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Los Cuadernos de Cine LA MUERTE DE UN ACTOR Genoveva Dieterich p arafraseando un lacónico apunte de los «Notebooks» de Fitzgerald -«Ac- tors, the clue to much» (Actores, la clave de mucho}- podría decirse que la muerte de un actor es clave de muchas cosas. Y viene todo ésto a cuento de William Rolden y su muerte perrectamente americana y cinematográ- fica: ene «Sunset Boulevard» y «The Great Gatsby». Nada ha ftado en ella para entrar di- rectamente en la esfera mítica: la soledad, el dra- matismo, el misterio, la ejemplaridad. Una sida teatral de escoite consecuencia. «Si esta gente no viviera unas vidas intensas y bastante desordenadas, si sus emociones no les acuciaran t intensamente -no serian capaces de cazar es- tas emociones vuelo e imprimirlas en unos po- cos metros de celuloide...», escribió certeramente Chandler. ¿Una cuestió n pues de vida intensa y desorde- nada, de emociones acuciantes y a flor de piel? Sin duda, pero también de algo más: el contacto con el aire enrarecido e incandescente del Arte. 30

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Los Cuadernos de Cine

LA MUERTE

DE UN ACTOR

Genoveva Dieterich

parafraseando un lacónico apunte de los «Notebooks» de Fitzgerald -«Ac­tors, the clue to much» (Actores, la clave de mucho}- podría decirse que la

muerte de un actor es clave de muchas cosas. Y viene todo ésto a cuento de William Rolden y su muerte perrectamente americana y cinematográ­fica: entre «Sunset Boulevard» y «The Great Gatsby». Nada ha faltado en ella para entrar di­rectamente en la esfera mítica: la soledad, el dra­matismo, el misterio, la ejemplaridad. Una salida teatral de escalofriante consecuencia. «Si esta gente no viviera unas vidas intensas y bastante desordenadas, si sus emociones no les acuciaran tan intensamente -no serian capaces de cazar es­tas emociones al vuelo e imprimirlas en unos po­cos metros de celuloide ... », escribió certeramente Chandler.

¿Una cuestión pues de vida intensa y desorde­nada, de emociones acuciantes y a flor de piel? Sin duda, pero también de algo más: el contacto con el aire enrarecido e incandescente del Arte.

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¿Un lenguaje excesivo para hablar de un «simple» actor? Quizá, pero recuérdese la imagen blanco y negro del guionista Joe Gillis flotando boca abajo en la piscina de «Sunset Boulevard», recuérdese el torso vulnerable del forastero desnudado por las harpías en «Picnic» y luego imagínese la figura del actor inmóvil en su propia sangre -como sugieren las páginas informativas- y se comprenderá que sólo el lenguaje poético podría contener la explo­siva coherencia de esa cadena de imágenes.

Holden -como Bogart- llegó relativamente tarde al «estrellato», al cabo de años de lucha, en los que forjó una personalidad moral, que en un momento privilegiado y fugaz traspasó todos los obstáculos y brilló como lo que era: Arte, en es­tado puro. La «revelación» tuvo dos fases, pri­mero «Sunset Boulevard» (1950), luego «Picnic» (1955). Corrían los hipócritas y represivos años 50. Hollywood evitaba recordar su espléndidopasado de astros afirmativos, conscientes de su«belleza» y de su «sex-appeal» hasta el punto

de poder ironizar sobre ellos. En los años 50 nadiese reía olímpicamente de sí mismo como lo hicie­ron Gable, Flynn o Cooper, Lombard, Dietrich o

Davis en los años 30. Nadie se atrevía tampoco aexhibir a cuerpo gentil · su «belleza» -MarilynMonroe tenía que adoptar la máscara alienante de

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la estupidez y Montgomery Clift tenía que ofrecer una fachada de debilidad neurótica. La belleza inteligente y madura -la que habían representado Gable o Garbo en su cenit- se reprimía sistemáti­camente, mientras se fomentaba la belleza que­bradiza e insegura de adolescentes desorientados. La belleza masculina, a saber por qué oscuros motivos y resortes, era especialmente evitada. La «hombría» la representaban los astros que enveje­cían con la mayor dignidad posible e imposible, los Cooper, Flynn, Gable, Wayne, Bogart, etc. y los jóvenes inmaduros desde Clift a Dean. Entre­medias no había nada: nadie que representara con empaque el trecho de vida entre los 30 y los 45 años. Nadie, excepto William Holden.

Él fue en realidad quien mantuvo viva la tradi­ción del «galán» de los años 30, modificado de acuerdo con los tiempos que corrían, post-exis­tencialistas, pre-rockeros, de guerra de Corea y Guerra Fría difuminada. Fue Holden el que creó el puente entre los «héroes» del cine de los años 30, más seguros y más físicos que los huidizos e inestables personajes del cine negro de los años 40, y los «héroes» más cotidianos y bastante físi­cos de los años 60-70, desde Newman a Redford. Marlon Erando emergía por aquel entonces de la cuadra de los adolescentes desorientados y quién sabe qué incidencia tuvo en su tozuda evolución la imagen abierta e inconscientemente sexual de un actor como Holden, 6 ó 7 años mayor que él. En todo caso el famoso torso masculino de «Un tran­vía llamado deseo» ( 1951) por extraña y paradó­jica lógica estaba en deuda con el no menos fa­moso torso masculino de «Picnic» ( 1955), aunque la película de Kazan fuera anterior a la de Joshua Logan.

Pero es lógico: antes que la una y la otra estaba «Sunset Boulevard» ( 1950). Estaba la confirma­ción de Rolden como el primer representante de lo que los americanos llaman tan acertada como descamadamente el «he-man» o «the stud» y que no es más que la variación degradada, típica de los años 50, del galán de antaño. Pero también estaba la confirmación subrepticia y «malgré tout» de una virilidad cálida e instintivamente inteligente, ni demasiado joven, ni demasiado madura, tanto tiempo desterrada de la pantalla. «Sunset Boule­vard» sobrecoge porque en esa terrible historia de corrupción y destrucción las capacidades huma­nas, esencialmente masculinas del actor William Rolden, que se imponían al espectador por su simple presencia fisica, son aniquiladas por su «rol», su papel del hombre-objeto en manos de la deshumanizada Norma Desmond, la Harpía. Billy Wilder quiso dirigir el personaje del guionista Gi­llis como un «cínico» y un «oportunista», pero resultó más bien un hombre débil. De inexplicable debilidad, por cierto, pues la presencia de Holden en ningún momento hacía plausible la inevitable corrupción y destrucción de su personaje. Sin em-

William Ha/den.

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bargo, era coherente con el retorcido código «mo­ral» de los años 50 que un tipo guapo, tranquila­mente guapo como Rolden, no triu-nfara más que bajo la máscara negativa del «gigolo» cínico y débil.

Es curioso que este ensañamiento se reprodu­jera una y otra vez en la carrera del actor. Unos pocos años después de «Sunset Boulevard» Billy Wilder, que pasa por ser el autor de la consagra-

ción de Rolden, no resistió la tentación de volver a intentar destruir, esta vez en clave cómica, su integridad luminosa. Puede que no haya galán más maltratado en la historia del cine que el personaje del hermano guapo, frívolo y tonto que tuvo que interpretar Rolden en «Sabrina» (1954). Algún te­rror subconsciente debía provocarle al director la presencia «de una pieza» del actor. Claro que no es éste el único ejemplo de este fenómeno, por lo demás bastante abundante -hasta el mismísimo Clark Gable tuvo que defenderse de los fantasmas freudianos que obsesionaban a sus directores-, pero es un ejemplo clásico. Algo había en Rolden -¿su «sex appeal» ?- que asustaba a sus coetáneosmasculinos y que aún hoy se refleja en los revela­dores adjetivos que adornan las recientes necroló­gicas del actor. Abundan demasiados términosmedios y minimizadores como para ser inocentes:«imagen familiar», «presencia tranquila, a menudoalgo gris», «sex symbol madurito», «sonrienteduro», «imagen tradicional», etc.

Nada de todo eso, como vino a demostrar «Pic­nic». ¿Qué tenía de «familiar», de gris, de tradi­cional o de tontamente risueño el forastero del drama provincial de William Inge? Nada, eviden-

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temente. Joshua Logan en «Picnic», David Lean en «El puente sobre el río Kwai» y en menor medida Sam Peckinpah en «Grupo Salvaje» permitieron a Rolden dar algo de su dimensión «heróica», algo de su calibre cinematográfico, precisamente todo lo contrario de gris y duro. Con cierta sordina, quizá, pues los tiempos en que Hollywood exhibía gloriosamente la belleza de sus estrellas habían pasado, Rolden se convirtió por una vez en el espléndido «sex symbol» que en realidad era. No por casualidad «Picnic» pasó en su día por ser el colmo del peligro erótico. Con cierta razón, pues la mezcla de belleza, fuerza, carácter y heterodo­xia que conjuraba Rolden a contracorriente de su papel (no se olvide que se le presentaba como un «vagabundo» y un «fracasado») era explosiva. ¿Acaso algún espectador podía ser tan ciego para no ver que aquel tipo estaba lleno de posibilida­des, recursos y reservas? El mismo guión y el mismo director tenían que admitirlo y después de intentar contraponer el «establishment» seguro y sólido de la provincia al peligroso cosmopolitismo de «ningún sitio» del forastero, acababan por su­cumbir a la dinámica del tema. La chica, Kim Novak -por cierto, también camuflada de tonta­tenía por necesidad que elegir a ese forastero, aparentemente (pero sólo aparentemente ... ) inútil y fracasado. Puede que fuera este final tan poco ortodoxo y tan poco edificante el que en su día hiciera condenable el film. En todo caso hoy se sostiene gracias precisamente a ese desafío final.

Con el tiempo, Paul Newman en mayor medida que Marlon Brando, cuyo camino iba por otros derroteros más laberínticos, recogió este perso-

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naje de pocas palabras, pero de vitalidad contraviento y marea que Holden encarnó en un mo­mento crucial de su carrera: contra el Sistema y elCódigo. Puede que Holden no lo sostuviera conti­nuadamente (tampoco lo ha podido sostenerNewman, ni cualquier otro, ni siquiera Redford),pero no le abandonó ya en sus siguientes trabajos.En «El puente sobre el río Kwai» volvió a brillarsu presencia física extraordinaria, entre ingenua­mente animal e inteligentemente hedonista. El fí­sico correoso y tenaz de Alee Guinness parecíamenos perecedero que el de Holden, porque eramás intelectual y férreo, menos «bello» y directoque el del americano. En «Network», una de susúltimas películas, aún transmitía su peso humanoy emocional al espectador, aunque no lograra im-

ponerse al disipado director Sidney Lumet, ni a suegocéntrica «star» Faye Dunaway.

La muerte en solitario del forastero de «Picnic»,el dramatismo del charco de sangre, la sombra delalcohol no desorientan ni sorprenden al que hayaseguido -unas veces más de cerca, otras desde lalejanía más brumosa- el itinerario de un personajeen denodada y consciente lucha contra el moldeque trataban de imponerle y que amenazaba desin­tegrarle. Desde el «gigolo» hasta el «stud», pa­sando por el guapo-tonto, Rolden no dejó detrasmitir sll luminosa humanidad y su instintivainteligencia de hombre y artista, contra los es­quemas hipócritas, represivos y en fin de cuentasantipoéticos del sistema. Su muerte, tanamericana, es la que encuentran siempre �los «nice guys»; no sólo en los «wes- ..,tero».

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