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"Recuerdo a Scott Fitzgerald diciéndome no mucho después de que termináramos la universidad: 'Quiero ser uno de los más grandes escritores de todos los tiempos, ¿tú no?'" Edmund Wilson Este libro constituye la quintaesencia del mundo narrativo de Fitzgerald. En estos relatos se abordan sus obsesiones recurrentes: la melancolía por el final de una época, los claroscuros de la pareja, el fracaso o la fascinación por el lujo y la riqueza. En el cuento del título, un hombre nace viejo y rejuvenece a medida que pasan los años, adquiriendo una perspectiva del mundo insólita e inquietante. Otras historias hablan de personas que recuerdan sin tregua el momento en que perdieron su oportunidad, como en el extraordinario "Regreso a Babilonia". Cada pieza es un vislumbre del seductor e imperecedero mundo narrativo de Scott Fitzgerald.

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Page 1: La Langosta Literaria recomienda EL CURIOSO CASO DE BENJAMIN BUTTON de F. Scott Fitzgerald - Primer Capítulo
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El curioso caso de Benjamin Button

I

llá por 1860, lo bien visto era nacer en casa. Hoy día,

según me han dicho, los dioses mayores de la medi-

cina han dispuesto que el primer llanto del recién

nacido brote en el aire anestésico de un hospital, preferible-

mente de postín. Así, el señor Roger Button y señora, un jo-

ven matrimonio, se anticiparon cincuenta años a esa moda

cuando decidieron, un día del verano de 1860, que su primer

hijo naciese en un hospital. Si este anacronismo incidió de al-

gún modo en la asombrosa historia que me dispongo a plas-

mar, nunca se sabrá.

Les contaré lo que ocurrió, y juzguen ustedes mismos.

Los Button gozaban de una posición envidiable, tanto social

como económica, en el Baltimore anterior a la guerra de Sece-

sión. Estaban emparentados con tal familia y tal otra, lo que,

como todo sureño sabía, les daba derecho a sentirse integrados

en esa profusa nobleza que poblaba mayoritariamente la Con-

federación. Esa era su primera experiencia por lo que se refería

A

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a la antigua y entrañable costumbre de traer niños al mundo;

como es natural, el señor Button estaba nervioso. Acariciaba la

esperanza de que fuese varón, para poder mandarlo a la Univer-

sidad de Yale, en Connecticut, institución donde el propio se-

ñor Button había pasado cuatro años con el sobrenombre un

tanto obvio de Cuff, «gemelo», en alusión a su apellido, Button,

«botón», por la afinidad de funciones entre este y el prendedor

usado para cerrar el puño de la camisa.

La mañana de septiembre consagrada al magno aconteci-

miento se levantó, muy nervioso, a las seis, se vistió, se hizo

el nudo de la impecable corbata de gala y, apresuradamente,

recorrió las calles de Baltimore camino del hospital con la

intención de determinar si la oscuridad de la noche había traí-

do en su seno una nueva vida.

Cuando se encontraba a unos cien metros del Hospital

Privado para Damas y Caballeros de Maryland, vio al médi-

co de cabecera de la familia, el doctor Keene, descender por

la escalinata de la entrada, frotándose las manos con un mo-

vimiento lavatorio, como todo facultativo está obligado a hacer

por la ética tácita de su profesión.

El señor Roger Button, presidente de Roger Button & Co.,

Ferreteros Mayoristas, echó a correr hacia el doctor Keene con

mucha menos dignidad de la que cabría esperar en un caba-

llero sureño de ese pintoresco período.

—¡Doctor Keene! —llamó—. ¡Eh, doctor Keene!

El médico lo oyó, se dio media vuelta y allí lo esperó, in-

móvil, dibujándose en su rostro adusto y clínico una curiosa

expresión mientras se aproximaba el señor Button.

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—¿Qué ha pasado? —quiso saber el señor Button, acer-

cándose a toda prisa con la respiración entrecortada—. ¿Qué

ha sido? ¿Cómo está ella? ¿Un niño? ¿Quién es? ¿Qué…?

—¡Déjese de sandeces! —atajó el doctor Keene con aspe-

reza. Se lo veía un tanto irritado.

—¿Ha nacido ya? —suplicó el señor Button.

El doctor Keene lo miró con expresión ceñuda.

—Pues sí, digamos que sí… mal que bien. —Lanzó otra

mirada extraña al señor Button.

—¿Está bien mi señora?

—Sí.

—¿Es niño o niña?

—¡Alto ahí! —exclamó el doctor Keene en un puro arre-

bato de irritación—. Haga el favor de ir usted a verlo con sus

propios ojos. ¡Incalificable! —Soltó la última palabra casi en

una sola sílaba y, acto seguido, apartándose, masculló—:

¿Acaso imagina que un caso así va a favorecer mi reputación

profesional? Otro como este sería mi ruina… la ruina de cual-

quiera.

—¿Qué ocurre? —preguntó el señor Button, consterna-

do—. ¿Son trillizos?

—No, trillizos no —contestó el médico con tono acera-

do—. Y, además, vaya a verlo con sus propios ojos. Y búsquese

a otro médico. Yo lo traje a usted al mundo, joven, y he aten-

dido a su familia durante cuarenta años, pero eso se acabó.

¡No quiero verlo a usted ni a ningún pariente suyo nunca más!

¡Adiós, muy buenas!

Bruscamente, se dio media vuelta y, sin otra palabra, su-

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bió a su faetón, que lo esperaba junto al bordillo, y se alejó con

actitud severa.

El señor Button se quedó allí en la acera, atónito, temblan-

do de la cabeza a los pies. ¿Qué horrenda desgracia había

ocurrido? De pronto había perdido todo deseo de entrar en

el Hospital Privado para Damas y Caballeros de Maryland, y

con extrema dificultad, al cabo de un momento, se obligó a

ascender los peldaños y traspasar la puerta principal.

En la opaca penumbra del vestíbulo, una enfermera ocu-

paba su puesto detrás de un escritorio. Tragándose la vergüen-

za, el señor Button se acercó a ella.

—Buenos días —dijo ella, y alzando la vista lo miró con

simpatía.

—Buenos días. So… soy el señor Button.

Ante esto, una expresión de absoluto pavor se propagó por

el semblante de la muchacha. Se puso en pie y estuvo en un

tris de huir del vestíbulo a todo correr, pero se contuvo con

manifiesto esfuerzo.

—Quiero ver a mi hijo —dijo el señor Button.

La enfermera dejó escapar un corto grito.

—¡Ah, cómo no! —exclamó, histérica—. Arriba. Justo en

el piso de arriba. ¡Suba!

Le señaló la dirección, y el señor Button, bañado en sudor

frío, se volvió y, vacilante, empezó a ascender hacia la primera

planta. En la entrada del piso superior, se dirigió a otra enfer-

mera que, palangana en mano, le salió al paso.

—Soy el señor Button —alcanzó a articular—. Quiero ver

a mi…

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¡Cataclonc! La palangana cayó estrepitosamente al suelo

y rodó hacia la escalera. ¡Cataclonc! ¡Cataclonc! Inició un

metódico descenso como si participase del terror generalizado

que infundía aquel caballero.

—¡Quiero ver a mi hijo! —exigió el señor Button, casi con

un alarido. Estaba al borde del derrumbe.

¡Cataclonc! La palangana había llegado a la planta baja.

La enfermera recobró la serenidad y lanzó al señor Button una

mirada de franco desdén.

—De acuerdo, señor Button —accedió con voz queda—.

¡Muy bien! ¡Pero si supiera usted en qué estado de nervios nos

ha puesto a todos esta mañana…! ¡Es lo nunca visto! A este

hospital ya no le quedará ni una pizca de prestigio des-

pués de…

—¡Deprisa! —exclamó él con voz ronca—. ¡No lo aguan-

to más!

—Acompáñeme, pues, señor Button.

Remiso, la siguió. Al final de un largo pasillo, llegaron a

una sala —lo que en el futuro se conocería como «nido»— de

la que procedían diversos berridos. Entraron. Dispuestas

contra las paredes, había media docena de cunas rodantes

lacadas en blanco, cada una con su correspondiente etique-

ta prendida del cabezal.

—¿Y bien? —preguntó el señor Button con voz entrecor-

tada—. ¿Cuál es el mío?

—¡Ahí lo tiene! —dijo la enfermera.

El señor Button siguió con la mirada el dedo indicador, y

esto es lo que vio: arrebujado en una gruesa manta blanca,

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y parcialmente encajonado en una de las cunas, aguardaba sen-

tado un viejo de unos setenta años. Tenía el cabello ralo y casi

blanco, y del mentón pendía una barba larga de color humo,

que, impulsada por la brisa procedente de la ventana, ondeaba

absurdamente. Alzó la vista y miró al señor Button con unos

ojos apagados y sin vida en los que acechaba una duda surgida

de la perplejidad.

—¿Acaso me he vuelto loco? —prorrumpió el señor But-

ton, transmutándose en rabia su terror—. ¿Es esto una bro-

ma de mal gusto del hospital?

—Nosotros no vemos la broma por ningún lado —repu-

so la enfermera con severidad—. Y en cuanto a si se ha vuelto

loco o no, lo ignoro, pero ese es a ciencia cierta su hijo.

Se redobló el sudor frío en la frente del señor Button. Ce-

rró los ojos y a continuación, abriéndolos, miró otra vez. No

cabía duda: estaba viendo a un hombre de medio siglo y cuatro

lustros, un «bebé» de medio siglo y cuatro lustros cuyos pies

colgaban a los lados de la cuna en la que reposaba.

El viejo, con expresión plácida, los miró alternativamente

por un momento y después habló con voz empañada y caduca.

—¿Tú eres mi padre? —quiso saber.

El señor Button y la enfermera, sobresaltados, dieron un

violento respingo.

—Porque si lo eres —prosiguió el viejo con tono lastime-

ro—, desearía que me sacaras de aquí, o que al menos los

obligaras a traerme una mecedora cómoda.

—¿De dónde has salido tú, Dios santo? ¿Quién eres?

—estalló el señor Button, desesperado.

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—No puedo decir quién soy con exactitud —respondió el

lastimero gimoteo—, porque hace solo unas horas que he

nacido, pero mi apellido es Button, eso sin duda.

—¡Mientes! ¡Eres un impostor!

El viejo se volvió hacia la enfermera con visible hastío.

—Bonita forma de recibir a un recién nacido —se quejó

con un hilo de voz—. Dígale que se equivoca, ¿quiere?

—Se equivoca, señor Button —afirmó la enfermera con

severidad—. Este es su hijo, y tendrá usted que tomar las cosas

como vienen. Le rogamos que se lo lleve a casa cuanto antes…

hoy en algún momento.

—¿A casa? —repitió el señor Button con incredulidad.

—Sí, aquí no podemos quedárnoslo. Nos es imposible,

compréndalo.

—Y yo bien que me alegro —gimoteó el viejo—. Este

no es lugar para un muchacho amante de la paz y el sosiego.

Con tanto grito y tanto berrido, apenas he pegado ojo. He

pedido algo de comer —aquí su voz se elevó hasta alcan-

zar un penetrante tono de protesta—, ¡y me han traído un

biberón!

El señor Button se dejó caer en una silla cerca de su hijo

y escondió la cara entre las manos.

—¡Santo cielo! —musitó en un trance de pavor—. ¿Qué

dirá la gente? ¿Qué he de hacer?

—Tendrá que llevárselo a casa —insistió la enfermera—.

¡Inmediatamente!

Una imagen grotesca cobró forma con espeluznante niti-

dez ante los ojos del hombre atormentado: una imagen de sí

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mismo paseando por las concurridas calles de la ciudad con

esa ingrata aparición al acecho junto a él.

—No puedo. No puedo —gimió.

La gente se pararía a hablar con él, ¿y qué les diría? Ten-

dría que presentarles a aquel… aquel septuagenario: «Este es

mi hijo, nacido esta mañana temprano». Y entonces el viejo

se envolvería en su manta y seguirían por su camino a paso

de tortuga, dejando atrás las bulliciosas tiendas, el mercado de

esclavos —por un siniestro instante el señor Button sintió el

ferviente deseo de que su hijo fuera negro—, atrás las lujosas

casas del barrio residencial, atrás el asilo de ancianos…

—¡Vamos, un poco de compostura! —ordenó la enfermera.

—Oye —anunció de pronto el viejo—, si crees que voy a

irme a casa con esta manta, estás muy equivocado.

—Los bebés siempre tienen una manta.

Con una risa maliciosa, el viejo sostuvo en alto un pequeño

pañal blanco.

—¡Mira! —dijo con voz trémula—. Esto es lo que me

tenían preparado.

—Eso es lo que llevan los bebés —declaró la enfermera,

melindrosa.

—Pues dentro de un par de minutos —dijo el viejo— este

bebé no va a llevar nada. La manta pica. Podrían haberme

dado una sábana, al menos.

—¡No te la quites! ¡No te la quites! —instó el señor But-

ton. Se volvió hacia la enfermera—. ¿Qué hago?

—Baje y cómprele ropa a su hijo.

La voz de su hijo siguió al señor Button por el pasillo:

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—Y un bastón, padre. Quiero un bastón.

El señor Button dio un brutal portazo al salir.

II

—Buenos días —dijo el señor Button, nervioso, al depen-

diente de la tienda de confecciones Chesapeake—. Quiero

comprar ropa para mi hijo.

—¿Qué edad tiene su hijo, caballero?

—Unas seis horas —contestó el señor Button sin la debida

consideración.

—Sección de artículos para bebé al fondo.

—Bueno, no creo… no estoy muy seguro de que sea eso

lo que busco. El… el niño es anormalmente grande. Excep-

cionalmente… mmm… grande.

—Allí tienen las tallas de niño más grandes.

—¿Dónde está la sección de ropa infantil? —preguntó el

señor Button, cambiando de planteamiento a la desesperada.

Presintió que el dependiente adivinaba sin duda su vergon-

zoso secreto.

—Aquí mismo.

—Bueno… —Vaciló. La mera idea de vestir a su hijo con

ropa de hombre le repugnaba. Si, pongamos, encontraba un

traje para un niño muy grande, podía tal vez cortarle aquella

barba larga y horrenda, teñirle las canas de castaño, y ocultar

así la peor parte, conservando algo de su propia dignidad, por

no hablar ya de su posición en la alta sociedad de Baltimore.

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Pero en una arrebatada inspección no descubrió ningún

traje de la talla del Button recién nacido. Echó la culpa a la

tienda, claro está; en tales casos, echar la culpa a la tienda es

lo propio.

—¿Qué edad ha dicho que tiene ese chico suyo? —inqui-

rió el dependiente con curiosidad.

—Tiene… dieciséis.

—Ah, disculpe. Creía haber oído seis horas. Encontrará la

sección de ropa juvenil en el siguiente pasillo.

Alicaído, el señor Button se dio media vuelta. De pronto

se detuvo, animado, y señaló con el dedo un maniquí del es-

caparate.

—¡Allí! —exclamó—. Me llevo ese traje, el del maniquí.

El dependiente lo miró boquiabierto.

—¡Cómo! —protestó—. Eso no es un traje de niño. O sí,

lo es, pero para disfrazarse. ¡Podría ponérselo usted mismo!

—Envuélvamelo —insistió el cliente, nervioso—. Eso es

lo que quiero.

El estupefacto dependiente obedeció.

De nuevo en el hospital, el señor Button entró en la sala

de maternidad y casi arrojó el paquete a su hijo.

—Ahí tienes tu ropa —anunció a bocajarro.

El viejo desató el paquete y contempló el contenido con

expresión burlona.

—A mí me parece un poco rara —se quejó—. No quiero

hacer el ridículo…

—¡Yo he hecho el ridículo por tu culpa! —replicó el se-

ñor Button con virulencia—. ¿A ti qué mas te da si estás raro

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o no? Póntela… o te… o te ganarás un sopapo. —Tragó sa-

liva con cierta desazón por esta última palabra, aun intuyen-

do que era lo que correspondía decir.

—De acuerdo, padre —dicho esto en un grotesco simu-

lacro de respeto filial—, has vivido más años; tú sabrás. Lo que

tú digas.

Como antes, el sonido de la palabra «padre» causó al se-

ñor Button un violento sobresalto.

—Y deprisa.

—Ya me doy prisa, padre.

Cuando su hijo acabó de vestirse, el señor Button lo ob-

servó con desaliento. Componían el disfraz unos calcetines con

topos, un pantalón rosa y un blusón con cinto y cuello blan-

co ancho. Por encima de este, ondeaba la larga barba blanque-

cina, colgando casi hasta la cintura. El efecto no era bueno.

—¡Un momento!

El señor Button echó mano de unas tijeras de hospital y,

con tres enérgicos cortes, amputó una amplia porción de

barba. Pero, pese a esta mejora, el conjunto distaba mucho

de la perfección. El resto del vello facial cortado a trasquilo-

nes, los ojos acuosos, los dientes caducos desentonaban extra-

ñamente con el desenfado del disfraz. No obstante, el señor

Button siguió en sus trece: tendió la mano.

—¡Vamos! —ordenó, imperioso.

Su hijo le cogió la mano, confiado.

—¿Cómo vas a llamarme, papá? —preguntó con voz trému-

la mientras salían de la sala de maternidad—. ¿Solo «chiquitín»

por un tiempo, hasta que se te ocurra un nombre mejor?

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