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La literatura del siglo XVII. Historia y sociedad. La prosa La literatura del siglo XVII. Historia y sociedad. La prosa A) Historia y sociedad i. ECONOMÍA Y ORGANIZACIÓN SOCIAL El siglo XVII es un siglo extraordinariamente turbulento en toda Europa. Aunque las constantes señaladas para la organización económico-social del siglo anterior perduran en lo sustancial en el XVII, se producen, sin embargo, hondas perturbaciones que afectan profundamente a la vida cotidiana de las gentes. Guerras, enfermedades, clima muy adverso, malas cosechas, hambre, calamidades diversas recorren Europa, razones por las que se ha considerado este siglo como la centuria de la crisis o el siglo de hierro. En el ámbito social y económico, se producen fuertes tensiones entre la nobleza y la burguesía, lo que hace que en ciertos países (Francia, España) pueda hablarse de refeudalización o de reacción monárquico-señorial, al acumular privilegios y riquezas los aristócratas, que aumentan en número, incrementan su po- sesión de tierras y, por tanto, refuerzan su poder. En estos países se consolida la forma de Estado que se ha denominado monarquía absoluta, con una progresiva centralización del poder en manos del rey y sus cortesanos próximos. Sin embargo, en otros sitios como Holanda o Inglaterra es la burguesía la que crece en importancia. Allí, en consecuencia, aparecen nuevas formas de organización política en las que el Parlamento empieza a cumplir la importante función de controlar el poder regio. Estos procesos se producen en todas partes con conflictos a veces muy graves, no solo entre nobleza y burguesía, sino también entre facciones de aristócratas, entre estos y el mo- narca o, por supuesto, entre los poderosos y los diversos grupos de desheredados. Particularmente llamativas son las revueltas campesinas que se extienden por Europa durante los años centrales del siglo, momento en que la crisis es más aguda y las condiciones de vida más difíciles. A todo ello hay que añadir aún los antagonismos religiosos heredados del XVI, que provocan

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La literatura del siglo XVII. Historia y sociedad. La prosa

La literatura del siglo XVII. Historia y sociedad. La prosa

A) Historia y sociedad

i. ECONOMÍA Y ORGANIZACIÓN SOCIAL

El siglo XVII es un siglo extraordinariamente turbulento en toda Europa. Aunque las constantes señaladas para la organización económico-social del siglo anterior perduran en lo sustancial en el XVII, se producen, sin embargo, hondas perturbaciones que afectan profundamente a la vida cotidiana de las gentes. Guerras, enfermedades, clima muy adverso, malas cosechas, hambre, calamidades diversas recorren Europa, razones por las que se ha considerado este siglo como la centuria de la crisis o el siglo de hierro.

En el ámbito social y económico, se producen fuertes tensiones entre la nobleza y la burguesía, lo que hace que en ciertos países (Francia, España) pueda hablarse de refeudalización o de reacción monárquico-señorial, al acumular privilegios y riquezas los aristócratas, que aumentan en número, incrementan su posesión de tierras y, por tanto, refuerzan su poder. En estos países se consolida la forma de Estado que se ha denominado monarquía absoluta, con una progresiva centralización del poder en manos del rey y sus cortesanos próximos. Sin embargo, en otros sitios como Holanda o Inglaterra es la burguesía la que crece en importancia. Allí, en consecuencia, aparecen nuevas formas de organización política en las que el Parlamento empieza a cumplir la importante función de controlar el poder regio.

Estos procesos se producen en todas partes con conflictos a veces muy graves, no solo entre nobleza y burguesía, sino también entre facciones de aristócratas, entre estos y el monarca o, por supuesto, entre los poderosos y los diversos grupos de desheredados. Particularmente llamativas son las revueltas campesinas que se extienden por Europa durante los años centrales del siglo, momento en que la crisis es más aguda y las condiciones de vida más difíciles. A todo ello hay que añadir aún los antagonismos religiosos heredados del XVI, que provocan disturbios y guerras de notable importancia: puritanos ingleses, hugonotes franceses, etcétera.

Las diferencias religiosas están precisamente en el origen de la Guerra de los Treinta Años, que, surgida en las tierras del Imperio germánico, acaba por involucrar en ella a las principa les potencias europeas (España, Francia, Suecia...). Aunque, dada la larga duración del conflicto, las alianzas entre los países son muy variables por motivos tácticos, hay un enfrentamiento básico entre los partidarios de la Reforma protestante y los católicos, adalides de la Contrarreforma. En general, los países del norte son más proclives al espíritu protestante, en tanto que los del sur de Europa son los defensores del catolicismo y del papado. Acabada esta larga guerra, los Estados territorialmente más poderosos (España, el Imperio germánico, Turquía) pierden peso e influencia, mientras que Francia pasa a ser la potencia más importante, e Inglaterra y Holanda despuntan como los países de más porvenir.

La vieja idea medieval de la cristiandad, que había dado cierta unidad a las naciones europeas y que se había quebrado en el siglo XVI por la Reforma protestante, va dejando paso al

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concepto de Europa, que se extiende desde el norte del continente, al tiempo que se configuran, cada vez con más fuerza, los Estados nacionales que serán característicos de la época contemporánea. La idea de nación y la conciencia de pertenencia a ella se constituye, pues, como el sustituto de la ahora fragmentada y decadente concepción de pertenencia a una comunidad religiosa. Las naciones serán desde entonces el lugar donde se desarrolla el nuevo sistema económico capitalista y el espacio en el que se consolidan nuevos sentimientos y relaciones de grupo.

2. PENSAMIENTO Y CULTURA EN EL SIGLO XVII: EL BARROCO

El término barroco tuvo en su origen un carácter peyorativo, pero finalmente ha sido, en general, adoptado para definir el conjunto de rasgos propios de la cultura de gran parte del siglo XVII. No obstante, es difícil ver el Barroco como un movimiento de ruptura con respecto a las ideas básicas del Renacimiento. Se produce más bien una continuidad y una evolución que, con el paso del tiempo, acaba por imprimir a la cultura del siglo XVII unos rasgos diferenciadores relativamente evidentes con respecto a la cultura del XVI, como, en la literatura española, por ejemplo, mostraría con claridad la distancia existente entre la lengua de una égloga de Garcilaso y la de las Soledades de Góngora.

Frente a la exaltación vital del Renacimiento, en el Barroco se produce una desvalorización de lo terreno y se vuelve a insistir en ideas medievales como la brevedad de la vida y la caducidad de las cosas. La convicción de la fugacidad de lo terreno está en la base de la idea barroca por excelencia: la del desengaño. Frente al idealismo y al optimismo renacentistas, domina ahora una concepción negativa del mundo, que aparece como caos, desorden o confusión. A las ilusiones renacentistas han seguido la frustración y el desencanto, sin duda como consecuencia de las conflictivas circunstancias historicosociales enunciadas en el epígrafe anterior.

La vida está ahora presidida por la idea de la muerte: vivir es solo un breve tránsito entre la cuna y la sepultura, título de una obra de Quevedo. El tiempo lo destruye todo y, por tanto, todo es vanidad. La realidad es solo ilusión y apariencia: la vida es sueño, el mundo es un gran teatro, según rezan los conocidos títulos de dos obras de Calderón. Y, como hay que vivir en este teatro, el hombre barroco es un ser esencialmente desconfiado. Para sobrevivir en una realidad en la que las cosas no son como parecen, en la que todo está lleno de trampas, en un mundo tan engañoso, en fin, es necesario saber manejarse. Así, si el modelo de comportamiento renacentista puede ejemplificarse en El cortesano de Baltasar de Castiglione, serían El discreto o el Oráculo manual y arte de prudencia de Baltasar Gracián sus equivalentes barrocos. En ellos la prudencia, la discreción, el saber ocultarse, el engaño, en definitiva, son las máximas que deben guiar la conducta de aquel que quiera triunfar o al menos sobrevivir. El recuerdo del Lazarillo, tan lejos aparentemente del mundo barroco, se hace entonces inevitable.

Ahora bien, el pesimismo barroco puede manifestarse de muy diversas formas: mediante la angustia existencial, mediante la protesta o la sátira, mediante una actitud estoica, mediante la evasión o la diversión. La literatura española proporciona también buenos ejemplos de estas variadas actitudes barrocas: Quevedo, la narrativa picaresca, la Epístola moral a Fabio, Góngora, el teatro, etcétera.

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La estética barroca, con origen en el Renacimiento, exagera y lleva al límite muchos de sus rasgos: el movimiento, el dinamismo, el contraste, la luz y las sombras... En arquitectura, las líneas curvas sustituyen a las rectas, se retuercen las columnas, se prefieren espacios grandiosos, se utiliza una rica ornamentación. En escultura, son características las figuras en movimiento y con ropajes agitados, el detallismo, la expresividad de los rostros, la nota efectista. En pintura, las masas de color sustituyen a las líneas para plasmar las formas, se bus-can los contrastes entre luz y sombra, se prefieren las composiciones diagonales y las perspectivas sorprendentes. El espíritu teatral, en suma, lo llena todo. Roma y la remodelatión de Bernini de la basílica de San Pedro serían el máximo ejemplo de las artes plásticas barrocas: columnatas, frontones, ménsulas, escalinatas monumentales, torres, cúpulas, fuentes, abun-dantes esculturas, pinturas de efectos engañosos, mármoles de colores variados, salas pomposas, etcétera.

En literatura, el lenguaje sencillo y la estructura armónica y equilibrada, postulados por la estética renacentista, se ven quebrados por el uso extraordinario de expresiones brillantes, ideas ingeniosas, agudezas conceptistas, etc. Frente a la serenidad del Renacimiento, también en literatura, como en las artes plásticas, el dinamismo y el movimiento estarán presentes en los textos a través de la abundancia de imágenes o la oposición de contrarios (lo bello y lo feo, lo trágico y lo cómico). A la mesura y el equilibrio renacentistas, en fin, el Barroco opondrá la exageración, de forma que todo tendrá un carácter desorbitado, llegando a veces incluso a la deformación, como en las caricaturas grotescas de un Quevedo.

No obstante, el desarrollo del Barroco es muy dispar según las naciones. Su pujanza es más grande en los países católicos y, por ello, se ha llegado a considerar la cultura barroca como la cultura propia de la Contrarreforma. La mayor contención en la ornamentación y la austeridad propias del puritanismo protestante frenan la expansión de la exageración barroca en los países del norte de Europa. Pero ya desde mediados de siglo, y aun antes, se advierte incluso en países católicos como Francia una reacción contra la desmesura barroca, a la que se opondrá el racionalismo característico del cartesianismo, partidario del orden, la claridad y el rigor, virtudes todas ellas opuestas a la libre imaginación barroca y que servirán de acicate para el resurgimiento de un nuevo clasicismo. Este adquirirá rápidamente gran importancia y se extenderá por el resto de los países europeos a lo largo del siglo XVIII.

El conjunto de artistas, pensadores y literatos que crea sus obras en esta centuria es de primer orden: músicos como Scarlatti, Monteverdi, Lully o Henry Purcell; pintores, escultores y arquitectos como los italianos Caravaggio, Bernini y Borromini, el flamenco Rubens, los holandeses Rembrandt y Vermeer y numerosos españoles: Velázquez, Ribalta, Ribera, Zurbarán, Murillo, Valdés Leal o Sánchez Coello. Deben citarse también grandes filósofos: los franceses Descartes y Pascal, los ingleses Bacon, Hobbes y Locke, el judío de origen español Spinoza y, ya al final de siglo, el alemán Leibniz. Filosofía y ciencia comienzan a estar estrechamente relacionadas; así, a algunos de estos filósofos, como Descartes, Pascal o Leibniz, se deben apreciables adelantos en la geometría analítica y el cálculo infinitesimal. Capital es, en el campo científico, la figura del físico, matemático y astrónomo inglés Isaac Newton. En fin, muchísimos son los literatos destacables: Corneille, Molière, Racine y La Fontaine en Francia; Shakespeare, todavía a principios de siglo,y luego Milton y Donne en

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Inglaterra; en España Góngora, Quevedo, Gracián, Lope de Vega y Calderón de la Barca, en tre otros muchos.

3. España en el siglo XVII

Como en el resto de Europa, también en España el siglo XVII es el siglo de la crisis. Sin embargo, dada su condición hegemónica en el XVI, la decadencia española en el XVII es más significativa, pues, de forma paulatina, pierde su supremacía en el continente. Este es, no obstante, un proceso lento y España durante esta época sigue siendo todavía una potencia muy importante.

La crisis se produce a la vez en muchos frentes: la economía, la demografía, los disturbios interiores, las guerras exteriores, el fin de la dinastía de los Austrias.

Tres son los reinados que jalonan la centuria: Felipe III (1598- 1621), Felipe IV (1621-1665) Y Carlos II (1665-1700). La importancia de la figura del rey se ve aminorada por el sistema de validos, término con el que se conoce a los nobles que, como una especie de primeros ministros, ejercían realmente el poder.

El más importante de ellos será el conde de Olivares y duque de Sanlúcar, valido de Felipe IV. Él regirá los destinos del país durante más de veinte años (1621-1643), período que será crucial para el futuro de España. El conde-duque intentará que España recobre el protagonismo internacional tras el período de gobierno del duque de Lerma, valido de Felipe III, etapa con menor presencia española en la escena europea. Pero Olivares se encontrará con enormes dificultades. Para aliviar las agotadas arcas estatales, suaviza los estatutos de limpieza de san-gre con el fin de alentar el regreso de los judíos refugiados en Portugal y contar con su valioso concurso económico. La grave crisis financiera, no obstante, no le permitirá afrontar las múl-tiples contiendas con las debidas garantías de éxito. El resultado de todo ello será la pérdida de importancia política de España en beneficio, sobre todo, de Francia.

El nuevo mapa de influencias europeo se concreta en el tratado de Westfalia (1648), por el que España pierde Artois y otras plazas de Flandes y logran su independencia las Provincias Unidas (Holanda). Los litigios particulares entre España y Francia tienen su fin con la Paz de los Pirineos (1659), que confirma la supremacía francesa y la pérdida del Rosellón y la Cerdaña. Mientras tanto, el conde-duque intenta implicar a los otros reinos españoles en el esfuerzo internacional, una vez exhausta Castilla. Sus propuestas se encaminan a reforzar el gobierno centralista y ello le acarrea graves dificultades con los territorios periféricos, lo que desemboca en el levantamiento de portugueses y catalanes. Portugal logra su independencia en 1640. No la alcanza, sin embargo, Cataluña, tras una dura contienda en la que también se encuentra implicada Francia. El descontento interior se manifiesta asimismo en diversas sublevaciones en Andalucía y Aragón.

El reinado de Carlos II, débil e incapaz, marca el fin de la dinastía de los Habsburgo. Durante esta época, el declive internacional del país continúa, pero existe mayor estabilidad interior, gracias al escrupuloso respeto a las leyes y peculiaridades de los distintos territorios tras la amarga experiencia de mediados de siglo.

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En las tierras conquistadas en América, entre tanto, se desarrolla a lo largo del siglo XVII el criollismo y la conciencia criolla. Se denominaban criollos los descendientes de emigrantes que habían perdido progresivamente sus lazos con la metrópoli. En torno a estos criollos se irá gestando la nueva clase dirigente americana, que en los siglos sucesivos encabezará Ias luchas por la independencia.

Por otra parte, los rendimientos económicos de las Indias van siendo menores para España. Ello obedece, de un lado, a la actividad de corsarios que saquean las flotas españolas que regresan cargadas de riquezas a la metrópoli y, de otro, a la falta de mano de obra para utilizar en las minas o en los ingenios agrícolas, pues la población india había quedado diezmada por las enfermedades que allí llevaron los europeos, para Ias que carecían de defensas naturales, y por las duras condiciones de vida y trabajo. Esta mano de obra se irá sustituyendo paulatinamente con la llegada de esclavos negros.

Económicamente, la situación de España se degrada hasta límites extremos, coincidiendo con los años centrales de la centuria. Las causas son variadas: las numerosas guerras en diversas partes de Europa, que obligan a cuantiosos gastos; las epidemias de peste y otras enfermedades que asuelan en varias ocasiones muchas regiones españolas; el clima adverso -duras sequías, fuertes inundaciones y fríos extremos-, que arruina las cosechas; la disminución de la llegada de metales preciosos desde América, que habían servido hasta entonces y lo seguían haciendo en menor medida, para financiar las enormes cargas estatales; los frecuentes conflictos interiores; los impuestos abusivos, como consecuencia de todo lo anterior; la ausencia de una burguesía emprendedora, fenómeno que debe emparejarse con la extendida mentalidad que desprecia las actividades comerciales e industriales; el exceso, por el contrario, de nobles y religiosos, que buscan sustento seguro en su condición estamental, que soportan menores cargas fiscales y que prácticamente son improductivos; y, por supuesto, los políticos ineficientes, la corrupción, la mala administración, el lujo y dispendio de la Corte, etcétera.

Todo ello provoca un verdadero drama demográfico. Si a finales del siglo XVI la población de España se acerca a los diez millones de habitantes (más de ocho millones para la corona de Castilla y más de un millón para la de Aragón), hacia mediados del XVII debe de ser de poco más de ocho millones: en cincuenta años la población disminuyó un veinte por ciento. Así, Sevilla, que contaba con unos 150.000 habitantes en 1597, tiene 108.000 en 1646. Otras ciudades como Burgos, Valladolid, Cuenca o Segovia pierden más de la mitad y, a veces, hasta dos tercios de sus habitantes en las primeras cinco décadas del siglo. La despoblación rural es también notable, como muestra la extrañeza de unos extranjeros en una comedia de Tirso de Molina:

Dinos, ¿en qué tierra estamos, qué rey gobierna estos reinosy cómo tan despoblados tienen estos pueblos?

Esta despoblación es especialmente significativa en Castilla y de ella solo se salva Madrid por su condición de corte, que atrae a muchos desfavorecidos de otros sitios y que pasa de unos 40.000 habitantes a fines del XVI a 150.000 a mediados del XVII. Un escritor de la época, Sancho de Moneada, expone con acierto en 1619 el gravísimo problema demográfico:

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Digo que España se despuebla de tres maneras. La primera, huyendo la gente, de donde perece, a buscar en qué ganar de comer, como el criado que deja al amo que no le sustenta. La segunda, enfermando y muriendo de hambre y mal pasar, y de no tener con qué curarse, estando usados a regalo. La tercera muriendo muchos, y no supliendo la falta de los muertos con sucesión, porque se halla en los libros de las iglesias que no ha habido los años de 1617 y 1618 la mitad de los casamientos que solía, con que se va agotando la gente...

Importante es también en esta catástrofe demográfica la expulsión de los moriscos en 1609. Con esta medida el reino de Valencia pierde más de la cuarta parte de su población y el de Aragón más del quince por ciento. Esa expulsión tiene además otras graves consecuencias económicas, pues los moriscos proporcionaban mano de obra barata, sobre todo en el campo, además de ser reconocidos como expertos en labores agrícolas como la irrigación. El excelente botánico Bernardo de Cienfuegos, describiendo la vega de Tarazona, al pie del Moncayo, afirma reveladoramente en 1628:

Con esta curiosidad y vigilancia atendían a la labor los moriscos. Pero después que faltaran, los nuevos pobladores cuidan poco destas advertencias, y si no fuera por ser tierras de regadío que siempre son ciertas, hubiera gran falta de pan en aquel reino por estar despoblado, falto de labradores y los que hay poco curiosos...

A la decadencia agrícola, hay que unir también el declive de la industria y del comercio, muy afectado por la crisis financiera y monetaria del Estado. En 1627 se produce otra suspensión de pagos estatal, la inflación es galopante y la inestabilidad en los precios continua; las monedas de plata y oro se ven sustituidas en el interior por las monedas de cobre (el vellón de cobre), en proceso continuo de devaluación. Si a ello se añade la falta de mano de obra provocada por la crisis demográfica y por la multiplicación de servicios improductivos (nobles, religiosos, criados, etc.), la consecuencia es que las mercancías españolas se encarecen y pierden competitividad. El mercado se inunda de productos extranjeros más baratos, la mayoría de las industrias españolas cierra y el comercio queda en gran parte también en manos extranjeras. Ello explica las continuas diatribas contra franceses o genoveses en los textos de los arbitristas, nombre con el que se conoce a los numerosos escritores de este tiempo que analizan en sus obras las causas de los problemas económicos españoles y proponen soluciones para remediarlos.

La crisis tiene una notable repercusión en la estructura social de la época. La burguesía pierde influencia, mientras que la nobleza y el clero acaparan las tierras, dejando gran parte de los campos convertidos en baldíos. El proceso de refeudalización iniciado en la segunda mitad del XVI se consuma en este siglo: se incrementa el número de nobles, pues el Estado vende señoríos y títulos para paliar sus dificultades económicas; prosigue el interés por conseguir ejecutorías de nobleza, verdaderas o falsas, que permitan entrar en el estamento nobiliario, aunque sea en la baja categoría de hidalgo, porque ello supone beneficios sociales y fiscales. El clero se incrementa, tanto en sus grados bajos, a los que intentan acceder como modo de sustento gentes que huyen de la pobreza, como en sus altas dignidades, ocupadas por los se -gundones de la aristocracia. Los estamentos no productivos se desarrollan, pues, de forma parasitaria. La aristocracia fracasa como clase dirigente, incapaz de promover la inversión pro -ductiva, solo interesada en conservar sus privilegios, gastar suntuariamente y lucrarse con las

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mercedes reales. Como denuncia Quevedo, un ministro en la paz se come de gajes [sueldos] más que en la guerra pueden gastar diez linajes.

Como lógica contrapartida, la miseria se extiende entre las clases populares, que abandonan el campo, donde el bandolerismo es fenómeno común, y buscan la supervivencia en las grandes ciudades, en las que crece alarmantemente el número de parados, mendigos, picaros y ladrones. El fenómeno de la marginación estará presente no solo en la novela picaresca, sino en toda la literatura satírica y en muchas obras de índole moral o reformadora.

La conciencia de la aguda crisis económica, social y moral se extenderá entre pensadores y escritores, lo que explica en buena medida el pesimismo y el desengaño tan típicos del Barroco. Ello va de la mano de otros rasgos ideológicos característicos de la España de este siglo, que continúa vigilada por la omnipresente Inquisición. Así, sigue vigente el mito de la España limpia y pura, líbre de contaminaciones judías y moriscas y de toda here jía: suspéndanse mil mahomas/en las encinas de Argel, /y del peñol de una entena / todo luterano inglés (Lope de Vega). España seguirá siendo la defensora numantina de los dogmas católicos, como en 1638 escribe fray Francisco Enríquez:

…las batallas en que está hoy empeñada España son propiamente de Dios, porque son por causa de religión [...] Por ser las presentes batallas por causa de religión, se pueden esperar con toda certeza grandes y gloriosas victorias

Como corolario de esta mitomanía religiosa, es general el desprecio de las actividades comerciales e industriales, consideradas todavía como ocupación propia de judíos. Todo ello, en fin, supondrá que España quede marginada no solo de la incipiente revolución científica e industrial que se produce ya en ciertas zonas de Europa, sino del desarrollo del laicismo y del pensamiento racional, que, a su vez, estará en la base del progreso de las ciencias y de sus aplicaciones prácticas. Buen ejemplo de la actitud anticientífica de la España de su época es el rechazo de Quevedo en La hora de todos de un anteojo manejado por los marinos holandeses porque tal

instrumento que halla manchas en el sol y averigua mentiras en la luna, y descubre lo que el cielo esconde, es instrumento revoltoso, es chisme de vidrio y no puede ser bienquisto del cielo.

No obstante, en las últimas décadas de siglo hay españoles que pugnan por romper con esta atrasada ideología monolítica. En el campo científico serán conocidos con el nombre de novatores. Pero sus intentos obtienen escaso fruto, aunque trazan ya la senda de las duras pugnas que a partir del siglo XVIII habrán de librar los ilustrados en su afán por situar a España a la altura de su tiempo.

B) Transformaciones históricas de los géneros literarios: la prosa en el siglo XVII

La figura más importante de la prosa española del siglo XVII es, sin duda, la de Cervantes, escritor a caballo entre dos siglos, pero que publica la casi totalidad de su obra en el seiscientos. De espíritu renacentista, los escritos de Cervantes suponen una renovación tal de los géneros narrativos que dejan el campo abierto a la fecunda prosa barroca del XVII.

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Buena parte de los géneros narrativos del XVI desaparecen: libros de caballerías, libros de pastores, etc. No obstante, continúan siendo leídos, sobre todo a principios de siglo, y su eco sigue advirtiéndose tanto en la poesía como en el teatro. También los diálogos renacentistas desaparecen, trasvasándose el discurso didáctico a otros moldes: largas exposiciones, obras aforísticas, literatura satírica, etc. Por el contrario, algunos modelos narrativos que arrancan del XVI tienen notable descendencia en el XVII: la novela picaresca, con el precedente señero del Lazarillo, y la novela corta de raíz italianizante, que recibe un impulso definitivo con las Novelas ejemplares cervantinas.

1. La NOVELA PICARESCA

Bajo esta denominación genérica se incluyen una serie de obras que, en la estela del Lazarillo de Tormes, se publican, casi en su totalidad, en el siglo XVII. Lógicamente, todos estos libros tienen notables diferencias entre sí y cada autor introduce muchas variantes en su obra personal tras haber utilizado el motivo general de contar la vida de un pícaro (denominación tampoco del todo exacta, pues a veces es un simple vagabundo o, por el contrario, un maleante). De hecho, aunque los autores de estas narraciones tenían cierta conciencia de las constantes del «género», dicha conciencia lo era de manera imprecisa, variable y hasta contradictoria. Tampoco los lectores tenían claros los límites y rasgos de estas obras que hoy llamamos novelas picarescas, pues solían citarse y comentarse indistintamente al lado de otros textos de tipo satírico, cómico, costumbrista, de relatos lucianescos, de misceláneas o, incluso en compañía del Quijote o La Celestina. En realidad, la conciencia difusa de la época puede explicarse porque no se trata tanto de la creación de un género concreto y específico limitado a un reducido número de obras con unos rasgos muy definidos, sino del lento surgimiento de un género, en sentido más amplio: el género moderno de la novela, cuyo camino habrían abierto el Lazarillo y el Quijote.

No obstante, con cierta flexibilidad, puede hablarse de novela picaresca para denominar una serie de relatos que aparecen en unos pocos años y que comparten muchas características. La publicación en 1599 de la primera parte del Guzmán de Alfarache, junto al que luego se editará frecuentemente el Lazarillo hace que ambas obras fijen desde entonces el modelo picaresco con una serie de rasgos que el resto de las narraciones denominadas picarescas seguirán en mayor o menor medida.

Dichos rasgos serían: el uso de la autobiografía para relatar una serie de aventuras expuestas de manera organizada; la estructuración de esa autobiografía mediante el servicio a varios amos; la justificación de toda la narración por el final (el caso del Lazarillo); los orígenes innobles del protagonista, que siempre hace referencia a su ascendencia vil; la evolución del personaje desde la niñez hasta la madurez, dejando constancia de los cambios que se van produciendo en su vida y personalidad; el punto de vista único, pues no se ofrece otra perspectiva de los hechos que la del pícaro narrador; la alternancia de fortunas y adversidades en la vida del protagonista; los frecuentes viajes del pícaro, que sitúan la acción en lugares muy diversos; la explicación de todos los hechos que le suceden al personaje desde tres coordenadas confluyentes: el linaje vil, las malas compañías y la experiencia negativa de un mundo hostil.

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Características peculiares de las novelas picarescas son también la inclinación del estilo hacia la oralidad (anacolutos, juegos fónicos, digresiones, comentarios, verbosidad de los narradores...) y, sobre todo, la existencia de un lector implícito o destinatario de ficción tanto externo a la narración como dentro de ella misma (el Vuestra Merced del Lazarillo, el señor del Buscón, etc.), al que se supone que está dirigido el relato escrito al modo de una carta. El pícaro narrador intenta convencer a este lector implícito, como a nosotros, lectores externos, de las razones de su actitud: ante él y ante nosotros pretende justificarse por su comportamiento. Para ello busca razones variadas, excusas diversas. Su estrategia narrativa desea lograr la complicidad del lector y granjearse su simpatía. Todos estos relatos juegan, pues, con la credulidad del lector.

Si los que hemos enunciado hasta aquí son los rasgos genéricos del modelo narrativo de la picaresca, cabe también preguntarse cuáles son las características personales de sus protagonistas, los picaros. La principal es, desde luego, el afán de medro y de promoción social que guía sus acciones. Ello es explicable en un contexto social concreto como es el de la Es-paña de la época. El modo libre y vagabundo de vivir del pícaro solo es posible en el mundo urbano en el que se mueve, que le permite el anonimato y el ocultamiento. La picaresca es, por tanto, novela urbana y, en buena medida, retrata la grave situación social de las ciudades españolas del XVII: la abundancia de miserables, desocupados y vagabundos es entonces un problema social de primera magnitud. Los autores de obras picarescas toman postura ante este problema. Es general a todos los relatos el que el anhelo de ascensión social del pícaro se vea frustrado. En algunos casos, los autores parecen denunciar con ello la cerrada estructura social estamental, que no permite la supervivencia digna de los desheredados. En otros casos -el Buscón de Quevedo, por ejemplo-, el autor apoya con su obra esa sociedad cerrada y castiga al pícaro en su ilegítimo intento de escapar a su condición social.

Literariamente, el personaje del pícaro era una figura revolucionaria. Hasta entonces la obra literaria solía considerarse determinada por la dignidad social de sus protagonistas. Los personajes de baja condición social únicamente eran personajes literarios como motivo de burla. Para ellos se había acotado el dominio de lo cómico. En el Lazarillo y en el Guzmán, en cambio, sus plebeyos protagonistas son diseñados con profunda simpatía novelística como personajes no estereotipados, sino portadores de una vida real. Sin embargo, la generalidad de sus continuadores retomarán al pícaro bajo conceptos literarios tradicionales. El pícaro volverá a ser confinado al mero papel de personaje cómico o burlado, cosa lógica en la sociedad barroca española, tan arcaica y conservadora.

Numerosas y variadas son las narraciones picarescas publicadas en el siglo XVII. Entre otras, merecen citarse el Guzmán de Alfarache (1599-1604) de Mateo Alemán, El guitón Onofre (1604) de Gregorio González, El Buscón de Quevedo, La pícara Justina (1605), probablemente de Francisco López de Úbeda, La hija de Celestina (1612) de Salas Barbadillo, el Marcos de Obregón (1618) de Vicente Espinel, La desordenada codicia de los bienes ajenos (1619) de Carlos García, el Lazarillo de Manzanares (1620) de Juan Cortés de Tolosa, La vida de don Gregorio Guadaña (1644) del judío Antonio Enríquez Gómez, el anónimo Estebanillo González (1646), etcétera.

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Sin duda, la más notable e influyente de todas ellas es el Guzmán de Alfarache. Dividida en dos partes, se publicó la primera en 1599 y la segunda en 1604. Su autor, MATEO ALEMÁN (1547-1615?), sevillano de ascendencia judía, llevó una vida complicada, estuvo varias veces en la cárcel, emigró finalmente a México en 1608 junto a su amante y allí debió de morir. El Guzmán tuvo un gran éxito ya desde la publicación de su primera parte. Al igual que luego ocurriría con el Quijote, pronto salió una continuación apócrifa firmada por Mateo Luján de Sayavedra, seudónimo del abogado valenciano Juan Martí. Como después hizo Cervantes en la segunda parte de su obra maestra, Alemán utiliza la segunda parte del Guzmán para responder al apócrifo. La importancia de la novela de Alemán es muy grande, no solo como modelo del género picaresco, sino también para el desarrollo ulterior de la novela como género. De hecho, fue muy leída durante los siglos XVII y XVIII en Francia e Inglaterra.

Solo tras dejar constancia de unos orígenes que determinan al personaje -hijo de un mercader tramposo y afeminado y de una mujer adúltera-, Guzmanillo comienza su vida de pícaro, llega a ser consumado ladrón, se arrepiente y vuelve a reincidir en diversas ocasiones en una sucesión de estafas, fraudes y trampas, para terminar condenado a galeras. Allí de nuevo se arrepiente y dice que escribe su vida como ejemplo de lo que no debe hacerse. En este final se encuentra la clave de la novela y su comprensión en uno u otro sentido ha dado lugar a interpretaciones contrapuestas. Si la actitud del pícaro narrador se considera sincera, como piensan la mayoría de los críticos, la obra sería una novela moralista de raíz tridentina, y, en efecto, las digresiones morales son muy abundantes en ella:

El que quisiere saber cómo le va con Dios, mire cómo lo hace Dios con él y sabralo fácilmente. ¿Pones tu diligencia, haces lo que tienes obligación a cristiano, son tus obras de algún mérito? Conocerás que recibe Dios tu sacrificio y tiene los ojos puestos en ti.

Sin embargo, si se considerara que el pícaro narrador es insincero y solo pretende buscar excusas, como es lo habitual en los protagonistas picarescos, el Guzmán expondría un discurso conflictivo, fruto del origen y problemática conversos del autor. El mundo sería entonces una mentira: Baste para mi entender, y acá, para los de mi tamaño, saber que todo miente y que todos nos mentimos. Estaríamos ante alguien que ha perdido la fe en todo valor humano y social.

La complejidad y riqueza de la novela de Alemán hace que haya sido interpretada no solo como obra contrarreformista o novela agriamente desengañada, sino también dentro de la li -teratura reformadora de los arbitristas. Mateo Alemán habría abordado en el Guzmán el problema de la mendicidad, tan discutido en el momento, proponiendo la secularización de la asistencia a los mendigos, pero además defendería una ética puritana del trabajo, mediante la cual el pobre se haría acreedor a los bienes que en justicia le correspondían.

2.- Narrativa costumbrista y novela cortesana

Las costumbres de la época, que ya pueden apreciarse bien en las novelas picarescas o en el Quijote, adquieren especial relevancia en colecciones de anécdotas o avisos y en algunos libros que presentan forma dialogada. Relatos de esta índole son el Viaje entretenido (1603) de Rojas Villandrando, El pasajero (1617) de Suárez de Figueroa, la Guía de avisos

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y forasteros (1620) de Liñán y Verdugo y El día de fiesta (1654-1660) de Juan de Zabaleta.

Mayor interés literario tienen las numerosas novelas cortesanas: relatos generalmente breves que, siguiendo los modelos italianos y a la zaga de las Novelas ejemplares de Cervantes, se publican durante este siglo XVII. Sin duda, el nacimiento y consolidación del género en España debe ligarse a la influencia italiana ya desde el siglo XV y sobre todo en el XVI, gracias al papel de autores como Timoneda y a la abundancia de intercambios culturales, importaciones de libros y traducciones. A ello no son ajenos la difusión de la imprenta, el desarrollo de la industria tipográfica o la actividad de editores y libreros. En general, la mayor parte de estas novelas cortas forman parte de colecciones donde los relatos quedan insertos dentro de un marco más general. Como en el Decamerón de Boccaccio, un conjunto de personajes se reúnen en algún lugar y se cuentan diversas historias. Cervantes había roto con esta tradición del marco narrativo general, pero muchos autores posteriores vuelven a ella. Tampoco la denominación de novela, que Cervantes también emplea ya, se generaliza completamente, pues siguen utilizándose los viejos términos tradicionales de ejemplo, cuento o historia. Lope de Vega afirma explícitamente: En tiempos menos discretos que el de agora, aunque de más sabios hombres, llamaban a las novelas cuentos.

El tema más frecuente de estas novelas cortas es el amor, suelen ser de ambiente urbano y no es raro que incorporen motivos y recursos típicos de otros géneros narrativos: aventuras bi-zantinas, rasgos pastoriles o caballerescos, episodios picarescos, etc. Muchas de ellas afirman tener carácter ejemplar. Ahora bien, esta ejemplaridad hay que entenderla dentro de un con-texto sociohistórico muy concreto. No se trata ahora del atemporal valor didáctico del exemplum medieval. Los personajes de los relatos breves del XVII son portadores de valores aristocráticos (belleza, virtud, nobleza), acordes con la ideología nobiliaria y tridentina de la cultura barroca. Como fruto de una misma época, guardan notables similitudes con muchos protagonistas de las comedias de su tiempo. Estas novelas son ejemplares en el sentido de que exaltan una serie de valores de raíz aristocrática en unos tiempos en los que la nobleza ve tambalearse sus privilegios y fundamentos, en los que es obsesiva la búsqueda de ejecutorias y pruebas de hidalguía, en los que los hidalgos pobres temen quedar reducidos al estado llano. Aunque las novelas muestran en algunos textos las contradicciones entre esa ideología aristocrática y la vida cotidiana (conflictos matrimoniales, pasiones desatadas, uniones clandestinas...), tienden a disolverlas en un final feliz. La novela ejemplar cierra constantemente las fallas, brechas y rupturas con el discurso dominante que ella misma muestra, abre y provoca.

No solo Cervantes, sino también otros grandes autores escribieron relatos breves. Así, Tirso de Molina es autor de Los cigarrales de Toledo (1624) y Deleitar aprovechando (1635) y Lope de Vega de las Novelas a Marcia Leonardo (1624). Con todo, quizá las novelas cortas más leídas son las de MARÍA DE ZAYAS: Novelas ejemplares y amorosas (1637) y Desengaños amorosos (1647). Otros autores notables de novelas cortesanas son Castillo Solórzano (Tardes entretenidas, Noches de placer), Salas Barbadillo (La casa del placer honesto), Pérez de Montalbán (Sucesos y prodigios de amor), Céspedes y Meneses (Historias peregrinas y ejemplares), etcétera.

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3.- Prosa didáctica

Los escritos de carácter didáctico son muy numerosos en el siglo XVII y con ellos alcanza en algunos momentos la prosa barroca altas cimas, como ocurre con los casos de Quevedo y Bal-tasar Gracián.

Muy diversos son los asuntos que abordan estos prosistas: históricos, políticos, religiosos, filosóficos, morales, estéticos, económicos, etc. En rápida enumeración cabe citar a algunos arbitristas, como González de Cellorigo, Sancho de Moneada o Caja de Leruela; a filólogos y gramáticos, como Sebastián de Covarrubias (Tesoro de la lengua castellana o española) y Gonzalo Correas (Ortografía kastellana); a eruditos, como Nicolás Antonio (Bibliotheca Hispana Vetus y Bibliotheca Hispana Nova); a religiosos, como Miguel de Molinos (Guía espiritual), cuyas doctrinas le llevaron en Roma a prisión, donde murió; etcétera.

Muy peculiar es un tipo de literatura que se pone de moda desde la segunda mitad del siglo XVI: la literatura emblemática. Un emblema o empresa consistía en una representación gráfica de carácter alegórico, seguida de un comentario o glosa del grabado. El uso del emblema era muy del gusto de una época admiradora del simbolismo y del poder de la imagen, utilizada para hacer más atrayente el enunciado moral y para producir una impresión más duradera en el lector. La colección más importante de emblemas son las Empresas políticas o Idea de un príncipe político cristiano representada en cien em-presas (1640) de DIEGO SAAVEDRA FAJARDO. Su prosa, que participa de muchos de los rasgos de la estética barroca, evita, sin embargo, los abusos estilísticos y excesos barrocos. También ideológicamente expresa su voluntad de equilibrio: presenta las virtudes del príncipe ideal siempre al servicio del pueblo, y rechaza la concepción maquiavélica del poder, en línea con el pensamiento político cristiano-español de la época.

Junto a Quevedo, el prosista español más importante es el jesuita aragonés BALTASAR GRACIÁN (1601-1658).

Con él llega a su cénit la principal tendencia estilística del Barroco español, el llamado conceptismo. El conceptismo se basa en las asociaciones ingeniosas de palabras o ideas. Gracián define así el concepto: Es un acto del entendimiento que expresa la correspondencia que se halla entre los objetos. Se tiende a un lenguaje conciso, lleno de contenido. Para ello se juega con los significados de las palabras y con sus relaciones más insospechadas. Los recursos formales más utilizados son la antítesis, la paradoja, el laconismo y la sentenciosidad, las hipérboles, los equívocos y disemias, la combinación de diversas acepciones de un mismo vocablo, etc. En rigor, no es algo nuevo en la literatura española. Basta recordar el conceptismo típico de la poesía de cancionero medieval o el oscurecimiento progresivo de la expresión de autores como Herrera en el siglo XVI. Pero ahora esta tendencia estilística es llevada al extremo. Ello no puede desligarse de la mentalidad aristocrática general que se extiende por la sociedad española barroca y que lleva a los escritores a ser voluntariamente difíciles y solo accesibles para iniciados, para un lector que debe esforzarse en descifrar el concepto. Expresamente lo afirma Gracián: La verdad, cuanto más dificultosa, es más

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agradable, y el conocimiento que cuesta es más estimado; y en otro lugar: quien dice misterio, dice preñez, verdad escondida y recóndita, y toda noticia que cuesta es más estimada y gustosa.

La vida de Gracián transcurrió íntegramente en los territorios de la corona de Aragón, donde fue profesor en diversos centros de su orden religiosa. Muy significativa es su estancia en Huesca, donde cuenta con la protección y amistad del mecenas oscense Juan de Lastanosa, quien costeó la publicación de sus obras. Su actividad de escritor le acarreó numerosos pro-blemas dentro de la Compañía de Jesús. Sufrió diversas sanciones y, en el último año de su vida, se le castigó con reprensión pública, ayuno a pan y agua, prohibición de escribir y encierro:

le encierre y téngale encerrado hasta que esté muy reconocido y reducido, y no se le permita mientras estuviese incluso tener papel, pluma ni tinta.

[Carta de mayo de 1658 del general jesuita al provincial de la Orden]

Gracián pretende entonces abandonar la Compañía e ingresar en otra orden mendicante. Pero le sorprende la muerte en diciembre de 1658. A diferencia de otros escritores de su tiempo, como Cervantes, Lope de Vega, Quevedo o Góngora, su vida transcurre siempre entre libros e inmerso en diversos círculos intelectuales. No le aquejan, como a los otros escritores citados, ni penurias, ni deudas, ni escándalos. Su obra es la del típico intelectual, fruto de lecturas profundas y largas meditaciones y conversaciones.

Todos los libros de Gracián están escritos en prosa y tienen una intención didáctica y moral. El héroe (1637) expone mediante aforismos las virtudes que debe tener un gobernante. El po-lítico don Fernando (1640) insiste en esas virtudes mediante un panegírico de la figura de Fernando el Católico. El discreto (1646) y Oráculo manual y arte de prudencia (1647) proponen las normas de conducta que deben guiar a un individuo. Agudeza y arte de ingenio (1648) es un tratado sobre los artificios literarios, indispensable para entender el ideal conceptista. El Criticón (tres partes: 1651, 1653 y 1657) es su obra maestra. Se trata de un extraño y extenso relato que anticipa la novela filosófica del siglo XVIII. Contiene rasgos propios de las narraciones alegóricas, de los tratados morales, de los libros de aforismos y, sobre todo, de las novelas bizantinas. En ella, dos personajes peregrinan por diversos lugares y aprenden a desconfiar de las apariencias en su búsqueda de la sabiduría y de la virtud.

La prosa de Gracián es muy densa y concentrada. Está construida a partir de oraciones breves, en las que dominan la antítesis y el juego de palabras:

Más importa la menor carta del triunfo que corre, que la mayor del que pasó.

Milicia es la vida del hombre contra la malicia del hombre.

El pensamiento se condensa en fórmulas epigramáticas, en incisivos aforismos. Las palabras suelen contener diversos significados, tanto en sí mismas como en relación con los otros vocablos de la frase. Es también significativa la abundancia de figuras retóricas relacionadas con la economía lingüística y que producen la elipsis, el laconismo, etcétera.

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El estilo de Gracián, por tanto, es una acabada muestra de la estética conceptista. El lenguaje es, en definitiva, la herramienta básica de las reflexiones gracianescas, a la vez que el objeto central de su meditación. La lengua escrita recibe la atención constante de Gracián hasta construir una auténtica poética de la escritura, como puede advertirse en la Agudeza y, sobre todo, en El Criticón.

El pensamiento de Gracián es hondamente pesimista y, también por ello, muy barroco. El mundo es engañoso, el hombre es un ser débil, miserable y, a menudo, malicioso. Buena parte de sus escritos tienen como finalidad pertrechar al lector de recursos y habilidades que le permitan esquivar las añagazas de los semejantes. Es importante saber disimular, saber crear expectativas sobre el propio valer. De lo que se trata, en último extremo, es de dominar para no ser dominado. Lo importante es que los demás dependan de uno:

más se saca de la dependencia que de la cortesía; vuelve luego las espaldas a la fuente el satisfecho, y la naranja exprimida cae del oro al lodo.

Para ello es enormemente importante el saber: Saber un poco más y vivir un poco menos, [...pues] no se vive si no se sabe.

Ahora bien, el saber no ha de ser meramente teórico, sino que debe estar guiado por una finalidad práctica, convirtiéndose con ello en una herramienta más de dominación al servicio del hombre barroco:

Tener un punto de negociante. No todo sea especulación; haya también acción. Los muy sabios son fáciles de engañar, porque aunque saben lo extraordinario, ignoran lo ordinario del vivir [...]. Procure, pues, el varón sabio tener algo de negociante.

Toda esta filosofía de la vida es inseparable de la conciencia de Gracián de la decadencia hispánica, que extiende un velo de amargura sobre los intelectuales de la época y también, desde luego, sobre el escritor aragonés: Floreció en el siglo de oro la llaneza, en este de yerro la malicia.

La extrema sutileza de Gracián y su pensamiento desengañado tuvieron una enorme repercusión en la Europa de su época, a través de las numerosas traducciones de sus obras. Así, la influencia de Gracián fue determinante en los grandes moralistas franceses de la segunda mitad del XVII, como La Rochefoucauld. Ese influjo perduró en el tiempo y fue especialmente significativo en filósofos alemanes de la talla extraordinaria de Schopenhauer o Nietzsche. Schopenhauer tradujo personalmente al alemán el Oráculo manual e hizo afirmaciones entusiastas sobre las obras Gracián: El Criticón es uno de los libros que más amo en este mundo; Mi escritor preferido es este filósofo Gracián. He leído todas sus obras; Su Criticón es para mí uno de los mejores libros del mundo. Y Nietzsche dirá de él en una carta: Europa no ha producido nada más fino ni más complicado en materia de sutileza moral.

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Quevedo prosista. Vida y personalidadFrancisco de Quevedo y Villegas nació en Madrid en 1580 en el seno de una familia de la pequeña nobleza que servía en la Corte. Estudió en Madrid con los jesuitas y luego en las uni -versidades de Alcalá y Valladolid. Desde muy temprano dio buenas muestras de su talento como escritor. Sin embargo, su crianza en la Corte y sus múltiples relaciones le llevaron pronto por el camino de la política y de la diplomacia. En 1613 marcha a Italia acompañando al duque de Osuna. Allí participa en diversas intrigas. De vuelta a España, la caída en desgracia del duque de Osuna le supone unos meses de encierro en Uclés (Cuenca) y un período de destierro en Villanueva de los Infantes (Ciudad Real). Con la subida al trono de Felipe IV y el ascenso al poder de Olivares vuelve a Madrid y apoya, en principio, las ideas reformistas del conde-duque. Pero no tarda en enemistarse con el valido, contra el que escribe diversas sátiras. Tras un breve y fracasado matrimonio, pasa buena parte del final de su vida en prisión en San Marcos de León, adonde es conducido por orden de Olivares en 1639. Con la caída del valido es liberado, ya muy enfermo, en 1643. Murió en Villanueva de los Infantes en 1645.

La personalidad de Quevedo refleja bien la vida convulsa de la España del Barroco. Así, no fue ajeno a la general obsesión española del XVII por alcanzar títulos de nobleza y siempre aspiró a una condición nobiliaria más elevada, a cuyo fin dedicó muchos esfuerzos: pleitos, escritos, relaciones... Esos pruritos de nobleza no fueron obstáculo para que realizara a veces duras críticas a los aristócratas, particularmente a los advenedizos. Y es que Quevedo era esencialmente contradictorio: políticamente se declaraba antimaquiavélico, pero en su vida fue más bien pragmático; ataca con extrema dureza a los judeo-conversos, pero en ocasiones defiende el valor burgués de la virtud personal; autor de elevados escritos morales, no siempre en su vida personal se ajustó a tan altos principios; etc. Era muy estimado en los medios cortesanos por su ingenio y agudeza, y sus escritos jocosos, sus chistes y sus procacidades le dieron notoriedad en los medios populares. Sin embargo, era un hombre introvertido, de mal genio y agrio carácter. Intentó conciliar en su vida los ideales estoicos y los cristianos, fue un gran conocedor de los autores clásicos y un ferviente admirador de los principios humanistas. Pero los tiempos no eran ya propicios para un pensamiento esencialmente optimista. Ello explica su actitud desengañada y escéptica, su visión pesimista y desesperanzada del mundo y del ser humano y sus continuas reflexiones sobre la muerte:

¡Fue sueño ayer; mañana será tierra!

¡Poco antes, nada; poco después, humo!

1.2. Su obra en prosa

Característica fundamental de Quevedo es que fue escritor en multitud de géneros. Escribió abundantes poemas de altísima calidad, una comedia, una docena de entremeses y numerosas obras en prosa.

Su actividad como autor teatral es poco significativa en una época en la que descuellan importantísimos dramaturgos. No obstante, sus entremeses tienen un cierto interés por los motivos originales que Introduce en un género tan estereotipado y porque, pese al carácter

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ligero del entremés y su limitado número de asuntos, deja Quevedo en ellos huella de sus principales preocupaciones. Es, además, interesante notar que ciertas características del entremés pueden rastrearse luego en sus otras obras.

No son fácilmente clasificables sus muchos escritos prosísticos. Aparte de una novela picaresca, el resto de sus libros son muy diversos y suelen agruparse atendiendo al contenido de cada uno de ellos: filosófico, político, satírico, moral, humorístico... Realizó también traducciones de diversos idiomas; comentó algunos textos y editó las poesías de fray Luis de León y de Francisco de la Torre. Aunque se han pretendido asociar las diversas obras con períodos cronológicos de la vida de Quevedo, lo cierto es que, desde su juventud, la diversidad es rasgo de su producción.

El grupo más extenso de escritos en prosa es el de carácter político. Escribe varias obras sobre la política italiana, opúsculos de intenso nacionalismo español como España defendida, diatribas contra Olivares, requisitorias antisemitas como la Execración contra judíos, libelos contra las pretensiones separatistas catalanas de 1640... Las más destacadas son Política de Dios, gobierno de Cristo y tiranía de Satanás, en la que, frente a las ideas de Maquiavelo, defiende una política de inspiración cristiana, y la Vida de Marco Bruto.

Gran difusión tuvieron sus obras festivas, generalmente en forma manuscrita, por lo que es posible que muchas se hayan perdido. Las escribe prácticamente durante toda su vida. En ellas no rehuye la chocarrería ni lo escatológico. Muy conocidas son las Cartas del caballero de la Tenaza, La vida de corte o El chitón de tas taravillas. Tienen particular interés las que parodian autores e ideas literarias, en especial a Góngora y el culteranismo: la Poemática contra los poetas hueros, Aguja de navegar cuitas, La culta latiniparla.

Su obra ascética más destacada es La cuna y la sepultura, acabada exposición del desengaño barroco.

Sus obras en prosa más importantes son, con todo, las de carácter satírico-moral: los Sueños y La hora de todos y la Fortuna con seso Los Sueños son cinco narraciones en las que satiriza Quevedo diversos tipos y profesiones, pero con una intención moral que desvela su desolado pesimismo. La hora de todos quizá la obra maestra de su prosa didáctica, continúa la sátira de figuras varias con el artificio literario de que la diosa Fortuna haga que en una hora todos se manifiesten como realmente son, más allá de las apariencias que suelen encubrir sus comportamientos en sociedad.

El Buscón

La Vida del Buscón llamado don Pabilos se imprimió por primera vez en 1626, pero Quevedo debió de escribirla bastante antes. Tuvo gran éxito y, todavía en vida de su autor, conoció sucesivas ediciones, aunque todas publicadas fueran de Castilla, probablemente porque no deseaba tener problemas con la Inquisición o con algunos poderosos a los que la obra pudiera molestar.

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Con el Buscón, Quevedo prueba su pluma dentro del género de la novela picaresca. Parte en su creación del Lazarillo y del Guzmán, pero modifica a su antojo los patrones genéricos de sus modelos y acaba escribiendo un texto muy original. Del Lazarillo toma la estructura general de la obra, sin digresiones moralizantes al estilo de la novela de Alemán. Con las dos no velas creadoras de la picaresca coincide en la forma epistolar y en rasgos como el linaje vil del protagonista, su afán de ascenso social, el hambre como móvil de las acciones, la dialéctica entre apariencia y realidad. También es notable la influencia de la primera parte del Guzmán de Alfarache, así como del apócrifo de Sayavedra, en el uso de motivos concretos.

Pero, claro está, Quevedo no es un mediocre imitador de las novelas precedentes. Si narrativamente no las supera, lo hace desde luego en ingenio lingüístico. El lenguaje parece mantenerse a sí mismo en vilo, como si estuviese más allá de la anécdota y de los rasgos narrativos convencionales heredados de sus modelos. Pablos, el pícaro protagonista de la obra, cuenta episodios de su vida, pero sin que, a diferencia de otras obras picarescas, su relato responda aun «caso» que tenga que aclarar o a alguna curiosidad del Señor, personaje destinatario de su relato, que haya de satisfacer. Por ello, estructuralmente, los diversos sucesos narrados no van unidos entre sí con la finalidad de explicar algo, sino que son más bien una serie de escenas o cuadros en los que Quevedo despliega todo su ingenio y maestría de escritor. En este sentido, la obra es un retroceso en el camino hacia la novela realista moderna: no hay una estructura orgánica que justifique funcionalmente la presencia de los diversos episodios de la obra.

Tampoco puede apreciarse una evolución en el diseño del personaje al modo en que la advertíamos en Lázaro de Formes. Como este, Pabilos sí aprende y gasta a otros las mismas bromas de las que él ha sido antes víctima, pero interiormente nada cambia en él, es siempre el mismo personaje que ya tenemos trazado en las páginas iniciales de la novela. Igual ocurre con el resto de los personajes que pueblan la obra: son tipos cuyas características explota Quevedo para conseguir generalmente efectos humorísticos. De ahí que muchos de ellos terminen por ser estilizadísimas caricaturas, al haber abstraído el autor extraordinariamente esos rasgos esenciales, incluso hasta tal punto que algunos acaban teniendo una cierta individualización gracias a la exageración de esos rasgos, que los apartan del tipo general. Tal es el caso del tipo del tacaño en la celebradísima figura del dómine Cabra, cuyas peculiaridades son tan extremas que no es ya un tacaño cualquiera, sino que él mismo acaba convirtiéndose en un tipo literario genuino: el del architacaño (Al fin, él era archipobre y protomiseria).

Todo lo dicho hace que la obra parezca tener una finalidad primordialmente estética. Se trata de atraer en todo momento la atención hacia el lenguaje, de revelar en lo posible la máxima agudeza. Cuando un suceso, episodio o circunstancia está agotado, el narrador Pablos-Quevedo pasa a otro asunto para exprimir nuevamente sus posibilidades lingüísticas mediante la sutileza y el ingenio.

No obstante, es bastante verosímil suponer que Quevedo esté satirizando con el Buscón el anhelo de ascenso social y el deseo de engrosar las filas de la nobleza, que es tan frecuente en muchos españoles de la época. No en vano el protagonista, hijo de un ladrón y de una bruja, confiesa este deseo desde el arranque mismo de la novela, pero sus pretensiones

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resultarán infructuosas. Cuando Pablos intenta justificarse, el autor pone siempre en su boca palabras que muestran su bajeza y falsedad.

Y es que en muchas ocasiones no es un pícaro el que habla, sino un noble que ridiculiza a un pícaro. Así, el protagonista resulta siempre castigado cuando trata de hacerse rico o pasar por noble, en abierto contraste con la ausencia de castigo de casos tan graves como la muerte de dos corchetes en el último episodio de la obra. Quevedo, pues, revela en esta novela su abierta oposición a la movilidad social y, en consecuencia, su defensa de la rígida sociedad estamental en la que cada uno debe permanecer dentro de los límites de su condición social de origen. Incluso es lógico pensar que su invectiva la dirija Quevedo contra los numerosos conversos enriquecidos que aspiran a ennoblecerse por entonces, pues no olvida en la obra añadir a la genealogía vil de Pablos su condición de cristiano nuevo, rasgo también de otro personaje de la novela, don Diego Coronel.

Por tanto, tenemos que el Buscón es básicamente un alarde literario en el que Quevedo despliega sus finísimas dotes de estilista, a la vez que es también una obra que nos permite descubrir la mentalidad conservadora de su autor y su defensa de los privilegios nobiliarios.

1.3. Estilo

Algunos de los rasgos enunciados en el análisis del Buscón tienen validez general para la prosa de Quevedo: la agudeza lingüística, su tendencia constante hacia la exageración, la ca-ricatura basada en comparaciones hiperbólicas, etc. Igualmente, muchas de las características conceptistas puestas de relieve en la exposición anterior de Baltasar Gracián son también representativas del estilo de Quevedo: contrastes, paradojas, hipérboles, equívocos y dilogías, polisemias, paronomasias, elipsis, juegos verbales diversos... Realmente, Quevedo es el genio literario que recoge toda una tradición anterior propia del uso de la lengua oral en los ambientes cortesanos, donde el Ingenio y la agudeza eran útiles Inexcusables para triunfar socialmente. Esa ingeniosidad que salpica muchos textos literarios del XVI y del XVII tiene su culminación en don Francisco y, aunque sus imitadores la prolongarán algo en el tiempo, se encuentra tan ligada a la oralidad que a lo largo del XVII desaparecerá de los textos escritos.

Quevedo resulta con ello ser la síntesis de toda una veta literaria de tradición oral con la tradición culta del Humanismo, que, en buena medida, tendría también en él uno de sus últi-mos representantes. Por ello, es figura literariamente capital, ya que su maestría estilística le permite insospechadas creaciones estéticas. La lengua castellana en sus manos es fuente ina-gotable de hallazgos verbales sorprendentes que tienen siembre la abierta intención de lograr la admiración del lector. Su esteticismo extremo es indisociable de su ideología. Su profundo pesimismo, su honda desesperanza y amargura en un mundo que no tiene remedio hallan como válvula de escape la carcajada, el sarcasmo y la pirotecnia verbal de la más alta calidad.

Y es quizá este talante el que explique el distanciamiento tan típico en Quevedo que le lleva a presentar a sus personajes sin asomo de compasión o ternura, incluso con una cierta crueldad o indiferencia ante el sufrimiento ajeno. Retóricamente, ello se manifiesta en los procesos de deshumanización a los que el escritor somete a los personajes. Así, no solo no huye de lo escatológico, de lo repugnante o de lo macabro, sino que parece complacerse en

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ello. La exageración en lo grotesco conduce a veces a la más absoluta cosificación. La ya citada figura del dómine Cabra tiene

los brazos secos, las manos como un manojo de sarmientos cada una. Mirado de medio abajo parecía tenedor o compás, con dos piemos largas y flacas. Su andar muy espacioso; si se descomponía algo, le sonaban los huesos como tablillas de San Lázaro.

Esta desvalorización llega al extremo de captar en ocasiones a los personajes como pura realidad visual:

todos empuñaron aguja y hilo para hacer un punteado en un rasgado y otro. Cuál, para culcusirse [remendarse mal] debajo del brazo, estirándole, se hacía L. Uno, hincado de rodillas, arremedando un cinco de guarismo, socorría a los cañones. Otro, por plegar las entrepiernas, metiendo la cabeza entre ellas se hacía un ovillo. No pintó tan extrañas posturas Bosco como yo vi.

Y, en efecto, lo grotesco y lo extraño tiene una acusada presencia en el arte de Quevedo, como en el de El Bosco que él mismo cita. Pero más dentro de su época, la obra de Quevedo habría de explicarse junto a la proliferación de locos, enanos, bufones y otros personajes grotescos o extravagantes que pueblan la corte y que son bien reflejados por la pintura de artistas como Velázquez.

Esta predilección por lo grotesco podría proceder de las fiestas populares, de los entremeses, de la commedia dell’arte, del teatro de títeres, y tendría su raíz última en el momento de honda crisis que vive la sociedad española del XVII, pues las épocas de decadencia estimulan la sátira de la realidad mediante su visión deformante.