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La muerte de Emilio Becher

Por Miguel Domingo Aragón (*)

¿Quién se va a acordar ahora de Emilio Becher, si cuando era célebre lo conocían muy pocos? Fue célebre en las dos primeras décadas del siglo y lo fue entre sus colegas escritores, y entre algunos lectores refinados que reconocían su prosa en el diario aunque no fuera firmada.

En realidad no firmó casi nunca y los versos que había firmado le dolían en el recuerdo con remordimiento de pecados. Era un prosista eximio y fragmentario, un periodista innato, que realizaba un trabajo muy fino pero no pasaba de cierta medida, la medida del impulso con que se aborda un tema de una sentada. Un gran prosista es aquel que puede decir cualquier cosa con la mayor sencillez. Eso hacía Emilio Becher. La prosa le

salía con naturalidad, sin esfuerzo, como si no hubiera otra forma de decir eso mismo y con cierta cadencia apenas perceptible que es como el tono de la voz, el particular énfasis de cada uno, cuando se lee en voz alta.

Había nacido en Buenos Aires en 1882, precisemos que el 7 de mayo para los que quieran saber que pertenecía a la constelación del Toro. Pasó su infancia y adolescencia en Rosario, hasta recibirse de bachiller. Mientras hacía sus estudios secundarios conoció a Emilio Ortiz Grognet, otro prosista brillante, que sería su amigo íntimo de toda la vida y corresponsal durante varios años; a Atilio Chiappori, gran cuentista, quien lo evocó, después de muerto, en sus "Recuerdos de la Vida Literaria y Artística", y a Manuel Gálvez, quien le dedicó, apareado a Ortiz Grognet ("los dos Emilios"), un capítulo de sus "Recuerdos de la Vida Literaria". De vueltaa Buenos Aires, se colocó en diversos diarios y revistas. Firmaba Javier Sandoz o Atalaya. Al fin recaló en "La Nación", donde su seudónimo fue, cuando lo usaba, Stylo. El artículo de mayor valor, "El Diálogo de las Sombras", un dechado de crítica literaria, iba a ir sin firma pues él no se hallaba conforme con lo que había escrito. Fue Ricardo Rojas quien, sin consultarlo, puso su nombre en las pruebas de imprenta.

"Perfecto prosista", según Gálvez, ¿por qué nunca estaba satisfecho con su obra? Por afán perfeccionista, justamente. Nunca creía haber dicho todo lo debido; siempre pensaba que lo mismo se podría decir mejor. Además ¿qué no se ha había dicho ya? Era

hombre de ingentes lecturas, que hacía con igual facilidad en francés, en inglés y en italiano. Su erudición, desde muy joven, le dio una gran autoridad. Aunque no era sólo su saber de literatura o exóticas disciplinas del espíritu la explicación de su ascendiente sobre sus contemporáneos y hombres muy cultos y mayores que él: era también su aspecto reconcentrado y suave; su rostro noble, de nariz avanzada, ojos serenos, pelo rubio obscuro, mejillas encendidas, prematura papada. La circunspección, el aseo, la sobriedad de sus ademanes imponían respeto en cuantos lo trataban. Fue célibe y melancólico, con preocupaciones espiritualistas a las que no podía ser ajeno su entusiasmo por Renán pero que en él se orientaron hacia el teosofismo. En sus últimos años derivó hacia el catolicismo y la dipsomanía. Dejó de escribir. Nada más perfecto

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que el silencio. No tenía muchas ganas de vivir. Hasta sus lecturas, en el archivo del diario, le producían un interés muy pasajero.

A fines de 1920 fue atacado por un agudo edema de pulmón y atendido con urgencia en el hotel Apolo, frente a "La Nación". Allí fue a verlo su amigo, el poeta francés y bohemio incurable Carlos de Soussens. No se lo permitieron, naturalmente, pero él tomó la negativa como una alusión personal y se ofendió. Becher le envió una carta para disculparse, escrita en fluidos pareados franceses. Los he copiado; pero, pensando que alguno de mis lectores podría tener algo obsoleto el francés de colegio, los he puestoen castellano:

A Carlos de Soussens, señor de buena raza: Una puerta ha de estar bien abierta o cerrada;no te asombre, entonces, de haber visto al Apolo—espectáculo extraño, divertido a su modo- que en vez de dar a todos el techo y la comidase hace campo vedado y morada prohibida, pues uno a veces ve —y queda pensativo- incluso en el alcázar menos triste y sombrío, donde fue recibido hospitalariamente, el rastrillo bajado y recogido el puente. La culpa es de los médicos.

La culpa es de los médicos. Los dos facultativos,que profesan principios de igual pitagorismo,me han prohibido el abuso y uso de la palabra y debo practicar, como otrora en el aula,la soledad altiva y el austero silencio.Eso es lo que debió decirte don Florencio.

Baldado, extenuado, aplastado, deshecho, digo: ya no anda nada; y digo: ya estoy hecho.¿Soy un muerto? Quizás. ¿Un vivo? Puede ser.(Un trapense que ha sido granadero hasta ayer).Mas debo obedecer, aun sin valer ni cero haciendo mío el recio decir del Romancero:"yo soy mi propio juez; yo soy mi propio alcalde".Pues bien, Carlos, estoy recluido, estoy grave, aventura trivial y caso no muy raro que descalabra al noble lo mismo que al villanomas de la que el paciente saca un humor del diablopor la mala postura en que está encadenado, ya que por naturales que sean estos trances no son menos molestos ni menos lamentables;se siente uno privado de esas cosas tan buenasque ayudan al espíritu a vencer lo tristeza. Ya no se puede hablar, ya no se puede andar y si uno se levanta es para madrugar. Sé prudente, nos dicen, y hay que obedecer, no se puede fumar, no se puede beber.

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No vengas. Estoy solo, peor que Robinson, más triste que Timón y más tosco que Orgón.Soy el inencontrable en residencia hermética—oasis circundado por desierto de arena-mas creo que los dioses querrán ser alabados . _y he de volver al grato mundo de los humanos.Marcaremos la fecha con una piedra blanca,y ése será el claro día de tu venganza.

De allí fue llevado a un sanatorio, donde apenas recibía visitas. Se mejoró poco a poco y hasta se dispuso a volver a su trabajo. Pero un infarto acabó con él el 25 de febrero de 1921, hoy hace sesenta años.

(*) Pseudónimo de Roque Raúl Aragón.

(Publicado en La Nueva Provincia, de Bahía Blanca, el 25 de febrero de 1981)

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