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LA IDEA DE “COMUNIDAD” EN LA SALUD MENTAL COMUNITARIA. OBSERVACIONES Y PROPUESTAS DESDE LA SOCIOLOGÍA. Paper presentado en VI Congreso Chileno de Sociología, Grupo de Trabajo 15: “Salud y Seguridad Social”. Valparaíso, 13 al 16 de Abril de 2011. Cristian R. Montenegro. Coordinador de Estudios en Fundación Rostros Nuevos Investigador del Programa de Estudios Emancipatorios, Universidad Academia de Humanismo Cristiano. Contacto: [email protected]

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LA IDEA DE “COMUNIDAD” EN LA SALUD

MENTAL COMUNITARIA.

OBSERVACIONES Y PROPUESTAS DESDE LA SOCIOLOGÍA.

Paper presentado en VI Congreso Chileno de Sociología, Grupo de Trabajo 15: “Salud y

Seguridad Social”. Valparaíso, 13 al 16 de Abril de 2011.

Cristian R. Montenegro.

Coordinador de Estudios en Fundación Rostros Nuevos

Investigador del Programa de Estudios Emancipatorios, Universidad Academia de

Humanismo Cristiano.

Contacto: [email protected]

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Resumen La palabra “comunidad” resuena en discusiones a lo largo de las ciencias sociales, como descriptor, aspiración o proyecto. Lo que sobresale, al enfrentar esta abundancia de usos y definiciones, es la falta de claridad respecto a que se indica con la idea de comunidad. Sin intentar probar una nueva definición o hacer un recorrido sistemático entre las más relevantes, en este ensayo quisiéramos ofrecer algunas observaciones críticas en torno a la historia social y política del concepto de “comunidad” y de su forma adjetivada en la “Salud Mental Comunitaria”. Para esto intentaremos reconstruir los orígenes del concepto de comunidad en el pensamiento sociológico a partir de su enunciación divergente en el contexto europeo y el norteamericano, para luego desmitificar la idea y la práctica de la “Salud Mental Comunitaria”, tomando como ejemplo la experiencia francesa del sector en psiquiatría, y cuestionando la socio-degradabilidad del hospital psiquiátrico. Finalmente proponemos una síntesis conceptual que permita pensar el paso de un modelo psiquiátrico de atención en la comunidad, a un modelo social de inclusión comunitaria. Palabras claves: Comunidad, Sociedad, Desinstitucionalización, Psiquiatría Comunitaria, Salud Mental. Abstract The concept of “Community” resonates in different discussions across the social sciences, as a description, an aspiration and a project. When one faces this abundance of uses and definitions, what comes up is a deep lack of clarity about what’s indicated by the idea of community. Without trying to offer a new definition, or to make a sistematic account of the most relevant ones, this essay wants to offer some critical observations around the social and political history of the concept, specifically in relation with the idea of “Community Mental Health”. This paper will proceed with a reconstruction of the origins of the idea of community in sociological thinking, based on its divergent enunciation in the European and the North-American contexts. After this there’s an attempt to demystify the idea and the practice of “Community Mental Health” taking as an example the French experience of the “sector” in psychiatry. This will allow the interrogation of what’s going to be called the “sociodegradability” of the psychiatric institution. Finally a conceptual synthesis is proposed, one that allows for the re-thinking of the process of deinstitutionalization from a psychiatric project of local attention to a social model of social inclusion. Keywords: Community and society, Deinstitutionalization, Community Psychiatry, Mental Health.

Cita recomendada: Montenegro, Cristian R. (2011). La Comunidad en la Salud Mental Comunitaria. Observaciones y Propuestas desde la Sociología. En VI Congreso Chileno de Sociología, Grupo de Trabajo 15: Salud y Seguridad Social, 13 – 16 de Abril, 2011, Valparaíso, Chile. Facultad de Sociología, Universidad de Valparaíso.

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La palabra “comunidad” nunca se ha usado de forma más indiscriminada y vacía que en las décadas

en que las comunidades en sentido sociológico se hicieron difíciles de encontrar en la vida real.

Eric Hobsbawm

1. La sociología y la comunidad

En esta sección intentaré ofrecer una aproximación al desarrollo histórico del

concepto de comunidad en diferentes momentos del debate sociológico occidental, para

problematizar su posible sentido en la llamada “Salud Mental Comunitaria”. No se ofrece

una definición satisfactoria de la palabra “Comunidad”. Una búsqueda simple por internet

constata la abundancia y variabilidad de las definiciones.

Ahora bien, renunciar a un concepto definitivo y tranquilizador de “comunidad” en

ningún caso implica aceptar irreflexivamente cualquier conceptualización. Por el contrario,

esa renuncia es el primer paso para asumir y llevar adelante la problematización del

concepto. Y esta problematización, en clave sociológica, nos devuelve (como siempre) al

origen de la disciplina.

1.1 La Comunidad en la primera sociología

Sabemos que los conceptos de comunidad y sociedad anteceden a la sociología y se

remontan a Aristóteles y otros pensadores clásicos, siguiendo su camino durante la edad

media, camino que se curva a partir de los escritos de Hobbes, Locke, Rousseau y Kant,

entre otros. A partir de ahí, y con los materiales e inquietudes producidos al calor del debate

filosófico, se perfilan los fundamentos de la sociología como disciplina, que cobra autonomía

en las obras de Marx, Durkheim y Weber.

Es posible interpretar el surgimiento de la sociología en el panorama científico y

filosófico europeo como una forma de tomar conciencia de una pérdida 1 . Las

transformaciones acaecidas en el seno de la sociedad europea animaron la reflexión de Marx,

Weber y Durkheim quienes, pese a sus enormes diferencias filosóficas, políticas y

epistemológicas, observaron el fin de un tiempo y el comienzo de otro, en la emergencia del

1 La conciencia de esta ausencia de la comunidad no solo antecede al nacimiento de la sociología sino, en palabras de Jean -Luc Nancy,

“pareciera acompañar a Occidente desde sus comienzos” (Nancy, 2000).

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“modo de producción capitalista”, que sin piedad disuelve todas las formas de relación

previas (Marx, 1983), el predominio de la acción racional con arreglo a fines y el proceso de

racionalización de la vida, ejemplificado por el vaciado espiritual del protestantismo una vez

que su ética se transforma en regla, lo que da origen al “estuche” o “Jaula de Hierro” (Weber,

2003) y el paso de un modo de integración social o solidaridad mecánica a una solidaridad

orgánica, con la anomie como producto no deseado (Durkheim, 2001).

Estas tres visiones de la primera sociología expresan la desaparición de formas de

vida previas y la emergencia de nuevos órdenes donde la figura dominante es el individuo

moderno des-arraigado. Con diferentes grados de nostalgia, crítica y esperanza, una de las

primeras alertas ofrecidas por la sociología apunta a la desaparición de aquello que

podríamos denominar “comunidad”.

Entre los “padres fundadores”, Durkheim es quien pone mayor énfasis en la idea de

“comunidad”, sobre todo tras el concepto de “solidaridad mecánica”, ampliamente revisado

en su tesis doctoral, “La División del Trabajo Social” (2001). Sin embargo, la clásica obra de

Ferdinand de Tönnies, “Comunidad y Sociedad” (1947) contiene la primera reflexión

sistemática respecto a lo que tiene de específico la comunidad frente a la sociedad.

1.2 Comunidad y Sociedad

Tönnies, uno de los fundadores de la sociología alemana, fue el primero en emplear el

par conceptual Comunidad y Sociedad como antítesis rigurosa de dos formas de

organización e integración social, y fue pionero en hacerlo en sentido sociológico (Álvaro,

2010), es decir, poniendo las relaciones humanas como objeto de una ciencia particular.

Para Tönnies, “Comunidad es lo antiguo y sociedad lo nuevo, como cosa y nombre

(…) comunidad es la vida en común duradera y auténtica; sociedad es sólo una vida en

común pasajera y aparente. Con ello coincide el que la comunidad misma deba ser entendida

a modo de organismo vivo, y la sociedad como agregado y artefacto mecánico” (1947, p. 21).

Axel Honneth sintetiza la perspectiva de Tönnies: “Debe denominarse ‘comunidad’ a aquella

forma de socialización en la que los sujetos, en razón de su procedencia común, proximidad

local o convicciones axiológicas compartidas, han logrado un grado tal de consenso implícito

que llegan a sintonizar en los criterios de apreciación; mientras que con sociedad se alude a

aquellas esferas de socialización en donde los sujetos concuerdan en consideraciones

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racionales ajustadas a fines, con el objetivo de obtener la recíproca maximización del

provecho individual” (1999, p. 10).

Tönnies, de modo característico, le asigna un valor histórico al par

comunidad/sociedad. En su formulación, el despliegue de la sociedad capitalista tensiona,

limita y lentamente diluye el tipo de relación distintivo de las comunidades, caracterizado

por su “naturalidad”, su “autenticidad” y su “verdad” frente a la formalidad artificial de la

sociedad. En sus palabras: “La teoría de la sociedad construye un círculo de hombres que,

como en la comunidad, conviven pacíficamente, pero no están esencialmente unidos sino

esencialmente separados, y mientras en la comunidad permanecen unidos a pesar de todas

las separaciones, en la sociedad permanecen separados a pesar de todas las uniones” (1947, p.

65).

La carga de interrogantes y aporías que se abren a partir de esta dicotomía hará que

los sociólogos posteriores la retomen y amplíen. Solo diez años después Durkheim sigue un

camino teórico similar al de Tönnies al proponer la diferencia entre dos modos de

integración social que marcan, también, un quiebre epocal atestiguado por la sociología. En

este caso hablamos de dos formas de estar en común, o dos formas de solidaridad: mecánica

y orgánica. Bajo las condiciones de la primera, la integración se fundamenta en una base de

representaciones compartidas, una “conciencia colectiva” que se traduce en armonía

emocional y cognitiva, asegurando la pertenencia de cada hombre (2001). Por el contrario,

bajo las condiciones de la solidaridad orgánica, “las diferencias individuales entre los sujetos

son tan enormes que tan solo la coacción cooperativa de la división del trabajo puede

proporcionar integración social” (Honneth, 1999, p. 10).

En Tönnies el par comunidad/sociedad se corresponde, al mismo tiempo, con un

nivel histórico y uno analítico 2 . Esto le permite reconocer ámbitos de relación

comunitariamente articulados dentro del plano más amplio de la sociedad moderna. Por el

contrario, en la versión durkheimiana, más diagnóstico moral que propuesta tipológica, la

división del trabajo y la individualización que la acompaña son características insuperables

de la condición moderna, y las formas de integración consiguientes conducen a un estado

social “en el que se concita una peligrosa carencia de acuerdos morales básicos entre los

sujetos” (Honneth, 1999, p. 11).

1.3 Comunidad: Usos políticos en la Europa del S. XIX

2 En esto antecede a los “tipos ideales” weberianos, caracterizados por la misma ambigüedad y riqueza

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Diferentes factores harán que la idea de comunidad, como modelo ideal de asociación

humana, se transforme en un argumento político. Esto ya es observable en el propio

Durkheim, quien en su trabajo tardío sobre religión (1968) llegará incluso a proponer la

necesidad de generar artificialmente espacios de comunión, como forma de producción de

“conciencia colectiva” asegurando la cohesión social.

Los derroteros abiertos por este y otros llamados desembocarán en la convulsionada

arena político-ideológica europea de finales del S. XIX, gracias a la nostalgia por el “paraíso

perdido” de la comunidad, la seguridad y los valores que ella salvaguardaba y que estaban

por encima de cualquier figura contractual legalmente definida entre “partes” abstractas. La

identificación entre el ámbito de una comunidad con el de una nación, o la nación

imaginándose como comunidad (Anderson, 1993), dará a luz al nacionalismo, primer intento

sistemático de alcanzar el paraíso perdido, al costo de erradicar a todos los extranjeros, a

todas las minorías, a todos los extraños, asegurando un espacio humano homogéneo que está

asentado en una “conciencia colectiva”, una unidad de sentimiento y creencia. Desde la

izquierda, a su vez, la nostalgia encuentra amplia resonancia, y la comunidad aparece

encarnada en una clase obrera politizada (Honneth, 1999).

1.4 Comunidad: Usos políticos en Estados Unidos.

El desarrollo que adopta la idea de comunidad en la reflexión norteamericana difiere

considerablemente de la deriva ideológica manifestada en Europa, sobre todo en lo que

respecta a la visión “evolutiva” del par “comunidad y sociedad”, que está al mismo tiempo

detrás de la forma de nostalgia encarnada en el programa político fascista.

En el caso norteamericano, la absorción original de la idea de comunidad se relaciona

con los componentes migratorios que están en la génesis de esta nación. Así, desde la

política, el problema a resolver no es cómo restaurar los valores asociados a la comunidad en

un contexto de sociedad contractual, sino cómo desarrollar una democracia que integre (es

decir, esté integrada por) las comunidades que le pre-existen. Podríamos incluso concebir el

nacimiento de EE.UU. como una empresa comunitaria, la empresa de un subgrupo religioso

minoritario que aspira a realizar la unidad de sus creencias, en forma común, en un territorio

nuevo. En palabras de un teorizador y testigo de la democracia norteamericana:

“Perseguidos por el gobierno de la madre patria, heridos en sus principios por la marcha

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cotidiana de la sociedad en cuyo seno vivían, los puritanos buscaron una tierra tan bárbara y

abandonada del mundo, que les permitiese vivir en ella a su manera y orar a Dios en

libertad” (de Tocqueville, 2002).

Los componentes étnicos y religiosos que arriban y se desarrollan en este extenso

territorio adquirirán personalidades diversas, más cerradas y más abiertas, geográficamente

dispersas y marcadas por sus identidades de origen: italianos, irlandeses, alemanes, afro-

descendientes, etc. Esta situación de partida marcará la autocomprensión política del

liberalismo norteamericano, y del par comunidad/sociedad de origen europeo. En palabras

de Honneth, en el pensamiento norteamericano

“la distinción entre ‘comunidad’ y ‘sociedad’ sería entendida en el sentido no de un

esquema bifásico, sino trifásico: a la pérdida de las formas originarias de comunidad no le sigue

la expansión desenfrenada de esferas ‘sociales’, sino una ola de creación de nuevas

comunidades, a menudo sustentadas en las culturas de los países de procedencia de los

inmigrantes que posteriormente se encuentran siempre amenazadas por las tendencias

atomizadoras de la sociedad” (1999, p. 12).

Así, en esta nueva versión sincrónica de la community, perfectamente articulable con

la de una sociedad mayor o community of communities -de hecho el uso plural del concepto es

un síntoma de esta nueva visión-, las comunidades son “esas formas de unión social en las

que los sujetos articulan, por la vía de la participación democrática, valores y metas hacia los

que se sienten vinculados colectiva e igualitariamente” (Honneth, 1999, p. 12).

Central a este nuevo concepto de comunidad (o comunidades) está la idea de

“participación” y “articulación de valores y metas”. Es decir, la comunidad es siempre

comunidad dirigida hacia algo, comunidad como forma legítima de alcanzar una meta

compartida en un contexto democrático: comunidad como cuerpo organizado. Aguilar, al

hablar de la acción de organización de la comunidad llevada a cabo en Norteamérica, destaca

“la importancia otorgada a la participación de la misma comunidad en la modificación de sus

condiciones de vida. El significado y la permanencia de los cambios introducidos en la vida

comunitaria con la participación de ésta, son sin duda mayores que los inducidos solo

externamente. Por otra parte, la participación de la comunidad es esencial para el desarrollo

de la democracia” (2001, p. 5)

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Hasta aquí nuestro recorrido por el desarrollo espacial y temporal del concepto de

comunidad. Retomaremos los alicientes desplegados más adelante.

2. Comunidad y Salud Mental, o el mito de origen de la Psiquiatría

Comunitaria.

Ahora bien, ¿cómo se conecta este despliegue histórico-conceptual del concepto de

“comunidad” con uno de sus usos contemporáneos en la idea de “Salud Mental

Comunitaria”?. Hemos arribado a una nueva dicotomía, aquella que diferencia una

conceptualización “veteroeuropea” de una norteamericana. ¿En qué punto este recorrido se

conecta con la idea y práctica de la “Salud Mental Comunitaria”? Primero, invoquemos lo

que entendemos como el “Mito de la Salud Mental Comunitaria”:

En el principio era la Institución. Por una articulación de voluntades inspirada en avances

científicos y en un consenso ético, la Institución3 hace explosión y disuelve sus funciones en la

comunidad.

Valgan dos salvedades. Por un lado, usar el concepto de “mito” no implica acceder a

la verdad escondida tras él. La verdad que ofrecemos es también una construcción operada a

partir de los procedimientos que ponemos en juego para acceder a ella. Queremos, ante todo,

restarle eficacia a una representación de la relación entre institución y comunidad, para abrir

espacios nuevos de reflexión y acción en torno a las políticas de salud mental en la

actualidad. Por otro lado, asumimos que cualquier interesado en la historia contemporánea

de la psiquiatría y de las políticas de Salud Mental, el mito no es eficaz4. Sin embargo, en la

representación habitual 5 , incesantemente reproducida en el discurso público sobre la

discapacidad mental, estos elementos históricos no están a la vista. El estado actual de cosas,

es decir, el modo en que se entregan los servicios de Salud Mental en el presente, aparece

3 Institución es equivalente a manicomio y/u hospital psiquiátrico. Utilizamos este concepto para darle mayor abstracción a la formulación

del mito, lo que permitiría su aplicación en otros campos.

4 Es evidente que una revisión más acuciosa de los intentos de acorralar el desvarío (Saraceno, 2003) iluminaría los esfuerzos reales que

estimularon (y siguen estimulando) la obsolescencia de la institución manicomial. En particular los movimientos de familiares y ex –

víctimas de servicios psiquiátricos han hecho mucho por restar credibilidad a los objetivos y métodos del hospital y, sobre todo, por

debilitar la prevalencia de la “ideología institucional”, una de cuyas manifestaciones físicas es el manicomio.

5 Que es la representación reproducida por muchos manuales, normas técnicas, documentos de trabajo y discursos provenientes del

sector público en Salud Mental.

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como la forma consolidada y legítima de operar, legitimidad obtenida en su victoria sobre un

oscuro periodo anterior. Según Mircea Eliade, “(…) todo mito de origen narra y justifica

‘una situación nueva’ –nueva en el sentido de que no estaba desde el principio del mundo”

(2006, p. 29). Así, el mito de la salud mental comunitaria afirma la naturalidad del “nuevo

paradigma” sin hacer alusión a la compleja interacción de factores que modelaron los

cambios operados en la administración y provisión de servicios de Salud Mental, ni tampoco

a los problemas que la idea de “comunidad” sigue generando en la práctica de la psiquiatría.

Ahora bien, para adentrarnos en el mito debemos separar sus componentes. En

primer lugar, a la supuesta articulación de voluntades que empujó el nacimiento de la

psiquiatría comunitaria se superponen ambigüedades y tensiones fundacionales. En segundo

lugar, la explosión del manicomio dista de ser real, y hasta hoy somos testigos de su

durabilidad histórica. Finalmente el manicomio como institución sociodegradable fue (y es)

solo posible gracias a un uso restringido de la noción de comunidad. A continuación

desarrollamos estos puntos.

2.1 Ambigüedades y tensiones fundacionales de la psiquiatría comunitaria como

proyecto.

Es interesante observar en detalle los factores tras los cambios operados en la

provisión de servicios de Salud Mental en Occidente a mediados del siglo pasado. Al

respecto Robert Castel nos ofrece una imagen en su texto “Génesis y ambigüedades de la

noción de sector en psiquiatría” (1991).

La “política del sector”, en concreto, equivalía a la división de los servicios públicos

de psiquiatría en un cierto número de sectores geográficos de unos setenta mil habitantes, en

cada uno de los cuales desarrolla su trabajo un equipo psiquiátrico dotado no solo de un

lugar de hospitalización sino también de una variada gama de nuevas instituciones:

dispensarios de higiene mental, hospitales de día, hogares de post-cura, talleres protegidos,

etc.

Así las cosas no parece haber mucha diferencia entre la “sectorialización” y lo que en

la actualidad se entiende por Modelo Comunitario en Salud Mental en su estado más puro

(más médico). Sin embargo Castel redacta este texto -entre otros orientados a observar con

lentes sociológicos la evolución institucional de la psiquiatría y el psicoanálisis en Francia-

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en momentos en que ya era posible, gracias a la productividad de la distancia temporal

(Gadamer, 1997), evaluar el desarrollo y los factores que dieron origen a la política del

sector.

En sus palabras, “Este cambio masivo (la sectorialización) recubre sin embargo un

cierto número de antagonismos concretos, de contradicciones internas, de luchas entre

intereses divergentes”. Estas ambigüedades asestan un golpe clave a la representación del

cambio como “articulación de voluntades” basada en los adelantos científicos y técnicos de la

época.

Para comprender el calado de la lectura de Castel, debemos remitirnos a una de las

preguntas abiertas por su texto: “¿Qué grupo ha forjado progresivamente la idea de sector,

en qué contexto, respondiendo a qué tipo de problemas?”.

Una primera divergencia se relaciona con la estructura de poder al interior del

campo de la psiquiatría en el momento en que se incubaba la reforma. Así, es en el campo de

la psiquiatría manicomial (la de los “médicos-alienistas”) donde se debe buscar el impulso

original hacia el cambio de modelo. La vanguardia psiquiátrica universitaria, que poseía los

conocimientos más refinados de su tiempo, por ejemplo, sobre los efectos terapéuticos de la

clorpromazina sobre los síntomas psicóticos, no fue el agente de cambio. Y, asumiendo que

este cambio provino desde el ala progresista de la psiquiatría manicomial, tampoco fue un

movimiento iniciado en su seno, sino una respuesta improvisada a la penetración de la

historia en el mundo cerrado del manicomio, es decir, al descalabro económico y social

generado por la II Guerra Mundial, que redundará en el desamparo absoluto de los

encerrados, su muerte y el subsiguiente revuelo público.

A partir de la guerra, distintas y ecléticas experiencias, como la de Saint-Alban6 ,

confluyen en una esperanza progresista de modificación de la psiquiatría. “Lo que las une es

menos una orientación teórica precisa que una voluntad de cambio” (Castel, 1991, p. 149).

Una segunda divergencia se produce en el seno mismo del movimiento. Por un lado

el interés de reforma del hospital psiquiátrico apuntaba a su apertura, la modificación de su

jerarquía interna y la multiplicación de actividades terapéuticas. Al mismo tiempo, y desde

6 Saint-Alban fue un pequeño hospital francés donde se forjó un principio de reforma, apoyada en la resistencia contra la ocupación

alemana.

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los mismos actores, se erige la opción de “superar” el hospital psiquiátrico con una

“psiquiatría comunitaria”. Si bien en principio estas opciones parecen emparentadas, en

realidad sus materializaciones se oponen. Gran parte de las problemáticas actuales de la

entrega de servicios en Salud Mental pueden son el resultado de la tensión entre una

voluntad tecnicista de “mejorar” un instrumento obsoleto, versus la voluntad crítica de

“superarlo” y establecer algo nuevo.

Así, la des-institucionalización y su basamento científico más bien aparecen como

dispersión de esfuerzos con un norte común, nacidos en reacción a la violencia de la guerra,

que encontrarán su unidad en el momento en que es retomado por el poder político y

transformado en política pública de salud.

2.2 La Explosión del Hospital Psiquiátrico

El segundo elemento a explorar en el “Mito de la Salud Mental Comunitaria” es la

idea de que esta articulación de voluntades basada en la ciencia (ya descartada) desacredita a

tal punto la figura del manicomio que éste pierde razón de ser y se disuelve en la sociedad.

En el discurso habitual sobre el “cambio de paradigma” se aprecia el uso recurrente

de recursos gráficos que, presentando la actualidad de los servicios de Salud Mental

“comunitaria”, no dudan en identificar al hospital psiquiátrico con “el pasado” mediante

lejanas fotografías en blanco y negro, cuyo efecto es presentar una realidad sobre la cual no

somos responsables, una batalla ganada. En sus Mitologías, Barthes señalaba que “la imagen

es más imperativa que la escritura, impone la significación en bloque, sin analizarla ni

dispersarla” (2005, p. 119). Así, el recurso de la imagen tiene como función estabilizar

nuestra posición respecto del manicomio al hacerlo parecer un vestigio ruinoso del pasado.

Sin embargo “(…) el hospital psiquiátrico todavía constituye el eje de la asistencia

psiquiátrica en todo el mundo; el lugar donde se administran cuidados, la maquinaria

hegemónica que devora la mayor parte de los recursos humanos y financieros asignados al

cuidado de las enfermedades mentales” (Saraceno, 2003, p. 40). Y esto no lo afirma un

recalcitrante de la anti-psiquiatría, sino el ex director del Departamento de Salud Mental y

Toxicomanías de la Organización Mundial de la Salud.

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La durabilidad histórica del hospital psiquiátrico, su capacidad para readaptarse y

evolucionar al margen de la presión social adversa, choca de frente con la “explosión” en la

entrega de servicios de Salud Mental, esa especie de “big-bang theory” de la psiquiatría: un

ente gigantesco, denominado manicomio en un tiempo, y hospital psiquiátrico después,

estalla en miles de partículas que se desintegran y reintegran formando el universo de la

Salud Mental tal como funciona hoy.

Hasta ahora hemos destacado lo que tiene de problemática la “fundación” de la

psiquiatría comunitaria, y hemos recordado que el hospital psiquiátrico sigue ahí. Es

momento de encarar el reverso de la distinción, la comunidad.

2.4 ¿Una Institución sociodegradable?. La comunidad según la psiquiatría.

Saraceno comenta con agudeza que aparentemente “no hay nada más que decir sobre

el hospital psiquiátrico, que todo está dicho, todos saben lo que hay que saber al respecto”

(Saraceno, 2003, p. 39). Como sociólogo profesionalmente involucrado en programas y

políticas de salud mental, en muchas conversaciones y seminarios he experimentado la

sensación de Saraceno, pero no tanto respecto del hospital psiquiátrico, sino de la

comunidad. Parafraseando, al parecer no hay nada más que decir sobre la comunidad, que

todo está dicho, todos saben lo que hay que saber al respecto.

Desde la mirada médica, que no ha dejado de controlar el barco psiquiátrico en su

paseo comunitario, comunidad es lo que está afuera. En esa perspectiva el lado problemático

de la diferencia institución/comunidad es la psiquiatría, el hospital, el manicomio, la

Institución. Comunidad es lo que siempre estuvo ahí, es el afuera de la Institución, es todo

aquello que la Institución no es ni puede ser precisamente por ser Institución.

Vale la pena introducir una nota constructivista: el sistema institucional psiquiátrico

puede observar la comunidad solo como extensión de sí mismo, es decir como Institución, en

la medida en que esa observación es una operación del sistema, y depende de la diferencia

entre autorreferencia y heterorreferencia. “Los sistemas pueden distinguirse a sí mismos de

su entorno, aunque esto ocurre como operación en el mismo sistema” (Luhmann, 2006, p.

43). Es decir, cada vez que el sistema observa e interactúa, lo hace realizando su propia

autopoiesis, es decir, reproduciéndose.

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La realidad de esta autopoiesis, para el sistema institucional psiquiátrico, se puede

comprobar en diversos niveles. En primer lugar, en su perduración pese a todo el criticismo.

En segundo lugar, en la facilidad con que los servicios de Salud Mental se vinculan con

otros servicios de salud y con la estructura pública más amplia (vivienda, asistencia social,

educación, etc.) y las dificultades que tiene para vincularse y dialogar con la comunidad en

cuanto tal, es decir, con aquello que no es Institución. Y en tercer lugar, en los indicadores

de gestión habituales en los servicios comunitarios: el número de hospitalizaciones evitadas,

las recaídas, las horas-cama, etc. Estos indicadores entregan legitimidad médica a los

servicios comunitarios, reafirmando la centralidad del modelo médico y sus formas de medir

y evaluar, que no son sino formas de autoreproducirse.

Saraceno, extremando la plasticidad posible del ejercicio rehabilitativo

psiquiátricamente concebido, establece las posibles relaciones entre el servicio psiquiátrico y

la comunidad de este modo: “La comunidad que rodea al servicio es una fuente inagotable de

recursos existentes y potenciales, materiales y humanos. La comunidad es todo lo que el

servicio no es, y éste se relaciona con aquella a través de procesos de negación –la

comunidad no existe-, de generación de paranoia –la comunidad es el enemigo que nos

asedia-, de seducción y búsqueda de consenso –la comunidad es quien me acepta por lo que

soy y me aprueba-, de interacción/integración –la comunidad es una realidad compleja que

manifiesta intereses contrastantes, y yo actúo como interlocutor generando alianzas y

conflictos”

En este pasaje se resume el potencial interactivo de la psiquiatría comunitaria, pero la

invitación de Saraceno está extendida al servicio psiquiátrico, no a la comunidad, que sigue

apareciendo como el borde, lo exterior, el objeto que la psiquiatría comunitaria debe

alcanzar. Castel ya veía esta deriva de la Institución. Lo citamos en extenso:

“¿Una psiquiatría que toma verdaderamente en serio el estatuto concreto del paciente en la

vida ordinaria (o comunitaria) es todavía la psiquiatría? (…) La idea de sector se ha forjado

progresivamente como una tentativa de respuesta a esta dificultad esencial. Pero, por este

mismo hecho, esta ‘solución’ impedía que la contradicción estallase en su forma radical. La

psiquiatría saliendo del manicomio parecía realizar su verdadera vocación médica,

respondiendo al mismo tiempo a las “verdaderas necesidades‟ de la población. Su complicidad

con el encierro había sido un obstáculo, un bloqueo para su desarrollo, en último extremo un

accidente histórico que la había desviado de su función fundamentalmente terapéutica. En

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consecuencia la apertura hacia la comunidad liberaba a la psiquiatría al mismo tiempo que a los

‘locos ’. Más allá del episodio represivo de la institución totalitaria, encontraba de nuevo a sus

verdaderos usuarios en un medio normal y establecía con ellos una nueva relación, tan

recíproca como fuese posible (…). Pero lo que se escamoteaba tras la euforia de estos pequeños

descubrimientos democráticos en relación al medio social era simplemente la cuestión de la

función del poder psiquiátrico (…). Olvidaban preguntarse quién definía estas “necesidades” de

la población, y de quien había recibido el psiquiatra el encargo de administrarlas. No se daban

cuenta que el hecho de aprehender la realidad exterior al manicomio pertrechado de técnicas

medico-psicológicas conducía a filtrar esta realidad para retener y tratar de ella solamente lo

que era interpretable en el marco de un esquema médico amplio” (1991, p. 159).

La observación del francés nos resulta perfectamente aplicable al estado actual de los

servicios psiquiátricos comunitarios. Mientras la comunidad sea el paciente de los servicios

que se le entregan, el “modelo comunitario” seguirá siendo una empresa dirigida, proyectada

y ejecutada por (y para) la Institución. Oponiendo el planteamiento de Castel al de Saraceno

consideramos que la disolución de la Institución en la comunidad no es una operación de la

Institución sino una acción de la comunidad para sí misma.

3. De la atención en la comunidad a la inclusión comunitaria.

Los esfuerzos teóricos dirigidos a la superación del hospital psiquiátrico en general

han proyectado su crítica a partir de la X de la ecuación: la Institución. Las aportaciones

sociológicas, que en los años 60 estimularon la discusión pública en torno a la situación de

los internos, tenían como material de análisis precisamente la situación de los internos y la

administración burocrática de sus vidas7. En el plano general de la sociedad, los hospitales

psiquiátricos aparecían como observatorios privilegiados de la vida social, dispuestos ahí

como material de análisis, como micro-cosmos sociales al alcance del investigador. No

pretendemos que la sociología deje de prestar atención al hospital psiquiátrico como

descriptor de la sociedad. Pero, más allá de la fascinación etnológica que nos provoca la

alteridad encerrada y disponible a nuestros métodos, creemos que mantener el análisis

anclado en la institución física no nos permite observar las dinámicas que moldean la

actualidad de los servicios de Salud Mental, y la forma en que podríamos avanzar desde un

7 Pensamos sobre todo en Goffman y sus constribuciones al estudio de las instituciones psiquiátricas y del Estigma, aunque también

podemos incluir los trabajos de Foucault sobre el manicomio, el poder psiquiátrico y la locura, entre otros.

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modelo psiquiátrico de atención en la comunidad, a un modelo social de inclusión

comunitaria.

Resulta evidente que para contribuir sociológicamente a este cambio de foco es

fundamental revisar el concepto de comunidad. Pues, para pensar y proponer la inclusión

comunitaria es necesario comprender lo que la comunidad representa: el concepto

problemático es precisamente la comunidad, que deja de ser “lo de afuera” y se transforma en

el objeto de la reflexión.

Tal y como fue reconstruido, el concepto de comunidad ha tenido una evolución

divergente a partir de las primeras observaciones y alarmas de la sociología europea del

siglo XIV, y luego en su reformulación norteamericana. En su versión europea, desarrollada

a partir de los problemas planteados por Tönnies, la comunidad aparece como un mundo

social históricamente perdido que necesita ser reactivado en un contexto de desintegración y

pérdida de vínculos. Así, para Durkheim, bajo las condiciones de la solidaridad orgánica se

vuelve necesaria la actualización periódica de representaciones compartidas que aseguren un

suelo moral común. De este modo se podían balancear las fuerzas anómicas desplegadas por

la sociedad moderna. En este escenario, la acción se traduce en generación de espacios

comunitarios que devuelvan humanidad a las relaciones sociales. De modo paralelo, en la

recepción y uso norteamericano del concepto se revela una pluralidad de comunidades como

punto de partida y como realidad insuperable. Aquí, la acción equivale a la capacidad de las

comunidades de articular valores y metas por la vía de la participación.

Desde esta bifurcación, la comunidad como concepto y como forma de asociación ha

seguido su curso mezclando y multiplicando sus resonancias a lo largo de la historia del

pensamiento social contemporáneo. Gracias a renovados impulsos filosóficos y políticos, la

pregunta actual por la comunidad se plantea en tres niveles (Honneth, 1999, págs. 13, 14), a

saber:

a) En un nivel filosófico y cultural, el concepto quiere llamar la atención sobre la

existencia de un sustrato previo de valores irrebasables que anteceden cualquier esfuerzo

por fundar normas o principios vinculantes.

Frente a este nivel, consideramos que un Modelo Social de Inclusión Comunitaria no

puede enfrentarse al sustrato de creencias y valores compartidos por una comunidad. Es

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precisamente ese sustrato el que debe modular no solo el modo de prestar servicios, sino el

que esos servicios existan o no. Así, la planeación de servicios debe recoger e inspirase en un

conocimiento profundo de las pautas valorativas propias de las comunidades que se quieren

servir. Un desafío enorme para la sociología y las ciencias sociales es asistir

metodológicamente a los sistemas de salud pública para avanzar en esta dirección.

b) En un nivel sociológico, el concepto quiere llamar la atención sobre los posibles

espacios de solidaridad en los cuales los sujetos puedan eludir el peligro de aislamiento

social.

Se reactiva así el dilema Durkheimiano de la solidaridad, sobre cuyos pasos avanza

Bauman, para quien la palabra “comunidad” tiene la capacidad de evocar “todo lo que

echamos de menos y lo que nos hace falta para tener seguridad, aplomo y confianza” (2003,

p. 9). Frente a este nivel, la Inclusión Comunitaria debe asumir que el aislamiento social: no

solo forma parte del instrumental quirúrgico de una etapa aparentemente superada de la

psiquiatría; no sólo marca la biografía de los casos “agudos”; no solo alude a una condición

de las Personas con Discapacidad Mental. El aislamiento es un atributo clave para entender

las dinámicas psicosociales presentes en la sociedad completa. Así, el modelo de Inclusión

Comunitaria, en su traducción concreta, no es solo un espacio para que las personas con

discapacidad se relacionen con el resto: es ante todo un espacio para que el resto se relacione

consigo mismo en su acción de incluir la diferencia.

c) En términos políticos, el concepto quiere llamar la atención “sobre aquellas

formas de participación comunitaria que deben formar parte de las condiciones de

una democracia vital; el punto de partida es que las posibilidades de una

participación tal aumentan en la medida en que los sujetos puedan saberse

vinculados activamente a una meta común” (Honneth, 1999, pag. 94)

Ante esta llamada de atención, el modelo de Inclusión Comunitaria debe asumir, en

principio, su naturaleza política, que descansa en su implicación total con el contexto.

Dejada de la orientación “transnacional” del hospital psiquiátrico, científicamente

desvinculada y desinfectada del contexto, el primer paso de la inclusión es la asimilación.

Pero esta asimilación no como disolución en el contexto, sino como articulación de la

comunidad, en la plenitud de sus atributos socioculturales, en un proyecto común de

transformación emancipatoria de sus condiciones de vida.

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De ahí el interés que reviste su análisis, pues entrega guías para iniciar el necesario

proceso de observación de la reforma del modelo de atención en Salud Mental en Chile,

iniciada en los años 90’ tras la recuperación de la democracia, profundizada en 1993

mediante la Política y Plan de Salud Mental para Chile y formalizada en el 2000 con la

formulación del Plan Nacional de Salud Mental y Psiquiatría, paralelo actualizado de la

“circular sobre sectorialización” francesa de 1960. Este artículo quisiera dar un paso hacia la

realización de observaciones integrales que, como en el caso de Castel, no se limiten a mirar

la eficacia médica o el costo-beneficio del modelo, sino que traten de responder “¿Cuál es el

nuevo dispositivo global que ocupa progresivamente el lugar del encierro manicomial, con

qué objetivo y en interés de quién?” (Castel, 1991, p. 165)

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Trabajos citados

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