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LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE ERNESTO OSCAR WILDE

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  • L A I M P O R T A N C I AD E L L A M A R S E

    E R N E S T O

    O S C A R W I L D E

  • L A I M P O R T A N C I A D E L L A M A R S E E R N E S T O

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    COMEDIA FRIVOLA PARA GENTE SERIAEN TRES ACTOS

    PERSONAJES

    JUAN GRESFORD.ARCHIBALDO MONCRIEFF.EL REVERENDO CANÓNIGO ASCOT.ANSELMO, mayordomo.ESTEBAN, criado.LADY BRACKNELL.SUSANA.CECILIA.MISS PRISM, institutriz.

    ACTO PRIMERO.- Un saloncito en casa de Archi-baldo Moncrieff, Half- Moon Street, Londres (W).ACTO SEGUNDO- Jardín de la quinta de JuanGresford, Woolton.ACTO TERCERO. - Saloncito en casa de JuanGresford.

    ÉPOCA ACTUAL

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    A C T O P R I M E R O

    Un saloncito en casa de Archibaldo, amueblado lu-josa y artísticamente. Óyese un piano dentro. Este-ban, arreglando todo para el té en una mesita y,después que cesa la música, Archibaldo.

    ARCHIBALDO.- ¿Oíste lo que estaba tocando.Esteban? ESTEBAN.- No me pareció correcto escuchar, se-ñorito. ARCHIBALDO.- Lo siento por ti. No es que yotenga mucha ejecución, no - esto está al alcance detodo el mundo-; pero, en cambio, toco con una ex-presión... Sí, mi fuerte en el piano es el sentimiento.La ciencia la guardo para la vida. ESTEBAN.- Sí, señorito.

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    ARCHIBALDO.- Y ya que hablamos de la cienciay de la vida, ¿te has acordado de preparar los sánd-wichs de pepino para lady Bracknell? ESTEBAN.- (Presentándole una fuente.) Sí, señorito. ARCHIBALDO.- (Inspeccionándola, coge dos y se sientaen el sofá.) ¡Ah!... A propósito, Esteban: he visto entu agenda que el jueves por la noche, cuando vinie-ron a cenar lord Shoreman y míster Gresford, seconsumieron ocho botellas de champagne. ESTEBAN.- Sí, señorito; ocho botellas y media. ARCHIBALDO.- ¿Por qué será que en todas lascasas de solteros son tan aficionados al champagne loscriados? Lo pregunto solamente a título de cu-riosidad. ESTEBAN.- Yo lo atribuyo a la buena calidad delvino, señorito. He observado una porción de vecesque en casa de los hombres casados raramente es deprimera el champagne. ARCHIBALDO. - ¡Caramba! ¿Tan desmoralizadores el matrimonio? ESTEBAN.- A mí me parece un estado muy agra-dable, señorito. Claro que yo, hasta el presente, ape-nas lo he experimentado. No he estado casado másque una vez. Fue de resultas de una equivocaciónque tuvimos una joven y yo...

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    ARCHIBALDO.- (Displicentemente.) No creo queme interese gran cosa tu vida doméstica, Esteban. ESTEBAN.- Verdad, señorito. No tiene nada deinteresante. Yo nunca pienso en ella. ARCHIBALDO.- Es natural. Bueno, Esteban;puedes retirarte. (ESTEBAN saluda y sale.) Las ideasde Esteban sobre el matrimonio me parecen untanto relajadas. Y, realmente, si las clases inferioresno nos dan un buen ejemplo, ¿para qué demoniossirven? Lo que es como clase, me parece que notiene el menor sentido de responsabilidad moral.

    (Entra ESTEBAN.)

    ESTEBAN. - ¡Míster Ernesto Gresford!

    (Entra GRESFORD. Sale ESTEBAN.)

    ARCHIBALDO.- ¿Cómo te va, querido Ernesto?¿Qué te trae a Londres? GRESFORD. - ¡Oh, nada; el divertirme un poco!Lo que trae a todo el mundo. Siempre comiendo,¿eh?

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    ARCHIBALDO.- (Con cierta sequedad.) Me pareceque es costumbre en la buena sociedad comer algo alas cinco. ¿Dónde has estado desde el jueves? GRESFORD.- (Sentándose en el sofá.) En el campo. ARCHIBALDO.- ¿Y qué diablos haces allí? GRESFORD. - (Quitándose los guantes.) Cuando unoestá en Londres, se divierte. Cuando está en el cam-po, divierte a los demás. Una cosa bastante abu-rrida, te lo aseguro. ARCHIBALDO.- ¿Y qué gente es ésa a quien di-viertes? GRESFORD. - (Con un gesto de indiferencia.) ¡Oh,vecinos, vecinos! ARCHIBALDO.- ¿Y has encontrado vecinos agra-dables? GRESFORD.- ¡Lamentable! No me trato con nin-guno. ARCHIBALDO.- ¡Pues sí que debes divertirles!(Levantándose y cogiendo otro sandwich.) A propósito:¿tu finca está en Shropshire, verdad? GRESFORD.- ¿Cómo en Shropshire? ¡Ah, sí, sí!¡Naturalmente! Pero, oye, ¿por qué todas esas tazas?¿Y esos sandwichs de pepino? ¿A qué tanto derroche?¡Qué barbaridad! ¿A quién esperas para el té?

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    ARCHIBALDO.- Pues, simplemente, a mi tía Au-gusta y a Susana. GRESFORD. - ¡Hombre, magnífico! ARCHIBALDO.- Sí, todo lo magnífico que quie-ras; pero me temo que a tía Augusta no le agradedemasiado tu presencia. GRESFORD.- ¿Y por qué no le va agradar? ARCHIBALDO. - Hijo, tu manera de hacer elamor a Susana es calamitosa. Casi tan calamitosacomo la manera que tiene Susana de hacerte el amora ti. GRESFORD. - Estoy enamorado de Susana. Hevenido a Londres expresamente para declararme aella. ARCHIBALDO.- ¿No me dijiste que habías veni-do a divertirte? ¡Eso es venir a negocios! GRESFORD. - ¡Cuidado que eres prosaico! ARCHIBALDO. - No veo que el declararse tenganada romántico. El estar enamorado sí que es ro-mántico; extraordinariamente romántico. ¡Pero eldeclararse! ¿No has pensado en que pueden decirlea uno que sí? Y casi siempre se lo dicen. Y enton-ces, ¡adiós interés! La esencia misma del romanti-cismo es la incertidumbre. Lo que es si alguna vezme caso, haré todo lo posible por olvidarlo.

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    GRESFORD.- No lo dudo. El divorcio se inventóprecisamente para las personas de memoria tan fla-ca. ARCHIBALDO. - Bueno; ¿a qué discutirlo? Losdivorcios se hacen en el cielo... (GRESFORD alargala mano para coger un sándwich. ARCHIBALDO in-terviene enseguida.) No, no; ten la bondad de no tocarlos sandwichs de pepino. Los han preparado especial-mente para la tía Augusta. (Coge uno y se lo come.) GRESFORD. - ¡Pero tú bien te lo comes! ARCHIDALDO.- ¡Ah, es muy distinto! Es mi tía.(Ofreciéndole otra fuente.) Toma, aquí tienes pan conmantequilla. El pan con mantequilla es para Susana.Susana es aficionadísima al pan con mantequilla. GRESFORD.- (Acercándose a la mesa y sirviéndose élmismo.) Y le alabo el gusto. ARCHIBALDO.- Sí, pero no vayas a comértelotodo. ¿Sabes que parece como si ya estuvierais casa-dos? Y todavía no lo estáis; ni lo estaréis nunca,probablemente. GRESFORD.- ¿Por qué lo dices? ARCHIBALDO. - ¡Caramba! En primer lugar, lasmuchachas no se casan nunca con el hombre conquien flirtean. No lo encuentran decoroso. GRESFORD.- ¡Valiente tontería!

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    ARCHIBALDO.- No hay tal. Es una verdad de afolio. Esto explica la abundancia de solteros que seven en todas partes. En segundo lugar, yo no doymi consentimiento. GRESFORD.- ¿Tu, consentimiento? ARCHIBALDO. - Querido Ernesto, Susana esprima hermana mía. Y antes de consentir en tu ca-samiento con ella tienes que ponerme en claro lacuestión de Cecilia. (Llama al timbre.) GRESFORD. - ¿De Cecilia? ¿Qué quieres decir?¿Qué significa eso de Cecilia, Archibaldo? No co-nozco a nadie que se llame Cecilia.

    (Entra ESTEBAN.)

    ARCHIBALDO. - Trae la pitillera que místerGresford se dejó olvidada la otra noche en el fumoir. ESTEBAN.- Enseguida, señorito. (Sale.) GRESFORD.- ¿Eso quiere decir que has tenido mipitillera todo ese tiempo sin decirme una palabra?Bien podías haberme avisado. Me habrías ahorradounas cuantas cartas furibundas a la Dirección deSeguridad. Como que ya estaba a punto de ofreceruna crecida gratificación.

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    ARCHIBALDO.- ¡Hombre, haberlo dicho! Preci-samente me encuentro casi seco. GRESFORD.- Sí; pero una vez encontrada, ya notiene objeto. (Entra ESTEBAN con la pitillera sobreuna bandeja. ARCHIBALDO se apodera de ella inme-diatamente. Sale ESTEBAN.) ARCHIBALDO.- No te ocultaré, querido Ernesto,que es una roñosería indigna de ti. (Abriendo la pi-tillera y examinándola.) Por otra parte, lo mismo da,pues ahora que veo la inscripción que hay aquídentro caigo en la cuenta de que este objeto no tepertenece. GRESFORD.- ¿Cómo que no me pertenece? (Diri-giéndose hacia él.) Tú me lo has visto en las manos unsinfín de veces, y no tienes el menor derecho a leerlo que hay escrito dentro. Es indigno de un ca-ballero leer una pitillera privada. ARCHIBALDO. - ¡Bah, bah! Lo absurdo es teneruna regla fija sobre lo que debe y no debe leerse.Más de la mitad de la cultura moderna depende delo que no debería leerse. GRESFORD.- Ya lo sé, y no entra en mis intencio-nes discutir sobre la cultura moderna. No es un te-ma para hablar en la intimidad. Lo único que nece-sito es mi pitillera.

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    ARCHIBALDO.- Sí; pero esta pitillera no es tuya.Esta pitillera es de alguien que se llama Cecilia, y túme has dicho que no conoces a nadie de ese nom-bre. GRESFORD. - Bueno; pues ya que te empeñas, tediré que esa Cecilia es una tía mía. ARCHIBALDO.- ¡Una tía tuya! GRESFORD. - Sí... Y una señora encantadora...Vive en Tunbridge Wells... Ahora, ten la bondad dedevolverme esa pitillera. ARCHIBALDO.- (Batiéndose en retirada hasta pa-rapetarse detrás del sofá.) Pero, ¿por qué se llama a símisma la pequeña Cecilia, si es tía tuya y vive enTunbridge Wells? (Leyendo.) “Recuerdo de la peque-ña Cecilia, con todo su cariño.” GRESFORD.- (Dirigiéndose hacia el sofá y arrodi-llándose en él.) Bueno; ¿y qué encuentras en ello departicular? ¿Es que todas las tías van a ser grandes?También las hay pequeñas... Tú te figuras que todaslas tías tienen que ser como la tuya. ¡Es absurdo!¡Anda, ten la bondad de devolverme la pitillera! (Per-siguiendo a ARCHIBALDO por la habitación.) ARCHIBALDO.- Sí. Pero ¿por qué tu tía te llamaaquí tío suyo? “Recuerdo de la pequeña Cecilia, contodo su cariño, a su querido tío Juan.” Comprendo

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    que no hay nada que impida a una tía ser pequeña;pero que una tía, sea del tamaño que sea, llame tío asu propio sobrino, es cosa para mí ininteligible.Además, tú no te llamas Juan, sino Ernesto. GRESFORD.- No, señor; yo no me llamo Ernesto;me llamo Juan. ARCHIBALDO.- Tú siempre me has dicho que tellamabas Ernesto. Yo te he presentado a todo elmundo como Ernesto. Tú respondes al nombre deErnesto. Es completamente absurdo que nieguesllamarte Ernesto. En tus tarjetas está. (Sacando una desu cartera.) “ERNESTO GRESFORD, Albany, 4”.La conservaré como prueba de que tu nombre esErnesto, si alguna vez tratas de negármelo, a mí, o aSusana, o a quien sea. (Se guarda la tarjeta en el bolsillo.) GRESFORD. - Bueno, sea; me llamo Ernesto enLondres y Juan en el campo; y esa pitillera me laregalaron en el campo. ¿Estás ya satisfecho? ARCHIBALDO.- Sí; pero eso no explica lo másmínimo que tu pequeña Cecilia, que vive en Tun-bridge Wells, te llame querido tío. Créeme: haríasmejor en desembucharlo todo de una vez. GRESFORD. - ¡Querido, estás hablando como unsacamuelas, cosa vulgarísima cuando no se es unsacamuelas! Te aseguro que causa mala impresión.

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    ARCHIBALDO. - Como la causan siempre lossacamuelas. Pero, te lo repito: harías bien en con-fesarme la verdad. Te advierto que hace ya tiempoque abrigaba la sospecha de que eras un consumadobunburysta en secreto; y ahora no me cabe la menorduda. GRESFORD. - ¿Un bunburysta? ¿Qué demoniosquieres decir con eso de bunburysta? ARCHIBALDO.- Te revelaré el sentido de esa in-comparable expresión, en cuanto tengas la bondadde explicarme por qué te llamas Ernesto en Londresy Juan en el campo. GRESFORD. - Bueno; pero dame antes la pitillera. ARCHIBALDO. - Aquí la tienes. (Entregándosela.)Ahora, venga la explicación, y procura que no seainverosímil. (Se sienta en el sofá.) GRESFORD.- Hijo mío, mi explicación no tienenada de inverosímil. No puede ser más sencilla. Eldifunto míster Thomas Morris me adoptó cuandoyo era un niño, y me nombró en su testamento tu-tor de su nieta Cecilia. Ésta, que por motivos derespeto que tú eres incapaz de comprender, me lla-ma tío vive en el campo, con su admirable institutrizmiss Prism.

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    ARCHIBALDO.- ¿Sí?... ¿Y en qué sitio viven,puede saberse? GRESFORD.- Te advierto que no pienso incita aque nos hagas una visita... Lo que sí puedo decircon toda franqueza es que no viven por Shropshire ARCHIBALDO. - ¡Lo sospechaba! En dos ocasio-nes distintas he bunburyzado todo Shropshire... Percontinúa: ¿Por qué te llamas Ernesto en Londres yJuan en el campo? GRESFORD.- No sé si tú eres capaz de compren-der mis verdaderos motivos. No eres persona bas-tante seria. Cuando se es tutor no hay más remedioque adoptar una actitud moral severísima. Es undeber imprescindible. Pero como una actitud moraltan estricta no deja de ser un tanto nociva al humory la salud, con el fin de poder venir a Londres sindar lugar a hablillas, he inventado un hermano me-nor llamado Ernesto, que vive aquí, y cuyas conti-nuas calaveradas me obligan a intervenir confrecuencia. Ésta es la verdad, pura y simple. ARCHIBALDO.- La verdad rara vez es pura ynunca simple. Afortunadamente. La vida modernaser aburridísima, y la literatura moderna completa-mente imposible. GRESFORD. - ¡Eso iríamos ganando!

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    ARCHIBALDO.- La crítica literaria no es tu fuertequerido. No te dediques a ella. Hay que dejarlo a losanalfabetos. ¡Lo hacen tan bien en los periódico! Túlo que eres es un bunburysta. Tenía absoluta razónal calificarte de bunburysta. Eres uno de los bunbu-rystas más aprovechados que conozco. GRESFORD.- Pero ¿qué demonios quieres decircon eso de bunburysta? ARCHIBALDO.- Tú has inventado un hermanomenor utilísimo, llamado Ernesto, a fin de podervenir a Londres cuando se te antoje, ¿verdad? Puesyo, a fin de poder ausentarme de Londres, cuandome venga la gana, he inventado un amigo llamadoBunbury, que vive en el campo y está enfermísimo.¡Ah! Bunbury es un hombre inapreciable. Si no fue-se por los continuos achaques de Bunbury, no mesería posible, por ejemplo, cenar contigo esta noche,pues hace más de una semana que le había prometi-do a tía Augusta cenar hoy con ellos. GRESFORD.- Sí, pero yo no te he invitado a cenaresta noche, que yo sepa. ARCHIBALDO.- Ya lo sé. A ti no se te ocurrennunca esas delicadezas. Y haces mal. No hay nadaque moleste tanto a las gentes como el que no se lasinvite.

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    GRESFORD. - Harías mucho mejor en cenar contu tía Augusta. ARCHIBALDO.- De ningún modo. En primerlugar, ya cené con ella el lunes, y una vez por sema-na es más que de sobra para cenar con los parientes.En segundo, siempre que como allí, me tratan real-mente como de la familia, y me colocan en el peorsitio de la mesa, sin ninguna señora al lado, o entredos, que es casi peor. En tercer lugar, ya sé quiénme tocarla de vecina esta noche. Seguramente, MaryFarquhar, que se pasa la comida coqueteando consu marido de un extremo a otro de la mesa. Cosa,como supondrás, nada agradable. Y casi me atreve-ría a decir que poco decente. Sin embargo, pareceque la plaga va en aumento. Es escandaloso el nú-mero de señoras casadas que coquetean con su ma-rido. No está bien. Eso es como lavar en público laropa limpia... Además, ahora sé que eres un bunbu-rysta declarado, deseo hablar contigo de bunbu-rysmo. Quiero enseñarte las reglas. GRESFORD.- Perdona; pero yo no tengo nada debunburysta. Si Susana me dice que sí, estoy resueltoa matar a mi hermano. Y aunque me diga que no.Cecilia empieza a interesarse demasiado por él. Y yaempiezo a cansarme del tal Ernesto. Te aconsejo

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    que hagas lo propio con ese.... con ese amigo acha-coso de nombre tan absurdo. ARCHIBALDO.- Por nada del mundo romperá yocon Bunbury; y tú mismo, algún día, si llegas a ca-sarte, cosa que me parece sumamente problemática,te alegrarás de conocer a Bunbury. Un hombre quese casa sin conocer a Bunbury está perdido. GRESFORD. - ¡Majaderías! Si me caso con unamuchacha tan encantadora como Susana - y hastaahora es la única muchacha que he conocido conquien me casaría-, te aseguro que no necesitaré lomás mínimo conocer a Bunbury. ARCHIBALDO. - Entonces lo necesitará tu mujer.Parece que no comprendes que en la vida conyugaltres es compañía, y dos no. GRESFORD.- (Sentenciosamente.) Ésa es la teoríacorruptora que el moderno teatro francés ha venidopropalando en los últimos cincuenta años. ARCHIBALDO.- Sí; y cuya verdad han demostra-do las buenas familias inglesas en la mitad de esetiempo. GRESFORD. - ¡Por amor de Dios, no quieras sercínico! Es muy fácil. ARCHIBALDO.- Hoy, hijo mío, no hay nada másfácil. Para todo hay competencia, una competencia

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    estúpida. (Se oye sonar un timbre.) Ésa debe de ser tíaAugusta. Únicamente los parientes o las acreedoresllaman de ese modo wagneriano. Oye, si consigollevármela de aquí diez minutos, para que puedasdeclararte a Susana, ¿me convidarás a cenar esta no-che? GRESFORD. - Hombre, si te empeñas... ARCHIBALDO.- Sí; pero no vayas luego a faltar atu palabra. Mira que estas cosas de comida son muyserias.

    (Entra ESTEBAN.)

    ESTEBAN, LADY BRACKNELL Y MISSSUSANA

    (ARCHIBALDO se adelanta al encuentro de ellas. En-tran LADY BRACKNELL Y SUSANA.)

    LADY BRACKNELL. - Buenas tardes, Archibal-do, espero que continuarás portándote bien. ARCHIBALDO.- Sí, me siento perfectamente, tíaAugusta. LADY BRACKNELL.- Que no es lo mismo. Cla-ro es que casi nunca van juntas ambas cosas. (Advir-

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    tiendo la presencia de GRESFORD, le hace una inclina-ción de cabeza glacial.) ARCHIBALDO.- (A SUSANA.) ¡Estás elegantísi-ma, prima! SUSANA.- Como siempre, ¿verdad, míster Gres-ford? GRESFORD. - Verdad. Es usted perfecta. SUSANA. - ¡Ay, no! No me quite usted las espe-ranzas. Espero todavía progresar en muchos senti-dos. (SUSANA y GRESFORD van a sentarse juntos enun rincón.) LADY BRACKNELL. - Siento el retraso, Archi-baldo; pero no tuve más remedio que ir a casa de lapobre lady Harbury. Desde que se murió su maridono había ido por allí. En mi vida he visto una mujertan cambiada; parece veinte años más joven. Ahoraten la bondad de darme una taza de té y uno de esosdeliciosos sándwichs de pepino que me prometiste. ARCHIBALDO.- Enseguida, tía Augusta. (Se dirigea la mesa del té.) LADY BRACKNELL.- ¿Quieres venir a sentarteaquí ,Susana? SUSANA. - Gracias, mamá. Estoy aquí perfecta-mente.

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    ARCHIBALDO.- (Alzando con ademán de espanto lafuente vacía.) ¡Cielos!... ¡Esteban! ¿Dónde están lossandwichs de pepino? ¿No te los encargué espe-cialmente? ESTEBAN. - (Con gran aplomo.) No he encontradopepinos en el mercado esta mañana, señorito. Y esoque fui dos veces. ARCHIBALDO.- ¿Qué no encontraste pepinos? ESTEBAN.- No, señorito. Ni siquiera pagandocontado. ARCHIBALDO. - Bien, bien, Esteban. Puedesretirarte. (ESTEBAN saluda y sale.) Siento infinito,tía Augusta, que no hubiera pepinos, ni siquiera pa-gando al contado. LADY BRACKNELL.- No importa. Tomé algu-nos pastelillos en casa de lady Harbury, y me pareceno pensar ya más que en pasarlo lo mejor posible. ARCHIBALDO.- Me han dicho que se le ha puesel pelo completamente rubio de dolor. (Alargándoleuna taza de té.) LADY BRACKNELL. - Gracias; te he preparadouna sorpresa agradable para esta noche, Archibaldo.Pienso colocarte junto a Mary Farquhar. Es mujerpreciosa, ¡y tan enamorada de su marido! Da gustoobservarlos.

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    ARCHIBALDO. - Temo, tía Augusta, verme obli-ga a renunciar al placer de cenar con ustedes es no-che. LADY BRACKNELL. - (Frunciendo el ceño.) Esperoque no, Archibaldo. Me estropearías la cena. Tu tíotendría que irse a comer a sus habitaciones. Claroque, afortunadamente, ya está acostumbrado. ARCHIBALDO.- Lo siento infinito, tía; puede us-ted estar segura; pero el caso es que acabo de recibirun telegrama diciéndome que mi pobre amigo Bun-bury a vuelto a recaer y se encuentra gravísimo.(Cambiando una mirada con GRESFORD.) No voy atener más remedio que ir. ¡Qué se le va hacer! LADY BRACKNELL.- La verdad es que ese mís-ter Bunbury tiene una salud imposible. ARCHIBALDO.- Sí; el pobre Bunbury es el rigorde las desdichas. LADY BRACKNELL. - Pero me parece que ya eshora de que se decida a ponerse bueno o morirse deuna vez. Esa irresolución es absurda. Ni se debeabusar tanto del prójimo. Te agradecería le suplica-ses a míster Bunbury de mi parte que tenga la bon-dad de no ponerse peor el sábado próximo, puescuento contigo para organizar mi concierto. Es miúltima recepción, y necesito algo que anime la con-

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    versación, sobre todo ahora que estamos al final dela temporada y ya la gente ha dicho todo lo que te-nía que decir, que en la mayor parte de los casos nodebía ser mucho. ARCHIBALDO.- Se lo diré a Bunbury, tía Augus-ta, si es que aún no ha perdido el conocimiento, ycreo poder ofrecerle a usted que no tendrá ningunarecaída el sábado. Claro que eso de la música nodeja de presentar sus dificultades. Mire usted, si setoca buena música, la gente no escucha, y si se tocamúsica mala, la gente no habla. Pero si quiere ustedacompañarme un momento a la habitación de allado, le enseñaré el programa que se me ha ocurri-do, y acabaremos de confeccionarlo. LADY BRACKNELL. - Gracias, Archibaldo, gra-cias. (Levantándose y siguiendo a ARCHIBALDO.)Estoy segura de que, en cuanto lo expurguemos unpoco, quedará un programa delicioso. Desde luego,nada de canciones francesas. La gente se figurasiempre que son inconvenientes, y se da por ofen-dida, lo que es bastante vulgar, o no para de reírse,que es todavía peor. En cambio, el alemán suena aidioma respetable; y debe de serlo. Susana, ten labondad de seguirme. SUSANA.- Enseguida, mamá.

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    (LADY BRACKNELL y ARCHIBALDO pasan alsaloncito de música. SUSANA se queda rezagada.)

    GRESFORD.- Qué día tan hermoso, ¿verdad? SUSANA. - ¡No irá usted a hablarme del tiempomíster Gresford! En cuanto una persona me habladel tiempo que hace, estoy segura de que lleva otraintención. Y me pongo nerviosísima. GRESFORD.- Y yo llevo otra intención. SUSANA.- Ya me lo figuraba. Yo nunca me equi-voco. GRESFORD.- Y pienso aprovechar la ausenciatemporal de lady Bracknell... SUSANA.- Hará usted bien. Mamá tiene un modode volver a entrar súbitamente que más de una vehe tenido que llamarle la atención. GRESFORD. - Susana, desde que la vi a usted laadmiré más que a ninguna de las mujeres que heconocido desde... que la conocí a usted. SUSANA.- Sí, lo Sé. Y ojalá que hubiese estadousted un poco más expresivo; en público, por lomenos. Siempre tuvo usted para mí un atractivoirresistible. Aun sin conocerle estaba usted lejos deserme indiferente. (GRESFORD la mira estupefacto.)

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    Vivimos, como supongo sabrá usted, míster Gres-ford, en un siglo de ideales. Al menos, así nos lorepiten de continuo los poetas. Pues bien; mi ideaha sido siempre querer a un hombre que se llamasErnesto. ¡Ernesto! No sé qué tiene este nombre,que me fascina. Desde el momento en que Archi-baldo m dijo que tenía un amigo que se llamaba Er-nesto comprendí que estaba destinada a quererle austed. GRESFORD.- ¿Pero realmente me quiere usted? SUSANA. ¡Con pasión! GRESFORD.- ¡Amor mío! No sabe usted lo felizque me hace. SUSANA. - ¡Mi Ernesto! GRESFORD.- Pero no querrá usted decir que simi nombre no fuese Ernesto no podrá usted que-rerme, ¿verdad? SUSANA.- Pero usted se llama Ernesto. GRESFORD.- Sí, lo sé. Pero, suponiendo que nome llamase, ¿iría usted a dejarme de querer por eso? SUSANA. - ¡Ah!, eso es ya una especulación meta-física y, como la mayoría de las especulaciones me-tafísicas, no tiene nada que ver con los hechos de lavida real, tal como los conocemos.

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    GRESFORD.- Pues a mí, querida Susana, a decirverdad, confieso que me tiene sin cuidado llamarmeErnesto... Es más: no creo que el nombre acaba desentarme. SUSANA.- ¿Cómo que no? Le sienta a usted per-fectamente. Es un nombre divino. ¡Tiene una mú-sica!... GRESFORD.- Pues yo encuentro que hay unaporción de nombres muchos más bonitos. Juan, porejemplo, es un nombre precioso. SUSANA.- ¿Juan?... ¡Oh, no! No tiene la menormúsica. He conocido varios Juanes, y todos, sin ex-cepción, eran vulgarísimos. No; el único nombreposible es Ernesto. ¡Ernesto! GRESFORD. - Susana, es preciso que vaya a bauti-zarme inmediatamente..., quiero decir, es precisoque nos casemos inmediatamente. SUSANA. - ¿Casarnos, míster Gresford? GRESFOR.D.- (Desconcertado.) ¡Pues naturalmen-te!... Usted sabe que la quiero, y también usted meha dado a entender que no le soy completamenteindiferente... SUSANA.- ¿Cómo indiferente? ¡Le adoro a usted!Pero usted todavía no se me ha declarado, no me hadicho una palabra de casamiento.

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    GRESFORD.- Bueno... ¿Le parece a usted enton-ces que me declare ahora? SUSANA. - Me parece una ocasión excelente. Ypara evitarle toda posible desilusión, míster Gres-ford, me creo en el deber de confesarle francamen-te, de antemano, que estoy resuelta a decirle que sí. GRESFORD. - ¡Susana! SUSANA.- Ahora puede usted empezar, místerGresford. (Un momento de silencio.) Vamos, ¿no tieneusted nada que decirme? GRESFORD.- Lo que tengo que decirle, usted losabe. SUSANA.- Sí; pero usted no lo dice. GRESFORD. - (Arrodillándose.) Susana, ¿quiere us-ted ser mi mujer? SUSANA. - ¡Naturalmente que quiero, Ernesto!¡Cuidado que ha tardado usted tiempo en decirlo!Me parece que, en cuestión de declaraciones, debeusted de tener muy poca experiencia. GRESFORD.- Usted es la única mujer a quien hequerido en el mundo, Susana. SUSANA. - Sí; pero los hombres se declaran mu-chas veces para practicar. Yo sé que mi hermanoGerardo lo hace. Todas mis amigas me lo han di-cho... ¡Qué ojos azules tan maravillosos tiene usted,

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    Ernesto! Son completamente, completamente azu-les. Espero que siempre me mirará usted así, ¿eh?Sobre todo cuando haya gente delante.

    (Entra LADY BRACKNELL.)

    LADY BRACKNELL.- ¡Míster Gresford! ¡Leván-tese usted, caballero, de esa postura que me atreveréa calificar de indecorosa! SUSANA. - ¡Mamá! (GRESFORD trata de levantar-se; ella se lo impide.) Te agradeceré que te retires. Ésteno es tu sitio. Además, míster Gresford no ha ter-minado. LADY BRACKNELL.- ¿Terminado el qué? SUSANA.- Mamá, míster Gresford y yo tenemosrelaciones. (Ambos se levantan.) LADY BRACKNELL.- Perdón; tú no tienes rela-ciones con nadie. Cuando llegue el caso yo, o tu pa-dre, si su salud se lo permite, nos encargaremos decomunicártelo. Ésas son cosas que no se puedendejar al capricho de las muchachas. El noviazgo de-be ser siempre una especie de sorpresa, agradable odesagradable, según las circunstancias... Ahora ten-go que hacer unas cuantas preguntas a míster Gres-

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    ford; de modo que ve a esperarme abajo, en el co-che.SUSANA. - (En tono de reproche.) ¡Mamá! LADY BRACKNELL.- ¡Al coche he dicho!(SUSANA se dirige hacia la puerta. GRESFORD y ellase tiran besos con la punta de los dedos a espaldas de LADYBRACKNELL. Esta mira vagamente en torno suyo, comosi no pudiera darse cuenta de qué ruido es aquél. Al fin sevuelve hacia ellos.) ¡Al coche, Susana! SÚSANA.- Sí, mamá, sí. (Sale volviendo la cabeza paramirar a GRESFORD.) LADY BRACKNELL. - (Sentándose.) Puede ustedsentarse, míster Gresford. (Saca del bolsillo un cua-dernito y un lápiz.) GRESFORD. - Gracias, lady Bracknell; prefieroestar de pie. LADY BRACKNELL. - (Cuadernito y lápiz en mano.)Debo decirle que no figura usted en mi lista de pre-tendientes elegibles, y eso que tengo la misma listaque la duquesa de Bolton. Como que puede decirseque trabajamos juntas. Sin embargo, no tengo in-conveniente en apuntarle a usted, si sus respuestasson las que una madre que se preocupa de la felici-dad de su hija tiene derecho a exigir. Vamos a ver:¿fuma usted?

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    GRESFORD.- Sí, debo confesar que fumo. LADY BRACKNELL.- Lo celebro. Todos loshombre deben tener alguna ocupación, sea cual sea.Hay demasiada gente ociosa en Londres. ¿Qué edadtiene usted? GRESFORD. - Veintinueve años. LADY BRACKNELL.- Una edad excelente paracontraer matrimonio. Yo siempre he sido, de opi-nión de que un hombre que piensa en casarse debe-ría conocerlo todo, o nada. ¿En qué caso está usted? GRESFORD.- (Después de un momento de vacilación.)Yo..., no conozco nada, lady Bracknell. LADY BRACKNELL.- Lo celebro también. ¡Nohay nada como la ignorancia natural! Esas teoríasmodernas sobre la educación son de lo más perni-cioso. Claro que la educación no hace muchos es-tragos que digamos, en Inglaterra. Felizmente parala clases altas. Bueno, ¿qué renta tiene usted? GRESFORD.- De siete a ocho mil libras al año. LADY BRACKNELL.- (Tomando nota en su cuader-nito.) ¿En tierras o en títulos? GRESFORD.- Tengo una casa de campo, con unatierras anexas a ella; unas novecientas fanegas, creopero mi verdadera renta no depende para nada deellas.

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    LADY BRACKNELL.- ¿Una casa de campo?¿Cuántas alcobas? Bueno; ya pondremos en claroeste punto más adelante. Me figuro que tambiéntendrá usted alguna casa propia en Londres, ¿ver-dad? Y puede usted suponer que una muchachamodesta de gustos sencillos, como Susana, no va avivir en el campo. GRESFORD.- Sí; también tengo una casa en plazade Belgrave; pero la tengo alquilada a lady Bloxham.Claro que puedo disponer de ella, avisándola conseis meses de anticipación. LADY BRACKNELL.- ¿Lady Bloxham? No laconozco. GRESFORD. - ¡Oh!, sale muy poco. Es una señoramuy entrada en años. LADY BRACKNELL.- ¡Ah! Hoy día eso no esuna garantía de respetabilidad. ¿Qué número de laplaza de Belgrave? GRESFORD.- El 149. LADY BRACKNELL.- (Con un movimiento de ca-beza.) La acera que no está de moda. Me figuré queera algo. Sin embargo, esto podría remediarse fácil-mente. GRESFORD.- ¿El qué? ¿La moda o la acera?

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    LADY BRACKNELL.- (Secamente.) Ambas, si espreciso. ¿Qué es usted en la política? GRESFORD.- La verdad, no lo sé a punto fijo.Pero supongamos que liberal- demócrata. LADY BRACKNELL. - Bueno; pondremos con-servador. Al fin y al cabo, viene a ser lo mismo. Pa-semos ahora a detalles de menos importancia. Lospadres de usted, ¿viven? GRESFORD.- He perdido a ambos, ladyBracknell. LADY BRACKNELL. - Perder a uno de ellos,míster Gresford, puede pasar por una desgracia,pero perder a los dos, parece realmente una falta decariño. ¿Qué era su padre de usted? Evidentemente,un hombre de cierta posición. Pero, ¿habría nacidoen lo que los periódicos radicales llaman la púrpuradel comercio, o provenía de la aristocracia? GRESFORD.- La verdad es que no lo sé. Dije quehabía perdido a mis padres y, realmente, más exactohubiera sido decir que mis padres me perdieron amí... A estas fechas, no sé quién soy todavía... Enuna palabra: fui... sí, fui encontrado... LADY BRACKNELL.- ¿Encontrado? GRESFORD.- El difunto míster Thomas Morris,que era muy caritativo y de corazón bondadosísimo,

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    me encontró y me dio el nombre de Gresford, sim-plemente porque en aquel momento tenía en el bol-sillo un billete de primera clase para Gresford. LADY BRACKNELL.- ¿Y dónde ese señor tancaritativo, que llevaba en el bolsillo un billete de pri-mera clase para Gresford, le encontró a usted? GRIESFORD.- (Gravemente.) ¡En una maleta! LADY BRACKNELL.- ¿En una maleta? GRESFORD.- (Con la misma seriedad.) Sí, ladyBracknell. En una maleta de cuero negro, bastantegrande, con asas... En fin, una maleta corriente. LADY BRACKNELL.- ¿Y en qué sitio se encon-tró míster Morris esa maleta corriente? GRESFORD.- En el guardarropa de la estaciónVictoria. Se la dieron equivocadamente por la suya. LADY BRACKNELL.- ¿En el guardarropa de laestación Victoria? GRESFORD.- Sí, línea de Brighton. LADY BRACKNELL.- La línea es lo de menos,míster Gresford. Le confieso que eso que me diceusted me desconcierta bastante. Nacer, o por lomenos, ser criado en una maleta con asas o sin ellas,me parece demostrar un tal desprecio de todas lasconveniencias de la vida de familia, que hace pensaren los peores excesos de la Revolución francesa. En

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    cuanto al sitio en que fue encontrada la maleta, esmuy posible que el guardarropa de una estación fe-rroviaria sirva para ocultar una.... indiscreción socialy, probablemente, ya antes de ahora ha servido; pe-ro en modo alguno podría considerarse como unabase estable para vivir en la buena sociedad. GRESFORD. - Entonces, ¿qué me aconseja usted?No necesito decirle que estoy dispuesto a todo contal de hacer la felicidad de Susana. LADY BRACKNELL.- Pues le aconsejo, místerGresford, que trate de adquirir lo antes posible al-gunos parientes presentables, y que haga un últimoesfuerzo para descubrir a su padre o a su madre -con uno basta- antes de que termine la estación. GRESFORD.- Pues no sé cómo me las voy a arre-glar. Yo. lo que puedo presentar en todo momentoes la maleta. Encima de un ropero la tengo. Y meparece que podría usted muy bien darse por satis-fecha, lady Bracknell. LADY BRACKNELL.- ¿Darme por satisfecha?¿Qué está usted diciendo? ¡Supongo que no tendráusted la pretensión de que vayamos a consentir enque nuestra hija única, educada con el mayor esme-ro, contraiga matrimonio con un equipaje! ¡Usted lo

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    pase bien, míster Gresford! (Sale con una majestuosaindignación.) GRESFORD.- ¡A los pies de usted!(ARCHIBALDO, desde la habitación contigua, empieza atocar la marcha nupcial.) ¡Por amor de Dios, ten labondad de no tocar ese aire fúnebre! ¡Cuidado queeres estúpido! (Cesa la música y apareceARCHIBALDO, muy regocijado.) ARCHIBALDO.- Qué, ¿no salió todo a gusto tu-yo, eh? ¿Te dijo que no Susana? ¡Me lo figuraba! GRESFORD.- ¡Oh, con Susana va como una seda!Su madre es la que es absolutamente insoportable.En mi vida he encontrado una gorgona semejante.No estoy seguro de cómo son las gorgonas; pero nome cabe duda de que lady Bracknell es una. Por lomenos es un monstruo, sin ser un mito; lo que noestá nada bien... ¡Dispensa, chico, no recordaba queera tu tía!... ARCHIBALDO.- No, no. Si a mí me encanta oírhablar mal de mis parientes. Es lo único que meayuda a soportarlos. Los parientes son un hatajo degente absurda, que no tiene la más remota idea decómo se debe vivir, ni el más leve instinto de cuán-do deben morirse. GRESFORD.- ¡Eso es una tontería!

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    ARCHIBALDO.- ¡No lo es! GRESFORD. - Bueno; no vale la pena de discu-tirlo. (Pausa corta.) Oye, Archibaldo, ¿crees que den-tro de unos años.... pongamos ciento cincuenta....Susana se volverá como su madre? ARCHIBALDO.- Todas las mujeres llegan a pare-cerse a sus madres. Esa es su tragedia. GRESFORD.- Eso debe de ser muy agudo, ¿ver-dad? ARCHIBALDO.- ¡Pues sí que lo es! Una frase muybonita, y una observación muy inteligente. GRESFORD.- Estoy harto de inteligencia. Hoytodo el mundo es inteligente. No puedes ir a ningu-na parte sin encontrarte con personas inteligentes.La cosa ha llegado a convertirse en una verdaderacalamidad pública. ¡Ojalá tuviésemos aún algunostontos! ARCHIBALDO.- ¡Y los tenemos! GRESFORD.- Me gustaría conocerlos. ¿De quéhablan? ARCHIBALDO. - ¿Pues de qué van ahablar? De las personas inteligentes. GRESFORD.- ¡Tontos de remate! ARCHIBALDO.- Oye, entre paréntesis, ¿le has di-cho a Susana la verdad, que te llamas Ernesto enLondres y Juan en el campo?

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    GRESPORD.- (Con aire protector.) Hijo mío, la ver-dad no es cosa para dicha a una muchacha bonita,dulce, bien educada. ¡No tienes la menor idea decómo hay que tratar a las mujeres! ARCHIBALDO. - ¡Bah!, la única manera de tratara una mujer es hacerle el amor, si es bonita; o hacér-selo a otra mujer, si es fea. GRESFORD. - ¡Otra tontería! ARCHIBALDO. - Bueno; tampoco lo vamos adiscutir. ¿Y de tu hermano? ¿Qué le has dicho deese calaverón de Ernesto? GRESFORD.- ¡Oh!, antes de fin de semana piensoacabar con él. Diré que ha fallecido en París de unaapoplejía. Todos los días se está muriendo gente deapoplejía, ¿verdad? ARCHEBALDO.- Sí; pero la apoplejía es heredita-ria. Harías mejor en decir de una pulmonía fulmi-nante. GRESFORD.- ¿Estás seguro de que las pulmoníasfulminantes no son hereditarias? ARCHIBALDO.- ¡Segurísimo! GRESFORD. - Bueno; pues mi pobre hermanoErnesto ha fallecido de repente en París a conse-cuencia de una pulmonía fulminante. ¡Ya estoy librede él!

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    ARCHIBALDO. - Pero... ¿no dijiste que miss Mo-rris empezaba a interesarse demasiado por tu her-mano Ernesto? Va a tener un disgusto. GRESFORD.- ¡Bah!, eso no tiene importancia. Ce-cilia no es una niña romántica. Afortunadamente.Tiene un apetito magnífico, se da unos paseos tre-mendos y no presta la menor atención a sus estu-dios. ARCHIBALDO.- ¡Me gustaría conocer a Cecilia! GRESFORD.- Ya tendré yo buen cuidado de queno la conozcas. Es preciosa y acaba de cumplir losdieciocho años. ARCHIBALDO.- ¿Le dijiste a Susana que teníasuna pupila preciosa, que acababa de cumplir los die-ciocho? GRESFORD.- ¿Y a qué santo iba a decírselo? Ce-cilia y Susana serán seguramente grandes amigas. Teapuesto lo que quieras a que a la media hora de co-nocerse se llaman hermanas. ARCHIBALDO.- Sí, eso es lo que hacen siemprelas mujeres después que se han llamado otra por-ción de cosas. Ahora, hijo mío, si quieres que coja-mos mesa en Willis, hay que ir a vestirse. Son cercade las siete, y empiezo a tener apetito. GRESFORD.- ¡Cuándo no tendrás tú apetito!

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    ARCHIBALDO.- ¿Qué te parece que hagamosdespués de cenar? ¿Ir al teatro? GRESFORD. - ¡Oh, no! ¡No estoy con humor deoír nada! ARCHIBALDO.- Al club, entonces. GRESFORD. - Tampoco; no estoy con humor dehablar. ARCHIBALDO. - ¡Pues tú dirás qué hacemos! GRESFORD. - ¡Nada! ARCHIBALDO.- Eso es demasiado difícil. Yo nome siento con fuerzas.

    (Entra ESTEBAN.)

    ESTEBAN. - ¡Miss Susana!

    (Entra SUSANA. Sale ESTEBAN.)

    SUSANA. - ¡Archi, ten la bondad de volverte deespaldas! Tengo que decir algo en particular a místerGresford. ARCHIBALDO. - La verdad, Susana.... no sé sidebo...

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    SUSANA. - ¡Tú siempre echándotelas de inmoral!No eres bastante viejo para ello. (ARCHIBALDO seretira hacia la chimenea.) GRESFORD.- ¡Mi querida Susana! SUSANA. - ¡Ernesto, es posible que nunca seamosmarido y mujer! La cara que sacaba mamá me lohace temer. Son muy pocos los padres que hoy ha-cen caso de la opinión de sus hijos. El respeto queantiguamente se tenía a los jóvenes, casi ha des-aparecido. Yo, si alguna influencia tuve sobre ma-má, la perdí desde los tres años. Pero, aunque ellapueda impedirnos que lleguemos a ser marido ymujer y obligarme a que me case con otro, nada,nada podrá alterar el amor que siento por usted. GRESFORD.- ¡Querida Susana! SUSANA.- La historia tan romántica de su naci-miento, tal como me la ha contado mamá, con unaporción de comentarios desagradables, me ha con-movido hasta lo más íntimo. Su nombre de pila tie-ne para mi un hechizo irresistible. La sencillez delcarácter de usted me lo hace deliciosamente incom-prensible. Tengo la dirección de usted en Londres.¿Cuál es la del campo? GRESFORD.- Manor House, Woolton Her-tfordshire. (ARCHIBALDO, que ha estado escuchando

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    atentamente, toma nota de la dirección en un puño de la ca-misa. Luego, coge de una mesita una guía de ferrocarriles.) SUSANA.- Supongo que el servicio de correos serábueno, ¿verdad? No hay más remedio que hacer al-gún disparate. Claro que hay que pensarlo bien. Leescribiré a usted todos los días. GRESFORD. - ¡Amor mío! SUSANA. - ¿Hasta cuándo estará usted en Lon-dres? GRESFORD.- Hasta el lunes. SUSANA. - Perfectamente. Archi, ya puedes vol-verte. ARCHIBALDO. - Gracias; ya me he vuelto. SUSANA.- Haz el favor de llamar al timbre. GRESFORD.- ¿Me permite usted que la acompañehasta el coche? SUSANA. - Naturalmente. GRESFORD.- (A ESTEBAN que acaba de entrar.)Yo acompañaré a la señorita.

    (Salen GRESFORD y SUSANA. ESTEBAN presentaa ARCHIBALDO varias cartas en una bandeja. Puedesuponerse que son facturas, pues ARCHIBALDO, en

    cuanto lee los sobres las rompe)

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    ARCHIBALDO. - Mañana, Esteban, voy a bunbu-ryzar. ESTEBAN.- Bien, señorito. ARCHIBALDO. - Probablemente no estaré devuelta hasta el lunes. Prepara el maletín de siempre,mete el smoking, un traje de sport.. En fin, lo de cos-tumbre. ESTEBAN. - Bien, señorito.

    (Entra GRESFORD. Sale ESTEBAN.)

    GRESFORD.- ¡Qué muchacha tan sensible, tan in-teligente! La única muchacha que ha conseguido in-teresarme de veras. (ARCHIBALDO empieza a reírseinmoderadamente.) ¿Puede saberse qué es lo que tehace tanta gracia? ARCHIBALDO.- ¡Oh, nada! Que estoy un pocoinquieto a causa de ese pobre Bunbury. GRESFORD.- Si no tienes cuidado, ya verás cómoel tal Bunbury acaba por meterte en algún mal paso. ARCHIBALDO.- Me encantan los malos pasos.Son los únicos de que se sale bien. GRESFORD.- Una tontería más. Te pasas la vidadiciendo tonterías.

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    ARCHIBALDO. Como todo el mundo, hijo mío,como todo el mundo. (GRESFORD le lanza unamirada de indignación y sale. ARCHIBALDO enciendeun pitillo, se mira el puño de la camisa y sonríe.)

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    A C T O S E G U N D O

    Jardín de la quinta de míster Gresford. Una escali-nata de piedra gris conduce a la casa. El jardín, unjardín a la antigua, aparece lleno de rosas. Mes dejulio. Sillones de mimbre y una mesa atestada delibros, a la sombra de un tejo frondosísimo. MissPrism, sentada delante de la mesa. Al fondo, Cecilia,regando las flores.

    MISS PRISM. - (Llamándola.) ¡Cecilia! ¡Cecilia! ¿Nole parece que esa ocupación tan utilitaria de regar lasflores es más bien de incumbencia del jardinero?Sobre todo teniendo en cuenta los placeres intelec-tuales que están aguardándola a usted. Su gramáticaalemana está sobre la mesa. Tenga usted la bondad

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    de abrirla por la página 15. Vamos a repetir la lec-ción de ayer. CECILIA. - (Acercándose muy despacio.) ¡Pero si a míno me gusta el alemán! Es una lengua que no sientabien a nadie. Estoy segura de que después de la lec-ción de alemán parezco feísima. MISS PRISM.- Hija mía, ya sabe usted el interésque tiene su tutor en que usted reciba una educa-ción esmeradísima. Ayer, antes de marchar a Lon-dres, me recomendó muy especialmente el alemán.Sí, cada vez que se marcha a Londres me recomien-da con mucha insistencia la lección de alemán. CECILIA. - ¡El querido tío Juan es tan serio! A ve-ces está tan serio, que me parece que no debe desentirse bien... MISS PRISM.- Su tutor disfruta de una salud in-mejorable, y su gravedad es tanto más digna de ad-miración si se tiene en cuenta su relativa juventud.No conozco a nadie con sentido más alto de la res-ponsabilidad y del deber. CECILIA. - ¡Ah! Esa debe de ser la causa de quemuchas veces, cuando estamos juntos los tres, tengaesa cara de aburrimiento. MISS PRISM. - ¡Cecilia! Me sorprende oírla hablarasí. Míster Gresford tiene muchas cosas en qué pen-

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    sar, y no puede entregarse a frivolidades ociosas.Piense usted en la constante preocupación de que escausa su hermano, ese desgraciado joven... CECILIA.- El tío Juan debería permitir a ese des-graciado joven que viniese por aquí de cuando encuando. Podríamos ejercer sobre él una benéfica in-fluencia. Sí, estoy segura de que usted la ejercería,Miss Prism. Usted sabe alemán y geología, y esascosas deben influir mucho sobre un hombre. (Abresu diario y se pone a escribir en él.) MISS PRISM. - (Meneando dubitativamente la cabeza.)No creo que pudiera influir lo más mínimo en uncarácter que, según dice su mismo hermano, es deuna debilidad y de una inestabilidad irremediables.Ni me parece que, aun pudiendo, quisiera influir.Yo no apruebo esa manía moderna de convertir enbuenas a las malas personas, en un abrir y cerrar deojos. No; que cada cual coseche lo que sembró...Debería usted dejar ahora ese diario, Cecilia. Real-mente, no veo la necesidad de que lleve usted undiario. CECILIA.- Lo llevo para anotar los secretos mara-villosos de mi vida. Si no los apuntara, es casi se-guro que los olvidaría por completo.

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    MISS PRISM.- La memoria, mi querida Cecilia, esel diario que todos llevamos con nosotros. CECILIA.- Sí; pero generalmente, no registra másque las cosas que no han sucedido nunca, ni podíansuceder. Me parece que la memoria debe de ser laresponsable de todas esas novelas que se escribenhoy día. MISS PRISM.- No hable usted a la ligera de las no-velas, Cecilia. ¡Ay! Yo también escribí una en mijuventud. CECILIA.- ¿De verdad, miss Prism? ¡Cuidado quetiene usted talento! Supongo que no acabaría bien,¿eh? Detesto las novelas que acaban bien. Me en-tristecen horriblemente. MISS PRISM.- Los buenos acababan bien y losmalos eran castigados. Así lo requiere siempre lafábula. CECILIA.- ¿Sí? Pues es una injusticia. ¿Y publicóusted su novela? MISS PRISS.- ¡Ay, no! Desgraciadamente, el ma-nuscrito fue abandonado. (CECILIA se estremece.)Quiero decir que se extravió y no fue posible recu-perarlo. Bueno, hija mía; estas disquisiciones tienenmuy poco que ver con los estudios de usted.

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    CECILIA. - (Sonriendo.) Pero por allí veo venir alreverendo Ascot. MISS PRISM.- (levantándose y avanzando.) ¿El reve-rendo Ascot? ¡Qué alegría verle por aquí!

    (Entra el reverendo ASCOT.)

    ASCOT.- ¿Qué tal, qué tal vamos? Supongo quetodos bien, ¿verdad, miss Prism? CECILIA. - Precisamente miss Prism se quejaba,cuando llegó usted, de un poco de jaqueca. ¿Verdadque le sentaría bien dar una vueltecita con usted porel parque? MISS PRISM.- ¡Pero, Cecilia, yo no he dicho unasola palabra de jaqueca! CECILIA.- Sí, mi querida miss Prism; pero yo séque tiene usted un poco de jaqueca. Como que an-tes de que llegara el reverendo no pensaba en otracosa. Eso era justamente lo que no me dejaba pres-tar atención a la lección de alemán. ASCOT.- Espero, Cecilia, que no será usted unaniña desaplicada. CECILIA. - ¡Ay, sí, señor, mucho lo temo!

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    ASCOT.- Es raro. Si yo tuviera la suerte de ser undiscípulo de miss Prism, estaría siempre pendientede sus labios. MISS PRISM.- (Ruborizándose y abriendo mucho losojos.) ¿Eh? ASCOT.- Hablo metafóricamente. Una metáforatomada de las abejas. ¡Jem!... ¿Y míster Gresford, noha regresado todavía? MISS PRISM.- No lo esperamos hasta el lunes porla tarde. ASCOT.- ¡Ah, sí! Es verdad; no me acordaba quesuele pasar los domingos en Londres. Míster Gres-ford no es uno de los hombres que sólo piensan endivertirse, como, según parece, es ese infortunadojoven hermano suyo. Pero, en fin, no quiero distraerpor más tiempo a Egeria y su discípula. MISS PRISM.- ¿Egeria? Mi nombre es Leticia, mireverendo. ASCOT.- (Haciendo una pequeña reverencia.) Es unasimple alusión clásica, tomada de los autores paga-nos. ¿Tendré el gusto de verla a usted esta tarde enla oración? MISS PRISM.- ¿Y si diéramos ahora una vuelteci-ta? Me parece, en efecto, que tengo un poco de ja-queca, y quizá un paseíto me sentase bien.

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    ASCOT.- ¡Encantado, miss Prism, encantado! Po-demos ir hasta la escuela, y desde allí volver. MISS PRISM.- Muy bien pensado. Usted, entretan-to, Cecilia, me hará el favor de estudiar su lecciónde economía política. El capítulo sobre la baja de larupia puede usted saltarlo. Es demasiado sensacio-nal. Hasta estos problemas financieros tienen suparte melodramática. (Se aleja por el jardín en compañíadel reverendo ASCOT.) CECILIA. - (Cerrando los libros y tirándolos sobre lamesa.) ¡Al diablo la economía política! ¡Al diablo lageografía! ¡Al diablo el alemán!

    (Entra ANSELMO con una tarjeta sobre una bandeja.)

    ANSELMO. - Míster Ernesto Gresford acaba dellegar de la estación. Trae consigo el equipaje. CECILIA. - (Cogiendo la tarjeta y leyéndola.) "MísterErnesto Gresford, Albany, 4" ¡El hermano de tíoJuan! ¿Le ha dicho usted que el señor estaba enLondres? ANSELMO.- Sí, señorita. Y ha parecido muy con-trariado. Le dije entonces que usted y miss Prismestaban en el jardín, y ha contestado que tenía mu-

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    cho interés en hablar a solas con usted un mo-mento. CECILIA.- Dígale usted a míster Ernesto Gresfordque pase aquí. Y me parece que no estaría de másque encargase al ama de llaves que fuesen prepa-rando el cuarto. ANSELMO. - Se hará lo que manda la señorita.(Sale.) CECILIA. - ¡Ay! Todavía no he conocido a ningúnmal sujeto de veras. Casi me siento asustada. ¿Y sise parece a todos los demás hombres? (EntraARCHIBALDO muy resuelto y satisfecho.) ¡Y se pare-ce! ARCHIBALDO. - (Descubriéndose.) Usted es mi pri-mita Cecilia, si no me equivoco. CECILIA.- No, señor, no se equivoca usted. Aun-que estoy bastante crecida para mi edad, soy su pri-mita Cecilia. Usted, ya he visto por su tarjeta, que esel hermano de mi tío Juan, mi primo Ernesto, elperdido de mi primo Ernesto. ARCHIBALDO. - ¿Perdido yo? No, no, prima Ce-cilia. No vaya usted a pensar que yo soy un perdido. CECILIA.- Pues si no lo es, nos ha estado ustedengañando a todos del modo más imperdonable.Supongo que no habrá usted llevado una doble

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    existencia, echándoselas de perdido y siendo luegouna persona decente, ¿eh? Eso sería una hipocresía. ARCHIBALDO.- (Mirándola estupefacto.) ¡Caramba,caramba!... Sí, la verdad es que he sido un pocoaturdido. CECILIA. - Celebro saberlo. ARCHIBALDO.- Sí; ahora que me hace usted pen-sar en ello, comprendo que he sido una pequeñacalamidad. CECILIA.- No creo que sea un motivo para enva-necerse; aunque, seguramente, debió de ser muyagradable para usted. ARCHIBALDO. - Mucho más agradable es estaraquí con usted. CECILIA.- Lo que no comprendo es por qué estáusted aquí. El tío Juan no estará de regreso hasta ellunes por la tarde. ARCHIBALDO. - ¡Qué contrariedad! Precisa-mente tengo que irme en el primer tren de la maña-na del lunes. Tengo una cita de negocios quesentiría muchísimo... no perder. CECILIA.- ¿Y no podría usted perderla en otro si-tio que en Londres? ARCHIBALDO.- No; la cita es en Londres.

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    CECILIA.- Sí, ya sé lo importante que es no acudira una cita de negocios si se quiere conservar ciertosentido de la belleza de la vida; pero, no obstante,creo que haría usted mejor en aguardar al regresodel tío Juan. Sé que desea hablar con usted de suemigración. ARCHIBALDO.- ¿De la emigración de quién? CECILIA.- De quien va a ser; de usted. Ha ido aLondres a comprarle el equipo. ARCHIBALDO.- ¿El equipo? Por nada del mundole dejaría yo a Juan comprarme el equipo. Es de ungusto lamentable, sobre todo en cuestión de cor-batas. CECILIA.- ¿Y qué falta le van a usted a hacer lascorbatas en Australia? ARCHIBALDO. - ¿Australia? ¡Antes la muerte! CECILIA.- Pues el otro día, el miércoles por la no-che, dijo en la mesa que tendría usted que elegir en-tre el otro mundo y Australia. ARCHIBALDO.- ¡Ah, no, no! Las noticias que herecibido de Australia y del otro mundo no son paraanimar a nadie. Me contento con este mundo, primaCecilia; es bastante bueno para mí. CECILIA.- Sí; pero y usted, ¿es bastante buenopara él?

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    ARCHIBALDO.- ¡Ay! Temo que no. Por eso quie-ro que usted me ayude a mejorar. Usted podría ha-cer de esto su misión en la tierra, prima Cecilia. CECILIA. - Me parece que no me queda tiempoesta tarde. ARCHIBALDO. - Bueno; ¿prefiere usted entoncesque me mejore yo mismo? CECILIA.- Un poco quijotesco sería; pero debíausted probar. ARCHIBALDO. - Probaré. Ya me siento mejor. CECILIA.- Pues tiene usted peor cara. ARCHIBALDO. - Es que tengo hambre. CECILIA. - ¡Qué cabeza la mía! ¡No haber pensa-do que cuando uno se dispone a emprender unavida completamente nueva se necesita una alimen-tación abundante y sana! ¿Quiere usted que entre-mos? ARCHIBALDO. - Gracias. ¿Podría usted darmeantes una flor para el ojal? Es condición indispensa-ble de mi apetito la flor en el ojal. CECILIA.- (Cogiendo unas tijeras.) ¿Una mariscalNiel? ARCHIBALDO.- No; preferiría una rosada. CECILIA. - (Cortando una rosada.) ¿Por qué?

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    ARCHIBALDO.- Porque parece usted una rosarosada, prima Cecilia. CECILIA.- No creo que esté bien que me hableusted así. Miss Prism jamás me dice esas cosas. ARCHIBALDO. - Porque será vieja y miope.(CECILIA le coloca la rosa en el ojal.) Es usted la mu-chacha más bonita que he visto en mi vida. CECILIA.- Miss Prism dice que la belleza es unacelada. ARCHIBALDO.- Una celada en que todo hombresensato desearía caer. CECILIA. - ¡Oh! A mí no me gustaría que cayeseen la mía un hombre sensato. No sabría de qué ha-blar con él. (Entran en la casa. Aparecen por un lado MISSPRISM y el reverendo ASCOT.) MISS PRISM.- Está usted demasiado solo, mi reve-rendo. Debería usted casarse. Pase que haya misán-tropos, ¡pero un mujerántropo! ASCOT. - (Con un estremecimiento de humanista.) Crea,usted, miss Prism, que no merezco un neologismosemejante. Lo mismo el precepto que la práctica dela iglesia primitiva eran contrarios al matrimonio. MISS PRISM.- (Sentenciosamente.) Esa es eviden-temente la razón de que la iglesia primitiva no hayallegado hasta nuestros días. Y usted, amigo mío,

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    parece no darse cuenta de que un hombre que seempeña en permanecer soltero acaba por convertir-se en una verdadera tentación pública. ASCOT.- ¿Pero es que un hombre casado no resul-ta tan tentador como un soltero? MISS PRISM.- Ningún hombre casado resulta ten-tador, como no sea para su mujer. ASCOT.- Y muchas veces, según me han dicho, nisiquiera para su mujer. MISS PRISM. - Eso depende de la capacidad desimpatía intelectual que tenga la mujer. Por eso sedebe escoger una mujer de edad madura en la quepoder confiar, capaz de entenderle a uno. Las jóve-nes siempre resultan verdes. ASCOT. - (Con un estremecimiento.) ¿ Cómo? MISS PRISM.- Hablo metafóricamente. Una metá-fora tomada de la horticultura. Pero ¿dónde estaráCecilia? (Entra GRESFORD lentamente por el foro.Viene vestido de luto riguroso, con una gasa en el sombrero, yguantes negros.) ¡Míster Gresford! ASCOT.- ¿Míster Gresford? MISS PRISM.- Esto es realmente una sorpresa. Nole esperábamos a usted hasta el lunes por la tarde.

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    GRESFORD.- (Estrechando la mano a Miss Prism conun ademán trágico.) He vuelto antes de lo que espera-ba. ¿Qué tal, mi reverendo, sigue usted bien? ASCOT.- Espero, míster Gresford, que ese airesombrío no significará ninguna desgracia... GRESFORD.- ¡Mi hermano! MISS PRISM.- ¿Alguna extravagancia? ¿Deudas?... ASCOT.- ¿Siempre en su vida de disipación? GRESFORD. - (Sacudiendo la cabeza.) ¡Ha muerto! ASCOT.- ¿Que su hermano Ernesto ha muerto? GRESFORD. - ¡Por completo! MISS PRISM.- ¿Qué lección para él? Espero que leaprovechará. ASCOT.- ¡Mi Más sincero pésame, míster Gres-ford! Le queda a usted por lo menos el consuelo desaber que fue usted el más generoso y solícito de loshermanos. GRESFORD. - ¡Pobre Ernesto! Tenía muchos de-fectos, pero es un golpe tremendo. ASCOT. - Realmente tremendo. ¿Asistió a sus últi-mos momentos? GRESFORD.- No. Murió en el extranjero; en Pa-rís. Lo supe anoche por un telegrama que me pusoel director del Grand Hotel.ASCOT.- ¿Decía la causa de la muerte?

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    GRESFORD.- Una pulmonía fulminante, segúnparece. MISS PRISM.- Cada cual cosecha lo que siembra ASCOT. - (Levantando la mano.) ¡Caridad, queridamiss Prism, caridad! No hay nadie perfecto. Y mis-mo, por ejemplo, tengo una debilidad por el ajedrez.¿Y el entierro, se verificará aquí? GRESFORD.- No. Parece ser que manifestó ex-presamente su voluntad de ser enterrado en París. ASCOT.- ¿En París? (Meneando la cabeza.) ¡A temoque esa disposición no sea buen indicio de su estadode ánimo en los últimos momentos! Sin duda ustedquerrá que en mi plática del domingo haga algunaligera alusión a esta desgracia doméstica ¿verdad,míster Gresford? Cuente usted conmigo(GRESFORD le estrecha la mano convulsivamente.). Misermón sobre el sentido del maná en el desiertopuede adaptarse a casi todas las situaciones, gozosaso, como en el caso actual, aflictivas. (Suspiro general.)Lo he pronunciado ya un sinnúmero de veces, enbautizos, confirmaciones, días de penitencia, díasfestivos... La última vez fue en la catedral comosermón de caridad, en favor de la Junta preventivadel descontento entre las clases altas. Al obispo, que

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    estaba presente, le causaron gran impresión algunasde mis comparaciones. GRESFORD. - ¡Ah, a propósito, ahora que re-cuerdo. Usted sabrá bautizar, ¿verdad, mi reveren-do? ( reverendo ASCOT le mira con estupefacción.)Quiero decir que usted bautiza muy a menudo, ¿noes eso? MISS PRISM.- Siento decir que es uno de los másconstantes deberes del reverendo en esta parroquia.Yo he intentado varias veces hablar de la cuestión alas clases necesitadas; pero todo ha sido inútil. Notienen la menor noción de lo que es la economía. ASCOT.- Pero ¿se trata de algún niño que le inte-resa a usted particularmente, míster Gresford? Suhermano, si no me engaño, era soltero, ¿verdad? GRESFORD. - ¡Sí, sí, soltero! MISS PRISM. - (Amargamente.) Los hombres queno viven más que para divertirse suelen permanecersolteros. GRESFORD.- Pero no se trata de ningún niño, mireverendo. No; el caso es que esta misma tarde, sino tiene nada que hacer, desearía que me bautizasea mí. ASCOT.- ¿Pero seguramente, míster Gresford, es-tará usted ya bautizado?

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    GRESFORD. - ¡La verdad, no recuerdo! ASCOT.- Pero ¿es que tiene usted alguna dudarespecto a ello? GRESFORD.- Me parece que sí. Por lo menos notengo la seguridad. Ahora usted me dirá si hay algoque me impida hacerlo. Acaso la edad... ASCOT. - No, no, en absoluto. La aspersión yhasta la inmersión de los adultos es perfectamentecanónica. GRESFORD. - ¡La inmersión! ASCOT. - ¡Oh, no se inquiete usted! Con la asper-sión bastará. ¡El tiempo está tan inseguro! ¿A quéhora desea usted que tenga lugar la ceremonia? GRESFORD.- A las cinco, si a usted le parece. ASCOT.- ¡Perfectamente, perfectamente! (Sacandoel reloj.) Ahora, mi querido míster Gresford, voy adejarle a usted que llore su desgracia a solas. Sinembargo, no se deje abatir demasiado por el dolor.Lo que a veces se nos antojan pruebas durísimasson bendiciones disfrazadas. MISS PRISM.- Ésta me parece a mí una bendiciónsin el menor disfraz.

    (Entra CECILIA, que viene de la casa.)

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    CECILIA.- ¡Tío Juan! ¡Tío Juan! ¡Cuánto me alegrode que esté usted de vuelta! Pero ¡qué traje tan lú-gubre se ha puesto usted! ¡Vaya usted a mudarse! MISS PRISM.- ¡Cecilia! ASCOT.- ¡Hija mía! ¡Hija mía! (CECILIA se dirigehacia GRESFORD. Éste la besa melancólicamente enfrente.) CECILIA.- ¿Qué ocurre, tío Juan? Vamos, pongausted una cara más alegre. Parece como si tuvierausted dolor de muelas. ¡Si supiera usted la sorpresaque le aguarda! ¿Quién cree usted que está en elcomedor? ¡Su hermano! GRESFORD. - ¿Quién? CECILIA.- Su hermano Ernesto. Hará media horaque llegó. GRESFORD. - ¡Qué disparate! Yo no tengo nin-gún hermano. CECILIA. - ¡Oh, no diga usted que no! Por malque se haya portado con usted en el pasado, no poreso deja de ser su hermano. No es posible que tengausted tan poco corazón que vaya a renegar de él.Voy a decirle que venga, y se reconciliarán ustedesverdad, tío Juan? (Echa a correr hacia la casa.) ASCOT. - ¿Agradable sorpresa, eh?

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    MISS PRISM.- Después de habernos todos resig-nado a su pérdida, esa reaparición me parece deso-ladora. GRESFORD.- ¿Que mi hermano está en el come-dor? ¿Qué querrá decir todo esto? ¡Absurdo, absur-do! (Entran ARCHIBALDO y CECILIA, cogidos de lamano, y avanzan muy despacio hacia GRESFORD.)¡Santo cielo! (Se apresura a separar a ARCHIBALDOde CECILIA.) ARCHIBALDO. - Hermano Juan, he venido deLondres exclusivamente para decirte que estoy arre-pentido de todas las molestias y disgustos que te heproporcionado y la decisión que he tomado decambiar de género de vida en lo sucesivo.(GRESFORD le mira con ojos furibundos, sin tomar lamano que ARCHIBALDO le tiende.) CECILIA.- ¡Tío Juan! No irá usted a rehusar lamano de su propio hermano. GRESFORD. - ¡Por nada del mundo estrecharéesa mano! Su venida aquí me parece un insulto. ¡Élsabe de sobra por qué! CECILIA. - ¡No sea usted rencoroso, tío Juan! To-do el mundo tiene alguna buena cualidad. Precisa-mente, Ernesto acaba de hablarme de un amigosuyo muy achacoso, el pobre Bunbury, a quien va a

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    ver muy a menudo. Y no cabe duda de que algobueno debe de haber en un hombre capaz de aban-donar las diversiones de Londres para sentarsejunto al lecho de un amigo enfermo. GRESFORD. - ¡Ah! ¿Conque te ha estado hablan-do de Bunbury? CECILIA.- Sí, me ha estado contando lo mal queestá ese pobre señor. GRESFORD.- ¡Bunbury! Bueno; pues de aquí enadelante te aseguro que no te hablará más de Bun-bury ¡ni de nada!... ¡Es para volverse loco! ARCHIBALDO. - (Con acento grave y emocionado.)Reconozco que todas las culpas son mías; pero de-bo confesar también que este desvío de mi queridohermano Juan me es particularmente penoso. Yoesperaba un recibimiento más efusivo, más cordial...Sobre todo, teniendo en cuenta que es la primeravez que yo vengo aquí. CECILIA. - (Con tono de autoridad.) ¡Tío Juan, si nole da usted la mano inmediatamente a su hermanoErnesto, no se lo perdonaré en mi vida! GRESFORD.- ¿Que no me perdonarás? CECILIA. - ¡En la vida!

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    GRESFORD. - Bueno; es la última vez que lo ha-go. (Le da la mano a ARCHIBALDO, mirándole conojos centelleantes.) ASCOT. - ¡Qué agradable es ver una reconciliacióntan perfecta!, ¿verdad? Creo que haríamos bien endejar solos a los dos hermanos.MISS PRISM. - Cecilia, tenga la bondad de acom-pañarnos. CECILIA.- Con mucho gusto, miss Prism. Mi tra-bajo de reconciliación ha terminado. ASCOT.- Ha llevado usted a cabo una acción muyhermosa, hija mía. MISS PRISM.- No seamos prematuros en nuestrojuicios. (Salen todos, excepto GRESFORD y ARCHIBALDO.) GRESFORD. - (Acercándose a ARCHIBALDO conaire amenazador.) Oye, grandísimo fresco, vas a ha-cerme el favor de irte inmediatamente. ¡A bunbu-ryzar a otra parte!

    (Entra ANSELMO.)

    ANSELMO.- He puesto las cosas del señorito Er-nesto en la alcoba contigua a la del señor. ¿Está bienasí?

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    GRESFORD.- ¿Qué? ANSELMO.- Me refiero al equipaje del señoritoErnesto. Lo he desempaquetado todo y lo hepuesto en la alcoba contigua a la del señor. GRESFORD.- ¿Su equipaje? ANSELMO.- Sí, señor. Tres maletas, un estuchetocador, dos sombreros y una cesta grande de me-rienda. ARCHIBALDO.- Sí, creo que no podré estar convosotros más de una semana. GRESFORD.- Anselmo, que enganchen el cocheinmediatamente. El señorito Ernesto ha recibido unaviso que le obliga a regresar esta misma tarde aLondres.

    (ANSELMO saluda y vase.)

    ARCHIBALDO. - ¡Cuidado que eres embustero,Juan Yo no he recibido ningún aviso. GRESFORD.- Sí has recibido. ARCHIBALDO. - Pues no me he enterado. GRESFORD.- Tu deber de caballero te llama aLondres con urgencia. ARCHIBALDO.- Mi deber de caballero nunca hatenido nada que ver con mis diversiones.

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    GRESFORD.- Ya lo veo. No necesitas jurármelo. ARCHIBALDO. - Además, Cecilia es preciosa. GRESFORD.- ¡Te prohibo que hables así de missMorris! No me hace la menor gracia. ARCHIBALDO. - Bueno; tampoco me hace graciaa mí ese traje absurdo que te has puesto. Te aseguroque estás de lo más ridículo. ¿Por qué no vas a mu-darte? Resulta pueril estar de luto por un hombreque se va a pasar una semana en tu casa en calidadde huésped. Hasta grotesco resulta. GRESFORD. - Puedes tener la seguridad de queno pasarás aquí una semana, ni mucho menos. En eltren de las cuatro y cinco sales para Londres. ARCHIBALDO.- En manera alguna puedo irmedejándote de luto. Sería una falta de cariño. Me pa-rece que si yo estuviera en tu lugar, tampoco tú teirías dejándome tan afligido, ¿verdad? Te aseguroque no estaría nada bien. GRESFORD. - Bueno; ¿te irás si me cambio detraje? ARCHIBALDO.- Sí, con tal de que no tardes de-masiado. No conozco a nadie que tarde tanto envestirse, y con tan escaso resultado. GRESFORD.- Hijo mío, eres de una presunciónridícula. Y tu conducta conmigo es un insulto, y tu

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    presencia en mi jardín, el colmo de lo absurdo.Vuelvo a repetirte que en el tren de las cuatro y cin-co saldrás para Londres. ¡Buen viaje! Este bunbu-rysmo, como tú dices, no ha sido un gran éxito quedigamos. (Entra en la casa.) ARCHIBALDO.- ¡Pues no sé qué más éxito iba aser! ¡Me he enamorado de Cecilia, que era lo esen-cial! (Entra CECILIA por el fondo del jardín. Coge laregadera y se pone a regar las flores.) Pero es preciso quela vea antes de irme y que nos pongamos de acuer-do para otra excursión bunburysta. ¡Ah, aquí está! CECILIA. - ¡Oh! No he venido más que a regarestas rosas. Creía que estaba usted con el tío Juan. ARCHIBALDO.- Se ha ido a decir que enganchenel coche. CECILIA.- ¡Ah! ¿Va a llevarle a usted a dar unvuelta? ARCHIBALDO.- ¡Va a llevarme a la estación! CECILIA.- ¿A la estación? Entonces, ¿vamos atener que separarnos? ARCHIBALDO.- Así parece. ¡Qué horrible sepa-ración! CECILIA. - Siempre es penoso separarse de losamigos recientes. La ausencia de los antiguos puedesobrellevarse con cierta ecuanimidad; pero la sepa-

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    ración, por momentánea que sea, de una personaque se acaba de conocer, resulta casi insoportable. ARCHIBALDO. - Gracias, prima Cecilia, gracias.

    (Entra ANSELMO.)

    ANSELMO.- El coche espera a la puerta, señori-to.(ARCHIBALDO lanza a CECILIA una mirada desúplica.) CECILIA.- Que espere, Anselmo..., cinco minuto(ANSELMO saluda y vase.) ARCHIBALDO. - Espero, Cecilia, que no se ofen-der usted si le digo con toda franqueza y sin rodeosque me parece usted, por todos conceptos, la per-fección absoluta en persona. CECILIA.- Esa franqueza le honra a usted, Er-nesto. Si no tiene usted inconveniente, voy a anotaren mi diario esa observación. (Se dirige a la mesa póne-se a escribir en el diario.) ARCHIBALDO.- ¿Cómo? ¿Lleva usted realmenteun diario? Daría cualquier cosa por echarle unaojeada ¿Me lo permite usted?CECILIA. - ¡Oh, no, de ningún modo! (Tapando elcuaderno con la mano.) Usted comprenderá que estono es más que una relación de los pensamientos e

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    impresiones de una muchacha y, como tal, destina-do a la publicación. Espero que, cuando aparezca envolumen, comprará usted un ejemplar, ¿verdad?Pero tenga usted la bondad de proseguir, Ernesto.Me encanta escribir al dictado. Estábamos en lo de“perfección absoluta”. Puede usted continuar. ARCHIBALDO. - ¡Jem! ¡Jem! CECILIA. - ¡Oh, nada de toser, Ernesto! Cuandose dicta debe uno hablar de corrido y sin toser.Además, no sé cómo se escribe la tos. (Va escribiendoa medida que habla ARCHIBALDO.)ARCHIBALDO. - (Hablando muy de prisa.) Cecilia,desde que vi por primera vez su maravillosa e in-comparable belleza, me he atrevido a amarla a ustedlocamente, apasionadamente, desesperadamente. CECILIA.- No creo que deba usted decirme queme ama locamente, apasionadamente, desesperada-mente. ¿No le parece a usted que ese desesperada-mente carece, por decirlo así, de sentido? ARCHIBALDO. - ¡Cecilia!

    (Entra ANSELMO.)

    ANSELMO. - Señorito, el coche está preparado.

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    ARCHIBALDO. - Dígale usted que vuelva la se-mana próxima, a la misma hora. ANSELMO. - (Después de mirar a CECILIA, que per-manece impasible.) Muy bien, señorito. CECILIA.- Me parece que al tío Juan no le harámucha gracia saber que piensa usted quedarse hastala semana próxima, a la misma hora. ARCHIBALDO.- ¡Bah, me tiene sin cuidado Juan!Ya no me importa más ser en el mundo que usted.La adoro a usted, Cecilia. ¿Quiere usted ser mi mu-jer? CECILIA. - ¡Tonto! ¡Pues claro que sí! ¡Como quehace tres meses que tenemos relaciones! ARCHIBALDO. - ¿Tres meses? CECILIA.- Sí, el jueves hará los tres meses justos. ARCHIBALDO. - Pero... ¿y cómo es que hemostenido relaciones? CECILIA.- Pues muy sencillo. Desde que el tíoJuan nos dijo que tenía un hermano que era un per-dido, usted, como es natural, se convirtió en el temade mis conversaciones con miss Prism. No hacefalta decir que un hombre del que se habla tanto,acaba siempre por resultar atractivo. El caso es que,locura o no, me enamoré de usted, Ernesto.

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    ARCHIBALDO. - ¡Amor mío! ¿Y qué día empeza-ron nuestras relaciones? CECILIA.- El 14 de febrero pasado fue cuando sedeclaró usted. Desesperada por la absoluta ignoran-cia en que estaba usted de mi existencia, decidí con-cluir de un modo o de otro, y después de una largalucha conmigo misma, le dije a usted que sí debajode este árbol. Al día siguiente compré este anillo ennombre de usted, y ésta es la pulsera que le prometíno quitarme nunca. ARCHIBALDO.- ¿Y fui yo quien se la dio a us-ted?. Es muy bonita, ¿verdad? CECILIA. - ¡Ah, si usted tiene muy buen gustoErnesto! Yo, es la excusa que siempre he dado a lamala vida que llevaba usted. Y aquí está la caja enque conservo todas sus cartas. (Se arrodilla en la silla,abre la caja y enseña las cartas, atadas con un cinta azul.) ARCHIBALDO.- ¿Mis cartas? ¡Pero mi adoradaCecilia, si yo no le he escrito a usted ninguna carta. CECILIA.- No necesita usted recordármelo, Er-nesto. De sobra sé que me las he tenido que escribiryo misma. Tres veces por semana; sin contar lasextraordinarias. ARCHIBALDO.- ¿Me deja usted que las lea, Ceci-lia?

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    CECILIA. - ¡Imposible! Se volvería usted demasia-do vanidoso. (Volviendo a guardarlas en la caja.) Lastres que me escribió usted después que reñimos sontan hermosas, y con tal mala ortografía, que hoymismo no puedo leerlas sin llorar un poco. ARCHIBALDO. - ¿Pero es que reñimos algunavez? CECILIA. - Naturalmente. El 22 de marzo. Aquípuede usted verlo, si quiere. (Enseñándole el diario.)“Hoy, ruptura de relaciones con Ernesto. Com-prendo que es necesaria. El tiempo continúa her-mosísimo.” ARCHIBALDO. - Pero ¿por qué fue esa riña?¿Qué había hecho yo? ¡Si yo no había dado el me-nor motivo! La verdad, Cecilia, me disgusta en ex-tremo saber que reñimos. Sobre todo haciendo untiempo tan hermoso. CECILIA.- ¿Usted no sabe que no puede haber re-laciones formales sin una riña, por lo menos? Peroyo le perdoné a usted antes de acabar la semana. ARCHIBALDO.- (Arrodillándose delante de CECI-LIA.) ¡Es usted un ángel, Cecilia! CECILIA. - ¡Y usted, qué romántico, Ernesto!(ARCHIBALDO le besa una mano. Ella le acaricia los

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    cabellos.) Supongo que este ondulado será natural,¿verdad? ARCHIBALDO.- Sí, amor mío; con una pequeñaayuda ajena. CECILIA. - ¡Cuánto me alegro! ARCHIBALDO. - ¿Verdad que no volverá usted aromper nuestras relaciones, Cecilia? CECILIA.- ¿A qué santo, ahora que nos hemosconocido?... Además, hay que tener en cuenta elnombre... ARCHIBALDO.- ¿El nombre? CECILIA.- No se ría usted de mí; pero el caso esque siempre fue mi sueño dorado tener un novioque se llamase Ernesto. (ARCHIBALDO se pone depie.) No sé qué tiene este nombre, que me fascina.Todos los demás, a su lado, me parecen feos. Com-padezco a las infelices cuyos maridos no se llamanErnesto. ARCHIBALDO. - Pero, querida Cecilia, ¿no que-rrá usted decir que no podría quererme si me llamasde otro modo? CECILIA.- ¿Cómo? ¡A ver! ARCHIBALDO. - ¡Qué sé yo!... Archibaldo, porejemplo... CECILIA. - ¿Archibaldo? ¡Qué horror!

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    Archibaldo. - Pues no sé, amor mío, qué tiene ustedque objetar al nombre de Archibaldo. Es un nom-bre precioso, aristocrático, nada común. Sí, nadacomún. Y suena un poco a tiempos pasados. ¡Ar-chibaldo!... Pero, en serio, Cecilia; si mi nombre fue-ra Archibaldo, ¿no podría usted seguirqueriéndome? CECILIA.- Podría respetarle a usted, Ernesto; po-dría admirar su carácter; pero quererle..., la verdad,creo que no me sería posible... ARCHIBALDO. - ¡Jem! Cecilia (Cogiendo su sombre-ro), el párroco de aquí, supongo que estará al co-rriente de todas las prácticas y ceremonias de laiglesia, ¿verdad?... CECILIA.- ¡Oh, el reverendo Ascot es un verdade-ro sabio! Figúrese que todavía no ha escrito ningúnlibro. ARCHIBALDO. - Necesito verle enseguida. Setrata de un asunto importantísimo. CECILIA.- ¿Sí? ARCHIBALDO. - Dentro de media hora estoy devuelta. CECILIA. - Teniendo en cuenta que somos noviodesde el 14 de febrero, y que acabo de conocerle no

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    me parece demasiado tiempo media hora. ¿No po-dría usted reducirlo a veinte minutos? ARCHIBALDO.- ¡Qué veinte minutos! ¡Vuelvo alinstante! (Da un beso a CECILIA Y se aleja corriendopor el jardín.) CECILIA. - ¡Qué impetuosidad! ¡Y qué pelo tanbonito tiene! Voy a apuntar su declaración en midiario.

    (Entra ANSELMO.)

    ANSELMO.- Miss Bracknell pregunta por místerGresford. Se trata de una cuestión de suma impor-tancia, según parece. CECILIA.- ¿No está míster Gresford en la biblio-teca? ANSELMO.- El señor salió hace un rato en direc-ción a la parroquia. CECILIA. - Diga usted a esa señorita que paseaquí. Seguramente el señor no tardará en volver. Ysirva usted el té. (ANSELMO saluda y vase.) ¡MissBracknell! Sin duda una de esas señoras ancianas deLondres que se ocupan con el tío Juan en obras fi-lantrópicas.

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    (Entra ANSELMO.)

    ANSELMO. - ¡Miss Bracknell!

    (Entra SUSANA. Sale ANSELMO.)

    CECILIA.- (Adelantándose hacia ella.) Permítameusted que me presente yo misma: Cecilia Morris. SUSANA. - ¿Cecilia Morris? (Ambas se dan un apre-tón de manos.) ¡Un nombre precioso! Presiento quevamos a ser grandes amigas. Me es usted extra-ordinariamente simpática. Yo nunca me engaño enmis primeras impresiones. CECILIA.- Es usted muy amable en tenerme esasimpatía que dice, dado el poco tiempo, relativa-mente, que nos conocemos. Tenga usted la bondadde sentarse. SUSANA.- (Aún en pie.) ¿No tiene usted incon-veniente en que la llame Cecilia, verdad? CECILIA. ¡Encantada! SUSANA.- ¿Y usted me llamará siempre Susana noes cierto? CECILIA.- Si usted quiere... SUSANA. - Entonces, todo está ya arreglado, ¿noes eso?

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    CECILIA.- Así parece. (Una pausa. Siéntanse a am-bas, una junto a la otra.) SUSANA.- Quizá sea éste el momento de expli-carle quién soy. Mi padre es lord Bracknell. Supon-go que usted no habrá oído hablar nunca de él,¿verdad? CECILIA.- No creo... SUSANA.- Fuera de la familia, papá es poco cono-cido. ¡Afortunadamente! El hogar es la verdaderaesfera del hombre, ¿no le parece a usted?... Cecilia,mamá, que tiene respecto a educación ideas muyseveras, me ha enseñado a ser sumamente corta devista. Esto forma parte de su sistema. ¿Le molestaríaa usted que la mirase con mis impertinentes? CECILIA.- ¡Oh, en absoluto, Susana! A mí meagrada mucho que me miren. SUSANA. - (Después de examinar atentamente aCECILIA con sus impertinentes.) Y qué, ¿ha venidousted aquí de visita, no es eso? CECILIA.- No. Vivo aquí. SUSANA. - (Con cierta severidad.) ¿De veras? Sin du-da a su madre, o alguna parienta de edad, residetambién aquí... CECILIA. - ¡Oh, no! No tengo padre; ni, en reali-dad, ningún pariente.

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    SUSANA.- ¿Es posible? CECILIA.- Mi querido tutor, con ayuda de misPrism, es quien se ocupa de mí. SUSANA. - ¿Su tutor? CECILIA.- Sí, Mi tutor: míster Gresford. SUSANA.- ¡Ah!, es raro que no haya dicho nuncaque tenía una pupila. ¡Qué reservado! Por momen-tos se hace más interesante. Sin embargo, no creoque la noticia me regocije demasiado. (Poniéndose enpie y acercándose más a ella.) Mi querida Cecilia: me esusted extraordinariamente simpática; me lo fue us-ted desde el primer momento; pero debo confesarque ahora que sé que es usted pupila de místerGresford, no me desagradaría que fuese usted unpoco menos joven... y de apariencia menos atracti-va. Realmente, si puedo expresarme con franqueza... CECILIA.- ¡No faltaba más! Siempre que se tienealgo desagradable que decir, debe uno hablar confranqueza. SUSANA.- Bueno; pues para hablar con toda fran-queza, Cecilia, no me desagradaría que tuviese ustedcuarenta y dos cumplidos, y fuera más fea de lo quese suele ser a esa edad. Ernesto tiene un espíritumuy recto. Es la verdad y el honor personificados.La infidelidad le sería tan imposible como la desilu-

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    sión. Pero hasta los caracteres más nobles y honra-dos son sensibles a los encantos físicos. La historiamoderna, lo mismo que la antigua, nos ofrece unaporción de lamentables ejemplos de lo que digo.Como que si no fuera así, la Historia resultaríacompletamente ilegible. CECILIA.- Usted perdone, Susana. ¿Dijo usted Er-nesto? SUSANA. Sí. CECILIA. ¡Ah!; pero mi tutor no es míster ErnestoGresford, sino su hermano..., su hermano mayor. SUSANA. - (Sentándose de nuevo.) ¡Ernesto nunca meha dicho que tuviera hermano! CECILIA.- Siento decir que durante mucho tiem-po no han estado en buenas relaciones. SUSANA. - ¡Ah, eso lo explica todo! Me ha quita-do usted un peso de encima, Cecilia. Estaba yapreocupada. Hubiera sido terrible que una amistadcomo la nuestra se empañase, ¿verdad?... Enton-ces.... ¿está usted segura, completamente segura, deque su tutor no es míster Ernesto Gresford? CECILIA. ¡Segurísima! (Una pausa.) Como que másbien me parece que voy a ser yo su tutora. SUSANA.- ¿Cómo ha dicho usted?

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    CECILIA. - (Un tanto tímida y confidencialmente) Miquerida Susana: yo no quiero tener secretos parausted. Seguramente el periódico de la localidad dé lanoticia uno de estos días. Míster Ernesto Gresford yyo somos novios y nos casaremos muy en breve. SUSANA. - (Muy cortésmente, levantándose.) queridaCecilia: aquí debe de haber algún pequeño error.Míster Gresford ha pedido mi mano. La noticia apa-recerá en el Morning Post del sábado, a más tardar. CECILIA. – (Levantándose también, y también con grancortesía.) Temo que esté usted equivocada, Susana.Ernesto se me ha declarado hace diez minutos jus-tos. (Enseña el diario.) SUSANA.- (Examina con atención el diario a través desus impertinentes.) No cabe duda que es curioso. Ayertarde, a las cinco y media en punto, me preguntó amí si quería ser su mujer. Si quiere usted asegurarsedel hecho, puede examinar mi diario (Sacándolo de subolso de mano.) Siempre viajo con él. Para leer en eltren hacen falta cosas muy emocionantes. Lo sientomucho, querida Cecilia, si es que supone para ustedalgún disgusto; pero como usted ve, mi derecho esanterior. CECILIA. - También a mí me apenaría infinitoquerida Susana, causarle algún trastorno físico o

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    moral; pero me veo obligada a observar que desdeque Ernesto se declaró a usted, pudo muy bien ha-ber cambiado de idea. SUSANA.- (Con aire reflexivo.) Si el pobre se dejadocoger en la trampa de una promesa, hecha inconsi-deradamente, mi deber es sacarle de ella con manofirme. CECILIA.- (Pensativa y melancólicamente.) Sea cualessean los disparates que el desdichado haya podidocometer antes, yo nunca se los echaré en cara des-pués de casados. SUSANA.- ¿Se refiere a mí en eso de disparates,miss Morris? La encuentro a usted muy atrevida. Enuna ocasión como ésta es más que un deber decir loque se piensa; es un gusto. CECILIA. - ¿Quiere usted decir que yo he cogidoen una trampa a Ernesto, miss Bracknell? ¿Cómo esposible que se atreva usted?... Sí; no es éste el mo-mento de andarse con miramientos. Yo acostumbroa llamar a las cosas por su nombre. SUSANA. - (Sarcásticamente.) ¿Ah, sí? No cabe dudaque pertenecemos a esferas sociales muy distintas.(Entra ANSELMO, seguido de otro criado, con una ban-deja, un mantel y velador. CECILIA está a punto de con-testar a SUSANA; pero la presencia de los domésticos ejerce

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    una influencia moderadora, que hace palidecer de rabia aambas muchachas.) ANSELMO.- ¿Se sirve el té como de costumbre,señorita? CECILIA.- (Secamente, con voz reposada.) Sí, como decostumbre. (ANSELMO empieza a desembarazar lamesa para poner el mantel. Pausa larga. CECILIA ySUSANA se dirigen una a otra miradas iracundas.) SUSANA.- ¿Hay muchas excursiones bonitas porestos alrededores, miss Morris? CECILIA.- ¡Muchísimas! Desde arriba de uno delos montes se pueden ver cinco provincias. SUSANA. - ¿Cinco provincias? ¡Qué horror! De-testo las multitudes. CECILIA. - (Dulcemente.) Por eso, sin duda, viveusted en Londres. (SUSANA Se muerde los labios y seda unos golpecitos en el pie con la sombrilla.) SUSANA. - (Mirando en torno suyo.) ¡Qué jardín tanbien cuidado, miss Morris! CECILIA.- ¿Usted encuentra?... SUSANA.- No tenía idea de que hubiese flores enel campo. CECILIA. - ¡Oh! Las flores son aquí tan corrientecomo la gente en Londres... ¿Quiere usted una tazade té, miss Bracknell?

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    SUSANA. - (Con una finura exagerada.) ¡Mucha gra-cias! (Aparte.) ¡Odiosa muchacha! ¡Pero me muerode debilidad! CECILIA. - (Con mucha dulzura.) ¿Azúcar? SUSANA. - (Con cierta superioridad.) No, gracias elazúcar no está ya de moda. (CECILIA le dirige unamirada de ira, coge las pinzas y pone cuatro terrones de azú-car en la taza.) CECILIA.- (Secamente.) ¿Cake, o pan con mante-quilla? SUSANA. - (Como asombrada de la pregunta.) Pan conmantequilla, si usted gusta. El cake no se ve ya enninguna casa elegante. CECILIA.- (Cortando una rebanada de cake y poniéndolaen el plato de SUSANA. A ANSELMO.) Pase ustedesto a miss Bracknell. (ANSELMO lo hace y se retira,seguido del otro criado. SUSANA prueba el té y hace unamueca. Deja inmediatamente la taza sobre la mesa y extien-de la mano en busca del pan con mantequilla; pero se en-cuentra con que es cake. Levántase toda indignada.) SUSANA.- Me ha llenado usted la taza de terronesde azúcar y, a pesar de haber pedido, sin que hu-biera lugar a dudas, pan con mantequilla, me ha ser-vido usted cake. Todo el mundo conoce mi buen

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    carácter y mi paciencia; pero le advierto, miss Mo-rris, que va usted demasiado lejos. CECILIA. - (Levantándose.) Por salvar a mi pobreErnesto, tan confiado y tan inocente, de las maqui-naciones de otra muchacha, me siento capaz de irtodo lo lejos que sea preciso. SUSANA.- Desde el primer momento desconfié deusted. Presentí lo enredadora y lo intrigante que esusted. ¡Ah, yo nunca me engaño en mis primerasimpresiones! CECILIA.- Me parece, miss Bracknell, que le estoyrobando un tiempo precioso. Sin duda tiene ustedotras muchas visitas del mismo género que hacer enla vecindad. (Entra GRESFORD.) SUSANA.- (Al verle.) ¡Ernesto! ¡Mi Ernesto! GRESFORD.- ¡Susana! ¡Amor mío! (Se dispone abesarla.) SUSANA.- (Dando un paso atrás.) ¡Un momento!¿Puedo preguntarle a usted si es verdad que tienerelaciones con esta señorita? (Señalando a CECILIA.) GRESFORD.- (Echándose a reír.) ¿Con Cecilia?¡Qué he de tener! ¿Quién puede haberle metido austed esa idea en su preciosa cabecita? SUSANA.- ¡Gracias! Ya puede usted besar. (Ofre-ciéndole la mejilla.)

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    CECILIA.- Ya suponía yo que estaba usted equi-vocada, miss Bracknell. El caballero que en este mo-mento la tiene a usted cogida del talle es mi queridotutor, míster Juan Gresford. SUSANA.- ¿Cómo ha dicho usted? CECILIA.- Que es el tío Juan. SUSANA. - (Retrocediendo.) ¡Juan! ¡Oh!

    (Entra ARCHIBALDO.)

    ARCHIBALDO. - (Yendo derecho hacia CECILIA,Sin reparar en los demás.) ¡Amor mío! (Pretende darte unbeso.) CECILIA.- (Dando un paso atrás.) ¡Un momento,Ernesto! ¿Puedo preguntarle a usted si es verdadque tiene relaciones con esta señorita? ARCHIBALDO.- (Mirando a su alrededor.) ¿Qué se-ñorita? ¡Santo cielo! ¡Susana! CECILIA.- Sí. sí; a Susana me refiero. ARCHIBALDO.- (Echándose a reír.) ¡Qué he tener!¿Quién puede haberle metido a usted esa idea en supreciosa cabecita? CECILIA.- (Presentándole la mejilla.) Ya puede ustedbesar. (ARCHIBALDO la besa.)

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    SUSANA.- Ya sabía yo que debía haber algúnerror. Miss Morris, el caballero que en este mo-mento la besa a usted es mi primo ArchibaldoMoncrieff. CECILIA. - (Separándose bruscamente deARCHIBALDO.) ¡Archibaldo! ¡Oh! (Ambas mucha-chas se dirigen una hacia la otra, y cógense del talle comobuscando protección.) ¿Se llama Archibaldo? ARCHIBALDO.- No puedo negarlo. CECILIA. - ¡Oh! SUSANA.- Y usted, ¿se llama Juan de verdad? GRE