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La Paz, Belén de Cerinza, Santa Rosa i| Duítan^a

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Santa Rosa i| Duítan^a

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CAPITULO XXI

Para ir de Soatá al cantón Santa Rosa se presentan dos ca­minos en la dirección sur: el que trasmonta el páramo de Guan-tiva, sin encontrar pueblo por espacio de once leguas, hasta bajar a Tutasá o a Belén de Cerinza, y el que tomando por Susacón atraviesa el alto de Ocavita, pasa por ambas Sativas y salvando el alto Mortiñal cae a La Paz, andando ocho y media leguas, po­blado y con recursos para las personas y cabalgaduras. Tomamos este último, y a las tres leguas de subida continua y suave, por tierras fértiles de pasto y cultivo, entramos en Susacón, pueblo de corto vecindario y moradores benévolos y atentos con el foras­tero, en lo que imitan a su cura, presbítero Reyes, a cuya cabeza, totalmente blanqueada por los años, caracterizan los rasgos de candorosa bondad, tan comunes entre los patriarcas de la gene­ración pasada. De este lugar a Sativa del Norte va el camino por encima de los altos de Ocavita y Mortiñal, apéndice del páramo de Guantiva y al través de laderas alegres, cultivadas por numerosos estancieros y sombreadas con los altos sauces, alineados para marcar los términos de las heredades, recordan­do los frescos paisajes de las regiones interiores de los Andes, que más adelante se encuentran con todas las galas de su pri­mavera perpetua, en las planicies de Duitama y Sugamuxl. Entre Sátivanorte, pueblo mediano, de agradable aspecto y rollizas mujeres, y Sátivasur, que se reduce a una docena de humildes casas, reaparecen los pequeños prados de achicoria, peculiares de cierta zona barométrica en la Cordillera Oriental; y siguien­do nuestro propósito de determinar el límite inferior de esta zona, tomamos la altura, que resultó ser de 2.510 metros y la temperatura 19° a las ocho de la mañana, cifras bastante análo­gas a las que nos habían dado las observaciones hechas, con igual motivo, en el camino de Canipauna a Chiquinquirá (altura 2.525 metros; temperatura, 20° a las 11 a. m.) y en la venta de Chascal, cerca del Valle de Jesús (altura, 2.458 metros; tempera­tura, 18° a las 5 p. m. ) ; de modo que recibía una tercera con-

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firmación positiva nuestra sospecha de que dichos prados marcan exactamente una zona agrícola, medianera entre la región de los páramos y la de las tierras calientes, pudiendo servir de indica­dores fieles, o como si dijésemos, de letreros puestos por la natu­raleza para advertir al campesino el género de cultivo que allí debería intentar, de conformidad con el clima. A Sátivasur, úl­timo distrito del cantón Soatá por este lado, y La Paz, primero del cantón Santa Rosa, los separa una serranía de 3.385 metros de elevación sobre el mar, y a pesar de eso, cubierta de semente­ras de maíz, cebada y trigo hasta la cumbre, advirtiéndose que la falda septentrional se adorna con una vegetación crecida y variada y en la meridional aparece de repente el frailejón, al lado de pequeños sembrados de maíz y en medio de grupos de arbustos desmedrados; ejemplo notable de las modificaciones que la configuración del suelo y predominio de ciertos vientos causan en la temperatura de lugares contiguos e igualmente altos, diversificando de todo punto la fisonomía del país y las produc­ciones locales espontáneas.

La Paz, situada en una meseta fértil a 2.721 metros sobre el nivel del mar, disfruta de aires puros y ligeros y de una tem­peratura cuyo máximo de calor no pasa de 19° centígrados. Son los moradores bien dispuestos de cuerpo, casi todos de raza europea, o tan cruzada que no se echa de ver lo indio: las muje­res, bonitas y sin pretensiones; los niños, verdaderamente lindos, con cabellos rubios y mejillas de carmín, alegres y sociables. Este pueblo fue fundado en 1835, con vecinos bien acomodados, quie­nes desde luego le dieron la importancia de cabeza de un distrito que hoy cuenta cerca de 3.000 habitantes. La iglesia es nueva, capaz, semiaseada, con lebrillos en lugar de pilas bautismal y lustral, pero sin figurones de bulto. Mejor pudiera estar, a tener quien la cuidara; mas la crónica local asegura que los párrocos han sido allí pastores a medias, es decir, que han esquilmado el rebaño, sin cuidarse de apacentarlo ni mejorarlo; cosa fácil de creer para el que haya visto de cerca la degradación moral de la mayoría del clero en Tundama y Tunja. Los trajes de lana, las inflexiones de la voz en el hablar, las costumbres sencillas, los arroyuelos corriendo a lo largo de las calles, las tiendas surti­das de espumosa chicha y asistidas con asiduidad por los cam­pesinos concurrentes al mercado, indican bien claro que se han pisado los umbrales del antiguo país de los chibchas; y así es la verdad, puesto que no muy lejos, al occidente, moraba el valien­te cuanto desdichado Tundama, uzaque poderoso y poco menos

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que independiente del zaque de Hunsahúa, soberano titular, en 1538, de toda la comarca que se extiende desde los cerros de Guantiva hasta Chocontá.

De La Paz a Belén de Cerinza mide cinco leguas de camino, las dos primeras de serranías muy interesantes, por ser la mues­tra más hermosa que de la formación kéuprica se halla en las provincias del norte. Coronan los cerros capas de arenisca verde y a veces rojiza, que reposando sobre grandes masas de margas irisadas {kéuper) abiertas en barrancas derechas, cuyo término es la cortadura estrecha por donde corre el Suapaga, dan al pai­saje un aspecto raro. La vista descansa con placer en aquellos promontorios deleznables, de tierras listadas con los colores del iris, que suavizan la luz del día; o alzando los ojos, encuentra en las cumbres los árboles y arbustos de follaje de esmeralda, nunca marchitado por los ardores del sol ni empañado por el polvo, que allí no lo consiente la tierra; y como si los autores del camino hubieran tenido la intención de abrir una vía pintoresca, más bien que mercantil, lo echaron por encima de los cerros, dejando el río a los pies del viajero y a su mano derecha la mole margosa de flancos sin vegetación, que casi estaría de más donde sirve de adorno suficiente al caprichoso colorido del suelo mismo. Des­pués de esto comiénzase a ver la planicie de Cerinza, que corre cuatro leguas de oriente a occidente, circundada de colinas re­dondas, cuyos peinados recuestos mueren suavemente sobre la verde llanura de aluvión; de allí a poco se sigue una bajada tor­tuosa y escarpada, hasta tocar el río, y al camino de montaña se sustituye el de llano, faldeando los cerros y llevando a la iz­quierda potreros y estancias de labor, divididas por tapias bajas, a usanza del Reino. Andadas tres leguas se llega a un cortinaje de sauces, detrás del cual está Belén de Cerinza, bonito pueblo, edificado al desembocar los caminos que vienen del páramo de Guantiva y del cantón Charalá, por encima de los picachos pira­midales de Ture, circunstancias que lo han hecho prosperar mu­cho más que su predecesor Cerinza, fundado media legua ade­lante y erigida en parroquia desde 1777. Termina este valle lacustre al sudoeste, cabe una rambla tendida, depresión de la cadena de lomas que por allí corre de poniente a naciente, por la cual se sube, llevando a la izquierda y derecha limpias semen­teras de cebada, trigo, habas, avena, papas, maíz, arvejas y frí­joles, dispuestas en pequeños cuadros hasta la cumbre, repitién­dose al opuesto lado el mismo fenómeno de vegetación que en el alto de La Paz, es decir, grupos de frailejón alternando con los

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cereales cultivados, en cuya conformidad concluye la cuesta y sigue un fresco valle, asiento de la capital de la provincia que lleva el nombre de Tundama, su antiguo soberano y defensor empecinado.

La ciudad de Santa Rosa de Viterbo, que bien pudiera trocar esta letanía de palabras por la simple y sonora de Tundama, cuenta hoy 2.000 habitantes y se compone de dos entidades o naturalezas en pugna manifiesta: la de viejo poblachón, que fue parroquia desde 1690, y se quedó estacionario con sus ranchos de paja, y la de ciudad capital improvisada, que pretende merecer su título, mejorando de aspecto; entrambas entidades represen­tadas por las casuchas indígenas y por las nuevas casas con balconadura de hierro colado levantadas junto a sus humildes predecesoras, que parecen escandalizadas de aquella novedad, y dispuestas a no desamparar el suelo a que están adheridas, como el liquen al peñasco nativo. La plaza es despejada y alegre, con vista a las colinas verdes que por un lado circuyen la ciudad, y con una fuente o pila (estilo español) en el centro, rodeada de árboles. En este holgado espacio se congrega los lunes muche­dumbre de gentes que traen al mercado copiosa variedad de fru­tos y las manufacturas nacionales de algodón, lana y fique, con las cuales se abrigan y engalanan nuestros campesinos sin nece­sitar de las extranjeras, y aun desdeñándolas por su poca dura­ción. El cuadro que se presenta difiere poco de los análogos en las otras provincias andinas: los mismos indios de formas re­chonchas, color cobrizo y fisonomía socarrona de suyo y humilde cuando saben que los miran, los mestizos atléticos y los blancos de tez despejada y facciones tan españolas que parecen recién trasplantados de Andalucía o Castilla; tipos de población que, con leves desinencias, se hallan repetidos en Vélez, Tunja y Tun­dama, y hasta cierto punto en Pamplona. Las únicas peculiari­dades que en Santa Rosa encontré fueron los sombreros colosa­les de lana (fieltro endurecido) con que los campesinos oprimen sus cabezas, llevando en la copa un almacén de tabacos, pañuelos y otras zarandajas de uso personal; y los burros en servicio acti­vo cargando víveres al mercado y viajando en recuas, de lo cual están exentos en las otras provincias, donde los bueyes sufren el peso de los quehaceres como bestias de enjalma y carga, y los asnos se están quietos refocilándose en los potreros. Así es que habituado el que ha dado la vuelta por Vélez y el Socorro a no ver en los caminos ni lugares públicos los pacientes y siempre apaleados burros, los saluda risueño cuando los encuentra de

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repente en Santa Rosa y Sogamoso, llevando su carga cabizbajos y tomándose de propia autoridad lo mejor del camino y las aceras de las calles, conforme lo han por costumbre y malicia en todas partes.

Hay en esta ciudad un colegio particular, fundado y dirigi­do por el doctor Juan N. Solano y su hermano, jóvenes de ilus­tración y modestia, que han consagrado sus días a la enseñanza, con más patriotismo que lucro pecuniario. Cuenta el estableci­miento corto número de alumnos internos, base de su existencia, los cuales reciben educación cristiana e instrucción en varios ramos de filosofía y literatura, en idiomas vivos y matemáticas, procurándoseles al mismo tiempo la salud y buen desarrollo del cuerpo, mediante algunos ejercicios gimnásticos; ramo entera­mente descuidado entre nosotros, de donde resulta que salen de los colegios jóvenes aptos para los quehaceres sedentarios, pero incapaces de soportar las fatigas físicas, o minados desde tem­prano por el germen de las enfermedades que abrevian los días a los hombres de bufete. Desatender la educación del cuerpo en países como estos de vivir inquieto, es un error tan imperdona­ble como el de enseñar latín y metafísica en los colegios de provincias mineras y manufactureras, según desgraciadamente acontece para perpetuación de nuestra ignorancia y atraso in­dustriales.

La aerólita de que Boussingault y Rivero hacen mención en una de sus memorias relativas a Colombia, se conserva todavía en Santa Rosa, puesta en un rincón del patio de la casa ocupada por la familia del señor Solano, donde la vimos. Halláronla el año de 1810 sobre la colina de Tocavita, en las cercanías de la ciudad: es enteramente metálica, compuesta de hierro y níquel, pesando 700 kilogramos (15 quintales granadinos), y fue comprada para el museo nacional; pero las dificultades del transporte la tienen relegada y menospreciada, habiendo servido mucho tiempo de yunque en una herrería. Bien hubiéramos querido haber enviado al museo esa hermosa joya que le pertenece por muchos títulos; mas el tiempo, el dinero y el apoyo necesarios nos faltaban, como faltó asimismo herrero para cortar un pedazo, que pudiéramos llevar de muestra, ya que el original ha de perderse en el olvido, o en la fundición de algún codicioso que se ría de las ciencias y de los museos ^ Hay razones, que luego se verán, para creer que la colina de Tocavita estuvo sumergida en el gran lago de

1 Hoy se encuentra en el Museo Nacional de Bogotá.

• -> C.

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Sogamoso, hasta cien años antes de la conquista, próximamente. Compónese de arcillas y arenas revestidas de cantos rodados y pequeños fragmentos de cuarzo empañado, formando un suelo resistente y firme, sobre el cual, y en parte descubierta, estaba la aeróMta, cuya situación autoriza para inferir que la caída de esta masa metálica debió verificarse durante el siglo XV, o en el primer tercio del siguiente; porque si hubiera sido antes, se habría encontrado sumergida en el sedimento lacustre que cons­tituye todos aquellos terrenos, y si hubiera sido después, los cro­nistas de la conquista no habrían pasado en silencio un aconteci­miento tan ruidoso como el velocísimo descenso de un cuerpo que necesariamente vendría tronando, encendido y resplandeciente.

Escasas dos leguas al poniente de Santa Rosa queda Dui­tama, teatro de importantes sucesos que dentro de las calles del pueblo y en los alrededores tuvieron lugar cuando la conquista y cuando la independencia de estos países.

Corría el mes de agosto de 1537, y el capitán Juan de San­martín, que con 30 hombres, por orden de Quesada, había marcha­do de Somondoco a reconocer unos llanos extendidos que vieron al sudeste, se encontraba en Iza reparándose de los quebrantos de esta desastrosa expedición, cuando se le presentó un indio anciano, de buena presencia, ensangrentada la camiseta a causa de llevar cortada la mano izquierda y las orejas, que se mani­festaban pendientes del cabello. Puesto delante del capitán, con voz trémula por el dolor, la debilidad y el enojo, le significó ha­llarse en aquel estado por la crueldad de Tundama, uzaque sobe­rano de Duitama, quien sabiendo la entrada y proezas de los extranjeros en la tierra de los chibchas, reunió sus curacas o notables para convenir en lo que debieran hacer, y siendo este an­ciano el único que le aconsejó la paz obtenida por regalos o tri­butos, airado lo mutiló con sus propias manos, y "vé, le dijo, vé a los ochíes de parte mía, y diles que de esta calidad son los tri­butos que yo pago a extranjeros, y que lo mismo que hago en ti por cobarde, prevengo hacer en ellos cuando lleguen a mis tie­rras, y que me pesará lo dilaten, y para que no lo hagan, tú les servirás de guía" '. Al mismo tiempo que Sanmartín recibía esta primer noticia del país de los duitamas, recibía Quesada en Ba-ganique (Viracachá), cerca de Ciénega, la de la existencia del populoso reino de Hunsahúa, hoy Tunja, dada por otro indio resentido. A Sanmartín lo engañaron los guías, y después de mu-

1 Piedrahita. Conquista de la Nueva Granada.

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chos rodeos lo llevaron a Toca, Siachoque y Ciénega, temerosos de que los ochíes pusieran los pies en el valle sagrado de Iraca, y profanaran el santuario de Sugamuxi: Quesada, con mejor fortuna, penetró hasta la corte del zaque Quimuinchatecha el 19 de agosto, y el 20 lo aprisionó y saqueó '.

Reunido Sanmartín a Quesada, le habló de Tundama y su mensaje, noticia confirmada por el traidor que vendió al zaque, añadiendo la que ningún indio se había atrevido a dar todavía, y era la de la existencia de Sugamuxi, uzaque de Iraca, pontífice de los chibchas y guardador de los archivos y caudales del tem­plo máximo, de lo que resultó la marcha de todos y entrada en el territorio de Tundama, quien les mandó un corto presente, rogándoles que se detuvieran en tanto que él en persona les reu­nía y llevaba ocho cargas de oro. Hiciéronlo así los españoles, y mientras tanto el astuto indio sacó y escondió las joyas e ído­los de los adoratorios, apareciendo en seguida con gente bien armada, y convidando a los ochíes a que fueran a recibir el oro sobre sus cabezas, porque a menos costa no podrían ganarlo. Corridos de la burla, lo atacaron hasta entrarse en Duitama, pero salieron de la ciudad sin fruto alguno, y maltratados de las pie­dras y flechas, enderezando para Iraca. Al regreso de aquella expedición pasaron por Paipa, y el Tundama les mandó un men­sajero, advirtiéndoles que allá iba a buscarlos, como en efecto se apareció con numerosa gente de guerra, muy engalanada de petos y coronas de oro, distinguiéndose por medio de banderas los tercios de Onzaga, Cerinza, Sativa, Susa, Soatá, Chitagoto y otros curacas subditos del uzaque altanero. El encuentro tuvo lugar en la Uanura de Bonza, y la victoria quedó por los españoles, retirándose Tundama con su ejército, más amedrentado por los caballos y arcabuces, que realmente derrotado. Quesada estuvo a punto de perder allí la vida, derribado del caballo a macanazos, con lo cual detei-minaron no detenerse en esta conquista por en­tonces, y siguieron en demanda de Neiva, después de haber asen­tado paces con Tundama por intercesión del uzaque de Paipa.

Finalmente, repartidos después en diversos feudos los in­dios de Iraca y Duitama, tocaron éstos con su generoso jefe al

i Doscientos ochenta y dos años después, día por día, Bolívar y Santan­der derrotaban a los españoles el 19 de agosto, tres leguas al sur de Tunja, y el 20, aprisionado el jefe castellano y saqueado su campo, se dirigían las huestes libertadoras a Tunja, ciudad de hidalgos descendientes de encomen­deros, llevando en el pensamiento la manumisión de los esclavos y la eman­cipación de los restos degradados de la nación chibcha, que no comprendía ni aún comprende su redención.

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capitán Baltasar Maldonado, en calidad de siervos tributarios. Marchó Maldonado en 1540 a sujetarlos, y como por ensayo he­cho, al pasar arrasó y saqueó las poblaciones de Iraca (Soga­moso), dirigiéndose luego a Bonza, donde lo esperaba Tundama fortificado en una isla rodeada de pantanos. A traición lo ven­cieron, y en otros combates fuera de los pantanos, acabaron de postrarlo de tal modo que hubo de pedir la paz. Otorgósela Mal-donado y le impuso tributo arbitrario, que la codicia del ruin en­comendero aumentaba sin tasa, dificultando más y más el pago. Reconviniendo una vez a Tundama, respondió con desabrimien­to, y menos sufrido Maldonado de lo que debiera, le dio en la cabeza con el martillo con que estaba machacando las joyas de oro tributadas, y lo mató vil y alevosamente, pues el noble indio no esperaba semejante agresión estando en la casa del español bajo el seguro de la paz, y el golpe lo tomó desprevenido. "A su sobrino y sucesor, que posteriormente recibió el bautismo de ma­no del obispo don fray Juan de los Barrios, le cupo un fin no me­nos trágico. Apremiado con tormentos por el cruel y homicida oidor Mesa, a fin de que le contribuyera con crecidas cantidades de oro, y hallándole incontrastable, lo hizo pasear desnudo y ma­niatado como un malhechor por las calles de Duitama. No sobre­vivió el sensible cacique a esta afrenta; vuelto a la prisión se suicidó, ahorcándose de una de las vigas de la cárcel ^

Duitama decayó mucho de su primitiva grandeza, oprimida y despoblada por el bárbaro régimen de las encomiendas. De diez años a esta parte ha comenzado a mejorar en casas de teja, orden material y aseo, resultados de la mayor civilidad de las gentes, y la riqueza y población también mayores. Bonza, lugar de re­cuerdos históricos, queda menos de una legua al sur, no ya en tierra cubierta por las aguas ni pantanos como en tiempo del Tundama, sino enjuta y de labor, excepto en la depresión cen­tral de la llanura, que aún conserva los juncos y plantas acuáti­cas y hace laguna durante las grandes lluvias. Por la planicie, al occidente, se llega a Paipa, orillando el río de su nombre con dos y media leguas de excelente camino que atraviesa campiñas amenas, huertas en que se producen exquisitas manzanas, cirue­las, duraznos, membrillos y otras frutas muy regaladas, y pa­sando por entre rebaños lucidos de ovejas cargadas de fina lana que tributan a los telares nacionales. Al llegar a Paipa tuvimos la fortuna de ser alojados en casa de los señores Prieto, caballe-

1 Joaquín Acosta, Compendio Histórico.

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ros de distinguida cortesanía que, penetrados de lo importante del servicio público que llevábamos a nuestro cargo, se apresu­raron a suministrarnos datos, proporcionarnos cabalgaduras y acompañarnos en las excursiones por los alrededores con la bon­dad y el generoso empeño de patriotas ilustrados, linaje bien escaso en la provincia que recorríamos.

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