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Índice Dedicat oria1. Lux perpetua2. Lo suyo3. El vermut4. Teresa Pou

5. Sin mujeres desnudas6. Arreglos7. El día se acaba8. Los miserables

9. Pájaros ciegos10. Con mu jeres desnudas11. Cuadrar las cuentas12. El triunfo13. Del mismo gallinero14. El Torín15. Volver 

16. Piensa en mí

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17. Deseos cumplidos18. A medias19. La primera vez

20. Confesiones21. Guardar lo bueno22. Del paraíso23. La entrega24. Insensatos25. Mujer con niña en la playa

 Epílogo

Créditos

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 A Pere y Miriam

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1

 Lux perpetua

Cuando le dijeron que iba a ser dcarroza de seis caballos y panteón, casmaldijo al muerto. Había rezado par

que fuese uno de nicho o, si no merecíanta suerte, al menos que fuese dumba sencilla. Pero no. Precisament

ese día tenía que tocarle un funeral dprimera. Y hacía tiempo que Consuelohabía aprendido que aquello de que lmuerte nos iguala a todos era solo otr

de las mentiras que la gente repite. Lverdad era que los ricos tardan muchmás en despedirse, y con razón.

Mientras murmuraba el respons

—«et lux perpetua luceat eis», y brill

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para él la luz eterna—, solo podípensar en la cálida luz que sderramaría por Las Ramblas desde lo

escaparates de los Almacenes El Sigloada la hacía sentirse más sola que ve

desde fuera las ventanas iluminadas das casas, sobre todo en días com

aquel, que lloviznaba. Pero en espalacio lleno de tesoros siempre habípodido cruzar el umbral, como si fuer

suyo, como si perteneciese allí. En eshogar inmenso podía caminar sobralfombras mullidas, seguir con el dedel bordado de un vestido o alzar un

copa de cristal bajo una lámpara pararrancarle destellos de arco iris. Ahí erdonde pensaba pasar el resto del díaenvuelta por la misma luz que brillab

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para los ricos y de la que ella tampochabría querido despedirse nunca. Peresa misma mañana iba a tener qu

hacerlo, igual que toda esa gente iba ener que dejar al muerto en paz. Y

mejor que fuera más pronto que tarde.Suponía que, en adelante, si volví

a ir a un entierro sería de alguien quconociera. De desconocidos, calculando unos tres a la semana

levaría cerca de dos mil, porque ya os siete años empezó a salir con otrahuérfanas de la Casa de la Caridad, cosu vestidito negro, su toca blanca y u

cirio, a acompañar las comitivafúnebres hasta el cementerio dePoblenou. Y acababa de cumplir lodieciocho.

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Sus primeras veces, lo que mámpresionó a Consuelo no fue la muerte

que casi no sabía lo que era, sino es

multitud de ángeles llorando, con sualas de piedra desparramadas sobre laápidas, como pájaros malheridos. D

entre todas las oraciones que le habíaenseñado las monjas, la única qurecitaba de corazón era la que decíaodas juntas cada noche a pie de cama

El arrullo coral de ese «ángel de lguarda, dulce compañía, no me dejesola ni de noche ni de día» tenía sobrella el mismo efecto relajante que la

palabras mágicas de un buehipnotizador, y después de tantapesadillas eso era algo muy dagradecer. El llanto de los ángeles no l

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conmocionó porque se compadecierdel dolor ajeno, sino por tener muy ecuenta el propio: si los ángeles era

vulnerables, igual no podían protegerlde los monstruos. Así que el día que uataúd resultó ser más grande que la bocdel nicho, y ellas aprovecharon el ratde desconcierto para sentarse al sodecidió preguntarle a Antonia, s«hermana mayor».

A todas las huérfanas qungresaban en la Casa de la Caridad ses asignaba una hermana mayor, que er

cualquier otra interna un poco má

veterana. Consuelo tuvo suerte. Antoniaaunque solo era cuatro años mayor quella, la guio con sensatez y serenidadporque así era ella: sensata y serena. A

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Antonia no le gustaban los misterios enía respuestas para todo, desde cóm

curar sabañones («con jugo de limón»

hasta para qué sirve el arco iris («parnada»). Cuando le preguntó por quloraban esos ángeles, Antoni

respondió sin titubear: «Porqupreferirían estar en otro sitio».

Cuando Antonia se marchó de lCasa de la Caridad, Consuelo heredó s

vestido de luto. Para entonces, estabespecialmente desarrollada y las monjapensaron, sin decírselo, que el uniformnegro que llevaban las demás niñas l

daba un aire de pícara disfrazada. Máde una vez había atraído miradampropias de algún deudo poc

desconsolado. Así que esa mañana d

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enero de 1919, en ese entierro de seicaballos y panteón, Consuelo seguílevando ese traje de plañidera qu

había remendado mil veces. Y siemprque lo remendaba se acordaba dAntonia y de todos los que preferiríaestar en otro sitio.

Por fin algunos asistenteempezaron a marcharse, aunquConsuelo sabía que eso no le asegurab

nada. Los entierros son como uncendio: cuando parece que se apaganbasta un solo recuerdo expresado en voalta para avivarlos. Pero ella no podí

quedarse más tiempo, no ese día. Teníque apagarlo ya.

Vio que la joven viuda estrujabentre sus manos un pañuelo reseco com

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sus ojos, tan aturdida que no se dabcuenta aún de la catástrofe, ni se darícuenta hasta mucho después, cuand

acabaran las misas, las visitas dparientes, los papeles del notario, y sencontrara de pronto sola en una casvacía, posiblemente señorial —era uncarroza de seis caballos—posiblemente sintiéndose idiota culpable por no haber sentido nada hast

entonces. Y Consuelo se acercó y lsusurró si quería ver a su esposo poúltima vez. Y cuando asintió, tomadpor sorpresa, como Consuelo supo qu

haría, la cogió del brazo e hizo un gesta los de la funeraria para que levantasea tapa. Aquello excedía con mucho s

papel, pero Consuelo estaba segura d

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que era lo mejor, para la viuda y parella. Y, efectivamente, la muchacha depronto lo entendió todo, y se derrumb

con un llanto que le salía de laentrañas, tan desesperado que no tarden aparecer alguien de la comitiva parcogerla de los hombros con firmernura y llevársela, seguida por todoos demás. Consuelo era libre por fin.

Cuando llegó a El Siglo tuvo qu

esperar en la puerta. Un par de mozoestaba descargando un enorme cuadro duna camioneta y el portero de loalmacenes mantenía el umbral despejad

para que pudiesen entrar. Al menohabía parado de llover, pensó Consuelo se movió hasta encontrar su reflejo ea luna del escaparate. Afortunadament

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el conductor de la carroza fúnebre era eviejo Blai, que la había visto crecer y lenía bastante consentida. Incluso hub

un tiempo en que le decía medio ebroma que por qué no se casaba con shijo Carlos, el mediano, el que cuidabde los caballos, un chico tímido y guapque no dejaba de mirarla de reojo laveces que acompañaba a su padre. Parsu sorpresa, por lo visto la cosa ib

medio en serio, porque un día Blai y smujer se presentaron en la Casa de lCaridad preguntando por ella, perdespués de reunirse con la directora, l

madre Montserrat, nadie volvió a hablade boda.

Consuelo no quiso indagar, erfácil suponer que se echaron atrás a

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enterarse de su secreto, y asumió queso es lo que pasaría cada vez qualguien se interesara por ella. Eso sí, e

viejo Blai la siguió tratando con emismo cariño, y ese día la había llevaddel cementerio hasta Santa María deMar para que no tuviese que cruzar solos descampados. Se lo agradeció co

un beso en la mejilla, bajó de un salto echó a correr, esquivando charcos

ntentando pasar bajo los balcones. Apesar de la carrera, el escaparate de ESiglo le mostró que le bastaba corecogerse un par de mechones que s

habían escapado del moño para tener uaspecto presentable. Estiró bien la faldpara asegurarse de que los zapatos, questaban empapados y ya casi no tenía

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arreglo, quedaban bien escondidos, volvió junto a la puerta a esperar coos demás a que metiesen el puñeter

cuadro.Consuelo no solía ser ta

mpaciente, pero tenía el corazón en upuño desde esa mañana, cuando lmadre Montserrat le había dicho que lsuyo ya estaba decidido. ¿Y quesperaba? Nadie pasaba de lo

dieciocho, lo normal era que las chicadejaran la Casa de la Caridad a locatorce, porque se decía que las criadacuanto antes empezaban más dócile

eran. Y ese era el destino de la mayoríaSe lo tenían tan sabido que muchas nsoñaban con una buena vida sino con ia parar a una buena casa. Y la madre

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Montserrat le había encontrado unbuenísima. Se iría al día siguiente coos señores Pou. Se acabaron lo

muertos desconocidos y las clases dcostura a las huérfanas más jóvenes, sacabaron las caminatas para recoger lropa usada que donaban las señoras depatronato y se acabó dar la comida a lamonjas viejas. Pero lo primero qupensó es que tenía que despedirse de E

Siglo, que también se acababa, porquos señores Pou no vivían en BarcelonaCuando por fin despejaron la puerta pudo entrar, supo que era la última vez.

A Clara le habría gustado que el cuadrolegase solo. Pero no, su dueño decidi

que también tenía que estar allí parrecibirlo. Y encima, llegó pronto

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Cuando por fin la avisaron de que lcamioneta estaba en la puerta, hacía casuna hora que aguantaba la mala leche d

Juli Vallmitjana. Al principio le habíalevado a su despacho, para que s

vozarrón no asustase a nadie, percuando le dijo por tercera vez que sproyecto no tenía ningún sentido, Clarno pudo más. Se levantó haciendmucho ruido con la silla y, sin pedi

disculpas, dijo que era la hora de sronda de control. Por supuesto, sabíque Juli la seguiría y no le ahorraríningún comentario cáustico sobre lo que

nesperadamente, se había convertido eel centro de su vida: los Almacenes ESiglo. Nunca lo hubiera pensado.

Clara Morgadas había crecido mu

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alejada de las tiendas, en uno de lopalacios de la calle Ancha, junto a lglesia de la Merced. Era el servici

quien salía a comprar lo que hicierfalta, sin llevar dinero encima, porque fin de mes cada tendero pasaba por casde los padres de Clara, dócil y discret  con su factura, para cobrar. Y, por

supuesto, tenían su modista y su sastresu sombrerero, su peluquera y s

manicura, que les proporcionaban domicilio todo lo que pudieranecesitar. Y su proveedor de telas, quepasaba con género nuevo cada par d

semanas, y su tapicero, que trabajaba eos bajos para que no se llevase fueros muebles buenos, y una costurera qu

dormía en la casa, en una de la

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buhardillas del tercer piso que Clara nvio jamás.

Cuando a los veinte años Clar

anunció que se casaba con el joven Cotsel heredero de la familia más pujante dBarcelona, su padre no pudo reprimir ucomentario sobre que el viejo Cots, sabuelo, había sido uno de esoproveedores que visitaban la casa, gorren mano. Si pretendía desanimarla, no l

consiguió. Clara le dijo que el abuelba con gorra, pero el nieto con chistera que en cambio ellos hacía tiempo qu

alquilaban las buhardillas y los bajos

donde ya no se tapizaba nada porquhabían ido vendiendo los muebles.

Clara se convirtió en señora dCots y sus suegros además de

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radicional vestido de novia pagaron lboda, cosa que a los Morgadas leresultó embarazosa, pero mu

conveniente, ya que solo tuvieron quponer el dinero del viaje de novios

ueva York —que además les salióbaratísimo porque los Cots tenían allnfinidad de socios que no dejaron dnvitar al heredero y a su distinguid

esposa a comer y a cenar—. Par

entonces, los Cots ya tenían un almacéde telas, varias tiendas de ultramarinos seis mercerías, además de loAlmacenes El Siglo. Y eso era antes de

empezar la guerra.Cuando la Gran Guerra estalló, e

el 14, la neutralidad española les vinde perlas a los Cots, que multiplicaro

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su fortuna abasteciendo a los dobandos. Primero uniformes y mantasmás tarde municiones y pistolas camp

giro que compraban en Santander y cuyexportación era ilegal, pero murentable. Los hombres de la familiestaban demasiado ocupados con estonegocios como para atender El Siglo, su marido, obsesionado con la políticasolo pensaba en cómo llegar a alcald

de Barcelona. Clara supo entonces quhabía llegado su momento. En NuevYork, los recién casados habíanvisitado, como todos los turistas, lo

almacenes Sears. Clara iba a hacer dEl Siglo algo aún más grande.

Y por eso ahora, mientras avanzabpor los pasillos de su reino, Clar

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aguantaba los resoplidos de Juli a sespalda («carroñeros de las trincheras»«burgueses ignorantes») sin torcer e

gesto. A pesar de todo, le tenía un ciertocariño a este primo de su marido quhabía puesto el mismo empeño en bajaa escalera social que los Cots e

subirla. Y también sabía que ella, en efondo, le gustaba.

Por fin lo vio. Se paró ta

repentinamente que el hombretón npudo evitar chocar contra ella. Ermenuda, pero resistió el empujón sin daun paso, y ni siquiera se giró hacia él.

 —Clara, por favor, ¿una galería darte en este sitio? —iba diciendo él—¿Vas a poner esto entre la corsetería deseda y las vajillas de La Cartuja?

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Ella ni contestó. «Esto» era ecuadro que los mozos ya habíadesempaquetado y apoyado en la pare

al lado de la gran escalinata. En eienzo, una mujer agitanada miraba a un

niña jugar en la orilla de la playa. Teníque ser verano, un atardecer, y casi spodía sentir la calidez del sol tiñendo dmiel los charcos en la arena. Los dos squedaron embobados contemplándolo

casi oyendo el rumor de la marea y lograznidos de las gaviotas.Clara le cogió de la mano. Sabía d

sobras que era un sentimental, y tení

que jugar su baza. Cuando Juli ya shabía olvidado de todo lo que teníalrededor, y solo veía a la gitana con suniña, Clara se puso de puntillas par

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susurrarle al oído: —¡Véndemelo!Él tardó en responder. Luego, como

despertando, le pasó una mano por lohombros, le besó el pelo y antes de irse dijo:

 —Ni muerto.Consuelo había entrado en calor y ya nse volvía cada dos por tres parcomprobar que sus zapatos no dejaba

huellas en la moqueta. El problema dser un intruso en el paraíso es el miedo que cualquier cosa te delate y texpulsen. Deambulaba y

ranquilamente, disfrutando de lperfección de todo. Admiró lomagníficos vestidos expuestos en unarga fila de maniquíes. Del primer

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prefería la tela, del cuarto el color, deséptimo el delicado frunce del escote, al décimo no pudo evitar quitarle un hil

que sobresalía de un ojal. Fue entoncecuando unos golpecitos en el hombro lhicieron temer lo peor. Al darse lvuelta vio a una vieja delgaducha que lmiraba impertinente.

 —Llevo un buen rato esperando que me atiendan, de qué me sirve qu

aquí haya de todo si no te dicen dóndencontrarlo. Quiero esto. Esto.Consuelo se fijó en el colgajo qu

agitaba delante de sus narices.

 —Soutache —le dijo aúsobresaltada—, tiene que subir pasamanería, en la planta segunda, pedir cordón para soutache.

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 —¿Suqué? —Pida trencilla. —¿Cómo que trencilla? Si es par

un cinturón.Y de pronto Consuelo se vio

calculando medidas y opciones de color cuando la señora dijo, suspicaz, que l

saldría carísimo, como Consuelo supque haría, le sugirió que la comprara dseda Chardonnet, que resultaba much

más barata porque era artificial, entonces la señora dijo que se notarímucho la diferencia y Consuelo contestque para un cinturón no, pero qu

entonces tuviera cuidado con el fuegoporque era muy inflamable. Y la viejdijo que ella no se acercaba a lacocinas, faltaría más, y luego asintió

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mayestática, con la cabeza, y dijo que lgustaría ver esa trencilla de sedartificial. Y no se movió.

 —Pasamanería, planta segunda —volvió a decir Consuelo.

 —¿Pero es que no me lo va a traer —Es que no me la van a dar. —¡Pero qué desbarajuste es este

—empezó a protestar la vieja, y lanzuna mirada a su alrededor para ver ant

quién reclamar, y de pronto graznó: —Claaaraaa.Y ahí empezó todo.

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2

 Lo suyo

Consuelo decidió otra vez que no iba esperar más. No había hecho nada mal  no tenía por qué quedarse ah

encerrada como una maleante. Pero otrvez se quedó quieta, clavada en esa sillncomodísima que no pegaba e

absoluto con nada que ella hubiese visthasta entonces en El Siglo.

 Nunca se había fijado en que erampantojo de mármol que adornab

una de las paredes de la planta baja, lque estaba detrás de los mostradores dos guantes, camuflaba la puerta de es

cuarto tan austero. Con un par de silla

de madera separadas por una mesa

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poca cosa más, le parecía igual que laceldas de recibir de la Casa de lCaridad.

Cada domingo por la tarde, lahuérfanas que tenían parientes más menos lejanos se ponían en fila en epasillo de las celdas de recibir, con lmirada clavada en el portalón del finapor el que irían llegando primos depueblo, tías solteras, una vecina de lo

padres difuntos o algún pretendienteCuando se abría, el portalón chirriabcomo la nota desafinada de un violín, hacía que todas las niñas estirase

mucho el cuello para ver si era su visita que entraba; cuando la afortunad

abandonaba la fila se oía el golpetazremendo que daba el portalón a

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cerrarse y el resto de niñas se encogípara continuar la espera, con el corazóatiendo con el eco de ese golpe, com

un mal presagio: ¿y si hoy no vienen?Consuelo conocía muy bien es

pasillo porque la hermana Petra, que era que organizaba las visitas, solí

encargarles a ella y a Marie «lguardia», que consistía en caminaarriba y abajo del pasillo, sin parar

pasando por delante de todas las celdasque debían permanecer con la puertabierta para que, como les repetía caddomingo la hermana, «tuviese

ranquilidad, pero no intimidad».De esa manera, Marie y ella, qu

amás habían recibido una visita y lmás seguro era que jamás la recibiesen

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esperaban las tardes de domingo con lmisma ilusión que las demás muchachasporque podían participar de la

novedades aunque solo fuese comespectadoras. Por desgracia, para evitaque se entretuvieran comentando comdos comadres, no las dejaban caminauna al lado de la otra, sino que debíaarrancar cada una de un extremo opuestdel pasillo.

Pero para lograr que Maripospusiera sus comentarios mordacehabría hecho falta una dificultad mayornadie como ella para sacar partido a lo

segundos que se cruzaban en mitad depasillo en cada vuelta. La francesitdesarrolló todo un lenguaje de signodigno de un espía consumado o de u

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actor de pantomimas: primero marcabcon los dedos el número de la celdsobre la que quería comentar y después

para valorar cómo iba el encuentroañadía otros gestos que a veces eramuy discretos (fingía una sonrisa aparentaba llorar) y otras eran tahistriónicos (aplausos sordos, pasarsun dedo por el cuello comdegollándose, simular un puñetazo en e

estómago, un baile, un bofetón, uabrazo…) que hacían que las doacabasen avanzando mientras saguantaban la risa a duras penas.

Consuelo sabía que se reían parcombatir la envidia, que en realidad lados preferirían estar en cualquiera desas celdas. Pero Marie no lo admitirí

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ni bajo tortura: sostendría ante el mundque ellas estaban por encima de todoaquellos visitantes tristes y paletos

Cierto que no tenían a nadie, pero ellcontaba con su nombre francés Consuelo con su collar, y sobre estados escasas posesiones Marie construyun aura de superioridad que no siemprcaía bien, sobre todo porque a menudse aupaba despreciando a las demás

no siempre se daba cuenta de cuándestaba siendo cruel. Como con la pobrRosalía, esa chiquitaja de ocho años qucada domingo recibía a una prim

hermana de su madre, de nombrCasilda, y la única familia que lquedaba, una muchacha cariñosa qurabajaba en una tienda de encurtidos

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establecimiento cuando por fin el urbanse decidió a hablarle, después de todun año entrando cada mediodía

comprar un cucurucho de altramucesMás tarde le confesaría que los odiabapero que era lo que tenía delante lprimera vez que entró en la tienda y ello dejó mudo al preguntarle qué quería.

La tarde que Rosalía se fue con lprima Casilda y su urbano, enfiló e

pasillo andando entre los dos, que lcogían felices de las manos, y antes dsalir volvió la cabeza y dijo:

 —¡Adiós, María!

Y el golpetazo que dio el portalóal cerrarse sonó como una bofetadaPorque si algo no soportaba Marie erque la llamasen María, despojándola d

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a ascendencia francesa de la que habíhecho su escudo y bandera: ellpertenecía a una estirpe de artistas d

París, aseguraba con orgullo. Aunque lverdad era que fue abandonada por unsaltimbanqui gabacha, que pasó poBarcelona con su troupe  dejándose unrecién nacida.

A Consuelo le gustaba Marieadmiraba su tozudez en no dejars

vencer por la verdad que todos queríamponerle. Pero ella no era así, ndesde que a los diez años la madrMontserrat le entregó su collar y l

contó su secreto. Desde entoncententaba ser muy práctica: sabía quenía que estar atenta a cualquier atisb

de oportunidad porque no iba a tene

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muchas. Y precisamente porque eraambiciosa, no se permitía distraerse coensoñaciones inútiles. Casi nunca. Su

paseos por El Siglo habían sido la únicexcepción y estaban a punto de acabarsde mala manera.

Si en la Casa de la Caridad teneacceso a una celda de visitrepresentaba la posibilidad de una vidmejor, en El Siglo estar en aque

cuartucho seguro que no presagiaba nadbueno. Había pasado detrás deescenario, donde los guardias dseguridad de los almacenes llevaban

as señoras que pillaban hurtandcualquier fruslería: un hermoso peine dnácar o una cucharilla de plata. Clarque si la ladrona era una «señora de», l

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cosa acabaría con una llamada amarido, que, más o menos avergonzadoe procuraría a la cleptómana una

semanas en un balneario para apaciguasus nervios y el posible escándalo. PerConsuelo no podía retirarse a tomar laaguas y tampoco consentir que lomaran por lo que no era. Ella sol

había intentado ser amable con aquellvieja chillona, que, en pago, la habí

metido en ese lío. Y por más que habíantentado explicárselo a la tal SraMorgadas, no consiguió que la soltaraSeguro que a la vista de todos lo

clientes parecía que tan solo la conducíamistosamente hacia el cuarto, pero lverdad es que lo hacía con una firmezque solo ella captó:

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 —Espérame aquí —le ordenó antede cerrar la puerta.Clara Morgadas pensó que vaya tard

levaba. Primero el primo Juli, después Teresa Turró. Ojalá pudieraencerrarlos a los dos en un cuarto: lvieja señorona que no sonreiría naunque cogiese el tétanos —Clara habíoído no sé dónde que te contrae lomúsculos de la cara—, con e

revolucionario rico que odiaba a loricos. Seguro que se acabarían matanda mordiscos, dejándola a ella en papara siempre.

En cambio, había tenido quencerrar a aquella chica, mientraapaciguaba a la fiera entregándole a trede sus mejores dependientas

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Pobrecitas. Sabía que la señora Turrópondría todo su empeño en conseguique una tras otra perdieran los nervios

se echaran a llorar, pero también sabíque ellas resistirían. Clara tenía plenconfianza en su personal, quseleccionaba ella misma, y no era fáciconseguir su aprobación. Las siglerasque era como todo el mundo llamaba as dependientas de los Almacenes E

Siglo, eran famosas por sus modales, seficacia y su buena presencia. Vestíancompletamente de negro, de ahí lconfusión de la señora Turró. Parecí

ncreíble que hubiera confundido el trajelegante de sus sigleras con el vestidremendado y pasado de moda de aquellchica. Y, sí, tenía la cintura fina, pero

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claramente no era producto del corsque llevaban las dependientas y que nsolo les mejoraba la silueta, también la

hacía andar erguidas y con un toque ddistinción que la Turró, por lo visto, nopercibía en absoluto.

Pero Clara tuvo que reconocer quesalvo por el atuendo, esa joven no sdiferenciaba en nada de las suyas. Hastpronunciaba bien soutache. Y qu

supiera algo de la inflamabilidad de lseda artificial —cosa que ella no sabí  que tuvo que confirmar con l

encargada de la sección de telas— l

había impresionado.La verdad es que Clara habí

estado contemplando a poca distanciodo el equívoco, bastante divertida

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preguntándose hasta dónde llegaría admirándose de la soltura de aquellchica que le aguantaba tantos asaltos

Teresa Turró, y ahora se sentía culpablepor haberla dejado llegar demasiadejos. Una vez que hubo aplacado a l

vieja y organizado que subieran ecuadro de Juli a la sala de arriba, npensaba dejar que aquella chica se lescapase.

Encontró a Consuelo sentada muiesa en el borde de la silla y le dio lagracias por esperar, aunque ni se lhabía pasado por la imaginación qu

pudiese irse antes de hablar con ella. Lpreguntó su nombre.

Consuelo había tenido tiempo dsobra para calcular sus opciones

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planear algún tipo de estrategia comhacía en los entierros, pero lo cierto eque de entierros sabía mucho y de est

ipo de situación, no sabía nada. Sí sabíque no podía permitir que avisaran a lCasa de la Caridad y se frustrara sempleo con los señores Pou. No cuandno había hecho nada. No pensaba dar snombre. Así que solo dijo eso: que nohabía hecho nada.

 —No digas eso —dijo Clara. —Pero es la verdad. —Te he visto. De hecho os estab

mirando todo el tiempo.

 —Pues entonces habrá visto usteque no he hecho nada.

Clara pensó por un instante que ermuy modesta, y de ahí su insistencia

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que se removiera en la silla, pero por langustia de Consuelo cuando añadió «So juro», supo que se hallaba ante otr

malentendido: aquella chica pensabque le estaba reprochando algoAcabáramos.

Clara entonces le dijo que le habígustado su trato a la clienta, y qusupiera tanto del producto, y sobre todque conociera tan bien sus almacenes.

¿Sus almacenes? Consueldescubrió en ese momento que shallaba ante la verdadera dueña de sparaíso. Eso le impactó mucho más qu

os elogios, tanto que apenas pudconcentrarse en lo que Clara le decíaDespués de unos segundos, se dio cuentde que le estaba explicando la

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condiciones laborales de las sigleras, sus horarios de trabajo y suposibilidades de ascenso. Consuelo n

daba crédito: le estaba ofreciendo uempleo.

Creyó que el corazón se le saldrípor la boca. Vivir en el paraíso. Buenoo pasar doce horas diarias en el paraísoque era casi lo mismo. El Siglo sería scasa, y estaría siempre rodeada de cosa

bellas y ordenadas y no tendría que irsa servir a casa de aquellos señores PouCuando terminó de exponer su

condiciones, Clara preguntó si estaba d

acuerdo. Consuelo a duras penas acerta asentir con la cabeza y dar las graciasClara entonces se levantó de su silla y ldijo que solo tenía que preguntar por e

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efe de personal y traer una carta dautorización firmada por su padreConsuelo, mareada, se levantó también

a siguió hasta la puerta.Clara se daba perfecta cuenta d

que esta nueva empleada no tenía enivel económico del resto: por suzapatos viejos, por los remiendos devestido, por el negro apagado de unela cepillada demasiadas veces. Per

era una chica sensata y educadaposiblemente de una familia venida menos, cosa que ella entendíperfectamente.

Entretanto, Consuelo, en esamilésimas de segundo, estaba sopesandsus opciones. No podía dejar pasar esoportunidad: sabía que no tendría otr

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gual. Debía decir algo. Podía revelar lverdad y confiar en su benevolenciaPero eso ya sabía que no la llevaría

ningún sitio. Podía decirle mediaverdades, decirle que era huérfana pedir a la madre Montserrat que hablarcon ella, que le dijera solo cosas buena  se callara su secreto. Pero la madr

Montserrat se lo diría todo, y esampoco la llevaría a ningún sitio. As

que Consuelo descartó juiciosamente eengaño, porque no estaba en su mano. Se agotaba el tiempo y todas la

opciones que contemplaba llevaban a u

callejón sin salida.Al despedirse, Clara volvió

preguntarle su nombre y a agradecerle lpaciencia que había tenido con Teres

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Turró. —Me llamo Teresa, Teresa… PouAl final concluyó que soltar un

mentirijilla y escapar indemne era lmáximo que podía hacer. Consuelo salióde El Siglo segura, ahora sí, de que nvolvería nunca más.Ser huérfana era una desgracia, pero nera deshonroso. Podías ser, poejemplo, huérfana de un militar en l

guerra de África, y eso estaba bien. Mubien, de hecho. La huérfana de umilitar, de un boticario o de un tenderopodía trabajar como dependienta en E

Siglo: tendría un apellido. Lo que hacímposible que Consuelo llevara un

carta de autorización de su padre no erel detalle nimio de que su padre hubier

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muerto, era que no tenía.Consuelo llegó al orfanato de l

Casa de la Caridad muy pequeña, co

unos tres años, envuelta en un mantóempapado. Una vecina vio a un gitanviejo bajarse de un carromato, llamar aimbre del torno a medianoche

escabullirse antes de que la hermanornera se asomara. La niña n

reaccionaba, ni parecía saber hablar, n

dejó que nadie la tocase, ni siquierpara ponerle ropas secas y meterla en lcama. Pasaron nueve días hasta que lniña soltó el mantón y respondió a l

misma pregunta que le había hechClara: ¿cómo te llamas?

 —Consuelo.Fue ese día cuando vieron s

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collar: un collar de piedras negraengarzadas en plata, con un colgante eforma de media luna, o de letra C. L

antecesora de la madre Montserrat, lhermana Remedios, enseñó el collar a lpolicía para ver si así podían identificaa la gitanilla. Y cuando le dijeron que ssus parientes la querían ya irían buscarla, que cualquiera se ponía ocalizarlos, que seguro además qu

estarían de paso por Barcelona hacialguna feria de ganado, la hermanRemedios lo guardó en un cajónPasaron años antes de que la madr

Montserrat lo sacara para dárselo Consuelo al tiempo que le explicaba «lsuyo».

Para su inscripción en la Casa de l

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ambiente tan poco selecto de la Casa da Caridad. Allí ella era la única

porque hasta los que acusaban a lo

gitanos de ser unos delincuentes simoral admitían que ellos sí cuidaban dsus niños si los padres faltaban. Que lhubieran abandonado, que nadie lhubiera buscado después, solo podísignificar que la madre de Consuelestaba sola, que la habían expulsado de

clan por algo grave, como parir soltera. No, Consuelo nunca podrípertenecer al paraíso ni pasar dochoras al día rodeada de cosas bellas

ordenadas. Bastante suerte había tenidcon criarse en la Casa de la Caridadcon tener una educación, aprender coser y a planchar para un día ganarse l

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vida honestamente. Colocarse a servien una casa en Reus era una perspectivmucho mejor que la que habría tenid

viviendo entre los suyos. O por lmenos de eso siempre se había intentadconvencer ella.Mientras caminaba las dos calles quseparaban El Siglo de la Casa de lCaridad, Consuelo se maldecía pohaberse dejado deslumbra

momentáneamente, por el espejismo dotra vida posible. ¿Pensaba que nendría que dar su apellido, en cualquie

caso? ¿Pensó que Clara Morgadas n

ba a hablar con la madre MontserratEsta ocultaba «lo suyo» a las demániñas, pero tenía que revelarlconfidencialmente cuando le buscab

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Cuando llegó a la Casa de la CaridadConsuelo se quitó el vestido negrheredado de Antonia para no

estropearlo. Sabía que otra huérfanadolescente lo empezaría a usar a partide ahora, aún le quedaban muchoentierros, al pobre, aunque esperaba que hicieran algún arreglillo. A ella no le

habían dejado reformarlo —las mangano podían estar más pasadas de moda—

porque para las monjas la coquetería nenía lugar ni en un entierro ni en ningúsitio.

Pensó que a Antonia ese vestido ta

poco favorecedor le había dado suerteaunque ella habría resoplado solo dpensar que el vestido o la suerthubiesen tenido nada que ver. Antonia lo

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casarse: a sus veintiocho años empezaba ser un solterón, y de un tiempo a estparte le pesaba tanta soledad

Descontando el alquiler y algún otrgasto menor, y calculando que ahorraríen comida porque en vez de quedarse cenar en la cantina de la empresvolvería a una casa bien atendidaconfiando en la subida de salario que lhabían asegurado para dentro de do

años si cumplía bien con suobligaciones, y suponiendo —aunque nera un requisito— que su esposa ganarun jornal, Ramón calculó que podrí

criar dos o tres hijos bastante máholgadamente que como lo habían criada él. Era momento de echarse novia.

Y así se lo expuso a Antonia

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cuando, tras verla en el entierro estudiar su actitud serena, averiguó quvivía en la Casa de la Caridad y la fue

visitar la tarde del domingo siguienteEn su ronda de vigilancia, la otrsemana, Consuelo y Marie les vieron os dos, muy serios en su celdanclinados sobre unos papeles,

pensaron que aquel tipo tan formal lestaba ofreciendo un contrato. Y así era

más o menos. Ramón conquistó Antonia con sumas y restas, y no coflores ni murmullos apasionados. Pocdespués contrajeron matrimonio en l

capilla de la Casa de la CaridadAntonia había pensado casarse con evestido negro de los entierros, pero lamonjas le regalaron otro casi nuevo —

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ambién negro, «para que pudiera usarlmás veces», le explicó Antonia Consuelo al darle el viejo—. Tambié

e dijo que Ramón Garriga era muimpio y muy respetuoso, que sería u

buen padre y que no bebía. Ramón ndio explicaciones a sus compañerospero habría podido decirles que ella erfuerte y sensata, y le había hecho lapreguntas adecuadas: jornal, vivienda

estado de salud.Marie se había echado a llorar ea ceremonia. No de la emoción —

Antonia había sido también su «herman

mayor», aunque pudo influir poco en scarácter—, sino de pena porque emundo fuera así de gris y triste. Laseguró a Consuelo, entre sollozos, qu

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ella se casaría por amor, y que antes siraría de un puente que conformarse co

alguien tan aburrido, por limpio qu

fuera.o, desde luego que ni el vestido ni l

suerte habían tenido nada que ver con edestino de Antonia. Mientras cepillabpor última vez la deslustrada tela negrque solo una vieja cegata como TeresTurró podía tomar por el uniforme de E

Siglo, Consuelo se intentó convencer dque también su destino estaba en sumanos, y que no podía esperar másuerte que la que ya había tenido. Er

afortunada por haberse criado en lCasa de la Caridad. Y porque a los Pouno les importara que fuera gitana. Y pohaber podido disfrutar, aunque solo

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3

 El vermut 

Cuando Consuelo llegó a casa de loPou, le pareció una jungla. Todo eraramas, hojas, flores increíbles. Habí

flores en las vidrieras y en los jarrone  en el papel de las paredes y en lo

frescos del techo; y patas de silla qumitaban troncos de palmera y tapicería

con motivos vegetales. Era un mundrecargado y colorido, sin una sola línerecta. Consuelo inmediatamente pens

en un bosque encantado. Prontdescubriría que, como todo bosquencantado, tenía su bruja.

Pero para llegar hasta allí, ante

uvo que coger dos trenes: de l

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Estación del Norte de Barcelona hastTarragona, y de ahí hasta Reus. En erasbordo intentó comer un poco del pa

con queso que llevaba para llenar evacío que sentía, aunque supiesperfectamente que no era hambre. Lmadre Montserrat le había dado lobilletes, una bolsa con comida y algo ddinero para imprevistos, pero como emprevisto más importante fue que e

primer bocado de pan y queso se quedozudamente en su garganta, al llegar Reus decidió invertir unas monedas eun tazón de café con leche bien caliente

Entró en el bar de la estación porque yno podía más, entre la carbonilla y lgarganta cerrada empezaba a respiracon dificultad. Aunque el resto de su

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vida no recordaría el lugar por esangustia, sino porque ahí fue donde oypor primera vez la palabrita: vermut.

 —¿Seguro que no prefieres uvasito de vermut, guapa? —le dijo ecamarero con un guiño, mientraevantaba el vaso que él mismo s

estaba tomando. Era un líquido oscurque olía casi igual que la loción dhierbas que hacía la hermana Vicent

para curar el reuma, la que dejabcuarenta días a sol y serena. —Siempre es una buena hora par

omar un vermut —le aseguró e

camarero al ver que dudaba.Pero Consuelo lo tenía muy claro

negó con un gesto rápido. No habíprobado en su vida más vino que el d

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comulgar, y solo cuando le tocaba damisa a mosén Francesc, que era el únicque tenía la costumbre de mojar la

hostias en el vino consagrado. Cuandera pequeña, a primera hora de lmañana y por supuesto en ayunas, aquesabor dulzón la mareaba hasta darlnáuseas, y no tenía ninguna intención dlegar tambaleándose a su prime

empleo. De modo que se concentró en e

maravilloso calor que el tazón irradiabpor sus manos heladas y el café coeche por su garganta obstruida

deshaciendo por fin el nudo que la habí

atenazado las últimas horas. Todo iba r bien, tan solo tenía que dejar d

sentirse patéticamente desterrada condenada y todo iría bien.

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Apenas tuvo que preguntar: erayecto venía muy bien indicado en l

carta de los Pou, donde también s

especificaba cada detalle del empleo: epuesto era de lavandera y planchadoraaunque se esperaba que también ayudasen la cocina. Libraría los sábados por larde y podría salir de paseo con la

demás chicas del servicio, pero tendríque estar de vuelta en la casa a la

nueve. Le darían el uniforme que debílevar y esperaban que le durase treaños. Si hubiera que hacerle otro antede entonces, se lo deducirían (como lo

billetes de tren) de su sueldo. Lo únicque no mencionaba la carta erprecisamente el sueldo, pero la madrMontserrat le aseguró que sería digno

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porque Aurora, otra chica de la Casa da Caridad, había trabajado para ello

hasta hacía muy poco, y nunca tuv

queja. Consuelo le había preguntado poqué se fue, si tan contenta estaba, y lmadre Montserrat había contestado«Cosas».

Y Consuelo supo que Aurorasisaba, o que la habían pillado con uhombre, o que había roto algo aposta

porque a la madre Montserrat no lgustaba hablar de las flaquezas de suhuérfanas, y por eso, de vez en cuandose expulsaba a una chica de la Casa d

a Caridad por «cosas», cambiaban a lencargada de la despensa por «cosas», por «cosas» se dejaba de mencionar alguna antigua interna a quien luego

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alguien, creía reconocer esperando baja luz de una farola en la calle de la

Tapias, que era de lo peorcito.

Consuelo le agradecía a la madrMontserrat que a ser gitana no llamara una «cosa», sino «lo suyo»

«Eres una niña buenísima, teniendo ecuenta lo tuyo»; «Por lo tuyo no tpreocupes, mientras estés aquí»; «Quítate del sol, Consuelo, que con l

uyo…».Sabiendo «lo suyo», que los Pohubieran aceptado tenerla en su casa eroda una suerte. Mejor que l

perspectiva de ir repartiendo laurel criar niños descalzos subida a ucarromato, que es en lo primero qupensó Marie cuando le contó que er

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gitana. Aunque después de digerir lnoticia, su amiga, fantasiosa comsiempre, le dijo para animarla qu

ambién podía bailar flamenco comJuana la Macarrona, que había triunfaden París y enamorado a un príncipe dOriente.

A Consuelo le pareció que la callLlovera, donde vivían los Pou, lo mismpodría ser del lejano Oriente. Ahí s

acumulaban las nuevas casas que lpujante burguesía de Reus habíconstruido según la última tendenciarquitectónica: el exuberant

modernismo. El vermut que acababa ddescubrir era la fuente principal de tantabundancia, también en el caso de sunuevos señores. Pero de eso, mientra

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miraba atónita tanta concentración dbalcones abombados, relieves esgrafiados, Consuelo aún no tenía n

dea. Toda su atención estaba puesta easimilar la novedad; al fin y al cabo, svida había transcurrido por la Barcelonmás antigua y estaba acostumbrada a lestrechez de las callejas medievalesnterrumpida aquí y allá por la esbelt

austeridad de las iglesias góticas o a l

amplitud y vitalidad de Las Ramblasdonde todo cabía y todo se diluía.La señora Pou dejó la revista francessobre el sofá en el que estaba recostad

 se puso en pie, con las manos cogidabajo el pecho. Tenía los dedos cortosembutidos en anillos y sortijas, y el cutiextrañamente terso para haber pasad

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con mucho los cuarenta. Sonrió codulzura maternal a Consuelo, que habíentrado en el salón guiada por un

gobernanta canosa de aire marcial, y aúaferrada a su maletita.

 —Bienvenida —dijo mirándolcon aprobación.

Pero enseguida puso cara dcontrariedad; liberó una de sus manosestiró el dedo índice con la yema haci

arriba y lo dobló varias veces compaciencia para indicarle que sacercara, más, un poco más, más, hastque tuvo a la chica tan cerca que podrí

haberla abofeteado. En lugar de eso lpuso el dorso de la mano en la frente, hizo un mohín de preocupación:

 —Vaya, pareces sofocada, quiz

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endríamos que haber mandado al chófea buscarte, seguro que te has cansadviniendo desde la estación, con l

maleta y todo…Consuelo, que había temido l

peor, suspiró aliviada y negó coimidez. Pero se calló que el sofoco n

se debía al trayecto sino a toda aquellvegetación de mentira, a todas esaformas sinuosas y a los juegos de lu

que provocaba el sol en las vidrieras dcolores. Observó que el vestido de lseñora Pou parecía el uniforme ideapara pasar desapercibido en aquel luga

extravagante: llevaba más puntillasfrunces y pliegues de los que podrícontar aunque emplease toda la tardeTeniendo en cuenta que su función serí

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plancharlos, aquello tendría que haberlalarmado, pero estaba demasiadabrumada para sumar dos y dos. Po

suerte, la señora Pou sí que estaba atent, además, demostró serlo:

 —Salas te mostrará tu cuarto y texplicará tus obligaciones. Pero no hacfalta que empieces a trabajar hastmañana, querida —dijo mientraanzaba una mirada de seria advertenci

a la gobernanta—. Estoy segura de quvas a estar muy bien con nosotros, ya lverás.

Consuelo apenas tuvo tiempo d

mitar la minirreverencia que hizo la taSalas, porque la gobernanta salió siesperarla ni decir nada. Aun así fue traella sin miedo, al fin y al cabo l

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sobriedad de su vestido y sus secoademanes le resultaban mucho máfamiliares. Y necesitaba separarse de

aroma… ¿floral?, ¿primaveral?, que lseñora Pou desprendía por todos suadornos y que casi acabó de noquearla.

La gobernanta solo despegó loabios para presentarla al resto de

servicio, que en aquel momento estaben la cocina preparándose para la cena:

 —La chica nueva —masculló.A Consuelo casi le pareció quhabía regresado al comedor de lamonjas viejas, porque todos (un

cocinera, un mayordomo y dos criadaseran tan canosos como Salas, aunqumenos estirados. Pensó que lo de «salide paseo con las demás chicas de

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servicio los sábados por la tarde» nba a ser tal y como lo había imaginado

Pero enseguida demostraron se

amables: la cocinera casi esbozó unsonrisa cuando le preguntó cómo slamaba y el mayordomo hizo amago d

cogerle la maleta. Pero Salas, al acechoo interceptó señalando un pequeñ

distribuidor con dos puertas frente frente:

 —Tu sitio está ahí. —Y medio lempujó.Abrió la puerta de la derecha, qu

daba a un cuarto aséptico, alicatado d

blanco de arriba abajo, con una gramesa central y baldas en las paredelenas de recipientes de cristal nstrumentos metálicos. Era e

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planchador, aunque si no fuera por lorajes y vestidos que esperaban su turn

en un colgador, podría pasar por un

sala de autopsias. La gobernanta lcruzó sin darle tiempo de ver muchodetalles, y desapareció por otra puertque había al fondo: su dormitorio. AConsuelo le gustó enseguida; solo habíuna cama estrecha y un armario dmadera oscura, pero era bastante má

amplio de lo que esperaba, las paredeestaban pintadas de un color lavandprecioso y había un ventanuco que dabal patio trasero. Lo más sorprendent

para ella fue que no hubiera un crucifijen la pared: en la Casa de la Caridad nhabía uno sino varios en los dormitoriocomunes. Aquí en cambio lo que habí

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delantal crema. Consuelo, al sujetarlo a altura de los hombros, comprobó que quedaría muy por encima de lo

obillos. —La otra era más baja —sentenci

a gobernanta por toda explicación—Póntelo, te espero en el planchador. —Ysalió dejándola sola y un pocdesconcertada: al parecer la gobernantenía una opinión propia sobre cuánd

debía empezar a trabajar, y era ymismo.Consuelo echó un vistazo al ánge

uguetón y decidió seguir de buen humor

Colocó en el armario sus cuatro prendade ropa y se puso el uniforme. Tras unmomento de duda, decidió dejarspuesto el collar y se recogió mejor e

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pelo. Volvió a oír a la madre Montserra—«Esas greñas, hija, péinate bien, qucon lo tuyo…»— y, tras tomar aire

entró en el planchador.Salas la esperaba en pie con la

manos cogidas bajo el pecho, quizámitando el gesto de su señora, pero co

un resultado completamente diferente: lque en la señora Pou era protección, ea gobernanta era rechazo.

 —Demuéstrame que sabes manejaesto y no incendiarás la casa —lordenó.

Consuelo era ágil manipulando l

plancha de hierro. Mientras se calentaben el hornillo de carbón, cubrió la mescon un muletón y una gruesa tela de hilopara no dañar la madera. Cogió un

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sábana de un canasto de ropa blanca y lempezó a planchar bajo la mirada fierde la gobernanta. La dejó sin una arrug

  sin que se manchara del hollín qusoltaba la plancha si no ponías cuidadoSalas lo aprobó escuetamente:

 —Bien —dijo, y se retiró.Consuelo suspiró aliviada, ¡gracia

a Dios que con la sábana había bastadoEn la Casa de la Caridad acostumbrab

dejar la ropa blanca impecable, ambién los uniformes de las niñas o lohábitos de las monjas. Pero nuncplanchaban ropa fina: las familia

elegantes llevaban la suya al conventde las Clarisas o a los talleres deEnsanche. No habría sabido qudemonios hacer con ninguno de lo

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rajes y vestidos de aquel colgador, qurebosaban puntillas, tules, encajes mangas abullonadas. Suponía que par

dejarlos bien tendría que usar aquelloartilugios metálicos que parecíanstrumentos de tortura, pero iba

necesitar que alguien se lo explicaraPor supuesto la tal Salas quedabdescartada, quizás alguna de lacriadas… La respuesta la trajo el nuev

día, en boca de la cocinera: —Desayuna algo, Gloria estará acaer.Consuelo había dormido poco, pero n

porque la hubiesen acechado de nuevsus pesadillas infantiles. Se ve que eangelito adolescente del cuadro, pese su pinta, hacía bien su trabajo. No, n

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había vuelto aquella oscuridad densaque la envolvía tan estrechamente que lahogaba, que no le permitía ver a

monstruo que rugía y que la perseguídestruyéndolo todo a su pasoempapándola a través de la negrura cosu aliento espeso. Ni siquiera le habíaquitado el sueño las arrugas en los trajerecargados de la señora Pou. Lo que dverdad le impidió dormir de un tirón,

pesar del cansancio, fue la feliz novedade poder estar completamente sola.Cuando era pequeña a menudo s

escondía por los rincones, hasta el punt

de que las monjas ya no se alarmabacuando la daban por desaparecida. Ledad le privó de esos ratos a solas eos que intentaba recomponer algú

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recuerdo, así que empezó a esconderspor los rincones de su cabeza. Consuelsabía perfectamente estar sin estar: en l

Casa de la Caridad, en el cementerio, eas calles y hasta en El Siglo. Lo hací

muy bien, pero de vez en cuando sganaba un codazo en las costillas, sobrodo por parte de Antonia, que siempr

permanecía atenta y no sabía estar eotro lugar más que donde tenía puesto

os pies. —¡Que te bajes del árbol! —lurgía al oído, como si el trastazo nhubiera bastado.

Por eso, en la primera noche qupasaba fuera de la Casa de la Caridad completamente sola desde que tenímemoria, pudo mucho más la ilusión d

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a novedad que la añoranza. Hacíiempo que había desistido de dilucida

su pasado y ocupaba su mente en e

futuro. Pero no para imaginar fantasíassino para calcular muy racionalmentodas sus posibilidades; era mu

consciente de que sus oportunidadeserían escasas y no quería pasar ningunpor alto. De madrugada, antes ddormirse por fin, Consuelo se reafirm

en que todo iría bien.Y el día se encargó de darle lrazón cuando llegó Gloria, que resultser la chica externa que ayudaba con l

colada. Tendría la misma edad que ellaEntre las dos agarraron el canasto de lropa sucia y se fueron al lavadero deCarmen. De camino, un trayecto corto

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apenas dio tiempo de comentar ereciente y aún imperceptible embarazde Gloria, que parecía incapaz de habla

de otra cosa. Al llegar al lavadero, lmuy futura madre se puso una mano en evientre antes de abrirse paso entre todaas vecinas y chicas de servicio qu

coincidían allí. Una gordita que speleaba con una colcha enorme les hizsitio mientras gritaba:

 —¡Cuidado con la parturienta! —Yodas se echaron a reír, incluida Gloria.Y es que en el lavadero reinaba e

buen humor. Para muchas, ponerse

enjabonar, golpear o restregar ropa ecompañía era un descanso, comparadcon el resto de su jornada. Y quizá paralgunas retorcer una toalla era u

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sustituto legal y saludable de retorcer ecuello del marido o de la patrona. Dmodo que en el Carmen había siempr

buen ambiente y parloteaban sidescanso. Ahí (y siempre que nadisusurrara «Hay ropa tendida», avisandde la presencia de niños o de algúposible espía) se permitían decir lo quafuera las hubiera sonrojado o enfadadoConsuelo se dio cuenta cuando l

gordita confesó, mientras amasaba lcolcha en el agua, que a su novio lencantaba masajearle el culo igual.

 —¿Quién es la nueva? —pregunt

una niña que apareció de repente a sado.

 —Será su comadrona, por si hauna urgencia… —sugirió la que debí

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de ser su madre, a juzgar por el tono dgris en los ojos de ambas.

 —Es la nueva de los Pou, l

suplente de Aurora —le dijo Gloria a lniña, mientras lanzaba una prenda a lcara de la madre, que logró esquivarla.

Y Consuelo quedó un pocoabrumada al ver lo bien que la recibíancómo le preguntaban su nombre o sofrecían para ayudarla en lo que hicier

falta. Y no es que no fuesen sinceraspero al cabo de un rato, cuando volvió salir el tema de Aurora, lo entendiómejor:

 —Esa hablaba mucho más que t—dijo la de los ojos grises, contenienda risa.

 —Pero es que Consuelo no llev

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 —Aurora lo dejaba a diez céntimoel cuarterón de lejía y a quince el dazulete.

 —A veinte la lejía y a treinta eazul brasso —corrigió la gordita—, ne quieras aprovechar de la muchacha.

Consuelo pensó que las «cosas» dAurora quizás tenían que ver con esasisas. Podía imaginar perfectamente a lSalas midiendo por las noches, e

alguno de los recipientes del cuarto da plancha y con meticulosidad dalquimista, lo que quedaba de cadproducto, y denunciándola co

satisfacción muchos días despuéscuando ya pudiese hablar de un hurtsistemático y muy malintencionado. Asque se decidió por otra estrategia:

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 —Lo siento pero no me puedarriesgar, pero hoy invito —dijoponiendo los dos botes sobre la piedr

—, para celebrar mi primer día.La miraron atónitas. —No puedo pasar por ladrona

pero no creo que me echen a la primerpor torpe: ¡ya veis cómo estoy!, con lonervios del primer día se me van a caeos botes de un momento a otro…

Y las mujeres soltaron a coro unbulliciosa carcajada y empezaron servirse, todo hay que decirlo, cobastante mesura.

 —Eso sí, mientras celebramos, oengo que pedir un favor…

Y ninguna lo consideró un chantajeporque al fin y al cabo de eso iba e

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avadero, de estar las unas por las otrasDe modo que Consuelo consiguió umontón de instrucciones y bueno

consejos sobre cómo planchar eexagerado vestuario de la señora Poudel que no desaprovecharon ningunocasión para burlarse.Al cabo de una semana, Consueldormía como un bebé y planchaba cobastante decencia. La señora Pou n

había notado sus primeros fracasos, había sido lo suficientemente generoscomo para pasarlos por alto. Incluso lfelicitó la tarde que se asomó a

planchador: —Eso está muy bien —la oyó d

repente Consuelo, casi al oído, antes dque le llegara su aroma a flores. Y tuvo

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que bajarse del árbol tan rápido que popoco no tira la plancha y variaenacillas. Llevaba un rato calculand

cuánto tiempo tardaría en ser unplanchadora de primera, y quposibilidades tenía —con una carta drecomendación de alguien de lcategoría de la señora Pou—, de entraa trabajar en uno de los talleres deEnsanche a pesar de «lo suyo».

 —Lo siento, no quería asustarte —se disculpó amablemente su patrona—¿Puedes venir al salón cuando acabeesta manga? Hoy mi marido ha vuelt

más temprano y ya es hora de que tpresente.

El señor Pou, que se pasaba todo edía en la fábrica de vermut que llevab

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su apellido, resultó ser un caballero muserio, muy delgado y de pelo muy rubioEra en todo mucho más sobrio que s

mujer y menos cordial: sus preguntasobre si se encontraba a gusto en la casparecieron pura fórmula. Consuelo ya sba a retirar, haciendo una especie dnclinación de cabeza que le pareci

adecuada, cuando la señora Pou desdsu sillón la detuvo:

 —¿Qué es eso que llevas?Consuelo contestó que era euniforme que le habían dado, y que sparecía demasiado corto podría sacarl

el dobladillo.La señora Pou volvió a estirar e

dedo índice con la yema hacia arriba: —Acércate.

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Consuelo obedeció, hasta qupensó que no podía acercarse máporque sus pies casi rozaban las pata

del sillón. Pero lo que quería la Pou erque se inclinara para poder ver mejor scollar.

 —Es una preciosidad —dijsujetando entre sus dedos enjoyados ecolgante. Y luego se volvió a su marido—. ¿No te parece?

El señor Pou asintió sin hacerlningún caso. —Fíjate, Eduard. Es tan especial…

—insistió. Y luego miró a Consuelo, co

una sonrisa resignada, y añadió—: ¿Poqué los hombres no sabrán apreciar lacosas bonitas?

El señor Pou lanzó una mirad

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rápida al cuello de Consuelo antes dconcentrarse en los papeles que tenía ea mano.

 —Una preciosidad, sí —concedió.Consuelo salió del salón pensand

que ya había superado todas las pruebasYa no habría más novedades y se sentíaa gusto con todo. En la casa llevaba unvida bastante solitaria, coincidía poccon el resto del personal, pero siempr

eran amables, con la excepción dSalas, que seguía igual de brusca picajosa, pero eso no era ningunnovedad para ella. Además, contaba co

a alegría del lavadero y empezaba darse cuenta de que tenía posibilidadede prosperar. Lástima que, a la mañansiguiente, llegaría el Matas para ponerl

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odo patas arriba.A la vuelta del lavadero, Consuelo sdespidió de Gloria en la puerta de

servicio y entró casi corriendo con ecanasto lleno de la ropa seca del díanterior.

Lo notó aún antes de abrir lpuerta: era el aroma de la señora Poupero tan fuerte como si la mujer hubiesestallado. Lo que se encontró fue l

cocina reconvertida en un almacén dherboristería, con canastos repletos dhierbas de todos los verdes salpicadode flores diminutas y brillantes.

 —Estos dos no —le decía lseñora Pou a un hombre que llevaba unpelliza muy sucia, mientras señalaba docanastos.

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El hombre la miró ceñudo después hizo dos tachones en unibreta.

 —Y ese de ahí tampoco —volvió señalar la patrona.

 —¿Y a ese se puede saber qué lpasa? —preguntó el hombre.

 —Le pasa que esta chicoria niene raíz.

 —¿Y con qué se agarraba al suelo

pues? —Con lo que se quedó en el sueloque la han cortado en vez de arrancarl—dijo sosteniendo un manojo ante l

cara impasible del hombre. —Bueno, ya está, ¡se acabó e

repaso! —sentenció, después de haceotro tachón en la libreta.

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La señora Pou le sonrió. —Tranquilo, Matas, el resto est

perfecto. Y para que veas que no solo

veo lo malo, el romero te lo pago reinta el ramo, que sé lo que te habr

costado encontrarlo en flor.El hombre guardó de inmediato l

ibreta, satisfecho. —Uno, que tiene sus secretos. Per

no crea que con esto se librará de darm

a probar lo último.La señora Pou le invitó a sentarse. —Claro que no, siempre es un

buena hora para tomarse un vermut —

dijo la Pou, recitando lo que debería seel lema de la ciudad—. Y ya sabes lomucho que me fío de tu paladar.

Enseguida apareció Salas con un

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botella y puso un vaso delante deMatas. Consuelo, que seguía en la puertde la cocina, vio cómo el hombr

miraba el líquido oscuro a contraluz después lo olía.

 —Orégano… ¡se ha atrevido añadirle una pizca de orégano! —exclamó con los ojos como platos.

La señora Pou se apoyó en la mes se acercó a su oído:

 —Yo también tengo mis secretos.Y el Matas soltó una risotada antede beber un buen trago.

 —Señora Pou, su vermut sigu

siendo el mejor de todo Reus. —Entonces es el mejor del mund

—sentenció ella, y ordenó—: Bajadlodo a mi cocina. Consuelo, esta tard

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me ayudas.Desde su llegada, y recordando que lcarta de empleo decía que «se esperab

que también ayudase en la cocina»Consuelo había preguntado más de unvez a la cocinera si necesitaba algoPero siempre había recibido uncariñosa negativa:

 —No hace falta, niña, que con lropa ya tienes bastante.

 No fue hasta el día que llegó eMatas cuando Consuelo descubrió quhabía otra cocina en la casa, porque asera como la señora Pou llamaba a

sótano, «su cocina», y que era allí dondse esperaba que ayudase.

La puerta del sótano era la questaba enfrente del planchador. Cuando

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ayudó a bajar los canastos, con el restdel servicio, descubrió una escalera dpiedra que se iba ensanchando a medid

que descendía. Tuvo que esperar upoco al pie del último escalón a que svista se habituase: estaba en una salmuy grande, con columnas y techoabovedados, que solo se iluminaba pounos estrechos ventanucos que habírepartidos por la parte superior de la

paredes. Olía a flores, o a primaverencerrada, como la señora Pou.sabel Grau, la señora Pou, no nació e

una casa rica de Reus, sino en una masí

de las afueras. Y no era la hija de lopropietarios sino de los masoveros. Eauténtico amo de la casa y las tierras nse dejaba ver mucho, pero enviab

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periódicamente a Eduard Pou, umuchacho de aspecto desnutrido y piedemasiado blanca que le llevaba la

cuentas. No tardaron los dos jóvenes edarse cuenta de que compartían unntensa pasión: el dinero. Y también e

buen juicio para ver que estaban en eugar y el momento adecuados para, coos conocimientos que sumaban entre lo

dos, conseguirlo.

Reus empezaba a ser sinónimo dvermut, la hasta entonces bebida caserse exportaba a toda España y aextranjero. El secreto: el excelente vin

blanco de la región, que se dejabmacerar con hasta ochenta hierbadiferentes, una selección que cada cuaconvertía en su mezcla secreta. E Isabe

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sabía de vino, hierbas y mezclas tantcomo Eduard de números, balances exportación: muchísimo. El matrimoni

pronto dio sus frutos: una fábrica, lcasa de la calle Llovera, todas lacomodidades imaginables y el títulcompartido de señores Pou.

Pero Isabel Pou no consiguidesprenderse completamente de IsabeGrau, aunque procuraba mantenerl

encerrada en el sótano. Allí seguía cosus mezclas, secando hierbasmejorando su vermut (despreciabprofundamente el brebaje industrial qu

salía de la fábrica de su marido) probando suerte con perfumes y hastcon mascarillas de belleza. Y era máque evidente que todo eso la hacía feliz

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Con una felicidad casi contagiosa, tal como Consuelo pudo comprobar, aunquen el sótano había poca luz porque la

hierbas, como le explicó la señora Pomientras iba de un lado a otro, se secamejor en la oscuridad.

Consuelo se dio cuenta de que tenímucho que aprender: cortar raícesseparar flores sin romper ni un pétalohacer ramilletes con hojas, pelar lo

allos… Las raíces se secaban sobrelas de hilo, como las flores, en cambios ramos de hojas o los tallos s

colgaban. Y cuando estaba seco, todo se

guardaba en bolsas de papel o botes dcristal perfectamente etiquetados.

La señora Pou, con un delantanegro hasta los pies, no paraba de darl

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nstrucciones de palabra o cogiéndolas manos para corregir la forma dadear el cuchillo, o para ensayar el laz

de anudar ramos. Lo hacía con firmezpero con paciencia.

 —Acércame una vela —le dijdesde un rincón.

Consuelo soltó las flores dcaléndula de inmediato y obedeció. Lseñora Pou estaba al lado de un

especie de tinajas de madera, con lapa de una de ellas en una mano y uvaso lleno en la otra.

 —Sujétala en alto, quiero ver bie

el color. —Y paseó el vaso de vermuante la llama—. ¿Lo ves?, ¿ves esodestellos oscuros como las cuentas de tcollar? Ya está listo.

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as flores de caléndula del tallo, y spreguntó si podría irse cuando acabasesa tarea.

 —Quizás sí que deberías soltarte edobladillo. —La voz de la señora Posonó repentinamente a sus pies.

 —¿A ver? —volvió a sonar desdmuy abajo.

Consuelo se quedó petrificada anotar que unas manos rodeaban co

delicadeza sus tobillos y empezaban subir lentamente por sus pantorrillas, surodillas, sus muslos…, arrastrando lfalda y las enaguas. Los anillos

sortijas que adornaban las manos de lseñora Pou trazaban un sendero metálic  sinuoso que ascendía imparable po

sus piernas, acompañado del calor d

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sus dedos cortos. Hasta que llegó a sucaderas. Entonces Consuelo se tapó lboca con una mano y salió corriendo

Cuando abrió la puerta del sótano caschocó con Salas, que al parecer salídel planchador. La feroz gobernanta furas ella y le sujetó la frente mientra

vomitaba en el fregadero: —Si es que no estás acostumbrad

—dijo sin reñirla.

Consuelo había dejado el ventanuco dsu dormitorio abierto a pesar de que lnoche era muy fría. Necesitaba qucorriera el aire. Se arrebujó bien entr

as mantas y volvió a repasar lo quhabía ocurrido esa tarde, ¿y si sequivocaba? Al fin y al cabo, ¿qué sabíella?, ¿con qué podía echar su

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cálculos? Se acordó de Carlos, el hijdel viejo Blai, de cómo a veces ibasentados los dos muy juntos en el carro

el traqueteo hacía que sus brazoscaderas y piernas se frotaran, y del caloque sentía al mirar sus manos morenairando de las riendas. También s

acordó de Eulalia y Carmen, qusiempre iban juntas a todas partes, y lamonjas se dieron prisa en separarlas

porque se querían mal, decían, pero ellsolo sabía que se querían mucho y qucuando Carmen se marchó a servirEulalia casi murió de pena y soledad

Por acordarse hasta se acordó de cuandMarie hacía el payaso y representaba enúmero de buscarse la pulga.

Pero no, nada de eso tenía que ve

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con lo que había pasado en el sótano. Afinal, el truquito del dobladillo tenía quser solo lo que parecía: una excusa par

meterle mano. La frase apareció así dcruda en su mente, clara e incontestable  le pareció que hasta los labio

carnosos del ángel del cuadro sfruncían en un mohín de «Pues claroboba».

Consuelo se tapó la cara con l

almohada para no verlo y para ahogar lrisa, que era de pura histeria. Aquellono podía estar pasando. Y se preguntóde nuevo si no se estaría equivocando

una duda que era un deseo.Pero lo que nunca podrí

reprocharle a la señora Pou era que nse esforzase por dejar las cosas claras

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cuando se quitó el almohadón de la cara vio en la habitación, envuelta en u

camisón blanco con tantas puntillas qu

hacían del todo imposible confundirlcon un fantasma:

 —Mira que me has salido rara…¿Se puede saber qué haces debajo de lalmohada? —le dijo mientras cerraba lventana y se sentaba tan tranquila a lopies de la cama.

Consuelo encogió las piernasatónita. —No te preocupes, tonta, no voy

hacerte nada. Solo he venido a contart

cómo van a ir las cosas entre tú y yo.

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sentó a los pies de su cama y le dio lcharla, a Consuelo se le habían hecheternos. Según la señora Pou, le estab

ofreciendo un buen trato: solo tenía quconsentir para conservar su empleo. Ydio por descontado que iba a aceptar¿qué otra cosa podía hacer, si no?

Cuando se quedó sola, Consuelempezó a hacer sus cálculos. Persumara lo que sumara, siempre acabab

eniéndole que dar la razón a la señorPou, a la madre Montserrat, al viejBlai o a cualquiera de los que, sabiendodo «lo suyo», habían decidido qu

enía pocas opciones o ninguna. Hastque probó qué pasaría si introdujesaquella nueva variable: el engaño. Yesta vez, como por arte de magia, tod

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de jabón, y echó la ropa sucia encima.A la mañana siguiente, cuando

Gloria cogió un asa, bufó:

 —¡Puf! Pero ¿qué llevas ahí? —Ycomo siempre que cualquier cosa lsorprendía, se llevó una mano al vientre

Consuelo agarró el canasto y se lapoyó en la cadera.

 —Anda, deja, que ya lo llevo ysola. Pero si sigues igual de exagerad

cuando nazca, o eche a andar…Gloria puso cara de horror. —Lo voy a llevar en bandolera

como un fardo, todo el rato, como la

gitanas, que no se separan de suchurumbeles para nada.

Consuelo iba a decir que inclusesas también abandonaban a sus hijos

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pero prefirió anunciarle a Gloria lventa de productos de limpieza qunecesitaba hacer ese mismo día: tení

que conseguir sacar una peseta.Mientras trotaba a su lado, Glori

e aseguró que, si les hacía un bueprecio, casi todas se apuntarían; perque no iba a poder cobrar hasta el dísiguiente.

 —No acostumbran a llevar diner

encima. Aurora les apuntaba lo que ibacogiendo, y se lo cobraba una vez a lsemana.

Después la cogió del brazo y tir

de ella hasta un portal. —¿Ya no te preocupa que te echen

por ladrona? —le preguntó en voz baja.Consuelo la miró a los ojos. Vio

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afecto y preocupación, y respondió cosinceridad.

 —No les va a dar tiempo, me ir

antes de que se den cuenta. Mañana, pasado, cuando tenga para comprar ebillete me subo al primer tren…

Y entonces Gloria la abrazóAurora, que era mucho menos discretque Consuelo, ya les había contado lopeculiares inconvenientes de trabaja

para la Pou.Por eso, en cuanto Gloria anuncique empezaba la venta, algunas mujeredel lavadero se acercaron, curiosas. L

niña de los ojos grises era la que mápreguntaba, y su madre por si acaso lanzó a Consuelo un «Hay ropendida». No le hacía falta l

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advertencia: no pensaba entrar edetalles. Solo dijo que echaba de menoBarcelona. Las mujeres s

comprometieron a pagarle al dísiguiente o al otro como más tarde, y ldesearon suerte.

Esa mañana había recogido loúltimos céntimos, y también el últimabrazo de una Gloria llorosa:

 —¡No vas a estar para el bautizo!

 —Dale un beso de mi parte… —ldijo Consuelo. —Lo haré, le daré muchísimos —

dijo la muchacha, volviendo a sonreí

—. Te echaré de menos, de verdad.Y se fue andando, con una mano e

os riñones cuando aún no le pesabnada.

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Consuelo se detuvo en la puerta dedespacho y contuvo la respiración. Pusa mano en el pomo y abrió mu

despacio porque sabía que esa puertchirriaba: era el sonido que les avisabde que el señor Pou estaba en casaAbrió lo justo para poder colarse y, unvez dentro, volvió a cerrar. Sacó unvela del bolsillo y la encendió: nestaba muy familiarizada con ese cuart

  necesitaba luz para encontrar lo ququería. Estaba bajo el cristal quprotegía la madera del escritoriopapeles con el nombre y apellidos de

señor Pou impresos en un ánguloConsuelo cogió dos.

Cuando los estaba doblandcuidadosamente para guardarlos en u

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sobre que encontró en un cajón, oycómo giraba el pomo de la puerta.

Durante el segundo que tardó e

aparecer alguien, Consuelo sintió que lrepaba por el pecho hasta las mejilla

una rabia tan intensa que estuvo a puntde chillar: no podía ser que todacabara así. Como si se hubiese dadcuenta, lo primero que hizo Salacuando se asomó fue llevarse un dedo

os labios, ordenándole silencio, después le indicó que la siguiera.Sentada en el borde de su cama

Consuelo miraba cómo la gobernant

abría el sobre y repasaba los papelesuno a uno, como si no creyese que nhubiera nada más.

 —¿Y eso? ¿Se puede saber par

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qué lo quieres?Consuelo podría haberle dicho qu

era su pasaporte a una nueva vida, s

billete de entrada al paraíso, pero no somó la molestia. Pensaba que l

siguiente que ocurriría sería que Salas lordenaría abrir la maleta, y que cuandviera el vestido de la señora Pou quambién había robado, la denunciaría dnmediato, henchida de felicidad. Per

Salas simplemente le preguntó: —¿Te vas? —Y su voz vibraba colusión, con una esperanza pueril que l

desconcertó totalmente, porqu

Consuelo no había comprendido que lque había tras el rictus de dureza de lgobernanta no era crueldad, sinsufrimiento. Y celos. Ella había sido la

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primera amante de la señora Pou, solque por aquel entonces eran dos jóvenelusionadas viviendo una pasió

prohibida. O eso creyó Salas. Perdespués de tantos años, y aun después dhaber visto pasar a unas cuantas jóveneque acabaron consintiendo de buena mala gana, la gobernanta conservaba unpizca de esa ilusión. Y por eso dabaanta lástima.

Acompañó a Consuelo hasta lpuerta y la despidió con apremio, comsi desease más que ella que la huidfuese un éxito.

 —No diré nada. Pero procura nperder el primer tren. Dentro de unhora todos se habrán dado cuenta de quno estás. ¡Adiós!

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Consuelo no perdió el primer trenLlegó a Barcelona el mediodía del 5 dfebrero de 1919. Cuando pisó el andé

no sabía que había escogido un mal díaporque aún no lo era. Pero estaba punto de estallar.Esa misma mañana, Ramón Garrigcerró la puerta de su casa, en eentresuelo del número 1 de la callCirera, con el corazón en un puño. N

subió, antes de salir a la calle, apequeño desván de la finca donde smujer cosía desde hacía una hora. Se lhabían dicho todo la noche anterior y n

hacía falta remover más las cosasestaban de acuerdo en lo que había quhacer.

Eran las siete de la mañana y hací

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frío. Como cada día a esa hora, moséicolau abría la puerta trasera de Sant

María del Mar.

 —¡Buenos días! —saludó Ramón, y preguntó—: ¿Está toddecidido?

Ramón asintió. —Entonces hoy sí que rezaré po

i… —le dijo el cura, mientras le dabuna palmada en el hombro.

Ramón esbozó una sonrisa y entren la iglesia. Desde que se casó y se fua vivir al barrio del Born, cada mañanacamino a las oficinas de La Canadiense

donde trabajaba, cruzaba Santa Marídel Mar. Al principio, el mosén pensóque era un devoto feligrés qunecesitaba empezar el día con un

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oración. Pero Ramón jamás se deteníante el altar mayor ni en ninguna de lacapillas; simplemente entraba por l

puerta del ábside, cruzaba la gran navcentral y salía por la fachada principal.

 —No se haga ilusiones, moséicolau, lo que pasa es que la iglesi

está en medio del paso —le aclarRamón un día. Lo que se calló, porquno habría sabido cómo explicarlo, er

que mientras recorría los ciento quincpasos que separan las dos puertas ssentía fuera del mundo.

 —¡Pues hoy tampoco rezaré por ti

—Era la fingida reprimenda con la quel cura le despedía de vez en cuandoPero ese día iba a ser diferente a todos mosén Nicolau también lo sabía.

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Estaba claro que los directivos dLa Canadiense no iban a ceder: nenían ninguna intención de readmitir

os despedidos. La que se habíconvertido en pocos años eodopoderosa empresa no iba a permiti

que prosperase un Sindicatndependiente entre sus trabajadores d

Barcelona, por mucho que la ley se lpermitiera. Así que habían despedido

os cabecillas aplicando lo de «muertel perro se acabó la rabia»; pero sequivocaron, no habían hecho nada máque convertirla en epidemia.

Ese día, todo el personal de laoficinas cumplió con lo acordado larde anterior: a media mañana dejaro

sus mesas y salieron del edificio de L

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Canadiense para marchar juntos, eseñal de protesta y solidaridad con sucompañeros despedidos, hasta la sed

de la Gobernación Civil.El recorrido, del Paralelo a l

plaza Palacio, fue tenso. Todos estabanerviosos: desde los más exaltados a lomás taciturnos. Mientras esperaban anta sede de la Gobernación, Ramón mir

hacia las cercanas torres de Santa Marí

del Mar y después, un poco a la derechahacia los tejados de las callejas deBorn. Bajo uno de ellos, Antoniseguiría cosiendo, o quizá estaría dand

el pecho al pequeño Andreu. Aquello lranquilizó: al menos una parte de s

vida seguía siendo tal y como habíplaneado. Pero cuando los compañero

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que habían sido recibidos por egobernador salieron con buenas noticiasse recriminó a sí mismo que, com

siempre, hubiese sido tan desconfiadoPor una vez, la autoridad iba a ponersde su lado: el gobernador les habíasegurado que no iban a permitir quuna empresa, además extranjera, actuasal margen de la ley. El gobierno leobligaría a readmitir a los despedidos

El regreso a La Canadiense fue eufóricoa vuelta de un ejército tras conseguir lvictoria. Más tarde, a su desgraciuvieron que añadir la vergüenza d

haberse dejado engañar.Consuelo salió de la Estación del Nortcon una mezcla de alegría y angustiavolvía a estar en su Barcelona!, per

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sabía que el segundo paso de su plan ermucho más incierto porque no toddependía de ella. Necesitaba localizar

Antonia: no se le ocurría nadie mejor quien acudir que su antigua hermanmayor. La sensata y serena Antonia, queenía respuestas para todo. Durante e

viaje en tren estuvo diciéndose ququizás debería haber hecho las cosabien: escribir a la madre Montserra

fingir que todo estaba en orden, pedirlas señas de Antonia con cualquiepretexto y, cuando hubiese obtenidorespuesta, escribir a su antigua amig

contándole su situación. Y mientraanto… No, precisamente ese «mientraanto» era lo que la había empujado rse precipitadamente. Así que no l

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quedaba otra que encomendarse a todoos ángeles de la guarda para qu

Ramón, el marido de Antonia, fuese ta

serio y formal como parecía, y siguiesrabajando en las oficinas de L

Canadiense. Su plan era plantarse en lpuerta y esperar a que saliese a la horde comer. Y punto.

Como no quería gastar los pococéntimos que le quedaban, se fu

andando hasta el Paralelo, agarrada a smaleta y con el sombrero muy caladoporque el camino más corto pasabcerca de la Casa de la Caridad y n

quería tener que dar explicaciones ndejar que nadie volviese a decidir poella, por muy buenas que fuesen suntenciones.

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Al bajar por la calle de San Pabla sorprendió el gentío, y, sobre todo

que los pasos de todo el mund

pareciesen tener el mismo destino quos suyos. Entonces, Consuelo se baj

del árbol y prestó atención a lo qupasaba a su alrededor y a lo que sdecía.

 —¡No les dejan entrar en laoficinas!

 —Los han recibido en la puerta coas cartas de despido. —¡Gobernador, traidor!Cuando llegó a la esquina de

Paralelo, Consuelo descubrió que lsede de La Canadiense estaba rodeadpor un muro de soldados armados quempujaban a todo el que se les acercara

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Mientras los trabajadores de las oficinaban y volvían del Gobierno Civil, lo

patronos, con la connivencia de la

autoridades, habían tenido tiempo dsobras de fortificar el edificio. Entoncese dieron cuenta del engaño: nadie iba volver a su puesto de trabajompotentes, furiosos, desconcertadosos trabajadores rodeaban a un hombr

subido a un banco que se esforzaba po

hacerse oír entre la multitud, supalabras interrumpidas por vítores aplausos. Unos cuantos fotógrafos lapuntaban con sus cámaras.

Consuelo soltó la maleta y se dejcaer sobre ella. De repente estabdemasiado cansada para digerir tantcontratiempo. Se quitó el sombrero y s

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quedó mirando al orador, como si enugar de estar convocando a la huelg

estuviese dictándole las instrucciones d

o que tenía que hacer para que suplanes volvieran a encauzarse.

 No se dio cuenta de que uno de lofotógrafos, encaramado al alféizar duna ventana, la observaba a través deobjetivo. Era un hombre moreno de unoreinta y cinco años que, al pasear l

cámara entre la multitud, se habídetenido en Consuelo. Estudió bien esfigura sentada sobre su maleta, lmagen de la desolación, y disparó s

cámara un par de veces. Seguramenteellos dos fueron los únicos que nreaccionaron de inmediato cuandempezaron a sonar los gritos.

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 —¡Van a cargar! —¡Los están dispersando a palos! —Corred, vamos, vamos…

Y, de repente, la multitud que seapretaba en torno al orador se abricomo una flor de pólvora llevándoselodo por delante. Consuelo se levantó d

un salto y casi pateó su maleta parlegar a uno de los portales. Alguien l

empujó hacia dentro antes de que l

multitud la arrollara: era Ramón.Antonia, con el pequeño Andreu ebrazos, escuchaba otra vez la historia dcómo su marido y su amiga se había

refugiado en el mismo portal, cómo shabían reconocido y lo que les habícostado cruzar el Raval y Las Ramblahasta llegar al Born. Barcelona estab

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nquieta, y se notaba en todas sus callesCuando por fin llegaron a

entresuelo de la calle Cirera, Consuel

estaba agotada y Ramón exaltado. Asque cuando Antonia abrió la puerta noentendió nada de las aturulladaexplicaciones que mezclaban señoransufribles de Reus con empresario

explotadores y autoridades cómplices. Yodo se volvió aún más incomprensibl

cuando alguien bajó las escalerarotando y se lanzó a los brazos dConsuelo al grito de «ma chérie!».

Era Marie, que saludaba en lo qu

ella siempre había supuesto que era emejor acento parisino. Una vez superada sorpresa del reencuentro y el alivi

de sentirse por fin a salvo, se pudiero

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sentar a charlar tranquilamente.Ramón no se quedó con ellas

quedaba mucho por hacer. Al final su

emores incluso se habían quedadcortos. Estaba despedido, él y casi todel personal de oficinas. Pero el resto dos trabajadores de la empresa se estab

organizando y los partidarios de lhuelga ya eran muchos. Si al final sconvocaba, Barcelona entera lo iba

notar; al fin y al cabo, La Canadiense shabía infiltrado en todo lo que hacífuncionar la ciudad.

Pero a pesar de la trascendencia d

estos acontecimientos, Antonia, Marie Consuelo solo tenían ganas de celebraque estaban juntas. Y aunque hacía treaños que Antonia había dejado la Cas

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de la Caridad entre abrazos y promesade verse a menudo, que por supuesto nse cumplieron, y más de uno desde qu

Marie había dicho «adieu», las trerecorrieron ese tiempo en cinco minutos

 —¡Te hacía ya en París! —le dijoConsuelo a Marie, consiguiendo que nsonara a reproche, sino a urecordatorio del que sin lugar a dudaba a ser su destino final.

 —Bueno, decidí quedarme uiempo para ayudar a Antonia con sucostura mientras el bebé sea tan… es—dijo con toda magnanimidad l

francesita, mirando a Andreuet como sfuese una coliflor pasada.

 —Si es por «eso» vas a tener ququedarte más tiempo: espero otro —

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soltó Antonia a bocajarro—. Por ciertoa Ramón de momento ni mu, que ya tienbastante con la que está cayendo…

Bueno, Consuelo, y tú, ¿qué?Consuelo sacó el vestido robado d

a señora Pou de su maleta y se lo pussobre los hombros.

 —Yo tengo que arreglarme esto —dijo.

 —Entonces es mejor que subamo

al palomar —sugirió Antonia.Y Marie tomó a Consuelo de lmano y se la llevó trotando otra vez.

 —¡Te va a encantar!

El palomar era el desváescondido en lo alto del edificio, con upar de claraboyas y una puertecita qudaba al terrado. Cuando se casó,

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Ramón y ella se fueron a vivir aentresuelo de la finca, Antonia empezó barruntar si podría alquilar y adecenta

ese cuartito que solo había servido parcriar palomas, cosa fácil de deducir poos restos que acumulaba y porqu

algunas aún insistían en anidar por ahSu idea era instalar un taller de costuraEl día que inesperadamente Marie llama su puerta se decidió: si cosían las do

podían permitírselo y, además d«atelier», para Marie sería «sa petitchambre». De modo que limpiaron fondo, subieron un colchón que pusiero

donde el techo se acercaba al suelo era imposible estar de pie, y snstalaron con casi nada. Antonia añadió

unos colgadores, una mesa y un par d

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aburetes, y Marie un biombo mediraído que había dejado como nuevo del que estaba muy orgullosa.

Consuelo se puso el traje de la señorPou y dio un par de vueltas. La verdaes que, aunque hubiera tenido todo eiempo del mundo para elegir un vestidoe habría costado encontrar entre todo e

armario de la señora Pou uno que nuviera flores de tela, puntillas, lazos

encajes. El que se había llevado no erde los peores, y al menos no olía a esempalagoso perfume floral que Consuelo le traía tan malos recuerdos

Las tres estuvieron de acuerdo en qudepurar de adornos ese vestido, estrecharlo, era facilísimo.

Como objetivo vital, comparad

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con la aventura de ir a París o la muchmás doméstica de tener otro hijoarreglarse un vestido era poca cosa

Pero entonces Consuelo les reveló qusolo era un paso hacia su gran meta: ESiglo. Y les contó su paseo dedespedida por los grandes almaceneras el último entierro, y la oferta drabajo de Clara Morgadas, y que ella l

había dicho que se llamaba Teresa Pou

  lo de la carta de autorización de upadre que no tenía, y el vermut de Reu  el lavadero del Carmen. Les contodo, y hasta intentó contarle

sucintamente la razón de su fuga: —Pues como lo de Carmen

Eulalia, pero a la fuerza. —¿Cómo?

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 —¿No os acordáis de Carmen Eulalia?

 —¡Sí! ¿No había una Carmen a l

que le olían los pies? —No, esa era Carmela. Dig

Carmen y Eulalia. —¿La hermana Eulalia, que estab

un poco sorda? —No. —Pues no sé quién me dices.

Consuelo se cansó de laadivinanzas. —Que la señora quería cama.Aunque no consiguieron acordars

de quiénes eran Carmen y Eulaliaentendieron que Consuelo se hubiermarchado, y Marie se mostrentusiasmada por ayudar a inventar un

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vida para Teresa Pou: al fin y al cabolevaba toda la suya construyéndose s

propio personaje.

Antonia dijo que no podía ser hijde los señores Pou reales, porque seríuna mentira fácil de detectar.

 —Es hija de un médico —sugiriMarie.

 —Demasiado —corrigió Antoni—. De un veterinario sí.

 —Es veterinario de caballos dcarreras. —No hay carreras de caballos e

Barcelona —volvió a corregir Antonia.

 —Sí que hay. En Can Rabia, dcamino a Sarriá. Llevan chaquetas roja chistera. ¿No leéis las revistas?

Consuelo interrumpió: estaría má

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cómoda con algo que conociera. Yaunque Marie le decía que pensara eos caballos de Blai, los que cuidab

aquel hijo suyo tan mono, Consueldecidió que el padre de Teresa Pou erendero. Según Antonia, entonces mejo

que fuera propietario del local en vez dener que arrendarlo, y Marie l

ascendió a dueño de todo el edificioTenía el local en los bajos, y en lo

pisos de arriba vivían Teresa y sucuatro hermanas. —Eso está bien —dijo Antonia—

si son muchas chicas igual no puede

casarlas bien a todas. Mejor que lpequeña trabaje.

 —Ah, no —dijo Marie—. Teresba a casarse, lo que pasa es que s

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prometido murió en un trágicaccidente… montando a caballo.

Soltaron una carcajada. No

Consuelo tenía claro que Teresa Pouquería trabajar en El Siglo porque lgustaba El Siglo, y que no tenía ningunntención de casarse.

 —De momento —puntualizó MarieEn cualquier caso, las dependienta

de El Siglo tenían que ser solteras, o se

que parecía más sensato decir quTeresa no tenía novio. Además, esofacilitaba las cosas si, como augurabMarie, algún compañero de trabaj

resultaba ser su príncipe azul. Antonise cansó pronto de intervenir en lafantásticas propuestas de Marie y simitó a escuchar, mientras zurcí

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mecánicamente calcetines de Ramónsolo volvió a hablar para advertir Consuelo de que lo más importante er

que de «lo suyo», nada de nada.Marie miró a Consuelo con un

sonrisa apologética. —Pues sí, se lo conté. Total

pensaba que no te íbamos a ver nuncmás…

 —Por mí tranquila —dijo Antoni

sin levantar la cabeza—. No se lo hdicho ni a Ramón.Pero a Consuelo la discreción y l

ealtad de Antonia le preocupaba

muchísimo menos que la dirección qunventaría para los padres de Teres

Pou. Por supuesto, Marie sugirió lavenida del Tibidabo, con su

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maravillosos palacetes y villas, pero erdemasiado.

 —¿En San Gervasio, entonces? —

Bajó un poco la francesa, pero no much—. ¿Y si el abuelo de Teresa se hizorico en América, y a la vuelta construyóuna mansión en la carretera de lBonanova? Y plantó palmeras en eardín, y las cuida un negro, esclaviberado…

Al final se decidieron por algmucho más asequible para un tendero aque le fueran bien las cosas: la callMayor de Gracia. Y como no sabían qué

colegios para señoritas habría por allíresultó que a Teresa Pou la habíeducado en su casa una institutriz tadulce como exigente.

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Consuelo se caía de sueño antes dhaber decidido, como quería Marie, enombre de las hermanas de Teresa y con

quién estaba casada cada una. Empezó dar cabezadas sentada en su taburete. Acabo de un rato, Antonia le hizo ver Marie que estaba hablando sola.

Al día siguiente, mientraarreglaban el vestido, empezaron pensar en el texto de la carta d

autorización del señor Pou (tenderopropietario de una finca no señorial ea calle Mayor de Gracia) a su hij

pequeña, Teresa, para trabajar en E

Siglo. Consuelo les había enseñado lopapeles con el membrete del señor Pou  eso las hizo ser muy optimistas: n

necesitaban más que cuatro palabras

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una firma. Pero les llevó más rato deque habían creído; no tenían ni idea dqué se solía decir en esos casos,

Marie acabó sacando un papel arrugadde un cajón para ver si les inspiraba.

Pero eso no era una autorizaciónera la carta de referencias que lescribió la madre Montserrat cuando sfue de la Casa de la Caridad. Iba entrar a trabajar como ayudanta d

cocina en el palacio del barón dMaldá, benefactor del hospicio. En lcarta, la madre Montserrat hacía todo lposible por presentar a Marie como l

rabajadora adecuada, y a la vez nmentir ni exagerar: decía que erenérgica, resistente, alegre. No decíque fuera dócil ni sensata.

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Le dio la carta en un sobre cerradopero la curiosidad de Marie no iba frustrarse por un obstáculo tan fácil: l

abrió con el vapor de una plancha, leyó de cabo a rabo, y la volvió a cerra

pegándola con agua y un poco de harinaY se sintió agradecida a la madrMontserrat, y también se sintió enérgicaalegre y resistente cuando se puso ecamino hacia el palacio del barón.

Solo tenía que cruzar Las Ramblapara llegar hasta ahí, pero en ese cortrayecto Marie se perdió. No es qu

equivocara su camino: cuando vio pasa

a aquel grupo de cantantes hacia eLiceo, sabía perfectamente que llevabaa dirección contraria de la que ell

debía tomar, pero pensó que tení

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iempo de sobras. No disponía de tantaoportunidades de ver a auténticoartistas y estaba claro que ellos lo eran

sofisticados, ruidosos y acostumbradoa llamar la atención. Y los abrigos depieles de las divas la volvían loca.

Luego diría que estabranquilamente de pie bajo l

marquesina, suspirando por poder rozaese visón, cuando el director de escen

a confundió con una de las bailarinas a hizo pasar al teatro. Contaría que ella le divirtió el malentendido y qucuando vio que todas aquellas mujeres

por buena voz que tuvieran, eraviejísimas, no le extrañó que la pusieraen primera fila vestida de odalisca haciendo unos movimientos de lo má

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sugerentes. Pero como era un teatro da ópera, es decir, para gente fina, pensó

que no había nada de malo en ello.

Según ella misma contaba, disfrutde las mieles del éxito durante variafunciones, y hasta le ofrecieron irse dgira con ellos. Pero entonces aquellsoprano se quejó porque la gente iba ver bailar a esa chica tan joven y no escuchar sus gorgoritos, y el director d

a compañía tuvo que rescindir econtrato de Marie. Eso sí, después de lbien que se lo había pasado, ¿quiéquería ser ayudante de cocina, po

mucho que fuera en casa de un barónSin pensárselo dos veces, fue a casa dAntonia y allí se quedó.

Eso era lo que Marie contaba

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unca dijo nada, en cambio, del hombrque la vio bajo la marquesina y la invita acompañarle a ver la función, de cóm

ella pensó que él se había enamorado primera vista, del vestido que le comprpara asistir a la ópera, y de lo que pasen el palco esa noche. Su primera y lúltima noche. Con él roncando a su laden el lóbrego cuartucho de una pensiónasqueada por los gritos de borrachos

os gemidos y golpeteos de sus vecinosMarie, orgullosa de haber disimulado snexperiencia, lloró en silencio de dolo

hasta quedarse dormida al amanecer

Cuando despertó, estaba sola. El tipo lhabía dejado unas monedas sobre lmaleta, pero se había llevado aquevestido.

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Cuando hacia mediodía llamó a lpuerta de servicio del palacio del baróde Maldá, el mayordomo que cogió s

carta la arrugó sin leerla y la tiró asuelo. Llegaba con más de un día dretraso. De hecho, ya habían avisado a Casa de la Caridad. La madr

Montserrat no pensó ni por un momentque le hubiera pasado algo, ni quhubiera sufrido un accidente. La llamad

solo confirmaba sus temores sobre la«cosas» de Marie. Para ella no podíser más cierto que Marie se perdió poel camino.

La carta de la madre Montserraempezaba con «Excelentísimo señobarón», acababa con «Dios guarde a sexcelencia muchos años», y por e

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medio había todo tipo de alabanzas encomiendas al santoral entero, y lnsistencia en que rezaban muchísim

por el excelentísimo señor barón. Nera exactamente lo que necesitabConsuelo.

Probaron quitando santos vuecencias para darle un tono menos dglesia y más de tienda. Después d

discutir hasta la última coma, Consuel

hizo una prueba en un papel de patrone, cuando sus amigas la aprobaron, lcopió pulcramente en uno de los papelecon el membrete del señor Pou. Antoni

sugirió esperar a que Ramón volvierpara que él también le echara un vistazo

Cuando Consuelo le leyó la carten voz alta, Ramón no sabía quién er

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Teresa Pou, ni entendía por qué teníaque leerle en ese momento una carta dsu padre, pero todas se quedaron mu

contentas cuando dijo que no habínotado nada raro, quizás solo lo de «lageneraciones», pero como Marie snegó a renunciar a la antigüedad de lcasa, lo dejaron tal cual. Le contaroque acababa de hacerse cómplice de unfalsificación.

Consuelo iba a meter la carta en eúnico sobre que tenía con el remit«Sres. de Pou» impreso, cuando Ramóse fijó en la caligrafía. Eso era letra d

mujer. Se quedaron perplejas, pero eque al parecer las monjas enseñaban escribir con unas jotas y ges historiadasunas emes como de mar en calma, una

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vocales generosas y rechonchas, y ecambio los hombres escribían mápequeño, más rápido y más ilegible

Ramón podía asegurar con un solvistazo que esa carta no la había escritningún tendero. Así que copiópacientemente la carta en el otro papeque les quedaba, e hizo un garabato apie que no se entendía pero decía «EPou». Luego se levantó y fue a jugar co

el bebé.Con Andreuet en el regazosubiendo y bajando las rodillas parhacerle galopar, miró a su mujer y dijo:

 —Todos van a la huelga.

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Sin mujeres desnudas

 A quien corresponda: Por la presente, en calidad

de padre y tutor, yo, Eduard Pouconcedo a mi hija Teresa, dedieciocho años, la autorizaciórequerida para que se incorporeal personal de su afamad

establecimiento, los Almacenes ESiglo.Confío que no le ser

encargada ninguna tarea que

 ponga en entredicho sureputación, así como no tengoninguna duda de que ella regirá

 su comportamiento según lo

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 principios de honestidad y perseverancia en los que ha sideducada, no en vano pertenece

la tercera generación d propietarios del establecimientoColoniales Pou i Viscarret.

Tac tac tac tac tac. La carta que Ramóhabía copiado, haciendo gala de unmuy viril caligrafía, formaba parte duna de las pilas de papeles quemblaban levemente cada vez que Clar

Morgadas golpeaba la mesa con eapicero. Tac tac tac tac tac. Aquella

mañana era incapaz de prestar atencióa las columnas de números que tenídelante: los pagos a los proveedores, os empleados, a la aseguradora para lo

cuadros, a la compañía de la luz, lo

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ngresos por ventas… Su intención habísido contradecir a su cuñadodemostrarle que, bajo su dirección, E

Siglo marchaba mejor que nunca. Peren el fondo sabía que no era así, o que amenos no era así en el sentido Cots d«marchar bien», que era ganar toneladade dinero invirtiendo lo mínimo posibleMomentos sueltos de la cena familiar ecasa de su suegra iban pasando por l

cabeza de Clara, y no era de extrañaque aplastara el lápiz con tanta furicontra la mesa.

 No le importaba que Fernando, s

marido, no le hubiera echado una manoposiblemente lo habría consideradpaternalista. Él había aprendido que ermejor dejar a Clara luchar sus batalla

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sola. No, lo que de verdad la torturabes que ella no había estado a la altura das circunstancias. Y al recordarlo

ahora, al juzgarse desde fuera, no se lperdonaba. Se veía como la veríaellos: una mujer que, a falta de hijosvolcaba en El Siglo su afecto irracionalmás preocupada por mimarlo que posacarle un rendimiento económico. Peraunque podía admitir que El Siglo er

como un hijo para ella, no era un hijconsentido. Crecía con disciplina esfuerzo y mejorando cada día, y ydevolvería con creces lo invertido en s

preparación.Pero eso su cuñado Faustino no l

entendía. Para él, la suma de esacolumnas de números que tenía delant

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era lo único que importaba. No tenímaginación para ver que la sala d

arriba, con los maravillosos cuadros qu

ban llegando, no era solo un númerdemasiado abultado en la columna dgastos. Era también prestigio, publicidad, y un reclamo para nuevoclientes, y… y, por qué no admitirlo, ucapricho de Clara.

«No somos galeristas», le habí

dicho él. Y su suegra, intentando templagaitas, había sugerido que quizá svenderían bien si eran bonitos, porqumucha gente (empezando por ell

misma) recurría a El Siglo para decorasus casas, y si compraban allí telas paras cortinas, y espejos y papel de pared

por qué no iban a comprar cuadros, qu

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al fin y al cabo también son para tapaas paredes.

Y al recordarlo Clara casi partió e

ápiz contra la mesa, y el ruido la hizreaccionar. Ya estaba bien. Había sidoorpe, no había sabido explicar que l

exposición era inversión y no gastoPero al menos nadie había verbalizada idea que flotaba sobre la mesa de

comedor: que ahora que no había guerr

mundial que exprimir, los varones Cota podían volver a tomar las riendas denegocio barcelonés. Sobre todo porquecon lo soliviantada que andaba l

chusma obrera, lo que hacía falta ermano dura. Llegado este punto, lohermanos Cots alzaron sus copas parbrindar por las fuerzas del orden qu

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habían conseguido dispersar a la turbque quería asaltar las oficinas de LCanadiense, por el gobernador, que s

había mantenido firme y, ya puestos, poel aro por el que acabarían pasandodos esos muertos de hambre.

Mientras sus hijos auguraban ufuturo muy negro para los huelguistas, ssuegra acabó de alegrarle la cenrecomendándole «cosas de mujeres»

quizás ya era hora de que Clara spusiera a jugar al bridge, o a tomachocolate con sus amigas o, comseguramente ya era demasiado tard

para quedarse embarazada, al menopodría ayudar a su marido en su carrerpolítica, ¿no le gustaría ser la mujer depróximo alcalde?

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 No, ya estaba bien, tenía que dejade pensar en la cena porque no llevaba nada: había esquivado la bala, o má

bien no la habían llegado a disparar, a habría otra oportunidad de hacerl

bien.Dejó a un lado las cuentas y s

enfrentó, resolutiva, al resto de papeleapilados. Se arrepentía en ese momentde su empeño en que todo pasara po

ella: qué le importaba la carta defabricante de planchas sugiriendsibilinamente un futuro aumento en loprecios. Lo llevaba claro: si subía lo

precios, compraría a la competencia. Lautorización de un tal Pou para que shija trabajara en el Siglo. Puedivinamente. La nota airada de un

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clienta descontenta con la cafetera quhabía comprado. Otra más: la carta dun fotógrafo ofreciendo sus servicios. N

hablar: ya tenía a Luis.Después de un par de toque

rápidos, un hombre moreno de unoreinta y cinco años se asomó, dij

«buenos días» y, sin esperar ningunnvitación, entró, se sentó en una butac se quedó mirando a Clara directament

a los ojos. —¿Para qué llamas si no esperas que te dé permiso? —le preguntó Clara.

 —Para que estés avisada y pueda

recibirme mejor —contestó el hombrecon cara de no haber pedido permiso esu vida.

Clara Morgadas resopló y le pas

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una de las carpetas que había sobre lmesa. Al retirar la mano, notó que lemblaba ligerísimamente el pulso

Aunque estaba segura de que Luis no lhabía notado, le disgustó comprobahasta qué punto le importaba su opiniónEsperó su veredicto con los brazocruzados. Sabía que no podía esperaentusiasmo, pero confiaba en qumostrara algún tipo de interés. Luis hiz

ese gesto que tanto la exasperaba, esespecie de sonrisilla contenida que lhacía fruncir levemente el ceño.

 —¿Man Ray? —dijo después d

pasar rápidamente entre sus dedos lfoto que había en la carpeta.

 —Man Ray. —Quieres para el catálogo foto

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como las de Man Ray.Clara asintió. La habían cautivad

esas fotografías de mujere

esplendorosas en posturas imposiblesmujeres que ya no eran humanas sinobras de arte.

 —Como las de Man Ray pero sidesnudos, supongo —insistió Luis, y dnuevo contuvo esa sonrisilla.

 —No seas absurdo. Claro que si

desnudos, hablamos de un catálogo dmoda. Lo que te quiero decir es que trabajo aquí puede ser así de interesante

Luis le devolvió la carpeta.

 —¿No te parece que mis fotos seanteresantes?

 —Quiero decir, que el trabajo tnterese. A ti.

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 —Ya me interesa. Me interesamuchísimo cobrar cada semana.

Clara suspiró.

 —Pero no te supone un retartístico.

 —Clara, yo te ayudo a vendesombreros. Mira qué bien quedaroodas estas cabecitas. —Y Luis l

señaló en una página del último catálogde El Siglo, una tira de rostro

femeninos sonrientes, con pamelasgorritos, turbantes, y el precio debajo. —Así que no crees que l

fotografía de moda también pueda se

arte. —Claro. Pero yo no hag

fotografía artística, Clara. Hagperiodismo. Yo quiero mostrar la

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realidad, no crear una realidad nueva. Amí me interesan las cosas como sonConvertir a una mujer en una estatu

griega o un violín no la hace mánteresante. Me gustan las mujeres com

son. —Ya. Algunas más que otras —

nterrumpió Clara. Le habían llegado lorumores del romance de Luis con Fabiauna de las modelos de El Siglo, un

taliana etérea y sofisticada que habírecalado en Barcelona durante la guerrauna de las caritas flotantes cosombrero. Enterarse no le rompió e

corazón, pero sí le fastidió un pocoClara nunca había engañado a smarido, pero, si lo hiciera, querría qufuera con Luis. Era menor que ella, y s

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empleado, y ella estaba casada y, poodo ello, la idea era absurda. Pernconscientemente disfrutaba del suti

coqueteo que se traía con él y de scompañía en las temporadas que pasaben Barcelona.

Porque Luis desaparecía cadcierto tiempo rumbo a algún conflicto, alguna región olvidada en algún paíexótico. No parecía importarle que su

reportajes estuvieran tan mal pagadosviajar le costaba a Luis los ingresos quconseguía en El Siglo. Sí, a él lnteresaba mostrar la realidad, pero

os periódicos no siempre. Y todas esafotos que hacía mientras estaba eEspaña —de disturbios, de mendigosde las caras tiznadas de niños mineros—

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enían poca salida. Para Luis, lfotografía solo era un buen negocicuando trabajaba para El Siglo. Y era

ustamente el trabajo en el que sesforzaba menos. Así se lo dijo Clarhacía tiempo: «No te esfuerzas», y éhabía soltado una carcajada.

Entonces, ella aún no sabía muchde Luis. Ahora entendía mejor que, parél, que algo fuera producto del esfuerz

no era un mérito sino casi un defectoTenía un talento natural para lfotografía y por eso se dedicaba a lfotografía, como podía habers

dedicado a catar vinos, cosa quambién hacía bien. Luis se dejablevar, flotaba en la corriente, y cosa

como la disciplina y la perseveranci

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escapaban a su entendimiento. Desduego, no las había visto en su casa,

habría que decir en sus casas, en l

multitud de residencias por las que él sus padres habían pasado, dejándoslevar, flotando en la corriente.

Que Clara supiera, habían vividen Hanoi, Granada, Bombay Alejandría. Cuando dejaban de seugares agradables —por una sequía

un incómodo golpe de Estado—simplemente se marchaban a otro sitioCuando le preguntó a Luis qué era spadre, él reprimió una de sus sonrisillas

  dijo que era húngaro; y cuando ellnsistió: «Pero ¿es diplomático, o…?»

Luis contestó que era más bieornitólogo, aunque nunca utilizaría un

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profesión como forma de describir a spadre. En realidad, el padre de Luis nenía ninguna profesión, y tampoco e

padre de su padre la había tenidoTerratenientes desde hacía más ddieciséis generaciones, llevaban ya doo tres convertidos en alegres nómadadedicados a sus aficiones.

Al padre de Luis le gustabobservar pájaros, pero también caza

elefantes, apostar a la ruleta y aprendediomas; pero no era ornitólogo ncazador, ni jugador ni lingüista. No iba ser él quien inculcara a su único hijo e

valor de la disciplina. De hechoentendió perfectamente que Luiempleara el apellido materno, Martí, evez del suyo, por la sencilla razón d

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que el suyo tenía demasiadas diéresis kas como para ir deletreándolo por eextranjero. Luis se llamaba Luis Mart

porque llamarse Markiössi Lajos (parcolmo, el apellido va delante ehúngaro) costaba demasiado esfuerzo.

Clara había conocido a la madre dLuis en una visita que hizo a Barcelondesde Marruecos, donde por lo vistvivía en un riad de Esauira con vistas a

Atlántico. De primeras, le parecinsólitamente normal: una mujer sencill  bien conservada, en la cincuentena

que hablaba con soltura de recetas d

cocina y con mucho afecto de su maridoEso sí, no le había visto en dos añosLuis y ella salieron las cuatro nocheque pasó en la ciudad y ella resultó se

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una excelente bailarina de foxtrot. Shijo se dirigía a ella por su nombre dpila: Matilde.

La mirada de la modelo italiana, bajas alas de su sombrero, parecía retar

Clara desde el catálogo. Luis no habímostrado ninguna reacción a sndirecta, que ahora le parecíotalmente fuera de lugar.

 —Lo que te quiero decir es qu

deberíamos probar cosas nuevas. Todoesto —y señaló vagamente el catálogde El Siglo— basta para las clientas qua tenemos. Pero eso —y se refería a l

foto de Man Ray de la espalda desnudde una mujer con dos notas musicalesuperpuestas recordando a un violín—es lo que necesito para llegar a otro tip

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de público. —Pero sin mujeres desnudas. —Sin mujeres desnudas. ¿Puede

hacerlo? —Puedo intentarlo.Clara le dijo que le pidier

cualquier cosa que pudiera necesitarpero que procurara no salirse depresupuesto —e imaginó el gesto daprobación de su cuñado Faustino si l

estuviera oyendo en ese momento—ecesitaba mandar esas fotos a lmprenta en tres semanas, porque querí

que la campaña de primavera empezar

en un mes. ¿Podía confiar en qulegaría a tiempo? Luis asintió. Pue

entonces, manos a la obra. Cuando ésalió del despacho, Clara se quedó uno

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nstantes mirando la puerta cerrada. Sísi alguna vez engañara a su marido, siduda sería con Luis. Y, de mucho mejor

ánimo, dio por leídos y archivados lopapeles que se apilaban ante ella.Consuelo podría haberse ahorrado todsu nerviosismo. Pero eso no podísaberlo el día que, con aquella cartfalsificada en la mano, vestida con lropa de la señora Pou, y con la melen

recogida en un sobrio moño —Mariquiso hacerle un recogido máprincipesco, pero ella se negó eredondo—, había llegado a El Sigl

deseando que Clara Morgadas sacordara de ella y de lo bien que habíidiado con la señora del soutache. Per

ni siquiera la vio. En las oficinas dond

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e indicaron que acudiera había upálido jefe de personal que, después dconsultar sus notas, tan solo echó u

vistazo superficial a la carta. Le dijque se alegraba de que se hubierdecidido, aunque le hubiera llevado siempo, y le indicó que fuera a

departamento de uniformes a que lomaran las medidas.

 —Según tengo entendido, la señor

Morgadas ya le explicó las condicionesConsuelo asintió, sin atreverse decir que no se acordaba de nada.

 —Vuelva el lunes a las ocho

endremos el contrato preparado y euniforme para usted. Sabrá que en edepartamento de modas se empiezsiempre como probadora…

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Consuelo no tenía ni idea, ni de quse empezara como probadora ni de quera exactamente una probadora: en su

excursiones a El Siglo no había tenido edesparpajo de fingir que iba encargarse un traje. Pero todo le parecíbien. Cualquier cosa le parecería bien

o estaba resultando tan difícil que sabrieran para ella las puertas deparaíso.

 —Bienvenida a El Sigloseñorita… —el jefe de personal miró lcarta y le tendió la mano— Teresa.

Consuelo le estrechó la mano y s

puso de pie reprimiendo las ganas ddar alaridos, de saltar y de trepar a unfarola. Lo que no pudo evitar furopezarse con los bajos del vestido d

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a Pou, estropeando el aire tan digno deque había intentado dotar a su mutisPero al mirar rapidísimamente haci

atrás, vio que el jefe de personal estabde nuevo enfrascado en sus cosas y nse había dado cuenta del tropezón.Llegó al entresuelo de la calle Cirereufórica, sintiéndose la mujer máafortunada del mundo al contarles Antonia y Marie que todo había id

bien, que no le habían preguntado nadaque no había tenido que hacer ningunprueba, que ya tenía trabajo. Las dos lfelicitaron y le preguntaron los detalles

Marie, si su moño no había resultaddemasiado monjil y si sus compañerode trabajo eran guapos; Antonia, que dcuánto era el sueldo.

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¿El sueldo? El sueldo… Antonia ldijo que si estaba por debajo del duroenía que rechazarlo. Tendría que paga

un alquiler compartido, y comida, y eransporte hasta El Siglo si se fuera

vivir al extrarradio. Un duro era lmínimo. Pero desde que la señora Pohabía entrado en su cuarto aquellnoche, con su olor a primavera podridao único en lo que Consuelo habí

pensado era en marcharse de allí y epoder aceptar la oferta de la señorMorgadas. Ahora que lo habíconseguido, se daba cuenta de l

cortedad de su horizonte. Eso que a elle bastaba, en realidad no era suficiente

¿Dónde, con quién, por cuánto iba vivir?

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Marie dijo que con ellasnaturalmente: compartirían el palomarLe dijo a Antonia que solo era un

solución temporal porque ella se irípronto a París, y que hasta entoncepodían compartir cama. A Antonia levendría bien un ingreso extra ahora qua Ramón le había dado por meterse revolucionario y a ella por… (ahí hizcon aprensión un gesto que reproducí

un vientre embarazado). Por su parte, lcompañía de otra chica soltera con lque salir de paseo le venía de perlasporque desde luego no esperaba conoce

a su príncipe azul en un taller de costurmetido en un antiguo palomar del Born.

Antonia le preguntó a Consuelo sde verdad quería quedarse a vivir allí

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Consuelo no podía creerse su suerteAntonia y Marie eran lo más parecido unas hermanas que tendría jamás, y l

casa de Cirera, 1 el hogar perfecto parella. Así que dijo que por supuesto, y laseguró que sería puntual en el alquile  poco molesta en la convivencia

Antonia le pasó el brazo por el hombromás importante que todo eso erasegurarse de que cobrara, com

mínimo, un duro. Consuelo la corrigióo más importante era que no intentaraocalizar a ningún señor Pou en la call

Mayor de Gracia.

El lunes siguiente por la mañanaConsuelo seguía sin creerse su suertcuando le pusieron en las manos euniforme de siglera que debía llevar,

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e indicaron dónde cambiarse. Todo ibbien. Todo fue bien hasta que lovencita que le había dado el uniform

dijo que esperara un momento, qufaltaba una cosa importante. Y volvió acabo de un momento con un corsé.

Consuelo no había usado corsamás y las monjas menos aún, y l

señora Pou (Consuelo estaba segurporque, lamentablemente, la había vist

quitarse la ropa) tampoco. Consuelsabía que los corsés estaban en desusopero es que además aquel que le trajeroparecía una reliquia medieval: un

armadura tiesa surcada de varillametálicas y cintas que ella no tenía ndea de cómo manipular. La jovencita l

ayudó a ponérselo, riendo: ya le irí

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cogiendo el truco, no era tan difíciporque se ataba por delante.

Consuelo contuvo la respiración

procuró mantener el equilibrio mientraa otra tiraba con fuerza de toda

aquellas cintas. Cuando acabó, scintura parecía más estrecha, sucaderas más anchas, y también parecíhaber crecido unos centímetros de lestirada que iba. Eso sí: apenas podí

respirar. Tampoco moverse. Pero aponerse el uniforme negro de siglera mirarse al espejo, Consuelo pensó qumerecía la pena. Se colocó bien s

collar y sonrió. Ahora sí que parecía unde ellas. Era una de ellas: Teresa Pou.Enseguida descubrió que las probadoraúnicamente tenían que marcar co

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alfileres los arreglos de la ropa. ESiglo tenía varios modelos expuestos as clientas solo tenían que elegir uno

decidir la tela: en unas semanas, tras unúltima sesión de prueba para ajustar lalla al milímetro, se entregaba e

vestido perfectamente individualizado al gusto de cada cual.

Ser probadora era un trabajo fácisobre todo cuando se trataba d

estrechar las mangas o el cuello. Percuando tenía que agacharse para cogeun bajo era imposible. Las varillas se lclavaban en la carne tan profundament

que pensó que le saldrían moratones, ecorsé le apretaba tanto el pecho quemía morir asfixiada. De modo que, y

con la segunda clienta, Consuel

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desarrolló un método bastante eficazagacharse rapidísimamente, poner ualfiler conteniendo la respiración

volverse a incorporar a la velocidad derayo. Llegar, clavar, salir, con la periciade un banderillero. Cuando terminó lornada laboral tenía agujetas en la

piernas de tanto brinco, pero lcompensaba la satisfacción de que todhubiera salido bien.

En poco tiempo su supervisorestuvo igual de contenta con ella. Dalguna manera, sabía siempre lo quhabía que decir a la clienta dubitativ

para que se decidiera por una tela; a lacomplejada para que se viera guapa; a vanidosa para que se sintiera e

centro de atención. Poco a poco empez

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a sugerir pequeños ajustes en el modelosiempre para sacar partido de unvirtud, claro, y nunca para disimular u

defecto. Así, bajar un poco el escote erpara lucir ese precioso camafeo y npara que no se notara que la tipa ercuellicorta. Y si la clienta casreventaba los hilvanes al probarse evestido, siempre era porque ellcometió un error al poner los alfileres,

no porque hubiera engordado esbarbaridad en tan solo una semana.La experiencia y buena intuición d

Consuelo en el trato con allegado

afligidos en los entierros, con las mávariopintas visitas durante «la guardiaen el pasillo de la Casa de la Caridadcon las estiradas señoras del Patronato

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hasta con las mismas monjas, sumada a variable del engaño, de las pequeña

mentiras piadosas, resultó ser un

fórmula perfecta para asegurarle unbuena trayectoria a la siglera TeresPou. Tan razonablemente confortablestaba Consuelo, que decidiarriesgarse a no llevar ese angustioscorsé, el único elemento de su vida dsiglera al que no conseguí

acostumbrarse.La primera mañana que iba sicoraza, que al fin podía respirar moverse con libertad, la supervisora l

nterceptó en un pasillo para decirle quenía que hablar con ella. Consuel

pensó que se había excedido y que lencorsetarían de nuevo. Pero resultó qu

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quería encargarle que también hiciesos arreglos a los trajes que probaba

Así fue como empezó a pasar las tarde

en los talleres de El Siglo, con lademás costureras. Consuelo sapresuraba en acabar los arreglos que lhabían encargado y luego se dedicaba estudiar patrones, a fisgar las nuevaelas que iban llegando, los nuevos tipo

de botonaduras y los colores que s

levarían. Aprendía mirando ofreciéndose a ayudar, y las costureraveteranas agradecían su buendisposición para acabar un pespunt

complicado o un ojal. Si a Consuelo lhabía atraído la parte luminosa de ESiglo, su orden, su perfección, ahora sestaba enamorando de la parte secret

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que ocurría entre bastidores, el caovital de las telas apiladas, el traquetencesante de las máquinas de coser, e

bullicio y la improvisación, y eaborioso proceso de crear un vestid

que luego, en la sección de modfemenina, parecería que había brotadespontáneamente de su percha, como lperfecta rosa de un rosal.

Cada día, cuando Consuelo llegab

a la calle Cirera, Antonia y Maridejaban su trabajo de lado por un rato a obligaban a que se lo contara todo

Consuelo se sentaba en el camastro

como una Sherezade proletaria, y lerelataba lo mejor de su jornada, esodetalles que ayudaban a Marie salpicar con un brillo veraz su vid

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nventada, pero que sobre todo hacíaque Antonia se olvidase un poco de lsuya. Solo un poco.

 No eran buenos tiempos para lgente realista, porque la realidad shabía convertido en desayunar coamenazas que se cumplirían antes de lcena: habrá más despidos, la patronal ncederá, el gobierno sacará el ejército a calle, detendrán a los huelguistas po

vagos y maleantes, habrá redadandiscriminadas, habrá hambre, habrmuertos… Cada día. De nada servídecirle a Antonia que esos rumores qu

se derramaban por las calles cadmañana podían quedar en nada. Todosabían que antes del anochecer shabrían convertido en una certera riad

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que se llevaría por delante el ánimo dos pocos optimistas que quedaban. Y

desde luego Antonia no estaba entr

ellos, por mucho que mosén Nicolahubiese decidido empezar a rezar dverdad por Ramón.La primera idea que tuvo Luis fue la dhacer las fotos del catálogo en loespacios de El Siglo que la clientela nconocía. Decidió empezar por el talle

de costura. Y lo quería tal cual, enacción. Como Clara le había dado cartblanca para proponer lo que se locurriese, aquella mañana habí

rrumpido con Fabia en el tallerdespués de los dos golpes rápidos drigor en la puerta.

Todas las modistas y costurera

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conocían de sobras al atractivfotógrafo, y no habían desaprovechada ocasión de comentar que ni l

Morgadas podía resistirse a su encantoDe modo que su visita fue muy bierecibida: las máquinas de coseenmudecieron y todas se pusieron observar los movimientos de lontrusos, intentando adivinar de qué ibodo aquello. A sus ojos, él se movía

por el taller como buscando algo quhabía olvidado o perdido, y ella giraba su alrededor como una niña que quierconvencer a un adulto para que juegu

con ella. La encargada se quedó taclavada en su sitio como el resto, hastque Luis le pidió a Fabia que sdesnudase y se envolviera con un

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única de damasco rojo a medio haceque había en un colgador:

 —¿Alguien puede ayudarla, po

favor? —les pidió, antes dconcentrarse en su cámara, murmurandalgo de las sombras. Pero la encargadno pudo oírlo porque ya había puestpies en polvorosa en busca de la señorMorgadas.

Cuando Clara entró en el taller, no

a miró nadie: todas las trabajadoras, ysin ganas de disimular su curiosidadestaban absortas alrededor del huecque había quedado bajo la últim

claraboya, después de que apartaran dode las mesas de costura. Allí, una Fabienfundada en rojo se retocaba los labiodel mismo color mirándose a un espej

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de mano, mientras un par de costurerantentaban que la túnica inacabad

permaneciera pegada a su cuerpo, tare

más difícil de lo que parecía porque lexquisita seda del damasco y la piel da modelo parecían competir e

suavidad y la una se deslizaba sobre lotra al entrar en contacto.

 —  Aspetta un attimo, carissimo —e dijo Fabia a Luis, cuando al guarda

el espejo, el damasco del hombrzquierdo abandonó su precariequilibrio y se deslizó hasta su codo.

Mientras las dos costurera

ntentaban resolverlo, Luis dirigió scámara hacia las máquinas de coserhacia una modista que aprovechaba enesperado descanso para limarse la

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uñas, hacia una jovencita impaciente quse mordía la comisura de los labioshacia los ojos arrugados de un

bordadora… —Cuando quieras, caro  —dij

Fabia por fin.Pero Luis no le hizo ni caso

parecía absorto en la vieja bordadora e preguntó si podía fotografiar su

manos.

 —¿Para qué? —preguntó ClarMorgadas desde la puerta. Y el sonidode su voz tuvo el mismo efecto que salguien hubiese dado cuerda a todas la

mujeres, que inmediatamente volvieroa sus puestos intentando no hacer ruidocomo si así fuera posible que sdistracción quedase en secreto. Hast

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Y por fin se alejó de la puertaavanzó hasta entrar en la zona iluminadpor la claraboya y dio una vuelt

completa alrededor de la modelo, taoven, tan sofisticada, tan de foto d

Man Ray. —Parece que te han envuelto en u

rapo usado —sentenció. —Es que ha sido tod

mprovisado, si hubiésemos sabido…

—empezó a disculparse una de lacostureras.Pero Clara la interrumpió par

seguir su escrutinio:

 —¿No veis que le hace bolsas eos hombros? ¿Y por qué no tien

cintura? Parece un saco, ¿a ti no tparece un saco, Fabia?

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Clara había dulcificado su tonpara dejar de parecer un ogro, perpensó que ahora había sonado como un

bruja perversa camelando a un niño parlevárselo al horno. La verdad es quenía ganas de abofetear a alguien. As

que se esforzó por recobrar lcompostura y, cuando se volvió haciLuis, le pudo decir de forma casrelajada que le hacía falta un

probadora para ajustar los vestidodesde el principio, y se echó la culppor no haberlo previsto. Luis la cortcordialmente.

 —Clara, no es nada definitivoSolo estoy viendo dónde y cómo haceese catálogo tan… rompedor ququieres. Nada más.

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A Clara no le gustó ni el adjetivosarcástico que había escogido para scatálogo ni que la interrumpiera ante su

empleadas. —En esta casa todo tiene qu

quedar bien, aunque sea durante cincminutos y para que no lo vea nadie

ecesitas una buena probadora ya.Luis se sentó en una silla, tirand

de Fabia para que descansase en s

regazo. —Así que esperamos, entonces —dijo, tranquilamente.

Pero no esperaron mucho. Cuand

a la supervisora de las probadoras lpidieron que enviara a una de sus chica«Y yo mandaría una buena, porque lefa está intratable»), no dudó en busca

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a Consuelo y sugerirle que se dierprisa.Consuelo entró en el taller y se acercó

nerviosa, a Clara. Aunque parecíomnipresente en su negocio, era lprimera vez que iba a tratar con ella; laveces que la había visto cruzamajestuosa una planta o subir laescaleras como solo ella sabía hacerl—como si el mundo entero la esperas

pacientemente en el rellano siguiente—Consuelo había dudado si acercarse agradecerle la oportunidad que le habídado de trabajar en El Siglo, pero nunc

se había atrevido.Clara seguía ahí plantada, bajo l

claraboya, sintiéndose tan incómodcomo sus empleadas, que no levantaba

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a cabeza de su labor. Luis, en cambiocharlaba con Fabia como si tal cosa. Dhecho, Clara pensó que estab

coqueteando y que lo hacía solo pofastidiarla o, aún peor, ponerla eevidencia. Sintió que la ira que habíconseguido dominar volvía desbocársele, y agradeció la llegada da probadora para poder concentrarse e

otra cosa.

A Consuelo le gustó detectar ubrillo de reconocimiento en los ojos da jefa… o así fue como lo interpretó. S

equivocaba.

 —¿Cómo te llamas? —le preguntClara después de mirarla de arribabajo.

 —Teresa Pou. Me han dicho qu

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necesitaba una probadora. —Señorita Pou, ¿trabaja uste

aquí?

 —Sí, señora. —No lo parece. ¿Sabe por qué la

empleadas de El Siglo usan uniforme? —Para que los clientes pueda

reconocernos. —Y para eso tienen que ser toda

guales. ¿Cree usted que pas

desapercibida?Consuelo no hubiese sabidexplicar qué era una pregunta retóricapero sabía reconocerla, y esperó

respetuosa, en silencio. Con suerte, lensión pasaría pronto, todos dejarían d

mirarla, y se pondrían a trabajar. —Obviamente no —dijo de pront

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Luis, mirándola de frente con un brazalrededor de la cintura de Fabia. Habíreconocido a esa apurada siglera com

a chica de la maleta en la manifestació—. No pasaría desapercibida ni entruna multitud.

Clara no fue capaz de detectar quera aquel matiz inusual en su voz, ni sparó a pensar si la había molestadoPero Consuelo al instante supo que sí,

supo también que iba a verla estallar. —¿Y su corsé? Vaya a buscarlo. Yrecójase bien el pelo. Y quítese esa cos—exclamó Clara, mirando despectiva s

collar. Y acabó casi con un grito—Ahora!

Consuelo abandonó el tallecabizbaja, con las orejas ardiéndole d

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rabia y de vergüenza. Podía sentir lmirada del fotógrafo a su espalda y nsabía qué le daría más coraje: que fuer

de sorna o de lástima. En el vestuario ddependientas, con la respiración agitadase quitó el collar y se rehízo el peinado  con el corsé en la mano dudó de s

debía volver o no. Lo que quería ercorrer hasta el Born y deshacer patadas y puñetazos el camastro de

palomar. Pero al final se lo pusociñéndoselo al máximo para que edolor físico le hiciera olvidarse de todo demás. El truco funcionaba: s

encaminó al taller con los ojos secos a cabeza bien alta, dispuesta a aguanta

con indiferencia el escrutinio de ClaraPero Clara ya no estaba: se habí

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retirado a su despacho, sorprendida disgustada porque últimamente suemociones fueran tan evidentes y ta

ncontrolables. Lo achacó a la dichoscena en casa de su suegra.

Al entrar en el taller, la sesiófotográfica se había cancelado y Consuelo le pareció que todo el mundse había vuelto loco. Las costureras sambaleaban como borrachas mientra

devolvían las mesas a su sitio. Luicharlaba con la modelo, que se reía y lagarraba del brazo, pero de prontambos giraban en círculos bailando u

vals estrambótico. La luz oscilante deatardecer se filtraba por las claraboyadel techo tiñéndolo todo de sangre. Esuelo se movía. Hasta que todo quedó e

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silencio y de pronto se hizo de nocheConsuelo se desplomó.Lo primero que notó fue la caricia d

unas manos frías en el escote. Tenímuchísimo calor. Sentía en la cara ualiento como de especias y madera«Atrás, solo necesita aire», oyó muy a lejos. Poco a poco se hizo de día otr

vez detrás de sus párpados aúcerrados. Consuelo entreabrió los ojos

se encontró otra mirada clavada en lsuya. Aquellas manos frías recorrían specho bajando hacia su vientre, Consuelo sintió algo que no era

exactamente náuseas, sino un huecnmenso en el estómago, un vacío que l

quemaba. No se podía mover, lomúsculos no le respondían. El dorso d

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esas manos sobre su piel ardiente. Lodedos de Luis, rápidos y eficaces comos de un titiritero, moviéndose sobr

sus costillas hacia sus caderasConsuelo quería dejarse llevar, flotar eesa marea, liberar el gemido atrapado esu garganta. Pero abrió del todo los ojo  se incorporó, llevándose la mano a

pecho, y topándose por el camino coas cintas sueltas del corsé.

 —¿Estás bien? —preguntó élsacando las manos de entre el uniformde siglera y posándolas, suavementesobre sus hombros.

A su espalda, la divina Fabimostraba una expresión de auténticempatía.

 —Sí, sí, gracias.

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Consuelo se tapó bien, sujetándoscon las manos el corsé abierto, mientrase levantaba. Luis se apartó y no hiz

ademán de ayudarla. —Creo que me he desmayado —

dijo Consuelo. —Ahá.Luis también se incorporó, y s

quedó parado frente a ella. Consuelalzó la barbilla y se alisó la falda.

 —En fin…Y entonces Consuelo vio poprimera vez aquella sonrisa burlona que hacía fruncir levemente el ceño.

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6

 Arreglos

Últimamente, para disimular lanáuseas matutinas, Antonia subía apalomar temprano, con Andreuet, mu

poco después de que se marcharConsuelo. Y allí Marie, mientras lesujetaba la frente, no dejaba de opinar:

 —Pues no vas a poder engañarlmucho más, que un día de estos vas pierdes la cintura, quién sabe si ya parsiempre… Eso sí, mira qué tetas se t

están poniendo, qué envidia… ¡Cómpuede ser que no lo haya notado ya! Ses que es un bendito, pero para hérorevolucionario no da mucho el tipo…

Quizás a otra le habría puesto l

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cabeza como un bombo, pero a Antoniese zumbido familiar la distraía de lnquietud que desde que empezó l

huelga la iba royendo por dentro.Antonia y Marie se pasaban el dí

entero trabajando en el tallercillo depalomar, que funcionaba bien, pero nodaba para mucho. Su especialidadgracias a la experiencia adquirida en lCasa de la Caridad, era hacer qu

cualquier prenda de vestir fuese eternaSus clientas, que también eran suvecinas, no estaban para tirar nada: unfalda se convertía en una capa, un

sábana vieja en camisolas para lobebés, y el abrigo del abuelo difunto eun par de chaquetas de lana. No podíacobrar mucho, pero trabajo no le

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faltaba.De vez en cuando tenían un golp

de suerte y alguna criada les llevaba u

vestido que le había regalado su señorapor pasado de moda. La criada slevaba una prenda a su medida, apt

para ir a la compra o a una verbena, ellas se quedaban con la tela sobranteque solía ser seda o paño del bueno, a lque le sacaban algo que podían vender

mejor precio a alguien con máposibles.En eso estaban esa tarde, las do

dándole vueltas a una pieza de lana fin

para intentar decidir qué era lo mejoque podían hacer con ella. Era esobrante del vestido que Neus les habílevado hacía un mes. Cada vez qu

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eus las visitaba, sabían que estaban punto de hacer un buen negocio. Lchica trabajaba para una señora qu

cada final de temporada insistía eregalarle uno de sus trajes yafortunadamente para ellas, la señorera tan amable como altísima: con eargo de sus faldas se podían sacar do

vestidos completos de talla media.Uno bien acabado ya esperaba

eus en el colgador, pero cuando lchica llegó apenas le hizo caso: abrió lpuerta de un golpetazo, sin llamar, y sdejó caer sin aliento en uno de lo

aburetes. —¡Hala, Neus, que tampoco so

antos pisos…! —dijo Marie, casi simirarla porque volvía a contar cuánto

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palmos medía la pieza de lana sobrantque Antonia sujetaba en alto: se habíanempeñado en sacar un abrigo entallad

en la cintura y con vuelo hasta larodillas.

 —Agua, un vaso —jadeó Neus.Y Antonia bajó los brazos y

descubrió que la chica parecírealmente angustiada. Y toda sunquietud, que el parloteo de Marie y e

rabajo habían conseguido arrinconarvolvió para darle una buena dentellada. —¿Ha pasado algo? —preguntó. —¿No lo habéis oído? —Neus s

omó su tiempo para beberse el vaso dagua que le había dado Marie—. Hamatado a un cobrador de La Canadiensque había roto la huelga, y los patrono

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están contratando pistoleros parvengarse. Hay una recompensa de diemil pesetas para quien dé información.

 —Sobre quién lo mató —quisaclarar Marie.

 —Sobre los cabecillas de lhuelga. Sobre los huelguistas. Sobrcualquiera. Van a empezar una guerraYo he oído tiros cuando venía haciaaquí.

Marie vio cómo Antonia ssentaba, pálida, y se agarraba a uno dos pies de su hijo, que dormí

plácidamente en su cuna.

 —¿Cómo que tiros?, ¿cuándo haoído tú un tiro en tu vida? Podría secualquier otra cosa: truenos, cochesqué sé yo! —Y abrió mucho los ojos y

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señaló a Antonia con la cabeza. Neus se dio cuenta de que habí

metido la pata.

 —Bueno, quizás, como todoestamos tan nerviosos, puede que mhaya confundido…

Desde que empezó la huelgaAntonia no sabía adónde iba Ramócada día. Solo le dijo que se encargabde las cajas de solidaridad: una especi

de banco de los trabajadores, en el quos que tenían algo ingresaban para quresistiesen los que no tenían nada. Taserio y metódico como siempre, Ramó

cumplía el mismo horario que en lempresa, y seguía cruzando Santa Marí  saludando a mosén Nicolau. Per

ahora su camino acababa en un almacé

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del puerto de pescadores, donde estaba sede del sindicato clandestino y cuy

ubicación exacta no debía revelar

nadie, ni siquiera a su mujer. Cuandovolvía a casa, se limitaba a repeti«Todo va bien» y Antonia hacía ver quese lo creía, pero hacía ya dos días cosus noches que no veía a Ramón, aunque la semana anterior fueron tres lodías que su marido no pudo salir d

donde fuera que tuviesen el escondite, amenos mandó a alguien para que lavisara.

Marie, viéndola tan absorta, s

arrodilló ante ella y le cogió las manos. —¿Quieres que vaya a…? No sé,

preguntar a mosén Nicolau, o a laberna del mercado, que ahí todo s

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sabe y… —No, Ramón dijo que no fuéramo

por ahí hablando con nadie, que no s

sabe nunca quién está de parte de quién—Y aunque su voz era resignada serena, como correspondía a su carácterMarie intuyó que en su interior sgestaba una tormenta que no creíposible en su amiga. Hasta Neus, que na conocía tanto, se dio cuenta y se pus

en pie, resuelta. —¡Vamos a ver al Santet, y lpedimos por Ramón! El Santet te lguardará, ya verás.

Marie miró de reojo a Antonia: se daba por pedir ayuda celestia

aunque fuera a un santito, significaríque ya no era ella. Pero Antonia, par

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alivio de Marie, miró a Neuestupefacta.

 —¿Al Santet? Deja, deja… N

hace ninguna falta: todo va bien.Descolgó el vestido para Neus

preguntó si quería probárselo. Y aunquen realidad Neus estaba segura de que lquedaría como un guante, como siempreaceptó solo para quedarse un rato más ratar de hacerle olvidar, con s

cháchara, la bomba que había soltadnada más entrar. Lamentablemente, sespecialidad eran los cotilleouctuosos: vecinos fallecidos, familia

expulsadas de sus casas por no pagar lrenta o enfermedades misteriosísimas dalgún bebé. Cuando Marie le hacía vecon una mirada furibunda que tenía qu

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dejar un tema, Neus pasaba al siguienteque resultaba ser aún más lúgubre. Leestaba desgranando un rosario entero d

desgracias, cuenta a cuenta, y lanterrupciones de Marie —«Cosas qu

pasan», «Pues yo de eso no he oídnada», «No será para tanto»— se laomaba Neus como jaculatorias que sola animaban a seguir.

Por ello, cuando entró Consuelo

Marie le lanzó una sonrisa dbienvenida desproporcionada y sacercó a saludarla como si no shubieran visto en años, preguntándol

por su día. Y como Neus pensó que lrecién llegada tomaría el relevo danimar el ambiente, aprovechó pardespedirse. Por fin.

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Consuelo preguntó si había novedades ypor si a Antonia le daba por mencionaalguno de los horrores que con tant

detalle había compartido Neus, Maridijo enseguida que no, y que mejor ques contara ella sus historias de El Siglo

que serían más interesantes. Consuelconfesó que lo más interesante qupodía compartir era que tenía uproblema con su corsé. No dijo nada, e

cambio, de la bronca de la dueña, ni dque se había desplomado como undiota. Ni mucho menos, lo de

fotógrafo: que seguía acalorada

avergonzada, y que no podía sacarse da memoria el tacto fresco de las hábile

manos de Luis quemándole el pecho y lsonrisilla burlona con la que había dich

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«Ahá». No, no le apetecía nada contaodo aquello.

Marie vio la oportunidad perfect

para distraer a Antonia y le pidió qucontara todos los detalles: qué problem  qué corsé. Y Consuelo lo acabó

colocando sobre la mesa que utilizabapara planchar.

 —¡Jesús, qué cosa más fea! —exclamó Marie nada más verlo. S

acercó a mirar el artilugio con lobrazos cruzados, como si temiese uataque—. ¿Sabéis el cuadro ese de lomártires? ¿El del comedor de la Casa d

a Caridad? Pues eso es igualito que ecepo que había en el medio, no me digaque no, Antonia. Al lado de la parrillade San Lorenzo.

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 —A mí también me va a matar —dijo Consuelo—. Me corta lrespiración.

Antonia dijo que tenían quarreglarlo, y Marie dijo que cuanto antemejor:

 —Esto te lo arreglo yo en umomento, ya verás, déjame que piense.

Marie creía saber mucho de corséporque había visto fotos de la

bailarinas del Moulin Rouge, pero loque ellas llevaban, de colores vivos aspeados de encajes, tenían poco qu

ver con ese armazón de aire hostil y ton

carnoso desvaído. Al final se atrevió cogerlo, exagerando un mohín de terror después de darle unas vueltas se lanz

con una sugerencia.

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 —Yo le sacaba la mitad de lavarillas y le ensanchaba la cinturañadiendo algo de tela, a poder ser…

roja o verde esmeralda, para que nengas la sensación de que llevas pegad

el pellejo de un animal muerto.Consuelo negó con la cabeza. —Quita, quita… Imposible, ¡n

sabes cómo son con el uniforme! Tienque parecer igual.

Marie desestimó el argumento coun gesto teatral. —¡Y quién va a enterarse! Nadie t

va a ver el corsé…, ¿o sí? —Y le hizo

un guiño a Antonia.Consuelo se alejó un poco para qu

Marie no viera que se había sonrojado supiera que acababa de dar en el clavo.

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 —Las telas de colores, los flecos as transparencias quedan descartados

Marie —sentenció Antonia mu

sensatamente.Antonia estaba mirando el cors

con el mismo desagrado que Marie, perpara arreglarlo, en lugar de pensar evedetes bailando el cancán, se concentrmás bien en las piernas de su hijo.

 —El problema de este trasto no e

a forma, es esta tela tan tiesa.Entonces les señaló los leotardode Andreuet, que estaba entretenidísimoen su cuna intentando meterse el pie e

a boca. Eran del mismo color, pero dpunto de lana, un material barato y pocucido, pero que se adaptab

perfectamente al cuerpo.

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 —Se ajusta pero cede. Podrárespirar y hasta moverte un poco.

 —Hombre, si quisieras chupart

os pies, como hace este, el pequeñito…Pero para una siglera, habría que buscaalgo más… ¿distinguido?, aunque tpuedas mover menos, ¿no? —dijMarie.

Pero a Consuelo lo de la lana lpareció una idea tan buena que se quit

de encima unos gramos de las toneladade vergüenza que seguía sintiendo por lque había pasado esa tarde.

 —Ya me siento más ligera —

suspiró. —Pues cuando te diga que tenemo

una pieza de dos metros, vas a salivolando —le dijo Antonia.

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Propuso que bajaran a cenar y quuego se pusieran manos a la obra par

que tuviera el corsé listo por la mañana

Consuelo no preguntó si no preferíesperar a Ramón. Ella también era muconsciente de que Antonia llevaba dodías sin noticias de su marido, perhablar de la huelga era algo delicado.

A menudo le era imposible evitaa sensación de estar entre dos mundo

opuestos y, en realidad, estaraicionándolos a los dos. En El SigloClara Morgadas se esforzaba para quos disturbios del exterior no cruzase

para nada las puertas de su fortaleza, que sus clientas, que no habían visto uhuelguista cerca en su vida, pudiesecreer que no pasaba nada, que tod

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seguía y seguiría igual. Y las pocaveces que Consuelo veía a Ramón, npodía evitar pensar que de algun

manera le recriminaba que hubiesestado cogiendo los bajos a las faldade las hijas de su patrón. Aunque sabíque eso era imposible: Ramón erdemasiado generoso para echarle naden cara, y demasiado sensato paraconsejarle que pusiese en peligro s

ornal. Al menos, en eso sí que se sentíde ayuda: con sus jornales, entre todahabían aguantado sin que Ramón tuviesque apuntarse él mismo a la caja d

solidaridad que administrabclandestinamente.En su visita a la improvisada sesiófotográfica de Luis en el taller, Clar

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Morgadas no solo decidió adjudicarluna probadora, también pensó que npodía ir por todo el edificio distrayend

a su personal. Así, le cedió comoestudio para hacer el catálogo una de lasalas de la planta de arriba en las que sba a celebrar la exposición pero que

de momento, y mientras iban llegandmás cuadros, estaba vacía. Le dijo qupodría dejar allí su equipo, la zona solí

estar cerrada a cal y canto y laseguradora de los cuadros habíexigido que hubiera un vigilante eexclusiva para ellos.

 —Y es un espacio suficientementsingular como para que se te ocurralgo…, ¿cómo dijiste? Ah, sí: rompedo—intentó devolvérsela Clara.

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Pero Luis simplemente respondicon un «como quieras» de absolutndiferencia, y se puso a trabajar.

Consuelo se incorporó enseguida. Loprimeros días evitaba toparse con lmirada de Luis, que estaba segura dque sería burlona y que, de algunmanera, le recordaría el bochorno de sprimer encuentro. Pero luego vio que nenía de qué preocuparse: Luis l

gnoraba por completo, como si jamás lhubiera metido las manos debajo de lropa. Al menos podía estar segura dque aquello no se iba a repetir: el cors

de punto que le hicieron sus amigas lhabía cambiado totalmente la vida en ESiglo. La tela de color claro le daba unapariencia exactamente igual a la de la

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sigleras, pero, tal y como le prometiAntonia, cedía con el uso. Consuelo leencargó dos, así cada día al llegar podí

poner el que había usado en agua parque la lana volviera a contraerse. Biees verdad que por las mañanas, cuandentraba a El Siglo, parecía un poco mádelgada que cuando salía, pero nadinotó la trampa. Como tampoco vio nadisus nuevas iniciales, TP, que Marie

bordó muy pequeñitas, en el ribetnterior de cada corsé, una en rojo y lotra en verde esmeralda:

 —Nunca hay que renunciar de

odo al glamur —le dijo.Tenía razón. Consuelo llevaba esa

niciales brillantes con orgullodefinitivamente, le gustaba mucho se

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Teresa Pou. Su trabajo en las sesionefotográficas se había convertido en unoportunidad y un reto. Su cometido er

ajustar lo que hubiera que ajustar ecada vestido, para que se viesmpecable mientras la modelo mantenía pose que Luis había decidido. Porqu

aquellas chicas de aire divino erealidad eran obedientes y sufridacomo soldados, se ponían lo que se le

decía y aguantaban sin moverse eiempo que hiciera falta.A Consuelo le gustaban las pose

hieráticas de las modelos, les favorecí

convertirse en estatuas de sal. Ecambio, Luis farfullaba para sí y sempeñaba en mover a la chica una veque Consuelo había ajustado el traje a l

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postura: «Baja los brazos», «Adelanta epie derecho». Y entonces ella tenía quvolver a soltar alguna costura, y volve

a hilvanar, y había que esperar a qumodelo y vestido volvieran a estaistos. En esos tiempos muertos, Luis s

dedicaba a retratar el descanso de laotras chicas: cuando Fabia se encendíun cigarrillo o cuando alguna otra smasajeaba los pies o se retocaba e

maquillaje. Sabía que no servían para ecatálogo ni parecían fotos de Man Raypero era cuando más le gustaban.

Luego, en la sesión, se oían mucho

menos disparos del obturador. Luis casrezongaba y, mientras se movíalrededor de las modelos sin encontraun ángulo que le gustase, les pedía qu

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se agacharan más, que se relajaran sobrel sillón, que cruzaran las piernasFrustrado, no entendía por qué en lo

descansos parecían tan naturales y ecuanto se ponían frente a la cámara sensaban, si ese era su trabajo.

Consuelo miraba a las modelos cocierta lástima mezclada con solidaridadFue ella quien, finalmente, le abrió loojos a Luis: en los descansos la

modelos iban en bata; era imposiblhacer todo lo que él les pedía con lovestidos bien ajustados. Esas ropas neran para agacharse ni relajarse en u

sillón, ni mucho menos para cruzar lapiernas, que era una ordinariez.

 —No son para gimnasia. Son parestar guapísima —añadió Fabia

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abandonando la pose incomodísima ea que Luis la había colocado. El acenttaliano no disimulaba el tono d

hartazgo—. Y ahora espero que medigas, caro, que estoy guapísimsiempre.

 —Siempre —dijo Luis—, percuando te mueves, más.

 —Sin ropa me muevo mejor. —¿En serio?

Consuelo notó una punzada de algque desde luego no consideró qupudiesen ser celos. Sería, se dijo, questaba escandalizada. O que se sentía a

margen de esa complicidad. O que Fabiestaba, cómo negarlo, guapísimsiempre. Fuera lo que fuese, no pensabprestar atención a sus jueguecitos,

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ntentó subirse al árbol y pareceatareada colgando vestidos. Pero erealidad seguía pendiente de l

conversación y sobre todo de la vograve de él, que le traía un recuerdvago de especias y madera.

 —Y no puedes moverte con esopuesto —oyó que decía Luis.

 —Evidentemente. —¿Puedes hacer algo para qu

pueda moverse?Y Consuelo tardó un rato eentender que le hablaba a ella.

 —¿Deshacerlo entero y volverlo

hacer? —sugirió. —Ah, pues perfecto. ¿Cuánt

iempo necesitas?Consuelo tuvo tiempo de rehacer u

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raje entero: en realidad, lo diseccionpara que por delante pareciera el diseñoriginal, y por detrás se sujetar

precariamente a los hombros de Fabiapero sin cubrirle la espalda. Luis estabencantado: la chica podía agacharsdistraídamente como para calzarsmejor un zapato, y a la vez el vestido sveía perfecto. No le entendieron cuandal terminar la sesión dijo, con un brill

guasón en los ojos, que no importabque las clientas jamás pudieran repetiel movimiento: él estaba «creando unnueva realidad». Como Man Ray.

Para ellas estaba, simplementehaciendo trampa; pero iba a quedar biende eso estaba segura Consuelo, y poeso los días siguientes no le import

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multiplicar sus horas de trabajo. Aunqua Luis le costaba planificar nada, lpidió que intentara decirle qué vestido

ba a fotografiar al día siguiente, coqué modelos y en qué poses, para irlopreparando en el taller cuando cerrabaal público El Siglo. Se quedabrabajando hasta las tantas, deshaciendrajes, y se atrevía a modificar algú

diseño para que tal o cual chic

estuviera más favorecida, o mácómoda, o simplemente porque a ella lgustaba más así. Y aunque a veces Luiechaba por tierra su esfuerzo porque l

daba por improvisar, generalmente lsesión del día siguiente iba como lseda porque tardaba muy poco ecolocar el vestido a la modelo.

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«Bien, bien», iba diciendo Luispero siempre a la modelo, y nunca ella. «Perfecto», pero se refería a cóm

caía la luz del foco sobre la tela, y no cómo caía la tela sobre los hombros dFabia, que era de lo que Consuelo shabía encargado. Aun así, ella sentía unsecreta satisfacción al oír los rápidodisparos de la cámara. Demostraban quodo iba perfectamente y que ella hací

bien su trabajo. Que ese fotógrafo jamáse lo reconociera no le importaba nadaDe hecho, Consuelo estabcompletamente convencida de que e

absoluto desdén que Luis demostrabpor ella no tuvo nada que ver con epequeño incidente que los enfrentó afinal del día, cuando él dio la sesión po

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erminada con un: —¡Bueno, basta de modelitos po

hoy! —Y señalando el perchero con lo

rajes que faltaban, añadió mirandhacia Consuelo—: ¿Prepararás… seipara mañana, por favor? —Yenseguida, a Fabia—: ¿Salimos amundo real, carina?

Consuelo no consiguió ahogacompletamente la carcajada que acudi

a su garganta, y se le escapó convertiden un extraño resoplido burlón. —¿Qué ha sido eso? —pregunt

Luis, buscando la procedencia de es

sonido inesperado. —Nada, solo me aguantaba la ris

—dijo Consuelo mientras descolgabos seis vestidos para llevárselos a

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aller.Entonces Luis la miró y se acerc

mucho a ella para decirle en un susurro:

 —Menos mal, temí que fuese uaviso de desmayo.

Consuelo dio un paso atrás. —No se preocupe, los del mund

real tenemos un cupo muy estricto ddesmayos: uno al año. —Y saliólevando el ramo de vestidos entre lo

brazos.Antonia había bajado al entresuelo parhacerle un puré a Andreuet cuando soyeron unos fuertes golpes en la puerta

Tratando de calmarse se dijo que nopodía ser la policía: había oído que lechaban abajo sin más buscando a locabecillas de la huelga o propaganda d

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os sindicatos. Pero, por si acaso, antede ir a abrir dejó al bebé sobre la camaambién había oído que entraban dand

golpes a lo primero que se encontrabanPero no estaba preparada para ese tipde golpe. Era un compañero de Ramónque otras veces la había avisado de quél estaba bien, pero que no podrívolver esa noche a casa.

 —No está aquí, ¿verdad? —

preguntó él sin entrar.Antonia negó con la cabeza. —Faltó anoche a una reunión y n

está por ningún sitio. Tampoco aparec

en las listas de detenidos —siguidiciendo el hombre. Y al ver el gestoaliviado de Antonia solo se le ocurriósacarla de su error—: Tal como está

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as cosas, la cárcel no es lo peor qupuede pasarle.

 —¿Pistoleros? —consiguió deci

ella, tratando de recordar exactamentqué había dicho Neus.

 —Si pasa por aquí, dile que nsalga. Nos están buscando.

Antonia cargó a Andreuet hasta epalomar y se lo soltó a Marie dcualquier manera. La francesa se qued

iesa, de pie, con el bebé colgandocogido por los sobacos, mirándolatónita. Y entonces oyó a esa mujedesesperada, que al parecer habí

ocupado el cuerpo de su siemprcontenida y escéptica amiga, decirle quse lo cuidara un rato, que se iba rezarle al Santet.

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Se había hecho de noche, y loescaparates de El Siglo inundaban LaRamblas de su luz cálida, ganand

algunos metros a la húmeda oscuridade febrero. Consuelo bajó a los tallerecon los seis vestidos que tenía qudiseccionar: si se daba prisa, haría uno dos antes de que cerraran loalmacenes, y quizá cuatro o cinco antede que el vigilante nocturno la avisar

de que tenía que marcharse.Las máquinas de coser, con srunrún mecánico, le dieron lbienvenida a su reino. Alguna costurer

evantó la vista de su labor parpreguntarle si venía de ahí fuera, qudecían que había mucho follónConsuelo se sintió algo culpable a

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darse cuenta de que se había olvidadde los sindicatos, la huelga y Ramón, que su máxima preocupación del dí

había sido combinar la fotogenia de unmujer y de la ropa que llevaba puestaRealmente, Clara Morgadas habíconseguido hacer de El Siglo unfortaleza impermeable.

Consuelo se sentó a una mesa coel primer vestido para destripar. Y

entonces las máquinas de coseempezaron a callar, una tras otramientras las lámparas del talleparpadeaban hasta apagarse y El Siglo

ese radiante buque insumergible, squedaba de pronto sin luz.Antonia estaba en pie ante el nicho deSantet, los brazos cruzados, la cabez

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gacha… Por su actitud recogidacualquiera que la observara pensaríque estaba rezando. En realidad estab

pensando qué demonios hacía allí, otrvez en el cementerio del Poblenoucomo si no hubiese pasado el tiempo volviera a ser aquella huérfana quacompañaba a los muertos de los demás

o podía negar que cuando habícruzado la verja del gran portalón l

había asaltado una sensación dreconocimiento y paz. Imaginaba quaquello es lo que debían de sentir loque tienen un hogar y regresan despué

de una larga ausencia. A pesar de loaños, sus pies la condujeron sin dudapor aquel laberinto de tumbas hasta enicho del Santet, donde por fin se detuv

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 se quedó en pie, como esperando, poprimera vez en su vida, una respuestque por sí sola era incapaz de encontrar

Tal y como se leía en la lápida, eSantet se llamó en vida Francesc Canal

Ambrós y había muerto en Barceloncon solo veintidós años. Que Antonisupiera, le había bastado con esa muertemprana, unos cuantos sueño

premonitorios y mucha bondad para qu

su tumba estuviese permanentementrodeada de flores frescas y velaencendidas. Decían que era mumilagrero, tanto que quien más quie

menos conocía a alguien que conocía alguien a quien el Santet le habíconcedido una gracia descomunal. Yaquel día Antonia pudo comprobar qu

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era verdad, porque el Santet obró emilagro de hacerle comprender por quhabía salido a la carrera a hacer algo e

o que no creía y que iba completamenten contra de su carácter. A la luz deaquellas velas, Antonia admitió que nohabía vuelta atrás, que ya no existíaquella mujer serena y sensata que solpreguntó a Ramón sueldo, vivienda estado de salud. Y que no iba a volver

no después de haberse acostumbrado andar con el peso de su mano en ecostado, a esperar la caricia de sbigote en la sien cuando la besaba a

legar y a que le dejase arrimar los piehelados bajo las sábanas sin una queja.

Antonia se conformó con esrevelación. No pidió nada, ni una seña

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pero se la encontró nada más salir decementerio: más allá de lodescampados, la ciudad habí

desaparecido tragada por la oscuridadAl llegar a las primeras callescomprobó que ni en las ventanas de lacasas, ni en los escaparates, ni en lafarolas brillaba una sola luz eléctricaSolo aquí y allá se veía el resplandofantasmagórico de una vela tras un

ventana, o un quinqué en manos de algúsolitario viandante. Las tiendas habíacerrado, y las calles estaban desiertas extrañamente silenciosas. Antonia tuvo

que hacer el camino hasta el Born casi ientas.

Cualquier persona sensata habrídeducido con serenidad que el conflict

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se enconaba y que, por tanto, se volvímás peligroso. También para Ramón, ses que aún estaba vivo. Pero la nuev

Antonia ni quería ni podía pensar nadparecido, y prefirió interpretarlsolamente como un triunfo de la huelgaos trabajadores de La Canadiense

secundados por los de la compañírival, Energía Eléctrica de Cataluñahabían conseguido cortar el suministr

eléctrico de toda Barcelona. Y Ramónestaría bien. Tenía que estar bien.

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7

 El día se acaba

Hubo muchas más noches de oscurida  días de angustia. Barcelona parecí

empecinada en partirse en dos

rabajadores o patronos, pistoleros revolucionarios, huelguistas esquiroles, cambiar o enrocarsesobrevivir o vencer. Estar con un pie encada orilla o simplemente refugiarse urato en unas risas compartidas era cadvez más difícil. Pero, como acostumbr

a pasar, lo que el día anterior parecímposible ocurrió de repente: el 14 dmarzo se desconvocó la huelga, lorabajadores despedidos de L

Canadiense serían readmitidos.

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La noticia permitió que muchovolvieran a sus vidas, como si durantunas semanas hubiesen tomado u

desvío extraño y por fin hubieseconseguido retornar al mismo punto eel que se extraviaron. No fue así parAntonia: el fin de la huelga no ldevolvió a Ramón, y sin él ermposible regresar a ninguna parte.

 No volvió a rezar ante la tumba de

Santet, pero sí que se hartó de pedir hasta de suplicar. A veces sola, otracon Andreuet en los brazos, oacompañada de Marie o de Consuelo

Antonia pasó por todas las comisarías salas de hospital, hizo colas infructuosaen el gobierno civil y militar, y se paseóentre las mesas de muchas taberna

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ntentando vislumbrar, entre gorragastadas y hombros caídos, la mirada dalguien que le pudiese dar alguna pist

de su marido. Pero solo consiguiacabar cada día agotada y con el pelapestando a vino sin haber probado nuna gota. Pero nada la hizo desistir: nba a dejar ni una piedra por remover.

La madre Montserrat la recibió en unde las celdas de las visitas. Era l

norma y, aunque se tratase de unantigua interna tan confiable comAntonia, la directora no pensabsaltársela. Las normas no estaban hecha

para eso, y mucho menos las suyas. Lresponsable de la Casa de la Caridaprefería que todos los que llegaban deexterior fuesen recibidos en esas celda

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que daban a ese pasillo con puertchirriante por una razón muy clara: lpuerta chirriante daba directamente a l

calle, y era preciso comprobar el estad  la intención de cualquier visitant

antes de permitirle el acceso al resto deedificio. Por otra parte, la madrMontserrat estaba segura de que lsensata Antonia no solo entendía, sinoque compartía, su criterio. Bueno, o a

menos lo estaba hasta que abrió lpuerta de la celda y se topó con unmujer que se retorcía las manos mientraclavaba los ojos, casi desorbitados, e

una silla vacía.Antonia no había calculado e

efecto que podía producirle volver aescenario donde Ramón le propus

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matrimonio, proposición que acabó coun respetuoso «creo que el trato noconviene a los dos y que ninguno saldr

defraudado». ¡Cuánta razón tenía!Pero Antonia reconoció fácilment

a expresión de sorpresa y prevencióen la cara de la madre Montserrat enmediatamente, recompuso la suya

Desde que, ante el nicho del Santetcomprendió que el trato con Ramó

había hecho brotar en su interior unoca romántica, Antonia había aprendidoa taparla bajo su personalidad habituaa de «no hay más cera que la que arde»

Solo Marie y Consuelo eran capaces dadivinar que algo había cambiado parsiempre.

La madre Montserrat escuchó co

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cariño y preocupación el relato de ldesaparición de Ramón, narrado por unesposa devota y responsable, pero si

gimoteos ni detalles innecesarios. Yantes de que Antonia tuviese qupedírselo, le dijo que hablaría con laseñoras del Patronato, por si a través dellas podía averiguar algo. No lofendió sugiriendo que a veces lohombres aprovechaban estas ocasione

para cambiar de vida, aunque podesgracia lo había visto otras veces; nampoco le quiso hablar de sus do

descarriadas amigas, Marie y Consuelo

quién sabe dónde estarían!Consuelo se aburría mortalmentmientras esperaba de pie ante eprobador a que la clienta de turn

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acabase de ponerse el vestido a medihacer. No llevaba nada bien el regreso sus tareas habituales en El Siglo. Po

supuesto achacaba su malestar a langustia que vivían en casa, con ldesaparición de Ramón. Se dormía poc  mal. Marie y ella se repartían com

podían las tareas de acompañar Antonia, no desatender los trabajos —porque no podían prescindir de ningú

ngreso— y cuidar de Andreuet.Cada día corría hacia casa a lsalida de los almacenes, para quAntonia, acompañada de Marie, pudies

hacer su ronda nocturna por tabernas vecinos. Por suerte, Andreueacostumbraba a dormir a pierna suelta ella podía coser. Cuando acababan su

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pesquisas, las tres juntas seguíarabajando mientras repasaban lo poc

que habían podido averiguar, por s

estuvieran pasando por alto alguna pistsobre el paradero de Ramón. Persiempre acababan por aceptar que no ses había escapado nada, y entonce

Marie y Consuelo ponían todo sempeño en hilvanar alguna hipótesis —plausible, pero sobre tod

ranquilizadora— sobre qué podíhaberle pasado a Ramón. Y Antoniacomo hacía cuando su marido laseguraba que todo iba bien, fingí

creerlas.Consuelo se esforzó por disimular ubostezo. Por Dios bendito, que acabasde una vez para que pudiese marcarle e

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puñetero dobladillo. Si aún estuviesrabajando en las sesiones de fotos, a

menos estaría mucho más distraída

aunque para ello tuviese que aguantar a«Caro Carissimo Luis», que era como lhabía bautizado. Pensar en él hizo que lrecorriese un escalofrío de indignaciónSabía que Clara Morgadas estaba musatisfecha de cómo había quedado ecatálogo, y estaba segura de que el Car

Carissimo y su modelo italiana lestarían celebrando por ahí.A Consuelo le daba vergüenz

reconocer que había calculado qu

Teresa Pou sacaría algún beneficio dsu trabajo en el catálogo. ¿Cuál? Pues nenía ni idea: solo deseaba que, fuera l

que fuese, la mantuviera bien apartad

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de ese tipo arrogante que, al parecer, screía que por manejar una cámarfotográfica sabía de la vida más qu

nadie. —¿Señorita Pou?La voz de Clara Morgadas choc

directamente contra su nuca y lespabiló de inmediato. Mientras se daba vuelta, Consuelo recordó su últim

encuentro y deseó que su moño y s

corsé de lana la engañasen. Siembargo, cuando encaró a su jefa se dicuenta enseguida de que volvía a seaquella mujer sagaz y directa que l

ofreció empleo. —Teresa, ¿verdad? Los arreglo

que ha hecho a los vestidos del catálogson sorprendentes. Sepa que si quisier

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presentarme algún diseño propio, no mmportará echarle un vistazo.

Clara rubricó sus frases con un

escueta sonrisa y se marchó antes de quConsuelo pudiese decir nada. Cuandreaccionó, estuvo a punto de hacerle unde las reverencias que aprendió en casde los Pou. Pero esta vez, de corazón.Un piso más arriba, Luis parecícontento mientras estudiaba la luz en l

sala de la galería. Clara se habírendido a la vitalidad y el realismo dsus fotos para el catálogo nada máverlas, y no había vuelto a hablar de art

vanguardista ni de mujeres comestatuas griegas o como violines. Lamodelos parecían estar vivas y eperfecto estado de salud; se podí

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pensar que eran amas de casa, escritoras, o que estaban enamoradas, a punto de ir al teatro, o que tenían hijos

Contaban con un pasado, o un futuro quvivir. Y aunque Luis prefiriera retratael mundo real, la opción de imitar amundo real desde un catálogo de modapara burguesas no estaba tan mal.

Extrañamente, pensar en «mundreal» no llevó a Luis al fin de la huelg

  los disturbios y enfrentamientos quaún coleaban, sino a unas pestañas taargas que su sombra, bajo una lu

cenital, llegaba hasta los pómulos, com

allados con cincel. Y lo transportó aunos ojos oscuros bajo esas pestañas, uego a la fuerza que bullía en su interio

pero que se detenía allí, contenida, en e

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umbral de esa mirada. Sería por eso quparecía absorta e inconquistable. Quparecía soberbia y autosuficiente

rritante. Y recordó su carcajada y edesprecio con que pronunció «mundreal», y decidió que era una suerthaberse librado de ellaafortunadamente, no había que ajustanada en los cuadros antes de exponerlosretocarles ningún detalle, sacarlo

favorecidos. Luis sentía que las pasadasemanas había andado como de puntillapor no molestarla, se había sentidexaminado y suspendido, y lo peor d

odo: con la sensación de que suplicabcada vez que le pedía algo que, al fin al cabo, era su trabajo. Él, que nuncpedía permiso. Sí, desde luego era un

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suerte poder trabajar sin Teresa.Clara estaba tan satisfecha con e

oque de reportaje del catálogo qu

había encargado a Luis que documentara preparación de la exposición d

pintura, y no que hiciera merareproducciones de los cuadros de lgalería: desde la sala vacía como estabahora, con esos rectángulos envueltos eelas apoyados en las paredes

sugerentes en su modestia como mujerebeduinas, hasta la noche de lnauguración, donde le sería difíci

fotografiar un solo lienzo sin que l

apara en algún punto un señor gotoscon la pajarita ciñéndole la papada. Ecambio, se propuso capturar lexpresión escandalizada de ese seño

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gotoso o la de su respetabilísima esposcuando se toparan con el primer cuadrde Nonell. Una gitana encorvada, u

diota macabro, un paisaje desolado dcasuchas miserables, colgados en laregias paredes de El Siglo. Había qureconocerle a Clara una valentía qucasi rayaba en vocación por el martirioo que esos privilegiados se esforzaba

cada día por no ver, por negar qu

existiera, ella se lo iba a poner en sunarices diciéndoles encima que era artePero Clara parecía todo menos un

mártir cuando entró en la sala de l

galería, enérgica y estiradísima comella andaba. Dejó que Luis le besara lmejilla.

 —Bueno, ya le he dicho a tu chic

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que me diseñe algo —le dijo por todsaludo—, así que más le vale ser buena

 —Te aseguro que lo es.

Unos días atrás, cuando Luis le enseñas fotos, Clara se sorprendió no sol

por su dinamismo y vitalidad, y porquas chicas parecieran personas reales

que era lo que a Luis le enorgullecíasino sobre todo por la ropa qulevaban. Sí, debían de ser los vestido

de El Siglo, sus vestidos, y esas telas shabrían sacado de sus almacenes, y esobotones sin duda debían de estar a lventa en el departamento de mercerí

que ella conocía tan bien, pero todparecía diferente, y mucho mejor, y lamismas modelos que había visto en lapáginas de los catálogos de las última

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res temporadas parecían ser otramodelos.

 —La magia de la fotografía —

había dicho Clara. —¿Sabes que con los vestidos qu

vendes no te puedes mover? —contestél.

 —Pues estas bien que se mueve—dijo Clara, mirando una foto de Fabi  otra chica medio recostadas en u

sofá, Fabia sujetando una copa apoyándola en su hombro, y la otra coun codo en el respaldo y las rodillamás separadas de lo que se considerab

elegante. —Pero no es la magia de l

fotografía. Es que en realidad no llevaropa de El Siglo.

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Clara no pudo reprimir un respingde horror, y Luis entonces le explicó qua probadora había deshecho uno a un

odos los modelos para volverlos montar, y que por tanto, y en justicia, era ropa de la tal Teresa, y no la d

Clara. —Pues será la magia de Teresa

pero las fotos son perfectas. —Pues creo que ahora tienes a t

maga cogiendo dobladillos.Y ahí había quedado la cosa. Pero Clara había tomado buena nota de la

habilidades de Teresa Pou, y se habí

propuesto aprovecharlas. Se sentípoderosa e innovadora, y creía que todera posible, aunque sabía poexperiencia que esas buenas racha

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solían durar poco. Lo cierto es quecuando se encontró con Luis en la salde la futura galería, aún seguía d

bastante buen humor, con lopreparativos de su exposición viento epopa, la dichosa huelga terminada y scuñado, pobrecillo, con un cólicnefrítico que le mantenía alejado de lmarcha del negocio.

 —¿Quieres echarles un vistazo

Puedo pedir que los destapen umomento. —No, deja, mañana les haré una

fotos así. —Luis se abstuvo de decir qu

os cuadros envueltos en telas lrecordaban a mujeres beduinas, y que lresultaba casi obsceno desnudarlos simás ceremonia —. ¿Van a llegar mucho

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más? —Dios no lo quiera —clamó un

voz a su espalda. Un hombretón con l

nariz colorada por el frío o el alcohol shabía materializado junto a ellos.

Clara se apresuró a presentarlos. —Luis Martí, Juli Vallmitjana.Iba a contar que Juli fue amig

personal de Isidre Nonell y estabayudándola a conseguir más obras suya

para la exposición, y que Luis era efotógrafo de la casa, cuando Juli empeza darse cabezazos contra el pecho dLuis.

 —¿Te lo puedes creer, amigo míoLos cuadros de Isidre, aquí. Es unabsoluta tragedia.

Luis, riendo, le dio unas palmada

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de ánimo en la espalda. —Veo que ya os conocéis —dijo

Clara.

 —Soy un gran admirador suyo. Yme debe un broche de su taller dorfebrería… o el dinero que le adelantpor él… —dijo Luis.

 —Bah. Seguro que sin la joyconseguiste lo mismo, y yo necesitaba edinero.

Juli había ido a El Siglo parorganizar con Clara la compra de unaacuarelas que había encontrado en uchamarilero, pero, de pronto, celebrar e

reencuentro con Luis con unos vinos eel bar Marsella le pareció un plamucho más apetecible. Le dijo a Clarque volvería al día siguiente y, si

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siquiera invitarla a acompañarlos, lpasó el brazo por el hombro a Luis y lsacó de la sala entre lamentacione

eatrales —«¡Aquí! ¡Sus cuadroaquí!»— y exagerados suspiros dañoranza por los viejos tiempos.Apenas se alejó unos pasos de la puertprincipal de El Siglo, Consuelo echó correr. Así transcurría su vidaúltimamente: a la carrera. Quería llega

cuanto antes a la calle Cirera, parpoder ayudar en lo que hiciera falta. Yambién para contarles a sus amigas e

encargo de la Morgadas; sabía de sobra

que a ellas no les ofendería una alegríen mitad de una desgracia, sino todo lcontrario. Pero cuando chocó coAntonia se olvidó de inmediato d

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cualquier otra cosa: le daba miedpensar adónde podía ir su amiga tadeprisa.

 —Está en el puerto. Lo tienen euno de esos barcos que usan de penaMe lo acaba de decir la madrMontserrat —le explicó, incapaz ya dfingir su antigua serenidad.

Consuelo se agarró a su brazo bajaron juntas Las Ramblas hasta e

puerto. A su paso, las floristas ledecían: —Un ramo entero a precio d

medio, que el día se acaba.

El domingo, mosén Nicolau llamó a lpuerta del entresuelo de la calle Cireraba apresurado porque tenía que dar l

primera misa, y en cuanto le abriero

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dijo: —Lo sueltan esta misma mañana.En un instante se puso en march

una coreografía que parecía quhubieran ensayado muchas vecesAntonia besó a su hijo y se lo pasó Consuelo, Marie subió trotando apalomar a coger su abrigo mientraAntonia se ponía el suyo y salía arellano, donde coincidió de nuevo co

Marie, y bajaron juntas a la calleobservadas en silencio por Consuelo Andreuet, quien, como era el único quno había entendido las palabras de

mosén, estaba más interesado en ebucle azabache que se había escapaddel moño de Consuelo y que lo tentabcomo una guirnalda de noche.

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Aquella tarde que Antonia y Consuelohabían bajado hasta el puerto, leconfirmaron que había un detenid

lamado Ramón Garriga que recibía u«trato especial» porque era un elementpeligroso, el mayor incendiario asesino de toda la chusmrevolucionaria. Las dos mujeres ndudaron ni un momento: o era otrRamón Garriga o al suyo lo estaba

confundiendo con ese otro. Tuvieron quhacer un gran derroche de insistencia paciencia para salir de dudas. Cuandpor fin lograron que les enseñaran lo

efectos personales que llevaba el taRamón Garriga en el momento de sdetención, Antonia reconoció al instantsu alianza. Por fin le había encontrado.

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La sensación de alivio y de alegríduró apenas un segundo, porque eoficial siguió insistiendo en que es

anillo pertenecía a un criminal, que eal Ramón Garriga era un miner

asturiano que se apuntaba a todos lodisturbios, y que llevaban mesepersiguiéndole por toda España. Que sera su mujer, peor para ella, y qudebería darle vergüenza.

Y por eso fue por lo que Antonirrumpió esa misma noche en la rectoríde Santa María del Mar, toreó asacristán y le gritó a mosén Nicolau qu

si de verdad quería ayudar a su Ramóque acudiese a la Comandancia Naval urase por Dios, por todos los santos

hasta por las almas del purgatorio que s

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habían confundido de preso. Que eRamón Garriga que tenían encerrado erhuelguista, sí, pero del montón, que é

solo entendía de números y que no habípuesto una bomba en su vida, ni muchmenos había estado en Asturias, ni euna mina. Le pidió que dijera que era sfeligrés de toda la vida. Como si teníque jurar en falso que lo había bautizadcon sus propias manos.

Y por lo visto mosén Nicolau lohizo, y muy bien. Gracias a él Antonia yMarie estaban de pie ante ese barcocogidas del brazo y sin saber a cuál d

odas aquellas puertas que daban cubierta debían mirar.

A Ramón le costó verlas. Cuandopor fin salió, se llevó una mano a lo

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ojos y bajó la cabeza, cegado por el soldemasiados días de oscuridad nterrogatorios. Un hombre joven, otr

preso liberado que salió tras él, lsujetó enseguida de un brazo y lo ayuda bajar la precaria escalerilla parlegar hasta las dos mujeres. Tení

mucho mejor aspecto que el pobrRamón, que se detuvo ante su mujer murmuró: «Estoy sucio», antes d

abrazarse a ella y hundir la cara en scuello. Realmente parecía un náufragrecién rescatado.

Entonces, el joven que l

acompañaba le tendió la mano a Marie. —Me llamo Vidal —se presentó

con un deje claramente francés. —Marie —dijo ella exagerand

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odo lo que pudo el acento que no tenía. —  Êtes-vous français?!  —l

preguntó él.

A lo que Marie, sin cortarse upelo, contestó:

 —De toda la vida, por parte dmadre, principalmente.

Y los dos se rieron juntos poprimera vez. Se apartaron prudentementde Ramón y Antonia, que seguía

nmóviles y abrazados, hasta que por fise despegaron y Ramón saludó a Maricon un afectuoso «buenos días». Ellhabía tenido tiempo de averiguar que

Vidal lo habían detenido el día anteriocon otros marineros por una bronca simportancia, que lo metieron allí —

Vidal había señalado con desprecio e

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barco del que se acababan de apear—, que por lo menos le pillaba cerca dcasa, porque dormía en el mism

mercante en el que trabajaba. Vidal errubio y de su misma altura, pero exhibíal aplomo y desenvoltura que Marie n

dudó de que sería capaz de llevarla ebrazos hasta el fin del mundo. Y ella nose resistiría.A las siete en punto de la tarde, como un

coro obedeciendo la señal de sdirector, las máquinas de coser de loalleres habían enmudecido con un

sincronía perfecta. El día se acababa

Las costureras, y todos los demáempleados, estaban estrenando uno dos avances conseguidos con la huelgaa jornada laboral de ocho horas. Es

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arde, como todas las tardes, Consuelambién apagó puntualmente su máquin

de coser y se dirigió a los vestuarios

Pero, también como todas las tardessolo fue para volver al taller al cabo dunos minutos. Esos últimos días, en esoratos de soledad y silencio, Consuelaprovechaba que su presencia ya no eran necesaria en la calle Cirera par

estudiarse todas las carpetas de diseño

que pudiera encontrar.Quería ofrecerle a Clara Morgadauna propuesta si no extraordinaria, sí amenos profesional. Pero era mu

consciente de sus limitaciones: entendíun patrón nada más verlo y sabía juzgael boceto de un vestido, pero en cambiera totalmente incapaz de inventars

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nada que pudiera dibujar en un papel eblanco.

Consuelo necesitaba una tiza par

razar líneas sobre una tela, necesitabpalpar la consistencia de un tejido, arrugarlo con los dedos y ver si smantenía así o se alisaba enseguida

ecesitaba una textura, un brilldeterminado, un peso en las manos y partir de ahí podía trabajar. Se dijo

desanimada, que era buena adaptadora buena aprovechadora, pero que nuncsería una buena modista. No tenímaginación. Y la persona con má

maginación que conocía no le habíresultado de mucha ayuda.

 —Pero ¿un vestido, un camisónuna chaqueta? —le había preguntad

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Marie la tarde que Consuelo le confesque estaba bloqueada con el encargo da Morgadas. Estaban solas ellas dos

desde que Ramón volvía a estar en casareponiéndose de su paso por ecalabozo, Antonia no se separaba de sado y apenas subía al palomar.

 —No sé, Marie, un diseño. —Un diseño…Marie parecía menos locuaz que d

costumbre y Consuelo le empezó contar las ideas que había barajadopero, después de explicarle cada una, ldecía también por qué no iba

funcionar. Y su amiga no respondía nque sí ni que no, de hecho, parecía quno estaba escuchando. Consuelo acabpor callarse y seguir desgranand

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posibilidades en su cabeza, hasta que sdio cuenta de que Marie la miraba coexpectación.

 —¿Me has dicho algo? —dijConsuelo, dándose cuenta de que ya shabía subido al árbol.

 —Que lo que necesitas es airearteDar una vuelta, respirar aire fresco. Eprimavera, ma chérie. Vámonos.

Marie propuso que llegaran hast

el puerto. Caminaron en silenciocogidas del brazo, y Consuelo llegó preocuparse por su amiga, que parecíextrañamente taciturna. Pero en cuant

rebasaron la torre del Reloj, el antigufaro de la ciudad, y se encontraron entrel bullicio de estibadores, pescadores marinos, Marie volvió a la vida. D

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pronto andaba muy rápido, mirando derecha e izquierda, hablando en vomuy alta y riéndose por todo. Una lun

gorda se había alzado sobre lachimeneas de los buques atracados y sreflejaba en el mar en calma. Olía gasoil, a salitre y a pescado.

Marie propuso comprar ucucurucho de garrapiñadas, y cuandestaban esperando a que les dieran la

vueltas, de pronto soltó el cucuruchoagarró a Consuelo del brazo y la hizcorrer hasta un pesquero.

 —¡ Notre Dame! —exclamó

eyendo el nombre pintado en la proa. Yo repitió, extasiada—: Notre Dame…

Es una señal. —Y, con una sonrisitaboba, añadió—: ¿Qué, volvemos

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casa?Se había olvidado completament

de las garrapiñadas, de las vueltas y

por supuesto, de los diseños dConsuelo, que simplemente pensó que Marie le estaban pasando factura lodías sin dormir durante la búsqueda dRamón. Lo que no sabía es que su amighabía visto a Vidal aupándose sobre ecandelero de ese barco, el Notre Dame

cruzar la cubierta y desaparecer en snterior.Las campanas de la iglesia de SantMaría del Pi dieron las nueve. Consuel

levaba dos horas ojeando patronesbocetos y hasta las revistas que había ea mesa de la supervisora, y ya estab

agobiada. Si le hubieran dicho, hací

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unos meses, que iba a sentirse aseniendo todo El Siglo para ella, no so habría creído. Intentó recuperar e

entusiasmo, la embriaguez desimplemente, estar ahí, y decidió dar upaseo por su paraíso.

Hacía tiempo que habían apagadas lámparas de araña, esa luz cálid

que desbordaba los escaparates de ESiglo y que en sus tiempos de plañider

huérfana la había atraído como un imánEl edificio estaba silencioso y epenumbra, todo se hallaba dispuesto en su sitio para Teresa Pou: la

alfombras mullidas que ya no tenímiedo de manchar, el tacto de un vestidoque ella misma había bordado en loalleres o la nota transparente qu

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arrancaba su nudillo de una copa dcristal. Sí, podía pasearse por El Siglcomo si perteneciese a aquel lugar.

Sus pasos la llevaron hasta la saldonde Luis y ella habían hecho las fotodel catálogo. Se cruzó con el vigilantnocturno y le hizo una leve inclinacióde cabeza, como una reina saludando a guardia. Y entonces lo vio. En eienzo, una mujer morena miraba a un

niña jugar en la orilla de la playa. Teníque ser verano, un atardecer, y casi spodía sentir la calidez del sol tiñendo dmiel los charcos en la arena. Consuel

Deulofeu, conmocionada, pensó que escuadro era lo más bonito que había visten toda su vida.

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 Los miserables

Aunque los Cots no habían movido udedo por ayudar a Clara en sconvocatoria a la prensa —su marido s

había hecho una llamada al director da Vanguardia   para asegurarse de qu

enviaría a alguien, pero porque ndesaprovechaba la ocasión de intentaganárselo para su causa política—, Luivio que apenas quedaban sillas vacíaen la sala donde no mucho antes habí

estado haciendo con Teresa las fotos decatálogo. Clara, acompañada por udandi de bigotito atildado, departía coalgunos periodistas en la puerta: aquell

mujer de gafas de Feminal ; el tip

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nervioso que siempre tenía un hilillo dsaliva en las comisuras de los labios que escribía en La Última Moda; y es

otro de La Familia, con el que había quener cuidado porque cualquier cosa l

parecía una indecencia («Revista moralnstructiva y recreativa del hoga

doméstico» era el subtítulo de lpublicación, en la que, se decía, earzobispo escribía bajo pseudónimo).

 —Muchas gracias por venir. —Qué cosas dice, ¿cómo íbamos faltar, señora Cots?

 —Es usted muy amable.

 Ninguno sabía para qué les habíconvocado la Morgadas, pero confiabaen que merecería la pena: desde quhabía tomado las riendas del negocio, E

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Siglo no se prodigaba en conferenciade prensa. En vez de eso, enviaba udetallito a los redactores por Navidad y

de vez en cuando, una cartpersonalizada con alguna novedad quresultaba publicable: el inicio de lventa a plazos en los almacenes; lcolaboración de un ilustrador famoso ea publicidad; el patrocinio de u

concurso de dibujo para niños.

A Luis, incapaz por naturaleza dpromocionarse como fotógrafo, lmpresionaba la habilidad de Clara par

conseguir que hablasen de su negoci

sin que pareciese que estabmendigando atención. Ya hacía tiempoque, para enojo de su cuñado, regalabropa a aristócratas y señoras elegante

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que desde luego podían permitirscomprarla. Pero se la lucirían luego esoirées y en el Liceo, y la prensa gráfic

se ocuparía de fotografiarlas, y así laectoras de las revistas de socieda

encontrarían en El Siglo esos modelosahora ya revestidos con el sello de lelegancia oficial.

También había logrado convencer ovencitas de buena familia que ya s

hubieran puesto de largo —las hijas dsus amigas de infancia, por ejemplo—para actuar de modelos por un día con lexcusa de algún tipo de causa benéfica

En realidad la única que hacíbeneficencia era Clara, que pagabelegantemente —con un sobre de loseñores Cots, y no de El Siglo,

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adjuntando una tarjeta de agradecimientde su puño y letra— a aquellas chicascuyas familias, por finas que fuesen

necesitaban el dinero. Y es que loMorgadas no eran la excepción entre loviejos apellidos que no habían sabidadaptarse a los nuevos tiempos decapital. De sus parientes y amigas dnfancia, casadas por lo general con su

parientes y amigos de infancia, Clara er

a única que no tenía hijos y la únicque, en cambio, poseía una fortuna máque considerable.

Entre la antiquísima red familiar d

os Morgadas —Luis se había burladen alguna ocasión de que para las viejafamilias, igual que para los gitanos, casodo el mundo era «tío» o «primo»—

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a red recién tejida con contactos dnegocios de los Cots, Clara se habíhecho con gran parte de las élites d

Barcelona. Los nuevos imitaban el estilde los de siempre, y se permitíaextravagancias para demostrar que lohabían superado: nunca se habíavendido en Barcelona tantos fracs, tantabotonaduras de plata, tantos bastonecon piedras preciosas, tantas vajillas d

porcelana fina. Y para los que imitabana los imitadores, El Siglo vendíproductos muy parecidos, pero muchmás baratos; la maravilla de l

fabricación en serie.Sin embargo, para Clara aún no er

suficiente. Tenía la aristocracia, teníos negocios, pero había otra élit

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mucho más escurridiza, y por tantmucho más deseable, que era ahora sobjetivo. Porque Clara quería, también

a cultura. Quería la vanguardia, y a locoleccionistas de arte, y a lontelectuales, siempre que no fuera

demasiado revolucionarios pretendieran quemarle El Siglo. A ClarMorgadas le interesaba la pintura, persobre todo sabía que a través del art

podía llegar a esa gente que no ojeabsus catálogos de moda ni le interesabun pimiento lo que llevaba puesto unduquesa en la ópera.

Barcelona, durante la guerra, shabía convertido en el refugio dnfinidad de exiliados europeos,

muchos de ellos se habían traído

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además de la chequera, sus gustomodernos, sus ideas progresistas y scorte de admiradores. En vez de llama

a las puertas de la buena sociedadhabían creado una propia al margen, habían aceptado a un buen número dciudadanos locales, a los que, aparecer, juzgaban más interesantes que os condes, los empresarios y lo

banqueros, que se habían quedado co

dos palmos de narices esperando que lesuplicaran audiencia. Y de repenteescritores y pintores y hasta artistas dvarietés ponían de moda los sitios o lo

condenaban al fracaso; dictaban lo quera imitable y lo que no. Y Clara, que noenía más contacto con la bohemia que e

primo Juli y, siendo optimista, e

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fotógrafo Luis, necesitaba hacerse coellos. El cebo era la galería que iban naugurar en una semana: un espaci

exquisito para llegar a una igual dexquisita minoría que aún la ignorabaSi les hubiera dado por laperegrinaciones, Clara se habrínventado, para ellos, el Camino d

Santiago.Eso del cebo, por supuesto, no l

dijo en el pequeño discurso qupronunció cuando todos los periodistaocuparon sus sillas. Habló de un lugade encuentro de los clientes de El Sigl

con las obras que en breve ocuparían lomuseos. Habló de acercar el arte a lsociedad como camino de progreso, del mecenazgo de El Siglo, que, más qu

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buscar un beneficio económico, comquerían las galerías, iba a devolver a lciudad de Barcelona parte de lo que l

ciudad le daba. Oyéndola hablar, spodía pensar que estaba inaugurando uparque público, y si hubiera mirado Luis, Clara habría detectado essonrisilla escéptica que le hacía frunciel ceño.

Pero los periodistas se lo había

ragado, y tomaban notas como escolareespecialmente aplicados. Por supuestoClara no dirigía su discurso a la de lagafas, al de las babas ni al beato: lo

ectores de sus revistas ya conocían dsobras El Siglo. Era a ese redactor d

a Vanguardia , displicentementsentado en una de las últimas filas,

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quien había que conquistar. Pero esoClara esperaba conseguirlo cuandanunciara el nombre del pintor cuy

obra inauguraría la galería: Isidronell.

Elegir a Nonell había sido muchmás razonable de lo que Luis creía. Nera en absoluto vocación por el martirioni ánimo de escandalizar. Ersimplemente que un artista má

decorativo o más académico —habípensado en un principio en el pintor dcámara de Alfonso XII, Ramón Padró Pedret, a quien el padre de Clara l

había encargado un retrato en sus buenoiempos— seguiría estando en la órbit

de sus clientes tradicionales. Para salide ese círculo, para atraer a l

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vanguardia, necesitaba un pintor dvanguardia. Y daba la casualidad de queel primo Juli Vallmitjana había sido

amigo personal de Nonell, tenía algunde sus cuadros y sabía dónde localizamuchos otros. Nonell estaba muerto y ndaría problemas; no era tan cotizadcomo para hacer imposible el préstamde los lienzos, y tenía grandes —aunquescasos— admiradores entre lo

entendidos más exquisitos.A los periodistas de moda sociedad el nombre de Isidre Nonell nes dijo nada. Tampoco al de L

Vanguardia, todo hay que decirlo, perClara ya lo había previsto y por esmencionó en cuanto pudo que había sidlustrador de ese mismo periódico. Y

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uego cedió la palabra a su invitado, edandi del bigote, presentándolo como emarchante de arte y empresario Per

Mañach. Luis pensó que había estadmuy hábil también eligiendo al oradorporque la burguesía lo aceptaba comuno de los suyos —la inauguración hacíunos años de los talleres Mañach, snegocio de cerrajería y cajas fuerteshabía sido apoteósica—, pero a la ve

se rumoreaba que era anarquista y quhabía tenido problemas con la policía eFrancia. Y lo mejor de todo, era buenamigo de un puñado de artistas d

renombre —entre ellos estaba Gaudí, evenerable y excéntrico arquitecto quien todo el mundo soñaba cocontratar—, y aunque ninguno habí

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acudido a la conferencia, no dejarían deer cualquier artículo sobre su charla.

Luis le hizo un par de fotos

Mañach mientras se acercaba al atriFormarían parte del reportaje que teníque hacer con todo lo relativo a lexposición, desde la llegada de locuadros hasta su inauguración la semansiguiente. Sabía que varias de esas fotolas reproducciones de alguno de lo

ienzos de Nonell) estaban colgadas traa cortina a la espalda del atril, y habídiscutido con Clara por eso. A Luis leparecía absurdo exhibir sus fotografía

en vez de los cuadros, con sus colorenigualables, que ya estaban preparado

en la sala contigua. Pero Clara le dijque no tenía ni idea de crea

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expectación, de jugar con el misterio nde darse pisto, y que le diera las fotos punto.

Una caja con esas fotografías, a menoamaño y acompañadas de sus negativos

subía en ese momento por las escalerade El Siglo en manos de un chico de lorecados que saltaba los escalones dres en tres. Consuelo, en cambio, lo

bajaba despacito aprovechando l

atalaya que le ofrecía esa escalerseñorial para contemplar lomostradores tan perfectamentdispuestos en la planta inferior

Efectivamente, una vez más constató quno había en ningún rincón nada que ellhubiese tocado habitualmente en toda svida. Y eso que hacía de El Siglo algo

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an excepcional para ella, hasta el puntde convertirse en su paraíso, ahora erel motivo que la tenía totalment

atascada con su diseño: en realidad nenía ni idea de para quién ni para quenía que hacerlo.

Ella había crecido entre monjasvestida con un uniforme que se parecíbastante a un hábito, con un vestidnegro para ir de entierros como únic

alternativa y con un día a día que nenía nada que ver con el de las clientade El Siglo, que debían de cambiarsvarias veces de traje para atende

caprichos y compromisos quconllevarían placeres y protocolos dos que ella no sabía nada de nada. Y

como si la castigasen por ello, de pront

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un golpe tremendo la obligó a agarrarsa la barandilla para no caer. El chico dos recados tuvo menos suerte: se dio d

bruces con ella y terminó en el suelocon la cabeza a la altura de unos tobillofemeninos; Consuelo y él se vieron bajuna lluvia de fotos en blanco y negro ququedaron desparramadas por lescalera. El chico se puso a farfulladisculpas y blasfemias a partes iguales

Consuelo le ayudó a recogerlo todo couna extraña sensación en el estómagoHabía reconocido de inmediato que esafotos eran de Luis. Cuando el chico l

miró para añadir un agradecimiento as blasfemias y las disculpas, Consuel

vio que le sangraba el labio, y que unagotitas de rojo intenso salpicaban s

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guerrera gris. —¡Me cago en la puta! ¿Cóm

entro así? La jefa me capa —se lamentó

Y Consuelo, encantadora, le dijoque no se preocupase, que le dijerdónde las estaba llevando y que ya lharía ella.Pere Mañach llevaba un rato hablandsobre Nonell: nacido en Barcelona, e1872, había estudiado en la Escuela d

Bellas Artes de la ciudad. Sus padrespropietarios de una pequeña fábrica dpastas para sopa, financiaron suestudios… Clara, entonces, puso lo

ojos en blanco, y Mañach se ahorró lodetalles para llegar por fin a que coveintidós años entró a trabajar comlustrador en La Vanguardia  (y Clara l

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anzó una mirada de aprobación). Siguidesgranando con parsimonia los detallebiográficos, regodeándose en la etapa d

París, donde él le había conocido. Yhabló de otros jóvenes españoles en lcapital francesa y, arrimando el ascua su sardina, presumió de haber alojado Pablo Picasso y haberle mantenido co150 francos mensuales cuando aún nadie conocía. Si esperaba algún tipo d

reacción de aquella audiencia, no lconsiguió. Aunque un par sí quconocían a Picasso: ¿no era ese que shabía casado con la bailarina Olg

Jojlova? El año anterior, el ballet rusohabía actuado en el Liceo y aquellchica se había convertido en uncelebridad.

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Consuelo se asomó a la salaCuando vio que había medio centenar dperiodistas, pensó que no había sido ta

buena idea relevar al chico de lorecados. Albergaba la vaga esperanzde ver al Caro Carissimo, un hecho quno había querido admitir ante el rigurosuez que era ella misma; pero cuand

Clara Morgadas la vio llegar con la cajde fotografías y le hizo el gesto de qu

entrase y esperase junto a la puertaConsuelo se arrepintió profundamentde su decisión. Por hacer algo, escuchóncomodísima, con la caja en las mano

  la sensación de estar de más, lperorata de Mañach. Lo peor es que sque estaba Luis Martí en una esquina da sala, haciendo alguna foto de vez e

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cuando, con mucho menos entusiasmaún que el que ponía en las sesionepara el catálogo de moda. Consuelo s

propuso no mirarlo en ningún momentopara no exponerse al riesgo de que lviera observando, pero entonces lquemaba la incertidumbre de si éestaría mirándola a ella.

Al cabo de unos minutos quduraron como siglos, Clara se le acerc

 le pidió en voz baja que esperara hastel final de la conferencia para repartias fotos a los periodistas que la

solicitaran. Y fue entonces, cuando

Clara volvió a su sitio junto al atril, sialterarse por el retumbar de sus taconeen el mármol de la sala, cuando Luis via Teresa Pou. Y Consuelo vio que Luis

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a había visto, y de nuevo clavó lmirada en el orador.

 —Con otros jóvenes artistas com

Joaquim Mir y Juli Vallmitjana, Nonelrealizó excursiones a las afueras dBarcelona para pintar, sobre todopaisajes. El color amarillpredominante en estas obras hizo que ses conociera como «el Grupo de

Azafrán» —iba diciendo.

Luis había temido ese momento, emomento en que para ilustrar especuliarísimo color amarillo, Mañacba a descorrer las cortinas a su espald

  mostrar sus fotografías en blanco negro. Pero cuando, efectivamentedescorrió una de las cortinas, Luis nsiquiera prestaba atención. Estab

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ugueteando con su cámara, decidido no mirar a Teresa para evitar el riesgode que le sorprendiera observándola

pero entonces se quedaría sin saber sella le estaba mirando a él.

Estos últimos días había pasado eos grandes almacenes mucho máiempo del que necesitaba para hacer s

reportaje. Vagabundeaba por allá comoConsuelo en sus escapadas después d

os entierros, no sabía muy bien parqué, quizá con la vaga esperanza dencontrársela. Pero los probadores dseñoras eran terreno vedado para él

ampoco tenía excusas para entrar en ealler, y las pocas veces que había hecho

coincidir su salida de El Siglo con ecierre del establecimiento tampoc

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había visto a Teresa marcharse con lademás sigleras. Ahora la tenía ahí, dpie junto a la puerta, absorta en la

palabras del marchante, como si el airque la rodeaba fuera distinto al qurespiraba el resto, con esa especie dmanto de distancia que Luis daría lo qufuera por arrancar. Pensó en algunexcusa para salir, para poder pasar a sado y saludarla sin pararse,

comprobar si en el gesto de ella habíalguna indicación de que, algún día, comucha paciencia y pidiendo permiso, ldejaría acercarse. Y luego pensó que

parecía un adolescente erotizado medio bobo, y decidió no apartar lvista de Mañach.

De entre todos los asistentes

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Consuelo Deulofeu y Luis Martí eran lomás absortos, los más concentrados, loque con más intensidad miraban a

conferenciante. Dos comulgantes ante ecáliz.

 —… Cuando viajó a Caldas de Bocon Juli Vallmitjana, con la idea depintar los paisajes de la zona, Noneldescubrió la multitud de personajeocales que sufrían cretinismo…

Mañach descubrió otra de las fotode Luis: la reproducción de un cuadrcon una fila de seres deformes frente a torre de una iglesia; un sol ahogad

por la bruma gris. Era una obrenebrosa y deprimente, y la periodist

de Feminal  se removió, incómoda, en sasiento. Como si se dirigiera a ella

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Mañach siguió explicando que perturbaa la sociedad burguesa, mostrar lfealdad, lo marginal, lo que nadie querí

ver, era una característica de Isidronell. Dijo que por eso su pincel s

había centrado en lo miserable y lmacabro: mendigos, mujeres de malvida, borrachos, gitanas, cretinos.

Ahí el periodista de La Familiempezaba a dudar de si iba a ofenders

o no. Al fin y al cabo, había damas en lsala, de hecho, la de Feminal   se habíquitado las gafas para limpiárselas, pohacer algo, como si la mención a la

mujeres de mala vida le hubiersalpicado los cristales. A Consuelo, omás bien a la siglera Teresa Pou, ecambio, la enumeración de deshechos d

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a sociedad la había dejado fría; clarque las gitanas estaban en la lista. Lhabía sabido desde siempre, desde qu

e colgaron «lo suyo». En realidaestaba más pendiente de no girar ecuello, ni aunque fuera un segundo, edirección a la esquina donde Luisambién inmóvil y absorto

aparentemente se bebía las palabras dMañach.

Clara Morgadas aguantaba el tipoSe preguntaba si alguien antes en ESiglo habría pronunciado la palabr«burgués», que era una palabra salida d

otro mundo, de un lugar al otro lado dos impermeables muros de sus grande

almacenes: el mundo de reunioneclandestinas, de huelguista

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vociferantes, de panfletos. Cualquierpodía decir «puta» o «borracho» y nsignificaba necesariamente que fuer

casto o abstemio. Pero decir «burguésclaramente retrataba a quien lo decícomo antiburgués. Era irónico quhubiera sido Mañach, a quien ella habícomprado, esa misma mañana, unbuena cantidad de cajas fuertes de laque fabricaba en sus talleres par

venderlas en El Siglo. Mientras sguardaba en el bolsillo del chaleco ealón que Clara le había firmado

Mañach había comentado su satisfacció

por el fin de la huelga, y porque shubiera dado «un paso adelante hacia lusticia social».

«Es absurdo que alguien qu

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fabrique cajas fuertes esté en contra da propiedad privada», se dijo, y s

preguntó cómo se definiría Mañach a s

mismo si no era como «prósperburgués». Pero era un próspero burguécon amigos que le interesaban a Clara un aura de prestigio artístico que ellquería transferir a El Siglo, así qupodía decir lo que quisiera. Mientras nncitara a prenderle fuego al negocio…

Mañach descorrió la otra cortinaSeguía hablando de cómo Isidre Noneldenunciaba, en sus lienzos, la exclusióde los miserables, cómo recordaba a lo

burgueses la fealdad que los rodeaba que ellos se empeñaban en no ver. YConsuelo, que estaba más pendiente dmirar al frente que de escuchar, vio d

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pronto su cuadro, el cuadro de la muje  la niña en la playa, en una fotografí

de gran formato. En la reproducció

había perdido el calor del sol derretiden los charcos de la orilla y eranquilizador azul del cielo, pero au

así seguía irradiando la libertad, la pa  el rumor de pies chapoteando que l

sorprendieron tanto como la cautivaroncomo si por primera vez fues

bienvenida. Consuelo sumó dos y dosese pintor protestón y afligido del quhablaban, el que pintaba lo feo, era eautor de su cuadro. No le cabía en l

cabeza que alguien viera fealdad en esplaya y en esas dos figuras. Y se olvidópor fin de Luis y empezó a prestaatención de verdad.

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Mañach se estaba refiriendo ahora otra fotografía: un cuadro de dogitanas —una de rojo, otra de negro—

sobre un fondo de color verde limaDecía que, de exponer crudamente edolor, Nonell había pasado a encontraa belleza en el dolor, en lo miserable

Y si en sus primeros tiempos buscabmpactar a la sociedad enseñándole

sus pobres como quien muestra un

herida infectada, más tarde habíencontrado el goce estético en la heridnfectada. Que, quizá por el contacto co

sus modelos, creyó descubrir un

humanidad, una dignidad en loapestados, y su paleta se llenó entoncede color e hizo emerger lo sublime de lenvilecido. Y así, en sus cuadro

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posteriores, entre 1900 y 1905, shallaba la innegable voluntad de revelauna belleza oculta a la mirada común

Sus retratos de gitanas, por ejemplodealizaban a aquellas mujere

paupérrimas, de facciones casanimales, a las que elevaba a lcategoría de musas.

Habló de una en concreto, modelde varias de sus mejores obras,

posiblemente también de su cuadro máuminoso y positivo: Mujer con niña ea playa. El último retrato de aquell

gitana, de nombre Consuelo, fechado e

noviembre de 1905, había quedadncompleto. Esa abrupta desaparición d

Consuelo en la obra de Nonell marcabun cambio radical de estilo en la obr

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del artista. A partir de entonces pintóausteros bodegones y mujeres blancasque le otorgaron el reconocimiento d

crítica y público con el que hastentonces no había contado. Nonell murien 1911, a los treinta y ocho añosvíctima del tifus. Siguiendo lrecomendación de Clara, Mañacenfatizó en sus últimas frases lrelevancia del pintor, el éxito de l

exposición individual de su obra e1910, las elevadas tasaciones qufinalmente habían conseguido sucuadros en las subastas.

Consuelo aferraba la caja de fotocon tanta fuerza que sus nudilloparecían una cordillera blanca en su piemorena, de gitana. La fecha d

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desaparición de aquella Consuelo, musde Nonell, coincidía con su llegada a lCasa de la Caridad. Con semejant

material, su cabeza se puso de inmediata echar sumas y cálculos: noviembre d1905, su mismo nombre, el impacto quel cuadro de Mujer con niña en la playe había causado en cuanto lo vio… ¿Y

si…?, pensó Consuelo. «¿Y si…?», ases como empiezan las esperanzas d

odos los huérfanos, a partir de ideadescabelladas.Clara agradecía a Mañach s

ntervención y abría el turno d

preguntas, si es que había alguna. Si noemplazaba a los asistentes a acudir a lnauguración que tendría lugar en siet

días, y al tentempié que se serviría

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continuación. Los periodistas, quhabían esperado el anuncio de algunnovedad comercial y en cambio s

habían tenido que tragar una conferenciacadémica sobre un pintor muertoagradecieron cortésmente a Clara snvitación y comenzaron a levantarse

Clara les señaló a Consuelo y dijo que a salida encontrarían material gráfic

para acompañar sus artículos

reproducciones de los cuadros y otrafotografías del nuevo espacio de ESiglo. También dijo que eran obra dLuis Martí, y extendió el brazo hacia é

sonriendo generosa, como una actriprincipal señala a un secundario cuandsalen a saludar al final de la obra.

Al oír su nombre, Luis miró

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Consuelo por si ella reparaba al fin esu presencia y se dignaba dirigirle unmirada, aunque fuera un mínimo atisb

de saber quién era, de acordarse de él de aquellos ratos haciendo fotografíaen esa misma sala cuando estaba vacíade haberle perdonado que hablara demundo real. Pero ella, con la miradperdida más allá del atril, parecía máejos, más ausente, más inalcanzable qu

nunca.

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 Pájaros ciegos

Cuando llegó la primavera, Marie shabía vuelto misteriosa, Antoniantipática y a Consuelo le dio po

perder el tiempo por primera vez en svida. Cada día, cuando salía de El Siglse dedicaba a «ramblear» un buen ratoHabía vivido siempre cerca de LaRamblas, y estaba más quacostumbrada a cruzar el célebre paseo a recorrer alguno de sus tramos yend

o viniendo de la Casa de la Caridaprimero y de El Siglo, después. Pero lverdad es que nunca se había dejadlevar por el flujo constante de s

corriente solamente porque sí, nunc

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había rambleado. Y eso es lo que hizo larde que supo del pintor y su musa, donell y su Consuelo. Al salir de lo

almacenes no llegó a cruzar hasta el otrado: cuando estaba en mitad del paseo

simplemente se dejó llevar. Y lo hizocon los cinco sentidos. Nada de subirsal árbol o estar sin estar. Consuelo fupasando de una rambla a otra, de la dCanaletas a la de los Estudios, de la d

San José a la de los Capuchinos hastlegar a la de Santa Mónica, la qucierra el paseo, donde se quedó un ratmirando el altísimo monumento a Coló

sin pensar otra cosa que en la vista quhabría desde allá arriba. Decían que eascensor se estropeaba muy a menudo que hasta el alcalde se había quedad

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unas horas atrapado el día de snauguración. Pero aquella tarde, a es

Consuelo plantada como un pasmarot

en mitad de Las Ramblas, mirandreconcentrada la punta del dedo deAlmirante (que presumiblementseñalaba hacia América), no le dabningún miedo la posibilidad de quedaencerrada o estrellarse, ni el vértigo das alturas. Lo que de verdad hacía qu

uviese el corazón encogido eran unfecha y un nombre: noviembre de 1905 Consuelo. Tenía miedo de ella mismade volver a aquella búsqueda inútil, d

abrir de nuevo la puerta a aquelllusión que empezaba con un escuet

«¿Y si…?», pero que sabía que creceríhasta propagarse por todo su cuerpo,

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que saldría por todos sus porosmpregnando cualquier cosa que hiciese

como cuando era pequeña y s

acurrucaba en uno de sus escondites, coos ojos cerrados, muy quieta, esperand

que transcurriese el tiempo necesaripara que sucediese el milagroEmpezaba con una caricia en la cabezque continuaba hasta la punta de sucabellos, una y otra vez, unos dedos l

peinaban. Después llegaba ese calor quse instalaba en su mejilla, y que eraunos labios firmes que insistían eatuarle un beso. Y aquello que oía

entonces, ¿eran unas risas, unas voceque repetían su nombre? Los años quConsuelo se entretuvo convocando esrecuerdo fueron también los años de la

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pesadillas. Las caricias, el calor y larisas que lograba revivir de día, por lnoche se convertían en zarpazos, frío

amentos. Cuando dejó de recordar, emonstruo nocturno desapareció: no fuel ángel de la guarda, fue el olvido. Perdesde que aquella tarde había oído esfecha y ese nombre, algo o alguien mupoderoso que se alojaba en su interiono paraba de susurrarle:

 —¡Hazlo, acuérdate de mí! De midedos, de mis besos, de nuestras risas nuestro nombre. ¿Y si esta vez everdad? ¿Y si por fin me ha

encontrado? Esta vez no habrá monstruosolo luz, y será tan dulce como la de escuadro.

Pero Consuelo estaba dispuesta

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plantar cara, mandó callar a la intrusa dio media vuelta para ramblear esentido contrario y centrar su atenció

en todo lo que el paseo le ofrecía.A partir de entonces, Las Rambla

se convirtieron en el antídoto quConsuelo necesitaba para no recaer eese ensimismamiento, esa melancolíque hacía tiempo ya había demostradque podía ser tan placentera com

devastadora. No se iba a rendir. Y LasRamblas la acogieron con la mismgenerosidad y abundancia que repartíaentre todos los que se dejaban llevar, y

fueran desarrapados, ricos, castosibidinosos, soñadores, mercaderes

drogadictos, vividores, noviciascompradores de flores o de pájaros

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charlatanes, mirones… Consuelo smezclaba con todos ellos un rato caddía para no ser nadie, y también par

retrasar su vuelta a casa.Después de la huelga y su

ribulaciones, Barcelona seguía inquietaPero, aunque incubaba en sus esquinafuturos enfrentamientos y tiroteos, lciudad se concedió una tregua, uiempo para que cada bando recogiese

sus heridos del campo de batalla y sreagrupase. También en la calle Cireraal acabar las adversidades con eregreso de Ramón y lo cotidiano, la

res amigas habían salido de estampidacada una por su lado, con la urgencia dregresar al punto donde habían dejadabandonada su propia vida, recogerla

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caminar un trecho en solitario.Marie no encontró otra cosa mejor parsacudirse hasta la última gota d

realidad en la que había tenido qusumergirse que el tabardo azul de VidalPara cuando volvió a encontrarse con emarinero francés, había dado tantopaseos a solas por el puerto que habíenido tiempo suficiente para inventarloda una biografía. Decidió que no er

del mismo París, sino que había naciden Versalles, que le sonaba mucho acorona y lujo, en una granja preciosa emitad de la campiña. Pero, ya d

pequeño, Vidal notó que su corazón noe permitía acomodarse a ninguna rutin

ni restricción, y menos aún si eradictadas por las necesidades de vacas

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gallinas. l era un ser libre quprecisaba de amplios horizontes. Dmodo que, siendo un muchacho

comunicó a sus padres que debía salien busca de una belleza más puraaunque eso les causase dolor. Entoncesus padres le revelaron un gran secretosabían que eso iba a suceder porque éno era un simple granjero, sino el últimdescendiente de los decapitados reye

de toda la Francia. Sí, los regiovecinos del palacio de al lado habíaescondido un vástago en la granja antede acudir a su cita con la guillotina. Er

evidente que en él había vuelto emerger con fuerza la sangre real. Vidaaceptó con toda naturalidad esexplicación que justificaba de form

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rrefutable su verdadera naturaleza, desde entonces había ido por la vidsintiéndose amo y señor de sus pasos

Podía vender la fuerza de sus brazopero jamás doblegarían su espírituVidal había elegido la belleza. Al fin yal cabo, el Notre Dame era un hermospailebot de casco blanco y tres palos dgual altura, con tres velas triangulare

que lo coronaban de proa a popa cuand

estaban completamente desplegadasMarie lo sabía porque lo había vistarribar a puerto una tarde, con ecorazón tan henchido como el foque d

a nave.Por fin había vuelto. Hacía día

que Marie lo esperaba, desde quregresó sola al día siguiente de pasea

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con Consuelo y descubrió que epailebot había zarpado y ningún vecinde amarre parecía tener ni idea de si ib

a volver. Marie sospechó enseguida quanta ignorancia se debía a l

solidaridad entre lobos de mar; no ldirían nada a ella por si acaso era unnovia despechada, una de las mujereque se supone que tienen los marineroen cada puerto. Entonces intentó qu

Ramón fuese a informarse con epretexto de que le debía uagradecimiento a ese marinero francéque le ayudó tanto en su cautiverio. Per

Ramón no se dejó convencer: lo únicque recordaba de Vidal era que losoltaron al mismo tiempo, y ya le dio lagracias cuando lo ayudó a bajar de

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barco. «No creo que haga falta nadmás», sentenció. Y Marie se calló que aella sí le hacía falta mucho más,

empezó a bajar al puerto cada tarde, máo menos a la misma hora que Consuelrambleaba y Antonia intentaba ahogar srabia en Santa María del Mar.Las capillas laterales de Santa Marídel Mar eran el cobijo de imágenes retablos de medidas dispares, colgado

a diferentes alturas. No todos recibían lmisma atención de los feligreses. Habíalgunos, como Santa Rita, la sant«arreglalotodo», que siempre tenía

unas cuantas hileras de velaencendidas. Otros, como SantApolonia, una mártir a la que arrancaroviolentamente todos los dientes antes d

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quemarla —lo que la convirtió dnmediato en patrona de los dentistas—

estaban casi siempre a solas y e

penumbra.Pero Antonia no hacía distinciones

a ella le daba igual si eran vírgenessantas, mártires o beatos. Le prometió mosén Nicolau que iba a quitarle epolvo a toda la imaginería eagradecimiento por haber intercedid

por Ramón, y eso es lo que hacía. —Pero que quede entre usted y yoEso sí, no sé cuánto voy a tardar, vendrcada día el rato que pueda. ¿Tiene un

escalera o algo a lo que encaramarmePor los trapos de algodón no spreocupe que los traeré yo.

Y aunque el mosén primero le dijo

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que no hacía falta y después intentó quea puestos, mejor lo hiciera po

agradecimiento a Dios y a los santos, e

día que le llevó una escalera a lprimera capilla ya solo hablaron de lmejor manera de desincrustar el polvsin dañar la talla.

Cuando le tocó el turno de limpieza San Aleix, hacía más de una semanque Antonia metía cada día a Andreu en

un capazo y se lo llevaba con ella a lbasílica, donde pasaba un par de horaimpiando santos. Al niño le gustabanto estar en la inmensa nave gótic

como a su padre. Ramón habíregresado a su trabajo en las oficinas dLa Canadiense y volvía a cruzar SantMaría a primera hora, igual que antes

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saludaba a mosén Nicolau y disfrutaba solas los ciento quince pasos. No spercató de que, día a día, los santo

ucían cada vez mejor, como si se fuesearreglando para ir de fiesta.

Antonia empezó a limpiar cocuidado a San Aleix. Era una imagediferente a cualquiera: el santo estabechado, durmiendo profundamenteLlevaba la concha del peregrino

parecía que había hecho un alto en ecamino, exhausto. Pero su expresión erde absoluta serenidad, casi indiferenciasoñara lo que soñase, nada l

perturbaba. Y entonces Antonia recordóo bien que dormía Ramón cada noche

como siempre, mientras ella lo miraba daba vueltas por la casa, lo puntual qu

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se levantaba y cómo volvía a cumplicon todo y con todos, como si nadacomo antes. Y empezó a restregar lo

cabellos de la talla de San Aleix conmás fuerza. Y cuando le frotó los labioal santo, resonó en su cabeza el escuet«Muy bien», que dijo su marido cuandpor fin ella se atrevió a confesarle sembarazo, igual que hizo con Andreuetgual que antes, igual que siempre, com

si no hubiese pasado nada. Por suertpara el santo, en aquel momentAndreuet volcó el capazo y fue a parade cabeza al suelo. El niño arrancó

lorar con una desesperación casi tantensa como la que su madre sentía e

el pecho.Así estaban las tres mujeres de l

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calle Cirera, rumiando emociones esilencio. Amor, esperanza, ira. Las treesperando que pasara algo que la

empujara hacia delante.A Consuelo el empujón le llegó e

taliano y a grito pelado.Gracias a su nueva costumbre d

ramblear, Consuelo había conseguidoreconciliarse por fin con el mundvegetal. Los puestos de las floristas e

a Rambla de San José, por ellalamada de las Flores, estaban a todahoras atestados de plantas frescas qubrillaban al sol, y eran lo opuesto a l

«cocina» de la señora Pou, con suramos secos y encerrados. Pararse escuchar las tertulias que se montabaante sus puestos era una de su

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distracciones favoritas, y en algúmomento llegó a plantearse si no seríese un trabajo que la haría muy feliz. D

un tiempo a esta parte, imaginaalternativas a El Siglo, con sus diseñosfotógrafos y cuadros que la revolvíapor dentro, la tranquilizaba. Estaba de lmás orgullosa de ella misma: sus horaen El Siglo acababan cuando salía dallí. Era una buena probadora, una buen

costurera y por fin se había desatascadcon su diseño: iba a sacar a las clientade ese mundo que ella desconocía y laba a mandar a la playa. La verdad e

que ella tampoco había estado nunca euno de esos baños que habían surgido ea playa de Barcelona, y que aún era un

actividad lo suficientemente minoritari

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como para que las clientas de Clara ella misma se iniciasen juntas. O amenos es lo que iba a intentar. Por eso

enía planeado pasar la mañansiguiente, que era domingo, con los pieen la arena. Y sí, a Consuelo no le dabareparo reconocer que la idea se la habínspirado el cuadro de ese tal Nonel

ujer con niña en la playa, donde salíesa gitana que se llamaba como ella

que desapareció cuando ella entró en lCasa de la Caridad. ¿Y qué?, se repetíasolo era un diseño.

Pero para llegar a los puestos d

as floristas, primero tenía que pasar poos de los pajareros, y Consuelo y

había aprendido cómo tenía que hacerlosin mirar. Lo sorprendente era que, co

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a cantidad y variedad de pájaros quhabía entre todos los puestos, aquellsonase tan bonito. Era tan increíble qu

uno no podía evitar acercarse a laaulas, admirado. Pero eso era un error

Los virtuosos cantores daban bastantpena: o agitaban sus alas codesesperación, dejándose las plumas eos barrotes de sus pequeñas celdas,

estaban extrañamente quietos.

La tarde que, aun sabiendo lristeza y desazón que le provocabanConsuelo no pudo evitar detenerse antos pájaros petrificados, intentand

comprender cómo de una criatura tamortecina podía emerger un sonido tavivo, se llevó un susto de muerte.

 — Vergogna!!!

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El grito sonó tan cerca que no ssubió literalmente a uno de los árbolede Las Ramblas de milagro. Al darse l

vuelta, Consuelo vio a Fabia, plantaden jarras.

 — Ciao, carina  —le susurró lmodelo, interrumpiendo por un segundsu mueca de efervescente indignaciócon una sonrisa.

Consuelo iba a responderle, per

alguien a su espalda le susurró al oído: —Mejor que ahora no le diganada.

Era Luis.

Consuelo se convirtió al instante eun pájaro más: se quedó petrificadmientras contemplaba cómo lsofisticada modelo arremetía contra e

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pajarero con la virulencia de unpantera. El pobre hombre parecía de lmás desconcertado. Consuelo se dab

cuenta de que era incapaz de conciliar lbelleza apabullante de aquella extrañmujer con las palabras incomprensiblespero claramente malsonante« stronzo», «testa di cazzo», « pezzo d

merda») que le escupía como ucarretero experimentado.

Luis musitó lo que estabocurriendo: Fabia acababa de descubrique para conseguir ese trino taarmónico, los pajareros cegaban a lo

animales. Lo hacían acercándoles lpunta de un alambre al rojo vivo a loojos. Por eso la mayoría se quedan taquietos.

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Luis calló abruptamente: acababde ver que el mentón de Consuelo habíemblado durante una milésima d

segundo. Y sintió un escalofrío dernura tan insoportable que casi l

obligó a abrazarla. Casi.Fabia dio una media vuelta mu

eatral y se acercó a ellos. —Necesito una copa —dij

cogiéndose al brazo de Consuelo

apoyando la frente en su hombro.Consuelo pensó que esa era una das muchas frases que ella no habí

dicho jamás.

 —Bueno, ¿adónde nos llevas? —lpreguntó Fabia a Luis, abandonando ehombro de Consuelo, pero sin soltarsde su brazo.

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Salieron de Las Ramblas por lcalle de San Pablo. A aquella hora, anteel Gran Teatro del Liceo empezaban

detenerse coches muy brillantes de loque se apeaban vestidos largos, fracsplumas, joyas y relojes con las cadenamuy largas e inscripciones que hablabade amores más o menos afortunados. Esdía, la marquesina anunciaba LTraviata, y Fabia se paró frente a ella

durante el mismo tiempo y con el mismrespeto con que otros se detenían ealguna de las capillas de mosén Nicolau

Consuelo aceptaba la extrañ

situación con naturalidad: permanecenmóvil y en silencio mirando un

marquesina, ir del brazo de la modelo, estar de camino a tomar algo, los tres, e

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el bar Marsella. Era una suerte nhaberse encontrado a la pareja unos díaatrás, en ese tiempo que ahora parecí

an lejano cuando ella caminaba por ESiglo mirando a todos lados por si veíal Caro Carissimo, cuando no dejaba dpreguntarse si él echaría de menoscomo ella, sus largas horas trabajanduntos. O si recordaría, como ell

recordaba con la mente y la piel, que é

e había desatado aquel maldito corséPero ahora Consuelo era perfectamentcapaz de controlar sus emociones. Dhecho, había descubierto con agrado qu

no sentía ninguna emoción, y que podrípasar media hora con ellos sinmutarse, demostrándose

demostrándoles que no le afectaban la

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carantoñas que se haría la parejahablando del catálogo o del calor quhacía para ser primavera.

—¡Pero el alma no es así! —casi gritabFabia a Luis, estupefacta. Llevaban ydos horas sentados a una mesa en eMarsella, y no habían dicho una palabrdel catálogo ni del tiempo. Ellos ibapor la tercera absenta, Consuelo ya shabía tomado su vermut, que es l

primero que le salió con ciertnaturalidad cuando el camarero sacercó a preguntarles qué iban a tomarFabia había consultado su reloj d

pulsera. —¿Sí? ¿Un vermut ahora, Teresa? —Cualquier hora es buena par

omar un buen vermut —había dich

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Consuelo del tirón, y reprimió uncarcajada al acordarse de la Pou.

El Marsella era un local de techo

altos, paredes de madera y mugrientoespejos por todas partes. Una densnube de humo envolvía a la clientela —hombres, sobre todo, que hablaban a voen grito y golpeaban el mármol de lamesas con el puño para enfatizar algundea de su discurso—. Era un siti

mucho menos señorial de lo quConsuelo imaginaba para Fabia y Luispero esa solo había sido la primera das sorpresas de la tarde. También l

sorprendió que Fabia dijera que habírabajado allí, nada más llegar

Barcelona, y por la familiaridad con qua trataban los camareros y l

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concurrencia, debía de ser verdad.Aunque podría dar la sensación d

que una ola había empujado suavement

a Fabia por el mar, a bordo de unconcha, hasta una orilla donde sevantó y echó a andar vestida con unúnica de seda roja y perfectament

peinada, lo cierto es que había llegaden un vapor de la compañía La VeloceLinea di Navegazione Italiana. Le dijo

Consuelo que era de un pueblo pequeñde Nápoles, pero antes de que smaginara un idílico lugar de casita

blancas permanentemente bañado por e

sol, añadió que era un sitio de gentbrutísima que olía a mierda a variokilómetros porque criaban cerdos.

 —Ah, no sabes las barbaridade

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que les hacen a los cerdos —dijo Fabiaque aún no había superado el impacto dos pájaros ciegos—. Y cómo gritan.

Y ya no quiso contar nada más dMontechiaro. Lo cierto es que había mácosas, aparte de cerdos y gente brutaHabía una cala de agua transparente, unbonita iglesia y un camino de cipresehasta un viejo cementerio con los murocubiertos de buganvillas. En e

cementerio había bastante trasiego poa guerra abierta entre dos familias —os Aquilani y los Rinato—, en la que n

había tregua posible, pero al menos e

resto de habitantes del pueblo no habíenido que decantarse por uno u otr

bando. Estaban más pendientes de lsangre de los cerdos para hace

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sanguinaccio  que de la qunevitablemente derramaban Aquilanis o

Rinatos en venganza por otra venganz

previa.Fabia no fue consciente de l

lamativo de su piel suavísima y suojos claros hasta los dieciséis. A sumadre, de pronto dejó de parecerle bieque se fuera con los chicos del pueblo mariscar a la cala, empezó a pone

pegas a que acudiera a la iglesia con lcabeza descubierta, y se empeñó en qusu hermana menor la acompañara odas partes. Pero no hub

prohibiciones, velos ni carabinas quevitaran que al cabo de un tiempAlfredo, que tenía veintidós años y unmoto Darracq —la única del pueblo

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de las primeras del país—, senamorara perdidamente de ella.

Fabia y Alfredo fueron en esa moto

a todas las fiestas de las vendimias dos alrededores, y de excursión a

Vesubio, y un fin de semana hastaápoles, donde se alojaron en un hote

cerca del puerto sin que les pusierapegas. A Fabia le importaba poco sureputación, y les dijo a sus padres que s

an mal les parecía su comportamientque la echaran de casa, que se iría vivir con Alfredo. Alfredo y Fabiaestaban enamorados con l

nconsciencia y la sed de eternidad das pasiones juveniles. Fue entonce

cuando Giorgio Rinato decidintervenir.

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Alfredo había vivido a salvo de lguerra entre su familia, los Rinato, y loAquilani porque era un chic

encantador, con la cabeza llena dpájaros y totalmente al margen de lonegocios de su familia. Y precisamentepor ello, a los Aquilani les pareció biea propuesta de Giorgio Rinato

enterrarían el hacha de guerra sellandsu pacto con un matrimonio. Su hij

Alfredo se casaría con Aninna AquilaniPero Aninna dijo que no iba a funcionarodo el mundo sabía que Alfredo estaboco por esa tal Fabia; pero Giorgio le

convenció de que su hijo solo estabdisfrutando de su juventud antes dsentar cabeza, y que por supuesto no iba ir en serio con una chica que «ya l

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había dado lo que él quería». Giorgicomunicó a su hijo que se casaría coAninna y que le pondrían a Fabia en u

piso en Nápoles hasta que se cansara della, y Alfredo contestó que antes muertque «traicionar su amor». Y asíexactamente, es como Giorgio le dijo Fabia que acabaría Alfredo si ella nodesaparecía: los Aquilani no iban perdonar semejante humillación.

Todo el oro del mundo no iba convencer a Fabia para dejar a Alfredopero imaginar que lo llevarían en uncaja por el camino de cipreses bast

para que aceptara la oferta de Giorgioo quiso coger el dinero que insistió e

ponerle en las manos, pero sí un billetpara el primer barco con destino

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Barcelona. Así es como Fabia smarchó de Montechiaro, deshecha elanto y sin despedirse de su amor; per

Alfredo la alcanzó cuando estababordando el buque de La Veloce Lineadi Navegazione Italiana y, cuando ellpensó que quizá huirían juntos, que tavez sí que era posible escapar de lvenganza, Alfredo le arrancó la maletde las manos, la tiró al suelo,

lamándola puta a gritos le dijo quesperaba que le hubiera sacado un bueprecio a su padre por romperle ecorazón. Ella recogió su maleta

embarcó, y Alfredo se alejó en su motopara siempre.

o era de extrañar que a Fabia lgustara la ópera. Como intentaba hacerl

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entender a Luis, la ópera era mil vecemás perfecta que la vida. Y La Traviataa que más. Consuelo, que habí

planeado escucharles con la deferenciusta y contener la burla cuand

hablasen en italiano, se vio de prontconfesando que no había visto ningunópera, pero que también la imaginabmás perfecta que la vida. Y, siguiendocon su tarde de sorpresas (sería e

vermut), habló apasionadamente sobras cosas bonitas, y de cómúltimamente tenía la tentación dmudarse a un cuadro. Luis las escuchab

hablar con su sonrisilla impertinentehasta que Consuelo le encaró:

 —Bueno, y tú, ¿qué?Y Luis disfrutó respondiendo

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aquellas pestañas. —Ya te lo dije una vez y casi t

desmayas: yo prefiero el mundo real.

Y entonces Consuelo repitió codescaro el mismo bufido burlón que hizentonces. Y las dos mujeres unieronfuerzas para acorralarle y hacerle veque el mar es más azul en los cuadros, as palabras de amor, más bonitas en la

canciones, y los hombres, más nobles e

as novelas y la ópera. En La Traviataexplicaba Fabia, ya bastante afectadpor la absenta, Alfredo entendía lonjusto que había sido con l

protagonista, y volvía de rodillas iempo para que ella muriera en su

brazos. —Cuándo has visto un hombre qu

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haga eso, ¿eh?, que pida perdón y lperdone todo. Los hombres así nexisten, ¿tú has visto alguno, cara?

Y Consuelo, como si hubierconocido muchos hombres, puso cara d«qué va», y agitó su vaso en el aire parpedir otro vermut. Se fijó en que Fabiapoyaba la mano en el hombro de Luial levantarse para ir al servicio, y que éa sujetó de la cadera, medio distraído

cuando se tropezó. Pero lo cierto es quConsuelo no se sentía excluida, sino mábien lo contrario. Se daba cuenta de qua ella Luis no la interrumpía cuand

hablaba, cosa que sí hacía con FabiaAunque quizá él ya sabía lo que Fabipensaba de casi todo; quizá ellos solíaener conversaciones como aquell

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odos los días: hablar del arte, o deamor, o del dolor de un pájaro ciegoPara Consuelo era una noveda

excitante eso de no cotillear de gentconocida, aconsejarse sobre temaprácticos o planear un futuro más menos realista o fantasioso a cortplazo. Era una novedad que alguien lpreguntase si creía que el alma ernmortal, la noche más sincera que el dí

  las rosas más peligrosas que el restde flores. Al principio creyó que lestaban tomando el pelo. Pero no. Fabihabía dicho, por ejemplo, que la músic

e subía y la escultura te bajaba. Y Luisque intervenía poco, pero siemprconseguía lanzar al aire ahumado ecomentario justo, o una carcajada que s

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es acababa contagiando, le empezaba resultar insoportablemente atractivo. Ndejaba de observar sus manos, pero es

no estaba del todo mal porque asevitaba que se cruzaran sus miradasSabía que él no dejaba de mirarla, y esmirada le daba calor. Y tambiéncontemplar sus manos le daba caloraunque las recordaba frías sobre la piede su pecho. No se habían vuelto

ocar, ni siquiera se habían rozadodesde aquella tarde en los talleres. Y leenvidió por la naturalidad con que ellose tocaban. Y recordó que estaba en e

Marsella para demostrar que no sentícelos.

 —Teresa. Teresa…Aunque Consuelo estaba más qu

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subida a su árbol, reconoció enseguidesa mano que le acariciaba el hombro.

 —¡¿Qué?! —respondió mientra

ensaba la espalda, con una brusquedaque Luis no tuvo tiempo de interpretaraunque hubiese apostado a ciegas que ne presagiaba nada malo.

 —¡Ahí está Joaquim! —dijo Fabihaciendo señales hacia la puerta y, comsi eso no bastara para atraer la atenció

de cualquiera, se puso de pie y arrastruna silla vacía de la mesa de al lado—Aquí, carino, ven!

Consuelo estaba de espaldas a l

puerta y no podía adivinar quiéprovocaba tal entusiasmo en Fabia. Peraun sabiendo que había más quexagerado sus conocimientos sobr

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cómo eran la mayoría de los hombres su manera de tratar a la mayoría de lamujeres, también habría apostado

ciegas que Fabia estaba demasiadcontenta. Y no a causa de la absenta.

Miró a Luis y lo vio relajado divertido como hacía un instante. Laefusiones de Fabia por el recién llegadno le habían afectado en absoluto. Antede que se atreviera a sacar ningun

conclusión, el tal Joaquim estaba de pial otro lado de la mesa, recibiendo ubeso de Fabia tan cerca de la boca que hizo sonreír. Cuando se apartó u

poco, Joaquim pasó un dedo por lmejilla de la italiana y pidió acamarero una absenta, «para no estar edesventaja». Entonces le dio la mano

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Luis por encima de la mesa, con lfamiliaridad que deben de gastar losoldados que han compartido trincher

durante toda una guerra. —Y te presento a nuestra bellin

amiga… —empezó a decir Fabia.Pero Joaquim la interrumpió. —¡Consuelo!Y se dejó caer en la silla antes d

repetirlo:

 —¡No puede ser! Consuelo…Luis lo sacó de su error. —¿Consuelo? Anda, Joaquim, ¿e

quién estarías tú pensando? Ella e

Teresa. Se llama Teresa. —Trabaja con nosotros, ¿verdad

—dijo Fabia con la mejor de susonrisas.

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Pero Consuelo no pudo ni asenticon la cabeza. Estaba en pleno ataque dpánico, los ojos fijos en aque

hombretón un poco desaliñado, un poccalvo y con los ojos más oscuros brillantes que había visto jamás. Pensque había llegado el momento que habíestado temiendo desde que se escapó dReus: alguien iba a desvelar que ella nera Teresa Pou, sino Consuelo Deulofeu

Quizás ese hombre era un benefactor da Casa de la Caridad, quizás ella habíasistido al entierro de un familiar amigo suyo, tal vez visitaba a algú

nterno mientras ella hacía la guardia…Pero, si así era, ¿qué probabilidadehabía de que supiera su nombre y ssecreto? Consuelo volvía a ser un pájar

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petrificado.Hasta que el tal Joaquim se mesó l

barba medio canosa y sacudió la cabeza

como un perro grande espantando unabeja.

 —Perdona, pobrecita, creo que the asustado. Lo siento, es solo que tpareces muchísimo a alguien que conocíA veces venía aquí —y mirando a Luiañadió—, con Isidre.

Luis la miró como si la viese poprimera vez. —Anda, pues sí que tienes un aire

Teresa. Por los cuadros no tanto, pero

ayer me llegó una foto de la Consuelo dsidre para el programa de la exposició

de El Siglo y…Joaquim Mir le paró de inmediato.

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 —¿Qué siglo? ¿La tienda?Luis asintió, y entonces el pinto

dijo que cuando se enterara Jul

Vallmitjana le daría un infarto. —Ya lo sabe. Está ayudando

organizarla.Mir negó con la cabeza

mpresionado. —¿Y me mandan a mí a

manicomio? ¡Si es el resto del mundo e

que está loco!Y Fabia se rio y le dio otro besoEsta vez en los labios. Definitivamentella y Luis no eran novios, o no lo era

en aquel momento. La italiana y el taJoaquim hacían una pareja tan dispacomo armónica, seguramente era esalgo extremo que compartían lo qu

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mpedía que simplemente pareciesen lbella y la bestia.

Consuelo se parapetó detrás de s

vaso, sin dejar de mirarlos pero casi siverlos. La voz en su cabeza habívuelto, tan fuerte que pensó que todo ebar la oiría: ¿y si? ¿Y si? Luis había idoa reclamar la absenta, y cuando volvióFabia se recostó en la silla y le pregunta Joaquim:

 —Escoge rápido, ¿el arte o lrealidad?Joaquim Mir, a sus cuarenta y sei

años, estaba más que preparado par

responder a esta pregunta. Vivíentregado a la pintura, obsesiva completamente. Y sí, había pasadoalguna temporada en el manicomio

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aunque su familia insistía en llamarlsanatorio. Si nadie le vigilaba podíperderse por cualquier paisaje

dedicarse en cuerpo y alma a atraparlo rozos, durante días enteros, olvidándos

casi de comer, de dormir, limpiando lopinceles en su ropa y en su barba. Percuando aparecía por fin de vuelta, casdesfallecido y con los ojos mábrillantes que nunca, regresaba con e

espíritu de la luz pegado a sus lienzos. Yhabría sido realmente imposibldilucidar si su obra imitaba a lnaturaleza o la naturaleza se esforzab

día a día por reproducir sus cuadros. —No hay nada más real que el art

—sentenció.

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Con mujeres desnudas

El primer barcelonés que vio su ciudadesde el aire se llamaba Eudald Munné  era un muchacho del Poblenou cuy

familia, que tenía un negocio dcarruajes, era muy conocida en ebarrio. Fue en el año 1847, y el chico sganó ese privilegio al socorrer antrépido capitán François d’Arba

cuando su primitivo globo aerostáticcayó cerca de su casa.

Consciente de lo excepcional de saventura, Eudald dejó una crónicescrita de ese viaje aéreo que, sin dudamarcaría su vida. Para sus vecinos

debió de convertirse para siempre e

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«el del globo», «el capitán» o «eastre», según la generosidad o maleche de la parroquia, pero seguro qu

mucho tiempo después de su viaje aún lpreguntarían por los cafés y en alguncena familiar qué fue lo que vio, qusintió, si tuvo miedo. ¿Se hartaríEudald de que todos quisieran saber lmismo?, ¿o arrancaría a hablar del temsin que nadie le preguntase, provocand

que todo el mundo huyera nada máverle? Puede que le entristeciera sabeque, por muchas cosas que hiciera en lvida, nada conseguiría superar aquell

hazaña, que solo debía a la suerte y a lnconsciencia de haber dicho que sí a lnvitación de D’Arban. Quizás se pasas madrugadas recreando aquell

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ncreíble sensación de tener el mundo sus pies, buscando sin descanso lapalabras exactas que pudieran traslada

a cualquiera hasta allá arriba unosegundos, y saber de la compasión y depánico que sintió.Setenta y dos años después, una mañande domingo especialmente calurosa parser finales de mayo, y por un duro —uprecio un poco caro pero no prohibitiv

—, cualquiera podía subirse al globcautivo que ese día estaría plantadcerca de los Baños Orientales y ver lciudad desde el cielo. La vista era mu

distinta de la que tuvo Eudald. Durantesos años, Barcelona había derribado ecorsé de sus murallas y, como liberadopor fin de un largo cautiverio, lo

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barceloneses habían salido eestampida, y ya habían engullido lopueblos de Sans, Gracia y Las Corts,

se acercaban con codicia a Sarriá, poun lado, y a San Martín de Provençalpor el otro. En su decidido avanchabían desplegado amplias avenidas elevado edificios perfectamentordenados en hileras, acompañados pouna caravana de árboles: árbol, och

metros, árbol, ocho metros, árbol.Desde el aire, la nueva ciudad eruna hermosa malla tendida pulcramenta los pies del Tibidabo, la colina que l

frenaba para que nunca pudiese alejarsdemasiado de la orilla del mar, dondhabía empezado todo. Ahí aún ervisible el trazado de la ciudad vieja cas

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gual de laberíntico que cuando Eudalo contempló. Solo que, a pie de playa

habían crecido novedades de lo má

variopintas: por un lado, frente a lBarceloneta, los edificios de los baños en el otro extremo, en el Somorrostro

el barrio de barracas que los gitanohabían levantado sobre la arena, y questaba cerca de la fábrica de gas Lebonque pertenecía a La Canadiense y habí

proporcionado el combustible que hacíque ese globo apacible y gordote, atada su larguísima cuerda, se elevasparsimoniosamente cargado d

ciudadanos intrépidos.Cuando por fin abrió los ojos, Consuelvio que Marie no estaba en la cama, que la cabeza le dolía tanto com

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cuando tuvo aquella bronquitis tan gravque hasta le dieron la extremaunciónLuego, la hermana Vicenta la obligó

ragar un potingue asqueroso que le hizestar dos días vomitando: pensó que iba echar hasta el alma recién purificadaPara que no le pasara de nuevo, decidiquedarse un rato echada, al fin y al cabera domingo y no tenía ningúcompromiso.

¿Dónde estaría Marie? La nochanterior, cuando llegó del bar Marsellaestuvo a punto de despertarla, pero afinal pensó que con lo dormidísima qu

parecía y lo distraída que estabúltimamente, no le iba a servir dmucho. Así que se quedó solaesperando que su cabeza dejase d

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bailar a causa del vermut, del eco dmillones de ¿y si? y de Luis.

Luis. Luis y la playa. El recuerd

se lanzó sobre ella como un bofetónesperado: ¡¿había quedado con Lui

para ir a la playa?! Consuelo sncorporó tan rápido como pudeniendo en cuenta su estado, y d

camino al terrado agarró el jarrón deagua.

El sol la recibió clavándole rayoen los ojos, como un tutor disgustadopero la brisa, mucho más indulgentecompensó con creces el esfuerzo qu

había hecho para llegar hasta allí. Era lprimera resaca de su vida, pero no dudun segundo en vaciar la jarra sobre scabeza y así, con el agua resbalando po

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su pelo y el camisón empapado, se senta la sombra para ordenar los recuerdode la noche anterior: el brazo de Fabi

en el suyo, morir en brazos de Alfredoal final de La Traviata, Luiderramando agua sobre el terrón dazúcar para endulzar la absenta acabándolo de deshacer con un dedo qudespués se llevaría a los labios, lbarba de Joaquim alrededor de lo

abios de Fabia, la risa en italiano de ltaliana, la mano de Luis acariciando shombro, ¿y si era esa Consuelo?, ¿y si sba a vivir a ese cuadro para siempre?

el cuadro de la playa, ir a la playa, Luidijo que iría a hacer fotos desde eglobo que ponían en la playa, ella dijque anda qué casualidad, que ell

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ambién tenía pensado ir a la playa, poner los pies en el agua, a pisar larena, lo dijo, sí, lo dijo, y él dijo que

as doce en la entrada de los BañoOrientales, y ella dijo que allí estaría. Yentonces le dio una arcada y aprovecha primera ocasión que tuvo par

escabullirse del Marsella y salicorriendo hasta su palomar.

Consuelo se echó el pelo mojad

hacia atrás y se acercó a la barandilla cuatro patas. Poco a poco, comemiendo que alguien la descubriese

sacó la cabeza hasta la altura de lo

ojos. Ahí estaba, más allá de la torre dereloj y los tinglados del puerto: un globde color rojo agarrado a una cuerdacomo el juguete de un niño gigantesco.

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Algo brilló desde el cesto qucolgaba de esa cosa, un destellrepentino que podía ser el flash de l

cámara de Luis, y que le hizo escondea cabeza y volver a cuatro patas a

palomar. «¡Eres tan tonta!», se recriminmientras se quitaba el camisón aúmojado. «¿Qué te crees, que se hsubido ahí para espiarte?». Sonaron ladiez en el campanario de Santa María.

Luis no había dormido casi nada cuandFabia apareció en el salón medienvuelta en una sábana y frotándose loojos.

 —Mis llaves —farfulló élrebuscando entre los almohadones de usofá estilo imperio.

La italiana pasó de largo si

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hacerle ningún caso. Cuando regresó coun vaso de agua helada en la mano, Luiseguía con su búsqueda frenética. Fabi

se dejó caer en un sillón y se apoyó evaso en la sien, en una pose tan parecida una de las fotos del catálogo de ESiglo que despejaba cualquier duda: nhabía nada más real que el arte.

 —¿Has buscado entre las copas—dijo muy bajito, señalando un muebl

bar que lucía como un paisaje despuéde la batalla. —¡Sí! Creo que he mirado en toda

partes —dijo un Luis extrañament

desesperado, de rodillas sobre lalfombra.

Entonces Fabia miró el reloj dpared: las once y media. Sonrió

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raviesa. —Vas a llegar tarde —canturreó.Luis la fulminó con la mirada.

 —¡¿Eso es todo lo que piensahacer para ayudarme?!

 —Shhhh, que vas a despertar Joaquim —le riñó Fabia, y se tapó lboca con la mano para no carcajearse.

 No podía creerse que Luis hubiesevantado la voz. Sabía que él venía d

un mundo donde nunca nadie levantaba voz. Podían decirse las brutalidademás abyectas siempre y cuando fuesepronunciadas en el mismo tono

volumen que usaban para comentar eiempo o el sabor de una sopa. Fabia l

sabía porque los había visto aguantasus constantes variaciones de volume

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napolitanas con la falsa naturalidad coa que toleraban los taparrabos de lo

faquires en las calles de Bombay.

 —Buenos días —saludó una mujede unos treinta años envuelta en una batde seda japonesa roja con unouchadores de sumo bordados en l

espalda. Se sentó en uno de los brazodel sillón en que estaba Fabia y le cogiel vaso de agua para dar un buen trago

Luis contestó con la cabeza debajo duna de las muchas mesitas que había ea estancia, esa que tenía las patas d

marfil.

 —¿Tú tampoco has visto milaves?

La mujer de los luchadores dsumo dejó de beber en seco y miró

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Fabia con cara de estupefacción. Ltaliana se encogió de hombros

divertida. Entonces apareció la cabez

de Luis, entre marfiles y tapiceríaotomanas, feliz al fin.

 —¡Aquí están! Pensé que nvolvería a entrar en mi estudio.

Echó una ojeada al reloj, fucorriendo hasta el sillón donde estabaas dos mujeres y se arrodilló.

 —Mi muy querida, queridaquerida Manuela, perdóname y, sobrodo, préstame tu coche —dijntentando que pareciese qu

simplemente fingía estar todo lnecesitado que en realidad estabaManuela le devolvió el vaso a Fabia se entretuvo jugueteando con el cabell

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de Luis.La noche anterior, cuando Manuel

Darcy y Santa Agullana entró en e

Marsella y Luis salió a su encuentrosupo enseguida que la velada estabganada.

 —¿Dónde está Michael? —preguntó él sin tapujos.

 —En Escocia, creo —respondiella—. Por cierto, la semana pasada m

encontré con Matilde en Budapest.Luis se abstuvo de preguntarlcómo estaba su madre y le pasó un brazpor los hombros.

 —Te veo muy contento —comentóella.

 —Esta noche la suerte está de mado —dijo él después de darle un beso

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 —Pues habrá que celebrarlo, ¿no?Luis la llevó hasta la mesa dond

estaban Fabia, Joaquim y una parte de

elenco que acababa de representaamlet  en el Teatro Romea, y que Lui

había invitado a sentarse para ver seran capaces de aliviar el vacío quhabía dejado Consuelo. No lconsiguieron, pero sí que aportarobullicio y buen humor. Y la noche se

alargó unas horas más sobre las mesade mármol del Marsella.La primera vez que Luis y Manuel

se acostaron fue en Alejandría, bajo u

enorme ventilador de aspas de maderde balsa que crujía tanto que temieroque cayera sobre sus cabezas. Se habíaconocido en una merienda en l

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residencia del gobernador a la quhabían acompañado a sus respectivopadres, pero se escaparon si

despedirse a mitad del espectáculo ddanza tradicional egipcia. Fuerodirectamente al hotel de Luis, que nuvo que decirle que tenía unas vistancreíbles sobre La Corniche porqu

ella ya lo sabía. En el momento en quManuela empezó a quitarse el vestido, e

canto del muecín retumbaba de mezquiten mezquita hasta colarse por el balcóen oleadas. Pecadores a la hora de loración, el primero de mucho

atardeceres. Pasaron dos magníficasemanas juntos, hasta que los padres dManuela tuvieron que volver a su puesten la embajada de El Cairo, y ellos s

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separaron sin dramas diciendo que ya sescribirían o que coincidirían en algúotro sitio.

Aunque por supuesto no sescribieron, sí volvieron a encontrarsePrimero en Estambul —entonces Darcera embajador ante los turcos—, y luegen Londres. Manuela ya se había casadcon un funcionario inglés bastante mayoque ella.

 —Un hombre encantador —le dija Luis— que no para de viajar.Supuestamente, Michael er

secretario de un ministerio, pero era u

secreto a voces que en realidad lenviaban a recabar información cualquier rincón del Imperio británicdonde se estuviera cociendo un

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revuelta. En cuanto estalló la GraGuerra, el matrimonio recaló eBarcelona, donde Michael era uno d

antos espías que fingían ser otra cosa. Yahora seguía desapareciendo poemporadas, y cada vez que lo hací

Manuela daba vacaciones al serviciosacaba algún dinero del banco y sanzaba a vivir la noche y ver si, d

paso, se encontraba por casualidad co

Luis.Las veces que sí se encontrabanLuis y Manuela volvían a retomar srelación donde la habían dejado, que er

en ningún sitio, en realidad, pero en uningún sitio cómplice y familiar dondno tenían que esforzarse en volver seducirse porque el trabajo estaba hech

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de antes.Manuela colocó en su sitio lo

cabellos de Luis que había despeinad

con sus caricias. Miró a Fabia. —¿Qué crees? ¿Le dejo el coche

¿Es por una buena causa?La italiana asintió solemnemente,

Manuela se puso a rebuscar en su bolso —Ten las llaves. Hasta mañana no

o necesito —dijo, y luego, a Fabia—

Espero que el tuyo sí se quede desayunar. He encargado un litro dchocolate.

El tacómetro del elegant

automóvil inglés marcaba 25 millas pohora. Pisando a fondo, Luis recorreríos veinte kilómetros desde Vallvidrera

donde vivía Manuela, hasta l

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Barceloneta, donde le esperaríConsuelo, en poco más de media hora.Consuelo inspeccionó el armarito y s

decidió por una blusa amarilla de piqucon cuello marinero y una falda de tallalto, también de color claro. La faldaque era de Marie, le quedaba bastantcorta, más o menos como el polémicuniforme de criada de casa de los Pou, por un momento imaginó que eran la

manos de Luis las que rodeaban suobillos y subían por sus piernas. Atajóel pensamiento cerrando con excesivbrusquedad el armario, pero teniend

muy claro que si en lugar de la Pohubiese estado Luis en aquel sótanohabría necesitado muchísima fuerza dvoluntad para echar a correr y escapa

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de entre sus dedos. En fin, seguramentnunca tendría que pasar aquella prueba.

Y acabó de vestirse deseando qu

a falda fuera del largo adecuado parun día de playa. No podía saberlo: solhabía visto el mar de lejos. Se veídesde la entrada del cementerio dePoblenou, pero las monjas nunca ladejaron llegar hasta la arena. Y tambiéno había visto desde el tren que la llev

a Tarragona, de camino a casa de loPou, pero la verdad es que, ni a la ida na la vuelta, aunque por razones mudistintas, estaba para admirar el paisaje

Y otra vez pensó que si hubiesen sidoas manos de Luis…

Salió con tiempo de casa, decidida caminar despacio y evita

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movimientos bruscos que pusieran emarcha el concierto de trombones de scerebro. Pero el primer movimient

brusco tuvo que hacerlo para esquivar Antonia, que, a saber por qué, estabsentada en el suelo del rellano de lescalera.

 —¿Estás bien? —preguntConsuelo.

 —Sí. Sí.

Consuelo bajó un par de escalonemás y se detuvo. —¿Seguro? ¿Te pasa algo? —No.

Antonia, perfectamente hierática, nsiquiera respondió al extrañado «Hastuego» de su amiga. Al fin y al cabo, se hubiera dicho que había acabado co

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odos los santos de la iglesia para nadaampoco la habría entendido.

A Consuelo no le costó encontra

os Baños Orientales: con sus detallede palacio de Las mil y una nocheseran los más extravagantes de todos esoedificios que habían crecido enfrente debarrio de la Barceloneta, y que hacíade intermediarios entre la ciudad y splaya.

Los primeros baños habíaaparecido hacía algunos años covocación de balneario. Visto que lmayoría de los barceloneses prefería n

desafiar las olas ni las tintoreras —esoiburones a los que les gustaba nada

entre la desembocadura del Besós y eLlobregat—, ni las leyes de la decencia

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os baños, construidos sobre la mismorilla, les ofrecían la oportunidad dsumergirse en agua de mar e

condiciones seguras y decentes: ebañeras individuales o piscinacolectivas estrictamente separadas posexos.

Aun así, todos los baños teníasalida a su propio pedazo de playa, parque los más valientes pudiesen deja

atrás bañeras y piscinas y adentrarsibremente en el Mediterráneo, con lúnica restricción de una maroma quesujeta a una boya, hacía las veces d

salvavidas y separaba la zona de lohombres de la de las mujeres.

A pesar de ser un domingocaluroso, el paseo marítimo estab

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bastante despejado. Ese día la graatracción era el globo rojo, y lo habíaplantado del otro lado, frente al puerto

De modo que cuando aún estaba a variometros de los Orientales, nada ni nadise interponía entre Consuelo y Luis, qua esperaba sentado en la escalera de

edificio. No hacía ni dos minutos quhabía llegado, y no había tenido tiemppara nada más que agradecer que ell

aún no estuviera y recomponer un pocsu aspecto. Se había quitado la chaquet  se había subido las mangas de l

camisa, más que nada porque en el puñ

derecho descubrió una mancha dabsenta. Se peinó los cabellos haciatrás con los dedos y, después dponerse las gafas de sol, se sintió má

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que presentable. Hasta que la vio a ellaAunque se dio perfecta cuenta d

que Luis llevaba el mismo traje de l

noche anterior, que parecía demasiadooscuro y demasiado grueso para locasión, Consuelo no sacó ningunconclusión. Lo único que le preocupabdesde que lo había visto era de qudemonios iba a hablar con el CarCarissimo sin la intermediación d

Fabia. —¿Qué tal el globo? —preguntó asaludarle.

 —Bien, muy bien.

 —¿Has hecho fotos?Luis asintió al tiempo que s

palmeaba la cintura, en el punto exactdonde solía estar su cámara cuando l

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levaba colgada al hombro. —Sí, he dejado la cámara en e

coche, en el coche que me han prestado

por allí.Teresa Pou tenía la cualidad d

ponerle nervioso, pero aún era peor coese vestido claro, tan diferente deencorsetado traje negro de siglera, quen lugar de estrujarla se deslizabigeramente sobre su piel con cada un

de sus pasos. Y en vez del moño tiranteque Clara Morgadas les obligaba levar, solo se había recogido el pelo ea nuca con un pasador. El sol la hací

entornar los ojos, con sus pestañanegrísimas. Luis se dijo que le vendríbien meterse en el mar. Y, recuperandoel control de sí mismo, eso fue lo qu

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propuso, un instante antes de pensar quno había llevado traje de baño y, por loque veía, ella tampoco.

 —Ir a la orilla —se corrigió.Y luego, echando a andar co

resolución, le dijo que la entrada dseñoras estaba a la izquierda.

Se encontraron descalzos —Luicon los pantalones remangados, ellalzando con cuidado la falda de Mari

— a ambos lados de la maroma que loseparaba y se adentraba en el mar. Anotar el tacto de la arena húmeda en laplantas de los pies, Consuelo se olvid

de Luis y de la falda que no querímojar y siguió hasta la orilla, mirando lespuma leve en las olas verdosas que sestiraban y se retiraban con ese bail

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ancestral y tranquilizador. «Ven», ledecían. Pero cuando hundió sus pies eel mar sintió un escalofrío tan oscuro

denso como sus pesadillas infantiles, aquel monstruo que la perseguíentonces, empapándola a través de lnegrura con su aliento espeso, emergiun brevísimo instante. Consuelo se echatrás con brusquedad.

 —¿Está fría? —preguntó Luis;

puso una mano sobre la suya, questrujaba la maroma. No lo sabía, no sabía qué habí

sido aquello. Pero se alegraba de que é

estuviera a su lado, y no allá delante, eel mar, donde algún intrépido nadadoestrenaba la temporada de bañoalejándose a brazadas de la cuerda. Si

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apartar la mano, Consuelo volvió poner los pies entre las olas y ya solsintió un frescor delicioso y tan radiant

como el día.Tras ella había un corro de mujere

sentadas en la arena. Bajo sus ampliovestidos de baño negros, con faldahasta las rodillas, llevaban medias dalgodón que solo dejaban al aire lopies. Algunas sujetaban sombrillas

otras sombreros de paja. Las menosgorros de baño similares a turbantesEstas últimas, más deportivas, tambiéhabían intentado retocar su atuendo

reduciendo el vuelo de la faldacambiando la camisola por uncamiseta, eliminando lazos y volantes hasta prescindiendo de las medias. Un

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de ellas, una señora altísima, se levant—Consuelo vio que echaba una rápidmirada apreciativa a Luis al pasar po

su lado— y agarrada a la maroma entrcon coraje en el mar, hasta que el ague llegó a la cintura.

Luis no podía dejar de contemplaa Consuelo mirando el mar. Cuando ellse giró, él le preguntó, alzando la vozqué le parecía la playa.

 —Perfecta —dijo ella. —¿Mejor que en el cuadro?Consuelo se rio. Le preguntó si d

verdad recordaba todas las tonterías qu

ella había dicho la noche anterior y édijo que por supuesto. La respuesta quesperaba Consuelo era que no eraonterías, pero él insistió en que sí, qu

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o único sensato que había dicho era ququería ir con él a la playa.

 —No fue así —dijo Consuelo—

Yo también me acuerdo.La señora altísima volvía much

menos grácil de su baño: avanzabadeando como un buey que arrastrar

una carreta cuesta arriba. El traje qulevaba debía de pesar mojado unonelada, y Consuelo pensó que algun

de esos hombres al otro lado de lcuerda acabaría teniendo que ayudarla salir. Parecían mucho más ágiles quella, pero es que sus trajes de baño, d

cuerpo entero, eran ceñidos y solo lelegaban a medio muslo. Por fin l

consiguió: salió del agua exhausta, sagachó hasta apoyar las manos en la

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rodillas y recobró el resuello. Consuelpensó que si tiraran a la hermanMontserrat con su hábito negro al agua

uego la volvieran a pescarposiblemente tendría la misma pintaAlgo de eso debió de decirle a Luispara que él comentara que Barcelonseguía siendo muy tradicional en muchacosas.

 —Esto ya se ve en pocos sitios —

e dijo, mientras la señora emprendía sarduo camino hacia el corro de amigas.Días después, Antonia y Mari

celebrarían la llegada de Neus a

palomar con un vestido de franela negraera un traje de baño casi a estrenar qusu altísima señora había jurado nvolver a usar jamás.

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Mientras se quitaban la arena de los pie  se calzaban, cada uno en su zona

Consuelo pensaba que el doming

estaba siendo, de verdad, perfectoSentía una especie de alborozo infantique no achacaba solo a sdescubrimiento de la playa: también os halagos burlones de Luis, y a que s

permitieran estar a ratos en silencio que esos silencios no resultara

ncómodos. Ella pudo recordar, ya coa cabeza despejada, el vuelco que ldio el corazón cuando Joaquim le llam«Consuelo», y se dejó llevar por e

ensueño de que aquella otra Consuelfuera su madre, y se preguntó qupensaría de ella al verla pasando coLuis Martí una mañana soleada en lo

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Baños Orientales, convertida en lriunfal siglera Teresa Pou. Porqu

además, y por no estar pensando en ello

Consuelo había encontrado lnspiración para los diseños de play

que presentaría a Clara.En su zona de los baños, Luis se dio unducha rápida y se volvió a poner la ropambién absorto en sus pensamientos

que básicamente giraban en torno

cómo alargar el día con Teresa. Si nohubiera sido tan idiota como pardejarse la cartera en casa de Manuelaahora podría llevarla a comer. Por eso

cuando alguien le palmeó con fuerza lespalda y al girarse descubrió que erJuli Vallmitjana, vio la luz.

 —¡Qué bien que estés aquí! ¿N

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levarás dinero encima?Juli casi se carcajeó. Por supuest

que no. Lo que sí podía ofrecerle er

omar un aperitivo en su casa: estaban aado. Juli vivía en el vecin

Somorrostro, en una barraca entre logitanos. La única barraca con unbodega digna del mejor restaurante. Dhecho, la única barraca con bodega. Luino se molestó en explicarle por qué n

podía, y se despidió apresuradasegurando que iría a visitarle pronto.Cuando salieron de los Orientales

ambién Luis había encontrado l

nspiración: invitó a Consuelo a comer su estudio. Estaba un poco lejos, pero ecoche llegarían en un momento y ademáe juró que sabía cocinar. No estab

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seguro de que Teresa fuera a aceptarpero lo hizo.Luis decía que su estudio se encontrab

en Barcelona y, aunque en realidadestaba a solo unos tres cuartos de horandando de Las Ramblas, cualquiebarcelonés de toda la vida habría dichsin dudar que aquello era el Poblet San Martín de Provençals. Cierto es quel Ensanche ya había tirado unas cuanta

de sus calles rectilíneas hasta allí, pera zona seguía siendo un barricompuesto de elementos difíciles dcombinar: las casitas de los obreros qu

vinieron para la Exposición Universade 1888 y se quedaron para siemprealgunas fábricas de indianas, molinos dharina, unas cuantas masías, huertos

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cabras pastando y esa iglesia tan extrañque estaban levantando y que algunolamaban la Catedral de los Pobres

otros la Sagrada Familia.A Consuelo le divirtió constata

una vez más hasta qué punto Luis y ellhablaban idiomas diferentes. Noaquello no era Barcelona. Y noampoco era un estudio, era una masí

de las pocas que quedaban; y donde é

se había instalado —el resto de la casparecía deshabitado— no era upalomar —¡si lo sabría ella!—, era uático tan grande como el de la Casa d

a Caridad, donde tenían la enfermeríporque se ventilaba mejor.

Pero Consuelo no dijo nadaaunque debió de sonreír demasiad

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abiertamente y él sospechó. —¿De qué te ríes? —De nada —dijo ella, pasand

frente a una hilera de altísimaestanterías atestadas de libros, papeles o que ella habría llamado cacharros

suponía que Luis, aparatos fotográficos.Se paró ante un gran ventanal qu

daba precisamente a la iglesia rara. —¿A que es bonita? —dijo Luis.

Consuelo miró aquel desbarajustde torres a medio hacer, agujereadacomo un panal de abejas.

 —Pues no sé. Creo que necesitarí

verla acabada para saberlo. —¡Ya me gustaría a mí, pero

endríamos que ser inmortales! Esto vpara largo —contestó Luis yendo haci

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una cocina que solo era un fogón y unmesa enorme de madera de nogal en unesquina.

 —¿Te gustan los espaguetis? —preguntó, pero como vio que ella volvía ensanchar su sonrisa, añadió enseguid—: Fideos, muy largos, italianos.

Y se quedó pasmado cuandoConsuelo le dijo que seguro que sí añadió casi sin darse cuenta «Car

Carissimo». Decididamente aquello ibmás que bien, pensó Luis mientrasacaba un bote de la fresquera.

 —¿Puedo ayudar?

Consuelo estaba a su espalda, coas manos abiertas sobre la mesa d

nogal. Luis notó que su pelo aún olía mar. Se dio la vuelta y le pasó el bote.

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 —Es pesto. —De nuevo la sonrisancha en la cara de Consuelo—. Unsalsa, la he hecho yo, y me he tenido qu

pelear con una cabra para conseguir lalbahaca, o sea que trátala con cariño.

 —¿Cómo? —Viértela en un cuenco

remuévela hasta que el aceite y lahierbas estén bien mezclados.

 —Vale —dijo ella, pero siguió

mirándole. Hasta que Luis descendipara dejarle un beso en la comisura dos labios. Entonces Consuelo cerró lo

ojos.

Luis se apartó y le puso la mano ea barbilla para contemplarla mejor

Pensó cuánto le gustaría verla dormida. —Despierta, Teresa —le susurró.

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Consuelo abrió los ojos ymordiéndose el labio, donde él la habíbesado, empezó a rebuscar lo qu

necesitaba para remover el pesto, otrcosa que no había hecho en su vida.

 No dijeron nada en un ratoSimplemente prepararon la comida pusieron la mesa, como si llevasen añohaciéndolo. Y tal y como sucede entros que se conocen bien, ella dijo d

pronto en voz alta algo que cruzrepentinamente por su mente: —¿Tienes la foto de esa modelo d

onell?

 —¿De Consuelo?Luis se secaba las manos con u

paño. Ya estaba todo a punto. —Sí, la gitana. Es que com

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Joaquim y tú decíais que me parecía ella…

Luis dejó el paño sobre la mesa d

nogal y se dirigió hacia la estantería. —Tiene que estar por aquí.Consuelo le siguió instintivamente

como si su cuerpo no pudiese toleraque de repente se alejara de ella. Luiabría y cerraba cajas, dejando entrevefotos de catálogos de El Siglo, de la

calles de Barcelona, retratos de gentque ella desconocía, de mujeredesnudas…

Luis siguió su búsqueda hasta qu

se volvió hacia ella, feliz: —Aquí tengo una copia. No m

digas que no es verdad que os parecéiun poco.

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A pesar de las ganas que Consueloenía de ver esa foto, le costó u

esfuerzo titánico olvidarse del montó

de mujeres desnudas que, tal y como lmaginó entonces, estarían repartidas e

varias cajas por todos los estantes daquella altísima estantería. Pero epoder de los ojos de la otra Consuelo lfue atrayendo hasta captar toda satención y esperanzas.

 No era un retrato convencional, coa Consuelo de Nonell posando sentado de pie. Parecía más bien una imageespontánea, robada, como si e

fotógrafo, quienquiera que fuese, lhubiera sorprendido de verdad. Sestaba secando el pelo, la larga melenenredada en un trapo que frotaba con la

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dos manos. Miraba a la cámara con unsonrisa divertida, de falso reprochepero era difícil adivinar con exactitu

sus rasgos. —Ahora vuelvo —le dijo Lui

como dándole tiempo. Y saliócorriendo. De repente se había dadcuenta de que lo único que faltaba parque todo fuera perfecto eran unas floresilvestres en la mesa.

Pero Consuelo no necesitabiempo. Desde que había visto lamujeres desnudas, ese hilo que los habído enredando durante la mañana s

había roto. Cogió sus cosas y, con lfoto en la mano, se marchó.

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11

Cuadrar las cuentas

Había decidido que pusieran la mesen el jardín, y que sirvieran una cenfría y un vino de Haro, y ya no tuvo qu

decidir nada más: solo acordarse dlegar pronto a casa para celebrar s

cumpleaños. La eficaz Bernadette socuparía de todo. Había sido su niñerde pequeña y la acompañó, tras smatrimonio, para cuidar de sus hijosLos hijos no llegaron, pero Bernadett

—que era organizada, discreta y sabícómo había que hacer las cosas casmejor que Clara— se convirtió en lúnica persona del servici

mprescindible en casa de los Cot

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Morgadas. Clara pudo pasar el día en ESiglo totalmente despreocupada de lopreparativos; sabía que todo estarí

perfecto, como así fue.La larga mesa de mármol del jardí

estaba engalanada lo justo, con la vajillque les regaló su suegra y que solusaban cuando ella iba de visita, en vede la de Sèvres, que era la que Clarprefería. La cocina estaba hasta arrib

de barreños con hielo encargados a unfábrica del Poblenou, porque la pequeñmáquina que tenían para hacerlo en cas—y que vendían en El Siglo desde hací

poco— no habría dado abasto, y unvichyssoise caliente en un mayo taveraniego era lo peor.

Iban a ser veinte. En realidad

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Clara habría estado encantada con pasade puntillas por su cuarenta y documpleaños, pero su suegra nunca s

olvidaba de una fecha y ya hacía unasemanas que le había preguntado cómo iba a celebrar.

 —Había pensado en una cena ecasa, solo la familia —improvisó.

 —Perfecto, me reservaré el día. —Qué bien.

Así que Clara invitó por obligacióal resto de Cots y por cariño a su padr  a su hermana pequeña, Conchita, qu

fue a los que más le costó convencer. E

señor Morgadas, desde que se habíquedado viudo, apenas salía de casa; npor abatimiento, sino porque su mujer lhabía arrastrado durante cincuenta año

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de sarao en sarao y ya le apetecídescansar; y Conchita, que vivía con éenía alma de monja.

Clara se sentía en deuda eterna coConchita, enamorada desde niña de uprimo lejano y obsesionada con metersen un convento desde que él se casó cootra. Fue Clara quien la convenció dque para servir a Dios y aislarse demundo, nada como quedarse

acompañar a sus ancianos padres…Conchita no era tonta ni fea, pero lpobre era aburridísima. De algunmanera, su biografía se detuvo a lo

dieciocho, cuando en su propia puestde largo se enteró del compromiso de sprimo con una de las invitadas. Ahorodo lo que comentaba, todo lo que l

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nteresaba, había sucedido antes de esdía. Y si a Clara le hastiabaprofundamente hablar de las vidas d

parientes y conocidos, le hastiaba muchmás cuando eran anécdotas sucedidas eel siglo XIX.

 —Pobrecita, hay que ver, menudosusto.

 —¿Quién? —Elvira, se pinchó con una rosa

como se le infectó casi le cortan ubrazo. —¿Qué me dices? ¿Cuándo h

sido?

 —¿No te acuerdas? Si estábamougando en su jardín, que a ti te castig

Bernadette por tirarle del pelo a lmediana de los Montoliu…

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Clara estaba demasiado ocupadpara pasar a visitar a su padre y a shermana. Por eso aquella noche estab

decidida a brindarles toda su atenciódurante la cena, para aplacar su malconciencia. Como llegó con el tiempusto para cambiarse, pidió a Bernadett

que la acompañara y le explicase lopormenores de los preparativos. No lmportaban en absoluto, pero querí

estar preparada por si le preguntaban que no pareciera que desatendía suobligaciones domésticas.

Lo cierto es que Clara disfrutab

muchísimo en su casa. No, desde luegoeligiendo los menús o renovando la ropblanca —eso lo dejaba totalmente emanos de Bernadette—, sin

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simplemente sentándose con un libro eel salón o a la sombra del naranjo, dándose un baño. Qué maravilla esa

uberías modernas, y el agua que nardaba apenas en calentarse, y la lu

entrando a raudales por las cristaleradel cuarto de baño, que eraranslúcidas para ser perfectament

púdicas, como si siempre estuvieseempañadas.

Cuando Clara le dio el sí al joveFernando Cots, él se había lanzado buscar un palacio en la ciudad vieja eel que Clara pudiera sentirse como e

casa. No estaban oficialmente en ventapor supuesto, pero sus propietarios sas veían y se las deseaban para costea

su mantenimiento y sobrevivir entr

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pasillos lóbregos, escaleras copeldaños sueltos y tejados por donde scolaba el agua, que, además de inunda

as habitaciones, estaría pudriendo lacentenarias vigas de madera que costabun potosí reemplazar. Casi cualquiepropietario de un palacio del barriGótico estaría dispuesto a venderloTambién, casi cualquier propietario dun palacio del barrio Gótico sería tí

más o menos lejano de Clara, o loMorgadas le llamarían «tío» igualmenteY Clara se permitió pensar en uprincipio que era por eso por lo que n

a convencía demasiado ese plan dcomprarles su casa: era poco delicadoo podía parecer una venganza por habemurmurado —estaba segura— sobre s

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compromiso matrimonial, taconveniente y tan poco como es debida la vez.

Pero en realidad Clara no erdelicada, y tampoco le importaba qufueran a considerarla revanchistaEnseguida tuvo que admitir que por lque no le convencía el plan de sprometido era porque no le apetecínada seguir viviendo en un palaci

barroco. Detestaba desde pequeña esoclaroscuros violentos que convertían laestancias en capillas o escenarios de ueatro; y maldecía el artesonado de lo

echos, cuyos cuadrados se habíhartado de contar cuando se iba a lcama sin sueño y sin una lámpareléctrica en la mesilla para poder lee

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su manoseado libro de fábulas dPerrault en francés.

Clara le pidió a Fernando que s

hicieran una casa moderna, con muchuz, con un jardín donde corriera el aire

con enchufes por todas partes y cañeríaa la última y radiadores de hierro en lahabitaciones principales. No lmportaba que estuviera fuera d

Barcelona, y acabaron comprando u

rozo de la finca de recreo de un amigde los Cots, Eusebi Güell, no lejos demonasterio de Pedralbes.

Los suegros de Clara pusieron e

grito en el cielo: para ella estaba mubien porque se podía quedar en su casde campo, pero el pobre Fernando, quendría que atender sus negocios en l

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ciudad, iba a tener que pasarse el día eel coche. Pero Clara no se arredró ypara estupor de sus amigas, le dijo a s

prometido que podía reservapermanentemente una suite en el hoteColón por si tenía que hacer noche en lciudad de vez en cuando. Con esdemostraba o muy poco romanticismo una confianza ciega en la fidelidad de sesposo. Porque, a fin de cuentas, l

acababa de autorizar lo que en lenguajcomún era un picadero. Pero Fernandofinalmente, no hizo demasiado uso de shabitación de hotel. La convivenci

matrimonial era agradable, la casa quconstruyeron deliciosa y, además, coos años, Barcelona se acercaría

Pedralbes.

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Cuando Clara se hizo con el controde El Siglo, le tocó a ella ir y venir en ecoche. Fue una solución de emergencia

mientras Fernando y sus hermanovarones se hacían de oro con suexportaciones a la Europa en guerraPero hacía ya cinco años de eso, y loCots veían que Clara no tenía ningunntención de devolverles la dirección dos grandes almacenes, una direcció

que le habían concedido «de formemporal», como no dejaban de repetirla la menor ocasión. Sin embargo, Clarconfiaba en que ese día, el de s

cuarenta y dos cumpleaños, no tendríaa desfachatez de volver a repetírselo

Se equivocaba.Las criadas ya habían retirado lo

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platos con restos de ensalada de fruta«macédoine», que decía Bernadette)

habían traído la bandeja del café y e

carrito con licores. El padre de Clara sestaba fumando uno de los magníficopuros de Fernando, que le había metidotro en el bolsillo del chaleco «paruego». Solo le había faltado darle a s

suegro unos cachetitos cómplicesaunque el viejo Morgadas habrí

aguantado hasta los cachetitos con unsonrisa beatífica con tal de llevarse casa otro habano como ese. Le habíasentado a la izquierda de su consuegra

bien lejos de Conchita, gracias a Diosporque había tomado mucho más vino eesa cena del que el médico y ella lpermitían beber en un mes.

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Cuando se levantó estaba aturdidono tanto por todo ese vino como por eaburrimiento y el suavísimo olor

azmín que llegaba de vez en cuando coa brisa. Conchita también se levantó

preguntó a Clara si podían avisar achófer de que tenían que irse. Arnau erealidad no era su chófer, sino el taxistque les había traído. Pero habírabajado siglos en el palacio, com

cochero, antes de establecerse por scuenta con el Fiat 12 que Morgadasnsólita y generosísimamente, le habí

regalado cuando se casó con otr

empleada de la casa.Arnau estaba encantado de llevar

raer a su viejo patrón las pocas veceque salía. También porque así podí

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reencontrarse con viejos amigos que aúestaban al servicio de los viejos amigode Morgadas, y presumir de lo bien qu

e iba. En ese momento estaba tomandun vino con Bernadette, en la cocina, enía una sonrisa casi lasciva en loabios. Ya no era esa joven francesa con

modales estirados que había causadconmoción en la cocina de los Morgadahacía cuarenta años. Pero con aquell

chica, Arnau se lo había pasado mubien, y los dos aún se acordaban. Eestruendo de cristales rotos y los gritorompieron la plácida sensualidad de es

momento. Corrieron afuera y vieron quel viejo se había desmayado sobre ecarrito de las bebidas.Llevaron a su padre a un cuarto d

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nvitados y Clara se quedó a su ladhasta que llegó el médico, avisado poFernando. Conchita se retorcía la

manos, Bernadette recogió el estropicioa suegra de Clara y los Cots, má

discretos, se marcharon cuandcomprobaron que el anciano estaba bien a Arnau le dijeron que también podírse: Morgadas y su hija dormirían es

noche en la casa. Eran cerca de las tre

cuando Clara, agotada, se dirigió adespacho para consultar la agenda dedía siguiente y ver si podía llegar máarde a El Siglo. El médico creía qu

solo había sido cosa del calor —le dabreparo mencionar el alcohol—, perClara quería estar ahí por la mañanpara asegurarse de que su padre s

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encontraba bien. Nada más abrir lpuerta del despacho vio a su maridocasi encogido en un sillón, con u

hermano a cada lado. A Clara laestampa le recordó a esos grabadongleses de sabuesos acosando a uniebre.

 —Clara… —dijo él, y no estabclaro si el tono era de alivio o de sust—. Estábamos… —dudó.

 —Estábamos hablando de El Siglo—Fue Faustino, el hermano mayorperfectamente recuperado de su cólicnefrítico, quien optó por disparar

bocajarro. —¿Qué ha dicho el médico

¿Cómo está? —preguntó Fernandoncorporándose un poco y atisbando un

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escapatoria. —Bien. ¿Y qué hablabais de E

Siglo?

Clara colocó otra silla entre lodos sabuesos y se sentó frente a smarido, indicando que tenía todo eiempo del mundo para hablar. No

Fernando no podría escurrir el bulthasta una próxima ocasión en que sfamilia volviera a acosarle. A Clara, la

ógica pero imprevista fragilidad de spadre la había alarmado tanto quprefería sentirse combativa en lugar dagotada. Los Cots no habían estado mu

atinados eligiendo el momento parreanudar la cacería.

 —Un poco en general —dijFernando—, lo de la huelga, la campañ

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del próximo otoño… —La galería de arte que al parece

has montado… —intervino su hermano.

Clara dijo que la tarjetnvitándoles a la inauguración ya debí

de haberles llegado y que confiaba eque pudieran asistir. Estaba segura dque iba a ser un éxito. Su cuñado no ldudaba: seguro que sería muentretenida, si la había organizado e

primo Juli Vallmitjana. No dudaba deque acudirían todos sus colegas, spodían beber de balde. Quizá hasta slevaría a sus vecinos de

Somorrostro… Clara, sonriendo cooda la dulzura que pudo, le dijo que Jule había ayudado a localizar los cuadro

de Nonell, pero que de la organizació

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del evento se había encargado ella. Shabía asegurado de que asistiría la gentadecuada, y la prensa había respondid

muy bien a la conferencia del otro día¿no había leído el artículo de LVanguardia?

Después de que en la cena en casde su suegra la hubieran dejaddesarbolada —si había salido indemndel ataque de los Cots había sido por l

mprudencia de no rematarla cuandestaba vencida—, Clara había tenidiempo para reforzar sus defensas. Tení

mil argumentos para defender que E

Siglo destinara algún dinero a unexposición de pintura. Reforzaría sprestigio, atraería a nuevos clientesendría repercusión en la prensa de

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resto de España, e incluso en Europa…A su cuñado, todo aquello le parecímuy bien, pero le recordó que l

primordial era vender más a más gente hacerlo ya.

 —Verás, Clara —le dijo, girandounos grados su silla hacia ella aflojando así la presión sobre shermano, que aprovechó para levantars buscar un cenicero—, a ver cómo te l

explico para que tú me entiendas. Lo qupasa con los negocios es que son uncuestión de oportunidad, del aquí ahora. Detectar qué necesita la gent

ahora, y dárselo. Ver qué está ahora podebajo de su precio, y comprarlo parvenderlo después. Comprobar lorecursos que tienes ahora, y dónde e

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mejor colocarlos para que den urendimiento a corto plazo. ¿Me sigues?

A Clara se le iba borrando l

mpostada dulzura del gesto, perasintió con la cabeza y dijo que lseguía perfectamente.

 —La cuestión es —siguió— quacercar el arte a la sociedad, y que ESiglo sea sinónimo de cultura y dprogreso, y hacer que nuestra marca s

ea en la prensa de la Cochinchina odo eso que dices, es una cosmagnífica. Magnífica, Clara. Pero no emuy útil a corto plazo. Porque, verás

os recursos son limitados y la vida ecorta. Y nosotros —y recalcó e«nosotros» con un destello de orgullo dclase— no podemos emplear nuestro

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recursos en algo que estará muy bien daquí a cien años, porque… porque nestaremos aquí para verlo. No estamo

aquí para transmitir un patrimonio nuestros bisnietos (y perdona, ehFernando, no quería hablar ddescendencia, quiero decir los bisnietode cualquiera), sino para crear riquezahora, y que con esa riqueza se mueva epaís. ¿Puedes decirme, Clara, qu

beneficio inmediato vamos a sacar dcolgar en la planta tercera unos cuadrode Nonell?

Clara, ya sin sonreír, le dijo qu

ban a ahorrarse un buen dinero epublicidad porque no haría falta pagapara que hablasen de El Siglo; que nestaba pagando por el préstamo de lo

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cuadros; y que con la exposición lgente entraría en los almacenes en lomeses de verano, que siempre eran má

flojos. —¿Pero entrarán a qué? ¿A

comprar? —intervino por primera veErnesto, el hermano menor—. ¿Locuadros estarán a la venta?

 —Algunos sí, ¿no, Clara? —dijentonces su marido.

Y ella explicó que algunos sí, peroque la idea no era vender arte comquien vende cuberterías, sino utilizar earte como reclamo.

 —Y las cuentas van a cuadrar —aseguró.

Y ellos dijeron que ya era tardpara dar marcha atrás en ese pla

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absurdo, pero que, efectivamentequerrían ver esas cuentas en septiembre  tomar las medidas necesarias si n

cuadraban. Su cuñado Faustino se pusde pie.

 —Se ha hecho tardísimo. Muchagracias por la cena. Solo para que quedclaro: estoy dispuesto a encargarme dEl Siglo si las circunstancias lo exigenTe agradecemos el esfuerzo de todo est

iempo, pero ya va siendo hora de ser upoco más prácticos con esto. Al fin y acabo es un negocio de la familia Cots.

Y los sabuesos salieron de

despacho con el regusto a sangre de unpieza que ya daban por cobrada.Tenía que pasar. Llevaban demasiadodías cruzando sus caminos como si nada

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aturalmente, fue Antonia la que estallóUna noche, después de cenar, oyó lpuerta de la calle y el trotecillo d

Marie subiendo la escalera. Como sformasen parte de un mismo mecanismoen cuanto el trotecillo pasó ante spuerta, Antonia se levantó de la mesafue a buscar uno de los flanes que habíhecho esa tarde, lo dejó al lado del platde Ramón, le puso a su hijo en el regaz

, sin dar explicaciones, agarró scosturero, se colgó en un hombro laprendas que estaba cosiendo —un pade guardapolvos para el colmado de l

esquina— y se subió al palomar.Llegó a tiempo de ver cómo Mari

se acababa de quitar la chaqueta yhaciendo una pelota con ella, la lanzab

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con fuerza sobre el camastro. —Esa chaqueta te la hice yo —dij

Antonia soltando el costurero y lo

guardapolvos sobre la mesa. —¡Qué susto! —dijo Mari

levándose una mano al pecho—. Lpróxima vez llama, que me va a daalgo.

 —Que llame —repitió Antonia coaparente tranquilidad.

Consuelo apareció por la puertque daba al terrado. —Ah, ¿estáis aquí? —Así que quieres que llame —

nsistió Antonia—, tengo que llamapara entrar en mi taller.

 —Mejor nos sentamos… —sugiriMarie, queriendo decir: «Vamos a tene

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a fiesta en paz».Pero Consuelo se decidió por otr

estrategia, y se plantó delante d

Antonia, mirándola directamente a loojos y con el mentón un poco alzado.

 —Pues no estaría de más qudieses un par de golpes en la puerta. Yopago mi alquiler puntualmente, y el dMarie bien que te lo cobras de srabajo. O sea que eso de tu taller, mejo

o revisas.Y Antonia echó los hombros haciaatrás y se lanzó.

 —A ti te voy a revisar yo. ¿S

puede saber de dónde venías la otrnoche?

 —¿Es que tienes la porterísiempre abierta? —dijo Consuel

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alzando un poco más el mentón.Marie seguía sentada, mirándola

con los brazos cruzados y las pierna

bien estiradas. —Hay que ver lo mal que te est

sentando este embarazo —dijasintiendo con la cabeza, coresignación.

Antonia le dio una puntada en ezapato para que encogiera las piernas

pudiese pasar. —¿Qué pasa?, ¿que cuanddesapareces es porque te vas a clases dMedicina? —soltó Antonia.

Marie se levantó y su silla cayó asuelo.

 —No, voy a clases de cómaguantarte. Y ¿sabes quién se sienta a m

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ado? Ramón. —Pues mira, hazme un favor: ¡l

próxima clase le dices de mi parte qu

no hace falta que vuelva a casa! —tronAntonia, brazos en jarras y medidoblada.

 —No hará falta, yo creo que te hoído —dijo Consuelo.

Y Antonia se llevó una mano a laboca. No por arrepentimiento, sino par

no seguir gritando.Estaban las tres sentadas ealmohadones en el terrado, las espaldaapoyadas en la barandilla.

 —¿Todos los santos?, ¿de verdad?Marie aún no había digerido l

noticia. —Casi todos —dijo Antonia—

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san Agustín está muy arriba y no pudlegar hasta la mitra esa de obispo quleva.

 —Y ¿por qué? ¿Te pidió mosénicolau que le devolvieras el favor?

 —¡Qué va! —se rio Antonia—estaba tan extrañado como tú, el pobrhombre.

 —¿Entonces? —Y más que pocuriosidad, que también, Consuelo l

preguntó recordando con preocupacióa triste figura de su amiga sentada en erellano.

 —Porque Ramón cruza esa iglesi

cada día y quería saber si se darícuenta, porque no puede dar lo mismque algo pase o que no pase, porque npuedo seguir como si nada después d

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anta angustia… —Y Antonia miró loirones de nubes que se deshilachaba

poco a poco, como su rabia. Consuel

había acertado: la bronca le habísentado muy bien.

Las voces de las tres, suspendidasobre los tejados del Born, sobre erumor nocturno de las callejas de abajose fueron alternando hasta llegar a tejeel relato de lo que habían sido su

andanzas durante esos días en los quhabían vivido alejadas. Marie les fucontando sobre Vidal.

 —¿Quién? —preguntó Consuelo.

 —Un tipo que salió del barcocárcel con Ramón —le aclaró Antonia.

 —Sí, ese —dijo Marie, y bajó lcabeza para admitir que se habí

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enamorado como una tonta de él, qudespués de pasarse la vida hablando dbanqueros de París, había caído a lo

pies de un marinero. —Bueno, será pobre pero al meno

iene la ventaja de existir de verdad estar a mano, aunque no tenga nada dnada —dijo Antonia.

Pero Marie les aclaró que tener sque tenía: una esposa en el cementerio

res hijos que le cuidaba su suegra euna casa cerca del puerto, en upueblecito costero del sur de FranciaSe lo acababa de decir aquella mism

arde. —Se ve que hasta ahora se le habí

pasado por alto darme ese detalle. —Pero ¿será verdad? ¿Será viud

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de verdad? —preguntó Antonia.Marie asintió. —Seguro.

 —Bueno, entonces no es tan grava cosa.

 —¿Que no es grave? —Podría ser peor, y tener un

novia en cada puerto —se aventurConsuelo.

 —Eso no sería peor.

Y es que, efectivamente, Marihabía imaginado para ese apuestfrancés de sangre real, amante de libertad y el viento, una vida sentimenta

azarosa e intensa en la que ella habrícompetido por hacerse un huecoEmpezar por ser «la de Barcelona» que él, poco a poco, dejara de visitar

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sus amigas de varias ciudades portuariahasta que, con el tiempo y con fuego ea mirada, le confesara que era lo qu

más amaba en el mundo y que ya npodía vivir sin ella, y se la llevara ebrazos a la campiña de Versalles.

Pero resulta que lo que más amabVidal en el mundo era a sus tres retoñosa los que se moría por ver. Y eso queVidal amaba muchas cosas, incluyendo

as sardinas, el sol en la cara, silbar, eagua fresquita y comer altramucesentado en los barriles vacíos de la zonde carga del puerto. Vidal disfrutaba co

casi todo, sentía un agradecido asombrhacia casi todo, como si acabara dnacer y el mero hecho de estar vivo lpareciera un milagro. Marie percibí

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que era un hombre alegre y disfrutón, eso le parecía bien. Lo que le parecífatal es que creyera que lo que había er

suficiente. Era un hombre sin planes sin ambición. Había hecho biedejándole esa misma tarde. Aunque teníque admitir que no tenía planes pero sentusiasmo, y que nadie se habímostrado más contento de verla que écuando desembarcaba tras unos día

fuera. ¿Habría sido una boba podejarle? Nunca, nadie, la miraría coojos tan brillantes ni la alzaría hasta taalto como Vidal cuando la abrazaba e

esas bienvenidas.Antonia le dijo que volvier

nmediatamente al puerto a reconciliarscon él.

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 —Si quieres, voy yo en tu lugar —se ofreció—. En estos momentos pagaríoro por una buena celebración.

Consuelo participaba en lconversación, pero a veces se notabestando sin estar y tenía que bajarápidamente del árbol para atender a lque estaban diciendo sus amigasRecordaba la charla del Marsella, tadistinta a esta, y se preguntó si en l

vida también habría que decidir de ququería hablar uno, y si, al final, quizás earte y la realidad no tenían nada que verTal vez había que elegir: o bien s

pensaba en pájaros ciegos y el amor eabstracto, o bien en un novio muconcreto y en qué hacer al día siguienteSe preguntó en qué mundo quería estar

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de qué quería hablar ella. Ni idea. Solestaba segura de que en aquel momentno le apetecía contar de dónde venía l

otra noche ni dónde había pasado edomingo, que era lo que Antonia lestaba preguntando. Pero se viobligada a confesar algo, y se ciñó a lohechos y no a las sensaciones que esohechos le habían provocado. Empezpor la tarde del Marsella.

 —¿El Caro Carissimo? —preguntMarie, atónita. En sus relatos nocturnosobre el trabajo en El Siglo, Consuelno había ahorrado burlas hacia es

fotógrafo hostil y presuntuoso. Lecostaba ahora imaginar que hubierestado tanto rato en un bar con él y cosu novia.

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 —Resulta que no es su novia, erealidad —aclaró Consuelo. Y lesiguió contando sobre el día de playa,

entonces era Antonia, en vez de Mariea que interrumpía a cada momento

«Pero a ver, ¿eso cómo te lo dijoexactamente?» o «Pero ¿eso fue antes después?». Y, por supuesto, cuando dijoque le había acompañado a su casa, lados interrumpieron a la vez: «¿Pasó alg

o no?». —Mejor —dijo Antonia cuandoConsuelo les adelantó que no—. Esquería llevarte al huerto.

Consuelo le dio la razón, pero en efondo le disgustaba pensarlo. Sabía quhabía sido una chiquillada asustarse drepente porque Luis tuviese en una caj

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fotos de mujeres desnudas. Pero no dudni un momento que había hecho bien erse: vale, no daban miedo, pero decía

a gritos: «¿Qué haces tú aquí?». Luis erun hombre hecho y derecho, fotógrafporque sí, acostumbrado a una vida en lque las personas iban y venían por emundo, decían con total naturalidacosas que ella jamás había oído, sprestaban coches extravagantes y s

besaban en la boca sin ningún apuroSeguro que, en esas vidas, lo quhubiese podido pasar en el estudio dLuis nadie lo llamaría «llevársela a

huerto», pero para ella eso erexactamente lo que habría supuesto. Yno podía permitírselo.

Así que para librars

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completamente del tema del CarCarissimo, Consuelo decidió apostafuerte.

 —¿Entramos? Tengo que enseñaroalgo.Marie y Antonia, con las cabezas juntasmiraban atentamente la foto quConsuelo les había dado.

 —¿Y bien? —las apremió.Las dos la miraron con la mism

cara de escepticismo. —¿No? ¿Nada? ¿De verdad?Antonia, más por solidaridad qu

por convencimiento, lo intentó.

 —Bueno, desde luego las pestañaparece que también las tiene largas. Y epelo sí que, vamos, que tiene un tono, lque se ve entre la toalla y el brazo, as

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como del mismo negro que el tuyo… —Porque también es gitana —ataj

Marie, mirando a Antonia cas

escandalizada: ¿tanto la habíacambiado el matrimonio y suribulaciones que iba a empezar a menti

en estas cosas tan serias?Consuelo se agarró a las mentiras

medias de Antonia para no rendirscompletamente.

 —Pero Joaquim, ese pintor que lconoció, dijo que éramos iguales y Luis le parecía que en esa foto teníamoun aire…

 —Un aire a gitanas —reincidiMarie.

Consuelo miró a Antonia, que sencogió de hombros y asintió. Y supo

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que igual que tenía que dejar a Luis esu mundo, debía dejar a su madre en sumba, estuviera donde estuviese.

 —Todas recaemos de vez ecuando —la disculpó Antonia pasándolun brazo por los hombros.Clara colgó el teléfono y suspiró: segúConchita, su padre se encontraba bien había comido bastante, pero esa mañana había llamado «mamá», y no sabía l

dirección de su casa, ni a qué díestaban, ni que el presidente deGobierno era Maura y la reina VictoriEugenia. Que el rey era Alfonso XIII s

o sabía. Al parecer, su hermana lehabía hecho todo un examen a su pobrpadre. Pensó que debería salir antes dEl Siglo para ir a verle, y fue a echa

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una ojeada en la zona de descarga: si enuevo pedido de palos de golf habílegado sin problemas, daría la jornad

por acabada.Mientras bajaba las escaleras, l

dio por pensar en cómo se rio su padrcuando le contó lo de aquel empresariamericano del golf. Lo habían conociden su viaje de novios a Nueva York, yes dijo que estaba muy preocupado po

su última inversión: un flamante campde golf en East Hampton. Hacía doaños había viajado a Escocia parasesorarse en la Honourable Compan

of Edinburgh Golfers, el primer club dgolf de la historia. Les había copiado lsituación de cada búnker, cada calle cada green, y creó dunas artificiale

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para imitar la escarpada orografía de lcosta escocesa. Les compró las semillade ese tipo exacto de hierba y la

sembró y regó según sus instruccionesY dos años después su campo de EasHampton no se parecía nada al dEdimburgo, aunque fuera uncuidadísima réplica, y convenció apresidente del club escocés de quviajara a Nueva York para aconsejarle

Aquel tipo le felicitó, y alabó el camp la calidad de la hierba. —Pero no es como la suya —dij

el americano.

 —Lo será —aseguró el escocés—Con doscientos años de cuidadoadecuados, lo será.

 —¡¡Doscientos años!! —habí

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enfatizado aquel americano en su cencon Fernando y Clara—. ¿Quiédemonios va a esperar doscientos años?

A Clara se le escapó la risa, peroel tipo estaba de verdad afectadoFernando tampoco entendió qué tenía dgracioso, y Clara no intentó explicárselcuando llegaron al hotel. Ya habíaaprendido que había cosas que npodría compartir con su marido. L

anécdota del golf tendría en su padre, esu largoplacista y paciente padre, aúnico público adecuado.Volvía a subir las escaleras, después de

que le dijeran que los palos habíasalido de la aduana de La Junquera aún tardarían un rato, cuando notó qualguien la seguía. Continuó su ascens

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hasta el rellano siguiente y luego sdetuvo. La alcanzó una siglera que dudun momento al rebasarla, y luego mir

hacia atrás. Clara reconoció lexpresión: alguien quería decirle algo, sopesaba si era buen momento y sestaba de buen humor. Tambiénreconoció a su empleada, la joveTeresa Pou.

 —¿Sí?

Consuelo dijo que le gustaríhablar con ella cuando tuviera umomento.

 —Es sobre los diseños —añadió.

Y como Clara no podía irse de ESiglo aún, decidió que ahora tenía umomento, y le dijo que subiera con ella su despacho. Consuelo volvió a pone

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esa cara. —¿Qué? —¿Puedo recoger unos patrones d

os almacenes? Me gustaríenseñárselos.

Clara suspiró. —Sí, te espero arriba.Cuando al fin Consuelo extendi

os dibujos sobre la mesa, Clara la mircon curiosidad.

 —Te escucho.Consuelo había confiado en que nuviera que decir gran cosa, que lo

diseños hablaran por ella, pero por s

acaso tenía dos o tres palabras que sabíque sonarían bien intercaladas en spresentación: «Verano», «Moderno»«Europa». Básicamente, proponía

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Clara Morgadas fabricar trajes de bañpara señoras, trajes de baño como loque se llevaban en Francia: más cortos

más prácticos, con los brazos y lapantorrillas al aire, de una tela ligerque no hundiera a las señoras cuandomaban el baño. Clara no dijo nada,

Consuelo sintió que se le escapaba loportunidad.

 —Puede que ahora parezcan u

poco atrevidos… —Pensó que sexcusaba antes de la acusación, y dnmediato cambió el tono—: Pero ante

o después van a llevarse así. Mejor qu

os vendamos nosotros primero.Y Clara Morgadas sonrió

mentalmente con aquel «nosotros»Decididamente, Teresa Pou no era l

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ípica siglera, pero era un buen fichajeConsuelo supo que iba por buen camino  se aventuró a decir que podría

enerlos listos antes de que acabase lemporada.

Clara siguió callada unos segundoshasta que se incorporó levemente en lsilla y miró a su empleada con expresióresuelta.

 —¿Antes de que acabe l

emporada? No, ahora. Vamos ahacerlos ya. Dime qué tela necesitas y lendremos aquí mañana. ¿En cuántiempo tendrás el primero?

Consuelo se encogió de hombroscasi con despreocupación.

 —¿Mañana?Y Clara Morgadas sonrió, esta ve

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no solo mentalmente. —Perfecto. Gracias, Teresa.

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12

 El triunfo

Los cuadros ya estaban colgados en lados salas de El Siglo destinadas galería. Con el rojo bermellón de lo

mantones de las gitanas, el ocre de lopaisajes, el verde intenso de algún fond sobre todo el increíble azul del mar e

el cuadro de la playa, los lienzoenmarcados sobre las paredes blancaeran como ventanas abiertas a un mundmás intenso, más profundo, más vita

Eran casi las siete de la tarde, horprevista para la inauguración, y aún nestaban encendidos los focos que coanto mimo había elegido Clara par

evitar los reflejos. Los reporteros, qu

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habían sido convocados media horantes, ya estaban allí. Y ya no eran solode revistas femeninas y de moda: l

prensa diaria y hasta algún corresponsaextranjero se habían acercado a lexposición. La estrategia de no mostraantes los cuadros, como quería Luishabía dado resultado: los periodistasque creían haberlos visto yadeambulaban conmovidos

entusiasmados ante el derrochcromático.Pronto comenzó a llegar el resto d

os invitados, que se mezcló en la puert

con los clientes que entraban y salían dos almacenes. No todos había

confirmado su asistencia, perfinalmente casi ninguno de los qu

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recibieron la invitación se resistió asomarse a aquel evento que fusionabcultura y moda, consumismo con un

pátina de intelectualidad. La exposicióera donde había que dejarse ver esnoche en Barcelona, y llegababanqueros y políticos, viudas ricas solteros elegantes, artistas diplomáticos, y algún militar.

Los coches de lujo se agolpaban e

Las Ramblas como en el estreno máesperado del Liceo, y un estoico guardiurbano intentaba que los chófereavanzaran nada más dejar en la acera

sus engalanados pasajeros para nempeorar, si es que ello era posible, eráfico. Si Consuelo se hubiese asomad

a la puerta, tal vez habría reconocido e

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ese guardia a aquel apuesto joven qusacó a Rosalía de la Casa de la Caridadel joven que se atiborró a altramuce

para conquistar a su prima Casilda y quahora, tanto tiempo después, parecíhaberse dedicado a comidas de másustancia, porque el blanquísimcinturón del uniforme le partía la panzen dos.

Pero Consuelo no se habí

asomado a la puerta: estaba en loalleres, enfrascada en la confección deraje de baño que le había prometido

Clara. Esperaba a que llegase Fabi

para hacer una última prueba asegurarse de que no fallaba ni el mámínimo detalle. Luego, por supuestohabría que ajustar cada pieza a la

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medidas de las clientas que lencargasen, habría que abullonar lfalda para tapar los michelines, o pone

volantes para simular un generoso pechnexistente.

Consuelo sabía que su diseñnunca parecería tan sobrio, tafavorecedor, tan perfecto, como al cabode un rato, cuando lo llevara puesto ldivina italiana. Y por eso, aunque sabía

que no era del todo juego limpio, en eúltimo momento decidió ponerle dofranjas blancas horizontales, en el pech la cintura: Fabia se lo podía permitir

e daría un toque marinerodisimuladamente masculino, que ldistinguiría aún más de los recargadovestidos de baño tradicionales. Eso sí

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si finalmente se vendía ese modelendría que ponerle un forro debajo, da misma tela y color de su corsé: n

quería ni imaginarse qué pasaría si eos Baños Orientales una mujer salier

del agua con los pezoneransparentándose como enmarcados ea franja blanca. Ahogó una risa y e

movimiento le hizo pincharse con laguja.

Tres plantas más arriba, ClarMorgadas recibía a los invitados quban llegando. Le había costado decidi

su vestuario para la ocasión: querí

levar algo de sus almacenes y quería ibien, claro, porque los representabapero tampoco quería pasarse y pareceuna princesa de salón en vez de un

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mujer de negocios, que era como se veía sí misma y exactamente lo que queríparecer. Su suegra, por ejemplo, en esa

ocasiones iba un poco disfrazada demperatriz Sissí, y como sabía que iba ponerse encima todas las joyas qupudiera, ella había decidido no llevamás que un pequeño broche de oroFernando, sin embargo, arruinó su plancuando ya salían por la puerta de la cas

de Pedralbes, donde Clara había vueltpara darse un baño y vestirse, él le pidiayuda para hacerse el nudo de lcorbata. Y cuando ella, con cierta

mpaciencia, empezó a abrocharle ebotón superior de la camisa, vio uextraño centelleo en el cuello de smarido. Para su estupor, llevaba puesto

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un collar de brillantes. —Qué despiste —dijo él, soltand

una carcajada—. Esto debe de ser tuyo.

Le dijo que era su regalo dcumpleaños y su agradecimiento por lbien que lidiaba con sus hermanos. Y ldio el primer beso en los labios que ldaba desde hacía varios meses. Y luegose ofuscó intentando quitarse el collarpero no pudo, y fue Clara quien soltó e

cierre y se lo puso al cuello dando a satuendo de mujer de negocios un toqude princesa de salón. Pero estabconmovida y feliz. En la galería

mientras saludaba a los invitados quban llegando, sin darse cuenta su

dedos se deslizaban hacia el collar, qurealmente eclipsó la mejor alhaja d

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cualquier señora de, y también sin darscuenta se esforzó cuanto pudo popremiar a Fernando por su lealtad d

San Bernardo.Así, entre el variopinto surtido d

personajes de la élite barcelonesa, Clarfue especialmente atenta con MichaePrimson. Nadie conocía a ciencia cierta qué se dedicaba, pero sí sabían quenía mano en el gobierno inglés, y com

os ingleses no dejaban de meter lanarices en la política interior de lodemás países, financiando bajo cuerda unos partidos y cortando el grifo a otros

apostando por un líder local antes quotro, Clara se propuso convencerle de langlófilo que siempre había sidFernando Cots. Aprovechando qu

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conocía a su mujer, Manuela Darcyprácticamente arrastró al matrimonihasta la esquina donde Fernand

charlaba con Luis. Clara soltó a Michaeunto a su marido y los presentó

confiando en que supiera qué decirle, confiando también en que Luientretuviera a su mujer para que no slevase al inglés hacia otro lado.

Michael estrechó efusivamente l

mano de Luis y le preguntó qué hacíallí. —Estoy trabajando. —Luis alzó s

cámara y dio un sorbo a su cava.

 —Luis es el fotógrafo de El Sigloquerido, creí que lo sabías —le dijManuela en inglés, y le puso en lamanos un pequeño folleto con fotos de l

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vida de Nonell, de la llegada de locuadros y de la galería, que estabarepartiendo en la puerta—. Alguna d

estas fotos es suya. —Ah, ¿pero vives en Barcelona

o nos visitas nunca —dijo Michael. —Estoy de paso, como siempre. —Uy, Luis está ocupadísimo

Corriendo siempre a todas partes. Pera mí sí me suena que nos vimos hac

poco —intervino Manuela—, aunque nrecuerdo dónde…, ¿tú lo recuerdasLuis?

Luis sonrió, negando con la cabeza

 —Seguro que no lo habríolvidado —dijo, galante, y ojeó efolleto. La mirada de la Consuelo d

onell le resultó, de repente, burlona

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Recordaba perfectamente la última veque había visto a Manuela, y no porqusolo hubieran pasado unos días sin

porque fue a su casa a recoger su carter  devolverle el coche de bastante ma

humor, después de esperar un buen ratopor si Teresa volvía a su estudio. Habícolocado las flores en un vaso sobre lmesa y había abierto un vino. Y se habíaacabado bebiendo la mitad de la botell

antes de convencerse de que síefectivamente, le había dejado plantadoCuando Manuela le invitó a pasar omar algo, él dijo que no podía, y qu

e agradecería que le acercara de vuelta su casa. Apenas hablaron durante erayecto. Se despidieron frente a l

Sagrada Familia con un leve beso en lo

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abios. —¿Seguro que no quieres qu

suba? —Ella hizo un último intento.

 —Anoche no dormimos nada y, acontrario que tú, me hago mayor

ecesito una siesta.Pero esa tarde, Luis no habí

podido dormir.La periodista con gafas de Feminal  diun gritito y agarró de la manga a

fotógrafo que la acompañaba: «¡Ahcorre, ahí!». Señalaba la puerta, percuando el fotógrafo miró, solo vio laespaldas de una decena de reporteros

una tormenta de flashes rebotando en laparedes. Intentó colarse entre lofotógrafos para ver quién había llegadopero antes de que lo consiguiera s

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aclaró el misterio. —Señora Xirgu, qué honor, qu

honor… —El mayor de los Cots s

había abierto paso hasta aquella mujemenuda, y besó su mano más de una vezLuego se colocó a su lado y la tomó debrazo, y lanzó una sonrisa radiante a lofotógrafos, que se las vieron y se ladesearon para retratar a la diva sin quentrara en cuadro ese seño

desconocido.Margarita Xirgu, la gran dama de lescena, parecía desconcertada ante erecibimiento, no de la prensa, a la qu

estaba acostumbrada, sino de aqueseñor. Intentando liberarse con suavidadde su brazo, vislumbró a Clara detrás da manada de reporteros y arqueó la

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cejas. Clara se acercó y, sin tener qupedirlo, la gente abrió paso como laaguas del Mar Rojo ante Moisés par

dejarla llegar hasta ella. Clara y lXirgu se rozaron las mejillas con ubeso que no era beso. Los periodistasiguieron disparando sus flashes. Solo lcámara de Luis Martí, que estabcontemplando Mujer con niña en l

laya, seguía dentro de su funda.

 —Margarita, muchísimas graciapor venir. Veo que ya conoces a mcuñado, Faustino Cots.

 —Un honor, un honor… —seguí

diciendo él. Y no mentía.El hermano mayor de Fernand

Cots era el más entusiasta seguidor de lactriz. Años atrás, había asistido a

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estreno de Salomé, de Oscar Wilde, eel Teatro Principal, a poca distancia dEl Siglo, en la misma Rambla. Cuand

a Xirgu salió a escena con el vientre aaire y la mitad del público se puso abuchear, escandalizado, Faustino Cotse encaró con los que tenía más cerca recibió un bastonazo en la cabezdurante la bronca que siguió. Costabmaginar a esa mujer discreta y d

atuendo severo inspirando semejantalboroto, pero la prensa conservadorse rasgó las vestiduras y la Junta deHospital de la Santa Creu, propietari

del Teatro Principal, decidió cancelar lobra. Cots se enteró de que la Xirghabía trasladado la función a un teatrdel Paralelo, la avenida de lo

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espectáculos picantes, y allá fue todaas noches, con la cabeza vendada

causa del bastonazo, a ver Salomé  po

enésima vez e intentar saludar a la actria la salida. Por desgracia para él y tavez suerte para ella, no supo reconocer a sensual bailarina en aquella señor

vestida de gris y con pañuelo en lcabeza que se alejaba del teatro cadnoche acompañada de su madre.

 —Ya no se nota apenas, pero aquestá la cicatriz, ¿ve? —Faustino le hacípasar a la Xirgu el dedo por su frenteClara se alejó, meneando, incrédula, l

cabeza: resulta que en aquel corazóutilitario, alguna vez latió la gallardídel triunfador de una justa medieval.Luis, aún clavado frente al cuadro

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cavilaba sobre si la luz del lienzo era lmisma que brillaba el domingo pasadocuando fueron a la playa. No

definitivamente él tenía razón: lo reaera mejor, o él lo recordaba mejor, oquizá es que un domingo de sol evocadun martes por la tarde adquiere lcategoría de ficción, igual que parFabia su pasado napolitano era unópera. Fabia le había dicho que estarí

ayudando a Teresa en los talleres de ESiglo, y él había fingido indiferenciaPero ahora creía que lo normal era ir buscarla: Teresa tenía que ver expuest

ese cuadro que tanto le gustaba, y la fotampliada de la modelo que se le parecí  que estaba colgada en la pared de

fondo. Ir a buscarla no era perseguirla,

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por supuesto no pensaba pedirlexplicaciones sobre su fuga. Pero erabsurdo que estuviera unos pisos má

abajo y que no se vieran. Lo que habípasado, lo que no había pasado aquedomingo, no tenía nada que ver.

Saliendo, se cruzó con Clara. —No has hecho fotos de la Xirg

—le dijo ella—, no creas que no te hvisto.

 —Tendrás todas las que quieras ea prensa de mañana. —Y luego, sin qusu sonrisa le hiciera fruncir el ceñoposó la mano en el hombro de Clara y l

dijo que se alegraba de su éxito, que so merecía.

Las dos salas bullían con la flor nata de Barcelona, todos hablaban d

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onell y El Siglo, y ni uno solo de loasistentes había dejado de felicitar Clara. En verdad era para ella u

momento dulce, pero no iba a hablarle Luis de su regalo de cumpleaños, ni do servil que se mostraba su cuñad

desde que le presentó a la Xirgu, ni deconvencimiento de que su padre —en sóbrega habitación de artesonados en eecho, perdido en su ensueño demente

lamando «mamá» a Conchita— estarímuy orgulloso de ella si la pudiera verSolo le dijo que eso esperaba, que lpresencia de la Xirgu en El Siglo salier

en la prensa, porque si no se podía dapor despedido.

 —Pero espérate a despedirmdespués de comprobar la edición de l

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arde. Me temo que para la de la mañanmis colegas ya no llegan: están dandbuena cuenta de tu cava.

 —¿Y tú dónde vas? —preguntóClara al ver que se iba.

 —Vuelvo en cinco minutos. Tengoque recoger a una amiga.Consuelo daba vueltas en torno a Fabiaquien, enfundada en su traje de bañmarinero, con la piel blanquísima, e

pelo suelto y sin peinar, las profundaojeras de muchas noches en el Marsell  los gestos lentos y laxos de un

pantera somnolienta, era la encarnació

de una diosa con resaca. —Si levantas la pierna, ¿tira? —Si levanto la pierna me caigo

cara.

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Fabia había intentado sacarlnformación de su cita en la playa; per

Consuelo solo habló del globo rojo, de

picor de la sal marina en la piel y de lseñora altísima que casi se ahoga antsus narices. De repente la asaltó lmagen de Fabia, despeinada com

ahora y de pie bebiendo a morro de ugrifo que podía ser el de la cocina dLuis, con los hombros al aire como e

ese momento, la mirada turbia: una foten la caja de mujeres desnudas. Y pensóque con haberles contado a Antonia Marie su domingo, era más qu

suficiente. Fabia le caía bien, pero quba a entender si formaba parte de tod

aquello a lo que ella no pertenecía.Luis se asomó al taller, como

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siempre sin pedir permiso. Piropeó Fabia, que era piropear de paso el trajde baño de Consuelo. Dijo que habí

do a buscarlas para que se asomasen a exposición de Nonell, «con todo l

que habían hablado de arte el otro día».Pero Consuelo dijo que estaba

ocupadas. —¿ Ma, no hemos terminado? Cre

que ya estaba —dijo Fabia co

desmayo. —Sí, bueno, más o menos —repusConsuelo.

Luis las miró como preguntando

qué esperaban. —Venga. Vamos. —No estamos invitadas. —Yo os invito.

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 —Las empleadas no podemos ir —confesó por fin Consuelo.

Fabia, harta del intercambio

perpleja ante este Luis tenaz perseverante, echó sobre los hombros dConsuelo el fular que llevaba cuandlegó.

 —Hala, ya no eres una siglera —soltó.

Luis insistía: solo sería u

momento… Fabia se encendió ucigarrillo y les animó a que fuesen ellosmientras, ella se cambiaría y luegpodrían salir a tomar algo.

Luis y Consuelo se las apañaropara tener una conversación distendidmientras subían las escaleras. Ningunmencionó la fuga de Consuelo, ni much

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menos el beso que la precedió. Al llegaa la planta superior, Luis la tomó debrazo y la condujo hasta la puerta de l

galería, atravesando corros de invitadoque habían decidido instalarse, con scharla y su copa en la mano, lejos demeollo. Allí estaba Mañach entre ugrupo de jóvenes que le escuchaban coadmiración; y el reportero de L

amilia soltando datos sobre Nonell —

aunque sin decir que los había oídhacía solo una semana, en la conferenci— a una anciana de aire altivoConsuelo estaba demasiado pendient

del brazo de Luis sobre el suyo compara fijarse en que aquella anciana erTeresa Turró, la responsable de que ellarabajara en El Siglo y, por tanto

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ambién propiciadora involuntaria dque estuvieran caminando cogidos debrazo.

Luis iba a pasar a la sala, perConsuelo se detuvo en el umbramirando los cuadros desde fuera. Él nnsistió. En la pared de enfrente estab

ujer con niña en la playa, aunqudesde ahí solo se veía una franja dcielo azul y el borrón volador de un

gaviota. Con la algarabía de laconversaciones, Consuelo ya no oyó erumor de la marea. Tampoco sintió en lcara la calidez de ese sol pintad

porque un rostro familiar se interpusentre el cuadro y ella. Era ClarMorgadas, que los miraba inexpresivaLuis no se dio cuenta pero Consuelo sí

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se quedó petrificada, de prontsintiéndose ridícula con el fular dFabia sobre su uniforme de siglera

fisgando en una reunión a la que nestaba invitada.

 —¿No quieres ver la foto dConsuelo? Está allí… Aunque, claro, yienes una copia, ¿no? —le decía Luis.

Consuelo ni siquiera le había oídoSe había puesto aún más nerviosa al ve

que Clara echaba a andar hacia ellos siapartar la mirada, estirada como andabsiempre, agarrándose el collar.

Para horror de Consuelo, lleg

hasta la puerta en el mismo momento eque un camarero les estaba ofreciendcava en una bandeja. Luis alzó la manen gesto de negación, y Clara le detuv

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cuando iba a seguir su camino. —Sí, tenemos que brindar —le

dijo, poniéndoles una copa en la mano

cada uno, y cogiendo otra para ella.Fue una suerte que Consuel

estuviera tan aturdida que tardara eadelantar su copa para hacerla chocacon las otras, como habían hecho en eMarsella, cada vez con más entusiasm  menos puntería. Porque, al parecer

para Clara brindar no implicabhacerlas chocar, sino solo levantarlas eel aire.

 —Por Isidre Nonell —dijo Luis.

 —Y por El Siglo —dijo Clara, dibujó una sonrisa que era más parConsuelo—. ¿Ya está lo nuestro?

 —Acabo de terminarlo, lo vemo

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cuando quiera. —Mañana a primera hora.Cuando Luis le recomendó a l

siglera, Clara no había detectado el mámínimo interés personal. «Hombres», sdijo, pensando que lo había teniddealizado y que posiblemente ya s

habría cobrado el favor. La verdad, noesperaba eso de Luis, que encima ermucho mayor que aquella chica… Per

enía que reconocer que, fuera comfuese, había sido una buenrecomendación. Teresa ya vería lo quse hacía. Porque esa tarde, la tarde de l

nauguración, con su sala abarrotadaese collar al cuello y Fernando feliz pouna invitación a cenar en casa dMichael Primson para la seman

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siguiente, Clara no pensaba enfadarseSu voz sonó afable cuando miró a salrededor y dijo que tenía que atender e

negocio, y preguntó a Luis con unmedia sonrisa si la cámara que llevabal hombro era de adorno.

 —Ahora mismo sigo, jefa.Y Consuelo supo que era momento

de volver con Fabia. Cuando Clara salejó, Luis la agarró con naturalidad d

su antebrazo, tocándola como tocaba Fabia, como si ella fuera parte de smundo, una de ellos.

 —¿Me esperáis? Yo me escapo en

un rato. Podríamos ir a cenar algo. Pasttaliana —agregó con una de su

sonrisas burlonas.Consuelo se sorprendió a sí mism

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al sostenerle la mirada y levantaigeramente el mentón.

 —Puede ser.

Consuelo bajaba las escalerasintiéndose, casi, la dueña de El SigloTenía que contar todo esto en epalomar: Antonia celebraría que Clarhubiera dicho «nuestro» al referirse adiseño, y su llegada a la exposición lmaginaría Marie como la de l

Cenicienta al baile. Del cosquilleo qusentía caminando del brazo del CarCarissimo no pensaba hablarles: yhabían sentenciado que lo que quería er

levarla al huerto, y en ese momento, sin que lo pudiera achacar al cavaporque solo le había dado un sorbo, ehuerto no parecía en absoluto un luga

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an malo para ir. Consuelo cruzó lplanta baja casi al trote, como una niñque sale al recreo.

 —¡¡Tú!! —La mujer la miraba coodio y no simple indignación. La agarrdel antebrazo, en el punto exacto donda había tocado Luis un momento antes

pero esa mano de dedos regordetecubiertos de anillos se sentía como unzarpa.

Consuelo tardó un instante ereaccionar, en identificar esa voz y escara y, sobre todo, ese perfume, qupertenecían a otro universo, que er

mposible que estuvieran ahí. Quiegritaba era la señora Pou.

Algunas clientas a su alrededohabían empezado a mirarlas, y Consuel

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no dudó: soltándose de un tirón de lzarpa de la bruja, echó a correr hacia lpuerta.

 —¡Gitana, ladrona! —chillaba a sespalda, y oyó unos pasos apresuradoque salían tras ella, aunque la voz de lPou se fuera quedando atrás.

Consuelo logró llegar hasta lpuerta, cruzarla y lanzarse sin mirahacia el tráfico de Las Ramblas. Just

entonces el portero de El Siglo la atrapcogiéndola por la cintura, sujetándola evolandas. El guardia urbano vio que lmetían de nuevo en los almacenes, si

que sus pies tocaran el suelo. Cuandba a acercarse, el jefe de personal, qu

había corrido tras Consuelo hasta lpuerta, le hizo un gesto de que tod

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estaba en orden. Por eso el marido dCasilda no entró, y no llegó a reconocea aquella huérfana que hacía la

guardias en la Casa de la Caridad.

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13

 Del mismo gallinero

o era en absoluto lo que teníprevisto para finalizar aquel día. Y esoque, mientras cosía, feliz, el traje d

baño o alzaba la copa ante Clara, lhabían pasado por la cabeza algunoplanes descabellados: ramblear hasta lmadrugada, acabar bailando con Fabia Marie en alguna sala del Paralelo probar de una vez por todas loespaguetis al pesto. Pero lo de volver

aquel cuartito carcelario, el que estabcamuflado con ese trampantojo dmármol en la planta baja, detrás de lomostradores de los guantes, habrí

urado que estaba completament

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descartado.Bueno, al menos esta vez nadi

había tenido que llevarla del brazo

Después de que el portero la atrapascasi al vuelo, al jefe de personal lhabía bastado con señalar erampantojo y susurrarle un «por favor

Teresa». —¡Consuelo, esa niñata se llam

Consuelo! —fue lo último que oyó ante

de encerrarse.Tampoco tuvo que esperademasiado, apenas el tiempo damentarse de nuevo por no habe

reconocido a distancia el reconcentradhedor de su antigua patrona, ese crucentre los alijos que le llevaba el Matas un charco de agua estancada.

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Cuando Clara vio entrar a una de susigleras, ya sin adornos y sin ir debrazo de nadie, supo en el acto que alg

ba mal. Había dado instruccioneexplícitas de que nadie con el uniformde los almacenes cruzara la puerta de lgalería. Consideraba un triunfo que parasistir a su vernissage  todos sudistinguidos invitados hubiesen subida escalinata que ofrecía amplias vista

a las diferentes secciones de El Sigloo hacía falta regodearse ni espantarlomientras bebían y demostraban lexquisitos que eran.

Así que, para escándalo de scuñado, que en aquel momentcompartía corrillo con ella, susurró u«Perdón, enseguida vuelvo» a míste

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Lawton, el director de La Canadiense, fue al encuentro de su empleada. La para distancia con un gesto para que n

diese un paso más; ya se acercaba ella, o hizo sin darse prisa. Hasta que n

estuvieron las dos en lo alto de lescalinata, Clara no le preguntó qupasaba.—Siéntate —dijo cuando entró en ecuartito de las reprimendas. Per

Consuelo ya no era aquella joveasustadiza que se encontró meses atrás se quedó de pie.

 —Como quieras, de todas forma

esto va a ser rápido.Desde que, en el despacho de s

efe de personal, había escuchado laacusaciones de aquella señora ta

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emperifollada, Clara decidió que teníque atajar aquel embrollo enseguidaLas palabras que usaba esa tal señora…

¿Pou? —por un momento pensó que era madre de su Teresa Pou— eran mu

malsonantes: criada, descarriadamosquita muerta, desagradecidahuérfana, muerta de hambre, ladronagitana… Desde luego no eran aptas parser pronunciadas en El Siglo ningún día

pero mucho menos la tarde en que habíconseguido reunir en su nueva galería darte a lo mejor de Barcelona.

De modo que Clara encaró co

determinación a Teresa Pou o ConsueloDeulofeu o comoquiera que se llamase:

 —La verdad es que me sorprende me desagrada haberme equivocado tant

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contigo.Y Consuelo apretó con fuerza e

respaldo de la silla en la que estab

apoyada. Si durante un segundo habílegado a considerar que, quizás, cabrí

alguna posibilidad, aunque remota, dque Clara Morgadas se pusiera de sparte, aquel arranque la puso en su sitioEse sitio en el que de nada valían lobrindis con la jefa, ni la

recomendaciones de fotógrafos guaposni las ayudas de modelos exquisitas; esmundo en el que alguien como la señorPou podía abatirla con solo levantar u

dedo y señalarla, un mundo en el que «lsuyo» jamás podría ser olvidado. Y deeso precisamente continuó hablandClara, de «lo suyo», y parecía un poc

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más conciliadora, pero Consuelo ya ndudaba de que al final entraría a matar.

 —Como no me gusta esa señora, t

concederé el beneficio de la duda, pensaré que tus razones tendrías parsalir de su casa como lo hiciste. Mconsta que a mí no me has robado nadao sea que puedo olvidar lo de ladronaPero si de verdad eres gitana, y parecque en la Casa de la Caridad lo puede

probar, comprenderás que no puedes ipor aquí tocando a mis clientas. Lo dprobadora se acabó. Puedo dejar qusigas en el taller y con tus diseños, si —

Clara se detuvo un momento— pideperdón a la señora Pou.

Y entonces, como si de unrepresentación teatral se tratara, alguie

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lamó a la puerta. —Que pase —dijo Clara sin deja

de mirar a Consuelo.

Fue el jefe de personal quien abriópero enseguida se apartó para dejapaso a Isabel Pou y a su tufo dprimavera podrida.

A Consuelo le impresionó volver verla, ya repuesta de sus gritos. Como sno hubiese pasado nada de nada y aú

estuviese en la casa de la calle Lloverarecién llegada del lavadero. Por umomento se entretuvo echando cuentas¿habría parido ya Gloria?

 —Estoy esperando —dijo la Pouque se había sentado frente a ella.

Consuelo la miró con aprensiónpensando que de un momento a otro ib

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a extender una mano, estirar el dedndice con la yema hacia arriba

doblarlo varias veces para indicarle qu

se acercara, más, un poco más, máshasta que pudiese abofetearla a placer.

 —¿Y bien? —la apremió Clara.Y la señora Pou también s

mpacientó. —No quiero denunciarte, per

ienes que pedirme perdón. Es l

mínimo. Si lo haces, no hará falta que lseñora Morgadas te despida.A Clara le fastidió oír su nombr

en boca de aquella mujer, pero no dijo

nada.Consuelo miró a la Pou, qu

pareció arredrarse un poco, ¿tendrímiedo a lo que ella pudiera contar? Si l

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uvo tan solo le duró un segundoenseguida llegó a la misma conclusióque Consuelo: ¿quién iba a creer a un

gitana ladrona? Y se permitió hablar condesprecio:

 —Hay gente que no merece laoportunidades que…

Pero Consuelo no la dejó seguir. —No las quiero. No quiero nada

Ya sé que en El Siglo solo se admiten a

as gitanas de los cuadros¿Disculparme? —Consuelo soltó emismo bufido que cuando Luis le habldel mundo real—. ¡Qué tontería má

grande!Luis se sentó en uno de los pequeñobancos de piedra que había a cada ladde la ventana, aprovechando el groso

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de los muros. Sabía, por su madre, que esos asientos los llamaban festejadoresporque era donde el chico festejaba a l

chica durante el noviazgo, un pocaparte, pero a la vista de todo el mundoEstiró las piernas y apoyó los pies en ebanco de enfrente, tan vacío. ¿Quamores se contaron ahí?, ¿quiévigilaría a los futuros esposos?, ¿lecostaría aguantarse las ganas de lanzars

el uno sobre el otro, o pensarían cascon asco en el día que tendrían qucompartir cama y mesa?

Miró por la ventana y vio cómo s

acercaban las grúas que iban llenandde edificios los descampadoperfectamente cuadrados que habíaquedado después de trazar las calle

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rectilíneas. En mitad de una de esaslas cuadradas estaba la masía en e

que se había instalado desde que llegó

Barcelona, y que era un despojo de otrépoca acosado por el futuro, igual qusu propietario, el padre de Clara. Lcasa, que llevaba cerrada varios añosestaba a punto de valer una pequeñfortuna: cuando las grúas llegasenalguien pagaría mucho por demolerla. Y

esos dos bancos de piedra, frente frente, separados solo por la luentrando a raudales o las ráfagas dluvia, desaparecerían para siempre

Como había desaparecido Teresa, oConsuelo, o quienquiera que fueseporque a Luis le dolió admitir que nsabía nada de ella. Nada de nada.

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Cuando Clara volvió a la fiesta da galería, agarrada a su collar, traí

cara de disgusto.

 —¡Hay que ver el follón que horganizado tu amiguita! —le susurró gritos al pasar a su lado, caminando upoco más deprisa de lo que solíacogiendo carrerilla para zambullirse dnuevo en la fiesta.

Desde aquel momento, Luis habí

buscado a Consuelo. En el taller, Fabino sabía nada, de hecho estaba a puntde irse porque había pensado que ellodos le habían dado plantón para esta

solos. Preguntando aquí y allá, Luis shizo a la idea de lo que había pasado entonces volvió a la fiesta y acorraló Clara.

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Aunque hablaban y sonreían en uono y unos gestos que habrían hech

pensar a cualquiera que comentaba

ranquilamente uno de los cuadros, Clara le sorprendió la vehemencia dLuis y a Luis la dureza de ella. «Ni questuvieras enamorado», habría queriddecirle Clara. «Ni que dirigieras unplantación con esclavos», habríquerido decirle él.

Pero a pesar de que se guardaroesos reproches, se separaron mádescontentos que nunca el uno del otroLuis tenía prisa por salir a Las Rambla

con la esperanza de encontrarla entrramos de flores y pájaros ciegos. Ysiguió recorriendo el paseo, aun cuanda sabía que ella no estaría.

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A la mañana siguiente, cuando lmadre Montserrat se asomó a una de laceldas de visita y vio a Luis sentado e

una de las sillas incómodas, pensó quaquel era, precisamente, el tipo dvisitante que justificaba todas sucautelas. Se sentó frente a él y, alzandouna ceja, le dispensó una escuetbienvenida.

La visita fue corta, y fue Luis quie

a interrumpió más o menos cortésmental darse cuenta de que la monja estabmás dispuesta a sonsacarle a énformación sobre los últimos meses d

Consuelo que a darle ninguna pista parque pudiera localizarla. Así que cuandosalió del orfanato, despedido por echirriar del portón y el golpetazo fina

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Luis tuvo que dar su búsqueda poacabada.

La verdad es que se daba a s

mismo tanta pena como risa. Era incapade evitar la melancolía, así que decidiabandonarse completamente en subrazos durante unos días, esperando quegual que cuando tenía la gripe, al fina

emergería completamente curado restablecido, como si no hubiese pasad

nada.Se dedicó a pasear tranquilamentpor las habitaciones cerradas de lmasía, con los muebles cubiertos co

sábanas que hacía tiempo que habíadejado de ser blancas, fisgando aquí allá, para distraerse de su vida con lorecuerdos de otras. Fue así com

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encontró aquel cuaderno con el nombrde Clara Morgadas escrito cocaligrafía infantil en la cubierta. Cuand

o abrió se reconcilió un poco con samiga. Al parecer era el cuaderno de locastigos, en cada página había una frascopiada varias veces: «No se cogen loconejos por las orejas», «Cuatrmelocotones seguidos son demasiados»«La lluvia es mala para el pelo», «A

incho  no le gusta que le tiren de lcola».Y Luis sonrió al imaginarse un

Clara niña, visitando la masía con su

padres, siendo agasajados por lomasoveros. Quizás se quedaran unodías cada verano, cuando el calor en lacalles intrincadas de la ciudad vieja

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donde estaba su destartalado y señoriapalacio, fuese insoportable. Sí, creírecordar que Clara le dijo que ella habí

sido muy feliz en aquella casa, comacordándose de repente de lomelocotones y de Pincho. Y Luis pensóque todos los recuerdos de infancia sparecen, aunque se vistan de diferentforma. El perro que él recordaba slamaba Chucho; lo recogió en una call

del Albaicín, cuando tenía diez años vivían en Granada. Le puso ese nombrporque nada más verlo entrar en casaMatilde le preguntó:

 —¿Adónde vas con ese chucho?Y con Chucho  se quedó. Pero d

Granada se fueron a Bombay; y el díque dejaban el Carmen donde se había

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alojado, Chucho  no apareció. Su padre dijo que era la demostración de l

que le había repetido mil veces:

 — Chucho  es un perro callejero, e dejará para volver a la calle.

Luis no le creyó, ni siquiera esúltimo día. Pero la verdad es que eperro no apareció y tuvo que subirse acoche para hacer lo que mejor le habíaenseñado: abandonar una vida par

saltar a la siguiente.Cuando Fabia y Joaquim se bajarodel taxi, Luis estaba sentado en lentrada contemplando a través de

objetivo de su cámara la vecina igleside la Sagrada Familia, otro edificio raren medio de los descampados, pero qupertenecía indiscutiblemente al futuro.

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Fabia le besó en la mejilla cocariño.

 —¿Has sabido algo? —le preguntó

Luis negó con la cabeza simolestarse en intentar disimular que nsabía a qué o a quién se refería.

Joaquim se sentó a su lado y le diuna palmada en el hombro.

 —¿Penando?Luis sonrió pero se parapetó d

nuevo tras la cámara, enfocando a Fabiaquien, sentada en la hierba, se estabquitando los zapatos.

 —Al final no ibas ta

desencaminado: parece ser que se llamConsuelo y es gitana.

 —Eso me han dicho. Y también quha desaparecido, igual que la otra —

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dijo Joaquim frotando el interior de lcazoleta de su pipa de barro con unpastilla oscura. Luis reconoció el arom

  pensó que un poco de hachís lsentaría bien.

 —¿Me dejas tu cama para echauna siesta? —dijo Fabia—. Esta tardengo que desfilar en traje de baño

debería estar presentable.Y sin esperar respuesta entró en l

casa, dejando sus zapatos en la hierba.Joaquim acabó de llenar la pipa coabaco y la encendió.

 —La Catedral de los Pobres —dij

mirando la iglesia—. ¿Sabes que fue unde mis primeros cuadros? La iglesia afondo y gente misérrima en primeplano. A Isidre le gustó.

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Luis lo miró sorprendido. —¿Arquitectura y seres humanos

Creía que solo te interesaban los colore

de la luz. —Ya ves, todos tenemos un

pasado. Hasta el pobre Gaudí. Cuandpinté esto, estaba hecho todo un dandiTe lo creas o no.

A Luis le costaba creerlo. Habívisto muchas veces al viejo arquitect

entrando o saliendo del taller que teníadosado a las obras del templo, parecía un mendigo. O un místicoPorque, además de ir desaliñado, tení

ese aire de estar siempre en plenmeditación, casi en trance, lo que habímpedido que Luis se decidiese

abordarlo para expresarle cuánto l

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admiraba.Joaquim aspiró la pip

profundamente, como dándose valor.

 —Creo que me iré pronto —dijo. No hacían falta más explicaciones

Luis lo conocía lo suficiente como parsaber que no se refería a acabar prontaquella visita sino a una de superiódicas espantadas, a desapareceuna buena temporada para pintar com

un salvaje en los acantilados dMallorca o en cualquier otro sitio dondestuviese completamente solo.

 —¿Lo sabe ella? —Era todo lo qu

a Luis le interesaba en aquel momento. —Sí. Pero aún no se lo he dicho. —Te dije que la trataras bien.Joaquim lo miró con incredulidad.

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 —Siempre lo hago —declarsolemnemente.

 —Sí, cuando estás —lo cortó Luis

Pero durante el rato siguiente, mientraa pipa iba cambiando de mano

silenciosamente, se arrepintió de sreproche, seguro de que él era lpersona menos indicada para hacerloEsa misma mañana había recibido uncarta de su amigo Andreas, tambié

fotógrafo, invitándolo a Atenas. Aparecer la trifulca con los turcos estabsubiendo de tono y podrían ir los dos dreporteros. Y Luis ya había decidido

que Grecia siempre era una buenopción.

 —¿Cuántas torres tendrá al final—preguntó a modo de disculpa

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señalando el templo con el mentón. —Ni idea. Pero seguro que más d

as necesarias —dijo el pintor.

Consuelo consiguió llegar al número unde la calle Cirera sin derramar una solágrima. Y eso que, desde que la Pou se

puso a gritar, todo y todos a salrededor parecían haberse confabuladpara que lo hiciera.

Como la Morgadas se moría d

ganas de volver a su fiesta, salió decuartito deshaciéndose en cumplidos promesas a la Pou, seguro que paraplacar a la bestia y que no le montas

otro escándalo. No volvió; mandó a lefa de probadoras para que la escoltas

hasta la calle.Aquella mujer que la había tratad

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siempre con amabilidad, que le habíenseñado su trabajo y que lpromocionó al reconocer generosament

su valía, se negó a dirigirle la palabrmás allá de las órdenes necesariasvamos al vestidor, quítate el uniformeenséñame tu bolso, sales por la puertde atrás. Y el portazo, sin más. Adiós aTeresa Pou, ya no era una siglera.

Salió por la calle Xuclà hasta La

Ramblas. En la esquina con la callBuensuceso, un chófer estaba acabandde cargar en el asiento del copiloto umontón de bolsas y cajas con e

emblema de El Siglo. Consuelo lesquivó mientras alguien en el asientrasero bajaba la ventanilla.

 —¡Pst, eh! ¿Quieres que te lleve

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algún sitio?Era la Pou con una sonrisa de orej

a oreja. La alegría de los vencedores.

 —Recuerdos a la Salas —le dijConsuelo antes de cruzar Las Ramblasaún muy digna y muy entera, pero cadvez con más prisa por llegar a casa.

Para atajar su camino cruzó SantMaría del Mar por dentro, en sentidcontrario al que Ramón recorría cad

mañana e invirtiendo unos cuantos pasomás que él, pero sin contarlos. Sí quavanzó mirando a ambos lados, a losantos que relucían. No tenía ni idea d

o sucios que habían estado antes, perno pensaba pasar de largo sin mirar erabajo de Antonia. Al llegar al alta

mayor contó las esbeltísimas columna

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góticas dispuestas en media luna y ssantiguó. Recordó la extraña iglesia econstrucción que se veía desde el fals

palomar de Luis. Hasta en eso su mund el suyo eran diferentes.

Luis. Fabia. Luis y Fabia. Si todhubiese salido bien, en aquellomomentos tendría que estar con ellos eel Marsella, ese bar donde a golpes dalegría sobre las mesas de mármol s

fundían en uno solo los mundos de cadcual, como los azucarillos en la absentaPero a ella la acababan de mandar dvuelta al suyo. Y tendría que olvidar que

existían otras conversaciones, otrocuadros, pies en la arena, finales dópera, trajes de baño. Miró la talla de lVirgen con el velero a sus pies y s

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acordó de Vidal y de Marie.Marie y Antonia. Antonia y Marie

Echó a correr. Consiguió llegar a

palomar con los ojos anegados, pero aúcon las mejillas secas. Marie y Antoniestaban bailando, con los volantes deraje de baño de la señora alta en l

cabeza. Por fin la paz de estar cogallinas de tu mismo gallinero. Consuelse abrazó a Antonia y rompió a llorar.

Los días posteriores a la fiesta fueron dcelebración. En Pedralbes y en El SigloClara estaba exultante, no podría habedo mejor. Los periódicos principale

dieron la noticia en la primera edicióde la mañana siguiente, y no dejaron dampliarla con imágenes y comentariodurante varios días. Había recibido u

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montón de tarjetas de invitadoagradecidos, e incluso algunas dnteresados en comprar alguno de lo

cuadros. Pero a ella solo le interesabuno de los candidatos: Michael Primsonque por lo visto quería comprar Mujecon niña en la playa para regalárselo su mujer. Estaba segura de que si lconseguía ese cuadro, el inglés pondrímás interés en influir en la carrer

política de Fernando. Y aquellos díasClara se sentía tan poderosa que incluspensó que sería capaz de convencer aprimo Juli para que lo vendiese. ¿Po

qué no?, después de que su cuñado ldiera las gracias por haber conocido pofin a la Xirgu, todo podía pasar. Incluida posibilidad de hacer un buen negoci

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con los trajes de baño que la falsTeresa Pou había dejado a punto en ealler. Sí, la verdad es que no estaba

nada mal.El recuerdo de la siglera perdid

solo despertaba en Clara la satisfacciópor haber solucionado tan limpiamentel inoportuno escándalo. Dijera lo qudijera Luis.Fue Marie la que llevó la noticia a

palomar. —Tu traje de baño está en eescaparate de El Siglo.

Consuelo no levantó la vista de s

abor, pero dejó de dar puntadas usegundo. Habían quedado de acuerdo eque, por supuesto, se quedaría con ella  ayudaría cosiendo mientras buscab

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otro trabajo. Y se callaron lo que yasabían: que sin ninguna carta dreferencias iba a ser muy difícil qu

nadie confiara en ella. Pero ni siquierMarie se atrevió a sugerir hacer otrfalsificación. En cambio, sí que satrevió con otra propuesta:

 —Podríamos reventarle el negocia la Morgadas: hacemos los mismorajes de baño y los vendemos much

más baratos. —Sí, claro. ¿Cuántas veces hemodo nosotras a la playa? —pregunt

Consuelo.

 —A ver, déjame pensar… —bromeó la francesita.

 —Pues eso, que ni nosotras nnuestras clientas necesitamos eso. ¿O

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esperas que las señoronas de El Siglvengan de compras a nuestro barrio?

Desde que la despidieron al grit

de ladrona y gitana, Consuelo habírazado una línea muy clara entre s

mundo y el resto. Y no pensabasaltársela otra vez por nada.

 —¿Qué te parece esto? —dijextendiendo lo que había estadcosiendo.

 —¿Qué es? —preguntó Antoniaentrando en el palomar con Andreuet eos brazos y su embarazo cada día má

visible.

Consuelo se lo puso sobre lohombros.

 —Es un mantón. Lo he hechmezclando retales.

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 —Da unas vueltas… —le dijMarie. Y al girar, Consuelo se esforzómucho por no pensar en Fabia. Lo d

olvidarse de Luis ya lo había dado poperdido, pero esperaba que si fingía quo había olvidado, al final sería verdad.

Cuando paró de girar se encontrcon que Andreuet la miraba con tantatención como sus amigas.

 —Precioso —le dijo Marie.

 —Pero no se te ocurra ponértelpara ir a pedir trabajo. —No, si es para venderlo.Marie y Antonia se miraron co

alivio. —Mejor. —A ti te hace parecer aún má

gitana.

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Esa noche, cuando Antonia ya estaba esu casa y Marie dormía, Consuelo splantó ante el espejo. Sí, envuelta en e

mantón, con el pelo suelto y su collarparecía de verdad lo que era: una gitanaY decidió que ya no iba a esconder «losuyo» nunca más.

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14

 El Torín

Aunque Consuelo se había jurado npisar un cementerio hasta el día quuviera algún muerto conocido, l

presión de colaborar en los gastos dCirera, 1 la llevó a regatear con aqueuramento. Se dijo que al fin y al cab

no iba a cruzar los muros, así que, everdad, no estaría poniendo los piedentro del cementerio, sino solo en lentrada, al menos de momento. En s

búsqueda de trabajo, Consuelo habíhablado con las floristas de la Ramblde San José, cuyas tertulias le habígustado tanto escuchar cuand

rambleaba. Fueron ellas las que l

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sugirieron los puestos de coronamortuorias, centros y ramos dcrisantemos a la entrada de lo

cementerios, que para Consuelo teníamucho menos encanto, claro, perseguirían siendo mejor que las hierbasecas de la Pou.

Había decidido empezar por ecementerio de Montjuich, que al menono era el de su infancia y quizás no tení

antos ángeles llorando deseando, comella, estar en otro sitio. Pensó qupodría hacer el trayecto a pie: comodos en el barrio de la Ribera

Consuelo había visto mil veces lafiguras de los dos hombrecitos quadornaban las puertas de Santa Marídel Mar, y también había oído contar su

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historia. Los dos hombrecitos era«bastaixos», que así se llamaban loque, en la época en que se construyó e

emplo, se ganaban la vida descargandas galeras que atracaban ante la ciudad

Pues bien, si los bastaixos de la Riberlevaron a sus espaldas, desde un

cantera que había en la colina dMontjuich, las piedras con las que sconstruyó la iglesia, Consuelo decidi

que bien podía ella ir y volver andandhasta el otro lado de la colina, donde sagazapaba el cementerio.

Tardó hora y media en llegar, pero

no fue eso lo que la desanimó, sino ldea de tener que regresar a casa sola

a oscuras en invierno por las inhóspitaaderas de la montaña. Además, ella no

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levaba piedras para defenderse.Por eso se encontraba, otra vez,

as puertas del familiar cementerio de

Poblenou, el suyo, pero ya no de lutprestado ni con un cirio en la mano. Sacercó a los puestos de flores, y dejclaro que no quería hacerles lcompetencia, sino ayudar algún día de lsemana, o algunas horas al día. Máviejas y menos parlanchinas que las d

a Rambla, aquellas floristas le dijeroque no necesitaban ayuda, y que erealidad las ventas solo iban bien un díal año, el día de los Difuntos, pero qu

podía preguntar al guarda: a veces sabíde gente dispuesta a pagar porqumantuvieran limpia y con flores la tumbde algún familiar. Le dijeron que l

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onta, y qué tontería pensar que podríquedarse a las puertas. Miró sus piesmás le valía dejarse de excusas y dar e

primer paso para entrar en ecamposanto y buscar al guarda.

Una comitiva pasó a su lado. Erun grupo reducido, un muerto pobreapenas media docena de niñas de lCasa de la Caridad, el cura y un par ddeudos con la gorra en la mano

Consuelo dio la vuelta, antes incluso dver que una de las niñas mayorelevaba puesto el vestido que fue d

Antonia antes que suyo. No, imposible

no iba a volver a ese espacio que por uglorioso momento creyó haber dejadatrás. Haría lo que fuese salvo pasar sudías otra vez entre tumbas y estatua

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desconsoladas.Se alejó apresurada, bajando l

cabeza para evitar que la viera el viej

Blai, el cochero de la carroza funerarique tenía que haber sido su suegro, y qusalía del cementerio tras habedepositado en los hombros de loporteadores el ataúd del día.Dentro de la cripta del panteón, que olía humedad y a viejo, no era una mañan

de junio, sino una noche antigua, uncápsula cerrada que no alterarían losiglos. La talla de una virgen con loojos desorbitados a la luz temblorosa d

os quinqués, las lápidas con nombrecon uves como úes y efes como eses, erezo en latín que bisbiseaba el cura salía entre los huecos de los dientes qu

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e faltaban… Clara sintió un escalofrío se frotó inconscientemente los brazos, miró hacia arriba, donde una suav

lovizna iba calando a los que se habíaquedado fuera. Colocaron el ataúd en ssitio y rezaron un último responso«Requiem aeternam dona eis, Domine

t lux perpetua luceat eis». Y brillpara él la luz eterna. Antes de salir depanteón, Clara dejó una flor sobre l

caja, una amapola que había arrancado a orilla del camino que llevaba acementerio. Sería cursi, pero le dabgual.

La gente se agolpaba frente apanteón en el que una sencilla lápida dmármol solo decía «Freixà». Así ecomo llamaban sus amigos de infancia a

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padre de Clara, por el título nobiliarique había usado su tatarabuelo, en vede su apellido, Morgadas. Con el actua

conde de Freixà le unía un parentescremotísimo que le daba el derecho lamarlo primo, y también a enterrars

en el panteón que había construido lfamilia hacía varios siglos.

Del viejo castillo de Freixàencaramado en una loma de Vila

rodona, solo quedaban unas cuantapiedras, y un dintel con el escudheráldico que el actual conde empleaben su papel de cartas. Era la primera ve

que Clara pisaba aquel lugar: solo sba para los entierros. Su madre habí

pedido que la enterraran en el panteóde sus padres en Montjuich, y Clara er

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muy niña cuando murió su abuelo, cuyorestos también reposaban en Vilarodona. Hasta ese cementerio rural s

habían desplazado ese día los viejoamigos de Morgadas, los pocos que aúvivían. Habían salido al amanecer dBarcelona, la mayoría en cocheprestados, escoltando la carroza fúnebrde seis caballos. Al trotecillo cansinode las bestias habían tardado seis hora

en llegar.Fernando sostuvo la mano de Clardurante todo el trayecto. No le gustabque nadie salvo él condujera su coche

pero ese día había hecho una excepciónprecisamente para poder consolar a smujer en el improbable caso de que ello necesitara. No había previsto que ell

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se pasaría las seis horas mirando por lventanilla, con gruesas lágrimasilenciosas que rodaban por sus mejilla

hasta despeñarse en el mentónempapándole la pechera de smpecable vestido de luto.

Ella, aunque apenas le miró en todese tiempo, no soltó su mano. Agradecíque no fuera al volante, y que estuvierasolos en el asiento trasero. De hecho

había obligado a Conchita a viajar en ecoche de Arnau, y no en el de ellos, coa mujer del taxista y con dos tía

segundas. Clara tampoco había previst

lorar tanto, y se daba cuenta de que nera solo porque se hubiera muerto spadre. Era que con él se acababa eúltimo eslabón que la unía a su infancia

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  a un mundo diferente. Muchos de lovehículos que les seguían cargaban loúltimos vestigios de una era casi extinta

Ahora cerrarían el palacio y lo pondríaa la venta, y Clara no tendría más hogaque el que había construido ePedralbes, con todas las comodidademodernas y sin un solo anclaje en epasado.

Por eso no enterraba solo a s

padre, enterraba una parte de su vidauna vida de la que había querido huipero que, como todo lo perdido, srevestía ahora de un encanto que quiz

amás tuvo. El viejo libro de las fábulade Perrault; el sabor de los melocotonecuando iban a la masía; las meriendas ecasa de su abuela, que era de Barcelon

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de toda la vida, pero hablaba a sunietos en francés. Y a Bernadettelamándoles para ir al salón azul —l

única estancia que se calentaba solo coa chimenea— a dar las buenas noches

sus padres, a quienes apenas veíanantes de meterse en la cama. Su padre nhabía jugado con ella de pequeña, ni lhabía llevado a caballito, ni le habícontado cuentos antes de dormir. Pero

una vez casada había sido la únicaudiencia cómplice para todas esaanécdotas a las que Fernando nunca veía gracia. Clara no lloraba por el viej

Morgadas, sino sobre todo por ellmisma y por el paso del tiempo en svida y el paso del tiempo en el mundoaunque no se pudiera quejar de haci

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dónde les llevaba el tiempo a ella y anuevo mundo que había adoptado comsuyo.

Una vez que bajó del coche, coos ojos hinchados y enrojecidos, n

derramó ni una lágrima más. Tampocopudo comportarse con la ejemplaentereza de Conchita, que repartísonrisas y agradecimientos a unos otros y se dejaba abrazar, besar y

agarrar de las manos por toda esa gentque parecía necesitar consuelo muchmás que ella. Ni siquiera pareciemocionarse cuando la abrazó aque

primo, su antiguo amor, con el que nohabía coincidido en siglos y que le dijque la veía muy bien. No es quConchita no lamentara la muerte de s

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padre, sino que lo había visto decaerangustiarse en su agonía, no moverse da cama; lo había visto levantand

extrañamente los brazos durante esueño como si quisiera que lo auparan aCielo, cosa que ella estaba convencidde que era, exactamente, lo que habíocurrido.

Los demás hermanos Morgadaestaban preocupados por qué sería d

ella, pero Clara sabía que se iríranquila al convento, por fin, a seguirecordando los días felices anteriores su puesta de largo, hasta que le llegara

ella el momento de morirse, un momentque esperaba con serenísimmpaciencia. Por primera vez en su vida

Clara envidiaba a su hermana menor

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por su fe y por su impermeabilidad a locambios, por su —ahora se lo parecía—orgullosa resistencia a moverse del siti

donde le gustaba estar, aunque ese sitioa no fuera más que un recuerdo borros

para el resto. En el entierro dMorgadas, Conchita estaba como pez eel agua porque la mitad de los asistenterecordaba ese sitio, y ella allí seguísiendo Conchita Freixà.

Como en las bodas, también entre loasistentes a ese entierro se podía intuiquién venía del lado de quién. Estabesa mitad que conocía a Conchita, y qu

no se había visto en años —la vieja discreta nobleza catalana últimamentsolo se reunía para enterrar a uno de losuyos—. Y luego estaba la otra mitad

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os socios y amigos de los Cots, y dalgún Morgadas que sí trabajaba. Elloocupaban las páginas de las revistas, lo

consejos de administración de lagrandes compañías, los palcos de loeatros.

Generalmente, Clara actuaba dnexo entre los dos ambientes, pero esdía le daba pereza. Como últimamenta había más nexos posibles, aparte d

ella, y la barrera entre unos y otros ermás porosa, y ya no se sabía quiécortejaba o imitaba a quién, se permitiel lujo de estar a su aire, dejando a su

hermanos el papel de anfitriones. Srefugió en la compañía de Fernando y dBernadette, evitando al mismo tiempo su familia y a su familia política.

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A cierta edad, las muertes ajenaa no hacen pensar en la propia. Si d

pequeña Clara había fantaseado con s

funeral —quién iría, qué dirían de ellacómo se arrepentirían sus padres de nhaberle dejado meter en casa a Pinchoel perro de la masía—, ahora le dabotalmente igual cómo fueran

enterrarla. Pensaba, más bien, en svida, en lo que merecía la pena y lo qu

no; en cuántos de sus esfuerzos teníarecompensa; en qué cosas la hacíarealmente feliz. Pensaba en sus batallaen El Siglo y por El Siglo, en l

ndiferencia hacia la carrera política dsu marido y hacia el nombre de sunumerosos sobrinos que había tardaden identificar. Y pensó en leer a la

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sombra de su naranjo y, quizá, volvecon Fernando a Nueva York. Se notabacansada.

Digerida la emoción por habeconocido a Margarita Xirgu, FaustinCots había vuelto a su acoso y censurde siempre, aunque esa mañana en Vilarodona se sentía culpable y trataba dser encantador con ella, porque no spuede estar a mal con alguien cuy

padre acaba de morir. Por eso no dejabde acercársele y ponerle la mano en ehombro, o de lanzarle sonrisas tristes dánimo. En el entierro, Fernando se arm

de valor y, a la cuarta vez que se giró yvio a su hermano tras ellos como uguardaespaldas, cerniéndose sobrClara, le palmeó la pechera —más un

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advertencia que una muestra de afecto—  le indicó con la cabeza que no er

necesario. Aunque la intrusión má

ncómoda de todas fue, sin duda, la de lmujer de Arnau, el antiguo chófer, quehabía sido ayudante de cocina en lcasa. Deshecha en llanto, se habíplantado delante de Clara lanzándoluna ristra de clichés de consuelo y tacantidad de sentidas anécdotas sobre e

muerto que parecía mentira que solhubiera trabajado para él unos mesesCuando Bernadette vio que Clara en vede quitársela de encima empezaba

pestañear deprisa para contener laágrimas, se apresuró hacia su examante

 —Arnau, o controlas a eshistérica o yo misma la encierro en e

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panteón. Que se cree la viuda, carajo.En cierta forma, lo era.

Como había hecho Luis no hacía tanto

aunque ella no lo supiera, Consuelesperaba en la incómoda silla de una das celdas de visita la llegada de l

madre Montserrat. Tras desistir dconvertirse en florista de difuntos, habíhecho correr la voz en el barrio y entras clientas del palomar de que estab

buscando un empleo. Pero, como habíemido, sin carta de referencias le fumposible encontrarlo. Ni siquier

consiguió que le hicieran una prueba e

os dos talleres de planchadoras deEnsanche que visitó. La Casa de lCaridad era su última opción, y estabdispuesta a mostrar toda la contrició

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que hiciera falta.La monja no pudo evitar u

respingo al verla con el pelo suelto, u

vestido de verano y su collar al cuelloo la recordaba así, imprudentement

guapa, y se preguntó si tenía algo quver con la carta de la señora Popidiéndole, sin más explicaciones, otrchica que fuera a servir a Reus. Nhabía querido preguntar qué habí

pasado con Consuelo Deulofeu, por quno había durado en su puesto, aunque averla ahora suponía erróneamente que eseñor Pou, o algún hijo adolescente d

os señores Pou, habría tenido algo quver. La experiencia demostraba que noera sensato meter la tentación en casa, mucho menos por la puerta de servicio.

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 —Buenos días, madre —dijConsuelo, levantándose.

 —No sé yo si lo son —contest

ella, y le hizo un gesto para que ssentara de nuevo—. Cuéntame.

Consuelo no entró en detalles ampoco hizo falta: la madre Montserra

entendió vagamente que habían pasadcosas desde que se fue de la Casa, perque ella seguía siendo buena chica

estaba dispuesta a enmendarse y ganarsun salario de forma honrada, cosa queviendo su nuevo aspecto, no dejaba dser un alivio.

 —Ya sabes que con lo tuyo la cosano está fácil —le dijo.

Consuelo tardó en contestar, y a lmadre Montserrat le pareció detectar u

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brillo inusual en los ojos de la chica, ubrillo que estaba a medio camino entrel orgullo y el hartazgo.

 —Ya sé, madre. Pero habrá algúnrabajo que una gitana pueda hacer.

Y la monja disimuló otro respingocuando Consuelo se ahorró eeufemismo y pronunció «gitana» coodas sus letras. Pues sí, había algúrabajo que podía hacer, aunque no ta

bueno como el de servir en una casdecente —que era lo que le habíconseguido la primera vez, y el mejorabajo al que podía aspirar.

Consuelo se tragó las ganas dgritar que ella había sido la probadorfavorita de la clientela de El Siglo, qua habían elegido para trabajar en e

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catálogo, y que Clara Morgadas una velamó «nuestros» a los trajes de bañ

que ella inventó. Consuelo contuvo e

grito en su garganta, pero no porquestuviera resignada, no porque pensarque semejante oportunidad ya nvolvería a estar a su alcance. Acontrario: Consuelo estaba dispuesta agachar la cabeza y hacer lo que fuesporque sabía que volvería, que tendrí

su revancha, y haría lamentar a lMorgadas y a todos los que la habíahumillado su error de cálculo. No sabícuándo, pero sí que al final iba a ganar

 entretanto haría cualquier cosa, lo qufuera.

 —… plaza de toros —estabdiciendo la madre Montserrat,

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Consuelo se bajó apresuradamente deárbol de la venganza para prestaatención.

 —Depende, como sabes, de lCasa de la Caridad, y creo que te podrábuscar un hueco de limpiadora.

Consuelo la miró intentandprocesar la información.

 —No sé si la he entendido bien. —El Torín, Consuelo. Tienes qu

r a ver al señor Casals, encargado deTorín.El Torín era la plaza de toros d

más solera de las tres que había en l

ciudad. Estaba en la Barceloneta, vivía horas bajas por la competencia das otras dos, la de Las Arenas y L

Monumental, que eran más grandes

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modernas, y estaban en barrios menoconflictivos y con menos carteristasAhora a El Torín se le conocía como L

Antigua, y albergaba sobre todnovilladas de quinta categoría, y algúque otro espectáculo poco selecto: ecirco, un mitin obrero, un baile popularY desde que un globo aerostático —como el que habían visto Luis Consuelo en los Orientales— habí

provocado un accidente que terminó coun muerto y varios heridos en loendidos de sol, la plaza estab

definitivamente de capa caída y tení

fama de mísera y peligrosa. —Gracias. Iré mañana mismo —l

dijo Consuelo fingiendo que le hacíhasta ilusión.

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La madre Montserrat le preguntó sno le gustaría saludar a las hermanaantes de irse. Consuelo sabía lo qu

significaba aquello: entrar en la salcomún donde dormitarían varias monjaviejas esperando la hora de comer. Lahermanas a las que la directora queríque saludara no eran ni la hermanVicenta, que estaría preparando supotingues en la cocina, ni las novicia

que enseñaban a las huérfanas planchar, a coser y el catecismo; ni lhermana ecónoma, que era de Cádiz enía mucha gracia. No, si Consuel

quería quedar bien tendría que pasamedia hora como poco hablando mualto, recordándoles a esas monjas cómse llamaba, y llenando su conversació

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d e cudegés, que era como Marie shabía referido siempre a acompañacada nombre propio de un «que Dio

guarde», ya fuera una señora depatronato o alguna autoridad que hubiervisitado la Casa recientemente.

Consuelo dijo que le encantaríverlas aunque solo fuera un momentopero no quería molestar; y la madrMontserrat dijo rauda que no sería un

molestia, sino al contrario, y la invitó que se acercara ella misma a la sala. Lacompañó hasta el final del corredor:

 —Ya conoces el camino.

Por supuesto que lo conocía. En lCasa de la Caridad nada cambiaba. Lmadre Montserrat le hizo un gesto ddespedida con la cabeza y echó a anda

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en sentido contrario. —¡Madre Montserrat!La monja se detuvo y la miró

nquisitiva. —No debería mandar a má

nternas a casa de los Pou.Tras unos segundos, la monj

volvió a inclinar la cabeza. Habídudado si preguntar abiertamente Consuelo qué «cosas» le habían pasad

en Reus. Pero para eso tendría qusaltarse otra de sus normas: siempre ermejor no saber la versión de lahuérfanas. Ella dirigía la institución, n

era la madre sustituta de cada una dellas. Aun así no pudo evitar acordarsde Marta, la chica que ya había enviada casa de los Pou, tan asustadiza

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obediente. Rezaría por ella.Consuelo atravesó sola el largo pasillque conducía a las escaleras, resistiend

a tentación de asomarse a lodormitorios donde de pequeña habíaprendido a rezar a coro con las otraniñas al Ángel de la Guarda. Reconocícada armario oscuro, cada cortina detráde la cual alguna vez se escondió parntentar recuperar el recuerdo huidizo d

una vida anterior. Todo era tan familiaque parecía que estaban desde siempras mismas monjas y las misma

huérfanas con la misma ropa y lo

mismos cuadros oscuros de mártires vírgenes, pero lo cierto es que el tiemppasaba también allí.

A Consuelo le impresionó lo

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mucho que había envejecido en apenaunos meses la hermana Remedios, lantecesora de la madre Montserrat

Antes era enjuta y arrugada; ahorademás se le había afilado la nariz y scuello se vencía hacia un lado, incapade sujetar el peso de su cabeza.

 —¿Hermana Remedios?La monja abrió los ojos, que era

como de profeta, alertas tras el vel

azulado de las cataratas. —¿Ya hay que ir a la capilla? —No, hermana, aún no. He venid

de visita. Soy Consuelo.

 —¿Quién? —Consuelo Deulofeu, viví aquí, y

no se acordará.La monja volvió a cerrar los ojos

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  sonrió beatíficamente como un Budflaco.

 —Uy, sí. Cuántos muertos. Igua

fue el mar, pero qué voy a saber.Consuelo miró a su alrededor, a

resto de momias durmientes: si algunparecía en mejores condiciones, sacercaría a charlar con ella. Antes dque lo hiciera, la hermana Remedioalargó la mano temblorosa y la llev

hacia el cuello de Consuelo, qureprimió las ganas de apartársela. —Es tu collar. Sé mucho de

collar.

Consuelo dejó que escrutara cosus ojos cegados el colgante en forma dmedia luna. En una novela, o en unópera de las que enloquecían a Fabia

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ahora aquella anciana le daría la pistque le faltaba: hablaría de la playa, da otra Consuelo, del sol derretido en l

arena. Reconciliada con su origegitano, a Consuelo le daba por imaginaque era ella la niña del cuadrorecogiendo conchas en la orilla mientrasu madre, la mujer morena vestida dblanco, perdía la mirada en el horizonte

 —¿Hermana? ¿Qué sabe? ¿Pued

decirme algo? —¿Yo? Que el mar, o el perro. Sepasa las noches aullando y mató dogallinas. ¿Al convento no lo pued

levar? —Estará mejor en casa —dij

Consuelo, poniéndose en cuclillas a sado, deteniendo su carrera tras e

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espejismo de un «¿y si?».La conversación se alargó,

Consuelo pensó que tenía la misma loc

 bendita incoherencia de aquella nochcon Luis y Fabia en el Marsella.—La lejía está aquí —le dijo aquellvieja—, pero hay que mezclarla coagua, que la coges de ese grifo, acuérdate de cerrarlo bien luego, qugotea.

Consuelo asintió. —A ver, ábrelo.Consuelo giró la espita. —Y ahora lo cierras.

Y Consuelo lo cerró. —Muy bien —le dijo, como s

hubiera pasado una prueba hercúlea—Pues es sobre todo echarla en lo

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urinarios, y pasar el trapo por el pasillese, y el de allá. Pero no cuando estésaliendo, que alguno se ha resbalado,

no sabes los líos que montan. Aquí lodomingos puede haber un millón dpersonas. Pero con que se resbale unoa la tenemos montada. Tráete el cubo.

Aquella mujer no era tan viejcomo la hermana Remedios, pero casLe dijo a Consuelo que en los bueno

iempos de El Torín había alquiladoalmohadillas y vendido horchata en ucarrito que empujaba por loabarrotados tendidos de la plaza. Po

entonces tenía el pelo negro, andaberguida, y las carnes se le cimbreabamientras anunciaba su mercancía esquivaba, o no, los pellizcos de l

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concurrencia. Pero ni siquiera entoncehabía más de diez mil espectadores: lde que había un millón era una épic

mentira de su mente, aunque ella se lcreía.

Aquella vieja ya estaba allcuarenta años atrás, cuando El Torín fuel primer coso donde se oyó upasodoble en mitad de una faena; donde Lagartijo cortó cuatro orejas;

donde se presentó la primera cuadrillformada íntegramente por mujeres. Limpiadora había soñado alguna vez co

ser matadora de toros y pertenecer

aquella cuadrilla, «Les Noies», perahora se conformaba con que laautoridades no cumplieran su amenazde cerrar El Torín por la

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rregularidades, los disturbios y la ventlegal de alcohol, y la dejaran seguir all

un tiempo más, acabarse al tiempo qu

se acababa la plaza. Pero eso no se ldijo a Consuelo, que la seguía por lovomitorios acarreando un cubo de agusucia y sin poder oír, como ella oía, loaplausos, los oles y los pitos quretumbaban en sus oídos desde hacícuatro décadas.

 —Aquí no te hace falta ni entrar —ba diciendo la vieja al enseñarle lenfermería, convertida en almacén—menos si cogen a uno, claro, que s

queda todo chorreado de sangre, entonces tendrás que limpiar esta mesaque es donde lo tumban. Por la camillno te preocupes, si eso se la llevan lo

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del hospital.Vio que Consuelo asentía

asqueada, y se compadeció:

 —Pero tú tranquila, ya casi no sorea. Ya todo son payasos y malabare eso.

Por fin acabaron la ronda dreconocimiento y volvieron a la oficinaLa vieja se marchó a casa, y Consuelescuchó de boca de Casals, e

encargado, las condiciones de su nuevempleo. Ganaría tres pesetas a lsemana, tendría que estar ahí de nueve seis, pero si había espectáculo s

quedaría lo que hiciera falta: siemprhabía algún borracho que se quedabdormido en los urinarios, y no podíaesperar sacarlo antes de las once. Ya no

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había presupuesto para uniformesendría que traer su ropa de casa. L

aconsejaba que fuera más tapadita de l

que ahora iba, si quería ahorrarsproblemas.

 —Este es un ambiente de señoresú me entiendes.

O que fuera más ligera, si querísacarse algún extra para completar lares pesetas.

 —En la junta de patrones son todcuras, pero yo soy comprensivo, tú mentiendes, y lo que hagas al salir es cosuya.

Consuelo, que no se habímolestado en arreglarse para pedirabajo fregando y llevaba el viej

vestido de manga larga y cuello alto co

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el que se presentó en casa de los Pou, spreguntó qué debería ponerse parahorrarse problemas, porque l

repugnaba la posibilidad, siquiera, dsacarse un extra. Tal vez si se hubierquedado en casa de Luis, si Luis lhubiera dado otro beso después deprimero, cuando ella aún no había vistas mujeres desnudas, y luego la hubierendido en la cama que vio tras u

biombo, y la hubiera vuelto a besar, máprofundamente, en vez de pedirle quremoviera aquella salsa de coloverde…

Entonces él aún no sabía que shabía criado en la Casa de la Caridadni que era gitana, y aunque no entendíde hombres como quiso hacerle creer

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Fabia, suponía que entonces la habríratado como se trata a alguien que t

gusta, a Teresa Pou, aunque luego

hubiera sido un recuerdo entre otromuchos, otra mujer que se levantenvuelta en sábanas para beber del grifde su cocina. No sabía mucho dhombres, pero sí intuía que no tratabani besaban igual a una limpiadora de ETorín a quien luego darán unas monedas

Si decidió marcharse de casa de Luisdesde luego no le costaría decir que no un extra en ese sitio.

El olor a desinfectante se le habí

metido en la nariz y la hizo lagrimear dvuelta al Born.

 —Maldita lejía —repetía como unetanía.

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Era la lejía y no la perspectiva dimpiar los urinarios y lo que hicier

falta en El Torín, de nueve a seis, po

res pesetas. Era la lejía y no erecuerdo del roce de los labios de Luien la comisura de sus labios, el recuerda especias y madera de su vodiciéndole «Despierta, Teresa». Estabsegura de que iba a recuperar su vidaque de alguna manera escaparía de lo

efluvios de la lejía. Pero a Luis lo habíperdido para siempre.Sentado en el banco de piedra de lventana, Luis vio llegar el coche d

Clara Morgadas y aparcar frente a lmasía. Haciendo un esfuerzo, se levant se echó agua por la cara y se pasó lo

dedos de las sienes a la nuca, en u

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ntento por peinarse. Echó un vistazo su alrededor buscando los zapatos. Sdesánimo estaba durándole más que un

gripe, y no quería que lo hallara asíEsperó en vano oír a Clara llamándoldesde la puerta, como siempre hacía, acontrario que él, pidiendo permiso parentrar aunque fuera su casa.

Volvió a asomarse a la ventana y lavio de pie en la explanada, calculand

al vez el ritmo al que avanzaban lagrúas. Luis bajó las escaleras del áticosalió de la casa y se le acercó.

 —Clara.

Ella dejó que le diera un abrazbreve.

 —¿Cómo estás? Me habría gustadr al entierro…

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 No mentía. Pero la perspectiva dunas horas por carreteras pésimas en ecoche de alguien que seguramente l

aburriría se le había hecho un mundo esu humor actual.

 —No pasa nada. Como imaginassobraba gente —atajó ella, y bromeó—Al próximo muerto lo entierro aún máejos.

Luis le ofreció un café, pero Clar

dijo que no tenía ganas. En realidad, nhabía esperado que Luis estuviera en lmasía, y no le apetecía especialmentcharlar con él. Sin saber muy bien po

qué, esa mañana de pronto habídecidido acercarse a ese trozo de snfancia. No, como había pensado Luis

para calcular cuánto tardaría en ser un

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buena venta, sino solo a pasear. Luis sdio cuenta, y dijo que la dejabranquila, pero que tenía algo para ella

Volvió al cabo de un momento con ecuaderno de castigos. Clara ojesorprendida las líneas de caligrafínfantil.

 —Anda que no hace siglos.Y, para sorpresa de Luis, se lo

devolvió al cabo de unos segundos.

 —¿No te lo quieres llevar? —A ver, Luis, ¿tú viajas por emundo con un baúl de cuadernos comeste, tus soldados de plomo, tu

primeros pantalones largos? —Yo no tengo una casa donde

guardarlos —dijo él. —Pues en la mía no caben. Si vo

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a recuperar cada porquería de cuandera pequeña, necesitaré comprar ualmacén.

La muerte del viejo Morgadas lhabía hecho mirar atrás, y tras lacrimógena añoranza del entierro, es

mirada se había vuelto más objetivaPues sí, lo había perdido, a su padre antas otras cosas. Y la vida que ahoraenía era mucho mejor. Estaba content

con cortar amarras con el pasado seguir con sus cosas de hoy, entre laque su negocio ocupaba un lugaprincipal, y el imbécil de Faustino Cot

podía decir misa. Y luego, pensando quhabía sonado demasiado brusca, le diunos golpecitos a Luis en el brazo qusostenía el cuaderno.

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 —Venga, anda, invítame a ese caféo es que se me dé muy bien l

contemplación nostálgica, y tenemos qu

hablar del catálogo nuevo. Oye, ¿y esto¿cuándo crees que lo acaban? Mira ques raro.

Luis suspiró. Pocos de sus amigoparecían compartir su admiración por lSagrada Familia.La futura limpiadora de la plaza de E

Torín subió las escaleras hasta supalomar. —¡Consuelo! ¡Problemas! —

Marie, que estaba sentada entre u

barullo de retales, se levantó.Consuelo esperó, resignada, a qu

prosiguiera. —No hemos podido vender t

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mantón. bamos a vendérselo a Neuspero luego llegó la del colmado, y lgorda esa que le cae bien a Antonia

Resulta que lo quieren las tres. Totalque hay que hacer más. Este nos lhemos quedado para copiarlo. Pero eun lío, chérie. Confiesa que estabamprovisando.

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15

Volver 

El mantón, colgado en el maniquí quhabían puesto en mitad del palomar, ssometía dócilmente al escrutinio d

Consuelo y Marie. Antonia, sentada coas rodillas separadas para encajar l

barriga, estaba acabando de dibujarlo euno de los papeles que usaban parhacer patrones.

 —¿Empezamos? —preguntó Marie —Un momento, que me falta e

cuello. Porque tiene como un poco dcuello, ¿verdad? —Antonia miró emantón con el lápiz en la boca.

 —No es un cuello de verdad, es l

pieza de la espalda que sube un poco

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a altura de la nuca, para que abrigueClaro que también se puede doblar hacifuera —dijo Consuelo haciendo l

prueba—, ¿veis? —Vale, apunto —avisó Antonia. —Mezclilla en una mitad interio

—empezó Marie. —Eso deben de ser los restos d

os guardapolvos del colmado —dijAntonia mientras lo anotaba en e

dibujo. —Damasco en la otra mitanterior —siguió Consuelo.

 —¿Del que nos dio el colchonero?

 —Ese, el que la urdimbre haccomo hojas de higuera.

Y así fueron desgranando loretales que Consuelo había emplead

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para hacer aquel mantón de doble capque, inesperadamente, se habíconvertido en todo un éxito.

 —Raso gris perla en el ribetnferior, de las enaguas de la patrona deus.

 —Un satén muy bueno, granate, ea mitad exterior; lo que quedó de l

capa que hicimos para aquellplanchadora de la calle Consejo d

Ciento. —Terciopelo gris oscuro en lotra, de cuando le renovamos las libreaa Blai.

 —El cuello por fuera y por dentres de tafetán de color marfil, ¡que vetú a saber por qué teníamos nosotras urozo de tafetán marfil! —concluy

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Marie con las telas.Y pasaron a repasar y anotar lo

diferentes hilos y puntadas que unían lo

retales y las dos capas. —Bueno, pues ya está, creo que l

engo todo —dijo Antonia.Marie se acercó a mirarlo. —Para los tres que nos ha

encargado creo que tenemos suficienterestos, pero si nos piden más, habrá qu

empezar a pensar en conseguir retalenuevos. —Eso no me preocupa, ¡la d

desvanes como el nuestro que hay po

ahí! Estarán encantadas de soltar suretales por unos cuartos —dijo Antonia

Marie la miró con cara de no sabede quién estaba hablando. Pero antes d

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que pudieran empezar una de sudesconcertantes discusiones, Consuelse les adelantó:

 —O nos dejamos de retales buscamos quien nos dé piezas enteras das mejores telas.

 —¿Los Reyes Magos? —sugiriAntonia.

 —¡No, no, los angelitos de lodientes! —se animó Marie—, segur

que nos hacen ricas cuando seamoancianas desdentadas.Consuelo no les hizo ningún caso

Dio unas vueltas alrededor del maniqu

¿Por qué no? ¿Y si esa era su granocasión? ¿La que le permitiría volverCuando se detuvo delante de suanonadadas compañeras, tenía ta

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expresión de felicidad que parecía punto de agarrar el maniquí y ponerse bailar.

 —¿Quiere jugar a las gitanas? Puevamos a aprovecharnos.Al cabo de unas horas, Marie llamó muformal a la puerta del palomar.

 —¡Pase! —dijeron Antonia Consuelo, que estaban sentadas amismo lado de la mesa, muy tiesas.

 —Con su permiso —dijo Marieasomándose. Iba muy bien vestida, couna camisa blanca y una falda de cinturalta de color gris oscuro, que era l

mejor que tenía Antonia y que esperabque le cupiese otra vez después departo. Se había puesto los pendienteque se compró cuando aún bajaba a

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puerto a recibir a Vidal: unaaguamarinas montadas en plata quentonces pensó que le daban un aire d

reina de las sirenas, y que las tredeseaban ahora que le diesen una pátinde señorita respetable.

 —Siéntese, por favor —le dijAntonia señalándole la silla que teníaenfrente.

Marie sonrió, apartó un poco l

silla de la mesa sin arrastrarla, dejó eel suelo el bolso que llevaba y se sentó. —Nooooo, ¡mal! Tienes qu

sentarte con el bolso en el regazo —

señaló Consuelo. —¿Y qué más da? —respondió

Marie. —Pues que para soltar el bolso t

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has quedado con el culo en pompa antnuestras caras —le dijo Antonia.

 —Bueno, vale, pero sigamos, po

favor, que ya he entrado tres veces y aúno me he llegado a sentar —se quejMarie.

Consuelo estaba nerviosísima. LMorgadas no era fácil de convencer, y sMarie la pillaba en un mal día, nendría ninguna posibilidad. Quizá

habría sido mejor que ganara Antoniacon sus respuestas para todo.Cuando Consuelo les había contado splan, las dos amigas preguntaron a

unísono: —¿En serio?Sí, nunca había hablado tan e

serio. Los mantones estaban bien. D

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hecho, si se pudieran hacer con telabuenas de verdad, estarían más qubien: estarían al nivel de El Siglo

Porque eso es lo que pretendíConsuelo: venderlos en El Siglo.

Si la exposición de Isidre Nonelhabía resultado ser todo un éxito, ¿poqué no aprovecharlo para vender umodelo agitanado de lujo? Sumantones, luminosos como los de lo

cuadros, brillantes como los qulevaban las modelos gitanas, percarísimos, serían el disfraz perfectpara que todas las señoronas s

sintiesen musas exquisitas, gitanas dsalón.

Sabía que la Morgadas dedicabos miércoles por la tarde a recibir

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odos los que aspiraran a seproveedores de El Siglo. Y una de ellaría a venderle los mantones. Po

supuesto, Consuelo estaba descartadaAsí que lo primero que tuvieron qudecidir fue si iría Marie o Antoniaporque resultó que a las dos les hacía lmisma ilusión.

 —Mejor una mujer casadaembarazada, responsable… —Antoni

defendía su candidatura con entereza.Marie la dejó hablar, segura dener el argumento definitivo. De hech

era tan obvio que casi la ofendía tene

que recordárselo. —Yo soy francesa —dijo al llega

su turno. Consuelo y Antonia lsiguieron mirando. Marie puso cara d

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fastidio—: ¿Hace falta que diga nadmás? Couturière, atelier , très chic… —empezó a recitar.

Antonia la animó. —Sigue, sigue, que te está

cavando tu propia tumba.Al final lo echaron a suertes

Consuelo sujetó con el puño en alto dohilos colgando. La que tirase del máargo ganaría. Fue Marie. Así qu

Consuelo y Antonia empezaron entrenarla para la visita a ClarMorgadas.

La habían vestido y adornado u

poco, y le habían hecho un bolso de telde lo más elegante, donde llevaría emantón de muestra con el dibujo y laanotaciones que había hecho Antonia,

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que había pasado a limpio un par dveces hasta que les pareció que quedabmuy profesional. La verdad es que dab

el pego, realmente parecía una francesitque estaba a cargo de un humilde perambicioso atelier, que era una maneraproximada de decir la verdad.

Después, planificaron la puesta eescena paso a paso.

 —Marie, por favor, intent

recordarlo todo y no improvises —lsuplicó Consuelo.Y le recitó por enésima vez lo qu

enía que hacer: entrar, sentarse con e

bolso en el regazo, soltar el pequeñdiscurso que habían preparado, sacar edibujo del bolso, dejarlo sobre la mesasacar el mantón del bolso, levantarse

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ponérselo y esperar en un respetuossilencio a que la Morgadas spronunciara.

Marie no solo tenía que conseguique Clara quisiera vender los mantonede gitana rica en El Siglo, sino qudebía convencerla para que leadelantara las telas. Tres días antes da cita, lo tenían todo a punto. A

Consuelo solo le preocupaba que Mari

se pasara de francesa. A Antoniaambién, pero ella tenía otrapreocupaciones.Antonia empujaba el cochecito en el qu

Andreuet dormía plácidamente podelante de los palacios medievales de lcalle Montcada. Aquel niño noperdonaba una siesta, desde luego era u

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bendito. Ojalá el segundo le saliergual. Se paró un momento en la esquin

con la calle Princesa y volvió

consultar el papelito que llevaba en ebolsillo: Princesa, 12, 3º 2ª, siete de larde. Se lo sabía de memoria. Porqu

no costaba nada y porque lo había leídmil veces desde que la nuera de Blai so dio, a escondidas de Marie

Consuelo, cuando fue a recoger la

ibreas que su suegro se ponía parhacer de cochero de los muertos.Al final Carlos, el hijo guapo d

Blai, había aceptado más pronto qu

arde que lo suyo con Consuelo no podíser, y se había casado con una primsegunda rubia como un rayo de sol blanca como la leche. Se llamab

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Elisenda y trabajaba en una mercería da Rambla del Poblenou, donde Antoni

fue a buscar una partida nueva de hilos

muy buen precio.Ese día, en la mercería, Antoni

encontró —aparte de un perlé mubueno— la manera de dar salida a lfrustración que arrastraba desde quRamón fue liberado.

Cuando vio a su Ramón salir d

aquella cárcel flotante, tan sucio, tadelgado, con el pelo pegado a la frentcon restos de sangre reseca, de la muchque debió de brotar por esa ceja que l

habían partido, Antonia sintió tanto amocomo ira. ¿Cómo había podido pasaaquello? Si ella había sido la más dócilmansa y sensata; si había escogido a

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más dócil, manso y sensato de lomaridos para traer al mundo hijos quambién fuesen dóciles, mansos

sensatos…Y aquella Antonia acostumbrada a

apechugar con lo que viniera, la qudejó sin una lágrima la casita dpescadores de ese pueblo del Maresmdespués de que su padre y su madrmuriesen de tifus, y su tío, con su muje

e hijos, viniese a reclamar casa y barca a mandarla a ella, con cinco años, a lCasa de la Caridad; aquella Antonia a lque la madre Montserrat le hubies

confiado su propia vida; si es que aúquedaba algo de ella después de lnoche que fue a ver al Santet, aquellAntonia acabó de desaparecer en e

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medio minuto que Ramón tardó ebajarse de ese barco.

¿Adónde van a parar las persona

que fuimos? Quizás la antigua Antoniaa que aceptaba las cosas tal com

venían porque no hay más cera que lque arde, se quedó vagando por epuerto. La nueva Antonia, en cambio, sfue a su casa de la calle Cirera coRamón temblando de fiebre a su lado

sin poder tragarse que al mundo le diesgual lo que había pasado. Pero, aparecer, Ramón sí podía. Ramón se curó  volvió a su antigua vida; tan dócil

manso y sensato como siempre. YAntonia no lo soportaba.

Por eso, cuando en la merceríescuchó a Elisenda y a las otra

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dependientas hablar de una reunión de lFederación Sindical de Obreraspreguntó enseguida si podía ir. Y resultó

que sí porque, además de que todas lamujeres trabajadoras eran bienvenidasde momento a la Federación se habíaunido los gremios de dependientasmodistas, costureras y obreras de taller.

 —Te encontrarás con un montón dcompañeras que luchan cada día igua

que tú —le dijo Elisenda, demostrandcon orgullo que ya estaba muy puesta eel lenguaje sindical; y le prometió quan pronto como supiera el lugar y l

hora de la reunión, la avisaría. Fuentonces cuando Antonia le pidió que lohiciera discretamente, no queríarriesgarse a que nadie la sermonease

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a lo contaría todo a su debido tiempo.Cuando llegó al número 12 de l

calle Princesa, volvió a consultar e

papelito arrugado aun sabiendo questaba donde debía. Se moría dvergüenza solo de pensar que podílamar por equivocación a cualquier otr

casa y preguntar por la reunión sindicaa un señor que, por ejemplo, igual quAndreuet estuviese echando la siesta

Hasta que no se vio sentada entre uncincuentena de mujeres, algunas tambiécon sus hijos en brazos, no sranquilizó.

 —¿Del comercio o de la aguja? —e preguntó la chica que estaba a sado.

 —De la aguja —respondió

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nstintivamente, Antonia.Y resultó que ella, Carmen

ambién lo era, y que estaba intentand

sacar adelante un pequeño taller en lobajos de su casa. Eran tres, y queríapedir un préstamo al Monte de Piedapara comprar las máquinas de coser.

 —Espero que aquí nos informen deso.

Una mujer mayor que estab

sentada enfrente se volvió paraclararles que la reunión no era pareso, sino para decidir si su Federacióse unía o no a la CNT, que un

representante de la confederacióanarquista les iba a explicar lpropuesta. Y Carmen no ocultó sudecepción: a ella lo que le interesab

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eran sus máquinas de coser.Como Antonia no sabía muy bien lo

que le interesaba, se dispuso a seguir l

charla con atención. La antigua Antoniquizás se hubiera ido al oír la palabr«anarquista», pero la nueva estaba mudispuesta a darle una oportunidad. Coestas buenas intenciones, oyó loaplausos que recibían al representantcenetista, que se plantó ante las mujere

que abarrotaban aquellos dos salonecomunicados por una puerta medianera. —Gracias, compañeras.Y a partir de aquellas palabra

Antonia no entendió nada más. Nporque fuese muy complicado ni ellonta, sino porque esa voz, la de

representante cenetista, era la de Ramón

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Su Ramón.Andreuet los miraba sentado en ecochecito que ahora empujaba su padre

¿Se daría cuenta el niño de lo raros questaban?

 No fue hasta el final de lconferencia, cuando los dos salones yse habían vaciado y solo quedaban lamujeres que se le habían acercado pedir aclaraciones, que Ramón vio a s

mujer con su hijo en brazos, aún clavaden su silla. Salieron juntos, pero sidirigirse la palabra.

 —¿Desde cuándo? —pregunt

Antonia por fin.Ramón pareció dudar un momento. —Desde que pude levantarme de l

cama, después de la detención. ¿Y tú?

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 —Me estaba estrenando. Buenoantes limpié todos los santos de SantMaría del Mar.

Ramón la miró con cara de nentender nada de nada y Antonia se rio.

 —Esa es la cara que se me hpuesto a mí cuando te he visto ahdelante. Por cierto, cuando lleguemos casa me repites la charla, porque me hquedado en blanco.

Y Ramón soltó por fin el suspiroque había retenido en su pecho desdque la había descubierto sentada eaquella sala, agarrada a Andreuet

mirándolo con ojos como platos. Aabrir el portal, ella notó el peso de smano en el costado. Por fin estaban lodos de vuelta.

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Y llegó el gran día. Marie estabsentada en una de las sillas que lomiércoles por la tarde ponían en hiler

ante el despacho de Clara. Tenía lespalda recta, el bolso en el regazo y yhabía repasado mentalmente cien veceel discurso que tenía que soltar. Alegar vio que solo eran tres y que ell

sería la última. Mejor, pensó: la tracfinal.

El primer turno era para un señobigotudo que no había parado drepiquetear con los dedos una maletitque agarraba contra su pecho como si l

fuera la vida en ello. —¿Le importaría dejar de hace

eso, por favor? Todos estamonerviosos —le dijo Marie cuand

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perdió el hilo de su discurso por tercervez.

El bigotudo se disculpó en el act

, como para confirmar su nerviosismoe dio una de sus tarjetas de visita

Marie y abrió la maletita para recolocabien su contenido: redecillas y peinepara bigotes.

 —¿No le parece lo más útil demundo? —le susurró, haciendo aparece

  desaparecer sus labios entre emostacho. —No sabría decirle —dijo Marie

Y se acordó de los labios de Vidal, tan

despejados y salados.La tercera en discordia, una jove

de unos treinta años, muy guapa y aúmás elegante, les pidió por favor que s

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callasen. Afortunadamente, antes de quel bigotudo se disculpara con ella pocuarta vez, la puerta del despacho s

abrió y Clara le hizo pasar.Así que Marie, para evitar subirs

por las paredes o comerse las uñas —sícuando era pequeña lo hacía, hasta qua hermana Vicenta se las untó con

aceite de castor—, se quedó con lúnica distracción de tratar de adivina

qué querría vender su flamantcompañera de fila y si, al contrario quel bigotudo, podía suponerle uncompetencia.

 —No creo que ese señor tardmucho —dijo con un tono de «usted yme entiende» y, quién sabe por quépronunciando las erres a la francesa.

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Pero la joven elegante no reacciona su comentario. Bueno, en realidad sse puso en pie y empezó a camina

arriba y abajo del pasillo. Marie se dicuenta de que sostenía un bolsitridículamente pequeño en el que ermposible que llevase nada vendible. Yo de la otra mano ¿qué sería? Cuand

en uno de sus giros volvió a pasarle podelante con la misma indiferencia qu

hasta entonces, Marie distinguió lportada de ese catálogo en el quConsuelo había trabajado tanto. Yresolvió que lo que esa joven llevab

para vender era ella misma, que queríser una modelo como las del catálogo que, desde luego, si la cosa dependierde ella, la contrataría sin pensárselo do

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veces. Aunque Marie era y se tenía pobonita, sabía que jamás sería capaz dponerse en pie, avanzar por ese pasillo

darse la vuelta con aquellos ademanede gata escuálida. Y de pronto lo vio tanclaro que pensó que sería tonta si naprovechaba la ocasión. Como habíemido Consuelo, Marie se lanzó mprovisar a la francesa.

Cuando el señor del bigote salió de

despacho caminando hacia atrás pidiendo disculpas sin parar, Marihabía conseguido, contra cualquiepronóstico juicioso, llevar a cabo l

primera parte de su plan. Más o menos. —¿Adela Enríquez? —pregunt

Clara esperando que una de esas domujeres, la que llevaba un mantó

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espectacular encima o la que estabacabando de envolverla con él… ¿upoco a la fuerza?, se diera por aludida.

 —Sí, soy yo —dijo la joven demantón, intentando quitárselo.

 —Vamos juntas, ¿verdad, chérie—se adelantó la otra cogiéndola debrazo y pronunciando «vegdad».

Pero Clara Morgadas habídespachado con todo tipo de candidato

a proveedor de sus almacenes y, acontrario de lo que le aconsejarían ssuegra y su cuñado, sabía que nuncenía que dejarse llevar por la

apariencias. Influían, claro, pero no erapara nada determinantes. Como ldemostró durante años esa tía suya, poo demás muy seria y juiciosa, qu

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levaba pantalones todo el día excepto a hora de las comidas, porque eso es l

único que se podía hacer con aquello

faldones: estar plantada como una mescamilla. Claro que en el mundo añejo dos Morgadas se podía ser excéntrico

pero en el novísimo de los Cots naddaba más miedo que resultanconveniente.

De modo que el comportamiento d

aquella extraña pareja no impidió quClara admirase la belleza del mantón os gestos delicados de su portadora.

 —Pues pasen juntas —dijo. Y

dejando la puerta abierta, fue hacia ssilla, convencida de que nada podía sepeor que las redecillas para bigotrenzadas con pelo auténtico.

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Vale, pensó Marie, el discursopronunciado con acento francés quizáe había quedado un poco raro, pero qu

a cosa iba bien era evidente. —  N’est-ce pa?  —soltó com

colofón mientras señalaba a Adela, quseguía en pie, dudando visiblemententre demostrar que podía añadir aúmás belleza a aquel hermoso mantón cosu encanto, y la posibilidad de envolve

con él la cabeza de Marie hastahogarla.Clara, por su parte, aún estab

podando de sonidos incomprensibles e

discurso de Marie para llegar a ssignificado: « Isidge Nonell, gitanecomo la Macagona en Paguí, pas dout de pobgetonas, n’est-ce pa?».

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Cuando creyó que la coscomenzaba a írsele de las manos, spuso en pie.

 —Adela, ¿eres tú, verdad? —dijseñalando a la aspirante a modelo.

 —Sí, señora, le juro que yo solquería… —empezó a justificarse loven blandiendo el catálogo.

 —Por supuesto —la cortó Clara—deja tus señas en la oficina del jefe d

personal, primera planta, y te asegurque estarás en el próximo catálogo.Adela se quitó el mantón como s

fuera una de esas toreras que años ante

habían dejado sin aliento al público dEl Torín.

 —¡Muchas gracias! —le dijo Marie envolviéndola con la prenda—

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Muchísimas gracias! —le dijo a Clarcon media reverencia; y se marchó casdando saltitos.

 —Siéntate —le dijo Clara a Maricuando estuvieron solas. Y Marie ssentó.

 —Dame eso, por favor —le dijdespués. Y Marie le entregónmediatamente el mantón, sin rechistar.

—¿Cómo que cien? ¿Nos encarga cie

mantones? —repitieron al unísonAntonia y Consuelo. —Y eso para empezar —dijo

Marie, que había recuperado como po

milagro la pronunciación correcta de laerres.

 —Pero ¿cómo fue?, ¿qué fue lo qua convenció? —Consuelo querí

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saberlo todo, cada gesto de su antiguefa, cada palabra, cada promesa.

Pero aunque Marie estab

orgullosa de su actuación, como probabel magnífico resultado, estaba segura dque sus dos amigas iban a ponerlpegas, así que se decidió por la versiócorta.

 —Pues nada, hice más o menos lque ensayamos y fue estupendamente

Después de sacar el dibujo de Antoni¿dónde estaría ese papelaco?) probarme el mantón, ella dijo que dacuerdo. Y ya.

Mientras Marie les contaba qupronto les iban a llegar los rollos delas, un chico joven con una pequeñ

cicatriz en el labio preguntaba en e

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barrio por Marie y por las costureras da calle Cirera, 1. Se parecía mucho a

chico de los recados de El Siglo.

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16

 Piensa en mí 

A  Clara le sorprendió encontrarse Luis Martí allí, como Pedro por su casasin chaqueta y sirviéndose una copa d

whisky  escocés. Un mayordomo lehabía abierto la puerta y les habíacompañado, a Fernando y a ella, a lsala. Estaba llena de otomanas, mesitasalfombras y lámparas de mesa ddistintos estilos y procedencias. En laparedes había estanterías con libro

ujosamente encuadernados, grabadongleses, una máscara africana, tapicecon pinta viejísima y varias acuarelas dbailarinas que Clara habría jurado qu

eran de Degas. Pero no daba l

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sensación de ser una almoneda, sinexactamente lo que era: el cuartadyacente al salón principal en una cas

donde los dueños eran viajeros y ricos.Luis parecía el anfitrión cuand

ofreció a Fernando Cots una copa de esmismo whisky. Debió de notar sexpresión confundida, porque aclaró quos Primson se estaban cambiando y qu

bajarían en un momento.

 —O eso han dicho.Clara sintió cierto alivio: si scambiaban para la cena, quizá evestuario formal que habían elegido lo

Cots Morgadas no resultara tanadecuado como las pintas de Lui

hacían presagiar. —Qué bien encontrarte aquí —dij

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Fernando, rechazando la copa que lofrecía y demostrando claramente quno esperaba encontrarlo allí—. No sabí

que los conocieras tanto. —Uy, Luis conoce a todo el mundo

—dijo Clara, tomando asiento en emismo sillón en el que Fabia, hacía nanto, se había reído de él por buscar

cuatro patas y con urgencia unas llavesLos dos hombres se quedaron de pi

unto al aparador de las botellasalabando el gusto de Michael Primsoen cuanto a bebidas. Luis no quisaclarar que la que se encargaba de l

bodega era su mujer, Manuela, porque éera prácticamente abstemio y ella casi lcontrario; y sobre todo porque su padreel viejo Darcy, era un borracho

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exquisito. Los corresponsales no sperdían una sola recepción de lembajada en la que estuviese destinado

en los lugares más remotos y con lamayores restricciones a la importacióde alcohol, Darcy sabía hacerse coicores excelentes. Hasta en el balneari

suizo donde fue a tratarse la cirrosipudo conseguir varias botellas del mejovodka; un vodka que pasó desapercibid

a toda enfermera que, alarmada por leuforia del paciente, se empeñó eolerle el aliento. Manuela, en cambio, ldetectó en cuanto vio a su padre echand

a siesta en el jardín, cuando fue visitarle.

 —¡Vamos, hombre, papá! —ledijo, exasperada, cuando subió a l

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habitación y vio sobre la mesa uenorme ejemplar de El Quijote. Comsospechaba, era en realidad una caja

contenía una botella etiquetada coetras cirílicas. Darcy suspiró, somaron una copa mientras Manuel

hacía su maleta, y dio por terminada sestancia en el balneario. Manuela lhabía contado la anécdota a Luis en esmisma sala, vestida con un quimon

bordado con dragones, y con los piedescalzos en el regazo de Luis. Luis lpreguntó cómo supo lo del libro, y ellcontestó que su padre no había leído un

novela en su vida. —Y además… —dijo

evantándose, y en el proceso rozanddespacio con el pie la pelvis de Luis

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posiblemente sin querer. Sacó un graejemplar de Guerra y paz  de lestantería, y se lo dio para que l

abriera. Era en realidad una caja, contenía un fajo de billetes, varias fotouna de ella misma desnuda en un

playa, que Luis le había hecho hacíquince años), unos cuantos sobreatados con un lazo y una pistola dmujer—: Me lo regaló mi padre d

pequeña. Mi caja fuerte secreta.Guerra y paz aún estaba ahí, entras obras completas de Shakespeare y uratado de botánica. Era una suerte qu

os invitados a casa de los Primsosolieran preferir fisgar las botellas evez de la biblioteca. Luis no iba muchpor la casa cuando Michael estaba e

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Barcelona, y ahora se arrepentía dhaberlo hecho. Manuela se habípresentado en la masía un par de día

atrás, «dispuesta a sacarlo a rastras sera necesario», y atónita porque otra veno quisiera invitarla a subir. Él aceptóasistir a la cena con los Cots por smala conciencia. Mala conciencia npor haber sido el amante intermitente duna mujer casada, sino por no tene

ganas de seguir siéndolo. En esomomentos, atendiendo a los Cots comsi fuera el señor de la casa, era por lados cosas.

Le angustiaba darse cuenta deetéreo compromiso que Manuela parecídar por sentado. Le angustiaba estar ahhablando de banalidades, en esa casa

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esa ciudad que ya le resultabnsoportable. Y le angustiaba que Clarae hubiese comentado que tenían qu

empezar a pensar en el nuevo catálogoFue en ese momento cuando tomó ldecisión: si se quedaba, iba a seguienredándose en esa maraña dexpectativas y costumbre, embotándosen el mal humor, o sería nostalgia por ldesaparición de Consuelo. Tenía qu

rse de Barcelona, y tenía que hacerlo lantes posible.Michael Primson entró en la sal

disculpándose. Llevaba un traje d

diario, pero al menos con corbata; y dijque Manuela bajaría en un momento. Emomento en realidad fueron veintminutos que Michael y Fernand

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pasaron hablando de la nuevegislación inglesa para el comercio coas colonias, y Clara y él fingiend

nteresarse por la conversaciónManuela apareció con un vestidespectacular que disolvió el temor dClara de haberse arreglado más de lcuenta. Primson dijo, con pudorosgalantería, que la espera había merecida pena. Y Luis se sintió

nexplicablemente agobiado, y savergonzó por pensar que Manuela shabía engalanado en su honor. Aunqueera cierto: había conseguido arrancarl

de su casa, y ahora solo le quedabarrancarlo de su apatía. Ya habían dadoas nueve cuando el mayordomo entr

para anunciar que la cena estab

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servida.Consuelo entró con el paquete quacababa de recoger de la pastelería: un

coca de San Juan con fruta confitada dcolores chillones. Era lo último que lefaltaba para sentarse a la mesa empezar a disfrutar de la verbena.

Pero al entrar descubrió el que iba ser, sin duda, el verdaderoprotagonista de su fiesta: en el suel

había un sobre que alguien habríechado por debajo del portal, y qulevaba el membrete de El Siglo

Aunque iba a nombre de Marie Pair

Antonia le había prestado su apellidpara la reunión con Clara, porque coMarie Deulofeu volvían a estar en eado equivocado de los nombres)

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Consuelo lo abrió enseguida y subió loescalones de dos en dos mientras leía lpulcra caligrafía de oficinista, ta

parecida a la de Ramón: Por la presente le notificamos austed, Srta. Pairó, que el próximmartes 24 de junio le seráentregadas las veinte piezas dtela (los tipos y metrajes de lacuales se detallan en la tabl

adjunta), por las cuales deber firmar hoja de acuse de recibo yacuerdo de confección.

Grandes Almacenes El Sigl

 Barcelona, 23 de junio de 191Atravesó el palomar y sali

directamente al terrado blandiendo lopapeles en alto.

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 —¡Pasado mañana empezamos!Marie y Antonia la recibieron co

a misma alborozada alegría con la qu

Andreuet, en brazos de su padrententaba atrapar los jirones de colore

que la brisa mecía como cometaensartadas. Antonia había encontradopor fin qué hacer con los retales mápequeños, los que cualquiera habríirado y ella había ido atesorando en u

saco aparte, y que ese día se habíaconvertido en unas hermosas guirnaldaque cubrían el terrado.

 —Ha quedado precioso —dij

Consuelo, dejando el paquete de lpastelería sobre la mesa del taller quhabían sacado con las sillas.

 —¿Verdad que sí? —dijo Ramón

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con los ojos brillantes, antes de besar lnuca de su mujer, que leía, feliz, la cartde El Siglo.

 —Aire, Ramón, que corra el air—dijo Marie sirviendo vino en lovasos, e intentando no mirar hacia esrincón del terrado donde no hacía muchVidal la había besado de la mismforma. Y más.

 —Esta noche te saco a bailar —l

contestó Ramón.Marie alzó su vaso hacia émientras le guiñaba un ojo.

Alguien en un terrado vecino gritó:

 —¡La primera!Y desde otro aventuraron: —Es la de la plaza de las Ollas.Suposición sobre la que desde un

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ercera atalaya se opinó con autoridad: —¡Qué va, si es al otro lado! Tien

que ser la de la plaza de San Agustín.

Por supuesto hablaban de hoguerasDurante todo el día habían crecido pooda la ciudad pilas de trastoevantadas por la tozuda ilusión de lo

niños, que no abandonaban ninguna cashasta que el dueño les daba, coentusiasmo o resignación, cualquier cos

que pudiese arder. Y había llegado emomento de prenderles fuego con econvencimiento de que todo lo malo sconvertiría en cenizas y los deseos s

elevarían con el humo, hasta llegar a esdios pagano que los otorga cogenerosidad.

 —Pues en la Federación Sindica

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de Obreras seguro que nos informan. Odirectamente en el Monte de Piedad. Sno nos atrevemos con tres, podemo

empezar con dos. Porque una sola es dcobardes —dijo Antonia.

 —¡Pero bueno! ¿Habéis visto esto—la interrumpió Marie. Y estaba claroque no se refería a las hogueras ni a lopetardos, porque señalaba hacia esuelo, donde Andreuet estaba levantand

el culo con algo de esfuerzo empezando una marcha titubeante perdecidida.

 —Hace dos meses que anda —

aclaró Antonia, que intentó seguir con suema—: Los préstamos son mu

ventajosos y… —Oh, oh, viene hacia mí, vien

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hacia mí, ¿qué hago? —preguntó Marie.Pero antes de que nadie contestara

Andreuet llegó hasta ella, se agarró

sus rodillas y farfulló: —Marie. —Y rio con esa ris

nfantil que es como un trino, como suviese un pájaro encerrado en l

garganta.Por desgracia, Andreuet tambié

enía un montón de babas, y cuand

después de la risa pretendió apoyar lcabeza en el regazo, Marie lo interceptagarrándolo por debajo de los sobacos.

 —¡Ni hablar, te secas los mocos e

otra parte, que Marie esta noche quierdeslumbrar! —Y lo depositó en brazode su madre.

 —Marie, loca —le susurró Antoni

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a su hijo, y el niño lo repitió entre márinos mientras ella proseguíamplacable—: Decía que los préstamo

son muy ventajosos: cada máquina samortiza en tan solo tres años.

Consuelo y Marie se miraron estallaron en risas.

 —¿Cuántos años has dicho? —Tres —repitió Antonia

mpasible, porque ya estab

acostumbrada a recoger grandenegativas antes de tumbarlas.Sus amigas se apoyaron la una en l

otra, como cuando hacían la guardia e

el pasillo de las visitas de la Casa de lCaridad.

 —¿Nos estás diciendo que lmucho que sufrimos en nuestr

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desgraciada infancia al lado de lhermana Josefina no sirve para nada?

 —¿Que ahora tenemos que entrega

nuestra juventud al Monte de Piedapara poder darle a un pedal y a unrueda como burras de noria?

 —Vosotras no habéis visto unanoria en vuestra vida. Y no te hagas laonta, Consuelo, que bien que utilizabaas máquinas del taller de El Siglo —l

recordó Antonia. —¡Pero cobraba! —Y la verdad es que le duró do

días, a la pobre —saltó Marie, que s

volvió hacia su cómplice con cara dfalsa pena.

 —Perdón, ¿quién es la hermanJosefina? —preguntó Ramón.

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 —La monja que enseñaba costura a mejor lanzadora de trapos de tod

Barcelona —respondió Antonia.

Clara estaba muy satisfecha por cómestaba yendo la cena. A MichaePrimson parecía caerle bien Fernandoque muy sensatamente no había tocadaún ningún tema político, ni habíexagerado en la expresión de sanglofilia. La conversación sobr

egislación del comercio dio paso a otrsobre planes para el verano: tanto loPrimson como los Cots iban a quedarsen Barcelona.

Clara dijo que su casa dPedralbes era como estar en el campo, que los dos tenían mucho trabajo en lciudad. Quedaron en organizar otra cen

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próximamente para que la conocieran, Clara, por supuesto, incluyó a Luis en lnvitación. Él sonrió cortés y se la

apañó para no contestar. Michael Manuela dijeron que ellos odiabaBarcelona en verano, con ese calopegajoso que recordaba a Londres en umal día, pero que tenían que preparar lmudanza. ¿La mudanza? Las alarmas dClara se encendieron. Si Primson iba

marcharse próximamente, la estrategiargoplacista de conseguir su apoyo para carrera política de Fernando quizá n

era la más adecuada. Se fijó en qu

Manuela torció el gesto cuando smarido mencionó que se trasladabanPensó que quizá ella no estaba dacuerdo, pero era, en realidad, qu

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habría querido darle la noticia a Luis dotra manera. Pero Luis solo habísonreído con cortesía de nuevo, y habí

preguntado por su próximo destino. —Atenas —contestó el inglés, y

Clara le pareció que Luis se mostrabnteresado en algo por primera ve

aquella noche.Pero si Luis quería sacarle algú

dato sobre la situación real de la

hostilidades con los turcos, disimulbien: escuchó con gran caballerosidad lopinión de Michael sobre el carácter, lgastronomía y el arte griegos. Y

precisamente la conversación sobre artlevó a Primson a interrogar a Clara po

su cuadro. Ella casi se sobresaltó: nesperaba que se lo preguntara delante d

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su mujer, destinataria del regalo. Supusoque o bien no había secretos en ematrimonio, o bien Michael era un tip

poco romántico. Manuela dijo quesperaba poder enviarlo a Atenas pobarco, con el resto de sus cosas, al finadel verano, y Clara tuvo que fingir estabastante segura de que podríconseguirlo. Miró de reojo a Luiesperando encontrar la sonrisa burlon

de otros tiempos, pero Luis parecíhaberse descolgado de la conversación. —El dueño es un pariente d

Fernando bastante peculiar —dijo Clar

—, pero estoy segura de que llegaremoa un acuerdo. Es amigo de Luis, segurque él me ayuda a convencerle.

Al oír su nombre, Luis volvió

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adoptar esa máscara de escucha atentque había lucido durante toda la cena, hizo lo que pudo por ponerse al día d

o que habían hablado mientras él dabvueltas a la posibilidad de mandar uelegrama a Andreas, su amigo griego

esa misma noche, y anunciarle quaceptaba su invitación.

 —El cuadro de Nonell, Luis —ldijo Manuela.

 —¿Qué cuadro? —El de la exposición. Michael va regalármelo.

Fernando dijo que seguro que irí

muy bien en la nueva casa: tenía un airmuy mediterráneo, con esa luz, ese mar«casi parecerá una ventana». Clarpensó que su marido había heredado d

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su madre la manía de considerar que locuadros eran como cortinas para tapaparedes, y pensó que esta vez sí qu

Luis reaccionaría con aquel ceño burlónLe miró, a la expectativa. Justo entonceMichael decidió apoyar el comentaride Cots.

 —Desde luego, desde luego. Lafiguras podrían ser griegas, aunque seagitanas.

Y Luis y Clara casi dieron urespingo. Desde el día de la exposicióno habían vuelto a hablar de aquellprotegida de Luis que resultó ser u

fraude. Ahora la palabra «gitana» habídetonado en el comedor como la minenterrada de una guerra reciente. Clardudó por un instante si decir algo, per

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no supo cómo. «Y hablando de gitanasLuis…» no era, desde luego, la manerde introducir las novedades. Se qued

callada, confiando en que el fotógrafdisimulara, como ella, su incomodidadLa máscara cortés de Luis, que taextraña le había resultado, le parecíahora una opción muy deseable, suspiró internamente porque volviesePero Luis no estaba por la labor. Miró

Clara con una hostilidad que nadie mánotó.Pero no habló de aquella siglera

como Clara temió por un momento, sin

del cuadro. —¿ Mujer con niña en la playa

¿Crees que Juli Vallmitjana va avenderle Mujer con niña en la playa?

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El recuerdo de Consuelo, durantdías agazapado y listo para saltarencontró el camino hasta su garganta y l

mordió con rabia. La noche del Marsellhablando de aquel mismo cuadro; lmañana en la playa, con su luz aúmejor; las pestañas negrísimas dConsuelo en sus ojos cerrados cuando lbesó. Pero prefirió volcar su ira no en lausencia de Consuelo, sino en el destin

a todas luces injusto del cuadro que lfascinaba. —¿Para colgarlo entre lo

grabados ingleses, la máscara d

Etiopía…? Si ya no tenéis sitio en laparedes… —se contuvo.

 —Ya le haremos hueco —aseguróManuela, sonriente—. Es un cuadro mu

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bonito… y además buscaremos una villgrande, ¿verdad, Michael?

 —Pero ¿me ha parecido que n

crees que me lo venda? —intervino eanfitrión.

Clara casi contuvo la respiraciónLuis no podía ni sospechar que escuadro tuviera nada que ver con eascenso de Fernando en su partido, nmucho menos con la hipotética alcaldí

de Barcelona. Y es que posiblemente noenían nada que ver, aunque para Clarfuese su aportación más preciosa a lcarrera de su marido, y una muestra d

amor tan significativa como el collaque él le había regalado y que hovolvía a llevar.

Se había hecho el silencio mientra

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Luis parecía meditar su respuesta. —La verdad, no —dijo por fin—

Juli era íntimo amigo de Nonell, y ador

ese cuadro, no creo que quiera verlo emanos de un coleccionista.

Y luego se las apañó para devolvea fiera a su jaula, dar un sorbo al vino

firmar la paz con la Morgadas. —Pero si hay alguien capaz d

convencerle, esa es Clara —observó—

Vuestra compra está en buenas manos.Consuelo, como ya se sabía completa lhistoria de la hermana Josefina, se habísubido al árbol. Hacía un buen rato qu

el recuerdo de Luis la apremiaba. Piensen mí y solo en mí. Quizás fue eestruendo continuado de petardos fuegos artificiales con ese eco brusc

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que se cuela en el pecho y sacude podentro lo que despertó el recuerdo deCaro Carissimo, si es que en algo habí

conseguido adormecerlo. Fue hacia lbarandilla y respiró el olor a pólvora cenizas. ¿Hacia dónde debía mirar?¿dónde estaría? En cualquier lugar demundo, supuso inmediatamente. Y noesquivó la pregunta más peligrosaaunque la vio llegar voland

ranquilamente entre las guirnaldas¿pensaría Luis en ella? Piensa en mí solo en mí. Consuelo decidió que spermitiría imaginarlo un rato y después

quizás, si se atrevía, bajaría a la calle daría siete vueltas a una hoguera parobtener su deseo: olvidar.Marie había contado, a medias co

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Antonia, la historia de la hermanJosefina, y se habían vuelto a reír juntasA Marie le gustaba reírse con Antonia

Bueno, le gustaba reírse con todo emundo y cuanto más mejor. Pero la risde Antonia siempre le había dadoseguridad: si Antonia se reía, todo ibbien.

Acababan de recordar el cuarto dcostura y la tarima al lado de la ventan

en la que se sentaba la hermana JosefinaAllí, entronizada, la monja se dedicaba sus dos aficiones favoritas: el punto dcruz y el lanzamiento de trapos. Cad

vez que se aburría con su propia laborevantaba la cabeza y empezaba a llama

a las niñas de una en una. Al oír snombre, ellas se levantaban casi rezand

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  caminaban hacia la tarima, dondalzaban los brazos ofreciendo a lmplacable hermana la tarea que había

estado haciendo. Todas estaban siemprmal, algunas incluso muy mal, pero eraas terribles las que salían volando poa ventana. Y las de Marie casi siempre

acababan así; no porque no estuviesebien, sino porque casi nunca hacía lque le habían encargado.

 —Este delantal no hay por dóndponérselo —le decía la hermanJosefina.

 —Es que no es un delantal, es u

salto de cama —respondía Marie, sabiendas de que tendría que ir buscarlo al patio, o rescatarlo deejadillo de la capilla, que parecía tene

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un imán para sus trapos.Sí, Ramón aún se reía con lo

detalles que le daba Antonia, y Andreue

se mordía la mano en el regazo de smadre. Marie los miró con una sonrisabierta y sincera: tenía que ir con muchcuidado con estos tres, o le haríaolvidar lo que ella quería de verdadbanqueros, saltos de cama y la torrEiffel. Y nada en el mundo, ni siquier

ellos, la iban a desviar de su camino.Antonia cruzó una mirada con ell  enseguida reconoció ese brillo fero

que a veces asomaba en los ojos d

Marie. Esa misma calma tenaz quexhibía cuando respondía a la hermanJosefina, y cuando corría a rescatar scostura adonde fuera que hubiese ido

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parar para acabarla exactamente comella tenía pensado hacerlo.

 —Bueno, ¿qué? —dijo Antoni

poniéndose en pie—. ¿Habrá que bajaun rato, ¿no? Los valientes están a pie dcalle.

 —¡Sí, bajemos! —Y Consueloregresó—. Es mi primera verbena fuerde la Casa de la Caridad. ¡Creo que voa patearme toda Barcelona!

 —¡Y yo! —dijo Marie—Enseguida os alcanzo.Un estruendo hizo que tintineara lcristalería sobre la mesa. Hubo u

momento de confusión en el quFernando pensó en anarquistas y Luis ealgún tipo de castigo de los dioses a shipocresía. Pero Michael, demostrand

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o inglés que era, solo dijflemáticamente «San Juan», y siguicomiendo.

Manuela sonrió de oreja a oreja. —Es verdad, ¡me había olvidado

Diré que sirvan el postre en la terrazano sabéis lo bonita que se ve Barceloncon las hogueras… ¡y veremos lofuegos artificiales!

Era, en verdad, una vist

mpresionante. Infinidad de temblorosopuntos rojos se extendían hasta el mardonde las hogueras de la playa sdoblaban en un reflejo acuático. Hast

allá arriba, en Vallvidrera, llegaba eruido de petardos como el que acababade escuchar, el silbido de los cohetepirotécnicos ascendiendo hasta estalla

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en surtidores de colores. —Tendríamos que acercarno

uego —dijo Fernando, y Clara contest

que había tenido suficiente San Juapara toda una vida, viviendo en el barriviejo, en mitad del bullicio de lacelebraciones, con ese olor a pólvorque tardaba semanas en irse.

 —Alguna vez fuimos a tu masípara San Juan, para quitarnos de e

medio, ¡como si se pudiera! —le contó Luis—. Los masoveros tenían un perro el pobre no soportaba los petardos. Spasaba la noche en mi regazo, gimiend

muerto de miedo. Vaya perro guardiánaquel Pincho.

Pero la idea de Fernando de acudia las hogueras del centro se acab

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mponiendo pese a la objeción inicial dClara.

 —Y luego podríamos tomar un

copa en el Marsella. Hace siglos que nvoy —mintió Manuela— y mencantaría que Michael lo conocierantes de marcharnos de Barcelona.De la hoguera del paseo del Born, detráde Santa María del Mar, quedaban labrasas y poco más. Mosén Nicola

estaba en uno de los bancos de piedraRamón se sentó a su lado con Andredormido en los brazos.

 —¿Pensando si salta la hoguera

mosén? Está casi apagada, solo tienque recogerse bien la sotana.

 —Ya lo he hecho. —¿Y qué ha pedido? —le preguntó

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Antonia, apoyándose en los hombros dsu marido.

 —¡A vosotros os lo voy a decir!

 —¿Saltamos? —le preguntAntonia a Consuelo.

Marie bajaba la escalera trotandoQué ganas que tenía de dejar atrás es

rincón del terrado donde Vidal le habídicho que solo pensaba en ella!, aquedía que subieron juntos, los dos por es

misma escalera, ahogando la risa comontos, por no hacer ruido. Marie llegal portal y puso la mano en el bolsantes de abrirlo, quería asegurarse otr

vez de que la llevaba. Sí, la tenía. Lúnica cosa que le había dado Vidal: unpluma de gaviota. Se la prendió en epelo una tarde en el puerto. La tiraría

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a primera hoguera que encontraseTenía que ir con mucho cuidado para nodesviarse de sus planes: quería alguie

que la cubriera de joyas, no de restos dpájaros carroñeros y chillones. Pomucho que ella hubiese envidiado a lagaviotas cuando las veía volar tras epailebot de Vidal cuando zarpaba, y pomucho que les hubiese agradecido que lanunciaran su llegada antes de qu

apareciera la proa en el horizonte, esnoche tiraría al fuego la pluma y saltarípor encima de la hoguera como la brujmás poderosa. Y sus deseos de siempre

se cumplirían. Al fin y al cabo, fue Vidaquien le enseñó que el horizonte siemprestá a la altura de nuestros ojos. Y en esuyo él no estaba.

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 —Antes me arranco los ojos —respondió Marie. Y salió a la calle.

Consuelo se había negado a salta

a hoguera. Quizás más tarde. Aún noera hora de olvidar. Quedaba muchnoche y quién sabe lo que podía pasarHasta podía encontrar a Luis.

Cuando Marie se asomó al pasedel Born y vio cómo estaba la hoguerapensó que ya tiraría esa maldita plum

en otro fuego más vivo. Al fin y al caboel recuerdo de Vidal merecía extinguirscon intensidad. Quedaba mucha noche.

Las dos se despidieron de Antoni

  Ramón, y se escaparon juntas haciLas Ramblas.

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17

 Deseos cumplidos

Marie y Consuelo se instalaron en lbarra del Marsella. Según la teoría dMarie, las barras eran mejores par

socializar, y las mesas eran mejorepara que algún caballero te invitara una copa, que era muy distinto. Esnoche, Marie no pensaba dar palique aprimer borracho que le pagara un vinoQuería charlar, coquetear, reírse y quea alabaran varios hombres diferente

para comparar el género y decidir cocuál de ellos seguiría la fiestaQuedaban descartados los marinerosos franceses y los viudos con hijos: u

Vidal era una piedra con la que no

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pensaba tropezar dos veces. Le habíadvertido a Consuelo que volveríacompañada al palomar y le dijo qu

por favor durmiera en casa de Antoniasi no le importaba. Y si le importabapues también.

A Consuelo la alarmó vagamente leuforia inicial de Marie, pero conformpasaban los minutos vio que se ibcalmando. Como casi siempre que un

mujer se arregla convencida de que va vivir la fiesta de su vida, finalmente lvelada estaba resultando un fiascoMarie se había atizado una absenta, qu

no había tenido otro efecto que undrástica reducción de su presupuestpara la noche.

 —Este sitio es carísimo —le habí

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susurrado a Consuelo, que hacía durasu moscatel dando traguitos cortos.

Después de esquivar varia

hogueras y ramblear un rato, Consuelhabía propuesto el Marsella con la tenuesperanza de encontrarse a Luis o, amenos, disfrutar un poco de su manerde estar en el mundo. Pero ahora miraba su alrededor apenas reconociendo lcueva de fraternidad, confesiones

brindis de la vez anterior. Ahora veígente patética, conversaciones insulsas camareros ocupados, en vez de la marede locura y amor universal que ell

recordaba. Se preguntó si habrícambiado tanto el bar Marsella, o si lque había cambiado era solamentConsuelo Deulofeu, por entonce

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enterrada bajo Teresa Pou. No vemoas cosas como son, se dijo, sino com

somos en cada momento. Por eso e

mposible regresar a un recuerdoTampoco volvería a pasear por El Siglocomo si estuviese en el paraíso, ndespués de haberle visto las tripas y seexpulsada.Marie y ella hablaban en la barra dcualquier cosa. «Tiene que parecer qu

e diviertes, nada peor que se te note quesperas algo», decía Marie, y cadcierto tiempo le pegaba un codazo en lacostillas a su amiga, y se carcajeaba

para hacer ver que había dicho una cosgraciosísima, aunque Consuelo estuvieren realidad reconsiderando la opción dAntonia de las máquinas de coser.

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 —Bueno. Esto es irremontable—srindió Marie, con un suspiro, contandas monedas que le quedaban en e

bolso. Por un momento, estuvo a puntde retirar la mano dando un chillido: lhabía parecido que acababa de tocaalgo vivo. Por suerte se contuvoenseguida se dio cuenta de que solo era maldita pluma, ¡qué desastre! Estab

a punto de sugerir que volvieran a cas

cuando alguien abrazó a Consuelo por lespalda, y gritó «Cara!», alargando la nicial: «Caaara!».

Era, por supuesto, Fabia, con s

mirada enrojecida de felino después da siesta. Marie la reconoció enseguidaa había visto en el catálogo de El Siglo  al natural era posiblemente la muje

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más guapa que hubiera visto jamás. Pero que más la impresionó fue que n

podía ir peor vestida, como si s

hubiera echado cualquier cosa poencima antes de salir de casa. Esvestido suelto que no sacaba partido su silueta, combinado con una especide alpargatas de payés, y una camisa dhombre que usaba como chaqueta eruna mezcla que en cualquier otra muje

habría resultado grotesca y que en ellera la esencia de lo chic. Y es queiteralmente, Fabia se había echad

cualquier cosa por encima cuando medi

hora antes Joaquim y ella decidieron eun impulso lanzarse por última vez a lacalles abarrotadas de la noche de SaJuan. Él se iría al día siguiente

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Mallorca, donde había pintado algunde sus mejores cuadros y donde habíestado al borde de la muerte. «Allí está

odos los colores, ¡todos!», le dijo Fabia, y cuando le describió el lugadesde donde se había despeñado añoatrás, un risco sobre la cala de SCalobra, Fabia recordó sin querer lcala de su pueblo, Montechiaro, entendió lo que él le decía sobre l

atracción abismal del agua allá abajocon el morado de Semana Santa de laalgas, el espejismo de la plata en laolas. El hachís les había puest

melancólicos, y era mucho mejor saliesa última noche.

Fabia se había desmadejado sobrConsuelo, en un abrazo tambaleante e

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el que no dejaba de enredar la mano eos bucles azabaches de su amiga

repitiendo «che capelli, che capelli»,

cuando por fin se despegó y le echó uvistazo de cuerpo entero, dijo qumucho mejor Consuelo que Teresacomo si uno se fuera probanddentidades hasta encontrar la que máe favorecía. Quizá tenía razón.

 —¿A que sí? —insistió dando

media vuelta para apoyarse en el pechde Joaquim, que parecía seguirlapreparado para cogerla en brazos ecualquier momento.

 —Por supuesto —dijo el pintor—Celebremos que, por una vez, la vida mha dado la razón.

Eso fue todo lo que hablaron de

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fraude de la siglera Teresa PouConsuelo les presentó a Marie, y las dose dejaron arrastrar a una mesa. Par

satisfacción de Marie, los atareadocamareros pusieron inmediatamente unbotella de vino en medio de los cuatr—«Invita la casa», le dijeron a Fabia— ella lo agradeció pero pidió, además

una absenta, y Marie calculó que el dbarbas pagaba y también se apuntó. L

legada de la pareja había resucitado sentusiasmo y sus ganas de aventurcomo una racha de viento reavivaba labrasas de una hoguera de San Juan. L

noche cambiaba de rumbo. No fue hasta mucho más tarde

después de una de esas desconcertanteconversaciones que Consuelo imaginab

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habituales en ese otro mund—«Rápido, sin pensar, ¿qué preferís, eelégrafo o una gramola?», y todo

prefirieron la gramola— cuandmencionaron a Luis, y Consuelo satrevió a enviarle «recuerdos de sparte», aunque de castigo recibió unpatada bajo la mesa de Marie, que lconsideró muy poco estratégico. Sesperaba que le dijeran algo de qué vid

levaba, si la echaba de menos, si seguíen Barcelona y trabajando para El Siglono lo consiguió. Fabia dijo que posupuesto, cuando le viera, y pidió

Joaquim que encendiera otra pipa. AMarie le pareció el colmo de lsofisticación, y le pegó un par de buenacaladas cuando le ofrecieron, sin sabe

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si era opio o qué. Se sentía flotar, ysabía perfectamente que ese chico guapde la mesa de al lado no dejaba d

mirarla, primero de reojo y ahora yabiertamente. Pero aún haría ver que nse había dado cuenta unos minutos másdurante los cuales se acariciaría ecuello, apoyaría la barbilla en la manantes de sonreír repentinamente clavaría la mirada en Joaquim como s

e fuese la vida en lo que estabcontando. Marie sabía que esos minutode exhibición la llevarían directa a lvictoria. Pero ¿de qué diablos estab

hablando el barbas y por qué les estabdando la charla?

Todo había empezado con ebrindis, cuando alzaron los vasos

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Fabia le dijo a Joaquim: —Di tú.Y Joaquim entonó con entusiasmo:

 —Por las pupilas de fuego.Y chocaron vasos y dieron sorbos. —Por las pupilas de fuego —

repitió Fabia—. Bravissimo! —No es mío. Lo decía Isidre de s

Consuelo: tiene pupilas de fuego. Decíque lo había atado con sus ojos.

Joaquim sonrió y volvió a haceaquel gesto de perro grande: sacudir lcabeza, esta vez para espantarecuerdos. Pero Fabia le obligó

convocarlos: ¿el pintor estabenamorado de su musa? Parecía eargumento de una ópera. Y él, solo pocomplacerla, retrocedió veinte años,

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a noche que descubrió lo muenamorado que estaba Nonell de smusa gitana.

Fue en otro café, Els 4 Gats, y eotro tiempo, el de la juventud. Perambién era de madrugada. Mir no s

acordaba exactamente, pero seguro quno se equivocaba si decía que habíaestado hablando de la esencia del artede su función —si es que debía tene

alguna—, de cuándo irían a París, dmujeres, de la luz, del amor y de sexoPoco a poco se habían ido despidiendodos, ruidosamente, hasta que se qued

a solas con Isidre.Hacía unos días que Juli habí

dicho a los del núcleo duro: «Hay questar por Isidre». No hizo falta más. N

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era precisamente la templanza el rasgque los unía, todos eran extremos en unu otro sentido. Así pues, las crisi

saltaban de una cabeza a otra, de ucorazón a otro, de un hígado a otro y dun bolsillo a otro, en una especie duego de «tú la llevas» al quácitamente habían decidido hacer frentuntos, seguros de que en solitario sería

fácilmente vencidos.

Cuando hacía un rato que estabasolos, Isidre dijo: —Así que hoy te toca a ti.Joaquim se encogió de hombros.

 —Lo siento —se excusó Nonelsinceramente.

 —Tranquilo, creo que nos van echar a los dos de un momento a otro.

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Isidre salió del rincón en el qulevaba horas escondido, con un vaso ea mano, y miró el bar como si n

supiera dónde estaba. Eran los últimosEntonces sonó la tenue campanilla quavisaba de que alguien había abierto lpuerta de la entrada. Joan, el úniccamarero que quedaba detrás de lbarra, dijo con firme amabilidad:

 —Lo siento, pero estamo

cerrando.Joaquim sintió lástima por el pobripo, fuera quien fuese, sabí

perfectamente lo que era buscar un ba

abierto en mala hora, pero no hizo nadaEn cambio, Isidre fue hacia la puerta coel corazón repentinamente henchido dcompasión:

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 —Por favor, Joan, un traguitorápido. Vete a saber lo que… —callóabruptamente. Acababa de reconocer a

ntempestivo parroquiano: era la abuelde su Consuelo. Fue enseguida haciella y, sin pedir permiso a Joan, la hizoentrar y la acompañó hasta una de lasillas que estaban en el centro del localal lado de la estufa de leña. Atizó labrasas que quedaban antes de dirigirse

a barra.A Joaquim le pareció que aquellanciana envuelta en pañuelos y mantoneacababa de salir de uno de los cuadro

de su amigo para venirse a tomar uncopa con su creador, y agradeció acielo que su interés y su don fueran lopaisajes. Desde su sitio, pudo ver cóm

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sidre suplicaba desesperadamente acamarero y cómo, mientras ellonegociaban, la gitana no dejaba de mira

a su alrededor con miedo, con el anside los que saben que estácontraviniendo una ley fundamental.

Cuando Isidre se sentó por fin a sado, la abuela no hizo ningún caso de

vino que el pintor le puso delante y poel que había luchado tanto. La mujer l

agarró por la solapa y le dijo algo evoz baja, y lo repitió tres o cuatro vecescada vez más alto.

 —¡La va a matar! —casi gritó, y s

asustó a ella misma.Siguió hablando en voz baja, mu

cerca de Nonell, como un pecador econfesión. Después se arrebujó en s

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mantón y fue hacia la salida, mucho máigera, como si de verdad se hubiesibrado de una gran carga. De ningun

manera quiso que la acompañaran ninguna parte, y a Joaquim le parecientender que no era por no causarlemolestias, sino porque no queríarriesgarse a que la vieran con ellos.

 —Yo ya te lo he dicho —entonó ason de la campana que anunciaba s

marcha. Nonell se quedó quieto unosegundos, después fue hacia Joaquim e puso una mano en el hombro.

 —Quedas liberado. Me voy a poConsuelo —le dijo, y salió de Els Gats más tieso y sereno que nunca.

Mir se fue tras él, asustado. Hací

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más o menos un mes que Consuelo habídesaparecido de la vida de Isidre, y erevidente que la echaba de menos. El dí

que la descubrió, les habló de ella comsi hubiese encontrado El Dorado. Ycuando acabó su primer retrato, lproclamó como lo mejor que habíhecho jamás. Y tenía razón. Aquellaadolescente espigada y tranquila, de unbelleza tan diferente, se convirtió si

saberlo en una fuente imprescindiblpara Nonell. Por eso no había vuelto pintar desde que la familia se la llevó Madrid para casarla con un primo.

 —Ella no quería, me lo dijo, perenía que obedecer. Es la ley, dijo. Vino

a despedirse y yo no hice nada, aunqume dijo que no quería irse. No hic

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nada.Hasta aquella noche, Joaquim

como todos, pensaba que solo hablaba

de arte, que hacían guardia junto a samigo hasta que encontrase otra musa, dejase de beber y penar para sosteneotra vez los pinceles.

 —Le pega, ese bruto le da palizaporque alguien le ha contado lo de micuadros. A saber lo que se imagina. La

va a matar y nadie hará nada pompedirlo. Ya has visto lo asustada queestaba su abuela. No lo voy a consentir.

Pero aquella noche, sentado en e

estudio de Nonell, ante los cuadros quhabía pintado de la muchacha, oyendsus frases entrecortadas mientrapreparaba su marcha a Madrid, Joaqui

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se dio cuenta de hasta qué punto Isidrse había enamorado de Consuelo. Yentendió que tenía que protegerlo d

algo mucho más peligroso que edesánimo o amanecer borracho en mitade la calle. Y necesitaba refuerzos.

 —Como ahora mismo —dijJoaquim mostrando su vaso vacío Fabia, que se dio prisa en volvérselo lenar.

Joaquim se entretuvo paladeandaquel vinacho como si fuese la añadmás exclusiva de las bodegas márenombradas de Francia. Hasta qu

Fabia le dio una colleja: —  Dimmi di più! —¡Eh, eh, tranquila! Pensé que o

estaba aburriendo. Como voy perdiend

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público…Efectivamente, hacía un rato qu

Marie se había pasado a la mesa de a

ado. Su estrategia funcionó a lperfección y cuando por fin decidimirar al chico guapo, lo encontrotalmente embobado y pendiente d

cada uno de sus movimientos. Así que lbastó con hacerse primero lsorprendida, después la tímida, y al fina

a curiosa para justificar levantarse avanzar con un leve contoneo hasta lotra mesa, donde los amigos del chicguapo le despejaron inmediatamente un

silla y se arremolinaron a su alrededor. —¿Nos conocemos? —dijo, con s

mpostado acento francés.Pero ni Fabia ni Consuelo s

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habían enterado de nada. Fabia, por lacumulación de hachís y bebida, y posu cada vez más acuciante deseo de qu

amás acabase ese cuento, que Joaquisiguiese sentado a su lado hablándolpara siempre. Y Consuelo porque otravez estaba con el maldito «¿y si?revoloteando a su alrededor, y cada unde las palabras de Joaquim alimentabmás y más su fantasía de huérfana. Odi

a Marie por haberle interrumpido. —¿Fue a buscarla? —se atrevió preguntar.

Y cuando Joaquim asintió, los «¿

si?» golpearon su pecho aún más fuertque el eco de los petardos, casi tafuerte como el recuerdo de Luis, qugual también era solo una fantasía qu

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ella había malentendido y agrandadoPero ¿qué más daba? Era la noche dSan Juan, la noche de los deseos y lo

excesos. —¿Fueron amantes? —pregunt

Fabia.Y Joaquim volvió a asentir. Y

Consuelo se atrevió a calcular hasta efinal: si Isidre Nonell había ido a buscaa Consuelo, si Consuelo fuese su madre

si su madre y ella eran la mujer y la niñfelices que jugaban en la playa, si spadre enamorado las hubiese pintado…

 —¿Tuvieron una hija? —preguntó

saltándose cualquier mínima prudencia pudor.

Joaquim la miró intensamentecomo dándole la bienvenida al luga

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donde la había estado esperando desdque la vio y la confundió con la otrConsuelo. Fabia aplaudió co

entusiasmo, dándose cuenta de lo qusignificaba para su amiga aquellrespuesta:

 —¿La tuvieron? Oh, prego, acaba historia.

Joaquim se apoyó en la mesaserio:

 —Lo siento mucho —le dijo Consuelo—, pero no tengo ni idea.Luis pensó por un momento seguir eejemplo de Clara Morgadas y retirars

al salir de casa de los Primson. Nporque tuviera que madrugar, que habísido la muy razonable excusa de ellasino porque sencillamente no le apetecí

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seguir la noche, que era una excusa algpeor. Pero le venía bien bajar en cochal centro desde Vallvidrera, y pensó que

una vez allí podría escabullirse con mádiscreción y menos explicaciones.

Michael tuvo que conducir scoche inglés precisamente hasta loBaños Orientales, y dejarlo aparcadmás o menos en el mismo sitio donde lhabía aparcado Luis aquel doming

cuando quedó con Consuelo. Si hubiercreído en la magia de San Juan, Luihabría pensado que la noche estaba llende señales.

Habían decidido que irían a una das hogueras de la playa. Caminaro

unos metros hacia la arena, salpicada dpuntos luminosos con su enjambre d

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gente alrededor, colmenas de fuego. Lbrisa traía el eco de las canciones y logritos de los que habían puesto los pie

en el agua con la creencia de que eremojón de esta noche les garantizabsalud durante los próximos doce mesesHabía quien recogía, de la estela de luna en la orilla, frasquitos de agua qu

pondrían bajo la cama: dormir sobragua de luna de la Noche de San Jua

daba buena suerte en el amor. —Vaya. Esto es notable —dijoMichael, contemplando el panorama. Erealidad usó la palabra ingles

«remarkable», que resultaba algo menoncongruente porque ya llevaba encim

el filtro distante de lo inglés. Pero antede que pisaran la arena, él se detuvo

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sacó un cigarrillo de su pitillera. —Yo os espero aquí, si no o

mporta. La vista es mejor.

Y como enseguida Fernando laceptó un cigarrillo, aunque no solífumar —pensaba que había llegado emomento de tener esa charla de polític—, Luis y Manuela quedaron comúnicos candidatos a adentrarse en eúbilo febril de las hogueras. S

alejaron unos pasos, y Luis empezó descalzarse. —No te apetece nada, ¿verdad? —

e dijo Manuela.

 —Te acompaño.Pero se sentía todo menos jubilos

  febril, y Manuela le conocía lsuficiente como para saber que estab

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resignado, y era demasiado digna compara aprovecharse.

 —Tengo una idea mucho mejor.

Girándose hacia los dos hombres su espalda, anunció que lo que dverdad quería era una copa en eMarsella. Y Luis de pronto tuvo lacerteza de que Consuelo iba a estar allí.Consuelo sonrió al verle. Mosé

icolau seguía sentado en el mism

banco del paseo del Born. —No me diga que no se ha movidde aquí.

 —He hecho una ronda de terrados

  estoy intentando digerir cada uno dos trozos de coca que me han ofrecido.

 —Y que ha aceptado. —Con más ansia que hambre,

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mucho placer. —Eso es gula. —Tal cual. Y tú, ¿qué pecado

capital has escogido? —¿Me va a poner penitencia? —Esta noche pecar es obligatorio.Consuelo se sentó a su lado. La

cenizas de la hoguera se habían idesparciendo y llegaban a sus pies, comas olas de un mar muy viejo y en calma

os restos del naufragio de culpas sueños.Había salido del Marsella co

Joaquim y Fabia, después de que Marie

desde la mesa del chico guapo y suamigos, se hubiese despedido con unogestos que significaban «recuerda quduermes en casa de Antonia». Mientra

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caminaban por las calles del RavaJoaquim les había acabado de contar lhistoria, lo poco que sabía, y casi tod

era triste. Al final, Juli Vallmitjanaviendo que era imposible hacerldesistir, acompañó a Nonell a MadridPero cuando llegaron noticias de quregresaban, y con Consuelo, Joaquim nestaba en Barcelona para recibirles. Ldijo casi pidiendo perdón por la crisi

que nadie supo ver que se acercaba, nél mismo, y que lo encerró por primervez en el manicomio de Reus.

 —La vida nos llevó a cada uno po

su lado. Cuando volví a ver a IsidreConsuelo había muerto y él se habíconvertido en un tipo infeliz y solitarique pintaba burguesas y bodegones. Fu

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entonces cuando me habló de sus pupilade fuego.

Se despidieron casi con la mism

risteza, como si lo hiciesen parsiempre. Consuelo se dio la vuelta parver cómo se alejaban, Fabia totalmentabandonada en el brazo de Joaquim. Yes envidió. Ese fue su pecado capita

aquella noche. Envidió todo lo que yhabían compartido ellos dos, y qu

rezumaban por cada uno de sus gestocuando estaban juntos. Lo mismo que, amenos eso esperaba, habrían compartid

onell y Consuelo el poco tiempo que a

parecer les fue concedido. Envidia quera deseo y añoranza de Luis.Cuando entraron, Luis lanzó una miradansiosa hacia la mesa donde había

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discutido del arte y la vida. Ahorestaba ocupada por un hombre gordo muy peinado que parecía habers

levado a su madre de fiesta. No sdirigían la palabra y ella, con el bolsfirmemente apretado en el regazomiraba a su alrededor con asco desconfianza. En ese mismo instanteLuis recobró la cordura y se rio de smismo por haber creído, aunque sol

fuera durante los diez minutos que lecostó llegar al Marsella, en las señaleo la dichosa magia de San Juan. Allí noestaba Consuelo. Ni siquiera estuvo l

noche que discutieron: aquella chica erTeresa Pou, y no existía. Ya estaba biende añoranza y melodrama. Y el ceñoburlón volvió al rostro de Luis, esta ve

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dirigido hacia sí mismo, y se propusser el de siempre hasta que saliera sbarco a Atenas.

Mientras Primson y Cotsotalmente fuera de lugar, se enzarzaba

en el tipo de conversación que se tiende buena mañana en el barbero, comentando las noticias en el casino, é Manuela se entretuvieron inventándos

una vida para los parroquianos.

Manuela no pensaba que aquellmujer con el gordo fuera su madre: ersu casera, y esperaban a alguien qudebía dinero al gordo, y que era l

última posibilidad de pagar el alquilerPero el acreedor no aparecería y, afinal de la noche, ella le daría dos horapara sacar sus cosas de la habitación

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También estaba el tipo con aspectoextranjero que tomaba notas en unesquina de la barra. Seguro que escribí

una novela y había ido al Marsella documentarse. O hacía borradores de snota de suicidio. En una mesa, rodeadde jóvenes ruidosos, esa chica pizpiretntentaba llevar a su guapo marido

casa, y los amigos le tomaban el pelo nsistían en que le dejara tomar una sol

absenta más, y ella los toleraba copaciencia. Hasta que, de pronto, uno dos amigos le dijo algo al oído y l

acarició el muslo, y ella se puso en pi

como un resorte, haciendo chirriar ssilla, y le cruzó la cara de un bofetóque el otro le devolvió; y el guapmarido no debía de ser el marido, o a

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menos no uno muy bueno, porque solsoltó una carcajada.

Luis y Michael se pusieron de pi

como un solo hombre. En la mesa crecía gresca y la chica, más rabiosa qu

asustada, lanzaba zarpazos a la jauría su alrededor. Cuando esos docaballeros llegaron hasta ella, la chicno dudó en colocarse entre ellos, dejade luchar y escupir un «Gambegos, higo

de mala madge», con una peculiarísimpronunciación francesa.Desde la ventana de casa de AntoniaConsuelo vio llegar a Mari

acompañada, y pensó que al menos alguien se le habían cumplido los deseode San Juan. Pero no parecía el chicguapo del Marsella, sino alguien má

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alto, más moreno y en mangas dcamisa. Alguien que se parecía a LuisQue era Luis. Consuelo pensó que se l

saldría el corazón por la boca. Pero fuaún peor cuando vio que Luis abría lpuerta y la sujetaba cortésmente parque pasase Marie. Oyó cómo subían lescalera, la risa contenida de Marie, sestruendosa petición de sigilo.

Aguardó, petrificada, junto a l

puerta, con la agónica esperanza de oíos pasos de él saliendo después ddejar a salvo a Marie en el palomarPero se quedó dormida mucho antes d

que nadie bajara las escaleras.

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 A medias

Marie no sabía qué estaba pasandopor qué la zarandeaban de aquellmanera y quién lo hacía:

 —¿Qué pasó? ¿Por qué con Luis—repetía la voz que le martilleaba looídos.

Desde luego, Consuelo no estabeniendo con Marie ni la delicadeza ni l

paciencia que Antonia acababa de tenecon ella cuando la había encontrad

dormida en el pasillo de su casaapoyada en la puerta. —¿Se puede saber qué haces así

¿Estás bien? —le había susurrado

mientras le acariciaba la frente y la

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mejillas.Pero a pesar de las buenas manera

de Antonia, lo que sintió Consuelo a

abrir los ojos fue el disparo del últimrecuerdo de la noche anterior: Marie Luis en la escalera, las risas de MarieLuis intentando no hacer ruido, Marie Luis en el palomar, y aquel silencioextraño lleno de sonidos que quizá solestaban en sus pesadillas.

Así que se lanzó a las escaleras siresponder. No se le ocurrió que él aúnpodía estar ahí hasta que fue demasiadarde: ya había abierto la puerta de

palomar de par en par. Pero parecía quel nuevo día iba a ser más clemente coella que la noche anterior: Marie estabsola, arrebujada entre las sábanas, n

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había ni rastro de nadie más. Y fue a poella.Cuando Antonia llegó, se encontró

Consuelo sentada en el camastromirando impasible hacia el terradodonde Marie estaba vomitando en unpalangana una cosa tan verde como laabsentas que había ingerido, pero muchmás amarga.

 —¿Se puede saber qué fin d

verbena tuvisteis vosotras dos? —preguntó mientras mojaba una toalla y sa daba a una vacilante Marie, qu

entraba buscando casi a tientas una silla

 —Que te lo cuente ella —dijConsuelo—. Vamos, Marie, ¿por qué nonos cuentas con quién estuviste anoche?

Pero Marie, derrengada en la silla

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con la cabeza hacia atrás cubierta por loalla mojada, no dijo nada.

 —Se ve que quiere hacerse l

nteresante —dijo Consuelo.Y esa fue la puntilla que le hací

falta a Marie para reunir fuerzas contestar de una vez, a pesar del mare la amargura.

 —Lo que no se entiende es enterés que tienes tú en mi noche. Qu

Antonia no me trataría peor si mhubiese acostado con Ramón. —Ahí te equivocas —dijo Antoni

—, yo ya te habría clavado las tijeras e

un ojo. En un ojo primero y después eel otro.

Marie se retiró un poco la toalla da cara para poder mirarla de frente.

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 —A veces me das miedo —le dijosentándose erguida y dejándose la toallen la nuca. Pero fue al mirar por fin

Consuelo cuando empezó a asustarse dverdad. ¿Qué demonios habría hecho lnoche anterior? Pues ni idea. Pero teníque ser algo muy gordo, porque su amiga miraba como si estuviese a punto d

echarle una maldición gitana que siduda sería mucho peor que lo de la

ijeras. Marie intentó traspasar la pareque se interponía entre ella y surecuerdos, pero era dura como las mesade mármol del Marsella.

 —¡Ay, por favor, un poco depiedad! Que alguien me cuente de qué vodo esto.

Consuelo cogió una silla y se sent

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ante ella, dispuesta a empezar enterrogatorio.

Albert Martori, conductor de una de la

camionetas de El Siglo, se removinervioso en su asiento. Normalmentdisfrutaba de su trabajo. Le gustabmucho conducir y, aunque los rótulocon el nombre de los grandes almaceneque la camioneta exhibía a ambos ladoestaban para recordarle quién era s

verdadero propietario, él la tratabcomo si fuera suya. Se movía a diaripor las calles de Barcelona con lmisma seguridad que las sigleras entr

os mostradores y probadores, pero esmañana parecía perdido en una ciudaextraña. Y hasta cierto punto era verdadÉl estaba acostumbrado a circular por e

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Ensanche, aparcar en sus ampliaesquinas, subir hasta la magníficavenida del Tibidabo y deslizars

después por el coqueto y ajardinado SaGervasio. Este era su recorrido habituaporque ahí era donde vivían los clientede El Siglo: en flamantes pisomodernistas o palacetes con escalinatasodos con puerta de servicio, dond

alguien le esperaba puntualmente par

recoger el pedido.Pero era la primera vez quconducía por el Born; por sus calleestrechas, medio ocupadas además po

a mercancía de las tiendas, y por lomozos del mercado que lo adelantabasin contemplaciones empujando carrocargados de pescado. Allí no parecí

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haber más normas que pasar cuando spudiera. Si hubiese ido solo se habrídesahogado chillando alguna palabrota

os que se arrimaban demasiado o lcerraban el paso. Pero teniendo ecuenta quién ocupaba el asiento decopiloto, esta posibilidad quedaba deodo descartada. Por eso, cuando s

quedó atascado en la esquina de la callFlassaders con la calle Cirera, s

preguntó si lo mejor no sería echarse lorar.—¡Que te repito que no! Antonia, pofavor, díselo tú. A ver si a ti te hace

caso.Marie estaba desesperada. —Si se hubiese acostado con él, l

sabría. Eso deja rastros por todo e

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cuerpo —dijo Antonia.Marie la miró de arriba abajo. —Por todo el cuerpo —repitió co

admiración—. Caramba, ¡bien poRamón!

Antonia le hizo un guiño.Como siempre que hablaban d

sexo, Consuelo aguantó estoicamente entercambio de sobreentendidos que ell

no podía entender. Porque la verdad e

que nunca se trataba de una auténticconversación, sino que se limitaban ntercambiar referencias más o menoocosas para iniciadas; y como Consuel

aún no había ingresado en ese grupopues se aguantaba. Pero solo imaginar Luis por todo el cuerpo de Marie, o dcualquier otra, se irritaba tanto como s

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urbaba pensándolo en el suyo. Luis esu pelo, Luis en su boca, Luis en scuello, Luis en sus manos, Luis en su

caderas, Luis en su ombligo, Luis en sumuslos, Luis en su sexo. Luis, LuisLuis…

 —Vale, pues no os acostasteisPero ya me dirás cómo lo conociste, poqué te acompañó y por qué se quedó.

 —¡Qué pesada! Que ya te he dich

que no me acuerdo, que tengo la cabezespesa como el mazapán. Si me dejas epaz de una vez, quizás con un poquito dsilencio, voy y me acuerdo.

Consuelo intentó compadecerse pofin de Marie. Al fin y al cabo, ella noenía la culpa de nada. Cuando le habí

desvelado que su acompañante nocturn

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había sido Luis, la pobre se habíquedado de piedra: «¿El CarCarissimo, tu fotógrafo? ¡Jesús, qu

pequeño que es el mundo! Pues sí que lsiento», había repetido varias veceestrujando la toalla mojada. Así quConsuelo intentó callarse un rato. Perno pudo.

 —Es que no entiendo que sea tadifícil recordar si fue él quien se acercó

o si fuiste tú. Y para qué.Marie estaba harta. —Pues para qué iba a ser. ¿Par

qué se acercan los hombres a la

mujeres? Eso sí, un caballero: no pudser y se aguantó. Pero no creo que macompañase para que le cosiera ubotón o le tomara las medidas para un

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camisa nueva.Pero antes de que Consuel

pudiese responder a eso, alguien llam

enérgicamente a la puerta. —¡Las telas! ¡Ya están aquí la

elas para los mantones! —exclamAntonia, demostrando que era, de largoa que estaba menos afectada por la

consecuencias de la noche anterior.Alcanzó la puerta con dos zancada

  abrió, exultante, esperando descubriun mozo cargado con rollos de todas laexturas y colores, un cargamento d

felicidad. Pero en el umbral solo habí

una señorona muy estirada. Antes de qupudiese preguntarle nada, oyó a Marigritar impresionada a su espalda:

 —Ay, ay, ay…

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Consuelo giró la cabeza temiendo esperando que fuese Luis, yendo aclarar de una vez por todas qué habí

pasado la noche anterior. Le habríextrañado menos que descubrir a ClarMorgadas en la puerta del palomar, tiescomo siempre iba, con su expresióneutra y la mirada fija al frente, perConsuelo sabía que estaba observanda pintura desconchada de las paredes

el pobre biombo que con tantentusiasmo había restaurado Marie, laprendas de ropa para mujererabajadoras en las perchas y a ellas tre

an poco preparadas para recibir visitasLe invadió entonces algo más parecido a ira por la intrusión que a la vergüenz

porque la hubieran descubierto. Camin

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hasta la puerta, puso la mano en ehombro de Antonia para que se apartar  se quedó de pie frente a su antigu

efa, sin invitarla a pasar, sin bloquearlel paso.

Consuelo, con el pelo suelto, scollar al cuello y las mejillaenrojecidas por su reciente discusión, splantó delante de Clara Morgadas comenos docilidad de la que nunca hubier

maginado. Con mucho más orgullo quel que cualquier siglera hubiesmostrado jamás delante de su jefa.

 —Sí —dijo Consuelo, si

pronunciarlo como una pregunta. Y lsílaba resonó en el palomar como udesafío: «Sí»; sí, soy ConsuelDeulofeu; sí, hice yo el mantón; sí, viv

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aquí, en este ático que debe de medicomo un armario de tu casa, y desddonde tengo la pretensión d

reconquistar El Siglo.Aunque, en realidad, solo habí

dicho «sí», y Clara decidió interpretarlcomo una pregunta, y dio sin arredrarsun paso al frente, entró en el palomar se sentó en la silla que Consuelo habídejado libre hacía unos segundos. Y

como a Marie le pareció que venía eson de paz, se atrevió a lanzarle unsonrisa muy social y dijo: «Buenaagdes» con la mayor naturalidad qu

pudo. Clara reconoció a la excéntricque fue a verla con el mantón, la quhablaba como si tuviese frenillo, y ldevolvió una mueca que podrí

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significar una sonrisa.Cuando aquella chica con frenillo smarchó de su despacho, lo primero qu

Clara pensó fue que debería haberlpedido que dejara ahí el mantón. Lvisita anterior le había dado, sin ellpedirlo, una muestra de redecilla parbigotes de pelo natural que Clara no satrevió a tocar ni para lanzarldirectamente a la papelera. Aquel tipo

había tardado siglos en salir, venga disculparse por quién sabe qué, aferradal picaporte sin animarse a cruzar equicio de una maldita vez. Pero e

cambio, esta otra chica tan peculiar shabía abalanzado sobre la puerta comun rayo, arrastrando el mantón tras de ssin apenas una despedida —solo un

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especie de «megsí bocú ogbuar »—, ecuanto Clara le dijo que tenían un tratoTuvo casi que gritar para que s

detuviera: no le había dejado ldirección para que le enviara los rollode telas.

 —Ah, Cirera, 1 —dijo la chica coun acento perfectamente normal, antes ddesaparecer cerrando la puerta con ugolpe eufórico.

Desde luego, ahí había gatencerrado. ¿Y si esa chica finalmente noera capaz de entregar el pedido de ciemantones que le había hecho, o si s

rataba de un simple timo? Lo malo nsería perder la tela que se habícomprometido a adelantarle; lo malsería que aquel mantón, en aparienci

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sencillísimo, iba a ser imposible dcopiar. Creía haber visto que tenía uncuello que no parecía un cuello, y una

costuras en el forro que parecíaaleatorias pero serían las responsablede que cayese sobre los hombros con lforma adecuada… Sí, si le hubiesdejado el prototipo, al menos tendría lseguridad de que iba a poder vendeesos mantones en la planta de la galería

hiciese lo que hiciese aquella joven continuación.Porque Clara, consiguiend

abstraerse de la extraña charla sin erre

de la chica, había visto clarísimo quese mantón, la versión elegante de loque llevaban las modelos de Nonelpodía brindarle el tipo de negocio que l

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gustaba a su cuñado Faustino: eproducto oportuno en el momentpreciso para conseguir, en un plazo

pequeño, una cifra grande. Lexposición estaba siendo un éxito, perdesde luego ni el eco en la prensa, ni lafluencia de visitantes, ni el interés dalgún coleccionista como Primson pohacerse con uno de los cuadros habíaenido ningún impacto en los balance

de resultados de El Siglo. Los Cotnsistían en que, al menos si cobraseuna entrada a la exposición, edespilfarro no sería tan escandaloso

Pero Clara se negaba en redondo: shabía cansado de repetir a la prensa qua exposición no era un negocio, sin

una expresión de agradecimiento a su

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clientes, a toda Barcelona; un intento dacercar el arte a la sociedad; un espacipara la belleza antes de que quedar

congelada en un museo, y todo tipo dzarandajas. No, su galería no era unegocio. Pero estaba totalmente dacuerdo con su familia política en quenía que ser buena para el negocio.

Y una magnífica manera de animaas ventas era poner en las narices d

os visitantes de la exposición algo ques recordara los cuadros que tanthabían admirado, y que se pudieralevar a su casa. La belleza de lo

colores de Nonell, el aire exótico desas figuras, la naturalidad que parecíestar imponiéndose ahora en la moda as costumbres… Realmente, el mantó

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enía algo de todo aquello: era uperfecto disfraz de gitana para ricas.

Envueltas en ese mantón, la

señoras se envolverían también en unpátina de cultura —«He estado en unexposición de arte porque soy una mujede mi tiempo», irían diciendo sin teneque decirlo— y, si consiguiera que lolevaran las mujeres adecuadas, no l

extrañaría verlo en poco tiempo en lo

partidos de polo, durante el día, o por lnoche en los palcos del Liceo y en lafiestas de los consulados. Claro que —ba calculando— tendría que venderl

bastante caro, unas diez veces más de lque iba a pagar a la chica del frenillo. Yenía que asegurarse de que no hubier

dos mantones exactamente iguales, par

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mantener la máxima exclusividad qupermitían los grandes almacenes.

Cada vez le iba pareciendo mejo

dea y, por ello, cada vez se lamentabmás de no haberle pedido que dejara ahel mantón. Mientras mandaba a ssecretaria que se encargara de investigaquién vivía en Cirera, 1, procurrecordar sus detalles.

Y de pronto esas puntada

nvisibles, el estilo sobriamentfemenino del mantón, la simplicidad dsus líneas, se unieron en su cabeza paranzar una señal de alarma. No l

sorprendió cuando esa noche un chicde los recados le habló de una taAntonia y una tal Consuelo. Sospechó —estaba casi segura— que se apellidarí

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Deulofeu. La protegida de Luis, lsiglera fraudulenta, su empleaddespedida, la gitana.

Inmediatamente, Clara se quitó da cabeza la idea de los mantones

aunque no abandonó del todo lesperanza de vender, en la planta de lgalería, algún tipo de recuerdo de lexposición. Postales, quizá, coreproducciones de los cuadros. O tal ve

debería poner a la venta el catálogo, quera una forma más elegante de cobraentrada porque, al fin y al cabocomprarlo no sería obligatorio. Pensó e

copiar las coloridas blusas de lamodelos de Nonell, y venderlas yhechas, en diferentes tallas. Percombinar una de esas blusas con alg

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que estuviera en el armario de unclienta de El Siglo era casi imposibleEsa era la ventaja del mantón, qu

podías ponértelo por encima dcualquier cosa. Que servía para el día para la noche. Que no quedaba raro eun verano fresco, que abrigaba en otoño  que con el forro adecuado se podrí

usar en invierno. Era una auténticástima tener que renunciar a él…

La noche anterior, cuando smarchaba de El Siglo para cambiarse r a cenar a casa de los Primson, Clar

pasó por el almacén para pedir qu

mandaran la tela a la calle Cirera, 1 adía siguiente.

El empleado del almacén hizo que repitiera el encargo dos veces.

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 —¿Veinte rollos de tela? ¿ACirera, 1? ¿Mañana?

 —Eso he dicho, sí —contest

Clara con un matiz de impaciencia. —Pero mañana es San Juan. —¿Y?Los negocios eran cuestión d

oportunidad, del aquí y el ahora. Yademás, puede que no fuera esConsuelo.

Pero su instinto le decía que no sequivocaba. Y si era ConsueloDeulofeu, su gitana, tenía que saberloClara tenía tan decidido no dejar perde

el negocio, como dejar muy claro quiémandaba: ella. Por eso aquella mañanhabía sorprendido al conductor de lcamioneta sentándose en el asiento de

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copiloto sin decir nada. El pobrhombre no sabía si tenía que preguntarlalgo o hacer como si no la hubiera visto

 —Perdone… —le dijo Clarafinalmente.

El hombre se quitó la gorra y lmiró ensayando la mejor disposición demundo.

 —Su nombre —dijo Clara.El hombre se señaló a sí mism

con la gorra. —Albert Martori, señorMorgadas, para servirla a usted.

Albert, conductor de reparto de E

Siglo desde hacía años —empezó cocarro y caballo—, no vio cómo el mozque cargaba los rollos de tela en lcamioneta ponía los ojos en blanco

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pensando que al día siguiente le daríuna charla sobre la diferencia entre eservilismo y el orgullo de clas

rabajadora. Clara, por supuestoampoco lo vio.

 —Señor Martori, la entrega de hoes especial. Le acompaño.Clara se irguió sin apartar la mirada da antigua Teresa Pou.

 —Así que eras tú. Me l

maginaba. —En realidad, somos las tres.Clara seguía detectando un desafí

en la voz de Consuelo. Si por un instant

creyó que iba a justificarse, a suplicarlque vendiera sus mantones en El Siglo, disculparse por mandar a Marie y no daa cara, se llevó una sorpresa qu

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disimuló perfectamente. De pronto lvino a la memoria la primera entrevistque había tenido con aquella chica

cuando la rescató de los graznidos dTeresa Turró. Recordó que entonces sremovía en la silla, que pegaba lbarbilla al cuello por timidez o porespeto, y que su voz sonaba casemblorosa. Ahora parecía más una rivaque una subordinada problemática

Clara había decidido sentarse para dejaclaro que ella mandaba, pero finalmentel efecto que le provocaba Consuelo, dpie frente a ella, era más bien el de un

profesora pensando una pregunta difícipara la alumna distraída de la clase.

Consuelo, en cambio, no recordabesa primera visita al cuarto camuflad

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detrás del trampantojo: recordaba lsegunda. No la brevísima euforia popensar que podría vivir en el paraíso

sino la humillación de cuando fuexpulsada de él. Entonces habíesperado, en vano, que la Morgadas spusiera de su parte, que el talento de sempleada le hiciese disculpar el engañ «lo suyo». Ahora ya no albergaba es

esperanza, se sabía derrotada, y e

realidad era liberador poder volcar lrabia por ese segunddesenmascaramiento y, de paso, por loque hubiera pasado entre Luis y Marie

Miró a su antigua jefa, la espalda recten la silla, el bolso sobre el regazocomo le habían enseñado a hacer Marie, y su gélida expresión de aguarda

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una disculpa para luego despreciarla. —¿No vas a sentarte? —pregunt

Clara.

 —No hay sillas para todas. ¿A quhas venido?

El tuteo fue la gota que acabó coa paciencia de Clara, y también la seña

de Antonia para intervenir. —Pues yo sí que me siento, qu

con esto… —dijo, acariciándose l

barriga y dejándose caer trabajosamentsobre un taburete.A Marie, que se había quedado

boquiabierta por el tuteo, se le cayó má

a mandíbula: Antonia estaba haciendoeatro, y, lo más increíble, era casi ta

buena actriz como ella. Surtió efectoos torpes movimientos de Antoni

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atrajeron la atención de Consuelo Clara, y las dos tuvieron tiempo parcalmar su ira.

 —Venía a hablar de ese pedido coMarie Pairó —dijo Clara—, pero… —

o le dio tiempo a acabar: era taevidente que iba a echarse atrás en srato con ellas que Antonia pegó u

respingo en su silla y fingió una pataddel bebé. Pero esta vez no funcion

porque, sin apartar la mirada dConsuelo, Clara acabó su frase—: Percreo que con quien tengo que hablar econtigo. ¿Puedo ver el mantón otra vez?

Marie lo descolgó del perchero se lo llevó sin abrir la boca.

 —Si hay algo que pueda mejorarseestamos a tiempo —concedió Consuelo

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en vista de que Clara no parecía ya tabelicosa—. Aunque en realidad, noserán todos iguales: habíamos pensad

que hubiera pequeñas diferencias entruno y otro.

 —¿Por qué? —preguntó Clara. —Pogque así segán piezas única

—se animó a contestar Marie, y lamiradas de Consuelo y Antonia fueroan furibundas que carraspeó y se trag

el acento francés.Clara supo que la idea había sidde Consuelo. La misma idea que habíenido ella en su despacho de El Siglo

a ilusión de lo exclusivo, la levdiferencia respecto al uniforme con quas mujeres pretenden afirmar s

personalidad. Por eso en El Siglo nunc

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venderían ropa ya confeccionada eserie: ¿qué señora iba a quereencontrarse con otra que llevar

exactamente el mismo modelo? Pensque sin duda eso lo habría aprendidConsuelo en sus tiempos de probadoracuando en la enésima prueba decideque mejor cambiar esta manga, soltaeste frunce: cualquier antojo qupersonalice un modelo del que, co

variaciones, se han vendido cientos. —De hecho, cada mantón podrílevar las iniciales dentro, en el cuelloniciales ya bordadas que solo hubier

que coser en el momento de la ventaPara personalizar aún más el mantón —dijo Consuelo, y a su pesar reconoció esu voz la ilusión que tenía cuando aú

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era parte del equipo y Clara utilizaba lpalabra «nuestro». Y a su pesar, Claravolvió a sentir admiración, y e

descanso de no estar remando sola. —Me parece bien —dijo Clara

evantándose—. Me llevaré este mantónde momento. Podéis descontarlo de locien que entregaréis. Las telas estáabajo, diré que las suban. Hapreparado un contrato de proveedor

Cobraréis a la entrega del pedido, y eretraso en la entrega implica lcancelación del acuerdo, y deberéidevolver y pagar por el materia

suministrado. ¿Entendido? —Entendido —dijo Consuelo

dándose cuenta de pronto de lo cercque habían estado del precipicio. Sinti

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el vértigo triunfal de los que acaban descapar por los pelos de un accidente, pensó que realmente necesitaba sentarse

pero aún aguantó unos segundos más, alargó la mano para estrechar la dClara antes de que saliese.

 —Una cosa más. ¿Habéis ofrecidos mantones en algún otro sitio?

Marie iba a decir que no, perAntonia, que había perdido las molestia

del embarazo tan repentinamente comsu amiga el acento francés, dijo que aúno tenían ofertas en firme.

 —Preferiría que no lo hicierais.

 —Claro —dijo Antonia—, pero noes tanto lo que nos paga como parvendérselo en exclusiva.

La Morgadas titubeó. Per

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aumentar el precio era tragarsdemasiados sapos en un día, e hizo ugesto displicente con la mano.

 —Como veáis.Y Antonia la acompañó hasta la

puerta, y en los pocos pasos que dierountas Clara expresó sus buenos deseo

por el nacimiento, y Antonia agradecióa visita, y estrechó su mano. Clar

Morgadas salió del palomar con e

mantón en el brazo, y las tres amigaesperaron a oír, lejanísimos, sus taconeen la escalera antes de lanzar un gritsusurrado de alivio, de terror y d

victoria.Solo unos minutos más tarde

Albert empezaba a subir, rollo a rolloas mejores telas que habían entrad

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amás en el palomar. El pobre hombrparecía tan desbordado por la situación  tan mayor para tantas escaleras, qu

Antonia le hizo sentarse un rato mientraordenaba a Marie y Consuelo qusubiesen el resto de rollos que estabaen la portería.

 —Y tú, ¿qué? —le dijo Marie.Como toda respuesta, Antonia l

empujó un poco con su barriga.

 —No soporto a los niños, nhechos ni a medio hacer —dijo Marie.Pero enseguida corrió escalera

abajo con su trotecillo alegre

compitiendo con Consuelo; y casparecían dos cachorros felices yendo buscar su golosina favorita. Albert salióambién tras ellas, después de darle la

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gracias a Antonia y de desearle unhorita corta: por nada del mundo queríhacer esperar a la señora Morgadas y n

veía el momento de sacar su brillantcamioneta de aquellas calleendemoniadas.Fabia llegó a casa de Luis arrastrandos pies. Dio golpes con la aldaba en e

portón de madera hasta que la cabeza dLuis asomó por una de las ventanas d

su inmenso palomar. —¿Por qué vives tan lejos? —¿Por qué vienes a pie?Fabia rio, sin confesar que hast

que vio la masía estaba convencida dque caminaba sin rumbo, que es lo ququería. Pero ya que sus pasos la habíalevado hasta allí, decidió someterse un

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vez más al destino y llamar. Empujó eportón con todas sus fuerzas y cuandlegó al pie de la escalera Luis ya estab

ahí. —Quiero café. Un buen café. Y

creo que eres el único que sabe hacerlbien en esta ciudad.

 —  Prontissimo  —dijo Luis y sapartó para dejarla pasar.

Fabia se sentó, o más bien, a pesa

de lo poco que pesaba, se hundió en esofá. Luis preparó el café sin decir nadasabía que Joaquim ya se había ido y nquería abrumarla con palabras blanda

de consuelo y esperanza. Cuando lsirvió la taza, Fabia la cogió con las domanos, como si quisiera atesorarla.

 —Huele a hogar —dijo—, me hac

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ver las cosas diferentes. Las torres desa iglesia rara, por ejemplo, se parecea los cipreses que conducen a

cementerio de mi pueblo. ¿Te hhablado alguna vez de Montechiaro? Laparedes del cementerio están totalmentcubiertas por buganvillas, como la qurepa por tu fachada. Pero allí las ha

amarillas, rosas, blancas y rojas; suflores se mezclan, tan alegres

protectoras que hacen que desees morien verano. Es imposible imaginar uugar más acogedor.

Luis se sentó a su lado, con su taz

de café. —Cuéntame qué más ves —le dijo

pensando que cualquier cosa era mejoque hablar de Joaquim.

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Fabia se recostó contra su brazo señaló la ventana.

 —¿Ves ese azul más claro, donde

se tocan el cielo abierto y esa nube? Asson las olas de la cala cuando haccalor. Había un chico. Tenía una barcapreciosa. Cuando el mar estaba de escolor, remábamos hacia adentro, hastque no podíamos más. Bueno, él siempraguantaba más que yo. Decía que ojal

pudiese llevarme hasta el otro ladohasta el final, hubiera lo que hubiesallí. Y nos reíamos.

 —¿Qué pasó con ese chico? —

preguntó Luis.Fabia nunca le había contado d

verdad por qué se fue de Montechiaromás allá de un «¡quién querría quedars

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en aquel pueblucho en lugar de vemundo!». Y Luis no le había pedido máexplicaciones, porque estaba claro qu

no quería darlas y porque ella era taexcepcional que sin duda merecía que lviera el mundo entero.

 —Pues que cuando fue un pocmayor le compraron una moto estupendao nunca visto. ¡Y adiós remos! No

sabes lo bien que nos lo pasamos yend

a todas partes en aquella moto. —¿El primer amor? —El amor —declaró Fabia.Luis la miró impresionado

Acostumbraban a hablar de todo, de ldivino y lo humano, pero casi nunca dsus propias vidas.

 —¿Y qué pasó?

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 —Pasó que lo traicioné. O eso eo que él creyó, que viene a ser l

mismo.

 —¡No es lo mismo para nada! —ldefendió Luis.

 —Bueno, ya da igual. Esa vez mfui yo. Ahora se ha ido Joaquim…

 —Joaquim volverá. —Seguramente.Fabia bebió el último sorbo d

café. Dejó la taza en el suelo y fue hacia ventana. —¡Qué bonito que es todo cuand

está a medio hacer! —dijo mirando l

Sagrada Familia—. Deberían dejarlasí.

Luis dejó su taza al lado de la dFabia. Al levantarse, las golpeó si

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querer y las dos rodaron por el sueloFabia se dio la vuelta y a Luis le parecique tenía los ojos llenos de lágrimas.

 —¡Pero bueno! —dijo la italianalegremente, agachándose a recoger laazas—. Sono davvero traditrice! Si aú

no te he dicho lo mejor.Cuando se incorporó sonreía de l

más feliz. —La otra noche vi a Consuelo.

A pesar de haber decididofirmemente volver a ser el mismo tipdesapegado de siempre, al oír el nombrde Consuelo, Luis no pudo evitar deja

de respirar un instante. —Te manda recuerdos.Y al oír esa fórmula de saludo ta

formal, se maldijo por haber caído en l

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rampa de nuevo. Fabia se dio cuentperfectamente.

 —No pongas esa cara, la pobre n

sabía cómo preguntar por ti. Estosegura de que fue al Marsella solo coa esperanza de verte. Aunque Marie, su

amiga, estaba encantada.Fabia no entendió por qué Luis l

preguntaba tanto sobre la relación entrConsuelo y la tal Marie: «Sí, vive

untas, al menos trabajaban juntas. Creque se conocían de niñas, de cuando eorfanato. No, Consuelo se vino conosotros y Marie se quedó. Sería sobr

a una…». Hasta que Luis dio unpalmada tan fuerte que asustó a upájaro que los miraba desde el alféizade la ventana, que tenía el cristal roto.

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 —¡Ay, Consuelo, que ya sé dóndeencontrarte! —y se carcajeó.

 —¿Y qué piensas hacer? —l

preguntó Fabia.Luis dio un par de vueltas por l

habitación, hasta que se decidió. —De momento, pasear contigo. —¡Cómo puedes ser tan cobarde

—le dijo Fabia, pero envolviéndolo cosu mejor sonrisa.

 —No estoy seguro de sebienvenido. —Pues tendrás que averiguarlo

¿no?

 —Anda, sube —le dijo Luis, Fabia se subió a su espalda, comcuando era niña en Montechiaro y hacíaguerras a caballito.

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 —¿Adónde me llevas? — Chi lo sa! —le dijo Luis.

El sol los deslumbró cuando salieron

a era de la masía. Fabia cerró los ojosLuis no. No quería perderse ningúdetalle de la figura que estabcontemplando la fachada de la casa coas manos en la espalda, por si acaso er

un efecto momentáneo de la luz y le dabpor desaparecer enseguida.

 —¡Buenos días! —les saludó, y squitó el sombrero mostrando uremolino de pelo blanco alrededor das orejas que se juntaba con la barba

ras la cual se agazapaba una sonrisa. —Buenos días —farfulló Luis

haciéndose visera con una mano, sisoltar a Fabia.

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 —Un hermoso lugar para vivir —dijo el anciano.

Luis se acercó a él lentamente

como si fuese un cervatillo al quemiera espantar.

 —Sobre todo por las vistas. Me hnstalado aquí solo para ver cómo crec

su catedral. ¿Me permite que lransmita mi admiración?

Antoni Gaudí volvió a ponerse e

sombrero. —No se lo permito, se lagradezco —y echó un último vistazo a masía—. Muy hermosa. En fin, si m

disculpan, tengo que volver a mi taller. —Vamos en la misma dirección —

dijo Luis, echando a andar a su lado.Y recorrieron juntos el corto

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rayecto en un confortable silenciocomo si dirigirse a construir uncatedral o circular a caballito por la

calles fuese lo más normal del mundoAl llegar al pie de la iglesia, el geniaarquitecto se despidió de la divintaliana y de su montura con un gest

cortés. —¡Ha sido un honor! —gritó Lui

mientras se alejaba.

 —  Felice?  —le susurró Fabia aoído. —Muchísimo —respondió Luis. —Pues vamos a ver a Manuela y s

o contamos. —¡Uy, qué va! Que vive mu

cuesta arriba —dijo Luis, sin evitar couna risa que sonase exactamente a lo qu

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era: una excusa. —Pues si es por eso vamos a ver

Consuelo, que vive cuesta abajo…

Luis soltó a Fabia. —Mejor te invito a comer. En l

playa. —¡Vale! —aceptó alborozada.

Hacía un par de días que nadaban en umar de olas de colores. Los rollos delas a medio desplegar había

convertido el palomar y sus vidas en lcasa de la alegría. Lo primero de todfue organizarse: un espacio para lopatrones, un espacio para cortar, u

espacio para coser y el último paralmacenar lo hecho. Aunque las trehacían de todo, se repartieron los títulode directoras de cada una de la

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secciones. En los patrones mandabConsuelo, que diseñaba cada mantón su singularidad; Antonia gobernaba en e

corte, para aprovechar cada centímetrde aquellas maravillosas telas; y parhilos y puntadas creativas nadie mejoque Marie. El almacén, para las tres.

Consuelo no podía evitar echar dvez en cuando una mirada arisca Marie; como su memoria no habí

mejorado, le tocó aguantarse las ganade saber de verdad cómo y con quntenciones se le acercó Luis. Pero se l

pasaba enseguida: qué más daba, si e

realidad Luis pertenecía al pasado, a lvida de la muerta y enterrada TeresPou.

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19

 La primera vez

Luis pasó varios días sin decidirse entrar, por segunda vez, en el humildedificio de la calle Cirera. Antes, hizo

odos los recados que tenía que hacepor la zona, que no eran muchos, y salia caminar por allí con su cámarabuscando algo que fotografiar, y entró comer en alguna tasca y hasta hizo sucompras en el vecino mercado del BornPero una ciudad se vuelve inmensa, u

barrio se vuelve inmenso, cuandquieres encontrarte con alguien. Tal veConsuelo había salido de esa mismienda hacía un instante, o tal ve

cruzaría esa calleja dos minuto

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después. Pero no al tiempo que Luisporque Luis la buscaba. Posiblemente, shubiera querido conocer a una amiga d

Consuelo una noche cualquiera en eMarsella, él y aquella chica medifrancesa nunca se habrían conocido. Shubiera querido volver a encontrarscon la joven sentada en su maleta emitad de las protestas de La Canadiensenunca habrían coincidido, más tarde, e

El Siglo. Al menos eso se decía cascada noche que volvía a su casa tradecidir, en el último momento, quampoco entonces llamaría a la puert

del palomar.Fabia le había llamado cobarde,

él sabía que tenía razón. No era eorgullo lo que le impedía subir la

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escaleras y confesarle a Consuelcuánto había anhelado su reencuentroTampoco era la incomodidad d

encontrarse ahí a Marie en vez de Consuelo o, peor aún, de encontrárselauntas. Era que no tenía el valo

suficiente para comprobar si ella lhabía olvidado, si nunca había pensaden él o si no quería verle más. Aquellaardes vagando en torno a la call

Cirera, comprendió que nunca habísido valiente. Porque el valor es tenemiedo y superarlo, y entonces se dicuenta de que, igual que nunca se habí

esforzado por conseguir nada, tampocnunca había sufrido el temor a perdenada. Él, que no había dudado eacompañar a los manifestantes d

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Petrogrado cuando la policía zaristestaba a punto de cargar, que una vez shabía apostado su equipo fotográfico

as cartas, que había entrado en todas lasalas sin llamar —y qué si ldisparaban, y qué si perdía su cámara, qué si alguna vez le echaban de algúsitio—, no se atrevía ahora a decirle una mujer que la había estado buscando

Comprendió, como en una especi

de revelación mística, que no queríperder a esa mujer, la imagen de esmujer, y que el miedo a comprobar qusu recuerdo le engañaba era el qu

sentían los soldados con un ataque dhisteria en la trinchera, temiendo por svida; el del jugador que con una manganadora se achantaba, por no perder la

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exiguas ganancias de la noche; el miedde un creyente llamando a las puertadel Cielo sin saber hacia dónd

señalaría el dedo de San Pedro. Esta veno podía decir «y qué»: y qué si sTeresa no existía y qué si Consuelo noquería verle más. Prefería aferrarse a lduda.

Saber dónde vivía, dónde podríencontrarla, no ayudaba a su valor

Porque ella también sabía, y desde eprincipio, desde que desapareció, que éestaba ahí, donde le había dejado, frenta las torres como colmenas de l

catedral a medio construir. Ella sabía sverdadero nombre, su trabajo, sabíquiénes eran sus amigos y cómencontrarle… si hubiese querido. No er

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el orgullo, era que evitaba la totacerteza de que, si no le había buscadoera porque no quería verle. Un día, tra

otro, tras otro, Luis vagabundeó por loalrededores de casa de Consuelo comun adolescente idiota, sin encontrar evalor de subir a verla.Los días pasaban con más placidez en ealler del palomar. En el almacén y

estaban los primeros mantone

erminados, y las tres socias habíaalcanzado tal grado de eficiencia —Consuelo retocando el diseño; Antonipreparando las telas; Marie uniend

unas piezas con otras hasta que, «voilàa tenemos otro»— que ya n

celebraban el nacimiento de cada piezani se la probaban y caminaban com

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modelos posando para un catálogo, entrrisas y aplausos de las otras dos. Ahoraras el anuncio cada vez más sobrio d

Marie, Consuelo solo comprobaba lcaída del tejido y doblaba perfectamentel mantón sobre una sábana vieja quhabían colocado en el suelo; Antonianotaba en su cuaderno las piezas ququedaban por hacer, y seguíarabajando. Solo de vez en cuando l

ncursión de Andreuet en el almacén —sus pasos decididos pero inestablescomo los de un borracho que no sabque lo está— y el riesgo que solo Mari

percibía de que manchara, babeara rompiera los mantones, hacía qunterrumpieran el trabajo y, en contada

ocasiones, Consuelo aprovechara par

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omarse un descanso llevándolo aerrado y cogiéndole en brazos par

enseñarle el horizonte.

 —Y allí —le podía decir entonce— subían un globo grande, grande dcolor rojo.

Y pensaba que eso había sucedidoun millón de años atrás. Aquella nochde San Juan le había servido para sabeque Luis seguía en Barcelona. Imaginab

que seguía también con su viddespreocupada, «fuera del mundo real»  que quizá ya estuviera haciendo u

nuevo catálogo, fotografiando a otr

mujer desnuda, cocinando para ellfideos italianos. Por supuesto, el quhubiera flirteado con Marie —si es queefectivamente, no había pasado de u

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flirteo— le daba alguna pista acerca da vida que llevaba. Claro que no iba

estar encerrado en la masía echándol

de menos. Se felicitó por haber resistida tentación de ir a buscarlo allí,

procuró concentrarse en lo realmentmportante: cumplir el trato con l

Morgadas, e ir pensando qué harían continuación.

Sabía que, una vez que recibier

os cien mantones, era muy dudoso quClara les encargara más. No porque nfuera a venderlos bien —de esConsuelo no tenía ninguna duda—, sin

porque podría fabricarlos en los tallerede El Siglo, y así prescindir de ella. Lasaltó la duda de si ya lo habría hecho, de si ahora alguien estaba copiando e

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mantón que se llevó, y cuando llegaracon los otros noventa y nueve les iban decir que se los comieran si querían

Pero fue una duda fugaz: Clara serínflexible con los negocios, tendría ma

genio, pero no era tan retorcida compara engañarlas de esa forma… ¿o síPensó que podría haberle mostrado márespeto: al menos, ahorrarse el tuteoAunque suponía que con una gitan

huérfana que le da un nombre falso y uncarta falsa de un padre falso —por nhablar de la acusación de ladrona—, lde menos era el tuteo.

 —Lo de menos es el tuteo —dijde pronto levantando la vista de sabor, y Marie y Antonia se dieron

cuenta de que llevaba mucho tiemp

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subida al árbol. —¿Cómo dices? —No creo que vayan a rechazarno

os mantones en El Siglo, ¿verdad? Npueden no pagarnos. —Y la pregunta dConsuelo no era tanto una pregunta sinel ruego de que contestaran que no.

 —¿Y por qué iban a hacerlo? Nohan adelantado esta maravilla de telagratis… —dijo Marie—. Si no lo

quisieran, los venderíamos nosotras nos sacaríamos un dineral.Marie se quedó unos instantes co

a mirada perdida.

 —Mucho más dinero del que nopagan…

 —Y además tenemos un contrato—sentenció Antonia. Y ella y Consuelo

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se miraron: con la emoción, ninguna shabía esforzado en entender lo qufirmaban, con tantas hoja

mecanografiadas de ese ampulosvocabulario legal. ¿Habría alguncláusula engañosa que pudiera dejarlasin cobrar y sin mantones? Antonia smaldijo en ese instante por no habepedido a la Morgadas un tiempo parque Ramón lo leyera antes de firmar. E

día que llegaron las telas le contó a smarido, cuando volvió a casa, labuenas noticias, pero al final no le habímencionado lo del contrato, aunqu

había pensado hacerlo: Ramón parecícansado, o ausente, y Antonia supusoque había tenido un mal día y no le quisabrumar con los detalles.

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 —¿Dónde está ese contrato? —¡En casa! —contestó Antonia

poniéndose en pie, cogiendo en brazos

Andreuet y abriendo la puerta depalomar con una velocidad impensablen su estado.

Las tres mujeres bajaron raudahasta el entresuelo. Y allí, al pie de laescaleras, estaba Luis.La vanidad de Marie le llevó a pensar

nmediatamente, que Luis había ido verla. Pero hay que decir en su favoque al mismo tiempo su buen corazón lhizo sentir lástima por Consuelo

ponerse de parte de su amiga. Decidique no iba a darle la más mínimesperanza, que le diría que se marchasePero no hizo falta. Sin siquiera mirarla

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Luis subió los escalones que lseparaban de Consuelo, como si nhubiera nadie más en el mundo. Y Marie

sintió más alivio que otra cosa, y squedó mirando a la pareja casi coernura, hasta que Antonia la cogió de

brazo y la metió bruscamente en su casaaturalmente, Consuelo no pensaba y

en ningún contrato. Ninguno de los dos dijo nad

enseguida, como si les costara creersque, por fin, ahí estaban. La cobardía dLuis —que consideró, al empujar eportalón de Cirera, 1, que lo que estab

haciendo era lo más heroico que hubierhecho en su vida—, se derritió en cuantvio la mirada de Consuelo. Con ella ldecía que le había echado de menos

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que ella seguía allí, aunque fuera cootro nombre, y que había estadesperando que él la encontrara. Y

Consuelo, al mirarle, supo que él lhabía buscado, que la había echado dmenos, y que para él era la mismaunque tuviera otro nombre.

 —Luis —dijo ella cuando pudabrir la boca.

Y a Luis, a quien el calambre d

felicidad le había devuelto su carácterquiso tomarla en brazos y besarla, peren vez de eso agarró suavemente smuñeca y, con el ceño burlón que ell

an bien conocía, contestó: —Consuelo, supongo.Y ella sonrió, y de pronto todo

estaba bien.

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Luis y Consuelo atravesaron epalomar, desordenado y caótico por lestampida de hacía unos minutos, par

salir al terrado. —Esto está muy cambiado —dij

Luis, con desfachatez, y ella se giró, sidar crédito a lo que oía.

 —Había estado aquí antes —nsistió él, creyendo que iba

sorprenderla, pero la única reacción fu

un incrédulo batir de pestañas. —Acompañé a una amiga tuya eotro día, no se encontraba bien.

 —Ya lo sé. «Esa amiga» estaba ah

abajo, ¿no la has reconocido?Luis pareció genuinament

sorprendido: lo cierto era que nsiquiera se había fijado en quié

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acompañaba a Consuelo. Ella pensó qudebía de estar tan borracho como MarieY Luis detectó algo extraño en su tono y

se apresuró a explicar que unos tipos shabían metido con Marie en el baMarsella, y que él quiso acompañarla casa, y que no estaba seguro de que ellfuera a conseguir remontar la escalersola porque se había tomado algún vinoPero ella quiso enseñarle la vista de

errado, que, por algún extraño motivodijo que le recordaba a su barrio eParís, aunque a él no le recordaba París para nada…

 —¿Y luego? —dijo Consuelodispuesta a disculpar cualquier cosa eese momento, pero no si se enterabiempo después.

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 —Luego le quité los zapatos y lmetí en la cama y se durmió. Y yo salotra vez al terrado a fumar.

En contra de lo que el sentidcomún dictaba, Consuelo le creyó. Lógico, como había dicho Marie, es qu

un hombre que se acerca a una chica va a su casa no quiera que le cosan ubotón. Pero el mundo de Luis era umundo extraño, y si podía sentar a Fabi

en su regazo sin que fuera su novia, poqué no iba a poder meter a una mujer esu cama y luego salir a una azotea fumar. Era verdad que Luis parecí

desinteresado en la conversación, comsi ni se le pasara por la cabeza quConsuelo pudiera estar celosa. Y aunqueTeresa Pou se habría reído y habrí

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fingido que no lo estaba, ConsuelDeulofeu quiso asegurarse.

 —Dime que no te metiste en l

cama con ella.Y Luis la miró, y pensó s

respuesta. Estaba a punto de hacer lmás valiente que había hecho en su viddespués de abrir la puerta de Cirera, hacía unos minutos.

 —Claro que no. No eras tú

Consuelo.Ella sintió una oleada de calor tarepentina que se quedó sin aliento. Sas apañó para sostenerle un instante l

mirada y abrió la puerta del terradoecesitaba aire. Quería a la vez que l

besara y que se mantuviera lejos parpoder respirar. Quería que la abrazara

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enterrara la nariz en su cuello, queríque se disculpara por su atrevimiento a invitara a tomar una horchata.

Luis se quedó unos segundos solen el palomar y luego salió tras ella. Nentendía cómo había podido decirle eso

o porque fuera demasiado, sino porquera insuficiente. Quería acariciar cadcurva y cada pliegue de su cuerpoquería despertarse a su lado y llevarla

os sitios que no compartía con nadieQuería verla dormir y quería saber qupensaba, saberlo todo. Que fuera de élEn el terrado, Consuelo habí

conseguido normalizar su respiracióncon la mirada perdida sobre los tejadodel Born, y se giró hacia él.

 —No sé cómo es París. No h

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estado nunca.A Luis le alivió que no parecies

ofendida, ni tampoco asombrada. L

había temblado un poco la voz, pareció repentinamente frágil, y Luis afin se acercó a abrazarla, queriendo —ahora lo sabía— también acunarla hastque se durmiese, y protegerla de quiequisiera hacerle daño, y darle la mancuando flaqueara. Su Teresa, s

Consuelo, su niña.Consuelo se entregó a ese abrazprotector y paciente. Había tenidmiedo, tenía miedo, pero se iba poco

poco evaporando en brazos de Luis. Ldio un beso leve y volvió a girarse haciel horizonte urbano, sin soltarse deabrazo. Con el pecho de Luis en s

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espalda, la barbilla de Luis apoyada esu hombro, los antebrazos de Luis sobrsu vientre, Consuelo pensó que podrí

quedarse ahí toda la vida. —¿No te importa que no se

Teresa Pou? —le dijo al cabo de unrato, sin volverse.

 —Qué más da un nombre —contestó él.

 —Da que no es el mío, no es d

verdad. Me apellido Deulofeu. —Puedes llamarte como quierasYo tampoco me llamo Luis Martí.

Consuelo, ahora sí, se soltó y s

dio la vuelta para ver si detectaba sceño burlón de siempre.

 —¿No te llamas Luis Martí?Él negó.

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 —¿Y cómo te llamas? —Markiössi Lajos, en realidad.Luis volvió a cogerla entre su

brazos, por la espalda, y volvió colocar la barbilla en el hombro dConsuelo.

 —Va a ser más fácil llamarte Lui—dijo ella al cabo de un rato.

Y sintió el mentón de él presionavarias veces sobre su hombro

asintiendo.Cuando Consuelo aterrizó, mucho máarde, recordó que posiblemente había

firmado un contrato ruinoso con Clara,

quizá ahora sus amigas estaban en eentresuelo sin atreverse a buscarla anunciarle el desastre. Muy a su pesarse acabó despidiendo de Luis en l

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puerta del edificio y entró en casa dAntonia dispuesta a lo peor. Se encontróa sus amigas tomando una achicoria co

Ramón. —¿Qué? —les preguntó nada má

entrar. —No, qué tú —contestó Antonia

con mirada risueña, y Consuelo entendique todo estaba bien.

 —Pero ¿el contrato? —quis

asegurarse. —Leído de pe a pa, y no hay nadraro, ¿verdad, Ramón?

Ramón asintió, y se llevó

Andreuet al dormitorio. Si era emomento de las confidenciarománticas, claramente mejor nmolestar.

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Antonia y Marie seguían mirando Consuelo, curiosas.

 —No hay mucho que contar, no

hemos hablado mucho.Marie soltó una carcajada. —Ya me imagino. —Lo que sí me ha dicho es qu

solo te acompañó porque no tencontrabas bien y luego se marchó.

Ahora fue Antonia quien soltó l

carcajada. —Por favor, Consuelo.Entonces Marie lo recordó: a ell

irando de la camisa de Luis mientras é

harto y paciente al mismo tiempo, ssoltaba y la tapaba con las sábanasasegurando que esperaría hasta que sdurmiera. Marie se oyó a sí mism

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suplicar: «Quédate, ven conmigo, soñaré con Vidal». Y, dando unrespingo, le dijo a Antonia que estab

segura de que eso es lo que habíocurrido, aunque no se acordara dnada, y por cambiar de tema le pregunta Consuelo si ella estaba bien, despuéde no haber hablado todo ese rato taargo.

 —Muy bien, sí —dijo Consuelo,

no se vio con ganas de aclarar que ellseguía sin conocer París. Aunque, siduda, ya supiese con quién iba a hacermás pronto que tarde, ese viaje que po

o visto te dejaba señales por todo ecuerpo.Casi dos semanas después, Luis recibiuna carta de Andreas. Su amigo l

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apremiaba para reunirse con él eAnatolia, y le daba noticias de lacrecientes hostilidades entre los turcos

os griegos, que habían ocupadEsmirna. Eran noticias viejas. CuandLuis lo leyó en la prensa, pensó quenía que agilizar los trámites para e

visado y salir para allá lo antes posibleAhora, las menciones a Esmirna Anatolia le provocaron una sensació

extraña. Como una entrada de teatro una caja de cerillas con el nombre de uhotel que te encuentras en el bolsillo duna chaqueta que no usas hace tiempo

un trocito del pasado que viaja apresente como polizón. Solo que ahorera una entrada a una función que estabpor estrenarse, el nombre de un hote

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donde tenía que reunirse con alguienLuis se dijo que tendría que enviarle uelegrama a Andreas e informarle d

que, por el momento, no podría viajarel trabajo le retenía en Barcelona.

Era verdad, o al menos parte de lverdad. Estaba haciendo fotos, casconstantemente. Cuando recogía Consuelo para ir a pasear, llevaba scámara y se iba parando aquí y allá par

enfocar un barco en el puerto, la puertentreabierta de un almacén, la sombra duna farola. Nadie que conociera srabajo habría podido identificar esa

fotos como suyas: no estabdocumentando la realidad, «mostrandas cosas como son», sino celebrand

que existieran esas cosas, que de pront

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e parecían nuevas o distintas y, sobrodo, dignas de celebrarse. Alguna vententó fotografiar a Consuelo en uno d

esos paseos, pero ella no le dejó. Luipensaba que era timidez, y no quisnsistir. Pero en realidad, y quizá si

ella misma darse cuenta, Consuelntentaba no ser una más, una de esa

modelos, o de esas mujeres desnudascuyas fotos acababan en un cajón d

Luis. Quizá quería ser única.Aunque se veían poco —o pocpara lo que los dos hubieran queridoConsuelo no quería bajar su ritmo d

rabajo en el taller, y solo se permitíparar cuando caía el sol, o a veces algúmediodía—, Consuelo estaba segura dque Luis no veía a otra el tiempo que n

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estaba con ella. Tampoco es que scontaran qué habían hecho entretantoConsuelo habría podido hablarle d

alguna conversación con sus amigas; da vecina que había acudido al paloma

a que le reformaran alguna prenda y quien habían tenido que pedirle quvolviera después de la entrega de lomantones; de la última sugerencialocada de Marie. Luis le habría podid

contar acerca de los imperceptibleavances en la catedral frente a la masíao de algún encuentro casual con uamigo por la calle, o del intento d

ordenar sus negativos, que era una tareque llevaba posponiendo años y quahora le parecía que podría llenar lamañanas que pasaba en casa. Pero todo

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esos pequeños relatos no podíacompararse con la euforia silenciosa destar andando juntos, sin siquier

omarse del brazo, por una Barcelonque algún dios magnánimo parecía habecreado para que la habitaran ellos.

Para Luis, era casi una ventaja quConsuelo viviera tan lejos de la masíaque compartiera el palomar con Marieque apenas le tocara cuando paseaban

a general inocencia de sus encuentroso creía que pudiera estar realmente solas con ella sin desnudarla y descubricómo se sentía la piel de Consuelo baj

a suya, cómo era el sabor de Consuelocómo sonaría su voz cuando estuvierdentro de ella.

Antonia les vio una tarde, desde l

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ventana del entresuelo, despedirse en lacera. Luis besó a Consuelo en lmejilla y ella giró la cara para que s

rozaran sus bocas, y se quedó así, coos ojos cerrados, y cuando notó lengua de Luis en los labios se separ

despacio y entró en el edificio. —¡Bien hecho, Consuelo! —n

uvo más remedio que aplaudir Antonia.El desconcierto que mostr

Consuelo no era fingido, y Antonia tuvoque aclararle que hacía bien en tenerlasí, que si sí que si no, porque dejarslevar al huerto enseguida haría qu

perdiera el interés, pero que no teneesperanzas de algún día llevarla ahuerto haría que perdiera interéambién.

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 —Es lo del burro y la zanahoria. Eburro quiere comerse la zanahoria. Tquieres que el burro ande.

A Consuelo no se le habíocurrido, y hasta le ofendía, estasiguiendo algún tipo de estrategia.

 —Pues a lo mejor quiero comerma zanahoria —protestó.

Y Antonia lanzó una carcajada quese oyó en el palomar.

 —Uy, hija, qué cosas dices…comerte la zanahoria.Y siguió riéndose un buen rato,

cuando al día siguiente estaban las tre

rabajando en los mantones, y se lcontó a Marie, ella también se rio tantque se le llenaron los ojos de lágrimas.

Consuelo ya les había dicho que, l

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arde que ella y Luis se reencontraronhicieron poco más que mirar el paisajdesde el terrado. Y Antonia se había

alegrado mucho por ella, porque eso ero mejor, y si realmente quería que lomara en serio, tendría que hacerl

esperar. Marie la había mirado coexpresión soñadora.

 —Eso, si aguantas. Porque es tan… —¿Tan qué? —dijo Antonia.

 —Pues eso, como estar flotando.Antonia lanzó una mirada incrédula su amiga. En su noche de bodas habísentido cualquier cosa menos flotar

Tres veces le había pedido a Ramón quparara, porque no podía soportar edolor; y cuando al cabo de esas treveces Antonia le pidió que volvieran

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ntentarlo porque era lo que tenía quhacer, y Ramón se puso a ello porquera lo que tenía que hacer, fue tanto e

alivio por conseguirlo que se abrazarocomo dos camaradas de trinchera trauna batalla especialmente cruenta, o lodos únicos supervivientes de unexpedición polar.

 —A ver, Consuelo, no te vayas pensar que la primera vez es una fiest

—le dijo Antonia—. No tiene nada dbonito para una mujer. Yo no sé quésería lo de esta —y señaló a Marie—pero flotar, flotar, se flota poco.

Y Antonia sonó como las monjade la Casa de la Caridad cuando hablde respeto y matrimonio y amores paroda la vida, pero no como una cuestió

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de pureza y pecado, sino por un asuntpráctico: la virginidad era un valor paros hombres, como saber cocinar, pero

un valor que se gastaba de una sola vezY había que estar muy segura pardársela a alguien que luego ndespreciara el regalo por encontrarse epaquete abierto. Según Antonia, lohombres con lo que disfrutaban era codesenvolver el regalo. Si par

conseguirlo tenían que pasar por el altarera más difícil que luego lo tiraran a lbasura.

 —Pero es fácil que salgan a busca

otros regalos —canturreó Marie.Antonia soltó un bufido: le habí

dicho a su amiga que a veces Ramón ne contaba dónde iba. Pero tenía clar

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que no iba con otras mujeres. Porquademás —y esto no se lo contó Consuelo, porque lo que intentaba evita

es que se acostara con Luis— con eiempo, y pese a las dificultades técnica

que implicaban sus embarazos, entrella y Ramón habían aprendido a hacemuy buenas fiestas.

Antonia no desconfiabespecialmente de Luis por ser apuesto

aparentemente rico y mayor quConsuelo. No creía que él solo quisierconquistarla y luego salir a buscar otrpresa. Pero, por los breves minutos qu

había pasado con él, tenía toda la pintde no ser de los que se casaban. Ni comujeres de su clase ni, por supuesto, cohuérfanas gitanas. Tenía toda la pinta,

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en eso Antonia no podía estar máacertada, de dejarse llevar por emomento, de ir con la corriente, d

querer hasta que dejaba de querer, de nopreguntarse qué pasaría mañana considerar el compromiso como unraición a su propia naturaleza.

Pero las advertencias de Antoniresultaban innecesarias: Consuelo habídejado de hacer sus cálculos y de pensa

en sus posibilidades más allá deencargo de El Siglo. Hacer esperar Luis para alargar su futuro con émaginar siquiera un imposibl

matrimonio… quedaban totalmente fuerde sus pensamientos. Le bastaba con qufueran, esos días, Adán y Eva solos eel mundo, poniendo nombres nuevos

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as cosas, fijándose en la sombra de uárbol, una puerta abierta, un carguercomo colgado en la línea del horizonte.

Luis había despejado una sala en lplanta baja de la masía. Pensaba que alla luz matinal entraría en el ángul

preciso para rebotar en la pared denfrente a la altura que necesitabaRebuscando sin pudor en los armarioacabó encontrando una tela fina de colo

claro que emplearía de cortina si el sode julio era demasiado brillante. Habídecidido prescindir del flash, y haceas fotos con la cámara antigua, u

armatoste que era poco práctico para loreportajes callejeros, pero quecolocada sobre un trípode para podeusar un tiempo de exposición largo

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conseguía un increíble nivel de detallePensó que a Clara le habrímpresionado ver la cantidad de vuelta

que le estaba dando a la dichosa sesiónella que siempre le reprochaba que nse esforzase en la fotografía de moda…

Luis no sabía que para lo qunecesitaban las fotos era, precisamentepara atraer a la competencia de ClaraEn el taller de la calle Cirera estaba

seguras de que El Siglo podía vendemucho más de cien mantones, pero quas siguientes remesas ya no la

fabricarían ellas. Y por eso querían

ofrecer su producto a otras tiendasquizá no tan importantes, pero sí amenos conocidas por las señoras biede Barcelona. Querían seguir recibiend

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encargos al menos hasta la primaversiguiente y Marie sugirió que no fueraienda a tienda con un mantón d

muestra, como el triste hombrecito das redecillas para el bigote, sino qu

enviaran por correo buenas fotografíaso más parecido a un catálogo parisino  que solo fueran a visitar a la gent

realmente interesada. Luis, por supuestose ofreció a ayudarlas; Marie dijo qu

ella haría de modelo; y Consuelo, comen los días que se conocieron trabajanden el catálogo, se ocuparía de que lprenda luciera aún mejor que al natural

Habían quedado para el domingo por lmañana temprano: Antonia dijo que shabían merecido un descanso y ella, udía normal con su marido y su hijo.

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Cuando llamaron a la puerta, Luia tenía preparado un estudi

fotográfico que no tenía nada qu

envidiar al de Man Ray. Al abrir ledesconcertó que afuera solo estuvierConsuelo, con una gran bolsa de tela ahombro. Ella ni siquiera le dio un besen la mejilla antes de entrar.

 —Marie está de camino —dijocon una leve sombra de exasperación e

a voz. Y se ahorró explicarle quedespués de haberse pasado dos horaeligiendo qué ropa llevar —aunquAntonia le insistía en que no iba a vers

bajo el mantón— en el último momentMarie había decidido que tenía quavarse el pelo porque no podía posa

así.

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 —Si quieres empezamos ya —ldijo ella, sacando el mantón de la bolsaLuis se acordó de la impacient

probadora que, solo con su posturcorporal, parecía estar metiéndoleprisa a él y a Fabia en las sesiones parel catálogo de El Siglo. Le quitó emantón de las manos y la empujsuavemente por los hombros para que ssentara.

 —Te voy a traer un café. Tenemoiempo.Pero un rato después de acabars

ese café, aún no había señales de Marie

  Luis comprobó con inquietud qupronto sería mediodía y que se irían araste sus meticulosos cálculos sobre lo

ángulos y el tono de la luz. Se pusieron

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rabajar. Como Consuelo no quiso hacede modelo, hicieron alguna foto demantón artísticamente colgado en l

pared, y en el suelo, y sobre una caja dembalar, y cuando Luis dijo que ya tenímaterial suficiente, Consuelo suspiróSabía que esas fotos no le servían parvender el producto, y sabía que éambién lo sabía.

 —Vale —dijo, y se echó el mantón

por los hombros con rapidez, y se pusfrente a la cámara. Dudó de si debíquitarse o no el collar, con sus cuentanegras y su «C» o su media luna, y a

final decidió dejárselo puesto, más paracabar rápidamente con el trance dposar que porque fuese a quedar bien ecollar en la fotografía. Luis disparó e

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obturador un par de veces, y ella volvia quitarse el mantón.

 —¿Estarán bien?

Luis sonrió y Consuelo se dio povencida.

 —Venga, ¿hay algún espejo poaquí? Me gustaría ver cómo queda, svoy a dejar que me hagas más fotos coél.

 —¿No te fías de mí? Tengo bue

gusto para esto.Pero aunque Consuelo dijo que noal final sí que dejó que Luis lrecolocara el mantón, o pusiera en s

sitio un mechón de su pelo o le girarsuavemente la cabeza solo poniendo udedo en su mejilla. Y también dejó quedesabrochara los dos botones superiore

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de la blusa, para abrirla y esconderlbajo el mantón, y le obedeció cuanddijo que se la quitara para tener e

hombro al aire cuando le hiciera la fotde perfil. Esa fue la última foto, habíaerminado la sesión.

Luis puso la tapa en el objetivo da cámara y salió de detrás del trípode

Recogió la blusa del respaldo de unsilla y se la acercó. Estaban tan cerc

que sus pies casi se tocaban, y Luiretrocedió intentando sosegarseEntonces Consuelo soltó la blusa, y dejque el mantón se deslizase hasta e

suelo, y siguió mirándole, una miradque era un reto y una súplica, y él volvia su lado y la besó con hambreenterrándole los dedos en la nuca

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agarrando con fuerza sus cabellos irándole la cabeza hacia atrás

Consuelo se colgó de su cuello y sinti

as manos de Luis bajar por su espaldarozar sus nalgas y levantarla en el aireY en brazos de Luis subió las escalerahasta el ático.

La dejó en el borde de la cama y lmiró buscando en sus ojos una sombrde duda. Él se había separado uno

centímetros, y Consuelo solo notó el frípor la ausencia de sus manos, por nsentir su aliento en el cuello, y lo atrajhacia ella. Siguieron besándose, la

manos de Consuelo temblaban cuandntentó desabrocharle la camisa y él sa sacó por la cabeza, casi sin dejar d

besarla, y pegó el pecho contra el suyo

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 acabó de quitarle la ropa.Solo una vez más se separó de ella

apenas un palmo, para mirar su cuerp

desnudo y agitado de deseo. Consuelo lmurmuró su nombre al oído, con una voronca que no sabía que tuviese, y lestrechó contra sí. Cuerpos commareas, la tensión de los músculos baja piel mojada, y un latigazo eléctric

que duró menos de un instante y le hiz

anzar un gemido de dolor o de placerLuis se quedó muy quieto sobre ellavolvió a buscar sus ojos bajo lapestañas negrísimas, larguísimas

queriendo leer un sí o un no, perConsuelo mantuvo los ojos cerrados. Éno podía dejar de mirarla: la cabezhacia atrás, la melena suelta, los labio

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entreabiertos, las cuentas negras decollar en su garganta, como unescultura en un templo a un dios pagano

Parecía que el tiempo se hubiercongelado. Y entonces la escultura queera Consuelo empezó a moversdespacio bajo el torso de Luis, evientre de Luis, y sus puños se cerrarosobre la sábana y luego sobre loantebrazos de él, y arqueó la espalda

una lágrima brotó bajo sus pestañaespesas y rodó por su mejilla. Luis lbesó con cuidado. Sabía a mar.El sol entraba con fuerza por la ventan

del festejador, dibujando un rectángulorregular sobre el suelo de barro. U

zapato masculino, una falda, un calcetínel botón arrancado de una camis

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molesta. Podría ser un bodegón —  Lorestos del placer  —, y Consuelo lcontemplaba desde la cama, con l

mejilla apoyada en el dorso de la manoel pie asomando bajo las sábanas, sifuerza para levantarlo. Como unmarioneta a la que hubieran cortado lohilos, llevaba un largo rato tendida bocabajo, casi inmóvil, sedada por esuavísimo roce de las yemas de lo

dedos de Luis recorriendo la cordillerde su columna. Hacía demasiado calopara moverse. O quizá no. Luiampliaba poco a poco el trayecto de su

dedos, llegaba más abajo, volvía subir, y volvía a llegar un poco máabajo. La siguiente vez, atrapó la mande Luis entre sus piernas, y él se pegó d

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nuevo a su espalda y le besó la nuca entonces unos fuertes golpes sonaron ea puerta de la masía.

Consuelo se incorporó casi de usalto y recogió su ropa.

 —Es Marie —dijo, empezando vestirse.

 —¿Mejor vas tú, entonces? —dijLuis.

Consuelo no consiguió encontrar u

zapato y al final decidió bajar laescaleras descalza. De camino a lpuerta, recogió el mantón que seguíirado en el suelo del improvisad

estudio: no quería que Marie protestarpor cómo lo trataba, con lo nerviosa quse ponía cuando se acercaba Andreuet.

 —A buenas horas —dijo mientra

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abría la puerta.La mujer que esperaba al otro lad

no era Marie. Era mucho más alta,

estaba mucho más sorprendida de ver Consuelo de lo que hubiera estadMarie. Bajó la mirada a los piedescalzos de Consuelo y la volvió subir, y Consuelo vio que estaba a puntode echarse a llorar. Pero carraspeó alzó la barbilla.

 —Buscaba a Luis, ¿está?Consuelo asintió, sin palabras, retrocedió unos pasos dejando la puertabierta. Se preguntó si debería invitarl

a pasar o si sería una impertinenciaquizá no era nadie para invitarla porquaquella mujer tenía mucho más derech mucha más costumbre de estar allí. N

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siquiera se atrevió a preguntar snombre antes de subir a avisar a Luis.

Casi chocaron al pie de la

escaleras: Luis se había asomado a lventana y había visto el coche inglés dManuela aparcado frente a la masíaBajaba, correctamente vestido peinado, casi más por Consuelo que poél mismo: estaba seguro de que Manuelno iba a recriminarle nada y s

marcharía enseguida. Pero cuando la vien la puerta, con los ojos hinchados os brazos caídos en gesto de derrota

entendió que algo iba mal. Manuel

entró en la casa y se abalanzó hacia écon una desesperación latina que jamáe había visto, y le abrazó muy fuert

unos segundos.

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 —Manuela, ¿qué pasa? ¿Qué hpasado?

Manuela ahogó un sollozo en e

pecho de Luis, esperó jadeando hastque pudo hablar, y con la voestrangulada le dijo que debíacompañarla al depósito de cadáveres.

Involuntariamente, Consuelo dio upaso hacia ellos. Estaba lsuficientemente cerca para oír lo qu

dijo luego: —Es Fabia.

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20

Confesiones

Querido Joaquim: No hay palabras par

 suavizar lo que debo decirte. Si lnoticia nos ha noqueado a todosni siquiera puedo imaginar lo qu

 será para ti. Fabia ha muerto.

 La han encontrado estmañana unos gitanos deSomorrostro, en la orilla. Dijeronque parecía que la Virgen de

Carmen se había ahogado. Lo qu pasó es que se pegó un tiro en ecorazón.

 Hoy la velaremos y mañana

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 por la noche la van a repatriarVuelve a Montechiaro. Hace pocome dijo que los colores de la

buganvillas que envuelven ecementerio de su pueblo haceque desees morir en verano. Debhacerle más caso. Todos debimos

 Pero no quiero acabar con unreproche, sino compartiendo tudolor. No sé exactamente dónde

estás, ni cuánto vas a tardar enrecibir estas líneas, o si lo haránunca, pero con ellas va mabrazo.

Tu amigo, Luis Mart

El Somorrostro, ese barrio de barraca

que los gitanos habían levantado sobr

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a arena, estaba un poco más allá de lBarceloneta y los alegres BañoOrientales, pero en la misma playa

Enfrente del laberinto de casuchas, solel Mediterráneo; detrás, la fábrica degas y el hospital de infecciosos, quodos llamaban el Hospital del Mar. A

esa antigua Casa de Sanidad, fundadhacía cientos de años para atender a loque llegaban a la ciudad por mar

enfermos, llevaron a Fabia.A Consuelo, el depósito dcadáveres —aséptico, alicatado dblanco, con un estante lleno de tarros

nstrumentos metálicos— la trasladó poun instante al cuarto de planchar de casde los Pou, pero la voz del médicforense la trajo enseguida de vuelta.

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 —¿Las señoras prefieren esperaen la puerta?

Por toda respuesta, Manuela

simplemente entró. Consuelo, ecambio, dudó unos segundos; no porquno quisiera acompañar a Fabia, sinporque no sabía si tenía derecho hacerlo, si no estorbaría la intimidad dos más allegados. Al fin y al cabo, era primera vez en su vida que s

encontraba ante una muerte que lmportaba y conmovía de verdad, y nsabía qué hacer.

El enfermero esperab

pacientemente al lado de una mescubierta por una sábana con formhumana.

 —¿Podemos proceder? —pregunt

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el médico con un matiz de impacienciaLuis miró a Consuelo y esperó a qulegara a su lado.

Entonces el enfermero cogió loextremos de la sábana y la retiró upoco. Ahí estaba. El médico miró Luis, que asintió. Sí, era Fabia. Fabiempapada, con el pelo y la piecubiertos por millares de motas de salFabia yaciendo en la mesa del depósit

de cadáveres, con el pelo colgando y lcabeza casi imperceptiblementadeada, esperando una oportunida

para escapar de nuevo. Fabia ya par

siempre inalcanzable.Cuando el enfermero hizo ademá

de ir a cubrirla de nuevo, Luis lo detuvagarrándole una de las muñecas con alg

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de brusquedad, pero el chico no srevolvió, solo bajó la sábana hasta lbarbilla de Fabia, como si la arropase

dejando apenas visible la delicada línede sus hombros, y dio un par de pasohacia atrás.

Consuelo reconoció enseguida egesto impasible del chico, con un ligeroque de compasión, porque era l

misma cara que ella había puesto tanta

veces cuando actuaba para los entierrodel cementerio del Poblenou. Pero ahorella estaba al otro lado. El cadáver quenía delante era el de Fabia. La Fabi

del Caro Carissimo, de la que habíestado celosa por primera vez en svida; la defensora de los pájaros ciegosque se colgó de su brazo y la llevó a

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Marsella; la de La Traviata, la quprefería el arte por encima de todo; lque aguantó estoicamente a que ell

construyera sobre su desnudez perfectaquel maldito traje de baño; la que lregaló a Joaquim y sus recuerdos d

onell y la otra Consuelo. La divinFabia, que por supuesto prefería lgramola al telégrafo; la que le mostrque había otra vida y la invitó a sentars

a su lado, como iguales.Ahora que Consuelo había cruzadal lado del dolor verdadero, sentía lmismo que en sus pesadillas infantiles

Ese horror oscuro que le envolvía ecorazón, como una mortaja empapadque pesaba tantísimo, que la arrastrabhacia el fondo, y una mano que tiraba d

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ella, y esa angustia insoportable de nquerer soltar esa mano porque era taquerida, pero a la vez desear salir a l

superficie, y al fin soltarse o que tsuelten, que no es lo mismo pero ya dgual, y darle un bocado al aire,

después la soledad.Consuelo se preguntó si los qu

morían se sentían tan solos como los quconseguían sobrevivir. Esa soledad qu

ella había ido desterrando poco a pocoprimero tímidamente, a golpes dpuntadas en el palomar, y recientementa empujones, a fuerza de retener la

caricias de Luis. Y se abrazó a él.Fabia se despertó muy temprano. Lverdad es que apenas había echado uncabezada; hacía menos de una hora qu

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Manuela había murmurado «buenanoches» y había desaparecido, envuelten uno de sus quimonos bordados, est

vez con flores de loto.Había llamado a Manuela la tard

anterior, desde el piso-estudio quJoaquim tenía detrás de la catedral, parque la ayudara con su maleta. El pisestaba tal y como lo dejaron el día de lmarcha de Joaquim, porque s

despidieron haciendo ver que no sdespedían, que se verían al dísiguiente. Fabia volvió a su buhardillde la calle Alta de San Pedro, a poco

metros del Palau de la Música, esedificio que adoraba porque realmentparecía el hogar de las musas o la cuevde la reina de las sirenas. Dejó pasa

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unos días antes de volver a recoger sucosas. Creyó que con una ligera bolsa dviaje le bastaría y le sobraría, y l

sorprendió todo lo que había iddejando en aquella casa-taller. Lo qumás espacio ocupaba eran los regaloque Joaquim le había comprado durantsus paseos erráticos y felices, y que nquería dejar ahí para que no sentristeciera al verlos a su vuelta: un

caja de madera labrada para guardar suescasas joyas, una pipa de espuma dmar, libros, el jarrón de cristal que lcompró para las dos rosas que acababa

de robar, aquel espejo que lodeformaba y con el que se reían tanto…Y, por supuesto, estaban los dibujos quehabía hecho de ella y para ella, y qu

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eran diferentes a cualquier otra cosa quhubiese pintado. «Porque no hay nadcomo tú», le decía, y le daba uno de su

mordiscos de broma en la nucaMientras esperaba a Manuela, Fabia sdespidió de verdad de Joaquim, de sperro grande, su loco maravilloso. Dudsi no debería dejarle algo, ¿el espejo?¿la pipa? No, al final pensó que a él lgustaría comprobar que se lo habí

levado todo.Manuela la ayudó a cargar las trebolsas en el asiento trasero.

 —¿Te vienes a mi casa? Esta noch

estoy sola —le propuso.Y a Fabia le pareció el pla

perfecto.Al llegar a Vallvidrera estaba

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anocheciendo. —¿Quieres que te guarde esta

cosas?

Fabia miró los bultos acumuladoen el asiento trasero.

 —No sé. De momento cogeremoesto —dijo señalando la esquina deespejo que sobresalía de la sábana coa que lo habían envuelto.

 —Vale. Pues el resto se queda en

el coche. Mañana antes de acompañarte lo vuelvo a preguntar.Llevaron el espejo al salón y l

apoyaron en una pared. Fueron a l

cocina a por algo de comer, abrierouna botella de vino y pusieron música.

Manuela se vio en el espejmientras sujetaba un espárrago en alto

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con dos dedos como pinzas, antes dragárselo. Por alguna extraña razón e

gesto le recordó las clases de danz

hindú a las que había asistido eMadrás. Quizás porque su profesora shartó de corregirla diciéndole todo erato:

 —Los ojos siguen las manos, ¿vesAsí. Los ojos siempre siguen las manos

Pero Manuela solía distraerse co

cualquier cosa y nunca lo consiguió. Esnoche, sin embargo, intentó recordar lpoco que había aprendido para que ell  Fabia pudiesen fingir que eran do

vestales de un dios hindú, mitad humanomitad animal —Manuela prefería tigre Fabia mono; en cualquier caso, jamárata—, para el que tenían que bailar si

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parar. El espejo deformador scomportó como el mejor de los aliadoscon sus exageraciones mejor

muchísimo su actuación. Los saris quManuela sacó de alguno de sus armarioambién jugaron a su favor.

 —Creo que me estoy cansando dBarcelona. Pero tampoco me apetecGrecia. Quiero ir a algún sitio que nconozca de nada —dijo Manuel

mientras descansaban en las hamacadel porche—, ¿vendrías conmigo?Fabia miró hacia la ciudad que s

extendía a sus pies, ahora medio ocult

en las sombras. —Vale, si tú también te vas me voy

contigo. ¿Qué me propones?Manuela se sentó en la hamaca par

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soledad. Cada uno soportaría su vidapero en compañía, que no era pocoFabia sabía perfectamente que podí

acompañar a Joaquim, igual que ella lhabría permitido que se sentara detrádel fotógrafo en cada una de susesiones. Además, aunque no hacía faltaesta vez Joaquim se lo propusdirectamente. No insistió, pero casi. SJoaquim lo sabía. La misma locura y e

mismo dolor. Fabia se levantó de suhamaca. —  Follie, gioire —murmuró.La italiana entró en el salón y s

puso a rebuscar en el mueble de lodiscos hasta encontrar lo que buscaba.

Manuela apuró su copa. Sabíperfectamente lo que estaba buscando s

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amiga: « Follie, gioire». Entró cuandempezó a sonar la música de LTraviata, el primer acto, cuand

Violetta canta a favor de la vida alegre«De mi vida», pensó Manuela. Fabia lseñaló para que se uniese a ella. Las docantaron siguiendo a hachazos el caminque les abría la exquisita Ninon Vallina soprano francesa que hubiese muert

de haber escuchado aquel dúo

Seguramente, la interpretación de Fabi  Manuela era a la ópera lo que sucontorsiones habían sido a la danzhindú. Pero a ponerle corazón no la

ganaba nadie: Follie! Gioire! Sempre liberadegg’io folleggiar di gioia i

 gioia, vò che scorra il viver mi

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 pei sentieri del piacer. Nasca il giorno, o il giorn

muoia, sempre lieta nè ritrovi, a

diletti sempre nuovi dee volare imio pensier.«¡Locura! ¡Alegría! Siempre librequiero retozar de alegría en alegríaquiero que mi vida discurra por losenderos del placer.

 Nazca o muera el día, qu

siempre me encuentre feliz, haci placeres siempre nuevos volará m pensamiento».Cantaron a coro, Violetta, Fabia

Manuela. Pero ya solo dos de elladeseaban de verdad o creían posible lque decían.

Después, Fabia le enseñó cóm

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bailaban juntas las mujeres solteras viudas en las fiestas de su pueblo. Yacabaron intentando seguir el ritmo cad

vez más frenético de una tarantelcantada por Tito Schippa desde egramófono de Manuela.

 —¿Me llevarás alguna vez Montechiaro? —le preguntó Manuela.

 —Ni hablar —le dijo Fabia—mejor que vayas sola. Si vas de mi part

e recibirán a tiros.Y se rio.Cuando Manuela se retiró, envuelta eflores de loto, creyó que Fabia estab

profundamente dormida. En realidasolo descansaba, con los ojos cerradosesperando a que todo fuese silencio.

Se incorporó del sofá al cabo de u

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rato, dejando caer el sari con el quManuela la había tapado antes de irseSe restregó los ojos y fue hacia l

estantería. El falso ejemplar de Guerr paz estaba donde siempre, y Manuel

seguía guardando en su interior lo dsiempre. Fabia cogió lo que lnteresaba y volvió a dejarlo en su lugar

Después buscó las llaves decoche, recordando con una sonrisa cóm

Luis había hecho lo mismo, pero muchmás desesperado que ella, demostrandque el amor era más urgente que lmuerte. Encontró el llavero en la cocin

  aprovechó para arrancarle un pedazde corteza a la barra de pan. Estabcrujiente, muy buena. De pequeña, smadre la castigaba si volvía de l

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panadería con la barra picoteada. Llamaba «urraca»; « sei una gazza», l

decía. En su honor, Fabia arrancó otro

pedazo de corteza, dejando la miga adescubierto, y salió. Abrió la verja ycorrió hacia el coche. Cogió las bolsacon las cosas que había sacado de casde Joaquim, y las dejó al lado de una das enormes macetas que había por tod

el jardín. Arrancó y salió de l

propiedad de Manuela con cuidado. Sparó tras cruzar la verja y se bajó parcerrarla, intentando no hacer ruido. Aúera de noche, pero allá, sobre el mar, e

horizonte empezaba a teñirse de violetaVioletta cantando a Alfredo, parsiempre:

Così alla misera, ch’è un d

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caduta, di più risorgere speranzaè muta.

Se pur benefico le indulg

 Iddio, l’uomo implacabile per le sarà.

Che fia? Morir mi sento Pietà, gran Dio, pietà, gran Diodi me!«Ay, la desdichada, que cayó undía, ¡la esperanza de volver

levantarse es vana! Aunque Dios smuestre indulgente, el hombre parella será implacable.

¿Qué sucede? ¡Me sient

morir! ¡Piedad, Dios todopoderoso piedad, Dios todopoderoso, dmí!».Bajó por la carretera d

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Vallvidrera con cautela, hacía tiempoque no conducía. Recordó cuando ibagarrada a la cintura de Alfredo, detrá

de la Darracq, con aquel pañuelo dcolor verde atado en la nuca, qudespués Alfredo le desanudaría poco poco para no tirarle del pelo. Alfredoan delicado y tan salvaje. Recordó s

cuerpo, su voz y aquel dolor que hizestallar en su interior la primera vez qu

a penetró. Fuerte como un latigazodeslumbrante como un relámpago, persolo el primer movimiento hacia uplacer y una ternura que la abrumaron

que creyó que serían para siempreResultó que al final, cuando Alfredo lalcanzó a pie de barco y en lugar de irscon ella le llamó « puttana», lo únic

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que se llevaría sería ese dolor quendría que haber sido pasajero. Se l

quedó en las entrañas, a vece

agazapado, a veces exultante de poder.Aparcó por las calles de l

Barceloneta. En la playa, en la zona dbaños, no había nadie. Demasiadpronto incluso para ser verano. Un pocmás hacia el puerto, los pescadores sque ya habían salido a faenar. Y un poco

más hacia el Somorrostro, los mámadrugadores se preparaban parenfrentarse a un nuevo día.

Anduvo hacia la orilla. Los pies e

el agua. Era todo tan hermoso…Barcelona se le apareció como Nápoleaquella tarde lejana, en aquella pensiónY otro fragmento de La Traviata  lleg

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flotando desde muy lejos, la Violetta deúltimo acto cantó para ella:

 Ma verrà giorno, in che il sapra

com ìo t’amassi confesserai… Didai rimorsi ti salvia allora. Ah! I

 spenta ancora pur t’amerò.«Pero llegará el tiempo en que lsepas y reconocerás cuánto te hamado… Dios te libre entonces deremordimiento. ¡Ah! Seguir

amándote incluso muerta». —Qué rematadamente tonta eresVioletta —dijo Fabia.

Y se pegó un tiro en el corazón co

a pistola de Manuela.La estrechez y la oscuridad deconfesonario le recordaron la minacuando era un guaje allá en su Asturias

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donde empezó a acumular rencor. Sabíque su historia era la de muchos. La dotros guajes que no hicieron lo que é

o se pusieron a matar. Bueno, cadcual lleva su historia a su manera.

Le molestaba estar de rodillasestaba convencido de que mosé

icolau se retrasaba expresamente parenerlo así más tiempo del necesario

seguro que creía que le convenía much

aprender humildad. Y puede que tuvierrazón, no era eso lo que le molestabasino la pierna derecha, la que se rompien tres trozos cuando tenía once años, e

día de la explosión, y que lo tuvo en uncama del Hospital de la Caridad dGijón hasta que se escapó. Por nada demundo iba a permitir que lo encerrase

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en un orfanato. Sonrió, ¡quién le iba decir que acabaría casado con una mujede orfanato!

Aquella explosión lo lanzó contrel techo del túnel. Se golpeó en lcabeza y, cuando cayó al suelo, supierna se hizo añicos. Su padre y lootros tuvieron menos suerte: quedarosepultados. Alguno moriría al instantepero los lamentos de la mayoría s

pudieron oír durante horas. Él aún looía. Ahí aprendió que cuando uno senfrenta a la muerte, la cabeza huyhacia otro lado, refugiándose e

rincones extraños de la niñez. Aquellohombres sepultados en vida pedían aguo gritaban su dolor, pero tambiélamaban a su madre, a sus primera

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novias, alguno contaba una historinterminable de un regalo de Navidad

otro de cómo había que colocar e

irachinas para acertar mejor, unohablaba de un beso, alguno de ubofetón, del miedo… Durante todas lahoras que estuvo esperando que losacaran de allí, con la pierna rota y lcabeza magullada, llamó a su padrmillones de veces, pero ni le contestó n

pudo distinguir su voz entre todas lavoces. Entonces aquello le pareció lpeor desgracia; su silencio solo podídecir que estaba muerto, o casi. S

sintió tremendamente solo, ahí tiradoseparado del resto. Poco tiempo despuécomprendió que su padre había tenidsuerte: nadie salió vivo de allí, y n

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vale la pena sufrir para morir. El grupode rescate pudo sacarle a él, pero nadise planteó extraer los cuerpos de lo

sepultados. Era una galería agotada, nvalía la pena.

Se escapó al día siguiente de que lvisitara en el hospital el cura deorfanato de Mieres. Robó el abrigo y lozapatos de algún enfermero, se los pussobre el pijama y, simplemente, se fue

Salió andando tranquilamente por lpuerta principal sin que nadie le dijernada.

Siempre había considerado qu

aquella fue su primera acciósubversiva, y ya llevaba la marca de sestilo: solo, a la vista de todo el mund con mucha calma. Había matado a sei

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personas y dejado malheridas bastantes más. Tres a bocajarro, el restcon explosivos. Los primeros años viví

en el monte, robando comida y dinamitahasta que se dio cuenta de que tarde emprano le iban a coger. Le costó

separarse de sus paisajes, de la galerídonde quedó el cuerpo de su padre y decementerio donde yacía su madrabrazada a su hermana pequeña. Per

era necesario.Barcelona se convirtió en su metaa rosa de fuego, la ciudad de lo

anarquistas. Sí, sin duda era un bue

hogar para su rencor y sus esperanzaspara cambiar el mundo o hundirlo, coma galería de una mina. Pero necesitab

estar bien a la vista, ser un don nadie

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Primero un trabajo mediocre y despuéun matrimonio del montón. Ese habísido su plan.

 —Ave María Purísima —le dijomosén Nicolau al sentarse en econfesonario.

 —Sin pecado concebida —lcontestó Ramón—. ¿Empezamos?Gracias a la intervención de MichaePrimson, desde donde fuera que s

encontrara, el consulado italiano habíorganizado la repatriación del cuerpo dFabia con mucha celeridad. Al dísiguiente de su muerte, al atardecer, l

embarcaron en la bodega de un barco dLa Veloce Linea di Navegaziontaliana, que iba hacia Nápoles. Allí l

esperaría su familia para llevarla

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Montechiaro.Hasta entonces no la dejaron sol

ni un momento. Luis se quedó con ell

mientras Manuela y Consuelo iban buscar con qué vestirla. Consuelo se dicuenta de que aquel era el coche quLuis llevaba aquel día de playa, nporque supiera nada de coches ni fuercapaz de distinguirlos, pero sí porqureconoció la pequeña alfombra que tení

a sus pies. No sabía que era persa ni quse usaba para rezar, pero sí que erdemasiado hermosa para olvidarla.

En otra ocasión, seguro qu

Manuela la habría intimidado un pocoEstaba segura de que era una de lamujeres desnudas de las fotos de Luis, una especial. La capitana de ese otr

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mundo que ellos compartían.En otra ocasión, seguro qu

Manuela se habría detenido a indaga

qué sentía al ver cómo se comportabLuis con aquella muchacha. El extrañefecto que ejercía sobre él. Saltaba a lvista que cuando Luis le pasaba el brazpor los hombros, la cogía de la mano a sentaba en su regazo para apoyar l

cabeza en su espalda, se convertía e

alguien que no había visto hastentonces.Seguro que en otra ocasión habría

encontrado la manera de acercarse una

a otra. Esta vez no hizo falta; por Fabirepasaron codo con codo los armariode Manuela. Ella se atrevió a sugeriqué tipo de vestido le habría gustado

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Consuelo cuál le quedaría mejoringuna de las dos iba a permitir qu

volviera a su pueblo amortajada

inguna de las dos habría sabidexplicar exactamente por qué, perntuían con la misma intensidad que er

el último servicio que podrían hacer poella.

Se decidieron por un vestido derciopelo, una especie de sotan

entallada color rubí. —¿Le irá bien? —le preguntManuela.

Consuelo dio un paso atrás par

verlo mejor. —Le quedará perfecto. Sol

necesita…, ¿tienes un costurero? —lpreguntó.

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Manuela la miró con perplejidad. —¿Hilo y aguja?A Manuela no le quedó má

remedio que encogerse de hombrosPero la cogió del brazo y se la llevó acuarto de la plancha, estaba casi segurde que ahí tenía que haber algo de eso.

Consuelo se sentó a dar laprecisas puntadas que lo entallarían upoco más.

 —¡Ya está! —dijo, y al mostrar evestido se dio cuenta de que Manuela lhabía estado observando. Sin saber mubien porqué, se puso roja como e

erciopelo. —¿Qué pasa?Manuela le sonrió. —Nada, miraba tu collar. Me h

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acordado de uno que le regaló Joaquia Fabia. Se lo trajo al volver de una dsus espantadas. Creo que sé dónde está.

Sentadas en el borde de la inmensmaceta, Manuela y Consuelcontemplaban las bolsas que Fabihabía dejado ahí hacía solo unas horas.

 —¿Quieres que lo haga yo? —sofreció Consuelo.

Manuela asintió, agradecida.

 —Solo dime lo que estoy buscand—le pidió mientras abría la primerbolsa.

 —Es una cadena de plata, no mu

arga, con un aro también de platensartado. Debería estar dentro de uncaja de madera.

Consuelo intentó buscar sin ve

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nada más que lo que buscaba. Solo eiempo nos permite irrumpir en lntimidad de los muertos sin pudor; o as

debería ser.Cuando encontró la caja, volvió

sentarse al lado de Manuela. La abrióPara ella nada de lo que allí había teníningún significado: siempre había vista Fabia sin joyas.

 —Nunca se ponía nada —dij

Manuela, como adivinando lo qupensaba. Cogió una esclava de oro. —Es muy bonita —dijo Consuelo. —Sí —corroboró Manuela.

Iba a decirle que se la regaló Luispero se calló. La habían compraduntos, en un tiempo en que Manuel

pensaba que quizá Luis se habí

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enamorado de Fabia. Ahora se dabcuenta de que aquella sospecha era deodo absurda. Pero entonces no sabí

que cuando Luis se enamoraba ermposible dudarlo: bastaba verlo co

Consuelo.Hallaron en el fondo la cadena qu

buscaban. Manuela tiró de ella, y eanillo que la adornaba quedó colgandante sus ojos.

 —No sé qué significaría para ellospero me parece que debería llevar algde Joaquim. Creo que es el único dnosotros que de verdad la comprendi

—dijo Manuela, y después añadióapesadumbrada—: ¡Quién sabe lo qucomparten los amantes!

Y se abrazó a Consuelo. Y rompió

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a llorar.A Ramón no le gustaba dejar cabosueltos, y desde que Antonia le dijo qu

mosén Nicolau había intercedido parque lo liberaran, no conseguía dormidel todo tranquilo. Sobre todo porquobservó que la actitud del sacerdothabía cambiado: ya no lo saludabamistosamente cuando por la mañancruzaba Santa María del Mar, más bie

murmuraba unos «buenos días» que a ése le antojaban cargados de sospechasada muy evidente, la verdad. Tal ve

fuese que estaba un poco paranoico, y

e había pasado en otros momentos de svida. Lo que había hecho otras vecepara combatir esa desazón había sidoprecisamente, cambiar de vida. Per

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ahora no podía hacerlo. No queríaQuién le iba a decir a él que viviría umatrimonio feliz, incluso enamorado. S

quería a Antonia como nunca calculóque llegaría a quererla. Ni a ella ni nadie. Y se desvivía por Andreuet; leobsesionaba llenar su infancia drecuerdos alegres para que, cuando locase enfrentarse a la muerte, su cabez

se pudiera refugiar en rincone

uminosos. Tan luminosos como SantMaría del Mar, quizás toda la culpa erde esas ventanas góticas, de ese techaltísimo que quería atrapar la luz de

más allá. Lo opuesto a la mina.Fuera lo que fuese, no pensaba irs

a ningún sitio. Por eso el dichoso moséera un problema que tenía qu

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solucionar. Y no quería hacerlo a labravas. Antes de pegarle un tirocualquier noche solitaria, cuando entras

en la rectoría, probaría a aprovecharsde sus propias reglas para salvarle lvida. Por eso le pidió que lo escucharen confesión. Tal y como había previstoel pobre hombre se prestó de inmediato«¡La gente que tiene fe en los demás ean fácil de manejar…!», pensó Ramón

 casi le dio pena. —Ave María Purísima —le dijomosén Nicolau al sentarse en econfesonario.

 —Sin pecado concebida —lcontestó Ramón—. ¿Empezamos?

Mosén Nicolau no respondió, perampoco se fue. Así que Ramón siguió

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adelante con su plan. —Supongo que los archivos de la

parroquias son mejores que los de l

policía, y que habló con el párroco dMieres.

Seguía el silencio al otro lado. —Usted sabe que soy el Ramó

Garriga que busca la policía; ecriminal, el incendiario. Aun así no mha denunciado, ¿por qué?

Mosén Nicolau se revolvió en sasiento. —Porque soy tonto.Ramón sonrió. Le gustaba e

mosén, tenía que admitirlo. Lástima quno pudiesen ser verdaderos amigos.

 —Pero antes fui un ingenuo —añadió el cura—. Cuando fui a l

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Comandancia Naval a exculparte, mentir por ti, lo hice sin habenvestigado nada de nada. Simplement

porque no me podía creer que esmuchacho que disfrutaba tanto de estglesia no fuese exactamente el qu

parecía ser. Eso y la insistencia dAntonia, que hay que ver cómo se puso.

 —Pero después sí que investigó. —Sí. Y es verdad, la policí

debería recurrir más a menudo a loarchivos y la palabra de la Iglesia. —En mi caso, usted se l

proporcionó sin necesidad de que se l

pidieran —le recordó Ramón—. Pocierto, no estoy seguro de haberle dadas gracias, aunque creo que mi mujer limpió todos los santos.

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 —Ni que hubiese limpiado los doda la cristiandad estaríamos en paz.

Ramón acusó el cambio de tono, l

mpaciencia. Y pronunció el discursoque había ido a soltar:

 —Perdóneme, padre, porque hpecado. He asesinado a hombredispuestos a matar y sacrificar a gentcomo yo. Y que lo han hecho, peroentamente y sin ensuciarse las manos

Me acuso de perseguir a los que nienen compasión. Me acuso de larrogancia de decidir quién debe moriraun sabiendo que nadie debería tene

ese poder. Deseo la absolución.Mosén Nicolau pareció pensársel

un rato. —Buena jugada —le otorg

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finalmente. —Gracias —dijo Ramón, y aun as

no consiguió reprimir el impulso d

asegurarse—. ¿Esto es secreto dconfesión?

 —Lo es —admitió mosén Nicolau  le confirmó lo que quería oír—: N

puedo hablar de ello con nadie. Per¿has oído hablar del propósito denmienda?

Ramón cargó todo el peso en lpierna izquierda para descargar srodilla derecha, la de la pierna mala. Ysonrió. Así que era eso: el mosén querí

conseguir su arrepentimiento, quizáhasta convertirle. Bueno, ¿quién era épara quitarle a nadie su fe o su ilusiónAl fin y al cabo, estaba viviendo un

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vida que jamás pensó que fuera posible —Me suena, padre, me suena —

dijo con humildad.

Antonia y Marie también bajaron hastel puerto. Marie había conocido a Fabi  las dos querían arropar a Consuelo

aunque se mantuvieron a una distanciprudencial.

Aparte de Manuela, Luis Consuelo, había un grupo de gente de l

más variopinto. Luis había ido aMarsella a comunicar la muerte dFabia. Ese bar había sido su primeempleo y casi su primer hogar, la puert

de entrada a una Barcelona que nsiempre mostraba su cara acogedora. YFabia siempre volvió al Marsella. Sucompañeros, devastados, se encargaro

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de que la fatal noticia llegara a quiedebía: floristas de Las Ramblaspersonal del Liceo, artistas, mendigos

otras modelos y un señor elegantísimaferrado a un pañuelo que no podídejar de llorar. Ni rastro de Joaquim.

El féretro de Fabia embarccubierto por las rosas que habían traídas floristas y una rama de la buganvill

de la masía de Luis. Todos lo

acompañantes guardaron silencio. —Bueno, tengo que irme —dijManuela, y se volvió hacia Luis Consuelo—. Me voy con ella.

 —¿Cómo? —replicó Luisestupefacto.

Manuela rio. —Sí, un poco de brisa marina m

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vendrá bien. Y ya sabes que no tengonada mejor que hacer. Tranquilo, que nopienso presentarme a su familia, ser

una acompañante a distancia.Luis la abrazó. —Sé que eres feliz —le susurr

ella al oído.Luis la besó en la sien. Manuel

puso las manos sobre los hombros dConsuelo:

 —Querida, supongo que si tempeñas en seguir a este desastre, novolveremos a ver pronto. ¡Ojalá!

Se fue hacia la escalerilla

desapareció al llegar a cubierta, simirar atrás.—¡Qué pena! —volvió a decir Antoniamientras subía con Marie por La

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Ramblas. —Sí, ¡qué pena! —dijo Marie sol

haciéndole de eco, porque la verdad e

que no estaba nada atenta.La escena del féretro de Fabia

cubierto de flores, subiendo a la bodegdel barco, la había impresionado más do que habría podido imaginar. El mero

hecho de acercarse al puerto ya habíhecho que le temblaran las piernas. Y la

suma de lo que había perdido, Vidalmás la certeza de que en algún momentocomo Fabia, iba a perderlo todo, lsumió en una tristeza espesa que hací

que le costase andar.Pero Antonia no parecía dars

cuenta. Con un ánimo más parecido aque gastaba después de los entierros d

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compromiso, no paraba de hablarle da reunión que había tenido en el Mont

de Piedad y de lo contenta que estaba d

que Ramón la apoyara, de que poco poco fuese cada vez más lanzado atrevido.

 —Es un bendito, pero se esfuerzpor cambiar —declaró con amor.Consuelo, recostada en un par dalmohadones, acariciaba una sien d

Luis, que tenía la cabeza apoyada en specho. Desde su mullida atalaya, veíalguna torre de la Sagrada Familiaantes de sumergirse bajo las sábana

para alcanzar la boca de Luis, pensó quese edificio seguía sin gustarle.

Después de la despedida de Fabiahabían subido a la masía y se había

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metido en la cama. Estaban exhaustosAsí que se amaron hasta caer máexhaustos aún, como hacen lo

enamorados cuando están tristesDespués, con un botín de comida sobras sábanas, el pícnic más sabroso

hablaron por hablar, por el placer doírse.

Luis le habló de la casa de sfamilia, en Hungría. La verdad es que n

podía decir que hubiese vivido allargas temporadas de su vida, pero sque era el lugar donde acababvolviendo, así que, en ese sentido

suponía que era su hogar. Cuandolevaba un rato parloteando de lo qu

nunca hablaba —de lo destartalado quen realidad estaba el caserón, de

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descomunal armario que había en shabitación y de cómo de pequeño teníque comprobar que estaba cerrado par

poder dormir (bueno, y de mayoambién), del seto con forma de pav

real que estaba en la entrada de uaberinto absurdamente pequeño y en e

que absurdamente siempre se perdía…—, de pronto se dio cuenta de quConsuelo lo miraba demasiado risueña.

 —¿Te ríes de mí? —le dijocogiéndola de las muñecas nmovilizándola con su cuerpo.

Consuelo soltó la carcajada qu

había estado reprimiendo. —Es que jamás pensé qu

conocería a alguien que hablase ehúngaro —declaró atónita.

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21

Guardar lo bueno

Cuando Luis y Consuelo dejaron atráas últimas farolas del paseo marítimo

solo tuvieron que caminar unos poco

metros en la penumbra del atardecer: ea playa brillaban infinidad de hogueras

algunas tan grandes como las mápequeñas de San Juan, otras apenas unabrasas. Casi era de noche y ya se veíaas primeras estrellas, y aquí y allá s

distinguían vagamente silueta

encorvadas, recortadas sobre la lurojiza de las llamas. Era la primera veque Consuelo estaba allí.

El Somorrostro vivía de espaldas

a ciudad, o más bien la ciudad le dab

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a espalda. No parecía parte dBarcelona, sino el trozo de una islremota —un pedazo de tierra atávica

hermosa y miserable— que un maremothubiera desgajado y vomitado sobre esorilla del Mediterráneo. Un islote qupertenecía a los gitanos, en el que npermitían otra ley que la que dictabasus mayores ni otro orden que el que lnecesidad y la naturaleza imponían.

Las casuchas, de diferentes altura  materiales aún más variopintos, sapiñaban unas contra otras, quizá parsostenerse, quizá luchando po

derribarse, como los restos de unaufragio olvidados en la arena. El airolía a pescado y a salitre, se oía erasgueo de guitarras y alguna bronca

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gritos. Mientras caminaban, Consuelo sagarró, con un gesto inconsciente, abrazo de Luis. Apenas levantaba la vist

del suelo: no tanto para evitar pisar lbasura que lo cubría por tramos, sinpara abstraerse del universo extraño amenazante al que la curiosidad y su«¿y si?» la habían arrastrado. Se sentídel todo extranjera en ese entorno ququizá tendría que haber sido el suyo

que, más que despertar algún recuerddormido, alguna vaga sensación dpertenencia, casi la llevó a pensar coafecto en las paredes rectas, los largo

pasillos y los monacales dormitorios da Casa de la Caridad.

Consuelo, ahí, no parecía gitanaDesde su marcha de El Siglo, y po

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primera vez desde que fue consciente d«lo suyo», había dejado de intentadisimular su origen, y llevaba el pel

suelto, y no evitaba ponerse al soaunque fuera a broncearla. En generaquería parecerse lo más posible a esmodelo, ¿su madre?, de los cuadros d

onell. Últimamente, leer en los ojos dLuis admiración y deseo no había hechmás que afianzar su orgullo de raza: l

gustaba ser quien era. Pero esa noche eel Somorrostro empezó a dudar de qua imagen que había cultivado sobre su

raíces no fuera tan romántica, fantasios

  disparatada como la de Marie sobros parisinos. Se preguntaba si es

melena suelta y ese collar tan racial nresultarían igual de impostados que e

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acento sin erres de su amiga. Allestaban las verdaderas gitanas, con lpiel aceitunada que ella no tenía, co

ojos profundos que parecían mirar desdhacía milenios, y gestos a los que añode penalidades no habían logradarrebatar su aire de poder y de altivezPor el día, alguna de esas gitanarecorría Barcelona con pose humildemirada gacha y la sufriente salmodia de

desesperado. Pero por las noches, en sreino oscuro a la orilla del mar, a salvode miradas compasivas recriminatorias, aquellas mujere

recuperaban el empaque y la soberbide su antiquísima dinastía.

Luis le había contado que su amigJuli Vallmitjana llevaba años entre lo

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gitanos del Somorrostro, en una barraccasi igual de miserable que la de suvecinos. De todos los amigos artista

del grupo del Azafrán, atraídos en suuventud por el exotismo del lumpen —

quizá como forma de rebelarse ante sumuy convenientes y bienpensantefamilias—, Juli era el único que shabía quedado a vivir entre lopersonajes de sus novelas y sus obras d

eatro. Al menos, a pasar temporadaentre ellos. Juli era pariente de los Cotspadre de tres pequeños Vallmitjanas yorfebre por tradición familiar, pero e

oda su obra literaria y en su vida, habíuna vertiginosa atracción por lmarginal, lo descarnado y lo prohibidouna atracción que la buena socieda

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había tachado de nauseabunda y que lhabía condenado a no ganar ni unpeseta con su trabajo de escritor. S

familia estaba acostumbrada a poner loojos en blanco y despachar locomentarios sobre su última obra con u«ya sabes cómo es Juli», y ni acudían sus estrenos ni leían sus novelas. SolFaustino Cots se había acercado aTeatro Principal, hacía diez años, par

ver Els zin-calós, una obra de temáticgitana como casi todas las suyas, perfue porque la protagonista era sadorada Margarita Xirgu.

 —Qué cosa más fea y más sucia —había sido su crítica cuando su hermanFernando le preguntó qué tal era—. Solse salva la Xirgu.

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Y añadió que además no habíentendido ni la mitad, no porque ella ndeclamara bien —«Qué voz, qué arte

qué talento», había dicho—, sino porquos diálogos no eran «como los de l

gente normal». Por supuesto que parFaustino Cots, como para casi todos, lnormal era lo suyo, por minoritario qufuese, y era extraño lo del resto aunqufueran mayoría; pero, en este caso, er

verdad que Juli conocía tan bien el calgitano, mezclado con el catalán, qucualquiera que no se hubiera pasadnoches enteras viéndoles apostar

emborracharse o reñir, como Juli habíhecho, encontraba incomprensible lmitad de las palabras.

Eso era lo que le pasaba

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Consuelo, avanzando por la arenaPercibía los sentimientos, la intencióde las conversaciones, percibía es

fondo humano universal, pero lo qudecían le llegaba como un torrentbabélico que la aturdía y la hipnotizaba la vez. Se sentía cohibida por estafisgando en ese patio vecinal a cielraso, pero lo cierto era que cuanto máse adentraba en el vecindario, meno

amenazante le parecía. Se sentía tentadde acercarse a una de esas hogueras escucharles tocar la guitarra, dejarsarrullar por el murmullo de la charla qu

e costaba entender, perder la vista eas brasas y quizá juguetear con ella

con un palo, como les veía hacer. Peroos gitanos parecían indiferentes a s

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presencia. Quizá estaban cansados de lmáscara diurna, la pose lastimera de srato con los payos, y ahora, en s

iempo de descanso, preferían hacecomo que no les veían. Solo una mujerobusta, de moño canoso, les dio labuenas noches cuando pasaron a su lado

 —Vaya noche de visitas quenemos —dijo luego, con un

carcajada, girándose hacia su comadre

Porque hacía un rato otra mujer tablanca y distinguida como les parecíConsuelo se había adentrado, sola, entros corros en torno a las hogueras. Sol

que aquella no parecía cohibida nlevaba la cabeza gacha: Clar

Morgadas andaba tiesa como una velncluso cuando los zapatos se le hundía

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en la arena mojada, o en algo blando quconfiaba en que fuera arena mojada.—Está aquí al lado —dijo Luis, tirand

evemente de Consuelo y señalando unhilera de casuchas a un extremo de lplaya, pero la verdad es que no estabdel todo seguro. Sin embargo, como nquería inquietar a Consuelo, procurdisimular. ¿Se había vuelto loco por esmujer?, ¿desde cuándo intentaba parece

mejor de lo que era, ¿desde cuándo sesforzaba por que las cosas fueran lmejor posible? Lo peor que podía pasaes que tuviera que preguntar

cualquiera: seguro que todos conocían ese payo de carácter impredecible quhabitaba entre ellos como uno más. Yentonces notó que Consuelo le apretab

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evemente la mano y decía: —Si no, siempre podemo

preguntar a alguien.

Luis dudó una milésima de segund se acabó riendo:

 —Eso es justo lo que estabpensando. Creo que me he perdido.

 —No te preocupes —dijo ellaambién sonriendo. Y no pudo añadi

nada más porque de repente la brisa le

rajo el vozarrón inconfundible de JulVallmitjana blasfemando, y el estrépitode algo grande que se rompía. Luis Consuelo apresuraron el paso: el ruid

venía de una barraca cercana. A travéde la puerta abierta, que daba paso a lvivienda iluminada por lámparas daceite, pudieron ver a Juli sosteniend

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en alto la pata de una mesa. La mesacababa de derrumbarse hacía umomento bajo el peso de sus puños,

ahora Juli blandía la pata como si fuerun garrote. Frente a él estaba ClarMorgadas, y Juli sacudía mandobles derecha e izquierda, a las sillas y a laparedes, a cualquier sitio salvo dondestaba ella, mirándole impasible esperando a que escampase como u

adulto mira a un niño enrabietado. —Ve —le dijo Consuelo a Luiso había tardado ni un instante e

reconocer a su antigua jefa.

Luis dudó: no temía tanto por lntegridad física de Clara como por l

mental de Juli, pero no quería dejar sola Consuelo.

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 —Ve —insistió ella—; no me irésin ti.

Un grito particularmente salvaje d

su amigo hizo que Luis se decidieraApretó el brazo de Consuelo y echó andar a toda prisa hacia Juli, quarrojaba ahora el tablero de la mesfuera de la barraca.Consuelo lo vio alejarse y volvió lmirada hacia la espuma blanca de l

orilla. Quizá era mejor que se hubiercancelado tan dramáticamente la charlcon ese amigo de Nonell. Estabapasando demasiadas cosas en e

presente como para dedicarse nvestigar el pasado, no sabía si podrí

procesar más emociones. Ni siquierhabía tenido tiempo de hacerse a la ide

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de la muerte de Fabia, y en ocasionecreía reconocerla o distinguir su acenttaliano entre el vocerío mientra

caminaba por la calle, pero, un momentantes de girar la cabeza, se daba cuentde que no podía ser, de que no volvería verla ni a oír su voz, que ya no estabaRecordó que una vez había imaginado llegada de Fabia a Barcelon

emergiendo, como una Venus, de una

gran concha marina cubierta de corales  echando a andar por una playparecida a aquella, donde la encontraromuerta. Consuelo encaminó sus paso

hacia la orilla. —Un poco más allá estaba es

mujer —oyó una voz a su espalda.Consuelo se giró: era un niño mu

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moreno, de no más de doce años. Ldijo que él había encontrado a la mujercasi fuera del agua, tumbada en la orill

como si estuviera durmiendo. —Muy guapa. Estaba muy guapa

Creí que los muertos no eran así —ldijo el niño.

Y se ofreció a enseñarle el lugaexacto donde la había encontrado cambio de una propina. Aunqu

Consuelo dijo que no llevaba dinerencima, el niño se empeñó en llevarlaY al verlos andar juntos, otros cuantogitanillos se acercaron a curiosear

Consuelo se vio pronto rodeada de ucorro de pares de ojos enormes brillantes, alguna sonrisa de dienteblancos. Los más pequeños andaba

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medio desnudos, y no dudaban ecogerla de la mano o tirar de su faldpara llamar su atención.

 —Yo sé andar con las manos. —¿Quiere ver cómo se pesca

cangrejos? Yo sé pescar cangrejos.Y pronto olvidaron su intención d

conseguir unas monedas y ya solquerían lucirse ante la visitante competir entre ellos para ver quién l

mpresionaba más. La llegada de unanciana acabó con el griterío. Leordenó que se acercaran a la casa squerían cenar, que había asado una

sardinas, y a Consuelo le sorprendidescubrir que por lo visto casi todoeran primos.

 —¿Le gustan las sardinas? —l

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preguntó la vieja, cuando ya el grupo dniños echó a andar, a regañadienteshacia las barracas. Consuelo les siguió.

La vieja le dijo que todos llamaban Frasca, la tía Frasca. Consuel

pensó que se llamaría Francisca, pero lotra aclaró enseguida que era porque smarido tenía fama de bebedor.

 —Que luego no era pa tanto —ldijo—, pero cuando a uno le ponen u

nombre, ya no se lo quita.La tía Frasca era la abuela de sietde aquellos niños. Los padres estabafuera, habían ido a una feria de ganad

su hijo pequeño tenía mucha mano coos caballos), pero aunque hubiera

estado allí, ella era la que se encargabde las siete criaturas y, ya que estaba, d

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os otros dos, que eran huérfanos.Unas cuantas sardinas se asaban e

as brasas, frente a una casucha igual d

precaria que el resto. Nadie se habíquedado vigilando que no se lalevaran, porque nadie se hubier

atrevido a robar a la tía Frasca naunque fuera una raspa de sardina. Lorobos entre gitanos en el Somorrostreran infrecuentes y, sobre todo, s

castigaban con mucho más rigor que ea ciudad: robar una gallina podísignificar el destierro, y no había nadpeor que la expulsión del clan. Cuand

e ofreció pescado, Consuelo dijo quno tenía hambre. Miró con curiosidacómo ella, haciendo honor a su nombrese vaciaba medio porrón de vino

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Cuando se lo pasó, Consuelo se quedbastante contenta al conseguir imitarla volcar un chorro de vino en su boca si

mancharse. Aquel vinazo tenía poco quver con los que tenía Luis en casa. Esos  los de la comunión con mosé

Francesc, eran los únicos que habíprobado Consuelo en su vida. Quién so hubiera dicho, pero prefería e

vermut.

 —¿Dicen los críos que conoció a muchacha?Consuelo asintió. —Fabia. Se llamaba Fabia, er

taliana.Y fue la vieja quien asintió

entonces: que se llamara así y fuertaliana tenía mucho sentido.

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 —No llevaría mucho tiempmuerta, no estaba hinchada ni nada.

Le preguntó a qué había ido po

allí, y Consuelo le dijo que a visitar a uamigo de su —dudó— amigo.

 —El Juli —asumió la otra—. Ubuen hombre. Empezó a venir con otropayos, pero todos se cansaron y ya nvolvieron más. El Juli se quedó. Buenoo siempre vuelve. A él le gusta eso de

os metales, aquí sacan un yunque pararreglar una olla y ya lo tienes al Juli ahsentado con su vino, mirando cómo lhacen. Es muy amigo del mío pequeño

que sabe de herrar caballos. Pero el Julno es herrero, sino joyero. Un joyerpobre, qué cosas.

La vieja siguió hablando de su hij

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pequeño entre viaje y viaje de porrónLa tentación de saber si uno de esopayos que había mencionado era Nonel

fue demasiado grande, y Consuelo satrevió a preguntar. Pero la tía Frasca nconocía a ningún Nonell. CuandConsuelo le explicó que era pintor, que retrataba gitanas, lo recordperfectamente.

 —Ah, el Isidre. Sí. El de l

Consuelo.Consuelo temió delatarse y buscuna manera discreta de preguntar mádetalles. Pero no hizo falta. La gitana s

anzó a contarle que ese tal Isidre y suamigos hicieron lo que quisieron, que nenían respeto, que les habían recibid

bien y ellos no habían ido de buena ley.

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 —Aquella chica perdió la cabezaDicen que la pintaba desnuda. Sabuela, pobre mujer, lo que sufrió. Vivía

ahí, un poco más arriba, hablábamomucho. «Frasca —me decía—. Yo no séqué hacer, Frasca». Porque ella lacompañaba, ¿sabe?, a la casa de él, que la pintara y yo no sé qué más. Y afinal pues su tío tuvo que hacer algo, y lbuscaron marido fuera, en Madrid. Ell

no quería irse. Uy, lo que lloró. Sagarraba a su abuela y no había manerde que se soltase, y al final el tío la didos guantadas y la subió al carromato

La abuela quería ir con ella. A mí no mdijo nada, pero yo creo que la dabmiedo que no manchara el pañuelo, y lfueran a echar.

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 —Guarda lo que es bueno y tacompañará, que si no le guardas, sole verás —canturreó una de las niñas.

La vieja le llamó la atención Consuelo no supo por qué. Pero es qua alboreá solo se cantaba en las bodas

cuando llevaban a la novia a casa denovio y, al amanecer, la ajuntaorcomprobaba que fuese virgemetiéndole un pañuelo a la chica entr

as piernas y mostrándolo manchado dsangre, «las tres rosas». La niña siguicantando:

 —Mozuela, guárdalo bien, que so

res rosas lo que hay que ver.Y la tía Frasca le lanzó un puñado

de arena con el pie, por la pereza devantarse y darle un pescozón.

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 —Verás como te oigan —dijo.Consuelo temió que perdiera e

hilo de su relato, aunque en realidad y

sabía, por Joaquim, el capítulsiguiente: que el marido la maltrataba que Nonell, loco de amor, había ido buscarla, y la había traído de vuelta.

 —Pobrecilla —dijo, más que nadpara que la tía Frasca no se distrajera.

 —Pobrecilla, sí —repitió—, per

no por eso. Suerte había tenido de que lpudieran casar, con «lo suyo» —y Consuelo, si no hubiera estado taansiosa, le habría hecho gracia l

expresión—, porque no se sabe cómopero sí que hubo boda en Madrid. Ycuando aquí esperábamos todos qudijeran que ya había tenido un crío, l

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que nos dijeron es que se habíescapado, la Consuelo. Que su pintor sa había llevado una noche. Y ahí sí que

se acabó. Pobre criatura. Se ajuntó coél y ya por aquí no venía. Claro que npodía, tampoco, porque se lo teníaprohibido. Pero su abuela sí que la veía«Frasca —me dijo un día—, lConsuelo está embarazada, y me voy coella para ayudarla».

 —¿Tuvo una hija? —preguntóConsuelo, con un hilo de voz, y ya sidisimular.

 —Una niña, sí. Una cría blanquit

como la leche, que no se podía negaquién era el padre. Qué desgraciaPorque él la echó, claro, se ve que lgitanita ya no le gustaba tanto, preñada.

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Consuelo había tenido razópensando que no estaba preparada parasumir más información ni má

emociones. Que su padre —en esmomento estaba convencida de qu

onell era su padre, y la desgraciadConsuelo, su madre— hubierabandonado a su musa, después de lescena en Els 4 Gats relatada poJoaquim, le parecía increíble, o quiz

demasiado creíble. Deseó habersquedado con el amor de ópera que habímaginado para ellos, y no con esa trist

historia que tenía todos los visos de se

a real. Quizá los amores de ópera nexistían, quizá fuera por eso, el seconsciente de eso, lo que había hechque la divina Fabia diera ese últim

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paseo hacia el mar. —¿Qué pasó con Consuelo? —

preguntó.

 —Se murió aquí. Ya le digo que novenía mucho porque la habían echadopero su abuela era una buena mujercomo hay que ser, y sí que la dejaroquedarse a vivir aquí. Porque, ademásqué culpa tenía ella de lo de su nietadigo yo. Y la Consuelo venía a veces, a

pedirla comida o algo, con la niñita. Ya pilló aquí la tormenta.La tía Frasca perdió la mirada e

as brasas humeantes y se calló. Hací

mucho calor, pero Consuelo notó que lvieja temblaba. Solo fue un escalofríoLos niños, que ya habrían oído lhistoria más veces, o que sencillament

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se habrían cansado de estar quietoshabían vuelto a la orilla y a sus juegosConsuelo no se atrevía a sacarla de s

ensimismamiento, y aguardó unominutos, paseando la vista entre labrasas y los ojos antiguos de la vieja.

 —Casi se me muere un niño, eercero, en la tormenta. Nunca he vistlover tanto, y mire que soy vieja, el rí

no se podía tragar tanta agua. Hacía so

 era un día bonito, y de repente se pusodo negro, y caía agua, y más agua. Ea ciudad el agua se llevó árboles,

cubos de basura, y todo. Aquí que no

hay nada, ya lo ve, el agua se llevó lacasas, y se llevó a la gente al mar. Peroentonces el mar los devolvía, no he vistnunca olas tan grandes, y otra vez l

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riera se lo llevaba todo pa allá. Todo emundo intentaba correr pa arriba, pa ldel gas, pero el agua empujaba haci

abajo, y el agua traía piedras y mueble de todo, y al mío, el tercero, le dio u

golpazo y yo pensé que estaba muertose lo llevaba la corriente, pero mmarido, que no sabía nadar, nadó pallá, y me lo trajo, a Manolo. Ahora évive en Montjuich, le va muy bien, e

suegro es chatarrero. No lo veo muchoa mi Manolo, pero a veces viene con suchurumbeles a recoger hilo de cobre.

La vieja había vuelto de su viaje a

pasado. Y Consuelo la habíacompañado algún momento, poniendal fin rostro y nombre al monstruo que lhabía perseguido en sus pesadillas, es

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monstruo que bramaba y la ahogaba esu cama de la Casa de la Caridadechándole en la boca su aliento espeso

Era la Tormenta, y ella la había vividoahora estaba segura.

 —¿Cuándo fue eso? —Uy, pues hace catorce o quinc

años, sería, porque Manolo tienveintitrés ahora. En noviembre.

Consuelo hizo un cálculo rápido

Era 1905. Cuando Consuelo, la donell, desapareció. Cuando ella llega la casa de la Caridad. Estaba a puntde encontrar la respuesta al «¿y si?

definitivo. Los cabos sueltos estaban punto de atarse.

 —¿Y Consuelo murió en esormenta?

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 —La devolvió el mar a los dodías, hinchada y con golpes. No como samiga italiana, no. A ella la habían

destrozado las rocas donde ahora locríos van a mariscar, ahí donde se ve lespuma esa. Su abuela no apareció.

 —¿Y la niña? ¿La niña dConsuelo? —Consuelo creyó que lvieja podría oír los latidos de scorazón, a punto de desbocarse.

 —Con su madre apareciópobrecilla. Tenía que tener uno o doañitos, y ella la había agarrado así cosu mantón, arrebujada, y el mar no habí

podido separarlas.Clara se maldijo: había hecho un macálculo y ahora quizá la cosa ya no teníremedio. Cuando Juli puso la botella

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os vasos sobre la mesa, sintió unalegría tan intensa que le costmuchísimo disimularla. Ya había estado

otras veces en aquella situación y eodas había salido ganando. ¡Quién lba a decir cuando empezó a dirigir E

Siglo que aquella tara absurda le iba servir de tanto!

Descubrió su tara siendo una niñauna tarde que Conchita y ella había

subido a explorar los desvanes depalacio, donde se acumulaban laposesiones más extravagantes nservibles de sus antepasados. Po

supuesto que no todo era interesante, nmucho menos, pero ellas siempresperaban encontrar algo extraordinarioSus esperanzas se fundaban en un golp

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de suerte: el día que encontraron loperros disecados de una tatarabuela: trepequineses, cada uno en su urna d

cristal.Su niñera francesa, Bernadette, s

o tenía prohibido. No porque fuerpeligroso, sino porque siempre bajabacon las manos negras de polvo y npocas telarañas en el pelo. «C’est pa

our les demoiselles», les repetía. Per

¿cómo era posible renunciar a aquellcueva de Alí Babá? Seguramente, lodesvanes fueron el secreto mámportante que Clara y Conchit

compartieron cuando eran niñasCuando, al crecer, dejaron de subirambién perdieron interés la una en l

otra. Pero ya estaban irremediablement

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unidas por los mismos recuerdos.Seguro que Conchita se acordab

perfectamente de la tarde que bajaro

corriendo, intentando sacudirse la mugrde encima la una a la otra, y con lgarganta tan llena de polvo que, nadmás entrar en el salón y tras comprobaque no había nadie, Clara cogió aquellbotella, la de agua cristalina que habísobre una mesita, y empezó a beber

morro hasta que su padre entró y se larrebató. —¡¿Pero qué haces?! —Sabe rara —dijo Clara

paladeándola.Resultó que acababa de echar uno

buenos tragos de vodka. Su padrordenó que fueran a buscar al médico d

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nmediato, y Bernadette insistió en quse echara o que vomitase o que pusieras piernas en alto… Pero Clara n

quería echarse, y mucho menos vomitao hacer piruetas. Se encontraba tan biecomo antes de beber; bueno, mejorporque el polvo había desaparecido pocompleto de su garganta y ya ncarraspeaba. Pero todo el mundoncluido el médico, seguía convencid

de que debía de encontrarse muy maAsí que después de visitar a un par despecialistas y someterse a unas cuantapruebas, descubrieron su tara: no podí

sentir los síntomas del alcohol, nbuenos ni malos. Por supuesto laconsejaron que no bebiera, porque shígado le ahorraba los síntomas, pero s

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destruía igual. Como era una niña, no lcostó cumplir. Y después tampoco. Soloen los brindis solemnes se mojaba lo

abios para no llamar la atención, y yestá.

Hasta que empezó a dirigir El Sigl  su tara se convirtió en una gra

ventaja. Enseguida se dio cuenta de quos hombres hacían negocios como lo

ciervos en celo: se exhibían

ntimidaban. Y uno de sus campos debatalla favoritos eran las cenas muregadas. Todos los que, sobre todo aprincipio, pensaron sacar un trat

ventajoso achispándola, resultaroperjudicados por su propia estrategia.

Por eso, cuando Juli se negrotundamente a venderle el cuadro, per

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sacó la botella para «agradecerle ldeferencia de haberle visitado», Clarvio el cielo abierto: su experiencia l

decía que el vino los hacía mucho mámanejables. Pues con Juli se equivocóJuli bebido era aún más Juli que estandsereno.

Al principio todo fue bien, caduno desplegó sus armas de seduccióalrededor del tema que mejor los unía

criticar a Faustino Cots. Vaso a vasofueron intercambiando una lista danécdotas patéticas protagonizadas poel cuñado de la una y primo del otro

que los hizo extremadamente cómplicesJuli se sabía un montón de historia

de la niñez y juventud de Faustino, eran tan jugosas y las contaba tan bie

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que Clara casi se olvidó de sverdadero objetivo.

 —¿Qué haces tú con esa gente? —

e dijo de repente Juli, mirándola ravés de la niebla del alcohol—. Vale

mil veces más que todos ellos juntos.Y Clara, con la euforia de aque

reconocimiento, miró a su alrededor. Lbarraca tenía un par de mesas másarrimadas contra la pared, una parecí

a de un orfebre y la otra la de uescritor; un camastro, un fogón, uarmario y un montón de cajas que, Clarestaba segura, debían de contener cosa

más insólitas que las que llenaban lodesvanes de su palacio.

 —Te podría preguntar lo mismo —dijo con absoluta sinceridad.

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Juli se apoyó en el respaldo de lsilla, como alejándose de ella.

 —Entonces es que no has entendid

nada —sentenció.Mientras caminaba con Luis haci

el coche, en silencio, hundiendo loalones en la arena, Clara pensó que fu

precisamente en ese punto de lconversación cuando todo se le fue das manos. ¿Por qué le afectó tant

perder de golpe y porrazo la reciédeclarada admiración del primo Juli¿Por qué olvidó que lo importante no ero que él pensara de ella, sino que l

firmase el contrato de venta del cuadrque llevaba en el bolso? Y parconseguirlo tendría que haberle hecho lrosca, en lugar de plantarle cara

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enzarzarse en una discusión que habíalcanzado a El Siglo, el matrimonio dClara, las amistades de Juli, el arte y e

dinero, la avaricia de ella, la hipocresíde él, la decadencia general dOccidente y la revolución mística que savecinaba. No habían dejado nada salvo, y ninguno de los dos se habíachantado por nada: la bronca habísido monumental.

Clara se despidió de Luis sisiquiera agradecerle que la hubieracompañado, y subió al coche segura duna cosa: después de esa noche, Juli aú

a respetaba más. Y ella a él. Sonrióaunque le molestaba reconocer lverdad de lo que acababa de pasar: nperder la admiración de Juli Vallmitjan

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e había importado mucho más quconseguir su cuadro. Pero ya habría otrocasión para eso. En cambio, perder l

complicidad de un hombrverdaderamente inteligente habría siduna desgracia irreparable. Y Clarquizás no era vulnerable al alcohol, pera eso sí.Cuando la tía Frasca mencionó a la hijde Consuelo que encontraron aú

abrazada a su cadáver, Consuelo habíestado segura por un momento de que lniña, que era ella, estaba viva; que aquemantón que las envolvía era el mantó

empapado con el que llegó a la Casa da Caridad. Pero justo entonces la viej

añadió que las habían enterrado en unfosa común, con todos los que muriero

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ese día. —Más de treinta muertos. Familia

enteras —dijo.

Aquel mantón había sido ssudario. Y ese era el fin de todos los «¿si?». Ella no era esa niña. Nonell namó a Consuelo, al menos no hasta efinal, y Consuelo murió abandonada eese barrio miserable, y la hija de specado murió con ella, no com

dormida en el ensueño marino de Fabiasino aplastada, golpeada, intentando ir contracorriente, pero, al menos, ebrazos de su madre, esa Consuelo ta

parecida a ella —o sería solo porquas dos eran gitanas, como siempre dij

Marie—, que había entretenido un rato sidre Nonell, que se había dejad

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retratar y poseer, que había confiadomaginaba, en sus palabras de amo

eterno. Y de pronto pensó que a ella

Luis ni siquiera le había hablado damor, sino solo de sitios lejanos y de lohermosa que era, y de las cosas quveían, paseando por la calle, cuandella pensaba que eran Adán y Eva estaban nombrando las cosas de umundo creado para ellos. Quizá Nonel

ampoco prometió nunca nada Consuelo. Quizá anduvieron así, ajenoa todo, hasta que ese bebé estropeó lburbuja que compartían, deformó e

vientre de Consuelo, hizo que se lhincharan los pies.

 —Una desgracia, todos enterradountos, sin nombre, sin lápida, sin nada

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Pero eran demasiados para hacer lofunerales, bastante teníamos los vivocon volver a levantar las casas, co

empezar otra vez. A ningún otro vecinode aquí se le ha despedido así, porque shay que pagar el entierro entre todos, spaga. Mi marido está en el Poblenoununca le faltan flores. Ahí quiero que mleven a mí también, en el mismo nichoa se lo tengo dicho a estos. —E hizo u

gesto con la barbilla hacia el mar, dondsus siete nietos buscaban cangrejosrecogían conchas, se perseguíaugando.

La tía Frasca volvió a pasarle eporrón ya casi vacío, pero Consuelhizo un gesto que indicaba que no querímás. Agradeció que no le hubier

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preguntado nada, que no pareciernteresada por ella en absoluto. N

sabía qué le habría contestado, o si l

habría dado su nombre, si le habrídicho «Teresa», o si se habría inventadootro.

 —Creo que la busca —dijo lgitana al cabo de un rato que pasaron esilencio, oyendo solo el ruido de laolas, la guitarra a lo lejos, el grito d

algún niño que les traía el viento.Consuelo se giró: Luis venía, siJuli, posiblemente después de habersrecorrido la mitad de las hogueras de l

playa. Saludó a la anciana, le puso unmano en la espalda a Consuelo y sdisculpó por tardar.

 —Ya está todo tranquilo —le dijo

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—. l en la cama y ella en su cocheCreo que no va a ser buen momento parque lo conozcas.

Consuelo se puso de pie. —No, mejor otro día. Adiós, tí

Frasca, muchas gracias por todo.La gitana lanzó una risotada. —Si se habrá aburrido con mi

cuentos de vieja… Vuelva, vuelva otrodía. Le echaré la buenaventura.

Y Consuelo no supo si lo decía eserio o si solo hacía su papel de gitandelante de Luis.

Consuelo dejó que él la tomara d

a mano para caminar por la arena hastel paseo marítimo. Luis empezó contarle que por lo visto la discusión dJuli y la Morgadas se había originad

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precisamente a cuenta de Mujer coniña en la playa, el cuadro de NonelAl menos eso es lo que había podid

entender entre los improperios etílicode Juli y la despedida fría de Clara. Luicalló un momento antes de soltar lnoticia; sabía lo que ese cuadrsignificaba para Consuelo, lo que habídespertado en ella.

 —El marido de Manuela lo quier

comprar y Clara intenta interceder a sfavor.Consuelo le soltó la mano

aparentemente solo para recogerse u

poco la falda. Siguió andando a su lado —¿Es de Juli? —Sí. Y se niega a venderlo

Supongo que Clara creyó que ell

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conseguiría convencerle. —Sí, eso puedo imaginármel

perfectamente —dijo Consuelo.

A Luis no le pasó inadvertida la sombrde disgusto en su voz, y la achacó a nhaber podido preguntarle a Juli po

onell y su Consuelo. —Siento que no hayas podid

hablar con él. Podemos volver mañanae dirá todo lo que quieras saber d

Consuelo.Ella dijo que sí, que ya volveríaotro día.

Al llegar al paseo marítimo, Lui

preguntó si quería que tomaran un taxi dormir en la masía. Era comerminaban muchas noches, caía

rendidos cuando casi había salido el so

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  se despertaban solo un rato despuéssobresaltados por si era demasiadarde, porque Consuelo quería llega

pronto al taller y empezar a trabajar eos mantones al mismo tiempo qu

Antonia y Marie. Pero esta vez Consueldijo que estaba cansada, que preferívolver a la calle Cirera. No quisdecirle nada de lo que había averiguadesa noche porque no sabía dónd

colocarlo ni cómo se sentía en realidado sabía si esa decepción y esa tristezeran porque se habían terminadrremediablemente sus fantasías d

huérfana, o si era por Consuelo y por shija, la hija de Nonell, que nada teníaque ver con ella. Prefirió pensar que erpor lo segundo, aunque en el fondo sabí

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que era por ella misma, y no solo por efin de su antiguo sueño infantil de unmadre que la hubiera querido, sino po

a amenaza a su sueño reciente de quLuis la quisiese de verdad. Que su amomposible de payo a gitana, de rico

pobre, de artista a musa, de experto nocente, fuese a sobrevivir a lo real

como si fuera una ópera o una novela.Luis insistió en subir las escalera

para acompañarla al palomar y ella nse opuso. Al fin y al cabo Marie estaríallí, y eso evitaba cualquier posibilidade que después de besarla en la puert

quisiera entrar, tumbarla en la camahacerla suya, abrazarla por la espaldhasta que se quedase dormida. Consuelno sabía si quería algo de todo aquello

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Luis la abrazó en el descansillo empezó a bajar las escaleras en cuantella abrió la puerta. Pero al segundo oy

un grito ahogado de Consuelo, se detuv volvió a subir los escalones de dos e

dos.En la habitación solo quedaban lo

muebles. Ni rastro de Marie, ni de laelas, ni de los más de setenta mantone

que tenían doblados sobre la sábana e

el espacio destinado a almacén. Nhabía nada más que una hoja de papecolocada sobre la colcha.

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22

 Del paraíso

Queridas: Al fin lo he comprendido: lo

 sueños, sueños son. Y los míos mhan hecho mucha compañía, pero

 ya no los quiero. Ahora quiero lode Vidal: una barquita de pescadespedirlo en la playa por l

mañana y recibirle cada tarde…¡con toda su prole! Sí, sí, ya podéis reíros, que la cosa tiene su guasa. Yo también me río, pero de

 felicidad. Por desgracia, las barcas no

las regalan. Así que no me haquedado más remedio que vende

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las telas y los mantones.Os deseo toda la suerte de

mundo,

vuestra MariAntonia y Consuelo se sabían lmaldita carta de memoria. Desde qu

Consuelo la encontró la noche anteriora habían desmenuzado mil veces: par

conseguir creérselo, y para encontraalguna pista entre líneas que les ayudara recuperar telas y mantones. Pero nhabían tenido éxito en ninguna de las doempresas: no lograban creerse qu

Marie hubiese sido capaz de hacerleaquello, y no habían recuperado ni uirón de tela ni medio mantón, a pesar d

haber buscado por todas partes. ¿A

quién podría habérselos vendido?

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Habían pasado el día recorrienda ciudad: empezando por la mercería da Rambla del Poblenou donde trabajab

Elisenda, pasando por el sindicato dmodistas, y acabando en el último tallede planchado. Entremedias, habíavisitado a todos los conocidos questuviesen en contacto directo o remot—la vida acostumbraba a funcionar poextrañas carambolas— con la costura

a moda para señoras. Pero no habíasacado ni una miserable pista qupudieran seguir. Nadie sabía nada dfalsas francesas, ni de mantone

exclusivos, ni de restos de telas lujosasMarie se había volatilizado con todo ebotín.

Estaban reventadas, sentadas en l

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cocina de Antonia ante su cena: doplatos de sopa humeante que no parabade remover con las cucharas, pero qu

eran incapaces de llevarse a la boca, npor miedo a quemarse, sino porquestaban seguras de que el nudo dangustia que tenían en la garganta no iba dejarles tragar nada de nada.

 —¿Y si se lo ha vendido todo a lMorgadas por su cuenta? —se le ocurri

de repente a Antonia. —No lo creo —dijo Consuelo.Lo había pensado varias vece

durante el día, pero siempre llegaba a l

misma conclusión: a Clara Morgadas ne gustaban los chanchullos, a no ser qu

pudiese sacar un gran beneficio o unenorme tajada. ¿Y qué ventaja l

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supondría pagar por un pedidncompleto, aunque Marie se lo dejar

muy por debajo del precio acordado

o tenía ningún sentido. —Puede que le divierta ponerte e

un aprieto —aventuró Antoniamaginando a Clara como una ric

perversa que jugaba con los pobrecomo un gato orondo con ratonefamélicos.

Consuelo lo negó con convicciónsegura de que Clara tenía otraprioridades en la vida que meterle a ellel dedo en el ojo. Además, si Clar

quisiera hacer el negocio sola, yestarían copiando en los talleres de ESiglo el mantón que se llevó. Y sabíanque no era así: veían a menudo por e

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barrio a Pepa, una de las modistas dos grandes almacenes, y ya se lo había

preguntado varias veces. No, Consuel

sentía que, de alguna manera, se habíganado el respeto de su antigua jefa, quapreciaba su trabajo. Por eso era aúmás doloroso imaginar el momento eque tendría que decirle que no podícumplir. ¿Qué pensaría?, ¿le daría lrazón a la señora Pou en lo de ladrona

Consuelo se ponía enferma solo dpensarlo: la verdad es que le importab mucho la buena opinión de Clara, per

quería ganársela ella sola. Por eso

cuando Luis, viéndola tan preocupadae propuso mediar a su favor, Consueloe dijo: «No, gracias».

 —Deberíamos intentar dormir u

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poco —propuso Antonia—, aunque seaecharnos a descansar un rato.

 —Sí, deberíamos —respondi

Consuelo, pero ninguna de las dos smovió.

 —¡¿Pero cómo ha sido capaz dhacernos esto?! —dijo Antonia poenésima vez, hundiendo la cara entre lamanos.

 —Lo peor es pensar en los último

días, cuando ya debía de tenerlo todramado y preparado —dijo Consuelo.Antonia la miró aún má

consternada.

 —Es verdad. Ahora todo tiene otrosentido. La otra tarde cogió a Andreueen brazos, y yo me emocioné como undiota pensando que me quería tanto qu

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hasta acabarían por gustarle mis hijos. —Pues estaría haciendo prácticas

para no matar a los niños de Vidal en e

primer abrazo. —¡La muy…! —Perra, la muy perra —acab

Consuelo. —No, «pega», la muy «pega» —

rectificó Antonia imitando el falsoacento francés de Marie.

Y las dos se rieron, y les venció lcostumbre de sentir afecto al recordaas peculiaridades de la que había sid

su amiga de toda la vida. Pero s

sobrepusieron enseguida. —¡La madre que la parió! —

exclamó Antonia. —Fuera quien fuese —sentenci

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Consuelo.Y al final se retiraron a descansar

esperando que Ramón y Luis volviera

con alguna buena noticia.Ramón se había ofrecido a bajar apuerto y preguntar por Vidal; era lúnica pista que les quedaba por seguirLuis propuso enseguida acompañarlepor ser útil y porque le pareció quConsuelo prefería quedarse sola co

Antonia. La verdad es que la notabdistante, cosa que no le preocuparía spensara que se debía al disgusto derobo y desaparición de Marie, per

uraría que esa actitud más reservadhabía empezado un poco antes, duranta visita al Somorrostro.

El trayecto de la calle Cirera a

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puerto era corto, y los dos hombres lhicieron casi en silencio, apenantercambiando algún comentario par

amentar la situación. Fueron directos apantalán donde Ramón sabía quatracaba el Notre Dame, pero epailebot en el que faenaba Vidal noestaba. En su lugar había otro pequeñmercante también de bandera francesa ysentados en cubierta, un par de hombre

que fumaban con parsimonia. Ramón losaludó amigablemente, y a Luis lsorprendió su soltura para entablaconversación con ellos sin saber apena

francés. Al cabo de un par dcigarrillos, algunos comentarios sobre eiempo y sobre lo cansados que estaban

hablaron por fin del Notre Dame, de su

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rutas de navegación habituales, de sorigen marsellés y de que la mayoría da tripulación era del sur de Francia. N

dea de quién era Vidal, pero por ldescripción que Ramón les hizoraducido entonces sí por Luis

dedujeron que podía ser aquel marinerque estaba tan nervioso antes de que epailebot zarpara. Lo habían vistcaminar arriba y abajo del pantalán

grandes zancadas, hasta que uno de loestibadores del puerto llegó con un bulten una carretilla. «Justo a tiempo»había dicho, y lo cargaron mientras y

hacían las maniobras de desatraque.Ramón y Luis se despidiero

dándoles mil gracias, después de que leasegurasen que no habían visto ningun

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mujer y que no tenían ni idea de cuándregresaría el Notre Dame.

 —De haberlo sabido antes, la

chicas se habrían ahorrado la búsquedde los mantones y las telas —dijo Luismientras volvían al muelle.

 —Sí, seguro que iban en ese bult—dijo Ramón, y se rio.

Luis lo miró extrañado; no le veía gracia.

 —Me río por lo de «chicas». No sme habría ocurrido decir que Antonia euna chica, mi chica. Enseguida la llam«prometida», y luego «esposa» o «m

mujer». Pero ahora que lo pienso, chice sienta muy bien.

Luis también sonrió. —Supongo que a mí me pasa l

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contrario: Consuelo y yo aún no lhemos puesto ningún nombre a… a estnuestro.

 —Bueno, supongo que para ellpasar de «lo suyo» a «lo nuestro» ya eodo un avance.

Luis se detuvo y lo mirsorprendido.

 —Yo escucho —dijo Ramón, yañadió—: Y a Consuelo le tengo mucho

aprecio.Luis habría jurado que aquello eruna advertencia, como las que él lhacía a Joaquim sobre tratar bien

Fabia, pero Ramón enseguida aligeró eono.

 —Claro que también apreciaba a loca de Marie, ¡y ya ves!

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Luis prefirió salir del terrenpersonal y volver a lo que les habílevado hasta allí.

 —Quizás en la Comandancia Navasepan de dónde es o dónde vive VidalAl fin y al cabo lo tuvieron detenido.

Ramón asintió con reparo. Luisabía que él también estuvo preso eaquel barco penal, y no le extrañaba quno le apeteciera hacer una visita a su

carceleros. —Si lo prefieres voy yo solo —dijo.

Ramón dudó una milésima d

segundo, del todo imperceptible parnadie más que para sí mismo.

 —Te acompaño. Saben quconmigo se equivocaron, y puede qu

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eso los haga más comunicativos. Parcompensar.Cuando supieron que lo más probabl

era que Marie hubiese embarcado tela  mantones rumbo a su nueva vida —

dondequiera que fuese, porque en lComandancia Naval no les informarode nada—, Antonia y Consuelo sdieron por vencidas. Hasta entoncehabían concentrado todo su empeño e

o único que creían que podía salvarlasrecuperar lo perdido. No sabían mubien qué trato podrían ofrecer a quiehubiese comprado los mantones y la

elas, pero ese sería su siguientproblema, ya se les ocurriría algoDespués de oír las noticias que trajeroRamón y Luis al volver del puerto

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enían que admitir que ya nada de essería posible. La aventura de asaltar ESiglo había acabado, ahora tenían qu

pensar en cómo afrontar laconsecuencias de incumplir el contrato.

Estaban los cuatro en la cocina deentresuelo, hablando en voz baja porqueran más de las tres de la madrugada.

 —Mañana por la mañana iré a vea la Morgadas. Creo que es lo mejor —

se rindió Consuelo.Luis no dijo nada —se acordabdemasiado bien de cuando le propusnterceder ante Clara y ella lo rechaz

—, pero en su interior sonarocampanas de alegría. Pensaba quhablar con Clara sería, sin duda, lforma más rápida de acaba

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drásticamente con todo aquello. Y laverdad era que él tenía ganas de que laventura de los mantones llegara a s

fin; las tenía cuando todo iba viento epopa, y más ahora que se estabconvirtiendo en un mal asunto. Sabía qureconocerlo significaba también admitique tenía planes de futuro con Consueloasí era: la quería en su vida, que ermuy diferente a la de Antonia y Ramón

  a la de Clara, y esperaba qucontinuase siéndolo. —Sí, sin duda a la Morgadas l

vendrá de perlas que vayas a entregart

—dijo Antonia—, pero no estoy segurde que sea lo que más nos convenga nosotras.

 —Seguro que no: si es bueno par

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el patrón es malo para el trabajador —sentenció Ramón—. No te vaya a pasao que a mí el día que nos conocimos

que fui a negociar de buena fe y resultser todo una burla.

Consuelo le pasó un brazo por lohombros a Ramón, con afecto.

 —Y ¿qué propones, que Antonia yo vayamos a la huelga? —dijo—. N

creo que El Siglo se sienta mu

presionado, la verdad.Luis agradeció tanto su sentido dehumor como que aquel gesto dcamaradería para con el marido de s

amiga solo durase unos segundos. —Además, la verdad es que no

han robado. Y no ha sido Clara —continuó Consuelo.

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 —Pero ella saldrá ganando —dijAntonia, abatida.

«Sí, otra vez», pensó Consuelo. Y

de repente sintió unas ganancontenibles de que Antonia, s

hermana mayor, saliese victoriosa. Dque las dos ganaran. De que Clara nuviese ni un pero con ellas. De acaba

algo bien. Tenía ganas por encima dodo de ser leal hasta el fin y con toda

sus consecuencias. No como Marie coellas, no como la Pou con Salas, ncomo el mundo con Fabia, no com

onell con su Consuelo. No, no y no.

 —¿Cuánto tiempo se tarda en pagauna máquina de coser al Monte dPiedad? —preguntó.

 —Tres años —contestó Antonia

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esperanzada al adivinar el toncómplice de su amiga.

 —Tampoco es tanto tiempo —dijo

Consuelo.Y a Luis se le cayó el alma a lo

pies. ¿En qué momento de esconversación la había perdido?—¿Se puede? —Neus, la criada de lseñora altísima, la que siempre les traívestidos enormes con los que hacían u

buen negocio, entreabrió la puerta depalomar y se asomó. Ni Consuelo ni Antoni

respondieron, cada una absorta en s

area. Habían decidido intentarlo hastque ya no pudieran hacer nada máshasta que se agotase el plazo, hasta caemuertas o hasta que Clara fuese

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buscarlas. Les quedaba la mitad diempo para hacer el mismo trabajo, enían un par de manos menos. Pero l

que más les preocupaba eran las telasHabían juntado sus ahorros ydescontado el primer plazo de lmáquina de coser, habían podidocomprar un poco más de la mitad de laque necesitaban, y eso que habíaprescindido de las más lujosas. Pero s

arremangaron y comenzaron con lo quenían, confiando en que iríaresolviendo las cosas sobre la marchasi esperaban a tenerlo todo solucionado

no empezarían nunca.Cuando se asomó Neus, estaba

organizando otra vez el trabajo: el cortde telas y las costuras a máquina par

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Antonia, los patrones y los retoques mano para Consuelo. Solo Andreu sdio cuenta de la llegada de la visita

fue tan rápido como pudo a recibirlaseguramente con la esperanza de que lhiciera más caso que su madre y samiga.

 —¡Pero bueno!, ¿adónde vas tú? —dijo Neus cogiendo al niño en brazos.

Tras ella entró otra chica a la qu

no conocían de nada. —Os presento a Roser —les dijeus.

Antonia y Consuelo las saludaro

casi en un susurro y sin levantar la vistde las pruebas que acababan de hacecon la máquina de coser. Neus se diocuenta enseguida de que algo iba mal y

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aficionada como era a las desgraciaspuso cara de susto.

 —Se ha muerto alguien. ¡Ay, que s

ha muerto Ramón! Tú te has quedadviuda y este pobre niño, huérfano —dijestrechando a Andreuet entre sus brazos

 —Pero ¡qué dices! Y deja deestrujar a mi hijo, anda —se escandalizAntonia.

 Neus dejó a Andreuet en el suelo,

el niño se alejó de ella con la mismprisa con que le había dado lbienvenida.

 —Hola, Roser —saludó Consuel

—, perdona, acostumbramos a ser máhospitalarias, pero nos has pillado en umal día.

 —Mal día, dice, llevamos un

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emporada para echar cohetes… y lo que rondaré, morena —farfulló Antonia.

La tal Roser iba a decir alg

amistoso, pero Neus se le adelantó. —Entonces es Marie, ¡ay, que l

muerta es Marie!, por eso está todo tarecogido. ¡Qué solas os habéis quedado—suspiró.

Antonia levantó la vista de lcostura y la clavó en la molest

visitante. —Muy solas, sí. Porque Marie hdesaparecido, con las telas y lomantones.

Consuelo se lamentó por lndiscreción: era el tipo de noticiuctuosa que a Neus le encantaba i

compartiendo por ahí. Pero se dijo qu

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a daba igual: después de todas landagaciones que habían hecho, se habí

enterado ya demasiada gente de s

desgracia. Y era mucho más fácil quClara supiese lo que había pasado poalguien del gremio de las costureras qupor el de las criadas.

La cara de Neus era un poema. —No puede ser. Pero ¿cómo…

Pero ¿entonces…? Pero ¿entonces qu

hacéis? —Hacer los que nos dé tiempo hacer con la tela que hemos podidcomprar.

Y mientras Neus se desplomabsobre una silla, con expresión de horrorRoser por fin pudo meter baza:

 —Pero ¿qué necesitáis, manos

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elas? —No podemos pagar ninguna d

as dos cosas —contestó Antonia.

Roser les dijo que ella no sabícoser, y que de hecho había ido apalomar a ver si podían modernizar algsu ropa, ahora que iba a tener que buscaun nuevo lugar de trabajo, hacer visitasdar buena imagen. Pero que tenía telamuchísima tela, y que seguro qu

podrían llegar a un acuerdo. —Yo os la traigo, a ver si os sirve ya hablaremos.

Fue una suerte que cuando volvi

con las telas, con una hermana menor con otra amiga que, según ella, cosíacomo los ángeles, Ramón ya hubieslegado a casa, porque aunque entre la

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res se apañaron para empujar lcarretilla por las callejas del Born, couna montaña de ropa que amenazaba co

desplomarse a cada paso, para subirlhasta el palomar necesitaron ayuda.

Antonia y Consuelo no dabacrédito cuando empezaron a desenrollacortinas de terciopelo, visillos, tulesropa de cama de colores estrafalarios…Todo de primera calidad. Roser dijo

que había sido ama de llaves en un hoteque acababan de vender, y que como nopodían pagarle los sueldos atrasados, lhabían dejado quedarse con tod

aquello. Explicó que su hermana Blanc su amiga Aurora también trabajaban e

el hotel, y también se habían quedadsin trabajo. Podían echarles una man

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esas semanas, solo con que les dejaradormir ahí hasta que encontraran otrcosa.

Antonia no se atrevió a aceptar poella misma, y buscó la mirada dConsuelo: ¿cuatro mujeres durmiendo eel palomar?, ¿dónde? Pero Consueldijo que le parecía perfecto, y que quizesas semanas ella podría dormir en casde Antonia, si a ella no le importaba.

Cuando por la noche Luis pasó visitar a Consuelo —habían dejado ddar paseos, y ella solo se permitía paramedia hora para comer cualquier cosa

seguir trabajando a la luz de un candil—se encontró cuatro mujeres cosiendo eel palomar, y a una quinta, Roser, queparecía que había montado un

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avandería en el terrado.Cuando ella le contó la

novedades, lo primero que le dijo es qu

debería instalarse con él en la masía, asdescansaría mejor. Consuelo no entró cuestionar si realmente iban a descansaalgo, solo contestó que estaba muy lejo tardaba demasiado en ir y volver.

 —Pero ahora ya son tres, tampochará falta que estés aquí tanto tiempo —

nsistió.Consuelo casi logró que no se lnotara la irritación. De toda lnformación que le había dado, Luis s

había quedado, básicamente, con lo que preocupaba a él: volver a tenerla e

su cama. Y ¿por qué había dicho «sonres», en vez de «sois cuatro»? Ese er

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su sitio, y Antonia era una hermana, os mantones eran su invento y s

responsabilidad. Aunque eso

posiblemente, Luis no lo entendiernunca.

 —Gracias, Luis, pero prefierquedarme aquí.

Otro «gracias, pero». Últimamenteodas las ofertas de Luis habían sid

rechazadas con «gracias, pero»: habla

con Clara; salir a tomar algo; prestarlealgún dinero para comprar más telaspasar la noche en la masía; pasar udomingo de nuevo en la playa; instalars

con él. —Como quieras— dijo, y a él sí s

e notó más la irritación. Nunca, jamáshabía ofrecido a ninguna mujer qu

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compartieran techo. Porque tampocnunca antes había echado tanto de menoa una mujer los ratos del día que n

estaba con ella. De alguna manerasentía que había vuelto Teresa Pou, cosu manto de reserva y de distancia. Sestaba allí, y a veces sonreía y sabrazaban como antes, por fuera todestaba igual, todo estaba bien. Persentía que no era real, sino u

rampantojo en la pared: él veía lpuerta abierta, pero no había puertasolo un muro contra el que se seguíestrellando cuando intentaba cruzar

Durante algún tiempo se habíaentendido sin tener que hablarse. Ahorael lugar donde estuvieran lopensamientos y lo que sintiera Consuel

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se le antojaba el más remoto nalcanzable de la tierra.

Por su parte, ella estaba demasiad

ocupada como para subirse al árbol entrar en ese lugar a poner orden y hacesus cálculos de siempre. A veces lanvadía una vaga desazón, la nostalgi

prematura por algo que aún tenía. Quizfuera solo el agotamiento, o la traicióde Marie, o la tristeza por el final de es

historia de Nonell y su Consuelo, qudemostraba que el amor se acababa que los mundos distintos solo podíafundirse por un tiempo luminoso, com

un domingo tras la semana laboral. Perdespués, inexorablemente, llegaba eunes… y dudaba de si Luis sabía vivi

en un lunes. Por eso se concentraba en e

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encargo, en trabajar a destajo y npensar.Luis, en cambio, mientras terminaba d

revelar las fotografías que le habíhecho a Consuelo con el mantón, el díde su primera vez, no podía dejar dpensar con amargura que últimamenthabía pasado más tiempo con esConsuelo de papel que con la de carne hueso. Pero al menos como fotógrafo s

sentía satisfecho: la cámara habícaptado perfectamente en la cara y laposes de Consuelo lo que estaba a puntde ocurrir. Cualquiera que viera la

fotografías pensaría que ese halsuplementario de belleza y misterio quucía la modelo lo aportaba el magnífic

mantón que la cubría. Solo él

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Consuelo sabrían que, por muy hermosque fuese el mantón, lo mejor que habíen esas fotografías era una muje

deseada a punto de entregarse. Luirecordaba el momento preciso en quomó cada foto, cuando no sabía qu

pasaría después, hasta que Consuelo lmiró y dejó caer el mantón al suelo, siguió mirándole, como dándolpermiso, y abrió la puerta para él

uego se deshizo en sus manos. Yentonces lo comprendió todocomprendió que ese día habría dado umundo por hacerla suya, y que despué

de ese día había dado por hecho que yo era, como si hubiera estad

esperando envuelta hasta que él labriese, como un regalo. Pero Consuel

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no era un regalo, era un milagro, unaparición que podía ser fugaz si él nuchaba por atraparla. Y desde luego

que iba a hacerlo.Las nuevas incorporaciones al palomahabían resultado ser una bendiciónRoser no mentía: Blanca y Aurorcosían bien, y ella misma, una vez acabcon todo el lavado, empezaba defenderse con la máquina de coser. La

res parecían estar encantadas con snuevo trabajo, e incluso con dormiapretujadas, turnándose a quién locaba el jergón. El único problema er

que Andreuet se encariñó tanto coBlanca que no dejaba de interrumpirlpara que jugara con él, y finalmente erella quien bajaba al entresuelo

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prepararle las comidas y conseguir quse las terminara. Antonia le estaba muagradecida porque así se ahorraba subi

  bajar todos esos escalones, con esripa inmensa que hacía temer qulevara gemelos.

 —Qué buena mano tienes con loniños —le dijo un día. Y le preguntó senían más hermanos.

 —Ahora somos solo las dos —

contestó rápidamente Roser—. Habídos chicos entremedias, pero murieron.Blanca asintió, y puso cara d

pena. Era la respuesta que siempr

daban. En realidad, Roser había tenido su hija Blanca con quince añosExpulsada de la casa donde el señor lhabía preñado, se había plantado en u

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burdel de la calle Arco del Teatrodonde disimuló su embarazo todo eiempo que pudo, y luego la madam

dejó que se quedaran las dos. Blanchabía crecido entre las putas, haciendalgún recado, cosiendo lo que hicierfalta y ayudando en la limpieza. Así, erealidad era más veterana allí quAurora, que había llegado hacírelativamente poco a Barcelona desd

una ciudad de provincias. El día antede que Roser se presentara en epalomar, la policía había hecho unredada en el burdel y lo había cerrado

La madame consiguió huir llevándosodo el dinero de la caja —que no serí

poco porque El Paraíso era de lomejores locales de Barcelona, con l

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clientela más pudiente—, y Roser, quseguía teniendo llaves del edificiohabía encontrado un buen uso para s

recargada decoración textil. Mientracosía a máquina el damasco de cologranate con flores para unirlo con ecubrecama rosa bordado, se dijo quaquella redada había sido un increíblgolpe de suerte. Se había salvado, dmomento, de patearse todos los tugurio

del Paralelo buscando un nuevo hogarangustiada por cómo iba a mantener Blanca lejos del oficio. Vio a su hijugando con Andreuet y pensó que serí

una buena madre. Mucho mejor, segurode lo que ella había sido.Todo iba sorprendentemente bien, dmodo que Consuelo decidió no contarl

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a Antonia la conversación que acababde tener con Pepa, la vecina qurabajaba en el taller de El Siglo. Po

suerte, se la había encontrado en la callcuando iba al palomar a verlas, y todhabía quedado entre ellas dos.

Cosía tan abstraída, intentanddisimular lo mucho que la había alteradel encuentro, que no oyó entrar a Luisque fue directo hacia ella, la cogió po

a cintura y la empujó hacia el terrado. —Será un momento —le dijo Antonia, que siguió cosiendo como snada.

Luis se sentó en el suelo. —Venga, tú también —le pidió

Consuelo, que entrecerraba los ojopara protegerse de la repentina claridad

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Cuando estuvieron frente a frenteLuis extendió las fotos sobre labaldosas. Bajo la luz directa del sol, e

blanco y negro de las imágenesperfectamente contrastado y degradadose veía aún mejor que en su estudioEstaba seguro de que, al verlasConsuelo recobraría aquella sensacióde incredulidad, de milagro y maravillagual que lo había hecho él. Y entonce

volverían juntos a ese lugar imprecisoejos del traqueteo irritante de lmáquina de coser, de los plazos, ecansancio, lo real y los «gracias, pero».

Tenía razón. Consuelo vio en lafotos lo que ocurrió aquel día, y su piese lo recordó con detalle, y sestremeció.

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 —Son preciosas… —dijo.Y Luis se preguntó si había llegado

por fin el momento de besarla

abrazarla, llevarla lejos, en brazoscomo la había subido a su ático aquellvez. De rescatarla por fin de todo esmundo que la tenía presa, de liberarla da realidad en la que se había enredado.

Pero Consuelo no solo recordóambién se sorprendió. En realidad l

costaba reconocerse en las imágenesEra una versión mejor, una obra de arteSe preguntó si a Fabia esa mujer de locatálogos de moda también le resultab

desconocida, alguien con sus rasgospero que no llevaba su ropa, ni ssentaba como ella se sentaba, ni tenía svoz. Y se preguntó también si la gitan

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de Nonell se sorprendería al verse eos cuadros, inmóvil para siempre

abstraída, aislada del hambre, la

ormentas, los matrimonios desgraciado la vida real.

 —¿Esta soy yo? —dudó. —Eres tú. Eras así ese día,

podrías ser así todos los días. Vámonode aquí. Tú no eres así —dijo Luiseñalando hacia el interior del palomar.

Ahora Consuelo lo miraba con loojos bien abiertos, acostumbrada a lclaridad que ya no la deslumbraba.

 —Así, ¿cómo?

Y Luis supo que había caminadohasta el borde de un abismo, y que ellestaba a punto de darle la mano o uempujón. Pero no se arredró.

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 —Así como ellas —dijoseñalando hacia el interior del paloma—. Tú eres esa. —Y le señaló la foto

que ella aún sostenía entre sus manos.Consuelo las miró como si es

magen escondiera todas las respuestasHasta que oyó en la voz de Luis algmpensable.

 —Ven conmigo. Cásate conmigo.Cuando Consuelo le clavó los ojos

entre las pestañas negrísimas, Luis ysupo que iba a decir que no.Antonia estaba en la cama con lpequeña Lola. A su alrededor, Blanca

que tenía a Andreu en los brazos, RosaAurora y Consuelo la miraban esilencio.

 —¡Que llegue ya esa camioneta

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que me estáis poniendo nerviosa y se mva a cortar la leche! —dijo Antonia.

 —A ti la maternidad no te dulcific

el carácter —le dijo Consuelo. —La maternidad no lo sé, pero lo

partos seguro que no.Antonia había roto aguas casi en e

mismo momento que Consuelo le dio lúltima puntada al mantón número cienAsí que en la casa se juntaron vario

acontecimientos y obligaciones urgentesparir, embalar bien los mantones bajarlos a la portería, donde uncamioneta de El Siglo los iba a recoger

 que Consuelo se arreglara y prepararpara hacer la entrega.

 —No te quejes —le dijo Consuel—, me conformo con que la entrega vay

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an bien como tu parto. —Dicen que todos los niños viene

con un pan bajo el brazo —recit

Aurora, que estaba hecha un flan y no se ocurrían nada más que frases hechas.

Un bocinazo, seguido de unogolpes desesperados con la aldaba en eportal, acabó la reunión. CuandConsuelo se agachó para besar a Lolantes de irse, Antonia la retuvo por l

muñeca. —Cuando vuelvas me cuentas lque te ha tenido subida al árbol todoestos días. Que mis hijos se chupen e

dedo, no quiere decir que también lhaga yo.

 —¡Venga, Consuelo, que ya estodo cargado! —la apremió Ramó

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asomándose al dormitorio. Un vecino lhabía ido a buscar a la fábrica cuandempezó el parto y, por suerte, lo había

dejado salir.Efectivamente, en la calle l

esperaba Albert Martori, al volante da camioneta de El Siglo y también coos nervios a flor de piel. No lo habí

pasado tan mal para llegar hasta allcomo la primera vez; al menos no habí

enido que conducir bajo el escrutinio da jefa. Pero seguía sin encontrarlningún sentido a tener que meterse cosu hermoso vehículo por aquellas calles

mucho más adecuadas para carros carretillas.

 —La señora Morgadas no me hdicho nada de recoger a una señorita

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solo me ha hablado de los bultos —dijcuando Consuelo se sentó a su lado.

 —No se preocupe, le juro que n

endrá ningún problema —le asegurConsuelo. Y se calló que si alguien teníque tener problemas con la Morgadaaquel día, seguro que iba a ser ella.

Al señor Martori le parecisuficiente, de hecho estaba dispuesto dar por buena cualquier explicación qu

e permitiera salir de allí de inmediatoEl buen hombre conducía taconcentrado en conseguir que nada nnadie rozara el coche que Consuel

pudo subirse al árbol sin ningúproblema.

Le preocupaba mucho la entregapor todas las dificultades que había

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enido que superar y todos los cambioque habían tenido que hacer. ¿Qué diríClara cuando no reconociera sus telas?

¿qué habría estado haciendo después drecibir el recado de Pepa, si es que lhabía recibido? Antonia tenía razónConsuelo se había callado muchacosas.

La primera, lo que pasó cuandpocos días antes de acabar el plazo s

encontró con Pepa. Enseguida la alarmque la modista de El Siglo la estuvierbuscando, y en cuanto empezó a hablaaún fue peor: Clara les había dado e

mantón para que intentaran copiarlopero a pesar de que llevaban todo el dícon él, no tenían ni la más remota idede cómo conseguir aquella caída ni co

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qué criterio mezclar las telas para lograun conjunto tan armónico, como ucuadro.

 —¿No me puedes dar ningunpista? Ya te puedes imaginar cómo sepondrá la jefa si no lo conseguimos.

Aunque Consuelo lamentó poner Pepa en un aprieto, no tuvo ni umomento de duda. Respondió comuchísima calma.

 —Mira, siento que te toque estar emedio, pero nosotras no te hemos puestahí. Así que dile por favor a lMorgadas que has hablado conmigo. Y

que yo me he puesto hecha una fiera ecuanto he sabido lo que estabaihaciendo. Dile que si ella hacmantones, yo voy a hacer mil más y lo

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voy a vender a mitad de precio a todaas tiendas de Barcelona, y hasta en la

puertas de El Siglo si hace falta.

A Pepa, desde luego, le pareció unencargo envenenado.

 —Pero es que la jefa cree que nvas a cumplir, se lo dijo el fotógrafoguapo, el de los catálogos.

A Consuelo se le heló la sangre. —¿Luis Martí?

 —Sí, ese. No veas lo furiosa questaba cuando vino al taller —explicPepa.

 —Yo ya te he dicho lo que te tení

que decir —atajó Consuelo, y se fue.Aquel día se había refugiado u

rato en Santa María del Mar, parranquilizarse y calcular, como solía, la

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opciones posibles. Allí decidió que noba a decirle nada a Antonia ni, po

supuesto, a las nuevas. Aunque Pepa no

e diese el recado a Clara, quedaban tapocos días para la entrega que no teníaiempo de nada. Ni siquiera en loalleres de El Siglo podrían fabricaantos mantones en la fecha prevista

suponiendo que supieran cómo hacerloClara tendría que cumplir su parte de

rato. Todo iba a ir bien.En lo otro, en Luis hablando coClara a sus espaldas, en eso que era lrealmente inesperado y doloroso

decidió no pensar siquiera. No querícreer que Luis se hubiera sentido en lobligación de avisar a Clara, «que eruna de las suyas»; o que hubiera creíd

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su deber interceder por ella, que no ernadie, ante su igual. ¿La habíraicionado? ¿Por qué no le había dich

nada? El ambiente sereno de SantMaría del Mar, el murmullo de una viejque unos bancos más adelante rezaba erosario, la ayudaron a sosegarse. QuizLuis estuviera ahora en el palomaresperando a que llegara para contarle smprevista visita a El Siglo. Quizá tod

uviera una explicación, y entonces quizrecobraría la esperanza en un mundo dos dos, en vez de esa afilada certeza d

que vivían, y siempre vivirían, e

mundos diferentes y lejanos; y que Luinunca aceptaría el de ella, con sus lunes

Pero Luis no se había presentaden el palomar con una explicación, sin

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con las fotos de una Consuelo que no erella, o que no era ella siempre; y unpropuesta de matrimonio alegre, festiv

  luminosa como un brindis en el baMarsella. Luis también percibía esodos mundos, la distancia infinita, pero lzanjaba asumiendo que el lugar dConsuelo era otro, y que ella «no erasí».

Albert Martori soltó una blasfemia

  Consuelo dejó a un lado supensamientos para asomarse por lventanilla. Había estado a punto datropellar a una chica que ahora s

recolocaba su sombrero, levantaba epuño y gritaba: «¡Higo de pega!», y unretahíla de insultos en francés. Uhombre le preguntó si estaba bien, y l

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ayudó a recoger las bolsas que habídejado caer con el susto. Consuelestuvo a punto de pedir al chófer que s

detuviera, pero no lo hizo: se dio cuentde que aquella chica era mucho más altque Marie.Marie se llevó una mano al sombrero dpaja. La última ráfaga había sido máfuerte y por poco no se lo lleva volando

 —  Regarde moi —le dijo Caroline

que estaba sentada a su lado. Y sedesanudó el pañuelo que llevaba acuello, se lo pasó por encima de ssombrero y se lo ató en la barbilla

Marie la imitó. Pensó que si Consuelo lviese, seguro que se le ocurría algúmodelo: una pamela de pescadora parricas. Como siempre que se acordaba d

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Consuelo o Antonia, Marie sintió afecto gratitud. Y como no le gustaba pensa

que ellas pudieran odiarla, no l

pensaba jamás. Estaba convencida dque algún día se reencontrarían pasarían juntas un rato muy alegreponiéndose al día. ¿Por qué no? Que ea vida todo era posible lo demostrab

el hecho de que ella estuviese sentada ea playa de Colliure, aprendiendo

coser redes de pesca, mientras dos dsus niños —sí, sus niños— estaban en lescuela y la pequeña corría por la playa

Al final, resultó que las barquita

ambién se compraban a plazos, comas máquinas de coser, y que para paga

cada plazo, solo tenía que vender unocuantos mantones en una tienda d

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Perpiñán, antes de pasar por el bancoSeguro que Antonia estaría orgullosa della, de que fuera tan emprendedora y s

administrase tan bien. La barquita era uhermoso llaüt   de vela latina al quVidal había insistido en llamar Maríaporque a su marido le gustaba presumi

de esposa española!Caroline le preguntó algo y, po

señas, Marie entendió que quería sabe

de qué se reía. ¿Cómo podía contárselo¿Cómo hacerle comprender lo graciosque era que Vidal la llamase Marícuando hacían el amor? Si no era

gallinas del mismo gallinero, si nsiquiera hablaban lo mismo… PerMarie se dio cuenta de que por primervez tenía ganas de contar su vida, l

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vivida, la de verdad y no la inventada. Yo intentó.

 — Quand j’étais petite,

arcelone…

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23

 La entrega

Clara Morgadas había recogido dmanos del jefe de contabilidad ebalance actualizado de los ingresos

gastos de la galería. Con solo echarle uvistazo supo que había maquillado lonúmeros todo lo que había podidontentando que pareciera una aventur

menos ruinosa de lo que estabresultando. Aquel contable llevaba toda vida en El Siglo y al principi

actuaba de informador para los Cotspero Clara se lo supo ganar poco poco, con una mezcla de autoridad encanto femenino, y ahora era uno de su

mejores aliados. Lástima que fuera ta

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poco sutil: en cuanto Faustino viera esoasientos en el balance, iba a soltar uncarcajada. En cualquier caso, no l

había encargado para enseñárselo a scuñado, aunque lo acabaría viendo, sinpara medir el impacto que la venta dmantones tendría en las cuentas, que sban a considerar parte del negocio de l

galería. Cuando vendieran los ciemantones —calculaba que par

mediados de septiembre, cuando scerrara la exposición— volverían actualizar el balance usandexactamente los mismos criterio

contables que había usado en este, pocreativos o hasta absurdos que fuesen.

Clara se detuvo en el rellano de laescaleras y contempló el ordenad

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rasiego de los grandes almacenes. Máque disfrutar de los paisajes de su reindesde la almena, miraba con la f

resignada de un campesino que se hdejado la espalda sembrando y no tienni idea de si lloverá o no. Había pocmás que pudiera hacer, aparte desperar.

Ya había organizado un espaciounto a la puerta de la galería, par

nstalar un mostrador, un maniquí —solouna cabeza sin rasgos y unos hombroforrados en tela, sobre una base dmadera— y una cortina tras la que hiz

colocar un espejo de cuerpo entero. Nhabía sitio allí para un auténticprobador, pero desde luego sabía quninguna señora iba a probarse el mantó

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para mirarse de frente y perfil, ensayaposturas favorecedoras y poner caritas a vista de todo el mundo. En un cajó

del mostrador había, ordenados poorden alfabético, pequeños rectángulode seda con letras bordadas a manopara coserlos a cada mantónmarcándolo con las iniciales de lcompradora. Lo tenía todo preparadpara empezar a vender esa misma tarde

Lo único que faltaba eran los mantones.Después del intento de copiarlos eel último momento, gracias a lconversación con Luis; y después de qu

Pepa se hubiera casi echado a lloracuando tuvo que decirle que no sabíhacerlo, y que además Consuelamenazaba con inundar Barcelona d

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mantones a mitad de precio si lntentaba, Clara había tomado do

decisiones: una, que solo podía esperar

  dos, que a la próxima lo qucompraría sería el patrón en exclusiva, no el producto fabricado.

Desde el principio había tenido sududas respecto al trato con lacostureras del Born: vaya trío, aquelloca que no pronunciaba las erres, l

otra que parecía que se iba a poner dparto en cualquier momento y lmpostora gitana. La verdad es que l

habría gustado asomarse ella misma a

aller de la calle Cirera para ver cómba la fabricación, pero eso habrí

delatado su ansiedad y la importancique daba al encargo, cosa nada práctic

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para futuras negociaciones. Pero que npudiera ir ella en persona tampocquería decir que se desentendiese de

odo, y había mandado al chico de lorecados a seguir fisgando. Los primeronformes del recadero fuero

alentadores: las chicas parecíacontentas, había oído que una de elladecía a una dependienta del mercadque ya habían hecho la mitad de

pedido… Así que poco a poco se furelajando: Consuelo iba a cumplir eplazo; tenía que reconocer que, aunqumpertinente, la muchacha er

responsable y muy capaz.Pero de repente todo empezó a i

mal: el recadero le dijo que al pareceas chicas estaban comprando telas

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¿Para qué querrían más telas? ¿Ibanefectivamente, a vender más mantones otras tiendas? Luego Luis se present

con vagas noticias de que necesitabamás tiempo, y a plantear como favopersonal que se lo tomara con calma. Spuso como un energúmeno cuando lreacción de Clara fue llamar al abogada examinar el contrato y ver de qumanera podían reducir el daño, ¿y qu

esperaba? Cómo era posible que Luiuviera tan poca idea de cómo funcionun negocio… Prefirió no malgastar eiempo explicándoselo y aguantando s

ra: fue de inmediato a los talleres, coel mantón que ya tenía, a encargarle Pepa que se pusiera a copiarlo aunquuviera que usar para ello toda l

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maquinaria de confección de El SigloEsa inútil de Pepa…, a la que solo se locurría ir a hablar con Consuelo

volver con lágrimas y el recado de unamenaza. Insistía en que cumplirían eplazo, que estaba segura, que Consuelse lo había dejado bien claro… y, sobrodo, que los intentos que había hech

por reproducir el mantón no estaban a laltura. Y eso Clara Morgadas había

podido comprobarlo por sí misma.Clara no podía negar que el asunthabía supuesto un carrusel demociones, si al final era también u

negocio se habría salvado por los pelosPronto lo sabría: hacía ya una hora quhabía mandado la camioneta a la callCirera. Se quedó rondando la entrada d

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mercancías, esperando ver aparecer aal Martori. Cuando por fin llegó, no l

sorprendió que también Consuelo s

bajara de la camioneta. Le pareció questaba levemente ansiosa, como ellmisma, y cuando desempaquetaron lomantones supo por qué.

 —Esto no es lo que habíencargado —dijo.

Consuelo le explicó que las tela

que El Siglo había enviado habíasufrido un desperfecto sobre el que nquiso dar detalles, pero que estoejidos nuevos en realidad se ajustaba

mejor a la idea que tenían —eran mávariados, con más historia— y que, a smanera, ayudaban a crear una pieza máexclusiva. Mientras hablaba, Clara ib

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nspeccionando unos cuantos mantonedel derecho y del revés. Se dio cuentanaturalmente, de que faltaba

precisamente las telas más caras, y quo de «tener historia» segurament

quería decir que eran ropas que yhabían tenido otra vida. No, eso no ero que habían acordado. Pero lo

mantones le parecieron igualmentbonitos, por no decir espectaculares, as

que le costó un poco aparentacontrariedad. —De acuerdo. Pero me ve

obligada a deducirte un treinta y cinc

por ciento sobre el precio acordadoSeguro que lo podéis recuperavendiendo mantones hechos con mielas, por mucho desperfecto —y pus

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énfasis en «mis», y en cambio la palabrdesperfecto sonó como si la dijerhaciendo un gesto de comillas con lo

dedos— que hayan sufrido. Si es que no habéis hecho ya, y a mí me estáintentando colar estos otros.

Consuelo clavó la mirada en ClaraPensó no solo en los plazos de lmáquina de coser, y en la nueva bocque Antonia tenía que alimentar, sino

ambién en Roser, Aurora y Blanca, queas habían sacado del apuro y con laque estaba en deuda. Aunque nohubieran acordado ninguna cantidad

porque no sabían qué iban a conseguir afinal, sin duda merecían una buenrecompensa, y un tercio del dineracordado no sería nada para El Sigl

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pero sí mucho para ellas. No pudo evitapensar también en ella misma, y en quClara Morgadas de nuevo tenía motivo

para dudar de su honradez, para verlcomo una gitana ladrona, sisando ddonde podía.

 —Nos las robaron. Lo juro, norobaron las telas. Tienes que creernos.

 No podía fallar así a sucompañeras, ni dejarse pisar por Clar

ni salir de allí sin un céntimo menos do prometido. Pero de pronto, aunquAntonia la habría matado de habeestado allí, se oyó decir:

 —Páganos menos, si no me creesPero es verdad. Lo juro. Nos robaron aún así hemos hecho todo lo que hemopodido por cumplir.

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Y Clara la creyó. Ahora todo —lacompra de telas, las informacionecruzadas del recadero y de Luis— tení

sentido. Pero los negocios eran lonegocios: no pensaba bajar el precio dventa que había calculado por lomantones, para que siguieran siendo uartículo de lujo, pero quizá las clientano los vieran así. Mientras firmaba ualón, dijo que de momento les pagarí

un ochenta por ciento, y si los mantonese vendían bien y no había qurebajarlos, cuando se agotaran les daríel resto. Clara había calculado que serí

en dos meses, pero se agotaron en unsemana.

La Morgadas cumplió su palabraen cuanto vio que eran un éxito, casi a

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día siguiente de ponerlos a la venta, hizvenir a Consuelo, pagó la deuda, y lhizo pasar al despacho para hablar d

negocios. De igual a igual. Queríhacerle otro pedido, esta vez dquinientos mantones, y pensaba que ermás práctico que los hicieran ahí mismoen los talleres. Tendría las telas siempra mano y a buen recaudo: ahí no entrarínadie a robar nada. Pondría a s

disposición todas las máquinas de coseque necesitara, y las costureras de ESiglo que escogiera a sus órdenes.

 —No hará falta —dijo Consuel

—. Tengo las que necesito, las quayudaron a hacer los primeros. Podríarabajar aquí.

Clara tardó en contestar. Aunque

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posiblemente, las costureras de las quhablaba Consuelo cobrarían igual, menos, que las que trabajaban en E

Siglo. Dijo que lo pensaría. —No es negociable —insisti

Consuelo.Clara tamborileó con el lápiz sobr

a mesa, irritada. También podríntentar comprarle el patrón, como habí

decidido hacía una semana, per

sospechaba que lo que hacía único a esmantón estaba solo en la cabeza dConsuelo, en las adaptaciones novedades que ella introducía en cad

uno, en la combinación de colores, qudesafiaba el buen gusto y el sentidcomún, pero que funcionaba a lperfección. Entonces posó la vista en e

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absurdo balance que le había entregadel jefe de contabilidad, y decidió quera mejor no arriesgarse: incluyendo lo

mantones en la cuenta de resultados da galería, no haría falta siquier

maquillar los números para complacer os Cots.

 —¿Alguna cosa más? —preguntó, Consuelo no debió de percibir su matirónico, porque contestó que d

momento nada más, pero que podríahablar al cabo de unos días.Resultó que no había ningún visitante da exposición que no se detuviera junt

al mostrador y pidiera ver más mantonecomo el expuesto sobre el maniquí. Nsolo mujeres: como no importaba lalla de quien fuera a vestirlo, lo

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hombres que acudían solos creían quera un regalo perfecto para llevar a sesposa, que se había quedado en s

ciudad de provincias, y demostrar quse acordaban de ella y, de paso, quhabían empleado el tiempo en Barcelonpara hacer visitas culturales y no, comella pensaría, para ir de parranda. Erealidad hacían las dos cosas: aunquhubieran cerrado El Paraíso, Barcelon

seguía siendo una ciudad muhospitalaria para caballeros solosAlguno hubo que se llevó dos mantonesa la dependienta le costó contener un

sonrisa cuando le dio las inicialesdistintas para cada mantón, y el tipo dijde pasada que uno era para su hijaaunque seguramente serían uno para s

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fiel esposa en Lérida y otro para samante barcelonesa.

Al cabo de poco tiempo, pasar po

El Siglo para comprar uno de esomantones se convirtió en una obligaciópara el casado que visitara Barcelonaporque ya alguna amiga de su mujehabría presumido del regaloFinalmente, mucha gente ni se molestaben entrar a ver los cuadros de Nonel

aunque, con muy buen juicio, Clarordenó que el catálogo de la exposicióestuviera siempre dentro de la galeríapara animar a que pasaran al menos

coger uno como prueba de que habíaestado allí. Pero también era verdad qumucha otra gente que, en cambio, solo sacercaba a llevarse su mantón, sin tene

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dea de su inspiración nonelliana ni dque hubiera cuadros por allí cercaacababa asomándose a la galería

quedando fascinada por las obras. ClarMorgadas siempre había insistido a sfamilia política en que los cuadroserían un buen reclamo que ayudaría as ventas. Pero nunca, jamás, habrí

podido pensar que las ventas de ropban a servir de reclamo para ver lo

cuadros. Pensó que tendría qudecírselo a Juli Vallmitjana, a ver lacara que ponía.Antonia estaba en el palomar, co

Andreuet y con Lola, acabando de untael pan con tomate. El queso ya estabcortado y la jarra de gazpacho esperaben el rincón más fresco, junto con l

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coca de cabello de ángel y piñones.Esa iba a ser la última noche d

Roser, Blanca y Aurora en el palomar

La aventura de los mantones había idan bien que habían alquilado su propi

piso. Y aunque se seguirían viendo poel barrio —se iban a vivir a la callFlassaders— y por El Siglo, todaestuvieron de acuerdo en que la ocasiómerecía una celebración especial.

Antonia salió al terrado, seguidpor Andreuet. Una ráfaga de brisa qusubía desde el mar le trajo ese olor quera el de toda su vida, húmedo y salado

Se sentó con su hijo mayor en una de lasillas que ya había sacado fuera y, comoantas veces, le habló de cuando aún n

era huérfana:

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 —Una vez tu abuelo pescó unintorera, que es un pez muy grande co

muchos dientes. Me acuerdo como s

fuera hoy de cuando llegó a la playa, unarde muy parecida a esta. «¡Ven

Antonia, ven!», y yo crucé la playcorriendo hasta sus brazos abiertos. Yahí estaba la tintorera, en el fondo de lbarca. «Te voy a regalar sus dientes»me dijo tu abuelo. Y me los regaló. En

nuestra casa se quedaron, con todo ldemás. Espero que por las noches lemordieran el culo a mi tío, a la tía y odos mis rejodidos primitos… —Y

fingió morder la barriga de Andreuetque se moría de la risa.

Desde que nació, Andreuet sconvirtió en el confidente que nunc

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había necesitado. Enseguida notó que aniño le encantaba oír su voz, y comsabía pocos cuentos y no le gustab

contarlos, Antonia le hablaba de todo loque le pasaba por la cabeza o por ecorazón.

 —¿Te estás haciendo mayorverdad? —le dijo—. No, si yo malegro mucho, ¿sabes?, pero pronto voa tener que ir con cuidado con las cosa

que te cuento. Pero aún no, esta tardaún nos podemos cagar en los rejodidoprimitos, ¿a que sí?

Y Andreuet la premió con má

risas y un abrazo. Y entonces Lolaarrancó a llorar, otra vez. Sí, Lola lhabía salido tan quejica que se estabganando a pulso el mote de la Llorona

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nada que ver con el bendito de shermano, que había debido de salir máa Ramón.

Por suerte en ese momentempezaron a llegar las chicas y Andrese lanzó a los brazos de Blanca, así quAntonia pudo coger a su pequeñmientras las otras acababan dprepararlo todo.

 —¡Qué suerte poderte quedar e

casa con los niños! —le dijo Blanca. —Pero si me lo estoy perdiendodo. Con lo que me gustaría a mí ir a E

Siglo con vosotras.

 —Pues yo me cambiaría por ti coos ojos cerrados —le confesó Blanca.

Y Antonia la creyó tanto que derepente vio el cielo abierto. Tenía qu

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hablarlo con Consuelo.Cuando la fiesta ya estaba e

marcha, Neus apareció a su manera: s

asomó al terrado con su cara habitual destar pasando por un mal momento.

 —¿Se puede? —¡Buenas noches! —la salud

Consuelo, y le cedió su silla para que ssentase con ellas un rato, al fin y al cabgracias a ella habían conocido a Roser

que se había convertido en la solución sus problemas.Pero Neus no quiso sentarse. L

hizo señas a Consuelo para que entras

en el palomar. —Es que tengo que decirte algo…

a ti sola. O a Antonia —dijo haciéndosa misteriosa y mirando suspicaz a la

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otras. —Creo que será mejor que lo diga

aquí, delante de todas —dijo Roser, qu

se puso en pie.Consuelo y Antonia se miraro

extrañadas, ¿qué estaba pasando? —¡Por el amor de Dios! Suéltal

a, Neus —se exasperó Antonia.Y Neus arrancó pidiendo mi

perdones y disculpas, porque, d

haberlo sabido, jamás habría llevado Roser hasta el palomar, que ella solo sa encontró en una mercería, y com

preguntaba por alguien que hiciese bie

arreglos, pues por eso la llevó, con todsu buena intención, para que todasalieran ganando, pero que de habesabido «lo suyo», pues que no lo habrí

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hecho.Consuelo puso los ojos en blanco. —Abrevia, Neus. Has venido

contar «lo suyo», ¿no? Pues yo caspreferiría que no…

 —Déjala, Consuelo, por favor —lpidió Roser—. Si no es hoy será otrdía, mejor acabamos ya con esto.

Y Neus, después de haber vistopeligrar la oportunidad de soltar e

bombazo, no vaciló más. —Que son las de El Paraíso, eburdel de lujo. Que son… eso.

 —Putas —aclaró Roser—. Neus h

venido a deciros que somos putas. O quo hemos sido, si es que una se puedlegar a quitar ese sambenito de encima

Bueno, mi Blanca no. Ella…

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 —¡Un momento! —la interrumpiConsuelo—. Gracias, Neus. Ya puederte, supongo que tendrás prisa.

Y la acompañó hasta la puertmedio a rastras, y se aseguró de qubajaba las escaleras hasta el portalCuando volvió al terrado, Antonia yhabía empezado con la batería dpreguntas.

 —¡Madre del amor hermoso! —

suspiró cuando se hubo hecho una idede todo lo que había pasado—¿Entonces toda la ropa que hemoutilizado para hacer los mantones vení

de un burdel? —Un burdel muy fino —aclar

Aurora—. La mejor clientela dBarcelona, todos ricachones.

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 —Ya. Pues resulta que ahoracubren a sus legítimas con los retales dsus queridas —dijo Antonia.

 —¿No os parece bonito? A vecea realidad es puro arte —dijo Roser.

 —Brindo por eso —dijo Consueloalzando su vaso, y con una punzada dmelancolía por el Marsella y laconversaciones locas salpicadas dpalabras en italiano.

Aurora vio que el vaso dConsuelo estaba vacío y se dio prisa erellenárselo con la botella de vermuque había en la mesa.

 —Siempre es una buena hora paromar un vermut —murmuró Aurora cas

para sí mientras lo hacía.Consuelo se la quedó mirando co

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a boca abierta. De repente su cabeza shabía iluminado con una idedescabellada: vermut, Reus, Aurora…

 —¿Por casualidad, no conocerás una tal señora Pou, de Reus? —lpreguntó.

Aurora la miró, pasmada. —Da la casualidad de que l

conozco… íntimamente —admitió codescaro.

 —Yo fui la siguiente —dijoConsuelo.Y a las dos les dio un ataque d

risa imparable.

Luis dio un par de golpes rápidos en lpuerta y abrió, como siempre, siesperar respuesta, pero al ver que Clarestaba al teléfono se detuvo un moment

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en el umbral, levantando las cejas, alzó en sus manos un sobre. Ella le hizun gesto para que se sentara.

 —Bueno, mira —estaba diciend—, eso lo hablaremos cuando haya algen firme. Son todo porquerías, además

o creo que puedas llevártelas allí.Clara hizo un gesto de aburrimient

que no era un guiño a Luis, a quien nsiquiera miraba, sino simplemente e

resultado de diez minutos dconversación con su hermana ConchitaLuis encendió un cigarrillo y rescató ucenicero de debajo de una pila d

catálogos de moda. —Pues porque nadie quier

muebles viejos, Conchita. Claro quellas preferirán dinero. Sí, las monja

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prefieren dinero. Pues porque ya scomprarán lo que necesiten. Oye, tengque dejarte. Si quieres te mando e

coche y vienes a casa a cenar, ¿tparece?, y lo hablamos tranquilamente.

Clara colgó el teléfono y suspiró.Luis dejó el sobre en la mesa. Er

una nota que la secretaria de Clara habíenviado por correo pidiéndole que fuera El Siglo.

 —¿Y esto? ¿No es muy formal? —Por si te daba por no volver aparecer por aquí. Tenía que hablacontigo, y como la última vez te fuist

an… alterado… —Mi culpa. Olvidé que eras un

mujer de negocios, y sobre todo que mprestas una casa. No puedo permitirm

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estar alterado contigo. Aunque, de lmasía, quería decirte que…

 —Vamos a venderla. No tiene nada

que ver con lo del otro día, te laseguro, Luis.

 No mentía. La última vez que loMorgadas habían tenido que ir al notaripara trámites relativos a la herencia dsu padre, Conchita les había anunciadque entraba definitivamente en e

convento. Ni se le pasaba por lmaginación que tuviera que pagar poello, y cuando sus hermanos lmencionaron la dote que debería dar

as monjas, les había mirado como sestuviesen locos. Conchitanaturalmente, no tenía un duro. Nampoco el resto de Morgadas tenían l

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posición desahogada de Clara. Aunquella se ofreció a pagarla, los demánsistieron en que tendría que ser entr

odos. La idea de que su hermana lesacara del apuro les había parecido ecierta forma humillante, quizá porque nes entraba en la cabeza que no fuera

ser el dinero de Fernando Cots, sino ede ella, del sueldo que había establecidpara sí misma a los pocos meses d

hacerse cargo de El Siglo, y que desduego consideraba merecido, perescaso.

Fue entonces cuando decidiero

que venderían cuanto antes la masía que Conchita se quedaría con la mitade ese dinero para pagar su ingreso en econvento. En el palacio de la call

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Ancha había demasiados cuadros quasar y muebles que repartir; y sobrodo era demasiado valioso, aunque sol

fuera sentimentalmente, como para unventa rápida. El viejo Morgadas ydebió de intuir que con él se acababa lhistoria de su familia en el palaciodespués de tantas generaciones: lo habíegado a su primogénito, como s

esperaba, pero en cambio habí

ordenado en su testamento que «lo quhubiera en el interior en el momento dsu muerte» —no se atrevió a hacenventario porque cada dos por tre

andaba vendiendo cosas— se lrepartieran todos los hijos, a parteguales. Sabían que la masía, quambién debían repartirse, valdrí

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mucho más dinero si esperaban hastque las grúas culminaran su inexorablavance hasta sobrepasar la Catedral d

os Pobres. Pero, en realidad, a todosalvo a Clara les venía muy bien udinerito rápido para tapar agujeros, Conchita tenía que pagar su dote aconvento.

Lo más curioso fue que la únicque se opuso a deshacerse de la masí

fue Conchita, que estaba a punto drenunciar a todos los bienes terrenalepara concentrarse en los del Cielo. Lentró de repente un arrebato nostálgico

  dijo que sus sobrinos deberían jugaen la finca como ellos habían jugado, que era una pena. Y cuando todos lconvencieron de que lo que ella llamab

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«la finca» ahora era un descampado qupronto engullirían los edificios dvecinos, y que ninguno de sus sobrino

había puesto el pie en ella ni lo pondríamás, empezó a obsesionarse co

visitarla ella para despedirse y parlevarse cosas, porque era una pena. D

eso había hablado por teléfono coClara, como hablaba casi cada día, Clara le habría mandado un camión co

odos los trastos de la casa si no supierque entonces, en breve, la estarílamando todos los días para decirle qu

no sabía qué hacer con ellos, porque er

una pena.Si a Luis le había sorprendido l

noticia de la venta, no lo demostró, Clara siguió hablando:

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 —No hay comprador aún, y tpuedes quedar hasta que aparezca unopero quería avisarte por si quieres i

mirando otra cosa. No creo que tardepedimos un precio bastante asequible.

Y mantuvo la expresión más neutrque pudo, aunque por dentro se estabriendo de ella misma: su hermanmayor, que sabía que Luis vivía en lplanta de arriba, había sugerido que ta

vez le interesara comprarla a él. Clare dijo que no tendría ni dinero ni ganade echar raíces en Barcelona, pero él lnsistió:

 —Tú ofrécesela y dile que estbarata. Su padre sigue siendo riquísimo a lo mejor si se lo pide, se la regala.

Y Clara dijo que sí, que se lo

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propondría. Y eso es lo que considerabaque acababa de hacer.

 —Gracias, Clara. Por avisar y po

habérmela prestado todo este tiempoo me va a hacer falta buscar otro sitio

me voy a ir fuera una temporada, es lque te quería decir.

 —Espero que no sea… Dime quno es por nuestra discusión —dijo ellasinceramente preocupada. Y entonce

Clara le ofreció lo más parecido a undisculpa: no había reaccionado biecuando fue a verla, lamentaba habedesconfiado de Consuelo. Como y

había visto, había sido un error, peroenía que entender que estaba nerviosa

Luis no reaccionó a la mención dConsuelo, le pidió que no le dier

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ninguna importancia a lo que habípasado, dijo que él ya lo habíolvidado. Simplemente, llevab

demasiado tiempo en Barcelona, y teníganas de otras cosas.

 —Por supuesto. Sí que llevabamucho tiempo sin desaparecer… —Ellparecía más tranquila—. ¿Dónde te vaesta vez?

 —A Esmirna —dijo él.

 —No sé ni dónde está. ¿Eso es eMar Negro? —El Egeo. —Me lío con todos esos mares

Bueno, ¿y qué guerra hay en Esmirna? —Una grande. Los turcos s

dedicaron a exterminar griegos duranta guerra mundial. Y ahora los griegos

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armados por los ingleses, se estádedicando a exterminar turcosDesembarcaron en Esmirna y ahor

están luchando en Anatolia. —Con lo tranquilo que podría

vivir quedándote aquí y haciendo mácatálogos para mí. Te pagaría mejorahora van muy bien las cosas.

Y al ver la sonrisa de siempre dLuis, esa mueca burlona que le hací

fruncir el ceño, Clara también sonrióhabía estado raro una temporada, pero lgustaba tener al viejo Luis de vuelta…aunque fuera mientras le decía que s

marchaba a hacer fotos de una guerraPero ese también era el viejo Luis.

 —Aunque eso ya debes de saberlo¿no? —añadió Clara—, por tu

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contactos en la calle Cirera.Luis sonrió sin entrar al trapo. —¿Quieres que enseñe la masía

que haga algo? Aún me quedaré unodías en Barcelona. —El cambio de temfue brusco, pero pertinente.

 —No creo que haga falta, pergracias. Nos veremos antes de que tvayas, ¿verdad? —dijo ellaevantándose. Era miércoles, y tenía qu

haber empezado ya con la ronda dposibles proveedores.Por si acaso, se dieron un abraz

antes de que Luis saliera del despacho

Clara se quedó unos instantes mirando lpuerta cerrada. Recordó que alguna vehabía pensado que si engañase a smarido, sería con Luis. Y aunque ahora

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menos que nunca tuviera la menontención de engañar a Fernando —

estaban pasando una temporada marita

sorprendentemente feliz—, escoger Luis le seguía pareciendo una muestrde buen criterio. Vació el cenicero en lapapelera, y avisó a su secretaria de qua podía pasar el primero.

Luis agradeció que Clara no le hubiernsistido en que se quedase. Estab

contento por habérselo dicho ya, comsi se hubiera quitado un peso de encim—aunque, en realidad, todas las veceanteriores también se había acabad

marchando sin mayor problema, pese que ella amenazaba con buscarse otrfotógrafo más constante, o fingía que lpreocupaba que fuera a ponerse e

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peligro—. Pero estaba bien ir cerrandemas y dejando las cosas en orden

Sobre todo porque en esta ocasión n

estaba del todo seguro de que fuera volver a vivir en Barcelona: el mundera demasiado grande, y él ya llevabdemasiado tiempo allí. Estaba a puntde cruzar la puerta de los almacenepara salir a Las Ramblas cuando se dicasi de bruces con Consuelo, qu

entraba en ese momento. —Perdón —dijo ella sin mirarpero nada más decirlo y antes devantar la vista, ya supo que era Luis

Era la primera vez en su vida quConsuelo se encontraba con un antiguamante, y fue una sensación extraña, casdolorosa. Era raro haber estado ta

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untos, piel contra piel, y de prontvolver a ser meros conocidos, si es queso era lo que iban a ser, conocidos,

no se iban a ignorar directamente. Comsuponía que Luis tendría máexperiencia en eso, como en casi tododecidió esperar a ver cómo scomportaba, qué se hacía habitualmentecuál era el protocolo, para ceñirse a él.

 —Hola —dijo Luis, co

naturalidad. Y ese «hola» podría habesido el de un antiguo compañero drabajo, del marido de una amiga, de uendero con quien sueles hablar y que d

pronto encuentras fuera de su tienda y nsabes si detenerte o no.

 —Hola —dijo ella, intentando qufuera en el mismo tono.

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 —Qué bien verte, Consuelo. Hestado a punto de bajar a los talleres ver si te encontraba.

 —¿Sí? —dijo ella, pensando quecomo siempre, el mundo de Luis erdistinto y desconcertante, y que ese toncortés y templado no cuadraba con supalabras, con que tuviera ganas de verlao confesara que casi había ido buscarla.

 —No quería irme sin decirte adiós —Te vas —dijo Consuelo, supuso que no se refería a marcharse dEl Siglo, aunque tampoco estaba segura

 —En unos días, sí. Me voy Turquía y luego a Grecia, seguramente.

 —Vaya, pues sí que es lejos.Consuelo no sabía qué decir, y

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para su sorpresa, al parecer Luiampoco. En realidad, para Luis tambié

era una primera vez: la primera vez qu

se topaba con una mujer a la que hubierpedido en matrimonio y le hubiesrechazado. Se quedaron plantados unosegundos, sin saber dónde mirar por nmirarse a los ojos. Consuelo pensó ququizá eso fuera lo habitual, quizsiempre era así de incómodo y doloroso

  no había otro protocolo que el dntentar evitar encontrarse hasta que ndejara de doler. Se preguntó si ahora sestrecharían la mano, o ni eso. Pero s

esa era la costumbre, ella iba rebelarse. Le daba igual. Le pasó ubrazo por el cuello y le besó la mejillaun beso breve que no evitó qu

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percibiera, como un alfilerazo, ese oloa especias y a madera que conocía tabien.

 —Espero que te vaya muy bienLuis. Me alegro de que hayamos podiddespedirnos.

Le sonrió y echó a andar hacia loalmacenes. Y Luis se quedó un momentocongelado en el sitio, mirándolalejarse, con la mano en alto en gesto d

adiós, hasta que se dio cuenta yreaccionando, cruzó la puerta y sperdió entre la multitud que remontabLas Ramblas.

Conchita llegó a la casa de Pedralbehacia las ocho. Después de saludar Bernadette en la cocina, como siemprhacía cuando visitaba a su hermana, ell

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 Clara se sentaron en el porche, frente una jarra de limonada. Clara se habípreparado toda una batería de motivo

prácticos por los que Conchita debídejar las cosas de la masía dondestaban, pero prefirió que fuera ellquien empezara a hablar del temaCuando al fin lo hizo —después de casuna hora de contarle a Clarrivialidades sobre una cantidad d

gente que llamaban «tíos» y que a Clarno le podían dar más igual—, parecimenos difícil de convencer de lo quemía.

 —Sí, si tienes razón en que no lonecesito para nada… —admitienseguida. Y luego siguió—: Pero paramí las cosas no son solo para lo qu

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sirven, ni lo que valen, sino esentimiento que tienes por ellas…

 —Pero ¿cómo vas a tener ningú

sentimiento por una alacena vieja que nsiquiera estaba en tu casa? Si tampocbamos tanto, y casi nunca entramos ea cocina…

 —Me trae buenos recuerdos. —¿Tú, precisamente, vas

decirme que necesitas trastos par

recordar? Vamos, Conchita. Te acuerdade todo todo el tiempo.Clara no quiso decirle a s

hermana que vivía en el pasado, y que s

cambio de vida, su ingreso en econvento, era la ocasión perfecta pardejarlo atrás. Pero Conchita no querídejar nada atrás. La alacena vieja,

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antas otras cosas, eran solo los restodel naufragio. A su alrededor veía labalsas en las que los demás se salvaba

  remaban lejos mientras ella, quhabría querido quedarse en el barcoflotaba demasiado viva en el puntdonde se hundió, aferrándose a un cofrea un cabo o a un barril, no para salvarssino para salvarlos.

 —Odio que las cosas cambien —

acabó confesándole a Clara. —Es inevitable. —Ya. Pero ojalá la finca pudier

quedarse como está, que hubiera otro

masoveros que cuidaran el huerto, quotra familia como la nuestra fuera pasar unos días en verano y recogemelocotones.

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Se quedó pensativa unos minutos, Clara no quiso decir nada tampocoLuego Conchita sonrió casi para sí, un

sonrisa triste. —Pero ya no hay familias como l

nuestra. Ni siquiera nosotros —dijo.Clara le apretó la mano. Ella habí

sido la primera en notar que aquel barchacía aguas, y además ni siquiera lgustaba. Tuvo que nadar para alejarse

pero llegó a tierra firme no como unáufrago, sino como un conquistadorgracias a Fernando Cots. Pensó quConchita tenía razón: Fernando y ella n

eran un matrimonio como el de lopadres de ellas. Ni tampoco como el dos padres de él. Ellos dos eran, e

realidad, su única familia, una nuev

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familia, desgajada del pasado y de suprocedencias respectivas. Y pensar conafecto en Fernando la hizo rumiar sobr

el cuadro de Juli Vallmitjana que lehabía prometido que conseguiría para snuevo protector, Michael Primson. Noenía ni idea de cómo hacerlo despué

de su fracaso en el Somorrostro, permirando a su hermana, compungida sentimental, dio con la clave. Ella l

había dicho: las cosas no son solo paro que sirven, ni lo que valen, sino esentimiento que tienes por ellas. Si parJuli ese cuadro era important

sentimentalmente, Clara le demostraríque, para ella, lo era aún más.

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24

 Insensatos

Clara notó que, al salir del despachoConsuelo contenía la prisa y la euforia que procuraba andar tan derecha com

si aún llevara aquel corsé que ellacababa de eliminar como parte deuniforme de sus sigleras. Imaginó quhabía bajado las escaleras de dos edos, y que había salido a Las Ramblasin notar el bofetón de calor de loúltimos días de agosto. Por mucho qu

hubiera insistido en las ventajaprácticas de su plan, y en el beneficique a la larga sacarían —y la habíquerido convencer a ella, a Clar

Morgadas, orgullosa depositaria de

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argoplacismo  familiar—, sabíperfectamente que no era la ilusión poese beneficio lo que aceleraba los paso

de su antigua empleada y ahora sociaConsuelo lo había hecho muy bienexplicando que los mantones sseguirían vendiendo, pero que había quempezar a pensar en lo siguienteCuando Clara le dijo que la próximexposición sería de arte oriental —e

París todo el mundo se había vuelto loccon los japoneses, y la ópera Madamutterfly  llevaba quince años sin para

de representarse—, Consuelo estuv

segura de que ya había pensado en quvender a la salida de la galeríaEfectivamente: pañuelos de seda coreproducciones de los grabados

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Consuelo sabía que para eso no lnecesitaba en absoluto, pero hizo de lnecesidad virtud.

 —Perfecto. Entonces tenemos unomeses.

 —¿Unos meses para qué? —Para que yo estudie.Clara reprimió una sonrisa

Consuelo le dijo que la única exposicióque había visto en su vida había sido l

de Nonell, y que con eso había sacado ldea de los mantones. Si viera mácosas, si visitara museos, si aprendiermás, estaba segura de que podría pensa

en otras aplicaciones prácticas de todaquello. Traer el arte universal eformato de artículo de lujo. Y, porsupuesto, encargarse de su fabricació

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para El Siglo, en exclusiva, con emismo equipo de siempre. Solnecesitaba un tiempo para viajar,

seguir cobrando parte de su sueldo parmantenerse mientras viajaba. Podía estasegura de que la fabricación dmantones no iba a verse afectada por sausencia: Antonia era perfectamentcapaz de encargarse de todo.

Al final, Antonia fue la que ocupó

el lugar de Blanca. Así que todafelices: Blanca de niñera, Antonihaciéndose con el taller de El Siglo Consuelo con una lugartenient

perfectamente capaz de sustituirlcuando hiciera falta.

Lo cierto es que Clara no podíener queja del pequeño departament

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que habían formado las inquilinas depalomar, ni de Consuelo, que ahora yse paseaba regularmente por la zona d

venta de los mantones, escuchaba locomentarios de las clientas, e ibhaciendo pequeñas variaciones sobros modelos para ajustarlos a su

preferencias. Más allá de los balance—para los que ya no había que secreativo—, el trabajo de Consuelo l

daba la tranquilidad de no estar tirandsola del carro, de no ser la únicpersona en los almacenes que sdevanaba los sesos intentando siempr

mejorar, en vez de darse por satisfechcon lo que había. Sí, habían formado unpróspera sociedad, y Clara pensó quConsuelo merecía dar un paso adelante

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  seguir formándose. Supuso que, comcualquier artista o aspirante a serlo, lba a decir que quería pasar un

emporada en París. —Aún no he decidido dónde —

dijo Consuelo—, quería que hablásemoantes de empezar a organizarlo.

Quedó en que la tendría acorriente, se levantó, y caminpausadamente hacia la puerta. Per

Clara estaba segura de que era un intentpor contener su emoción, y que daría ugrito en cuanto estuviese sola. Pensó quel mundo, el de antes y el de ahora, s

movía por cosas muy distintas abeneficio y la razón. Para Consuelo, nera una maniobra sensata dejar El Siglahora que le iban bien las cosas y tení

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su sueldo y el apoyo de la jefa. Clara ncreyó ni por un momento que la decisióde Consuelo fuera una inversión en s

futuro, sino una corazonada, la llamada a aventura, el ansia por el cambio, o l

que fuera. Tampoco dejarla ir mantenerle el puesto era sensato poparte de Clara; era que de pronto lparecía una buena apuesta premiar a unnsólita aliada. Y lo que ya era una

nsensatez máxima era rechazar la ofertde Faustino Cots, su cuñado, de compraa masía. Su oferta era mayor que lo qu

podrían sacar hasta dentro de dos años

por lo menos, e incluso le habíasegurado que podrían usarla hasta quél, a su vez, la vendiera: hasta esmomento pensaba dejarla como estaba.

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 —No tanto como dicen, pervaldrá un dinero de aquí a una décadaY, siendo vosotros, no me importa

aflojar la cartera un poco de más —había tenido el desparpajo de decirle Clara cuando le propuso comprarla éHabía oído que a Conchita le daba penvenderla y, la verdad, a él también lapenaba que fueran a hacer tan manegocio «por estar apurados». Per

Clara le dio las gracias y le dijo que yenían otro comprador que preferímantenerse en el anonimato, dmomento. La realidad era que preferirí

hasta pagarla de su propio bolsillo anteque ver a su cuñado como propietario daquella casa. Ella había conseguidaprender a tolerarlo a duras penas, per

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maginarlo allí… No, de ningunmanera. Por encima de su cadáver. Yeso no significaba que se estuvier

volviendo sentimental, como JulVallmitjana, con quien tanto se equivocóntentando convencerlo con futuro

beneficios, cuando solo había que apelaa la insensatez…A Ramón le gustaba mucho esperar Antonia en la puerta de El Siglo. Desd

que ella había empezado a trabajar eos grandes almacenes, él salía cadarde de La Canadiense y subí

corriendo Las Ramblas para llegar

iempo a recogerla y volver los dountos a casa.

Lo que empezó casi como unapadera, se estaba convirtiendo en e

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meollo de su vida. Su mujer y sus dohijos: Antonia, Andreuet y la Lloronaeran lo que más quería en el mundo

Desde luego era una mejora vivir no corencor, sino con esperanza; nocarcomido por el pasado que sepultó sus padres, sino con el anhelo de ufuturo mejor para sus hijos.

Así se lo contó a mosén Nicolau esu última charla. El cura, que le habí

mpuesto confesión semanal de controse mostró realmente satisfecho con suavances. Él también estaba contentomosén Nicolau le caía bien y s

alegraba de no estar engañándole. Todoo que le decía era la pura verdad, y é

era el primer maravillado con sransformación.

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Se moría de ternura cada vez quAntonia le contaba cómo intentabcompartir sus inquietudes sindicales co

as chicas del taller de El Siglo, cómhacía de enlace entre sus compañeras su federación cenetista. Su mujer lanimaba a que él siguiese con sucharlas y se mostraba orgullosa y segurde que los dos estaban contribuyendo a revolución que ya había empezado

sus hijos vivirían en un mundo mejor.Ramón no le llevaba la contrariaporque creía de verdad que solsumando todos los granos de arena s

hacía una vasta playa. Pero tambiécreía que, para crear ese nuevo paisajeno iba nada mal echar de vez en cuanduna buena palada. Claro que eso no se l

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contaba ni a Antonia ni a moséicolau, porque no entenderían que, a

fin al cabo, ellos le habían dado mejore

razones para seguir siendo lo que eraalguien que aportaba de vez en cuanduna gran palada al bien común.

Y ya sabía sobre quién dispararíel siguiente montón de arena. Lo habídecidido en los ratos que podía pasadelante de las puertas de El Siglo, si

lamar la atención de nadie porque solera un marido que esperaba a su mujerHabía visto bajar de su cochazo a lmandamás varias veces. Y a su marido

Y los otros Cots. No le gustaban nada dnada.Luis bajó la última caja hasta la plantnferior. Realmente, no tenía mucha

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cosas, y casi la mitad las embarcarícon él hacia Esmirna. El único problemeran todos esos libros: no les tenía u

gran aprecio, pero tampoco los querívender al peso, que era su único destinposible porque no eran primeraediciones ni libros de anticuario, encima la mitad estaban en francés. Sestuviera Joaquim en Barcelona, se loregalaría sin dudarlo: aunque no era u

gran lector, siempre decía que los libroeran el mejor aislante, y además ardíabien si venían mal dadas y había quecharlos a la estufa. Cuando llamaron

a puerta, no dudó que serían Clara Conchita: habían venido juntas variaardes a inspeccionar armarios,

Conchita había rescatado el cuaderno d

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castigos de su hermana. —Mira esto. —Y había leído

conteniendo la risa—: «No se cogen si

permiso las muñecas de MConcepción». ¡No puedes tirarlo! Yo meo quedo.

Luis abrió la puerta y se encontró Consuelo en el umbral.

 —Hola. —Hola.

 —¿Puedo pasar?Luis se hizo a un lado, y ella vias cajas apiladas.

 —¿Interrumpo? Si está

empaquetando… Claro, te vas pronto¿no?

Luis asintió y le ofreció un café. Lnotaba nerviosa, y él se notaba nervioso

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  hubiera querido tener vino, o vermutque recordaba perfectamente que es lque ella prefería. Pero solo había café.

 —Sí, gracias —dijo ella. —Ahora vengo, siéntate dond

puedas… No quedaba ni rastro del estudi

mprovisado donde hicieron las fotodel mantón. Consuelo se sentó en earcón rústico de la entrada, y le oy

rajinar en el ático. Volvió a abrir lapuerta y se propuso esperar mirandaquella extraña iglesia flanqueada dandamios. No duró ni dos minutos.

Cuando Luis se volvió, ella estaba su espalda. No la había oído subir laescaleras.

 —Yo también me voy de viaje —

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dijo. —¿Sí? —Un líquido negruzc

estaba hirviendo en el cazo. Luis se gir

para apagar el fuego—. Y ¿dónde tvas?

 —No sé aún. Pero he hablado coClara Morgadas, y voy a irme un tiempo

Luis añadió azúcar y removió, sirvió el café espeso en dos tazas. Lendió una, y Consuelo se sentó a l

mesa. Luis se sentó enfrente. —Mejor espera a que repose —dijo él.

 —En realidad, he venido porque

o mejor podríamos… —se armó dvalor— hacer parte del viaje juntos. Tbas a Grecia, ¿no?

Luis la miró desconcertado,

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Consuelo dio un trago a su café, pohacer algo, y no supo qué era peorhaberse achicharrado, o los grumos en l

boca. Soltó la taza. —¡Es un asco! —Es turco.Consuelo se echó a reír. —¿No puedes tener nunca nad

español y normal?Y siguió riéndose, mientras s

retiraba los posos de la lengua con edorso de la mano. —¿Ya? —dijo él, mientras ella se

impiaba la mano en el vestido.

Ella repitió el gesto, esta vepellizcándose la lengua con el índice el pulgar, sin parar de reírse, mientras éa miraba con asco fingido.

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 —Ya —dijo ella. —Bien. Porque voy a besarte.Y se levantó, y rodeó la mesa, y s

puso en cuclillas a su lado y cumplió spalabra. Ella se separó un instante pardecir algo.

 —No. Calla. Seguro que lestropeas —dijo él, y la siguió besando

Consuelo iba a preguntarle por qufue a hablar con Clara sin decirle nada

  qué quería decir con que ella no ercomo Antonia, y por qué había sidocapaz de despedirse en El Siglo sin saliras ella, y si aquello de casarse habí

sido un arrebato. Pero él tenía razónsolo iba a estropearlo, y por eso se pusen pie sin dejar de besarlo y lo tomó da mano para guiarlo hasta la cama.

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Antonia entendió perfectamente quConsuelo se instalara en la masía, coLuis, hasta que se marcharan juntos. L

había costado decírselo —al fin y acabo, era una hermana mayor, casadasensata y partidaria de guardar lo buen—, pero como no estaba al corriente dninguna ruptura ni reconciliación, Consuelo había podido decirle que sque habían hablado de casarse, si

especificar cuándo ni cómo, Antonia squedó bastante conforme. Pensó quLuis no tenía pinta de ser de los que scasaban, pero tampoco de los qu

mentían: si se habían comprometidoella no tenía nada que objetar. Ella Consuelo se veían en los talleres de ESiglo todos los días, y Consuelo l

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parecía, a Antonia, cada día un pocomás feliz. Esa mañana de mediados dseptiembre, su amiga había conseguid

arrastrarla a la galería, y que viera locuadros de Nonell, justo antes de qudesmontaran la exposición. Antonia shabía encogido de hombros.

 —Qué quieres que te diga. Yo soymás de paisajes —le dijo.

Consuelo volvió a mirar ese cuadr

que la había fascinado y en el que unvez había querido vivir: el azundescriptible del mar, el amarillo d

miel del sol reflejado en los charcos d

a orilla, el cabello de la mujer agitadpor el viento, la sensación de libertad verano. Y luego agarró a Antonia debrazo y se fueron a supervisar las tela

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nuevas que acababan de llegar. Nada más marcharse hacia lo

alleres, un hombretón de voz atronador

fue también a echar un último vistazo ujer con niña en la playa. Era Jul

Vallmitjana, que al fin había consentidoen vendérselo a Michael Primson. Clare entregaría en un momento el talón a

portador que había recibido, ya hacía uiempo, del inglés. Ella no iba a cobra

un céntimo de comisión, pero estaba tacontenta como si le hubiese tocado lotería.

 —Gracias, Juli —le había dicho—

Sabes lo que significa para mí. —Ya lo sé, sí. Me lo contaste con

mucho detalle.Cuando días atrás Clara había ido

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visitar a Juli al Somorrostro ya nntentó emborracharlo, ni subir la cifr

de venta, ni prometerle que comprarí

odo el producto de su taller de orfebreClara, sencillamente, le contó la verdadque nunca jamás había hecho nada ponadie más que por ella misma, que si sesforzaba por triunfar en El Siglo ersolo para demostrar cuánto valía y quodas las metas que se había fijado en s

vida, que eran muchas, redundabasiempre en su propia felicidad. Aclaróque esta vez no era una excepciónnecesitaba el cuadro, necesitaba e

cuadro para Fernando. Michael Primsose había encaprichado de ese cuadro econcreto, y Fernando confiaba en quella lo consiguiese, con la fe de un niñ

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que ha mandado su carta a los ReyeMagos. ¿Cómo iba a decepcionarlo…De alguna manera, Fernando creía qu

Michael Primson, el oscuro funcionarique ponía y quitaba gobiernos, era eempujón que necesitaba su carrerpolítica, y ahora su carrera era lo que lhacía feliz. Y Clara quería, más quenada en el mundo, que fuese feliz.

 —Tenías razón el otro día. M

casé con tu primo Fernando como mpodía haber casado con el imbécil de tprimo Faustino. Nunca me he sentidculpable, porque también imagino qu

Fernando se habría casado con cualquiemujer que fuese conveniente como yo, que tuviera mis contactos y no fuera undesgracia para llevar colgada del braz

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al Liceo. Pero resulta que después dodos estos años —y a Clara le ardieroas orejas y se le cerró la garganta,

carraspeó y luego, vocalizando bieporque murmurarlo era de cobardeserminó la frase— resulta que le quier

muchísimo.Juli se quedó mirándola, con e

abio inferior colgando de la impresiónClara siguió hablando:

 —Y aunque sé que es absurdo que Primson no va a hundir a mi maridporque no le consiga el cuadro que lprometió, y aunque sé que detestas a lo

Cots con motivo, porque ellos tdetestan igual, y aunque sé que no tienpor qué importarte todo esto que tcuento, por Dios, Juli, necesito es

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cuadro y te odiaré toda la vida si no lvendes.

 —Joder —contestó él, cuando po

fin consiguió reaccionar.Juli aún dudó al ver el cuadro por últimvez, e imaginarlo en un salón coparedes verde caza y retratos de algúord, que era como él imaginaba lo

salones ingleses. Pero Clarprácticamente le metió el talón en e

bolsillo de la chaqueta, y agarrándoldel brazo lo acompañó hasta la salida dos almacenes. No quedaba rastro ya d

aquella mujer enamorada y dada a la

confidencias indecorosas de la últimvez.

 —En fin. Si es por amor… —habídicho Juli en la puerta, y ella dibujó un

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sonrisa glacial, como alguien con resaca quien le recuerdan las tonterías qudijo la noche anterior.

Juli se marchó de El Siglcabizbajo. Sentía como si hubiesraicionado a su amigo Isidre Nonell,

necesitaba a alguien de los viejoiempos para contárselo y que l

absolviese.Desde su vuelta de Montechiaro, tra

acompañar a Fabia en su travesípóstuma, Manuela no había vuelto a vea Luis. Ella también andaba atareaddesmontando la casa de Vallvidrera y

organizando el traslado de sucostosísimos muebles hasta AtenasEntre las últimas cosas que recogiestaba su falso ejemplar de Guerra y

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az, su cofre de los tesoros. Antes dguardarlo en una caja, Manuela echó uvistazo a su interior, y vio que entre la

cartas había una llave que no era suyaque Fabia debió de haber dejado allí que ella no vio cuando, la mañana que lencontraron muerta, abrió el libro solpara constatar, espantada, que no estaba pistola. Aquella pistola aún no habí

aparecido. Manuela había pensad

alguna vez que quizá su amiga seguiríviva si no fuera por su culpa, por esarma que jamás había usado, que jamánecesitó, y que ahora debía de estar e

el fondo del mar. Pero Michael, quhabía conseguido mantener todo easunto en la reserva más absoluta, ldijo que Fabia se habría tirado si no

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as vías del tren, o se habría ahorcado, que podían agradecer a la pistola quhubiera sido un cadáver tan bello, com

ella misma no había parado de decirle.Como todos los secretos de lo

muertos, como todos los cabos sin atara llave despertó en Manuela un

curiosidad irracional, como si fuera darle la pista para contestar todo lo qua no podría preguntarle a Fabia

Después de probar sin éxito en lbuhardilla que Fabia había ocupado ea calle Alta de San Pedro, y que y

estaba alquilada a un maestro, Manuel

no tardó en deducir que sería del estudide Joaquim. Recordaba la dirección dcuando fue a buscarla, aunque no episo, y fue probando todas la

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cerraduras hasta que una abrió. Todoestaba exactamente igual: Joaquim nhabía vuelto de su viaje; nadie habí

ventilado el estudio, ni limpiado epolvo ni vaciado los ceniceros. Manueldecidió que ella tampoco iba a hacerlo.

La mañana antes de coger su barca Atenas, reservó un rato para ir a ver Luis a la masía. La sorprendió que éambién hubiera empaquetado sus cosas

 aún más que estuviera pensando en ir Grecia o a Turquía. —Entonces nos veremos —dij

sonriendo. Pero luego se acordó de qu

as cosas podían haber cambiado, añadió—: ¿O vas con Consuelo?

Luis asintió, y dijo que se podríaver los tres.

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 —Llevaré a Michael. Qué bueplan —dijo, irónica. Pero luego sonrió dijo que se alegraba por él. Tal ve

fuera cierto: era mejor pensar que habíperdido un amante porque hubierdecidido sentar cabeza y no porqusimplemente se hubiera cansado de ellaLe dio un breve beso en los labios abrió la puerta para salir, pero en eúltimo momento se giró.

 —Ten —había sacado del bolso llave—. La tenía Fabia, es del estudide Joaquim. Por si quieres dejársela eel Marsella, o… bueno, tirarla,

quedártela de recuerdo. No pesa.Luis se quedó mirando la llave u

momento. —¿Tienes mucha prisa? —

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preguntó.Manuela dijo que debía supervisa

a carga de sus cosas en el barco porqu

no se fiaba de los estibadores, pero quaún tenía tiempo.

 —¿Puedes acercarme al estudio?Manuela suspiró. —Siempre me has querido por m

coche.Luis cargó ocho cajas de libros en e

coche inglés de Manuela. En el trayectoella no podía dejar de recordar aqueotro viaje, también con el cochcargado, que había hecho con Fabia, de

estudio a Vallvidrera. No le dijo a Luique se llevaba con ella algunas de lacosas que Fabia había dejado en scasa, ni que otras cuantas (una pipa

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dibujos, las pocas joyas que tenía) lahabía dejado en la tumba del cementeride Montechiaro, cuando ya la familia s

había ido y solo quedaban loenterradores echando paladas de tierrsobre el ataúd. No creía que Fabiquisiese que se las quedara su familiasobre todo no aquellas cuñadas, quhabía visto deshechas en llanthistérico, y que apenas la conocía

porque se habían casado después de quse marchara a Barcelona. Aquella tardecuando cruzaba la verja del cementeripara volver al pueblo y después a s

vida, Manuela se cruzó con un hombrque tenía la mirada ausente y las manoen los bolsillos. Ella apretó el pasoporque no quería que nadie le preguntar

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qué estaba haciendo allí. No pudo vecómo él cayó de rodillas ante la tumbde Fabia, y se llevó las manos a la cara

con el desgarro del final de una ópera.Luis y Manuela volvieron a despedirsfrente al edificio de Joaquim Mir.

 —Hasta pronto. Seguro —dijo él. —Seguro. Siempre acabamo

encontrándonos.Manuela se metió en el coche

dijo adiós con la mano; y Luis tambiémantuvo la mano en alto hasta que dobla esquina. Luego se giró hacia el porta  le dijo al portero que no haría falt

que le ayudara con las cajas, que harívarios viajes por las escaleras. Lsegunda vez que bajó, casi choca con uhombre enorme que subía. Era Jul

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Vallmitjana. Le dio uno de sus abrazode oso y le ayudó con las cajas.

 —¿Vas a casa de Joaquim?

Luis asintió. —Espero que tenga vino. Me hac

falta —dijo Juli.Luis le tuvo que contar que s

amigo llevaba una temporada fuera de lciudad, pintando en una de suescapadas.

 —Yo estoy trayéndole unos librosengo la llave. Si quieres traigo un vin me ayudas a colocarlos.

Juli dijo que ya se encargaba él de

vino: por una vez, estaba forradoAunque luego cayó en la cuenta de quno había cobrado aún el talón, y tuvque pedirle prestado a Luis. Cuand

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volvió, traía dos botellas de champáfrancés, y Luis ya había sacado ordenado los libros de dos cajas: Juli s

había recorrido medio barrio hastencontrarlo frío. Descorcharon lprimera y Juli se empeñó en brindar poas derrotas.

 —Al final he vendido aquel cuadrde Isidre. Me dijo Clara que era a unoamigos tuyos, pero igual solo fue par

convencerme.Luis confirmó que era amigo de loPrimson. Se calló que por mucho afectque le tuviese a Manuela, en realidad l

entristecía que se hubieran hecho con éJuli dijo que lo estaban descolgando eese momento, y que lo enviabadirectamente al puerto —«¡Qué pinta m

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cuadro en Inglaterra!», farfulló—, y Luidijo que iba a Atenas y pensó que erotro más de los bultos cuya carg

Manuela quería supervisar. Por no darlmás vueltas le contó a Juli que smarchaba de viaje.

 —No sé cuánto estaré fuera, como los Morgadas venden la masíavoy a dejarle mis libros a Joaquim, ques dará buen uso.

 —Sí, dice que son un buen aislant—dijo Juli, y luego completaron a la ve—: Y que arden bien.

Después de acabar con la botell

de champán, que bebieron en tazas dbarro, Juli se animó a ayudar a Luis desempaquetar y buscar hueco a loibros en las estanterías. Solo quedaba

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dos cajas y, cuando abrió una, soltó unbufido de sorpresa.

 —Pero ¿esto qué es?

Luis se giró: la caja estaba llena dfotografías suyas. Dijo que eso no lsacara: se había confundido, no era parJoaquim, se lo volvería a llevarntentaba encajar a presión tres o cuatribros, y si ya era de por sí difícil, s

complicó cuando Juli empezó

zarandearle. —¡Esto! Pero ¿qué es esto?Luis le miró: sostenía una de la

fotos de Consuelo con el mantón,

parecía verdaderamente sorprendido. —Ah. Consuelo. —Y Luis sonrió

por no dar más explicaciones. —Ya sé que es Consuelo.

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A Luis le extrañó que sconocieran. ¿Quizá, cuando dejaron dverse, ella volvió al Somorrostro

hablar con él? Pero ya le había contado de la tía Frasca, la gitana que l

confirmó que Consuelo y su hija habíamuerto, ¿por qué querría entonces hablacon Juli?

 —La conoces. —Y era casi unpregunta.

Juli le miraba como si se hubiervuelto loco. —Pues claro que la conozco. ¿D

dónde has sacado esta foto? —preguntó

 —Yo se la hice.Ahí sí que Juli pensó que su amig

se había vuelto loco definitivamente. —¿Qué? ¿Cuándo?

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 —No sé, el mes pasado, a lmejor. Pero ¿de qué la conoces?

 —Pero ¡cómo vas a hacerle tú u

retrato a Consuelo, si murió en… en…hace quince años por lo menos!

Por fin Luis entendió lo qupasaba. Le explicó que no era esConsuelo, la de Nonell, sino otrConsuelo, su mujer, y la palabra le salióde forma tan natural que no se dio cuent

de que la había pronunciado. Dijo quJoaquim también las había confundidopero que no tenían nada que ver.

 —Esta es la Consuelo de Isidre —

nsistió Juli, dando un trago a la segundbotella de champán, sin servirlo en laza—. Y lleva su collar.

 —Será un collar parecido.

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 —Que no. Sabré yo si es su collarsi el collar es mío…

Luis pensó que había bebido d

más, o que algo se le escapaba: ¿estabdiciendo que le había robado un collarAcompañó suavemente a Juli para quse sentara en el sofá, y procuró habladespacio.

 —A ver, Juli, ¿cómo que es tuyo? —Que lo hice yo. Yo lo diseñé, en

mi taller. Isidre eligió las piedras una una, porque era un regalo especial parConsuelo madre. Y dijo que me lopagaría y me dejó el cuadro en prenda

pero ni se lo cobré ni quiso que ldevolviera el cuadro, porque decía quno soportaba verlo, no soportaba verlaahí, en la playa… ¡Bueno, si no volvió

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pintar, qué a pintar, a mirar, a una gitanaen su vida, porque decía que se echaba lorar como un demente!

Juli levantó el dedo índice y lsacudió en las narices de Luis.

 —Así que tu mujer —y ahora Luis sí le sobresaltó la palabra, eabios de Juli— o es la reencarnació

de Consuelo, que se ha reencarnadoencima, con su collar puesto…

 —O es la hija de Consuelo. —De Consuelo y de IsidreConsuelito. La niña del cuadro. JoderEl cuadro. Si todo está en el cuadro.

Juli se levantó con la agilidad duna gacela, una gacela borracha; agarrel teléfono que había sobre una mesilla se acercó de un salto a Luis para tirarl

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de las solapas. —El número de El Siglo. Rápido

El número de…

Luis le miró con desmayo: en sansiedad, Juli, de un tirón, habíarrancado el cable del teléfono. FuLuis quien lo agarró del brazo y lo llevhacia la puerta.

 —¡Vamos! Vamos a El Siglo.Ramón los vio entrar tan deprisa qu

pensó que era un milagro que no shubiesen llevado por delante ni aportero ni a ninguno de los clientes quambién cruzaban el umbral de lo

grandes almacenes.

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25

 Mujer con niña en la playa

El día que Consuelo llegó a El Siglcon sus zapatos mojados y su vestidheredado de plañidera pobre, habí

enido que esperar en la puerta a qumetieran aquel cuadro, aunque poentonces aún no sabía que era «aquecuadro». Ahora —una vida despuésaunque no hubiera pasado ni un año—contempló cómo volvían a envolverlo emantas primero, y en papel de estraz

después, y cómo dos operarios lbajaban por las escaleras con cuidado, o dejaban en una esquina discreta de l

planta baja, no lejos de donde en veran

estaba el departamento de sombrillas d

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playa y ahora que casi era otoñempezaban a verse los paraguas de lnueva temporada.

De haber estado de otro humorConsuelo lo habría despedido como aespejismo de un oasis cuando el viajersediento se acerca lo suficiente. Percontenta como estaba, apresurada porecoger su bolso de los talleres y volvea casa con Luis, y con Antoni

esperándola porque antes tenían qucerrar unos asuntos para el día siguienteConsuelo solo observó respetuosamentel proceso hasta que aparcaron Muje

con niña en la playa en ese rincón. Poun momento recordó la primera vez quvio aquel cuadro, y las fantasías qunventó sobre él, y su comparación co

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un domingo en los Baños Orientales, lprimera vez que metió los pies en eagua del mar. Y luego siguió a sus cosas

 se fue al taller.Por eso no vio entrar a Luis y a Jul

Vallmitjana, jadeando detrás, por lapuerta de Las Ramblas de loalmacenes. Galoparon escaleras arribasin hacer caso de las miradas atónitas dos últimos clientes, hacia la sala dond

hasta hacía solo unas horas aún se podívisitar la exposición de Nonell. Sdetuvieron en seco al encontrarla vacíaas paredes de nuevo perfectament

blancas salvo por el brillo de insecto dalguna alcayata clavada. Solo seguía esu lugar de siempre, junto a la puerta, emostrador de los mantones, con s

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maniquí sin rasgos como sustituto deguardia de seguridad que hasta entoncecustodiaba las pinturas. Juli plantó su

dos manazas sobre el mostrador, noanto para mostrar autoridad sino par

poder recobrar el aliento. —¡Clara! —espetó a l

dependienta, que lo miró inexpresiva. —¿La señora Morgadas? —aclar

Luis, pero ella siguió sin reaccionar.

 —Que dónde está —insistió Juli, a siglera entonces, como despertandodijo que no estaba en ese momento, persi querían un mantón, ella podí

atenderles, aunque estaban a punto dcerrar.

Con un bufido, Juli y Luis corrierohasta el despacho de Clara y entraro

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sin llamar, pero ella no estaba allí. Lsecretaria, alarmada, les había seguidpara decírselo, e indicarles también qu

no podían pasar, pero que podíaesperarla fuera.

 —Pero ¿sabe dónde estáseñorita…? —preguntó Luis, que parentonces ya tenía que haberse aprendidsu nombre, pero no lo sabía.

 —Ha bajado a los talleres, seño

Martí. No creo que tarde.Otra carrera escaleras abajo. Luisabía perfectamente dónde estaban loalleres. Toda una vida antes, allí había

hablado por vez primera Consuelo y éLuis y Juli llegaron al tiempo que lamáquinas de coser se apagaban con uronroneo mecánico, y las costurera

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empezaban a levantarse. Clara, Antoni Consuelo estaban en una esquina, ant

varios rollos de tela de gabardina qu

estaban discutiendo si podrían utilizapara una nueva línea de mantones.

Juli reconoció a Consuelo dnmediato, aunque estaba de espaldas

Fue hacia ella, le puso una mano en ehombro y cuando ella se girósorprendida, él la abrazó y, del abrazo

os pies de Consuelo se levantaron desuelo. Clara debió de ver su expresióaterrada.

 —Juli, por Dios, ¿qué haces

Suéltala!Juli la dejó en el suelo con toda l

delicadeza de la que era capaz, commanipulando una pieza de meta

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precioso en su taller, y sonrió de oreja oreja.

 —Tú eres Consuelo —le dijo

Consuelo, que con la perogrullada ahorcasi entendió menos; y girándose haciClara prosiguió—: Y no te vendo ecuadro.

 —¿Cómo dices?A Consuelo le alivió ver a Luis,

se le acercó mientras Clara y Juli s

enzarzaban en una discusión. Algunaempleadas, ya a punto de salir, dudabanahora de si hacerlo o si remolonear en lpuerta para enterarse de qué ocurría

Pero una mirada fulminante de Clarhizo que abandonaran los talleres eropel.

 —¿Qué está pasando? —pregunt

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Consuelo a Luis en voz baja. —Que sí eres la niña del cuadro, l

hija de Nonell.

Consuelo negó con la cabeza. «Nono», decía, estaba segura de que la niñmurió con su madre. Pero Luis no lescuchaba, sino que metía las manos poel cuello de la camisa de Consuelo. Ellse apartó, casi dándole un empujón.

 —¿Qué haces?

 —Tu collar. Dame tu collar.Clara y Juli habían dejado dpelear, y ahora estaban pendientes dellos. Consuelo se quitó el collar.

 —¿Puedo? —le dijo Juli.Y ella lo puso en sus manos.El hombretón lo miró emocionado

hasta que de repente levantó la cabeza

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al acecho, como buscando una piezperdida.

 —¡El cuadro! ¿Dónde está m

cuadro? —gritó a Clara. —El cuadro ya no es tuyo —

contestó la Morgadas. Tampoco sestaba enterando muy bien de lo quocurría, pero temía que nada bueno parMichael Primson.

Pero Consuelo, al mirar a Luis

entendió que era importante, y dijo questaba en la planta inferior, junto a lasombrillas, si no se lo habían llevada. Juli echó a correr, y Luis cogió de l

mano a Consuelo para seguirlo. Antoni Clara cruzaron sin querer una mirada

cada una por su lado decidió salidetrás.

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Pero el cuadro ya no estaba dondo habían dejado los mozos. U

extrañadísimo encargado le dijo a Clar

que ya lo habían llevado a la zona dcarga para el envío urgente, y Juli le diorden de que se adelantara y dijera quno lo tocasen, que ahora llegaba él. Scorpachón no estaba acostumbrado antas carreras, y casi se desplom

sobre una silla en exposición. Clar

entonces le hizo un leve gesto dasentimiento al encargado, que salió oda velocidad.

 —Juli, por favor, ¿puedes decirm

qué está pasando?Fue Luis quien contestó, mirando

Consuelo: —Él es Juli Vallmitjana. Cree qu

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eres es la hija de Nonell y su modelo, éhizo para ella ese collar, y soiguales…

 —Eres Consuelo —insistió Juli. —La niña también se llamab

Consuelo —aclaró Luis.Albert Martori aguardaba impacientecon la camioneta cargada. Le habíarepetido mil veces que tenía que llegaal puerto puntual, y entregar la carga e

el muelle del vapor a Atenas, y noentendía por qué ahora le estabaretrasando. Cuando llegó Clara, le pidique descargara el lienzo embalado,

Joaquim se lanzó sobre él a forcejeacon los nudos de los cordeles y tratar darrancar el papel.

 —Unas tijeras —pidió Clara, cas

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suspirando.En unos segundos volvieron a ve

el mar inmensamente azul, los charco

en la arena, las figuras de madre e hijvestidas de blanco. Pero fue apenas unstante. Enseguida Juli lo giró, y señal

algo en el bastidor, triunfal. Escrito coa desgarbada caligrafía de Isidronell se podía leer: «A mis do

Consuelos».

La tía Frasca saludó a la abuela después pasó al lado de Consuelo iguaque si no hubiera nadie. Hacía cuatraños que en el Somorrostro nadie l

dirigía ni una mirada, mucho menos unpalabra, pero aún le sorprendía lo bieque sabían hacerlo, cómo se habívuelto invisible para todos aquellos qu

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un día la quisieron. Para ellos, Consuelse condenó cuando Nonell fue a Madria buscarla. Para ella, en aquel moment

empezó su salvación.Cuando Consuelo le vio acercars

pensó que era mentira, igual que tantaotras veces le había imaginado durantaquellos meses de dolor y añoranzaSabía que sería difícil, pero nuncmaginó que resultaría insoportable, qu

aunque la ajuntadora les hubiesenseñado las tres rosas de sangre lratarían como si no hubiese guardado l

bueno.

 —¿Por qué te casaste conmigo? —e preguntó a su marido después de qua tumbara de un bofetón.

 —Porque me lo mandaron.

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Así que cuando Isidre apareció eel poblado, para ellos fue lconfirmación de todas sus sospechas: e

payo venía a por lo suyo. Y si algo legusta a los gitanos es tener razón.

Ella estaba en la puerta de su casapelando guisantes, y sintió lo mismo qusi hubiese visto un espectro: la atravesun escalofrío. Al levantarse, todos loguisantes que cobijaba en su regaz

sobre el delantal cayeron a sus piescomo las cuentas de un collar roto, como los eslabones de una cadenaComo la libertad, al fin.

Isidre no la tocó, ni pareció reparaen su pómulo amoratado.

 —¿Tienes que coger algo? —lpreguntó.

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Y ella negó con la cabeza. —Pues vamos.Les siguieron hasta las afueras de

poblado. Una procesión de hombresmujeres y niños que les escoltaron parpoder gritar hasta hartarse: «¡Lsabíamos!». Isidre seguía sin tocarla. Sabría paso y ella caminaba a su lado coa cabeza gacha, para no empeorar la

cosas mostrando la sonrisa que er

ncapaz de reprimir. Juli les seguía dcerca con las manos en los bolsilloscomo si su paseo de cada día le hubieslevado un poco más lejos. Hubo algú

empujón, alguna mala palabra, pernada más. Para su marido también fuuna liberación: pasó de bruto a héroeodos vieron que las palizas se las habí

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dado con razón.Cuando por fin estuvieron lejos

sidre se volvió hacia ella y la abrazó.

 —Te juro que nunca más te dejaré.Y lo cumplió.Inventaron un mundo propio dond

poder vivir juntos. Un mundo donde nmportaba que ella fuera gitana y é

payo; ni él burgués y ella pobre dsolemnidad; ni ella muy joven y él n

anto. En el estudio de la callComercio, Isidre y Consuelo fuerofelices. Fue allí donde él dibujó con sudedos el camino que unía el largo cuell

de ella con su vientre, donde hicieropor primera vez lo que todos creían qua habían hecho.

 —¡Por la calumnia que nos h

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unido! —brindó Isidre aquella noche eel Marsella.

Y sus amigos locos, los contado

amigos que eran bienvenidos a su mundparticular, alzaron sus vasos repitieron: «¡Por la calumnia!».

Antes de un año nació Consuelito, el mundo de Isidre y Consuelo se hizaún más privado. Él solía retratar Consuelo en el estudio, bajo la mirad

concentrada de su hija, que torcía lcabeza para mirar los cuadros hasta qude repente decía: «¿Mamá?», y aunqusiempre era mamá, a ella le costab

reconocerla. Siempre era una suposicióaventurada e imaginativa, como sestuviera buscándole el parecido a unnube, y aunque los dos se reían, lueg

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sidre volvía a mirar su cuadro y ya ne parecía satisfacerle, y volvía

empezar. Para las muchas horas qu

pasaba pintando a Consuelo, finalmentampoco había tantos cuadros, porqu

pocas veces Consuelo hija dij«¡Mamá!» con esa seguridad total alborozada de cuando el cuadro erperfecto, y era ella. El día que Isidre leenseñó el cuadro que había pintado d

ellas dos en la playa, Consuelito squedó muda. —¿Mamá? —le preguntó Isidre

buscando su aprobación.

Pero ella, con los ojos como platobajo sus pestañas negrísimas, señaló a menor de las figuras hasta cas

mancharse el dedo índice con el óleo,

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gritó: —¡Consuelo!Y fue la primera vez que pronunció

su nombre.Isidre no vendía mucho y no tenía

mucho dinero, pero nunca ningunenlazó esas dos verdades en una mismfrase. Ni a ella se le ocurrió pedirle qupintara otras cosas que fueran a tenemás éxito, ni él lo hubiera hecho jamás

«Nunca más te dejaré», había dicho él, pasaban casi todo el tiempo juntos; cuando Nonell salía, lo que más lgustaba a la niña era abrirle la puerta a

oírle llegar: —¿Papá?Y lanzarse a sus brazos como s

volviera de la guerra.

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—Vamos para la barraca, que pareceque va a llover —le dijo su abuela.

Consuelo miró el mar. Como todo

os nacidos en el Somorrostroadivinaba lo que el cielo les tenípreparado por los cambios en las olasVio que eran de un azul oscuro parecían tener cada vez más prisa polegar a la playa, como perseguidas po

un monstruo marino. Seguro que caerí

un buen chaparrón. Consuelo pensó quo mejor sería acompañar a su abuela a barraca, dejarla bien acomodada rse con la niña antes de que empezar

a lluvia. —Enseguida vamos —le dijo a s

abuela, y fue a coger a Consuelito, qubuscaba conchas cerca de la orilla.

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Estaba con Flora, una niña algmás pequeña que ella que vivía en lbarraca vecina a la de su abuela, y a l

que su madre no lograba convencer dque no jugase con la pequeña proscrita.

 —Tu Florita está otra vez dale qudale —le había dicho la tía Frasca Carmen, la madre. Y a ella le faltóiempo para salir corriendo hacia l

orilla.

Consuelo vio cómo Carmen sabalanzaba sobre Flora y la cogía evolandas.

 —¡Cuántas veces te he dicho qu

esa niña no… no!A Consuelo se le escapó l

carcajada que se había aguantaddurante todos esos años. Y su pequeña

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hizo lo mismo, porque la risa de smadre siempre le daba risa.

Y entonces Carmen hizo lo

mpensable. —Que no vuelva a ver yo a tu niñ

podrida con la mía —le dijo entrdientes, mientras se alejaba a toda prisa

 No hacía falta que corriese tantoo había hecho muy bien. Consuelo s

había quedado clavada en la arena —

niña podrida, niña podrida, niñpodrida…—, hasta que su hija se arrima sus piernas y ese eco maligno sapagó.

Consuelo la cogió en brazos. —Anda, vamos a decirle adiós a l

abuela, que ya empieza a chispear.Miró hacia el horizonte y vio que e

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agua parecía más densa y el cielo mápesado. Era todo tan hermoso…Consuelo no quería odiar e

Somorrostro, no al menos hasta qumuriese su abuela. Las mismas leyes qua habían convertido a ella en invisibl

reconocían a su abuela como unanciana de respeto, y nadie se atrevía prohibirle que cuidara de su propisangre. Así que mientras la abuel

viviese, ella bajaría al Somorrostro coConsuelito, pero después se esforzarípor olvidarlo.

 —¡Pero si cada lugar tiene s

maldad! —le decía Juli siempre—. Lque pasa es que todos preferimos lidiacon cualquier otra antes que con la quconocemos de nacimiento.

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 —Pues eso —le decía ella—. Tmonta casa en el Somorrostro, y yo mquedo tierra adentro.

Cuando entraron en la barraca, la abuelestaba sentada ante el fogón envuelta edos mantones.

 —Mejor os quedáis hasta que pas—les dijo.

Y Consuelo la vio tan poquita cosque enseguida le dijo que sí.

 —Vamos, Consuelito, ¿lenseñamos a la yaya lo guapa que estás?La niña asintió, encantada

Consuelo se quitó su collar de cuenta

negras, el que tenía una «C» o una mediuna de plata colgando, y se lo puso a s

hija, que se encendió con una sonrisgual a la de Cenicienta después de qu

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el hada la tocara con su varita mágicaLa abuela le puso encima uno de sumantones, y se lo anudó al cuello com

una capa. Era tan largo que la niñropezó con él al intentar andar e

círculo para lucirlo, y la abuela soltuna risotada casi tan fuerte como erueno que la siguió.

Lo primero que salió volando fua ropa tendida. La siguieron lo

echados de cañas, los trastoabandonados en la arena, chocandcontra las paredes que encontraban a spaso, como pájaros encerrado

buscando un hueco para escapar. Eestruendo era terrible, y Consuelo salegró de que no hubiera ventanas, nver el cielo que imaginaba aterrador, e

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mar enfrente bullendo, como cogiendfuerzas para embestir contra las frágilebarracas. Se esforzó por que su hija l

viera tranquila, y sonrió, y ella ldevolvió una sonrisa confiada. Entonceoyeron un fragor a su espalda, del ladde la ciudad, y Consuelo buscó en loojos antiguos de su abuela algo que ldijera que no pasaba nada, que ya habívivido algo así. Cuando la vio rezar co

os ojos cerrados, Consuelo dejó ddisimular para abrazarse a su hija. Pera niña, a un palmo de la puerta

preguntaba:

 —¿Papá?Y al abrir, una masa de agua se

rguió sobre ella y se la tragóarrastrándola fuera. Consuelo corrió tra

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ella. Era como si Dios hubiera puesto lplaya cabeza abajo y ahora estuvierabajo el mar. No había aire, sino u

fluido espeso y salado llenándolo todoLas olas invadían la tierra y el torrentque bajaba de Barcelona se precipitabal mar, y en tierra de nadie peleaban poempujar los despojos a un lado o al otrosacudiendo las cosas, los animales y lgente en una danza agónica. Consuel

solo veía a su hija atrapada en el abrazmortal del agua, y sintió alivio cuanduna ola la tumbó y la arrastró hacia ella  agradeció el milagro de llegar

enerla a apenas un metro y con uúltimo esfuerzo agarrarla del brazo estrecharla contra sí.

Sin saber cómo, Consuelo logr

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remontar el torrente con la niña ebrazos. El agua la cegaba y lanzabcontra ellas troncos, muebles, buzones

rozos de la ciudad. Delante, solo ubulto oscuro permanecía quieto como uslote en mitad de un río, y Consuel

eliminó de su mente cualquier otra cosque no fuera llegar hasta allí: ni sabuela, ni los gritos de la gentarrastrada por el agua, ni siquiera si a

agarrar a Consuelo la había vistrespirar o no, si tenía en brazos a sniña ahogada. Pero al llegar a lsalvación —un carromato hasta arrib

de chatarra al que la tormenta habíarrancado el techo de lona— vio quvivía, que pestañeaba sin llorarConsiguió dejarla sobre un rollo de hil

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de cobre, mientras se agarraba a lmadera para intentar encaramarse ellambién. Y ya tenía medio cuerpo en e

carromato cuando oyó su nombre y vio Carmen con el agua hasta la cinturaelevando a Flora hacia ella como unofrenda, suplicando. Consuelo alargos brazos y se estiró para cogerla. Algo

golpeó a Carmen, que se hundió, y solquedaron las manos de Flora elevada

sobre el agua, los pequeños dedos muabiertos, un mechón de pelo oscursobre un remolino. Tan cerca, tan cercde Consuelo.

La tormenta pasó en apenas media horaEl mundo se volvió a poner cabezarriba, el aire volvió a ser aire, y hastbrillaba un pálido sol de noviembr

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para que los supervivientes no sperdieran ni un detalle de la desolaciónLa masa plomiza del mar se habí

aquietado, velando o digiriendo a loahogados; y el torrente embarrado qulegaba de la ciudad fue perdiend

fuerza y depositando en la arena suesoros; primero los más pesados —u

arcón, la portezuela de un coche—, y lacosas ligeras más cerca del mar —l

caja de un zapatero, una olla de barroun bebé—. Las autoridades tardaron eenviar a nadie al Somorrostro: antehabía que ocuparse de los ciudadanos d

verdad. El tío Paco —Pacó, como ldecían en Francia— quiso marcharspara contrabandear con el tabaco qulevaba en las alforjas del caballo, ante

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de que llegaran. Encontró su carromatcasi como lo había dejado: le faltaba eoldo, y había una niña pequeña envuelt

en un mantón, al principio pensó questaba muerta. Dudó si bajarla, pero yhabían llegado curiosos y llamaría latención, pensarían que era suya y lestaba abandonando. Sin siquierocultar bien los fardos de tabaco entre lchatarra —ya lo haría antes de llegar

a frontera—, unció el carro y se alejóPodría dejarla en cualquier calleja, ecuanto se hiciera de noche, o en lcarretera al salir de Barcelona. Qué l

mportaba la cría, si él solo estaba dpaso, si solo había acampado una nochesi no conocía a nadie allí, y alguna veesa gente le había acusado d

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robarles… Pero finalmente el tío Pacdetuvo el carromato cerca de la Casa da Caridad, llevó hasta allí a la niña

lamó al timbre de la tornera y, antes dque nadie se asomara, se escabulló parseguir su camino a la Junquera.—Isidre también murió en aquellormenta —explicó Juli.

Clara puso los ojos en blancomposible competir con aquello. Si e

cuadro, que estaba apoyado en una das paredes del despacho, se lo tenía ququedar el que tumbara a Juli con lhistoria más sentimental, había perdid

de calle. El repentino amor de ella poFernando no tenía nada que hacer contrel cuento del pintor, la gitana y su hija.

Juli no hizo caso de sus gestos,

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siguió hablando: —Vamos, que el pobre no volvió

ser el mismo. Y al cabo de poco, pue

murió de verdad. Lo que más lamententonces fue no poder enterrarle junto su mujer y su hija. Si nadie sabía en qufosa común habían ido a parar…, ¡mirqué poco sabíamos, que te dábamos pomuerta! —Y volvió a abalanzarse sobrConsuelo para abrazarla.

Luis, a la espalda de Juli, pregunta Consuelo con un gesto si quería que so quitara de encima, pero ella hizo qu

no con la cabeza. No solo dejó que Jul

a estrujara, sino que ella misma le pasos brazos alrededor del cuello.

 —Anda, prima, di que nos traigaalgo bueno para brindar —dijo Juli

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Clara.La Morgadas se levantó y, mientra

ba hacia la puerta, lo puso en su sitio:

 —«Prima» se lo llamas a tuvecinas del Somorrostro, no a mí. Estno es una de las tabernuchas qufrecuentas, es mi despacho. —Y antede salir preguntó—: Supongo que echampán es lo más apropiado para locasión, ¿no?

Clara tardó bastante en volver. So hizo para ahorrarse los detalles mámelodramáticos acertó. Durante sausencia, Juli comenzó pidiendo perdó

a Consuelo. —Durante mucho tiempo me sent

culpable. El día de la tormenta Isidre o no estábamos en Barcelona. Le habí

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convencido por fin para ir a pasar unodías al Pirineo, a hacer el artista, comcuando éramos jóvenes. «Vale, uno

días», me dijo, mirando a tu madre. Erealidad fue ella la que lo convencióporque yo se lo pedí. Si hubiésemoestado en Barcelona, quizás tu madre nhabría ido contigo al Somorrostro aquedía, o de haberlo hecho, yo habríestado ahí para ayudaros. Pero en luga

de eso, estábamos bebiendo orujo dmontaña y mirando las estrellas; nsidre pintó ni yo escribí nada. Uiempo perdido a un precio muy alto. É

nunca se lo perdonó, aunque la culpa fumía. Pero ahora puedo redimirme upoco: tienes que creerme, tu padrhabría hecho lo que fuera por vosotra

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dos, por sus Consuelos.Cuando Clara entró, a Consuelo l

caían unos lagrimones como puños.

 —¡Por dios, Juli! Guárdate algoque esta pobre chica no lo puede digeriodo de una sentada. Anda, pasa —l

dijo al botones que la seguía con unbandeja con el champán en una cubiter cuatro copas.

Después de dejarlo en la mesa, e

chico se quedó de pie, como esperandnstrucciones. Sin querer, se le escapóuna mirada hacia el reloj de pared, quClara captó perfectamente. Eran la

ocho y media. El botones, que slamaba Eusebio González y tení

dieciséis años, había quedado a esmisma hora en el puesto de flores de l

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Carolina, frente al mercado de lBoquería. Era una cita importante parél, su hermano Miguel ya debía de esta

allí.Eusebio y Miguel eran gemelos,

vivían con sus padres en la diminutportería de una finca de San GervasioSu madre era la portera, y su padrrabajaba de jardinero en una de la

mansiones de la avenida del Tibidabo

Los chicos habían salido al padre, permejor: habrían hecho crecer cualquiecosa en un dedal de tierra. Cuanddejaron la escuela empezaron

acompañar a su padre a cambisolamente de aprender el oficio. Fucomo dar un violín de verdad a alguieque solo ha podido practicar con una

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cuerdas atadas a una caja: de repentecon todos aquellos parterres, semillas herramientas pudieron comprobar hast

qué punto eran unos virtuosos. Al finales ofrecieron un contrato, solo uno. As

que buscaron otro trabajo y, como eradénticos, se los repartieron: el día qu

Eusebio hacía de jardinero, Miguel iba El Siglo, y al siguiente se cambiaban

adie notó nada. Así pues, la nuev

variedad de rosa que habían hechcrecer en secreto en la rosaleda de lmansión la habían conseguido juntos. Ya tenían que presentar esa noche en L

Carolina, antes de que cerrasen lparada. Los gemelos querían que su rosse convirtiese en el emblema de LRamblas, que todas las floristas l

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adoptaran. Y estaban seguros deconseguirlo porque era tan brillante reventona como el paseo.

Clara vio cómo el botonecambiaba el peso del cuerpo de unpierna a la otra varias veces. ¿Qué prisendría? ¿Qué sabemos de la vida de lo

demás? —Anda, vete. Ya recogerás esto

mañana.

Eusebio salió demasiado deprisaPor suerte su portazo quedó disimuladpor el sonido del tapón del champán asalir disparado. Juli lo sirvió.

 —¿Quién hace el brindis? —preguntó.

Luis miró a Consuelo, y levantó scopa.

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 —Por las pupilas de fuego —dijo. —Como alguien vuelva a llorar, s

o bebe en la calle —advirtió Clara.

 —El cuadro es tuyo —le dijo Juli Consuelo, después de vaciar la copa dun trago con tanto ímpetu que Claremió que seguidamente la estrellarí

contra el suelo. Pero no, solo siguió coo suyo—: Lo pintó tu padre par

vosotras. No se va a Inglaterra ni

Grecia ni a ningún sitio. Te lo quedas túY miró a Clara, retador, pero ellasolo meneó suavemente la cabeza, extendió la mano.

 —Mi talón —pidió—. Tendré qudevolvérselo a Primson, o…

Lanzó una mirada rapidísima Consuelo, que se había acercado a

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ienzo. Clara pensó que, si había algunposibilidad de reconducir la situaciónenía que intentarlo.

 —Ya sé que no es momento, pero¿has pensado en venderlo? —dijo.

Luis solo podía mirar la carensimismada de su mujer, que nsiquiera había oído a Clara. Fue équien, sonriendo de esa forma burlonque le hacía fruncir el ceño, contestó:

 —Lo dudo mucho.Se estaban encendiendo las farolas dLas Ramblas. Los transeúnteapresuraban el paso: hacia sus casas lo

diurnos, y hacia los bares y teatros lorasnochadores. Las floristas había

recogido ya sus puestos parencaminarse, con las rosas que le

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quedaban, a la puerta del Liceo y de lorestaurantes caros. Pero esa noche lohombres elegantes y las mujere

enamoradas tendrían que esperar upoco para ponerse una rosa en el ojal para recibir el esperado ramilleteporque todas las floristas habían hechun alto en la parada de la Carolinadonde dos jóvenes iguales les mostrabasu futuro.

Los escaparates de los almaceneEl Siglo, ya cerrados, seguíaderramando su cálida luz amarilla. Echófer detuvo el coche frente a l

entrada principal y salió para abrir lpuerta trasera a la señora Morgadascomo hacía cada día. Pero fue Juli eque le dio las gracias, entró y se sent

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con un largo suspiro de cansancio. Claro miró atónita.

 —No seas estirada, prim

directora, y acércame a la barraca. Pohoy ya no puedo más.

Clara se preguntó en qué momentde los últimos días había pasado a seuna más del grupo de los insensatosAntes de hacerle un gesto al chófer parque abriera para ella la otra puerta, di

gracias al cielo por haberse casado coel hermano adecuado: estaba segura dque a Fernando le iba a encantar lhistoria de la mujer con su niña en l

playa. A Faustino no se la contaríamás.

Cuando se quedaron solos, Consuelo sabrazó a Luis. Se recostó contra s

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pecho como un náufrago exhausto. Pofin el monstruo de sus pesadillas, el quo destruía todo a su paso, el que l

empapaba a través de la negrura con saliento espeso, había sido derrotadoConsuelo era el náufrago más feliz demundo y Luis la playa a la que habílegado. En su cabeza se repetía la vo

de Juli como un bendito eco: tu madreu padre, tu madre, tu padre…

Luis le susurró al oído: —¿Y si te casas conmigo de unvez?

 Ninguno de los muchos qu

rambleaban interrumpió su beso.

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Epílogo

Joaquim Mir entró en su estudio

ientas. Habían pasado cuatro mesedesde su marcha. Cuando descorrió lacortinas lo deslumbró una luz que nvenía de la ventana, sino de un cuadrenorme con una mujer agitanada jugandcon una niña en la orilla del mar. «Loibros son un regalo, el cuadro no», ley