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S.T. Prescott Sergio Mars Avance gratuito en PDF La invocación del picto Relato completo: «La marca de la muerte» Cápside Editorial http://rescepto.wordpress.com/capside-editorial

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S.T. PrescottSergioMars

Avance gratuito en PDF

La invocacióndel picto

Relato completo: «La marca de la muerte»

CCááppssiiddee EEddiittoorriiaallhttp://rescepto.wordpress.com/capside-editorial

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Prólogo

Los mapas de los sabios encierran una magiamuy especial. Su función no consiste, como piensan loscolonos, los caravaneros o incluso los reyes, en ubicar unlugar en concreto en relación con todos los otros, ni enmarcar los caminos entre ellos. No, su misión es muchomás importante. Se encargan de señalizar las fronterasentre lo conocido y lo ignoto, de enmascarar las fuerzassalvajes primordiales bajo trazos que aluden vagamenteal mar, a un bosque o a una cadena montañosa. Unaficción urdida para disimular la verdad: que agazapadajusto más allá de donde la vista alcanza puede medrarcualquier cosa.

Uno de tales enclaves, al norte y un poco al oeste delcentro del mundo, lo constituyen los Montes Raajniakiri;una cicatriz aserrada que contiene como un dique lospáramos de hielo que se difuminan del otro lado en lanada. Allí, tan cerca del cielo que parece como si un tajodescuidado propinado a la luz de las estrellas pudiera rajarel pellejo de la noche, la vida supone una lucha constante;contra las fieras, contra los hombres, contra los dioses, perosobre todo contra los implacables elementos. Esas tierrasesculpen, a partir de la propia roca madre, un linaje muyespecial. Hombres duros, taciturnos, pacientes como elliquen que poco a poco va devorando las montañas, peroal mismo tiempo de emociones explosivas una vez hansido despertadas.

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En retrospectiva, se antoja evidente que aqueldebía ser uno de los focos del incendio destinado a arrasarel mundo. Durante centurias, los iniciados habíanpropuesto y discutido candidatos: Rigale, Almadur,Tsempao... Confundieron la meta con el origen. Les cegóel orgullo. Tenían en demasiada estima los dudososméritos de la civilización, ese artefacto de fachadasimponentes e interior hueco, erigido bajo el caprichoabsurdo de alguna especie de locura colectiva yperpetuado por simple hábito.

El orden es una aberración. Ha de ser impuestoal caos por la fuerza. Y resulta ingenuo pensar que sudictadura perdurará por siempre.

Nota del compilador:

El prólogo que acaban de leer se encontró entre lospapeles de Sean Thorgeir Prescott a su muerte, acaecida en1955, aunque no fue sino hasta hace relativamente pocoque su archivo se puso a disposición de los investigadoresy pudo ser clasificado y catalogado, abriendo la posibilidadde profundizar en el estudio de su obra. S. T. Prescott,como firmaba sus relatos, no fue un autor prolífico. Apenasdocena y media de textos, entre relatos y novelas cortas,en los siete años que median entre su primera y su últimapublicación profesional.

Poco se sabe de su trayectoria previa. Tan soloque publicó al menos una primera versión de «La marcade la muerte» en un fanzine amateur, The Lost Scrolls,del cual no se conserva ningún ejemplar. Ese cuento,«The challenge», es la semilla de la Saga de Nergal, su

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obra más significativa, que aquí se presenta por primeravez completa; al menos hasta donde llegó Prescott. Haciafinales de 1937, la revista Weird Tales incluyó «Death’smark» («La marca de la muerte» en la presente edición), sudebut en revistas de pago. En la carta de presentación aleditor se mencionaba la muerte de Robert Ervin Howardcomo acontecimiento crucial de cara a dar el paso de pro-poner su historia para publicación, y la influencia delautor tejano y de su más famoso personaje son evidentesen el texto, al igual que una clara afinidad temática conla obra de otro de los grandes autores de Weird Tales,Clark Ashton Smith, aunque no se tiene constancia deque Prescott llegara alguna vez a mantener correspon-dencia con ninguno de ellos.

Al año siguiente, apareció en la misma publicaciónla novela corta «The monastery of the Red Brotherhood»(«El monasterio de la Hermandad Roja»), que continuabala historia de Nergal para satisfacción de los lectores quehabían expresado interés en el personaje. Luego nada du-rante cuatro años, hasta que en las páginas de Unknownun tal James Edlington presentó «Steelstorm» («Aguacero»).Se desconocen los motivos que indujeron a Prescott a uti-lizar un seudónimo, pero lo cierto es que no le sirvió demucho, pues los aficionados, que se habían quedado conganas de más aventuras del picto, pronto establecieron laconexión, forzando a que la siguiente entrega, «Trial bytruth» («El juicio de Elil»), saliera en 1943 firmada con suverdadero nombre.

Ya no aparecerían más historias suyas, de Nergalni de cualquier otra clase. Tan abruptamente como habíairrumpido en el panorama literario pulp, S. T. Prescott loabandonó. Se especuló con que podría haber fallecido,como tantos otros, en la Segunda Guerra Mundial, perotal hipótesis acabó probándose errónea, aunque pocosson los detalles que se tienen acerca del período quemedia entre su retirada y su muerte.

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Lo que sí puede afirmarse es que nunca dejó de tra-bajar en la historia de Nergal. El estudio de sus archivos harevelado la existencia de una novela corta inédita, «Behindthe walls of Hope» («Tras los muros de Esperanza»), escritamuy posiblemente hacia finales de 1937. ¿Por qué no salióen Weird Tales? Se desconoce, así como la razón que llevóa Prescott a saltársela cuando se pasó a la recién aparecidaUnknown. Repasando los textos incompletos, ha aparecidotambién una sexta historia que, si bien y de forma curiosano menciona explícitamente a Nergal, ha podido ser com-pletada e integrada en la saga del picto, proporcionándolecierto grado de conclusión parcial, gracias al cuidadosoestudio de los apuntes para desarrollos futuros recogidosen docenas de notas breves y esbozos, que en general sehan probado una fuente de información inestimable paracompletar este proyecto.

Incluso los manuscritos originales de los textospublicados, o versiones muy próximas a ellos, se ha-llaban cuajados de correcciones y notas al margen,proponiendo cambios para cohesionar los distintoselementos de la saga, afectando en ocasiones a esce-nas completas.

Ahora, tras un trabajo de nueve años en colabora-ción con Walter Burton y Julia Fedmoore, de la Universi-dad Estatal de Oregón, y con el permiso de los herederosde Prescott, creo que estamos en condiciones de ofrecerlesel inicio de la Saga de Nergal tal y como su autor hubieraquerido presentarla. Con toda probabilidad la versión deS. T. Prescott hubiera sido algo diferente, pero privados desu talento, espero que esta haga justicia a su visión.

E igualmente anhelo que ustedes, como lectores,disfruten de este viaje aplazado a la época dorada de la es-pada y brujería, cuando las mismas piedras traspirabanmagia y el acero decidía el destino de los mortales. SirvaLa invocación del picto de homenaje a S. T. Prescott, aRobert E. Howard, Clark Ashton Smith, Abraham Merritt

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(de quien tal vez provenga el nombre del protagonista),C. L. Moore, Edgar Rice Burroughs, Fritz Leiber y todosaquellos otros autores, famosos o ya olvidados, que escri-bieron a tinta y sangre un capítulo glorioso en la historiade la ficción pulp y del propio género fantástico.

Sin más presentaciones (para más informaciónsobre Prescott y su obra, les emplazo para el libro de en-sayo de próxima aparición), les invito a conocer a Nergal,el Picto, el Krivanderjager, el Azote de Raajniak.

Que empiece la aventura.

Sergio MarsValencia, a 18 de abril de 2018

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La marca de la muerte

I

Eran tiempos gélidos. El frío se abría paso a travésde la piel agrietada, hasta alcanzar el interior mismo delos huesos, convirtiendo cada movimiento, por simple quefuera, en un suplicio. Cada inspiración escarchaba lospulmones y hacía que el pecho ardiera, consumiendo lasmagras reservas de energía que apenas podían ya man-tener el espíritu atrapado en el cuerpo. Ardía también,desde hacía tres días, una gran hoguera, alimentada consuficiente leña para haber entibiado las chozas del clandurante toda una luna. En torno a ella se disponían treshombres, tendidos desnudos boca abajo sobre sendos le-chos de ramas de enebro hembra. A su alrededor, a ciertadistancia, se distribuían en un círculo irregular las cuatrodecenas de supervivientes, mirándolos fijamente con ojosfebriles; sus miembros enjutos asomando entre pieles quemás que abrigarles buscaban ocultarlos al mundo; susmanos y rostros ulcerados por el implacable castigo delaliento de los hielos.

Un anciano arrugado, ataviado con pieles andra-josas de lobo, se movía espasmódicamente entre las figu-ras inertes, canturreando sin melodía y deteniéndose detanto en tanto junto a una de ellas. Entonces, un joven,que aguardaba en la tierra de nadie entre los dos anillos,se le aproximaba con un cuenco repleto de pigmentoazul. El recipiente se había obtenido del cráneo de unoso, y presentaba signos evidentes de desgaste. El cha-mán parecía ignorar su presencia. Miraba confuso a tra-vés y más allá de los cuerpos tendidos, a otros planos dela existencia. Luego sumergía una lanceta, tallada de la

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quijada de un lobo, en la tinta, dejando que se impreg-nara bien del líquido oscuro.

El muchacho dejaba el cuenco en el suelo, cercade ellos, y preparaba la porción de piel que el brujo mi-raba sin ver: un hombro, una nuca, una espalda... Lamasajeaba y luego se preocupaba de que estuviera ti-rante. El chamán seguía sin prestarle atención, perdidoen su trance, hasta que, sin previo aviso, comenzaba agolpear, practicando profundas incisiones en la carnedel yaciente. Veloz, firme, sin vacilaciones, introduciendoel pigmento a la fuerza bajo la piel y recogiendo tinta tan-tas veces como fuera preciso. La sangre manaba en abun-dancia. Cesaba de pinchar con la misma brusquedadimpredecible. El muchacho limpiaba entonces la heridacon nieve, recogía el cuenco y se retiraba. Y así una y otravez, sin descanso, sin que pudiera apreciarse ningunapauta ni propósito claro en su actividad. Sin embargo, trespatrones bien diferenciados iban cobrando forma en losrespectivos lienzos de piel mancillada.

El rito era complejo y peligroso. Solo la desespera-ción había podido inducirles a ejecutarlo. Los recursosen las montañas de Raajniak eran, en el mejor de loscasos, limitados, y un solo año malo ya podía constituirun desastre. Se encontraban al final de la tercera tempo-rada de hambruna. Los territorios de caza tradicionalesya no producían bastante alimento, y las partidas debíanalejarse cada vez más, hasta chocar con los límites tam-bién en forzosa expansión de los clanes vecinos. Era unacuestión de supervivencia. No había suficiente alimentopara todos.

La invocación iba precipitándose hacia su fin. Lostres voluntarios tenían ya el pecho, los brazos y casi todala espalda surcados por cortes teñidos de azul. Pese a losungüentos cicatrizantes, las heridas presentaban mal as-pecto, con los labios a medio cerrar, enrojecidos e hin-chados. En una luna, aplicando los cuidados necesarios,

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quizás podrían haber curado, y sin examinar las cicatri-ces con detenimiento, solo se verían las líneas indeleblesde pigmento bajo la piel, aunque no iban a disponer deuna luna. En un par de días habría acabado todo, de unmodo u otro.

El chamán se tambaleó. Se movía por puro instinto.Todavía se sostenía en pie gracias a las drogas que reco-rrían sus venas y que había estado ingiriendo como únicoalimento desde el inicio del ritual. Quedaban pocas punta-das que asestar, pero él no lo sabía. Ya no era conscientede nada que no fuera el rugido de la oscuridad en sus oídosy los latidos arrítmicos de su corazón. Se detuvo. Esperó.Mojó la lanceta en el cuenco e intercambió por enésima veztinta azul por roja sangre. Luego supo que había termi-nado, aunque este conocimiento no despertó en él ningúnsentimiento, pues se encontraba ya fuera del alcance de laexperiencia humana.

El muchacho que lo asistía percibió que algo habíacambiado. Se estremeció, y no porque la temperatura pa-reciera haber descendido de forma considerable, sinoporque el verdadero rito de invocación empezaba entonces.También los integrantes del círculo externo fueron cons-cientes de ello. Un murmullo se propagó entre ellos, aun-que ninguno había osado abrir la boca. Era el rumorproducido al cambiar el peso del cuerpo de un pie al otro,al temblar bajo las pieles, al apretar los puños hasta hacercrujir las articulaciones, al soltar aire en una espiraciónexplosiva; todo ello al unísono, como un único espíritu, unsolo clan, unidos en la culpa y la determinación. El mucha-cho tomó el cráneo de oso y vertió el pigmento sobrante enla hoguera. Un olor nauseabundo impregnó el ambiente.Nadie le prestó atención.

Los tres hombres tatuados intentaron incorpo-rarse. Después de haberse pasado tanto tiempo tumba-dos, sin comer ni casi beber, las piernas y los brazos lestemblaban hasta el punto de casi impedirles alzarse más

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de un palmo del suelo. Nadie fue en su ayuda. Termina-ron de erguirse por pura fuerza de voluntad. Habían sidoescogidos entre los más fuertes, pero la prolongada ca-restía había hecho mella en su físico, y el ayuno de losúltimos días no había contribuido a mejorar las cosas. Aun observador ajeno a las montañas y a las circunstan-cias quizás no le hubieran parecido muy impresionan-tes, pero eran los mejores guerreros con los que aúncontaba el clan.

El muchacho tendió el cuenco al chamán. Este locogió de entre sus manos y lo estudió, como si en sufondo manchado pudiera leer secretos primigenios. Si asífue, nada reveló sobre ellos. Se limitó a dejar el recipienteen el suelo, frente a sus pies, y a extraer un cuchillo deentre las pieles que lo cubrían. Sin titubeos, se abrió elbrazo izquierdo con el filo y dejó que la sangre manaradentro del cuenco. En todo ese tiempo no había dejado decanturrear, aunque en voz tan baja que los sonidos ape-nas lograban escapar del cerco de sus dientes. Una vezestuvo medio lleno, se inclinó y lo recogió. Flaqueó uninstante y estuvo a punto de caer, pero se rehizo. Se llevóel cráneo a los labios y se llenó la boca con su propia san-gre. A continuación, se plantó frente al primero de loshombres y le escupió en el rostro. Hizo lo mismo con losotros dos.

Se le cayó el cuenco óseo. Golpeó contra una piedray se agrietó, pero no importaba; nunca más sería usado.A través de la herida, junto con la sangre, se habían ver-tido las últimas fuerzas que le quedaban, pero aún teníaque cumplir una última tarea. Con un dedo tembloroso,trazó sobre la frente del guerrero que tenía frente a sí unsímbolo arcano, aprendido largo tiempo ha de su maes-tro, quien se lo había transmitido dividido en tres trazos,dibujados en tres noches sin luna de tres años diferen-tes. Se arrastró hasta el segundo hombre y repitió elsímbolo. La vida se le escapaba. El brazo había seguido

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sangrando, y su palidez cadavérica mostraba a las clarasque apenas le quedaba esencia vital para hacer funcionarsu corazón. Llegó a duras penas hasta el tercero y alargóel dedo. Solo levantar el brazo lo necesario supuso un es-fuerzo titánico. Apoyó la yema en la frente del guerrero yrepitió por última vez los movimientos. No había tenidoocasión de enseñar a su discípulo las partes del símbolo,así que nadie pudo saber que, por muy poco, apenas unamuesca, aquel no llegó a completarlo antes de que lamuerte lo reclamara para sí.

El muchacho que lo había asistido contempló conojos desorbitados su cadáver. Era demasiado joven, noestaba preparado. En condiciones normales hubieran de-bido pasar muchos inviernos antes de que le hubierasido permitido asumir las responsabilidades espiritualesdel clan. Ahora tendrían que conseguir los servicios dealgún hombre-bestia errante para que cumpliera esafunción y terminara su instrucción, pero eso sería unavez superada, si lo conseguían, la crisis en que estabanmetidos. Uno de los integrantes del círculo externo, unhombre de edad madura, con espesos bigotes en los quecomenzaba a predominar el gris, se separó del resto y ca-minó hacia la hoguera con paso firme aunque trabajoso,como si estuviera vadeando por nieve espesa. Apoyó sumano derecha en el hombro del muchacho y le ayudó alevantar el cuerpo del anciano.

Entre los dos lo desnudaron, arrancándole las pie-les de lobo y quitándole todos los amuletos que llevaba alcuello, en las muñecas y en los tobillos, algunos de ellosdesde hacía tanto tiempo que se habían incrustado en lapiel y hubo que emplear el cuchillo para desprenderlos.Cuando terminaron, lo ataron al tronco de un tejo joven ylo cruzaron sobre la hoguera. El joven hizo sentar a lostres cazadores. Con extrema reluctancia les dobló las ro-dillas y les tiró de los hombros hacia abajo. Apenas seresistían a estos manejos, como si la voluntad les hubiera

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abandonado por completo. La magra carne del chamánempezó a tostarse, despidiendo un aroma que, a su pesar,azuzó el hambre de todos los reunidos en torno al fuego.Ninguno hizo, empero, ademán de acercarse a la hoguera.El tabú era demasiado fuerte, e incluso de resquebrajarse,nada podía derribar la barrera de terror que los manteníaa raya, como impotentes espectadores del despertar defuerzas que escapaban a su comprensión.

Las estrellas salieron y se escondieron mientrasla carne del chamán se agrietaba y exudaba jugos. Nadiese movió ni emitió el menor sonido en aquella noche in-terminable; ni siquiera los niños escuálidos, que lo ob-servaban todo con ojos de lechuza, demasiado pequeñospara entender lo que ocurría, pero sintiendo, quizás conmayor sensibilidad que sus padres, vibrar el aire por lasoscuras energías que habían sido invocadas.

Con las primeras luces del amanecer terminó deasarse el cuerpo del anciano hombre-bestia. Su jovenaprendiz lo retiró de las brasas y comenzó a trincharlocon su propio cuchillo. En el intervalo que había mediadodesde su muerte, había conseguido tranquilizarse, asíque logró preparar las tres raciones sin excesivas dificul-tades. Las aderezó con diversas hierbas y hongos, algunosde los cuales había considerado venenos mortales hastaque le habían sido señalados por su maestro como partede su última y amarga lección, y las sirvió a los tres esco-gidos. Los restos no alimenticios o impuros los arrojó alos rescoldos, que pronto avivarían con nueva leña paraque se carbonizaran.

Los guerreros devoraron la carne. Al principio susestómagos, mal acostumbrados, protestaron, pero prontohicieron efecto los alucinógenos, adormeciendo las pro-testas de sus vísceras. Era el primer alimento de verdadque probaban desde el último cuarto menguante. Concada bocado recuperaban las fuerzas perdidas por mesesde privaciones, e incluso otros dones, facultades que los

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hombres habían perdido muchos milenios atrás o queaún tardarían siglos en dominar. No podía sobrar nada.Siguieron comiendo hasta consumir el último bocado.Entonces se pusieron en pie, sin necesitar ayuda de nin-gún tipo. El vacío de sus ojos había sido reemplazado poruna voluntad inquebrantable, solo que no era la suya.La invocación había concluido. El Clan del Lobo contabacon tres instrumentos para reafirmar, a través de lamuerte, su derecho a la vida.

Con reverencia no exenta del más primordialtemor, los equiparon para la tarea que les aguardaba.Los vistieron con ropas que serían insuficientes paracombatir el frío imperante de no arder en su interior elfuego de la guerra, pues lo prioritario era que dispusie-ran de plena libertad de movimientos para cumplirmejor su macabra misión. Los equiparon con las mejo-res armas del clan, acero obtenido de comerciantes delas tierras bajas: espadas, hachas de batalla, cuchillos...Nada de proyectiles o armaduras, pues utilizarlos seríauna ofensa hacia los poderes salvajes a cuya caprichosaprotección se habían encomendado. No hubo despedi-das. Aquellos ya no eran sus amigos, hijos o hermanos.Los vieron partir con los corazones marchitos; anhe-lando, sin demasiadas esperanzas, que el tiempo de vidaque habían comprando a tan alto precio bastara parallegar a perdonarse por haber hecho descender sobreellos y sobre el Clan del Búho Nival la maldición de loskrivanderjager.

II

Los pictos avanzaban con igual determinación porla roca desnuda y por la nieve más espesa. Lo único queles importaba era su objetivo; el camino hasta él resultabairrelevante. Los tres habían sido grandes cazadores en

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vida. Conocían aquellas montañas mejor de lo que mu-chos llegaban a conocer los estrechos límites de sus al-deas. Aquella información seguía formando parte de ellos,atrapada en el fondo de sus cerebros, disponible para quela locura que los dominaba hiciera uso de ella, seleccio-nando los pasos de montaña más directos, que no nece-sariamente los más seguros. La tradición estipulaba quela separación entre dos aldeas no debía ser inferior a ladistancia recorrida en dos días de marcha, lo cual garan-tizaba en tiempos normales el abastecimiento y no obsta-culizaba en exceso el intercambio de bienes, pero erandos días a un paso racional. Con la cadencia demente im-puesta a su marcha, llegaron a los dominios del Clan delBúho Nival un poco antes de la medianoche.

Los estaban esperando. La perturbación del ordennatural que suponía su invocación no podía dejar de serpercibida por ningún hombre-bestia en varias jornadas demarcha a la redonda. Incluso aquellos que no habían sidointroducidos en los misterios pero poseían cierto grado detalento natural habían experimentado sueños negros yhabían sentido como se tambaleaba su voluntad de vivir.Todos cuantos podían empuñar un arma se habían apos-tado en una explanada frente a las chozas, aferrándose ala tenue esperanza de imponerse por la pura fuerza delnúmero a los atacantes, y salvar con su sacrificio la si-miente del clan. Eran una tribu poderosa. Incluso en tiem-pos como aquellos habían podido contar con tres docenasde defensores. El doble de ese número, entre niños, mu-jeres y los pocos ancianos que aún no se habían aden-trado en los bosques para morir por ser depositarios dealgún conocimiento especial, aguardaba el desenlace entorno al fuego de la choza de los antepasados.

También ardían varias hogueras en el exterior. Laoscuridad era el dominio de la muerte, así que había queprocurar desterrarla del campo de batalla. El jefe del clanestaba algo adelantado al resto de sus hombres. Vestía

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los ornamentos rituales de su rango: la corona de astas deciervo como caudillo y el manto de plumas de lechuzanívea como chamán. En las manos sujetaba una viejahacha que había sobrevivido a muchas batallas. Escuchólos pasos de los krivanderjager casi al mismo tiempo quedistinguió sus formas a la luz mortecina de las estrellas.Lanzó un grito de guerra, que fue la señal para que se avi-varan las hogueras, y tuvo tiempo de aprestar el armaantes de que le alcanzaran los atacantes.

Mientras pasaban junto a él, sin disminuir su mar-cha, el primero de ellos bloqueó su golpe, el segundo leabrió el vientre de un tajo y el tercero descargó un ha-chazo lateral contra su cuello. Murió en primer lugar,como era su deber. Ya no podía hacer más por su clan,tan solo actuar como avanzadilla frente a los horrores delinframundo, y procurar protegerlos mejor en la muertede lo que había conseguido hacerlo en vida.

Los tres berserkers del Clan del Lobo se lanzaronentonces contra el resto de defensores, que intentaron se-pararse para poder rodearlos y sacar ventaja de su nú-mero. En el exterior, los arqueros procuraban acertarlescon sus flechas, aunque dado que no paraban de moversede un modo imprevisible, las más de las veces eran suspropios compañeros quienes resultaban abatidos por susdisparos. La refriega, de extrema violencia, duró poco. Setrataba de matar y morir, sin adornos, sin otro fin que lapropia matanza. De vez en cuando un golpe afortunado oun proyectil perdido alcanzaba a los atacantes, pero nadapodía detenerlos. Incluso sujetándose los intestinos conuna mano para evitar que se le escaparan por un espan-toso desgarro en el abdomen, uno de los krivanderjagerdestrozó a tres búhos antes de ser finalmente abatido porlas lanzas de sus compañeros. Fue una victoria pírrica. Yasolo quedaban ocho defensores frente a dos atacantes. A laluz del fuego, el campo de batalla, en negro sangre, desta-caba contra la blancura de la nieve.

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No pidieron clemencia. Era una lucha por la su-pervivencia o la extinción, sin términos medios. Cambia-ron de estrategia. Se reagruparon y atacaron al unísono,buscando mediante un ataque suicida abrir una brechaque al menos uno de ellos pudiera utilizar para asestarun golpe mortal. Estaban desmoralizados y débiles por elhambre. Fueron barridos por la furia de sus contrincan-tes, quienes despreciando su propia seguridad se lanza-ron contra ellos. Los lobos se escabulleron entre laslanzas, y equipados con machetes, un arma más apro-piada para la carnicería cuerpo a cuerpo, destrozaron alos búhos.

Las hogueras aún ardían con la fuerza de la ma-dera recién prendida y ya solo quedaban en pie dos figurasterribles, respirando con pesadez a pesar de las drogas, allímite mismo de la capacidad sobrehumana; sus tatuajesresultaban invisibles bajo la sangre que los bañaba de piesa cabeza; en sus ojos todavía brillaba la locura. Dirigieronla vista hacia su meta final. El poblado del Clan del BúhoNival estaba abandonado, salvo por una luz que se adivi-naba entre los tablones de la mayor choza. Uno de los kri-vanderjager se derrumbó entonces sin emitir sonidoalguno. De su espalda sobresalían los astiles de dos fle-chas que le habían acertado casi al principio de la pelea.El otro no prestó atención al destino de su compañero. Seagachó y recogió del suelo un hacha de combate. Con pasovacilante se dirigió a culminar la misión por la que habíasido invocado.

La puerta de la choza apenas resistió dos hachazos.A través de los tablones quebrados, los condenados con-templaron a su verdugo. Los niños más pequeños llorabansin entender nada, pero nadie más emitió sonido alguno.No tenía sentido apelar a su misericordia o pedir clemen-cia. El único objetivo del krivanderjager era la muerte, losabían muy bien. Ellos mismo habían iniciado los prepa-rativos —los lechos de enebro ya estaban dispuestos—

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aunque para su desgracia habían aceptado la necesidaddemasiado tarde. Su prosperidad relativa había jugado ensu contra. El Clan de Lobo había alcanzado antes el gradonecesario de desesperación para apelar a los poderes másnegros. Al menos tenían el consuelo de que, si bien noexistiría piedad, tampoco morirían por odio. El hacha sealzó y descendió sobre hueso y carne. Volvió a alzarse yvolvió a caer. Una y otra vez. Sorda a los gritos de dolor yciega a la magnitud de la hecatombe.

El silencio se había enseñoreado de nuevo del pai-saje cuando volvió a salir el guerrero. El hacha habíaquedado abandonada en algún lugar entre los restos dela matanza, en su mano diestra enarbolaba un troncocon la punta en llamas. Pronto, el fuego hizo presa de laconstrucción a sus espaldas. El krivanderjager fue dechoza en choza, prendiendo los techos de paja. Cuandoterminó su labor destructiva se apostó en el centro delpoblado, atento a que nadie escapara de las viviendas enllamas. Cuando resultó evidente que ningún búho podríasalir con vida de aquel infierno, cayó de rodillas. Inclinóla cabeza sobre el pecho y el cansancio de cien muertesdescendió sobre él de golpe, llevándolo al olvido.

III

Cuando despertó, el día estaba ya muy avanzado.Del poblado enemigo no quedaban sino unos restos hu-meantes, misericordiosamente cubiertos por un impolutosudario blanco que disimulaba la tragedia y ubicaba todosaquellos actos de violencia en el pasado. Estaba heladocomo un cadáver, aunque el dolor que era su cuerpo le in-formaba de que aún no había abandonado el mundo delos vivos. Se puso en pie con dificultad, obligando a sus ar-ticulaciones a moverse. Los últimos rastros de las drogas,que como efecto secundario le habían salvado de morir

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congelado, se habían disipado, dejándole como recuerdoun vacío abrumador. No era capaz de rememorar nada delo acontecido desde que había empezado el ritual. A sumente llegaban imágenes desenfocadas y efímeras que nose atrevía a retener por miedo a lo que pudieran descu-brirle. Sabía bien cuál había sido su cometido, a qué sehabía ofrecido por salvar a su clan de la desaparición. Porello agradecía aquel olvido como un regalo de los diosesdel que, sin discusión, no era digno.

Miró alrededor. Por lo que veía, habían triunfado.No sintió alegría alguna en su interior. Había compartidoel fuego muchas veces con los cazadores del Clan delBúho Nival. Algunos habían sido sus amigos. Inclusohubo una vez una muchacha... No, no valía la pena darlevueltas a lo que ya no existía. La supervivencia era loúnico importante. Se dio la vuelta y contempló las mon-tañas que lo separaban de su aldea. Se le antojó en elconfín del mundo. Había conquistado la vida para lossuyos, no para él. ¿Qué le restaba? ¿Sentarse a esperarsu fin? ¡No! Su cuerpo, libre por un tiempo de la tiraníade su voluntad, ya había despreciado la oportunidad dedesaparecer serenamente en la noche. Ahora volvía a serél mismo. Nunca antes se había rendido y no lo haría en-tonces. Regresaría a casa. Aunque fuera para morir entrerostros amigos.

Se puso en marcha con decisión, sin que se le ocu-rriera siquiera la idea de robar a los muertos ropa deabrigo o armas. Podía intentar fingir que todo aquello lohabía hecho otra persona, pero solo si huía de las conse-cuencias tangibles de sus actos.

Al parecer, la nevada había comenzado poco antes.La ventisca se fue haciendo más intensa a medida queavanzaba el día, o tal vez a medida que ascendía hasta elprimer paso de montaña. El viento arremolinaba frente asus ojos los copos, dificultándole la visión. Llevaba losbrazos unidos frente al pecho, intentado evitar que se le

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enfriara el corazón. Si se hubiera demorado un poco másen regresar a la consciencia ya no hubiera dispuesto deenergías para levantarse, aunque lo más probable era queno hubiera podido despertar. Hubiera sido lo normal.Cuando el sueño te vence, solo en la montaña, no suelehaber escapatoria posible. De todas formas, estaba de-masiado fatigado para reflexionar sobre su extrañasuerte. Además, aún no había sobrevivido al episodio.Por lo pronto, solo ponía todo su empeño en retrasar elmomento final.

La cortina de nieve se hizo tan densa que práctica-mente tropezó con la oscura figura que le aguardaba, sen-tada sobre unas piedras, en el punto más alto del paso.Se echó atrás por instinto y buscó algún arma entre susropas. Salvo una, las había utilizado o perdido todas. Setrataba de un puñal, el más humilde de cuantos habíaequipado. Debería bastar.

Aguardó, manteniéndose de forma inestablesobre las piernas, con la hoja de acero apuntando haciael extraño, a que el otro hablara, para decidir si eraamigo o enemigo. Mas solo el viento, apresurándose porlos estrechos corredores y las sinuosas grietas de lamontaña, rompía con su monótono lamento la quietuddel mediodía. No solo se mantenía en silencio, sino quetampoco se apreciaba movimiento alguno; ni una res-piración, ni un simple temblor. Nadie podía permanecertan absolutamente inmóvil, y menos con aquel tiempo.Se acercó con precaución para ver mejor a qué se enfren-taba, y al hacerlo le entraron ganas de reírse de su propiaestupidez, pues poco peligro podía suponerle un cadávermomificado.

Lo que había tomado por una vestimenta oscuraera en realidad la propia piel del desdichado, ennegrecidapor la congelación. Parecía como si esa piel hubiera en-cogido, apretando la carne de debajo. Se le marcabantodos los huesos y ligamentos. Unos mechones de pelo

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lacio estaban pegados a su cráneo. Los labios se curva-ban en una mueca, dejando entrever unos dientes podri-dos. No se le ocurría ningún motivo por el que algúnidiota hubiera podido desear sentarse desnudo alláarriba, aguardando a la muerte, pero no le atraían losmisterios. Lo único que le interesaba era saber si se tra-taba de una amenaza, y había decidido que no. Así pues,sin estar dispuesto a perder ni un instante más de suprecioso tiempo, bajó el brazo del arma y se dispuso aproseguir su camino.

—¿Dónde vas, Nergal?La pregunta lo detuvo en seco. Sin que su mente ra-

cional interviniera, aprestó el puñal y lo lanzó hacia el lugardonde se encontraba la figura sedente. El arma voló rauday se clavó en el pecho del cadáver, hundiéndose sin encon-trar resistencia hasta la empuñadura, pero ahí acabó todoel efecto que produjo. El puñal no pesaba demasiado, perola empuñadura era lo bastante maciza para que un golpede tal violencia hubiera desplazado a un objetivo tan ligeropara atrás. Sin embargo, fue como si hubiera apuñaladoun árbol centenario. Por lo que atañía al picto, el movi-miento brusco, después de los acontecimientos de la nocheanterior y la inmovilidad forzosa durante la marcha, casihabía conseguido que se le dislocara el hombro. Riachuelosde dolor le recorrieron todo el brazo, desde la punta de losdedos hasta la articulación del omoplato. La siniestra fi-gura se limitó a volver su cabeza hacia él, con un crujidode tendones audible incluso en medio de la borrasca.

—Dime, ¿dónde vas? —repitió, con una voz que nohabía variado lo más mínimo su entonación. Una voz pro-funda y en modo alguno desagradable. El tipo de voz quese asociaría con un héroe o con un sabio. Solo que la mo-dulaban unos labios resecos a partir del aire proporcionadopor unos pulmones marchitos.

—Regreso a mi aldea, criatura —le respondió el gue-rrero, sudando pese al frío.

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—Ah. ¿Ya no soy un pobre idiota con tendenciassuicidas?

—No, aunque tu historia no tendrá por ello unfinal menos trágico.

—¿Y cómo piensas reescribirla? ¿Con esto? —pre-guntó, al tiempo que enmarcaba con sus manos huesudasla empuñadura que surgía de su pecho. El rostro seguíaparalizado en una mueca desfigurada, pero la voz dejabatraslucir una diversión apenas contenida.

Nergal no respondió nada. Sopesó sus opciones y,finalmente, preguntó:

—¿Qué eres?—Soy la Muerte.—Te has dado mucha prisa en alcanzarme. Te

dejé atrás, entre las ruinas del poblado de mis ene-migos.

—No hay forma de huir de mí. Antes o después osalcanzo a todos.

—¿Vienes a completar el trabajo que los guerrerosdel Clan del Búho Nival no pudieron realizar?

En esta ocasión fue el turno de la momia conge-lada de no contestar. En lugar de eso cambió el tema dela conversación:

—Me complace que no hayas dudado de mi iden-tidad.

—Mi puñal oscila en tu pecho al ritmo de tus pa-labras, y hasta el mismo musgo sobre el que te sientasaparece marchito. Solo un necio dudaría. Además, es ló-gico que te reconozca. Fui investido como tu emisario.Estas marcas —aclaró Nergal, al tiempo que señalaba conun gesto vago los extraños motivos zigzagueantes que em-pezaban a cicatrizar en sus brazos, torso y espalda— lodemuestran.

—Mi emisario no. Mi hijo —precisó la Muerte. Yesta vez el orgullo pareció conferir a su voz de una extrañacualidad vibrante.

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—¡Vaya honor! ¡Provenir de ese patético tallo re-seco! —replicó Nergal, señalando los genitales consumi-dos de la momia. La Muerte sonrió. No era una visiónagradable. El guerrero se estremeció. Aquello no conducíaa ninguna parte. Decidió insistir—: ¿Qué buscas? ¿De-seas acaso completar el trabajo que los búhos no supie-ron finalizar?

—En absoluto. Nunca me entrego. El amo no reco-lecta en persona, para eso están los braceros. Como tú.

Ante estas palabras la mente de Nergal se abrió, yrecordó sus acciones desde que había ingerido la carnedel chamán. Fue testigo de cada muerte, de los gritos delos guerreros destripados, del terror en los ojos de sus víc-timas, del llanto de los niños... Y fue consciente de que lavoluntad había sido todo el tiempo la suya. La invocaciónsolo había aletargado las restricciones y había dejado libresu yo más salvaje. La violencia y el deseo de sangre habíansurgido de su interior, eran su responsabilidad. Se tamba-leó y tuvo que apoyar una rodilla en la nieve. Empezó arespirar con inhalaciones profundas. Tenía la cabezagacha y los párpados cerrados. La momia no dijo nada.Esperó a ver qué surgía de todo aquello.

Al cabo de un rato, el guerrero abrió los ojos. No lehabía sido revelado nada que no hubiera sabido ya.Había sido muy consciente desde el instante en que sehabía presentado voluntario de lo que significaba aniqui-lar a toda una tribu. Eran ellos o sus hermanos lobos.Había sido algo necesario, puntual. Volvía a tener el con-trol de sus instintos. Podía regresar a su antigua vida.Se puso en pie.

—¡Bien! Sabía que no te vendrías abajo con tantafacilidad.

—¡Calla! Te repetiré mi pregunta: ¿Qué quieresde mí?

—Ah, la cuestión no es lo que yo quiero de ti, sinolo que Otros han dispuesto.

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—¿Otros?—Otros. Dejémoslo ahí. No lo entenderías. —Se

quedó en silencio. Sus rasgos inmutables no dejabantraslucir nada de lo que pudiera estar pasando por sumente. Cuando dejaba de hablar volvía a parecer un ca-dáver que no se hubiera movido en siglos. Al guerrero sele ocurrió que todo aquello podía ser fruto de algúnefecto tardío de las drogas, una alucinación con que suconciencia le castigaba por las atrocidades cometidas.Sin aviso previo, los labios coriáceos volvieron a mo-verse, articulando una pregunta que no parecía tenermucho que ver con el asunto de los Otros—: ¿Sabes loque significa krivanderjager?

No le dio la oportunidad de contestar, como si su-piera sin ningún género de duda que la respuesta sería,tras pasar por varias burdas aproximaciones, negativa, yquisiera ahorrar tiempo. Dijo:

—Es una construcción en un lenguaje muy anti-guo, incluso para mí. No vive nadie que lo recuerde, peroalgunas palabras especiales siguen en uso, para definirconceptos más viejos que la propia capacidad de pensar,demasiado primitivos para que los idiomas actuales pue-dan definirlos con precisión: palabras puras, libres delpeso de milenios de connotaciones.

—¿Piensas terminar antes de que también esta seconvierta en una lengua muerta? —escupió Nergal.

—Admiro a quien no se deja intimidar, pero todotiene un límite —replicó el cadáver, con un tono en apa-riencia neutro, aunque algo en la deliberada precisióncon que pronunció las palabras dejaba entrever un odioa duras penas contenido.

—Mi paciencia también se agota. Hace frío y mequeda un largo camino hasta casa. Si tienes algo que decir,dilo, y si no vete de vuelta al infierno.

La momia se incorporó. En vida hubiera sido unhombre de baja estatura, y la muerte lo había reducido

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aún más, hasta convertirlo en un manojo de carne co-rreosa que apenas le llegaba al pecho a Nergal, y auneso porque debido a sus heridas este no podía perma-necer erguido del todo. Se le acercó con paso seguro, mi-rándole al rostro desde cuencas vacías en donde tiempoha se habían podrido los globos oculares. El guerrero noretrocedió una pulgada, aunque tuvo que hacer verdade-ros esfuerzos con tal de no golpear instintivamente al serantinatural.

Cuando se encontró tan cerca que de haber te-nido aliento lo hubiera expelido en sus mismas narices,se detuvo, y prosiguió hablando, como si no hubierahabido interrupción:

—Krivanderjager podría traducirse, a modo deburda aproximación, como Avatar del Gran Sueño. Re-sulta obvio que careces de la inteligencia necesariapara apreciar en toda su magnitud lo que significa, asíque iré directo a lo que importa: me perteneces.

Las últimas palabras las había proferido con unapotencia atronadora, aunque sin necesidad de hincharel pecho, abrir más la boca o cualquier otro de los sig-nos de esfuerzo que hubiera requerido un ser vivo. Ner-gal dio dos rápidos pasos atrás y se puso en actituddefensiva, con las manos desnudas crispadas en puñosa falta de otra arma.

—¡Tendrás que demostrar esa afirmación conhechos!

—No tengo que demostrar nada —replicó lamomia sin moverse—. Esos tatuajes sobre tu piel loproclaman. Eres mío. Deberías pertenecerme ahora ysiempre.

—¿Debería, monstruo?—Ah, así que después de todo no eres completa-

mente imbécil. Sí, deberías. Ya te dije que se habían inmis-cuido Otros. Me... solicitaron que renunciara a ti.

—¿Por qué?

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—Supongo que te tienen un hueco reservado ensus propios planes.

Aquello encolerizó a Nergal. Olvidándose de lacautela se acercó al cadáver reseco y le espetó desdearriba.

—¡No soy tuyo para que puedas cederme! ¡Noconsentiré servir a nadie!

—Oh, lo harás. Créeme. Donde la Muerte se pliega,la carroña no tiene ni voz ni voluntad para plantear re-sistencia.

—Eso es solo tu opinión. Pienso volver con los de miclan y quedarme en la aldea hasta hacerme viejo —prome-tió el guerrero, un poco más calmado—. Por lo que se des-prende de tus palabras, ya no tienes nada que ver conmigo.Te lo preguntaré por tercera vez: ¿Qué quieres de mí?

—Aún pueden pasar muchas cosas antes de quete reúnas con los tuyos. Simplemente quiero estar a tulado, por si acaso.

—¿Interferirás?—En absoluto.—¡Entonces échate a un lado! —le gritó, mientras

asía el mango del cuchillo y empujaba con el pie en elpecho de la momia para desincrustarlo, lanzándola haciaatrás con violencia—. ¡No soy tuyo! ¡Ni de nadie!

—Veremos —contestó la Muerte desde el suelo.Su voz volvía a sonar calmada y razonable. De hecho,si se hubiera visto obligado a admitirlo, Nergal hubierajurado que el muy bastardo sonreía.

IV

Cuando empezó a caer la noche aún se encontrabaen la alta montaña. Había pocos árboles dignos de esenombre, y el frío aumentaba. Los temblores de Nergal eranya apenas controlables. En aquella ocasión, si pasaba la

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noche a la intemperie ya no llegaría a ver la luz de unnuevo día. A su lado, en marcado contraste por su im-pasibilidad, caminaba la Muerte. Tras ellos solo quedabauna doble hilera de huellas. Donde el cadáver animadoposaba su pie, la nieve se contraía para hacer hueco a lainhumana extremidad, pero cuando esa porción de te-rreno volvía a quedar a la vista, el manto helado aparecíaintacto.

Con obstinación, el cazador prosiguió avanzadodurante unas tres leguas antes de que la certeza de supróximo fin fuera haciéndosels cada vez más clara en elcorazón. Cuando desfallecía, le bastaba mirar a su silen-cioso acompañante para apretar los dientes y proseguiradelante un poco más, testarudo contra toda esperanza.Llegaron así al último paso de montaña. A partir de aque-lla elevación, casi todo el camino era cuesta abajo hastallegar a la aldea. El problema era que estaban aún muylejos y ya casi no había luz. De seguir adelante, no llegaríajamás con vida.

Entonces vio su salvación. Contra todo pronós-tico, unos pocos metros más adelante, protegidos poruna pequeña pared rocosa, habían logrado arraigar unpar de árboles: un roble y un fresno. Ambos eran deporte bajo y tronco retorcido, y estaban completamentedesprovistos de hojas. Nergal estudió su situación y sin-tió brotar una última reserva de energía en su interior.Se acercó hasta ellos y procedió a cortar con el puñal unbuen puñado de ramitas del roble, luego un par deramas finas y rectas y, por último, trabajando con par-simonia, una bien gruesa. La Muerte se quedó a ciertadistancia, viéndolo obrar, sin hacer el menor gesto porcontribuir al esfuerzo. Al cabo de un tiempo, sin em-bargo, dijo:

—Supongo que sabes que a ese ritmo te agotarásantes de haber logrado cortar suficiente leña. Y aún tienesque encender el fuego.

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Nergal no le hizo el menor caso y siguió aplicán-dose con paciencia a su tarea. La madera estaba húmeday conservaba cierta elasticidad, y la hoja del cuchillo noera la herramienta más adecuada para cumplir la fun-ción de sierra, pero al cabo de un rato, sus fatigas se vie-ron recompensadas con un crujido que indicaba quehabía conseguido desgajar esa rama del árbol. Sin perderun instante, se dispuso a cortar el extremo, donde empe-zaba a disminuir de grosor. Aunque la madera era dura,no podía permitirse el lujo de impacientarse. Por último,tuvo en sus manos una vara resistente y de la longitudadecuada para sus fines. Necesitaba leña, suficiente leñapara toda la noche, pero sin un hacha jamás lograría cor-tarla lo bastante rápido como para burlar a la presenciaominosa que espiaba sus movimientos. La solución cabíaencontrarla más arriba.

Equipado con la tranca buscó una pendiente pocoabrupta y escaló el pequeño promontorio que se elevabasobre los árboles. Sus fuerzas estaban muy consumidas,pero se había criado en las montañas y prácticamentehabía aprendido a trepar antes que a caminar. Cuandollegó a la cima, se giró para buscar con la vista a la Muertey no se sorprendió demasiado, pese a no haber escuchadoningún ruido que la delatara, de encontrarse con que lamaldita momia aguardaba con paciencia pétrea su pró-xima acción, a escasos pasos tras él.

—Observa —le ordenó, al tiempo que introducía elextremo más grueso de la rama en la base de una roca,que se mantenían en un equilibrio inestable justo alborde del declive.

Una vez estuvo satisfecho con la inserción, arras-tró con los pies otra piedra más pequeña para que le sir-viera de fulcro e hizo palanca con todas sus fuerzas. Sucuerpo, debilitado por las exigencias físicas a que lohabía sometido y por las privaciones, no estaba en dispo-sición de desarrollar mucha potencia. «Toda su fuerza»

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equivalía apenas a dejar caer su peso sobre el extremosuelto. Era un hombre bastante grande, pero el hambrede muchos meses lo había dejado reducido a huesos an-chos y músculos fibrosos pero de escaso volumen; lamasa rocosa osciló un poco, sin llegar a desplazarse desu ubicación ancestral.

—Me imagino que no querrás ayudarme —propusoNergal con voz entrecortada a la Muerte.

—Lo siento, creo que me abstendré. Espero quelo entiendas —le contestó la figura cadavérica, con unaparodia de encogimiento de hombros.

—Lo suponía —gruñó Nergal, mientras volvía adepositar su peso sobre la rama encajada bajo su axiladerecha, con resultados igualmente negativos.

Varió entonces de táctica. Comenzó a hacer oscilarla rama, siguiendo un ritmo, transmitido a la roca, quefue incrementando poco a poco, hasta que juzgó quehabía llegado el momento de propinar un empujón final.Cuando la oscilación llevó a la roca a su posición másdesequilibrada, Nergal saltó y se dejó caer sobre el ex-tremo de la tranca. Con un crujido estruendoso, la ma-dera se rajó, despidiendo astillas en todas direcciones,pero ya no importaba, pues a instancias del último im-pulso la enorme piedra comenzó a inclinarse cada vezmás, hasta que, con extrema lentitud al principio y mayorrapidez después, acabó volteando sobre sí misma y pre-cipitándose por el desnivel. Por el ruido que produjo,debía de haber arrastrado varias rocas menores en sucaída sobre los dos árboles.

El picto tardó un rato en incorporarse. El esfuerzole había hecho sudar y, por primera vez en toda la jor-nada, se sentía caliente y cómodo sobre aquel lecho níveo.Sabía que era una sensación falsa, y que cuanto más tar-dara en levantarse mayor cantidad de su precioso calorperdería absorbido por la nieve, un calor que no podría re-poner hasta conseguir llevarse algo a la boca. Era una

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idea tentadora a pesar de todo. Al fin se irguió, aunquecon grandes dificultades. Recogió del suelo los dos mayo-res trozos que habían quedado de su palanca y los arrojójusto por donde había caído la roca. Ignorando los avisosde dolor que le enviaban todos sus maltrechos músculos,se dispuso a descender de nuevo hasta la plataformadonde se habían alzado los dos árboles.

El resultado obtenido no hubiera podido ser máspositivo. La gran piedra había impactado de pleno contrael roble, convirtiendo su tronco en un montón de astillas.Sus ramas, así como las del fresno, habían sido quebra-das por pedruscos menores. No le costó mucho esfuerzoreunir suficiente leña para alimentar no una, sino in-cluso cinco hogueras si así lo hubiera deseado, durantetoda la noche. Claro que todavía tenía que prender elfuego, y eso no sería una tarea fácil, pues había estadonevando de forma intermitente durante días, y la maderaestaba húmeda. Por fortuna, de entre todas las posiblescombinaciones, había tropezado con un fresno creciendojunto a un roble; un árbol de madera blanda y otro demadera dura; una materia prima ideal para la base y otrapara el huso.

Rebuscó en el montón de leña que había reunidoal principio, hasta encontrar un pedazo de fresno relati-vamente liso, al que practicó una incisión. A continua-ción, dispuso de las ramitas de roble que había cortado.Las más pequeñas las depositó en un lugar seco, paraalimentar el primer fuego, las largas las afiló para quesirvieran de huso. Se armó de paciencia, pues la tareaque le aguardaba entrañaba una gran dificultad. Lo pri-mero que tenía que conseguir era secar la base. Empezóa frotarla con uno de los husos, sin aplicar demasiadafuerza. En cuanto empezaba a humear se detenía unosinstantes antes de proseguir con su tarea. Debía conse-guir eliminar por completo la humedad que conteníaantes de que se deshiciera. Cuando el humillo comenzó

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a aparecer al poco de reanudar el trabajo, supo quehabía solucionado ese problema. Depositó entonces conrapidez en la hendidura virutas del centro muerto deltronco del roble para que actuaran como combustibleprimario, y procedió a frotar con energía. Punzadas con-tinuas en los brazos le martirizaban, al tiempo que loshombros se le iban agarrotando, adquiriendo rigidez la-tido a latido, pero no dejó que esas molestias lo distra-jeran. Era fundamental mantener el ritmo. La hendiduraen el fresno se ennegreció y, tras lo que le parecieronmeses, acabó prendiendo en diminutas chispas rojas.Sopló con cuidado para avivar la llamita. Había llegadouna de las etapas cruciales del proceso. Debía dejar defrotar para añadir más combustible al embrión de ho-guera. Si se apresuraba, las ramitas no prenderían y latemperatura en la hendidura descendería, sin que pro-bablemente pudiera volver a resistir una fricción prolon-gada sin desmenuzarse, y si se retrasaba, las virutas seconsumirían antes de tener ocasión de transmitir lallama. Por la fuerza de la costumbre, empezó a musitarla fórmula tradicional para solicitar la intercesión de losespíritus ígneos, pero esta no llegó a traspasar sus la-bios. No quería volver a deberle nada a ningún ente so-brenatural. A partir de entonces, todo lo que lograrasería por sí mismo.

Realizó la operación en el momento justo. Fue añadiendo ramitas de grosor creciente, hasta

que obtuvo un fuego enérgico. Solo cuando se encontrócon un par de buenos troncos chisporroteando se per-mitió relajarse, apoyando la espalda contra la pared delfarallón, protegida del viento por los restos del derrumbeque él mismo había provocado.

La Muerte habló:—Tengo, muy a mi pesar, que felicitarte. En incon-

tables ocasiones he sido testigo de situaciones similares,y muy pocos logran superarlas.

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—Guárdate tus cumplidos —gruñó Nergal—. Ylárgate de una vez.

Pero lo dijo sin convicción, más dormido que des-pierto. Aprovechó la interrupción para alimentar la ho-guera de forma adecuada, con la madera verdaderamentegruesa, que era la que se consumiría con mayor lentitud.Apenas había terminado de hacerlo cuando cayó en unpozo de inconsciencia sin sueños. La luz cambiante delas llamas dibujaba sombras siniestras en el rostroapergaminado de la Muerte.

V

Nergal se despertó poco después de que despun-tara el sol. Tenía recuerdos vagos de haberse incorporadodurante la noche un par de veces para avivar la hoguera,pero sus pensamientos no abarcaban mucho más allá.Pese al fuego, sus articulaciones se habían enfriado du-rante el sueño y todos sus músculos estaban rígidos;varias heridas que no había notado hasta entonces, recla-maban ahora con insistencia su cuota de atención; untajo en su costado se le había abierto y había sangrado unpoco; por añadidura, de entre todas estas molestias, noera la menor el vacío de su estómago. Se incorporó con di-ficultad, maldiciendo a todos y cada uno de los nuevosdolores que le atormentaban, y se apartó de su improvi-sado refugio para orinar sobre la nieve.

La tormenta había remitido, y la naturaleza pare-cía empeñada en compensar su mal genio de la víspera.El sol brillaba esplendoroso, deshaciendo con su calorlos últimos reductos de nieblas matinales. Nergal aspiróprofundamente el aire de la montaña. Pese al estado enque se encontraba, se sentía optimista. Había sobrevividoa la noche; la próxima la pasaría arropado entre las pie-les en su hogar. Se dio la vuelta y la sonrisa que asomaba

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a sus labios se congeló. Sentada sobre los restos del roblehabía una momia reseca. Cualquiera hubiera dictami-nado que se trataba de un cadáver, congelado en aquellaposición desde tiempo inmemorial, pero Nergal sabía queno era así.

—¿Qué demonios pretendes ahora? —le espetó ala Muerte—. ¿Ves aquel hueco entre las dos peñas?Una vez lo alcance ya solo me quedará un cuesta pocopronunciada hasta mi aldea. Nada podrá impedirmellegar a ella antes del anochecer. ¡Admite tu derrota yesfúmate!

La Muerte no se dignó a darse por enterada. Siguiótan inmóvil como una roca, hasta el punto que Nergal em-pezó a pensar que la fuerza que había animado el cadáverlo había abandonado. Entonces, los tendones del cuellose contrajeron e inclinaron la cabeza, componiendo elgesto de escuchar algún sonido distante. Poco despuésseñaló hacia el bosque que la nueva visibilidad diurnapermitía distinguir media legua más abajo. El picto laimitó con inquietud, clavando sus ojos en la oscuridadbajo los árboles de hoja perenne. Al poco tiempo escuchóun sonido que le hizo estremecerse de pies a cabeza: ellento y lúgubre aullido de un lobo llamando a sus herma-nos a la caza.

Aguardar a un nuevo aviso hubiera sido una ne-cedad. El guerrero se aseguró de que aún tenía elpuñal, bien sujeto en su funda, y escogió de entre lasque se habían librado de las llamas la rama desgajadaque mejor pudiera servirle de maza. Constituía unarma muy pobre, por no entrar a considerar que supeso dificultaría la huida, pero si las fieras lo alcanza-ban iba a necesitar algo para mantenerlas a raya. Aúnno se había apagado el eco del aullido cuando ya seapresuraba, a un ritmo moderado que en teoría deberíaser capaz de mantener hasta llegar a territorio amigo,en dirección a la salvación.

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Al cabo de las primeras leguas, sin embargo, re-sultó evidente que su optimista plan inicial no iba llegara buen puerto. Los aullidos de los lobos que le perse-guían sonaban cada vez más cercanos, a pesar de queya había apretado el paso varias veces, hasta entregarsea una carrera desesperada que consumía al mismo ritmovertiginoso sus energías y sus esperanzas. Ya había em-pezado a discernir sombras corriendo a sus espaldas,aún demasiado lejos para distinguirlas con claridad, peroaproximándose de forma constante. Le había parecidocontar cinco animales. No eran muchos para tratarse deuna manada de lobos, pero en las condiciones en que seencontraba eran más que suficientes para poner fin a suvida. El cansancio le hizo tropezar y estuvo a punto decaer entre unas rocas. No lograría escapar por velocidado resistencia. Lo mejor que podía hacer era elegir el esce-nario más adecuado para el enfrentamiento. Se detuvo,jadeante, para analizar la situación.

Sentía un sabor amargo en el fondo de la boca ycalambres en el estómago. Realizó unas cuantas inspira-ciones profundas antes de poder erguirse para inspeccio-nar los alrededores. Un poco a su izquierda se encontrabala Muerte, tan impasible como siempre, sin mostrar elmenor signo de cansancio. No se había fijado en si habíacorrido a su lado todo el camino o si, simplemente, lehabía estado esperando en aquel mismo lugar desde elprincipio del tiempo. Trató de ignorar su presencia, aun-que por entonces el odio que sentía hacia aquella criaturaera casi lo único que lo mantenía en la lucha. Si fuera aservirle de algo, le hubiera encantado destrozar su cráneomarchito con la tranca de roble, pero aunque aquello talvez le satisfaría, no iba a solucionar nada. No, el únicomodo de frustrar sus designios consistía en sobrevivir, ypara ello debía vencer a los lobos.

A corta distancia, observó que un arroyo había ex-cavado a través de los siglos un profundo lecho en la

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montaña. Sopesó los inconvenientes de quedar atrapadoy las ventajas de recibir los ataques por un solo frente y,a la postre, decidió que sería allí donde se enfrentaría asu destino.

Bajó hasta el torrente por un punto donde losmárgenes no eran escarpados en exceso. Una vez alcan-zado el fondo, comenzó a correr en la dirección en quelas orillas se hacían más abruptas, para asegurarse deque no sufriría acoso por los lados. Así avanzó un cuartode legua, saltando de roca en roca en aquellos puntos enque la garganta se estrechaba tanto que el riachuelo ape-nas dejaba espacio sin cubrir. Durante el deshielo, aque-lla corriente de agua debía convertirse en una masarugiente y espumosa, y en pleno invierno sería una cintade hielo, pero ya se insinuaba la primavera, así que discu-rrían unos dos palmos de agua gélida, cuyo origen podíaencontrarse quizás en los pocos días comparativamentecálidos, como el presente, que empezaban a disfrutarse enRaajniak.

Ya pensaba que no iba a encontrar un lugar ade-cuado para plantar cara a sus perseguidores cuando depronto, tras una revuelta brusca, llegó hasta un re-manso helado. En ese punto, las paredes del barrancose disponían casi verticales y se separaban, y el aguase expandía hasta ocupar toda aquella superficie, casicircular, de unos veinticinco codos de diámetro. Nergalsabía que algunas de aquellas pozas podían tener varioscodos de profundidad, aunque eso era un extremo im-posible de comprobar en aquel caso en concreto, puesal aumentar la anchura del torrente el flujo se había ra-lentizado lo suficiente como para que la superficie delagua se congelara. Estando la estación fría en declive, lacapa de hielo no debía de ser muy resistente, especial-mente en el centro, así que con sumo cuidado se des-plazó, arrastrando los pies, por el borde el remanso,donde la costra sería más gruesa, hasta alcanzar el otro

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extremo. Una vez allí asió con fuerza la tranca y se dis-puso a esperar, tan imperturbable como la propia Muerte,que se encontraba ahora a sus espaldas, aguardando eldesenlace del drama.

La espera no resultó larga. Pronto se escucharonlos ruidos propios de una persecución: un sordo gru-ñido, un chapoteo, una piedra rozada que chasqueabacontra sus vecinas... Al poco, cuatro lobos asomaronsus hocicos babeantes al otro lado del remanso. Lahambruna también había causado estragos en ellos. Lafalta de presas los había afectado del mismo modo queal clan que había tomado prestado su nombre. Estabanescuálidos. Podían contarse sus costillas, destacandosobre una piel lacia. Pese a su lamentable estado, eranlos supervivientes de la manada; los más fuertes, losmayores, cuatro despiadadas máquinas de matar. Yano aullaban, solo gruñían amenazadoramente, mos-trando los incisivos con el morro arrugado, las colastiesas y el pelo erizado. En cuanto dispusieron de sufi-ciente espacio, se alinearon para poder atacar por va-rios frentes.

Nergal se mantuvo atento, con la rama de roble al-zada sobre su cabeza, mirando alternativamente a cadaanimal a los ojos ambarinos. Los lobos tuvieron un ins-tante de vacilación. En condiciones normales no hubieranintentado atacar a un ser humano, pues había presasmás fáciles, pero el hambre ofuscaba todos sus instintossalvo los más primitivos. Desnudaron los dientes en unamueca feroz y comenzaron a avanzar por el resbaladizohielo en dirección al cazador.

Era justo lo que Nergal había estado esperando.Aún no habían alcanzado la mitad de la distancia que losseparaba de él cuando, poniendo en ello todas las ener-gías que le restaban, golpeó la costra helada, tan lejos delborde como se atrevió a llegar. Se oyó un fuerte crujido yuna red de finísimas grietas se expandió desde el punto

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de impacto. Continuó golpeando con insistencia el hieloen ese lugar, hasta que las grietas adquirieron inerciapropia y empezaron a abrirse con inquebrantable deter-minación por toda la superficie helada. Sin darse por sa-tisfecho, Nergal empezó a golpear en otro lugar, un pocoa la derecha del primero, retrocediendo unos pasos paraevitar caer en el agujero que estaba abriendo.

Los lobos reaccionaron de forma dispar. Si se hu-bieran lanzado a la carrera hacia su presa quizás habríanllegado antes de que el hielo se quebrara por completo, ysi hubieran retrocedido al instante era indudable que sehubieran puesto a salvo sin problemas. Pero el hambrelos había enloquecido, adormeciendo a la par su instintode supervivencia, y dudaron sobre si les convenía atacaro retroceder. Con un crujido de particular potencia, unaprofunda grieta recorrió longitudinalmente toda la super-ficie del remanso y el agua glacial comenzó a filtrarse porella. Los lobos, con las orejas pegadas al cráneo y el raboentre las piernas, parecían aturdidos y perdieron el inte-rés por Nergal. De pronto, una porción del hielo, sobre laque se mantenía inseguro el lobo que había optado porseguir la trayectoria más directa y que, por tanto, se en-contraba en el centro del remanso, pivotó sobre símisma, enviando al animal al fondo de la poza. Quizás nofuera demasiado profunda, pero el peso del hielo bastópara que no volviera a la superficie.

El segundo de los lobos que avanzaban más omenos por el centro del remanso se lanzó entonces,como espoleado por el destino de su compañero, a unaloca carrera hacia delante. Casi había alcanzado la po-sición de Nergal cuando pasó sobre el segundo puntodonde el picto había estado golpeando el hielo. No huboaviso. Ni grietas extendiéndose, ni porción de hielo vol-teando. El animal se hundió súbitamente hasta los ija-res, recibiendo un fuerte golpe en el cuello que lo dejóaturdido.

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Los otros dos animales habían sido más afortuna-dos. El de la derecha, tras ser testigo de la desapariciónde uno de sus compañeros y de los vanos intentos delotro por alcanzar la orilla opuesta, se había quedado pa-ralizado. Cuando las grietas comenzaron a extenderse ensu dirección desde el agujero central, se orinó y retroce-dió con premura entre gemidos. Desentendiéndose porcompleto de su presa, se lanzó a la carrera en direcciónopuesta y ya no se detendría, por pura extenuación,hasta llegar al bosque. Había dejado de ser un peligro.Todo lo contrario que el de la izquierda, más hambrientoquizás, o contando con una superficie más estable, quetransformó su miedo en rabia y corrió hacia el guerrerocon las fauces abiertas, lanzando espumarajos y con losojos inyectados en sangre, dispuesto a saltarle al cuelloy desgarrárselo.

Nergal apenas tuvo tiempo de voltear la rama deroble e impactar con ella en la cabeza al animal, es-tampándosela contra la pared rocosa. No había sidoun golpe demasiado fuerte, pero quiso la fortuna quefuera aquella una zona de la pared con afiladas aristas,que le causó a la bestia un daño mucho mayor de loque hubiera sido de esperar. Con todo un lado de la ca-beza arruinado, habiendo perdido un ojo y sangrandocopiosamente, el lobo hubiera necesitado cierto tiempopara recuperarse, aunque solo fuera un tanto, peroNergal no se lo concedió. Alzó su arma y la dejó caercon fuerza sobre su cráneo. Cegado por una furia ase-sina, siguió golpeando una y otra y otra vez, sin impor-tarle dónde impactaba ni que pronto el animal fuera yaapenas reconocible como un lobo.

Así hubiera continuado por tiempo indefinido, sal-picando sangre por las paredes y la superficie del hielo,quizás hasta que la rama hubiera terminado de astillarseentre sus manos, de no ser por la intervención de otrade las alimañas, a la que quizás había descartado como

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amenaza con excesiva ligereza. Se trataba del segundolobo, el que se había hundido cuando estaba a punto dealcanzarlo. En aquella zona la poza no tenía ni dos piesde profundidad, así que no se había hundido, sino quetras recobrarse se había aupado hasta terreno firme yhabía lanzado un torpe ataque por sorpresa. Tan ofuscadoestaba Nergal que la primera noticia que tuvo del peligrofueron los colmillos cerrándose sobre su brazo derecho yhaciéndole soltar la tranca.

El peso del lobo desequilibró al guerrero, hacién-dolo caer hacia delante. Hombre y bestia, unidos en unabrazo mortal, cayeron sobre el hielo, que se partió enmil trozos, zambulléndolos en las gélidas aguas. El fríotuvo la virtud de tranquilizar la excitada mente de Nergal,aunque apenas si logró respirar cuando sus pulmonesse negaron a contraerse. Mientras trataba de erguirse,asentando sus pies sobre el fondo cenagoso del remanso,utilizaba la mano izquierda para buscar, con dedos quese iban entorpeciendo por momentos, la empuñadura desu daga.

El lobo parecía haber perdido toda iniciativa, y suúnica reacción al inesperado chapuzón había sido mor-der con más fuerza el brazo de Nergal, aunque sin tratarde desgarrar los tejidos, buscando sujeción antes quecausar daño. Utilizando energías escamoteadas a lasaguas, el guerrero hundió la cabeza del lobo bajo la su-perficie, por el simple procedimiento de mantener sumer-gido su brazo diestro, al tiempo que lograba desenvainarel puñal con la mano izquierda. La falta de oxígenohizo que el lobo soltara su presa y tratara de asomarsea la superficie. Era la ocasión que había estado espe-rando Nergal. Sin darle tiempo a reaccionar, lo cogiódel pescuezo y tiró hacia arriba, procediendo a acuchi-llar repetidas veces su cuello descubierto. Lo soltó ydejó que las aguas enrojecidas se cerraran sobre elcuerpo agonizante.

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Tiritando y con los labios amoratados, Nergal em-pezó a moverse hacia suelo firme, trepando a duraspenas hasta alcanzar un terreno seco. Solo tres pasos,pero necesitó de toda su fuerza de voluntad para darlos.En cuanto se vio fuera del agua, se arrancó las ropas mo-jadas, cortándolas con el puñal de ser preciso, sin im-portarle las pequeñas heridas que se ocasionaba por lostemblores de sus manos. Se dirigió hacia la única fuentede calor que había por los alrededores, el lobo que habíamatado con la tranca. Lo rajó y hundió los brazos hastalos codos en su interior, gritando casi por el dolor que elsúbito aumento de temperatura le ocasionó. También sepreocupó de sus pies, aunque tras un somero examendescubrió que las botas impermeabilizadas habían resis-tido bastante bien la inmersión.

—Eso ha sido muy impresionante —dijo depronto la Muerte, de quien Nergal se había olvidado porcompleto.

—¿Si-sigues a-a-ahí, engendro? —logró articularcon dificultades, mientras giraba la cabeza para contem-plar a su enemigo.

Así fue como logró detectar al quinto lobo, aquien ya había concedido el rango de quimera de suimaginación, instantes antes de que saltara sobre él,procedente del extremo de la garganta opuesto al re-manso. Olvidando en ese mismo instante la rigidez desus miembros, el principio de congelación, las magulla-duras, el hambre y el cansancio, tomó en su mano iz-quierda el puñal, que reposaba sobre el hielo no muylejos de él y, con mortífera precisión, lo lanzó hacia suenemigo. El arma, pasando a escasas pulgadas de lamomia, que era ignorada por el animal, se clavó en lagarganta del lobo. La bestia cayó muerta sobre el hieloy se deslizó un trecho sobre la helada superficie delarroyo hasta llegar casi a tocar los pies ennegrecidos dela Muerte.

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Una vez se hubo asegurado de que el animal estabaen verdad muerto, Nergal cerró los ojos y se permitió unlargo suspiro. Los volvió a abrir a tiempo de comprobarcómo la momia iba volviéndose traslúcida. Nergal sonrió,y hasta ese simple gesto le resultó doloroso.

—Te he vencido.—No seas ingenuo.—No has podido llevarme contigo.—No debía hacerlo. Has sido elegido... para otras

funciones.—¿Por qué razón si no has estado rondándome

todo este tiempo? —Hasta la vista, Nergal, pronto volveremos a ver-

nos —comentó la Muerte, eludiendo la pregunta; ya sepodía ver con total claridad lo que había tras su etéreocuerpo.

—No querías apoderarte de mí... —musitó Ner-gal—. ¡Querías evitarlo! ¡No deseabas que muriera! —legritó a la presencia insustancial.

Quizás la Muerte sonriera, aunque eso era algo di-fícil de asegurar, dado que ya apenas se distinguía contrael fondo blanco del barranco nevado.

—¿Por qué? ¡Maldita sea! ¿Por qué? —insistióNergal, desgañitándose.

Por entonces no quedaba el menor indicio de nin-gún cadáver sobrenatural, pero aún escuchó, bien fueraporque la voz rompiera de verdad el silencio de la mañanao porque la oyera en su mente, la respuesta final de laMuerte:

—Hay otros designios dispuestos para ti. Pero eresmío, siempre lo serás, y para demostrarlo, antes de aban-donar las montañas me rendirás otro servicio.

—¡No soy el esclavo de nadie! —proclamó Ner-gal—. ¿Me oyes, Muerte? ¡Viviré la vida que siemprehe deseado! ¡Por mí, podéis iros tú y esos Otros al in-fierno!

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No hubo respuesta para sus bravatas. De repentese sintió un estúpido, gritándole desafíos a la nada. El en-fado al menos le había servido para recuperar un poco demovilidad en las extremidades. Hacía un día bastanteagradable. Si conseguía salir de aquel barranco podríaterminar de calentarse al sol. Mientras tanto, había uncadáver de lobo cuyo calor se estaba desperdiciando.

Comería un poco de su carne, cruda si era preciso,e improvisaría algún manto con su piel y la de su compa-ñero. No necesitaba ser muy bueno. Después de todo, yano se encontraba demasiado lejos de su aldea. Ahora eraseguro que conseguiría regresar a ella. Esa idea lo animó,aunque no pudo evitar pensar en las últimas palabras dela Muerte. Se reafirmó en su resolución: no sería el pelelede nadie. ¡Él era su único dueño!

Alargó el brazo izquierdo para desincrustar conrabia el puñal de la garganta del lobo. Bajo la sangre yotros restos que lo cubrían, distinguió las incisiones quele había practicado el chamán para tatuarlo. Pasó lasyemas de los dedos de su otra mano por la superficie ex-coriada. A pesar de sus bravatas, supo que jamás podríalibrarse de aquellos estigmas. Estaba marcado.

Inició, tambaleante, el regreso a su aldea. A susespaldas aún podían distinguirse, mancillando con supresencia el claro cielo invernal, unas tenues volutas dehumo, coronando el valle donde antaño se asentara unextinto clan raajniakiri.

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Índice

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Prólogo

11

La marca de la muerte

49

El monasterio de la Hermandad Roja

109

Tras los muros de Esperanza

177

Aguacero

231

El juicio de Elil

319

La invocación del picto