la geopolítica de la globalización

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LA GEOPOLÍTICA DE LA GLOBALIZACIÓN Cecilia López Montaño Cartagena, Junio 27 de 2008 Siempre ha sido sorprendente la forma como se maneja la globalización no solo en el Gobierno sino en muchos sectores del país. En el ámbito nacional, esta nueva forma del capitalismo se limita a crear ventajas para la inversión extranjera y a impulsar el comercio internacional. Para atraer capitales foráneos se justifican las medidas que a Colombia la están convirtiendo en una especie de Islas Caimán, es decir, en un paraíso fiscal: acuerdos de estabilidad tributaria que acaban con cualquier reforma tributaria futura, exenciones a la reinversión de utilidades, zonas francas a domicilio y toda clase de estímulos. Para mejorar los flujos comerciales, también todo es válido, hasta no dejarles perder plata a los exportadores nacionales cuando la tasa de cambio no les favorece. Pero hay muy poca conexión a nivel nacional, con este proceso mundial, dinámico, lleno de sorpresas y de bondades, pero también de lo que hoy se reconoce como los males globales. Más aún, cuando se toman decisiones internas se ignora el compromiso de que sean armónicas con los lineamientos de ese mundo al cual se pertenece. Varias veces se le ha pedido a Planeación Nacional que sea como ese vaso comunicante con la dinámica internacional de la globalización para que no nos sorprenda la crisis de alimentos; para que no se afirme que nada nos pasará como si viviéramos en otro planeta y para que no estemos al margen de sus cambios permanentes que afectan las políticas nacionales y a todos y cada uno de los colombianos. Pero nada pasa. Planeación está dedicada a la micro-gerencia del señor Presidente y ni así le pueden seguir el ritmo a los Consejos Comunales, donde reparte de todo y se vuelve fleco cualquier política de mediano o largo plazo. Sin embargo, un cambio que se está cocinando en la geopolítica de la globalización puede dar un vuelco al panorama y, en este caso, sería imperdonable que el país y específicamente su gobierno, ignoren las nuevas realidades. El motor de la globalización ha dejado de ser Estados Unidos, cuya economía está seriamente desacelerada, y es la China quien empuja fuertemente este proceso después de muchos años de crecimiento alto y sostenido. Le sigue la India lo que conforma un dúo asiático al cual se suman otros países. Como ya se viene señalando, se pasa de un mundo de una sola civilización, la occidental que dominó la cultura y los valores, a uno de multi-civilizaciones. Hasta ahí todo bien pero el problema es cuáles son

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Page 1: La Geopolítica de La Globalización

LA GEOPOLÍTICA DE LA GLOBALIZACIÓN

Cecilia López Montaño

Cartagena, Junio 27 de 2008

Siempre ha sido sorprendente la forma como se maneja la globalización no solo en el Gobierno sino en muchos sectores del país. En el ámbito nacional, esta nueva forma del capitalismo se limita a crear ventajas para la inversión extranjera y a impulsar el comercio internacional. Para atraer capitales foráneos se justifican las medidas que a Colombia la están convirtiendo en una especie de Islas Caimán, es decir, en un paraíso fiscal: acuerdos de estabilidad tributaria que acaban con cualquier reforma tributaria futura, exenciones a la reinversión de utilidades, zonas francas a domicilio y toda clase de estímulos. Para mejorar los flujos comerciales, también todo es válido, hasta no dejarles perder plata a los exportadores nacionales cuando la tasa de cambio no les favorece.

Pero hay muy poca conexión a nivel nacional, con este proceso mundial, dinámico, lleno de sorpresas y de bondades, pero también de lo que hoy se reconoce como los males globales. Más aún, cuando se toman decisiones internas se ignora el compromiso de que sean armónicas con los lineamientos de ese mundo al cual se pertenece. Varias veces se le ha pedido a Planeación Nacional que sea como ese vaso comunicante con la dinámica internacional de la globalización para que no nos sorprenda la crisis de alimentos; para que no se afirme que nada nos pasará como si viviéramos en otro planeta y para que no estemos al margen de sus cambios permanentes que afectan las políticas nacionales y a todos y cada uno de los colombianos. Pero nada pasa. Planeación está dedicada a la micro-gerencia del señor Presidente y ni así le pueden seguir el ritmo a los Consejos Comunales, donde reparte de todo y se vuelve fleco cualquier política de mediano o largo plazo.

Sin embargo, un cambio que se está cocinando en la geopolítica de la globalización puede dar un vuelco al panorama y, en este caso, sería imperdonable que el país y específicamente su gobierno, ignoren las nuevas realidades. El motor de la globalización ha dejado de ser Estados Unidos, cuya economía está seriamente desacelerada, y es la China quien empuja fuertemente este proceso después de muchos años de crecimiento alto y sostenido. Le sigue la India lo que conforma un dúo asiático al cual se suman otros países. Como ya se viene señalando, se pasa de un mundo de una sola civilización, la occidental que dominó la cultura y los valores, a uno de multi-civilizaciones. Hasta ahí todo bien pero el problema es cuáles son las prioridades de China. Para sorpresa de muchos, este nuevo motor del crecimiento mundial está dedicado a invertir en África, a prestarles grandes sumas de dinero para que se desarrolle su infraestructura y no les pone ni condiciones ni interfiere con las decisiones nacionales. Más de 25 billones de dólares en inversión china en los últimos años en África, dicen algunos, está cambiando el panorama de ese continente que América Latina siempre ha mirado con desdén.

Y los latinoamericanos, con excepción de Brasil, Perú y de pronto el Cono Sur, se está quedando pegado al que no toca, Estados Unidos. Si para algún país esto es cierto es para Colombia que cree que el mundo empieza y termina en el Norte. No mira al Asia, no se preocupa por cambiar las prioridades ni de su diplomacia, ni el destino de sus exportaciones y menos atraer a ese gigante como lo está haciendo el continente africano. La pregunta que muchos asiáticos se hacen es por qué América Latina no es atractiva para los chinos. Le compran y le venden pero no invierten lo que si hacen en África. Esta es la nueva geopolítica de la globalización que ni siquiera es tema en Colombia lo que nos costará convertirnos en perdedores de las nuevas realidades. Y ahí sí, como dicen los colombianos convencidos que el gringo sigue ahí y resulta que no. Ahora hay un chino.

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Nuevas relaciones Estado-pueblos indígenas

Carlos Tello

Doctor en Economía por la Universidad de Cambridge.

Cónsul de México en San Francisco, California, y ex director general del Instituto Nacional Indigenista.

México es y se reconoce jurídicamente como un país pluriétnico (Que comprende o tiene características de diversas etnias) y multicultural. La variada presencia de los pueblos y culturas indias, herederas directas de los pueblos mesoamericanos, dan fe de la diversidad de nuestro origen. Ésta se mantuvo y enriqueció con el encuentro dramático de Europa con América. A la diversidad de origen se le suma la de nuestra historia.

Por otra parte, nuestra debilidad como nación y nuestras mayores flaquezas culturales provienen de la perversa relación con los pueblos indios y sigue teniendo en ella su mejor presentación.

Los más de diez millones de indígenas mexicanos están marcados por un denominador común: la pobreza.

De este rasgo compartido deriva la práctica de reducir su singularidad cultural a denominaciones que apelan en mayor medida su situación social: ser indio en México hoy es sinónimo de ser pobre.

Los pueblos y las comunidades indígenas de México viven en condiciones extremadamente distantes de la equidad y el bienestar.

Cualquier diagnóstico al respecto arroja un cuadro alarmante: 97 por ciento de los indígenas viven en municipios con alto y muy alto grado de marginalidad. De todos los mexicanos que habitan en municipios rurales con muy alto grado de marginación, 41 por ciento son indígenas.

Las condiciones de existencia de los indígenas asentados en municipios urbanos del país -llegados ahí generalmente por migraciones forzadas en razón de la misma condición de pobreza en sus lugares de origen- no son en lo absoluto mejores, como lo demuestran, por sólo citar dos casos, los mixtecos en Tijuana y los mazahuas en la ciudad de México.

El denominador común es la pobreza, la desigualdad y la explotación.

La desigualdad que afecta a los pueblos indígenas, como lo ha sostenido en repetidas ocasiones el Instituto Nacional Indigenista, "es un fenómeno estructural, histórico y por lo mismo integral. No se trata de un fenómeno residual producido por la falta de integración de los indígenas a una supuesta sociedad mayor. Por el contrario, se deriva de un modelo de integración asimétrico y desventajoso. La desigualdad se manifiesta en todas las relaciones que vinculan a los pueblos indígenas con otros sectores.

La pobreza extrema que unifica a los muy diversos indios en México paradójicamente encierra, degrada y oculta esa riqueza cultural en cientos de comunidades, por lo general rurales, con escasa comunicación entre sí y con muy limitadas posibilidades de que sus culturas aporten al desarrollo nacional un legado de enorme significación histórica y, lo que es aún más relevante, su potencial de soluciones al futuro de toda la nación mexicana.

Durante muchos, pero muchos años, desde nuestros orígenes como nación independiente y hasta ya entrado el siglo que está próximo a concluir, los pueblos indígenas fueron vistos, en el mejor de

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los casos, como materia de redención civilizadora y de asimilación cultural y, en el peor, como ominoso lastre para el desarrollo y el progreso.

Entre uno y otro polo se desplegaron numerosas iniciativas políticas que, vistas en retrospectiva y más allá de sus bondades particulares, fueron -al final de cuentas- incapaces de proveer a los pueblos y comunidades las condiciones de equidad, bienestar e igualdad jurídica que proclamó para todos la Revolución mexicana.

Desde la revolución, el Estado definió una política de incorporación de los pueblos indios a la corriente central de la mexicanidad y su integración al desarrollo nacional.

No sólo fue insuficiente esta política, sino que la integración propuesta, al no reconocer como sujetos de derecho a los pueblos indios, derivó en un menosprecio de su capacidad para definir sus propias alternativas de progreso basadas en sus culturas milenarias, y produjo, en consecuencia, una subestimación de las culturas indígenas para enfrentar exitosamente el futuro.

Si bien el propósito integrador partía del reconocimiento de la necesidad de hacer justicia a los pueblos indios e implicó la entrega desinteresada de funcionarios públicos y pensadores de México, no dejó de considerarse en la acción institucional que la pobreza histórica y ostensible era consecuencia de la práctica de culturas diversas dentro de la nación.

Esta actitud ha ido cambiando lenta, pero indefectiblemente, conforme ha ganado espacio en la conciencia nacional la convicción de que somos una nación pluricultural y que de esa diversidad sólo pueden derivar vigor y riqueza.

La reforma al párrafo primero del artículo 4º de la Constitución mexicana dio carta de naturalización a la diversidad cultural en nuestro país.

Hoy, no sólo en México, sino en el mundo entero, se ha demostrado que la idea y práctica de lograr naciones homogéneas no significa un camino viable y deseable a la rica diversidad del mundo, ni una senda adecuada para la democratización de las sociedades. Por el contrario, esta aspiración se reveló como empobrecedora y como un potente obstáculo para su desarrollo futuro.

La singularidad de México en el contexto mundial, por ser región rica culturalmente, hace todavía más incomprensible toda pretensión de uniformidad. El nuevo proyecto de nación ha de estar sustentado en la pluralidad, entendida no sólo como heterogeneidad, sino como convivencia pacífica, productiva, respetuosa y equitativa de lo diverso.

Los mexicanos debemos enfrentar una realidad compleja de desigualdad, explotación e injusticia. Por ello, es preciso ir más allá y asumir la necesidad de revenir esta realidad, de cambiar para avanzar.

El reto es hacer que estas ideas sean asumidas por nosotros de manera que la diversidad sea atributo de todos y no sólo de los pueblos indios. Estas ideas constituyen la verdadera matriz de la que debe desprenderse la política estatal a seguir.

Este desafío ancestral de la nación mexicana tiene que abordarse. El rezago secular que define la situación contemporánea de los pueblos indios de México reclama, para su solución, el concurso de la sociedad mexicana. Requiere también el fin de la simulación y el ocultamiento.

Los históricos reclamos de los pueblos indígenas en materia de impartición de justicia, de tenencia de la tierra, de servicios de infraestructura básica, de derechos políticos y sociales de

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autodeterminación no sólo son legítimos en sí mismos, sino que se vuelven cruciales en el horizonte de la construcción consensual de un México más justo y democrático.

Más allá de la cuantificación de las carencias de los pueblos indios de México, liquidar las condiciones de extrema pobreza en que viven se convierte en la piedra angular de la verdadera modernización del país. Sin el concurso de los pueblos indios y sus soluciones no hay integridad posible; con su presencia vigorosa y actuante se fortalece la soberanía nacional.

Para avanzar hoy en esta dirección se tiene un marco propicio. Hay una sensibilidad nueva en la sociedad y en el Estado mexicano hacia la cuestón indígena. Ella forma parte de la agenda de autoridades, legisladores, partidos políticos, organizaciones sociales y medios de comunicación.

Son muchos los actores que reclaman un espacio en la cuestión indígena; son diversas y numerosas las propuestas que se hacen al respecto; son muchas y delicadas las aristas de esta compleja y problemática cuestión.

Si bien el gobierno asume explícita y cabalmente este renovado compromiso, es indispensable que la sociedad toda participe en lo que constituye una urgente tarea nacional: definir una nueva alianza de los pueblos indios y la sociedad mexicana.

La nueva alianza implica un cambio sustantivo de la política estatal a partir del reconocimiento autocrítico de la insuficiencia de las estrategias para abatir los problemas ancestrales de los pueblos indios y facilitar su propio desarrollo. Y de la ausencia de corresponsabilidad de los otros poderes del Estado en los diversos niveles de gobierno y de la sociedad en su conjunto.

Esta nueva alianza se debe concretar en el respeto a un conjunto de derechos legítimos de los pueblos indios, codificado en el derecho internacional y en la Constitución mexicana: derechos políticos que permitan escuchar su voz y sus demandas; derechos jurídicos que enriquezcan el derecho positivo y las garantías individuales con la probada y ancestral práctica de sus sistemas normativos y de cargos; derechos sociales que posibiliten libertad en la forma de organizarse, de elegir a sus autoridades y para alcanzar una vida digna; derechos económicos que den pie al desarrollo autónomo de sus propios esquemas y alternativas de organización para el trabajo, la producción y la comercialización, y derechos culturales que estimulen su diversidad.

La complejidad del asunto y la multiplicidad de actores involucrados obligan a introducir orden y dirección en este terreno. Por lo mismo, el proceso hacia un nuevo compromiso entre Estado y pueblos indios pasa por la elaboración conjunta y consensual -Poder Legislativo, Ejecutivo, partidos, pueblos indígenas y sociedad civil en general- de una agenda que permita un ejercicio de democracia que se traduzca en una justicia real para los indígenas.

En este proceso, el Poder Legislativo puede hacer una contribución invaluable al incorporar al debate las iniciativas de sus representados y operar como un espacio de concertación entre los partidos políticos.

El reconocimiento constitucional de la pluriculturalidad debería conducirnos a una revisión exhaustiva de la legislación vigente para eliminar todo aquello que pueda ser interpretado como discriminación y para adicionar, de ser el caso, que esté dentro del espíritu de respeto a la diversidad y que garantice la unidad nacional. Dicha revisión debería dar prioridad a aspectos sustantivos: los que se refieren al manejo de recursos naturales, tierras, aguas, bosques, administración de justicia en sus diferentes ámbitos y educación, entre otros. Es importante considerar que la Constitución general de la república rige para todos los mexicanos y es por ello el sustento fundamental de los derechos de los pueblos indígenas.

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El sentido general de la reforma ha quedado plasmado en el compromiso del presidente Zedillo de reconocer en los pueblos indígenas a los sujetos de su propio destino y, por tanto, de diseñar y perfeccionar con ellos las políticas y acciones adecuadas para que la lucha por remontar sus carencias responda a sus demandas y aspiraciones.

Su significado es claro: nuestro país ha decidido establecer los parámetros normativos para el libre desarrollo de los pueblos indígenas en el marco de la diversidad de alternativas y soluciones.

El libre desarrollo de los pueblos indios debe ser entendido como la capacidad de los pueblos y comunidades indígenas de ser sujetos de las decisiones que les son propias en los ámbitos económico y sociocultural, pero primordialmente en el político. Este último elemento es una condición fundamental para su desarrollo libre y autónomo. No existe mayor discriminación, desigualdad y pobreza que aquella que deriva de la marginación en las decisiones de carácter político.

La relación del Estado mexicano con los pueblos indios en este fin de siglo implica construir nuevos equilibrios políticos que involucren a todos los actores nacionales. Configurar un nuevo pacto social exige incorporar a los indígenas a las dinámicas del desarrollo nacional, pero desde sus propias demandas y necesidades.

De cara a la nación, la actual generación de mexicanos por voluntad y circunstancia está enfrentada al reto de terminar con el concepto de rezago histórico. Una gran movilización de la sociedad mexicana, de sus instituciones estatales, agrupaciones políticas y organizaciones sociales, deberá acometer la tarea de la misma manera como ha asumido el compromiso de forjar una cultura de los derechos humanos y una de la democracia. La gran tarea hoy es crear y afianzar en nuestro país una cultura profunda de la pluralidad y del respeto a la diversidad, una cultura del reconocimiento pleno de nosotros mismos. Ello nos dará la fortaleza y unión necesarias para hacer frente como nación a los años por venir.