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La promoción del interés nacional Por Condoleezza Rice Del Foreign Affairs En Español, enero-febrero de 2000 CONDOLEEZZA RICE es miembro adjunto del Hoover Institute y profesora de Ciencia Política en la Stanford University. Fue designada consejera de Seguridad Nacional, en diciembre pasado por el presidente George W. Bush. LA VIDA DESPUÉS DE LA GUERRA FRÍA A ESTADOS UNIDOS le resulta sumamente difícil definir su "interés nacional" ante la ausencia del poderío soviético. Las referencias continuas al "periodo posterior a la Guerra Fría" son prueba de que no se sabe cómo pensar sobre lo que sigue al enfrentamiento entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Sin embargo, estos periodos de transición son importantes, porque ofrecen oportunidades estratégicas. En estos tiempos tan variables es posible influir en la conformación del mundo venidero. La importancia del momento es evidente. La Unión Soviética era más que un mero competidor mundial en el sentido tradicional: procuraba presentarse como líder de una alternativa socialista universal a los mercados y la democracia. La Unión Soviética se aisló a sí misma y a muchos clientes y países cautivos, a menudo sin su consentimiento, de los rigores del capitalismo internacional. A fin de cuentas, sembró las semillas de su propia destrucción, pues su aislamiento autoimpuesto la convirtió en un dinosaurio económico y tecnológico. Pero esto es sólo parte de la historia. La caída de la Unión Soviética coincidió con otra gran revolución. Los espectaculares cambios ocurridos en la tecnología de la información y el crecimiento de industrias "basadas en los conocimientos" alteraron la base misma del dinamismo económico, pues aceleraron tendencias ya perceptibles en la interacción económica que muchas veces sorteaban o ignoraban las fronteras internacionales. Al intensificarse la competencia por la inversión de capital, los estados han encarado difíciles decisiones en cuanto a sus estructuras económicas, políticas y sociales internas. Como prototipo de esta "nueva economía", Estados Unidos vio crecer su influencia económica y, con ella, su influencia diplomática. Así, el país ha resultado tanto el benefactor principal como el principal beneficiario de estas revoluciones simultáneas. JUAN DAVID ESCOBAR VALENCIA – CURSO DE ESTRATEGIA

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La promoción del interés nacionalPor Condoleezza Rice Del Foreign Affairs En Español, enero-febrero de 2000

CONDOLEEZZA RICE es miembro adjunto del Hoover Institute y profesora de Ciencia Política en la Stanford University. Fue designada consejera de Seguridad Nacional, en diciembre pasado por el presidente George W. Bush.

LA VIDA DESPUÉS DE LA GUERRA FRÍA

A ESTADOS UNIDOS le resulta sumamente difícil definir su "interés nacional" ante la ausencia del poderío soviético. Las referencias continuas al "periodo posterior a la Guerra Fría" son prueba de que no se sabe cómo pensar sobre lo que sigue al enfrentamiento entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Sin embargo, estos periodos de transición son importantes, porque ofrecen oportunidades estratégicas. En estos tiempos tan variables es posible influir en la conformación del mundo venidero.

La importancia del momento es evidente. La Unión Soviética era más que un mero competidor mundial en el sentido tradicional: procuraba presentarse como líder de una alternativa socialista universal a los mercados y la democracia. La Unión Soviética se aisló a sí misma y a muchos clientes y países cautivos, a menudo sin su consentimiento, de los rigores del capitalismo internacional. A fin de cuentas, sembró las semillas de su propia destrucción, pues su aislamiento autoimpuesto la convirtió en un dinosaurio económico y tecnológico.

Pero esto es sólo parte de la historia. La caída de la Unión Soviética coincidió con otra gran revolución. Los espectaculares cambios ocurridos en la tecnología de la información y el crecimiento de industrias "basadas en los conocimientos" alteraron la base misma del dinamismo económico, pues aceleraron tendencias ya perceptibles en la interacción económica que muchas veces sorteaban o ignoraban las fronteras internacionales. Al intensificarse la competencia por la inversión de capital, los estados han encarado difíciles decisiones en cuanto a sus estructuras económicas, políticas y sociales internas. Como prototipo de esta "nueva economía", Estados Unidos vio crecer su influencia económica y, con ella, su influencia diplomática. Así, el país ha resultado tanto el benefactor principal como el principal beneficiario de estas revoluciones simultáneas.

El proceso de bosquejar una nueva política exterior debe comenzar por reconocer que Estados Unidos se encuentra en una posición extraordinaria. Poderosas tendencias seculares conducen al mundo hacia la apertura económica y, en forma más desigual, hacia la democracia y las libertades individuales. Algunos estados tienen un pie dentro del estribo y otro fuera. Varios de ellos confían aún en "divorciar" la democracia del progreso económico. Otros se aferran a viejos odios para eludir la inminente tarea modernizadora. Pero sea lo que fuere Estados Unidos y sus aliados se han colocado del lado correcto.

En tal entorno, los principios que rigen al país deben contribuir a promover estas tendencias favorables con el mantenimiento de una política exterior disciplinada y coherente que separe lo importante de lo trivial. El gobierno de Bill Clinton ha evitado con gran perseverancia aplicar un programa semejante. En lugar de ello, cada problema se ha tratado en forma individual: crisis por crisis, día por día. Hace falta valor para fijar prioridades, porque hacerlo equivale a admitir que la política exterior estadounidense no puede contentar a todo el mundo o, más bien, a todos los grupos de interés. El enfoque del gobierno de Clinton tiene sus ventajas: si las prioridades y la intención no están claras, no se les puede criticar. Pero hay que pagar un alto precio por ello. En una democracia tan pluralista como la nuestra, la falta de un "interés nacional" definido, o bien

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constituye un terreno fértil para quienes desean aislarse del mundo o bien crea un vacío que ha de llenarse con presiones de grupos estrechos de miras.

LA ALTERNATIVA

LA POLÍTICA EXTERIOR estadounidense de un gobierno republicano tendría que redefinirse siguiendo el interés nacional y la búsqueda de prioridades. Estas tareas son:1.- Garantizar que las fuerzas armadas estadounidenses puedan disuadir de la guerra, proyectar su poderío y defender sus intereses en caso de que esa disuasión fracase.2.- Promover el crecimiento económico y la apertura política ampliando el libre comercio y un sistema monetario internacional estable para todos los comprometidos con estos principios, contando entre ellos al hemisferio occidental que, con demasiada frecuencia, se ha descuidado como zona vital de los intereses estadounidenses.3.- Renovar vínculos fuertes y estrechos con los aliados que comparten los valores estadounidenses y pueden, por ello, compartir la carga de la promoción de la paz, la prosperidad y la libertad.4.- Centrar las energías de Estados Unidos en vincularse íntimamente con las grandes potencias, en especial Rusia y China, que pueden y podrán moldear las características del sistema político internacional, y5.- Confrontar con decisión la amenaza de regímenes deshonestos y potencias hostiles que, cada vez más, cobran la forma de la posibilidad del terrorismo y el desarrollo de armas de destrucción masiva (WMD, por sus siglas en inglés).

INTERESES E IDEALES

EL PODER IMPORTA tanto el ejercicio del mismo por parte de Estados Unidos como la capacidad de otros para ejercerlo. Sin embargo, en Estados Unidos a muchos le incomodan (y siempre le han incomodado) los conceptos de la política de poder, las grandes potencias y los equilibrios de poder. En el extremo, este malestar conduce a un llamado a la introspección en lugar de conceptos de derecho y normas internacionales, y a la certeza de que el apoyo a muchos países –más aún, a instituciones como las Naciones Unidas– es esencial para el ejercicio legítimo del poder. El "interés nacional" se sustituye por los "intereses humanitarios" o los intereses de "la comunidad internacional". La convicción de que Estados Unidos ejerce legítimamente el poder sólo cuando lo hace en nombre de algo o alguien más, tenía profundas raíces en el pensamiento wilsoniano, y hay fuertes ecos de ello en el gobierno de Clinton. Por supuesto que no hay nada de malo en hacer algo que beneficie a toda la humanidad, pero en cierto sentido éste es un efecto de segundo orden. La búsqueda de Estados Unidos por procurar su interés nacional creará las condiciones que promoverán la libertad, el comercio y la paz. Su búsqueda de los intereses nacionales después de la Segunda Guerra Mundial condujo a un mundo más próspero y democrático. Esta situación puede repetirse.

Por lo tanto, los acuerdos con instituciones multilaterales no deben ser fines en sí mismos. Los intereses estadounidenses se promueven a través de alianzas fuertes y pueden alentarse en las Naciones Unidas y otras organizaciones multilaterales, así como con acuerdos internacionales bien concebidos. Sin embargo, muchas veces al gobierno de Clinton le ha preocupado tanto encontrar soluciones multilaterales a los problemas que ha firmado acuerdos que no tienen en sus miras los intereses estadounidenses. El tratado de Kioto es un ejemplo para debatir: independientemente de la realidad del calentamiento mundial, un tratado que no incluya a China y exima a los países "en desarrollo" de normas estrictas al tiempo que perjudica a la industria estadounidense no puede, en modo alguno, actuar en favor de los intereses de Estados Unidos.

De la misma manera, son aleccionadoras las discusiones sobre la ratificación estadounidense del Tratado Amplio de Prohibición de Pruebas (Comprehensive Test Ban Treaty). Desde 1992,

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Estados Unidos se ha abstenido unilateralmente de realizar pruebas nucleares. Esto constituye un ejemplo para el resto del mundo, pero no ata sus manos "a perpetuidad" si las pruebas resultan de nuevo necesarias. Pero al procurar una "norma" contra la adquisición de armas nucleares, Estados Unidos firmó un tratado que no era verificable, no previó la amenaza de que naciones deshonestas produjeran este tipo de armas y puso en riesgo la confiabilidad del parque nuclear. Durante las negociaciones se pasaron por alto las preocupaciones legítimas del Congreso estadounidense sobre la esencia del tratado. Al encarar la derrota de un tratado deficiente, el gobierno atacó las motivaciones de sus opositores e, increíblemente, calificó de aislacionistas a internacionalistas de larga data como los senadores Richard Lugar (R-Ind.) y John Warner (R-Va.).

Por supuesto que los presidentes republicanos no han sido inmunes a la práctica de procurar acuerdos simbólicos de dudoso valor. Según el comité de relaciones exteriores del Senado, unos 52 convenios, acuerdos y tratados todavía esperan ratificación en el Capitolio, y algunos de ellos se remontan incluso hasta 1949. Pero el apego del gobierno de Clinton a acuerdos –en gran medida simbólicos– y su búsqueda de "normas" de comportamiento internacional, a lo sumo ilusorias, ha alcanzado proporciones excesivas. Eso no es liderazgo. Tampoco es aislacionista indicar que Estados Unidos tiene un papel especial en el mundo y que no debe adherirse a todo convenio y acuerdo internacionales que a cualquiera se le haya ocurrido proponer.

Incluso aquellos a quienes no incomodan los conceptos del "interés nacional" se intranquilizan al centrarse en las relaciones de poder y las políticas de grandes potencias. La realidad es que unas cuantas potencias pueden afectar la paz, la estabilidad y la prosperidad internacionales en forma radical. Estos países pueden provocar trastornos a gran escala y sus estallidos de ira o actos de beneficencia afectan a cientos de millones de personas. Por su tamaño, posición geográfica, potencial económico y fuerza militar, pueden influir en el bienestar de Estados Unidos para bien o para mal. Además, ese tipo de política suele ir acompañado por un sentido del derecho a desempeñar un papel decisivo en la política internacional. Las grandes potencias no sólo se ocupan de lo que les incumbe.

A algunos les preocupa que esta visión del mundo pase por alto el papel de los valores, sobre todo de los derechos humanos y de la promoción de la democracia. De hecho, hay quienes delimitarían una clara diferencia entre la política de poder y una política exterior de principios basada en valores. Esta visión polarizada –o uno es realista o se consagra a las normas y valores– puede estar muy bien en el debate académico, pero es desastrosa para la política exterior estadounidense. Los valores de esta política son universales. Las personas desean decir lo que piensan, rendir culto a lo que sea su voluntad y elegir a quienes los gobiernan; el triunfo de estos valores es, sin duda, más fácil cuando el equilibrio internacional de poder favorece a los que creen en ellos. Sin embargo en ocasiones toma tiempo alcanzar ese equilibrio de poder favorable tanto en lo internacional como dentro de una sociedad. Y, entretanto, sencillamente no es posible soslayar y aislar a otros países poderosos que no comparten dichos valores.

La Guerra Fría constituye un buen ejemplo de ello. Pocos negarían que la caída de la Unión Soviética transformó profundamente la imagen de la democracia y los derechos humanos en Europa oriental y central y en los antiguos territorios soviéticos. Nada mejoró los derechos humanos tanto como la caída del poder soviético. En el transcurso de la Guerra Fría, Estados Unidos siguió una política que procuraba la libertad individual, usando todos los instrumentos a su alcance, desde la Voz de las Américas hasta la intervención presidencial directa en nombre de los disidentes. Pero no perdió de vista la importancia de la relación geopolítica con Moscú ni la necesidad absoluta de conservar un fuerte poderío militar para disuadir a los soviéticos de un enfrentamiento bélico de máximas proporciones.

En los años setenta, la Unión Soviética se encontraba en la cima de su poder y estaba más que dispuesta a utilizarlo. Dada la debilidad de su base económica y tecnológica, las victorias de ese

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periodo fueron poco menos que pírricas. El desafío del presidente Ronald Reagan al poderío soviético fue al mismo tiempo decidido y oportuno. Incluyó intensos compromisos sustanciales con Moscú en una gama completa de temas abarcados en el "programa cuatripartito": control de armamentos, derechos humanos, asuntos económicos y conflictos regionales. El gobierno de Bush centró después mayor atención en la reducción de la intensa influencia soviética en Europa central y oriental. Al disminuir el poderío de la Unión Soviética, ésta no pudo defender ya sus intereses y, por suerte, se rindió pacíficamente a Occidente... una enorme victoria para el poderío occidental y también para la libertad humana.

ESTABLECER PRIORIDADES

ESTADOS UNIDOS cuenta con muchas fuentes de poder para obtener sus objetivos. La economía mundial exige liberalización económica, mayor apertura y transparencia y, al menos, acceso a la tecnología de la información. Las políticas económicas internacionales que contribuyen a las ventajas de la economía estadounidense y amplían el libre comercio son los instrumentos decisivos que conforman las políticas internacionales. Nos permiten extender la mano a países tan diferentes como Sudáfrica y la India y atraer a nuestros vecinos del hemisferio occidental a un interés económico compartido en cuanto a prosperidad económica. El auge de las clases empresariales en todo el mundo permitirá la promoción de los derechos humanos y la libertad individual, y debe comprendérsele y utilizársele como tal. No obstante, la paz es la primera y más importante condición para conservar la prosperidad y la libertad. Debe asegurarse el poderío de las fuerzas armadas estadounidenses porque Estados Unidos es el único garante de la paz y la estabilidad mundiales. La desatención actual a las fuerzas estadounidenses pone en riesgo su capacidad de mantener la paz.

El gobierno de Bush pudo reducir un poco los gastos de defensa al terminar la Guerra Fría en 1991, pero el gobierno de Clinton, en forma poco inteligente, aceleró y profundizó estos recortes. Los resultados fueron devastadores: la preparación militar disminuyó, el entrenamiento decayó, los salarios militares se deslizaron 15% por debajo de los equivalentes civiles, la moral se desplomó y las diversas armas redujeron sus recursos en cuanto a equipos existentes para mantener en vuelo los aviones, a flote los barcos y en movimiento los tanques. No es de sorprender la creciente dificultad de las fuerzas armadas para reclutar personal o para conservarlo.

Además, el gobierno estadounidense comenzó a desplegar fuerzas en el exterior a un ritmo vertiginoso: un promedio de una cada nueve semanas. Al tiempo que recortaba el gasto de defensa a su punto más bajo como porcentaje del producto interno bruto desde Pearl Harbor, el gobierno desplegaba sus fuerzas armadas con mayor frecuencia que en cualquier otro momento en los últimos cincuenta años. Algunos despliegues, como el que se realizó en Haití, fueron de por sí discutibles. Pero, sobre todo, era sencillamente insensato multiplicar misiones ante una reducción sostenida del presupuesto. Medios y misión no combinaban y, como era de prever, las fuerzas armadas, que no daban más de sí, se vieron cerca del punto de ruptura. Cuando todas estas tendencias se hicieron tan evidentes y vergonzosas que ya no era posible ignorarlas, el gobierno acabó por solicitar mayor presupuesto para la defensa. Pero "la espiral de la muerte", como la llamó el propio subsecretario de Defensa de ese gobierno –desviar recursos del área de suministros e investigación y desarrollo tan sólo para mantener las fuerzas armadas en condiciones de operar– ya estaba en marcha. El que el gobierno no hiciera nada y prefiriera vivir de los frutos de la potenciación militar de Reagan constituye una extraordinaria desatención a las responsabilidades fiduciarias del comandante en jefe.

Ahora, el próximo presidente tendrá ante sí una prolongada tarea de reparación. La enseñanza militar tendrá un papel central, sobre todo en cuanto a los aspectos que afectarán las condiciones de vida de las tropas –el salario y la vivienda militares– y también el entrenamiento.

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Será necesario procurar nuevo armamento para tener la capacidad de desarrollar las misiones del presente. Pero incluso en su estado actual, las fuerzas estadounidenses disfrutan de una superioridad tecnológica dominante y, por consiguiente, en el campo de batalla contarán con la ventaja necesaria sobre cualquier rival. Por ello, el próximo presidente deberá centrar las prioridades del Pentágono en la creación del ejército del siglo XXI y no en seguir construyendo sobre la estructura de la Guerra Fría. Deberán aprovecharse las ventajas tecnológicas estadounidenses para crear fuerzas más ligeras y letales, más móviles y ágiles y capaces de disparar con precisión desde grandes distancias. Para ello, Washington debe reasignar recursos, tal vez pasando por alto en algunos casos una generación de tecnología, a fin de avanzar a saltos en lugar de ir perfeccionando sus fuerzas gradualmente.

La otra preocupación importante es la pérdida de definición en el cometido de las fuerzas armadas. ¿Qué significa disuadir, luchar y ganar guerras y defender el interés nacional? Primero, las fuerzas estadounidenses deben ser capaces de enfrentar con decisión el surgimiento de cualquier potencia militar hostil en la región del Pacífico asiático, en el Oriente Medio, el Golfo Pérsico y Europa, lugares donde se juegan no sólo nuestros intereses sino también los de nuestros principales aliados. Las tropas estadounidenses son las únicas capaces de llevar a cabo esta función disuasiva, y no deben extenderse demasiado ni desviarse a zonas que debiliten responsabilidades más amplias. Tal fue el papel que desempeñó Estados Unidos cuando Saddam Hussein amenazó al Golfo Pérsico, y es el poder necesario para impedir problemas en la península de Corea o en el estrecho de Taiwán. En estos últimos casos, el objetivo es hacer que para Corea del Norte o China sea inconcebible emplear la fuerza, porque el poderío militar estadounidense es un factor que deben tomar en cuenta en sus cálculos.

Algunos conflictos de pequeña escala tienen una evidente repercusión en los intereses estratégicos de Estados Unidos. Tal fue el caso de Kosovo, que se encontraba en el patio trasero de la alianza estratégica más importante del país: la OTAN. De hecho, el rechazo por parte del presidente yugoslavo Slobodan Milosevic a una coexistencia pacífica con los albano-kosovares amenazó el delicado equilibrio étnico de la región. Europa oriental es un mosaico de minorías étnicas. En su mayoría, a partir de 1991 húngaros y rumanos, búlgaros y turcos, e incluso ucranianos y rusos, han encontrado la forma de evitar que sus diferencias estallen. La excepción ha sido Milosevic, y Estados Unidos tenía un interés estratégico primordial en detenerlo. Por supuesto, se perfilaba también un desastre humanitario pero, de no haber habido preocupaciones basadas en los intereses de la alianza, la intervención se hubiera sostenido en una motivación más endeble.

La conducción de la guerra de Kosovo fue incompetente, en parte porque los objetivos políticos del gobierno fueron fluctuantes y en parte porque la administración demócrata no se comprometió, desde un inicio, con el uso decisivo de la fuerza militar. El que al presidente Clinton le llamara la atención la tenacidad de Milosevic es, por decir lo menos, sorprendente. Si de la historia puede obtenerse una lección, ésta es que las potencias pequeñas, que pueden perderlo todo, suelen ser más obstinadas que las grandes, para las que el conflicto es tan sólo uno entre muchos problemas. Otra lección es que, si merece la pena luchar por algo, es mejor estar preparado para ganar. También debe haber una estrategia política que permita la retirada de nuestras fuerzas, algo que todavía no existe en Kosovo.

Pero ¿qué ocurre si nuestros valores son atacados en zonas de las que no pueda decirse que son una preocupación estratégica? ¿No debe Estados Unidos intentar salvar vidas cuando no existan razones estratégicas primordiales? El próximo presidente del país debe estar en condiciones de intervenir cuando crea que Estados Unidos tiene el deber de hacerlo y crea que tal propósito es legítimo. No debe descartarse la "intervención humanitaria", pero la decisión de intervenir cuando no existan preocupaciones estratégicas debe tomarse ni más ni menos que por lo que es. Los problemas humanitarios casi nunca son exclusivamente humanitarios: matar o retener alimentos

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son casi siempre actos políticos. Si Estados Unidos no está dispuesto a encarar el conflicto político de fondo y saber de qué lado se encuentra, las fuerzas armadas podrían terminar por jugar el papel de separar partes en conflicto durante un periodo indefinido. En ocasiones una parte –o ambas– puede llegar a considerar que Estados Unidos es el enemigo. Como el ejército, por definición, no puede hacer nada decisivo en estas crisis "humanitarias", son muy elevadas las posibilidades de que se interprete mal la situación y se termine en circunstancias muy diferentes. Éste fue en esencia el problema que se produjo en la misión de Somalia.

El presidente debe recordar que las fuerzas armadas son un instrumento especial. Son letales, y se supone que lo sean. No es una fuerza policiaca civil. No es un árbitro político. Y, sin duda, no están destinadas a construir una sociedad civil. El mejor empleo de las fuerzas militares es para apoyar objetivos políticos claros, sean éstos limitados, como expulsar a Saddam de Kuwait, o amplios, como exigir el rendimiento incondicional de Japón y de Alemania en la Segunda Guerra Mundial. Una cosa es tener un objetivo político limitado y luchar con decisión por él, y otra muy distinta aplicar la fuerza militar en forma cada vez más gradual con la esperanza de encontrar una solución política en algún punto del camino. Un presidente que se vea en situaciones tales debe preguntarse si es posible disponer de la fuerza decisiva y si puede ser eficaz, y debe saber cómo y cuándo marcharse. Éstos son criterios difíciles de cumplir, de modo que la intervención estadounidense en estas crisis "humanitarias" debe ser, en el mejor de los casos, sumamente excepcional.

Esto no significa que Estados Unidos deba ignorar los conflictos humanitarios y civiles del mundo, pero sus armas no pueden intervenir en todas partes. A menudo, estas tareas pueden cumplirlas mejor los agentes regionales, como se vio en la intervención dirigida por Australia en Timor Oriental. Estados Unidos podría prestar apoyo financiero, logístico y de inteligencia. Otras veces, sin embargo, el ejercicio de una diplomacia competente al inicio puede evitar la necesidad posterior del empleo de la fuerza militar. Utilizar a las fuerzas armadas estadounidenses como un número "911" para las llamadas de emergencia del mundo disminuirá las capacidades, empantanará a los soldados en funciones de mantenimiento de la paz y alimentará la preocupación entre otras grandes potencias de que Estados Unidos ha decidido aplicar conceptos de "soberanía limitada" a todo el mundo en nombre del humanitarismo. Esta definición excesivamente amplia del interés nacional estadounidense corre el riesgo de tornarse contraproducente conforme otros se arroguen la misma autoridad. O nos encontraremos buscando que las Naciones Unidas sancionen el uso del poderío militar estadounidense en tales casos, y esto implicaría que lo haríamos incluso cuando estuvieran en juego nuestros intereses vitales, lo que también sería un error.

LIDIANDO CON LOS PODEROSOS

OTRA TAREA CRUCIAL para Estados Unidos es centrarse en las relaciones con otros países poderosos. Aunque Estados Unidos tiene la suerte de contar entre sus amigos a varias grandes potencias, es importante no dar esta idea por sentada para que, cuando llegue el momento de confiar en ellas, exista una base firme. Los desafíos de China y Corea del Norte exigen la coordinación y la cooperación con Japón y Corea del Sur. Las señales que enviamos a nuestros verdaderos asociados son importantes. Nunca más debe un presidente de Estados Unidos ir nueve días a Beijing sin detenerse en Tokio o en Seúl.

También hay que trabajar con los europeos en la definición de qué es lo que mantiene la unión en la alianza transatlántica cuando no existe ya la amenaza soviética. La OTAN requiere atención tras la experiencia de Kosovo y con el problema inminente de su ampliación de 2002 en adelante. La puerta de la OTAN debe seguir abierta para los demás países de Europa oriental y central, pues muchos están dispuestos a cumplir los requisitos para formar parte de ella, pero se ha descuidado la vía paralela de la propia evolución de la OTAN: la atención a la definición de su misión y su

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capacidad de asimilar y luego defender a sus nuevos miembros. Además, Estados Unidos tiene interés en conformar la identidad de la defensa europea y acoge con beneplácito la mayor capacidad militar de Europa, siempre que ésta se produzca en el contexto de la alianza atlántica. La agenda de la OTAN está bastante repleta. Ser miembro no significará nada para nadie si la organización ya no posee la capacidad militar necesaria y carece de claridad en lo relativo a su misión.

Para Estados Unidos y sus aliados, la tarea de mayores proporciones es encontrar el equilibrio correcto entre su política hacia Rusia y China. Ambos países son igualmente importantes para el futuro de la paz internacional, pero los desafíos que plantean son muy distintos. China es un poder ascendente; en lo que respecta a la economía, ésta debe ser una buena noticia porque, a fin de mantener su dinamismo económico, debe integrarse más a la economía internacional, lo que requerirá una mayor apertura y transparencia así como el crecimiento de la industria privada. La lucha política en Beijing tiene que ver con la forma de mantener el monopolio de poder del Partido Comunista Chino. Algunos analistas consideran que la clave es la reforma económica, el crecimiento y un mejor nivel de vida para el pueblo chino. Otros ven una contradicción inherente en el relajamiento del control económico y el mantenimiento del dominio político del partido. Esta lucha se intensificará conforme se multipliquen los problemas económicos de China por la disminución del ritmo de crecimiento, la quiebra de bancos, la inercia de las empresas y el aumento del desempleo.

Es de interés de Estados Unidos fortalecer a quienes procuran la integración económica porque es probable que esto conduzca a presiones sostenidas y organizadas a favor de la liberalización política. No hay garantías de ello, pero en decenas de casos, como Chile, España y Taiwán, se ha demostrado que a la larga el vínculo entre democracia y liberalización económica es muy poderoso. El comercio y la interacción económica son, de hecho, buenos, no sólo para el crecimiento económico de Estados Unidos sino también para sus objetivos políticos. Entretanto, la defensa de los derechos humanos no debe quedar al margen. Más bien, el presidente de Estados Unidos debe presionar a las autoridades chinas para que hagan cambios, pero es prudente recordar que nuestra influencia basada en argumentos y compromisos morales sigue siendo limitada frente al férreo control político de Beijing. Es probable que, al cabo, las tendencias generales hacia la difusión de la información, el acceso de los jóvenes chinos a los valores estadounidenses mediante la capacitación y los intercambios educacionales, y la expansión de una clase empresarial que no deba su sustento al Estado tengan un efecto más poderoso en la vida de China.

Aunque algunos afirman que la forma de apoyar los derechos humanos es negarse a comerciar con China, no hacerlo castigaría precisamente a aquellos que mayores posibilidades tienen de cambiar el sistema. En pocas palabras, Li Peng y los conservadores chinos desean seguir dirigiendo la economía de su país por decreto. Por supuesto que debe haber controles de exportación muy estrictos en la transferencia de tecnología estratégica a China, pero el comercio en general puede abrir la economía china y, en última instancia, también su política. Esta visión requiere confianza en el poder de los mercados y la libertad económica como medios para estimular el cambio político, pero se trata de una confianza confirmada por experiencias en todo el mundo.

Hay incluso razones para entablar una interacción económica con Beijing. China todavía representa una amenaza potencial a la estabilidad de la región del Pacífico asiático. En estos momentos su poderío militar no es equiparable con el de Estados Unidos, pero esta condición no es necesariamente permanente. Sabemos que China es una gran potencia con intereses vitales aún por resolver, sobre todo en lo relacionado con Taiwán y el mar de la China meridional, y le molesta el papel de Estados Unidos en la región del Pacífico asiático, lo que significa que no es una potencia contenta con su situación, sino que le agradaría cambiar en su favor el equilibrio de

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poder en Asia. Esto de por sí convierte a China en un competidor estratégico, no en un "asociado estratégico", como la llamó una vez el gobierno de Clinton. Súmense a esto sus antecedentes en cuanto a cooperación con Irán y Paquistán en la proliferación de la tecnología de misiles balísticos, y el problema de seguridad se hace evidente. China hará todo lo que pueda para realzar su posición, sea robando secretos nucleares o intentando intimidar a Taiwán.

Las posibilidades de China de controlar el equilibrio de poder regional dependen en gran medida de la reacción de Estados Unidos al desafío, por lo que hay que profundizar en la cooperación con Japón y Corea del Sur y mantener una fuerte presencia militar en la región. Estados Unidos debe prestar mayor atención al papel de la India en el equilibrio regional. Existe una poderosa tendencia a vincular conceptualmente a la India con Paquistán y a pensar sólo en Cachemira o en la competencia nuclear entre ambos países. Pero la India constituye un elemento en los cálculos chinos y debe serlo también en los de Estados Unidos. Aunque la India no lo es todavía, tiene las posibilidades de convertirse en una gran potencia.

Washington también tiene un profundo interés en la seguridad de Taiwán, que representa un modelo de desarrollo democrático y orientado al mercado e invierte en forma importante en la economía del continente. El duradero compromiso estadounidense con la política de "una sola China", que deja para el futuro la resolución de las relaciones entre Taipei y Beijing, es prudente, pero requiere que ninguno de los dos lados desafíe la situación actual y que Beijing, siendo el protagonista de mayor poder, renuncie al uso de la fuerza. La postura estadounidense permite esta política. El gobierno de Clinton se inclinó hacia Beijing cuando, por ejemplo, utilizó el enunciado chino de los "tres no" durante su visita presidencial a aquel país. Desde entonces, Taiwán ha estado buscando atención y seguridades. Si Estados Unidos muestra resolución, se podrá mantener la paz en el estrecho de Taiwán hasta que sea posible un arreglo político en condiciones democráticas.

Hay cosas que toman tiempo. La política estadounidense hacia China exige matices y equilibrio. Es importante promover la transición interna china con la interacción económica a la vez que se contienen su poderío y sus ambiciones en materia de seguridad. Debe procurarse la cooperación, pero Estados Unidos no debe temer nunca enfrentar a Beijing cuando exista un choque de intereses.

LA DEBILIDAD RUSA

RUSIA PRESENTA un desafío diferente. Todavía conserva muchos de los atributos de una gran potencia: una numerosa población, un territorio vasto y poderío militar, pero su debilidad económica y problemas de identidad nacional amenazan con abrumarla. Moscú está decidido a afirmarse en el mundo y muchas veces lo hace en formas que son a un tiempo desordenadas y amenazantes para los intereses estadounidenses. La imagen se complica por la propia transición interna de Rusia, de la cual Estados Unidos desea resultados positivos. El viejo sistema soviético se ha desplomado y existen algunos de los elementos básicos de desarrollo democrático. Las personas tienen libertad de expresión, de voto y, en casi todos los casos, de profesar una religión. Pero las piezas del rompecabezas democrático no están institucionalizadas –con la excepción del Partido Comunista, los partidos políticos son débiles– y el equilibrio político está tan inclinado hacia el presidente que éste suele gobernar simplemente mediante el poder de su firma. Por supuesto, pocos prestaban atención a los decretos de Boris Yeltsin y el gobierno ruso ha mostrado inacción y estancamiento desde hace al menos tres años. En meses recientes se han examinado ampliamente los problemas económicos de Rusia y su corrupción extrema; la economía rusa no está yendo hacia el mercado, sino que se transforma en algo diferente. El trueque generalizado, bancos que no son bancos, miles de millones de rublos colocados en el extranjero o "debajo de los colchones" y extraños planes de privatización que han enriquecido a los supuestos reformistas dan a la economía de Moscú un cariz medieval.

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El problema de la política estadounidense es que fracasó el apoyo del gobierno de Clinton a Yeltsin y a sus colaboradores que se consideraban reformistas. Yeltsin era el presidente de Rusia y Estados Unidos, por supuesto, tuvo que tratar con el jefe de Estado, pero el apoyo a la democracia y a las reformas económicas se convirtieron en apoyo a Yeltsin. Su agenda pasó a ser la agenda estadounidense. Estados Unidos certificó que se estaban produciendo reformas cuando no era así y continuó desembolsando dinero del Fondo Monetario Internacional sin que hubiera ningún indicio de cambio significativo. Los curiosos métodos de privatización fueron aplaudidos como liberalización económica y el saqueo de los activos del país por los poderosos pasó inadvertido o casi no se tomó en cuenta. Las realidades de Rusia sencillamente no concordaban con el guión del gobierno estadounidense sobre las reformas económicas rusas. No debe culparse a Estados Unidos por haber tratado de ayudar pero, como ha dicho el reformador ruso Grigori Yavlinsky, Estados Unidos debió haber "dicho la verdad" sobre lo que estaba ocurriendo.

Ahora tenemos un doble problema de credibilidad: con los rusos y con los estadounidenses. Hay signos vitales en la economía rusa. El desastre financiero de agosto de 1998 obligó a la sustitución de importaciones y la producción interna se ha elevado porque el adaptable pueblo ruso tomó los asuntos con sus propias manos. El aumento de los precios del petróleo también ha ayudado. Pero éstos son arreglos a corto plazo. Ya no hay consenso en Estados Unidos ni en Europa sobre qué hacer ahora con Rusia. Las expectativas frustradas y la "fatiga rusa" son consecuencias directas de la política de "amable conversación" entablada por el gobierno de Clinton.

El futuro económico de Rusia está ahora en manos de los rusos. El país no carece de activos, entre ellos sus recursos naturales y una población educada. De Rusia depende realizar reformas estructurales, sobre todo en lo relacionado con el estado de derecho y los códigos fiscales, de modo que los inversionistas –extranjeros e internos– brinden el capital necesario para el crecimiento económico. La oportunidad surgirá cuando haya un nuevo gobierno en Moscú tras las elecciones para la Duma de diciembre de 1999 y la elección presidencial de junio de 2000, pero los cambios de idiosincrasia que se necesitan para mantener una sociedad civil que funcione y una economía basada en el mercado pueden tomar una generación. La apertura de occidente al pueblo ruso, sobre todo a su juventud, con programas de intercambio y contactos con el sector privado y oportunidades educativas pueden ayudar en ese proceso. También es importante atraer a los dirigentes de las diversas regiones de Rusia, en las que se siguen cada vez más políticas económicas y sociales independientes de Moscú.

Mientras tanto, la política estadounidense debe concentrarse en la importante agenda de seguridad con Rusia. En primer lugar, debe reconocer que la seguridad estadounidense está menos amenazada por el poderío ruso que por su debilidad e incoherencia. Esto indica que debe brindarse atención inmediata a la seguridad de las fuerzas y parques nucleares de Moscú. El programa Nunn-Lugar debe financiarse plenamente y proseguirse con empuje (como los contratistas estadounidenses hacen casi todo el trabajo, el riesgo de desvío de recursos es bajo). En segundo lugar, Washington debe iniciar un debate amplio con Moscú en torno a la cambiante naturaleza de la amenaza nuclear. Mucho han hecho ya los oficiales militares rusos para atender su mayor dependencia hacia las armas nucleares ante la disminución de su acceso a fuerzas de combate convencional. La disuasión rusa es más que adecuada en comparación con el arsenal nuclear estadounidense y viceversa, pero ese hecho ya no requiere estar plasmado en un tratado de hace casi treinta años, que constituye una reliquia de una relación de profundo enfrentamiento entre Estados Unidos y la Unión Soviética. El tratado de misiles antibalísticos pretendía impedir el desarrollo de defensas nacionales de misiles en el entorno de seguridad de la Guerra Fría. Hoy las principales preocupaciones son las amenazas nucleares de países como Irak y Corea del Norte, la posibilidad de proliferación no autorizada de armas nucleares.

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De hecho, Moscú vive más cerca de esas amenazas que Washington. Debería ser posible hacer que los rusos participen en un debate sobre el nuevo entorno de amenaza, sus respuestas posibles y la relación entre las reducciones de fuerzas ofensivas estratégicas y el despliegue de defensas. Estados Unidos debería aclarar que prefiere ser más cooperativo en una nueva combinación ofensiva-defensiva, pero que está dispuesto a hacerlo de modo unilateral. Moscú debería comprender también que cualquier posibilidad de compartir tecnología o información en estas esferas dependería mucho de sus antecedentes –hasta ahora problemáticos– en cuanto a la proliferación de misiles balísticos y otras tecnologías relacionadas con las armas de destrucción masiva. Sería extremadamente absurdo compartir defensas con Moscú si éste filtra o transfiere deliberadamente tecnologías en armamento a los propios países de los cuales se defiende Estados Unidos.

Por último, Estados Unidos necesita reconocer que Rusia es una gran potencia y que siempre tendremos intereses que discrepen y otros que coincidan. La guerra en Chechenia –situada en la región del Cáucaso rica en petróleo– es especialmente peligrosa. El primer ministro Vladimir Putin ha usado la guerra para estimular el nacionalismo en casa mientras impulsa su propia trayectoria política. Las fuerzas armadas rusas han sido mucho más categóricas que lo habitual en la afirmación de su deber de defender la integridad de la Federación Rusa, acontecimiento poco grato en las relaciones entre civiles y militares. No debe subestimarse el efecto a largo plazo en la cultura política rusa. Y la guerra ha afectado las relaciones entre Rusia y sus vecinos del Cáucaso, en la medida en que el Kremlin lanza acusaciones contra países tan diversos como Arabia Saudita, Georgia y Azerbaiyán por brindar asilo y ayudar a los terroristas chechenos. La guerra es un recordatorio de la vulnerabilidad de los países nuevos y pequeños que rodean a Rusia y del interés de Estados Unidos en su independencia. Si pueden hacerse más fuertes, serán menos tentadores para Rusia, pero esto depende mucho de su capacidad de reformar sus economías y sistemas políticos, proceso que, hasta la fecha, en el mejor de los casos ha sido confuso.

ENFRENTANDO A LOS REGÍMENES DESHONESTOS

CONFORME LA HISTORIA AVANZA hacia los mercados y la democracia, algunos países han quedado al margen del camino. Irak es el prototipo. El régimen de Saddam Hussein está aislado, su poderío militar convencional se ha debilitado gravemente, su pueblo vive en la pobreza y el terror por lo que no tiene ningún lugar útil en la política internacional. Por lo tanto está decidido a desarrollar armas de destrucción masiva. Nada cambiará hasta que Saddam se vaya, de modo que Estados Unidos debe movilizar todos los recursos que pueda –contando con el apoyo de la oposición para derrocarlo.

El régimen de Kim Jong Il es tan impenetrable que resulta difícil conocer sus motivaciones, aparte de saber que son malignas, pero Corea del Norte también vive fuera del sistema internacional. Al igual que Alemania oriental, Corea del Norte es el gemelo malvado de un régimen exitoso que está justo al otro lado de la frontera, y el mero poder y empuje de Corea del Sur deben hacerle temer su posible desaparición. Pyongyang también tiene poco que ganar y todo que perder si se compromete con la economía internacional. Por ello, el desarrollo de armas de destrucción en masa proporciona una salida destructiva a Kim Jong Il.

El presidente Kim Dae Jung, de Corea del Sur, intenta encontrar una solución pacífica con el norte mediante un compromiso. Toda política estadounidense hacia Corea del Norte debe depender en alto grado de la coordinación con Seúl y Tokio. En tal contexto, no puede dejarse de lado fácilmente el acuerdo marco de 1994 que intentaba sobornar a Corea del Norte para que renunciara a las armas nucleares. Pero hay una trampa inherente a este enfoque: más tarde o más temprano, Pyongyang amenazará con probar un cohete más de la cuenta y Estados Unidos no responderá con más beneficios. ¿Qué hará entonces Kim Jong Il? La posibilidad de un error de cálculo es muy elevada.

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Hay algo claro: Estados Unidos debe dirigirse con firmeza y decisión a regímenes como los de Corea del Norte. En esto ha fallado el gobierno de Clinton, amenazando a veces con hacer uso de la fuerza para luego retroceder, como ocurrió en el caso de Irak. Estos regímenes viven en una cuenta regresiva, de modo que no debe temérseles. Más bien, la primera línea de defensa debe ser una declaración clara y clásica de disuasión: si adquieren armas de destrucción masiva, éstas serán inútiles porque cualquier intento de usarlas provocará la devastación del país. En segundo lugar, debemos acelerar los esfuerzos para defendernos de estas armas. Ésta es la razón más importante para desplegar lo antes posible defensas de misiles en el interior y en el exterior, a fin de centrar la atención en las defensas nacionales de Estados Unidos contra los agentes químicos y biológicos y de ampliar las capacidades de inteligencia contra el terrorismo de todo tipo.

Por último, está el régimen iraní. La motivación de Irán no es simplemente perturbar el desarrollo de un sistema internacional basado en los mercados y la democracia, sino sustituirlo por otro: el Islam fundamentalista. Por fortuna, los iraníes no tienen el alcance y poder de que disfrutó la Unión Soviética cuando intentaba promover la opción socialista, pero sus tácticas han planteado verdaderos problemas a la seguridad estadounidense. Ha intentado desestabilizar a países árabes moderados como Arabia Saudita, aunque sus relaciones con esta última han mejorado en tiempos recientes. Teherán también ha apoyado el terrorismo contra intereses estadounidenses y occidentales e intentado desarrollar y transferir importantes tecnologías militares.

Irán presenta dificultades particulares en Oriente Medio, una región de interés central para Estados Unidos y para nuestro aliado clave, Israel. El armamento iraní amenaza directamente a Israel cada vez más. Con todo lo importantes que son para el futuro del Oriente Medio los esfuerzos de Israel por alcanzar la paz con sus vecinos árabes, la estabilidad de la región no depende sólo de ellos. Israel tiene un problema real de seguridad, de modo que la cooperación de Estados Unidos en materia de defensa –sobre todo en la esfera de la defensa de misiles balísticos– resulta crítica. Esto, a su vez, ayudará a Israel a protegerse tanto por medio de acuerdos como de un mayor poderío militar.

De todos modos, es importante observar que en Irán hay tendencias que requieren atención. La elección de Mohammed Khatami como presidente ha dado alguna esperanza de que un país que antes albergó una gran y floreciente civilización emprenda un nuevo camino... aunque hay dudas sobre el alcance de su autoridad. Además, las ideas más moderadas de Khatami en cuanto a política interna podrían no traducirse en una conducta más aceptable en el extranjero. Hoy por hoy, los cambios en la política estadounidense hacia Irán requerirán cambios en la conducta iraní.

LA CREACIÓN DE UN CONSENSO PARA EL INTERÉS NACIONAL

ESTADOS UNIDOS tiene la suerte de contar con una oportunidad extraordinaria. Desde hace casi un siglo no tiene ambiciones territoriales. Su interés nacional se ha definido, más bien, por un deseo de fomentar la difusión de la libertad, la prosperidad y la paz. La voluntad del pueblo y las exigencias de las economías modernas concuerdan con esa visión del futuro. Pero ni siquiera las ventajas estadounidenses constituyen una garantía del éxito. De la dirección y la política presidenciales estadounidenses dependerá salvar la brecha entre las posibilidades del mañana y las realidades de hoy.

El presidente debe hablar al pueblo estadounidense sobre las prioridades e intenciones nacionales y colaborar con el congreso para centrar la política exterior en el interés nacional. El problema actual no es la falta de espíritu bipartidista en el Congreso ni el desinterés del pueblo estadounidense, sino la existencia de un vacío. Al no haber una visión convincente, son los intereses de corto plazo los que van llenando ese vacío.

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Es seguro que con un gobierno republicano la política exterior será internacionalista; los principales contendientes en la carrera presidencial del partido se caracterizan por su solvencia en ese terreno. Pero ésta también se desarrollará a partir del terreno firme del interés nacional, no de los intereses de una comunidad internacional ilusoria. Estados Unidos puede ejercer el poder sin arrogancia y procurar sus intereses sin intimidación ni bravuconería. Cuando lo haga, en concierto con quienes comparten sus valores básicos, el mundo se tornará más próspero, democrático y pacífico. Ése ha sido el papel especial de Estados Unidos en el pasado y debe volver a serlo ahora que entramos en el nuevo siglo.

1 Este artículo fue publicado en , en la edición enero-febrero de 2001, antes de ser designada para este cargo.

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