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1 THOMAS MANN LA MUERTE EN VENECIA LAS TABLAS DE LA LEY PLAZA&JANES,S.A.

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THOMASMANN

LA MUERTE EN

VENECIA

LAS TABLAS DE LA LEY

PLAZA&JANES,S.A.

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Títulos originales:Der Tod im Venedig

Die gesetzestafeln Mose

Traducciones deMartín RivasRaúl Schiaffino

Diseño de la colección yportada de JordiSánchez

Primera edición en esta colección:Octubre, 1982

© Editorial Planeta, 1966Editado por PLAZA&JANES

S.A., EditoresVirgen de Guadalupe, 21 – 33

Esplugues de Llobregat (Barcelona)

Printed in Spain — Impreso enEspaña ISBN: 84-01-42112-8 —Depósito Legal: B. 33.996-1982

(ISBN: 84-320-6352-5.Publicado anteriormente por

Editorial Planeta)Graficas Guada, S. A. – Virgen de

Guadalupe, 33

Esplugues de Llobregat(Barcelona)

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LA MUERTEENVENECIA

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Von Aschenbach, nombre oficial de Gusta-vo Aschenbach a partir de la celebración desu cincuentenario, salió de su casa de la calle

del Príncipe Regente, en Munich, para darun largo paseo solitario, una tarde primaveraldel año 19... La primavera no se había mostradoagradable. Sobreexcitado por el difícil y es-forzado trabajo de la mañana, que le exigía ex-trema preocupación, penetración y escrúpulode su voluntad, el escritor no había podido de-tener, después de la comida, la vibración inter-na del impulso creador, de aquel motus animicontinuus en que consiste, según Cicerón, laraíz de la elocuencia. Tampoco había logradoconciliar el sueño reparador, que le iba siendocada día más necesario, a medida que sus fuer-zas se gastaban. Por eso, después del té, habíasalido, con la esperanza de que el aire y el mo-vimiento lo restaurasen, dándole fuerzas paratrabajar luego con fruto.

Principiaba mayo, y, tras unas semanas defrío y humedad, había llegado un verano pre-maturo. El «Englischer Garten» tenía la clari-dad de un día de agosto, a pesar de que los ár-boles apenas estaban vestidos de hojas. Lascercanías de la ciudad se inundaban de pasean-

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tes y carruajes. En Anmeister, adondehabía llegado por senderos cada vez mássolitarios, se detuvo un instante paracontemplar la animación popular de losmerenderos, ante los cuales habían paradoalgunos coches. Desde allí, y cuando elsol comenzaba ya a ponerse, salió delparque atravesando los campos. Después,sintiéndose cansado, como el cieloamenazase tormenta del lado deFoehring, se quedó junto al Cementeriodel Norte esperando el tranvía, que lellevaría de nuevo a la ciudad, en línearecta.

No había nadie, cosa extraña, ni en laparada del tranvía ni en sus alrededores.Ni por la calle de Ungerer, en la cual losrieles solitarios se tendían haciaSchwalimg. Ni por la carretera deFoehring se veía venir coche niguno.Detrás de las verjas de los marmolistas,ante las cuales las cruces, lápidas ymonumentos expuestos a la ventaformaban un segundo cementerio, no semovía nada. El bizantino pórtico delcementerio, se erguía silencioso, brillandoal resplandor del día expirante. Ademásde las cruces griegas y de los signoshieráticos pintados en colores claros,veíanse en el pórtico inscripciones enletras doradas, ordenadas simétricamente,que se referían a la otra vida, tales como«Entráis en la morada de Dios» o «Que laluz eterna os ilumine». Aschenbach seentretuvo durante algunos minutosleyendo las inscripciones y dejando quesu mirada ideal se perdiese en elmisticismo de que estaba penetrada,cuando de pronto, saliendo de su ensueño,advirtió en el pórtico, entre las dos bestiasapocalípticas que vigilaban la escalera depiedra, a un hombre de aspecto nada vulgarque dio a sus pensamientos una direccióntotalmente distinta.

¿Había salido de adentro por la puertade bronce, o había subido por fuera sinque As-

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chenbach lo notase? Sin dilucidarprofundamente la cuestión, Aschenbachse inclinaba, sin embargo, a lo primero.De mediana estatura, enjuto, lampiño y denariz muy aplastada, aquel hombrepertenecía al tipo pelirrojo, y su tez eralechosa y llena de pecas. Indudablemente,no podía ser alemán, y el ampliosombrero de fieltro de alas rectas quecubría su cabeza le daba un aspectoexótico de hombre de tierras remotas.Contribuían a darle ese aspecto la mochilasujeta a los hombros por unas correas, uncinturón de cuero amarillo, una capa demontaña, pendiente de su brazoizquierdo, y un bastón con punta dehierro, sobre el cual apoyaba la cadera.

Tenía la cabeza erguida, y en su flacocuello, saliendo de la camisa deportiva,abierta, se destacaba la nuez, fuerte ydesnuda. Miraba a lo lejos con ojosinexpresivos, bajo las cejas rojizas, entrelas cuales había dos arrugas verticales,enérgicas, que contrastaban singular-mente con su nariz aplastada. Así —quizácontribuyera a producir esta impresión elverlo colocado en alto— su gesto teníaalgo de dominador, atrevido y violento. Ysea que se tratase de una deformaciónfisonómica permanente, o que,deslumhrado por el sol crepuscular,hiciese muecas nerviosas, sus labiosparecían demasiado cortos, y no llegabana cerrarse sobre los dientes, queresaltaban blancos y largos,descubiertos hasta las encías.

¿Aschenbach pecaba de indiscreción alobservar así al desconocido en forma untanto distraída y al mismo tiempoinquisitiva? En todo caso, de pronto notóque le devolvía su mirada de un modotan agresivo, cara a cara, tanabiertamente resuelto a llevar la cosa alúltimo extremo, tan desafiadoramente,que Aschenbach se apartó con unaimpresión penosa, comenzando a paseara lo largo de las verjas,

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decidido a no volver a fijar su atención en aquelhombre. En efecto, minutos después lo habíaolvidado. Pero, bien porque el aspecto errantedel desconocido hubiera impresionado su fan-tasía, o por obra de cualquier otra influenciafísica o espiritual, lo cierto es que de pronto ad-virtió una sorprendente ilusión en su alma, unaespecie de inquietud aventurera, un ansia juve-nil hacia lo lejano, sentimientos tan vivos, tannuevos o, por lo menos, tan remotos, que sedetuvo, con las manos en la espalda y la vistaclavada en el suelo, para examinar su estadode ánimo.

Era sencillamente deseo de viajar; deseotan violento como un verdadero ataque, y tanintenso, que llegaba a producirle visiones. Suimaginación, que no se había tranquilizado des-de las horas del trabajo, cristalizó en la evoca-ción de un ejemplo de las maravillas y espan-tos de la tierra que quería abarcar en una solaimagen. Veía claramente un paisaje: una co-marca tropical cenagosa, bajo un cielo ardien-te; una tierra húmeda, vigorosa, monstruosa,una especie de selva primitiva, con islas, pan-tanos y aguas cenagosas; gigantescas palmerasse alzaban en medio de una vegetación luju-riante, rodeadas de plantas enormes, hincha-das, que crecían en complicado ramaje; árbo-les extrañamente deformados hundían sus raí-ces hacia el suelo, entre aguas quietas de ver-des reflejos y cubiertas de flores flotantes, deuna blancura de leche y grandes como ban-dejas.

Pájaros exóticos, de largas zancas y picosdeformes, se erguían en estúpida inmovilidadmirando de lado, y por entre los troncos nudo-sos de la espesura de bambú brillaban los ojosde un tigre al acecho... Su corazón comenzóa latir aceleradamente, movido de temor y deoscuras ansias. Al cabo de un rato, se pasó la

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mano por la frente y continuó su paseo por de-lante de las marmolerías.

Por lo menos, desde que tuvo a su alcancemedios para aprovechar a su antojo las facili-dades de comunicación, no había consideradoel viaje sino como una medida higiénica, que enocasiones tuvo que emplear aun contra sus de-seos e inclinaciones. Preocupado excesivamentepor los problemas que le ofrecía su propio yo,su alma europea, sobrecargada por el impulsocreador y con escasa inclinación a dispersarsepara sentir la atracción del complejo mundointerior, se había conformado con la ideageneral que todos nos hacemos de la superfi-cie de la tierra sin apartarnos gran cosa denuestro círculo, y ni siquiera había intentadonunca salir de Europa. Además, desde que suvida había iniciado el descenso lento, desdeque su temor de artista de no acabar su obra,de que llegase su última hora antes de que rea-lizara lo suyo, sin haber producido cuanto ensu interior fermentaba, desde que su preocu-pación creadora había dejado de ser preocupa-ción caprichosa de un instante, su vida exteriorse había limitado casi exclusivamente a desli-zarse dentro de la hermosa ciudad en que fijarasu residencia y a escapar de vez en cuando ha-cia la recia casa de campo que hizo construiren la montaña, donde pasaba los veranos llu-viosos.

En efecto, aquel impulso oscuro que taninesperada y tardíamente le acometía, fue pron-to dominado y reducido a justas proporcionespor la razón y por el dominio de sí mismo, ad-quirido a fuerza de ejercicios.

Se había propuesto llegar, antes de irse alcampo, hasta un punto determinado en la obraque entonces le absorbía. El pensamiento deun viaje por el mundo, que por fuerza tendríaque ocuparle demasiado tiempo, le parecía cosa

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absurda contraria a sus planes e indignade ser tomada en consideración. Sinembargo, comprendía perfectamente larazón de aquellos súbitos deseos. Era unansia indudable de huir, ansia de cosasnuevas y lejanas, de liberación, dedescanso, de olvido. Era el deseo de huirde su obra, del lugar cotidiano, de su laborobstinada, dura y apasionada. Cierto quela amaba y que casi amaba ya también lalucha renovada todos los días, entre suvoluntad orgullosa y terca, probada yamuchas veces, y aquel agotamientocreciente que nadie debía sospechar, y delcual no podía quedar en su obra huella al-guna. Pero parecía razonable no aumentardemasiado la tensión del arco ni ahogarpor capricho un ansia tan vivamentesentida. Pensó en su labor, pensó en aquelpasaje que en todo tiempo había tenidoque abandonar, sin que le valiesen supaciente esfuerzo ni sus atrevidos ímpetus.La examinó una vez más, tratando devencer o desviar el obstáculo, y, con unestremecimiento de impotencia, hubo deconfesarse vencido. Lo que le molestabano era una dificultad insuperable, sinocierta falta de complacencia en su obra,que se le manifestaba comodisconformidad. Cierto es que desde jo-ven, la disconformidad había sido para élla íntima naturaleza, la esencia del talento,y que por ello había dominado y enfriadoel sentimiento, sabiendo que éste seinclina a satisfacerse con un «poco más omenos» optimista y conunasemiperfección

¿No sería que el sentimiento asídominado se vengaba abandonándole,negándose a animar su arte, anulando deesa manera toda complacencia, todoencanto en la forma y en la expresión? Noes que produjese cosas malas; los años lehabían traído la ventaja de encontrarsecada vez más dueño y más seguro de sudestreza. Pero, mientras la nación rendíaacatamiento

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a esta maestría, él no estaba satisfecho porello. Y era como si a su obra le faltase elfervor de esa alegría ágil que, comoninguna otra cualidad, produce elencanto del público. Le temía al veraneoen el campo, solo, en la reducida casa,con la muchacha que le preparaba la co-mida y el criado que servía la mesa; teníamiedo de las siluetas, conocidas hasta lasaciedad, de las cimas y laderas de lasmontañas, que, como todos los años,serían testigos de su cansancio y sudesasosiego. Necesitaba un cambio, unavida imprevista, días ociosos, aire lejano,sangre nueva. Así, el verano sería fecundoy productivo.

Había que emprender, pues, un viaje.No muy lejos, no hasta los lugares de lostigres precisamente. Bastaría con unanoche en cada cama, y un descanso detres o cuatro semanas en una playacualquiera del Mediodía deleitable...

Así pensaba, mientras el ruido deltranvía iba acercándose por la calle deAngerer. Ya subiendo al vehículo,decidió consagrar la noche al estudio delmapa y de la guía de ferrocarriles. Alencontrarse en la plataforma, se le ocurrióbuscar al hombre exótico que habíavisto hacía algunos instantes, y quehabía tenido ya cierta trascendencia paraél. Pero no pudo verlo, pues aquél no seencontraba ni junto al pórtico ni en laparada ni tampoco en el coche.

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II

El autor de la fuerte y luminosa epopeyade Federico II; el paciente artista que habíatejido, en obstinada labor, el tapiz novelescotitulado Maía, tan rico en figuras y en el cualse congregaban tantos destinos humanos a lasombra de una idea; el creador de aquella fuertenarración titulada Un miserable., que mostró atoda la juventud la posibilidad de una decisiónmoral más allá del más profundo conocimiento;el autor también del apasionado ensayo Espírituy Arte (con esto quedan sucintamenteenumeradas las obras de su edad madura), cuyafuerza ordenadora y cuya elocuencia hizo queciertos críticos autorizados lo colocaran al nivelde la obra de Schiller en el terreno de la poesíaingenua y sentimental, Gustavo Aschenbachhabía nacido en L., capital de distrito de laprovincia de Silesia. Hijo de un alto funcionariojudicial, sus ascendientes fueron funcionariospúblicos, hombres que habían vivido una vidadisciplinaria y sobria, al servicio del Estado ydel rey. La espiritualidad de la familia habíacristalizado una vez en la persona de un pastor.En la generación precedente, la sangrealemana de sus antepasados se mezcló con lasangre más viva y sensual de la ma-

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dre del escritor, hija de un director de orques-ta bohemio.

De ella provenían los rasgos extranjeros quepodían notarse en el aspecto exterior de Aschen-bach.

La combinación de ese espíritu de rectitudprofesional con los ímpetus apasionados y os-curos provenientes de su ascendencia materna,habían producido un artista, el artista singularque se llamaba Gustavo Aschenbach.

Como su naturaleza iba impulsada entera-mente hacia la gloria, sin ser un escritor pre-coz precisamente, pronto apareció ante el pú-blico, maduro y formado, gracias a la decisivay definida personalidad de su genio. Cuandoapenas había dejado el gimnasio (1) poseía yaun nombre. Diez años más tarde había apren-dido a desempeñar una función desde la mesade su despacho: la de administrar su gloriamanteniendo una correspondencia, que debíaser limitada ( ¡tantos son los que acuden a losfavorecidos de la fortuna! ) para ser sustanciosay digna de su nombre. A los cuarenta años,cansado de los esfuerzos y alternativas de suprofesión de escritor, ocupaba ya un puesto en-tre la intelectualidad mundial, que diariamentele manifestaba su afecto y reconocimiento entodos los países.

Su genio, apartado por igual de lo vulgar yde lo excéntrico, era de la índole más apropiadapara conquistar, al mismo tiempo, la admi-ración del gran público y el interés animadorde las minorías selectas. Acostumbrado desdemuchacho al esfuerzo, y al esfuerzo intenso,no había disfrutado nunca del ocio ni conocióla descuidada indolencia de la juventud. A lostreinta y cinco años de edad cayó enfermo enViena. Un fino observador decía por entonces,

(1) Establecimiento de instrucción clásicaen Alemania.

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hablando de él en sociedad: «Aschenbachha vivido siempre así —y cerrabafuertemente el puño de la manoizquierda—. Nunca así —y dejaba colgarindolentemente la mano abierta.» Estoera exacto, y el valor moral probado porello era tanto mayor, cuanto que sunaturaleza no era robusta ni muchomenos, y no había nacido para ejecutaresfuerzos de suprema tensión.

Su delicada complexión hizo que losmédicos le excluyesen durante su niñez dela asistencia a la escuela, por lo cualdisfrutó una educación casera. Habíacrecido así, aislado, sin amigos, dándosecuenta prematuramente de quepertenecía a una generación en la cual es-caseaba, si no el talento, sí la basefisiológica que el talento requiere paradesarrollarse; a una generación quesuele dar muy pronto lo mejor que poseey que rara vez conserva sus facultadesactuantes hasta una edad avanzada. Perosu lema favorito fue siempre resistir, ysu epopeya de Federico no era sino laexaltación de esta palabra, que le parecíael compendio de toda virtud pasiva. Ydeseaba ardientemente llegar a viejo, puessiempre había creído que sólo esverdaderamente grande y realmente dignode estima el artista a quien el Destino haconcedido el privilegio de crear sus obrasen todas las etapas de la vida humana.

Por eso, como la carga de su talentotenía que ir sobre unos hombros débiles, ycomo quería llegar lejos, necesitaba unaextremada disciplina. Y la disciplina era,por fortuna, una parte de su herenciapaterna. A los cuarenta, a los cincuentaaños, lo mismo que antes, a la edad enque otros descuidan sus facultades,sueñan y aplazan tranquilamente laejecución de grandes planes, él comenzabatemprano la jornada cotidiana, dándoseuna ducha de agua fría, y luego,alumbrándose con un par de velas altas

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en el candelabro de plata, a solas con su ma-nuscrito, brindaba al arte en dos o tres horasde intenso y concentrado trabajo mental, lasfuerzas que había acumulado durante el sue-ño. Atestigua realmente la victoria de su ro-bustez moral el hecho de que sus desconocidoslectores creyesen que el mundo de su novelaMaía, o las figuras épicas entre las que desa-rrollaba la vida heroica de Federico, procedíande una inspiración súbita y habían sido crea-dos en momentos de extraordinaria fuerza deexpresión. Pero, en realidad, la grandeza detoda su obra estaba hecha de un minuciosotrabajo cotidiano; era la resultante de cientosde inspiraciones breves, y debía la excelsa maes-tría de la concepción total y de cada uno delos detalles al hecho de que su creador, con te-nacidad y energía semejantes a las del héroeque conquistara su provincia natal, supo per-severar años y años bajo la tensión de una mis-ma obra, consagrando a la labor de ejecución,propiamente dicha, sus horas más preciosas eintensas.

Para que cualquier creación espiritual pro-duzca rápidamente una impresión extraña yprofunda, es preciso que exista secreto paren-tesco y hasta identidad entre el carácter perso-nal del autor y el carácter general de su gene-ración. Los hombres no saben por qué les sa-tisfacen las obras de arte. No son verdadera-mente entendidos, y creen descubrir innumera-bles excelencias en una obra, para justificar suadmiración por ella, cuando el fundamento ín-timo de su aplauso es un sentimiento imponde-rable que se llama simpatía. Aschenbach habíaescrito expresamente, en un pasaje poco cono-cido de sus obras, que casi todas las cosas gran-des que existen son grandes porque se han crea-do contra algo, a pesar de algo: a pesar de do-lores y tribulaciones, de pobreza y abandono; a

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pesar de la debilidad corporal, del vicio, de lapasión. Eso era algo más que una observación:era el resultado de una experiencia íntimamen-te vivida por él, la fórmula de su vida y de sugloria, la clave de su obra. ¿Por qué había deextrañar, entonces, el hecho de que lo más pe-culiar de las figuras por él creadas tuviera sucarácter moral?

Ya desde sus comienzos, un agudo crítico,al hablar del tipo de héroe preferido por As-chenbach, y que dominaba toda su obra, habíaescrito que «podía imaginarse como un tipo deintrepidez varonil, de inteligencia y juventud,que, poseído de altivo rubor, se yergue, inmó-vil, apretando los dientes, mientras su cuerposufre traspasado por lanzas y espadas». Estaobservación resultaba muy bella, muy ingeniosay muy exacta, a pesar de la excesiva pasividadatribuida al héroe. Porque la serenidad enmedio de la desgracia, y la gracia en medio dela tortura, no son sólo resignación; son tam-bién actividad y encierran un triunfo positivo.La figura de san Sebastián es por eso la ima-gen más bella, si no de todo el arte, por lo me-nos del arte a que aquí se hace referencia. Así,penetrando en el mundo creado por las obrasde Aschenbach, veíase el elegante dominio delautor, el dominio de sí mismo, que esconde has-ta el último momento a los ojos del mundo fi-siológico. La fealdad amarillenta, que logra con-vertir en puro resplandor el rescoldo apagadoque en su interior alienta y que lega a las cum-bres más excelsas del reino de la belleza, esigual a la pálida impotencia, que del fondo ar-diente del alma saca las fuerzas suficientes paraobligar a un pueblo descreído a arrojarse a lospies de la cruz, a «sus» pies. Nada tienen quehacer con eso la amable apostura al serviciovacío y severo de la forma, la vida artificial yaventurera, el ansia y el arte enervadores del

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falsificador nato. Considerando estosaspectos y otros semejantes, uno llega adudar de que haya otro heroísmo que elheroísmo de la debilidad. Y, en todo caso,¿qué especie de heroísmo podría ser másde nuestro tiempo que éste? Aschenbachera el poeta de todos aquellos quetrabajaban hasta los límites delagotamiento, de los abrumados, de losque se sienten caídos aunque semantienen erguidos todavía, de todosestos moralistas de la acción que, pobresde aliento y con escasos medios, a fuerzade exigir a la voluntad y de administrarsesabiamente, logran producir, al menos porun momento, la impresión de lograndioso. Estos hombres abundan entodas partes, son los héroes de la época. Ytodos se encontraban reflejados en suobra; se hallaban afirmados, ensalzados,cantados en ella: por eso difundíanagradecidos la gloria del autor. Habíasido joven y brutal, como la época, y malaconsejado por ella, había cometidopúblicamente inconveniencias,poniéndose en ridículo, pecando contra elacto y el buen gusto de palabra y de obra.Pero luego había adquirido aquelladignidad a la cual, según sus propiaspalabras, tiende espontáneamente todogran talento, con innato impulso. Podíaafirmarse por eso que todo el desarrollode su personalidad había consistido enascender hasta esa actitud digna, demanera consciente y tenaz, contra todoslos obstáculos de la duda y todos losfilos de la ironía.

Las masas burguesas se regocijabancon las figuras acabadas, sin vacilacionesespirituales; pero la juventud apasionadae iconoclasta se siente atraída por loproblemático. Y Aschenbach eraproblemático después de haber sido todolo irreverente que puede ser un muchacho.

Sin embargo, parece que un espíritunoble y vigoroso no se acoraza tantocontra nada como contra el encantoamargo, punzante, del

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conocimiento. Y es lo cierto que la escrupulosaprofundidad del joven no tiene casi fuerza cuan-do se la compara con la decisión inquebrantabledel hombre maduro, elevado ya a la categoríade maestro, de negar el saber, de rechazarlo, dedejarlo atrás con la cabeza erguida, siempre quese corra el riesgo de que ello pueda paralizar,desanimar, desvanecer la voluntad, el impulsode acción, el sentimiento y hasta la mismapasión. Su famosa narración titulada Unmiserable sólo podía interpretarse comoexpresión de la repugnancia contra el indeco-roso funcionamiento psíquico de la época, sim-bolizado en la figura de aquel semipícaro estú-pido y morboso que busca su tragedia arrojandoa su mujer en brazos de un adolescente, porimpotencia, por vicio, por veleidad moral, y quecree tener derecho a hacer cosas indignas sopretexto de profundidad de pensamiento. Elímpetu de la frase con que reprobaba lo repro-bable que podía haber en él, significaba la su-peración de toda incertidumbre moral, de todasimpatía con el abismo, la condenación del prin-cipio de la compasión, según el cual compren-derlo todo es perdonarlo todo, y lo que aquíse preparaba, y en cierto modo se realizaba yaacabadamente, era aquel Milagro de la inocen-cia renovada, del que se hablaba un poco mástarde de un modo declarado, pero no sin ciertoacento misterioso, en uno de los diálogos delautor. ¡Extrañas asociaciones! ¿Fue con-secuencia de ese «renacimiento», de esa nuevadignidad y rigor, el hecho de que se observa-se, casi por la misma época, el extraordinariovigor de su sentido de la belleza, y se apreciaseen él la pureza, sencillez y equilibrio aristocrá-tico de la forma, de esta forma que en adelanteprestará a todas sus creaciones un sello tanvisible de maestría y clasicismo? Pero la deci-sión moral, más allá de todo saber, de todo

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conocimiento disolvente y apático, ¿no signi-fica al mismo tiempo una simplificación moraldel mundo y del alma, y, por consiguiente, unapropensión al mal, a lo prohibido, a lo moral-mente prohibido? Y la forma, a su vez, ¿no pre-senta un doble aspecto? ¿No es moral e inmo-ral a la vez: moral como resultado y expresióndel esfuerzo disciplinado, pero amoral, e inclusoinmoral, puesto que encierra por naturaleza unaindiferencia moral y porque, más aún, aspiraesencialmente a humillar lo moral bajo suceño orgulloso y despótico?

Pero, sea lo que fuere, cada artista tiene sudesarrollo peculiar. ¿Cómo no ha de ser diver-so el de aquel que va acompañado del aplausoy la confianza de la muchedumbre, junto al dequien pasa sin el brillo y el halago de la glo-ria? Sólo los bohemios incorregibles encuen-tran aburrido, y les parece cosa de burla, el he-cho de que un gran talento salga de la larva dellibertinaje, se acostumbre a respetar la digni-dad del espíritu y adquiera los hábitos de unaislamiento lleno de dolores y luchas no com-partidas, de un aislamiento que le ha deparadoel poder y la consideración de las gentes.

Por lo demás, ¡cuánto hay de juego y deplacer en la formación de un talento en la so-ledad!

Con el tiempo, las obras de Gustavo Aschen-bach adquirieron cierto carácter oficial, didác-tico; su estilo perdió las osadías creadoras, losmatices sutiles y nuevos; su estilo se hizo clá-sico, acabado, limado, conservador, formal, casiformulista. Como Luis XIV, suprimió ademástoda palabra ordinaria en sus escritos. Por esaépoca se incluyeron escritos suyos en las An-tologías de lectura para uso de las escuelas.Esto estaba en armonía con su evolución. Poreso, al cumplir los cincuenta años, cuando unpríncipe alemán que acababa de subir al trono

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le concedió el título de noble, por ser autor deFederico, él no lo rechazó.

Después de largos años de vida inquieta,después de haber intentado fijar aquí y allá suresidencia, se estableció por fin en Munich,donde llevaba una vida de burgués, consideradoy respetado. El matrimonio que contrajo en sujuventud con una muchacha de familia de pro-fesores no duró mucho tiempo, pues la esposamurió poco después, tras una breve dicha con-yugal. Le había quedado una hija, que estabaya casada. No había tenido ningún hijo varón.

Gustavo von Aschenbach era de estaturapoco menos que mediana, más bien moreno, eiba afeitado completamente. Su cabeza no es-taba proporcionada a su desmedrado cuerpo.El cabello, peinado hacia atrás, algo escaso enel cráneo y muy abundante y bastante gris enlas cejas, servía de marco a una frente amplia.Unos lentes de oro con los cristales al aire opri-mían el puente de la nariz, recia, noblementecurvada. La boca era carnosa, tan pronto flojacomo estrecha y apretada. Las mejillas, flacasy hundidas, y la barba partida, bien formadaen suave ondulación. Sobre la cabeza, general-mente inclinada en una postura doliente, pare-cían haber pasado grandes tormentas. Sin em-bargo, era sólo el arte lo que había retocado sufisonomía, como sólo suele hacerlo una vidallena de emociones y aventuras. Debajo de aque-lla frente se habían forjado las frases chispean-tes de la conversación entre Voltaire y Federicoacerca de la guerra. Aquellos ojos, que mirabancansados tras los cristales de los lentes, habíanvisto el sangriento horror de los lazaretos de laguerra de los Siete Años. El arte significaba,para quien lo vive, una vida enaltecida; susdichas son más hondas y desgastan másrápidamente; graba en el rostro de sus servi-dores las señales de aventuras imaginarias, y

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el artista, aunque viva exteriormente en un re-tiro claustral, se siente al fin y al cabo poseídode un refinamiento, un cansancio, y una curio-sidad de los nervios, más intensos de los quepuede engendrar una vida llena de pasiones ygoces violentos.

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III

Decidido ya el viaje, algunos asuntosde carácter social y literario retuvierona Gustavo en Munich durante dossemanas después de aquel paseo. Al fin,un día dio orden de que se le tuvieradispuesta la casa de campo para dentro decuatro semanas, y una noche, entre me-diados y fines de mayo, tomó el tren paraTrieste. En dicha ciudad se detuvo sóloveinticuatro horas, embarcándose paraPola a la mañana siguiente.

Lo que buscaba era un mundo exótico,que no tuviera relación alguna con elambiente habitual, pero que no estuviesemuy alejado. Por eso fijó su residencia enuna isla del Adriático, famosa desdehacía años y situada no lejos de la costade Istria. Habitaban la isla campesinosvestidos con andrajos chillones y quehablaban un idioma de sonidos extraños.Desde la orilla del mar veíanse rocashermosas. Pero la lluvia y el aire pesado,el hotel lleno de veraneantes de clasemedia austríaca y la falta de aquellasosegada convivencia con el mar, que sólouna playa suave y arenosa proporciona, lehicieron comprender que no habíaencontrado el lugar que buscaba. Sentíaen su interior algo que lo impulsabahacia lo desconocido. Por eso es-

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tudiaba mapas y guías, buscaba por todas par-tes, hasta que de pronto vio con claridad y evi-dencia lo que deseaba. Para encontrar rápida-mente algo incomparable y de prestigio legen-dario, ¿adonde tenía que ir? La respuesta eraya fácil. Se había equivocado. ¿Qué hacía allí?Tenía que ir a otra parte. Se apresuró a aban-donar su falsa residencia. Semana y media des-pués de su llegada a la isla, en una alboradallena de húmeda niebla, un bote a motor levolvió rápidamente con su equipaje al puertode guerra austríaco; saltó a tierra, y por unatabla subió inmediatamente a la húmeda cu-bierta de un pequeño vapor dispuesto paraemprender el viaje a Venecia.

Era el barco una vieja cáscara de nuez, su-cia y sombría, de nacionalidad italiana. En uncamarote iluminado con luz artificial, al queAschenbach se dirigió tan pronto hubo pisadoel barco, acompañado de un marinero sucio yjorobado, que le abrumaba con sus cortesíasrutinarias, estaba sentado tras una mesa, conun sombrero inclinado y una colilla de puro enla boca, un hombre de barba puntiaguda, conaspecto de director de circo a la antigua moda,que con los modales desenvueltos del profesio-nal anotó las circunstancias del viajero y leextendió el billete. «¿A Venecia?», dijo repitien-do la contestación de Aschenbach, y extendien-do el brazo para mojar la pluma en el escasocontenido de un tintero ladeado: «A Venecia,primera clase. Muy bien, caballero.» Y escribiócon grandes caracteres, echó arenilla azul deuna caja sobre lo escrito, la vertió en un cacha-rro, dobló el papel con sus huesudos y amari-llos dedos y se puso a escribir de nuevo mur-murando al mismo tiempo: «Un viaje bien ele-gido. ¡Oh, Venecia! ¡Magnífica ciudad! Ciudadde irresistible atracción para las personas ilus-tradas, tanto por el prestigio de su historia

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como por sus actuales encantos.» La rápidez desu gesticulación y su monótona cantilena atur-dían y molestaban; parecía que procuraba ha-cer vacilar al viajero en su resolución de viajara Venecia. Tomó apresuradamente la monedaque Gustavo le dio para pagar, y, con destrezade croupier, dejó caer la vuelta sobre el pañomugriento que cubría la mesa. « ¡Feliz viaje,caballero! —exclamó haciendo una reverenciateatral—. Ha sido para mí un honor el servir-le... ¡Caballeros! », gritó luego alzando la manocon ademán majestuoso, como si el negociomarchase a las mil maravillas, a pesar de queno se aguardaba ya a nadie más. Aschenbachvolvió a la cubierta.

Apoyándose con un brazo en la barandilla delbarco, se puso a contemplar a las ociosasgentes congregadas en el muelle para mirara los pasajeros de a bordo. Los de segunda cla-se, hombres y mujeres, acampaban en cubierta,utilizando como asientos cajas y bultos de ropa.Los de primera clase eran muchachos alegres,miembros de una sociedad de excursionistas,que se habían reunido para hacer un viaje aItalia y que debían de ser dependientes de co-mercio de Pola. Se los veía satisfechos de símismos y de su empresa; charlaban, reían, go-zaban con sus propios gestos y ocurrencias, y,apoyados en la barandilla, se burlaban a gritosde las gentes que, con la cartera bajo el brazo,iban entrando en los establecimientos de lacalle del puerto, amenazando con susbastoncitos a los ruidosos excursionistas.

Había un muchacho con un traje de veranoamarillo claro, de corte anticuado, una corbatapúrpura y un panamá con el ala medianamentelevantada, que sobresalía de entre todos los de-más por su voz chillona. Pero apenas Aschen-bach lo hubo mirado con cierto detenimiento,se dio cuenta, no sin espanto, de que se trataba

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de un joven falsificado: era un viejo, sin dudaalguna. Sus ojos y su boca aparecían circunda-dos de profundas arrugas. El carmín mate desus mejillas era pintura; el cabello negro queasomaba por debajo del sombrero de paja, apri-sionado por una cinta de colores, una peluca;el cuello aparecía decaído y ajado; el enhiestobigote y la perilla, teñidos; la dentadura ama-rillenta, que mostraba al reírse, postiza y bara-ta, y sus manos, llenas de anillos, eran manosde viejo. Aschenbach sintió cierto estremeci-miento al contemplarlo en comunidad con losamigos. ¿No sabían, no notaban que era viejo,que no le correspondía llevar aquel traje tanclaro; no veían que no era uno de los suyos? Sehabría dicho que, por la fuerza de la costum-bre, lo toleraban sin enterarse de su incompa-tibilidad, lo trataban como a un igual y respon-dían sin repugnancia a las palmadas afectuo-sas que les daba en el hombro. ¿Cómo era po-sible? Aschenbach se cubrió la frente con lasmanos y cerró los ojos, irritados a causa dehaber dormido poco. Le parecía que todo aque-llo salía de lo normal, que comenzaba una trans-mutación ilusoria en torno suyo, que el mundoadquiría un carácter singular, que podía quizávolver a su aspecto normal cerrando un mo-mento los ojos. Pero en aquel instante se sintiódominado por la sensación del vacío, y alzandolos ojos con una especie de espanto irracional,advirtió que el pesado y sombrío casco del bar-co estaba separándose de la orilla. Lentamenteiba ensanchándose la estela de agua sucia entreel barco y el muelle, a medida que la máquinaarrancaba trabajosamente. Ejecutando una ma-niobra lentísima, el vapor puso proa a alta mar.Aschenbach fue al lado del timón, donde el jo-robado le había abierto una silla de playa; allílo saludó el capitán, vestido de levita, pero delevita grasienta.

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El cielo aparecía gris, y el aire estaba húme-do. El puerto y las islas habían ido quedandoatrás, hasta que, de pronto, toda huella de tie-rra desapareció del neblinoso horizonte. Sobrela cubierta lavada, que no se acababa de secar,caía la carbonilla de la máquina. Al cabo de unahora empezó a llover. Extendieron una lona porencima de la cubierta.

Forrado en su abrigo, con un libro en el re-gazo, el viejo descansaba, mientras las horastranscurrían inadvertidamente. Había cesadode llover, se retiró la lona de la cubierta. El ho-rizonte se había despejado enteramente. Bajola cúpula del cielo extendíase en torno al barcoel disco inmenso del mar. En el espacio, vacío,sin solución de continuidad, faltaba tambiénla medida del tiempo y flotábase en lo infinito.A manera de extrañas visiones, el viejo repug-nante, la barba afilada del taquillera, desfilabancon gestos indecisos y palabras de ensueño anteel espíritu del viajero, hasta que, al cabo, sedurmió.

Hacia mediodía, tuvo que bajar al comedor,que tenía la forma de un pasillo, con puertasa los camarotes. Se sentó a la cabecera de lalarga mesa. En la otra extremidad, los excur-sionistas, incluso el viejo, bebían alegrementecon el capitán, desde las diez de la mañana. Lacomida resultó pobre y terminó rápidamente.Luego Aschenbach subió a cubierta para vercómo estaba el cielo; quizás aclarara del lado deVenecia.

Había hecho esa suposición, pues la ciudadle recibía siempre con tiempo espléndido. Peroel cielo y el mar seguían turbios y grises. Decuando en cuando caía una lluvia neblinosa, ytuvo que aceptar la idea de encontrarse, llegan-do por ruta marina, con otra Venecia distinta dela que él había conocido cuando la visitó portierra. Estaba apoyado en un mástil, con la mi-

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rada fija en lontananza, esperando ver tierra.Recordaba al poeta melancólico y entusiastaante quien emergieron en otro tiempo de aque-llas aguas las cúpulas y las campanadas de susueño, repetía algo de lo que entonces habíacristalizado en cántico de admiración, de di-cha o de tristeza, y conmovido sin esfuerzopor tales sentimientos ahondaba en su cora-zón ya maduro, para ver si el Destino le reser-vaba aún nuevos entusiasmos y emociones, oquizás una tardía aventura sentimental.

Así surgió a la derecha la costa plana; elmar comenzó a animarse con botes de pesca-dores. Apareció la isla de Bader; al dejarla ala izquierda, el barco pasó, acortando la mar-cha, por el estrecho puerto que lleva el nombrede la isla y se paró en la laguna, frente a unascasuchas pobres y pintorescas, en espera dela falúa del servicio de Sanidad.

Al fin, después de una hora, apareció la fa-lúa. Habían llegado, y no habían llegado; notenían prisa. Sin embargo, los dominaba lamás viva impaciencia. Los excursionistas dePola se sintieron patriotas, excitados sin dudapor las cornetas militares que sonaban por ellado del parque, y sobre cubierta, entusiasma-dos con el arte, daban vivas a los bersaglierique hacían ejercicios. Pero era repugnante verel estado en que su camaradería con la gentejoven había puesto al lamentable anciano. Suviejo cerebro no había podido resistir, como enel caso de los jóvenes, los efectos del vino, yaparecía vergonzosamente borracho. Con unamirada estúpida y un pitillo entre los dedos,temblorosos, vacilaba, conservando difícilmenteel equilibrio. Como habría caído al primerpaso, no se atrevía a moverse del sitio; sinembargo, mostraba una excitación lamenta-ble; asía de las solapas a todo el que se leaproximaba, tartamudeaba, gesticulaba, lanza-

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ba risotadas, alzaba con ademán de necia burlasu dedo índice, lleno de anillos, y de un modoequívoco, repugnante, se lamía los labios. As-•chenbach lo miraba con sombrío entrecejo,mientras volvía a adueñarse nuevamente de élla sensación de que el mundo mostraba unainclinación tentadora a deformarse en siluetassingulares y exóticas. Pero no pudo seguir exa-minando esa sensación, pues la maquinaria vol-vió a funcionar mientras el barco continuabasu interrumpido viaje por el canal de San Mar-cos.

Otra vez se presentaba a la vista la magnífi-ca perspectiva, la deslumbradora composiciónde fantásticos edificios que la república mos-traba a los ojos asombrados de los navegantesque llegaban a la ciudad; la graciosa magni-ficencia del palacio y del Puente de los Suspi-ros, las columnas con santos y leones, la fa-chada pomposa del fantástico templo, la puertay el gran reloj, y comprendió entonces que lle-gar por tierra a Venecia, bajando en la estación,era como entrar a un palacio por la escalerade servicio. Había que llegar, pues, en barcoa la más inverosímil de las ciudades.

Paró la maquinaria, comenzaron a aproxi-marse las góndolas, se descolgó la escalerillay subieron a bordo los empleados de la Aduanaa desempeñar su cometido; los pasajerospodían ir desembarcando. Aschenbach dio aentender que deseaba una góndola para trasla-darse junto con su equipaje a la estación de losvaporcitos que circulan entre la ciudad y elLido, pues pensaba tomar habitación a orillasdel mar. Poco después, su deseo fue propagán-dose a gritos por la superficie de la laguna,donde los gondoleros reñían con otros en sudialecto. No podía descender todavía porqueestaban bajando su baúl con gran trabajo. Poreso se vio durante unos minutos expuesto, sin

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escape posible, a la solicitud del repugnanteviejo, a quien la borrachera impulsaba a rendiral extranjero los honores de la despedida. «Ledeseamos una agradable temporada», tarta-mudeaba entre tumbos. «Tendremos muy pre-sente su recuerdo. Au revour, excusez y bon-jour, Excelencia.» La boca se le llenó de agua,guiñó los ojos y sacó la lengua con gesto equí-voco. «Nuestros respetos —continuó -en la mis-ma forma—, nuestros respetos al pasajero sim-pático...» De pronto se le fue la dentadura pos-tiza. Aschenbach logró al fin escabullirse... «Alhombre simpático», oía decir a sus espaldas,mientras descendía por la escalera, asido a lacuerda.

¿Quién no experimenta cierto estremeci-miento, quién no tiene que luchar contra unasecreta opresión al entrar por primera vez, otras larga ausencia, en una góndola veneciana?La extraña embarcación, que ha llegado hastanosotros invariable desde una época de romanti-cismo y de poema, negra, con una negrura quesólo poseen los ataúdes, evoca aventuras silen-ciosas y arriesgadas, la noche sombría, el ataúdy el último viaje silencioso. ¿Y se ha notadoque el amplio sillón barnizado de negro es elmás blando, más cómodo, más agradable delmundo? Aschenbach se dio cuenta de ello cuan-do se sentó a los pies del gondolero, junto asu equipaje reunido. Los remeros seguían ri-ñendo rudamente en su dialecto incomprensi-ble, y con gestos amenazadores. Pero el silen-cio peculiar de la ciudad parecía absorberblandamente sus voces, apaciguándolas y des-haciéndolas en el agua. En el puerto hacía ca-lor. Recibiendo el soplo tibio del siroco, recos-tado sobre los blandos almohadones, el viajerocerró los ojos para gozar de una languidez tandulce como desacostumbrada que empezaba aposeerlo. «La travesía será corta —pensaba—.

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¡Ojalá durase siempre! » Lentamente, con sua-ve balanceo, iba sustrayéndose al ruido, a laalgarabía de las voces.

El silencio se hacía más profundo a medidaque avanzaba. No se oía sino el chasquido delos remos en el agua, el ruido sordo de las olascontra la embarcación, que se alzaba negra yalta como una nave guerrera, y el murmullodel gondolero, que murmuraba trabajosamen-te, con sonidos acentuados por el movimientorítmico del cuerpo. Aschenbach alzó la vista,y con ligera extrañeza advirtió que la laguna seampliaba y que la embarcación tomaba rumbohacia alta mar. Al parecer, no podía entregarseplenamente al descanso, sino que tenía quevelar por la ejecución de su voluntad.

—Al embarcadero de vapores —dijo, vol-viéndose a medias.

El murmullo del marinero cesó; pero nohubo contestación alguna.

— ¡Digo que al embarcadero de vapores!—repitió, volviéndose del todo y llevando lavista al rostro del gondolero, que, erguido de-trás de él, destacaba su silueta sobre el fondogris del cielo.

Era un hombre de fisonomía desagradabley hasta brutal, con traje azul de marinero, fajaamarilla a la cintura y sombrero de paja de-formada, cuyo tejido comenzaba a deshacerse,graciosamente ladeado. Sus facciones, su bi-gote rubio, retorcido, bajo la nariz corta y res-pingona, hacían que no pareciese italiano. Aun-que de tan escasa corpulencia que no se le hu-biera creído apto para su oficio, manejaba congran vigor los remos, poniendo todo el cuerpoen cada golpe. Por dos veces el esfuerzo hizoque se contrajesen sus labios, descubriendo losblancos dientes. Con las rojizas cejas fruncidas,miró por encima del pasajero, mientras le re-plicaba en forma decidida y hasta brutal:

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— ¡Pero usted va al «Lido»!Aschenbach replicó:—Sí. Pero sólo he tomado la góndola para

que me llevase hasta San Marcos. Quiero utili-zar el barquillo.

—No puede usted utilizar el barquillo, ca-ballero.

—¿Por qué no?—Porque no admite equipaje.Eso era exacto. Lo recordaba ya Aschen-

bach, pero calló un momento. Las maneras ru-das y groseras del hombre le parecieron inso-portables. Por eso replicó:

—Ésa es cuestión mía. Yo dejaré mi equi-paje en custodia; regrese.

Hubo un silencio. Seguía el chasquido delos remos y el ruido sordo del agua que azota-ba la embarcación. El gondolero comenzó a ha-blar consigo mismo.

¿Qué haría? A solas en el agua con aquelhombre tan poco tratable y tan rudamente de-cidido, no encontraba medio alguno para im-poner su voluntad. Además, ¿para qué irri-tarse en vez de seguir indolentemente recos-tado en la blandura de los almohadones? ¿Nohabía deseado que la travesía durara largotiempo, que no acabara nunca? Lo más impor-tante, sobre todo, lo más agradablemente deli-cioso, era dejar que las cosas siguieran su cur-so. De su asiento, de su sillón, forrado de ne-gro, parecía desprenderse un vaho de indolen-cia irresistible, y era una delicia inefable sen-tirse así suavemente arrullado por los remosdel terco gondolero que tenía a sus espaldas.La idea de haber caído en manos de un crimi-nal cruzó vagamente por la imaginación deAschenbach, sin que sus pensamientos se in-quietasen en gesto defensivo.

Más desagradable le parecía la posibilidadde ser víctima de una estafa vulgar, de que todo

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aquello sólo se encaminase a sacarle más di-nero. Una especie de sentimiento del deber, ode orgullo, un deseo de prevenirse, lograronhacerle saltar.

—¿Cuánto cobra usted por el viaje?El gondolero, mirando hacia lo alto, respon-

dió:—Tendrá usted que pagar lo que cuesta.El deseo de estafarle era evidente. Aschen-

bach dijo de un modo maquinal:—No pagaré nada, absolutamente nada, si

no me lleva al sitio que le indiqué.—Usted quiere ir al «Lido».—Pero no con usted.—De nada tiene que quejarse.«Es cierto —pensó Aschenbach, y se cal-

mó—. Me llevas bien. Aunque hayas pensadosólo en mi dinero y aunque me des con unremo en la cabeza, me habrás llevado bien.»

Pero no aconteció nada de eso. Tuvieron in-cluso compañía: un bote con músicos ambu-lantes, hombres y mujeres que cantaban acom-pañados de guitarras y mandolinas y que ibanal lado de la góndola, rompiendo el silencio quereinaba en la superficie del agua con cancionesde una poesía para uso de turistas que les pro-ducía buenas ganancias. Aschenbach arrojóunas monedas en el sombrero que le presenta-ban, hecho lo cual los cantores callaron y de-saparecieron. Volvió a oírse el murmullo delgondolero, que hablaba, con frases sordas yentrecortadas, consigo mismo.

Llegaron, al fin, en el instante en que salíaun vapor con rumbo a la ciudad. Dos guardias•municipales paseaban por la orilla, con lasmanos a la espalda y el rostro vuelto hacia lalaguna. Aschenbach saltó de la góndola apo-yándose en aquel viejo que se encuentra entodos los embarcaderos de Venecia con su gan-cho. Luego, al ver que no tenía monedas peque-

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ñas, se fue por cambio a un hotel próximo afin de arreglar su cuenta con el gondolero. Lecambiaron en la caja, volvió, encontró su equi-paje en el muelle, sobre un carrito; pero gón-dola y gondolero habían desaparecido.

—Tuvo que marcharse —dijo el viejo delgancho—. Es un mal hombre, un hombre sinlicencia, señor. Es el único gondolero que notiene licencia. Los otros telefonearon aquí. Élvio que le estaban aguardando, y ha tenido queirse.

Aschenbach se encogió de hombros.—El señor ha hecho el viaje gratis —dijo el

viejo tendiéndole el sombrero.Aschenbach le echó unas monedas, luego dio

orden de que condujera su equipaje al «HotelBader», y siguió al carrito a lo largo de la bri-llante avenida de cafés, bazares, flores, hoteles,que atraviesa la isla en diagonal hasta la playa.

Entró en el espacioso hotel por la parte deatrás, atravesando la terraza del jardín, llegan-do a las oficinas por el pasadizo del vestíbulo.Como había anunciado su llegada, le recibieroncon gran amabilidad. Un maitre d'hótel, hom-bre pequeñito que se deslizaba silenciosamentecon finura servil, de bigote negro y levita decorte francés, le acompañó en el ascensor has-ta el segundo piso y le mostró su cuarto: unahabitación agradable, con el mobiliario de ma-dera de cerezo, con un ramo de flores olorosassobre una mesilla, y desde cuyas altas ventanasse podía disfrutar de la visión del mar abierto.Cuando se retiró el empleado, Aschenbach seasomó a una de las ventanas, y mientras le lle-vaban el equipaje y lo acomodaban en la ha-bitación, se puso a contemplar la playa, que aaquella hora estaba casi desierta, y el mar sinsol. Había pleamar. Las olas, bajas y lentas,morían en la orilla con acompasado movi-miento.

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Los sentimientos y observaciones del hom-bre solitario son al mismo tiempo más confu-sos y más intensos que los de las gentes socia-bles; sus pensamientos son más graves, másextraños y siempre tienen un matiz de tristeza.Imágenes y sensaciones que se esfumarían fá-cilmente con una mirada, con una risa, uncambio de opiniones, se aferran fuertementeen el ánimo del solitario, se ahondan en el si-lencio y se convierten en acontecimientos, aven-turas, sentimientos importantes. La soledadengendra lo original, lo atrevido, y lo extraor-dinariamente bello; la poesía. Pero engendratambién lo desagradable, lo inoportuno, absur-do e inadecuado.

De esta manera, el ánimo del viajerosentíase todavía inquieto con las impresionesde la travesía, el repulsivo viejo verde con susgestos equívocos, el gondolero brutal que sehabía quedado sin su dinero. Todos estoshechos, sin ofrecer dificultades alentendimiento ni construir materia decavilación, le parecían de naturaleza extraña.Las contradicciones que tales hechos envolvían,le intranquilizaron. Sin embargo, saludó al marcon los ojos, y su corazón se llenó de alegríaal contemplarse tan cerca de Venecia.Finalmente se apartó de la ventana, se aseó, ledio a la doncella algunas órdenes relacionadascon su instalación, y se fue al ascensor, dondeun suizo, de uniforme verde, le llevó al pisoinferior.

Tomó el té en la terraza, junto al mar; bajóluego, siguiendo a lo largo del muelle un buentrecho en dirección al «Hotel Excelsior». Alretornar, creyó que era ya hora de cambiarsede traje para comer. Lo hizo con parsimonia,con esmero, como siempre, pues estaba habi-tuado a trabajar mientras se arreglaba. Des-pués se encontró un poco antes de la hora, enel hall, donde estaban reunidos algunos hués-

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pedes, desconocidos entre sí, pero en esperacomún de la comida. Tomó un periódico de lamesa, arrellanóse en un sillón de cuero y sepuso a pensar en aquellas personas, que se di-ferenciaban con ventaja de las de su residenciaanterior.

Había allí un ambiente mucho más abiertoy de mayor amplitud y tolerancia. En los colo-quios a media voz se notaban los acentos delos grandes idiomas. El traje de etiqueta, uni-forme de la cortesía, reunía en armoniosa uni-dad aparente todas las variedades de gentesallí congregadas. Veíanse los secos y largossemblantes de los americanos, numerosas fami-lias rusas, señoras inglesas, niños alemanes coninstitutrices francesas. La raza eslava parecíadominar. Cerca de él hablaban en polaco.

Se trataba de un grupo de muchachos reu-nidos alrededor de una mesilla de paja, bajola vigilancia de una maestra o señorita de com-pañía. Tres chicas de quince a diecisiete años,quizás, un muchacho de cabellos largos que pa-recía tener unos catorce. Aschenbach advirtiócon asombro que el muchacho tenía una cabezaperfecta. Su rostro, pálido y preciosamenteaustero, encuadrado de cabello color de miel;su nariz, recta; su boca, fina, y una expresiónde deliciosa serenidad divina, le recordaronlos bustos griegos de la época más noble. Y sien-do su forma de clásica perfección, había en élun encanto personal tan extraordinario, que elobservador podía aceptar la imposibilidad dehallar nada más acabado. Lo que inmediata-mente saltaba a la vista era el contraste entreel aspecto educacional a que obedecía el ves-tido y el trato que se daba a sus hermanas. Elatavío de las tres hermanas, la mayor de lascuales era ya una mujercita formada, no podíaser más sencillo y casto, hasta el extremo deque casi las afeaba. Un traje claustral, unifor-

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me de color gris, bastante largo, mal cortado apropósito, con un cuello blanco planchado comoúnica nota clara, hacía que no fuera posibleencontrar nada agradable en sus cuerpos. Elcabello, liso y pegado a la cabeza, daba a losrostros una expresión monjil e insustancial.

Aquel atavío era sin duda la obra de unamadre que no aplicaba al chico la severidadpedagógica que creía aplicable a las muchachas.Se veía que la existencia del muchacho erapresidida por la blandura y el trato delicado.Nadie se había atrevido a poner las tijeras en sushermosos cabellos, que caían en rizosabundantes sobre la frente, sobre las orejas ysobre la espalda. El traje de marinero inglés,cuyas mangas abombadas se ajustaban haciaabajo oprimiendo las finas muñecas de susmanos infantiles, prestaba, con sus cordones,botones y bordados, algo de rico y mimado a sudelicada figura. Aschenbach lo veía de medioperfil, sentado, con las piernas extendidas y unode los pies, con su zapato de charol, sobre el otro;tenía un codo apoyado en el brazo de su asientode mimbre, la mejilla caída sobre la manocerrada, en una actitud de elegante indolencia,sin asomo alguno de la rigidez a que parecíanhabituadas sus hermanas. ¿Estaría enfermo? Lapiel de su cara era blanca como el marfil sobreel dorado oscuro de los rizos que le servían demarco. ¿O era simplemente un hijo único,mimado, en quien un cariño excesivo ycaprichoso había producido aquel enervamiento?Aschenbach se inclinaba a creer en lo último.Casi todas las naturalezas artísticas tienen esainnata tendencia malévola que aprueba lasinjusticias engendradoras de belleza y que rindehomenaje y acatamiento a esas preferenciasaristocráticas.

Entretanto, un camarero recorría los pasa-dizos anunciando en inglés que la comida es-

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taba servida. La concurrencia fue dirigiéndosepoco a poco, por la puerta de cristales, al co-medor. Pasaban huéspedes retrasados que en-traban del vestíbulo o salían del ascensor. Ha-bían comenzado ya a servir la comida, pero lospolacos continuaban en su mesita de mimbre.Aschenbach, cómodamente hundido en un si-llón y con el hermoso mancebo ante sus ojos,esperaba también.

La institutriz, una señora pequeña y corpu-lenta, de cabello rojizo, dio por fin la señal delevantarse. Apartó a un lado la silla y se inclinócuando una señora alta, vestida de gris claro yadornada con ricas perlas, entraba en el vestí-bulo. El aire de aquella mujer era frío y con-tenido, y el peinado de su cabello, que iba li-geramente espolvoreado, así como la forma desu vestido, atestiguaban aquella sencillez quedetermina el buen gusto allí donde la religiosi-dad pasa como parte integrante de la elegan-cia. Bien podía haber sido ella la esposa de unalto funcionario alemán. Lo único exagerada-mente lujoso que exhibía eran sus alhajas, deinestimable valor, sus pendientes y su triplecollar larguísimo, hecho de perlas grandes comocerezas y de suaves irisaciones.

Los muchachos, que se habían levantado rá-pidamente, se inclinaron luego para besarle lamano. Ella, la madre, con una sonrisa conte-nida de su cuidado rostro, pero con cierta ex-presión de cansancio, miraba por encima desus cabezas y dirigía a la institutriz algunas pa-labras en francés. Luego se dirigió al comedor.La siguieron las muchachas, por orden de eda-des; a continuación, la institutriz y, por último,el muchacho. Por no sé qué razón, este últimose volvió antes de penetrar por la puerta decristales y, como no quedaba en la estancia na-die más, sus singulares ojos soñadores se en-contraron con los de Aschenbach que, sumido

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en la contemplación, con su periódico en lasrodillas, seguía al grupo con la mirada.

La escena que acababa de presenciar no te-nía nada de particular en los detalles. No ha-bían ido a comer antes de la llegada de la ma-dre; la habían aguardado, para saludarla res-petuosamente y para entrar en la sala siguien-do sus hábitos tradicionales. Pero todo esto sehabía hecho con tanta expresión, con tal acen-to de disciplina, de sentimiento del deber, demutuo respeto, que Aschenbach se sintió sin-gularmente conmovido. Aguardó un instante,luego entró, a su vez, en el comedor y pidió unamesa. Con cierto sentimiento de disgusto, com-probó luego que su sitio resultaba muy alejadode la familia polaca.

Durante toda la interminable comida, can-sado y, sin embargo, presa de una gran agita-ción espiritual, Aschenbach caviló sobre cosasserias y hasta trascendentales, reflexionó sobrela misteriosa proporción en que lo normal teníaque conformarse con lo individual para engen-drar la belleza humana; pasó después a pensaren problemas generales del arte y de la forma,y acabó comprendiendo que sus pensamientosy conclusiones se parecían a ciertas ficcionesdel sueño, felices aparentemente y que luego,a la luz de un ánimo sereno, resultan vacías einútiles. Después de cenar se entretuvo pasean-do y fumando por el parque, fuertemente aro-matizado; luego se acostó temprano y pasó lanoche en un sueño continuo y profundo, peroanimado por diversas visiones.

El tiempo no mejoró al día siguiente. Sopla-ba viento de tierra. Bajo el cielo turbio se veíael mar en soñolienta calma, con el horizontetan alejado de la playa que dejaba libre variasfilas de largos bancos de arena. Cuando Aschen-bach abrió la ventana, creyó sentir el olor pes-tilente de la laguna.

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De pronto, se encontró dominado por grandesasosiego. E instantes después, pensaba enmarcharse. Estando en Venecia, hacía algunosaños, tras unas alegres semanas primaverales,había tenido que soportar un tiempo tan malocomo aquél. Le hizo tanto daño, que se vio obli-gado a marcharse apresuradamente. ¿No vol-vía a sentir, igual que entonces, la febril inquie-tud, la opresión de las sienes, el peso de lospárpados? Cambiar otra vez de residencia se-ría molesto. Pero, si no cambiaba el viento, nopodía permanecer allí. Por precaución, no des-hizo todo el equipaje. A las nueve se desayunóen la salita que se encontraba entre el vestíbu-lo y el comedor.

En el edificio entero reinaba ese solemne si-lencio que constituye el orgullo de los grandeshoteles.

Los camareros caminaban silenciosamente.Todo lo que se oía era el tintineo de los servi-cios de té y algunas palabras a media voz. Enun rincón, al lado opuesto de la puerta y dosmesillas más allá de la suya, Aschenbach ad-virtió a las muchachas polacas con su institu-triz. Muy tiesas, con el cabello rubio pegado ylos ojos enrojecidos, con vestidos azules de cue-llos y puños planchados, muy estrechos, se lasveía sentadas, alargándose unas a otras un ta-rro de conservas. Ya casi habían acabado el de-sayuno. Faltaba el muchacho.

Aschenbach sonreía: «¡Mi joven amigo!—pensó—. Parece que gozas del privilegio dedormir hasta cuando quieras.» Y sintiéndose depronto muy contento, recordó silenciosamen-te el verso:

«Atavío variado, baños calientes y reposo»

Se desayunó tranquilamente, recibió el co-rreo de manos del portero, que entró con la

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galoneada gorra en la mano y fumando un pi-tillo.

Leyó un par de cartas. De esa manera fuecomo pudo presenciar todavía la entrada deldormilón, a quien sus hermanas aguardaban.

Entró por la puerta de cristales y atravesóen silencio, diagonalmente, la estancia, hastala mesa de sus hermanas. Su andar era gracio-so, tanto en la actitud del busto como en elmovimiento de las rodillas y en la manera depisar; andaba ligeramente, con altanería y sua-vidad al propio tiempo, y su encanto aumen-taba en virtud del pudor infantil, que por dosveces le obligó a bajar los ojos cuando miróen torno suyo. Sonriente, y hablando a mediavoz en su lenguaje sonoro y blando, saludó yse sentó. Esta vez estaba frente a Aschenbach,quien volvió a ver, con asombro y hasta conmiedo, la divina belleza del niño. Llevaba unablusa ligera, de tela con listas azules y blancas,atada con una cinta de seda roja por encima delpecho y cerrada arriba por medio de un sen-cillo cuello blanco planchado. Sobre el cuello,que ni siquiera combinaba muy elegantementecon el traje, descansaba de manera incompa-rablemente encantadora la cabeza bella, la ca-beza de Eros, de color de mármol de Paros, consus cejas finas, sus sienes y sus orejas suave-mente sombreadas por el marco de sus cabe-llos.

« ¡Muy bien! », se dijo Aschenbach con esafina destreza profesional con que a veces losartistas disfrazan el encanto, el entusiasmo queles produce una obra de arte. Luego pensó:«Aunque no tuviera yo el mar y la playa, per-manecería aquí mientras tú no te fueras.»

A continuación se levantó y atravesando elvestíbulo entre las atenciones del personal, bajóa la gran terraza y se dirigió rectamente a laparte de playa destinada a los huéspedes del

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hotel. Hizo que un viejo bañero, descalzo, conpantalones de lienzo, blusa de marinero y som-brero de paja, le señalase la caseta; le ordenóque sacara al aire libre la mesa y asiento, y searrellanó en la silla de tijera, que arrastró hastael borde del agua por la arena amarillenta.

El cuadro que a sus ojos ofrecía la playa, lavisión de aquellas gentes civilizadas, que goza-ban sensualmente en medio de los elementos, lesatisfizo y entretuvo como nunca. El mar, grisy sereno, estaba ya animado por niños que co-rrían descalzos por el agua, de nadadores deabigarradas figuras, que, con los brazos detrásde la cabeza, estaban tendidos sobre la arena.Otros remaban en pequeños botes sin quilla ypintados de encarnado y azul, y reían con albo-rozo.

Junto a la tensa cuerda del balneario, en cu-yas plataformas uno se sentía como sobre unaterraza, había movimiento alborozado e indo-lente reposo, saludos y charlas, elegancia ma-tinal, todo mezclado con las desnudeces, quese aprovechan osadamente de las libertades dellugar. Por la orilla paseaban algunas personasenvueltas en blancas capas de baño. Hacia laderecha había una montaña de arena con múl-tiples derivaciones, construida por los chiqui-llos y adornada con banderitas de todos lospaíses. Los vendedores de mariscos, pastelesy frutas extendían sus mercancías arrodilladosen el suelo. Hacia la izquierda, ante una de lascasetas un tanto apartadas de la mayoría, y enlas que por aquel lado terminaba la playa, ha-bía acampado una familia rusa. Caballeros conluengas barbas y grandes dientes, mujeres in-dolentes, una señorita del Báltico que, sentadaante un caballete, pintaba el mar, gesticulandode vez en cuando desesperadamente; dos niñosfeos y apacibles; una criada, con una cofia yserviles actitudes de esclava. Allí estaban go-

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zando, agradecidos, del mar y del reposo; lla-maban sin cesar, a gritos, a los chiquillos, quejugaban sin hacerles caso; bromeaban, em-pleando algunas palabras italianas, con el viejohumorista, a quien compraban golosinas; sebesaban unos a otros en las mejillas, sin queles preocuparan en lo más mínimo los obser-vadores alrededor.

«Me quedaré», pensaba Aschenbach. ¿Dóndepodría estar mejor? Y con las manos dobladassobre sus rodillas, dejaba que sus ojos se per-diesen en la monótona inmensidad del mar.Amaba el mar por razones profundas: por elansia de reposo del artista que trabaja ruda-mente, que desea descansar de la variedad defiguras que se le presentan en el seno de lo sim-ple e inmenso; por una tendencia perversa,opuesta enteramente a las exigencias de su mi-sión en el mundo, y más tentadora, por eso, alo inarticulado, desmedido y eterno; a la nada.Quien se esfuerza por alcanzar lo excelso, notael ansia de reposar en lo perfecto. ¿Y la nadano es acaso una forma de perfección? Mas,mientras cavilaba perdido así en lo infinito,la horizontal del mar se vio de pronto cortadapor una figura humana, y recogiéndose en loconcreto de su mirada sumida en lo indefinido,vio al muchacho, que, viniendo de la izquierda,pasaba ante él. Marchaba descalzo, dispuesto acorretear por el agua; las esbeltas piernas apa-recían desnudas, hasta al rodilla, y caminabalentamente, pero con ligereza y aplomo, comosi estuviese habituado a andar sin zapatos; sumirada buscaba las casetas del lado izquierdo,pero apenas hubo advertido a la familia rusa,que gozaba tranquilamente de las delicias deldía, apareció sobre su rostro una tormenta decolérico desprecio. Su frente se oscureció, secontrajeron sus labios en una expresión de rabiay frunció de tal modo las cejas, que sus ojos,

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Centelleantes de algo oscuro y maligno, apare-cieron hundidos. Bajó luego la vista y volvió amirar amenazadoramente. Poco después se en-cogió de hombros con un ademán de violentodesprecio y volvió la espalda al enemigo.

Un sentimiento delicado, en el que había unpoco de respeto y un poco de vergüenza, movióa Aschenbach a volverse fingiendo no habervisto nada; pues a su temperamento circuns-pecto repugnaba explotar, ni aun consigo mis-mo, esa clase de explosiones pasionales como laque casualmente había descubierto. Se habíaregocijado y atemorizado al mismo tiempo, yse sentía dichosamente conmovido. Al fanatis-mo infantil, dirigido contra el cuadro más apa-cible de vida, mostraba el poco valor de lo di-vino en las relaciones humanas; hacía que unavisión de vida, reposada y feliz, despertase pa-siones revueltas, prestando a la bella figura deladolescente una exaltación que hacía tomarlemás en serio de lo que sus años representaban.

Con la cabeza vuelta aún del otro lado, As-chenbach escuchaba la voz del muchacho, unavoz clara, un poco débil, con la cual saludabadesde lejos, a gritos, a los compañeros que ju-gaban en la montaña de arena. Al oír la voz res-pondieron gritándole varias veces su nombre,o un diminutivo de su nombre. Aschenbachatendía con cierta curiosidad, sin poder atra-par más que dos sílabas melódicas, que sona-ban como «Adgio», y con más frecuencia «Ad-gin», terminando en una n prolongada. El soni-do era agradable, le halló adecuado por su eu-fonía al objeto que designaba, lo repitió parasí y, satisfecho, volvió a sus cartas y papeles.

Con su cartera de viaje sobre las rodillas,empezó a contestar su correspondencia, con es-tilográfica. Pero después de un cuarto de hora,encontró que era lastimoso abandonar en espí-ritu la expectación más agradable que conocía

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y echarla a perder con una actividad indiferen-te. Dejó a un lado sus útiles de escribir, y vol-vió a mirar al mar. Poco tiempo después, atraí-do por la algarabía de los chicos que jugabancon montones de arena, volvió la cabeza haciala derecha, apoyándola cómodamente en el res-paldo de su silla, para contemplar lo que hacíaAdgio.

Pudo verlo al lanzar la primera mirada. Lacinta roja de su pecho flotaba sin escaparse.Ocupado con otros niños en colocar una tablavieja como puente sobre el foso húmedo de lamontaña de arena, daba órdenes con gritos ymovimientos de cabeza. Serían unos diez com-pañeros, chicos y chicas, algunos de su mismaedad y otros, más pequeños, que hablaban enfrancés, en polaco y también en idiomas bal-cánicos. Pero el nombre más repetido era el deAdgio. Sin duda lo querían, lo admiraban todos.Especialmente uno de ellos, polaco también, ro-busto y fuerte, llamado algo así como «Saschu»,con el cabello negro, engomado, parecía ser sumás íntimo amigo y vasallo sumiso. Cuando eltrabajo de la montaña de arena estuvo termi-nado, se fueron todos abrazados, playa adelan-te, y el llamado Saschu besó al hermoso Adgio.

Aschenbach se sintió tentado de amenazarlecon el dedo. «Mas a ti, Cristóbulo, te aconsejo—pensó sonriendo—, que te vayas un año a via-jar. Pues eso necesitas, por lo menos, si quierescurar.» Y luego se comió con delicia unos fre-sones maduros que compró a uno de los ven-dedores ambulantes. Hacía calor, a pesar deque el sol no lograba atravesar las nubes quecubrían el cielo. El espíritu se sentía invadidopor una gran indolencia, y los sentidos penetra-dos por el encanto infinito y adormecedor delmar. A un hombre de la seriedad de Aschenbachle pareció en aquel momento una ocupaciónapropiada y suficiente adivinar, investigar qué

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nombre podía ser el que sonaba algo así como«Adgio». Con ayuda de algunos recuerdos, pen-só que debía de ser «Tadrio», diminutivo de«Tadeum» y que se pronunciaba «Tadrín».

Tadrio había ido a bañarse. Aschenbach, quelo había perdido de vista, descubrió al fin sucabeza y su brazo extendido, allá lejos, en elmar, pues el mar parecía ser llano hasta muyafuera. Pero, sin duda, se cuidaban ya de él.

De pronto empezaron a oírse en la playavoces de mujeres que le llamaban, que grita-ban su nombre, un nombre que dominaba laplaya casi como una solución, y que con sussonidos suaves y la n prolongada del final teníaal mismo tiempo algo de dulce y de estridente.

— ¡Tadrín! ¡Tadrín!Él se volvió entonces hacia la playa, corrien-

do, haciendo saltar el agua en espuma al levan-tar las piernas, con la cabeza echada hacia atrás.La visión de aquella figura viviente, tan deli-cada y tan varonil al mismo tiempo, con sus ri-zos húmedos y hermosos como los de un diosmancebo que, saliendo de lo profundo del cie-lo y del mar, escapaba al poder de la corriente,le producía evocaciones místicas, era como unaestrofa de un poema primitivo que hablara delos tiempos originarios, del comienzo de la for-ma y del nacimiento de los dioses. Aschenbachescuchaba con los ojos cerrados aquel cantoque renovaba en su interior, y pensó, una vezmás, que allí se encontraba bien y que se que-daría.

Más tarde, Tadrio estaba tumbado en la are-na descansando del baño, envuelto en su sá-bana, abierta por su hombro derecho, y con lacabeza descansando en el brazo desnudo. Aun-que Aschenbach no lo miraba, sino que leía unaspáginas en su libro, no se olvidaba de que es-taba allí y sabía que sólo necesitaba tornar li-geramente la cabeza hacia la derecha para con-

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templar lo más admirable del mundo. Casi es-tuvo convencido de que su misión era velar porel muchacho, en lugar de ocuparse en sus pro-pios asuntos. Y un sentimiento paternal, el sen-timiento del que se sacrifica en espíritu al cultode lo bello, por aquello que posee belleza, lle-naba y conmovía su corazón.

Ya hacia el mediodía abandonó la playa, re-gresó al hotel y subió en ascensor a la habita-ción. Allí permaneció largo tiempo ante el es-pejo, contemplando su agrisado cabello, su can-sado rostro, de facciones afiladas. En aquel mo-mento pensó en la gloria y en que por la callele conocían muchos y lo contemplaban con res-peto y admiración, todo a causa de su voluntadcertera y coronada de gracia; evocó todos loséxitos anteriores de su talento que se le ocu-rrieron, y hasta pensó en su título de nobleza.Luego bajó al comedor y comió en su mesita.Cuando, al terminar la comida, tomó el ascen-sor, entró en él mucha gente joven que veníaigualmente del comedor, y entre ellos, Tadrio.Estaba muy cerca de Aschenbach, por primeravez; tan cerca, que podía verlo, no a distancia,como en los cuadros, sino observándolo de cer-ca en sus menores detalles humanos. Alguien lehabía hablado, y él le respondía con una sonrisade indescriptible simpatía; pero ya salía, ba-jando los ojos, en el primer piso: «La bellezanos hace vergonzosos», se dijo Aschenbach, po-niéndose a pensar en el motivo de ello. Sin em-bargo, había notado que los dientes de Tadriodejaban que desear; eran algo pálidos, sin eseesmalte brillante propio de la salud, y de unatransparencia inquietante, como ocurre a ve-ces por causa de la anemia.

«Es muy frágil, es enfermizo. No llegará aviejo», pensó Aschenbach, y renunció a anali-zar un sentimiento de satisfacción o intranqui-lidad que acompañaba a tal idea.

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Pasó dos horas en su habitación, y luego seembarcó en el pequeño vapor para tornar haciaVenecia a través del olor pútrido de la laguna.Se apeó en San Marcos, tomó té en la plaza, yluego, cumpliendo su programa, fue a dar unpaseo por las calles. El paseo hubo de trastor-nar completamente la situación de su ánimo,alterando sus planes.

Un calor bochornoso caía sobre las callejas;el aire era denso, y los olores que salían de lascasas, tiendas y cocinas, olor de aceite, nubesde perfume y otras emanaciones, yacían apelo-tonados, sin dispersarse. El humo del tabacose quedaba como cuajado, y sólo poco a pocose iba deshaciendo. La multitud de gente quese atropellaba en la estrechez de las calles, mo-lestaba al paseante en vez de entretenerle. A me-dida que transcurría el tiempo, se adueñabade él, progresivamente, el estado lamentableque el siroco, combinado con el aire del mar,puede producir, y que es excitación y desfalle-cimiento al mismo tiempo. Transpiraba copio-samente, los ojos querían cerrársele, sentía elpecho oprimido, tenía fiebre, la sangre palpita-ba sensiblemente en sus sienes. Cruzando algu-nas calles, huyó de los barrios comerciales, don-de el gentío se apretujaba, hacia los barrios po-bres. Allí viose asaltado por una nube de men-digos, mientras los olores pútridos de los ca-nales le cortaban la respiración. En un lugartranquilo, en uno de esos sitios olvidados, ygraciosamente pintorescos que se encuentranen el exterior de Venecia, al borde de un bro-cal, se sentó para descansar, se secó la frente ycomprendió que debía marcharse.

Por segunda vez, y ya definitivamente, com-probó que Venecia le sentaba muy mal conaquel tiempo. Le pareció absurdo obstinarsetercamente en permanecer allí cuando las pro-babilidades de que el viento cambiase eran muy

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inseguras. Era preciso decidirse al vuelo. Vol-ver a casa no era posible. No tenía dispuestasni sus habitaciones de verano ni de inviernopara ir allá. Pero Venecia no era el único sitiodonde había mar y playa; podía encontrarlosen otros sitios, sin el lamentable complementode la laguna y de las emanaciones, que le pro-ducían fiebre. Recordó una playa pequeña cer-ca de Trieste, que le habían ponderado mucho.¿Por qué no irse allá? Caso de hacerlo, teníaque ser sin retraso, para que valiera la penacambiar otra vez de residencia. Se decidió, yse puso en pie.

En el primer embarcadero que pudo encon-trar, tomó una góndola y dio la orden de quele llevasen a San Marcos. La embarcación fuedeslizándose en el turbio laberinto de los ca-nales, por entre delicados balcones de mármolexornados con leones, doblando esquinas rezu-mantes, pasando luego al pie de otras fachadassuntuosas. Le costó trabajo llegar a su desti-no, pues el gondolero que trabajaba en combi-nación con fábricas de encajes y vidrios, trata-ba de desembarcarle a cada paso para que en-trase a ver las tiendas y comprara. Si era, pues,verdad que la fantástica travesía por las lagu-nas de Venecia comenzaba a ejercer su encantosobre él, aquel espíritu de mendicidad dereina caída, bastaba para romperlo.

De nuevo en el hotel, advirtió que circuns-tancias imprevistas le obligaban a marcharse ala mañana siguiente, temprano.

Le expresaron su pesar y le dieron la cuen-ta. Cenó y pasó la tibia velada leyendo periódi-cos en una mecedora de la terraza trasera. An-tes de acostarse dispuso debidamente su equi-paje.

No pudo dormir gran cosa, pues la proximi-dad del viaje le inquietaba. Cuando, de madru-gada, abrió la ventana, el cielo seguía nublado,

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pero el aire parecía más fresco. Entonces co-menzó a arrepentirse de sus propósitos. ¿Nohabría sido su decisión demasiado apresuraday errónea, obra de un estado febril? Si no hu-biera avisado en el hotel, si con menos prisahubiera esperado un cambio del tiempo, en vezde una mañana de quehaceres y preocupacio-nes, le aguardaría el goce tranquilo del día an-terior en la playa. Pero era demasiado tarde,y se veía forzado a seguir queriendo lo que lavíspera había querido. Se vistió, y a las ochobajó en el ascensor para tomar el desayuno.

Cuando entró, el pequeño comedor estabasolitario. Mientras esperaba sentado que le sir-viesen lo que había pedido, empezaron a entraralgunos huéspedes. Con la taza de té pegada alos labios, vio llegar a las muchachas polacascon su institutriz. Rígidas y frescas, con los ojosenrojecidos, se sentaron a su mesa de la esqui-na de la ventana. Un instante después se acercóa Aschenbach el portero, con la gorra en lamano, a comunicarle que había llegado el mo-mento de partir. El automóvil esperaba parallevarle a él y a otros huéspedes al «Hotel Ex-celsior», punto desde donde la canoa-automóvilllevaría a los señores a la estación por el canalprivado de la Compañía. El tiempo apremiaba.

Aschenbach respondió que no era del mis-mo parecer. Faltaba más de una hora para lasalida del tren. Protestó contra la costumbrede los hoteles de echar a los viajeros antes detiempo, y dijo al portero que deseaba tomartranquilamente su desayuno. El empleado seretiró de mala gana, para reaparecer despuésde cinco minutos. Era imposible que el auto-móvil esperase más tiempo. «Pues que se vayacon mi baúl», replicó Aschenbach, irritado. Éltomaría, a su hora, el vaporcito público, y ro-gaba que le dejasen tranquilo. El empleado seinclinó. Aschenbach, satisfecho ya, terminó, sin

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apresurarse, el desayuno, y hasta pidió un pe-riódico al camarero. Cuando se levantó final-mente, sólo le quedaba el tiempo justo. Y ocu-rrió que al mismo tiempo entraba Tadrio por lapuerta de cristales.

Al cruzar, buscando a los suyos, tropezó conAschenbach, que salía; bajó modestamente losojos ante el hombre de cabellos grises y ampliafrente para volver a levantarlos luego, con sumanera dulce y amable, sin detener su marcha.« ¡Adiós, Tadrio! —pensó Aschenbach—. Pocotiempo ha durado nuestro conocimiento.» Ymurmurando, contra su costumbre, dijo a me-dia voz:

— ¡Dios te bendiga!Poco después hizo los últimos preparativos,

repartió propinas, fue atendido por el suavemaítre d'hótel, con su levita francesa, y aban-donó el hotel a pie, como había llegado. Le se-guía el mozo del hotel, que llevaba su equipajede mano, atravesando la avenida Florida, quecruzaba de sesgo la isla para dirigirse al em-barcadero. Llegó, tomó asiento y... lo que vinodespués fue un calvario por todas las profundi-dades del arrepentimiento.

La travesía conocida iba por la laguna, pa-sando por delante de San Marcos y subiendoluego por el Gran Canal. Aschenbach estabasentado cerca de proa, en el banco circular, conun brazo extendido en la barandilla, y hacién-dose sombra sobre los ojos con la otra mano.Quedaron atrás los jardines públicos, y la Piaz-zeta se abrió una vez más ante sus ojos en sumagnificencia principesca. Al llegar a la granserie de palacios, aparecieron tras un recododel canal los arcos majestuosos de mármol deRialto. El viajero contemplaba toda la bellezaque desfilaba ante sus ojos, y se le oprimía elcorazón. Respiraba, en aspiraciones profundasy espiraciones dolorosas, la atmósfera de la

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ciudad, aquel olor ligeramente putrefacto, demar y de pantano, que el día anterior habíaquerido abandonar con tanta urgencia. ¿Eraposible que no hubiera sabido, que no hubieraconsiderado hasta qué punto su corazón esta-ba ligado a todo aquello? Lo que por la maña-na era un sentimiento vago, una leve duda,tornose ya en angustia, en dolor efectivo y pun-zante, en tribulación tan grande para su alma,que varias veces asomaron lágrimas a sus ojos,en forma completamente extraña.

Aquello que más doloroso le resultaba, aque-llo que a veces le parecía absolutamente inso-portable, era sin duda el pensamiento de queya no volvería a Venecia, de que se despedía deella para siempre. Porque después de habercomprobado por segunda vez que la ciudad eranociva para su salud, después, de haberse vis-to obligado por segunda vez a abandonarla derepente, tendría que considerarla como una re-sidencia prohibida, insoportable. Insensato se-ría probar fortuna una vez más.

Sabía ya que, de irse en aquel instante, lavergüenza y el amor propio le impedirían vol-ver a la amada ciudad, ante la cual había fra-casado por dos veces su resistencia física. Lalucha entre la apetencia espiritual y la incapa-cidad física le pareció de pronto grave e impor-tantísima a aquel hombre que empezaba a en-vejecer. Y su derrota corporal le resultó tan la-mentable, y tan vergonzoso haber cedido sindificultad alguna, que no quiso comprender larazón por la cual había podido entregarse y so-meterse el día anterior sin lucha seria.

Mientras tanto, el vapor se aproximaba a laestación, y su dolor y su desconcierto aumen-taban hasta darle vértigos. La partida parecíaimposible, y no menos imposible el regreso. En-tró en la estación completamente deshecho. Eramuy tarde; no podía perder un momento si de-

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seaba tomar el tren. Quería y no quería. Sinembargo, el tiempo apremiaba y lo empujabahacia delante. Se apresuró a comprar su pasa-je, y buscó entre el tumulto al empleado delhotel. Finalmente el hombre apareció y anun-ció que el baúl ya estaba facturado.

—¿Ya facturado?—Sí, para Como.—¿Para Como?Y después de una sucesión apresurada de

preguntas coléricas y de perplejas respuestas,resultó que el baúl había sido enviado, juntocon el equipaje de otros pasajeros, desde el«Hotel Excelsior», hacia una dirección total-mente equivocada.

Aschenbach no podía conservar la única ac-titud que tales circunstancias requerían. Unaalegría de aventura, un goce increíble sacudíacasi convulsivamente su pecho. El empleado seprecipitó a rescatar el baúl, pero luego volviósin haber conseguido nada. Aschenbach declaróentonces que sin su equipaje no estaba dis-puesto a marcharse, y que prefería volver paraesperar en el hotel el retorno del baúl. Preguntósi la canoa-automóvil de la Compañía estabalista. Y se fue a la ventanilla, donde le devol-vieron el precio del billete. Aseguró que tele-grafiaría, que haría todo lo posible para recu-perar el baúl rápidamente. De esa manera s.u-cedió el extraño acontecimiento de que elviajero, a los cinco minutos de su llegada a laestación, volvió a encontrarse en el Gran Ca-nal, en viaje de regreso al Lido.

¡Aventura increíble, vergonzosa y cómica,como cosa de pesadilla! ¡Los lugares de loscuales acababa de despedirse para siempre, conel corazón oprimido, estaban ante su vista otravez por obra del Destino caprichoso, que aca-baba de brindarle una de sus jugarretas! Elpequeño y rápido barco se deslizaba alegremen-

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te haciendo espuma y esquivaba, al pasar,góndolas y vapores, mientras su únicopasajero disimulaba bajo la máscara deresignación, la excitación gozosa ysorprendida de un muchacho de vacaciones.En su pecho pugnaba por estallar, de tiempoen tiempo, la risa que su desgraciadoaccidente le producía; un accidente que nohubiera podido suceder más oportunamentea un escolar desaplicado. Habría que darexplicaciones; iba pensando que seencontraría con caras asombradas, y luego,todo arreglado. Se había evitado unadesgracia, se había rectificado un graveerror, y todo lo que había creído dejar a sus.espaldas definitivamente volvía a aparecerante sus ojos. Era suyo por todo el tiempoque deseara. Por lo demás, ¿le engañaba larapidez del barco, o venía realmente dellado del mar aquel viento brusco?

Las olas azotaban el estrecho canalabierto en la isla hasta llegar al «HotelExcelsior». Un ómnibus que esperaba allícondujo a Aschen-bach, por la orilla delmar rizado, directamente hasta el «HotelBader». El pequeño maítre bajó la escalerapara saludarle.

Con ligero mimo lamentó el accidentecalificándolo de extraordinariamentesensible para él y para el establecimiento.Luego aprobó, lleno de convicción, eldesignio de Aschenbach de aguardar allí subaúl. Su habitación estaba ya ocupada;pero tenía a su disposición otra que no erapeor que aquélla.

—Pas de chance, Monsieur (1) —dijosonriente el suizo del ascensor mientrassubían.

Así fue cómo el fugitivo volvió ainstalarse en una habitación que, en cuantoa situación y comodidades, era casienteramente igual a la anterior.

Fatigado, atolondrado por la agitaciónde

(1) No tuvo suerte, señor.

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aquella mañana singular, tan pronto como hubodistribuido en la habitación el contenido de sumaleta, se sentó en una butaca, dejando la ven-tana abierta. El mar había tomado un tono ver-de pálido; el aire parecía más fino y más lim-pio, y la playa, con sus casetas y sus botes, te-nía más color, a pesar de que el cielo continua-ba gris. Aschenbach, con las manos cruzadassobre sus rodillas, miraba hacia el exterior, sa-tisfecho de volver a verse allí, moviendo tris-temente la cabeza y pensando en su indecisión,en su desconocimiento de sus propios deseos.Así estuvo sentado, descansando y pensandosin objeto fijo, durante una hora.

Hacia mediodía divisó a Tadrio, el cual, consu traje listado, volvía desde el mar al hotel. As-chenbach lo reconoció en seguida desde su al-tura, antes de verlo propiamente con sus ojos,e iba a decir algo así como un saludo cordial,un « ¡Tadrio, aquí estás tú también otra vez! »,pero al mismo tiempo sintió que el saludo li-gero se velaba callando ante la verdad; sintióel entusiasmo que encendía su sangre, la ale-gría, el dolor de su alma, y se dio cuenta de quela despedida le había resultado tan dolorosasólo a causa de Tadrio.

Sentado e invisible en su sitio, se considera-ba altísimo a sí mismo en silencio. Sus rasgosse habían reanimado: se enarcaban sus cejasy su boca se dilataba en una sonrisa atenta queexpresaba goce espiritual. Después levantó lacabeza, y sus dos brazos, que colgaban indolen-temente de los brazos de la butaca, hicieronun movimiento giratorio y de ascenso, lenta-mente, con las palmas de las manos vueltas ha-cia delante, como si insinuaran un abrazo. Fueun ademán de bienvenida; un gesto alegre ylánguido, lleno de indeciso placer.

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IV

Un día y otro día, el dios de ardientes meji-llas recorría con su cuadriga generadora del cá-lido estío los espacios, del cielo, y su doradacabellera flotaba en el viento huracanado quevenía del Este. Por los confines del mar indo-lente flotaba una blanquecina, sedosa niebla.La arena ardía. Bajo el azul encendido de éterse extendían, frente a las casetas, unas ampliaszonas, y en la mancha de sombra secretamentedibujada que ofrecían, parábanse las horas, dela mañana. Las noches eran deliciosas; las plan-tas del parque esparcían su perfume penetrante,mientras en la altura seguían su carrera losastros, y el murmullo del mar, envuelto en ti-nieblas, hablaba íntimamente al alma. Aquellasnoches traían la alegre promesa de un nuevodía de sol, con ocio ordenado, enjoyado de lasinfinitas posibilidades que podría ofrecer.

El huésped, a quien un oportuno fracasohabía detenido allí, al recobrar su equipaje nopensó, ni mucho menos, en una nueva partida.

Durante dos días había tenido que privarsede algunas cosas, viéndose obligado a comer enel gran comedor en traje de viaje. Pero cuandoel equipaje extraviado apareció en su cuarto,lo deshizo inmediatamente y llenó armarios y

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cajones con sus cosas, enteramente decidido aquedarse por un tiempo indefinido, satisfechode poder caminar por la playa con su traje deseda y de presentarse de etiqueta en el come-dor.

La agradable monotonía de aquella existen-cia lo hechizaba en su encanto; la dulzura suavey luminosa de aquella existencia se habíaadueñado rápidamente de él. Y, en efecto, ¿quédelicia mejor que aquella vida que unía los en-cantos de una playa meridional confortable ala cercanía de la estupenda y maravillosa ciu-dad? Aschenbach no gustaba del placer. Siem-pre que había vivido sus vacaciones, marchan-do en busca de reposo y días sonrientes, espe-cialmente siendo más joven, había sentido enseguida la nostalgia inquieta del trabajo, delsagrado esfuerzo de su disciplinada labor coti-diana. Sólo aquel lugar ejercía sobre él una in-fluencia sosegadora, distendía su voluntad yle tornaba dichoso. Muchas veces, por la ma-ñana, descansando a la sombra de la lona ex-tendida ante su caseta, solía abandonarse a undelicioso ensueño, mientras contemplaba el azuldel cielo del mar meridional, o también, durantelas noches tibias, arrellanado en los almoha-dones de la góndola que le conducía, bajo laamplia bóveda del cielo, desde la plaza de SanMarcos, donde pasaba largos ratos, hasta elLido. Y mientras iban alejándose las abigarra-das luces de la ciudad y los melancólicos acor-des de las serenatas, pensaba en su casa demontaña, el hogar de su esfuerzo estival; evo-caba las nubes que cruzaban bajas, las tormen-tas espantables que por la noche apagan las lu-ces de las casas y los cuervos que huían a lascopas de los pinos. Entonces le parecía estartransportado al Elíseo, a un lugar dichoso, alláen los confines de la tierra, donde el hombredisfruta de la vida más leve, donde no hay nie-

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ve ni invierno, ni tormentas ni lluvias en virtudde un soplo refrescante que viene perennementedel océano, y los días transcurren en un ociodivino, sin esfuerzo ni lucha, en entrega total alSol y a sus fiestas.

Aschenbach veía frecuentemente a Tadrio.La limitación del espacio y la regularidad delgénero de vida que todos estaban obligados allevar, hacían que el hermoso muchacho per-maneciese próximo a él casi todo el día, con li-geras interrupciones. Lo encontraba en todaspartes: en el comedor del hotel, en las travesíasmarítimas a la ciudad, y hasta en la misma con-fusión de la playa, y luego, por obra del acaso,en las calles, en los paseos. Pero cuando teníaocasión de consagrar a la bella figura devocióny estudio, ampliamente y con comodidad, eraprincipalmente por la mañana, en la playa. Yesta complacencia de la fortuna, este favor delas circunstancias, que con uniformidad perenne se le ofrecía diariamente, era todo lo que lellenaba verdaderamente de satisfacción y goce,lo que le hacía tan agradable su vida y lo quedeterminaba que los días soleados desfilaransonrientes ante él, sin interrupción.

Se levantaba a una hora temprana, como lohacía cuando se veía azuzado por un trabajoapremiante, y llegaba a la playa uno de los pri-meros, cuando el sol no quemaba aún y el mar,de una blancura deslumbrante, permanecía en-tregado a los sueños de la mañana. Saludabarespetuosamente al guardia de la verja y alanciano de barba blanca que le arreglaba susitio, que extendía la lona y sacaba a la plata-forma los muebles de la caseta. Luego transcu-rrían unas tres o cuatro horas hasta que Tadrioapareciese; durante ese tiempo iba ascendien-do el sol y alcanzando un terrible vigor. El marse hacía entonces de un azul cada vez másdenso.

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Tadrio solía llegar por la izquierda, siguien-do el borde del mar; Aschenbach lo veía apare-cer de espaldas, saliendo de entre las casetas.A veces se daba cuenta súbitamente de que ha-bía pasado la hora de su llegada, y veíalo en-tonces, ya con su traje de baño azul y blanco,que no volvía a quitarse, y experimentaba unestremecimiento de placer. El muchacho co-menzaba en seguida su actividad habitual bajoel sol y sobre la arena. Aquella vida, graciosa-mente frívola, ociosamente inquieta, era juegoy reposo, y se componía de carreras por la pla-ya, de chapuzones en el agua; su actividad con-sistía en jugar con la arena, en tomar golosinas,tenderse, nadar, vigilado y llamado por las mu-jeres desde la terraza. Su nombre resonabaconstantemente en voces chillonas « ¡Tadrín!¡Tadrín! » Y él corría hacia ellas con gesticu-lación vehemente a referir lo que le había ocu-rrido, a enseñar lo que había encontrado: os-tras, estrellas y cangrejos que andaban de lado.Aschenbach no entendía una palabra de lo queel pequeño decía, pero en su oído sonaba condeliciosa eufonía aunque fueran las cosas máscorrientes. Así, el exotismo convertía en músicala conversación del chico. Un sol potente regabaa manos llenas su resplandor en honor suyo, yel magnífico horizonte del mar servía defondo y exaltación a su figura.

En cierta ocasión llamaron al muchachopara que saludase a un desconocido que esta-ba con las damas; él corrió hacia allá, mojadoaún del agua, despejándose los rizos. Al tenderla mano, apoyándose sobre una pierna, mien-tras el otro pie posaba sobre las puntas de losdedos, su cuerpo tenía un encanto de movi-miento indecible; inclinado graciosamente ha-cia delante, un poco encogido de vergüenza, tra-taba de agradar por deber aristocrático. Otrasveces permanecía en la arena, con los miembros

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extendidos; la sábana envolvía su delicado cuer-po; el brazo, suavemente modelado, descansabaen el arenal, con la barbilla apoyada en lapalma de la mano. El muchacho llamado «Sas-chu», sentado junto a él, le contemplaba sumi-so, y nada más seductor cabe imaginar que lasonrisa de labios y ojos, con que él miraba enal-tecido al otro, al admirador, al servidor. Otrasveces se le veía al borde del mar, solo, apartadode los suyos, muy cerca de Aschenbach. Enton-ces aparecía erguido, con las manos cruzadaspor detrás de la nuca, balanceándose suave-mente y mirando, soñador, al lejano azul, mien-tras las suaves olas de la orilla bañaban suspies. Su cabello, rubio, de miel, se adhería enrizos húmedos a sus sienes y su cuello; el solhacía brillar el vello de la parte superior de laespina dorsal; destacábanse claramente bajola delgada envoltura el fino dibujo de las cos-tillas, la uniformidad del pecho. Sus omóplatoseran lisos como los de una estatua; sus rótulasbrillaban, y sus venas azulinas hacían que sucuerpo pareciese forjado de un fino materialtranslúcido. ¡Qué disciplina, qué exactitud depensamiento expresaba aquel cuerpo tenso y dejuvenil perfección! Pero la voluntad severa ypura, que en un esfuerzo misterioso había lo-grado modelar aquella imagen divina, ¿no erala que él, artista, conocía a la perfección? ¿Noera la que alentaba en él, cuando lleno de con-tenida pasión libertaba de la masa de mármoldel lenguaje la forma esbelta que su espírituhabía intuido, y que representaba al hombrecomo imagen y espejo de belleza espiritual?

¡Imagen y espejo! Su mirada abarcó la no-ble figura que se erguía al borde del mar inten-samente azul, y en un éxtasis de encanto creyócomprender, gracias a esa visión, la belleza mis-ma, la forma hecha pensamiento de los dioses,la perfección única y pura que alienta en el es-

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píritu, y de la que allí se ofrecía, en adoración,un reflejo y una imagen humana. La arrebatadainspiración había llegado, y el artista, que em-pezaba ya a envejecer, no hizo más que acogerlasin temor y hasta con ansiedad. Su espírituardía, vacilaba toda su cultura, su memoria evo-caba antiquísimos pensamientos que durantesu infancia había recibido de la tradición y quehasta entonces no se habían encendido con unfuego propio. ¿No se ha dicho acaso que el soldesvía nuestra atención de lo intelectual paradirigirla hacia lo sensual? Aturde y hechiza detal modo el entendimiento y la memoria, elalma queda sumida en tales delicias, que olvi-da su destino verdadero, y su asombrada admi-ración se hunde en la contemplación de los ob-jetos más bellos que el sol puede iluminar. Des-pués, sólo con el auxilio de algo corporal lograya elevarse a una más alta consideración. Erosprocede, sin duda, como los matemáticos, queven en los niños inexpertos imágenes de lasformas puras. Así los dioses, para hacernos per-ceptible lo espiritual, suelen servirse de la lí-nea, el ritmo y el color de la juventud humana,de esa juventud nimbada por los mismos diosespara servir de recuerdo y evocación, con todoel brillo de su belleza, de modo que su visiónnos abrasa de dolor y esperanza.

Pensaba así, en su entusiasmo, y tenía po-der para sentir todo esto. La canción del mar yel resplandor del sol engendraron además en sufantasía una encantadora evocación. Veía elviejo plátano, cercano a los muros de Atenas,aquel lugar sagrado, perfumado con el aromade los azahares, enjoyado con las imágenes ylos riquísimos presentes piadosos en honor delas ninfas y de Apolo. El arroyo corría claro ylimpio por un fondo de cantos lisos y a los piesdel árbol de raíces prolongadas; sonaban losviolines de los grillos. Sobre el césped, que caía

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en suave pendiente, lo preciso para que al pasarla cabeza se mantuviera algo levantada, estabanechadas dos personas, resguardándose del ca-lor del día. Eran un hombre de edad y un jo-ven; uno feo y el otro hermoso; la sabiduría encontraste con la amabilidad. Y, entre gracias yagudezas que animaban el coloquio, Sócratesadoctrinaba a Fedón sobre el deseo y la virtud.Le hablaba del espanto que experimentaba elhombre sensible cuando sus ojos contemplabanun reflejo de la belleza eterna; de las concupis-cencias del profano y el malvado, que no pue-den pensar en la belleza al ver su imagen, y queno son capaces de sentir respeto por ella; ha-blaba del sagrado temor que acomete al almanoble cuando se le aparece un rostro semejan-te al de los dioses, es decir, un cuerpo perfec-to. Le explicaba cómo todo su ser se estremecede aquella alma, se enajena y apenas se atrevea mirar; cómo se siente poseído de veneraciónante aquel que ostenta el sello divino de la be-lleza; aquella alma le haría sacrificios, como auna deidad, si no temiese aparecer como insen-sata a los ojos de los hombres. «Pues sólo labelleza, Fedón mío, sólo ella es amable y ado-rable al propio tiempo. Ella es, ¡óyelo bien!,la única forma de lo espiritual que recibimoscon nuestro cuerpo, y que nuestros sentidospueden soportar. Pues ¿qué sería de nosotrossi se nos apareciese lo divino en otra de susmanifestaciones, si la razón, la virtud y la ver-dad se nos presentasen en formas, sensibles?¿No arderíamos y nos disolveríamos en amorcomo otra época ante Zeus? La belleza es, pues,el camino del hombre sensible al espíritu, sóloel camino, sólo el medio, Fedón...» Después eltaimado seductor dijo lo más agudo: el aman-te era más divino que el amado, porque enaquél alienta el dios, que no en el otro; estepensamiento es quizás el más delicado y el más

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irónico que se haya producido, y de su fondobrota toda la picardía y la secreta concupiscen-cia del deseo.

La dicha del escritor es su posibilidad detransformar la idea enteramente en sentimien-to; el sentimiento, totalmente en idea. En aquelmomento se había adueñado del solitario unade estas vibrantes ideas, uno de estos sentimien-tos precisos: el sentimiento de que la natura-leza se estremecía de goce cuando el espírituse inclinaba en homenaje y reverencia ante labelleza. Súbitamente sintió el deseo imperiosode escribir. Cierto es que, como suele decirse,Eros ama el ocio, y que sólo para el ocio ha na-cido. Pero en ese momento de la crisis, su ex-citación le impulsaba a tranquilizar por mediode la palabra el torbellino de sus pensamientos.El tema casi le era indiferente. De pronto sintióque se resolvía en su espíritu, clamando porexpresarse, una cuestión palpitante de la cul-tura y el gusto. El asunto era de índole familiary le preocupaba de antiguo. El impulso de ha-cerlo brillar a la luz de sus palabras se hizoirresistible en aquel momento. Pero necesitabatrabajar en presencia de Tadrín, tomarlo demodelo, hacer que su estilo siguiese las líneasde aquel cuerpo que se le antojaba divino, y le-vantar a lo espiritual su belleza, como el águilalevantó al cielo a uno de los pastores troyanos.Jamás había sentido con tanta dulzura el pla-cer de la palabra, nunca había visto tan clara-mente que Eros alienta en ella, como en aque-llas horas, peligrosamente gozosas, en las que,sentado ante una mesa rústica sombreada porla lona, teniendo ante sus ojos al ídolo, y en losoídos la música de su voz, cincelaría Aschen-bach, siguiendo el modelo de Tadrio, unas pá-ginas de selecta prosa cuya pureza, altura yfuerte tensión sentimental habían de producirpronto la admiración de las gentes. Seguramente

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conviene que el mundo conozca sólo la obrabella y no sus orígenes, las condiciones que de-terminaron su aparición, pues el conocimientode las fuentes en que el poeta bebe su inspira-ción lo confundiría, lo asustaría a menudo, da-ñando así el efecto de las. cosas excelentes. ¡Sin-gulares horas! ¡Esfuerzo extrañamente ener-vador! ¡Extraordinario comercio fecundo delespíritu con el cuerpo! Cuando Aschenbach,terminado su trabajo, se levantó, se sintió ago-tado, deshecho hasta tal punto que le parecíaoír los lamentos de su conciencia en rebelión,como si acabara de entregarse a algún pecado.

A la mañana siguiente fue cuando, a puntoya de dejar el hotel, vio desde la escalera queTadrio se dirigía solo a la playa. El deseo, elsencillo pensamiento de aprovechar la ocasiónpara trabar alegremente conocimiento conaquel que, sin saberlo, le había conmovido yagitado tanto, de hablarle y gozarse en su con-testación, en su mirada, surgió en él de un modonatural.

El hermoso muchacho andaba lentamente.Podría, pues, alcanzarle. Aschenbach apresuróel paso, y llegó junto a él cerca ya de las case-tas. Pensando en ponerle una mano en la cabe-za, en el hombro, resultó que una palabra, unafrase amable en francés rozaba ya sus labios.Pero en aquel instante sintió que su corazónlatía fuertemente, acaso por lo rápido de sucarrera, y que, como respiraba con dificultad,sólo iba a poder hablar atropellado y temblo-roso. Vaciló entonces, trató de dominarse; depronto le pareció que iba ya demasiado tiempomuy cerca del bello mancebo; temió que él lonotase, temió que se volviese, interrogante;hizo un último intento, que resultó vano tam-bién; renunció, pues, y pasó por delante de élcon la cabeza baja.

« ¡Demasiado tarde! —pensó—. ¡Demasiado

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tarde! » Pero, ¿era realmente demasiado tarde?Aquel paso, que no se había atrevido a dar, ha-bría convertido probablemente la cosa en algobueno, ligero y gozoso; habría producido unefecto sedante. Pero no hay duda de que el ar-tista, ya en los linderos de la vejez, no queríael sedante, a pesar de que la exaltación en quevivía le era demasiado cara. ¿Quién podría des-cifrar el enigma de la naturaleza del artista?¿Quién puede comprender esa fusión instintivade disciplina y desenfreno en que consiste?Porque el hecho de no querer un sedante salu-dable es desenfreno. Aschenbach ya no se sen-tía dispuesto a la autocrítica. Por sus gustos,por su madurez espiritual, por el respeto de símismo y por simplicidad, no le agradaba ana-lizar los motivos de sus actos ni averiguar sihabía dejado de realizar su propósito por man-dato de su conciencia, o por debilidad y moli-cie. Se sentía avergonzado, tenía miedo, de quealguien hubiera podido observar su carrera, suderrota; temía extraordinariamente al ridícu-lo. Por lo demás, se reía en su interior de supánico insensato. «Vencido —pensaba—, ven-cido como un gallo que en la pelea deja caerdesfallecido las alas.» Son, seguramente, los dio-ses los que de tal modo paralizan nuestro va-lor a la vista del objeto amado y arrojan por lossuelos toda nuestra altivez.

Sin cuidarse ya de llevar la cuenta del tiem-po que a sí mismo se concedía para el descan-so, había dejado de pensar en el regreso. Se ha-bía provisto de dinero abundante. Su única pre-ocupación era que la familia polaca pudieramarcharse pronto; pero, preguntando como porcasualidad al peluquero del hotel, había averi-guado que las señoras habían llegado poco an-tes que él. El sol tostaba su cara y sus manos,el aire excitante, salado, fortalecía su fuerzasentimental, y si antes acostumbraba consagrar

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a su obra todo el acopio de fuerzas que el sue-ño, el alimento, la Naturaleza le prestaban, estavez dilapidaba a manos llenas, en exaltación yfantasía, toda la fuerza diaria que el sol, el ocioy el aire del mar le prestaban.

Su sueño era breve. Los días, deliciosamen-te monótonos, se separaban por noches cortas,llenas de feliz inquietud. Es cierto que se acos-taba temprano, pues a las nueve, cuando Tadriose había alejado, le parecía que el día estabaterminado. Pero a las primeras luces de la ma-ñana le despertaba un dichoso, ligero estreme-cimiento; su corazón recordaba su aventura;no podía quedarse en la cama, se levantaba, yenvuelto en una bata ligera, para preservarsedel fresco de la madrugada, se sentaba ante laventana abierta en espera de la salida del sol.El maravilloso acontecimiento de la aurora su-mía en profunda adoración a su alma, consa-grada por el sueño. Cielo, tierra y mar perma-necían aún envueltos en la suave palidez fan-tástica del alba: una estrella lánguida flotabaaún en el infinito. Pero venía un suave soplo,como un dulce mensaje de inasequibles lugarescon la nueva de que Eros se levantaba del le-cho conyugal, y por ello acontecía aquel pri-mer rubor dulcísimo de las lontananzas del cieloy del mar, por el cual se anuncia que la creacióntoma formas sensibles. Se acercaba la Aurora,seductora de mancebos, raptora de Céfalo yque, a pesar de la envidia de todos los olím-picos, gozó los amores del bello Orión. Allá, alborde del mundo, comenzaban a deshojarse ro-sas en un inefable resplandor divino mientrasunas nubes infantiles, iluminadas, esclarecidas,flotaban, como sumisos amorcillos, en el airerosa y azul; caía sobre el mar un manto de púr-pura, que parecía arrastrado hacia delante consus olas levantadas; signos y manchas de ororesplandecían sobre el mar; el resplandor se

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transformaba en incendio; silenciosas y condivina pujanza se erguían las llamas, y la cua-driga divina corría con sus cascos centellean-tes sobre la superficie de la tierra. Iluminadopor la pompa del dios, el contemplador solita-rio cerraba los ojos dejando que el resplandordivino besase sus párpados. Sentimientos deotra época, deliciosos ímpetus tempranos desu corazón, que habían muerto con la estrechadisciplina de su vida, volvían en aquel instanteextrañamente transformados y él los reconocíacon sonrisa confusa y asombrada. Cavilaba, so-ñaba; sus labios murmuraban lentamente unnombre, y sonriente, con el rostro vuelto haciaarriba y las manos plegadas en el regazo, dor-mitaba en su butaca.

Pero el día iniciado así, con aquella fiestadel fuego, transcurría luego exaltado, en unaextraña exaltación mística. ¿De dónde prove-nía el soplo que de pronto envolvía sienes yvidas, tan suave y misterioso como un susurrode potencias elevadas? En el cielo se alineabannumerosas nubecillas, como rebaño de diosesque pastasen en el espacio infinito. Se levantóun viento más fuerte, y los caballos de Neptunogaloparon espumeantes. Por entre las rocas ale-jadas de la playa saltaban como cabrillas lasolas. Aschenbach sentíase anegado en un mun-do divino lleno de vida pánica, y su corazónsoñaba dulces fábulas. A veces, cuando el solse ponía por detrás de Venecia, se sentaba enun banco del parque para contemplar a Tadrio,que, vestido de blanco y con un cinturón decolor, jugaba al balón. Entonces creía estarviendo a Jacinto, el ser mortal por lo mismoque era objeto del amor de los dioses. Y hastasentía los dolorosos celos del Céfiro, de aquelrival que, olvidando el oráculo, el arco y la cí-tara, se ponía a jugar con el mancebo; veíacómo el dardo ligero, impulsado por los celos

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crueles, alcanzaba la amada cabeza, recibía pa-lideciendo el desfalleciente cuerpo, y la flor quebrotaba de la dulce planta traía la inscripciónde su lamento infinito...

Nada resultaba más extraño ni más irritan-te que las relaciones que se establecen entrehombres que sólo se conocen de vista, que dia-riamente, a todas horas, se tropiezan, se obser-van, viéndose obligados, por la etiqueta o porcapricho a no saludarse ni cruzar palabra, man-teniendo el engaño de una indiferencia perfec-ta. Se produce entre ellos inquietud e irritadacuriosidad. Es la historia de un deseo de cono-cerse y tratarse insatisfecho, artificiosamentecontenido, y, en especial, de una especie de es-timación exaltada. Pues el hombre ama y honraal hombre mientras no puede juzgarle. Y eldeseo se engendra por el conocimiento defec-tuoso.

Entre Aschenbach y Tadrio tenía que haber,necesariamente, cierta relación y conocimien-to, de tal manera que el hombre maduro pudoobservar gozosamente que su simpatía y suatención no dejaban de ser en cierta forma co-rrespondidas. ¿Qué había sido, por ejemplo,lo que movió al muchacho a no entrar por lamañana, al llegar a la playa, por detrás de lascasetas, sino a pasar por delante, cerca de don-de estaba Aschenbach, y en ocasiones rozandocasi su mesa, su silla, para dirigirse a la casetade los suyos? ¿Es que la fuerza atractiva, lafascinación de un sentimiento superior, obrabasobre su ánimo delicado e irreflexivo? Aschen-bach esperaba cotidianamente la aparición deTadrio; a veces fingía estar ocupado al divisar-le y dejaba que pasase ante él, aparentementeinobservado; pero otras, veces levantaba la vis-ta y sus miradas se encontraban. Ambos per-manecían en tal caso profundamente serios. Enel digno rostro del hombre maduro nada indi-

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caba la conmoción interior; pero en los ojosde Tadrio brillaba una curiosidad, una interro-gación pensativa; su paso vacilaba; bajaba lavista, volvía a alzarla graciosamente, y cuandoya estaba lejos, algo en su actitud indicaba quesólo la urbanidad le impedía volverse.

Sin embargo, una tarde las cosas ocurrieronde otra manera. Los hermanos polacos y su ins-titutriz no estaban en el comedor, y Aschenbachlo había observado con pena. Después de cenar,muy inquieto por tal ausencia, salió del hotel apasear por cerca de la terraza, cuando de pron-to, a la luz de los. faroles, vio aparecer a lascuatro hermanas con su atavío monjil, a la ins-titutriz y a Tadrio, éste unos pasos detrás. Sinduda, volvían del desembarcadero, y habíansequedado a cenar, por algún motivo, en la ciu-dad. En el mar hacía fresco; Tadrio llevabauna casaca de marinero, con botones dorados,y su gorra correspondiente. El sol y el aire ma-rino no habían tostado su tez, que conservabasu amarillo marmóreo de siempre, pero enaquel instante parecía más pálido que de or-dinario, quizás a consecuencia del fresco, opor el resplandor de los faroles. Sus cejas, ar-mónicas, aparecían delineadas más escuetamen-te, y sus ojos eran muy oscuros. Era aquellode una indecible belleza, y Aschenbach sintióel dolor, tantas veces experimentado, de quela palabra fuera capaz sólo de ensalzar la be-lleza sensible, pero no de reproducirla. Comono esperaba la amable aparición, como le sor-prendió descuidado, no tuvo tiempo de com-poner tranquila y dignamente la expresión desu rostro. De esta manera, cuando su miradatropezó con la del muchacho, debieron de ex-presarse abiertamente en ella la alegría, la sor-presa, la admiración. En aquel instante fuecuando Tadrio le sonrió. Le sonrió expresiva,confiada y acogedoramente, con labios que se

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abrían lentamente a la alegría. Era la sonrisade Narciso al inclinarse sobre el agua; aquellasonrisa profunda, encantada, deleitable, queacompaña a los brazos que se tienden al reflejode la propia belleza; una sonrisa ligeramentecontraída por el beso imposible de su sombraincitante, curiosa y ligeramente atormentada,transformada y transformadora.

Aquella sonrisa fue recibida como un obse-quio fatal. Aschenbach se conmovió tan profun-damente, que se vio obligado a huir de la luz dela terraza, del jardín, y buscar apresuradamenteel refugio de la oscuridad de la parte posteriordel parque. Allí fue donde se le escaparonamonestaciones, singularmente indignadas ytiernas al mismo tiempo: « ¡No debes sonreírasí! ¡No se debe sonreír así a nadie! » Se arro-jó en un banco, y fuera de sí, aspiró el aromanocturno de las plantas.

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V

Durante la cuarta semana en Venecia, As-chenbach hizo algunas observaciones desagra-dables relacionadas con el mundo exterior. Pri-meramente le pareció notar que, a medida queavanzaba la estación, la concurrencia parecíamás bien disminuir que aumentar en el hotel.Advirtió especialmente que el alemán iba es-caseando, hasta el punto de que llegó un mo-mento en que en la mesa y en la playa su oídopercibía sólo sonidos extraños. Un día, en lapeluquería adonde iba a menudo, atrapó unafrase que le dejó preocupado. El peluquero ha-bló de una familia alemana que se había ido,tras corta permanencia, y añadió, en tono ligeroe insinuante: «Usted se quedará, caballero; ustedno tiene miedo al mal.» Aschenbach le miróreplicando: «¿Qué quiere usted decir con eso?»El hablador enmudeció fingiendo distracción ypasó por alto la pregunta. Luego, cuandoAschenbach insistió más decididamente, declaróque no sabía nada, y, evidentemente des-concertado, procuró desviar la conversación.

Eso sucedía hacia el mediodía. Después, decomer, Aschenbach se fue por mar a Venecia, apesar de la calma y del calor, acosado por lamanía de perseguir a los hermanos polacos, a

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quienes había visto tomar el camino del em-barcadero con su institutriz. No encontró a suídolo en San Marcos. Pero, estando sentado auna de las. mesitas instaladas en la parte som-breada de la playa, ante su taza de té, advirtióde pronto en el aire un aroma peculiar. Le pa-reció que aquel aroma venía envolviéndolo to-dos los días, sin él haberse dado cuenta; unolor dulzón, oficial, que hacía pensar en pla-gas y pestes y en una sospechosa limpieza. Loexaminó y reconoció poniéndose pensativo; y,terminando su colación, abandonó la plaza porel lado frontal del templo. Al penetrar en lascalles estrechas, el olor se hizo aún más agudo.En las esquinas se veían pegados bandos dealarma, en los cuales se advertía a la poblaciónque debía privarse de ostras y mariscos, asícomo del agua de canales, a consecuencia deciertos desarreglos gástricos que el calor hacíamuy frecuentes. El carácter de tales admonicio-nes era patente. En los puentes y plazas habíasilenciosos grupos de gente del pueblo mientrasel forastero se paraba junto a ellos inquisitivoy caviloso.

Al pasar junto a una tienda donde se ven-dían collares de coral y alhajas de amatistasfalsas, Aschenbach pidió explicaciones al due-ño, que se encontraba de pie en la puerta, acer-ca del fatal olor. El hombre le miró seriamentey adoptó inmediatamente un tono de forzadaalegría. « ¡Es simplemente una medida de pre-visión! », respondió accionando con viveza.«Una disposición de la Policía, que debemosaplaudir. El calor aprieta; el siroco no es bue-no para la salud. En una palabra, ya compren-de usted..., una medida acaso exagerada.» As-chenbach dio las gracias y siguió. También enel vapor que le llevó a Lido la última vez per-cibió el olor del desinfectante.

-Ya de regreso en el hotel, se dirigió en se-

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guida a la mesita de los periódicos, que habíaen el vestíbulo, y les pasó revista. En los ex-tranjeros no encontró nada. Los diarios, localescontenían rumores, aducían cifras poco claras,reproducían negativas oficiales y dudaban desu exactitud. Así se explicaba, pues, la desapa-rición del elemento alemán y austríaco. Lossubditos de las demás naciones no sabían nada,sin duda; no sospechaban nada; aún no habíanpodido intranquilizarse. «¡Hay que callar!»,pensó Aschenbach, excitado, volviendo a dejarlos periódicos sobre la mesa. « ¡Hay que guar-dar silencio! » Y al mismo tiempo, su corazónse s.intió satisfecho de la posible aventura enque el mundo exterior iba a entrar. Pero la pa-sión, como el delito, no se encuentra a sus an-chas en medio del orden y el bienestar cotidia-no; todo aflojamiento de los resortes de la dis-ciplina, toda confusión y trastorno le son pro-picios, porque le dan la esperanza de obtenerventajas de ellos. Así, Aschenbach sentía unasatisfacción oscura ante los fingimientos delas autoridades de Venecia, ante el secreto in-confesable de la ciudad, que se fundía con elsuyo propio y que tanto le importaba no se di-vulgase. Y eso, porque lo único que le preocu-paba era que Tadrio pudiera marcharse. No sinespanto había comprendido ya que no sabríacómo vivir si tal hecho aconteciera.

Los domingos, los polacos nunca iban a laplaya; adivinó que iban a oír misa en San Mar-cos; fue allá él también, y entrando desde laplaza ardiente en la penumbra dorada del tem-plo, halló al muchacho oyendo misa arrodilla-do en un reclinatorio. Se quedó en pie, atrás,sobre el mosaico, en medio de las gentes humil-des arrodilladas que murmuraban plegarias yse santiguaban. La pompa armoniosa del templooriental posaba espléndida sobre sus sentidos.Ante el altar se movía, rezaba y cantaba

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el sacerdote; flotaba el incienso, envolviendoen su niebla las débiles luces, y al olor del humodel sacrificio, parecía mezclarse subrepticia-mente otro olor, el de la ciudad enferma. Entreel incienso y el brillo de las luces, Aschenbachveía al muchacho, que lo miraba.

Cuando, poco después, la multitud salía porlas amplias puertas a la plaza resplandeciente,llena de palomas, Aschenbach se quedó en elpórtico, escondido, al acecho. Desde allí vio quelos polacos salían de la iglesia, que las mucha-chas se despedían ceremoniosamente de su ma-dre, y que ésta se dirigía a casa por la Piazzeta;esperó que el muchacho, las monjiles hermanasy la institutriz tomaran la derecha, pasando porla puerta de la torre del reloj, y, penetrandoen la Mercería, dejó que le tomasen alguna de-lantera; luego los siguió disimuladamente ensu paseo por Venecia. Tenía que pararse cuan-do se detenían; tenía que guarecerse en un por-tal o en un patio cuando ellos daban de prontola vuelta, para dejarlos pasar. Los perdía, losbuscaba, cansado y acalorado, por puentes ysucios callejones, y soportaba minutos de an-gustia mortal cuando, de pronto, aparecían enalgún pasaje estrecho donde no había modo deapartarse. Sin embargo, no puede decirse quesufriese.

Una vez Tadrio y los suyos tomaron unagóndola, deseosos de pasear, y Aschenbach, quemientras subían a ella se había mantenido ocultodetrás de la columna de una fuente, hizo lopropio cuando había arrancado ya su góndola.Hablaba ansioso y con voz sofocada para pediral marinero, ofreciéndole una buena propina,que siguiese incesantemente, a cierta distancia,aquella góndola que doblaba la esquina, y seavergonzaba cuando el hombre, con picarescaconformidad, le aseguraba que le servía a con-ciencia.

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La embarcación se deslizaba, pues, rápida-mente, balanceándose en el agua. Mientras As-chenbach permanecía recostado en los blandosalmohadones negros, siguiendo empujado porsu apasionado sentimiento a la otra embarca-ción negra, con su pico afilado. A veces la per-día de vista, y entonces se sentía poseído de in-quietud y dolor. Pero su conductor, que debíade estar habituado a tales menesteres, acertabasiempre por medio de astutas maniobras, ro-deos y requiebros.

El aire se mostraba en calma, y el sol que-maba a través de las nubes tenues, coloreadas,que lo envolvían. El agua golpeaba sordamen-te sobre la madera y la piedra de los canales.Los gritos del gondolero, avisos y saludos a me-dias, eran respondidos desde lejos, en el silen-cio del laberinto, por medio de extrañas señalesentre ellos convenidas.

En los muros altos de los pequeños jardinescolgaban masas de flores blancas y purpúreas.Olía a almendras. Las escaleras de mármol deuna iglesia descendían hasta mojarse en elagua; un mendigo, de pie en uno de los pelda-ños, presentaba su sombrero exponiendo su mi-seria, y mostraba el blanco de los ojos como siestuviera ciego; un vendedor de antigüedades,ante su tenducho, invitaba a los que pasaban,con gestos humildes, a entrar, con la esperanzade poder engañarlos. Así era Venecia, la bellainsinuante y sospechosa; ciudad encantada deun lado, y trampa para los extranjeros de otro,en cuyo aire pestilente brilló un día, como pom-pa y molicie, el arte, y que a los músicos pres-taba sones que adormecían y enervaban. Elaventurero creía que sus ojos recogían todoaquel esplendor, que sus oídos estaban envuel-tos en aquellas melodías; recordaba tambiénque la ciudad estaba enferma y que se tratabade ocultar tal circunstancia por codicia. Así

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avanzaba con ansia desenfrenada hacia la gón-dola que marchaba ante él.

No faltaban momentos en que se detenía yreflexionaba confusamente. « ¡Por qué caminosme extravío! », pensaba entonces con espanto.¡Por qué caminos! Como todo hombre a quiensus méritos innatos, han infundido algún inte-rés aristocrático por su ascendencia, se habíahabituado a recordar en todos los actos de suvida la historia de sus antepasados, a asegurarseen espíritu su consentimiento, su aquiescencia,su aprecio. También por entonces, enredado enuna aventura así, perdido en tan exóticosextravíos del sentimiento, recordaba la severi-dad y la varonil apostura de sus ascendientes ysonreía melancólico. ¿Qué dirían? Pero, quédirían al juzgar toda su vida, una vida tan di-ferente a la de ellos, hasta haber caído en la de-generación; al juzgar una vida dedicada al arte,de la cual él mismo, en sus. años juveniles, sehabía burlado, influido por el espíritu burguésde sus antepasados, y que había sido tan seme-jante a la de ellos en el fondo! También él ha-bía hecho su servicio de guerra, también él ha-bía sido soldado y guerrero como muchos deellos, pues el arte era una guerra, un esfuerzoagotador, para el cual los hombres de hoy yano tienen resistencia. Una valla de contencióny dominio de sí mismo, una vida recia, constantey sobria, que él había elaborado en sus obrascomo la forma sensible del heroísmo moderno.Podía llamarse varonil a esa vida, podía califi-carla de valiente, y hasta le parecía que el Erosque se había adueñado de él, era también encierta forma adecuado y favorable a una vidacomo la suya. ¿No había gozado de alto presti-gio en los pueblos más valientes? ¿No se decíaque había brillado por su valor en las ciudades?Numerosos héroes guerreros de la Antigüedad

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habían llevado su yugo, pues no había humilla-ción alguna en obedecer los caprichos del diosdel amor, y acciones que si se hubiesen hechopor otros medios hubieran sido censuradascomo obra de cobardía —arrodillarse, jurar,suplicar tenazmente, someterse como escla-vos— no sólo no redundaban en desdoro delamante, sino que por ellas merecían grandesalabanzas.Así pensaba en la confusión de su espíritu; deeste modo trataba de justificarse, de mantenersu dignidad. Pero, al mismo tiempo, suatención permanecía siempre fija, avizorandolo que ocurría en el interior de Venecia, enaquella aventura del mundo exterior, que armo-nizaba oscuramente con la de su corazón y quealimentaban su pasión con vagas y anormalesesperanzas. Para saber algo nuevo y seguroacerca del estado y de los progresos del mal,revisaba, en los cafés de la ciudad, los periódi-cos locales, que habían desaparecido desde ha-cía varios días de la mesa del hall del hotel. Enellos alternaban afirmaciones y rectificaciones.Por un lado se decía que el número de defun-ciones ascendía a veinte, a cuarenta, a ciento,incluso a más; pero por otro lado, si no se ne-gaba en redondo la existencia de la peste, se lalimitaba a casos aislados. Y, diseminadas aquíy allá, aparecían advertencias amonestadoras,protestas contra el peligro, ruegos de las auto-ridades. No había manera de adquirir una cer-tidumbre. Sin embargo, el solitario creía tenercierto derecho para compartir el secreto, encon-trando una satisfacción extraña en dirigir pre-guntas a quienes estaban enterados y obligandoa mentir descaradamente a quienes debían guar-dar el secreto. Un día, durante el desayuno, in-terrogó al encargado, al hombrecillo aquel queandaba suavemente con su levita de corte fran-

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ces, saludando y vigilando el servicio y que sehabía parado ante Aschenbach para decirle al-gunas frases afables.

—¿Por qué —preguntó el huésped en tono.desenfadado—, por qué desinfectan Veneciadesde hace algún tiempo?

—Se trata —respondió el empleado— deuna medida de la policía encaminada a preve-nir debidamente todas las alteraciones de lasalud pública que podría originar este tiempobochornoso.

—Me parece acertada la conducta de la Po-licía —asintió Aschenbach.

Después de haber hecho algunas observacio-nes meteorológicas pertinentes al caso, el en-cargado se despidió.

Aquel mismo día, después de cenar, apare-cieron en el jardín del hotel unos músicos ca-llejeros de la misma ciudad. Eran dos hombresy dos mujeres, y se habían situado alrededordel poste de hierro de uno de los focos, con losrostros iluminados por la luz blanca, vueltoshacia la gran terraza donde los huéspedes delhotel tomaban café y refrescos y escuchabanlas manifestaciones de este arte popular. El per-sonal del hotel —botones, camareros y emplea-dos— escuchaba también a las puertas del ves-tíbulo. La familia rusa, siempre anhelante dediversión, había hecho que bajasen unas sillasde mimbre al jardín, para estar más cerca delos ejecutantes, y se había sentado en semicírcu-lo. Detrás de los caballeros estaba en pie lavieja esclava, con una manteleta que le cubríala cabeza, en forma de turbante.

Los instrumentos que manejaban los mú-sicos mendigos eran una mandolina, una guita-rra, un acordeón y un violín. Alternaban núme-ros instrumentales con números de canto; enestos últimos la muchacha más joven, con una

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voz chillona y estridente, cantaba dúos amoro-sos, sentimentales, con el tenor de voz dulzona,de falsete. Pero el director, que ejecutaba elverdadero número de fuerza, era indudable-mente el otro personaje, el que tocaba la gui-tarra y cantaba al mismo tiempo. Era una es-pecie de barítono bufo que apenas tenía voz,pero que poseía una mímica altamente expre-siva y una extraordinaria fuerza cómica. A ve-ces, se apartaba del grupo, con su guitarra bajoel brazo, avanzaba accionando hacia la terraza,donde sus ocurrencias más o menos picarescasproducían sonora hilaridad. Los rusos semostraban notablemente admirados de seme-jante vivacidad meridional; sus aplausos y gritosde aprobación estimulaban al actor para quese produjera cada vez con más osadía y se-guridad. Aschenbach, sentado ante la balaus-trada, se humedecía de cuando en cuando loslabios con un refresco de soda y granadina quebrillaba, con color rubí, a través del vaso. Susnervios acogían ansiosos los lánguidos tonos,las melodías sentimentales y vulgares, pues lapasión paraliza el sentido crítico y recibe condelicia todo aquello que en un estado de sere-nidad se soportaría con disgusto. Sus facciones,excitadas por las farsas del histrión, se habíancontraído en una sonrisa fija y ya dolorosa. Es-taba indolentemente sentado, prestando unamáxima atención a la figura de Tadrio, quiense encontraba apoyado sobre el antepecho depiedra, a unos pasos de él.

Llevaba puesto el traje blanco con el que aveces se vestía para bajar a la cena, con su gra-cia infalible, con los pies cruzados, mirando alos músicos con una expresión que no era casisonrisa, sino lejana curiosidad, atención cor-tés puramente. A veces se erguía y, ensanchan-do el pecho con un gracioso movimiento de am-

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bos brazos, se bajaba la blanca blusa por de-bajo del cinturón de cuero. Otras veces, Aschen-bach le notaba una expresión de triunfo, unestremecimiento de cierto espanto, vacilante ytímido; o también, apresurado y súbito, comosi se tratase de una sorpresa, volvía a veces lacabeza y miraba por encima del hombro izquier-do hacia el sitio de Aschenbach. En el fondo dela terraza estaban sentadas las mujeres queatendían a Tadrio. Algunas veces, en la playa,en el vestíbulo del hotel y en la plaza de SanMarcos, había creído notar que llamaban a Ta-drio cuando le veían próximo a él, que tratabande mantenerlo a distancia, hecho que encerrabauna ofensa monstruosa que torturaba suorgullo de una manera desconocida.

Entretanto, el guitarrista había empezado acantar un solo y se acompañaba él mismo. Setrataba de una canción callejera muy popularpor entonces en toda Italia; en su estribillo en-traban todas, las voces y todos los instrumentosdel conjunto. El actor recitaba con gran fuerzaplástica y dramática. Delgado de cuerpo, flacoy escuálido también de rostro, se habíacolocado a alguna distancia de los suyos, conel gastado sombrero de fieltro sobre la nuca,dejando al descubierto un mechón de cabellosrojos. Su actitud era de cinismo y bravata.Acompañándose con su guitarra, iba arrojandoa la terraza, en un expresivo recitado melódico,sus chistes, mientras su esfuerzo hacía que sele hinchasen las venas de la frente. No parecíaser de casta veneciana, sino más bien del tipode los cómicos napolitanos, rufián ycomediante a medias, brutal y cínico, peligrosoy divertido. La canción, de letra estúpida,adquiría en su boca, gracias a sus muecas, asus gestos, a su manera de guiñar el ojo expre-sivamente, al movimiento de su lengua en las

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comisuras de la boca, un sentido equívoco, va-gamente indecoroso. De aquel cuello deportivo,que llevaba para completar su traje corriente,surgía, gruesa y puntiaguda, su nuez. Su cara,pálida, de nariz achatada, en cuyos rasgos eradifícil descifrar su edad, aparecía surcada dearrugas, de huellas de vicios, y excesos. Armo-nizaban de un modo muy extraño las contrac-ciones de su movida boca y las dos arrugas ter-sas, dominadoras, casi brutales, que se le ahon-daban entre sus cejas. Pero lo que realmentehacía que la atención del solitario se concen-trase en él, consistía en que la equívoca figuraparecía comportar también una atmósfera equí-voca. Cada vez que, al comenzar de nuevo elestribillo, emprendía el cantante una grotescamarcha en derredor, y llegaba a pasar muy cer-ca de Aschenbach, emanaba de él una oleadade aquel olor sospechoso que envolvía a laciudad.

Cuando terminó el canto, procedió a hacersu colecta. Comenzó por los rusos, que le die-ron sus monedas con agrado, y luego subió laescalinata. Todo el cinismo que había mostradoal recitar, trocábase ya en humildad. Haciendoprofundas reverencias, iba deslizándose porentre las mesas con una sonrisa de picarescasumisión que ponía al desnudo sus fuertes dien-tes, mientras las dos arrugas se ahondaban ame-nazadoras entre sus cejas. Las gentes contem-plaban su aspecto exótico y pintoresco con cu-riosidad y cierto matiz de repugnancia; arroja-ban en el sombrero que les presentaba las mo-nedas con la punta de los dedos, cuidando muybien de no tocarlo. La anulación de la distanciamaterial entre el comediante y la correcta con-currencia, a pesar del placer que les había cau-sado, les producía cierta perplejidad. Él adver-tía el malestar y trataba de disculparse empe-

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queñeciéndose al máximo. Llegó donde estabaAschenbach y con él el olor que no parecía pre-ocupar a la concurrencia.

— ¡Oiga! —dijo el solitario a media voz ycasi maquinalmente—. ¿Por qué desinfectanVenecia?

El cómico respondió, con voz un poco ron-ca:

—Por la Policía. Está indicado por el calory el siroco. Ya ve usted cómo oprime el siro-co... No es bueno para la salud.

Hablaba aparentando asombro de que pu-diera alguien preguntar semejante cosa, y conla mano indicaba gráficamente cómo oprimíael siroco.

—¿De manera que no hay ninguna epidemiaen Venecia? —preguntó Aschenbach con vozcasi imperceptible, hablando entre dientes. Losmusculosos rasgos del histrión se contrajeronexpresando un asombro que tenía mucho de có-mico.

—¿Una epidemia? ¿Qué epidemia va a ha-ber? ¿Es epidemia el siroco? ¿Acaso es una epi-demia nuestra Policía? ¡Usted bromea! ¡Unaepidemia! ¡No diga usted eso! Sólo se tratade una medida de previsión policial. ¿Entiendeusted? Una disposición en vista del tiempobochornoso.

Y acabó en una serie de gestos.—Está bien —dijo Aschenbach rápidamente

y en voz baja, depositando en el sombrerouna moneda desproporcionada para el caso.

Luego hizo al hombre señas de que podíairse. Pero, antes de llegar a la escalera, se arro-jaron sobre él dos empleados, y con sus rostrosmuy cerca del suyo lo sometieron en voz bajaa un interrogatorio. Él s.e encogía de hombros,hacía afirmaciones, juraba que había sido dis-creto, se reía.

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Cuando lo dejaron ir, tras una cortadeliberación con los suyos, cantó bajo elfoco del jardín una canción de gracias ydespedida.

Era una canción que el solitario norecordaba haber oído nunca; unacanción popular de dialectoincomprensible, que terminaba en unjocundo estribillo que coreaba apulmón lleno toda la comparsa. En elestribillo no había palabras, y losinstrumentos callaban; no quedaba másque una risa rítmicamente ordenada no sesabe cómo, pero que parecía espontánea,a la que el solista, con su gran talentocómico, infundía especialmente unavivacidad extremada. Una vezrestablecida la debida distancia, elpersonaje había recobrado su cinismo, ylas carcajadas rítmicas, que lanzaba des-vergonzadamente a la terraza, sonaban aburla. Ya al final de la parte articulada,parecía luchar con un incontenible deseode reír. Su voz se entrecortaba, vacilaba,oprimía la boca con la mano, movíaviolentamente los hombros, y en elmomento de recomenzar el estribillo, surisa irrumpía, saltaba, estallaba conímpetu irresistible, con tal verdad, que sehacía contagiosa, comunicándose alauditorio de modo que toda la terraza seveía envuelta en un regocijo sin motivo,que sólo se alimentaba de sí mismo.Pero tal hecho, a su vez duplicaba lajocundidad del cantante. Doblaba lasrodillas, se golpeaba los muslos, sepalpaba las caderas, parecía estar a puntode desmayarse; ya no reía; gritaba,aullaba. Señalaba con el dedo haciaarriba, como indicando que nada habíatan cómico como la riente sociedad en laterraza y, al final, todos reían acarcajadas, los botones y los criados,asomados a las puertas.

Aschenbach no permanecía yaindolentemente en su silla; se habíaerguido, como en ademán de defensa ode fuga. Pero las risas y el olor dehospital que hasta él llegaba se compli-

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caban creándole una atmósfera de pesadilla queimplacablemente envolvía su cabeza y sus sen-tidos. En medio de la agitación y abandono ge-nerales, se atrevió a mirar a Tadrio, y notó que,respondiendo a su mirada, el muchacho conser-vaba igualmente su seriedad, como si su con-ducta y la expresión de su fisonomía siguiesena las de Aschenbach, y como si toda aquellaanimación que le rodeaba nada pudiese sobreél, puesto que el solitario permanecía indife-rente. Aquella docilidad infantil tenía algo tanpoderoso, tan conmovedor, que Aschenbachtuvo que hacer un esfuerzo extraordinario parano esconder la cara entre las manos. Tambiénle había parecido que Tadrio se erguía, a veces,a causa de alguna opresión del pecho, que seresolvía en un suspiro. «Es enfermizo; proba-blemente, no llegará a viejo», pensaba con aque-lla frialdad que, en ocasiones, hace que la em-briaguez y la exaltación se emancipen de unmodo singular. Su corazón se llenaba entoncesde pura compasión y de un sentimiento de sa-tisfacción malsana.

Mientras tanto, los venecianos habían ter-minado y desfilaban. La concurrencia los des-pedía con aplausos. El director no quiso mar-charse sin adornar la salida con algunas gra-cias. Comenzó a hacer reverencias y a tirar be-sos con las manos en forma que excitaba la hi-laridad de los espectadores, lo cual hacía queél acentuase más y más lo grotesco de sus mo-vimientos y gesticulaciones. Cuando sus com-pañeros estaban ya fuera, hizo como si, al salirretrocediendo, tropezara en el poste de uno delos focos. Al lastimarse así, corrió hacia lapuerta, haciendo contorsiones de dolor. Una vezen la puerta, arrojó su máscara de bufón, seirguió elásticamente, sacó cínicamente la len-gua a la concurrencia y se sumió en la oscu-ridad.

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Las gentes fueron dispersándose poco apoco. Tadrio había desaparecido de la balaus-trada, pero el solitario se quedó aún largo rato,provocando la irritación de los camareros, sen-tado a su mesa, ante lo que le quedaba de re-fresco de granadina. La noche avanzaba, fluíael tiempo. En casa de sus padres, hacía muchosaños, había un reloj de arena... De pronto vioante sus ojos, como con gran claridad, el frá-gil aparato. La arena roja y fina corría incesan-temente por el pico de cristal, corría, monótonay silenciosamente, eternamente...

Al día siguiente, por la tarde, hizo un nuevoesfuerzo para investigar los acontecimientos delmundo exterior, y esta vez con todo el éxitoposible. En la plaza de San Marcos entró en unaagencia inglesa de viajes, y después de cambiaralguna moneda, dirigió al empleado que le habíaservido, adoptando un aspecto de forastero,desconfiado, la pregunta fatal. El empleadoera un inglés auténtico, correctamente vestido,joven aún, con el cabello partido por la mitad,y emanaba de él esa firme lealtad que resultatan exótica, tan maravillosa en el Mediodía,donde abunda la expresión ambigua. Comenzócon la eterna canción: «No hay ningún motivode alarma, señor. Una medida sin importanciaseria. Disposiciones de esa naturaleza se tomana menudo para prevenir los posibles daños delcalor y del siroco...»

Pero, al levantar los ojos, se encontró conla mirada del forastero, una mirada cansada yun tanto triste, que con una ligera expresiónde desprecio se posaba en él. El inglés enroje-ció: «Ésta es, al menos —siguió a media voz ycon cierta vivacidad—, la explicación oficial,con la que aquí todos se conforman. Sin embar-go, creo que hay algo más detrás de esto.» Lue-go, en su lenguaje honrado y preciso, contó loque realmente ocurría.

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Hacía ya varios años que el cólera indio ve-nía mostrando una tendencia cada vez más acen-tuada a extenderse. Nacida en los cálidos pan-tanos del Delta del Ganges, y llevada por el soplomefítico de aquellas selvas e islas vírgenes, deuna fertilidad inútil, evitadas por los hombres,en cuyas espesuras de bambú acecha el tigre, lapeste se había asentado de un modopermanente, causando estragos inauditos entodo el Indostán; después, había corrido porel Oriente, hasta la China, y por Occidente hastaAfganistán y Persia. Siguiendo la ruta de lascaravanas, había llevado sus horrores hastaAstracán y hasta el mismo Moscú. Y mientrasEuropa temblaba, temerosa de que el espectroentrase desde allá por la tierra, la peste, nave-gando en barcos sirios, había aparecido casi almismo tiempo en varios puertos del Mediterrá-neo; había mostrado su lívida faz en Tolón, Pa-lermo y Nápoles; había producido varias víc-timas, y estallaba con toda su intensidad enCalabria y Apulia. El norte de la península habíaquedado inmune. Pero, a mediados de mayo,habían descubierto en Venecia, en un mismodía, los terribles síntomas del mal en los cadá-veres ennegrecidos, descompuestos, de un ma-rinero y de una verdulera. Éstos casos se man-tuvieron en secreto. Pero poco después se ha-bían presentado diez, veinte, treinta casos másen diversos barrios de la ciudad. Un hombre deuna villa austríaca, que había ido a pasar unosdías en Venecia, había muerto en su tierra, alvolver, mostrando síntomas indudables. De estemodo habían llegado a la Prensa alemana lasprimeras noticias de la peste. Las autoridadesde Venecia respondían que nunca había sidomás favorable el estado sanitario de la ciudad,y tomaban las medidas más necesarias paracombatir el mal. Pero podían estar infectadoslos alimentos; las legumbres, la carne, la leche.

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La peste, negada y escondida, seguía haciendoestragos en las callejuelas angostas, mientrasel prematuro calor del verano, que calentabalas aguas de los canales, favorecía extraordi-nariamente su propagación.

Hasta se hubiera dicho que la peste habíarecibido nuevo alimento, duplicado la tenaci-dad y fecundidad de sus bacilos. Los casos decuración eran raros. De cien atacados, ochentamorían del modo más horrible; pues el mal apa-recía con extraordinaria violencia, presentán-dose casi siempre en la más terrible de sus for-mas: la seca. El cuerpo no podía siquiera ex-pulsar las grandes cantidades de agua que sa-lían de los vasos sanguíneos. A las pocas horas,el enfermo moría ahogado por su propia san-gre, convertida en una sustancia pastosa comopez, en medio de espantosas convulsiones yroncos lamentos. Podía considerarse feliz aquelen quien, como sucedía a veces, el ataque, des-pués de un malestar ligero, se le producía enforma de un desmayo profundo, del que yanunca, o rara vez, despertaba. Desde principiosde junio, se habían ido llenando silenciosamentelas barracas aisladas del hospital civil. En losdos hospicios empezaba a faltar sitio, y habíaun movimiento inmediato hacia San Mi-chele, la isla del cementerio. Sin embargo, eltemor a los perjuicios que sufriría la ciudad,las consideraciones a la Exposición de cuadrosque acababa de inaugurarse, a los jardines pú-blicos y a las. grandes pérdidas que el pánicopodía producir en hoteles, comercios y en todoslos que vivían del turismo, pudieron más en laciudad que el amor a la verdad y el respeto alos convenios internacionales. Las autoridadessiguieron, pues, tercamente su política de si-lencio y negación. El funcionario sanitario su-perior en Venecia, una persona honrada, habíadimitido lleno de indignación, siendo remplaza-

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do inmediatamente por otra persona menos es-crupulosa y más flexible.

El pueblo sabía todo esto, y la corrupciónde los de arriba, junto con la inseguridad rei-nante y el estado de agitación e inquietud enque sumía a la ciudad la inminencia de la muer-te, habían engendrado cierta desmoralizaciónentre las gentes humildes; los instintos oscu-ros y antisociales se habían sentido animados,de tal manera, que podía observarse un desor-den y una criminalidad crecientes. Por las no-ches circulaban, contra la costumbre, muchosborrachos; se decía que a altas horas noctur-nas las calles no ofrecían seguridad; se habíanpresentado casos de atracos y hasta graves de-litos de sangre. En dos. ocasiones se había com-probado que personas aparentemente fallecidasa consecuencia de la peste, habían sido, en rea-lidad, víctimas del veneno de sus deudos, mien-tras la lujuria profesional tomaba formas des-vergonzadas y degeneradas, que allí no se ha-bían visto, y que sólo podían encontrarse enel sur del país o en Oriente.

La deducción que de todas estas cosas sacóel inglés, fue decisiva.

—Haría usted bien en marcharse, mejor hoyque mañana. Pues antes de muy pocos días noshabrán acordonado.

—Muchísimas gracias —respondió Aschen-bach, y salió.

La plaza yacía bajo el bochorno de un díanublado. Los forasteros, seguramente ignoran-tes de los hechos, estaban sentados en las te-rrazas de los cafés, o andaban por delante dela iglesia, toda cubierta de palomas, mirandocómo los. pájaros, batiendo sus alas y empuján-dose unos a otros, se precipitaban sobre losgranos de maíz que se les mostraba en la pal-ma de la mano. El solitario paseaba de aquípara allá en el magnífico patio, en una excita-

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ción febril, gozoso de poseer ya la verdad, conun sabor de repugnancia en la lengua y un fan-tástico estremecimiento en el corazón. Pensabaen algún acto depurador y honrado. Por la no-che, después de cenar, podía acercarse a la se-ñora ataviada de costosas perlas y hablarle deun modo que él literalmente imaginaba: «Per-mítame usted, señora, que un extranjero la sir-va con un consejo, una advertencia que la co-dicia niega. Váyase usted inmediatamente conTadrio y con sus hijas; Venecia está apesta-da.» Luego podría pasar la mano, en señal dedespedida, sobre la cabeza del instrumento deuna deidad maligna, apartarse y huir de aquelpantano.

Pero, al propio tiempo, sentía que no queríaen realidad dar en serio un paso semejante. Esole traería la calma, le volvería a sí mismo; peroel que está fuera de sí, nada aborrece tantocomo volver a su propio ser. Recordaba un edi-ficio blanco, adornado con inscripciones orien-tales, en cuyo misterio se habían perdido losojos de su espíritu. Recordaba luego aquella fi-gura viajera que había evocado en él, hombremaduro, sentimientos juveniles de nostalgiapor lo lejano y lo exótico, y la idea del retornoal hogar, a la calma, la sobriedad, el esfuerzoy la maestría le repugnaban de tal modo, quesu rostro se contraía en un dolor físico: «¡Espreciso callar! », murmuró con energía; y lue-go: « ¡Callaré! » La conciencia de su complici-dad le embriagaba como embriagan a un cere-bro enfermo unas cuantas gotas de vino. Elcuadro de la ciudad enferma y desmoralizada,que se presentaba a su imaginación, encendíaen él esperanzas confusas que traspasaban loslinderos de la razón y eran de una infinita dul-zura. ¿Qué valía la apacible dicha con que ha-bía soñado comparada con la esperanza? ¿Quévalían el arte y la virtud ante la presencia del

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caos? Siguió en silencio, y se fue.Aquella noche tuvo un sueño terrible, si

puede llamarse sueño a un acontecimiento psi-cofísico, ocurrido, es cierto, en pleno sueño y encompleta independencia, pero que se había de-sarrollado propiamente en su alma; los aconte-cimientos que pasaban ante él, y que venían defuera, quebrantaban su resistencia, una resis-tencia profunda y espiritual; violentamenteaseladores penetraban en su alma, para dejararrasada su existencia y toda la cultura de suvida.

Inicióse con miedo. Miedo y placer y una cu-riosidad estremecida por lo que iba a venir.Reinaba la noche, y los sentidos de Aschenbachestaban en acecho, pues desde lejosacercabase un confuso estrépito formado pormil ruidos entremezclados, y dominados por ladulzura de los sonidos de una flautaprofundamente excitante, que producía unasensación de enervamiento y despertaba en lasentrañas un incontenible ardor. Se oía tambiénun grito estridente que acababa en una uprolongada. De pronto, al solitario se leocurrió una palabra oscura, pero quedesignaba lo que venía. ¡El dios desconocido!Súbitamente el lugar se iluminó con un fuegohumeante, y apareció un paisaje de montañaanálogo al de su quinta de verano. Y en la luzvacilante y temblorosa, desde la cumbrepoblada de árboles, descendía en furiosotorbellino el torrente de hombres y animales,gritando ferozmente. La ladera del monte seinundaba de cuerpos y de llamas, y ardía untumulto ensordecedor y una danza frenética.Mujeres que caminaban con trajes de pielesalargadas, con las cabezas echadas hacia atrás,tocaban panderetas, blandían antorchas encen-didas o puñales desnudos, se ceñían serpientes ala cintura...

Unos hombres con cuernos en la frente, con

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pieles al hombro, alzaban brazos y piernas, ha-cían sonar bandejas de metal y golpeaban fu-riosamente sobre tambores, mientras unos ni-ños desnudos, con varas floridas, pinchaban amachos cabríos, a cuyos cuernos se agarraban,dejando que los arrastrasen en sus saltos en-tre gritos estridentes.

Y la turba, enloquecida, lanzaba un grito desuaves sonidos que terminaba en una u prolon-gada, un grito dulce y estridente al mismo tiem-po. Sonaba prolongado y retorciéndose en elaire como si brotara de un cuerno, y un coro demúltiples voces lo repetía; el grito incitaba abailar y a echar al aire piernas y brazos, a nocallar nunca. Mas todo ello resultaba penetradoy dominado por el sonido profundo y sugestivode la flauta. ¿No lo llevaba también a él, quetrataba de resistir la tentación, a la fiesta y aljúbilo enloquecido del sacrificio extremo? Erangrandes su repugnancia y su temor, era sincerasu voluntad de amparar hasta el último extremolo suyo contra lo extraño, contra el enemigo delespíritu digno y sereno. Pero el estrépito, elgriterío ululante, multiplicado por los ecossonoros de la montaña, aumentaba sin cesar, lodominaba todo, trocándose en una locuraarrebatadora.

Despertó de la pesadilla enervado, deshe-cho y sin fuerza ya para resistir al espíritu ten-tador. Ya no temía las miradas indagadoras delas gentes. Por lo demás, todos huían, se iban;había numerosas casetas vacías; en las mesasdel comedor quedaban muchos sitios libres yera raro encontrarse con un forastero en la ciu-dad. Sin embargo, la dama ataviada de ricasperlas permanecía con los suyos, a pesar de quela verdad parecía haberse impuesto ya, y deque el pánico cundía, sin que lograsen conte-nerlos todos los esfuerzos de los interesados.Fuese porque los rumores que circulaban no

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llegaban hasta ella, o por ser demasiado orgu-llosa para ceder a tales rumores, lo cierto esque ni ella ni Tadrio ni los suyos se iban. As-chenbach, en su obsesión, imaginaba a vecesque la huida y la muerte podrían hacer desapa-recer toda la vida en derredor y dejarlo a éldueño de la isla; cuando, por las mañanas, ala orilla del mar, su mirada trágica, perdida,descansaba obsesionada; cuando, a la caída dela tarde, le seguía infamemente por callejuelasdonde la muerte repugnante escogía en secretoa sus víctimas, todo lo monstruoso le parecíaposible y toda moralidad le parecía abolida.

Hundido en un sillón de la peluquería, con-sideraba tristemente su cara en el espejo.

—Canas —murmuraba con gesto amargo.—Algunas —respondía el peluquero—. Eso

proviene de un pequeño descuido, de una indi-ferencia por lo exterior, que en personas nota-bles es comprensible, pero que no puede ala-barse, tanto más cuanto que tales personas de-berían estar libres de prejuicios en lo relativoa las diferencias, entre lo natural y lo artificial.Si la severidad moral con que ciertas personasmiran las artes cosméticas fuese lógica y se ex-tendiese hasta sus dientes, producirían repug-nancia. En último término, sólo tenemos laedad que aparenta nuestro espíritu y nuestrocorazón y a veces el pelo gris es menos verdadque la corrección, tan censurada sin embargo.En el caso de usted, señor mío, uno tiene dere-cho al color natural de su pelo. ¿Me permiteusted que le devuelva, sencillamente, lo que essuyo?

—¿Y cómo lo haría? —respondió Aschen-bach.

El interpelado, sin más preámbulos, lavóentonces el pelo del huésped con dos clases deagua, una clara y otra oscura, y lo dejó negrocomo en su juventud. Lo peino, luego dió un

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paso atrás y se quedó contemplando su obra.—Ahora sólo me falta refrescar un poco la

piel de la cara.Y como si no pudiera terminar nunca, como

si nada le pareciera suficiente, con una activi-dad cada vez más agitada, pasó de una tarea aotra. Aschenbach, cómodamente arrellanado,incapaz de resistencia, excitado más bien ylleno de esperanza ante lo que le acontecía, veíaen el espejo que sus cejas se enarcaban máspronunciadas y más uniformes, que sus ojosse le alargaban aumentando su brillo en virtudde unos ligeros toques de pintura en el párpa-do inferior; veía que hacia abajo, allí donde lapiel había tomado un tinte sombrío de cuero,aparecía un carmín delicado; sus pálidos labiosse coloreaban como fresas, mientras los surcosde las mejillas y la boca, las arrugas de los ojos,desaparecían bajo la crema. Su corazón pal-pitaba estremecido, viendo aparecer ante susojos aquella renovada juventud. El peluquerose dio al fin por satisfecho, y, como es costum-bre entre esa gente, dio las gracias a su parro-quiano con humilde cortesía. «¿Ve usted quéfácil ha resultado? —dijo dando los últimos to-ques al tocado de Aschenbach—. Ahora puede elseñor enamorarse sin reparo.» Aschenbach sa-lió ebrio de felicidad, confuso y temeroso. Sucorbata era de color encarnado, y su anchosombrero llevaba una cinta de profusos colo-res.

Soplaba viento cálido, de tormenta. Llovíarara vez y en escasa cantidad, pero el aire erahúmedo, pesado y lleno de olores putrefactos.El viento silbaba, azotaba, rugía. Aschenbach,febril, bajo su pintura, llegaba a creer que an-daban por el espacio espíritus maléficos delviento, aves de mal agüero que venían del mar,que revolvían en su comida y la llenaban de ex-crementos. Porque con el bochorno se le había

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ido el apetito, y tenía la impresión de que losalimentos estaban envenenados con sustanciascontagiosas.

Una tarde, Aschenbach se había hundido enel laberinto de callejuelas de la ciudad enferma.Su estado febril le hacía caminar desorientado.Las callejas, los canales, fuentes y plazuelasdel laberinto se parecían demasiado unas aotras. Por eso procuraba no despistarse y seveía obligado a esconderse de un modo lamen-table, oprimiéndose contra un muro, buscandoprotección tras algún transeúnte que le prece-día, perdida ya la conciencia del cansancio yagotamiento en que habían sumido a su espí-ritu y su cuerpo su excitación sentimental y laperpetua ansiedad en que vivía.

Tadrio iba detrás de los suyos; en sitios es-trechos solía dejar paso a la institutriz y a sushermanas, y caminando solo, volvía de cuandoen cuando la cabeza para asegurarse con unamirada de sus singulares, ojos de ensueño deque Aschenbach los seguía. Veíalo y no lo de-nunciaba. Los polacos habían atravesado unpuente ligeramente combado; la altura del arcolos escondía a los ojos de su perseguidor, detal manera que cuando éste llegó arriba, elloshabían desaparecido. Los buscó vanamente entres direcciones, caminó adelante y a amboslados del muelle angosto y sucio. El cansancioy el desfallecimiento lo obligaron a suspendersus pesquisas.

Su cabeza ardía, su cuerpo estaba cubiertode una transpiración pegajosa, le temblaban laspiernas, le atormentaba una sed insaciable, yse puso a buscar un refrigerio momentáneo. Enuna frutería compró fresas maduras del todo, yfue comiéndolas mientras caminaba. Un lugaratractivo y pintoresco se presentó de prontoante sus ojos; se dio cuenta de que había es-tado allí unas semanas antes, el día que conci-

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bió su fracasado propósito de viaje. En mediode la plazoleta había un pozo. Allí se sentó, enlas escalerillas de piedra. Lugar de silencio,donde crecía la hierba entre las junturas delpavimento. Entre las casas viejas, de alturasirregulares, que rodeaban la plazuela, habíauna con pretensiones de palacio, con ventanasde arco en relieve y balcones, tras los cualesmoraba el vacío. En la planta baja de otra delas casas había una botica. Ráfagas de aire cá-lido traían olor a desinfectantes.

Allí se encontraba sentado el maestro, el ar-tista famoso, el autor de Un miserable, que enuna forma clásica y pura renegara de toda bo-hemia y todo extravío; el que se alejó de loirregular, condenando todo placer maldito; elque supo alzarse sobre tan elevado pedestal, y,superando su saber y su ironía, gozó de la con-fianza de las masas. Allí estaba el escritor degloria oficial, cuyo nombre había sido ennoble-cido, y cuyo estilo servía para formar a los ni-ños en las escuelas. Sus párpados se habíancerrado. Sólo de vez en cuando brillaba un mo-mento, burlona y avergonzada, una mirada,para ocultarse en seguida, y sus labios yertos,brillantes a fuerza de cosméticos, modulabanen palabras la extraña lógica del ensueño quesu cerebro casi adormecido producía.

Porque la belleza, Fedón, nótalo bien, sólola belleza es al mismo tiempo divina y percep-tible. Por eso es el camino de lo sensible, el ca-mino que lleva al artista hacia el espíritu. Pero¿crees tú, amado mío, que podrá alcanzar al-guna vez sabiduría y verdadera dignidad huma-na aquel para quien el camino que lleva al es-píritu pasa por los sentidos? ¿O crees más bien(abandono la decisión a tu criterio) que éste esun camino peligroso, un camino de pecado y

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perdición, que necesariamente lleva alextravío? Porque has de saber que nosotros, lospoetas, no podemos andar el camino de labelleza sin que Eros nos acompañe y nos sirvade guía; y que si podemos ser héroes ydisciplinados guerreros a nuestro modo, nosparecemos, sin embargo, a las mujeres, puesnuestro ensalzamiento es la pasión, y nuestrasansias han de ser de amor. Tal es nuestra gloriay tal es nuestra vergüenza. ¿Comprendes ahoracómo nosotros, los poetas, no podemos ser nisabios ni dignos? ¿Comprendes quenecesariamente hemos de extraviarnos, quehemos de ser necesariamente concupiscentes yaventureros de los sentidos? La maestría denuestro estilo es falsa, fingida e insensata;nuestra gloria y estimación, pura farsa;altamente ridícula, la confianza que el ^pueblonos otorga. Empresa desatinada y condenable esquerer educar por el arte al pueblo y a lajuventud. ¿Pues cómo habría de servir paraeducar a alguien aquel en quien alienta de unmodo innato una tendencia natural eincorregible hacia el abismo? Cierto es que qui-siéramos negarlo y adquirir una actitud de dig-nidad; pero, como quiera que procedamos, eseabismo nos atrae. Así, por ejemplo, renegamosdel conocimiento libertador, pues el conoci-miento, Fedón, carece de severidad y discipli-na; es sabio, comprensivo, perdona, no tieneforma ni decoro posibles, simpatiza con el abis-mo; es ya el mismo abismo. Lo rechazamos,pues, con decisión, y en adelante nuestros es-fuerzos se dirigen tan sólo a la belleza; es decir,a la sencillez, a la grandeza y a la nueva disci-plina, a la nueva inocencia y a la forma; peroinocencia y forma, Fedón, conduce a la embria-guez y al deseo, dirigen quizás al espíritu noblehacia el espantoso delito del sentimiento quecondena como infame su propia severidad esté-tica; lo llevan al abismo, ellos también, lo lle-

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van al abismo. Y nosotros, los poetas, caemosal abismo porque no podemos emprender elvuelo hacia arriba rectamente, sólo podemosextraviarnos. Ahora me voy, Fedón; quédate túaquí, y sólo cuando ya hayas dejado de verme,vete también tú.

Algunos días después, Gustavo von Aschen-bach, que se sentía mal, salió del hotel por lamañana más tarde de lo acostumbrado. Teníaque luchar con vértigos, sólo a medias corpo-rales, acompañados de cierto terror violento,de cierto sentimiento de encontrarse sin saliday sin esperanza, y que no sabía claramente sise referían al mundo exterior o a su propiaexistencia. En el vestíbulo vio una gran canti-dad de equipaje dispuesto para el transporte.Preguntó a un portero quiénes eran los viajerosy le respondieron que era la familia polaca porquien él se interesaba. Oyó la noticia, sin quelos desfallecidos rasgos de su rostro se contra-jesen, con aquella ligera inclinación de cabezacon que uno se entera distraídamente de algoque no le interesa, y preguntó: «¿Cuándo?» Lerespondieron: «Después de comer.» Dio lasgracias y se fue hacia el mar.

La playa presentaba un aspecto desagrada-ble. Sobre la ancha y plana superficie de aguaque separaba la playa del primer banco de are-na, se rizaban estremecidas y tenues olas quecorrían de delante hacia atrás. Otoño y deca-dencia parecían abrumar al balneario días an-tes animado por tanta profusión de colores, yen aquel instante ya casi abandonado, tanto queni siquiera la arena estaba limpia. Un aparatofotográfico, cuyo dueño no apareció por ningúnsitio, descansaba junto al mar sobre su trípode,y el paño negro que habían echado sobre él flo-taba al viento.

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Tadrio, junto con los tres o cuatro compa-ñeros de juego que le habían quedado, corríaa la derecha de su caseta; luego se puso a des-cansar en su silla de tijera, a mitad de caminoentre el mar y la hilera de casetas, con una man-ta sobre las piernas. Aschenbach lo contempla-ba por última vez. El juego, que no estaba yavigilado, pues las mujeres debían de andar ocu-padas con el equipaje, era más violento que decostumbre. Aquel chico robusto, con traje demarinero y cabello negro y liso a fuerza de po-mada, a quien llamaban Saschu, excitado y ce-gado por un puñado de arena que le habían ti-rado a la cara, se dirigió hacia Tadrio y comen-zó una lucha que pronto terminó con la caídadel polaco, que era el más débil. Después, comosi en el instante de la despedida ese sentimien-to de humillación que suele poseer el inferiorse trocase en cruel brutalidad y quisiera tomarvenganza de una larga esclavitud, el vencedorno dejó libre al vencido, sino que, apoyandosobre la espalda de éste sus rodillas, le oprimióla cara tan largo rato contra la arena, que Ta-drio, a quien la caída había dejado ya casi sinaliento, parecía a punto de ahogarse. Sus in-tentos de desembarazarse de su opresor erancontracciones, que cesaban a ratos y sólo so-brevenían como una convulsión. Espantado, As-chenbach se disponía a intervenir en el instan-te en que el brutal Saschu soltó a su víctima.Tadrio, muy pálido, se incorporó a medias, yapoyándose en un brazo estuvo unos minutosinmóvil, el cabello en desorden y los ojos hú-medos. Luego se levantó para alejarse lenta-mente. Sus compañeros lo llamaron alegremen-te al principio, luego temerosos y suplicantes.El moreno, que sin duda sintió en seguida elremordimiento de su falta, le alcanzó y quisoreconciliarse con él. Pero aquél lo rechazó conun movimiento de hombros. Tadrio se dirigió

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en diagonal hacia el mar. Iba descalzo y vestíasu traje listado con una cinta roja.

Deteniéndose al borde del agua, con la ca-beza baja, empezó a dibujar en la arena húme-da con la punta del pie; luego entró en el agua,que en su mayor profundidad no le llegaba ni ala rodilla, la atravesó dudando, descuidadamen-te, y dejó el banco de arena. Allí se detuvo unmomento, con el rostro vuelto hacia la anchuradel mar, luego empezó a caminar lentamente,por la larga y angosta lengua de tierra, hacia laizquierda. Separado de la tierra por el agua,separado de los compañeros por un movimientode altanería, su figura se deslizaba aislada ysolitaria, con el cabello flotante, allá por elmar, a través del viento, hacia la neblina infi-nita. Otra vez se detuvo para contemplar elmar. De pronto, como si lo impulsara un recuer-do, bruscamente, hizo girar el busto y miróhacia la orilla por encima del hombro. El con-templador estaba allí, sentado en el mismo si-tio donde por primera vez la mirada de aque-llos ojos de ensueño se había cruzado con lasuya. Su cabeza, apoyada en el respaldo de lasilla, seguía ansiosamente los movimientos delcaminante. En un instante dado se levantó paraencontrar la mirada, pero cayó de bruces, demodo que sus ojos tenían que mirar de abajoarriba, mientras su rostro tomaba la expresióncansada, dulcemente desfallecida, de un ador-mecimiento profundo. Sin embargo, le parecíaque, desde lejos, el pálido y amable mancebo lesonreía y le saludaba.

Pasaron unos minutos antes de que acudie-ran en su auxilio; había caído a un lado de susilla. Le llevaron a su habitación, y aquel mismodía, el mundo, respetuosamente estremecido,recibió la noticia de su muerte.

FIN