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FERNANDO M. OTERO

La Sonanta

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Título: La Sonanta© Noviembre 2006, F. M. Otero © De esta edición: enero 2007, Punto de Lectura, S.L.Torrelaguna, 60. 28043 Madrid (España) www.puntodelectura.com

ISBN: 84-663-6872-8Depósito legal: B-50.650-2006Impreso en España – Printed in Spain

Diseño de portada: Soledad Pérez-CotaposFotografía de portada: © Daniel Arsenault / Getty ImagesDiseño de colección: Punto de Lectura

Impreso por Litografía Rosés, S.A.

Todos los derechos reservados. Esta publicaciónno puede ser reproducida, ni en todo ni en parte,ni registrada en o transmitida por, un sistema derecuperación de información, en ninguna formani por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico,electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia,o cualquier otro, sin el permiso previo por escritode la editorial.

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Para el barrio de la Macarena y el pueblo de Arahal,por tan extraordinaria herencia.

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¿Qué ocurre, qué se forja, qué cristaliza en esos mi-nutos? El viejo ni lo sabe ni lo piensa, pero lo vive en susentrañas. Oye las dos respiraciones, la vieja y la nueva:confluyen como ríos, se entrelazan como serpientes ena-moradas, susurran como en la brisa dos hojas hermanas.Así lo sintió días atrás, pero ahora un ritual instintivo lohace sagrado. Acaricia sus amuletos entre el vello de supecho y recuerda, para explicarse su emoción, el olmo yaseco de la ermita: debe su único verdor a la hiedra que leabraza, pero ella a su vez sólo gracias al viejo tronco logracrecer hacia el sol.

JOSÉ LUIS SAMPEDRO, La sonrisa etrusca

Realmente somos más antiguos de lo que imagina-mos. Somos más que un yo limitado y aislado, somos másque uno mismo. Los espíritus de nuestros antepasadoscomponen también nuestro espíritu. Nuestro ser tienemás edad de la que imaginamos.

DANIEL DANCOURT, Luces y sombras del árbol genealógico

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Fueron suficientes unos segundos apreciando cómose adivinaba en su perfil el contorno de sus pechos bajola ceñida blusa para evocar las palabras de un amigo queen su momento me parecieron exageradas: «No sabes laimpotencia que se siente al tener a tu lado a la mujer queun día poseíste y no poder ni acariciarla». Con la inme-diatez con que un fogonazo de luz deslumbra los ojos,esa impotencia entumeció mi cuerpo en aquel momento.Su imagen se congeló de soslayo unos instantes junto alescenario de La Sonanta, aquella taberna flamenca quejamás olvidaré. Entonces tuve el privilegio de reconocerla familiar silueta de un cuerpo otrora prolongación delmío, y la desgraciada certeza de que ya no me pertenecíade ninguna forma. En unos segundos compuse en mimente un título para aquella desdicha: amor y pasión seconfundieron y sentí que la quería.

«Vino y amores, los más viejos los mejores», habíaleído en un lagar días antes. Así fue como recordé a Inés,un antiguo amor. Podía jurar que aquella mujer, atavia-da con su mantón y con un porte dadivoso, guardabaen apariencia algún parentesco con mi añorada pasiónsexual. Pero solo fue una apariencia efímera. Igual que

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se difuminó el olor cosmético que envuelve a las muje-res cuando pasó junto a mí con la vehemencia y deter-minación de las grandes catástrofes. Yo llevaba mi cuader-no de notas, boceto de la algún día publicable biografíade Dolores Jiménez Sánchez, la más grande cantaora deflamenco de todos los tiempos. Oculté el cuaderno a supaso contemplando su espalda mientras se alejaba. Re-cuerdo que me miró antes de perderse entre la gente.Pude apreciar una esquirla de glamour, sensualidad ysutileza femenina en su indolente caminar. Una sensa-ción que días más tarde confirmaron sus palabras y sucuriosa forma de dormitar junto a mí. Caminaba conto-neándose hacia los lados de una forma peculiar: pausaday enigmática, como haciendo esperar al mundo que laobservaba. Creo que se podía ver su caminar en su mi-rada. ¿Que cómo era su mirada? Casi inefable. Su poderpersuasivo no estaba al alcance de mis recursos litera-rios de aquel tiempo. Horas más tarde, en la habitacióndel hotel, intenté describirlo sin éxito. Como arrebatopor esa frustración expresiva, y aprovechando su lejanía,abrí mi cuaderno y escribí «pellizco»: en el flamenco esaquello que se siente y no se puede expresar con palabras.

Había oído utilizar el vocablo a muchos críticos yaficionados a la materia, y según lo que se hablaba en losmentideros sobre cante jondo el término se refería almomento artístico en el que el cantaor se muestra conmayor profundidad expresiva. Pensé que la causa de an-siar todo lo referido al arte flamenco la explicaba la re-flexión de Maslow sobre las necesidades humanas. Suformulación indicaba que una vez colmadas las necesida-des primarias, aquellas que nos igualan a los animales, el

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ser humano demanda otras exigencias para su realiza-ción. La seguridad, el afecto, la pertenencia, la estima ola autorrealización. De entre estas entendí que la perte-nencia explicaba mi acercamiento al hecho flamenco.Como por mandato divino sentía la necesidad de ser in-cluido en un arte sin ligazón a mi vida pero que golpeabami alma con la misma sugestión misteriosa que Dios re-clama a sus novicias. No encontré más argumentos quela clasificación de Maslow para explicar mi pasión poresta forma de expresión tan particular y desconocidapor el pueblo. A esta situación llegó mi espíritu despuésde años de cavilaciones sobre el porqué de mis desacerba-das inquietudes por el arte jondo. Tampoco los japonesesal ser preguntados sobre la causa de su pasión por el arteandaluz eran capaces de esgrimir argumentos. No lo sa-bían. Sonreían y contaban que simplemente les gustaba.Como también desconoce la humanidad la causa de suexistencia. Simplemente nos apasionamos sin causa apa-rente o, al menos, no hay necesidad de saber el porqué.Como tampoco había necesidad de saber por qué la mujerdel mantón paseaba su glamour o sonaba en aquel mo-mento la taranta Fuente y caudal de Paco de Lucía. Parecíaverificarse la afirmación de Hume, para quien la conductahumana no atendía a razones: por tanto nunca era razona-ble o irrazonable; atendía a pasiones: los comportamien-tos humanos eran apasionados o desapasionados.

Con esa apasionada convicción se presentó ante míla necesidad de escribir un libro sobre Dolores Jiménez.Trabajar en artículos, relatos e incluso novelas por en-cargo editorial se había convertido en una costumbreprofesional muy alejada de la concepción que tenía del

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arte literario. La extensión de los textos o la imposicióntemática de los mismos eran limitaciones que hasta en-tonces había asumido de forma estoica, pero que llegadoun momento bloquearon mi musa creativa. «La inspira-ción existe, pero tiene que encontrarte trabajando», sen-tenciaba la frase que yo completaba con un «trabajandoen lo que te apetece», claro. Con semejante desazón de-semboqué en este berenjenal biográfico. Con desazón ycon cante flamenco, por supuesto. Había resuelto recha-zar uno de esos encargos mercantiles a los que llamamosliteratura cuando dejé sonar un vinilo de desconocidaherencia familiar. Mamá nunca quiso deshacerse de esosdiscos y así lo hizo constar en el testamento, como partedel legado y con la voluntad póstuma de que yo los con-servara. Encontré aquel disco acompañando a otros quehabían permanecido guardados en cajas durante muchosaños junto a fotos y noticias sobre flamencos ajenos a laconciencia de mi infancia. Se escuchó el inconfundiblearpegiado que introduce el toque por soleá, y seguida-mente sonó una voz y se escuchó una letra. Una voz queaños más tarde de su grabación llamaron de estaño fun-dido, y una letra que hablaba de la fuerza devastadora delamor. También me hablaba de Inés: «Con la tierra echáen la cara / si yo escuchara tu nombre / yo creo que re-sucitara». No acerté a razonar cómo la poesía popularandaluza podía densificar en una métrica tan exigua unacarga lírica tan honda. Desestimé elucubrar razona-miento alguno recordando el consejo de Hume. Me ha-bía concentrado en aquella voz femenina preñada desentimiento y huérfana de tecnología. Saboreé con lu-cidez ciega las últimas gotas de mi copa de vino. Cerré

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los ojos recostándome en el sofá y recordando que esaletra era una de las soleares de Triana que grabó Dolo-res Jiménez. Esta certeza alivió mi conciencia ante unahipotética y repentina muerte en aquel sofá. Entoncessupe que debía escribir un libro sobre aquella cantaora.

Recordaba esto mientras veía a la mujer del man-tón moverse con resolución tras la barra de la tabernaflamenca. «Ojana: gracia sagaz que tienen las personaspara relacionarse con los demás». Mi descuidada cali-grafía añadía otro término al vasto léxico andaluzmientras la observaba sonreír a todos los hombres quese acodaban en la barra. Los despachaba no solo depo-sitando en la agrietada barra de madera las bebidas so-licitadas, sino con sus gestos, con su forma de actuar,con su ojana. Apoyaba los brazos en el mostrador conuna determinación de mesonera medieval, pero no ha-bía en sus gestos ni una esquirla de vulgaridad. Con elconocimiento íntimo que ahora poseo se puede afirmarque todos sus comportamientos eran medidos y preme-ditados. Quizá con la misma premeditación que los pa-dres de Dolores Jiménez, hace ya casi un siglo, trasla-daron su forma de vida de los pueblos de la campiñasevillana al barrio trianero donde nació el único des-cendiente de la familia. Allí se forjó su personalidad ar-tística, siendo los golpes en el yunque de la herrería desu padre los primeros sonidos que Dolores escuchó.Luego, entre la Cava de los Civiles, la de los Gitanos ylos cuartitos de la Alameda, Dolores fue testigo delduende artístico de grandes flamencos como AntonioChacón y Diego Bermúdez, al que la historia conoció co-mo El Tenazas. Un anciano que García Lorca y Manuel

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de Falla encontraron para su célebre Primer Concurso deCante Jondo de 1922 en Granada.

Los historiadores o biógrafos a veces se afanan enaspectos obvios de la vida de los personajes ilustres, perono hubiera cruzado Despeñaperros en el sentido contra-rio al que los flamencos lo hacen desde hace años paraganarse la vida si no fuera porque aún hay cosas que sedesconocen de ella. Existe en el ser humano un deseo deinmortalidad cuando lega a generaciones futuras valores,tradiciones, creencias e ideologías. Lo comprobamos in-cluso en actos tan nimios y vulgares como las pintadas enlas puertas de los retretes de cualquier bar o estación detren, «fulanito estuvo aquí», y una fecha bajo la frase quesatisface el confuso deseo de que esa persona anónimatenga un lugar en el tiempo. Ha ocurrido con la religióndesde el homo sapiens a través del fenómeno de la trascen-dencia con manifestaciones como el arte rupestre; ocurrecon las ambiguas teorías que circulan sobre la existenciadel linaje de Jesucristo en la actualidad y, por supuesto,ocurre en la literatura o en la música, en cómo los can-taores graban tal o cual cante apellidándolo con su nom-bre y retocando uno o medio tercio con un deseo dearribismo profesional pero sobre todo de vida póstuma,de inmortalidad. Así abordaba yo la investigación sobreDolores Jiménez, con la intención de averiguar si entrelos aún mortales quedaba algún vestigio de aquella mu-jer en el timbre genuino de otra voz o en el inconfundi-ble gesto compuesto por otro rostro.

Esa búsqueda de consecuencias humanas resultabaestéril sin contemplar el eterno dualismo de la historiadel hombre: la bondad y la maldad, ser de izquierdas o de

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derechas, vivir en el norte o en el sur, empeñarse en viviro entregarse a la muerte, un antes subyugado a un des-pués. Ningún extremo tenía sentido sin el otro. Losmezquinos actos del ser humano posibilitan la existenciade bálsamos que restañen las heridas mundanas. Lo quehoy se entiende por dialéctica no existiría si un republi-cano no tiene enfrente a un monárquico y, por supuesto,no se podría indagar sobre los gestos y la música queDolores Jiménez legó a otros semejantes si no escru-tamos con precisión quirúrgica los que ella heredó desus ancestros. No existe un futuro sin un pasado, ni unporqué es importante leer un libro sobre la vida de unaflamenca anónima para los neófitos del arte andaluz sinun porqué es importante para una vida escribir sobre otra.

En pocos segundos había pasado de escuchar lostrémolos de un taranto a notar el bullicio sempiterno dela gente. La música había cesado al tiempo que mis re-flexiones, y un estridente sonido que indicaba la retroali-mentación acústica de la megafonía también acopló lasconversaciones de la concurrencia. Todo el mundo pres-tó atención al escenario. Había un señor de espaldasajustando la altura de un micrófono. Luego se volvió ha-cia el público para regular un segundo micrófono acer-cándolo más al suelo. El señor miró hacia el mostrador ylevantó un brazo reclamando la atención de alguien.«Lucía», gritó, y la mujer del mantón se giró asintiendocon la cabeza, llenó dos vasos, ambos colmados de caza-lla —en Andalucía el aguardiente oriundo de Cazalla dela Sierra es simplemente cazalla—, y alguien los llevóhasta el pequeño escenario que se cuadraba al final, en elespacio angosto de un establecimiento más estrecho en

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el fondo que en la entrada. Cada uno de los vasos escol-taba sendas sillas de anea. El hombre del escenario re-trocedió de espaldas al público colocándose al borde dela tarima, observó durante unos segundos los elementosde aquella estampa como el pintor que otea con su pin-cel al aire la perfecta simetría de su óleo, se frotó las ma-nos con evidente aprobación dando por bueno el resul-tado de su trabajo, se bajó de un salto y el escenarioquedó en soledad a la espera de ser ocupado.

En ese instante fue cuando lo vi por primera vez.Apareció tras la cortina de un pequeño reservado. Gasta-ba una mascota antigua y de su boca colgaba un palillode madera. Me miró sin verme mientras saludaba con elbrazo a alguien detrás de mí al tiempo que se acercaba.En ese instante lo tomaron del brazo, detuvo su marcha,y entonces sí me vio. Su interlocutor me señaló y él aca-rició el palillo de su boca con los dedos saboreándolo yme escrutó durante unos segundos. Mientras me presen-taban hablándole al oído se ayudaba del paladar de esetrozo de madera para observarme, descubriendo rasgosde mi persona que no estaban al alcance de la elocuen-cia de las palabras. «Mucho gusto», me dijo. Me habíanpresentado como el escritor que investigaba sobre la vi-da de Dolores Jiménez. Al estrecharnos las manos pudeapreciar cómo las suyas se agrietaban por todas partes, eldibujo de sus dedos ya no era apreciable y el tacto de supalma era tosco, como su cara, un rostro amplio pero afi-lado. Se tocó levemente el ala del sombrero disculpandosu retirada. «Casares El Zapatero, para lo que necesite.»

Lo vi marcharse hacia el escenario de La Sonantaandando con una aureola exclusiva de los artistas. La

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misma que yo le había atribuido a Inés con los niños pe-queños. Por dondequiera que fuéramos ella era objetode observación de los niños. Se detenían, a veces se po-nían el dedo en la boca, y siempre sonreían. No huboninguna ocasión en que no le regalaran una sonrisa.Creo que tenía un aura especial visible solo para la per-cepción de la inocencia infantil. Un hálito parecido sedesprendía de la persona de Casares El Zapatero. Ayu-dante en zapaterías en su niñez, cantaor flamenco desdesu adolescencia y artista en esencia. Lo vi como alguienpeculiar, con la personalidad de los que están ausentesdel mundo porque el mundo entero se encuentra dentrode ellos. Su presencia me marcó tanto que desde enton-ces paseo por las calles, plazas o recovecos de Madrid,Sevilla, Granada o cualquier ciudad o pueblo, pesco uncigarro de la chaqueta y me detengo a observar al tende-ro, al vendedor de lotería o a la mujer de la esquina es-crutando en sus gestos o miradas algo que revele cómo laprovidencia les otorgó aptitudes para las artes inaprecia-bles ante los ojos del resto de los mortales.

Parecida impresión me causó su guitarrista. Desdemis primeras incursiones en el Madrid flamenco habíaaprendido que la guitarra de acompañamiento era soloeso, un valor añadido al verdadero protagonista: el can-te. De hecho, a muchos cantaores no les gustaban losguitarristas con excesivas dotes para el ejercicio solista.Aquel hombre cumplía perfectamente con aquella ley noescrita. Era mucho más alto que Casares y muy delgado,y no sostenía nunca una mirada a nadie. Estaba sentadoal lado del escenario tocando su guitarra con la cabezaagachada; tocaba con desgana, como quien hurga en un

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juguete sin llegar a disfrutarlo. Recuerdo que no se ha-blaron. En cuanto Casares subió al escenario él se levan-tó como impulsado por un servilismo innato, sujetó suguitarra por el mástil con una mano y los dos se senta-ron. Casares dio un leve sorbo a su vaso, el guitarrista le-vantó el suyo, miró a la barra y alguien le quitó el vaso dela mano y se lo llevó.

Había aprendido en Madrid que la alzapúa era unatécnica exclusivamente flamenca. Consistía en alzar eldedo pulgar para batir los bordones y posteriormentepulsar las cuerdas a modo de púa. Ese fue el primer datoque interpretaron mis neófitos pero ávidos oídos fla-mencos tras constatar de nuevo durante unos segundosla voluptuosa resolución de movimientos de la mujer delmantón. Llevaba un vaso medio vacío en la mano, lo le-vantó en el aire dirigiéndolo primero hacia mí, luego lobrindó al escenario, a la guitarra que aún sonaba sin eleco de la voz, y de una vez lo apuró en un gesto de virili-dad que a mí me pareció muy sensual. En ese instante elcantaor interpretaba la caída —final de un verso canta-do, según los aficionados— y el guitarrista hizo suya esaúltima frase con un rasgueo sucinto que duró una eterni-dad en sus dedos. Mientras tocaba el compás del toqueperdió su mirada el mástil de su guitarra: miraba haciala derecha, al mostrador, parecía no ser consciente de laguitarra, gesticulaba a alguien entre el público, pero si-multáneamente sus manos seguían tocando y sus piesllevaban el compás: es la subconsciencia que se oculta enel ejercicio de actos nimios, subconsciencia genética dehaber nacido para algo en concreto, algo indeleble que,por ello, jamás será olvidado.

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Casares despegaba un brazo del cuerpo, lo colocabacerca de su pecho, tenía los ojos entornados en una expre-sión en la que no cabían concesiones sentimentales: nohabía lugar a beatería en aquel rostro. Una de las manosestaba junto a una pierna, la otra continuaba al aire, con elpuño cerrado, que de vez en cuando, coincidiendo conla finalización de un tercio, se abría hacia el público,como si liberara el mensaje de aquellas letras en cadaapertura; luego cerraba la mano entornando al mismotiempo los ojos con más fuerza. El guitarrista acompaña-ba el final de cada tercio rasgueando con deliberación,con una expresión de saciedad extrema que manifestabaextendiendo el cuello hacia atrás, regalando gotas de su-dor al cuello, la cara y todas las partes de su cuerpo comoconsecuencia del calor que su piel y el ambiente de LaSonanta desprendían.

Yo no era un flamenco precoz. No existían raícesartísticas en mi familia, o al menos no se conocían. Mehabía entusiasmado por ese arte viendo tocar a los sintecho en la calle Preciados de Madrid. Luego empecé aleer, escuchar y conocer flamencos y a tocar la guitarra.Así que aquella estampa no era nueva para mí. Habíadisfrutado con la autenticidad de ese arte en muchasocasiones, había visto muchas veces los ojos entornadosde los cantaores que expresaban aún más de lo que can-taban o decían. También Casares expresaba más de loque decía aquella letra. Parecía morirse con sus ayesmientras utilizaba un lenguaje del que solo yo era desti-natario, transmitía secretos cuyas respuestas no se halla-ban en La Sonanta, ni en el público, ni en la guitarra, yque por supuesto eran ininteligibles para el resto de los

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clientes: solo yo escuchaba aquellas confidencias ocultasbajo la música. Cuando digo esto no estoy haciendo úni-camente una exaltación de los valores expresivos del arteflamenco: en realidad aquel hombre quería contarme algo.

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Las calles de Sevilla de noche tienen en común conlas de otras ciudades la futilidad con que se pronuncianlos sonidos nocturnos. Una ventana que se cierra, el so-nido de un televisor que emite ante televidentes segura-mente dormidos o el eco que producen los pasos o lasvoces de otros en calles adyacentes. Pero en aquellospasajes y callejones no había lugar a lo arbitrario o ca-sual, la premeditación se medía por siglos. No se podíajuzgar como azarosa la existencia de un barrio moriscoen pleno centro sevillano en el siglo XXI. Aunque aquelarrabal andalusí en plena ciudad católica había sobrevi-vido como un mero reclamo turístico, no podía rehusarde ningún modo la otrora presencia de turbantes y al-fanjes por sus calzadas.

No existía la misma premeditación en la ubicaciónde La Sonanta. Tras pasear por calles solitarias e inhós-pitas aparecía de casualidad, casi sin esperarlo. Se escu-chaba un leve eco que respondía al bullicio de la taberna.«La Sonanta», figuraba sobre el dintel de una tenebrosapuerta que excluiría a clientes dudosos. Yo había regre-sado por invitación expresa de Casares y en aquella se-gunda visita pude apreciar detalles que anteriormente

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pasaron inadvertidos, como ocurre al volver a ver unapelícula. Nada más entrar se apreciaba el gran corral desillas, frente al escenario, como las localidades de patiode un teatro. El mostrador estaba a un lado y la cortinatras la que había visto aparecer por primera vez a Casaresno estaba echada, dejando ver algunos detalles de aquelreservado. Los guiris ocupaban algunas sillas pero noconsumían: estaban sedientos de folklore, de flamenco,de Andalucía.

Atravesé la taberna en dirección al reservado. Alcruzar el umbral apareció tras la cortina, como custo-diando aquel lugar, el hombre que me había presentado aCasares. Me saludó sin efusión indicándome con la manoque pasara. A la derecha una arcada de escayola daba en-trada a una dependencia oculta: el rincón de los cabales.Así se refirió a aquel lugar Lucía días después, y así seexhibía con letra de imprenta sobre el semicírculo de laarcada. Sobre dos o tres mesas reposaban copas de vino ycervezas. Los ocupantes ya no eran los guiris para los quese vendía la farándula. En una de las mesas unos hombresdiscutían sobre si La metamorfosis de Kafka era merecedo-ra de ser un clásico de la literatura. Fue la primera vezque valoré el placer de la frugalidad extrema en el arte deconversar, de pasar las horas muertas disfrutando de algonegado para millones de personas que sobreviven creyén-dose en un estatus superior. Pensaba esto contrastándolocon el Madrid del metro, el tren y, en definitiva, con miurbe, la ciudad de las prisas y la impersonalidad.

Aquel arte de plática era la sabia herencia que lospueblos han traspasado con cuentagotas a algunas ciuda-des o incluso el legado decimonónico de los mentideros

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del Madrid de los Borbones. En otra mesa discutían lospartidarios del cantaor sevillano Antonio Mairena, mai-renistas, y los de Manolo Caracol, caracoleros, haciendobuena aquella sentencia de Fernando Villalón, paraquien el mundo se divide en dos, Sevilla y Cádiz. En laalternancia de sus disquisiciones siempre había uno quealzaba la voz más que los demás, con una desproporciónque mamá siempre había atribuido en exclusiva a la for-ma de conversar de los andaluces. A pesar de lo pasionaly desaforado de sus exposiciones, aquellos hombres con-versaban con delectación.

Recuerdo que Casares estaba sentado al fondo. Co-mo una sucesión de acontecimientos consecutivos micuriosidad por esta música había provocado una tras otradecisiones importantes. En principio escribir un librosobre una cantaora de flamenco desaparecida era unproyecto ideado para ser consumado como ratón de bi-blioteca, entre libros, hemerotecas y la información queaportaba la red de redes. Al tiempo que revisaba librosañejos escuchaba de fondo una guitarra, o las voces pro-fundas de aquellos cantaores de gramola. Entonces sur-gió la idea del viaje al comprender que la verdadera his-toria de Dolores Jiménez no la hallaría tan solo en loslibros, sino en el aire que ella respiró, en el testimoniode los que la conocieron y, por supuesto, en la posibili-dad de que su sangre estuviera contemplando la luz deldía en los ojos de un descendiente. Mamá me había en-señado el valor de pertenencia a la familia, el arraigo ma-nifestado en la autenticidad que emana al reconocer enlos gestos o miradas de una persona los rasgos de su pro-genitor. «No olvides nunca de dónde vienes», fue lo

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último que me dijo antes de cerrar los ojos y soltarme lamano en la cama del hospital mientras con la otra acari-ciaba el medallón que ahora siempre llevo en la cartera.Entonces yo entendí sus palabras como una última vo-luntad que me instaba a no olvidarla nunca, aunque lossucesos que abordaron mi vida en años posteriores expli-caron lo viático de su intención.

Allí me encontraba ante una decisión más: caminarhacia aquel hombre que me imponía tanto respeto paradar continuidad a los atrevimientos anteriores.

—Creo que quería hablar conmigo —me dijo conuna seriedad que no rehusaba cortesía.

Nos estrechamos las manos. Él apretó la mía confuerza y yo le correspondí con una sonrisa que supongopareció convencional o incluso hipócrita mientras asen-tía con la cabeza. Sacó su pitillera y me ofreció un ciga-rro. Lo prendí mientras miraba a los tertulianos queconversaban a nuestra derecha.

—Son aficionados. Amigos con los que se habla detodo sin llegar a contarles nada —objetó percatándosede mi observación.

Me contó que los del fondo eran aficionados a la li-teratura a los que no disgustaba el flamenco. Habíanfundado la primera tertulia flamenco-literaria que se co-nocía en el mundo. Fijaron La Sonanta como mentiderooficial de sus debates, en los que siempre declinaban re-ferirse al flamenco para centrarse en temas literarios.Justo en la mesa de al lado cuatro hombres mencionabanfechas, premios o número de cantes como argumentoscon los que defendían con fervor a sus cantaores preferi-dos. «Estos son los escandalosos», me comentó Casares

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sonriendo. Ambos foros, uno al lado del otro, asumíanpapeles contrapuestos. Los literarios movían las manosen sus exposiciones con delicadeza, con una profesiona-lidad escénica, nunca voceaban. A veces usaban el escue-to tono de voz que se utiliza en los lugares sagrados enlos que la palabra es sinónimo de sacrilegio. Justo al la-do, los aficionados al cante andaluz golpeaban la mesapara apoyar sus afirmaciones, voceaban sin miedo de serescuchados; de hecho, de vez en cuando miraban hacianuestra mesa esperando que la respetada opinión de Ca-sares se decantara por alguno de ellos.

—Discúlpelos. Tener tiempo libre para entregar-se a las artes vuelve a los hombres excesivamente pasio-nales.

En realidad no parecían avergonzarle en exceso lasconversaciones de los concurrentes. Quizá lo dijese mos-trando un nuevo acto de cortesía que continuó cuandohizo una señal a alguien que estaba detrás de mí pidiendoque trajeran algo de beber. Aún se escuchaban los colo-quios de las otras mesas, aunque nosotros parecíamostener ya un espacio propio en aquel rincón de los caba-les en el que Casares parecía el más cabal de todos. Enese instante trajeron una botella de vino con dos copas.

—¿Vino? —me preguntó antes de servirme.—Qué mejor bebida entre cabales —le contesté.Sonrió cerrando los ojos. Una sonrisa de años, co-

mo el vino que servía, y muy entrañable. Volcó el vinoen su copa mientras seguía sonriendo sin mirarme. En-tonces levantó su copa al aire.

—Por el flamenco —dijo mientras yo acercaba micopa a la suya.

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Saboreamos el vino. Entonces fue cuando se des-prendió de él aquella aura que yo había observado el díaanterior. Su sombrero, su copa y aquella forma de no es-tar presente en el mundo provocaban curiosidad entrelas personas a las que ignoraba. ¿Qué historia guardabaaquel hombre que lo hacía tan distante? ¿Por qué seabría un reguero de misterio a su paso?

—¿Le gusta la guitarra?—La guitarra es siempre un placer para los oídos

—le contesté.—¿Qué tal Sabicas?Asentí con la cabeza al tiempo que él seguía son-

riendo. Supongo que dudaba que lo conociera. Entoncesel señor que custodiaba el umbral de aquel reservado seacercó a petición de Casares. Se inclinó mientras el can-taor le susurraba algo al oído. Parecía un absurdo gestode delicadeza o incluso una falta de educación que le ha-blara a hurtadillas, sobre todo si era para recomendar unfondo musical que yo ya conocía. Le habló con el mandoy la cautela que los grandes capos desprenden al encar-gar crímenes a sus matones. Segundos después las vocesde los tertulianos se aplacaron al tiempo que sonaba No-che de Arabia, de Sabicas.

—Noche de Arabia —le dije con un desinterésarrogante.

Él ignoró mi erudición como muestra de una arro-gancia aún mayor. Expulsó varias bocanadas de humomientras me preguntaba por la ciudad, por sus costum-bres y por las diferencias que encontraba con la forma devida de una gran urbe. Hablamos de la historia del fla-menco, de los lugares que frecuentaron los artistas de la

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época. Fue en ese preciso instante, al enumerar una granlista de cantaores, cuando apareció casi sin quererlo elnombre de Dolores Jiménez. Recuerdo que temí inte-rrumpirlo. Yo sabía que no había pasado por alto elnombre de Dolores en su enumeración, pero tambiénsabía que aquel hombre colmado de historias no teníaninguna prisa en regalarlas.

—¿Conoció usted a Dolores? —Me salió una voztimorata, más que a una pregunta sonó a suplica.

Los tertulianos continuaban disfrutando de sus de-bates, aunque ya sin la pasión que me había abrasado alllegar. En las paredes del reservado colgaban cuadros deartistas, carteles de actuaciones añejas y recortes de pe-riódicos. Yo espiaba aquellas curiosidades con sumo cui-dado, con la inconsciencia de que una mota de polvoaparece de forma sempiterna en el cristalino de los ojos,aunque subyugado al relato de Casares. Él contestó mipregunta con otra.

—¿Conoce el centro de Sevilla? Sacó un bolígrafo del bolsillo de la camisa, cogió

una servilleta de papel y la tendió en la mesa alisándolacon la palma de la mano. Empezó a dibujar. La primerailustración fue un gran cuadrado. «Esta es la plaza delDuque», me dijo mirándome. Desde el vértice de la pla-za dos líneas paralelas dieron vida a una nueva vía muyancha, «La Campana», susurró, esta vez sin prestarmeatención. Perpendiculares a la nueva calle dibujó otrasmenos vastas pero más largas. No musitó palabra alguna.En la primera calle escribió «Velázquez», en la siguien-te, instalado ya en un mundo que no tenía nada que vercon La Sonanta, apuntó: «Calle de la Sierpes». Alzó la

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servilleta al aire oteando la idoneidad del plano y prosi-guió dibujando. Un gran rectángulo acogía el final de lascalles perpendiculares.

—Y la Plaza Nueva —me dijo de nuevo sin mirar-me y mostrando satisfacción por la culminación de supequeña obra.

Me entregó el plano ilustrando con sus explicacio-nes la historia de las calles. Desde la Plaza del Duque,uno de los centros neurálgicos del casco histórico queacogía un cine de verano, pasando por La Campana,que daba vida a las calles Velázquez y Sierpes, hasta lle-gar a la gran Plaza Nueva, sede del Ayuntamiento y elGobierno Civil en el año 1936. Según Casares, esas ca-lles aglutinaban buena parte del comercio en la Sevillade la Segunda República que todavía recuerda. «La his-toria de Dolores Jiménez también pasa por estas calles»,me dijo.

Le pregunté qué relación tenía aquel plano con lavida de Dolores. Él se mostró tan cauteloso comosiempre. Medía sus respuestas saboreando el aire querespiraba y evitando incluso mirarme. Con la solemni-dad con que se brinda en los prolegómenos de actosilustres prendió un nuevo cigarro. Yo interpreté queaquellos breves segundos de espera no eran tan solo laelucubración de una respuesta a mi pregunta, sino losmomentos que preceden a una gran historia: la historiaque mis oídos ansiaban escuchar. Por eso saqué mi cua-derno de notas.

—El 17 de julio de 1936, un día antes del alzamien-to militar, corrieron rumores en la ciudad de que laguarnición de Melilla se había sublevado. Aún recuerdo

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cómo un reguero de dirigentes locales del PCE se pasea-ron por la sede del Gobierno Civil en la Plaza Nueva enbusca de noticias tranquilizadoras. —Hizo un inciso pa-ra aspirar una bocanada de su cigarro—. Quizá usted noentienda qué tiene que ver la historia de Dolores Jimé-nez con nuestra desgraciada guerra civil, pero muchos delos interrogantes que investiga sobre ella empiezan adespejarse ese fatídico año.

Su tono de voz, su mirada ausente y el compromisolírico que emanaba de su relato ubicaban a Casares fuerade La Sonanta, sin mi compañía, sin aquella cara curtidapor los años de trabajo. Casares volaba en sueños haciala España de la Segunda República. Desde el fondo deaquel hombre de expresión rancia hablaba ya un adoles-cente de dieciséis años como una de las pocas personasque escuchó la lectura del bando de guerra. Se habíainstalado en un mundo diferente, como me ocurría a mícuando escuchaba flamenco enajenado de la realidad.

—Pocas veces cuento esta historia, pero cada vezque lo hago no puedo evitar ciertas dosis de alienación.Así que no tenga reparos en interrumpirme cuando loconsidere. Además de los rumores que le comentaba ha-bía un indicio potencial de que algo pasaba al haberconstancia de que el General Queipo de Llano se encon-traba en Sevilla. Todo sucedió en unas horas. La zapate-ría en la que yo trabajaba era frecuentada por la familiade Dolores Jiménez. Allí fue donde nos enteramos porboca de su yerno, un capitán fiel a la República, de que elgobierno de Azaña había enviado tres aviones al aeró-dromo de Tablada, en Sevilla, para su abastecimiento yposterior partida hacia Melilla en pos de disuadir a los

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golpistas. Al parecer la respuesta del gobierno no se con-sumó totalmente, ya que un grupo de oficiales contrariosal gobierno sabotearon el despegue ametrallando algunode los aviones.

Casares tomó de nuevo su pequeño plano dibujan-do una cruz en medio del cuadrado que representaba laPlaza del Duque. Luego trazó un itinerario desde la pla-za hasta La Campana y lo bifurcó con dos salidas, una aVelázquez y otra a Sierpes.

—Todo eso ocurrió un día antes del alzamiento. Eldía del golpe yo entraba en la Plaza del Duque desde lacalle Trajano. Venía del Salón Variedades. Un local enotro tiempo frecuentado por grandes figuras del flamen-co que había decaído en favor de las varietés y la flor ynata de la prostitución. Recogía un encargo de la hija deDolores, que gestionaba en el Variedades asuntos profe-sionales de su madre. Serían aproximadamente las tresde la tarde cuando al menos un centenar de soldados deInfantería formó en la plaza y aprovechando lo intem-pestivo de la hora y la omisión de trompetas y tamboresdieron lectura al bando de guerra más cauteloso que seconoce. La plaza estaba casi desierta. Solo constaté lapresencia de no más de una decena de transeúntes comocompañeros de testimonio en aquel dudoso honor.

Cogió el bolígrafo. Volvió a marcar la cruz del ma-pa y repasó el itinerario dibujado al tiempo que me ex-plicaba el avance de los soldados.

—Una vez concluida la lectura del bando la Infan-tería se dirigió por la Campana dividiéndose para suavance por las calles Velázquez y Sierpes. —Me señalócon el bolígrafo el itinerario de la tropa—. Yo los seguí

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celosamente desde lejos hasta la entrada de ambas calles.Por el camino se escuchaban tímidos vivas a la Repúbli-ca desde los balcones como respuesta al avance golpista.Aquellos gritos certificaban que a pesar de la confusiónexistente en los prolegómenos al golpe y del poco tiem-po transcurrido, la ciudad estaba al tanto de la inestabili-dad desde hacía días.

—¿Qué tiene que ver eso con Dolores si estaba enMadrid? —le pregunté.

—Ya lo verá. Efectivamente, Dolores se encontrabatrabajando en Madrid, pero su familia estaba en la ciu-dad. Su hija se encargaba de su representación artísticacuando ella estaba fuera de Sevilla. Por eso aquel medio-día estaba en el Variedades. Varios piquetes falangistascubrían la retaguardia del avance controlando las callesque desembocan en la Plaza del Duque. Trajano, la delVariedades, era una de ellas. Yo había regresado a la callede espiar el avance antes de que la taponaran. Corrí pararefugiarme en el Variedades. Entonces presencié algoque no olvidaré jamás.

Apuró el vino y dio una calada al cigarro con la so-lemnidad del torero que prepara su estoque en el culmende la fiesta nacional. Yo había aprovechado para apuntaralgunos datos en mi cuaderno. También hice un breveesbozo literario del semblante de Casares.

—Lo que le voy a contar no es fácil para mí. Enaquellos primeros días de guerra pasaba muchas nochesen vela recordando los hechos de la tarde del 18 de julioy martirizándome con los sonidos que llegaban a mis

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oídos desde la calle. Recuerdo que el miedo no me deja-ba llorar aunque me esforzara. Escuchaba las descargaspor las noches aterrorizado. El acto de gritar es atribui-ble al abanico de expresiones que posee el ser humano,pero aquellas voces no parecían humanas. Eran alaridosde terror que yo jamás hubiera reconocido como soni-dos emitidos por una persona. Aquellos chillidos nocontenían palabras; sin embargo, eran más elocuentesque el mejor de los sonetos; tan desgarradores como losayes con los que los cantaores comenzamos la seguiriya,y tan solemnes y sentenciosos como el silencio posterior,el que cortaba el aire tras el estruendo de la descarga y elsonido ronco que emitían los cuerpos al desplomarse so-bre el pavimento.

Sentí ganas de abrazarlo, de disculparme por mi in-terrogatorio, de pedirle que interrumpiera el sufrimien-to que provocaba su relato. También entendí que ya erademasiado tarde para eso.

—Regresaba al Variedades como auxilio de aquellaconfusión cuando me percaté de que comenzaron a sacara la gente del local a empujones. Entonces vi a su yerno,el capitán de Infantería, y a la hija de Dolores, que cami-naban entre la gente. A ellos dos los apartaron del grupo.Ella sujetaba a su bebé sobre el pecho y su marido laacompañaba mirando hacia atrás, a los golpistas, que lesgritaban que caminaran en dirección hacia la Plaza delDuque. Yo estaba parado a unos cien metros de ellos.Se acercaban hacia mí los dos solos, ya separados de losdemás, aunque creo que el miedo no les permitió reco-nocerme. Entonces uno de los regulares se acercó aellos por detrás, arrancó al bebé de los brazos de ella y

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sujetando al crío con una mano los golpeó con la culatade la escopeta ayudándose de la otra. Caminaban atrompicones, aunque ya estaban muy cerca de mí. Lahija de Dolores lloraba intentando volverse a por su be-bé, y su marido la sujetaba. El soldado se apartó a unlado evitando quedar en la trayectoria de la pareja, mi-ró hacia atrás y uno de los falangistas gritó: «¡Muerte alos rojos!». No hubo sincronización en el sonido de ladescarga, pero los cuerpos sí cayeron al mismo tiempo.

Los tertulianos habían desfilado hacía tiempo. Que-damos los dos solos. Ya no había fondo musical y tampocose escuchaba bullicio procedente del corral de sillas. Ca-sares miró su reloj; «Habrá que marcharse», me dijo. Loacompañé hasta la puerta del local y quedamos en vol-ver a vernos. Lo contemplé de espaldas irradiando esaaura que ya había visto en él y percibiendo una sensaciónde fragilidad en su persona. Seguía pareciendo ese hom-bre interesante y misterioso del primer día, pero desdeque me contó aquella historia me transmitió un senti-miento de quebrantabilidad. Sentí la necesidad de prote-gerlo, de estar pendiente de él. Como me ocurrió conmamá muchos años antes de que muriera. Gradualmen-te, con el paso de los años, habíamos intercambiado lospapeles de protección. Yo dejé de ser el niño tísico que pa-saba grandes periodos escolares hospitalizado mientrasella ejercía de ángel de la guarda para convertirme en unhombre fuerte que aceptaba con una mezcolanza de or-gullo y tristeza la responsabilidad de cuidar a su madreen el ocaso de su vida.

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Al tiempo que pensaba esto me percaté de que Lu-cía me contemplaba desde el final del mostrador. Fingióun gesto de desinterés cuando reparó en mi atención.Ordenaba botellas en los anaqueles, recogía los últimosvasos y apagaba luces como mensaje subliminal para lospocos guiris que ya se levantaban de sus asientos. Unossegundos antes de acercarme a ella percibí de nuevoaquella química sensualidad del primer día. Me recorda-ba al atractivo de Inés. Ambas lo eran. Cada una a su ma-nera. En Inés la sensualidad la derramaban la exuberan-cia de sus labios, el candor de unos ojos enormes y suhechizante forma de caminar moviendo unas caderasque rehusaban pasar inadvertidas; para Lucía los años noeran claudicaciones del tiempo, sino el encanto que mu-chas mujeres desprenden con el paso de los años. Cami-naba estilizada con el pelo recogido y unos breves me-chones escoltando sus mejillas. Su voluptuosidad nomiraba hacia fuera, no se basaba en una ostentación defacultades como ocurría en Inés, era una magia másprofunda y expresiva. Inés nunca necesitó ser vista; suimpetuosidad te veía antes a ti. Lucía, sin embargo, me-recía ser contemplada. Y, por supuesto, las dos teníanmúsica. La de Inés producía sobresalto porque transmi-tía sonidos desgarradores, casi altaneros; la música deLucía no deslumbraba, embebecía: su cuerpo tañía can-tos de sirena para los oídos dignos de unas melodías quehablaban sobre la verdad de la vida. De las dos emanabamagia. Ambas eran sensuales, pero cada una a su manera.

Intercambié las típicas frases insulsas que sirven deexcusa para abordar a una mujer. Ella las atendió con in-terés, así que me ofrecí a esperarla. Instantes después La

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Sonanta quedó cerrada a cal y canto y yo compartía pa-seo por aquellas calles inhóspitas que, sin embargo, teabrasaban de olor a jazmín y a noche de aire limpio.Recuerdo que no fui cortés con sus palabras. Hablabay yo veía cómo se movían sus labios, pero no escucha-ba qué mensajes trasmitían. Observaba sus mejillas y lesonreía complacido, como cuando se sonríe en un sue-ño ignorando la razón de nuestra felicidad. Supongoque mi cara compuso un gesto de estupidez placenteraque debió de agradarla. Hacía frío y se agarró a mibrazo. Se paró en el portal de una casa encalada, sacóunas llaves y abrió la puerta dándome la espalda y lue-go se volvió hacia mí sonriendo. Supongo que si no melo hubiera pedido yo habría soñado con delectaciónuna y otra vez que me invitaba a subir a su casa y coneso me habría bastado. Mi capacidad ensoñadora evitósentirme tan complacido como se hubiera sentidocualquier otro hombre. Antes de subir la escalera queterminaba en su puerta dejé que se adelantara a mí parapoder observarla de nuevo apreciando las ventajas queofrecen las perspectivas globales de las cosas, de percibir-la como una unidad indisoluble, siendo consciente de queluego escrutaría las partes más recónditas de aquel todo.

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