sentía rebullir allá en el fondode su cabeza, como si asomaran en un horizonte muy lejano, cualprimeras sombras de una noche eterna, vacía, espantosa. Anasentía que acabarse el amor, aquella pasión absorbente, fuerte,nueva, que gozaba por la primera vez en la vida, sería para ellacomenzar la locura.

«Sí, Álvaro; si tú me dejaras me volvería loca de fijo; tengomiedo a mi cerebro cuando estoy sin ti, cuando no pienso en ti.Contigo no pienso más que en quererte».

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Esto solía decir ella en brazos de su amante, gozando sinhipocresía, sin la timidez, que fue al principio real, grande,molesta para Mesía, pero que al desaparecer no dejó en su lugarfingimiento. Ana se entregaba al amor para sentir con toda lavehemencia de su temperamento, y con una especie de furor quegroseramente llamaba Mesía, para sí, hambre atrasada.

Él estuvo el primer mes asustado. Si los primeros díasrenegaba del miedo, de la ignorancia y de los escrúpulos(absurdos en una mujer casada de treinta años , según la filosofíadel Presidente del Casino), pronto vio tan colmada la medida desus deseos, que llegó a inquietarle «otro aspecto» de sus amores.Nunca había sido más feliz. ¿Quería satisfacer el amor propio aquien la edad empezaba a dar algunos disgustos? Pues Ana, lamujer más hermosa de Vetusta, le adoraba; y le adoraba por él,por su persona, por su cuerpo, por el físico . Muchas veces, si a élle daba por hablar largo y tendido, ella le tapaba la boca con lamano y le decía en éxtasis de amor: «No hables». Mesía noechaba esto a mala parte; también él reconocía que lo mejor eracallar, dejarse adorar por buen mozo. ¿Quería satisfacer caprichosde la carne ahíta, gozar delicias delicadas de los sentidos? Pues lamisma ignorancia de Ana y la fuerza de su pasión y lascircunstancias de su vida anterior y las condiciones de sutemperamento y la de su hermosura facilitaban estos alambicadosgoces del gallo, corrido y gastado, pero capaz de morir de placersin miedo. Y a pesar de tanta felicidad, Mesía estaba intranquilo.

-Está usted desmejorado -le decía Somoza.

-Cuidado -repetía Visitación.

Y él mismo notaba que su rostro perdía la lozana aparienciaque había recobrado en aquellos meses de buena vida, de ejercicio

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y abstinencia que él, prudentemente, había observado antes de darel ataque decisivo a la fortaleza de la Regenta.

Sí, sentía que dentro de su cuerpo había algo que hacía crac decuando en cuando. Había polilla por allá dentro. Y lo que él temíano era la enfermedad por la enfermedad, la vejez por la vejez; no;era buen soldado del amor, héroe del placer, sabría morir en elcampo de batalla. Su inquietud era por otro motivo. Morir, bueno;pero decaer y decaer en presencia de Ana era horroroso; eraridículo y era infame. Sí; él faltaba a su juramento envejeciendo,perdiendo fuerzas. Recordaba con escalofríos épocas pasadas enque decadencias pasajeras, producidas por excesos de placer, lehabían obligado a recurrir a expedientes bochornosos, buenospara referirlos entre carcajadas en el Casino, a última hora, aPaco, a Joaquín y demás trasnochadores, para referirlos despuésde pasados, cuando el vigor volvía y ya las trazas cómicas no erannecesarias; pero expedientes odiosos como la miseria y susengaños. Aquel fingir juventud, virilidad, constancia en el amorcorporal, parecíale a don Álvaro semejante a los recursos de lapobreza ostentosa que describe Quevedo en el Gran Tacaño. Éltambién había sido más de una vez, después de pródigo, el GranTacaño del amor... Pero las trazas antiguas serían imposiblesahora, si llegara el caso de necesitarlas... «No, antes huir opegarse un tiro. Ana, la pobre Ana, tenía derecho a una juventudeterna e inagotable». Pero estas ideas tristes, aprensiones de laedad, venían de tarde en tarde; lo más del tiempo, semejanteinquietud dejaba libre al Tenorio vetustense gozando de aquellosamores que reputaba la gloria más alta de su vida. Por su parte seconfesaba todo lo enamorado que él podía estarlo de quien nofuese don Álvaro Mesía. Después del Presidente del Casinoningún ser de la tierra le parecía más digno de adoración que sudócil Ana, su Ana frenética de amor, como él había esperado

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siempre aun en los días de mayor apartamiento. Don Álvaro no seconfesaba a sí mismo que había habido un tiempo en que perdierala esperanza de vencer a la Regenta. ¡La tenía ahora tan vencida!

Mejor que nunca lo conoció cuando hubo que dar la granbatalla para trasladar al caserón de los Ozores el nido del amoradúltero. Ana se opuso, lloró, suplicó... «no, no; eso no, Álvaro,por Dios no, eso nunca». Y resistió muchos días a las súplicas delamante que se quejaba de lo poco y deprisa y sin comodidad quegozaba de su amor. Casi siempre se veían en casa de Vegallana;allí eran sus cariños furtivos, precipitados; pero el reposadodominio de horas y horas de voluptuosa intimidad no era posibleconseguirlo, si no se buscaba lugar menos expuesto a sobresaltos,intermitencias y disimulos. Ana se negaba a acudir a un rincón deamores que Álvaro prometía buscar; el mismo Álvaro confesabaque era difícil encontrar semejante rincón seguro en un pueblo tanatrasado como Vetusta. Además, el lugar que él pudieraencontrar, al cabo tenía que parecerle repugnante a ella; y comoen Ana la imaginación influía tanto, el desprecio del alberguepodía llevarla a la repugnancia del adulterio... No había másremedio que tomar por asilo el caserón de los Ozores. Era lo másseguro, lo más tranquilo, lo más cómodo. Comprendía Álvaro losescrúpulos de Ana, pero se propuso vencerlos y los venció. Sinembargo, si los obstáculos del orden puramente moral, losescrúpulos místicos, como se decía Álvaro con frase tan impropiacomo horriblemente grosera, se dejaron a un lado, a fuerza depasión, los inconvenientes materiales, las precauciones del miedoopusieron dificultades de más importancia. A don Álvaro se leocurría que sin tener de su parte a una criada, a la doncella mejor,era todo, si no imposible, muy difícil; pero ni siquiera se atrevió aproponer a Anita su idea; la vio siempre desconfiada, mostrandoantipatía mal oculta hacia Petra, y comprendió además que era

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muy nueva la Regenta en esta clase de aventuras, para llegar alcinismo de ampararse de domésticas, y menos sabiendo de ellasque eran solicitadas por su marido.

Pero otra cosa era conquistar a la criada sin que lo supiera elama. ¿No era Petra muy tentada de la risa? La aventura de la ligay otras de que él tenía noticia ¿no probaban que era muy fácilinteresar en su favor a aquella muchacha? Sí. Y dicho y hecho. Enausencia de Ana y de don Víctor, detrás de la puerta, en lospasillos, donde podía, don Álvaro comenzó el ataque de Petra,que se rindió mucho más pronto de lo que él esperaba. Pero habíaun inconveniente muy grave. A la chica se le ocurrió ser, ofingirse, desinteresada, preferir los locos juegos del amor a laspropinas, ofrecer sus servicios, con discretísimas medias palabrasy buenas obras, a cambio de un cariño que Mesía no estaba encircunstancias de prodigar. «¡Pobre Ana, qué sabía ella de todasestas complicaciones!» No sabía tampoco don Álvaro tanto comoél creía. Ignoraba por ejemplo que Petra podía permitirse el lujode servirle bien a él sin pensar en el interés, sin más pago que eldel amor con que el gallo vetustense ya no podía ser manirroto:no era Petra enemiga del vil metal, ni la ambición de mejorar desuerte y hasta de esfera, como ella sabía decir, era floja pasión ensu alma, concupiscente de arriba abajo; pero en Mesía no buscabaella esto; le quería por buen mozo, por burlarse a su modo delama, a quien aborrecía «por hipócrita, por guapetona y pororgullosa»; le quería por vanidad, y en cuanto a servirle en lo queél deseaba, también a ella le convenía por satisfacer su pasiónfavorita, después de la lujuria acaso, por satisfacer sus venganzas.Vengábase protegiendo ahora los amores de Mesía y Ana, «delidiota de don Víctor» que se ponía a comprometer a lasmuchachas sin saber de la misa la media; vengábase de la mismaRegenta que caía, caía, gracias a ella, en un agujero sin fondo,

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que estaba, sin saberlo la hipocritona, en poder de su criada, lacual el día que le conviniese podía descubrirlo todo. Tenía entresus uñas a la señora ¿qué más quería ella? Todas las nochespasaba unas cuantas horas, la honra y tal vez la vida del amo,pendiente de un hilo que tenía ella, Petra, en la mano, y si ellaquería, si a ella se le antojaba, ¡zas!, todo se aplastaba derepente... ardía el mundo. Y como si esto en vez de un placer, envez de una gloria fuese para Petra una carga, un trabajo, el mejormozo de Vetusta le pagaba el servicio con amores de señorito queeran los que ella había saboreado siempre con más delicia, por uninstinto de señorío que siempre la había dominado. Pero ademásgozaba de otra venganza más suculenta que todas éstas laendiablada moza. ¿Y el Magistral? El Magistral la había queridoengañar, la había hecho suya; ella se había entregado creyendopasar en seguida a la plaza que más envidiaba en Vetusta, la deTeresina. Petra sabía lo bien que colocaba doña Paula a todas lasque eran por algún tiempo doncellas en su casa. Teresina, a quienesperaba para muy pronto una colocación de señorona allá encierta administración de bienes del amo, casada con un buenmozo, Teresina la había enterado de lo que ella no había podidoobservar y adivinar, le había abierto los ojos y llenado la boca deagua; Petra comprendía que la casa del Magistral era el caminomás seguro para llegar a casarse y ser señora o poco menos... Laocasión había llegado; después de la romería de San Pedro creíaella que todo era cuestión de semanas, de esperar unaoportunidad; Teresina saldría pronto bien colocada y entraría ellaen su puesto... Pero no fue así; el Magistral no volvió a solicitar aPetra; cuando tuvo que hablarla, no fue para asuntos que a elladirectamente le importasen, fue... ¡qué vergüenza!, paracomprarla como espía. Cierto es que el Provisor le prometió paramuy pronto la plaza de Teresina, con todas las ventajas que suamiga disfrutaba e iba a disfrutar; pero de todas suertes a ella se

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la había engañado; o mejor, se había engañado ella, pero esto noquería reconocerlo la orgullosa rubia. Era el caso que, en suopinión, el Magistral era amante de doña Ana hacía muchotiempo, y que la escena del bosque del Vivero la interpretó lavanidad de la criada como una victoria de su belleza que habíahecho caer en pecado de inconstancia al canónigo. Creyó Petraque don Fermín la quería a ella ahora después de haber querido asu ama. Caprichos así había visto ella muchos. Cuando seconvenció de que don Fermín, por mucho que disimulase, estabaenamorado como un loco de la Regenta, furioso de celos, y de queno había sido su amante ni con cien leguas, y de que a ella, aPetra, sólo la había querido por instrumento, la ira, la envidia, lasoberbia, la lujuria se sublevaron dentro de ella saltando comosierpes; pero las acalló por de pronto, disimuló, y por entoncessólo dio satisfacción a la avaricia. Aceptó las proposiciones delcanónigo. Ella entraría en casa de don Fermín el día que fuesenecesario salir del caserón de los Ozores, pero entre tantoprestaría allí sus servicios bien pagada, mejor pagada de lo quepodía pensar. El canónigo sabría todo lo que pasaba; si doña Anarecibía visitas, quién entraba cuando no estaba don Víctor o sequedaba después de salir el amo, etc., etc.

Petra prometió decir todo lo que hubiera. Fingió no recordarsiquiera ciertas promesas de otro orden que a don Fermín se lehabían escapado en el calor de la improvisación en aquelladichosa mañana del Vivero, de que estaba avergonzado. Cuandovio don Fermín a Petra tan propicia para servirle por dinero, sintiómás y más haber comenzado por el camino absurdo, vergonzosode una seducción... ridícula. Aquella aventura que le recordaba lasde antaño, le sonrojaba ahora, porque contradecía en cierto modoaquel andamiaje de sofismas con que se explicaba su pasión por laRegenta. «El amor purísimo que yo tengo, todo lo disculpa».

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«¿Pero ese amor se aviene con aventuras como la del bosque?Claro que no», le decía la conciencia. Por eso le repugnaba Petraahora. Pero no había más remedio que valerse de ella.

Petra era feliz en aquella vida de intrigas complicadas de queella sola tenía el cabo. Por ahora a quien servía con lealtad era aMesía; éste pagaba en amor, aunque era algo remiso para el pago,y ella le ayudaba cuanto podía, porque ayudarle era satisfacer lospropios deseos; hundir al ama, tenerla en un puño, y burlarsesangrientamente del idiota del amo y del indino del canónigo.Para más adelante se reservaba la astuta moza el derecho devender a don Álvaro y ayudar a su señor, al que pagaba, al quehabía de hacerla a ella señorona, a don Fermín. ¿Cuándo había deser esto? Ello diría. Si don Álvaro no se portaba bien, podíaocurrir el caso, llegar la oportunidad; si ella se cansaba, o siTeresina dejaba la plaza y por miedo de que otra la ocupase leconvenía correr a ella, también podía convenir echarlo a rodartodo. Entretanto don Fermín no sabía por Petra nada más quenoticias vagas, suficientes para tenerle toda la vida sobre espinas,para hacerle vivir como un loco furioso que tenía además eltormento de disimular sus furores delante del mundo, y de doñaPaula singularmente.

De modo que si don Álvaro podía decir con razón: «¡PobreAna, que no sabe nada de esto!», también Petra podía exclamar:«¡Pobre don Álvaro, que no sabe ni la cuarta parte de lo que tantole importa!»

El presidente del Casino de Vetusta no tuvo inconveniente enengañar a la Regenta. Era, según él, muy justo respetar losescrúpulos de aquella adúltera primeriza (otra frase grosera delseductor), que no podía avenirse a tomar por encubridora a Petra;pero también era equitativo que él, sin decírselo a doña Ana,fingiendo desconfiar también de la doncella, aprovechase los

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servicios de ésta, preciosos en tales circunstancias. La cuestiónera entrar todas las noches en la habitación de la Regenta por elbalcón. Esto se decía pronto, pero hacerlo ofrecía seriasdificultades. ¿Adónde daba el balcón del tocador? Al parque.¿Cómo se podía entrar en el parque? Por la puerta. ¿Pero quiéntenía la llave de la puerta? Una, Frígilis; con ésta no había quecontar. ¿Y la otra? Don Víctor. Ésta podía sustraérsele, pero Petradijo que a tanto no se comprometía, que aquello de andar llavesen el ajo era delicado y podía comprometerla. Lo mejor era que elseñorito saltase por la pared. Justamente don Álvaro tenía laspiernas muy largas. De esta manera la comedia se representabamejor; segura doña Ana de que don Álvaro saltaba por el muro,no podía sospechar tan fácilmente que tenía cómplices dentro decasa. Después llegar bajo el balcón, trepar por la reja del pisobajo y encaramarse en la barandilla de hierro era cosa fácil paratan buen mozo.

Todo esto lo hacía don Álvaro sin la ayuda directa, inmediatade Petra, y doña Ana encontraba así muy verosímil todo lo que suamante decía de su industria para entrar en el cuarto de ella. Paralo que servía Petra era para vigilar, para evitar que don Álvaropudiera ser sorprendido al entrar o al salir, y para darse talestrazas que doña Ana creyese que ella, la doncella, no había estadodurante toda la noche en circunstancias de poder notar lapresencia del amante. Estaba además allí para dar el grito dealarma si llegaba el caso, y para combinar las horas. En elservicio de Petra había algo de la responsabilidad de un jefe deestación de ferrocarril. Don Álvaro sabía, porque don Víctor se lohabía confesado, que el ex-regente y Frígilis, en cuanto llegaba eltiempo, salían de caza mucho más temprano de lo que Ana creía.Petra era la encargada de despertar al amo, porque Anselmo sedormía sin falta y no cumplía su cometido: Frígilis llegaba al

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parque a la hora convenida, ladraba... y bajaba don Víctor. Llegóa quejarse don Tomás de que sus ladridos no siempre despertabanal amo ni a la doncella, de que se le hacía esperar mucho tiempo,y para evitar reyertas y plantones, se acordó que Crespo yQuintanar acudiesen al parque a la misma hora sin necesidad deladrar a nadie. Para mayor seguridad don Víctor compró un relojdespertador que sonaba como un terremoto y con este avisoautomático, como él decía, acudió en adelante a la hora señaladapara la cita. Casi todas las mañanas Quintanar y Crespo llegabanal Parque a la misma hora. El tren que los llevaba a las marismasy montes de Palomares salía este año un poco más tarde y nonecesitaban levantarse antes de ser de día.

Todo esto necesitó saber don Álvaro para no exponerse a unchoque en la vía con Frígilis o con el mismísimo don Víctor. Estemismo, sin saber lo que hacía, le enteró de sus horas de salida; ylo demás que necesitaba saber de los pormenores se lo refirióPetra. Así pues, no había miedo. Lo de saltar la tapia ofrecióalgunas dificultades; pero una noche, por la parte de fuera en lasolitaria calleja de Traslacerca, el Tenorio preparó removiendopiedras y quitando cal, dos o tres estribos muy disimulados en elmuro, hacia la esquina; hizo también con disimulo fingidas grietaso resquicios que le permitieron apoyarse y ayudar la ascensión, yquedó así vencido el principal obstáculo. Por la parte de dentrotodo fue como coser y cantar. Un tonel viejo, arrimado aldescuido a la pared, y los restos de una espaldera, fueronescalones suficientes, sin que nadie pudiese notarlo, para subir ybajar don Álvaro por la parte del parque con toda la prisa quepudieran aconsejar las circunstancias. Aquella escaleradisimulada, la comparaba don Álvaro con esas cajas de cerillasque ostentan la popular leyenda, ¿dónde está la pastora?, ¿dónde

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estaba la escala? Después de verla una vez no se veía otra cosa;pero al que no se la mostraban no se le aparecía ella.

No faltaba más que lo peor, persuadir a la Regenta a queabriera el balcón. Como a ella no se le podía hablar de lasgarantías de seguridad que don Álvaro tenía dentro de casa, nadao poco se podía oponer a sus argumentos relativos a las sospechasprobables de la antipática Petra. Pero al fin don Álvaro, que habíatriunfado de lo más, triunfó de lo menos: llegó a comprender Anaque era imposible, y tal vez ridículo, negarse a recibir en sualcoba a un hombre a quien se había entregado ella por completo.Mucho valía la castidad del lecho nupcial, o ex-nupcial mejordicho, pero ¿no valía más la castidad de la esposa misma? Entreestos sofismas y la pasión y la constancia en el pedir dieron lavictoria a Mesía, que si no pudo acallar los sobresaltos de Ana,quien a cada ruido creía sentir el espionaje de Petra, conseguía amenudo hacerla olvidarse de todo para gozar del delirio amorosoen que él sabía envolverla, como en una nube envenenada conopio.

Y así pasaban los días, asustada Ana de que tan poco despuésde la caída fuese ella capaz de recibir a un hombre en su alcoba,ella, que tantos años había sabido luchar antes de caer.

Aquella tarde de Navidad, después de recoger el servicio delcafé, Petra salió de casa y se dirigió a la del Magistral.

La recibió doña Paula. Eran ahora muy buenas amigas. Lamadre del Provisor conocía la estrecha simpatía que existía entreTeresina y la doncella de la Regenta; y por la actual criada delseñorito, de su hijo, sabía que en el ánimo de Fermín, Petra era lapersona destinada a sustituir a Teresa el día, próximo ya, en queésta alcanzara el premio consabido de salir de allí casada paraadministrar ciertos bienes de los Provisores . Doña Paula, que

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entendía a medias palabras, y aun sin necesidad de ellas, ganosade satisfacer aquel deseo de su hijo, según su política constante, yde satisfacerle de una manera pulcra, intachable en la forma,anticipándose a él, había resuelto tomar la iniciativa y ofrecer aPetra ella misma aquel puesto que la rubia lúbrica tantoambicionaba. La proposición se hizo aquella tarde. Teresina iba asalir de casa de un día a otro. Petra aceptó sin titubear, temblandode alegría. Hasta que estuvo en el caserón de vuelta, no se leocurrió pensar que aquella felicidad suya acarreaba la desgraciade muchos, y hasta cierto punto su propio daño. Adiós amores condon Álvaro, amores cada vez más escasos, más escatimados por ellibertino gracioso, que iba menudeando las propinas yencareciendo las caricias, pero al fin amores señoritos, que latenían orgullosa. ¿Qué hacer? No cabía duda, ser prudente, cogerel codiciado fruto, entrar en aquella canonjía, en casa delMagistral. Para esto era preciso echar a rodar todo lo demás,romper aquel hilo que ella tenía en la mano y del que estabancolgadas la honra, la tranquilidad, tal vez la vida de variaspersonas. Al pensar esto Petra se encogió de hombros. Se lefiguró ver que caía la Regenta y se aplastaba, que caía elMagistral y se aplastaba, que caía don Víctor y se convertía entortilla, que el mismo don Álvaro rodaba por el suelo hechoañicos. No importaba. Había llegado el momento. Si perdía laocasión, la vacante de Teresina, podía entrar otra y adiós señoríofuturo. No había más remedio que ocupar la plazainmediatamente. Pero entonces había que decírselo todo alProvisor, porque en saliendo de aquella casa ya no podía serespía, ni ayudar al que la pagaba a abrir los ojos de aquel estúpidode don Víctor, que, como era natural, querría vengarse, castigar alos culpables; que sería lo que necesitaba el canónigo, puesto queél no podía con sus manteos al hombro ir a desafiar a don Álvaro.Petra discurría perfectamente en estas materias, porque leía

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folletines, la colección de Las Novedades, que dejara en undesván doña Anuncia, y sabía quién desafía a quién, llegado elcaso de descubrirse los amores de una señora casada. El quedesafía es el marido, no un pretendiente desairado, y muchomenos siendo cura. No había duda, el Magistral la necesitaba aella en el caserón llegado el momento crítico... si salía antes ydespués no le servía, podía echarla de casa por inútil. Había quehacerlo todo pronto, inmediatamente. ¿Y qué iba a hacer? Unatraición, eso desde luego, pero ¿cómo...?

En esto pensaba cuando entró en el comedor, ya al oscurecer, apreparar la lámpara. Sintió que la sujetaban por la cintura y ledaban un beso en la nuca.

«Era el otro; ¡pobre, no sabía lo que le aguardaba!»

Don Álvaro, después de su conversación con Ana, la habíahecho retirarse y se había quedado solo en el comedor para «darel ataque» a Petra y proponerle entre caricias, de que cada día lepesaba más, el cambio de amos. No era cierto que hubiese vacanteen la fonda, pero allí era él amo y se crearía la vacante. Con todala diplomacia que pudo emplear un hombre que se creíaprincipalmente político y era seductor de oficio, ofreció a ladoncella la nueva posición, «que sería divertidísima, y lucrativacomo pocas». Don Víctor le tenía miedo, doña Ana también, cadacual por su motivo, y él, don Álvaro, sería mucho mejor servido siPetra consentía en salir de la casa.

« Ya ves, hija, tú has cometido una falta, tratar a la señora conaltivez, con insolencia; esto, que es feo de por sí, la asustó a ellahaciéndole creer que sabes algo y que abusas de tu secreto; leasustó a él, que teme que vas a cantar, y me perjudica a mí, comocomprendes, porque... ya ves... estando asustada ella... recelosa...pago yo. A ti ya no te necesito en esta casa, porque yo entro y

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salgo ya sin guías... y allá en casa... en la fonda puedes sernosútil... Además...»

Además, don Álvaro comprendía que ya no podía pagar a Petrasus servicios con amor, porque cada día era más urgenteeconomizarlo; y llevando a la chica a la fonda, allí otroshuéspedes hambrientos de esta clase de bocados la distraerían y élcumpliría con propinas en adelante. En suma, ya le estorbabaPetra en el caserón de los Ozores por muchos conceptos. Pero aella no se le podían dar tales razones.

-Señorito -dijo Petra, que a pesar de su resolución reciente,sintió en el orgullo una herida de tres pulgadas-, no necesitaapurarse tanto para convencerme de que debo irme de esta casa.

-No, hija, lo que es, si tú lo tomas por donde quema, yo noinsisto.

-No señor, si no me deja usted explicarme... Si yo quiero salirde aquí; si precisamente... pero en cuanto a lo de irme a la fonda,no señor. Una cosa es que una tenga sus caprichos y una buenavoluntad, ¿entiende usted?, y otra cosa que a una la regalen a losamigos, y la lleven y la traigan... y...

-Pero, Petrica, si no es eso, si yo por tu bien...

Don Álvaro bajaba la voz y Petra la levantaba.

Pero la astuta moza, que sabía contenerse cuando era por subien, se reprimió, y cambiando el tono y el estilo se disculpó,disimuló el enojo, y dijo que todo estaba perfectamente, y que ellamisma pediría la soldada, y se iría tan contenta, no a la fonda,sino a otra casa; una proporción que tenía, y que no podía decirtodavía cuál era. Por lo demás, tan amigos, y si el señorito, donÁlvaro, la necesitaba, allí la tenía, porque la ley era ley; y en lotocante a callar, un sepulcro. Que ella lo había hecho por afición a

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una persona, que no había por qué ocultarlo, y por lástima de otra,casada con un viejo chocho, inútil y chiflao que era unacompasión.

Petra engañó otra vez a Mesía. Hasta le consintió nuevascaricias de gratitud que él se juró serían las últimas, por lo de laeconomía, que le tenía maniático.

Don Víctor supo aquella noche en el Casino que al díasiguiente Petra pediría la cuenta, se marcharía. ¡Oh placer!Quintanar respiró con fuerza de fuelle y abrazó a su amigo. «Ledebía algo mejor que la vida, la tranquilidad de su hogardoméstico».

Trabajaba don Fermín en su despacho, envueltos los pies en elmantón viejo de su madre; escribía a la luz blanquecina ymonótona de la mañana nublada. Un ruido le distrajo, levantó losojos y vio en medio del umbral a doña Paula, pálida, más pálidaque solía.

-¿Qué hay, madre?

-Está ahí esa Petra, la de Quintanar, que quiere hablarte.

-¡Hablarme...!, ¿tan temprano?, ¿qué hora es?

-Las nueve... Dice que es cosa urgente... Parece que vieneasustada... le tiembla la voz...

El Magistral se puso del color de su madre, y en pie como pormáquina:

-Que entre, que entre...

Doña Paula dio media vuelta y salió al pasillo. Antes acarició asu hijo con una mirada de compasión de madre.

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-Entra... -dijo a Petra que, toda de negro, esperaba, con lacabeza inclinada sobre el pecho.

Doña Paula quería comerse con los ojos el secreto de la criada.¿Qué sería? Dudó un momento... estuvo casi resuelta apreguntar... pero se contuvo y dijo otra vez:

-Anda, hija mía, entra.

«Hija mía -pensó Petra-, ésta me quiere en casa; segura es misuerte».

-¿Qué hay? -gritó el Magistral acercándose a la criada, comoqueriendo salir al paso a las noticias...

Petra vio que estaban solos... y se echó a llorar.

Don Fermín hizo un gesto de impaciencia, que no vio Petra,porque tenía los ojos humillados. Había querido hablar elcanónigo, pero no había podido; sentía en la garganta manos dehierro, y por el espinazo y las piernas sacudimientos y un temblortenue, frío y constante.

-¡Pronto!, ¿qué pasa...? -pudo preguntar al cabo.

Petra dijo, sin cesar de gemir, que necesitaba que la oyese enconfesión, que no sabía si era una buena obra o un pecado lo queiba a hacer, que ella quería servirle a él, servir a su amo, servir aDios, que al fin religión era también el interés del prójimo, pero...temía... no sabía si debía...

-¡Habla...!, ¡habla...!, te digo que hables pronto..., ¿qué hay,Petra...?, ¿qué hay...? -Don Fermín con disimulo, apoyó una manoen la mesa. Hubo una pausa-. Habla, por Dios...

-¿En confesión?

-Petra, habla... pronto...

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-Señor, yo he prometido decir a usted... todo...

-Sí, todo, habla.

-Pero ahora no sé... no sé... si debo...

Don Fermín corrió a la puerta, la cerró por dentro, yvolviéndose rápido y con ademán descompuesto, gritó, sujetandocon fuerza el brazo de la criada:

-¡Déjate de disimulos, habla o te arranco yo las palabras!

Petra le miró cara a cara, fingiendo humildad y miedo; «queríaver el gesto que ponía aquel canónigo al saber que la señorona sela pegaba».

«Petra dijo, sin rodeos, que había visto ella, con sus propiosojos, lo que jamás hubiera creído. El mejor amigo del amo, aqueldon Álvaro que de día no se separaba de don Víctor... entraba denoche en el cuarto de la señora por el balcón y no salía de allíhasta el amanecer. Ella le había visto una noche, creyendo quesoñaba, porque se había puesto a espiar creyendo así desvanecerciertas sospechas, pero, ¡ay!, era verdad, era verdad... Aquelinfame había pervertido a la señorita, una santa... ¡Bien temía donFermín...!»

Petra seguía hablando, pero hacía rato que De Pas no la oía.

En cuanto comprendió de qué se trataba, antes de oír las frasescrudas con que pintó la rubia lúbrica el asalto del caserón de losOzores por el Tenorio vetustense, don Fermín giró sobre lostalones, como si fuera a caer desplomado, dio dos pasos inciertosy llegó al balcón contra cuyos cristales apoyó la frente. Parecíamirar a la calle. Pero tenía los ojos cerrados.

Oía a Petra sin entender bien su palique, le molestaba el ruidode la voz aguda y lacrimosa, no lo que decía, que ya no llegaba a

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la atención del canónigo; quería mandarla callar, pero no podía,no podía hablar, no podía moverse.

Petra habló todo lo que quiso. Cuando calló, se oyeron nadamás los ruidos apagados de la calle; las ruedas de un coche quecorría muy lejos, la voz de un mercader ambulante que pregonabaa grito limpio paños de manos y encajes finos.

El Magistral estaba pensando que el cristal helado que oprimíasu frente parecía un cuchillo que le iba cercenando los sesos; ypensaba además que su madre al meterle por la cabeza una sotanale había hecho tan desgraciado, tan miserable, que él era en elmundo lo único digno de lástima. La idea vulgar, falsa y groserade comparar al clérigo con el eunuco se le fue metiendo tambiénpor el cerebro con la humedad del cristal helado. «Sí, él era comoun eunuco enamorado, un objeto digno de risa, una cosarepugnante de puro ridícula... Su mujer, la Regenta, que era sumujer, su legítima mujer, no ante Dios, no ante los hombres, anteellos dos, ante él sobre todo, ante su amor, ante su voluntad dehierro, ante todas las ternuras de su alma, la Regenta, su hermanadel alma, su mujer, su esposa, su humilde esposa... le habíaengañado, le había deshonrado, como otra mujer cualquiera; y él,que tenía sed de sangre, ansias de apretar el cuello al infame, deahogarle entre sus brazos, seguro de poder hacerlo, seguro devencerle, de pisarle, de patearle, de reducirle a cachos, a polvo, aviento; él, atado por los pies con un trapo ignominioso, como unpresidiario, como una cabra, como un rocín libre en los prados, él,misérrimo cura, ludibrio de hombre disfrazado de anafrodita, éltenía que callar, morderse la lengua, las manos, el alma, todo losuyo, nada del otro, nada del infame, del cobarde que le escupíaen la cara porque él tenía las manos atadas... ¿Quién le teníasujeto? El mundo entero... Veinte siglos de religión, millones deespíritus ciegos, perezosos, que no veían el absurdo porque no les

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dolía a ellos, que llamaban grandeza, abnegación, virtud a lo queera suplicio injusto, bárbaro, necio, y sobre todo cruel... cruel...Cientos de papas, docenas de concilios, miles de pueblos,millones de piedras de catedrales y cruces y conventos... toda lahistoria, toda la civilización, un mundo de plomo, yacían sobre él,sobre sus brazos, sobre sus piernas, eran sus grilletes... Ana, quele había consagrado el alma, una fidelidad de un amorsobrehumano, le engañaba como a un marido idiota, carnal ygrosero... ¡Le dejaba para entregarse a un miserable lechuguino, aun fatuo, a un elegante de similor, a un hombre de yeso... a unaestatua hueca...! Y ni siquiera lástima le podía tener el mundo, nisu madre que creía adorarle, podía darle consuelo, el consuelo desus brazos y sus lágrimas... Si él se estuviera muriendo, su madreestaría a sus pies mesándose el cabello, llorando desesperada; ypara aquello, que era mucho peor que morirse, mucho peor quecondenarse... su madre no tenía llanto, abrazos, desesperación, nimiradas siquiera... Él no podía hablar, ella no podía adivinar, nodebía... No había más que un deber supremo, el disimulo;silencio... ¡ni una queja, ni un movimiento! Quería correr, buscara los traidores, matarlos... ¿sí?, pues silencio... ni una mano habíaque mover, ni un pie fuera de casa... Dentro de un rato sí, ¡a coro,a coro! ¡Tal vez a decir misa... a recibir a Dios!» El Provisorsintió una carcajada de Lucifer dentro del cuerpo; sí, el diablo sele había reído en las entrañas... ¡y aquella risa profunda, que teníaraíces en el vientre, en el pecho, le sofocaba... y le asfixiaba...!

Abrió el balcón de un puñetazo y el aire frío y húmedo le trajola idea lejana de la realidad, y oyó la tos discreta de Petra, queaguardaba allí, detrás, clavándole los ojos en la nuca.

Cerró el balcón don Fermín, volvióse y miró con ojos de idiotaa la rubia que enjugaba lágrimas villanas. «¿No necesitaba un

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instrumento para luchar, para hacer daño? Aquél era el único quetenía».

Petra callaba inmóvil, esperando servir a su dueño.

Gozaba voluptuosa delicia viendo padecer al canónigo, peroquería más, quería continuar su obra; que la mandasen clavar enel alma de su ama, de la orgullosa señorona, todas aquellas agujasque acababa de hundir en las carnes del clérigo loco.

Una voz lenta, ronca, mate, que no parecía haber sonado en eldespacho, voz de ventrílocuo, preguntó:

-¿Y tú, qué piensas hacer... ahora?

-¿Yo...?, dejar aquella casa, señor... «¿No quiere ser franco? -pensó Petra-, pues que padezca; él vendrá a buscarme dondequiero que me busque». Dejar aquella casa -repitió-, ¿qué he dehacer? Yo no quiero ayudar con mi silencio a la vergüenza delamo; remediarlo no puedo, pero puedo salir de aquella casa.

-¿Y a ti... no te importa el honor de don Víctor? Así agradecesel pan... que comiste tantos años...

-Señor, yo ¿qué puedo hacer por él?

-En saliendo nada.

-Pues me echan.

-¿Ellos?

-Sí, ellos; ayer el señorito Álvaro, que es el que manda allí...porque el amo está ciego, ve por sus ojos; el señorito Álvaro mepuso de patitas en la calle. Hoy debo despedirme. Me ofreciócolocación en la fonda; pero yo prefiero quedar en la calle...

-Vendrás a esta casa, Petra -dijo la voz de caverna, conesfuerzos inútiles por ser dulce.

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Petra volvió a llorar. «¿Cómo pagaría ella tal caridad, etc.,etc.?»

Aquella ternura facilitó el tratado; cediendo cada cual un pocode su tesón, se fueron acercando al infame convenio, a la intrigaasquerosa y vil; al principio fingiendo pulcritud, invocando santosintereses, después olvidando estas fórmulas; y por fin el Magistralofreció a la moza asegurar su suerte, colmar su ambición, y ellaponer ante los ojos de Quintanar su vergüenza de modo tanevidente, tan palpable que aquel señor, si corría sangre de hombrepor su cuerpo, tuviese que castigar a los traidores como teníanbien merecido.

Al terminar aquella conferencia hablaban como dos cómplicesde un crimen difícil. El Magistral excusaba palabras, pero no lasque aclaraban su proyecto. «¿Qué iba a hacer Petra para poner ala vista del estúpido Quintanar aquella vergüenza?¿Revelaciones? no podían hacérsele. ¿Anónimos?, eranexpuestos...» «¡Qué!, no señor, nada de eso; ha de verlo él»,repetía Petra, olvidada de sus fingimientos, con placer de artista.

Había allí dos criminales apasionados, y ningún testigo de laignominia; cada cual veía su venganza, no el crimen del otro ni lavergüenza del pacto.

Cuando Petra salió de casa del Magistral, éste sintió dentro desí un hombre nuevo; el hombre que hería de muerte por venganza,el criminal, el ciego por la pasión, «el asesino, sí, el asesino; laotra era su instrumento, el asesino él. Y no le pesaba, no... cienmuertes, cien muertes para los infames. ¿Qué haría don Víctor?¿De qué comedia antigua se acordaría para vengar su ultrajecumplidamente? ¿La mataría a ella primero? ¿Iría antes a buscarlea él...?»

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Al día siguiente, 27 de diciembre, don Víctor y Frígilis debíantomar el tren de Roca-Tajada a las ocho cincuenta para estar enlas Marismas de Palomares a las nueve y media próximamente.Algo tarde era para comenzar la persecución de los patos yalcaravanes, pero no había de establecer la empresa un trenespecial para los cazadores. Así que se madrugaba menos queotros años. Quintanar preparaba su reloj despertador de suerte quele llamase con un estrépito horrísono a las ocho en punto. En undecir Jesús se vestía, se lavaba, salía al parque donde solía esperardos o tres minutos a Frígilis, si no le encontraba ya allí, y en estoy en el viaje a la estación se empleaba el tiempo necesario parallegar algunos minutos antes de la salida del tren mixto.

De un sueño dulce y profundo, poco frecuente en él, despertóQuintanar aquella mañana con más susto que solía, aturdido por elestridente repique de aquel estertor metálico, rápido ydescompasado. Venció con gran trabajo la pereza, bostezó muchasveces, y al decidirse a saltar del lecho no lo hizo sin que el cuerpoencogido protestara del madrugón importuno. El sueño y la perezale decían que parecía más temprano que otros días, que eldespertador mentía como un deslenguado, que no debía de ser nicon mucho la hora que la esfera rezaba. No hizo caso de talessofismas el cazador, y sin dejar de abrir la boca y estirar losbrazos se dirigió al lavabo y de buenas a primeras zambulló lacabeza en agua fría. Así contestaba don Víctor a las sugestionesde la mísera carne que pretendía volverse a las ociosas plumas.

Cuando ya tenía las ideas más despejadas , reconocióimparcialmente que la pereza aquella mañana no se quejaba devicio. «Debía de ser en efecto bastante más temprano de lo quedecía el reloj. Sin embargo, él estaba seguro de que el despertadorno adelantaba y de que por su propia mano le había dado cuerda ypuéstole en la hora la mañana anterior. Y con todo, debía de ser

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más temprano de lo que allí decía; no podían ser las ocho, nisiquiera las siete, se lo decía el sueño que volvía, a pesar de lasabluciones, y con más autoridad se lo decía la escasa luz del día».«El orto del sol hoy debe de ser a las siete y veinte, minuto arribao abajo; pues bien, el sol no ha salido todavía, es indudable;cierto que la niebla espesísima y las nubes cenicientas y pesadasque cubren el cielo hacen la mañana muy obscura, pero noimporta, el sol no ha salido todavía, es demasiada obscuridad ésta,no deben de ser ni siquiera las siete». No podía consultar el relojde bolsillo, porque el día anterior al darle cuerda le habíaencontrado roto el muelle real.

«Lo mejor será llamar».

Salió a los pasillos en zapatillas.

-¡Petra!, ¡Petra! -dijo, queriendo dar voces sin hacer ruido.

-Petra, Petra... ¡Qué diablos!, cómo ha de contestar si ya noestá en casa... la pícara costumbre, el hombre es un animal decostumbres.

Suspiró don Víctor. Se alegraba en el alma de verse libre deaquel testigo y semivíctima de sus flaquezas; pero, así y todo, alrecordar ahora que en vano gritaba «¡Petra!», sentía una extraña ypoética melancolía. «¡Cosas del corazón humano!»

-¡Servanda!, ¡Servanda!, ¡Anselmo!, ¡Anselmo!

Nadie respondía.

-No hay duda, es muy temprano. No es hora de levantarse loscriados siquiera. ¿Pero entonces? ¿Quién me ha adelantado elreloj...? ¡Dos relojes echados a perder en dos días...! Cuando entrala desgracia por una casa...

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Don Víctor volvió a dudar. ¿No podían haberse dormido loscriados? ¿No podía aquella escasez de luz originarse de ladensidad de las nubes? ¿Por qué desconfiar del reloj si nadiehabía podido tocar en él? ¿Y quién iba a tener interés enadelantarle? ¿Quién iba a permitirse semejante broma? Quintanarpasó a la convicción contraria; se le antojó que bien podían ser lasocho, se vistió deprisa, cogió el frasco del anís, bebió un tragosegún acostumbraba cuando salía de caza aquel enemigo mortaldel chocolate, y echándose al hombro el saco de las provisiones,repleto de ricos fiambres, bajó a la huerta por la escalera delcorredor, pisando de puntillas, como siempre, por no turbar elsilencio de la casa. «Pero a los criados ya los compondría él a lavuelta. ¡Perezosos! Ahora no había tiempo para nada... Frígilisdebía de estar ya en el Parque esperándole impaciente...»

-Pues señor, si en efecto son las ocho, no he visto día másoscuro en mi vida. Y, sin embargo, la niebla no es muy densa...no... ni el cielo está muy cargado... No lo entiendo.

Llegó Quintanar al cenador que era el lugar de cita... ¡Cosamás rara! Frígilis no estaba allí. ¿Andaría por el Parque...? Seechó la escopeta al hombro, y salió de la glorieta.

En aquel momento el reloj de la catedral, como si bostezara,dio tres campanadas.

Don Víctor se detuvo pensativo, apoyó la culata de su escopetaen la arena húmeda del sendero y exclamó:

-¡Me lo han adelantado! ¿Pero quién? ¿Son las ocho menoscuarto o las siete menos cuarto? ¡Esta oscuridad...!

Sin saber por qué, sintió una angustia extraña, «también éltenía nervios, por lo visto». Sin comprender la causa, lepreocupaba y le molestaba mucho aquella incertidumbre. «¿Qué

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incertidumbre? Estaba antes obcecado; aquella luz no podía ser lade las ocho, eran las siete menos cuarto, aquello era el crepúsculomatutino, ahora estaba seguro... Pero entonces, ¿quién le habíaadelantado el despertador más de una hora? ¿Quién y para qué? Y,sobre todo, ¿por qué este accidente sin importancia le llegaba tanadentro?, ¿qué presentía?, ¿por qué creía que iba a ponersemalo...?»

Había echado a andar otra vez; iba en dirección a la casa, quese veía entre las ramas deshojadas de los árboles, apiñados poraquella parte. Oyó un ruido que le pareció el de un balcón queabrían con cautela; dio dos pasos más entre los troncos que leimpedían saber qué era aquello, y al fin vio que cerraban unbalcón de su casa y que un hombre que parecía muy largo sedescolgaba, sujeto a las barras y buscando con los pies la reja deuna ventana del piso bajo para apoyarse en ella y después saltarsobre un montón de tierra.

«El balcón era el de Anita».

El hombre se embozó en una capa de vueltas de grana yesquivando la arena de los senderos, saltando de uno a otrocuadro de flores, y corriendo después sobre el césped a brincos,llegó a la muralla, a la esquina que daba a la calleja deTraslacerca; de un salto se puso sobre una pipa medio podrida queestaba allá arrinconada, y haciendo escala de unos restos de palosde espaldar clavados entre la piedra, llegó, gracias a unas piernasmuy largas, a verse a caballo sobre el muro.

Don Víctor le había seguido de lejos, entre los árboles; habíalevantado el gatillo de la escopeta sin pensar en ello, por instinto,como en la caza, pero no había apuntado al fugitivo. «Antesquería conocerle». No se contentaba con adivinarle.

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A pesar de la escasa luz del crepúsculo, cuando aquel hombreestuvo a caballo en la tapia, el dueño del parque ya no pudodudar.

«¡Es Álvaro!», pensó don Víctor, y se echó el arma a la cara.

Mesía estaba quieto, mirando hacia la calleja, inclinado elrostro, atento sólo a buscar las piedras y resquicios que le servíande estribos en aquel descendimiento.

«¡Es Álvaro!», pensó otra vez don Víctor, que tenía la cabezade su amigo al extremo del cañón de la escopeta.

«Él estaba entre árboles; aunque el otro mirase hacia el parque,no le vería. Podía esperar, podía reflexionar, tiempo había, era tiroseguro; cuando el otro se moviera para descolgarse... entonces».

«Pero tardaba años, tardaba siglos. Así no se podía vivir, conaquel cañón que pesaba quintales, mundos de plomo y aquel fríoque comía el cuerpo y el alma no se podía vivir... Mejor suertehubiera sido estar al otro extremo del cañón, allí sobre la tapia...Sí, sí; él hubiera cambiado de sitio. Y eso que el otro iba amorir».

«Era Álvaro, ¡y no iba a durar un minuto! ¿Caería en el parqueo a la calleja...?»

No cayó; descendió sin prisa del lado de Traslacerca,tranquilo, acostumbrado a tal escalo, conocido ya de las piedrasdel muro. Don Víctor le vio desaparecer sin dejar la puntería y sinosar mover el dedo que apoyaba en el gatillo; ya estaba Mesía enla calleja y su amigo seguía apuntando al cielo.

-¡Miserable!, ¡debí matarle! -gritó don Víctor cuando ya no eratiempo; y como si le remordiera la conciencia, corrió a la puertadel parque, la abrió, salió a la calleja y corrió hacia la esquina de

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la tapia por donde había saltado su enemigo. No se veía a nadie.Quintanar se acercó a la pared y vio en sus piedras y resquicios laescalera de su deshonra.

«Sí, ahora lo veía perfectamente; ahora no veía más que eso; ¡ycuántas veces había pasado por allí sin sospechar que por aquellatapia se subía a la alcoba de la Regenta!» Volvió al parque;reconoció la pared por aquel lado. «La pipa medio podridaarrimada al muro, como al descuido, los palos del espaldar roto,formaban otra escala; aquella la veía todos los días veinte veces yhasta ahora no había reparado lo que era: ¡una escala! Aquello leparecía símbolo de su vida: bien claras estaban en ella las señalesde su deshonra, los pasos de la traición; aquella amistad fingida,aquel sufrirle comedias y confidencias, aquel malquistarle con elseñor Magistral... todo aquello era otra escala y él no la habíavisto nunca, y ahora no veía otra cosa».

«¿Y Ana? ¡Ana! Aquélla estaba allí, en casa, en el lecho; latenía en sus manos, podía matarla, debía matarla. Ya que al otro lehabía perdonado la vida... por horas, nada más que por horas, ¿porqué no empezaba por ella? Sí, sí, ya iba, ya iba; estaba resuelto,era claro, había que matar, ¿quién lo dudaba?, pero antes... antesquería meditar, necesitaba calcular... sí, las consecuencias deldelito... porque al fin era delito... Ellos eran unos infames, habíanengañado al esposo, al amigo... pero él iba a ser un asesino, dignode disculpa, todo lo que se quiera, pero asesino».

Se sentó en un banco de piedra. Pero se levantó en seguida: elfrío del asiento le había llegado a los huesos; y sentía una extrañapereza su cuerpo, un egoísmo material que le pareció a don Víctorindigno de él y de las circunstancias. Tenía mucho frío y muchosueño; sin querer, pensaba en esto con claridad, mientras las ideasque se referían a su desgracia, a su deshonra, a su vergüenza, se

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mostraban reacias, huían, se confundían y se negaban a ordenarseen forma de raciocinio.

Entró en el cenador y se sentó en una mecedora. Desde allí seveía el balcón de donde había saltado don Álvaro.

El reloj de la catedral dio las siete.

Aquellas campanadas fijaron en la cabeza aturdida deQuintanar la triste realidad... «Le habían adelantado el reloj.¿Quién? Petra, sin duda Petra. Había sido una venganza. ¡Oh!,una venganza bien cumplida. Ahora le parecía absurdo habertomado la poca luz del alba por día nublado. Y si Petra no hubieraadelantado el reloj o si él no lo hubiese creído, tal vez ignoraríatoda la vida la desgracia horrible..., aquella desgracia que habíaacabado con la felicidad para siempre. La pereza de serdesgraciado, de padecer, unida a la pereza del cuerpo que pedía agritos colchones y sábanas calientes, entumecían el ánimo de donVíctor, que no quería moverse, ni sentir, ni pensar, ni vivirsiquiera. La actividad le horrorizaba... ¡Oh, qué bien si se paraseel tiempo! Pero no, no se paraba; corría, le arrastraba consigo; legritaba: muévete; haz algo, tu deber; aquí de tus promesas, mata,quema, vocifera, anuncia al mundo tu venganza, despídete de latranquilidad para siempre, busca energía en el fondo del sueño, delos bostezos arranca los apóstrofes del honor ultrajado, representatu papel, ahora te toca a ti, ahora no es Perales quien trabaja, erestú; no es Calderón quien inventa casos de honor, es la vida, es tupícara suerte, es el mundo miserable que te parecía tan alegre,hecho para divertirse y recitar versos... Anda, anda, corre, sube,mata a la dama; después desafía al galán y mátale también..., nohay otro camino. ¡Y a todo esto sin poder menear pie ni mano,muerto de sueño, aborreciendo la vigilia que presentaba talesmiserias, tanta desgracia, que iba a durar ya siempre!»

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«Pero había llegado la suya. Aquél era su drama de capa yespada. Los había en el mundo también. ¡Pero qué feos eran, quéhorrorosos! ¿Cómo podía ser que tanto deleitasen aquellastraiciones, aquellas muertes, aquellos rencores en verso y en elteatro? ¡Qué malo era el hombre! ¿Por qué recrearse en aquellastristezas cuando eran ajenas, si tanto dolían cuando eran propias?¡Y él, el miserable, hombre indigno, cobarde, estaba filosofando ysu honor sin vengar todavía...! ¡Había que empezar, volaba eltiempo...! ¡Otro tormento! ¡El orden de la función, el orden de latrama! ¿Por dónde iba a empezar, qué iba a decir, qué iba a hacer,cómo la mataba a ella, cómo le buscaba a él?»

El reloj de la catedral dio las siete y media.

De un brinco se puso Quintanar en pie.

-¡Media hora! Media hora en un minuto; y no he oído elcuarto...

«Y Frígilis va a llegar... y yo no he resuelto...»

Don Víctor tuvo conciencia clara de que su voluntad estabainerte, no podía resolver. Se despreció profundamente, pero másprofundo que el desprecio fue el consuelo que sintió alcomprender que no tenía valor para matar a nadie, así, tan derepente.

-O subo y la mato ahora mismo, antes que llegue Tomás, o yano la mato hoy...

Volvió a caer sentado en la mecedora, y aliviada su angustiacon la laxitud del ánimo, que ya no luchaba con la impotencia dela voluntad, recobró parte de su vigor el sentimiento, y el dolor dela traición le pinchó por la vez primera con fuerza bastante paraarrancarle lágrimas.

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Lloró como un anciano y pensó en que ya lo era. Jamás se lehabía ocurrido tal idea. Su temperamento le engañaba, fingiendouna juventud sin fin; la desgracia al herirle de repente le desteñía,como un chubasco, todas las canas del espíritu.

« Ay, sí, era un pobre viejo; un pobre viejo, y le engañaban, seburlaban de él. Llegaba la edad en que iba a necesitar unacompañera, como un báculo..., y el báculo se le rompía en lasmanos, la compañera le hacía traición, iba a estar solo..., solo; leabandonaban la mujer y el amigo...»

El dolor, la lástima de sí mismo, trajeron a su pensamientoideas más naturales y oportunas que las que despertara, entrefantasmas de fiebre y de insomnio, la indignación contrahecha porlas lecturas románticas y combatida por la pereza, el egoísmo y laflaqueza del carácter.

No sentía celos, no sentía en aquel momento la vergüenza de ladeshonra, no pensaba ya en el mundo, en el ridículo que sobre élcaería; pensaba en la traición, sentía el engaño de aquella Ana aquien había dado su honor, su vida, todo. ¡Ay, ahora veía que sucariño era más hondo de lo que él mismo creyera; queríala másahora que nunca, pero claramente sentía que no era aquel amor deamante, amor de esposo enamorado, sino como de amigo tierno, yde padre..., sí, de padre dulce, indulgente y deseoso de cuidados yatenciones!

«¡Matarla!, eso se decía pronto, ¡pero matarla...! Bah, bah...,los cómicos matan en seguida, los poetas también, porque nomatan de veras..., pero una persona honrada, un cristiano no mataasí, de repente, sin morirse él de dolor, a las personas a quien viveunido con todos los lazos del cariño, de la costumbre... Su Anaera como su hija... Y él sentía su deshonra como la siente unpadre; quería castigar, quería vengarse, pero matar era mucho.

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No, no tendría valor ni hoy ni mañana, ni nunca, ¿para quéengañarse a sí mismo? Mata el que se ciega, el que aborrece; él noestaba ciego, no aborrecía, estaba triste hasta la muerte,ahogándose entre lágrimas heladas; sentía la herida, comprendíatodo lo ingrata que era ella, pero no la aborrecía; no quería, nopodría matarla. Al otro sí; Álvaro tenía que morir; pero frente afrente, en duelo, no de un tiro, no; con una espada lo mataría;aquello era más noble, más digno de él. Frígilis tenía queencargarse de todo. Pero ¿cuándo?, ¿ahora?, ¿en cuanto llegase?No..., tampoco se atrevía a decírselo así, de repente. Después dehablar con alma humana de tan vergonzoso descubrimiento, ya nohabía modo de volverse atrás, esto es, de cambiar de resolución,de aplazar ni modificar la venganza. En cuanto alguien lo supierahabía que proceder deprisa, con violencia; lo exigía así el mundo,las ideas del honor; él era al fin un marido burlado... Y a ellahabría que llevarla a un convento. Y él, él se volvería a su tierra,si no le mataba Mesía; se escondería en La Almunia de donGodino».

Al llegar aquí se acordó el infeliz esposo de que Ana, mesesantes, le proponía un viaje a La Almunia. «¡Tal vez si él hubieraaceptado se hubiese evitado aquella desgracia... irreparable! Sí,irreparable, ¿qué duda cabía?»

«¿Y Petra? ¡Maldita sea Petra...! ¡Es ella quien me hace tandesgraciado, quien me arroja en este pozo obscuro de tristeza, dedonde ya no saldré aunque mate al mundo entero; aunque hagapedazos a Mesía y entierre viva a la pobre Ana...! ¡Ay, Anatambién va a ser bien infeliz!»

La catedral dio ocho campanadas. «¡Las ocho! Ahora debía yodespertar... y no sabría nada».

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Este pensamiento le avergonzó. En su cerebro estalló lapalabra grosera con que el vulgo mal hablado nombra a losmaridos que toleran su deshonra..., y la ira volvió a encenderse ensu pecho, sopló con fuerza y barrió el dolor tierno... «¡Venganza!,¡venganza! -se dijo-, o soy un miserable, un ser digno dedesprecio...»

Sintió pasos sobre la arena, levantó la cabeza y vio a su lado aFrígilis.

-¡Hola!, parece que se ha madrugado -dijo Crespo, que gustabade ser siempre el primero.

-Vamos, vamos -contestó don Víctor, volviendo a levantarse ydespués de colgar la escopeta del hombro.

La presencia de Frígilis le había asustado; sacó fuerzas deflaqueza para tomar un partido de repente. Se resolvió por fin.Resolvió callar, disimular, ir a caza. «Allá, en los prados de lasmarismas, cuando se quedara solo en acecho, en todo aquel díatriste que iba a ser tan largo, meditaría..., y a la vuelta, a la vueltaacaso tendría ya formado su plan, y consultaría con Tomás y lemandaría a desafiar al otro, si era esto lo que procedía. Por ahoracallar, disimular. Aquello no podía echarse a volar así comoquiera. El descubrimiento que debía a Petra no era para reveladosin su cuenta y razón. A Frígilis podía decírsele todo, pero a sutiempo».

Salieron del Parque. El mismo Quintanar cerró la verja con sullave. Crespo iba delante. Miró don Víctor hacia el fondo de lahuerta, hacia el caserón que ya le parecía otro... «¿Qué hacía?¿Era un cobarde aplazando su venganza? No, porque... ellos nosospechaban nada, no escaparían, no había miedo. Silencio ydisimulo, esto hacía falta ahora. Y reflexionar mucho. Cualquiercosa que hiciera ¡iba a ser tan grave!» Le acongojaba la idea de la

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inmensa responsabilidad de sus próximos actos. El sentir que desu voluntad siempre tornadiza, impresionable y débil iban ahora adepender sucesos tan importantes, la suerte de varias personas, lesumía en una especie de pánico taciturno y desesperado.Veleidades tenía de llamar a Frígilis, decírselo todo, ponerlo ensus manos todo... «Frígilis, aunque era un soñador, llegado el casotenía mejor sentido que él; sabría ser más práctico... ¿Qué haría?»

Por lo pronto seguir a Tomás a la estación. Y callar. Parahablar siempre era tiempo.

La mañana seguía cenicienta; nubes y más nubes plomizassalían como de un telar de los picos y mesetas del Corfín, caíansobre la sierra, se arrastraban por sus cumbres, resbalaban haciaVetusta y llenaban el espacio de una tristeza gris, muda y sorda.

«No hace frío», observó Frígilis al llegar a la estación. Nollevaba más abrigo que su bufanda a cuadros. Pero decía él que sucazadora valía por la piel de un proboscidio. No le entraban balasni catarros.

En cambio, Quintanar, ceñido al cuerpo el capotón espeso,tenía que hacer esfuerzos para no dar diente con diente.

-¡No, no hace mucho frío! -dijo, por miedo de delatarse.

«Afortunadamente éste es un sonámbulo que no se fija nuncaen si los demás tienen cara de risa o cara de vinagre. Debo deestar pálido, desencajado..., pero este egoísta no ve nada de eso».

Entraron en un coche de tercera. En su mismo banco Frígilisencontró antiguos conocidos. Eran dos ganaderos que volvían deCastilla y después de hacer noche en Vetusta buscaban el amor desu hogar allá en la aldea. Crespo, como si no hubiera en el mundopenas, ni amigos que se ahogaban en ellas, alegre, con aquelinsultante regocijo que le inspiraba a él la helada en las mañanas

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más frías del año, frotaba las manos y hablaba del precio de lasreses, y de las ventajas de la parcería, locuaz, como nunca se leveía en Vetusta. Parecía que, según el tren se alejaba de lostejados de un rojo sucio, casi pardo, de la ciudad triste, sumida ensueño y en niebla, el alma de Frígilis se ensanchaba, respiraba asu gusto aquel pulmón de hierro.

«No sospechaba aquel ciego, tan inoportunamente alegre ydecidor, que su amigo, su mejor amigo, al romper la marcha eltren, había tenido tentaciones de arrojarse al andén; y después, detirarse por la ventanilla a la vía, y correr, correr desalado aVetusta, entrar en el caserón de los Ozores y coser a puñaladas elpecho de una infame...»

Sí, todo esto había querido hacer don Víctor, que se sintiómorir de vergüenza y de cólera contra los infames adúlteros ycontra sí mismo en cuanto notó que el tren se movía y le alejabadel lugar del crimen, de su deshonra y de su venganza necesaria...

«¡Soy un miserable, soy un miserable!», gritaba por dentroQuintanar mientras el tren volaba y Vetusta se quedaba allá lejos;tan lejos, que detrás de las lomas y de los árboles desnudos yasólo se veía la torre de la catedral, como un gallardete negrodestacándose en el fondo blanquecino de Corfín, envuelto por laniebla que el sol tibio iluminaba de soslayo.

«Huyo de mi deshonra en vez de lavar la afrenta, huyo deella..., esto no tiene nombre, ¡oh...! sí lo tiene» Y, ¡zas!, el nombreque tenía aquello, según Quintanar, estallaba como un cohete dedinamita en el cerebro del pobre viejo.

«¡Soy un tal, soy un tal!», y se lo decía a sí mismo con todassus letras, y tan alto que le parecía imposible que no le oyerantodos los presentes.

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«Pero el tren huía de Vetusta, silbaba, le silbaba a él; y él notenía el valor de arrojarse a tierra, de volver al pueblo..., iba atardar más de doce horas en ver el caserón, ¡aplazaba su venganzamás de doce horas...!»

Pasaron un túnel y no quedó ya nada de Vetusta ni de supaisaje. Era otro panorama; estaban a espaldas de la sierra;montes rojizos, lomas monótonas como oleaje simétrico seextendían cerrando el horizonte a la izquierda de la vía. El cieloestaba oscuro por aquel lado, bajas las nubes, que como grandessacos de ropa sucia se deshilachaban sobre las colinas delontananza; a la derecha, campos de maíz, ahora vacíos,enseñaban la tierra, negra con la humedad; entre las manchas delas tierras desnudas aparecían el monte bajo, de trecho en trecho,las pomaradas ahora tristes con sus manzanos sin hojas, con susramos afilados, que parecían manos y dedos de esqueleto. Poraquel lado el cielo prometía despejarse, la niebla hacía palidecerlas nubes altas y delgadas que empezaban a rasgarse. Sobre elhorizonte, hacia el mar, se extendía una franja lechosa, uniforme yde un matiz constante. Sobre los castañares, que semejaban ruinasy mostraban descubiertos los que eran en verano misterios de sufollaje; sobre los bosques de robles y sobre los campos desnudosy las pomaradas tristes pasaban de cuando en cuando en triángulomacedónico bandadas de cuervos, que iban hacia el mar, comonáufragos de la niebla, silenciosos a ratos, y a ratos lamentándosecon graznar lúgubre que llegaba a la tierra apagado, como unaqueja subterránea.

Mientras Frígilis hablaba de la conveniencia de abandonar elcultivo del maíz y de cultivar los prados con intensidad, donVíctor, apoyada la cabeza sobre la tabla dura del coche de tercera,miraba al cielo pardo y veía desaparecer entre la niebla una

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falange de cuervos por aquel desierto de aire. Ya parecían polvosde imprenta; después, aprensión de la vista; después, nada.

«¡Lugarejo, dos minutos!», gritó una voz rápida y ronca.

Don Víctor asomó la cabeza por la ventanilla. La estación,triste cabaña muy pintada de chocolate y muerta de frío, estaba alalcance de su mano o poco más distante. Sobre la puerta, asomadaa una ventana, una mujer rubia, como de treinta años, daba demamar a un niño.

«Es la mujer del jefe. Viven en este desierto. Felices ellos»,pensó Quintanar.

Pasó el jefe de la estación que parecía un pordiosero. Erajoven; más joven que la mujer de la ventana parecía.

«Se querrán. Ella por lo menos le será fiel».

Después de esta conjetura don Víctor se dejó caer otra vez ensu asiento. Cerró los ojos, tapó el rostro cuanto pudo con unamano. El tren volvió a moverse. El ruido del hierro y de la maderay la trepidación uniforme eran como canción que atraía el sueño.Quintanar, sin pensar en ello, medía el ritmo de las ruedas pesadasy crujientes con el compás de una marcha que cantaba su tordo,aquel tordo orgullo de la casa... Después midió el paso del trencon los de cierta polka... y después se quedó dormido.

Media hora después llegaban a la estación en que dejaban eltren para tomar a pie la carretera que los conducía a las marismasde Palomares.

Don Víctor despertó asustado, gracias a un golpe que le dio enel hombro Frígilis.

Había soñado mil disparates inconexos; él mismo, vestido decanónigo con traje de coro, casaba en la iglesia parroquial del

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Vivero a don Álvaro y a la Regenta. Y don Álvaro estaba en trajede clérigo también, pero con bigote y perilla... Después los tresjuntos se habían puesto a cantar el Barbero , la escena del piano;él, don Víctor, se había adelantado a las baterías para decir convoz cascada:

Quando la mia Rosina...

el público de las butacas había graznado al oírle como un soloespectador... Todas las butacas estaban llenas de cuervos queabrían el pico mucho y retorcían el pescuezo con ondulaciones deculebra... «Una pesadilla», pensó Quintanar, y entre dormido ydespierto emprendía la marcha a pie por la carretera de Palomaresabajo. Estaban en Roca Tajada; a la derecha, a pico, se elevaba elmonte Areo partido por aquel desfiladero; estrecha garganta pordonde sólo cabían la angosta carretera y el río Abroño, que secruzaban en mitad de la hoz pasando el camino, perpendicular alrío, por un puente de piedra blanca.

Después de almorzar en Roca Tajada, en la taberna deMatiella, estanquero y albañil, grande amigo de Frígilis, los dosamigos cazadores dejaron el camino real y por prados fangosos dehierba alta, de un verde obscuro, llegaron otra vez a las orillas delAbroño, allí más ancho, rodeado de juncos y arena, rizado por lasondas verdes que le mandaba el mar ya vecino.

Frígilis y Quintanar pasaron el río en una barca, comenzaron asubir una colina coronada por una aldea de casas blancasseparadas por pomaradas y laureles, pinos de copa redonda yancha y álamos esbeltos. El verde de los pinares y de los laurelesy de algunos naranjos de las huertas, sobre el verde más claro delas praderas en declive, limpias y como recortadas con tijeras,alegraba la cumbre resaltando bajo el cielo lechoso y entre lasparedes blancas, que se comían toda la luz del día, difusa y como

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cernida a través de las nubes delgadas. Según subían por la faldade la loma que era como primer escalón para la colina, el terrenose afirmaba, la hierba aclaraba su color y menguaba. Frígilis sedetuvo y contempló el monte Areo, que tenía enfrente; el ríoondulante, que quedaba debajo, y la franja del mar, azulada conpintas blancas, que se veía en un rincón del horizonte, enapariencia más alto que el río, como una pared oscura que subíahacia las nubes.

Quintanar se sentó sobre una peña que dejaba descubierta elprado. De la parte de Areo, cruzando sobre el río a mucha altura,vieron venir un bando de tordos de agua. Cuando estuvieron atiro, Frígilis disparó los de su escopeta con tan mala suerte que noconsiguió más que dispersar las apretadas filas.

-¡Tira tú, bobo! -gritó Crespo, furioso.

Quintanar se levantó, apuntó, disparó y cuatro tordos de aguacayeron heridos por los perdigones que, según pensó en aquelinstante don Víctor, debía tener en los sesos el amigo traidor, elinfame don Álvaro.

«Sí, aquel tiro era el de Álvaro; los tordos, inocentes, caían apares, y el ladrón de su honra vivía». Y, ¡cosa extraña!, cuandoallá en el parque había estado apuntando a la cabeza de Mesía, norecordaba que el cartucho mortífero tenía carga de perdigón;suponíalo lleno de postas o de balas.

Muy contra su voluntad, a pesar de la desgracia que teníaencima, el cazador sintió el placer de la vanidad satisfecha.«Frígilis había disparado dos tiros y... nada; disparaba él uno soloy... cuatro... Sí, cuatro, allí estaban, sangrando sobre el prado,mezclando las gotas rojas con la escarcha blanca de la hierba».

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Media hora después Frígilis tomaba el desquite matando unsoberbio pato marino. Quintanar, por gusto, mató un cuervo queno recogió.

Cazaron hasta las doce, hora de comer sus fiambres. Losperros de Frígilis se aburrían. Aquella caza, en que ellosrepresentaban un papel secundario, les parecía una vergüenza;bostezaban y obedecían mal a la voz del amo.

Después de comer los fiambres y de beber regulares tragos,don Víctor sintió su pena con intensidad cuatro veces mayor.Todo lo veía claro, toda la trascendencia de su descubrimiento delamanecer se le aparecía como un tratado clásico de historia. Loque había sucedido, lo que iba a suceder, lo veía como en unpanorama. Y sentía comezón de hablar y ansias de llorar. ¿Por quéno abría el pecho al amigo del alma, al verdadero, al único? No selo abrió. «No era tiempo».

Para perseguir un bando de peguetas que volaba de prado enprado, siempre alerta, se separaron. Aquellos pajarracos no secomían, pero Frígilis les tenía declarada la guerra porque seburlaban de los cazadores con una especie de ironía, de sarcasmoque parecía racional. Esperaban, fingían estar descuidados,disimulaban su vigilancia, y al ir Frígilis a disparar, escondidotras un seto..., volaban los condenados gritando como brujassorprendidas en aquelarre. Por eso los perseguía tenaz, irritado.

Se separaron. Si las peguetas iban por un lado al escapar delprado que cubrían tiñéndolo de negro, se encontraban con ladescarga de Crespo; si tomaban por el otro lado, disparaba donVíctor.

El cual se quedó solo, sobre una loma dominando el valle. Elsol no había conseguido disipar la niebla; se le vislumbraba detrásde un toldo blanquecino, como si fuera una luna de teatro hecha

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con un poco de aceite sobre un papel. A lo lejos gritaban lasagoreras aves de invierno, que después aparecían bajo las nubes,volando fuera de tiro, sin miedo al cazador, pero tristes, cansadasde la vida, suponía Quintanar.

«El campo estaba melancólico. El invierno parecía unadesnudez. Y a pesar de todo, ¡qué hermosa era la naturaleza! ¡Quétranquilamente reposaba...! ¡Los hombres, los hombres eran losque habían engendrado los odios, las traiciones, las leyesconvencionales que atan a la desgracia el corazón!» La filosofíade Frígilis, aquel pensador agrónomo que despreciaba la sociedadcon sus falsos principios, con sus preocupaciones, exageracionesy violencias, se le presentó a Quintanar, a quien el cuerpo repletole pedía siesta, como la filosofía verdadera, la sabiduría única,eterna. «Vetusta quedaba allá, detrás de montes y montes, ¿quéera comparada con el ancho mundo? Nada; un punto. Y todas lasciudades, y todos los agujeros donde el hombre, esa hormiga,fabricaba su albergue, ¿qué eran comparados con los bosquesvírgenes, los desiertos, las cordilleras, los vastos mares...? Nada.Y las leyes de honor, las preocupaciones de la vida social todas,¿qué eran al lado de las grandes y fijas y naturales leyes a queobedecían los astros en el cielo, las olas en el mar, el fuego bajola tierra, la savia circulando por las plantas?»

Vivos deseos sintió Quintanar por un momento de echar raícesy ramas, y llenarse de musgo como un roble secular de aquellosque veía coronando las cimas del monte Areo. «Vegetar eramucho mejor que vivir».

Oyó un tiro lejano; después el estrépito de las peguetas quevolaban riéndose con estridentes chillidos; las vio pasar sobre sucabeza. No se movió. Que se fueran al diablo. Él estaba pensandoen Tomás Kempis. Sí, Kempis, a quien había olvidado, teníarazón; donde quiera estaba la cruz. «Arregla -decía el sabio

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asceta-, arregla y ordena todas las cosas según tu modo de ver ysegún tu voluntad y verás que siempre tienes algo que padecer degrado o por fuerza; siempre hallarás la cruz».

Y también recordaba lo de: «Algunas veces parecerá que Dioste deja, otras veces serás mortificado por el prójimo; y lo que esmás, muchas veces te serás molesto a ti mismo».

«Sí, el prójimo me mortifica, y yo mismo me molesto, me hagodaño hasta sangrar el alma... No sé lo que debo hacer, ni lo quedebo pensar siquiera. Anita me engaña, es una infame, sí..., pero¿y yo? ¿No la engaño yo a ella? ¿Con qué derecho uní mi frialdadde viejo distraído y soso a los ardores y a los sueños de sujuventud romántica y extremosa? ¿Y por qué alegué derechos demi edad para no servir como soldado del matrimonio y pretendídespués batirme como contrabandista del adulterio? ¿Dejará deser adulterio el del hombre también, digan lo que quieran lasleyes?»

Le daba ira encontrarse tan filósofo, pero no podía otra cosa.Comprendía que aquellas meditaciones le alejaban de suvenganza, que en el fondo del alma él no quería ya vengarse,quería castigar como un juez recto y salvar su honor, nada más. Yesto mismo le irritaba. Después volvía la lástima tierna de símismo, la imagen de la vejez solitaria..., y los alcaravanes, allá enel cielo gris, iban cantando sus ayes como quien recita el Kempisen una lengua desconocida.

«Sí, la tristeza era universal; todo el mundo era podredumbre;el ser humano, lo más podrido de todo».

Y siempre sacaba en consecuencia que él no sabía lo que debíahacer, ni siquiera lo que debía pensar, ni aun lo que debía sentir.

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«De todas suertes, las comedias de capa y espada mentíancomo bellacas; el mundo no era lo que ellas decían: al prójimo nose le atraviesa el cuerpo sin darle tiempo más que para recitar unarendondilla. Los hombres honrados y cristianos no matan tanto nitan deprisa».

De noche, en el tren, cuando volvían solos a Vetusta en uncoche de segunda, por miedo al frío de los de tercera, Frígilis, quemiraba el paisaje triste a la luz de la luna, que aquella vez habíapodido más que el sol y había roto las nubes, Frígilis sintió unsuspiro como un barreno detrás de sí, y volvió la cabeza diciendo:

-¿Qué te pasa, hombre? Todo el día te he visto preocupado,tristón... ¿qué pasa?

La lamparilla del techo que alumbraba dos departamentos,apenas rompía las tinieblas de aquel coche que parecía caja demuerto.

Frígilis no podía ver bien el rostro de don Víctor, pero le oyó,de repente, llorar como un chiquillo, y sintió la cabeza fuerte yblanca de Quintanar apoyada en el hombro del amigo. Sí, seapoyaba el pobre viejo con cariño, confianza, y con la fuerza conque se deja caer un muerto. Parecía aquello la abdicación de supensamiento, de toda iniciativa.

-Tomás, necesito que me aconsejes. Soy muy desgraciado;escucha...

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Capítulo XXX

-Y ahora, mucho cuidado; mira lo que vas a hacer.

-¿Tú no entras?

-No, no... Tengo prisa, tengo que hacer.

-¡Me dejas solo ahora!

-Volveré si quieres..., pero... mejor te acostabas pronto.Mañana vendré temprano.

-Te advierto que no te he dicho que sí.

-Bueno, bueno..., adiós.

-Espera, espera..., no me dejes solo... todavía. No te he dichoque sí; tal vez... lo piense más y... me decida por seguir el caminoopuesto.

-Pero por de pronto, Víctor, prudencia, disimulo... Es decir, sino quieres exponerte a una desgracia. Ya lo sabes.

-¡Sí, sí! Benítez cree que un gran susto, una impresión fuerte...

-Eso; puede matarla.

-¡Está enferma!

-Sí, más de lo que tú crees.

-¡Está enferma! Y un susto, un susto grande..., puede matarla.

-Eso, así, como suena.

-Y yo debo subir, y guardar para mí todos estos rencores, todaesta hiel tragármela... y disimular, y hablar con ella para que nosospeche y no se asuste... y no se me muera de repente...

-Sí, Víctor, sí; todo eso debes hacer.

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-Pero confiesa, Tomás, que todo eso se dice mejor que se hace;y comprende que ese aldabón me inspire miedo, explícate la razónque tengo para tenerle el mismo asco que si fuera de hierrolíquido...

Calló a esto Frígilis.

Llegaban de la estación; estaban en el portal del caserón de losOzores, que apenas alumbraba a pedazos el farol doradopendiente del techo.

Quintanar no tenía valor para subir a su casa. No quería llamar.«Iban a abrirle, iba a salir ella, Ana, a su encuentro, se atrevería asonreír como siempre, tal vez a ponerle la frente cerca de loslabios para que la besara... Y él tendría que sonreír, y besar ycallar... y acostarse tan sereno como todas las noches... Tomásdebía comprender que aquello era demasiado...»

Y además, las revelaciones de Frígilis respecto a la salud deAna le habían caído al pobre ex-regente como una maza sobre lacabeza. «¡Aquella alegría, aquella exaltación que la habíanllevado... al crimen, a la infamia de una traición..., eran unaenfermedad! Ana podía morir de repente cualquier día; unaimpresión extraordinaria lo mismo de dolor que de alegría, mejorsi era dolorosa, podía matarla en pocas horas...» Esto habíacontestado Frígilis a la historia de su amigo. A Mesía fusilémosle,había dicho, si eso te consuela; pero hay que esperar, hay queevitar el escándalo, y sobre todo hay que evitar el susto, elespanto que sobrecogería a tu mujer si tú entraras en su alcobacomo los maridos de teatro... Ana, culpable según las leyesdivinas y humanas, no lo era tanto en concepto de Frígilis quemereciera la muerte.

-¿Quién quiere matarla? ¡Yo no quiero eso! -habíainterrumpido don Víctor al oír esto.

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Pero Frígilis había replicado:

-Sí quieres tal si le dices que lo sabes todo. Lo que hay quehacer hay que pensarlo; yo no digo que la perdones, que ésa sea laúnica solución; pero confiesa que el perdonar es una solucióntambién.

-Perdonarla es transigir con la deshonra...

-Eso ya lo veríamos. ¿Tú eres cristiano?

-Sí, de todo corazón, más cada día... Como que ya no veo másrefugio para mi alma que la religión.

-Bueno, pues si eres cristiano ya veremos si debes perdonar ono. Pero no se trata de esto todavía; se trata de no cortar elcamino al perdón, antes de ver si conviene, dando a tu mujer esapuñalada mortal al entrar en su cuarto y gritar: «¡Muera la esposainfiel!», para que ella conteste: «¡Jesús mil veces!», y caigaredonda. Yo no sé si diría «Jesús mil veces», pero de que caeríaestoy seguro. Y ya ves, antes de matarla hay que ver si tenemosderecho para ello.

-No, yo no lo tengo; me lo dice la conciencia...

-Y dice perfectamente. Ni yo tengo derecho para aconsejartenada trágico. Cuando te casé con ella, porque yo te casé, Víctor,bien te acordarás, creí hacer la felicidad de ambos...

-Y no parecía que te habías equivocado. La mía la habíashecho. La de ella... durante más de diez años pareció que también.

-Sí, pareció; pero la procesión andaba por dentro... Diez añosfue buena: la vida es corta... No fue tan poco.

-Mira, Frígilis, tu filosofía no es para consolar a un marido enmi situación... Ya sé yo todo lo que tú puedes decirme y muchomás... Eso no es consolarme...

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-Ni yo creo que tu situación admita consuelos más que el deltiempo y la reflexión lenta y larga... Pero ahora no se trata de ti,se trata de ella. ¿Te empeñas en coser el cuerpo con un florete ocon una espada a Mesía? Sea; pero hay que ver cuándo y cómo.Hay que tener calma. Después de lo que sabes de la enfermedadde Ana, secreto que Benítez me impuso y que rompo por loapurado del caso, después de saber que puede sucumbir ante unarevelación semejante...

-¿Pero no es peor hacer lo que hace que saber que yo lo sé?¿Quién te asegura a ti que no me despreciará, que no procuraráhuir con el otro?

-¡Víctor, no seas majadero! El otro... es un zascandil. No hizomás que esperar que cayera el fruto de maduro... Ella no estáenamorada de Mesía... En cuanto vea que es un cobarde y que laabandona antes que pelear por ella... le despreciará, lemaldecirá..., y en cambio los remordimientos la volverán a ti, aquien siempre quiso.

-¡Que quiso!

-Sí, más que a un padre. ¿Qué mejor prueba quieres que todolo pasado? ¿Por qué se hizo mística...? Y la pobre... también tuvoque sufrir ataques..., creo yo, de otro lado..., de..., pero en fin, deesto no hablemos. ¿Por qué luchó como luchó sin duda? Porque tequería..., porque te quiere..., te quiere mucho...

-¡Y me vende!

-¡Te vende!, ¡te vende...! En fin, no hablemos de eso..., ya hasdicho que no quieres mis filosofías. Ello es que si armas arribauna escena de honor ultrajado, en seguida hay otra de entierro.

-¡Hombre, dices las cosas de un modo...!

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-La verdad. Un drama completo. Pero en último caso, si tanirritado estás, si tan ciego te ves, si no puedes atender a razones,ni a tu conciencia que bien claro te habla, llama, sube, alborota,quema la casa... O no hagas tanto, que bastará con que la espantescon tu noticia para que Ana caiga de espaldas y le estalle dentrouna de esas cosas en que tú no crees, pero que son para la vidacomo los alambres para el telégrafo. Si estás furioso, si no puedescontenerte, también tú tendrás disculpa hagas lo que hagas.(Pausa.) Pero si no, Quintanar, no tienes perdón de Dios.

Esto último lo dijo Crespo con voz solemne, grave, vibranteque hizo a su amigo estremecerse.

Después de este diálogo, parte del cual mantuvieron por elcamino de la estación a casa y parte dentro del portal, fue cuandoQuintanar se acercó a la puerta para coger el aldabón y cuandoFrígilis exclamó:

-Y ahora mucho cuidado; mira lo que vas a hacer.

Frígilis tenía prisa, quería dejar a don Víctor cuanto antes paracorrer en busca de don Álvaro y advertirle de que Quintanar sabíasu traición, para que se abstuviera de asaltar el parque aquellanoche y acudir a la cita, si la tenía, como era de suponer. PensabaCrespo que a Víctor no se le había ocurrido, como no se leocurrieron otras tantas cosas, que aquella noche se repetiría laescena de la anterior, que debía de ser ya antigua costumbre;podía don Álvaro, que no había visto a su víctima cuando leacechaba en el parque, volver a las andadas, sorprenderleQuintanar, y entonces era imposible evitar una tragedia. Además,Frígilis tenía la convicción de que don Álvaro escaparía deVetusta en cuanto él le dijera que Quintanar iba a desafiarle. No lefaltaban motivos para creer muy cobarde al don Juan Tenorio.

«¡Pero aquel Víctor no le dejaba marchar!»

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Por fin, después de prometer de nuevo disimular, ocultar sudolor, su ira, lo que fuera, pero sólo por aquella noche, llamó eldigno regente jubilado con el mismo aldabonazo enérgico yconciso con que hacía retumbar el patio cuando la casa erahonrada y el jefe de familia respetado y tal vez querido.

-¡Adiós, adiós, hasta mañana temprano! -dijo Frígilis,librándose de la mano trémula que le sujetaba un brazo.

«¡Egoísta -pensó don Víctor al quedarse solo-; es la únicapersona que me quiere en el mundo... y es egoísta!»

Se abrió la puerta. Vaciló un momento... Se le figuró que delpatio salía una corriente de aire helado...

Entró, y al volverse hacia el portal para cerrar la puerta quedejaba atrás, vio que entraba en su casa un fantasma negro, largo;que paso a paso, por el portal adelante, se acercaba a él y que sele quitaba el sombrero, que era de teja.

-¡Mi señor don Víctor! -dijo una voz melosa y temblona.

-¡Cómo!, ¿usted?, ¡es usted..., señor Magistral...! -un temblorfrío, como precursor de un síncope, le corrió por el cuerpo al ex-regente, mientras añadía, procurando una voz serena-: ¿A quédebo..., a estas horas..., la honra?, ¿qué pasa...? ¿Algunadesgracia...?

«Pero este hombre ¿no sabe nada?», se preguntó De Pas, queparecía un desenterrado.

Miró a don Víctor a la luz del farol de la escalera y le viodesencajado el rostro; y don Víctor a él le vio tan pálido y conojos tales que le tuvo un miedo vago, supersticioso, el miedo delmal incierto. Hasta llegar allí, el Magistral no había hablado, no

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había hecho más que estrechar la mano de don Víctor e invitarlecon un ademán gracioso y enérgico al par a subir aquella escalera.

-Pero ¿qué pasa? -repitió don Víctor en voz baja en el primerdescanso.

-¿Viene usted de caza? -contestó el otro con voz débil.

-Sí, señor, con Crespo; ¿pero qué sucede? Hace tanto tiempo...y a estas horas...

-Al despacho, al despacho... No hay que alarmarse..., aldespacho...

Anselmo alumbraba por los pasillos del caserón a su amo, aquien seguía el Magistral.

«No pregunta por Ana», pensó De Pas.

-La señora no ha oído llamar, está en su tocador... ¿quiere elseñor que la avise? -preguntó Anselmo.

-¿Eh?, no, no, deja..., digo..., si el señor Magistral quierehablarme a solas... -y se volvió el amo de la casa al decir esto.

-Bien, sí; al despacho..., entremos en su despacho...

Entraron. El temblor de Quintanar era ya visible. «¿Qué iba adecirle aquel hombre? ¿A qué venía...?»

Anselmo encendió dos luces de esperma y salió.

-Oye, si la señora pregunta por mí, que allá voy..., que estoyocupado..., que me espere en su cuarto... ¿No es eso? ¿No quiereusted que estemos solos?

El Magistral aprobó con la cabeza, mientras clavaba los ojosen la puerta por donde salía Anselmo.

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« Ya estaba allí, ya había que hablar..., ¿qué iba a decir?Terrible trance; tenía que decir algo y ni una idea remota le acudíapara darle luz; no sabía absolutamente nada de lo que podíaconvenirle decir. ¿Cómo hablar sin preguntar antes? ¿Qué sabíadon Víctor? Ésta era la cuestión..., según lo que supiera, así éldebía hablar...; pero no, no era esto..., había que comenzar porexplicarse. Buen apuro». Estaba el Magistral como si don Víctorle hubiera sorprendido allí, en su despacho, robándole loscandeleros de plata en que ardían las velas.

Quintanar daba diente con diente y preguntaba con los ojosmuy abiertos y pasmados.

«Usted dirá...», decían aquellas pupilas brillantes y en aquelmomento sin más expresión que un tono interrogante.

«Había que hablar».

-¿Tendría usted... por ahí... un poquito de agua...? -dijo donFermín, que se ahogaba y que no podía separar la lengua del cielode la boca.

Don Víctor buscó agua y la encontró en un vaso, sobre lamesilla de noche. El agua estaba llena de polvo, sabía mal. DonFermín no hubiera extrañado que supiera a vinagre. Estaba en elCalvario. Había entrado en aquella casa porque no había podidomenos: sabía que necesitaba estar allí, hacer algo, ver, procurar suvenganza, pero ignoraba cómo. «Estaba, cerca de las diez de lanoche, en el despacho del marido de la mujer que le engañaba aél, a De Pas, y al marido. ¿Qué hacía allí? ¿Qué iba a decir?» Porla memoria excitada del Magistral pasaron todas las estaciones deaquel día de Pasión. Mientras bebía el vaso de agua y se limpiabalos labios pálidos y estrechos, sentía pasar las emociones de aqueldía por su cerebro como un amargor de purga. Por la mañanahabía despertado con fiebre, había llamado a su madre asustado y

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como no podía explicarle la causa de su mal había preferidofingirse sano y levantarse y salir. Las calles, las gentes brillaban asus ojos como un resplandor amarillento de cirios lejanos; lospasos y las voces sonaban apagados, los cuerpos sólidos parecíantodos huecos; todo parecía tener la fragilidad del sueño.Antojábasele una crueldad de fiera, un egoísmo de piedra, laindiferencia universal. ¿Por qué hablaban todos los vetustenses demil y mil asuntos que a él no le importaban, y por qué nadieadivinaba su dolor, ni le compadecía, ni le ayudaba a maldecir alos traidores y a castigarlos? Había salido de las calles y habíapaseado en el paseo de Verano, ahora triste con su arena húmedabordada por las huellas del agua corriente, con sus árbolesdesnudos y helados. Había paseado pisando con ira, con pasoslargos, como si quisiera rasgar la sotana con las rodillas; aquellasotana que se le enredaba entre las piernas, que era un sarcasmode la suerte, un trapo de carnaval colgado al cuello.

«Él, él era el marido -pensaba-, y no aquel idiota, que aún nohabía matado a nadie (y ya era mediodía) y que debía de saberlotodo desde las siete. Las leyes del mundo, ¡qué farsa! Don Víctortenía el derecho de vengarse y no tenía el deseo; él tenía el deseo,la necesidad de matar y comer lo muerto, y no tenía el derecho...Era un clérigo, un canónigo, un prebendado. Otras tantascarcajadas de la suerte que se le reía desde todas partes». Enaquellos momentos don Fermín tenía en la cabeza toda unamitología de divinidades burlonas que se conjuraban contra aquelmiserable Magistral de Vetusta.

La sotana, azotada por las piernas vigorosas, decía: ras, ras,ras , como una cadena estridente que no ha de romperse.

Sin saber cómo, De Pas había pasado delante de la fonda deMesía. «Sabía él que don Álvaro estaba en casa, en la cama. Sí,como temía, don Víctor no le había cerrado la salida del parque

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de los Ozores, si nada había ocurrido, en el lecho estaba donÁlvaro tranquilo, descansando del placer. Podía subir, entrar en sucuarto, y ahogarle allí..., en la cama, entre las almohadas... Y eralo que debía hacer; si no lo hacía era un cobarde; temía a sumadre, al mundo, a la justicia... Temía el escándalo, la novedad deser un criminal descubierto; le sujetaba la inercia de la vidaordinaria, sin grandes aventuras..., era un cobarde: un hombre decorazón subía, mataba. Y si el mundo, si los necios vetustenses, ysu madre y el obispo y el papa, preguntaban ¿por qué?, élrespondía a gritos, desde el púlpito si hacía falta: Idiotas ¿que porqué mato? Porque me han robado a mi mujer, porque me haengañado mi mujer, porque yo había respetado el cuerpo de esainfame para conservar su alma, y ella, prostituta como todas lasmujeres, me roba el alma porque no le he tomado también elcuerpo... Los mato a los dos porque olvidé lo que oí al médico deella, olvidé que ubi irritatio ibi fluxus , olvidé ser con ella tangrosero como con otras, olvidé que su carne divina era carnehumana; tuve miedo a su pudor y su pudor me la pega; la creícuerpo santo y la podredumbre de su cuerpo me está envenenandoel alma... Mato porque me engañó; porque sus ojos se clavaban enlos míos y me llamaban hermano mayor del alma al compás desus labios que también lo decían sonriendo; mato porque debo,mato porque puedo, porque soy fuerte, porque soy hombre...porque soy fiera...»

Pero no mató. Se acercó a la portería y preguntó... por el señorobispo de Nauplia, que estaba de paso en Vetusta.

-Ha salido -le dijeron.

Y don Fermín, sin ver lo que hacía, dobló una tarjeta y la dejóal portero.

Y volvió a su casa.

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Se encerró en el despacho. Dijo que no estaba para nadie y sepaseó por la estrecha habitación como por una jaula.

Se sentó, escribió dos pliegos. Era una carta a la Regenta.Leyó lo escrito y lo rasgó todo en cien pedazos. Volvió a pasear yvolvió a escribir, y a rasgar, y a cada momento clavaba las uñasen la cabeza.

En aquellas cartas que rasgaba, lloraba, gemía, imprecaba,deprecaba, rugía, arrullaba; unas veces parecían aquellos reguerostortuosos y estrechos de tinta fina la cloaca de las inmundiciasque tenía el Magistral en el alma: la soberbia, la ira, la lasciviaengañada y sofocada y provocada, salían a borbotones, comopodredumbre líquida y espesa. La pasión hablaba entonces con elmurmullo ronco y gutural de la basura corriente y encauzada.Otras veces se quejaba el idealismo fantástico del clérigo comouna tórtola; recordaba sin rencor, como en una elegía, los días dela amistad suave, tierna, íntima, de las sonrisas que prometíaneterna fidelidad de los espíritus; de las citas para el cielo, de laspromesas fervientes, de las dulces confianzas; recordaba aquellasmañanas de un verano, entre flores y rocío, místicas esperanzas ysabrosa plática, felicidad presente comparable a la futura. Peroentre los quejidos de tórtola el viento volvía a bramar sacudiendola enramada, volvía a rugir el huracán, estallaba el trueno y unsarcasmo cruel y grosero rasgaba el papel como el cielo negro unrayo. «¡Y por quién dejaba Ana la salvación del alma, lacompañía de los santos y la amistad de un corazón fiel yconfiado...! ¡Por un don Juan de similor, por un elegantón dealdea, por un parisién de temporada, por un busto hermoso, por unNarciso estúpido, por un egoísta de yeso, por un alma que ni en elinfierno la querrían de puro insustancial, sosa y hueca...! Pero yacomprendía él la causa de aquel amor: era la impura lascivia, sehabía enamorado de la carne fofa, y de menos todavía, de la ropa

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del sastre, de los primores de la planchadora, de la habilidad delzapatero, de la estampa del caballo, de las necedades de la fama,de los escándalos del libertino, del capricho, de la ociosidad, delpolvo, del aire. Hipócrita..., hipócrita..., lasciva, condenada sinremedio, por vil, por indigna, por embustera, por falsa, por...», yal llegar aquí era cuando, furioso contra sí mismo, rasgabaaquellos papeles el Magistral, airado porque no sabía escribir demodo que insultara, que matara, que despedazara, sin insultar, sinmatar, sin despedazar con las palabras. «Aquello no podíamandarse bajo un sobre a una mujer, por más que la mujer lomereciera todo. No, era más noble sacar de una vaina un puñal yherir, que herir con aquellas letras de veneno escondidas bajo unsobre perfumado».

Pero escribía otra vez, procuraba reportarse, y al cabo laindignación, la franqueza necesaria a su pasión estallaban por otrolado; y entonces era él mismo quien aparecía hipócrita, lascivo,engañando al mundo entero. «Sí, sí -decía-, yo me lo negaba a mímismo, pero te quería para mí; quería, allá en el fondo de misentrañas, sin saberlo, como respiro sin pensar en ello, queríaposeerte, llegar a enseñarte que el amor, nuestro amor, debía serlo primero; que lo demás era mentira, cosa de niños, conversacióninútil; que era lo único real, lo único serio el quererme, sobre todoyo a ti, y huir si hacía falta; y arrojar yo la máscara, y la ropanegra, y ser quien soy lejos de aquí, donde no lo puedo ser: sí,Anita, sí, yo era un hombre, ¿no lo sabías? ¿Por eso meengañaste? Pues mira, a tu amante puedo deshacerle de un golpe;me tiene miedo, sábelo, hasta cuando le miro; si me viera endespoblado, solos frente a frente, escaparía de mí... Yo soy tuesposo; me lo has prometido de cien maneras; tu don Víctor no esnadie; mírale cómo no se queja: yo soy tu dueño, tú me lo jurastea tu modo; mandaba en tu alma, que es lo principal; toda eres mía,

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sobre todo porque te quiero como tu miserable vetustense y elaragonés no te pueden querer. ¿Qué saben ellos, Anita, de estascosas que sabemos tú y yo...? Sí, tú las sabías también... y lasolvidaste... por un cacho de carne fofa, relamida por todas lasmujeres malas del pueblo... Besas la carne de la orgía, los labiosque pasaron por todas las pústulas del adulterio, por todas lasheridas del estupro, por...»

Y don Fermín rasgó también esta carta, y en mil pedazos másque todas las otras. No acertaba a arrojar en el cesto los pedacitosblancos y negros, y el piso parecía nevado; y sobre aquellasruinas de su indignación artística se paseaba furioso, deseandoalgo más suculento para la ira y la venganza que la tinta y el papelmudo y frío.

Salió otra vez de casa; paseó por los soportales que había en laPlaza Nueva, enfrente de la casa de los Ozores.

«¿Qué habría pasado? ¿Habría descubierto algo don Víctor?No; si hubiera habido algo ya se sabría. Don Víctor habríadisparado su escopeta sobre don Álvaro, o se estaría concertandoun desafío y ya se sabría; no se sabía nada, nada; luego nadahabía sucedido».

Dos, tres veces, ya al obscurecer, entró el Magistral en elzaguán obscuro del caserón de la Rinconada. Quería saber algo,espiar los ruidos..., pero a llamar no se atrevía... «¿A qué iba élallí? ¿Quién le llamaba a él en aquella casa donde en otro tiempotanto valía su consejo, tanto se le respetaba y hasta quería? Nadiele llamaba. No debía entrar». No entró. «Además -iba pensandomientras se alejaba-, si yo me veo frente a ella, ¿qué sé yo lo queharé? Si ese marido indigno, de sangre de horchata, la perdona,yo..., yo no la perdono y si la tuviera entre mis manos, al alcance

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de ellas siquiera... Sabe Dios lo que haría. No, no debo entrar enesa casa; me perdería, los perdería a todos».

Y volvió a la suya.

Doña Paula entró en el despacho. Hablaron de los negocios delcomercio, de los asuntos de Palacio, de muchas cosas más; peronada se dijo de lo que preocupaba al hijo y a la madre.

«No se podía hablar de aquello», pensaba él.

«No se podía hablar de aquello ni a solas», pensaba ella.

La madre lo sabía todo. Había comprado el secreto a Petra.

Además, ya ella, por su servicio de policía secreta y por lo queobservaba directamente, había llegado a comprender que su hijohabía perdido su poder sobre la Regenta. Si antes la maldecíaporque la creía querida de su Fermo, ahora la aborrecía porque eldesprecio, la burla, el engaño, la herían a ella también.¡Despreciar a su hijo, abandonarle por un barbilindo mustio comodon Álvaro! El orgullo de la madre daba brincos de cólera dentrode doña Paula. «Su hijo era lo mejor del mundo. Era pecadoenamorarse de él, porque era clérigo; pero mayor pecado eraengañarle, clavarle aquellas espinas en el alma... ¡Y pensar que nohabía modo de vengarse! No, no lo había». Y lo que más temíadoña Paula era que el Magistral no pudiera sufrir sus celos, su ira,y cometiese algún delito escandaloso.

La desesperaba la imposibilidad de consolarle, de aconsejarle.

A doña Paula se le ocurría un medio de castigar a los infames,sobre todo al barbilindo agostado; este medio era divulgar elcrimen, propalar el ominoso adulterio, y excitar al don Quijote dedon Víctor para que saliera lanza en ristre a matar a don Álvaro.

«Y nada de esto se le podía decir a Fermo».

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Doña Paula entraba, salía, hablaba de todo, observaba todoslos gestos de su hijo, aquella palidez, aquella voz ronca, aqueltemblor de manos, aquel ir y venir por el despacho.

«¡Qué no hubiera dado ella por insinuarle el modo devengarse! Sí, bien merecía aquel hijo de las entrañas que se learrancasen aquellas espinas del alma. ¡Había sido tan buen hijo!¡Había sido tan hábil para conservar y engrandecer el prestigioque le disputaban!» Desde que doña Paula vio que «no estallabaun escándalo», que don Fermín mostraba discreción y cautelaincomparables en sus extrañas relaciones con la Regenta, se loperdonó todo y dejó de molestarle con sus amonestaciones. Ydespués del triunfo de su hijo sobre la impiedad representada endon Pompeyo Guimarán, después de aquella conversión gloriosa,su madre le admiraba con nuevo fervor y procuraba ayudarle en lasatisfacción de sus deseos íntimos, guardando siempre losmiramientos que exigía lo que ella reputaba decencia.

No, no se podía hablar de aquello que tanto importaba a losdos; y al fin doña Paula dejó solo a don Fermín; subió a su cuartoy desde allí, en vela, se propuso espiar los pasos de su hijo, quecontinuaba moviéndose abajo: le oía ella vagamente.

Sí, don Fermín, que cerró la puerta del despacho con llave encuanto se quedó solo, se movía mucho: tenía fiebre. Se le ocurríanproyectos disparatados, crímenes de tragedia, pero los desechabaen seguida. «Estaba atado por todas partes». Cualquier atrocidadde las que se le ocurrían, que podía ser sublime en otro, en él se leantojaba, ante todo, grotesca, ridícula.

Pero aquella sotana le quemaba el cuerpo. La idea de maníacode que estaba vestido de máscara llegó a ser una obsesiónintolerable. Sin saber lo que hacía, y sin poder contenerse, corrióa un armario, sacó de él su traje de cazador, que solía usar

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algunos años allá, en Matalerejo, para perseguir alimañas por losvericuetos, y se transformó el clérigo en dos minutos en unmontañés esbelto, fornido, que lucía apuesto talle con aquellaropa parda ceñida al cuerpo fuerte y de elegancia natural yvaronil, lleno de juventud todavía. Se miró al espejo. «Aquello yaera un hombre». La Regenta nunca le había visto así.

«En el armario había un cuchillo de montaña».

Lo buscó, lo encontró y lo colgó del cinto de cuero negro. Lahoja relucía, el filo señalado por rayos luminosos parecía teneruna expresión de armonía con la pasión del clérigo. El Magistralle encontraba una música al filo insinuante.

«Podía salir de casa, ya era de noche, noche cerrada, ya habríapoca gente por las calles, nadie le reconocería con aquel traje decazador montañés; podía ir a esperar a don Álvaro a la calleja deTraslacerca, a la esquina por donde decía Petra que le había vistotrepar una noche. Don Álvaro, si don Víctor no había descubiertonada o si no sabía que don Víctor le había descubierto, volveríaotra vez, como todas las noches acaso..., y él, don Fermín, podíaesperarle al pie de la tapia, en la calleja, en la oscuridad..., y allí,cuerpo a cuerpo, obligándole a luchar, vencerle, derribarle,matarle... ¡Para eso serviría aquel cuchillo!»

Doña Paula se movió arriba. Crujieron las tablas del techo.

Como si las ideas de la madre se hubiesen filtrado por lamadera y caído en el cerebro del hijo, don Fermín pensó derepente:

«Pero, no, todos éstos son disparates; yo no puedo asesinar conun puñal a ese infame... No tengo el valor de ese género. Estasson necedades de novela. ¿Para qué pensar en lo que no he dehacer nunca? No hay más remedio que utilizar el valor y las ideas

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románticas y caballerescas de don Víctor; guardaré el cuchillo, miespada tiene que ser la lengua...»

Y don Fermín se despojó del chaquetón pardo, dejó elsombrero de anchas alas, desciñó el cinto negro, guardó todasestas prendas, más el cuchillo, en el armario y se vistió la sotana yel manteo, como una armadura. «Sí, aquélla era su loriga;aquéllos, sus arreos».

«Ahora mismo; voy a verle ahora mismo. Si el muy idiota fuea cazar a Palomares, a estas horas debe de estar de vuelta ollegando; es la hora del tren. Voy a su casa...»

Y salió.

«Si mi madre me sale al paso le diré que me espera unenfermo, que quiere confesar conmigo sin falta...»

En efecto, al sentir a su hijo en el pasillo bajó doña Paulacorriendo.

-¿Adónde vas?

Él dijo su mentira.

Y ella fingió creerla y le dejó marchar, porque adivinó en elrostro, en la voz, en todo, que su hijo no iba ciego, no iba a darescándalo.

«Acaso se le había ocurrido lo mismo que a ella».

Y don Fermín de Pas llegó al caserón de los Ozores, vio a donTomás Crespo desaparecer por la plaza, entró en el portal y sedecidió a saludar a don Víctor, que abría la puerta, y subió con él;y estaba dispuesto a hablarle, a preguntarle, a aconsejarle..., ainsinuarle la venganza necesaria..., y no sabía cómo empezar.

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Cuando acabó de beber el vaso de agua que sabía a polvo, elMagistral aún no sabía lo que iba a decir.

Pero los ojos de Quintanar seguían preguntando pasmados, ydon Fermín habló...

-Amigo mío, lucho entre el deseo de satisfacer la impacienciade usted y el temor de no acertar con la embocadura del asunto,que es espinoso y por desgracia, por mucho que se suavice laexpresión, de poco agradable acceso...

-Al grano, señor Magistral.

-La hora de mi visita, el hacer yo pocas a esta casa hace algúntiempo; todo esto contribuirá...

-Sí, señor, contribuye...; pero adelante. ¿Qué pasa, donFermín? ¡Por los clavos de Cristo!

-De Cristo tengo yo que hablarle a usted también, y de susclavos, y de sus espinas y de la cruz...

-Por compasión...

-Don Víctor, yo necesito antes de hablar que usted me declareel estado de su ánimo...

-¿Qué quiere usted decir?

-Está usted pálido, visiblemente preocupado, bajo el peso deun gran disgusto, sin duda; lo he notado al entrar, a la luz delfarol de la escalera...

-Y usted también... está...

La voz de Quintanar temblaba.

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-Pues eso quiero saber; si usted conoce la causa de mi visita,en parte a lo menos, podré ahorrarme el disgusto de abordar lospreliminares enojosísimos de una cuestión...

-Pero, ¿de qué se trata?, ¡por las once mil...!

-Señor Quintanar, usted es buen cristiano, yo sacerdote; siusted tiene algo que... decir..., algún consejo que buscar... Yotambién vengo a hablarle a usted de lo que sé como sacerdote,pero la conciencia de quien me lo comunicó exige precisamenteque yo dé este paso...

Don Víctor se puso en pie de un salto.

En aquel momento estaba muy satisfecho de sí mismo elMagistral, porque acababa de ver claro. Ya sabía qué camino erael suyo.

-¿Una persona... que le manda a usted venir a estas horas a micasa...?

-Don Víctor, confiéseme usted si usted sabe algo de un asuntoque le interesa muchísimo, y si el saberlo es la causa de esaalteración de su semblante... Necesito empezar por aquí.

-Sí, señor; hoy sé algo que no sabía ayer..., que me importamuchísimo, ¡ya lo creo!, más que la vida... Pero si usted no hablamás claro, yo no sé si debo..., si puedo...

-Ahora, sí; ahora ya puedo hablar más claro...

-Una persona... decía usted...

-Una persona que ha protegido un... crimen que perjudica austed... ha acudido arrepentida al tribunal de la penitencia aconfesar su complicidad bochornosa... y a decirme que laconciencia la había acusado, y que por medida perentoria dereparación... había puesto en poder de usted el descubrimiento de

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esa... infamia... Pero temiendo nuevas desgracias, por su maneratorpe de proceder... se apresuraba a declararme lo que había, paraver si podían evitarse más crímenes..., que al cabo, crimen seríauna violencia..., una venganza sangrienta...

Don Fermín se interrumpió para callar, respetando así el dolorde don Víctor, que se había dejado caer sobre un sofá, y apretabala cabeza entre las manos.

-¿Petra..., ha sido Petra? -dijo don Víctor preguntando con eltono especial del que ya sabe lo mismo que pregunta.

-La infeliz no comprendió al principio que su conducta podíacausar nuevos estragos. Y a eso vengo yo, don Víctor, aimpedirlos si es tiempo... En nombre del Crucificado, don Víctor,¿qué ha sucedido aquí?

-Nada, ¡pero aún estamos a tiempo! -contestó el maridoburlado, puesto en pie, con los puños apretados, avergonzado,como si se viera en camisa en medio de la plaza; furioso ante laidea de que no había habido allí nada , ningún crimen cuyo autordebía ser él, según exigían las leyes del honor... y del teatro-.Nada, nada..., pero habrá, habrá sangre... ¿Y usted lo sabe? ¿Esamujer ha divulgado mi deshonra...? Eso ha sido también unavenganza, no es arrepentimiento; es venganza..., pero estoimporta poco. ¡Lo que importa es que el mundo sabe...!¡Desgraciado Quintanar! ¡Mísero de mí...!

Y volvió a caer sobre el sofá el pobre viejo, que volvía a sentirel mismo sueño soporífero que le había encogido el ánimo por lamañana.

«El mundo sabe», había dicho don Víctor, y estas palabrassugirieron a don Fermín otra mentira provechosa.

Pero antes dijo:

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-Don Víctor, no extraño que en su dolor usted no tenga tiemponi fuerza para reflexionar..., pero yo no he dicho que el mundosupiera..., yo no soy el mundo; soy un confesor.

-¿Pero cree usted que Petra no habrá dicho...?

-Petra no; pero... por desgracia...

-Además, lo que importa aquí es mi honra, no que el mundosepa o ignore... De todas maneras, pronto sabrá de mi venganza yse podrá enterar de todo.

Y se puso a dar vueltas por el despacho.

De Pas se levantó también.

-Por desgracia -continuó-, la maledicencia se ha apoderadohace tiempo de ciertos rumores, de algo aparente...

Don Víctor rugió al gritar:

-¡Dios mío!, ¿qué es esto?, ¿esto más? ¿El mundo dice...?¿ Vetusta entera habla...?

Y se clavaba las uñas en la cabeza, mesándose las canas.

Don Fermín, mientras el otro se entregaba a los arranquesmímicos de su dolor, de su vergüenza, habló largo y tendido delasunto. «Sí, por desgracia, hacía meses ya, desde el verano, desdeantes acaso, se murmuraba de la confianza y de la frecuencia conque don Álvaro entraba en el palacio de los Ozores. Esto era lopeor, después de la desgracia en sí misma. Era lo peor porque elMagistral, que conocía las exaltadas ideas de don Víctor respectoal honor, temía que obedeciendo a impulsos disculpables, pero nojustos, y sordo a la voz de la religión, se arrojase a tomarvenganza terrible, sobre todo de don Álvaro, cuyo crimen nopodía ser más repugnante y digno de castigo. Pero, amigo, aunqueél, el Magistral, como hombre y hombre de experiencia, se

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explicaba la vehemente cólera que debía de dominar a don Víctor,y comprendía, y disculpaba hasta cierto punto, sus deseos depronta y terrible venganza; si tal hacía como hombre, en cuantosacerdote de una religión de paz y de perdón, tenía que aconsejary procurar, en cuanto pudiese, la suavidad, los procedimientosque la moral recomienda para tales casos». Don Víctor, con elrostro entre las manos hacía signos de protesta; negaba como siquisiese arrancarse la cabeza del tronco.

«Pero qué le diría, o le podría decir Quintanar al Magistral queél no comprendiera... Sí, sí, mirando las cosas como las mira elmundo, aquello pedía sangre; es más, no ya sólo por satisfacer eldeseo de vengarse, hasta para poder vivir entre las gentes con loque llama el mundo decoro, era necesario, según las leyessociales, según lo que las costumbres y las ideas corrientesexigían, que don Víctor buscase a Mesía, le desafiase, le matase siposible le era, o si le cogía in fraganti en el delito, o cerca de él,que le sacrificase sin miramientos, con justicia pronta. Así lohabían hecho varones esclarecidos que eran asombro del mundo yse veían cantados y alabados en poemas y tragedias. Todo esto losabía el Magistral perfectamente». Y en efecto, con tal calor yelocuencia exponía «las razones que, desde el punto de vistamundano, aconsejaban el derramamiento de sangre», que después,cuando recordaba que tenía que defender el partido contrario, elde caridad, perdón y amor al prójimo, olvido de los agravios yconformidad con la cruz; cansado ya por los esfuerzos anteriores,era otro el Magistral, se volvía premioso, decía con frialdadvulgaridades de sermón de aldea. Su propósito no lo penetrabadon Víctor, pero sentía los efectos de la perfidia del canónigo. «Sí-pensaba el ex-regente, mientras el Magistral volvía a enumerarlos sacrificios de amor propio, pundonor y otras muchas cosas queexigía la religión a un buen cristiano a quien su mujer engañaba-,

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sí, he estado ciego, me he portado indignamente, he debido matara Mesía de una perdigonada, sobre la tapia, o si no, correr enseguida a su casa y obligarle a batirse a muerte acto continuo; elmundo lo sabe todo, Vetusta entera me tiene por... un... por un...»,y saltaba don Víctor cerca del techo al oírse a sí mismo en elcerebro la vergonzosa palabra.

Y entonces las frases frías, desmadejadas, con que el Magistralrecomendaba el perdón, el olvido, le sonaban a hueco, a retóricavana: «Aquel santo varón no sabía lo que era un ultraje de aquellaespecie; ni lo que exigía la sociedad».

Para que el clérigo le dejase en paz y no le cansase más consus sermones sosos y desprovistos de vida, de unción, don Víctorfingió ceder, y dijo que no haría ningún disparate, que meditaría,que procuraría armonizar las exigencias de su honor y aquello quela religión le pedía...

Entonces se alarmó don Fermín; creyó que había perdidoterreno, y volvió a la carga. Con vivos colores pintó el desprecioque el mundo arroja sobre el marido que perdona y que la maliciacree que consiente...

Don Víctor, oyendo al Magistral, se figuraba el hombre másdespreciable del mundo si no hacía una que fuese sonada... «Oh,sí, cuanto antes..., en cuanto fuera de día daría sus pasos,mandaría dos padrinos a don Álvaro; había que matarle».

Don Fermín volvió a tranquilizarse viendo la exaltación de laira pintada en el magistrado. «Sí, había hombre; la máquinaestaba dispuesta; el cañón con que él, don Fermín, iba a dispararsu odio de muerte ya estaba cargado hasta la boca».

Don Víctor no hablaba. Gruñía, arrimado a la pared, en unrincón...

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« Ya no había qué hacer allí». El Magistral se despidió. Pero alsalir, al llegar a la puerta, se volvió de repente y con ademánsolemne, como sacerdote de ópera, exclamó:

-Exijo a usted, como padre espiritual que he sido y creo quesoy todavía de usted, le exijo en nombre de Dios... que... si esta...noche.. sorprendiera usted... algún nuevo... atentado..., si eseinfame, que ignora que usted lo sabe todo, volviera esta noche...Yo sé que es mucho pedir..., pero un asesinato no tiene jamásdisculpa a los ojos de Dios, aunque la tenga a los del mundo...Evite usted que ese hombre pueda llegar aquí..., pero... ¡nada desangre, don Víctor, nada de sangre en nombre de la que vertió portodos el Crucificado...!

«¡Es verdad -pensó don Víctor cuando se quedó solo-, esverdad! ¿Y yo, estúpido, tonto, no había dado en ello? Esehombre debe volver esta noche... ¡Y yo, por no matarla a ella conel susto, iba a dejar que otra vez..., otra vez...! ¡Y no pensaba enello...!»

Se abrió la puerta y entró la Regenta.

Venía pálida, vestía un peinador blanco y no hacía ruido alandar. Sus ojos parecían más grandes que nunca y miraban conuna fijeza que daba escalofríos. A lo menos los sintió don Víctor,que dio un paso atrás y tuvo terror, como en presencia de unfantasma. Antes que en la traición de aquella mujer pensó en elgran peligro que corría la vida de Ana si una emoción fuerte laespantaba. No le pareció su mujer a don Víctor, le pareció laTraviata en la escena en que muere cantando. Sintió el pobre viejouna compasión supersticiosa: aquel ser vaporoso que se leaparecía de repente en silencio, pisando como un fantasma, loquería él en aquel instante con amor de padre que teme por la vidade su hija, y lo temía al mismo tiempo como a cosa del otro

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mundo... «¡Qué fácil era asesinar con una palabra a la pobrecitaenferma, que acaso no era responsable de su delito! Oh, no, lo quees a ella no la mataría, ni con puñal, ni con bala, ni con palabrasfulminantes...»

-¿Quién estaba ahí? -preguntó Ana, tranquila.

-El Magistral -respondió don Víctor, que suponía a su mujerenterada de lo mismo que preguntaba.

Ana se turbó.

-¿A qué venía... a estas horas? -preguntó disimulando sustemores.

-¿A qué? Cosas de política... Eso del obispo y el gobernador...,lo de las votaciones, que corre prisa..., en fin..., cosas de política.

La Regenta no insistió. Se retiró sin acercarse a su marido, queno la buscó tampoco para darle el beso en la frente con que solíandespedirse todas las noches.

Respiró Quintanar cuando se vio solo. «Aquello había salidobien. No se había descubierto. Anita no había podido sospechar...Tenía la conciencia tranquila, señal de que había hecho bien porlo pronto».

Pidió el té, que era su cena los días de caza y de comida defiambre; dio orden a los criados de acostarse; y a las once ymedia, de puntillas y sin tropezar en nada, a pesar de ir a oscuras,bajó al parque en zapatillas, armado de escopeta. La habíacargado con postas.

«¡Oh, sí! El Magistral le había sugerido, sin querer, una buenaidea. ¿Que no hubiera sangre, eh? Oh, lo que es como volvieseaquella noche... ¡moría don Álvaro! Y que ardiera el mundo. Quese asustara Ana, que cayera redonda, que le prendieran a él...

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Cualquier cosa..., pero como volviera, moría». Así como pocoantes había sentido la conciencia tranquila al contener su cóleradelante de Ana, ahora se sentía satisfecho ante su resolución dematar al ladrón de su honra si volvía.

La noche era obscura; el frío, intenso. Don Víctor no tuvo másremedio que volver a su cuarto por la capa. Se exponía a hacerruido o que el otro tuviera tiempo de venir y escalar el balcónentretanto..., pero a cuerpo no se podía estar allí. Se quedaríahelado. Fue, con la prisa que pudo, a buscar la capa, y bienembozado volvió a su puesto de centinela en el cenador, desde elcual veía el perfil de la tapia destacándose borrosa en el cielonegro; y vería también el balcón del tocador si se abría para darpaso a don Álvaro.

Oyó las doce, la una, las dos..., no oyó las tres, porque debióde dormitar un poco, aunque él se lo negaba a sí mismo... Y a lascuatro no pudo resistir ya el frío y el sueño; y delirante, sinconciencia de sí mismo ni del mundo ambiente, tropezando entodo, subió a su cuarto, buscó la cama a tientas, se desnudó pormáquina, se envolvió entre las sábanas y se quedó dormido en unsopor de fiebre lleno de fantasmas ardientes, de monstruosdolorosos.

Aquella tarde no asistieron al Casino a la hora del café, comosolían, ni Mesía, ni Ronzal, ni el capitán Bedoya ni el coronelFulgosio.

Lo cual, notado que fue por Foja, el ex-alcalde, le hizoexclamar en son de misterio:

-Señores, cuando yo digo que hay gato...

-¿Qué gato? -preguntó don Frutos Redondo, el americano.

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Estaban, como siempre a tal hora, en la sala contigua algabinete rojo, el del tresillo.

Todos los presentes rodearon a Foja, que añadió:

-Noten ustedes que hoy no han venido ni Ronzal, ni el capitánni el coronel. Ciertos son los toros. Cuando el río suena...

-Pero ¿qué suena? -preguntó Orgaz padre, que algo sabía.

Joaquinito, que se daba aires de saber muchas cosas, dijo:

-Nada, señores, yo digo a ustedes que no hay nada...

-Pues con permiso de usted yo sé que hay grandes novedades.Lo sé de buena tinta... Quintanar debe de haber mandado a estashoras sus padrinos a don Álvaro.

-¡Padrinos!, ¿por qué? -preguntó Redondo.

-¡Bah! Está usted buen cazurro. Demasiado sabe usted por qué.La verdad es que aquello era un escándalo.

Joaquín Orgaz defendió a don Álvaro.

Pero Foja no atacaba a Mesía, atacaba a don Víctor, que habíaconsentido tanto tiempo aquella desvergüenza.

-¿Pero qué sabe usted si consentía? No sabía nada. Y si ahoradesafía al otro, será que descubrió algo...

-O que se ha cansado de aguantar...

-O no habrá tal desafío...

Toda la tarde se habló allí de lo mismo. Al oscurecer llegóRonzal. Nadie se atrevió a interrogarle al principio. Foja se cansóde ser prudente y preguntó a Trabuco dándole un golpecito en elhombro:

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-¿Es usted padrino?

-¿Padrino de qué? -dijo Ronzal con ceño adusto, airemisterioso y como hombre prudentísimo que opone un muro dehielo a una indiscreción.

-Padrino del duelo a muerte entre Mesía y Quintanar...

-¿Pero a usted quién le ha dicho...? Palabra de..., quierodecir..., yo no sé..., yo niego... Es usted un mentecato y unhablador insustancial ¿Cree usted que asuntos tan serios se vienena tratar al café?

-¿Ven ustedes? Lo que yo decía -gritó Foja triunfante sin hacercaso de los insultos.

Ronzal negó, se obstinó en callar; pero se conocía que lecostaba grandes esfuerzos.

Miró el reloj muchas veces y preguntó a Joaquinito Orgaz,aparte, pero de modo que lo oyeran los demás:

-¿Sabe usted si don Pedro el picador tiene todavía sables de...?

Y lo demás lo dijo en voz baja.

Orgaz no sabía nada; Ronzal hizo un gesto de disgusto y saliódel Casino, diciendo:

-Adiós, señores.

-¿Ven ustedes? Lo que yo decía. Duelo tenemos.

Aquellos señores se declararon en sesión permanente. Losmozos encendieron el gas y continuó el tertulín de la tardeempalmándose con el de la noche. Algunos fueron a cenar yvolvieron. A las ocho en todo el Casino no se hablaba más que delduelo. Los del billar dejaron los tacos para venir a la sala de lasmentiras a cazar noticias; hasta los de arriba, los del cuarto del

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crimen, que solían dejar que pasaran revoluciones sin darse porentendidos, mandaron sus emisarios abajo para saber lo queocurría.

Un desafío en Vetusta era un acontecimiento de los másextraordinarios. De tarde en tarde algunos señoritos se daban debofetadas en el Espolón, en algún sitio público, pero no pasaba deahí. Los insultos no tenían jamás consecuencias. Nunca habíahabido en Vetusta una sala de armas. Hacía años, un comandanteretirado había querido ganarse la vida dando lecciones de sable: elMarquesito, Orgaz hijo y padre, Ronzal y otros varioscomenzaron con gran afición a dejarse dar de palos, pero prontose cansaron y el comandante tuvo que dedicarse a pedir un duroprestado a cualquiera.

No se recordaba en la población más que dos desafíos en quese hubiera llegado al terreno ; uno de Mesía, allá, muchos añosatrás, cuando era muy joven; había sido padrino del contrarioFrígilis, único vetustense que asistió al lance.

Nunca había querido decir lo que había pasado allí, pero era locierto que ni Mesía ni su adversario habían guardado cama unsolo día después del duelo.

El otro desafío había sido entre un jefe económico y un cajeropor cuestiones de la caja. Sobre si sacaste tú o saqué yo. Sehabían batido a primera sangre. El cajero había recibido unarañazo en el cuello, porque el jefe económico daba sablazoshorizontales con el propósito de degollar al contrario. Y no habíamás desafíos llevados al terreno en las crónicas vetustenses.

Se discutió mucho aquella noche, para pasar el rato mientrasllegaban noticias, sobre la legitimidad de esta costumbre bárbaraque habíamos heredado de la Edad Media.

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Orgaz padre, que era algo erudito, aunque de oficio escribano,aseguró que el duelo era resto de las ordalías.

Don Frutos dijo que sí sería, pero que ni ordalías ni sanordalías le hacían a él batirse. Él acudía al juez si le ofendían, y sino había modo, ventilaba la cuestión a palos:

-Eso de que me mate un espadachín, que no ha tenido quetrabajar para ganarse la comida, no lo consentirá el hijo de mimadre.

-Sin embargo -decía Orgaz padre-, hay circunstancias... elhonor... la sociedad... Ya ve usted, Fígaro condena el duelo, yconfiesa que él se batiría llegado el caso.

-Es que yo no soy un mal barbero, señor mío -gritó don Frutos-, tengo algo que perder.

Hubo que explicarle a don Frutos quién era Fígaro; pero aúndespués de enterado, Redondo, que sudaba ya de tanto discutir ygritar, vociferó diciendo que, de todas maneras, al que ledesafiase, él le rompía el alma...

-Pues yo -dijo el ex-alcalde- a la justicia me atengo... unaquerella criminal, la ley está terminante...

-Pues yo -exclamó solemnemente Orgaz padre, puesto en pie ycon voz temblorosa-, yo no hago nada de eso. Al que me desafíe,si es un diestro, le obligo a aceptar un duelo en las condicionessiguientes: (Atención general.) A dos pasos de distancia (secoloca, midiendo dos pasos largos, enfrente de don Frutos, que sepone muy serio y erguido) una pistola cargada, y otra no cargada.(Orgaz palidece ante la idea de que aquello pudiera suceder comolo cuenta.) Una, dos, tres (da las tres palmadas), ¡plun!, ¡y al queDios se la dé, San Pedro se la bendiga! Así me bato yo. Lacuestión no es ser diestro, es tener valor.

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-¡Bravo, bravo!, ¡eso, eso! -gritó gran parte del concurso comosi oyera aquello por primera vez.

Siempre que se hablaba de desafíos decían lo mismo que aqueldía Foja, don Frutos, Orgaz y otros caballeros.

En vano esperaron los socios noticias. En toda la noche noparecieron por allí ni Ronzal, ni Fulgosio, ni Bedoya, que, segúnse decía, eran los padrinos, amén de Frígilis.

Era verdad. Por más que Crespo encargó el secreto másabsoluto a todas las personas que tuvieron que intervenir en eltriste negocio, no se sabe cómo, aunque se sospecha que por culpade Ronzal, pronto corrió por Vetusta el rumor de lo cierto. Petra yRonzal habían sido los indiscretos. Petra, por venganza, por malaíndole, había hablado, había dicho a alguna amiga lo de suantigua ama. «¿Que por qué había dejado aquella casa? Por tal ypor cual». Trabuco, a quien la honra de merecer la confianza deQuintanar había llenado de vanidad, no había podido resistir latentación de dejar transparentarse su secreto. Ello era que en todoVetusta no se hablaba de otra cosa.

El Gobernador decía en su casa que no se le hablase deaquello, que su deber de autoridad estaba en abierta contradiccióncon su deber de caballero, que debía tener oídos de mercader, ojosde topo, y los tendría...

Pasó aquel día, y pasó el siguiente y no se sabía nada.

-¿Era una papa lo del duelo? -preguntaba Foja en el Casino.

Y entonces reventó Joaquinito Orgaz, que lo sabía todo por elMarquesito.

-No, no era broma; la cosa iba de veras. Duelo a muerte.

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Pero los padrinos se habían portado mal, eran torpes, a pesarde las ínfulas del coronel Fulgosio, que decía tener el código delhonor en la punta de los dedos: no parecían armas. Se habíahablado del sable primero; pero no parecían sables de desafío; nohabía en Vetusta sables así, o no querían darlos los que los tenían.Se había recurrido a la pistola... y tampoco parecían pistolas apropósito. «Yo creo -añadía Joaquinito-, y Paco cree lo mismo,que esto es inverosímil y que Frígilis quiere dar largas al asunto aver si convence a Mesía y lo hace marcharse de Vetusta».

-¡Qué indignidad! -gritó Foja.

-Pues ésa había sido la primera solución. La misma noche deldía en que, al parecer (esto se cuenta por lo menos), don Víctordescubrió su deshonra, Frígilis fue a ver a Mesía y le suplicó quesaliera del pueblo cuanto antes. Mesía se lo contó ce por be aPaco.

-Bueno, ¿y qué más?

-Nada, que Mesía, como era natural, se opuso; dijo queQuintanar y todo Vetusta podían atribuir a miedo su ausencia.Pero Frígilis, que tiene cierta influencia sobre don Álvaro, leobligó a darle palabra de honor de que al día siguiente tomaría eltren de Madrid. Parece ser que Quintanar tuvo en sus manos lavida de Álvaro; que pudo matarle de un tiro y no le mató. YFrígilis invocaba esto y los derechos del marido ultrajado paraobligar a Mesía a huir. «Eso no es cobardía -dice que le dijo-, esoes hacerse justicia a sí mismo, usted merece la muerte por sutraición y yo le conmuto la pena por el destierro».

-¿Eso dijo Crespo?

-Eso.

-¡Miren Frígilis!

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-Tiene mucha confianza con Álvaro, que le respeta mucho.

-Bueno, ¿y qué más?

-Nada, que Álvaro dio palabra. Pero al día siguiente, ayer porla mañana, cuando estaba ya nuestro don Juan haciendo elequipaje para largarse, se le presentaron Frígilis y Ronzal en sonde desafío. Parece ser que muy temprano don Víctor llamó aFrígilis y le obligó a buscar a Trabuco para ir juntos a desafiar alburlador; Frígilis no tuvo más remedio que obedecer, porque alsaber Quintanar que el otro pensaba escapar, amenazó conseguirle al fin del mundo y llamarle cobarde en los periódicos, enla calle... Estaba furioso.

-¡Claro, las comedias!

-Ello es, que Frígilis tuvo que devolver a Álvaro la promesa dehuir y mandarle buscar padrinos.

-¿Y Mesía?

-Es claro; dejó el viaje y buscó padrinos; querían que yo fueseuno (mentira), pero después... como yo soy muy amigo deambos..., en fin, se buscó otros... y no parecían... Sólo Fulgosio,que siempre se presta a tales enredos... y Bedoya, que al fin esmilitar...

En general, Joaquinito estaba bien enterado. Mesía se lo habíadicho todo al Marquesito, que había ido a verle a la fonda.

Lo que no le había dicho era que él tenía mucho miedo; que asícomo se alegraba de ver rotas aquellas relaciones que iban aacabar con la poca salud que le quedaba y a dejarle en ridículo alos mismos ojos de Ana, le horrorizaba la idea de verse frente afrente de don Víctor con una espada o una pistola en la mano.

La proposición primera de Frígilis la aceptó inmediatamente.

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«¡Era natural!, debía huir, ¿con qué derecho iba él a procurarla muerte del hombre que le había perdonado la vida aquellamañana y a quien él había robado la honra? Huiría; al díasiguiente, sin falta, tomaría el tren».

Ya lo esperaba Frígilis, que sabía a qué atenerse respecto delvalor de Álvaro.

Como que había sido testigo de aquel duelo misterioso, a quealudían los socios del Casino. Don Álvaro, por culpa de unamujer, había sido retado a singular combate por un forastero;todos los padrinos eran de la guarnición menos Frígilis, únicovetustense que presenció el lance. El duelo era a sable, en elMontico, en una arboleda, de tarde, cerca del oscurecer. Mesía ysu adversario estaban en mangas de camisa (se acordaba Frígiliscomo si hubiese sido el día anterior), estaban en mangas decamisa, sable en mano..., ambos pálidos y temblando de frío y demiedo. El cielo encapotado amenazaba desplomarse en torrentesde lluvia. Los dos combatientes miraban a las nubes. Frígiliscomprendió lo que deseaban. Comenzó la lid soltera y al primerchoque de los aceros estalló un trueno y empezaron a caer gotascomo puños. Mesía y su adversario temblaban como las ramas delos árboles que batía el viento... Tan grande fue el chaparrón quelos padrinos suspendieron el duelo... que no se continuó. «Nohabían ido a batirse contra los elementos». Mesía quedó incólumey Crespo implícitamente le dio seguridades de que guardaría elsecreto de aquel trance ridículo y de la cobardía del Tenoriovetustense.

Recordando todo esto, Frígilis trató como un zapato a Mesíaaquella noche memorable en que le intimó la huida. Pero -decíabien Joaquín Orgaz- al día siguiente tuvo que devolver su palabraa don Álvaro. Ya no debía huir. Quintanar se empeñaba en batirse;era aragonés y no cejaría.

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«No sé quién me le ha cambiado. Anoche parecía resuelto opoco menos a una solución pacífica, se contentaba con que usteddesapareciera; y hoy, cuando fui a verle me encontré al señor deRonzal, que está presente, al lado del lecho de mi amigo».

Ronzal saludó.

Mesía se había puesto muy pálido. Estaba metiendo ropablanca en un mundo y suspendió la tarea.

-De modo que...

-Que tiene usted que buscar padrinos.

A Frígilis le había disgustado que don Víctor, sin consultar conél, hubiese llamado a Ronzal. Quintanar creía en la energía deldiputado por Pernueces y sabía que no estimaba a don Álvaro.Según el ex-magistrado, era un buen padrino. Error, segúnFrígilis.

Lo peor fue que no hubo modo de disuadir a Quintanar.

-¡Ni un día se ha de aplazar esto! Ya que mi deshonra espública, que la reparación lo sea, y además terrible y rápida.

-Pero si tienes fiebre, si estás malo...

-No importa. Mejor. Si ustedes no van a desafiar a ese hombre,me levanto y busco yo mismo otros padrinos.

No hubo más remedio.

Mesía, a regañadientes, y ocultando el pavor como podía,buscó sus dos padrinos.

Se convino que el duelo fuese a sable. Pero no parecían sablesútiles. Además surgieron dificultades sobre ciertos pormenores. Yasí pasó un día.

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Al siguiente por la mañana se acordó que se batieran a pistola.

Don Víctor formó entonces su plan. Se alegró de que fuese elduelo a pistola.

Pero tampoco parecían pistolas de desafío.

Y pasó otro día.

Don Víctor se levantó al siguiente después de pasar setentahoras en la cama, con fiebre un día entero, impaciente a ratos,angustiado otros, y siempre disimulando en presencia de Ana, quele cuidaba solícita.

Durante aquellas largas horas de cama, con la debilidad quesucedió a la calentura vinieron accesos de melancolía, ymeditaciones filosófico-religiosas. Don Víctor sintió que el ánimoaflojaba no por amor a la vida propia, que no creía en gran peligroante don Álvaro, sino por miedo a los remordimientos. Cuandosupo lo de las pistolas, resolvió no matar a su contrario. «Ledejaría cojo. Tiraría a las piernas. El otro no era probable que lehiriese a él tirando a veinte pasos; tendría que ser por unacasualidad».

Sin que Ana sospechase nada, porque Mesía había cumplido supalabra, dada a Frígilis, de despedirse por escrito para un viajeelectoral, urgentísimo y breve; sin que Ana sospechase por lomenos que se trataba de la vida o la muerte de su esposo y de suamante, salió de casa don Víctor por la puerta del parqueacompañado de Frígilis, a la hora en que solían ir de caza.

En la calleja de Traslacerca les esperaba Ronzal. La mañanaestaba fría y la helada sobre la hierba imitaba una somera nevada.

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En la carretera de Santianes les esperaba un coche; dentro de élestaba Benítez, el médico de Ana. Al verle don Víctor palideció,pero en nada más se pudo notar su emoción.

Llegaron, sin hablar apenas durante el viaje, a las tapias delVivero. Se apearon y, rodeando la quinta del Marqués, entraron enel bosque de robles donde meses antes don Víctor había buscado asu mujer ayudado del Magistral. «¡Cuántas cosas se explicabaahora que no había comprendido entonces!» No importaba; laverdad era que del furor que en su corazón había hecho estragosdespués de la visita nocturna de don Fermín, ya no quedaban másque restos apagados: ya no aborrecía a don Álvaro, ya no sefiguraba imposible la vida mientras no muriese aquel hombre: lafilosofía y la religión triunfaban en el ánimo de don Víctor.Estaba decidido a no matar.

Llegaron a lo más alto del bosque; allí había una meseta, y enun claro sitio suficiente para medir más de treinta pasos. Lasúltimas condiciones del duelo eran éstas: veinticinco pasos,pudiendo avanzar cinco cada cual. Valía apuntar en los intervalosde las palmadas, que habían de ser muy breves. Lo cierto era queFulgosio, el coronel, nunca había presenciado un duelo a pistola,aunque él aseguraba haber asistido a muchos, y Ronzal y Bedoyaen su vida habían intervenido en semejantes negocios. Frígilissólo había visto el duelo frustrado de Mesía. Aquellas condicioneslas había copiado el coronel de una novela francesa que le habíaprestado Bedoya. Lo único original allí era que Fulgosio jurabaque su honor de soldado no le permitía autorizar un simulacro dedesafío, y que el duelo a pistola y a tal distancia y a la voz demando sin apuntar y entre dos primerizos , pues primerizo eratambién Mesía a pistola, sería la carabina de Ambrosio.

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Bedoya pensó que don Víctor era buen tirador, pero no seatrevió a presentar objeciones a su colega. La parte contrariatampoco tuvo nada que decir.

Cuando llegaron a la meseta, lugar del duelo, don Víctor y lossuyos encontraron solo el terreno. Quince minutos despuésaparecieron entre los árboles desnudos don Álvaro y sus padrinos,más el señor don Robustiano Somoza. Mesía estaba hermoso consu palidez mate, y su traje negro cerrado, elegante y pulquérrimo.

A don Víctor se le saltaron las lágrimas al ver a su enemigo.En aquel instante hubiera gritado de buena gana: ¡perdono!,¡perdono...!, como Jesús en la cruz. Quintanar no tenía miedo,pero desfallecía de tristeza, «¡qué amarga era la ironía de lasuerte! ¡Él, él iba a disparar sobre aquel guapo mozo que hubierahecho feliz a Anita, si diez años antes la hubiera enamorado! ¡Yél... él, Quintanar, estaría a estas horas tranquilo en el TribunalSupremo o en La Almunia de don Godino...! Todo aquello dematarse era absurdo... Pero no había remedio. La prueba era queya le llamaban, ya le ponían la pistola fría en la mano...»

Frígilis, sereno, por dignidad, pero temiendo una casualidad, lade que Mesía tuviera valor para disparar y, por casualidadtambién, herir a Víctor, Frígilis apretó la mano a Quintanar aldejarle en su puesto de honor.

Y se separaron testigos y médicos a buena distancia, porquetodos temían una bala perdida.

Don Álvaro pensó en Dios sin querer. Esta idea aumentó supavor; recordó que aquella piedad sólo le acudía en lasenfermedades graves, en la soledad de su lecho de solterón...

Frígilis estaba asustado del valor de aquel hombre.

Mesía mismo se explicaba mal cómo había llegado hasta allí.

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Pensando en esto, y mientras apuntaba a don Víctor, sin verle,sin ver nada, sin fuerza para apretar el gatillo, oyó tres palmadasrápidas y en seguida una detonación. La bala de Quintanar quemóel pantalón ajustado del petimetre.

Mesía sintió de repente una fuerza extraña en el corazón; erarobusto, la sangre bulló dentro con energía. El instinto deconservación despertó con ímpetu. «Había que defenderse. Si elotro volvía a disparar iba a matarle; ¡era don Víctor, el grancazador!»

Mesía avanzó cinco pasos y apuntó. En aquel instante se sintiótan bravo como cualquiera. ¡Era la corazonada! El pulso estabafirme; creía tener la cabeza de don Víctor apoyada en la boca desu pistola; suavemente oprimió el gatillo frío y... creyó que se lehabía escapado el tiro. «No, no había sido él quien habíadisparado, había sido la corazonada» .

Ello era que don Víctor Quintanar se arrastraba sobre la hierbacubierta de escarcha, y mordía la tierra.

La bala de Mesía le había entrado en la vejiga, que estaballena.

Esto lo supieron poco después los médicos, en la casa nuevadel Vivero, adonde se trasladó, como se pudo, el cuerpo inerte deldigno magistrado. Yacía don Víctor en la misma cama dondemeses antes había dormido con el dulce sueño de los niños.

Alrededor del lecho estaban los dos médicos; Frígilis, quetenía lágrimas heladas en los ojos; Ronzal, estupefacto, y elcoronel Fulgosio, lleno de remordimientos. Bedoya habíaacompañado a Mesía, que pocas horas después tomaba el tren deMadrid, tres días más tarde de lo que Frígilis había pensado.

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Pepe, el casero de los Marqueses, con la boca abierta, en pie,pasmado y triste, esperaba órdenes en la habitación contigua a ladel moribundo. Vio salir a Frígilis, que enseñaba los puños alcielo, creyéndose solo.

-¿Qué hay, señor? ¿Cómo está ese bendito del Señor...?

Frígilis miró a Pepe como si no le conociera; y como hablandoconsigo mismo dijo:

-La vejiga llena... La peritonitis de... no sé quién... Eso dicenellos.

-¿La qué, señor?

-Nada... ¡que se muere de fijo!

Y Frígilis entró en un gabinete, que estaba a obscuras, parallorar a solas.

Poco después Pepe vio salir al coronel Fulgosio y detrás aSomoza, el médico.

-¿Y trasladarle a Vetusta...? -decía el militar.

-¡Imposible! ¡Ni soñarlo! ¿Y para qué? Morirá esta tarde defijo.

Somoza solía equivocarse, anticipando la muerte a susenfermos.

Esta vez se equivocó, dándole a don Víctor más tiempo de vidadel que le otorgó la bala de don Álvaro.

Murió Quintanar a las once de la mañana.

...............................................

El mes de mayo fue digno de su nombre aquel año en Vetusta.¡Cosa rara!

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Las nubes eternas del Corfín habían vertido todos sus humoresen marzo y en abril. Los vetustenses salían a la calle como elcuervo de Noé pudo salir del arca, y todos se explicaban que nohubiera vuelto. Después de dos meses pasados debajo del agua,¡era tan dulce ver el cielo azul, respirar aire y pasearse por pradosverdes cubiertos de belloritas que parecen chispas del sol!

Toda Vetusta paseaba.

Pero Frígilis no pudo conseguir que Ana pusiera el pie en lacalle.

-Pero, hija mía, esto es un suicidio. Ya sabe usted lo que hadicho Benítez, que es indispensable el ejercicio, que esos nerviosno se callarán mientras no se los saque a tomar el aire, a ver elsol... Vamos, Anita, por Dios, sea usted razonable..., tenga ustedcaridad... consigo misma. Saldremos muy temprano al amanecersi usted quiere; ¡está el Paseo Grande tan hermoso a tales horas!O si no al obscurecer, a tomar el fresco, por una carretera... PorDios, hija, va usted a enfermar otra vez.

-No, no salgo... -y Ana movía la cabeza como los ciegos-. PorDios, don Tomás, no me atormenten, no me atormenten con eseempeño... Ya saldré más adelante..., no sé cuándo. Ahora mehorroriza la idea de la calle... ¡Oh, no, por Dios..., no!, por Diosme dejen.

Y juntaba las manos y se exaltaba; y Frígilis tenía que callar.

Ocho días había estado Ana entre la vida y la muerte, un mesentero en el lecho sin salir del peligro, dos meses convaleciente,padeciendo ataques nerviosos de formas extrañas, que a ellamisma le parecían enfermedades nuevas cada vez.

Frígilis había dicho a la Regenta que Quintanar estaba heridoallá en las marismas de Palomares, que se le había disparado la

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escopeta y... Pero Ana, espantada, adivinando la verdad, habíaexigido que se la llevase a las marismas de Palomaresinmediatamente...

«No podía ser, no había tren hasta el día siguiente...»

«Pues un coche, un coche... Se me engaña; si eso fuera cierto,usted estaría al lado de Víctor...»

Frígilis explicó su presencia lo menos mal que pudo.

Las mentiras piadosas fueron inútiles; Ana se dispuso a salirsola, a correr en busca de su Víctor... Hubo que decirle unaverdad: la muerte de su esposo. Quiso verle muerto, pero no pudomoverse; cayó sin sentido y despertó en el lecho. Dos días creyóFrígilis tenerla engañada, atribuyendo la desgracia a un accidentede la caza. Pero Ana creía la verdad, no lo que le decían; laausencia de Mesía y la muerte de Víctor se lo explicaron todo.

Y una tarde, a los tres días de la catástrofe, en ausencia deFrígilis, Anselmo entregó a su ama una carta en que don Álvaroexplicaba desde Madrid su desaparición y su silencio.

Cuando Crespo, al obscurecer, entró en la alcoba de Ana, lallamó en vano dos, tres veces... Pidió luz asustado y vio a suamiga como muerta, supina, y sobre el embozo de la cama elpliego perfumado de Mesía.

Y poco después, mientras Benítez traía a la vida conantiespasmódicos a la Regenta y recetaba nuevas medicinas paracombatir peligros nuevos, complicaciones del sistema nervioso,Frígilis en el tocador leía la carta del que siempre llamaba ya parasus adentros cobarde asesino; y después de leer el papelasqueroso, lo arrugaba entre sus puños de labrador y decía convoz ronca:

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-¡Idiota!, ¡infame!, ¡grosero!, ¡idiota!

Don Álvaro en aquel papel que olía a mujerzuela, hablaba confrases románticas e incorrectas de su crimen, de la muerte deQuintanar, de la ceguera de la pasión . «Había huido porque...»

-¡Porque tuviste miedo a la justicia, y a mí también, cobarde! -se dijo Frígilis.

«Había huido porque el remordimiento le arrastró lejos deella... Pero que el amor le mandaba volver. ¿Volvía? ¿Creía Anaque debía volver? ¿O que debían juntarse en otra parte, enMadrid, por ejemplo?» Todo era falso, frío, necio, en aquel papelescrito por un egoísta incapaz de amar de veras a los demás, y nomenos inepto para saber ser digno en las circunstancias en que lasuerte y sus crímenes le habían puesto.

Ana, que no había podido terminar la lectura de la carta, quehabía caído sobre la almohada como muerta en cuanto vio enaquellos renglones fangosos la confirmación terminante de sussospechas, no pudo por entonces pensar en la pequeñez de aquelespíritu miserable que albergaba el cuerpo gallardo que ella habíacreído amar de veras, del que sus sentidos habían estadorealmente enamorados a su modo. No, en esto no pensó laRegenta hasta mucho más tarde.

En el delirio de la enfermedad, grave y larga, que Benítezcombatió desesperado, lo que atormentaba el cerebro de Ana erael remordimiento mezclado con los disparates plásticos de lafiebre.

Otra vez tuvo miedo a morir, otra vez tuvo el pánico de lalocura, la horrorosa aprensión de perder el juicio y conocerlo ella;y otra vez este terror, superior a todo espanto, la hizo procurar el

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reposo y seguir las prescripciones de aquel médico frío, siemprefiel, siempre atento, siempre inteligente.

Días enteros estuvo sin pensar en su adulterio ni en Quintanar;pero esto fue al principio de la mejoría; cuando el cuerpo débilvolvió a sentir el amor de la vida, a la que se agarraba como unnáufrago cansado de luchar con el oleaje de la muerte obscura yamarga.

Con el alimento y la nueva fuerza reapareció el fantasma delcrimen. ¡Oh, qué evidente era el mal! Ella estaba condenada. Estoera claro como la luz. Pero a ratos, meditando, pensando en sudelito, en su doble delito, en la muerte de Quintanar sobre todo, alremordimiento, que era una cosa sólida en la conciencia, un malpalpable, una desesperación definida, evidente, se mezclaba,como una niebla que pasa delante de un cuerpo, un vago terrormás temible que el infierno, el terror de la locura, la aprensión deperder el juicio; Ana dejaba de ver tan claro su crimen; no sabíaquién discutía dentro de ella, inventaba sofismas sin contestación,que no aliviaban el dolor del remordimiento, pero hacían dudar detodo, de que hubiera justicia, crímenes, piedad, Dios, lógica,alma... Ana. «No, no hay nada -decía aquel tormento del cerebro-;no hay más que un juego de dolores, un choque de contrasentidosque pueden hacer que padezcas infinitamente; no hay razón paraque tenga límites esta tortura del espíritu, que duda de todo, de símismo también, pero no del dolor que es lo único que llega al quedentro de ti siente, que no se sabe cómo es ni lo que es, pero quepadece, pues padeces».

Estas logomaquias de la voz interior, para la enferma, eranclaras, porque no hablaba así en sus adentros sino en vista de loque experimentaba; todo esto lo pensaba porque lo observabadentro de sí: llegaba a no creer más que en su dolor.

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Y era como un consuelo, como respirar aire puro, sentir tierrabajo los pies, volver a la luz, el salir de este caos doloroso yvolver a la evidencia de la vida, de la lógica, del orden y laconsistencia del mundo; aunque fuera para volver a encontrar elrecuerdo de un adulterio infame y de un marido burlado, heridopor la bala de un miserable cobarde que huía de un muerto y nohabía huido del crimen.

Y este mismo placer, esta complacencia egoísta, que ella nopodía evitar, que la sentía aun repugnándole sentirla, era nuevoremordimiento.

Se sorprendía sintiendo un bienestar confuso cuandofuncionaba en ella la lógica regularmente y creía en las leyesmorales y se veía criminal, claramente criminal, según principiosque su razón acataba. Esto era horrible, pero al fin era vivir entierra firme, no sobre la masa enferma, movediza de disparates delcapricho intelectual, no en una especie de terremoto interior queera lo peor que podía traer la sensación al cerebro.

Ana explicó todo esto a Benítez como pudo, eludiendo elreferirse a sus remordimientos.

Pero él comprendió lo que decía y lo que callaba y declaró queel principal deber por entonces era librarse del peligro de lamuerte.

-¿Quiere usted un suicidio?

-¡Oh, no, eso no!

-Pues si no hemos de suicidarnos, tenemos que cuidar elcuerpo, y la salud del cuerpo exige otra vez... todo lo contrario delo que usted hace. Usted, señora, cree que es deber suyoatormentarse recordando, amando lo que fue... y aborreciendo loque no debió haber sido. Todo esto sería muy bueno si usted

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tuviera fuerzas para soportar ese tejemaneje del pensamiento. Nolas tiene usted. Olvido, paz, silencio interior, conversación con elmundo, con la primavera que empieza y que viene a ayudarnos avivir... Yo le prometo a usted que el día en que la vea fuera detodo cuidado, sana y salva, le diré, si usted quiere: Anita, ahoraya tiene usted bastante salud para empezar a darse tormento a símisma.

Y Frígilis hablaba en el mismo sentido.

Y nadie más hablaba, porque Anselmo apenas sabía hablar,Servanda iba y venía como una estatua de movimiento... y losdemás vetustenses no entraban en el caserón de los Ozoresdespués de la muerte de don Víctor.

No entraban. Vetusta la noble estaba escandalizada,horrorizada. Unos a otros, con cara de hipócrita compunción, seocultaban los buenos vetustenses el íntimo placer que les causabaaquel gran escándalo que era como una novela , algo queinterrumpía la monotonía eterna de la ciudad triste. Peroostensiblemente pocos se alegraban de lo ocurrido. ¡Era unescándalo! ¡Un adulterio descubierto! ¡Un duelo! ¡Un marido, unex-regente de Audiencia muerto de un pistoletazo en la vejiga! EnVetusta, ni aun en los días de revolución había habido tiros. Nohabía costado a nadie un cartucho la conquista de los derechosinalienables del hombre. Aquel tiro de Mesía, del que tenía laculpa la Regenta, rompía la tradición pacífica del crimensilencioso, morigerado y precavido. Ya se sabía que muchasdamas principales de la Encimada y de la Colonia engañaban ohabían engañado o estaban a punto de engañar a su respectivoesposo, ¡pero no a tiros! La envidia que hasta allí se habíadisfrazado de admiración, salió a la calle con toda la amarillez desus carnes. Y resultó que envidiaban en secreto la hermosura y lafama de virtuosa de la Regenta no sólo Visitación Olías de Cuervo

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y Obdulia Fandiño y la baronesa de la Deuda Flotante, sinotambién la Gobernadora, y la de Páez, y la señora de Carraspique,y la de Rianzares, o sea el Gran Constantino, y las criadas de laMarquesa y toda la aristocracia, y toda la clase media y hasta lasmujeres del pueblo... y, ¡quién lo dijera!, la Marquesa misma,aquella doña Rufina tan liberal que con tanta magnanimidad seabsolvía a sí misma de las ligerezas de la juventud... ¡y otras!

Hablaban mal de Ana Ozores todas las mujeres de Vetusta, yhasta la envidiaban y despellejaban muchos hombres con almacomo la de aquellas mujeres. Glocester en el cabildo, donCustodio a su lado, hablaban de escándalo, de hipocresía, deperversión, de extravíos babilónicos; y en el Casino, Ronzal, Foja,los Orgaz echaban lodo con las dos manos sobre la honra difuntade aquella pobre viuda encerrada entre cuatro paredes.

Obdulia Fandiño, pocas horas después de saberse en el pueblola catástrofe, había salido a la calle con su sombrero más grande ysu vestido más apretado a las piernas y sus faldas más crujientes,a tomar el aire de la maledicencia, a olfatear el escándalo, asaborear el dejo del crimen que pasaba de boca en boca como unagolosina que lamían todos, disimulando el placer de aquelladulzura pegajosa.

«¿Ven ustedes? -decían las miradas triunfantes de la Fandiño-.Todas somos iguales».

Y sus labios decían:

-¡Pobre Ana! ¡Perdida sin remedio! ¿Con qué cara se ha depresentar en público? ¡Como era tan romántica! Hasta una cosa...como ésa tuvo que salirle a ella así..., a cañonazos, para que seenterase todo el mundo.

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-¿Se acuerdan ustedes del paseo de Viernes Santo? -preguntabael barón.

-Sí, comparen ustedes... ¡Quién lo diría...!

-Yo lo diría -exclamaba la Marquesa-. A mí ya me dio malaespina aquella desfachatez... aquello de ir enseñando los piesdescalzos... malorum signum.

-Sí, malorum signum -repetía la baronesa, como si dijera: etcum spiritu tuo.

-¡Y sobre todo el escándalo! -añadía doña Rufina indignada,después de una pausa.

-¡El escándalo! -repetía el coro.

-¡La imprudencia, la torpeza!

-¡Eso! ¡Eso!

-¡Pobre don Víctor!

-Sí, pobre, y Dios le haya perdonado..., pero él, merecido se lotenía.

-Merecidísimo.

-Miren ustedes que aquella amistad tan íntima...

-Era escandalosa.

-Aquello era...

-¡Nauseabundo!

Esto lo dijo el Marqués de Vegallana, que tenía en la aldeatodos sus hijos ilegítimos.

Obdulia asistía a tales conversaciones como a un triunfo de sufama. Ella no había dado nunca escándalos por el estilo. Toda

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Vetusta sabía quién era Obdulia..., pero ella no había dado ningúnescándalo.

Sí, sí, el escándalo era lo peor; aquel duelo funesto también erauna complicación. Mesía había huido y vivía en Madrid... Ya sehablaba de sus amores reanudados con la Ministra dePalomares... Vetusta había perdido dos de sus personajes másimportantes... por culpa de Ana y su torpeza.

Y se la castigó rompiendo con ella toda clase de relaciones. Nofue a verla nadie. Ni siquiera el Marquesito, a quien se le habíapasado por las mientes recoger aquella herencia de Mesía.

La fórmula de aquel rompimiento, de aquel cordón sanitario,fue ésta:

-¡Es necesario aislarla...! ¡Nada, nada de trato con la hija de labailarina italiana !

El honor de haber resucitado esta frase perteneció a labaronesa de la Barcaza.

Si Ripamilán hubiera podido salir de su casa, no hubierarespetado aquel acuerdo cruel del gran mundo. Pero el pobre donCayetano había caído en su lecho para no levantarse. Allí vivió,siempre contento, dos años más.

Acabó su peregrinación en la tierra cantando y recitandoversos de Villegas.

La Regenta no tuvo que cerrar la puerta del caserón a nadie,como se había prometido, porque nadie vino a verla; se supo queestaba muy mala, y los más caritativos se contentaron conpreguntar a los criados y a Benítez cómo iba la enferma, a quiensolían llamar esa desgraciada.

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Ana prefería aquella soledad; ella la hubiera exigido si no sehubiera adelantado Vetusta a sus deseos. Pero cuando, yaconvaleciente, volvió a pensar en el mundo que la rodeaba, en losaños futuros, sintió el hielo ambiente y saboreó la amargura deaquella maldad universal. «¡Todos la abandonaban! Lo merecía,pero... de todas maneras ¡qué malvados eran todos aquellosvetustenses que ella había despreciado siempre, hasta cuando laadulaban y mimaban!»

La viuda de Quintanar resolvió seguir hasta donde pudiera losconsejos de Benítez. Pensaba lo menos posible en susremordimientos, en su soledad, en el porvenir triste, monótono ensu negrura.

En cuanto se lo permitió la fortaleza del cuerpo redivivotrabajó en obras de aguja, y se empeñó, con voluntad de hierro, enencontrarle gracia al punto de crochet y al de media.

Aborrecía los libros, fuesen los que fuesen; todo raciocinio lallevaba a pensar en sus desgracias; el caso era no discurrir. Y aratos lo conseguía. Entonces se le figuraba que lo mejor de sualma se dormía, mientras quedaba en ella despierto el espíritusuficiente para ser tan mujer como tantas otras.

Llegó a explicarse aquellas tardes eternas que pasaba Anselmoen el patio, sentado en cuclillas y acariciando al gato. Callar,vivir, sin hacer más que sentirse bien y dejar pasar las horas, estoera algo, tal vez lo mejor. Por allí debía de irse a la muerte... YAna iba sin miedo. El morir no la asustaba; lo que quería eramorir sin desvanecerse en aquellas locuras de la debilidad de sucerebro...

Cuando Benítez la sorprendía en estas horas de calma triste ymuda, le preguntaba Ana con una sonrisa de moribunda:

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-¿Está usted contento?

Y con otra sonrisa fría, triste, contestaba el médico:

-Bien, Ana, bien... Me agrada que sea usted obediente...

Pero cuando se quedaban solos Benítez y Crespo, el doctordecía:

-No me gusta Ana...

-Pues yo la veo muy tranquila a ratos...

-Sí, pues por eso... no me gusta. Hay que obligarla a distraerse.

Y Frígilis se propuso conseguir que se distrajera.

Y por eso la rogaba que saliese con él a paseo cuando llegóaquel mayo risueño, seco, templado, sin nubes, pocas vecesgozado en Vetusta.

Pero como no consiguió nada, como Anita le pedía con lasmanos en cruz que la dejasen en paz, tranquila en su caserón,Crespo resolvió divertir a su pobre amiga en su misma casa.

«¡Si él pudiera hacer que se aficionara a los árboles y a lasflores!»

Por ensayar nada se perdía. Ensayó.

Ana, por complacerle, le escuchaba con los ojos fijos en él,sonriente, y bajaba al parque cuando se trataba de leccionesprácticas. Frígilis llegó a entusiasmarse, y una tarde contó lahistoria de su gran triunfo, la aclimatación del Eucaliptusglobulus en la región vetustense.

Durante la enfermedad de su amiga, don Tomás Crespo,desconfiando del celo de Anselmo y de Servanda, y sin pedirpermiso a nadie, se instaló en el caserón de los Ozores. Trasladó

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su lecho de la posada en que vivía desde el año sesenta, a losbajos del caserón. El tocador y la alcoba de Ana estaban encimadel cuarto que escogió Frígilis. Allí, con el menor aparato posible,sin molestar a nadie, se instaló para velar a la Regenta y acudir almenor peligro.

Comía y cenaba en la posada, pero dormía en el caserón.

Esto no lo supo Anita hasta que, ya convaleciente, se quejó undía de aquella soledad. Confesó que de noche tenía a veces miedo.Y poniéndose como un tomate, el buen Frígilis advirtiótímidamente que hacía más de mes y medio él se había tomado lalibertad de venirse a dormir debajo de la Regenta. Los criadostenían orden de no decírselo a la señora.

Desde que esto supo, Ana se creyó menos sola en sus nochestristes. Roto el secreto, Frígilis tosía fuerte abajo a propósito, paraque le oyera Ana, como diciendo: «No temas, estoy yo aquí».

Pero como la malicia lo sabe todo, también supo esto Vetusta.Se dijo que Frígilis se había metido a vivir de pupilo en casa de laRegenta, en el caserón nobilísimo de los Ozores.

Y decían unos:

-Será una obra de caridad. La pobre estará mal de recursos ycon la ayuda de Frígilis... podrá ir tirando.

Y el gran mundo echaba por los dedos la cuenta de lo que lehabría quedado a Anita. «No debía de haberle quedado nada».

-Ella rentas no las tiene.

-Las de su marido, las de don Víctor allá en Aragón no lepertenecen.

-La viudedad no la habrá pedido...

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-¡Sería ignominioso...!

-¡Ya lo creo! ¡Reclamar la viudedad... ella... causa de la muertedel digno magistrado!

-Sería indigno.

-Indigno.

-Y ya no está bien que viva en el caserón de los Ozores.

-Claro, porque aunque se lo regaló su esposo, según dicen, élfue quien se lo compró a las tías de Ana, y no con bienesgananciales, sino vendiendo tierras en la Almunia.

-Sea como sea, ella no debía vivir en esa casa.

-De modo que no se sabe de qué vive.

-Vivirá de eso. De mantener en su casa a Frígilis, que pagarábien.

-Eso sí, porque él es un chiflado, que no tiene escrúpulos...,pero es bueno.

-Bueno... relativamente -decía el Marqués, que con la gota quele empezaba a molestar iba echando una moralidad severa y unhumor negro como un carbón.

Y recordando aquel gerundio que tanto efecto había hecho enotra ocasión, resumía diciendo:

-De todas maneras, eso de vivir bajo el mismo techo que cobijaa la viuda infiel de su mejor amigo es... ¡es nauseabundo!

Y nadie se atrevía a negarlo.

Todos aquellos escrúpulos que tenía la tertulia de los Vegallanahabían atormentado también a la Regenta. En cuanto se sintió

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bastante fuerte para salir a la huerta, se atrevió a decir a Frígilis loque la atormentaba tiempo atrás.

-Yo... quisiera salir de esta casa... Esta casa... en rigor... no esmía... Es de los herederos de Víctor, de su hermana doña Paquita,que tiene hijos... y...

Frígilis se puso furioso. ¡Cómo se entiende! Todo lo habíaarreglado él ya. Había escrito a Zaragoza y la doña Paquita sehabía contentado con lo de la Almunia. «Bastante era. El caserónera de Ana legalmente y moralmente».

Ana cedió porque no tenía ya energía para contrariar unavoluntad fuerte.

Con más ahínco se negó a firmar los documentos que Frígilisle presentó, cuando se propuso pedir la viudedad quecorrespondía a la Regenta.

-¡Eso no, eso no, don Tomás; primero morir de hambre!

Y, en efecto, sí, el hambre, una pobreza triste y molesta,amenazaba a la viuda si no solicitaba sus derechos pasivos.

Ana dijo que prefería reclamar la orfandad que le pertenecíacomo hija de militar.

-Échele usted un galgo... Si eso no valdrá nada... Y no sé sipodríamos...

Y Frígilis, no sin ponerse colorado al hacerlo, falsificó la firmade Ana, y después de algunos meses le presentó la primera pagade viuda.

Y era tal la necesidad, tan imposible que por otro caminotuviera ella lo suficiente para vivir, que la Regenta, después dellorar y rehusar cien veces, aceptó el dinero triste de la viudez yen adelante firmó ella los documentos.

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Benítez y Frígilis veían en esto síntomas tristes. «Aquellavoluntad se moría -pensaba Crespo-; en otro tiempo Ana hubierapreferido pedir limosna... Ahora cede... por no luchar».

Y se le caían las lágrimas.

«Si yo fuera rico..., pero es uno tan pobre...»

«Y -añadía-, por supuesto, cobrar esos cuatro cuartos no esvergonzoso..., a ella se lo parece..., pero no lo es... Ese dinero essuyo».

Así vivía Ana.

Benítez, desde que desapareció el peligro inminente, visitómenos a la viuda.

Servanda y Anselmo eran fieles, tal vez tenían cariño al ama,pero eran incapaces de mostrarlo. Obedecían y servían comosombras. Le hacía más compañía el gato que ellos.

Frígilis era el amigo constante, el compañero de sus tristezas.

Hablaba poco.

Pero a ella la consolaba el pensar: «Está Crespo ahí».

Paso a paso volvía la salud a enseñorearse del cuerpo siemprehermoso de Ana Ozores.

Y con algo de remordimiento de conciencia, sentía de nuevoapego a la vida, deseo de actividad. Llegó un día en que ya no lebastó vegetar al lado de Frígilis, viéndole sembrar y plantar en lahuerta y oyendo sus apologías del Eucaliptus.

Se había prometido no salir de casa, y la casa empezaba aparecerle una cárcel demasiado estrecha.

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Una mañana despertó pensando que aquel año no habíacumplido con la Iglesia. Además, ya podía salir de su caseróntriste para ir a misa. Sí, iría a misa en adelante, muy temprano,muy tapada, con velo espeso, a la capilla de la Victoria, queestaba allí cerca.

Y también iría a confesar.

Sin tener fe ni dejar de tenerla, acostumbrada ya a no pensar enaquellas grandes cosas que la volvían loca, Anita Ozores volvió alas prácticas religiosas, jurándose a sí misma no dejarse vencer yajamás por aquel misticismo falso que era su vergüenza. «La visiónde Dios... Santa Teresa... Todo aquello había pasado para novolver... Ya no le atormentaba el terror del infierno, aunque secreía perdida por su pecado, pero tampoco la consolaban aquellosestallidos de amor ideal que en otro tiempo le daban la evidenciade lo sobrenatural y divino».

Ahora nada; huir del dolor y del pensamiento. Pero aquellapiedad mecánica, aquel rezar y oír misa como las demás leparecía bien, le parecía la religión compatible con el marasmo desu alma. Y además, sin darse cuenta de ello, la religión vulgar(que así la llamaba para sus adentros) le daba un pretexto parafaltar a su promesa de no salir jamás de casa.

Llegó octubre, y una tarde en que soplaba el viento Sur,perezoso y caliente, Ana salió del caserón de los Ozores y con elvelo tupido sobre el rostro, toda de negro, entró en la catedralsolitaria y silenciosa. Ya había terminado el coro.

Algunos canónigos y beneficiados ocupaban sus respectivosconfesonarios esparcidos por las capillas laterales y en losintercolumnios del ábside, en el trasaltar.

¡Cuánto tiempo hacía que ella no entraba allí!

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Como quien vuelve a la patria, Ana sintió lágrimas de ternuraen los ojos. ¡Pero qué triste era lo que la decía el templo hablandocon bóvedas, pilares, cristalerías, naves, capillas..., hablando contodo lo que contenía a los recuerdos de la Regenta...!

Aquel olor singular de la catedral, que no se parecía a ningúnotro, olor fresco y de una voluptuosidad íntima, le llegaba alalma, le parecía música sorda que penetraba en el corazón sinpasar por los oídos.

«¡Ay si renaciera la fe! ¡Si ella pudiese llorar como unaMagdalena a los pies de Jesús!»

Y por la vez primera, después de tanto tiempo, sintió dentro dela cabeza aquel estallido que le parecía siempre voz sobrenatural,sintió en sus entrañas aquella ascensión de la ternura que subíahasta la garganta y producía un amago de estrangulacióndeliciosa... Salieron lágrimas a los ojos, y sin pensar más, Anaentró en la capilla oscura donde tantas veces el Magistral le habíahablado del cielo y del amor de las almas.

«¿Quién la había traído allí? No lo sabía. Iba a confesar concualquiera y sin saber cómo se encontraba a dos pasos delconfesonario de aquel hermano mayor del alma, a quien habíacalumniado el mundo por culpa de ella y a quien ella misma,aconsejada por los sofismas de la pasión grosera que la habíatenido ciega, había calumniado también pensando que aquelcariño del sacerdote era amor brutal, amor como el de Álvaro, elinfame, cuando tal vez era puro afecto que ella no habíacomprendido por culpa de la propia torpeza».

« Volver a aquella amistad ¿era un sueño? El impulso que lahabía arrojado dentro de la capilla ¿era voz de lo alto o caprichodel histerismo, de aquella maldita enfermedad que a veces era lomás íntimo de su deseo y de su pensamiento, ella misma?» Ana

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pidió de todo corazón a Dios, a quien claramente creía ver en talinstante, le pidió que fuera voz Suya aquélla, que el Magistralfuera el hermano del alma en quien tanto tiempo había creído y noel solicitante lascivo que le había pintado Mesía el infame. Anaoró, con fervor, como en los días de su piedad exaltada; creyóposible volver a la fe y al amor de Dios y de la vida, salir dellimbo de aquella somnolencia espiritual que era peor que elinfierno; creyó salvarse cogida a aquella tabla de aquel cajónsagrado que tantos sueños y dolores suyos sabía...

La escasa claridad que llegaba de la nave y los destellosamarillentos y misteriosos de la lámpara de la capilla semezclaban en el rostro anémico de aquel Jesús del altar, siempretriste y pálido, que tenía concentrada la vida de estatua en los ojosde cristal que reflejaban una idea inmóvil, eterna... Cuatro o cincobultos negros llenaban la capilla. En el confesonario sonaba elcuchicheo de una beata como rumor de moscas en verano vagandopor el aire.

El Magistral estaba en su sitio.

Al entrar la Regenta en la capilla, la reconoció a pesar delmanto. Oía distraído la cháchara de la penitente; miraba a la verjade la entrada, y de pronto aquel perfil conocido y amado se habíapresentado como en un sueño. El talle, el contorno de toda lafigura, la genuflexión ante el altar, otras señales que sólo élrecordaba y reconocía, le gritaron como una explosión en elcerebro:

«¡Es Ana!»

La beata de la celosía continuaba el rum rum de sus pecados.El Magistral no la oía, oía los rugidos de su pasión quevociferaban dentro.

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Cuando calló la beata volvió a la realidad el clérigo, y comouna máquina de echar bendiciones desató las culpas de la devota,y con la misma mano hizo señas a otra para que se acercase a lacelosía vacante.

Ana había resuelto acercarse también, levantar el velo ante lared de tablillas oblicuas, y a través de aquellos agujeros pedir elperdón de Dios y el del hermano del alma, y si el perdón no eraposible, pedir la penitencia sin el perdón, pedir a fe perdida oadormecida o quebrantada, no sabía qué, pedir la fe aunque fueracon el terror del infierno... Quería llorar allí, donde había lloradotantas veces, unas con amargura, otras sonriendo de placer entrelas lágrimas; quería encontrar al Magistral de aquellos días en queella le juzgaba emisario de Dios, quería fe, quería caridad... ydespués el castigo de sus pecados, si más castigo merecía queaquella oscuridad y aquel sopor del alma...

El confesonario crujía de cuando en cuando, como si lerechinaran los huesos.

El Magistral dio otra absolución y llamó con la mano a otrabeata... La capilla se iba quedando despejada. Cuatro o cincobultos negros, todos absueltos, fueron saliendo silenciosos, derato en rato; y al fin quedaron solos la Regenta, sobre la tarimadel altar, y el Provisor dentro del confesonario.

Ya era tarde. La catedral estaba sola. Allí dentro ya empezabala noche.

Ana esperaba sin aliento, resuelta a acudir, la seña que lallamase a la celosía...

Pero el confesonario callaba. La mano no aparecía, ya nocrujía la madera.

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Jesús de talla, con los labios pálidos entreabiertos y la miradade cristal fija, parecía dominado por el espanto, como si esperaseuna escena trágica inminente.

Ana, ante aquel silencio, sintió un terror extraño...

Pasaban segundos, algunos minutos muy largos, y la mano nollamaba...

La Regenta, que estaba de rodillas, se puso en pie con un valornervioso que en las grandes crisis le acudía... y se atrevió a dar unpaso hacia el confesonario.

Entonces crujió con fuerza el cajón sombrío, y brotó de sucentro una figura negra, larga. Ana vio a la luz de la lámpara unrostro pálido, unos ojos que pinchaban como fuego, fijos, atónitoscomo los del Jesús del altar...

El Magistral extendió un brazo, dio un paso de asesino hacia laRegenta, que, horrorizada, retrocedió hasta tropezar con la tarima.Ana quiso gritar, pedir socorro y no pudo. Cayó sentada en lamadera, abierta la boca, los ojos espantados, las manos extendidashacia el enemigo, que el terror le decía que iba a asesinarla.

El Magistral se detuvo, cruzó los brazos sobre el vientre. Nopodía hablar, ni quería. Temblábale todo el cuerpo; volvió aextender los brazos hacia Ana... dio otro paso adelante... ydespués, clavándose las uñas en el cuello, dio media vuelta, comosi fuera a caer desplomado, y con piernas débiles y temblonassalió de la capilla. Cuando estuvo en el trascoro, sacó fuerzas deflaqueza, y aunque iba ciego, procuró no tropezar con los pilaresy llegó a la sacristía sin caer ni vacilar siquiera.

Ana, vencida por el terror, cayó de bruces sobre el pavimentode mármol blanco y negro; cayó sin sentido.

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La catedral estaba sola. Las sombras de los pilares y de lasbóvedas se iban juntando y dejaban el templo en tinieblas.

Celedonio, el acólito afeminado, alto y escuálido, con la sotanacorta y sucia, venía de capilla en capilla cerrando verjas. Lasllaves del manojo sonaban chocando.

Llegó a la capilla del Magistral y cerró con estrépito.

Después de cerrar tuvo aprensión de haber oído algo allídentro; pegó el rostro a la verja y miró hacia el fondo de lacapilla, escudriñando en la oscuridad. Debajo de la lámpara se lefiguró ver una sombra mayor que otras veces...

Y entonces redobló la atención y oyó un rumor como unquejido débil, como un suspiro.

Abrió, entró y reconoció a la Regenta, desmayada.

Celedonio sintió un deseo miserable, una perversión de laperversión de su lascivia: y por gozar un placer extraño, o porprobar si lo gozaba, inclinó el rostro asqueroso sobre el de laRegenta y le besó los labios.

Ana volvió a la vida rasgando las nieblas de un delirio que lecausaba náuseas.

Había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de unsapo.