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Alfonso Blanco Picabia y Rosario Antequera Jurado LA MUERTE Y EL MORIR EN EL ANCIANO

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Alfonso Blanco Picabia y Rosario Antequera Jurado

LA MUERTE Y EL MORIR EN EL ANCIANO

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Aunque morir es siempre un proceso individual, es también unacontecimiento que afecta asimismo a aquellos que, de algunamanera, se relacionan con quien ha muerto. La muerte adquierepor consiguiente, una dimensión social. Pero, al mismo tiempo ycomo consecuencia de ello, las actitudes y comportamientos quecada persona adopta ante el hecho de la muerte, sea propia o seaajena, son el resultado de la conjunción, por un lado de las carac-terísticas y circunstancias individuales y por otro, del concepto ysentido de la muerte imperante en la sociedad de ese momento ylugar.

Por ello, para comprender las actitudes que el anciano va a adop-tar en un momento determinado ante el hecho de la muerte (ya seapersonalizada o sea ajena) se hace imprescindible analizar previa-mente los conceptos y actitudes que socialmente se mantienen enese momento histórico y geográfico hacia la muerte y el morir. Estoes así debido a que, como miembros de ese entorno social, tambiénesos conceptos y actitudes vigentes en una sociedad son, con segu-ridad, compartidos en mayor o menor grado por cada uno de losancianos que en ella se encuentran.

Se hace así preciso reflexionar sobre el propio concepto demuerte, sobre las actitudes que en nuestros días existen con res-pecto a este tema y muy concretamente, sobre las que se dan anteel hecho de morir en relación a los ancianos. Pero no es menosimportante conocer la actitud que tienen los propios ancianosfrente a la muerte (ajena o propia) y las variables que determinanesas actitudes.

1. SOBRE EL CONCEPTO DE MUERTE

Entrar a analizar el concepto de muerte es intentar abarcar unmundo casi infinito de posibilidades (Blanco Picabia, 1992a) que sehan intentado abordar adoptando muy distintas perspectivas. Por unlado, lo que la ciencia y los conocimientos que de ella se derivan nosaportan sobre su naturaleza. Por otro, la percepción, introyección yrecreación que cada individuo realiza de ese suceso objetivo y realy que se convertirá en subjetivo en función tanto de las idiosincráti-

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cas características de personalidad de cada individuo, como de lasnormas y conceptos vigentes en la sociedad en que viva esa perso-na. Unas normas y conceptos que, en mayor o menor grado, soncompartidas por todos aquellos que forman parte de un mismomarco cultural. Y tanto si nos centramos en el tema adoptando unaperspectiva como la otra, la muerte se muestra lo suficientementecompleja, ambigüa y desconocida como para escapar una y otra veza todos los intentos de aprehenderla intelectualmente y de concep-tualizarla.

Así y partiendo de que no hay una respuesta rigurosamente ajus-tada y comúnmente aceptada a una definición de muerte (Blanco,1993) e independientemente de los planteamientos personales queante la misma se puede adoptar, la acepción mas comúnmente acep-tada (por lo evidente e innegable) es que la “muerte es la cesación oel término de la vida” (Diccionario de la Academia de la LenguaEspañola, 1992).

No obstante y a pesar de la aparente objetividad de esta defini-ción, resulta confuso situar en el tiempo el tránsito de vida a muer-te, el momento en que se produce radicalmente “el término de lavida”. Esta dificultad proviene del hecho de que la muerte no seproduce en un instante preciso; es un proceso que va afectandoprogresivamente a las distintas partes del organismo (Thomas,1991). Lo cual hace difícil determinar el momento preciso en quepodemos decir que un sujeto está completamente muerto, que noqueda ninguna vida en su organismo. Así, por ejemplo, a pesar deque se haya diagnosticado la muerte cerebral (uno de los criteriosmédicos actualmente considerados como de mayor objetividadpara determinar la muerte del individuo) todavía existen en suorganismo células con su código genético único, irrepetible y total-mente característico, que siguen multiplicándose y por tanto,viviendo. De hecho, es frecuente comprobar cómo al producirse lamuerte cerebral se pueden mantener los órganos más importantesdel cuerpo en funcionamiento (con más o menos ayuda artificial),posibilitando de esta manera la donación de órganos. Así comopodemos asistir también en muchos casos a la negativa de los fami-liares a aceptar que el sujeto haya muerto alegando que todavía “sele puede ver respirar”.

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Pero las dificultades de encontrar un criterio objetivo o una defi-nición objetiva de muerte se multiplican cuando intentamos abordarel concepto subjetivo y vivenciado de muerte. Desde esta perspecti-va, la definición de muerte como “terminación o cese de la vida”resulta insuficiente para abarcar en toda su complejidad lo que paracada ser humano, independientemente del momento evolutivo enque se encuentre, significa el hecho de morir. Basándose en ello, espor lo que puede afirmar Charmaz (1980) que existen tantas mane-ras individuales de conceptualizar la muerte como individuos. Unaidea que ya muchos años antes y mucho más bellamente habíaexpresado Unamuno (1912): “Dos entes vivos difieren en cuanto lavida de ellos es distinta y como vivir no es lo mismo para los dos,tampoco morir (que, por lo pronto, es dejar de vivir) significa lomismo”.

¿Cómo podríamos sistematizar y organizar la gran cantidad devariables, informaciones y sentimientos que interactuando confierensu inabarcable complejidad a la simple palabra muerte? Podríamosintentarlo respondiendo a tres preguntas: ¿qué puede significar eseconcepto?, ¿dónde radica el fenómeno?, ¿qué la produce?, ¿quién esel que muere?

I. ¿CUÁL ES EL SIGNIFICADO DE LA MUERTE?

Así, en función del concepto del que dotemos a la vida, adquiri-rá la muerte un significado especial. Puede entonces ser entendidacomo el principio de una nueva existencia, despojada del cuerpoque la aprisiona o como el final de una etapa detrás de la cual no haynada, o al menos nada conocido.

Estos conceptos de muerte son tan sólo una muestra de los posi-bles planteamientos que, de manera amplia y difusa, el hombreadopta ante la muerte. Pero hay asimismo que tener en cuenta queestos conceptos van a adquirir matices diferentes al ser asimiladospor cada individuo concreto. Se hacen así precisas varias puntuali-zaciones a este respecto:

• La primera distinción que se hace aquí necesaria es diferen-ciar entre el concepto que cada uno de nosotros tiene de lo

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que es la muerte en general (como evento que afecta a todoaquello que nos rodea pero que sólo nos afecta de unamanera más o menos indirecta) y el concepto de esa mismamuerte cuando es puesta en relación con uno mismo (lo queocurre con mayor frecuencia cuando el sujeto llega a lavejez). Fruto de esta distinción, el concepto personal demuerte se torna paradójico (Thomas, 1991): la muerte engeneral, en abstracto, ajena, se acepta como algo cotidianopero sin embargo, cuando atañe a lo personal, siempre pare-ce lejana, sobre todo en la juventud (son “los otros” los quemueren).

La muerte se acepta a nivel consciente y racional como un hechonatural pero se vivencia en lo personal como un accidente, arbitra-rio e injusto, para el que nunca estamos preparados. Ni a pesar deque, como es el caso de los ancianos, se sea consciente de su mayorproximidad y posibilidad de ocurrencia. La muerte es concebidacomo algo aleatorio, indeterminable ya que no sabemos el cúandoni el cómo ni, sobre todo, el por qué. Pero el progreso de la estadís-tica, los avances médicos y la difusión de conocimientos biológicosy epidemiológicos nos hacen creer que podemos estimar el momen-to en que “probablemente” ocurra y que con frecuencia (y quizáscomo manera de defendernos de la angustia que nos provoca) sesuele relacionar con la edad provecta.

La muerte es universal; todo lo que vive está destinado a perecero a desaparecer (lo que de alguna manera trivializa el acto de morir).Pero es también única ya que la muerte constituye para cada uno denosotros un acontecimiento sin precedentes y que no se ha de vol-ver a repetir.

• El segundo aspecto que hemos de considerar es que la muertees un fenómeno multidimensional que, por ejemplo, para Foltay Deck (1974) comprende al menos tres aspectos:

la muerte como proceso; es decir, la agonía (o el proceso demorir).

la muerte como acto; concepto abstracto de finalidad, el actofinal de la vida del hombre (la muerte propiamente dicha).

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la muerte en cuanto que entraña unas consecuencias; fenó-meno metafísico que supone el final de algo o el principio deotro “algo” para el fallecido (el más allá de la muerte).

II. ¿DÓNDE RADICA LA MUERTE?

Si aceptamos que el hombre es un ser bio-psico-social, la muer-te igualmente debe de ser considerada simultáneamente como ubi-cada en cada una de esas vertientes (Thomas, 1991):

• Muerte física que afecta al cuerpo entendido como un con-junto de órganos y sistemas integrados y en equilibrio y queculmina con la aparición del cadáver y todo el proceso de latanatomorfosis (enfriamiento, rigidez, livideces, putrefacción yestadio final de mineralización)

• Muerte psíquica, que tiene lugar cuando el hombre deja detener irreversiblemente conciencia de su propia existenciacomo ser independiente y racional (como es el caso de sujetosdemenciados).

• Muerte social, que se produce cuando se ha perdido el reco-nocimiento social de persona, ya sea porque pasa a ser trata-do como si ya hubiera muerto (moribundos en centros hospi-talarios), como un número (presos en instituciones penitencia-rias), como seres sin capacidad de decisión propia (enfermosmentales en hospitales psiquiátricos, deficientes mentales, ...),como un ser que al estar sólo físicamente presente y activo, defacto pasa a la categoría de objeto. Sin embargo, no siempreson los demás los que determinan la muerte social de algunosde sus miembros sino que a veces es el propio individuo el quedetermina su propia muerte social al considerar que ha dejadode ejercer un papel en la misma y que ya no forma parte de sucomunidad, o cuando se retira por unos u otros motivos, de lavida social (Como quien ingresa en una orden religiosa con-templativa, el depresivo que trata de permanecer en su camaal margen de todo y de todos, el anciano que tras la pérdidade su cónyuge decide encerrarse en casa con sus recuerdos y“morir” para todo lo demás, etc.)

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III. ¿QUIÉN O QUÉ GENERA LA MUERTE?

En función del agente que la causa, la muerte puede ser conce-bida:como algo interno e intrínseco, que procede del propio orga-nismo y con la que, en cierto modo y aunque parezca paradójico“convivimos” desde que nacemos o, como algo que procede defuera, que siempre representa un accidente, algo que nos llega.Concepción ésta de características más “tranquilizadoras” ya que sig-nifica que se puede intentar evitar o al menos retrasar su acontecer,si se abandonan determinados comportamientos, se introducenotros, se evitan situaciones de riesgo, o si se desarrollan lo suficien-te los conocimientos científicos.

IV. ¿QUIÉN ES EL QUE MUERE?

Como señalan Kastenbaum y Aisenberg (1976), podemos dife-renciar dos perspectivas que resultan determinantes a la hora de con-ceptualizar la muerte; según se plantee la muerte del prójimo o lamuerte propia. Afirmando que el hombre desarrolla antes la idea dela muerte ajena que la propia, ya que esta última supone la extrapo-lación de hechos o sucesos de los que no hemos tenido experiencias(la muerte del prójimo), al concepto en abstracto de muerte (en elque se incluye la muerte personal).

Es esta incapacidad para percibir nuestra propia muerte la quelleva a algunos autores (Rojas, 1984) a afirmar que el hombre conci-be la muerte como inevitable, pero irreal (ya que es algo que perci-bimos en el otro, pero que en relación a cada uno no tiene realidadpuesto que al no poder vivenciarla directamente en la realidad notenemos conciencia de ella).

En cualquier caso queda claro que la manera de entender y con-ceptualizar la muerte (y por tanto, de comportarse ante ella) es muydistinta pra cada anciano. Variará según se plantee la muerte comoun fenómeno existencial (el fin), que la piense como un fenómenonatural (la terminación de un ciclo) que la piense como muerte delos demás (la pérdida y/o el vacío) o que esa muerte sea planteadacomo un fenómeno personal, como muerte propia, como la pérdida

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de todo lo que se es y se tiene para cambiarlo por algo absoluta-mente incierto. Planteamientos y conceptos éstos que no son perma-nentes ni inmutables ni siquiera para cada ser humano, ya que encada momento se mueve con uno de ellos saltando inconsciente-mente a otro cuando el primero le resulta excesivamente angustian-te o molesto (Blanco Picabia, 1992).

2. EN RELACIÓN A LAS ACTITUDES GENÉRICAS ANTELA MUERTE EN NUESTROS DÍAS

Las actitudes que el hombre concreto mantiene hacia la muertey muy particularmente a medida que ese hombre concreto vateniendo más años, han sido en gran parte, introyectadas según suspropios y particulares mecanismos psicológicos a partir de las exis-tentes en la sociedad (Blanco Picabia, 1992). Así pues, antes depasar a analizar las actitudes individuales y concretas que cada per-sona adopta ante la muerte es conveniente considerar (aunque sus-cintamente para no alejarnos de nuestro tema) tanto los elementosque pudieran intervenir como determinantes de esas actitudes comoen lo que se refiere a las más comunes e influyentes de ellas: lanegación y el miedo hacia el hecho de la muerte. Pero ello siempresin olvidar que dichas actitudes responden a una serie de movi-mientos sociales. Algo que ya fuera mágnificamente analizado porFeifel (1977).

Al reflexionar sobre las actitudes concretas e individuales quecada persona adopta ante la muerte, hemos de reparar necesaria-mente en algunos de los aspectos que las determinan:

En primer lugar, la imposibilidad de hablar de una actitud obje-tiva ante la muerte, a ninguna edad, ni en ningún momento ya que,como subrayara Freud (1918) la muerte propia es inimaginable y, porello, en lo inconsciente, todos estamos “convencidos” de nuestrainmortalidad.

En segundo lugar, la influencia que las circunstancias personalesy el contexto situacional en los que el sujeto se encuentra ejercensobre sus particulares actitudes ante la muerte. Circunstancias de las

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que destacan, por su importancia, fundamentalmente dos: según elsujeto se plantee la muerte propia o la de otra persona (y aún en estecaso variará si se trata de una persona querida o no) y según el suje-to se encuentre en una situación en la que se enfrenta directamentecon la muerte (cuando hay un peligro inminente) o en una situaciónen la que se piensa acerca de la posibilidad de la muerte en generaly remotamente.

En tercer lugar, los planteamientos y expectativas que cada unomantenga con respecto a la muerte y que van a determinar sus acti-tudes ante la misma. Expectativas y actitudes que Blanco Picaba(1992) sistematiza de la siguiente manera:

planteamiento existencial, en el que la muerte esta permanente-mente presente en la vida intelectual del sujeto constituyendouno de los pilares sobre los que elabora sus proyectos y en losque fundamenta su comportamiento y sus actitudes ante la vida;

planteamiento de la muerte como un fenómeno natural peroajeno a los intereses directos e inmediatos del que habla, con loque se intenta eludir la esencial del problema (como intento oforma defensiva evasiva). Algo como lo que ocurre cuando seafirma que “la gente se muere”;

planteamiento de la muerte como un hecho personal, subjetivo yvivido, que realmente pudiéramos denominar “autentico” y queconsistiría en aceptar la muerte como algo propio y siempreactual. Bajo este planteamiento se encontraría una concepciónde la muerte como algo inexorable, personal, privado e intrans-ferible, que está ante cada persona continuamente y que, porello, supone ser un factor causante de angustia permanente quepuede tratar de evitarse bien ignorando, o bien tratando de racio-nalizar esa realidad.

I. ¿CUÁLES SON LAS ACTITUDES ANTE LA MUERTE MÁS COMU-NES Y DETERMINANTES EN LA EXISTENCIA HUMANA?

Tales factores psicosociales, históricos, económicos, etc. han lle-vado a que la actitud social más extendidamente adoptada ante la

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muerte sea la de la negación. Una actitud que se manifiesta a travésde muy distintas conductas: el escamoteo de la muerte, del mori-bundo y del cadáver, la criogenización, el lenguaje eufemístico utili-zado para referirnos a la muerte, las conductas de alto riesgo, el fune-ral ... o las propias actitudes que actualmente se mantienen hacia losancianos (Petiner, 1977-78).

Son varios los aspectos relacionados con la muerte y el morir queelicitan por igual miedo y ansiedad. Estas emociones pueden referir-se a distintas facetas del mismo fenómeno. Así puede plantearse elmiedo a la muerte propiamente dicha, o al morir, o a lo que ocurradespués de la muerte. Y todo ello, nuevamente, adquirirá connota-ciones distintas en función de que sea plantee en relación a unomismo o a los demás.

Así, el miedo a la muerte ha sido interpretado como el temormás básico que experimenta el ser humano, del que derivan los res-tantes miedos a través de su asociación directa o genérica con lamuerte. Y es tan importante este miedo que en muchas ocasionesson utilizados para camuflarlos y hacerlo menos angustiante otrosmiedos condicionados que son socialmente más aceptados que elpropio miedo a la muerte. Síntomas tales como el insomnio, ladepresión, manifestaciones somáticas, etc., pueden constituir laúnica manifestación del temor a la muerte (Kastenbaum y Costa,1977; Campbell, 1980; Lonetto y Templer, 1986). Quizás, en estesentido, el principal temor asociado a la muerte es el de dejar de ser.Algo justificable por el hecho de que el hombre no se puede imagi-nar a sí mismo en un estado de “nada”. Además, el dejar de serrepresenta la separación definitiva de las personas a las que nosunen vínculos afectivos y en muchas ocasiones dan sentido a nues-tra existencia.

Por otro lado, la muerte del otro se asocia con la idea de pérdi-da que hace que la muerte de ese ser que “se le ha muerto a uno”implique la pérdida de algo que uno “tiene” y “quiere” con algo deuno mismo. Algo que, por consiguiente, hace que cada muerte seconvierta en una merma, en una forma de muerte parcial de unomismo.

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Por si fuera poco, cuando se trata del miedo al morir propio, seincluye la perspectiva del sufrimiento. De forma que la posibilidaddel dolor físico convierte el morir en un suceso aún más aversivo.Pero también se teme que la integridad personal, la autonomía y laindependencia se vean comprometidos y ello ocasione la pérdida odisminución de la capacidad para satisfacer las necesidades perso-nales que tendrán que ser cubiertas por los demás. Por lo que elmiedo a la muerte se convierte en un miedo que lleva asociado el delmiedo a la pérdida de dignidad. Finalmente, hemos de referirnos alos sentimientos y ansiedad que la pre-visión del propio cuerpomuerto, el cadáver propio, suscitan en la persona (Santo Domingo,1976). Un miedo asociado al temor al despedazamiento del cuerpo,reavivado actualmente por la difusión (en muchos casos a través depelículas o ciencia-ficción) del posible mercado de órganos paratrasplantes.

Cuando el morir ocurre a nuestro alrededor, en una personaconocida o querida, generalmente va asociado a un doble sufri-miento. Por una parte, sufrimos al ver cómo otra persona se deterio-ra y sufre. Pero si además, esa persona es alguien cercano y querido,que constituye una parte de la vida propia, su proceso de muerte,despierta en nosotros la idea de la muerte y de la desintegración pro-pia, ya que una parte de nosotros, muere con él y constituye una pér-dida o muerte parcial en el presente, que además nos anticipa nues-tro propio futuro.

La última faceta del miedo a la muerte, es el miedo a lo quepueda ocurrir después de la muerte, un miedo que se fundamenta enel miedo al castigo y a la idea de que debemos pagar nuestros peca-dos e infracciones que puede hacer que tengamos una existenciadesgraciada en “el más allá” (motivada por el rechazo eterno deDios). Mientras que el miedo al más allá referido a otra persona, seplantea en dos formas de temor fundamentales: el miedo a que elespíritu de la otra persona nos pueda infringir algún daño en nuestravida cotidiana (relacionado con el sentimiento de culpabilidad y enestrecha ligazón con el miedo a los muertos) y la creencia de que taly como nosotros cumplamos y seamos fieles a los últimos deseos ynecesidades del fallecido, nuestros supervivientes se comportaráncon nosotros cuando nos llegue la hora.

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3. ACERCA DE LAS ACTITUDES SOCIALES ANTE LAMUERTE DEL ANCIANO

Si bien es cierto que el ser humano nunca llega a percibir lamuerte como algo normal, es precisamente la muerte del anciano laque se tolera y acepta como un hecho más natural... generalmentepor parte de los demás, de los más jóvenes (Blanco Picabia, 1990).Algunas de las causas que se han apuntado para explicar esta mayorfacilidad y naturalidad con que se suele aceptar por parte de losdemás la muerte del anciano son las siguientes (Lester, 1967; BlancoPicabia, 1992b):

El distanciamiento cada vez mayor entre los estilos de vida ylas modas que imperan culturalmente y que imponen en la socie-dad los más jóvenes y aquellas normas de vida que generalmen-te conservan los ancianos, unas veces porque son las que prefie-ren y otras porque son las únicas que les están permitidas. Todoesto facilita la no identificación de los más jóvenes con la muer-te de personas para ellos muy distintas y distantes de su mundofísico y espiritual. El hecho de que el anciano esté habitualmen-te más apartado de la dinámica diaria habitual tanto del jovencomo del adulto, puede causar la impresión de que en parte estu-viera ya un poco perdido ... o muerto a los ojos de los demás, eldeterioro que habitualmente sufren muchos de los ancianos anteso después, aparentemente desvaloriza y hace menos apetecible ydeseable la existencia y por consiguiente, convierte en aparente-mente menos trágica su pérdida.

Otra evolución de importancia en este contexto es el predo-minio de la familia “nuclear”, es decir, de una familia que constasolamente de padres e hijos (Santodomingo, 1976). En estas cir-cunstancias, los ancianos ocupan un puesto menos central en lasvidas de sus hijos. Su muerte, al sobrevenir (Por lo general tras unalarga enfermedad), no afecta emocionalmente a la familia o alentorno social en el mismo grado en que pudo hacerlo antaño.Por otra parte, la sensación de que los ancianos ya han vividohasta el final y plenamente la propia vida hace que sus supervi-vientes acepten su muerte más tranquilamente. En cambio cuan-do muere un niño o un/a esposo/a jóvenes, se tiene la impresión

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de que algo queda inacabado, de que al fallecido se le ha robadola vida y de que los supervivientes han sufrido una pérdida mayorque en el caso del anciano que generalmente tiene menores res-ponsabilidades sociales de todo tipo, quienes le rodean tienenuna menor dependencia de él y sus descendientes tendrán, pro-bablemente, mayores posibilidades de sobrevivir por sí mismosque cuando el que muere es una persona joven. Por otra parte, lamuerte en estas edades supone la confirmación del hecho queconsideran las personas más jóvenes como “normal”: que lamuerte es cosa de viejos. Una idea que les es útil porque les per-mite sentirla más lejos de ellos. De alguna forma, la pérdida de lavida del joven es vista como la pérdida de algo necesario y útil,mientras que la de anciano es, frecuentemente, vivida como lapérdida de algo necesario, de un lujo, un antojo ... o una carga.

Todo esto ocasiona el que ante la muerte de la persona de edadavanzada, quienes viven la situación (estén o no vinculados a ella),se identifiquen, no ya tanto con el hecho de la muerte o con quienestá en trance de fallecer, sino con sus allegados. Son ellos quieneshan sufrido o van a sufrir una pérdida y quienes experimentan undolor y un sufrimiento por ello, que es lo que realmente remuevelos sentimientos de esas personas de su entorno.

Pero todas estas actitudes y comportamientos varían ostensi-blemente cuando en lugar de plantearnos la muerte de los ancia-nos en general, hemos de pensar en la muerte de nuestro “abue-lito”, nuestro “anciano padre” o nuestra “anciana madre” o, endefinitiva, de nuestro “querido anciano”. La idea de una pérdidaque, como la de la muerte propia, el ser humano intenta relegarde la conciencia (Blanco Picabia y Antequera, en prensa). En estesentido, las diversas investigaciones realizadas al respecto mues-tran una y otra vez que la muerte de un progenitor tiene la capa-cidad de ejercer un intenso impacto emocional sobre su hijoadulto, generándole por lo común reacciones de intenso males-tar, estrés y/o depresión (Bunch y Barraclough, 1971; Horowitz,Krupnick, Kaltreider y cols, 1981; Birtchnell, 1975). Unas reac-ciones que resultan especialmente problemáticas si previamenteexistían conflictos en la relación padre-hijo que no fueron ade-cuadamente resueltos (Kowalski, 1986). Existe, sin embargo, una

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excepción a todo lo dicho y es el hecho de que el impacto emo-cional que, por lo general, ocasiona la muerte de un familiaranciano, se mitiga cuando éste ha sufrido previamente una dolo-rosa y prolongada enfermedad. Esto es así porque, en estos casos,la muerte es considerada como el medio de alcanzar una mere-cida paz y tranquilidad.

4. SOBRE LAS ACTITUDES DEL ANCIANO FRENTE A LAMUERTE DE LOS DEMÁS

Nuevamente nos encontramos con una diferenciación esencial:no es la muerte la misma cosa cuando la referimos a “las personas”,“la gente” que cuando se trata de personas queridas. Son distintas lasactitudes de cualquier persona y mucho más del anciano, segúnquién sea el fallecido.

I. ¿CÓMO AFRONTA EL ANCIANO LA MUERTE EN UN SENTIDOGENÉRICO?

Como dijimos anteriormente, es claro que el hecho de que lasactitudes ante la muerte que pueda adoptar una persona están fuer-temente determinadas por el concepto que ese individuo mantengahacia la misma. Un concepto que, lógicamente, ese sujeto ha idoconfigurando y modificando a lo largo de su desarrollo evolutivo.

Así, después de todo un ciclo a lo largo del cual se han ido asi-milando criterios, experiencias y sentimientos, es en la vejez cuandoparece que se llega a aceptar la muerte como un proceso natural,como algo inevitable (Rubio Herrera, 1981). Una creencia que haido haciéndose más extensa conforme iba incrementándose la edad.Así, al cambio del tiempo y en comparación con otros grupos deedad (y pese a lo que se suele suponer comúnmente) la mayoría delos ancianos suelen poseer una orientación activa hacia la muerte yno están de acuerdo con la idea de que se deba ignorar y no hacerplanes en relación a ella (testamento, funerales, ...). Ello sería posiblemerced a que la muerte parece que podría plantearse para elloscomo algo menos terrible que a los jóvenes.

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Pero las personas ancianas no sólo tienen una percepción de lamuerte propia como la de algo más inminente, sino que a lo largo desu existencia, con seguridad, habrán tenido mayores contactos con per-sonas que han muerto y/o con el proceso terminal de muchos sujetosenfermos (Urraca, 1985). La muerte del otro se convierte entonces parael anciano en el punto de partida sobre el cual imagina o fantasea acer-ca de cómo será su propia muerte. De esta manera se va preparandopara su proceso de “ser en la muerte”. Así es como se explica su fre-cuente curiosidad en la materia, su querer saber cómo vivieron la muer-te sus compañeros, su interés sobre todo por saber si sufrieron, si falle-cieron dignamente, etc. (Thomas, 1991). Por otro lado, se ha señaladoque las pérdidas que a lo largo de su existencia puede haber venidoacumulando en los ámbitos personal y social pueden también ocasio-nar el que cada nueva muerte signifique un aumento de su empobreci-miento y de su soporte en la vida, ya sea afectivo o biológico (BlancoPicabia, 1990). Por ello no será tanto la idea de la muerte como la depérdida la que con más intensidad suela afligir al anciano.

II. ¿CÓMO ASUME EL ANCIANO LA MUERTE DE LAS PERSONASQUERIDAS?

En este sentido, de manera genérica, se acepta que es la muertedel cónyuge la que despierta mayor ansiedad en el anciano. Estamuerte representa para el anciano no sólo la pérdida emocional yafectiva ligada a la desaparición de una persona a la que puedehaber estado profundamente unido durante un largo periodo detiempo, sino que también representa para unos la ruptura sólo con elrol de esposo o esposa, y para otros la pérdida de su ya único rol enla vida con lo que constituía la única forma de identidad social quele restaba al individuo. De ahí la aparición de cuadros de depresióny ansiedad, de desorientación y de falta de sentido y de propósito devida, que a partir de ese momento expresan con frecuencia los ancia-nos. Cuadros por lo general que, en estas edades, son más desola-dores y prolongados que en otras edades.

No obstante, también hemos de reseñar nuevamente cómo, enmuchas ocasiones, la existencia de enfermedades previas puede hacerque el anciano prevea con anterioridad la posibilidad de que la muer-

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te de su compañero ocurra en un futuro próximo (O’Brian, 1990-91),en lo que sería una especie de “anticipación de la muerte” que le podríaayudar a mitigar las posteriores reacciones emocionales, una vez que sehubiera producido el fallecimiento (Ball, 1977; Rando, 1986).

Pero, si es trascendente e importante para él la muerte del cón-yuge, el anciano experimenta la misma o mayor intensidad ante lamuerte de un hijo. Se trata de un acontecimiento considerado comouna de las pérdidas más dolorosas jamás experimentada en sus vidas(Littlewood, 1992). La muerte del hijo en edad adulta rompe, desdela perspectiva del anciano el orden natural de las cosas, que es la deque los padres mueren antes que los hijos. Y al mismo tiempo, des-truye la fantasía de inmortalidad que los padres depositan en lasgeneraciones sucesivas.

A pesar del fuerte impacto que la muerte de seres queridos puedeejerce en la población anciana, distintas investigaciones empiezan aponer de manifiesto que, en ocasiones, son desproporcionadamentemayores las expectativas y preconcepciones que la población eincluso los profesionales de la salud mantienen sobre las extremasreacciones tanto fisiológicas como psicológicas esperables en losancianos en esta situación, que las que real y objetivamente se pro-ducen (Wortman y Silver, 19889). Se pone de manifiesto ademásque, a pesar del impacto que estas muertes ejercen sobre la salud yel equilibrio del anciano especialmente en las primeras semanas, elanciano es también capaz de desarrollar estrategias de afrontamien-to que le permiten superar este estado, sobre todo cuando se le pres-ta la ayuda precisa (Borstein, Clayton, Halikas y cols, 1973; Lund,Caserta y Dimond, 1986). Incluso parece ser que las expectativasprevias que desarrollan los propios ancianos sobre cuáles pueden sersus posibilidades de recuperarse de la muerte inminente de una per-sona querida (especialmente si se trata del cónyuge) son más negati-vas y pesimistas que las que son realmente capaces de desarrollarcuando ya se ha producido la muerte (Caserta y Lund, 1992). Dichode otra manera, una vez que el anciano tiene que afrontar la pérdi-da de un ser querido, lo hace con mucha más eficacia de lo que elmismo habría esperado, debido a que pone en marcha y utilizarecursos (tanto internos como externos) de los que no tenía conoci-miento o a los que no valoraba como útiles con anterioridad.

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Por otro lado, no debemos olvidar como tantas veces ha sidoreferido, el hecho de que las circunstancias personales y las redes deapoyo social y emocional con las que cuente el anciano, van a repre-sentar un factor decisivo y determinante de las actitudes, la intensi-dad y las características del impacto que la muerte de los demáspueda ejercer sobre él mismo. Durante el matrimonio, los sujetos res-tringen muchas de sus actividades sociales por la dificultad de com-patibilizarlas con sus familias. Así, el esposo/a se convierte en la prin-cipal fuente de apoyo. Cuando el cónyuge muere, los amigos suelenconstituir para los ancianos la principal fuente de compañía e inclu-so de bienestar. Por ello cuando uno de ellos muere, aparece funda-mentalmente un sentimiento de pérdida unido a una toma de con-ciencia del propio envejecimiento, y a la actualización del conoci-miento de la propia mortalidad, pero también a la adquisición deuna mayor valoración de la vida (Roberto y Stanis, 1994).

Connotaciones especiales adquiere la muerte cuando los ancia-nos se encuentran en una institución, ya que en ellas no sólo perma-necen durante un largo periodo de tiempo sino que, además general-mente, se encuentran muy mermadas sus relaciones con el exterior.Por ello, la muerte de otro residente significa para el anciano la rup-tura de una parte importante de sus escasas relaciones cotidianas.

Thomas (1991) refiere que los ancianos institucionalizados reaccio-nan ante la muerte de sus compañeros de manera bastante uniforme “esuna curiosa mezcla de pena, tristeza, de cólera (sobre todo ei el mori-bundo ha sufrido), de alivio (si la agonía fue ruidosa, si el que murióestuvo perturbando durante mucho tiempo el funcionamiento asisten-cial del establecimiento), e incluso de satisfacción fatalista (“al menosyo sigo estando vivo”)”. En cualquier caso, una vez más, también lasactitudes del anciano ante la muerte de un compañero residente van adepender del grado y del tipo de relación que mantuviera con él, de lapersonalidad del fallecido y de las circunstancias de su muerte (Matse,1975). Así, en las instituciones la muerte es peor soportada cuando elfallecido era una persona alegre y jovial. También cuesta más trabajoaceptarla cuando es una muerte repentina que cuando el sujeto pade-cía una larga enfermedad. De cualquier modo y en casi todos los casos,la muerte de un residente despierta un estado de depresión y ansiedaden el resto de los ancianos ya que les hace pensar en su propia muerte(“¿quién será el próximo? ¿quizás yo?) (Matse, op. Cit.).

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5. SOBRE LAS ACTITUDES DEL ANCIANO FRENTE A SUPROPIA MUERTE

La variedad de concepciones sobre la muerte que hemos expues-to justifica la disparidad igualmente constatada en los diversos traba-jos con respecto a las actitudes que ante la muerte adoptan los pro-pios ancianos. Así, la bibliografía no sofrece un amplio surtido de tra-bajos significativos en relación a las actitudes con las que habitual-mente los ancianos se enfrentan a su propia muerte. y muy particu-larmente, a la polémica de si el temor de los ancianos a la muerte essuperior o inferior al de las personas de otros rangos de edad. Estosdos aspectos son los que ahora nos ocupan.

I. LAS ACTITUDES DE LOS ANCIANOS ANTE SU PROPIA MUERTE

Como es lógico, muchas son las posibles actitudes que podemosencontrar y que de hecho ponen de manifiesto los diferentes traba-jos. Sigue vigente por su utilidad para la sistematización aquella que,genéricamente clasifica estas actitudes en 4 grandes categorías y quefueron propuestas Martin en 1976:

actitud de indiferencia: “era normal que un día sucediera...” “Atodos nos toca”, “Yo ya soy demasiado viejo”.

actitud de temor, quizás no tan ligada a la muerte como a todoaquello que la precede (temor al dolor, al sufrimiento inútil, ...).

actitud de descanso experimentado sobre todo por personas quehan sufrido mucho en su vida o que padecen una enfermedadcrónica. La muerte, entonces, es esperada como el final de lossufrimientos.

actitud de serenidad, el anciano tiene conciencia de haber vivi-do una existencia plena, de haber sido útil a los demás.

De todas ellas y como comentaremos más adelante, se conside-ra como la que con mayor propiedad caracteriza a los ancianos, eladoptar una orientación activa hacia la muerte, producto de la mayoraceptación que a estas edades se produce del hecho de morir, tantoa niveles genéricos (la muerte de los demás) como particulares (lamuerte propia y/o de seres queridos).

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II. ¿TIENEN LOS ANCIANOS EL MISMO MIEDO A LA MUERTEQUE PERSONAS DE OTRAS EDADES?

Dentro de las posibles actitudes ante la muerte, no cabe duda deque miedo y ansiedad son las dos más importantes y con una mayorcapacidad de influencia sobre la vida de las personas. Ello es lo quejustifica el que uno de los aspectos mas referenciados en los distin-tos estudios realizados en relación a las actitudes de los ancianosante su propia muerte personal, sea su orientación activa hacia lamisma y la aparentemente escasas ansiedad y temor que ese fenó-meno les suscita (Kubler-Ross, 1975; Marshall, 1978). Así, se llega aafirmar que los ancianos aceptan más y mejor que los sujetos deotras edades la muerte en general y su propia muerte en particular.

En principio, la hipotética menor intensidad del temor a la muerteen las personas mayores de 65 años podría justificarse, según el clási-co trabajo de Kalish (1976) como consecuente de tres circunstancias:

La disminución del valor que socialmente, hoy se le da a susvidas y que el propio anciano también asume y comparte,haciéndole reconocer lo precario de su futuro y las limitacionesque progresivamente le esperan a todos los niveles (afectivo, eco-nómico, etc.). Pérdida de valor que se acrecienta aún más alobservar la escasa repercusión que la muerte de otros ancianostiene sobre las personas que los rodean (Particularmente esto esasí en los ancianos que residen en instituciones).

En función de las expectativas que, como consecuencia de lamedia de vida existentes en su medio y momento histórico, losancianos van asumiendo y que les hacen tener conciencia deque se acercan al límite. Es decir, la sensación y el conocimien-to de que ya han vivido “lo suyo”, cuanto les correspondía.

Lo que se ha llamado la “socialización de la muerte”. Un térmi-no que presupone que el sujeto se habrá ido haciendo a la ideade que se ha ido aproximando su hora, a medida que iba viendomorir a los demás.

Pero aunque esta menor ansiedad ante la muerte ha sido sistemá-ticamente constatada en varios estudios (Kastenbaum, 1969; Kalish yJohnson, 1972; Feifel y Brascomb, 1973; Thorson y Powell, 1988), son

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también varias las interpretaciones alternativas que se han apuntado.Así por ejemplo, Feifel y Branscomb (1973) puntualizan la necesidadde diferenciar tres niveles de conciencia en las respuestas del sujetoante su muerte: a) nivel consciente (cuya respuesta dominante ante lamuerte es la de rechazo); b) nivel imaginario (respuesta ambivalente)y c) nivel inconsciente (respuesta predominantemente negativa). Yque podría darse la circunstancias de que cada uno de estos tres nive-les pudiera tener contenidos contradictorios con los demás.

La actitud positiva ante la muerte y la mayor acomodación alhecho de su extinción personal que (Para algunos) presentan losancianos, se pueden producir tanto a nivel consciente como de fan-tasía. Pero a niveles inconscientes, los datos apuntan en el sentido deque en el anciano aparece la misma ansiedad que a otras edades. Portanto, la actitud ante la muerte presentada por “los ancianos” es elresultado de un balanceo entre la aceptación y el rechazo de la muer-te persona. Aceptación o rechazo que están directamente relaciona-dos con la necesidad de adaptarse a ella y de organizar los propiosrecursos para enfrentarse a todo lo que la acompaña, pero también delos recursos disponibles (reales o supuestos) del apoyo afectivo, de lapropia historia de experiencias del sujeto, etc..,Por todo ello, pode-mos considerar que el que hecho de que el anciano tenga una mayor“conciencia” de que ha de morir, lo tenga más asumido y con elloesté en mejores condiciones de abordar en sus relaciones interperso-nales el tema con mayor frecuencia y naturalidad, no implica nece-sariamente que no sienta el mismo temor y ansiedad ante la idea desu muerte que la que siente cualquier otra persona. Y es esto lo queen las diversas investigaciones sobre ansiedad ante la muerte enancianos del medio cultural hispano se viene reflejando (Urraca,1980; Ramos, 1982; Nieto, Llor, Barcia y del Cerno, 1992; Antequera,de Haro, Torrico, Llorden y Blanco Picabia, 1993). Unos resultadosque nos hacen plantearnos en primer lugar, las dificultades de trasva-sar a nuestro entorno los resultados obtenidos en medios culturalesbien distintos a los propios (sajones, nórdicos, norteamericanos, etc.).Y en segundo lugar, estos discrepantes resultados hacen que nos ten-gamos que cuestionar la adecuación de los motivos apuntados paraexplicar la teóricamente mayor aceptación que el anciano tiene de sumuerte. Es decir, no parece que los ancianos (al menos los de nuestro

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medio cultural) compartan la idea de que una vida, que otros valorancomo llena de déficits, ya no merezca la pena ser vivida. Ni parecetampoco que las personas de mayor edad se hayan hecho a la idea deque les toca morir ya. Podemos pensar pues que los motivos aducidosen los distintos trabajos, quizás respondan más a lo que sujetos quese encuentran en otros periodos evolutivos piensan y creen que debensentir los ancianos (o a lo que piensan que sentirían ellos si brusca-mente se les privara de los atributos de su juventud y se les invistierade los de la senectud) que a lo que éstos realmente sienten y piensan(o incluso a lo que esas mismas personas pensarán y sentirán cuandosean ellos “los viejos”). Se trataría pues, de un claro mecanismo deproyección de los más jóvenes que no tiene, por consiguiente, quecoincidir con lo que ocurre con personas tan distintas y tan distantesde los patrones de vida de quienes se proyectan.

Finalmente, digamos que, aunque venimos insistiendo reiterada-mente en la necesidad de diferenciar entre la muerte y el morir, en elcaso de los ancianos (más conscientes del devenir de su propiamuerte) esta distinción parece hacerse aún más necesaria. En estesentido razona Thomas (1976)cuando afirma que para los ancianosel miedo a morir es más intenso que el mismo miedo a la muerte. Yque esto es así, especialmente en lo referido a la obsesión por nomorir en soledad, el miedo a ser abandonado sin cuidado, a no seratendido a tiempo y/o a ser encontrado en estado avanzado de des-composición, etc. Miedos a los que podríamos añadir el miedo a “laperdida de control” (Kalish, 1976), que justifican actitudes y con-ductas de los ancianos, aparentemente sin relación con la muerte, oal menos sin relación directa, pero que puede hacer que su cuidadose convierta en una carga insoportable para sus familiares o cuida-dores. O bien que obligue a éstos a darles una forma de trato que,por otro lado, supondría la pérdida de su dignidad personal (lo queocurriría si, por ejemplo, tuviese que actuar en contra de la voluntaddel anciano o tomar decisiones que le atañen a él sin consultarle).

A la vista de lo hasta aquí expuesto, parece evidente que no exis-te una conclusión acerca de cuál es realmente la actitud que demanera genérica caracteriza la postura del anciano ante el hecho desu propia muerte. Y además de la influencia que las característicaspersonales y situacionales ejercen sobre dicha actitud, es necesario

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prestar mayor atención al análisis de las variaciones motivadas porlos contextos culturales, ya que cada sociedad y su marco culturaltiene una manera idiosincrática de entender la vejez, la vida y lamuerte. Por ello resulta inadecuado e impreciso trasvasar directa-mente los resultados de trabajos efectuados en distintos medios cul-turales, sin verificar hasta qué punto son generalizables a otras mane-ras de concebir y entender los constructos analizados.

No obstante, existe un nexo común en los distintos estudios efec-tuados sobre las actitudes del anciano ante la muerte, ya sea propiao ajena y es la constatación de que disponen de los recursos perso-nales, de las experiencias previas necesarias para poder afrontar exi-tosamente su proceso de morir. Tan sólo sería necesario modificar lasactitudes y prejuicios que hacen que, mientras “vivimos” y disfruta-mos de otros periodos evolutivos, nos impulsan, soteradamente arechazar el proceso de envejecer y de morir, entendiéndolos comoalgo de lo que se debe huir, que hay que evitar o ante lo que no sepuede hacer nada. En su lugar e igual que durante todo el procesode socialización se nos enseña a ser “maduro”, ser “padre”, “madre”,“trabajador”, “responsable”,... se nos debería también enseñar aafrontar aquellas situaciones y circunstancias por las que inevitable-mente pasaremos y que, casi de manera innata, nos causan mayortemor. Y de entre todas ellas la muerte ocupa el lugar principal.

6. ALGUNAS VARIABLES QUE DETERMINAN LAS ACTI-TUDES DEL ANCIANO ANTE SU PROPIA MUERTE

Hemos de tener presente que decir “los ancianos” incluye en esetérmino una gran variabilidad en aspectos tales como la edad, elnivel socioeconómico o cultural, su personalidad, su estado emocio-nal, nivel de apoyo social. etc.. De forma que resulta inadecuadohacer generalizaciones sin tomar en consideración las matizacionesque a las mismas confieren la individualidad de cada sujeto y lasinfluencias que cada una de esas variables pudieran ejercer sobre susactitudes. Por ello se hace conveniente analizar, aunque tambiénsomeramente y de forma aislada algunas de las variables que handemostrado ejercer una mayor influencia sobre las actitudes de lapoblación anciana hacia la muerte:

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LA EDAD

La edad parece representar uno de los factores más importantesde la actitud hacia la propia muerte (aunque no se haya llegado adeterminar con exactitud, que conozcamos, cómo interactúa conotras variables) estableciendo diferencias no sólo a niveles intergru-pales, en el sentido de diferenciar a “los ancianos” de otros gruposde edad, sino también intragrupales, generando diferencias dentrodel amplio rango de edad que abarca la denominada “vejez”. Deesta manera y como demuestra Rubio Herrera (1981):

en los intervalos de edad comprendidos entre 65 y 95 años larespuesta predominante es la aceptación de la muerte como algoinevitable. La muerte como algo deseado, como una liberaciónse da en segundo lugar.

en el intervalo de edad de 85 a 95 años aumenta sensiblementeel porcentaje de aceptación; parece que la inminente proximidada la muerte puede conllevar un mayor grado de aceptación.

conforme aumenta la edad cronológica decrecen las respuestasde muerte como algo que deprime.

a medida que aumenta la edad, parece hacerse más importantela idea de que la muerte es el final inevitable de la vida y quenadie podrá impedirlo.

Datos que permiten concluir a esta autora que las personasancianas tienen las mismas actitudes ante la muerte que los sujetosde otras edades, aunque poseen por lo general, un sentido más realy concreto de que el tiempo de vida es para ellos más limitado quepara los más jóvenes.

EL ESTADO CIVIL

A diferencia de lo que ocurre con otros periodos evolutivos, elestado civil parece determinar las actitudes que los ancianos man-tienen hacia la muerte. Así, se ha constatado que los ancianos casa-dos muestran una mayor ansiedad ante la muerte que los viudos o lossolteros (Wagner y Lorion, 1984). Quizás esto pueda ser así por la

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mayor preocupación por la situación tanto económica como emo-cional en la que pueda quedar el cónyuge una vez que el sujeto hayafallecido.

LA RELIGIOSIDAD

En general los estudios sobre la relación entre religiosidad y ansie-dad ante la muerte se muestran totalmente inconsistentes, ya que sehan encontrado en ellos relaciones tanto inversas, como curvilíneas,como inexistentes. Lo cual da pie a que cada investigador pueda lle-gar a conclusiones muy contradictorias con las de los demás.

Así, quienes encuentran que a mayor nivel de religiosidad existeuna menor ansiedad ante la muerte (Jeffers, Nichols y Eisdofer, 1961;Wolff, 1970; Gubrium, 1973), consideran que esto es debido alapoyo emocional y a que las creencias religiosas ayudan a afrontarel miedo. A estos efectos benéficos de la religión habría que añadirel mayor apoyo que reciben aquellos ancianos que pertenecen a unacomunidad ya sea religiosa o no. Koenig (1988) encuentra que:

las asociaciones más significativas entre creencias religiosas ymenor ansiedad ante la muerte se daban en los sujetos de mayoredad (75 y 94 años).

en aquellos ancianos más activamente involucrados en la comuni-dad religiosa se manifestaba una menor ansiedad ante la muerte

los ancianos manifestaban menor ansiedad ante la muerte quelos sujetos de menor edad.

en las mujeres tanto las creencias como la actividad religiosaestaban más fuertemente relacionada con la ansiedad ante lamuerte que en los hombres.

En contraposición a los hallazgos anteriores, autores comoTempler y Dotson (1970), Kurlycheck (1976), O’Rourke (1977), noencuentran ninguna relación entre ansiedad ante la muerte y religio-sidad. Quizás, como ellos afirman, esto pueda ser debido a que enla sociedad actual, la religión no es ya la “piedra angular” que dasentido a las demás facetas de la vida, sino que tiende cada vez mása segregarse de las mismas.

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La relación curvilínea entre creencias religiosas y ansiedad ante lamuerte fue ya puesta de manifiesto por Hinton (1967) al comprobarque eran aquellos ancianos con un grado de confianza religiosa“media” (ya que presentaban dudas), los que mostraban mayores nive-les de ansiedad ante la muerte (Hinton, 1967). Así pues, sería el gradode seguridad (ya sea para creer en Dios como para no hacerlo) la varia-ble más determinante en relación con la ansiedad ante la muerte(Alexander y Adlerstein, 1959). Sin embargo, las diferencias más signi-ficativas entre ancianos y otros grupos de edad parece centrarse en lanecesidad de diferenciar entre las dimensiones de la religiosidad“intrínseco/extrínseco” (Allport, 1950). El hombre religiosamente“intrínseco” (Aquel que considera la religión como un fin en sí misma,al que quedan subordinados todos los demás valores) es totalmentedistinto en sus conductas y actitudes del hombre con una religiosidadradicalmente “extrínseca” (Aquel que es religioso porque la religión lees útil para conseguir otras cosas tales como posición social, amista-des, apoyo,...). En el caso de los ancianos, los trabajos realizados com-prueban una elevada proporción de ellos que, por problemas de saludno pueden acudir a los oficios religiosos. En estos casos la religiosidad“socialmente orientada” de estos ancianos se encuentra notablementedisminuida, aumentando en su lugar de forma compensatoria la reli-giosidad “cognitiva o intrapsíquica”. En función de esta distinción,Urraca (1982) demuestra que aquellos ancianos con una orientaciónreligiosa más “intrínseca” presentan menor temor a su propia muerte,mientras que quienes muestran una religiosidad “extrínseca” tienenmayor temor y ansiedad ante su propia muerte.

Pero el diferenciar entre religiosidad extrínseca e intrínseca tam-poco está exento de polémicas en lo que se refiere a su relación conla ansiedad ante la muerte. De hecho, trabajos como los realizadospor los autores (Blanco Picabia, Antequera y Torrico, 1994) ponen demanifiesto que los ancianos con una mayor religiosidad que

además adquiere una orientación predominantemente intrínsecason, precisamente, quienes manifiestan mayores niveles de ansiedadante la muerte. Por ello, consideramos que la vivencia religiosa, másque mitigar la ansiedad ante la muerte, pudiera estar sirviendo alanciano como un refugio para obtener consuelo ante la idea de supropia finitud.

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LA INSTITUCIONALIZACIÓN

Genéricamente, la mayor parte de los estudios realizados sobrela influencia del tipo de respuesta (instituciones o familiar) conclu-yen que quienes viven en asilos/residencias manifiestan menor temora la muerte y actitudes más positivas ante la misma. Pero a partir delos 85-95 años estas diferencias se minimizan y aparece un mayorgrado de aceptación ante la muerte independientemente de que losancianos estén institucionalizados o residan con familiares (RubioHerrera, 1981).

La muerte como una liberación, el deseo de morir, parece darsede forma más acentuada en personas que residen en instituciones.Sin embargo, se ha puntualizado que en esa actitud la influencia deestar institucionalizados es sólo una variable más, que por sí sola nollevaría a estos resultados. Coinciden en el mismo sentido de esaactitud numerosas variables, tales como ausencia de familia o aban-dono de la misma, el deficiente nivel económico, cultural, etc..Circunstancias todas ellas que Vignot (1976) en su estudio sobre lavejez en instituciones ha denominado la “pérdida de la personalidadsocial”. Sin embargo y una vez más hemos de resaltar las posiblesmodificaciones culturales que se pueden producir en la influenciaque la institucionalización puede ejercer sobre la ansiedad ante lamuerte. Así, en un trabajo efectuado en el medio cultural hispano(Antequera, 1993) en la que se compararon las actitudes ante lamuerte de dos residencias de ancianos caracterizadas por políticas yrecursos asistenciales bien diferenciados, no se obtuvieron unas dife-rencias que fueran estadísticamente significativas en lo que respecta-ba a la ansiedad ante la muerte. No obstante, sí hemos de resaltar lasdiferentes relaciones encontradas en la relación entre la ansiedadante la muerte y otras variables como los niveles de depresión, elautoconcepto o la religiosidad en función del tipo de institución con-siderada. Por tanto, la institucionalización per se no parece ser el fac-tor determinante de los comportamientos de los ancianos ante lamuerte sino más bien el conjunto de variables relacionadas con esaforma de residencia, tales como el tipo de institución, la asistenciaprestada al asilado y las características biográficas y vivenciales delos ancianos acogidos a la misma principalmente.

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A pesar de la diversidad tanto de las actitudes individuales quelos ancianos pueden adoptar ante la muerte como de las variablespersonales y sociales que inciden sobre las mismas, consideramosque hay algo que trasciende a las mismas. Y es que, si bien pareceque en este periodo evolutivo es frecuente la aceptación de la muer-te y una mayor conciencia de que se acerca la muerte propia, lo queno está tan evidente ni generalizado es que los ancianos deseen esamuerte, no valoren sus vidas o no sientan el mismo temor y ansiedadque los más jóvenes ante la idea de “dejar de ser”. Por ello, y porquetodos los que ahora estamos leyendo estas líneas llegaremos, en elmejor de los casos, a alcanzar esa “tercera edad”, es por lo que debe-ríamos contribuir a que la muerte de cada uno de esos ancianos queestán próximos a nosotros adquiera, como mínimo, el mismo signifi-cado que la muerte de cualquier otra persona y se sientan tan queri-dos, valorados y dignos como todos, independientemente de nuestraedad y de las circunstancias en las que nos encontremos, deseamosy esperamos.

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