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La Rebelión de las Conciencias: Reales Fábricas y Arqueología Industrial

Carlos Caballero

IVDirección General de Patrimonio Histórico

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La perspectiva con que los historiadores se enfrentan a los acontecimientos del pasado cambia con el tiempo, al ritmo que marcan los nuevos estudios y las modificaciones que se producen en la sociedad: las Reales Fábricas promovidas por la Corona española a partir del siglo XVIII se valoran hoy de forma distinta a como se hacía hace sólo unos años pero, paralelamente, ha cambiado el valor que se le da a los vestigios industriales del pasado.

De este modo, si en las Reales Fábricas se ve ahora un frustrado intento de industrializar y dinamizar el país, y se amplía poco a poco el conocimiento que se tiene de las causas de ese fracaso, las ruinas de las industrias en desuso se aprecian cada vez más como testimonios de la sociedad que las construyó y utilizó. Paulatinamente, el patrimonio industrial abandonado se está convirtiendo en un objeto de estudio para el arqueólogo y en algo más que un contenedor de vieja maquinaria oxidada, para ser considerado como un elemento más del patrimonio histórico que es preciso recuperar y para el que ha de buscarse una forma adecuada de presentarlo al público, a un público que, a menudo, fue el usuario de esa misma industria.

Fachada de la Real Fábrica de Paños de San Fernando de Henares, rehabilitada como sede del Ayuntamiento

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LA REAL FÁBRICA DE PAÑOS DE SAN FERNANDO DE HENARES

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LA REBELIÓN DE LAS CONCIENCIAS: REALES FÁBRICAS Y ARQUEOLOGÍA INDUSTRIAL

“Siempre nuestros gloriosos Reyes han parado su principal atención en dar ocupación ventajosa al pueblo y no dejarle ocioso y miserable”.

Campomanes

Son los inconformistas quienes mueven al mundo: detrás de los avances que jalonan la historia de la Hu-manidad se esconden innovaciones tecnológicas, pero también cambios de tendencias que permiten valorar los acontecimientos del pasado de forma más justa. Del va-lor que hoy se da al esfuerzo ilustrado para industrializar España mediante factorías auspiciadas por la Corona, y del que se otorga a los vestigios industriales del pasado, y de cómo las conciencias se han rebelado contra lo que parecía un trato injusto (benévolo para el primero, cruel para el segundo), es de lo que se trata en este texto.

Cuando, en 1721, Felipe V, el primer Borbón espa-ñol, puso en marcha la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara en Madrid, uno de los principales pilares que sustentaban su proyecto era la incorporación de tecno-logía avanzada para conseguir la producción en serie. No siempre, sin embargo, se trató de innovaciones recien-tes, pues a menudo, se recurrió a invenciones puestas en práctica mucho tiempo atrás, tanto en la Edad Media, en la que se registraron considerables avances, especial-mente en lo que se refiere a la utilización de energía hidráulica o de recursos mineros para producir la ener-gía motriz (Gimpel, 1981), como en la Edad Moderna, momento en el que se redactaron algunos tratados me-morables sobre maquinaria, como el titulado “Los vein-tiún libros de los ingenios y las máquinas”, atribuido al italiano afincado en España Juanelo Turriano. El Rena-cimiento había significado, en fin, la generalización del uso de todo tipo de máquinas energías hidráulicas, pero el escenario idóneo para aplicar esa ingeniosa maquina-ria a la industria no se creará en España hasta el siglo XVIII, cuando la Ilustración sea la encargada de poner en marcha el engranaje necesario.

La Ilustración fue, por tanto, el vehículo, y la Francia del colbertismo, el modelo que había de imitarse, dan-do al Estado el papel primordial en la industrialización (Helguera, 1991: 52). Las primeras manufacturas auspi-ciadas por el Estado, o por gente próxima a la Corona, se miraban en el espejo de las manufactures royales promovi-das por Colbert en Francia en la segunda mitad del siglo XVII y, apenas un lustro después de la fundación real de la Fábrica de Tapices, la iniciativa privada se hacía eco de los nuevos planteamientos industriales, y el Conde de Aranda costeaba en Alcora, a partir de 1726, una fábrica de lozas que acabó por convertirse en una prestigiosa fac-toría, más tarde asumida por la Corona, y en la prime-ra fábrica española de objetos suntuarios auspiciada por el capital privado (Mañueco, 2005: 17). Por lo demás, salvo este precoz ejemplo alcoreño, y pese a que las fun-daciones reales se sucedieron en los años siguientes, no habrían de encontrar mayor reflejo en la iniciativa par-ticular durante la primera mitad del siglo XVIII, quizás como un síntoma de lo que habría de suceder.

Y ello pese a que se trataba de lograr un objetivo para el bien común, pues la meta primordial que se per-seguía con las Reales Fábricas, o al menos así se enunció fue reducir el gasto derivado de las importaciones, tra-tando así de equilibrar la maltrecha balanza de pagos he-redada de los Austrias, para lo que se llegó a aplicar un fuerte proteccionismo aduanero (Helguera, 1991: 62).

En menor medida, se pretendía abastecer los Reales Sitios de objetos suntuarios y, como corolario, presti-giar a la Corona poniendo bajo su auspicio la producción de objetos de lujo. Se buscaba igualmente racionalizar el trabajo fabril, no sólo a nivel regional -mediante una ade-cuada distribución de las factorías, a priori allí donde la iniciativa privada no alcanzaba a desarrollarlas (Aguilar, 2007: 84)-, sino también dentro del propio complejo industrial, con la distribución funcional de los espacios.

Las bases de la política industrial las fijaría más tar-de Campomanes en su Discurso sobre el Fomento de la Industria Popular, de 1774, que algún autor ha descrito como “tan ingenuo, como bienintencionado” (Requena, 1996: 196), una opinión basada en el espíritu general del texto, expresado en frases como “las costumbres arregladas de la nación crecerán al paso mismo que la industria y se consolidarán de un modo permanente.

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Es imposible amar el bien público y adular las pasiones desordenadas del ocio. La actividad del pueblo es el ver-dadero móvil que le puede conducir a la prosperidad, y a ese blanco se dirige el presente razonamiento” (Rodrí-guez Campomanes, 1774: Advertencia).

Materializar esas buenas intenciones requería de un plan, de unas estrategias a corto y medio plazo. Por ello, para tratar de racionalizar la producción, las Reales Fábricas dividieron pronto su actividad en tres ramos (Cruz, 2007: 32): las primeras se dedicaron a la produc-ción de tejidos, tanto alfombras y tapices, como paños de lana; por otra parte, se establecieron numerosas in-dustrias militares, en particular fundiciones de artillería (Eugui, Orbaiceta, Sevilla, Barcelona, etc…), y otras ya existentes, en especial los arsenales de El Ferrol o Cartagena, fueron controlados por el Estado, que asu-mió también la gestión de las minas y otros monopolios fiscales, como el tabaco (fabricado en Madrid y Sevilla) o la pólvora (producida en Villafeliche). Finalmente, un bloque considerable de Reales Fábricas estuvo constitui-do por aquellas factorías consagradas a la producción de objetos de lujo, principalmente cristales (en La Granja) y porcelanas (Buen Retiro). Este empeño industrializa-

dor, aunque se concentró en algunas zonas, no desdeñó regiones como Galicia (Filgueira, 1997: 7) en las que, hasta entonces, la actividad fabril había sido reducida.

Por otro lado, para la puesta en marcha de tan am-bicioso plan se necesitaba de la construcción de edificios nuevos, factorías promovidas, sufragadas, mantenidas y explotadas por el Estado, aunque otra estrategia seguida con frecuencia fue asumir una factoría privada con la es-peranza de incrementar la producción de un bien consi-derado esencial: tal fue el proceso seguido con las salinas del valle de Añana, en álava, controladas por el Estado a partir de 1801 (Plata, 2003), o en la siderurgia de Sar-gadelos, dedicada a producir armamento para la Corona a partir de 1794 (Filgueria, 1997: 9); ocasionalmente, el Estado compraba una factoría existente, como sucedió con la ferrería de Eugui, adquirida en 1546 como antece-sora de la Real Fábrica de Armas que empezó a producir en 1766 (Rabanal, 1987: 30). Y, circunstancialmente, el proceso se invertía, y era la Corona quien cedía a los par-ticulares la gestión de alguna Real Fábrica, como sucedió en la de Algodones de ávila y, por dos veces, en la de Paños de Talavera de la Reina (Peñalver, 1996: 181).

Figura 1 - Fachada de la Real Fábrica de Tapices de Madrid, estado actual

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Los objetivos sociales, los planteamientos teóricos y los resultados estéticos han hecho que, durante decenios la historiografía haya tenido para las Reales Fábricas un juicio benévolo, basado en los valores generales supues-tos a la Ilustración y en los apreciables méritos artísticos de los edificios construidos al efecto. Aún a finales de los años 80 del siglo XX Aurora Rabanal escribía así al tratar de las fábricas del Pirineo navarro: “La creación

de las Reales Fábricas de municiones de hierro colado de Eugui y Orbaiceta es buena muestra del cambio que supuso el paso de una industria rural de tipo tradicional, representada por la ferrería, al nuevo concepto espacial que representa la “Real Fábrica” y la población indus-trial, consecuencia, en ambos casos, del desarrollo de una nueva mentalidad racional, generadora de una orde-nación funcional del espacio de producción de la fábrica,

Cuadro 1

REALES FÁBRICAS EN ESPAÑA

Latón, Cobre y Cinc de San Juan de Alcaraz Relojes de Madrid

Metales de San Jorge del Munco, Albacete Salitre de Madrid

Hojalata de El Salobre, Albacete Tapices de Santa Bárbara, Madrid

Fusiles de Oviedo, Asturias Tejidos de Chinchón, Madrid

Hojalata de Fontameña, Asturias Naipes de Macharaviaya, Málaga

Municiones de Trubia, Asturias Arsenal de Cartagena, Murcia

Tejidos Estampados de Algodón, Ávila Cristales y vidrio de Santa Lucía, Cartagena, Murcia

Fundición de Cañones de Bronce, Barcelona Lonas y jarcias de Cartagena, Murcia

Arsenal de San Fernando de La Carraca, Cádiz Pólvora de Murcia

Municiones de Jimena de la Frontera, Cádiz Salitre de Lorca, Murcia

Paños de Almagro, Ciudad Real Salitre de Murcia

Pólvora de Ruidera, Ciudad Real Seda a la Piamontesa de Murcia

Relojes de Ciudad Real Municiones de Eugui, Navarra

Arsenal de El Ferrol, Coruña Municiones de Orbaiceta, Navarra

Tejidos de Cuenca Pólvora de Pamplona, Navarra

Municiones, S. Sebastián de La Muga, Gerona Tejidos de lana de Ezcaray, La Rioja

Pólvoras de Granada Paños de Béjar, Salamanca

Paños de Brihuega, Guadalajara Astillero de Guarnizo, Santander

Paños de Guadalajara Municiones de La Cavada, Santander

Anclas de Hernani, Guipúzcoa Municiones de Liérganes, Santander

Cañones de Placencia, Guipúzcoa Acero de La Granja, Segovia

Municiones de Tolosa, Guipúzcoa Cristales de La Granja, Segovia

Lino de León Lienzos de La Granja, Segovia

Municiones de Sargadelos, Lugo Paños superfinos de Segovia

Aguardientes y Naipes, Madrid (después, Fábrica de Tabacos) Fundición de Cañones de Bronce, Sevilla

Alfombras Turcas de la calle de San Bernardo, Madrid Tabacos de Sevilla

Lencería y Pintados de Aranjuez, Madrid Espadas de Toledo

Lozas de La Moncloa, Madrid Seda de Talavera de la Reina, Toledo

Paños de San Fernando de Henares, Madrid Abanicos de Valencia

Paños de Vicálvaro, Madrid Abanicos de Valencia

Paños finos de Valdemoro, Madrid Lozas de Alcora, Valencia

Papel de San Fernando de Henares, Madrid Seda de Vinalesa, Valencia

Platería de Martínez, MadridPólvora de Villafeliche, Zaragoza

Porcelana de El Buen Retiro, Madrid

Nota: se incluyen Reales Fábricas fundadas por la Corona y otras de iniciativa privada asumidas más tarde por el Estado, además de las que recibieron la consideración de Real Fábrica a título meramente honorífico.

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según las diferentes fases del proceso de trabajo, dando lugar al nacimiento de unas tipologías arquitectónicas específicas, que no se dudan en repetir, una vez probada su eficacia, y a la aparición de la vivienda obrera, con una separación clara entre el espacio urbano y el propia-mente industrial” (Rabanal, 1987: 103).

El tamiz del tiempo, y la asunción de una perspec-tiva más social desde la que enfrentarse al análisis, han motivado que las luces de la Ilustración hayan dejado paso a ciertas sombras, especialmente en lo referente a la idea de promover las Reales Fábricas. Su peculiar arquitectura, reflejo del poder y fiel a cánones clásicos, con marcados ejes de simetría y una airosa sucesión de patios cerrados por crujías largas de poca altura, había hecho que se les prestase atención más como monumen-to que como factoría, y que los valores artísticos hayan llamado la atención más que las circunstancias sociales: ha existido más una preocupación por estudiar el con-tenedor (vgr. Rabanal, 1996), que por conocer la mano de obra que allí trabajaba en largas jornadas, con opera-rios bajo estricto control (Aguilar, 2007: 85).

Pero nuevos datos aportados por la arqueología y la documentación han golpeado las conciencias de los historiadores, que ahora valoran el proyecto real de otra manera, y asumen que, de modo global, las Reales Fá-bricas distaron de ser un éxito. En más ocasiones de las que sin duda era deseable, la fábrica estaba abocada al fracaso ya desde el origen por una mala elección del em-plazamiento: este mismo volumen refleja cómo la Real Fábrica de San Fernando se instaló en uno de los lugares más inadecuados posibles, en una zona pantanosa procli-ve a la aparición de paludismo y fiebres tercianas y, aun-que esas circunstancias se pusieron de manifiesto a poco de comenzar la producción fabril, eso no fue óbice para que, años después, se perseverara con la idea de trasla-dar a San Fernando otra manufactura real, proponien-do instalar en el mismo lugar la de Porcelana del Buen Retiro (Mañueco, 1999: 21), e incluso se trasladara allí alguna industria privada, como la pañería de Morata de Tajuña (Corella, 1996: 255). Otras veces no se trataba de haber escogido un entorno insalubre, sino de locali-zar la factoría en un emplazamiento desacertado desde

Figura 2 - Del Discurso de Campomanes (1774) al Plan Nacional de Patrimonio Industrial (2007):casi dos siglos y medio de historia industrial en España

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la óptica geopolítica: así sucedió con las Reales Fábricas de Armas de Eugui y Orbaiceta, en el Pirineo navarro y a cuatro pasos de la frontera con Francia, país que, en el inicio de los conflictos con España, convirtió am-bas factorías en blanco fácil y estratégicamente eficaz, bombardeándolas sin mayores impedimentos (Sánchez Delgado, Unzu, 1988: 30).

Entre otras razones derivadas de la mala ubicación de algunas de las factorías promovidas por la Corona no ocupa un lugar insignificante el alejamiento de las mate-rias primas necesarias para la producción: la necesidad de madera o carbón para el abastecimiento de los hornos era una circunstancia que, a menudo, o no se había previsto, o no se había calculado con la precisión deseable ya que, aunque se dispusiese de masas boscosas en el entorno de las factorías, las Reales Fábricas las consumían a veloci-dades vertiginosas. Así, esta circunstancia lastró siderur-gias como las de Orbaiceta (Sánchez Delgado y Unzu, 1988: 30), lejana a los recursos y abierta en 1784 como consecuencia del altísimo consumo de combustible de la cercana fábrica de Eugui (Rabanal, 1987: 64), La Ca-vada, donde fue necesario idear un ingenioso sistema de traslado de leña a través del río Miera, basándose en una sucesión de presas y otras obras de fábrica (Sierra, 2006) o Sargadelos, donde con anterioridad a la fundación de la fábrica fue preciso repoblar la zona (Filgueira, 1997: 8).

Se pone así de manifiesto que la Corona no reparó en gastos a la hora de construir fábricas y de alimentar-las, pero su ciertamente ambiciosa política industrial no encontraba contrapartida, sin embargo, en la creación de un tejido social que sirviera para sustentar la produc-ción. Quizás en este proceso de creación y crisis de las Reales Fábricas españolas se hace patente, como en pocos campos, el ubicuo lema ilustrado (“todo para el pueblo, pero sin el pueblo”), y se descubre cómo los principales promotores de la idea, adalides del Despotismo ilustra-do (Campomanes, Uztáriz y, en menor medida, Jove-llanos y Floridablanca), desconocían la base social sobre la que se pretendía instalar la producción industrial de la Corona, de tal modo que las Reales Fábricas tendieron a posarse sobre el pueblo llano como un fino manto de aceite lo hubiera hecho sobre el agua de un embalse: sin vocación de mezclarse. Ciertamente, las Reales Fábri-cas dieron trabajo a un elevado número de trabajadores

Figura 3 - Ruinas de la Real Fábrica de Armas de Orbaiceta, en el Pirineo Navarro

Figura 4 - Noria reconstruida perteneciente a la Real Fábrica de Porcelanas del Buen Retiro (Madrid)

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oriundos de los lugares en los que se instalaban, lo que contribuyó a elevar el nivel de vida de esas comarcas, pero las condiciones laborales no eran, precisamente, las mejores para esos obreros especializados, a menudo niños, que habían de trabajar en jornadas de once o doce horas (Mañueco, 2005: 19). Las malas condiciones de vida, en fin, de un numeroso personal que, a menudo, vivía en el entorno del núcleo fabril, y alguna circuns-tancia adicional, como el hecho de que alguna vez fue preciso desahuciar a los habitantes de algún lugar para facilitar la instalación de la fábrica dieron lugar a conti-nuas protestas y hasta alguna huelga, como la registrada en Sargadelos en abril de 1798, precursora de las re-vueltas que, once años después, acabaron con la muerte del promotor de la industria local, Ibáñez, un ambicioso visionario que había instalado en el lugar una siderurgia y fábricas de loza y vidrio (Filgueira, 1997: 9).

La elección del personal encargado de poner en marcha cada proyecto fue, quizás, otra de las razones del fracaso global. Los planteamientos teóricos se ha-bían realizado desde lugares distantes de los futuros em-plazamientos de las industrias, y a menudo se recurrió al envío de especialistas traídos del extranjero. En reali-dad, lo que se hacía con esto era mantener vigente una tendencia ya iniciada un par de siglos antes por Felipe II, quien había hecho traer de Austria a expertos para esco-ger el emplazamiento y montar la maquinaria de la nue-va Casa de la Moneda de Segovia, inaugurada en 1583 (Murray et al., 2006: 21). A partir de ese momento, y especialmente con las Reales Fábricas del siglo XVIII, la presencia de extranjeros al frente de las factorías espa-ñolas fue una constante: así, el Conde de Aranda trajo de Provenza especialistas en loza para su fábrica de Al-cora (Mañueco, 2005: 19), Bonicelli, antiguo director de la fábrica de Capodimonte (Nápoles), fue nombrado por Carlos III primer responsable de la del Buen Retiro (Mañueco, 1999: 49), Albert y Collier fueron encar-gados de la Real Fábrica de Algodones de ávila (Sie-rra, 2000: 70), Frank Richter se encargó de Sargadelos, Jean Maritz de la artillería de Sevilla, Vandergoten y Stuyck dirigieron la Real Fábrica de Tapices de Madrid, Wolfgang de Mucha organizó el sistema de captación de recursos de La Cavada, en Santander (Sierra, 2006), Schepers siguió los pasos de Bonicelli en el Buen Retiro,

Figura 5 - Una de las presas del sistema de abastecimiento de troncos de la Real Fábrica de Armas de La Cavada (Cantabria)

Figura 6 - Vista general del complejo del Real Ingenio de la Moneda de Segovia, en proceso de rehabilitación

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Graubner dirigió la fábrica de hojalatas de Alcaraz… La nómina es, en todo caso, interminable, y se completó con la participación de profesionales de diversos oficios: conviene, quizás, recordar que la aportación extranjera a la producción de paños de San Fernando es gigantes-ca. Tras ellos, por debajo de ellos, si lo que se quiere es restablecer el orden jerárquico y no respetar sólo el temporal, desarrollaron su trabajo hombres de una valía indiscutible, ilustrados emprendedores cuyo papel está siendo, poco a poco, reivindicado en los últimos tiem-pos (Tuda, 2000), nombres como Bartolomé Sureda, Ventura Sit, Agustín de Betancourt o Antonio Ibáñez, y sin los cuales no podría entenderse el proyecto indus-trializador español que cabalgó entre los años finales del XVIII y los primeros del XIX.

Si recurrieron a extranjeros para poner en marcha el proyecto, tampoco, en fin, sirvieron las Reales Fá-bricas para mejorar el nivel de vida del pueblo, al que se pensaba culturizar por el peculiar procedimiento de la industrialización, y el fracaso fue especialmente duro a la hora de acabar con el sector pobre de la población, una de las más insistentes propuestas del discurso de Campomanes (1774: VI), y ello pese a que se estable-cieron en algunos Hospicios, también bajo el auspicio real, Escuelas – fábrica, en realidad talleres artesanales que pretendían enseñar un oficio a los auspiciados y que ellos contribuyeran a la industrialización con su trabajo (Helguera, 1991: 74).

En todo caso, las Reales Fábricas fracasaron en su idea inicial de impulsar la maltrecha economía españo-la, y su rentabilidad económica fue muy escasa como consecuencia, en esencia, de la mala elección de los productos y de los mercados y, en particular -, por su baja productividad, derivada de un grado muy bajo de mecanización, lo que permitía elaborar manufacturas de gran calidad, pero a precios muy poco competitivos, en especial con los importados de Europa. Se partió de una serie de industrias - piloto (Helguera, 1991: 66) dedica-das por lo general a los tejidos, y así nacieron las fábri-cas de Tapices de Madrid y las de paños de Guadalajara, San Fernando, Brihuega y Ezcaray. El fracaso, en fin, de esta iniciativa estatal contrasta con el resultado obtenido en otras regiones donde el capital privado controlaba la actividad fabril, como Cataluña, y donde se aprovechó

la circunstancia de que, en el fondo, el país contaba ya, en el último cuarto del siglo XVIII, con maquinaria y capital suficiente para poder industrializarse (Cantallops y Hernández, 2007: 294).

Los avances tecnológicos en los que se basaba la in-cipiente industrialización española originaron empresas singulares, entre las que sobresalió el Real Gabinete de Máquinas, asentado en el Palacio del Buen Retiro, apoyado por Floridablanca y gestionado por un grupo de jóvenes técnicos con la enorme figura de Agustín de Betancourt al frente (González Tascón, 1996). Desde la distancia, puede hoy juzgarse que las empresas industria-les de los Borbones estaban en el siglo XVIII abocadas al fracaso con una firmeza irrevocable; las dimensiones del desastre habían de ser directamente proporcionales a la magnitud de la empresa y, por supuesto, el ambicioso Real Gabinete de Máquinas no había de ser menos en este cúmulo de desgracias. Este primer museo tecnoló-gico español, que reunió a figuras de la talla de Sureda y Betancourt, sentó las bases para el paso de la protoin-dustrialización ilustrada al antecedente de la Revolución Industrial (Romero y Sáenz, 1996) pero, inmerso en la misma coyuntura que las Reales Fábricas, tuvo una cor-ta vida: inaugurado en 1792, fue duramente golpeado por la Guerra de la Independencia en 1808 y, aunque parte de su maquinaria se trasladó, con el tiempo se per-dió su pista para siempre; su memoria y un atisbo de la grandeza del proyecto, fue recuperada, ya a finales del siglo XX, en una exposición organizada por el Centro de Estudios Históricos de Obras Públicas y Urbanismo (Romero y Sáenz, 1996).

Si, al margen de la incoporación de nueva tecno-logía, lo que se propuso la gran empresa de las fábricas reales era organizar el territorio mediante la creación de un tejido industrial, objetivo ciertamente ambicioso para la época, pero fiel al espíritu ilustrado, sólo cabe concluir que tampoco se consiguió, y tan sólo en algunos lugares la fábrica se convirtió en el centro de un nuevo urbanismo, basado en la creación de espacios funciona-les asociados a la factoría. En este sentido, sobresalen los casos de las fábricas de armas de Eugui y Orbaiceta, en el Pirineo navarro, donde el espacio se divide claramente en dos zonas, habitación y producción (Rabanal, 1987: 79), o el de San Fernando de Henares, donde la fábrica

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es el germen de una nueva población asentada sobre una antigua, Torrejón de la Ribera, a la que suplanta de tal manera que cabe, en todo caso, hablar de una funda-ción ex novo (Cantallops y Hernández, 2007:394). En esa nueva población, además del enorme espacio que cen-traliza el conjunto, se construyeron dos plazas, una cuadrada para alojar las viviendas de los trabajadores, y otra redonda, donde ubicar los edificios institucionales (Agustí et alii. 2005: 15). Finalmente, entre las pre-misas urbanísticas más fielmente seguidas estuvo la de instalar las fábricas de artículos de lujo en los arrabales de las grandes ciudades, reservando una localización ru-ral para aquéllas de géneros de primera necesidad, o de productos cuyas materias primas o fuentes de energía así lo exigían (Rabanal, 1996).

Lo cierto es que, sin excepción, todas las Reales Fábricas fueron naufragando, cerrando sus puertas o reorientando su producción entre los años finales del siglo XVIII y los primeros del siglo XIX. Para la mayoría de ellas la Guerra de la Independencia fue un

duro golpe, que cercenó de raíz algunas de las más significadas, como el Buen Retiro o Guadalajara, una de las mayores manufacturas textiles estatales de todos los tiempos (Delsalle, 1998: 174), y sumió en la crisis a otras, como Tapices de Santa Bárbara o Cristales de La Granja. Gonzalo Anes (1996: 30) ha señalado cómo, pese al esfuerzo industrializador realizado por la Corona, la distancia entre la economía española y la de los principales países europeos era a finales del siglo XVIII mayor que a comienzos de la centuria, cuando España se despertaba apenas de la crisis heredada de los últimos Austrias. La gestión pública había supuesto el gasto de sumas de dinero mucho más elevadas de lo previsto, para obtener el antieconómico resultado de baja productividad a altos precios, en un contexto en el que la iniciativa privada no acababa de arraigar y, en todo caso, no podía competir con los medios de la Corona. Las Reales Fábricas pecaron de no incluir al pueblo entre sus potenciales clientes, lo que, si bien estaba conforme con la esencia de la filosofía ilustrada,

Figura 7 - El edificio de la Real Fábrica de Paños de Brihuega destaca sobre toda la población (Foto: Auditores de Energía y Medio Ambiente)

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resultaba nefasto para su balance económico, máxime cuando los consumidores no obtenían ventajas por la existencia de las manufacturas reales, ya que los costes altos de producción impedían que el precio fuera todo lo bajo que pudiera ser si hubiera libre concurrencia.

El propio Anes (1996) concluye que las Reales Fá-bricas “debían perecer y perecieron” porque, “además de sacrificar la industria libre, se destruían a sí mismas con sus reglamentos prolijos, con la mala administración de sus recursos, con los asientos con el gobierno, con la desacertada elección de oficiales y con la ineficacia y dis-pendios propios de la gestión pública de las empresas”.

En ese clima adverso, otros factores contribuyeron al desastre: la persistencia del sistema gremial fue otro de los catalizadores del fracaso, especialmente por su marcada tendencia al inmovilismo en lo referente a la organización del trabajo y al rechazo a las innovaciones tecnológicas. El propio Campomanes reconoció en 1783 que los paños seguían fabricándose del mismo modo que

tres siglos antes (Benaul y Sánchez, 2003), de tal suer-te que aún a comienzos del siglo XIX las manufacturas reales dedicadas al tejido en Castilla, lastradas por una enorme burocracia, vivieron ajenas a los adelantos que deberían haber provocado la introducción de nuevas máquinas (Sierra, 1997: 214).

Paralelamente, la industria popular fomentada por Campomanes, ajena a la innovación y entendida como un complemento de la agricultura, que debía seguir siendo la principal actividad del país, resultó a todas luces ineficaz, y sólo en aquellos lugares en los que se pudo crear un tejido industrial ajeno a la agricultura, y capaz de crecer por sí mismo, fue posible sentar las ba-ses de la industria moderna, contraviniendo los irreales e ingenuos planteamientos de Campomanes, a los que, de un modo menos benévolo, podría directamente ta-charse de inmovilistas.

En todo caso, es probable que una de las más nota-bles causas del fracaso de la política de las Reales Fábri-

Figura 8 - Fachada de la Real Fábrica de Cristales de La Granja, sede de la Fundación Centro Nacional del Vidrio

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cas fuera anteponer las importaciones como problema básico de la economía, en vez de considerar el consumo creciente de una población en aumento, y no prever que no bastaba con la Monarquía como único cliente (Re-quena, 1996: 202). Los errores cometidos en el último tercio del siglo XVIII y una coyuntura política cierta-mente adversa, con las guerras con Francia e Inglaterra, impidieron ver los resultados reales que hubieran podido alcanzarse, porque después de la Guerra de la Indepen-dencia ya nada volvió a funcionar de igual manera. En 1816, la solicitud de Bartolomé Sureda de instalar una fábrica de hilados en Mallorca fue desaconsejada así por Juan López de Peñalver: “atendido el estado de nuestra industria, la falta actual de establecimientos para pro-pagar las luces, y la especie de organización económica que hay en este país, donde el saber y el ingenio sacan poco fruto de sus tareas…” (Sierra, 2000: 81), ponien-do de manifiesto el cansancio ilustrado tras decenios de batallar contra coyunturas nefastas.

En fin, ni con continuos cambios de ubicación, ni con reorientación de la producción de las fábricas, ni con la adopción de nuevas maquinarias o con la concen-tración de los esfuerzos en alguna de las principales fue posible salvar de la crisis al sistema de las Reales Fábri-cas, pese al empeño puesto en algún caso: en 1817, se realizó un especial esfuerzo por revitalizar la gran fac-toría de paños de Guadalajara, tocada de muerte desde la guerra con Francia, y se concentraron en ella esfuer-zos, maquinaria y personal procedentes de otras del en-torno, como ávila o Segovia, pero la fábrica cerró sus puertas definitivamente en el siguiente vaivén político, en 1822.

Ciertamente hay que reconocer algún aspecto po-sitivo en la acción de la Corona con la creación de las Reales Fábricas -más allá de los puramente estéticos, ensalzados tradicionalmente-. Es cierto que se generó empleo, se asentó a parte de la población y, ocasional-mente, se llevó la prosperidad a alguna localidad en la que se ubicó una Real Fábrica (Requena, 1996: 194), pero Campomanes pretendía cimentar la industrializa-ción del país sobre algunas bases, cuando menos, des-acertadas: el Discurso trata de la incorporación de la no-bleza al mercado de trabajo (“los caballeros y las gentes acomodadas pueden ayudar a sus renteros”), y pretendía

que los agricultores dedicasen su tiempo libre a trabajar en las manufacturas, para que no disminuyese el núme-ro de labradores en el Estado. Porque no siempre los grandes hombres saben ejecutar sus buenas iniciativas, la idea excelente de importar a España el mecanismo idea-do por Colbert en Francia un siglo antes no encontró, en contrapartida, un mecanismo que permitiera aplicar-la, dado el profundo desconocimiento que el universo ilustrado parece demostrar de su pueblo, al menos en este aspecto.

En consecuencia, la Real Fábrica de San Fernando de Henares reúne todos los elementos esenciales del pro-yecto borbónico, como cabía esperar por su fundación en el apogeo de estas manufacturas (Helguera, 1991: 76), y como ha quedado de manifiesto después de las di-versas campañas de excavación arqueológica realizadas desde 1997. Ligadas siempre a obras civiles, estas inter-venciones se encuadran dentro de lo que, desde hace tan sólo medio siglo, se viene denominando, con mayor o menor exactitud, “Arqueología industrial”. Conmueve pensar que, hace no muchos años los vestigios industria-les de la real factoría fernandina hubieran pasado inad-vertidos y hubieran sido ignorados durante la construc-ción de las nuevas infraestructuras y dotaciones, basta con repasar rápidamente lo que ha sido la historia del solar hasta nuestros días: creada la nueva industria sobre una pequeña población en 1746, y fracasada no mucho después, pese a diversos intentos por reflotarla, el re-cuerdo de la Real Fábrica fue aniquilado precisamente por la perpetuación en el espacio de actividades pro-ductivas que arrasaron las estructuras del XVIII; el lugar perdió, ya en el siglo XX, la memoria de su uso origi-nal, y quedó como un espacio industrial molesto y deca-dente, primero, y como un solar abandonado, después, hasta que las intervenciones arqueológicas realizadas han permitido conocer lo esencial de su estructura y de su historia, como exponentes del cambio de mentalidad vivido en estos años respecto al patrimonio industrial, aunque el camino podría haber sido bien distinto.

Cuando la fábrica de San Fernando era ya una ruina, y de su pasado industrial apenas nada quedaba, surgió del Estado la absurda idea de reconstruir el “Palacio Real” (sic) de aquella localidad, pintoresco proyecto que, sin duda, evocaba el desconocimiento a que se había llegado

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sobre la historia del edificio, y del cual se encargó Luis Cervera, quien dio a sus bocetos su característico aire es-curialense, tan acorde, por lo demás, con el espíritu del régimen. Era 1946 y aquel proyecto nunca ejecutado no impidió la ruina de las estructuras industriales fernandi-nas. Paralelamente, en el mundo exterior, se acuñaba un nuevo término, “Arqueología Industrial”, para refe-rirse a los vestigios fabriles que, por entonces, podían registrarse a lo largo y ancho de una Europa arrasada por la II Guerra Mundial; Douet (1997: 108) destaca que el término se utilizara por vez primera no en una revista “académica”, sino en una modesta publicación titulada “El historiador amateur”, situando fuera de los circuitos científicos un movimiento de valorización del vestigio industrial que significaba que, contra la destrucción de

la guerra, la conciencia de los historiadores se rebelaba elevando a categoría de resto arqueológico la huella de aquellos edificios que, hasta poco antes, habían contri-buido con su molesta presencia cotidiana en la periferia de las ciudades al bienestar económico de la sociedad.

Sentadas las bases, apenas unos años más tarde surgió la disciplina propiamente dicha, también como consecuencia de una reacción académica contra la des-trucción de un edificio industrial: la demolición de la estación ferroviaria de Euston, en Londres, generó en 1962 un movimiento contrario al derribo que acabó dando origen a la arqueología industrial (Martínez Pe-ñarroya, 2002: 201). Al año siguiente, uno de sus pio-neros, kenneth Hudson, fijó los objetivos de la naciente disciplina en el descubrimiento, catalogación y el estudio

Figura 9 - Ruina de la Real Fábrica de San Fernando de Henares en 1947

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de los restos físicos del pasado industrial, para conocer a través de ellos aspectos significativos de las condiciones de trabajo, de los procesos técnicos y de los procesos productivos (Hudson, 1963). Era lógico, considera Ca-sanelles (1996: 84), que el país que había encabezado la industrialización de la vieja Europa, el Reino Unido, fuera el primero en otorgar un valor añadido al patrimo-nio industrial y en reivindicar su conservación y estudio y así, por primera vez, en los años 60 del siglo XX, sur-gieron desde la sociedad voces para conservar un patri-monio que ella misma había utilizado, y paulatinamente se fue modificando la imagen que se tenía de la industria pesada. Un nuevo hito tuvo lugar en 1968 en Alemania (zweite, 2005), donde se generó un acalorado debate acerca de la conservación de la nave de máquinas de la

mina zollern, en Dortmund; el movimiento, que se re-solvió con la conservación del edificio, puso además de manifiesto que la importancia artística de los complejos industriales no podía ser el único criterio a favor de su conservación, pues había que tener en cuenta también aspectos socioeconómicos, históricos y tecnológicos, además de aclarar la futura utilización, organización y financiación de esos edificios e instalaciones que habían perdido su función original.

En esta toma en consideración del patrimonio in-dustrial como objeto de estudio tienen su particular protagonismo iniciativas particulares y colectivas; entre las primeras, sin duda, los reportajes fotográficos de los Becher, dedicados desde finales de los años 50 a recorrer Europa para plasmar en imágenes los vestigios industria-

Figura 10 - Fachada de la Real Fábrica de Paños de San Fernando de Henares, en la crujía rehabilitada como sede del Ayuntamiento

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les de otras épocas, edificios e instalaciones en desuso o a punto de estarlo (castilletes de extracción de minas, ga-sómetros, depósitos de agua, naves industriales…). En-tre las iniciativas colectivas, en fin, debe ser considerada la creación de un organismo internacional que aglutinase todas las iniciativas de defensa del patrimonio industrial: The International Commitee for the Conservation of the Industrial Heritage (TICCIH) que, creado en 1973 en Ironbridge, promovió la firma en Moscú, en 2003, de la llamada Carta de Nizmhy Tagil para el Patrimonio In-dustrial (Fernández Posse, 2007: 19). Simultáneamente, desde los primeros años del siglo XXI la UNESCO ha demostrado una especial sensibilidad con el patrimonio industrial, duplicando en apenas seis años el número de elementos industriales incorporados a la lista de Patri-monio Mundial (véase cuadro 2), y prestando notable atención a las instalaciones vinculadas a la Revolución Industrial. En esencia, se asume por todos los relacio-nados con el patrimonio industrial que, por varias ra-zones inherentes a sus especiales características, se trata de un patrimonio particularmente frágil, como resume Humanes (2007: 45), tanto por el elevado número de elementos susceptibles de ser conservados que, además están sujetos a continua transformación y ya no son eco-nómicamente rentables en sí mismos por haber perdido su función tecnológica inicial; a ello hay que añadir que los espacios industriales a menudo ocupan grandes su-perficies de un único propietario, enclavadas en espacios urbanos privilegiados o susceptibles de ser ocupados por la ciudad en expansión. Finalmente, no hay que olvidar que, a su absoluta desprotección legal, hay que unir el hecho de que, ni en la Administración ni en la sociedad, exista sensibilización hacia este patrimonio, lo que origi-na una total disparidad de criterios a la hora de determi-nar qué ha de hacerse con los vestigios industriales.

En España, en fecha relativamente temprana -aun-que con el tradicional retraso para asimilar avances-, cabe mencionar como pioneros los talleres de arqueología in-dustrial realizados en Orbaiceta desde 1986, coincidien-do con campañas de excavación en la Real Fábrica de Armas (Sánchez Delgado y Unzu, 1988). En apenas dos decenios la arqueología de las industrias ha ganado espa-cio en España, hasta convertirse en una disciplina propia: así, y por limitar la relación a Reales Fábricas, se han rea-

lizado excavaciones de diverso alcance en la de Cristales de La Granja (Fernández Esteban, 2005), donde también se han recuperado vestigios de maquinaria (Pastor y de las Casas, 1996), en las Salinas de Añana (Plata, 2003), en el Real Ingenio de la Moneda de Segovia (Caballero, Martín y Fernández, 2005), o en las fábricas de paños de Brihuega (Cantallops y Hernández, 2007) y San Fernan-do de Henares, objeto de este volumen.

Con todo, desde los años finales del siglo XX tiene lugar en las grandes ciudades españolas un proceso distinto, la desindustrialización o, al menos, la desaparición de las naves que acogían industrias pesadas, y la sustitución de polígonos enteros de instalaciones fabriles por nuevos barrios de viviendas. Se trata, en muchos casos, de eliminar del paisaje urbano edificios industriales que carecen de la antigüedad suficiente como para contar con protección legal, de suprimir instalaciones de las que sólo se recuerda las molestias que causaba su proximidad y de las que no se considera su valor artístico o arquitectónico por tratarse de cons-

Figura 11 - Fotografía de los Becher

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trucciones relativamente recientes, vinculadas a menudo a la actividad laboral de muchos de los ciudadanos que observan impasibles su paulatina (o no tan lenta) destrucción. No obstante, algunas voces se están alzando contra la sistemática destrucción de estas instalaciones, despachadas a menudo en los informes arqueológicos con simples líneas que aluden al origen moderno de las instalaciones industriales desmanteladas ante los ojos del arqueólogo.

Al tiempo, y desde los primeros años 90, se está creando una infraestructura para el estudio y la valoriza-ción del patrimonio industrial en desuso. En particular sobresale una de las iniciativas más celebradas, la puesta en marcha conjuntamente en la Facultad de Sociología de la Complutense y en la Escuela de Arquitectura de la Politécnica (Candela, Castillo y López García, 2000 y 2002), coincidente con la elaboración en varias comu-nidades autónomas de inventarios de patrimonio indus-trial a nivel regional.

La protección legal de estos espacios es, sin embar-go, todavía escasa, cuando no insuficiente o, simple-mente, inexistente. Rara vez por sí mismos, y en alguna ocasión más por estar incluidos en zonas Arqueológicas de amplio alcance (como la Fábrica de Gas de Madrid, situada en las Terrazas del Manzanares), se ven sujetos a la normativa que obliga a su excavación arqueológica ante cualquier labor de rehabilitación. Pero los edificios más modernos pueden ser demolidos sin mayores im-pedimentos, incluso cuando alguno de ellos estuviera dentro de algún catálogo de edificios singulares, como sucedió con la pagoda de Fisac y con la antigua factoría Monky, ambas en Madrid. Es significativo comprobar cómo el cambio de mentalidad con respecto al patri-monio industrial se ha operado por lo que se refiere a edificios relativamente antiguos, pero la proximidad en el tiempo y, sin duda, la memoria de los efectos negati-vos que toda industria produce en la población, impide apreciar los valores de unas estructuras que, en todos los casos, son edificios singulares e irrepetibles. Los planes urbanísticos más recientes de las grandes ciudades espa-ñolas se han limitado a trazar nuevos barrios sobre te-rrenos industriales, y sus ejecutores no fueron sensibles al impacto de la urbanización sobre esas antiguas zonas fabriles hasta mucho tiempo después del comienzo de

la demolición de las industrias (Fernández y Caballero, 2004: 119), de las cuales a menudo nada sobrevive, al margen de lo debido al chocante respeto que las chi-meneas de ladrillo generan en las conciencias, y que se conservan por doquier, a menudo descontextualizadas, como recuerdo incierto de no se sabe bien qué pasado fabril de un determinado barrio.

Cuadro 2

EDIFICIOS Y PAISAJES INDUSTRIALES INCLUIDOS EN LA LISTA DE PATRIMONIO MUNDIAL DE LA UNESCO

Motivo País Año

Mina de sal de Wieliczka Polonia 1978

Minas de cobre de Roros Noruega 1980

Salinas Reales de Arc-et-Senans Francia 1982

Paisaje industrial de Ironbridge Gorge Gran Bretaña 1986

Minas de plata de Potosí Bolivia 1987

Minas de plata de Guanajuato México 1988

Fábricas de Azúcar del valle de los Ingenios Cuba 1988

Mina de plata de Rammelsberg Alemania 1992

Taller siderúrgico de Engelsberg Suecia 1993

Monumentos industriales de Banská Stiavnica Eslovaquia 1993

Planta siderúrgica de Völklingen Alemania 1994

Fábrica de tratamiento de cartón y madera de Verla Finlandia 1996

Canal de Midi Francia 1996

Minas de oro romanas de Las Médulas España 1997

Molinos de Kinderdijk-Elshout Países Bajos 1997

Línea de ferrocarril de Semmering Austria 1998

Elevadores del Canal del Centro Bélgica 1998

Paisaje industrial de Blaenavon Gran Bretaña 2000

Mina de carbón de Zollverein Alemania 2001

Fábricas del valle del Derwnet Gran Bretaña 2001

Colonias industriales de Saltaire Gran Bretaña 2001

Fábrica de hilados de New Lanark Gran Bretaña 2001

Minas de cobre de Falun Suecia 2001

Antigua Estación Victoria de Bombay India 2004

Centro marítimo mercantil de Liverpool Gran Bretaña 2004

Estación de radio de Varberg Suecia 2004

Imprenta Plantin Bélgica 2005

Fábricas de salitre de Humbrestone y Santa Laura Chile 2005

Ferrocarriles de montaña India 2005

Ciudad minera de Sewell Chile 2006

Puente colgante de Portugalete España 2006

Antiguas instalaciones industriales del tequila México 2006

Sistemas de irrigación Omán 2006

Paisaje minero de Cornualles y Devon Gran Bretaña 2006

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Figura 12 - Vista general de las Salinas de Añana (Álava), en proceso de rehabilitación (Foto: Adolfo Guillén)

Figura 13 - Vista de La Casa Encendida (actual centro cultural de Caja Madrid)

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En cuanto a la normativa de Patrimonio Histórico, sólo ocasionalmente brinda protección a las antiguas in-dustrias: no merece mayores comentarios el elocuente dato de que el patrimonio industrial no supera, en 2007, el 1 % del total de los bienes que integran el Patrimonio Histórico Español (Humanes, 2007: 44). Esa desprotec-ción, pues la Comunidad de Asturias fue la primera en incluir el patrimonio industrial en su legislación, y eso sucedió ya en 2001 (Candela, Castilllo, López García, 2002: 163), y las dificultades intrínsecas que conlleva un tipo de Patrimonio para cuya conservación es preciso crear un clima favorable previamente, estuvieron en el origen de la redacción, ya en el siglo XXI, de un Plan Nacional de Patrimonio Industrial: “Antes de la puesta en marcha del Plan (…) las leyes autonómicas de Pa-trimonio sólo daban protección a aquellos elementos relevantes relacionados con la historia de la ciencia y de la técnica y, de los bienes considerados industriales, se valoraban sobre todo los más antiguos -norias, molinos, salinas…- es decir, los que en realidad son pre o proto-industriales, en ocasiones con más valor etnográfico que industrial” (Fernández Posse, 2007: 20). En su primer desarrollo este Plan contempla actuaciones en 49 con-juntos industriales para los que, además, se propone la categoría de Bien de Interés Cultural y, entre ellos, se incluyen cuatro Reales Fábricas: la de pólvora de Villa-feliche (zaragoza), la de Metales de Riópar en San Juan de Alcaraz (Albacete), la de Artillería de Sevilla y las minas de Almadén (Ciudad Real).

En este estado de cosas, los más representativos edi-ficios industriales en desuso, bien por su arquitectura, bien por su significado sociocultural en la población que los acoge, reciben hoy nuevos destinos: a menudo, se rehabilitan como museos dinámicos donde explicar al gran público la actividad que en esas factorías se desa-rrollaba; tal tendencia se extiende tanto en edificios (así, el Real Ingenio de la Moneda de Segovia), como en es-pacios abiertos, entre los que sobresale el proyecto que se está desarrollando en las salinas de Añana, una im-presionante extensión dedicada a la explotación salinera que está siendo rehabilitada desde comienzos del siglo XXI (Plata, 2003). En otros lugares, se mantiene la pro-ducción, como en la Real Fábrica de Tapices de Madrid, aunque lo normal es que se limite a ocupar un espacio

reducido, o haya sido trasladada a un edificio contiguo de nueva planta, y la actividad industrial conviva con las actividades museísticas: tales son los casos de las fábricas de Sargadelos (Lugo) y La Granja (Segovia), o de la red de museos adscritos al Museu Nacional de la Ciència y la Técnica de Catalunya; en un plano similar, también, el museo del Dique, en el astillero de Puerto Real (Mar-tínez Vázquez de Parga, 1996). Una solución a la que frecuentemente se recurre es convertir el edificio indus-trial en un contenedor que, en la mayoría de los casos, está destinado a actividades culturales, como ha sucedi-do en Madrid con la factoría cervecera de El águila, hoy sede del Archivo Regional; las antiguas centrales eléctri-cas de la Ronda de Atocha y el Paseo del Prado, centros culturales de Cajamadrid (la Casa Encendida) y La Caixa (Caixaforum), entidad esta última que también ha re-cuperado en Barcelona una antigua factoría modernista junto a Montjuïc para sede del Caixaforum barcelonés; el tanque de combustible de Cepsa, en Santa Cruz de Tenerife (sede de espectáculos), o las naves del antiguo Matadero de la Arganzuela, en Madrid, que albergan nuevos espacios culturales; de igual modo concluirá la recuperación para sede de un museo estatal de la Real Fábrica de Tabacos de Madrid. Es evidente que el uso de estos enormes edificios como contenedores culturales es una solución limitada, por lo que se proponen algu-nos usos distintos, también dentro del sector terciario, y así se rehabilita como hotel la Real Fábrica de Paños de Brihuega, siguiendo el ejemplo de uno de los antiguos silos de grano de Viena, utilizado en la actualidad como alojamiento turístico (Caicoya, 1996).

Otras iniciativas, no estrictamente de arqueología industrial, estudian industrias más recientes y abogan por la conservación de un patrimonio industrial más moderno, más arraigado en las memorias que en las conciencias, como sucede con las fundiciones tipográfi-cas, en particular la de Richard Gans, cuyo edificio to-davía puede verse en la madrileña calle de la Princesa (Penela y García Moreno, 2004; 2006, García Moreno, 2006), o atestigua la exposición dedicada a dos siglos de industrialización en Valencia. En Madrid, en fin, dentro de un simpático proyecto denominado Andén 0, tras decenios de abandono se recupera para Museo del Me-tro la antigua estación de Chamberí, con su decoración

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original, y se ha habilitado como complemento el histó-rico edificio de la nave de motores de Pacífico, debido a Antonio Palacios en los primeros años 20.

El auge de la arqueología industrial (denominación bajo la cual, en la actualidad, se agrupan también es-tudios que no siempre recurren a la metodología ar-queológica), y del estudio del patrimonio industrial se ha debido en parte a su capacidad para remover las con-ciencias, a recordar a los ciudadanos que los edificios fabriles no son un episodio lejano de su historia sino, a menudo, parte de su vida misma, y por ello han de realizarse estudios no ya puramente históricos o arqueo-lógicos, sino también sociales y sociológicos, valorando en qué medida la industria contribuyó al crecimiento de una determinada población, de una determinada época, y su cierre, a su decadencia.

No obstante, el nuevo destino del patrimonio in-dustrial sigue siendo objeto de interminables debates,

pese al cada vez mayor arraigo en las conciencias de la necesidad de su conservación y estudio. La desindustria-lización ha acelerado el proceso de concienciación, ver-tiginoso en España por el violento cambio de mentalidad que ha hecho de cualquier espacio abierto un terreno potencialmente urbanizable y que ha arrasado con el suelo industrial en las áreas periurbanas. Pero desde el TICCIH se ha llamado la atención sobre el hecho de que musealizar no tiene que ser, necesariamente, la única solución para el edificio industrial abandonado (Berge-ron, 1998), y que es preciso buscar un procedimiento adecuado para cada caso. Puede que esta sociedad ace-lerada no necesite de museos sobre todas y cada una de las actividades humanas, pero sí precisa de aquello que le permite mantener viva su memoria, sus raíces, y re-cordarle de dónde viene, y para garantizar los buenos resultados, es preciso que los investigadores se tomen su tiempo para estudiar el patrimonio industrial, para ana-

Figura 14 - Fachada de la Real Fábrica de Tabacos de Madrid, en proceso de rehabilitación para sede de museo

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lizar cómo presentarlo al público, y para valorar cómo el público puede sacar el mayor provecho de las instala-ciones fabriles en desuso. Más allá de la ruina, de toda ruina, el resto arqueológico de cualquier época encierra siempre un pedazo de la sociedad que lo creó, y es eso lo que se trata ahora de recuperar, de reconstruir, no tanto el edificio o la tecnología, como el contexto social y económico que lo hizo posible. Con tiempo, y estu-diando los intereses y las necesidades de los ciudadanos, el patrimonio industrial podrá acercarse al pueblo con mayor fortuna de lo que, hace más de doscientos años, lo intentó Campomanes.

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La Rebelión de las Conciencias: Reales Fábricas y Arqueología Industrial

Cristales de La Granja, Jornadas sobre el Real Sitio de San Fernando y la industria en el siglo XVIII, Madrid

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