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La meditación y trinitario SANTIAGO GUERRA dinamismo Lo dicho en pagmas anteriores puede haber dado al menos una idea de la actual ubicación de la meditación, de la senda que recorre y de los objetivos que persigue ¡si es que se pue- de hablar de persecución de objetivos en un ejercicio y una correlativa actitud vital que buscan y son en mismos un dis- tanciamiento del mundo de los objetivos y un acercamiento a la esencia misma de la realidad!-. La meditación busca «lo real» o «la realidad» en su prístina enjundia, en su brillo originario, en el primer instante de su asombroso y aún no amortiguado vigor. Pero «la» realidad no se identifica con ninguna realidad particular, ni equivale a la suma total de cuantas cosas y sucesos existieron, existen y exis- tirán; por lo mismo, tampoco es «algo» o «alguien» particular, contable, que exista o pueda existir al lado, encima o más allá de las realidades concretas contables, o que, más allá del total de las cosas y sucesos que componen el universo, exista y viva en una misteriosa tierra de nadie; ni siquiera es «algo» o «al- guien» particular que se halle en medio o dentro de cualquier concreta realidad, aunque ésta sea el hombre. En una palabra, «la» realidad no es «una» realidad, por alta e infinita que se la conciba, y que precisamente por ser numéricamente <<una» pueda entrar como sumando en la suma total de 10 existente 1. 1 Cuando se dice: esto es «una» realidad se quiere decir normal- mente que no es una ilusión; por supuesto que en este sentido «la» REVISTA DE ESPIRITUALIDAD, 45 (1986), 337-369.

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Page 1: La meditación y dinamismo trinitarioLA MEDITACION y EL DINAMISMO TRINITARIO 339 abstracto de la misma, sino del poder fundante y la vida des bordante de «la» realidad como tal frente

La meditación y trinitario

SANTIAGO GUERRA

dinamismo

Lo dicho en pagmas anteriores puede haber dado al menos una idea de la actual ubicación de la meditación, de la senda que recorre y de los objetivos que persigue ~ ¡si es que se pue­de hablar de persecución de objetivos en un ejercicio y una correlativa actitud vital que buscan y son en sí mismos un dis­tanciamiento del mundo de los objetivos y un acercamiento a la esencia misma de la realidad!-.

La meditación busca «lo real» o «la realidad» en su prístina enjundia, en su brillo originario, en el primer instante de su asombroso y aún no amortiguado vigor. Pero «la» realidad no se identifica con ninguna realidad particular, ni equivale a la suma total de cuantas cosas y sucesos existieron, existen y exis­tirán; por lo mismo, tampoco es «algo» o «alguien» particular, contable, que exista o pueda existir al lado, encima o más allá de las realidades concretas contables, o que, más allá del total de las cosas y sucesos que componen el universo, exista y viva en una misteriosa tierra de nadie; ni siquiera es «algo» o «al­guien» particular que se halle en medio o dentro de cualquier concreta realidad, aunque ésta sea el hombre. En una palabra, «la» realidad no es «una» realidad, por alta e infinita que se la conciba, y que precisamente por ser numéricamente <<una» pueda entrar como sumando en la suma total de 10 existente 1.

1 Cuando se dice: esto es «una» realidad se quiere decir normal­mente que no es una ilusión; por supuesto que en este sentido «la»

REVISTA DE ESPIRITUALIDAD, 45 (1986), 337-369.

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Por eso «la» realidad se escapa a la ilusa pretensión de atra­parla mediante la normal y corriente percepción sensorial, pero burla igualmente las ambiciosas pesquisas del microscopio elec­trónico y del más penetrante telescopio; escapa a la arrogancia del pensamiento y la abstracta conceptualización que querrían hacerla súbdita de sus agostados dominios, prisionera de sus objetivantes categorías e instrumento obediente de sus siempre cortos fines; tampoco acepta ser el resultado del esfuerzo de prometeicas voluntades individuales o colectivas para las que «la» realidad es y nace de la praxis transformadora; más allá de la razón y la voluntad, no cabe en los más ingeniosos juegos de la imaginación o de la fantasía sensitiva, ni se la puede em~ pequeñecer bautizándola con el nombre de cualquier particular sentimiento o deseo por nobles y espirituales que sean. Ningún viandante de ojos comunes la verá por la calle, ningún alpinista en la cima de la montaña, ningún explorador en la más lejana tierra, ningún excavador en el centro del globo, ninglll1 subma­rinista en el fondo del mar.

«La» realidad no puede ser «una» realidad particular por la misma razón por la que el todo no puede ser una parte o por la que «el» hombre no puede ser identificado con «un» hombre. Pero mientras «el» hombre es una abstracción o con­cepto que reduce a un común denominador todos los hombres particulares y a todos incluye bajo la razón general de «hom­bre» (pero no en cuanto es «éste» o es «uno» particular), «la» realidad no es un concepto abstracto deducido de «las» reali­dades, ni común denominador para designarlas genéricamente, sino que es, efectiva y directamente, «la» realidad sin particio­nes ni fragmentos, sin cotos que la cerquen ni fronteras que marquen el alcance-límite de su presencia; y mientras «el» hom­bre (concepto) sólo deja de ser una entelequia cuando por él se entienden los hombres particulares, existentes, estos últimos sólo tienen auténtica existencia cuando, derribando las alambra­das de sus individuales confines, se hacen conscientes de ser expresión particular de «1a» realidad universal. No se trata aquí de la ventaja de la realidad viva, existente, frente al concepto

realidad es una realidad, pero no lo es en cuanto «una» realidad tiene un sentido numeral y está en línea con dos y tres realidades, y así hasta el infinito.

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abstracto de la misma, sino del poder fundante y la vida des­bordante de «la» realidad como tal frente a la base arenosa (si de base se puede hablar) y al pábilo vacilante que es la realidad particular existente cuando no se alimenta de aquélla. Acostum­brados a no ver y experimentar como vivo y real sino lo con­creto particular, se nos hace difícil y hasta imposible pensar no sólo qué tipo de realidad puede ser 10 que no es propia­mente algo o alguien, sino también que sea verdaderamente rea­lidad y que, como tal realidad, equivalga a una incontenible fuerza y a una infinita concentración de vida.

Decir que «la» realidad no es «un» ser porque es el fondo de todo ser particular, que no es «una» realidad porque es el fondo de toda realidad particular, no suele aclarar demasiado el enigma a las categorías mentales con las que formamos y aplicamos el concepto de realidad. El hombre pensante se halla ante ella como un ciego de nacimiento ante los colores. Sólo la experiencia de la misma la descubre como indubitable realidad y sólo en esa experiencia el ser humano palpa las inimaginables dimensiones y el sorprendente poder transformador de 10 que a nuestro nivel mental aparece como pura y simple ficción.

La experiencia de «la» realidad

Hablar de la realidad sin connotaciones limitadoras es ha­blar del ser igualmente ilimitado, y hablar de la experiencia de aquélla es hablar de la experiencia de éste.

K. G. Dürckheim habla continuamente en sus libros de los «sentimientos del ser», que son como barruntos, y de la «expe­riencia del ser», en la que éste aparece a la conciencia en toda su fuerza 2. Narra conversaciones en las que sus clientes le cuen­tan continuamente experiencias inolvidables que él trata de acla­rarles para ayudarles a transformar sus vidas. Son auténticas experiencias del ser en las circunstancias más corrientes de la vida, en el encuentro con una persona, en la contemplación de una flor, en la sensación causada por un rayo de luz, etc. Nos

2 K. G. DÜRCKHEIM, Vom doppelten Urspl'ung des Menschen, pp. 79-115 (existe traducción de esta obra al español, pero no la hemos podido consultar: El doble origen del hombre, Centro Vientos Editorial, Chile, 1982). Cfr. también Meditar, por qué y cómo, pp. 36-40.

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recuerda, por ejemplo, una conversación en la que alguien ase­gura haber vivido algo que no sabe explicar; sólo sabe que era algo grande, asombroso, indescriptible PLENITUD-LUZ-AMOR, todo en uno. Algo que era más que una vivencia: era una PRE­SENCIA, no sabe de quién o de qué, pero que en un momento le hizo sentirse totalmente otro, totalmente libre, totalmente él mismo y al mismo tiempo unido a todo. Durante esta experien­cia ya no sabía nada y al mismo tiempo lo sabía todo, y así se sentía lleno de fuerza e infinitamente feliz.

Era Algo que «venía del cielo», es decir, de forma total­mente imprevista, sin haber hecho nada de su parte; Algo que se apoderaba de él, le dominaba, le vaciaba totalmente y al mismo tiempo le llenaba, le aniquilaba y le rehacía de nuevo, le inundaba de una claridad hasta entonces desconocida; más aún, veía lo que nunca había visto: a través de las cosas veía su «núcleo», su sustancia. Era indescriptible. Todo tenía un sen­tido totalmente distinto. Todo era exactamente lo que era y al mismo tiempo mucho más, algo completamente otro, y precisa­mente por eso plenamente ello mismo. Igualmente la persona se sentía totalmente otra y precisamente por eso totalmente ella misma: «Yo no me pertenecía a mí».

«Mil veces, dice Dürckheim, se repiten hoy estas conversa­ciones. Su motivo es siempre el mismo: una irrupción del Ser supramundano en nuestro ser consciente, a veces llenando de terror, a veces como prometiendo o constriñendo, pero siempre lo suficientemente importante como para mover a tomarla en serio y buscar alguien que pueda aclararle lo que le ha sucedido, y pueda ayudarle a vivir de forma permanente esa experiencia» 3.

La realidad o el Ser se revelan, por tanto, como una sobe­rana presencia que hace al hombre sentirse totalmente otro, que es amor, luz, plenitud, que es gratuita, que aniquila y hace re­nacer, que vacía y al mismo tiempo llena, que hace ver el mun­do en su núcleo y unidad, que destruye el sentimiento del «yo» y con ello el hombre se siente verdaderamente él mismo, que descubre una visión transfigurada de todo, que da un sentido totalmente diferente a todo, que apaga todo lo que el hombre conoce en su vida normal y enciende al mismo tiempo un nuevo

3 K. G. DÜRCKHEIM, Vom doppelten ... , pp. 82-83.

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modo de conocimiento que equivale prácticamente a una om­nisciencia, que llena de fuerza y felicidad; pero que es una presencia «no se sabe de quién o de qué».

La meditación se concibe a sí misma como paciente y des­interesada preparación a la experiencia del ser o de la realidad.

La realidad y la fe trinitaria cristiana

Lo anteriormente dicho ha sido, a nuestro parecer, un ne­cesario prolegómeno para el tema que ahora abordamos. En efecto, la relación entre las vías orientales y paraorientales de meditación y el camino de la meditación cristiana, su coinciden­cia o diferencia, no es más que la traducción a la esfera de la praxis meditativa de la relación que se establezca entre «la» realidad tal como la hemos expuesto y de la que hemos estado hablando hasta ahora en los anteriores temas, y el misterio del Dios cristiano o trinitario, de su coincidencia o diferencia. En ello se juega el cristianismo su identidad irrenunciable o su re­ducción a fenómeno religioso sólo culturalmente, pero no esen­cialmente diferente de otros.

Para mayor claridad vamos a cotejar algunas afirmaciones de la fe cristiana con las del pensamiento oriental en general; prescindimos tanto de la particular interpretación que de estas afirmaciones pueden hacer las diversas escuelas teológicas y las diversas confesiones, como de las reales diferencias que, dentro de comunes presupuestos, existen entre hinduismo y budismo.

1. Para el cristianismo, al menos para el ortodoxo, la rea­lidad de Dios y la del mundo no se identifican; Dios es la rea­lidad creadora y el mundo la realidad creada que, como tal, no añade nada a la realidad de Dios, pero que es en sí misma dis­tinta de él: Dios es ser infinito y el mundo (incluido el hom­bre) es ontológicamente finito. No sólo se da, pues, una dis­tinción (que también existe en la Trinidad Una), sino también una distancia ontológica, es decir, en el ser.

Para Oriente se trata de «la» realidad sin más o del ser ilimitado que es en sí mismo energía pura, una y única, eterna, trascendente, increada, más allá del tiempo y el espacio, pero que tiene dentro de sí misma la capacidad de ponerse en mo-

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vimiento hacia fuera de sí misma o de auto-manifestarse en el mundo de 10 múltiple; en un proceso involutivo se va manifes­tando en grados sucesivamente inferiores, el último de los cua­les es la materia física; pero todos esos grados, incluso el de la materia física, son la propia energía eterna y única diversa­mente manifestada y, equivalentemente, diversamente auto-limi­tada. No hay, pues, creador-creatura, Dios-mundo, sino aspecto interior y exterior de la realidad: en cuanto aspecto o espacio interior es única, eterna, no-manifestada; en cuanto aspecto ex­terior se manifiesta como multiplicidad o conjunto de individua­lidades existentes. A la realidad como energia pura, una, inte­rior y trascendente al tiempo-espacio se le da con frecuencia en Oriente el nombre de «Dios», pero puede fácilmente deducirse que esta palabra no tiene exactamente el mismo sentido que en el cristianismo y demás religiones monoteístas. En Oriente, aun­que con alguna excepción que más abajo veremos, el espacio interior del hombre o fondo de su ser se identifica con lo que en dicho pensamiento indica la palabra «Dios».

Esta primera diferencia va a ser la base de todas las demás. 2. En la experiencia personal, en la predicación y en la

actuación de Jesús, Dios es el «Padre». Más allá de freudiano s fantasmas parentales y de equívocos patrones masculino-patriar­cales de la divinidad, la imagen de Dios como «Padre» -pues pura imagen es y como pura imagen debe ser mirada- traduce la experiencia de la «última realidad», de la energía increada y creadora -de la que la propia palabra «Dios» es, a su vez, imagen y sÍmbolo- como realidad o ser que es pura comuni­cación generadora de vida -tal es la esencia de la paterni­dad-, y que, en cuanto pura comunicación, equivale a puro don o gracia gratuita. San Juan resumirá esta experiencia di­ciendo que «Dios es amor» 4.

La experiencia del «Dios-Amor» es, dentro de la concomi-

4 1 Jn 4,16. Toda esta carta es un puro ritornelo sobre esta expe­riencia neo testamentaria de Dios, que tiene algo de absolutamente nuevo y que da al mandamiento del amor también el carácter de «nuevo» (Jn 13,34). Que la experiencia de Dios como Padre no tenga nada de «sexista» y que su sentido vaya en la dirección que hemos indicado, 10 expresa San Pablo cuando une esa imagen a la del Espíritu que ha­bita en 10 profundo del corazón y que nos hace gritar Abba/Padre (Rom 8,15; Gál 4,6).

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tante afirmación creacionista, la experiencia de «la» realidad o del ser como comunidad o comunión, y no, en (¡ltimo término, como pura y absoluta unidad. Dios creador, que como amor deja de ser el deus ex machina, el Gran Arquitecto o la Causa Pri­mera que produce, desde una nada externa a él y como un efec­to fuera de él, el mundo de las causas segundas, como Dios­Amor es precisamente el Dios creador, es decir, el que auto­comunica su existencia al otro como el otro il'1'epetible, como el t(¡ irreductible cuya esencia es, sin embargo y precisamente por ello, presencia participativa de la propia esencia divina amo­rosa. Para el cristianismo, pues, «la» realidad una y última es 8mor, en cuanto amor es alteridad, y en cuanto alteridad es no separación o división, sino relación amorosa. Tal es en sí el misterio trinitario del que es espejo la creación; en el misterio trinitario Dios no es persona individual, pero tampoco supra­personal Absoluto, sino Absoluto relacional, es decir, pura y no limitada relación amorosa; y por ello Dios-Amor no es persona, sino personas.

En Oriente el Dios-Amor personal está representado por la teología y espiritualidad del Bhagavad-Ghita con su bhakti-yoga o yoga de la devoción y por el Saiva Siddhanta. Ambos, y más aún el segundo que el primero, están muy próximos a la mística cristiana y representan un puente entre el inmanentismo orien­tal y el trascendentalismo occidental 5.

Pero para el pensamiento general oriental, «la» realidad una y única (pues ¿qué «otra» realidad puede haber además de «la» realidad?) es conciencia o conocimiento, y en su estado original, más allá de toda sujeción al mundo de la multiplicidad en el que se manifiesta provisoriamente, es pura conciencia, pmo co­nocimiento, pmo ser, pleno ser, pues ser y conocimiento son lo mismo, ya que no se trata del ser que conoce «algo», sino del ser que, como tal, es conciencia o conocimiento. De esa forma, la realidad en su estado pmo, y que como tal es a veces llamada

5 Cfr. R. C. ZAEHNER, Mystik, Harmonie und Dissonanz. Die ostlichen und westlichen Religionen, Freiburg i. Br., 1980, pp. 181-206. Este volu­minoso libro (531 pp.) es quizá la mejor síntesis del pensamiento reli­gioso oriental, que aparece aquí cotejado con el cristianismo. Uno de los más tardíos Upanishads, el Svetasvatara-Upaníshads, representa una línea estrictamente teísta frente al anterior panteísmo védico y servirá de base al Saiva Siddhanta.

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Dios en el hinduismo, es la plena identidad, la unidad indivisa y no fragmentada por exteriorización alguna de sí misma; es el puro Sí-Mismo frente al «ego» quimérico que vive del mundo empírico. Este estado original de la realidad es descrito en los Vedas con las famosas palabras Sat-Chit-Ananda: Existencia­Conciencia-Felicidad.

Podemos ver entonces que tanto el cristianismo como las re­ligiones orientales insisten en la unidad indivisa de la realidad o energía última hacia la que está orientada la existencia hu­mana y que podemos llamar con lenguaje común «Dios». En el cristianismo Dios no es un ser que ama, no hay un ser y un amar como una acción añadida al ser, sino que el amor ilimita­do es la propia esencia ilimitada; no hay división ninguna entre su ser y su amar; ni siquiera se puede hablar propiamente de un ser que es su amor, ya que este lenguaje indica una fragmen­tación, una no-identidad con el amor y el ser ilimitado, sino que estricta y no simbólicamente hablando habría que decir «el ser cuya esencia es el amor». En Oriente no se habla de «la» rea­lidad o del ser que conoce, no hay una realidad y un conoci­miento como algo añadido o que adviene al ser, sino que el ser es conciencia y la conciencia ser. La diferencia está en que el cri~tiano «Dios es Amor» equivale a «Dios es relación gratuita, amorosa, a otro», y esta relación es su ,esencia, y el oriental «Dios (o la realidad pura) es conciencia» equivale a «es pura identidad o reintegración a sí mismo». Por el lado cristiano te­nemos la unidad que es relación amorosa (= Dios uno y trino) y por el lado oriental la unidad absoluta no relacional.

Ambas posturas marcan dos caminos distintos de medita­ción, como veremos. Pero no son tan antitéticas que no puedan complementarse. Corrientes místicas cristianas ha habido, y no escasas, que no sólo no han rechazado el camino hacia la unidad absoluta del hombre con la divinidad, sino que han visto en la llegada a esa unidad la última etapa de la vida espiritual, más allá y más alta que la de la comunión entre el hombre y Dios por el amor y la devoción. Tales son las místicas encandiladas por el Uno plotiniano, como la del Pseudo-Dionisio y la florida escuela renano-flamenca con Eckhart como cúspide y paradigma. Otra cosa es si estas místicas se han movido en un terreno espe-

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cificamente cristiano o si han vaciado el contenido cristiano en moldes plotinianos.

3. El cristianismo ortodoxo profesa como verdad central que Jesucristo, en cuanto hombre histórico concreto e irrepeti­ble, y no como manifestación de arquetipo universal alguno, es la presencia, también irrepetible, en nuestra historia de la rea­lidad que llamamos Dios como pura e ilimitada relación amo­rosa, y por 10 mismo como gracia pura y puro don. Así vive él a Dios, desde esa vivencia considera superada la etapa de la ley en la que el hombre se justifica y hace santo desde sí mismo, es decir, por las obras buenas de su voluntad; ése es el sentido de sus curaciones, sus milagros, su relación con los pecndores, y ése el marco de toda su predicación, imposible de captar en su auténtica especificidad si se la saca de él. Su muerte es el rechazo por los hombres del Dios gracia, don y comunicación grao tuita, y su resurrección es la constitución de Jesús, de su per­sona, historia y muerte, como el principio en el que insertarse para vivir al Dios gracia: vivir a Tesús es vivir al Dios gracia presente escatológicamente en él, y vivir de una u otra forma a Dios como gracia o amor relacional es vivir anónimamente a Jesucristo o al Dios de Jesucristo. En Jesús, Dios no es sólo el amor al que hay que responder, sino el amor que por ser don es salvación. La autorrealización no es la salvación, ya que ésta es la acogida del hombre en y por la gracia gratuita que es Dios mismo en Jesucristo y que el hombre sólo puede recibir agrade­cidamente y hacer fructificar responsablemente.

En Oriente la realidad última que llamamos Dios no se iden­tifica con ningún personaje concreto de la historia humana, ya que 10 universal no puede ser 10 particular y contingente; un personaje histórico como Buda, Jesús, etc., pueden ser manifes­tación privilegiada y transparente del fondo universal, divino, arquetípico, pero es éste, y no el personaje histórico, el punto de referencia y la realidad a buscar por la pura interioridad. La salvación tampoco dice relación a un personaje histórico, en este caso Jesús, sino que se identifica con la liberación y auto­realización por el conocimiento superior en el que el ser humano se libera de toda atadura y estrechez y se identifica con el fondo universal infinito.

4. Tanto el cristianismo como Oriente constil(;m y enseñnn

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que el hombre está alienado y separado de su verdadero ser. Para el cristianismo esta alienación consiste en que el hombre poseído por su «yo» 110 deja a Dios ser Dios en su vida, es de­cir, no le deja ser gracia, don y comunicación amorosa; como consecuencia se entrega al desorden moral o se encierra en la auto-satisfacción de sus buenas obras y de su vida intachable; ejemplo de ello es la justicia del buen fariseo y su oración con­vertida en panegírico de sí mismo (Lc 18,9ss.). Confinado de esa forma en sí mismo, sintiéndose principio y centro de sus acciones, aunque buenas, se incapacita para una relación inter­personal gratuita con Dios. Por esta fisonomía interpersonal que la alienación tiene en el cristianismo, ésta es llamada pecado. Para Oriente la alienación del hombre consiste en la separación existencial entre el falso «yo» y el verdadero Yo o Sí-Mismo, idéntico con el fondo divino originario del mundo. El hombre se identifica en el orden cognoscitivo y vivencial con las formas de su mente, con su flujo psico-mental, con sus estados emocio­nales: yo pienso, yo sufro, yo amo, yo gozo, etc. Ignora que su auténtico Yo está más allá de todo pensamiento, de todo flujo y movimiento (así la filosofía de los Vedas y Upanishads, porque para la búdica también el Sí-Mismo es flujo). Por eso la aliena­ción para Oriente recibe el nombre de ignorancia, no de pecado.

Como se ve, todas las diferencias provienen del carácter per­sonal, es decir, interpersonal de la última realidad o de «la» realidad, que el cristianismo afirma y Oriente niega.

Fe cristiana y gnosis

Mientras el agnóstico es el que dice y está convencido de que no sabe nada que no sea objeto del conocimiento racional y el que niega igualmente la posibilidad de conocer lo supra­sensible, el gnóstico es el que posee el conocimiento superior, suprarracional, intuitivo y experimental en el que se identifican su ser y su conocer. Las vías gnósticas buscan la salvación-libe­ración por este conocimiento, como ya hemos dicho, ya que él lleva consigo la plena identidad del hombre y, por tanto, la superación de toda alienación y división entre su yo mental y su Sí-Mismo profundo.

Oriente, y concretamente la filosofía mística del Yoga, en-

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seña un camino de meditación cuya finalidad es superar la igno­rancia en que el hombre se halla respecto de su verdadero ser y que convierte su existencia en dolor. Para superar esa igno­rancia es preciso cambiar la conciencia ordinaria, el común co­nocimiento racional, los estados normales de conciencia, por una conciencia o conocimiento superior. Es necesario abolir, des­truir, suspender el funcionamiento normal de la mente y apagar todo flujo psico-mental, comenzando por «quemar» las fuerzas subconscientes. El Yoga es, por eso, una técnica y método (aun­que no sólo eso) para conocer-experimentar-superar-suprimir los estados de conciencia. De ahí la definición del Yoga dada por su clásico compilador Patanjali: «El Yoga consiste en suprimir las modificaciones del contenido mental» (Aforismos J, 2).

Cuando se consigue la abolición de las modificaciones del contenido mental (pensamientos, emociones, etc.), el «Sí-Mismo» se desprende de su asociación al «yo», a la mente y se reintegra plenamente a su propia esencia; entra entonces en un estado más allá de toda contingencia, de todo espacio y de todo tiem­po. A la conciencia normal ilusoria sucede la «iluminación», la pura intuición de la realidad y con ello la felicidad sin límites; cesa también la rueda de muerte-nacimiento (ley del Kanua).

Las vías y religiones de meditación buscan la salvación por medio de este conocimiento. Fuera de las religiones monoteístas no hubo otro camino; de una u otra forma, mediante la medi­tación estrictamente dicha o por otros recursos, se buscó la sal­vación en la llegada a un conocimiento o conciencia intuitivos. También en el cristianismo hubo desde muy temprano intentos estrictamente gnósticos que enseñaban la liberación o salvación por la gnosis, a través de la cual el cristiano podía llegar a ser exactamente lo que fue Jesús: el que vivió la unidad con el fondo de su ser. En el cristianismo gnóstico Jesús es, pues, el maestro del conocimiento superior y el que alcanzó de forma soberana este conocimiento; lo que verdaderamente importa no es la persona histórica irrepetible de T esús como presencia del Dios gratuito escatológico, sino el fondo divino esencial común a todos los hombres del cual Cristo es el símbolo. Se hablará del Cristo interior, pero sólo interior, de «10 crístico», y se in­tercambiará este lenguaje tranquilamente con el de «lo búdico»

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o la naturaleza de Buda, que hacen referencia a ese mismo fondo en el que Buda y Cristo se convirtieron por la «iluminación».

En el Nuevo Testamento se dan ya noticias de intentos gnós­tico-cristianos que son sin excepción rechazados. La experiencia cristiana específica no fue la de la salvación por el conocimiento superior o gnosis de la que Cristo habría sido el supremo maes­tro, sino la de la salvación por el mismo Cristo como presencia en su vida-muel'te-l'esulTección del don gratuito que es el Dios escatológico y como oferta plena y definitiva de entrada en la comunión amorosa con su misterio iniciada con el acto mismo de crear (que no debe enfocarse ante todo como creación de la 118d8 material y como relación de causa y efecto, categoría pro­pia del mundo de los fenómenos, pero inválida más allá de ellos). En esto se diferencia la fe de la gnosis. Creer es aceptar que la realidad esencial que el gnóstico experimenta mediante el cono­cimiento intuitivo como una, total, ilimitada, es el Dios de Jesús como oferta de gracia y de comunión interpersonal con él. Esto no es posible conocerlo por ninguna gnosis, por ninguna ilumi­nación o revelación extática del ser, por ninguna embriagadora conciencia cósmica en la que se experimenta la unidad del uni­verso, el hombre se experimenta a sí mismo como el universo hecho consciente, según hemos repetido en temas anteriores, y es contemplada el alma de las cosas.

Es verdad que en esas experiencias, en las que el «yo» des­aparece y no queda, por tanto, ningún tú particular ni ningún enfrente, sino «1a» realidad no limitada por el yo y la fusión o integración en ella, ésta se experimenta como «amor», y no de alguien que ame a alguien o algo, sino como la realidad mis­ma amorosa, como el amor mismo no reductible al «yo» amo o «El» me ama. Y, sin embargo, la fe está más allá de esa so­berana experiencia saciativa, ya que es la aceptación confiada de que ese «amor» y esa extática realidad no se identifican con el universo o con el hombre hecho consciente de su unidad con la totalidad del mismo, sino que son la presencia en el universo y en el hombre, o en el hombre como universo hecho cons­ciente, del misterio del amor trinitario interpersonal invitando a entrar en su propia intimidad y profundidad por la via amoris, por el camino del amor teologal en el que el hombre responde a una apertura gratuita, como es siempre 10 personal, de Dios

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mismo como amor insondable. El espíritu trinitario, del que el espíritu humano reintegrado a sí mismo y capaz de vivir el asombroso milagro del «ser» es nada menos que un verdadero espejo, pero no más que un espejo, es el único que escruta las «profundidades de Dios» (1 COI' 2,10). Las «profundidades de Dios» es el propio misterio de Dios más allá ele lo que aparece como definitivo en la experiencia cósmica del gnóstico: es el misterio de Dios como amor trinitario, interpersonal. La fuerza de este misterio aparece en las experiencias y escritos ele los dos místicos clásicos del amor teologal (que tiene como base la fe teologal trinitaria): Santa Teresa y San Juan de la Cruz.

La primacía de la fe que nos adentra en el misterio mismo de Dios no excluye el camino de la gnosis, sino que prohíbe reducir aquélla a éste. La fe dice al cristiano que su salvación está en la entrada en el misterio del amor gratuito y no en un conocimiento cada vez más superior. Pero hay también en el Nuevo Testamento una gnosis de la te: un conocimiento supe­rior del misterio de Dios en Cristo al que anima San Pablo. El hombre carnal y psíquico se queda en la superficie, sólo el es­piritual conoce verdaderamente este misterio. Hay una fe que conoce y experimenta Íntimamente el misterio, no sólo una fe que afirma y acepta 6. Por eso hay también una legítima mística cristiana, que es una madura gnosis de la fe, una fe ilustrada que, además de hacer del místico un «iluminado», como en otras místicas, le acerca a la claridad de la propia visión beatí­fica del misterio trinitario. ¡Rompe la tela de este dulce encuen­tro! Y por eso ha existido siempre una legítima vía meditativa que, si es verdaderamente tal, es una vía gnóstica.

La fe cristiana no está reñida por ello con la conciencia cós­mica, y ejemplos suficientes tenemos de vivencia numinosa y extática de la naturaleza en los grandes espirituales. La presen­cia de Dios en todas las cosas, hasta en las más ordinarias, ha sido captada por los grandes contemplativos cristianos como algo verdaderamente real y no sólo aceptada y confesada porque lo dice la fe. Sólo quisiéramos añadir que el cristianismo de los últimos siglos ha ido perdiendo su legítima gnosis para conver­tirse en excesivamente racionalizado, y ello ha contribuido a

6 Cfr. S. GUERRA, Cristianismo esotérico y cristianismo institucional, en REVISTA DE ESPIRITUALIDAD, 41 (1982), pp. 39H15.

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apagar su mística en beneficio de una concepción unilateralmen­te militante y activa que participa de todas las lacras de una mentalidad que ha hecho de la naturaleza un objeto muerto, sin vida y sin sustancia simbólica, apto sólo para ser sometido a los planes dominadores y utilitarios del hombre. El cristianismo necesita recuperar su gnosis, necesita, equivalentemente, recu­perar sus auténticos caminos meditativos de talante místico.

La meditación en la Biblia

Después de las anteriores aclaraciones doctrinales sobre el contenido y sentido de la fe trinitaria cristiana, es el momento de pasar a las consecuencias que todo ello tiene en el campo de la meditación. Comencemos, a modo de introducción, tra­tando de conocer 10 que la Biblia entiende por meditación. Pero a su vez permítasenos un pequeño prefacio a este tema.

La moderna conexión entre meditación y técnicas orientales de «hundimiento» en el fondo o centro del ser pretende apo­yarse en el significado mismo etimológico del vocablo: «medi­tación» indicaría un camino o proceso hacia el «medio» o centro. No faltan intentos de hacer derivar esa palabra del sánscrito «samadhi», término con el que se designa en la escala del Yoga el estadio final del camino hacia el fondo interior. En ese su­puesto, la palabra «meditación» expresaría directamente la me­ditación oriental.

Pasando del terreno de la hipótesis al de la certeza, la paJa­bra «meditación» tiene relación semántica con la raíz indoger­mánica med, que significa caminar y también medir, pero cuyo sentido original etimológico es el de continua repetición de un mismo sonido «susurrado» 7. Lingüísticamente med está muy próximo al verbo griego medo, que significa pensar, reflexionar. Uno se sentiría tentado, por 10 mismo, a defender que el signi­ficado originario de «meditar» es el de reflexionar, pensar so­bre, etc. Es, por otra parte, la idea que «meditar» suscita en general en nuestro área cultural y la que encontramos como de­finición de «meditación» en el Diccionario de la Lengua Cas­tellana.

7 K. G. DÜRCKHEIM, Meditar, por qué y cómo, p. 215.

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Es imposible llegar a una conclusión clara desde una pers­pectiva lingüística. Una cosa es históricamente segura: que, pres­cindiendo ya del problema etimológico, la palabra latina m:ecli­tari (de la que nuestro «meditar» es inmediata traducción) no se empleó originariamente ni para adjetivar un acto o ejercicio de reflexión ni para bautizar un estado místico o un camino hacia él, sino para designar unos ejercicios de entrenamiento en una profesión, concretamente en la militar. Con el verbo depo~ nente meditai'i se indicaba en Roma el entrenamiento o instruc­ción de los reclutas en el servicio militar. Tiene, pues, un signi­ficado directamente castrense y no entraña, por otra parte, alu­sión alguna a un espacio interior. Meditación sería, pues, el ejercicio continuado y repetido de iniciación a la vida militar y, por extensión, a cualquier tipo de vida. San Benito conservará el significado latino primitivo del verbo meditari aplicándolo a la vida monacal: los que quieran incorporarse a las filas de la vida monástica deben ser conducidos a la cella l1ovitiorum ubi meditent s, es decir, donde se entrenen en los ejercicios de Ír.i­ciación a la profesión monástica. Otra cosa será la lectio divina, una forma característica de meditación en la espiritualidad be­nedictina.

Emmanuel von Severus ha realizado un interesante estudio sobre el uso bíblico del vocablo que nos ocupa 9: 29 veces en­contramos la palabra meditari en la traducción latina de la Bi­blia por San Jerónimo (Vulgata); 18 de esas 29 veces es tra­ducción de la palabra hebrea hagah, que connota un suceso acústico: una acción con los labios, la garganta, el paladar, la boca. Se habla de meditar (hagah) «como un león» (Isaías 31,4), «como una paloma» (Isaías 38,14); en versos paralelos se habla del «gruñir» de los osos y del «meditar» de las palomas (Jsaías 59,11).

Gruñido de león, zureo de paloma: ¿qué tiene esto que ver con la meditación de la ley del Señor? La clave puede dárnosla el libro de Josué 1,8, donde aparece por primera vez hagah:

8 CASSIÁ M. JUST traduce así: «después estará en el noviciado, don­de han de ejercitarse en la meditatio» (Regla de San Benito con glosas para una lectura actual de la misma, por el abad CASSIÁ M. JUST, p. 108).

9 E. von SEVERUS, Das Wort «meditari» im Sprachgebrauch der Hl. Schrift, en Geist und Leben, 26 (1953), 365-375.

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«Que ese libro de la ley no se aparte nunca de tu boca; medítalo (hagah) día y noche». La meditación de la ley del Señor dice, pues, relación a un ejercicio continuado (día y noche) y sono/'o (no se aparte de tu boca).

Todo parece indicar que había en el Israel veterotestamen­tario un ejercicio que consistía en una lectura de la palabra de Dios a media voz, como un susurro, un sonar entre dientes que recordaba el zureo de las palomas y el gruñido del león: soni­dos oscuros e indistintos, pero que expresan una intensa emo~ ción al tiempo que ayudan a incrementarla más aún.

«Meditar» parece ser, pues, para la Biblia «susurrar ince­santemente» la ley del Señor. ¿Con qué finalidad? Con la de fijarla más y más adentro, de imprimirla más y más Íntima­mente. La repetición musitada e incesante de unos textos o fra­ses ayuda, por otra parte, a sobrepasar la mera asimilación in­telectual de lo leído u oído y a asentarla en el nivel de la con­ciencia o conocimiento vivencial.

Es este último aspecto el que pone de relieve la versión grie­ga de los Setenta; éstos tradujeron hagah con la palabra griega meletan, que significa «cobijar, guardar, llevar maternal y amo­rosamente, tener en el corazón. ¿No es muchas veces el zureo de la paloma y el gruñido del león una expresión sonora exter­na del momento de cariño íntimo que están viviendo?

Hablar de meditación cristiana es en último término hablar de meditación bíblica, y ésta tiene posiblemente su mejor ex­presión en la frase de Lucas 2,51: « Y su madre (María) gua/'­daba todo esto en su corazón. Desentrañar el significado de es­tas palabras es, sin duda, dilucidar lo específico de dicha medi­tación tanto frente al camino oriental como frente al abaratado concepto occidental de meditación en los últimos siglos.

La meditación y el cristianismo

La inteligencia bíblica de la meditación nos va a servir de sólida base para dilucidar de alguna forma la esencia y proceso de la meditación cristiana y para ver la «armoniosa disonancia» existente entre ésta y la meditación oriental. No vendrá mal, antes de tratar directamente el tema, recordar las relaciones históricas entre el cristianismo y la meditación.

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No puede decirse que la meditación sea un ejercicio que ca­racteriza a la religión cristiana; ni siquiera puede ésta definirse como «religión de meditación» y sí en cambio las religiones orientales, para quienes el mundo externo y la historia humana son exteriorizaciones provisorias de la realidad interior, sola­mente en la cual se encuentra el verdadero ser del hombre. Ló­gicamente esas religiones buscan la verdad por el camino de la interiorización o meditación. La religión judeo-cristiana, con su afirmación básica de la creación que en el cristianismo culmina en la Encarnación, no se especifica por un regreso del hombre a su interioridad o a un estado de conciencia más allá del tiém­po y el espacio, sino por la afirmación de la salida de Dios a la creación y a la historia corno realidades en sí válidas, con­sistentes, con un telos y un movimiento hacia una plenitud de­finitiva.

Pero aunque inseparablemente unido al mundo y a la his­toria, el Dios de Jesucristo no se identifica con las categorías de espacio-tiempo, sino que las supera. Olvidar esto sería caer en un monismo de signo contrario al oriental, en el que la abso­luta inmanencia de lo divino anula las categorías espacio-tempo­rales como pura ilusión de la mente. Ahora bien, trascendencia de Dios e interiorización son inseparables, porque sólo a través de ésta el hombre se libra de quedar atrapado en las dimensio­nes puramente espacio-temporales de las cosas. Por eso el cris­tianismo, que es por su naturaleza una tensión entre inmanencia y trascendencia, es también una tensión entre historia-mundo­comunidad humana y espacio interior, que es el blanco de la meditación.

Por eso la meditación ha acompañado siempre la vida espi­ritual de la Iglesia y la ha acompañado como una práctica de primer orden y de primera necesidad. En los primeros siglos, los PP. del Desierto y los monjes de Oriente y Occidente pon­drán en el centro de sus vidas la oración ininterrumpida y la penetración meditativa de la Palabra de Dios y de las realidades salvadoras. La forma más generalizada de meditar era la de la repetición incansable de textos bíblicos aprendidos de memoria. En Oriente cuajará en la «oración del corazón», también llama­da «oración de Jesús», sobre la que volveremos después y que sus seguidores retrotraen hasta los mismos apóstoles: «Esta ora-

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ción, dice un texto de la Filocalia, nos viene de los santos após­toles. Les servía para orar sin intenupción, siguiendo la exhor­tación de San Pablo a los cristianos de orar sin cesar» 10.

Al final de la Edad Media surgieron en Occidente los mé­todos de oración y meditación; la incipiente vida ciudadana exi­gía una estructuración más recia de la piedad. Ignacio de Loyola, basándose en su propia experiencia e integrando experiencias anteriores, llega en sus Ejercicios Espirituales a la elaboración de un método entonces insuperable en cuanto método. Junto a él, Teresa de Jesús y Juan de la Cruz enseñan un camino ten­dente a fomentar una asimilación más contemplativa de la fe. Los siglos posteriores aportarán nuevos métodos suficientemente conocidos en la historia de la Espiritualidad.

Hasta hace unos decenios la meditación siguió conservando su rango privilegiado en la vida cristiana. Desde entonces fue descendiendo en la Iglesia y se fue sustituyendo por otros me­dios que parecían más modernos y eficaces e incluso más evan­gélicos: revisiones de vida, grupos de reflexión, etc. No se niega la utilidad de estos métodos, sino que únicamente se constata su papel sustitutivo de la meditación. Podría pensarse que, a juzgar por la mentalidad que se ha ido extendiendo, la «inte­rioridad» no pertenece ya a las exigencias fundamentales de la existencia cristiana.

Muchas causas influyeron en este declive: el paso del hamo sapiens aristotélico, amante de la sabiduría y contemplador quie­to y pausado de la verdad en sí misma, al homo ¡aber y al homo politicus (recuérdese el entusiasmo con que fue recibida La Ciudad Secular, de Harvey Cox, y su ideal del hombre cristiano como hombre político); las «trampas» de una escatología desen­carnada, la desconfianza ante un pietismo dulzanón y subjetivo, la prisa de la Iglesia por recuperar el papel social que perdió al aparecer la civilización urbana, la sana idea de un compro­miso en la construcción del mundo; el fenómeno de la seculari­zación, teológicamente orquestado, que reduce los niveles de la realidad al sólo nivel racional-activo-técnico-científico y rechaza el espacio simbólico-contemplativo en el que puede contemplarse

10 La Filocalia de la oración de Jesús, Salamanca, 1986, p. 9. Se trata en esta obrita (213 pp.) de un pequeño epítome para dar una idea de ese movimiento. La obra clásica de la Filocalia consta de varios volúmenes.

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al «Otro»; el panliturgismo que redujo la oración a la celebra­ción litúrgica, la complicidad de una teología «sentada» (U. van Balthasar) que desterró la mística a los arrabales, la negó el ca­rácter de fuente subsidiaria y así, al mismo tiempo que secó la reflexión teológica, contribuyó al ejercicio de una piedad ascé­tico-moralista; el slogan de que la acción es contemplación y de que estar con los demás es el verdadero estar con Dios, una teología de la esperanza que niega todo carácter epifánico-cós­mico al Dios bíblico y un largo etcétera. Todo ello fue apagando la secular experiencia meditativa de la Iglesia. Es verdad que ningún Pontífice dejó de recalcar su importancia y que la misma proclamación del doctorado de Santa Teresa quiso ser en la mente de Pablo VI una sacudida, un aldabonazo y una invita­ción a colocar el Castillo Interior en el centro de la Ciudad Secular. Y también lo es que, tras un período de ocaso y deca­dencia, está resurgiendo con nuevos bríos la búsqueda de la in­terioridad al lado ahora de una conciencia social que en épocas pasadas no acusaba tanto su presencia en los movimientos espi­rituales.

Como el descenso de la práctica meditativa tuvo su entorno existencial y sus presiones y apoyos doctrinales, también la re­cuperación de la misma obedece a un clima que hoy la reclama con urgencia. Ya hemos aludido en temas anteriores al callejón sin salida en el que se encuentra metida una sociedad que elevó la racionalidad a «principio supremo» y que hoyes llevada por la propia extrema hipertrofia técnico-racionalista a dar el paso hacia un nuevo tipo de conciencia que ha de ser forzosamente la espiritual. El nuevo descubrimiento del horno festivus y del «ocio creativo», las nuevas dimensiones de una teología de la gracia y el desarrollo de la sensibilidad en orden al espacio gra­tuito de la realidad, la necesidad de recuperar el «yo» dentro del «nosotros» y el «individuo» en medio de la colectividad anónima, las dimensiones fantásticas de la conciencia humana que, a pesar de sus peligros, han puesto de manifiesto las dro­gas, la dirección de la nueva psicología claramente orientada hacia la esfera más interior del hombre, la invasión de los mé­todos orientales, la inutilidad operativa de la liturgia cuando el participante no tiene espíritu contemplativo, la indiferencia que se experimenta ante la enseñanza de una religión fixista objeti-

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vo-dogmática y la insuficiencia de una teología política que deja en desamparo el reducto más interno del hombre, están provo­cando la revalorización de la tradición mística y su uso como fuente inapreciable para una teología de la experiencia cristia­na; se desempolvan antiguas esencias espirituales, se ponen de moda, aparte los grandes místicos, libros como El peregrino ruso y La nube del no-saber, y se abre un fecundo diálogo con la espiritualidad oriental; los cristianos no van a la zaga de otros en la asistencia a cursos de meditación profunda a pesar de que, a diferencia de las religiones orientales, la cristiana dis­pone de otros muchos y ricos medios de vida espiritual aparte de la meditación,

La esencia de la meditación cristiana

Además de aspectos comunes a la meditación en general, la cristiana tiene unas características esenciales que la diferencian de cualquier otra. Podemos resumirlas en los siguientes breves enunciados:

1. Como cristiana, la meditación tiene que ser siempre cris­tocéntrica; su tema es invariablemente el encuentro personal con el Dios vivo que se nos ha hecho y se nos hace presente en Jesús.

2. Dado que el Dios presente en Jesús es el amor como relación interpersonal, la meditación cristiana es esencialmente un proceso y diálogo de amor entre Dios y el hombre; diálogo en cada instante iniciado y gratuitamente mantenido en cada momento por Aquel. En dos manidas palabras: es un diálogo yo-tú.

3. Como meditación cristiana es un proceso de interioriza­ción del misterio objetivo de Cristo.

4. Es un proceso de saludable e imprescindible tensión en­tre Dios y los hombres. El Dios crist,océntrico es a la vez el de su misterio ad intra y el de su salida ael extra sin posible sepa­ración de los dos aspectos. Su presencia como amor interrela­cional no puede ser únicamente vivida en la intimidad del alma individual vuelta hacia él, sino que ha de ser buscada y encon­trada en la relación interpersonal y social que, por la salida de

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Dios al mundo y por la capitalidad de Cristo sobre el cosmos y la historia, es de por sí relación cristo céntrica a descubrir como tal. En tal relación se da, por tanto, el aspecto trascendente­mistérico del amor de Dios no reductible a acción social alguna o a circunstancia alguna contingente de la relación interperso­na1 o social, y su traducción temporal y horizontal se vive en la acción social comprometida y en la asunción amorosa y res­ponsable de cualquier circunstancia que afecte a las otras per­sonas. El aspecto contemplativo y mistérico de la salida y pre­sencia de Dios en el mundo (donde hay que buscarle) se fomenta en la meditación como proceso de interiorización del misterio del Dios cristocéntrico; en la vida de interrelación humana y social, el aspecto mistérico·contemplativo sigue siendo la base, pero se expresa como solidaridad y participación activa y res­ponsable.

5. La meditación cristiana, por ser un proceso y diálogo amoroso, es siempre de alguna forma oración.

Meditación cristiana y meditación oriental

1. El carácter cristocéntrico de la meditación cristiana no conlleva necesariamente que haya que «pensar» expresamente en Cristo o rumiar un tema o frase bíblicos (pues desde la ex­periencia neo testamentaria toda la Escritura sabe a Cristo y cris­tocéntricamente lo ha de entender el cristiano). Una meditación «sin objeto», como es la meditación zen, puede, en principio, convertirse en meditación cristiana si el trasfondo del ejercicio es el Dios de Jesús y la actitud del meditante se mantiene diri­gida hacia él y se mueve en esa órbita; si el meditante se vive y experimenta a sí mismo como un espacio de gracia en el que Dios se comunica como don amoroso y salvador. Para ello no es necesario objetivizar a Dios y a Cristo mediante el pensa­miento, la palabra o la imagen, y más bien necesitarán primero ser desobjetivizados para poder ser hallados en su realidad de gracia y don.

Un ejercicio de «vacío de la conciencia» mediante el desli­gamiento de pensamientos, palabras e imágenes y, pOl' tanto, prescindiendo de Dios y de Cristo a ese nivel, puede ser y es perfectamente cristiano si su finalidad es dejar a un lado cual­quier propia actividad mental que pueda ser indirecta afirma-

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Clan y presencia de un «yo» que se niega a morir y para ser respetado se viste de pensamientos piadosos; perfectamente cris­tiano será dicho ejercicio de vacío si se busca hacer de la per­sona una esfera de absoluto silencio en el que, callada la acti­vidad del «yo», puede irse anunciando la presencia del «Otro» y éste ir hablando sin palabras, ser escuchado sin interferencias mentales y ser aceptado sin barreras interpretativas.

El vacío de todo objeto de la mente y voluntad es mucho más que «dejar la mente en blanco» y olvidarse de todo para descansar y relajarse. Cuando el ejercitante se detiene en esa mera finalidad, convierte el vacío en pura técnica terapéutica no siempre inofensiva. El verdadero meditante busca, a través del vacío de toda actividad normal de sus potencias, el silencio que libere a la realidad (en nuestro caso al Dios de Jesús como la realidad amorosa relacional) de ser «objeto», pues toda propia y auto-dirigida actividad de la mente y voluntad convierte a la realidad entera, también a Dios y al hombre, en objeto, y en objeto de algo propio, aunque de forma a veces muy sutil y espiritual; busca dejarla renacer lentamente en nosotros como verdadera originaria realidad que, en cuanto tal y no mediati­zada por nosotros, va penetrando y transformando los estratos de la persona antes ocupados por el «yo» pensante y volunta­rista y ahora vacíos y por lo mismo aptos para ser embestidos por aquélla.

Dios palabra que nos habla (en su Hijo) es a la vez Dios­Silencio impenetrable. La misma Palabra de Dios, Jesucristo, nace del silencio del misterio de Dios, a él continuamente re­mite y de él es continua presencia. «El que en Cristo escucha la Palabra de Dios, escucha también su silencio» (San Ignacio de Antioquía). Cuando a la Palabra se le quita su Silencio, es decir, el misterio insondable en ella presente, y se la hace pala­bra mentalmente captable y pensable, queda automáticamente sometida a nuestro dominio y limitada a nuestras fronteras. Vie­ne entonces la confusión del Dios cristo céntrico con nuestras proyecciones y su reducción a objeto dominable por la ciencia teológico-racional y por la mentalidad que ella produce, a punto ético de referencia, a profético denunciador de injusticias, a recurso fácil en momentos de necesidad que, así se espera y así se exige, tiene que solucionar si quiere que se siga creyendo y

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esperando en él. Dios no es entonces el que hace presente un gratuito y misterioso proceso amoroso, sino una posesión que impide la donación, un apego grave que impide la libertad, un obstáculo fijo que impide caminar, un objeto estático y parali­zante que no permite la vida y el desarrollo del sujeto-persona que es dinamismo y energía ilimitada; se convierte en el velo opaco que cubre su propia realidad, y en proyección ilusoria elevada a la categoría de realidad suprema.

San Juan de la Cruz, místico del amor teologal esponsal, ini­cia el proceso amoroso entre Dios y el alma con la purificación del entendimiento, que es la purificación de la fe de toda mez­cla o artimaña discursivo-racional; advertirá severamente que cualquier noticia particular que cae en el entendimiento «no es Dios», y exigirá traspasarla para llegar a una fe purificada que atisba a Dios como «noticia oscura, general y amorosa» 11.

San Juan de la Cruz exige dejar al Dios objetivado, es decir, al Dios como objeto del pensamiento racional, para recuperarle como contenido o realidad mistérica en la sustancia del alma.

El defecto de Oriente está en confundir el contenido con el objeto y en rechazar aquél al rechazar justamente éste como una falsificación mental de la realidad, que no es objeto está­tico, sino dinamismo y energía puros; pero el defecto de Oc­cidente está en confundir el objeto con el contenido, de forma que algo es verdaderamente algo en cuanto es pensable, y le hacemos presente a nosotros sólo en cuanto «pensamos» en él. Una meditación sin objeto, en la adecuada postura, con la ade­cuada respiración y la adecuada tensión, que favorece la inte­gración de los niveles corporal, psíquico y espiritual, y ayuda a asentarse en el centro no-racional del vientre, puede ayudar también al abandono del Dios objetivizado de la cabeza y a su recuperación lenta como contenido o realidad mistérica 12.

11 Subida del Monte Carmelo, libro segundo, caps. 13 y ss. 12 En la Revista Erbe und Auftrag se desarrolló hace años una intere­

sante controversia sobre la meditación sin objeto y su validez como medi­tación cristiana. La afirmaba el P. Lotz basándose precisamente en la distinción entre contenido y objeto. J. B. LOTZ, Betrachtung odel' Medi­tation?, en Erbe und Auftrag, 47, 1971, pp. 459-471. En contra, J. SUD­BRACK, Zum Thema: Betrachtung oder Meditation?, en Erbe und Auftrag, 48, 1972, pp. 95-102; J. B. LOTZ, Noch einmal: Betrachtung oder Medí­tation?, ibíd., 48, 1972, pp. 264-270; J. SUDBRACK, Missverstiindnisse oder Unterschiede?, ibíd., 48, 1972, págs. 339-348.

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Al cabo de un tiempo más o menos largo de paciente medi­tación diaria sin objeto, se puede ir creando en el meditante cristiano una nueva e instintiva relación no sólo con el conjunto de la realidad, sino con todo el mundo de lo religioso-cristiano: la lectura de la Biblia sugiere vivencias más profundas, la litur­gia penetra más adentro, etc. Es, sencillamente, el resultado de la formación en el sujeto de un estrato contemplativo a base del ejercicio de una meditación no-mental que va ayudando a co­nectar, más allá del sentido literal o racional de los textos, con el rico simbolismo del lenguaje religioso.

De todas formas, una meditación cristiana no debiera redu­cirse a la meditación sin objeto, aunque ésta sea practicada con un trasfondo y actitud cristocéntricos, sino que, tras un buen rato de ese tipo de meditación, se debiera hacer una medita­ción «con objeto», aunque no precisamente de manera discur­siva: un símbolo cristiano, un mantra cristiano, etc., pueden ser tan eficaces como la meditación sin objeto si son verdadera­mente meditación, y además ponen en contacto expreso con el mundo de 10 cristiano.

Un cristiano necesita además moverse en el mundo de la Biblia, poner en el centro de su piedad la liturgia y frecuentar la Lectio divina. De otra forma su meditación profunda puede ir perdiendo fácilmente sustancia cristiana.

2. La meditación cristiana es un diálogo yo-tú. El budismo interpreta la creencia en un Dios personal o Tú como un an­tropomorfismo ingenuo, y se niega por su parte a calificar ese fondo trascendente al espacio-tiempo. Ciertamente que Dios no es un tú particular o un alguien particular al modo humano, por muy infinito que se le quiera hacer, y es necesario a la fe desantropomorfizar a Dios. La meditación del silencio que prac­tica el budismo zen puede ayudar mucho a un cristiano a acer­carse, en un ambiente de intimidad y recogimiento, a un Dios que no es proyección de la imagen del hombre, ni un viejo con barbas, sino la profundidad amorosa personal de todas las co­sas, sin que sea lícito particularizarle ni localizarle, y sin que sea posible dialogar en profundidad con él sin que al mismo tiempo se esté conectando vivencia1mente con el nt,c1eo profundo del universo entero. La espiritualidad histórica que hoy domina y la personalista centrada en la idea de un tú tiene el peligro de

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caer en un antropomorfismo y de dejar de ser una espiritualidad cósmica.

De todas formas, sólo puede existir el diálogo con un tú cuando muere el «yo», porque éste hace de todo, también de Dios, un objeto a dominar y someter de una u otra forma. Sólo puede haber diálogo yo-tú cuando el «yo» ya no es el «yo» del centro racional, sino el «Sí-Mismo» en el que «ya no vivo yo, sino que él me vive» (Jung). Si bien es verdad que el hombre es realidad relacional y que, por tanto, su Yo verdadero no puede realizarse sino en apertura hacia un Tú, también lo es que esa apertura sólo puede darse desde un desarrollo del Sí­Mismo. Y a poner a un lado el yo racional para que vaya ml-­

ciendo el Yo capaz de abrirse, ayudan sin duda alguna los caminos de meditación que se colocan en un nivel no-mental.

3. La meditación cristiana es un proceso de interiorización del misterio objetivo de Cristo. Por lo mismo no puede consistir únicamente en la interiorización en capas más profundas de conciencia, que es simultáneamenle interiorización en capas más profundas de la entera realidad cósmica, sino que es preciso interiorizar el misterio del amor trinitario que se realiza como proceso amoroso. Pero, si es interiorización, llevará consigo el ir más allá del nivel racional y la penetración cada vez más profunda hacia el nivel pre-verbal de conciencia.

La meditación discursiva prevaleció en los últimos siglos como modelo de meditación. En ella el meditante considera de­tenidamente un tema y saca conclusiones para su vida moral y espiritual. Hoy este concepto de meditación ha entrado en crisis. Se afirma con razón que el discurso y la voluntad representan las capas más exteriores de la persona, y que se muestran cada vez más inútiles como vías de acceso a la realidad profunda y a la experiencia de la trascendencia. Por otra parte, la medita­ción discursiva representa una mentalidad activista, moralista y pelagiana que debe ser superada en nombre de un cristianismo que es esencialmente gracia y que supone, por tanto, en el hom­bre una actitud ante todo receptiva, contemplativa y admirativa.

Estas objeciones son serias, pero no se puede rechazar tan categóricamente el método discursivo: sería un empobrecimien­to grande para la vida espiritual y también un peligro. Produjo excelentes frutos en siglos pasados y debe seguir produciéndolo".

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Otra cosa es si es el método más adaptado para el hombre de hoy y si no le superan las técnicas de meditación profunda en las que entran en juego otras capas de la conciencia humana; si al menos no necesita la meditación discursiva de la ayuda de la moderna meditación y si la meditación discursiva puede lla­marse propiamente meditación.

Que la interiorización del misterio objetivo de Cristo no im­pide la bajada a niveles profundos de conciencia como en la meditación oriental, lo prueba, entre otros, el caso de Santa Te­resa, cuyos grados de conciencia interesan tanto a los estudiosos ele la psicología profunda.

4. La meditación cristiana es una tensión entre Dios y los hombres, entre lo mistérico y lo que podemos llamar «social» de Dios. Aquí la espiritualidad cristiana tiene para Oriente un mensaje que éste ha reconocido en diálogos interconfesionales.

Resumiendo: Oriente aporta a la meditación cristiana unos aspectos psicosomáticos integradores y unificadores de los di­versos niveles del hombre que aquélla debe incorporar por res­ponder a la unidad real del hombre como cuerpo-psiquismo­espíritu; aporta igualmente unas técnicas pacificadoras de la men­te que ayudan grandemente a la interiorización en niveles muy ricos del ser generalmente dormidos en el hombre convertido en cabeza; y finalmente nos recuerda la importancia de la dimen­sión contemplativa de la realidad. No obstante, desde el punto de vista cristiano es preciso volver los ojos a la mística cristiana como modelo para una meditación profunda trinitaria, a la que pueden ayudar mucho los métodos orientales en cuanto métodos, no en cuanto contenido.

Oriente quiere llegar en sus meditaciones al punto origina­l'Ío indiferenciado de las cosas: a la vibración primera de la que el mundo procede pero que le trasciende, al silencio abso­luto en el que desaparece todo 10 concreto y particular. Oriente no tiene sentido de la historia, y su peligro está en una excesiva introversión que no ha valorado la importancia de la acción en un mundo considerado como una «ilusión» y en el que cada uno paga las consecuencias de sus vidas anteriores. Hasta que no llegaron los misioneros cristianos a la India no comenzó la acción social. Occidente cristiano no se coloca en el primer mo­mento de la creación, sino en la plenitud de los tiempos, en la

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persona de Jesús como presencia escatológica de Dios en el mundo e historia humanos; lo propio cristiano es la plenifica­ción del tiempo y la historia, que no son, como para Oriente, exteriorizaciones provisorias, sino la realidad destinada a ser el espacio de realización del «Reino escatológico». Pero Occidente teme al misterio en el que, en cambio, el oriental se halla a sus anchas; para el budismo, por ejemplo, la realidad no sólo tiene parte de silencio o misterio, sino que comienza en el silencio y en él vive. Ambas civilizaciones deben dialogar para bien de las dos.

Una ¡orma de meditar cristianamente: el método mántrico con contenido cristiano

Ya hemos hablado del mantra como sonido, palabra, sílaba o frase breve que se va interiorizando. Jesús dijo que cuando habláramos con Dios 110 usáramos muchas palabras, como los gentiles, sino muy pocas. Y con ello no quiso decir que orát'a­mos poco ni poco tiempo. El se pasaba las noches en oración y es de suponer que practicaría lo que aconsejaba a los demás: decir pocas palabras. Al hablar de la meditación en la Biblia hemos visto cómo meditar era probablemente un ejercicio en el que se susurraban continuamente frases bíblicas. Y al hablar de la meditación en los primeros siglos hemos comprobado que reinaba el mismo método. ¿No podría ser hoy un remedio para nuestro exagerado intelectua lismo que nos persigue lógicamente en nuestras meditaciones? El método mántrico está bien proba­do durante miles de años y 110 en vano ha sido, de una forma o de otra, el método rey. La misma concentración en la respira­ción, propia de la meditación zen, ¿qué otra cosa es sino la re­petición propia del mantra, que aquí no sería un sonido, frase, etcétera, sino el propio vaivén respiratorio?

La adopción de un mantl'a cristiano introduce ya al mediten­te en ambiente propicio para su fe, y su ejercicio continuado puede ir transformando insensiblemente su vida. Abundan los testimonios sobre la fuerza extraordinaria que este modo de me­ditación transmite.

Clásica es en el cristianismo, sobre todo el oriental, la «On\-

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ción del corazón», también llamada «oración de Jesús» 13. Aquí sólo vamos a decir unas palabras sobre el significado, razón y práctica del mantra, que en este caso se supone que es cristiano.

El poder de las palabras

El ser humano ha sentido siempre la necesidad de recurrir a p8labras escuetas o frases muy breves para expresar o produ­cir intensos estados de ánimo. Cuando en momentos de especial emoción o angustia la madre se dirige a su retoño y grita la pa­labra ¡hijo!, resume en ese vocablo toda la fuerza del corazón materno; las expresiones de saludo alborozado, los «tacos», los juramentos y maldiciones consisten la mayor parte de las veces en una simple palabra, en la que se quiere concentrar toda la energía expresiva con la finalidad de producir un mayor impacto o eficacia. Nuestros cuentos y leyendas nos hablan de la fuerza mágica de la palabra: el «sésamo, ábrete», la palabra con la que el califa se convierte en cigüeña o con la que se abre la entrada a la cámara secreta del tesoro o a misteriosos jardines, etcétera. Hoy las palabras mágicas, bien probadas por los exper­tos de la propaganda y convertidas en envarados slogans, inva­den los medios de comunicación y consiguen infaliblemente su objetivo.

En los momentos de mayor intimidad entre los enamorados, la charla se convierte en comunicación personal profunda a base de palabras sueltas y encendidas. Y si a las frases de la normal conversación han sucedido las palabras sueltas y repetidas de la íntima comunicación, a éstas suceden con frecuencia los requie­bros seguidos de ratos de silencio y aún el silencio total como medio de expresión y experiencia de una comunión aún más profunda.

y ¿qué diremos de la magia del nombre? Llamar a uno afec­tuosamente por su nombre une a dos personas más que mil con­versaciones anónimas; ignorar el nombre de aquel con el que, sin embargo, se intercambian ideas es signo de la mayor de las lejanías. Los antiguos hechiceros pretendían hacerse con la fuer-

13 La Filocalia de la oración de lesas, p. 95.

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za misma de sus dioses a base de pronunciar repetidamente su nombre.

Los ejemplos citados nos demuestran que hay un poder in­trínseco a cada palabra prescindiendo de su lugar en la frase; y también que la concentración de la energía en una palabra es un medio para descubrir su poder, dejarse penetrar por él y, llegado el caso, comunicarle a los demás a través de la expresión oral. La palabra «paz», por ejemplo, puede contagiar, dejar frío o mantener a uno en el simple nivel de las ideas, según las dis­tintas personas que la pronuncien o las distintas circunstancias en que es pronunciada; puede también provocar reacciones de tipo social o puede ayudar a un estado interior ele silenciosa quietud.

La meditación de una palabra tiene lógicamente como fina­lidad inmediata el cambio del estado interior a base de dejarse penetrar por su fuerza; el cambio de la relación hacia fuera, y los posibles planes de actuación, son en este camino una con­secuencia del cambio operado en uno mismo.

En una cultura pura y unilateralmente racionalista como la nuestra, la generalidad de las personas han perdido la capacidad para «sentir» el poder interno de las palabras; se les ha evapo­rado la capacidad natural para «oírlas» e interiorizarlas, y con­siguientemente las palabras se han convertido en un simple medio de comunicación de ideas, en un vehículo del nivel ra­cional del hombre en el mejor de los casos. Pero ni el nivel racional es el único nivel del hombre, ni puede ser verdadera­mente racional-humano si no es expresión de otro nivel más profundo, ni finalmente la comunicación puramente racional es verdaderamente interpersonal.

Al ritmo de la respiración

Toda palabra, por el mero hecho de ser un sonido, tiene unas vibraciones que repercuten beneficiosamente en el organis­mo y el psiquismo cuando, efectivamente, se la deja vibrar. Esto está hoy científicamente comprobado. Y hay muchas palabras cargadas de resonancias anímicas muy saludables. Así, por ejem­plo: paz, amor, bondad, confianza, luz, unidad, etc. En un cre­yente, la palabra Dios, Jesús, etc. Pero para que su capacidad

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de resonancia a nivel espiritual se haga realidad, no es suficiente «decirlas», sino que hay que «oírlas»; y para ello es necesaria la concentración interior y la actitud de escucha, que no es po­sible sino acallando el vaivén mental. Con otras palabras: es imprescindible una actitud meditativa frente a ellas, pues no se trata de un discurrir activo sobre ellas, sino de un receptivo escucharlas una y mil veces como dichas desde fuera a nuestro oído interior.

A ello ayuda grandemente la compañía consciente del ritmo respiratorio. El ritmo respiratorio es un movimiento simétrico, y éste es a su vez un mecanismo psíquico fundamental; por eso meterse conscientemente en ese movimiento es hacer consciente algo natural, agradable y espontáneo; la corriente psíquica in­terna se acomoda a ese movimiento y, en consecuencia, la con­ciencia mental adquiere también simetría: deja más fácilmente de divagar y crece la concentración.

El proceso de espiración-pausa-inspiración hace, además, ex­perimentar al meditante de forma intensa el movimiento con­tinuo de transformación en el que consiste realmente la «vida». y al insertar en ese ritmo la palabra que se quiere meditar, ésta es apartada del nivel de las ideas en el que normalmente nos movemos y colocada en otro nivel en el que es oída, vivenciada y sentida; se va dando una compenetración afectiva entre el meditante y 10 que se medita y abriéndose así a las capas pro­fundas del ser que están cerradas a la postura puramente inte­lectual y discursivo-voluntarista.

Es conocido que en la espiritualidad cristiano-oriental de la oración de Jesús se combinaba la frase «Señor Jesucristo, hijo de Dios, ten piedad de mí» con el ritmo respiratorio, y que esta práctica, que tiene su apogeo en los siglos XIII-XIV con el movi­miento hesicasta, data de muchos siglos antes. Ya Juan Clímaco (hacia 580-650) deCÍa: «Cuando el recuerdo de Jesús sea uno solo con vuestra respiración, entonces comprenderéis la utilidad de la soledad» 14. Nicéforo el Solitario (segunda mitad del si­glo XIII) recomendará por su parte: «Siéntate, recoge tu espíritu e introdúcelo -me refiero a tu espíritu- en tus narices; es el camino que toma el soplo para ir al corazón. Empújalo, fuér-

14 lb íd., p. 147.

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zalo a descender en tu corazón al mismo tiempo que el aire ins­pirado. Cuando esté allí verás la alegría que seguirá: no tendrás que lamentar nada» 15.

Menos conocido es, cuando debiera serlo más, que San Igna­cio de Loyola recomienda igualmente la oración al compás del ritmo respiratorio: «El tercer modo de orar es que con cada un anhélito o resollo se ha de orar mentalmente diciendo una palabra del Pater Noster o de otra oración que se rece, de ma­nera que una sola palabm se diga enlre un anhélito y otro, y mientras durare el tiempo de un anhélito a otro se mire prin­cipalmente en la significación de la tal palabra, o en la persona a quien reza, o en la baxeza de sí mismo, o en la diferencia de tanta alteza a tanta baxeza propia; y por la misma forma y regla procederá en las otras palabras del Pater Noster; y las otras oraciones, es a saber: Ave María, Anima Christi, Credo y Salve Regina hará según que suele» 16. Como se ve por esto, por el título del párrafo (<<Modo de orar será por compás») y por las dos reglas que siguen al fragmento que hemos transcrito, San Ignacio recalca el «ritmo» de la respiración y no sólo el uso de ésta.

El secreto es la repetición

Lo advierte K. G. Dürckheim hablando de la meditación en general como paso que sigue a la concentración: «El carácter pasivo de meditari llega a ser posible, sobre todo, por una in­cansable repetición. Puesto que automatiza el movimiento, la repetición permite «desenganchar» al yo que actúa voluntaria­mente» 17.

La meditación mántrica de una palabra o frase, en nuestro caso de carácter cristiano, consiste en dicha incansable repeti­ción que prepara insensiblemente el terreno a la retirada del yo que la dice, y con ello a la pura receptividad y plena penetl'aeión de la misma hasta la fusión con el propio meditante que enton­ces se siente tl'anSfOl1TIado por ella y en ella. Energías profundas

15 Ibíd., p. 147. 16 SAN IGNACIO DE LOYOLA, Obras Completas, Madrid, BAC, 1952,

p.409. 17 K. G. DÜRCKHEIM, Meditar, por qué y cómo, p. 215.

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se ponen en movimiento; la palabra se convierte en aCClOn al no ser dicha ya por el yo del hombre, sino, de alguna forma ver­dadera, pronunciada únicamente por Dios y por el hombre pura­mente oída; la palabra es entonces realmente lo que por su esen­cial naturaleza debe siempre ser: creadora: «y dijo Dios ... y Sie hizo lo que Dios había dicho» (Gén 1, passim). La acción de Dios en el hombre a través de su palabra es siempre eficaz cuando el yo desaparece y le deja actual'.

De forma impresionante se nos demuestra esto en el libro El peregrino l'USO, que recoge todo el espíritu y práctica de la oración hesicasta. Un joven quiere hacer una peregrinación y pregunta a un staretz la forma mejor de alcanzar el objetivo es piritual de su viaje. El staretz le recomienda repetir durante todo el día las palabras sagradas de la «oración de Jesús» que más arriba citábamos y no consentir por nada del mundo que le inte1'l'umpan. Unicamente debe hacer esto: susurrar, musitar, cantal' y oral' estas palabras 18. El joven se pone en camino y obedece a rajatabla este consejo. No se deja distraer por nada, en todos sus actos susurra incesantemente las piadosas palabras y un día alcanza finalmente la iluminación.

Evitar el tecnicismo

La técnica respiratoria y repetitiva de la frase es un método usado en muchas terapias y prácticas de hipnosis curativas por sus positivos efectos en la mente y en el inconsciente, cuyas fuerzas va despertando precisamente porque limita la actividad de la conciencia racional. ¿ Y qué técnica de aprendizaje o pro­paganda resulta más eficaz que la de la repetición? ¿No se practican y logran por ese medio incluso verdaderos lavados de cerebro?

Puede afirmarse que toda meditación en sentido estricto se apoya, con mantra o sin él, en la repetición. Pero la meditación no es una técnica terapéutica o mental, sino un camino de in­teriorización con la finalidad de abrirle al don y a la presencia de Dios (como quiera que esta palabra se entienda en cada re-

18 El peregrino ruso (con un estudio introductorio y notas de Augusto Guerra), Madrid, Editorial de Espiritualidad, 1984, 6.' ed., 313 pp.

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ligión). La repetición, acompañada de la respiración, sólo es positiva para la meditación cuando se reduce a mera ayuda de una vivencia interior; existe el peligro de que el meditaníe esté demasiado pendiente de la realización de la técnica y de que, consiguientemente, la vivencia quede muy en segundo lugar; también en este caso los árboles no dejan ver el bosque. Una correcta actitud de apertura amorosa y contemplativa ante lo que se medita en la frase logrará, sin pretenderlo, un ritmo res­piratorio automático que, acompañando la repetición de la frase, no pasa de ser un humilde y modesto servidor que no desea hacerse notar y mucho menos ser centro de la atención. Es la unión con lo que se medita lo que va posesion1:Í.ndose del ver­dadero meditan te.

De la palabra al silencio

Aunque cada meditante tiene su pl'Opia expel'ÍencÍa, normal­mente es provechoso dividir la meditación de una palabra o frase en ratos de pura concentración en el ritmo respiratorio y su sentido interno, tal como se explicó en el tema «La medi­tación y el dinamismo corporal», y en otros en los que a ese ritmo se añaden la palabra o la frase y se centra la atención principalmente en ella.

La experiencia llevará a otros a meditar concentrados en el ritmo respiratorio y a intercalar sólo de forma intermitente y por pocos momentos la palabra o frase escogida para volver de nuevo al ritmo respiratorio.