la liturgia de la palabra

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LA LITURGIA DE LA PALABRA. La Escritura como entrega Trinitaria. El Padre eterno, para que todos los hombres se salven nos ha entregado a su Hijo único, hecho carne por obra del Espíritu Santo. La encarnación ilumina así toda la vida de los cristianos, y no menos nuestra liturgia de la Palabra, pues dentro del acontecimiento total de la encarnación, dicen los Padres, la Escritura es el cuerpo del Logos. Del cuerpo de Cristo puede hablarse en muchos sentidos. La forma fundamental y originaria del “cuerpo” de Cristo es el cuerpo histórico, que Cristo recibió de María, en el que vivió en la tierra y con el que ascendió al cielo. La forma última y definitiva de la corporización de Cristo es el cuerpo místico, (pero no por ello menos real), la Iglesia, la incorporación de la humanidad al cuerpo histórico y, mediante éste, al Espíritu de Cristo y de Dios. Para mostrar que el cuerpo histórico y el místico no son dos realidades inconexas existen dos formas intermedias de corporeidad, que constituyen la transición de la primera a la segunda forma corporal: son la eucaristía y la Escritura. Ambas transmiten el Logos único, hecho hombre a los creyentes, convirtiendo a este Logos, que es en sí origen y meta, en camino (via). La eucaristía hace esto en la medida en que es vida (vita) divina; la Escritura, en la medida en que es palabra divina y verdad (veritas) divina. De estas dos formas de corporeidad de Jesucristo se nos concede participar en la celebración eucarística, aquí nos referiremos sólo a la Escritura. En la liturgia, mientras el lector puesto en pie delante de la asamblea pronuncia diversas sílabas y palabras, también exhala su propio aliento que brinda a su voz consistencia y sonoridad. De manera semejante el Padre eterno al comunicarnos, en la liturgia de la Palabra, la verdad única de su Hijo, exhala juntamente con este el Espíritu Santo en nuestra vida, para hacer de nosotros Profetas, es decir, Palabra viva delante de los hombres. Conexión entre la palabra proclamada y el Espíritu Santo. Para que la palabra de Dios realice efectivamente en los corazones lo que suena en los oídos, se requiere la acción del Espíritu Santo, con cuya inspiración y ayuda la palabra de Dios

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LA LITURGIA DE LA PALABRA.

La Escritura como entrega Trinitaria.

El Padre eterno, para que todos los hombres se salven nos ha entregado a su Hijo único, hecho carne por obra del Espíritu Santo.

La encarnación ilumina así toda la vida de los cristianos, y no menos nuestra liturgia de la Palabra, pues dentro del acontecimiento total de la encarnación, dicen los Padres, la Escritura es el cuerpo del Logos.

Del cuerpo de Cristo puede hablarse en muchos sentidos. La forma fundamental y originaria del “cuerpo” de Cristo es el cuerpo histórico, que Cristo recibió de María, en el que vivió en la tierra y con el que ascendió al cielo. La forma última y definitiva de la corporización de Cristo es el cuerpo místico, (pero no por ello menos real), la Iglesia, la incorporación de la humanidad al cuerpo histórico y, mediante éste, al Espíritu de Cristo y de Dios.

Para mostrar que el cuerpo histórico y el místico no son dos realidades inconexas existen dos formas intermedias de corporeidad, que constituyen la transición de la primera a la segunda forma corporal: son la eucaristía y la Escritura. Ambas transmiten el Logos único, hecho hombre a los creyentes, convirtiendo a este Logos, que es en sí origen y meta, en camino (via). La eucaristía hace esto en la medida en que es vida (vita) divina; la Escritura, en la medida en que es palabra divina y verdad (veritas) divina.

De estas dos formas de corporeidad de Jesucristo se nos concede participar en la celebración eucarística, aquí nos referiremos sólo a la Escritura.

En la liturgia, mientras el lector puesto en pie delante de la asamblea pronuncia diversas sílabas y palabras, también exhala su propio aliento que brinda a su voz consistencia y sonoridad. De manera semejante el Padre eterno al comunicarnos, en la liturgia de la Palabra, la verdad única de su Hijo, exhala juntamente con este el Espíritu Santo en nuestra vida, para hacer de nosotros Profetas, es decir, Palabra viva delante de los hombres.

Conexión entre la palabra proclamada y el Espíritu Santo.

Para que la palabra de Dios realice efectivamente en los corazones lo que suena en los oídos, se requiere la acción del Espíritu Santo, con cuya inspiración y ayuda la palabra de Dios se convierte en fundamento de la acción litúrgica y en norma y ayuda de toda la vida.

Por consiguiente, la actuación del Espíritu no sólo precede, acompaña y sigue a toda acción litúrgica, sino que también va recordando, en el corazón de cada uno, aquellas cosas que, en la proclamación de la palabra de Dios, son leídas para toda la asamblea de los fieles, y, consolidando la unidad de todos, fomenta asimismo la diversidad de carismas y proporciona la multiplicidad de actuaciones.

Porqué se lee la Escritura en la liturgia.

Si Dios ha dicho de una vez por todas y definitivamente en Cristo todo lo que tiene que decir a un hombre (Hb 1,1) es, por tanto, lo único importante conocer y apropiarse de todos los tesoros de sabiduría y de ciencia que se encuentran escondidos en Cristo; y si, finalmente la testificación divina de Cristo es la Sagrada Escritura, tenemos que la lectura y la consideración de la Escritura en el Espíritu y bajo la dirección de la Iglesia es necesariamente el medio más seguro para conocer

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la voluntad concreta de Dios sobre mi vida y sobre mi destino concretos, tal como Dios quiere. En la escritura ha hablado Dios; en la Escritura continua hablando constantemente Dios en la totalidad de su palabra.

La economía de la salvación, que la palabra de Dios no cesa de recordar y de prolongar, alcanza su más pleno significado en la acción litúrgica, de modo que la celebración se convierte en una continua, plena y eficaz exposición de esta Palabra de Dios.

Así la escritura, expuesta continuamente en la liturgia es siempre viva y eficaz por el poder del Espíritu Santo, y manifiesta el amor operante del Padre, amor indeficiente en su eficacia para con los hombres.

Semejante veneración

Cuanto más profunda es la comprensión de la celebración litúrgica, más alta es la estima de la palabra de Dios, y lo que se afirma de una se puede afirmar de la otra, ya que una y otra recuerdan el misterio de Cristo y lo perpetúan cada una a su manera. (Prenotanda IX)

La Iglesia ha venerado siempre las Sagradas Escrituras al igual que el mismo Cuerpo del Señor, no dejando de tomar de la mesa y de distribuir a los fieles el pan de vida, tanto de la palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo, sobre todo en la Sagrada Liturgia. Siempre las ha considerado y considera, juntamente con la Sagrada Tradición, como la regla suprema de su fe, puesto que, inspiradas por Dios y escritas de una vez para siempre, comunican inmutablemente la palabra del mismo Dios, y hacen resonar la voz del Espíritu Santo en las palabras de los Profetas y de los Apóstoles. (Dei Verbum 21)

Así pues, la palabra de la Escritura hace presente al Señor encarnado, de un modo análogo a como el cuerpo eucarístico hace presente al cuerpo histórico del Señor. Orígenes exhorta a los cristianos a recibir la palabra de la Escritura con el mismo respeto con que reciben el cuerpo del Señor en la eucaristía y también San Juan Crisóstomo señala que el mismo cuidado que tenemos para no dejar de consumir ni una partícula del cuerpo sacramentado, así tampoco hemos de permitir que una palabra de la escritura quede en nosotros sin ser oída y encarnada en nuestra vida.

De ciertos mártires se cuenta que murieron para no entregar la Sagrada Escritura a los paganos, así como San Tarsicio murió para no entregarles la eucaristía. ¿de dónde recibe esta Escritura su valor como para poder dar la vida por ella? ¿Es acaso esta veneración que llega a la muerte un exceso en la alabanza? Una entrega tal a la Palabra sería fanatismo si Cristo mismo no se hubiera entregado previamente a nosotros, en tal caso la escritura no nos podría entregar realmente al Señor..., pero Cristo se entrega, se nos da en la Iglesia, porque en la cruz se entregó por ella... ... Cristo se entrega a su Iglesia como eucaristía y como Escritura, se pone en sus manos de ambas formas corporales, pero hace esto de tal modo que con las dos crea medios para ser, en la Iglesia, la vida única, siempre viva, inmutable y, sin embargo, infinitamente múltiple, que encierra en su seno sorpresas siempre nuevas. (Verbum caro)

No por casualidad se dice que la Biblia es también parte de la tradición, parte de lo entregado (tradere) de aquello, o mejor aun de aquel que los apóstoles recibieron como una entrega, “esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros”, cuerpo que también fue entregado a María en la concepción y cuyo cuerpo muerto fue también al pie de la Cruz, entregado a la que ya lo había recibido en su seno.

Por esto se venera de modo semejante la eucaristía y la Palabra del Señor, porque en la única celebración sacramental tiene dos modos de presencia, como palabra entregada y como cuerpo que se entrega por nosotros.

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Para ilustrar la presencia de Cristo en la liturgia de la Palabra, el documento “principios generales para la celebración de la Palabra de Dios” que aparece en nuestros leccionarios nos indica: “El evangelio es la boca de Cristo. Está sentado en el cielo, pero no deja de hablar en la tierra”, y más adelante añade: “Se lee el Evangelio, en el cual Cristo habla al pueblo con su misma boca para... actualizar el Evangelio en la Iglesia, como si hablara al pueblo el mismo Cristo en persona.” O aquellas otras “Cuando se hace presente el mismo Cristo en persona, esto es, el Evangelio, dejamos el báculo porque ya no necesitamos soporte humano”

Cristo es así el centro y plenitud de toda la Escritura, y también de toda celebración litúrgica; por esto, han de beber de sus fuentes todos los que buscan la salvación y la vida.

Trato en la liturgia de la palabra de Dios.

A todo esto nos podemos preguntar ¿cuál es el «tratamiento» que recibe la Escritura en la liturgia? Para responder a esta cuestión central veamos primero cómo ésta la «estructura». De ahí podremos conocer mejor cómo la interpreta.

La parte dedicada a las lecturas, tanto en la misa como en las grandes vigilias, ha ido elaborando con el tiempo su propia estructura. Se ha desarrollado dentro de un orden armónico y significativo. Podemos registrar como cuatro estratos que son a su vez cuatro momentos, etapas o apartados distintos:

1ª. el Profeta que anuncia y prefigura y2ª el Salmo que reasume todos los contenidos bajo una forma lírica y en un

lenguaje poético, abierto al cumplimiento mesiánico;3ª. el Apóstol que desvela las riquezas del Reino iniciado con Cristo4ª. El Evangelio que refiere directamente las palabras y las acciones de Jesús.

El hilo conductor que va tejiendo la unidad de las diversas lecturas bíblicas en su heterogeneidad es el llamado sentido tipológico de la Biblia o su cristotelismo, según las expresiones de la Tradición; Es decir, la dinámica interna hacia Cristo que embarga los grandes pasajes bíblicos.

Los Padres hacen esta interpretación cristocéntrica apoyándose en el Nuevo testamento cuando pone en boca de Jesús el «logion» que dice:

«A esto me refería cuando estando aún con vosotros os dije que todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí había de cumplirse» (Lc. 24, 44-45). Es igualmente clave decisiva la catequesis que Jesús hace a los discípulos camino de Emaús (Lc. 24.25-2. Cfr.: 1 Ped. 1, 11-12.)

Algunos Padres, como Máximo Confesor, han comentado el sentido místico-teológico de esta estructura litúrgica de las varias lecturas y de su orden (ley, profetas, evangelio) comparándolo a un movimiento epifánico que va de la sombra a la imagen y de la imagen a la presencia.

Pero el Concilio ha querido mostrar no sólo la riqueza, sino también la unidad de toda la Biblia (A. T. y N. T.), así como ese dinamismo progresivo que va apuntando cada vez con más nitidez a la manifestación de Cristo; es decir, el sentido cristocéntrico tan importante para los Padres.

Esta estructura, denominada con frecuencia tipológica, constituye hoy denuevo el nexo interno de las diversas lecturas, su infraestructura1. Patentiza que la Palabra de Dios no se ha dejado oír mediante una yuxtaposición aditiva o una suma exterior de verdades que avanzan de lo simple a lo complejo, de lo elemental-concreto a lo abstracto-general. El desarrollo de la revelación bíblica aparece -y esto trata de

1 La interpretación tipológica consiste en leer el AT como presentación y, bajo ciertos aspectos, como la primera redacción del NT y su anuncio.

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evidenciar la organización de la liturgia de la Palabra- como el de un tema, mejor, un hecho central que se enriquece él mismo revistiéndose poco a poco de capas armónicas nuevas hasta invadir nuestro universo mental y existencial. No subyace un evolucionismo lineal, sino una circularidad espiral.

La Palabra de Dios, desde esta perspectiva litúrgica, no progresa en el sentido de la complejización múltiple de afirmaciones cada vez más diversas sutiles, sino en el de la unidad que descubre una única personalidad divina, así como un único designio divino, el cual gira en torno a la comunión de Dios y la humanidad.

Lo que hay que buscar en la organización de la liturgia de la Palabra no es una sucesión de conceptos siempre nuevos, sino la profundización de verdades muy sencillas y datos muy elementales, pero densos y ricos. Lo que nos permite penetrar en la inteligencia de las Escrituras es el acceso a la contemplación de gran designio salvífico-liberador que se despliega en ellas y del Único cuyo rostro ellas reflejan.

Ciertamente dentro de esa unidad hay un avance y un desarrollo, un conjunto de etapas que se suceden unas a otras, un juego de lo que los Padres llaman «prototipos», es decir, de fases que se preparan y se aclaran unas otras, de réplicas y contrarréplicas, de anticipos, prefiguraciones, previsiones, plenitudes o cumplimientos cuya culminación última es la llegada de Cristo en «la plenitud de los tiempos» (Ef. 1, 10; Col. 1, 10).

Un signo ritual-simbólico de lo anterior es el hecho de que, en las acciones sacramentales, la última lectura es siempre la evangélica. Todas la preceden, es decir, se subordinan a ella porque el evangelio es el símbolo del mismo Cristo aparecido en medio de los hombres al final de los tiempos tras ser anunciado como alfa y omega de toda la historia humana (Heb. 1, 1-2).

Otro elemento característico de la liturgia para realizar esta interpretación cristológica es la antífona.

Efectivamente, los libros litúrgicos están poblados de antífonas colocadas junto a los cantos de entrada y de comunión de las diversas misas a lo largo de año litúrgico o en los graduales internacionales o en el Oficio divino, las cuales dan una interpretación cristológica al Salmo correspondiente.

Más aún, a través de la famosa y clásica expresión «haec dies», «in hac die», «haec fox», «in hac nocte» hacen gravitar todos los textos bíblicos bien veterotestamentarjos, bien neotestamentarios, en torno a la fiesta y celebración del día. Muestran, pues, el sentido no sólo cristológico sino actual de la Palabra, su actualidad en la historia salvífica hecha presente a través del hoy del sacramento, de la Iglesia celebrante.

Pero en la liturgia de las lecturas hay otras particularidades dignas de ser tenidas en cuenta.

Una es la de la «lectura seguida», «continuada» de un libro bíblico a lo largo de diversos domingos, etc., combinada con la «lectura propia», es decir, aquella que se hace escogiendo los fragmentos más directamente relacionados con la fiesta del día o con «el tiempo propio» del año litúrgico (Adviento, Navidad, Cuaresma, Pascua).

La otra particularidad es la de la centonización. Consiste en recoger para la perícopa que va a ser leída aquellos versículos juzgados más interesantes dejando otros intermedios.

Lo que nunca se hace es cambiar el texto del libro bíblico, recogido en el leccionario, leyendo una glosa más o menos libre con la intención de que suene a más moderno. Aquí el criterio es el siguiente. Los leccionarios deben recoger una traducción realmente actual, hecha con toda la holgura y libertad propia de una versión midrásica. Pero luego, y partiendo de este supuesto, se debe respetar el texto, su historicidad, su idiosincrasia cultural, su lenguaje, su terminología. Justamente ahí aparece el misterio de la encarnación del Verbo y así es iniciada la comunidad a ese misterio de la historicidad de la Palabra hecha carne. La Palabra

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toma cuerpo en una época concreta y en una cultura concreta y en una historia que como tal es siempre particular, única e irrepetible (nunca genérica, abstracta); por tanto distinta de las otras épocas históricas.

La adaptación y actualización del texto bíblico proclamado en la liturgia de la Palabra la hace la homilía, además de la oración como ya indicamos, el canto antifonal, etc.

Finalmente, es preciso decir que la liturgia no sólo estructura e interpreta a la Escritura, sino que la celebra. Las lecturas, al ser hechas dentro de la acción litúrgica, quedan revestidas del mismo carácter que es propio a toda liturgia, a saber, el carácter celebrativo o festivo. Leer unos textos bíblicos, para los cristianos se hace en la liturgia de modo que resulta una verdadera celebración.

La celebración no empieza cuando han terminado las lecturas, como si éstas fueran un mero proemio, un prólogo, una introducción doctrinal-catequética (una ante-misa en el caso de la Eucaristía) y la acción litúrgica se iniciase con el rito. La lectura es ya, debe ser ya, parte importante de la celebración y de su ritualidad.

La estructura palabra-rito que según algunos constituye el núcleo de toda liturgia no debe ser entendida en un sentido básicamente diacronio como si todo un primer tiempo de la fiesta litúrgica estuviera dedicado exclusivamente a la palabra y un segundo al rito. El esquema es más bien de carácter sincrónico. A lo largo de toda la acción litúrgica debe haber palabra y rito (gesto, símbolo) como dos caras de una misma moneda, aunque en una secuencia predomine más uno u otro elemento. Palabra y rito van a la par y así emparejados, imbricados, constituyen la textura de toda liturgia cristiana que es, debe ser, siempre evangélica.

Para conseguir que la parte de la lectura o el hacer la lectura sea, resulte una celebración festiva, una liturgia de la Palabra y no una catequesis, una clase, una sesión doctrinal, un adoctrinamiento de cultura bíblica, una discusión o un discurso religioso, una reflexión o una especulación teológicas deben tenerse en cuenta varios puntos.

En primer lugar, que se trata de un acontecimiento y de una realidad actual. No se celebran ideas ni simples recuerdos, sino hechos y actualidades. Por eso el lector es considerado un pregonero, un «keryx», un heraldo que anuncia la palabra de la Buena Nueva aquí y ahora haciéndola presente con toda su eficacia. Por eso es ordenado y recibe un ministerio.

Gracias a la liturgia, el Libro deja de ser Libro, la Escritura deja de ser Escritura para convertirse en voz humana, en palabra viviente, en interpelación personal, en anuncio de hechos actuales, el hoy de la historia salvifica, palabra de Dios.

En segundo lugar, celebrar es festejar, alegrarse, gozar, contemplar, alabar, dar gracias. Por eso la lectura va acompañada, rodeada de cantos y oraciones.

En fin, celebrar es poner en juego toda la persona, por tanto su dimensión corporal-material o sensible. Hay que incorporar aquí la oración del cuerpo, el gesto y todas las realidades simbólicas que complementan la gestualidad humana. Por eso la liturgia realiza las lecturas, sobre todo la evangélica, a través de una procesión y de un rodear el libro-leccionario (el evangeliario) del homenaje del incienso, las luces, los cirios, el ósculo, la subida al ambón, el estar de pie, etc. Estos símbolos se emplean para crear una atmósfera especial, un clima evocador de esa fiesta fascinante que suscita la proclamación de la Palabra.

El ambón

La Palabra tiene significado especial en la Vigilia Pascual, ahí desde el ambón en la tradición antigua se leía la historia de la salvación mientras el cirio pascual como luz que alumbra a todo hombre les iluminaba para leer. En seguida se asoció el ambón con el sepulcro vacío, porque el primer lugar en que se proclama la

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resurrección es el sepulcro vacío. Si el altar era asociado al gólgota, el ambón es el lugar donde se empieza a proclamar la buena nueva. El Altar es puerta del cielo, pero desde el ambón es donde se proclama la buena nueva para invitarnos a entrar a Cristo.

La mente de los Padres asoció el ambón a un jardín, por la confusión que tuvo la magdalena con el jardinero, pensaron que era como un jardín, por eso tuvo mucho tiempo una valla, alegóricamente asociado al del cantar de los cantares en que el esposo amante da cita a la esposa para invitarla a la intimidad y enseñarla los secretos del corazón. Así el ambón es cumplimiento de figuras del Génesis (jardín del edén), del Cantar de los cantares y de la ciudad santa en que no hay templo porque el templo es la figura de Cristo, todo ello a dado lugar a nuestro ambón.

A medio camino entre la asamblea y el altar ábside con sus imágenes escatológicas a las que llegamos a través de la Palabra y los sacramentos.

Actitudes ante la Palabra.

Por último recordar nuestras posturas físicas ante la Palabra de Dios.En la lecturas nos hallamos sentados, al modo como los antiguos discípulos

se sentaban en torno a un maestro, en torno a un Rabí, el mismo libro de los hechos nos dice literalmente que San Pablo mismo fue educado, “a los pies de Gamaliel”. Es una postura de escucha atenta, que evoca a Jesús en lo alto de la colina enseñando. En las lecturas antes del evangelio la asamblea se sienta para escuchar la palabra de Dios, pero llega un punto en que la oración se hace más intensa, en el evangelio nos ponemos de Pie.

Estar de pie nos recuerda la dignidad que Dios ha dado al ser humano, frente a él exhala el Espíritu, estando de pie se evoca una semejanza con Dios, la capacidad de entrar en coloquio con aquel que nos habla por boca del lector, es el modo de escucha más atenta en que Dios toma la iniciativa para dialogar con el hombre, así destaca el evangelio como diálogo de iniciativa divina.

Toda la Palabra de Dios es como un diálogo, en que el hombre responde no con sus propias palabras, como si fuera un trato entre iguales, sino con la palabra de Dios inspirada, sea en el Salmo, sea en el versículo de la aclamación o en la petición universal, cada una de éstas como respuesta a Dios que se entrega y se nos desvela en la primera, segunda o tercera lectura respectivamente.

La actitud de María ante la Palabra.

Como conclusión de estas reflexiones vale la pena recordar a la persona que mejor ha encarnado a la palabra, a la Virgen María.

En Isaías 55,10-11 leemos »Mi Palabra no volverá a mí vacía». Cuando el profeta Isaías dijo estas palabras, no eran en modo alguno la declaración de una evidencia, sino más bien una contradicción respecto a lo que cabía esperar. Pues, efectivamente, la lectura de Isaías forma parte de la historia de la pasión de Israel, en la cual las llamadas de Dios a su pueblo fracasan una y otra vez, -como tantas veces en nosotros- en la cual esa Palabra queda una y otra vez sin fruto, en la cual Dios está —sin haber vencido— en el escenario de la Historia. Pues todo lo que sucedió como signo —el milagro del mar de las cañas, el auge de la época de la monarquía, el regreso de Israel del exilio—, todo eso se pierde de nuevo; la semilla de Dios en el mundo parece no tener ningún efecto. Así, estas palabras de Dios son —en medio de una nube de tiniebla— un estímulo para todos los que, no obstante, creen en el poder de Dios; los que creen en ese poder de Dios de tal manera que el mundo entero no es nunca sólo piedra en la que no puede tener cabida esa semilla; los que creen que este mundo no es nunca sólo tierra superficial donde los gorriones de la

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cotidianeidad picotean y se comen inmediatamente la parte de semillas caída en ella (cf. Mc 4,1-9).

Difícilmente habrá otro punto donde el misterio de Cristo esté vinculado con el misterio de María de forma tan sensible y estrecha como en la perspectiva de esta promesa: pues, si se dice que la Palabra, o la semilla, da fruto, esto significa que no cae a la tierra como una pelota que rebota de nuevo, sino que se hunde realmente en la tierra, que asume y transforma en sí las fuerzas de la tierra, y que así actúa de forma realmente nueva, llevando ahora en sí mismo la tierra y haciéndola fructificar. La semilla no queda sola, a la semilla pertenece el misterio materno de la tierra —a Cristo pertenece María, la tierra santa de la Iglesia, como tan bellamente la llaman los Padres de la Iglesia—. El misterio de María significa precisamente esto, que la Palabra de Dios no quedó sola, sino que asumió en sí lo otro —la tierra—, se hizo hombre en la «tierra» de la madre, y así, fundido con la tierra de toda la Humanidad, pudo regresar de un modo nuevo a Dios.

Ser tierra para la Palabra significa que esta tierra se deja asumir por la semilla, que se asimila a la semilla, se entrega para construirla como vida La maternidad de María significa que ésta le da la sustancia de si misma, cuerpo y alma, para que pueda crecer nueva vida La predicción de la espada que le atravesará el alma (Lc 2,35) significa, en efecto, mucho más que cierto tipo de tormento, algo mucho mas profundo y mas grande María se pone completamente a disposición como tierra, se deja usar y desgastar para ser transformada en aquel que nos necesita para poder llegar a ser fruto de la tierra.

Los Padres de la Iglesia dicen que orar no es en realidad otra cosa que llegar a ser un deseo que tiende a Dios, en María esto se ha cumplido, ella es, por decirlo así, la cáscara abierta del deseo, donde la vida se convierte en oración y la oración en vida. San Juan aludió maravillosamente a este proceso al no mencionar nunca en su evangelio a María por su nombre. Sólo se le llama “la madre de Jesús”. Por decirlo así, María se desprendió de lo personal para mantenerse sólo a disposición de El, y precisamente así llegó a ser persona.

Hay además dos aspectos de la figura de María que nos encontramos igualmente en el evangelio de Lucas. El primer aspecto se relaciona con la oración de María, con su carácter meditativo que los Padres acercan mucho a lo profético. En este punto tres textos donde este aspecto se pone claramente de manifiesto.

El primero se halla en el contexto de la escena de la anunciación María se asusta ante el saludo del ángel —es el temor toca la cercanía de Dios, del totalmente Otro—. Se asustó, y “discurría qué significaría aquel saludo”(1,29). La palabra que el evangelista utiliza para decir “discurrir” está formada a partir de la raíz griega “diálogo”, es decir: María entabla un coloquio interior con esa palabra. Mantiene un diálogo íntimo con la palabra que se le ha dado, la interpela y se interpelar por ella, para penetrar en su sentido. Simballeyn en griego significa también poner juntamente, mover aquí y allá: mirar desde todos lados.

El segundo por parte en la escena de los pastores. Allí se dice que María “guardaba”, “confrontaba” y “componía en su corazón” todas esas palabras (entiéndase acontecimientos) (2,19) El evangelista atribuye aquí a María ese recordar comprensivo y meditativo que en el evangelio de Juan desempeñará después un papel tan importante para el despliegue que el Espíritu realizará del mensaje de Jesús en el tiempo de la Iglesia.

María ve en los eventos palabras, un acontecer que está lleno de sentido, porque procede de la voluntad de Dios, dadora de sentido. Traduce los acontecimientos en palabras y profundiza las palabras introduciéndolas en el corazón —en ese ámbito interior del entendimiento, donde se comunican sentido y espíritu, razón y sentimiento, contemplación exterior e interior, y, más allá de lo individual, se hace visible la totalidad y comprensible su mensaje—. María “combina”, “confronta” —

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une lo individual al todo, lo compara y examina, y lo guarda—. La palabra se convierte en semilla en tierra buena. No es captada rápidamente, no queda encerrada en una primera comprensión superficial y después olvidada, sino que el acontecer exterior recibe en el corazón el ámbito de la permanencia y así puede ir desvelando paulatinamente sus profundidades sin que el carácter único del evento quede difuminado. Más tarde se vuelve a decir algo parecido, en conexión con la escena en la que Jesús, con doce años, es encontrado en el Templo. Primero se afirma: “No comprendieron la palabra que les dio” (2,50). Tampoco para el hombre creyente, totalmente abierto a Dios, son comprensibles y razonables desde el primer momento las palabras de Dios. Quien exige del mensaje cristiano la comprensibilidad inmediata de lo banal, cierra el camino a Dios. Allí donde no existe la humildad del misterio asumido, la paciencia que alberga en sí lo incomprendido, lo lleva y lo deja abrirse lentamente, la semilla de la palabra cae sobre piedra; no encuentra tierra. Tampoco la Madre entiende en este momento al Hijo, pero de nuevo conserva “todas las palabras en su corazón”. (2,51). Desde el punto de vista lingüístico, la palabra “conservar” no es exactamente la misma que la empleada después de la escena de los pastores: si en esta se subrayaba más el “hablar con”, la visión unitaria, ahora se pone en primer plano el aspecto del mantener y el retener.

María resulta toda una profetisa en cuanto que escucha desde el fondo del corazón, se hace realmente consciente de la Palabra y puede darla nuevamente al mundo En la imagen de María la profetisa’, p. ej., no vemos huella alguna de una mántica pagana. María no una pythia. Contemplando a la vez la escena de la anunciación y el encuentro en casa de Zacarías, se manifiesta en lo profético un desplazamiento de acento, de lo extático, a lo interior de la gracia... Si a María le corresponde un puesto en la historia de la mística su figura tiene en ella... el solo significado de que en ella todo pasa, de lo periférico, a lo esencial e interior. En ella se hace visible la verdadera grandeza y la absoluta pero simplísima verdad cristiana que no consiste en cosas extraordinarias ni en arrobamientos y visiones, sino en el intercambio de la existencia creatural con el Creador, que la criatura se haga cada vez más permeable a él, es lo que pretende suceder en cada liturgia de la Palabra.

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