"la medida de lo posible" de rubén valle

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Confirmando que la palabra es una isla para tomar por asalto, el escritor y periodista mendocino Rubén Valle construye en "La medida de lo posible" un mundo paralelo, con reglas propias donde sólo hay vía libre para contarlo todo. El autor toca el timbre y no sale corriendo. Envía cartas a sí mismo y no las lee porque sabe que, en el fondo, ya está todo dicho. Vana tarea -y pueril paradoja- la de intentar sintetizar de qué va y de qué viene un libro de microficción. Sería como querer recordar una película que se vio hace treinta años en blanco y negro, sabiendo que ahora la memoria habrá de recuperarla en color, sin arrugas y con el sex appeal de Angelina Jolie. "La medida de lo posible" no es una sino unas cuantas cintas que vuelven a verse en la tele y, como tal, también tiene algo de cita a ciegas. Ahí está, este libro es una cita a ciegas. Verlo es verla. O al revés.

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Confirmando que la palabra es una isla para tomar por asalto, el escritor y periodista mendocino Ru-bén Valle construye en “La medida de lo posible” un mundo paralelo, con reglas propias donde sólo

hay vía libre para contarlo todo. El autor toca el timbre y no sale corriendo. Envía cartas a sí mis-mo y no las lee porque sabe que, en el fondo, ya está todo dicho. Vana tarea -y pueril paradoja- la de intentar sintetizar de qué va y de qué viene un libro de microficción. Sería como querer recordar

una película que se vio hace treinta años en blanco y negro, sabiendo que ahora la memoria habrá de

recuperarla en color, sin arrugas y con el sex appeal de Angelina Jolie. “La medida de lo posible” no es una sino unas cuantas cintas que vuelven a verse en la tele y, como tal, también tiene algo de cita a ciegas. Ahí está, este libro es una cita a ciegas. Ver-

lo es verla. O al revés.

Rubén Valle (Mendoza, Argenti-na, 1966). Periodista y escritor.

Ha publicado los libros de poe-mas Museo Flúo (1996), Los pe-ligros del agua bendita (1998), Jirafas sostienen el cielo (2003), Placebos (2004),Tupé (2010) y Grietas para huir (2012, ebook).

Integra las antologías de poe-sía Promiscuos & Promisorios,

La ruptura del silencio, Martes literarios y Poesía en Tierra (Centro Cultural de España en Buenos Aires).

Como narrador participó de Mitos y leyendas cuyanos (1998), editado por Alfaguara, y de la antología de textos para niños Ellos, los otros & nosotros (2003). En 2013 pu-blicó en la editorial Ebook Argentino su libro de relatos y microrrelatos Desperté en el bosque después de haber so-ñado un bosque.

En 2006 fue incluido en el documental Poesía Extrema, que reunió testimonios de escritores argentinos y canadienses. Ese mismo año fue convocado a participar del XIV Festival Internacional de Poesía en Rosario. En dos oportunidades obtuvo el Primer Premio Certamen Literario Vendimia en la categoría poesía, organizado por el Ministerio de Cultura de la provincia de Mendoza. En el 2007 ganó el 1º premio del concurso Ciudad de Mendoza.

Actualmente trabaja en Diario UNO.

ÍNDICE

La pereza

De sólo pensarlo

Nuestro nushu

Persona más

Un cierto aire

Gris como un acorazado

Antes no era así

Hay uno

Un largo y húmedo pasillo

Ceferino en la pantalla

Rosa Mística

¿Por qué bailábamos?

Cumbia para mí

La cosecha de Narovsky

Capote

Ahí

Humor

La espera

Y llovía, llovía

Alguien con su nombre

Poema explicado (la testigo)

Uno y el otro

Lo que quiso

La ventana del laberinto

Su mano derecha

Todo lo que termina

Aullar sin ruido

Papeles

Currículum

Detrás

Una cosa blanca

El hueco

Expresionismo

Evidencia

El tipo que te dice

Algo para la sed

Canción ajena

Filo

Conexión

Código

Mi momento Kodak

El sol más poderoso

Pasaba

En un punto

Apuntes de un entomólogo lacaniano

Copyright

Poesía & prozac

Será mejor que empiece

Maldito muñeco de nieve

Mi versión de los hechos

Putita o el fuego de Helga

La especialidad de la casa

Lo que dura el efecto

Dorita y los de rojo

Beso portátil

Phisique du rol

Puede ser el agua

La dedicatoria

Mi primer muerto

Más o menos así

Hasta llorar un río

Sabrina

Rubén Valle

La medida de lo posible

Ya has practicado bastante. ¡Ahora escribe!

Thomas Pynchon, Decálogo

La pereza

“Sólo porque no oyes el sonido de la máquina de escribir no significa

que no esté escribiendo...”

Stephen King, El resplandor

De sólo pensarlo

Aunque lo parezca, aunque todos lo piensen, no soy una rara avis, yo también tengo esos días en

que, como Bartleby, preferiría no hacerlo. Días en que quisiera quedarme mirando un punto fijo en la pared e irme de mí lo más lejos posible. A la primera vez que vi y toqué el mar y al primer beso que di, al añorado puente de Praga o al café donde se juntaban los cua-tro Pessoa, a aquel desmesurado gol a los ingleses, al blanco y negro de las series de la infancia, al río ma-rrón de aquellos veranos familiares. Por qué no a la mujer desnuda en los ojos de mis nueve años. Pero no hay caso, maldita sea, sigo aquí. Confuso y vacío, pero aquí. ¿Será porque de las pocas cosas que heredé de mi padre puedo acreditar una insobornable vocación por el trabajo? Sin embargo, mi suerte parece estar dando un giro que ni las cartas supieron ver: mañana en el correo me van a ofrecer el retiro voluntario. No viene al caso dar detalles, aunque debo decir que me siento un tanto liberado por desoír el mandato pater-no. Calculo que ahora sí podré instalarme largas ho-ras frente a la pantalla en blanco de una computadora

prestada. Sentarme a no escribir nada. Imaginarme que en ese rectángulo de 17 pulgadas hay una puerta y que por esa puerta puedo escaparme hacia una isla solitaria, llevarme ese libro que nunca terminé de leer. Entonces, la paranoia otra vez, como un fantasma ad hoc que me pisa los talones. Digo: ¿Y si la puerta se cierra? Pregunto: ¿Y si no puedo volver y el libro tiene 2.548 páginas y está en arameo? ¿Y si la isla se hunde conmigo? ¿O si no se hunde y tengo que construir una cabaña para sobrevivir; salir a buscar agua, comida, abrigo? De sólo pensarlo me petrifico, me agoto como en una jornada cualquiera en el correo. Definitivamen-te, no quiero ninguna isla. Aprovecho que vivo en un quinto piso y sin pensarlo tiro la computadora por la ventana. El viaje, su construcción mental, me dejó más que exhausto y no sé si tendré las fuerzas suficientes para volver hasta la cama (sí, mi reino sin sorpresas, mi manotazo de ahogado). Por lo menos, debería estirar las sábanas, cocinarme algo y sacar a pasear al perro. Y sé también que tendría que comprar una soga con-fiable y elegir un árbol apropiado. La verdad, preferiría no hacerlo.

Nuestro nushu

Con la muerte de Yan Huanyi se fue la última chi-na que hablaba el nushu, un idioma con más de

cuatrocientos años que sólo entendían las mujeres de Jiang Yong. Agradezco que ni siquiera la intrusa globali-zación les permitiera a mi mujer y a mi suegra conocer el más elemental abc del nushu.

No obstante, caras de una misma moneda, igual se las ingenian para hablar en clave delante de mí, como esas gitanas que suben al colectivo y a los gritos, estri-dentes como los colores de sus polleras, se comunican estratégicamente dejando al resto afuera de su sonoro secreto.

Por mucho que se intente, aún no se ha podido de-mostrar cómo es posible que los ojos de las madres digan tanto. Una mirada materna codifica los misterios y las verdades de la vida de tal manera que ni el mejor filólogo podría saber qué hay allí donde los hombres apenas vemos unos dulces ojos ocultando sutiles can-dados.

Mi mujer y mi suegra lo saben de sobra; explotan

con sabiduría esa versión autóctona del nushu. Puede que ahora estén criticando en mi cara que hace más de una semana que no me afeito o que mis kilos de más deberían empezar a preocuparme. O quizás estén diciendo que escribir no es un trabajo digno, no al me-nos lo que esperaban de mí.

La aparición en escena de mi suegro con un vaso de su mejor Malbec me saca de tanta elucubración y me devuelve a este domingo soleado de asado y pi-leta. Nuestro nushu, debo admitirlo, es bastante más prosaico: hablar de fútbol, de mujeres o de cómo men-tir con oficio en el truco es un idioma que ellas jamás entenderán. Chino básico.

Persona más

Nunca me interesaron los diccionarios, pero aquí me ven, golpeando puerta por puerta, ofreciendo

el último, el mejor, el más completo. “Buen día, seño-ra”, “Buen día, señor”, “¿Está tu mamá o tu papá?”. Así día tras día, calle a calle, casa por casa. Por si lo pensaron, les digo que los peores clientes no son los analfabetos, ni los vecinos con perros malhumorados. Los peores, y por lejos, son las profesoras de Letras, esas que conocen los diccionarios con sólo palparlos. Las mismas que, sin mediar pregunta alguna, comen-zarán a hacer ostentación de su pericia gramatical y de su entrenada mirada para los infaltables errores de im-presión. “¿A usted le parece bien que... bla bla bla?”. A lo que yo responderé con un convincente “tiene usted toda la razón… bla bla bla” para dar paso al derrotado gesto de guardar el destartalado diccionario de mues-tra en mi no menos traqueteado maletín ambulante. La escena se repite unas cuantas veces por día, hasta que llega la noche y el único consuelo que me ofren-do es sentarme en un bar a tomar una cerveza bien helada. Entre vaso y vaso ratifico que este es un mun-

do absurdo, donde nadie lee ni siquiera el diario pero un simple mozo puede ser quien te compre el único diccionario que vendiste en tres eternas semanas. Exactamente los veintiún días que mi mujer tardó en dejarme. A ella, tan inculta como hermosa, tampoco le importaban un carajo los diccionarios.

Un cierto aire

El tipo se cruza en el centro con un setentón que se parece a Beckett. No es que conozca demasiado al

escritor, pero al menos sabe que se trata de un escri-tor. En realidad, recuerda haberlo visto hace unos días en un suplemento cultural. Ni siquiera ha leído nada del irlandés y el rostro del Samuel del diario igual se le marcó a fuego. Piensa que vagamente le recuerda a su tío Osvaldo, un militar retirado, de gesto adusto y lo menos sensible al arte que se pueda imaginar. Lo extraño no es que este hombre se parezca a Becket sino que la mujer que lo acompaña es idéntica a Pa-tti Smith; mejor dicho a la Patti Smith de la época de su disco Horses, tan flaca y sugerente ésta que cruza desapasionadamente la avenida San Martín como aquella que nos miraba insinuante desde la tapa del LP. Samuel y Patti, es decir sus clones en este rincón del mundo, podrían ser pareja, aunque no van de la mano ni dan señales de cercanía afectiva. El tipo cami-na detrás de ellos hasta que de repente entran a una galería y los pierde de vista. Cuando ya pensaba que terminaría tomándose un café solo, la casualidad pone

en su camino a su ex novia Amalia. Aquella que, según su observadora madre, tenía un inobjetable aire a Pe-nélope Cruz.

Gris como un acorazado

Ella admite que fue un error imperdonable regalarle una camisa roja. Su marido detesta los colores vi-

vos y ella lo sabía. Son casi veinte años al lado de ese hombre tosco y monocromático. Ernesto siempre fue así. En eso puede decirse que se parece rotundamente al pianista Glenn Gould, quien solía preferir “el gris de los acorazados y el azul medianoche”.

Su placard, detalla la mujer a una amiga que oficia de eventual terapeuta, semeja un monótono catálogo de pinturería, con las más variadas gamas del azul, el negro y el gris.

Invitarlo a unas vacaciones en el Caribe, piensa ahora, sería una provocación sin retorno. Lo pondría ante el riesgo cierto de ser bombardeado por los colo-res más vivaces de la tierra. Los rojos, amarillos y tur-quesas lo intimidarían de tal forma que no cuesta nada imaginarlo al amparo de una sombrilla, boca abajo, leyendo un libro de Lovecraft sólo para no tener que mirar. No ver siquiera a esas bellísimas mujeres que perturban el paisaje de los demás con sus sensuales

curvas. Y como su esposa lo sabe, se resigna. Cambia la camisa roja por una azul y una vez en casa le dice, casi a los gritos, que se olvide de esa segunda luna de miel en Ushuaia. El ni se inmuta, hoy es sábado, alquiló Azul profundo, en su mesa de luz lo espera El jinete negro, de Stephen Crane, y, de fondo, para su solaz suenan las mejores versiones de Bach en manos del ahí sí lumino-so Glenn Gould.

Antes no era así

La librería está ubicada en una esquina frente al Obe-lisco. Todos los mesones están vacíos, aunque en

cada uno de ellos se puede encontrar un listado con los libros que se supone alguna vez ocuparon esos es-caparates. No hay nadie que atienda, pero al final de cada lista con los libros y sus precios hay un número de teléfono escrito a mano. Basta llamar, confirmar que no se está ante un mal chiste o una pretenciosa instalación del artista cool de turno para cruzar algu-nas palabras con el dueño y escucharle decir lo harto que está de que la gente lea tan poco y gaste más en supermercado, taxis, peluquería o electrodomésticos que en comprar un buen libro cada tanto. “Antes no era así”, insiste, y recién entonces pregunta cuál es el título que me interesa. Sondeándolo un poco más, sa-bré que cada mañana abre su local muy temprano, ho-jea La Nación y luego de dejar cada lista en su corres-pondiente mesón se cruza al café de enfrente a leer a sus preferidos (Borges, Cortázar, Joyce, algo de poesía, mucho Shakespeare). Si suena su celular, se mostrará de buen talante, responderá las preguntas y si hay tra-

to convocará al cliente a su improvisada oficina para cerrar la operación. Tratándose de un lector, no dudará en ser él quien pague el café.

Hay uno

Mi hijo los mira, los toca, palpa su peso y no lo puede creer. Me dice, “¿en serio que con esto

escuchabas música?”. Son discos de vinilo que nunca me resigné a vender y mucho menos a regalar. Forman parte de mi adolescencia tanto como aquellas cartas de mi primera novia (que no me atrevo a quemar) o los cientos de recortes del Mundial ‘78. Claro, mi hijo compara esos enormes círculos negros con sus minús-culos cidís y logra que mis antiguos elepés se vean, en perspectiva, como él y yo en una foto de ahora. Por más que se jacte de estar al día en todo lo que sea tecnología, lo veo en sus ojos, no puede disimular que le atraen. Se pasa toda una tarde leyendo los sobres interiores con las letras, viendo fotos de bandas y solis-tas, comparando cómo toda esa kilométrica informa-ción cabe hoy en el minúsculo booklet de los discos compactos. Pero hay uno que le llama especialmente la atención por sobre el resto. Me pide que por favor se lo regale, que lo quiere conservar como recuerdo (una antigüedad de esas que difícilmente alguno de sus amigos podría tener en su habitación). “Por favor,

papá”, ruega histriónico. No lo sabe, pero es obvio que algo intuye: el disco que le acabo de regalar es el mismo que escuchábamos todo el día con su ma-dre en aquellos tiempos de la Universidad en que ella quedó embarazada. Todo gira y vuelve. Amores, odios, canciones, promesas. Todo gira, gira y vuelve. La vida como un disco de vinilo que ya no se escucha y sin em-bargo sigue sonando en mí. Y ahora también en él.

Un largo y húmedo pasillo

“Ya no soporto más el olor de los hospitales”, me dice evitando llorar, pero no lo logra. La supera

el dolor; no el físico, que vaya si lo conoce, sino ese do-lor de saber que las cosas podrían estar un poco mejor y en ella siempre están definitivamente peor. A menu-do, y por alguna extraña razón, todo se le complica, se le torna denso, sin salida. “A vos alguien te hizo un trabajito”, le había dicho su amiga Leticia y lo único que logró fue desencadenarle más lágrimas. Ahora, un poco más calma, me insiste con el olor de los hos-pitales. Intenta definirlo: “Es como un pasillo largo y húmedo que te conduce a tus zonas más oscuras, a lo que querés olvidar y vuelve una y otra vez. Un pasillo donde todo reluce y en el que los que se te cruzan en el camino tienen la mirada extraviada. Son los que van pensando en que quizá mañana los espere otro pasillo, aún más largo y definitivo”. Todo esto me lo cuenta por teléfono. Está sentada en la guardia y entre el ruido de fondo alcanzo a oír que saca un pañuelo de la carte-ra, se seca las lágrimas para seguir llorando y antes de mandarme un beso y escuchar cómo le deseo suerte,

vuelve a decirme por enésima vez que ya no soporta el olor de los hospitales. Tan cerca la siento, que ahora mi oficina huele a hospital y un extraño dolor en el pecho me impide hablar por un buen rato. Decirle, por ejem-plo, que en mi pasillo todavía queda una luz encendida y una puerta abierta para ella.

Ceferino en la pantalla

La primera película que recuerda la vio en un antiguo cine de pueblo, a principios de los ’70. Fue en Puer-

to Soledad. Aquel cine, como tantos otros, hoy es una iglesia evangélica, y aquel pueblo, también como tan-tos otros, podría compararse a ese tren oxidado que quedó anclado en una vía muerta y al que los niños ven como un bizarro parque de diversiones a la hora de la siesta. Volviendo a la película, tiene la certeza de que era una argentina, en blanco y negro. Su padre, el memorioso de la familia, está dispuesto a jurar que se trataba de El milagro de Ceferino Namuncurá, dirigida por un tal Máximo Berrondo. Extrañamente, no pue-de recordar quién era el actor principal, pero sí que contaba las penurias de Ceferino, el hijo de un cacique mapuche que al tiempo cayó en las redes del cristia-nismo. Era, o su memoria lo codificó así, una historia bucólica y triste. La imagen que más le impactó del futuro santo pagano fue una en que un jovencísimo Ceferino, débil por una implacable tuberculosis, hace sonar una campana, mientras desfalleciente tose y tose y escupe sangre, mucha sangre. No recuerda mu-

cho más, apenas que esa sensación de estar a oscuras entre un puñado de vecinos, compañeros de colegio y actores hablando desde una enorme pantalla, fue para él casi como haber estado una hora y media dentro de un cuento de los Grimm. Un cuento que, treinta años después, alguien contará por él, ya muy lejos de Puer-to Soledad, ese pueblo hundido en sí mismo.

Rosa Mística

Por no creer en milagros es que estoy aquí, en una precaria casa de El Algarrobal, pidiéndole a la Rosa

Mística que me devuelva la inspiración, que me revele poemas grandiosos como los de Baudelaire o Pizarnik, argumentos para una novela definitiva como las de Kawabata, personajes inolvidables como los de García Márquez. La mayoría de los fieles que veo deambular por este patio atestado son mujeres humildes. Muchas de ellas han llegado dificultosamente en colectivo, con llorosos niños colgando de sus faldas y tantas velas como hagan falta. Es muy fácil leerles el miedo en los ojos, casi como a todos los que creen en algo. “Quien no cree, no teme”, leí cierta vez en una estampita trucha. Y a pesar de que eso también es mentira, mi vela acaba de encenderse, aunque yo no traje velas ni creo en el fuego que ahora se extiende por mi camisa. Rápidamente, me apagan con litros de agua bendita. Demasiado tarde. Ya tengo suficientes imágenes como para irme de aquí convencido de que ella es el único personaje, el poema más grande, la novela que nadie lee y, sin embargo, todos protagonizamos.

¿Por qué bailábamos?

La traje directamente desde el sueño. Como si se tratase de una extracción de cajero automático, en

lugar de manoseados pesos llegó a mis manos su frágil cintura, el humo de su cigarrillo escapándosele al be-sarme. Había pensado todo el día en ella intentando encontrarle algo de lógica a eso de estar tan lejos es-tando tan cerca. Cada vez que nos veíamos (rara vez pa-saban más de dos o tres semanas) volvíamos a pregun-tarnos por qué tanta química se perdía en el cosmos o en olvidables poemas disparados vía mails. No puedo precisar en qué lugar estábamos, pero sí recuerdo en detalle que bailábamos un tango, desnudos y un poco borrachos. Parecíamos cómodos en ese fluir sin hoja de ruta, en el que bastaba dejarse llevar por la música. A juzgar por la coordinación, parecía que siempre nos hubiéramos amado así, de pie, toda la noche, con sus quiebres y sus espasmos. Desperté agitado, intentan-do descifrar por qué bailábamos (digo, nunca fuimos a una disco juntos; mucho menos a una tanguería) y, sobre todo, por qué un tango (siempre escuchábamos otra música; rock, ambient, jazz). Pensé en algo que

me dijo y de pronto la extrañé más que nunca. Antes de volver a dormirme puse mi mano entre sus piernas y otra vez la oír gemir. Igual que en el sueño.

Cumbia para mí

Para dejar de pensar en ella pienso que ella ya no piensa en mí, que prefiere seguir distrayéndose en

fiestas electrónicas y escribiendo su vida en un diario sin pretensiones literarias. Después de largos años, hoy saqué la guitarra del estuche para ponerme a can-tar tangos tristísimos, siempre con acordes menores para soltar alguna puta lágrima. Si ni Mozart ni Spi-netta logran conmoverme lo suficiente, me digo que ése no debo ser yo. Igual canto, medio borracho canto como el viejo Whitman perdido allá en la colina. Como un negro que cosecha algodón en un campo de golf. Canto Ella ya me olvidó y recién entonces puedo llorar un poco y romper la guitarra contra la cama y repetir-me que ella, definitivamente, ya me olvidó. Antes de irme a dormir solo, beso su foto como si fuera una es-tampita de Santa Catalina y me hago una promesa, la última: de ahora en más, la vida será una interminable cumbia para mí.

La cosecha de Narovsky

No hace falta que se lo digan. Él reconoce que es un auténtico obsesivo. Está en la playa con todo lo

que tiene que tener -según su particular concepción- un hombre para ser feliz: música, libros, mate y ciga-rrillos. Corre viento, y aunque se está nublando y una tormenta amenaza desde el norte, no deja de ponerse protector solar con el mayor filtro posible. Nada le irri-ta más que la arena que se le pega donde acaba de pasarse crema. Sus hijas han vuelto a invitarlo a jugar al tejo y él ha vuelto a disculparse para dedicarse a su flamante e insólito hobbie. Somos varios los que ve-mos lo concentrado que está en recoger vidrios de la arena (en pocos minutos la tapa del termo, que oficia de improvisado basurín, está repleta). Desde que una antigua profesora le leyera aquel famoso aforismo de Narovsky, la idea le quedó dando vueltas y ahora, tras haber descubierto cerca de su sombrilla un trozo con-siderable de una botella de cerveza, no puede dejar de buscar pequeñas y filosas muestras de la animalidad humana. Esos restos, que la mayoría de las veces lle-van el etílico sello de los desaprensivos, dejan su se-

cuela donde se juega al vóley, se miran mujeres como si fueran amaneceres o simplemente se trota para que las vacaciones no terminen con uno. Un día, proyecta el obsesivo, bien podría construir con todos estos vi-drios una enorme botella para lanzar al mar. “En lugar del mensaje de un náufrago, me transportará a mí”, fantasea antes del tajo y el grito y la sangre goteando en la arena y su mujer insultándolo, curita en mano.

Capote

A los 10 años tuvo un perro, su primer y último pe-rro, al que su padre sin mayores explicaciones y

para su asombro bautizó Capote. Era un caniche poco agraciado que igualmente caía muy simpático. Una no-che de verano, tres o cuatro meses después, tal vez impulsado por la sed de un día de más de 35 grados, la inquieta mascota intentó tomar agua de la pileta que tenían en medio del minúsculo jardín. Por la mañana, al salir al patio y ver a su perro flotando, inmóvil, supo que algo andaba mal. Su madre recuerda que al niño no se le escapó ni una lágrima, apenas atinó a patear una maceta y volver corriendo a su cuarto sin desayu-nar. Su padre, en cambio, observaba en silencio cómo Capote giraba lentamente movido por la suave brisa de la mañana. Años después, la terapia dejaría de ser un gasto inútil para empezar a dar algunos frutos. Des-cubriría, por ejemplo, su inexplicable fobia al agua, a las piletas, a los perros, a las novelas de Capote y, so-bre todo, a su padre. Al hijo de puta de su padre que ni muerto dejó de ladrarle que era un maldito perdedor.

Humor

Candela tiene tres años. Es hija de mi primo Eduar-do y va a la misma guardería que mi hijo Agustín.

Lleva un vestidito que le hace juego con sus ojos ver-des y está comiendo un chupetín de frutilla, apoyada con despreocupación en el ataúd de su abuelo. Afuera hay sol aunque ya estamos en pleno junio y todos aquí adentro daríamos cualquier cosa por tomar un buen café. Candela llora porque ve llorar a su mamá, pero no entiende del todo lo que está pasando en esa ha-bitación enorme, llena de flores y caras extrañas. Una mosca se posa en la nariz del finado. Ella quiere mucho a su abuelito. Tanto, que en su intento de espantar a la mosca le da un violento cachetazo en la cara. Inmedia-tamente, como si buscara compensarlo, le convida su chupetín de frutilla. Se lo pone en la boca no sin cierto esfuerzo. Estupefactos, los más cercanos a la bizarra escena no pueden creer lo que están viendo. No saben si retar a Candela, sacarla en silencio para no alterar a los demás o si acercarse y decirle “¿qué hacés Cande-lita, estás loca?”. Si el abuelo, para quien su nieta era la luz de sus ojos, se hubiese visto así, rígido y con un

chupetín en la boca, seguramente se habría reído un largo rato. Quienes lo conocimos, podemos asegurar que si algo caracterizaba a Don Federico era su gran sentido del humor.

La espera

El Peugeot 208 blanco está estacionado al costado del Acceso Sur, a unos 200 metros del puente por

donde voy pasando. Parece un remís. Es un remís, por-que ahora que lo veo bien tiene un número en la puer-ta. Al volante está un hombre de contextura pequeña. Usa barba y unos lentes que parecen de otra cara, por lo grandes. Hace tres días que lo veo a la misma hora y en el mismo lugar, en aparente actitud de espera. ¿Es-perará a una mujer? ¿A un pasajero? ¿Será un dealer? ¿Un agente encubierto? Al cuarto día, se decide, saca el arma de la guantera. Dispara una 9 milímetros pres-tada, en el mismo instante en que una retroexcavado-ra que trabaja en la calle lateral enciende su estridente motor. No hay ruido; en realidad, un ruido tapa a otro. Los pájaros huyen asustados. La espera ha terminado, ¿pero qué hace esa mujer corriendo desesperada ha-cia el auto? ¿Por qué justo ahora lo llaman desde la base para un viaje en Colón y Patricias? ¿Y qué hace allí, justo allí, el policía que le prestó el revólver?

Alguien con su nombre

A falta de una mejor idea, se me ocurrió rastrearla en Facebook. Aparecieron no menos de treinta

personas distintas con su mismo nombre. Recuerdo especialmente a una cantante peruana; a una astrólo-ga salteña radicada en Madrid; a una gimnasta adoles-cente del Ecuador y, si no me equivoco, a una cotizada top model portorriqueña. Hacía tantos años que no tenía noticias de ella (la original, por decirlo de algún modo) que actualmente podría ser cualquiera de las otras con igual nombre. Para el caso, daba lo mismo. Razón más que suficiente para optar por la astróloga salteña radicada en Madrid. Sí, ya sé, cualquiera de mis amigos se hubiera quedado con la top model, pero los acuarianos somos así: o erramos abiertamente en la elección o lo que elegimos es lo contraindicado por la comunidad astral. Y si no, pregúntenle a ella, que ahora desde Caracas, Lisboa o a la vuelta de la esquina debe estar frente a una pantalla tipeando porque sí mi nombre. Típico de las arianas.

Uno y el otro

Dos amigos en el café. Hace más de cuarenta años que por lo menos una vez a la semana se encuen-

tran en el mismo lugar -hablo del Café La Musa- para filosofar invariablemente de fútbol, mujeres y de cómo la vida avanza y ellos siguen anclados aquí, en este desierto con ínfulas de oasis. Fácil, tendrán unos 70. Yo estoy a unas pocas mesas de ellos, solo, y no sin cierta envidia los veo y escucho charlar con entu-siasmo, reforzando con las manos y los gestos cada palabra, ese subrayado de la oralidad tan típicamen-te argentino. No sé de qué hablan, pero los escucho reírse ruidosamente, mientras uno enciende su quinto cigarrillo desde que llegó y el otro contesta un nuevo llamado en su impertinente celular. Los dos le hacen chistes a una moza joven que se ríe sin ganas y cuando se va le miran el culo con un dejo de nostalgia, como un trofeo lejano e inmerecido. No puedo sacarles los ojos de encima, especialmente por el furioso teñido de sus cabellos, tan artificial como llamativo. Nada parece haber cambiado desde que se conocieron en un aula de la Facultad de Abogacía. Si no fuera por ese bastón

con empuñadura de marfil en la mano de Alberto o la pierna ortopédica que sostiene a Lisandro, se podría decir que siguen igual que en sus épocas de estudian-tes. Uno tan rubio, el otro tan morocho.

Lo que quiso

Una sola vez en mi vida me subí a un caballo. Fue en unas vacaciones de verano en San Luis, a fines

de los ‘80. Yo, que nunca tuve ni un mísero caballito de madera ni moría por los spaghetti westers, terminaba montando un aburrido animal de alquiler a instancias de mi novia de entonces. De lo poco que recuerdo retengo un puñado de imágenes: las pocas ganas de echarse andar del explotado equino, mi cuerpo abso-lutamente petrificado y especialmente el momento, el eterno momento en que decidió cruzar -sin mi consen-timiento- una ruta peligrosísima para retomar su trilla-do recorrido. Ya perdí la cuenta de las veces que pensé qué hubiera pasado si en ese instante el destino -o la puta casualidad- hubiese puesto en mi camino un auto o uno de los tantos micros con turistas que transitan a diario por esa zona.

De nada sirvieron las tres o cuatro instrucciones que se suelen dar cuando uno alquila un caballo. El hizo lo que quiso y yo lo que quiso mi novia. Creo que después de esa frustrada cabalgata no nos hablamos durante el resto del día. Esa solía ser nuestra habitual

forma de dirimir los conflictos para evitar la pirotecnia verbal. Desde entonces, ya sin aquella novia, cada vez que elijo el mar o la montaña no lo dudo: alquilo una bicicleta. Una dócil y segura bicicleta. A los caballos los sigo prefiriendo entre las piernas de Scarlett Johansson o en los poemas de Julio González.

La ventana del laberinto

Mi mujer se va a dar clases sin darse cuenta de que deja la ventana abierta y mucho menos que

para hoy está pronosticado viento zonda. En conse-cuencia, media hora después todos mis apuntes están totalmente mezclados, como barajados por un bar-man con parkinson. Intento al rato darle un orden al caos que anida en mi habitualmente ordenado escri-torio. El rompecabezas ha quedado más o menos así: un título: La ventana del laberinto, y hacia los cuatro costados, anotaciones sueltas a las que me cuesta en-contrarles sentido. Comparto algunas al azar: “el avión llegó a destino”; “ceniceros llenos en un tango”; “pin-tura de la puerta en borravino”; “las calles del amor no tienen esquina”; “Luisa le dice al portero que no le esconda las llaves en la maceta”; “mi madre nunca me pegó pero hizo algo peor: me compró un libro”; “juga-mos al amigo invisible y le regalo una hoja en blanco para que escriba su nombre”; “arreglar techo”, “com-prar Pulpito”, “llamar al mecánico”, “alquilar video de Michael Moore”; “pintor odia el minimalismo y vive de las instalaciones”; “le gustaban los caballos, no el

campo ni los pies en el barro”; “algo le quita el sueño: su firma nunca es igual”; “sólo lloraba con Naranjo en flor”... Hay más anotaciones, pero ya no las puedo leer porque alguien (sospecho del niño de la casa ) las ha tachado con un marcador negro. Como consuelo, me digo que de esta ensalada variopinta algo saldrá. Em-piezo por cerrar la ventana y sigo por dejar a mi mujer del lado de afuera.

Aullar sin rui-do

“Escribir también es no hablar. Es callarse. Es aullar sin ruido”

Marguerite Duras

Papeles

Suena el timbre. Tres veces. Es una mujer de unos 25 años con un bebé en brazos. Se la ve muy humilde,

más bien diría miserable. Me pide plata para la leche de su niño y me cuenta, sin que se le altere el tono, que en una de sus acostumbradas borracheras el ma-rido mató a un vecino y desde hace unos ocho meses está prófugo. Le doy diez pesos, pero antes le recuerdo que ella es mi cuñada y que el hecho de estudiar teatro no la habilita a pedirme plata todos los días, mucho menos cambiando de personaje. Ayer, sin ir más lejos, me había enamorado perdidamente de su insuperable promotora de Telecom.