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321 LA ESTÉTICA DE LA RECEPCIÓN * Xavier Antich * Capítulo (todavía provisional) de un libro inédito, Imágenes rotas. Materiales para una historia contemporánea de las ideas estéticas. Para uso exclusivo de los estudiantes del Programa de Estudios Independientes del MACBA (Barcelona, primavera 2010).

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LA ESTÉTICA DE LA RECEPCIÓN * Xavier Antich

* Capítulo (todavía provisional) de un libro inédito, Imágenes rotas. Materiales para una historia

contemporánea de las ideas estéticas. Para uso exclusivo de los estudiantes del Programa de Estudios

Independientes del MACBA (Barcelona, primavera 2010).

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1. Había quizás un tiempo en el que mirar las obras de arte era un ejercicio relativamente fácil, posiblemente inmediato. Un tiempo en el que no era posible inaugurar una estética, como hizo Adorno, recordando que ha llegado a ser evidente que nada en el arte es evidente. La ‘facilidad’ de ayer, en todo caso, no se refiere a que las obras fueran más o menos ‘fáciles’ de contemplar que hoy, sino, fundamentalmente, a que las propias obras asignaban al espectador un lugar determinado, unívoco, fijo.

Los ojos de dios que nos miran desde cualquier Pantócrator románico, no sólo nos hacen sentir su superioridad (nos miran desde arriba, en una altura inaccesible, a la medida de la trascendencia), sino que sobre todo nos ubican: nos recuerdan que los miramos desde abajo y, además, nos hacen sentirnos observados, desnudos, ante unos ojos como estos que nos escrutan con tanta intensidad que nos intimidan hasta hacernos sentir desprotegidos. No miramos sólo una obra, sino que miramos unos ojos que nos ven a nosotros, miramos unos ojos ante los cuales no podemos escondernos: predeterminan el lugar del espectador, en cuanto que la obra no se deja mirar sin hacernos saber que también nosotros somos vistos por ella y que, además, ocupamos un lugar del que no nos podemos mover ni desplazarnos. Vayamos donde vayamos, esos ojos nos seguirán, incluso si no los vemos. Con la secularización, cambiarán muchas cosas, pero no esta predeterminación con la que la obra nos asigna un lugar: pensemos en las Meninas, donde la mirada del pintor pintado se dirige hacia un punto, ocupado estratégicamente por los monarcas, que hoy, sin duda provisionalmente, ocupa cada uno de los espectadores que se pone frente al cuadro: no podemos mirar la obra más que desde el lugar real, de forma que comprender el cuadro exige asumir que el lugar del espectador es el lugar del monarca, y no otro cualquiera. Los ojos de las Meninas no nos miran desde arriba, como antes, acentuando nuestra secundariedad, sino cara a cara, remarcando nuestra dignidad como espectadores: monarcas, pero con el trono bien firme en el suelo, inamovible. Avanzado el siglo XIX, se acentuará la conciencia y las paradojas de la pregunta esencial (¿quién mira?, ¿desde dónde mira?): sólo hace falta pensar en el escándalo de la Olympia de Manet. El escándalo, huelga decirlo, no es el

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desnudo, sino la inevitabilidad del lugar que la obra nos asigna, a pesar nuestro: nos recuerda que somos voyeurs y que miramos, de forma inequívoca, desde el burdel, desde el lugar de quien ha pagado por ver y por poseer, a través de la mirada, aquello que mira. O basta recordar a Degas, al final de su vida.

¿Qué modificación se ha producido en el arte de nuestro tiempo, más allá de las modificaciones estrictamente plásticas y formales? ¿No se ha producido acaso una modificación que afecta al núcleo de la obra desde un espacio más fundamental que el de la articulación visible de la obra? ¿No radica, quizás, la dificultad del arte contemporáneo, acentuada a partir de los años sesenta, en que el lugar del espectador no está predeterminado unidireccionalmente por la obra? Quizás no acabamos de saber lo que nos dicen las obras, pero no a causa de su hermetismo, sino porque no sabemos dónde ponernos para mirarlas: no sabemos cuál es nuestro sitio como espectadores porque, con cada obra, de algún modo, nuestro lugar se desplaza. Las obras de nuestro tiempo, en sintonía con la multiplicación de las nociones de público y de mirada, han desplegado de forma pluridireccional múltiples estrategias de acceso, siempre diferentes y siempre cambiantes. Y es que, si alguna cosa hemos aprendido del arte de los ochenta y noventa, quizás sea, sobre todo, el desmontaje definitivo de la categoría de ‘público’ como categoría unívoca: no hay un público, sino públicos. No hay una mirada para la obra, sino diferentes miradas generadas por los diferentes accesos que las obras ofrecen. Quizás porque, hoy, la obra ya no puede definirse tan sólo por lo que dice o por lo que visibiliza, sino, en primer lugar, por las diferentes estrategias que desplega para poder acceder a ella. Es decir: la recepción de la obra no es un problema añadido y extrínseco a la propia obra, sino que es un problema inmanente de la propia obra, una dimensión generada por ella. La propia noción de espectador se ha convertido en problemática y este problema es un problema de la propia obra. Nos parece un elemento esencial: a partir de los años sesenta, la propia obra incorpora al espectador, de forma explícita, como un elemento esencia de la obra, hasta el punto que no hay obra, hablando propiamente, sin él. El grandísimo Abbas Kiarostami lo ha planteado de forma explícita después de estrenar su película A través de los olivos, mientras estaba trabajando en El sabor de las cerezas: “Las historias impecables que funcionan

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perfectamente tienen un importante defecto: imposibilitan intervenir al público. Es un hecho que las películas sin historia no son muy populares entre el público, sin embargo, una historia también necesita huecos, espacios en blanco como los de un crucigrama, vacíos que están ahí para que el público los rellene. O como un detective privado en un thriller, para que los descubra. Creo en un tipo de cine que ofrece grandes posibilidades y tiempo a su público. Un cine a medio crear, un cine inacabado que consiga completarse gracias al espíritu creativo de los espectadores, como ocurre en cientos de películas. Le pertenece a los espectadores y corresponde a su propio mundo. Cada obra, cada película, relata una nueva verdad. En la oscuridad de la sala, damos la oportunidad de soñar y de expresar estos sueños libremente. El éxito del arte en hacer cambiar las cosas y proponer nuevas ideas, solo es posible si se hace por la vía de la libre creatividad de la gente a la que nos dirigimos, cada miembro del público. /.../ En el cine del próximo siglo, respetar al público como un elemento inteligente y constructivo es inevitable. /.../ Durante cien años el cine ha pertenecido al director. Tengamos esperanza, ahora que ha llegado el momento, de poder implicar en este segundo siglo a público”1. El diagnóstico de Kiarostami tiene, a nuestro juicio, el valor de un manifiesto para acercarse a las más recientes mutaciones no sólo del cine, sino de todo el arte contemporáneo. ¿Qué nos enseña Borges en “Pierre Menard, autor del Quijote”? ¿Qué nos enseña Foucault en su comentario a “Las Meninas” de Las palabras y las cosas? ¿Qué hay en este punto de encuentro que parece anunciar un horizonte inexplorado? Ago muy simple, casi inocuo: que un libro no es nada sin el lector, que una obra no es nada sin un receptor que la haga suya. Ni el libro ni la obra existen, hablando estrictamente y en sentido fuerte, hasta que interviene un receptor-espectador-lector. El libro sin lector y la obra sin receptor son exitencias incompletas, deficientes, tan patéticas, en cierto modo, como un televisor encendido que nadie mira o como una sala vacía de cine que proyecta ininterrumpidamente la misma película, una y otra vez, sin que nadie la vea. Criaturas muertas: mudas. Justamente es esto lo que constituye el fundamento de la denominada Estética de la Recepción: la importancia del receptor de la obra como dimensión constitutiva de la propia obra. El 13 de abril de 1967, Hans Robert Jauss pronunció en la Universidad de Konstanz una conferencia con el título de “La Historia de la Literatura como provocación a la Teoría literaria”2. Se trataba del punto de arranque de una nueva teoría estética, la Estética de la Recepción, y de lo que, muy poco después, sería conocido con denominación de origen como la Escuela de Constanza. La conferencia de Jauss anunciaba una triple ruptura: con la idea de obra cerrada, autónoma y autosuficiente; con la idea de receptor pasivo que accede a una obra ya constituida y clausurada; y con la idea de experiencia estética como mera contemplación. Surgía como un cambio de paradigma en los estudios literarios pero, en el fondo, afectaba también, como el tiempo se ocuparía de mostrar, a la Historia y la Teoría del Arte: contenía ya, en sus primeros balbuceos, la pretensión de convertirse en Estética. La triple ruptura anunciada por Jauss permitía, pues, adivinar, en su oposición frontal a la visión tradicional de la Historia de la Literatura, elementos suficientes para una desconstrucción (por decirlo con un término derridiano) de las Historias tradicionales del Arte, la Música y el Cine.

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Jauss se oponía al paradigma vigente de estas Historias como una historia de autores, obras y tendencias o movimientos, basada en una primacía indiscutida de la noción de autor (que funda una estética de la producción-creación) y de obra (que articula una estética de la descripción-interpretación), y organizada en torno a una enumeración secuencial de hechos (obras) en grandes bloques epocales. Una concepción, en definitiva, de la Historia de la Literatura o del Arte como un inmenso museo o mausoleo en el que las obras se asemejaban más a fósiles, siempre idénticas a sí mismas, que a criaturas vivas. Este paradigma tradicional se fundaba, como señaló Jauss, en una concepción sustancialista (monumental y estática) de las obras, según la cual éstas poseerían una esencia o verdad clausurada que siempre diría lo mismo.

[Perejaume] [Thomas Struth]

La crítica de Jauss y la Estética de la Recepción va dirigida a una Historia de la Literatura (y del Arte) como una historia de sustancias eternas y constantes invariables, según la cual las obras son siempre las mismas, idénticas a sí mismas y reveladas de una vez para siempre, de forma que el receptor sólo tendría que asistir, pasivamente, al desvelamiento de su sentido. Es lo que Jauss denomina “el platonismo dogmático” inherente a esta concepción sustancialista de las obras. Según este platonismo de fondo, que orientaría los postulados estéticos tradicionales, cualquier relación del receptor-espectador con la obra estaría fundada en la categoría de ‘contemplación’, una relación privada, interior e íntima, del sujeto que contempla con la obra contemplada: la relación, así, es reverencial, ensimismada, autista y consiste, fundamentalmente, en desvelar aquello que la obra dice, escuchándola y descubriendo en ella el sentido, pero dando por supuesto que el sentido de la obra está del todo, completamente, en la inmanencia de la propia obra. El modelo contemplativo de la experiencia estética supone un horizonte teórico en el que el espectador interioriza la obra, la duplica en su interior a través de este diálogo privilegiado que constituye el placer contemplativo. La recepción estética, según este modelo, es una recepción pasiva y estática, es decir, tautológica, puesto que el horizonte de comprensión se funda en un

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horizonte en el que el receptor debiera identificarse con la obra que hace suya. Jauss denuncia en 1967 este modelo como un paradigma caduco, como un entramado de representaciones mentales que corresponden a un estado de nuestra tradición cultural definitivamente desbordado. Si es preciso pensar nuestra relación con la obra a través de la metáfora del espejo, es preciso reconocer que este espejo está roto y que nos ofrece una imagen fragmentaria que no se deja totalizar, sino que multiplica el sentido de tal manera que se resiste a la clausura. Por ello, frente a una concepción del arte y de la literatura petrificados en el canon institucional, la Estética de la Recepción propone la revisión crítica del principio de autonomía estética, devolviendo a la experiencia estética la función social y comunicativa que había perdido o negligido. En este sentido, la apuesta de Jauss (desarrollada por tres decenios de estudios de la Escuela de Constanza) pretende considerar la obra de arte como el resultado de la confluencia de diversos elementos: el autor y la obra, ciertamente, pero también el receptor, el tercero excluído.

[Lygia Clark] A nadie puede escapársele que la reflexión de la Escuela de Constanza, desplegada a partir de 1967, corre en paralelo con un fenómeno que también empieza a manifestarse a partir de los años sesenta: una nueva comprensión del papel del público (de los públicos) en la transmisión creativa de la obra que replantea, desde su raíz, el mito romántico y postromántico del artista genial y diferente (un mito todavía operativo, como se sabe, en buena parte del arte de postguerra). Desde esta perspectiva, la Estética de la Recepción se dibuja como un nuevo paradigma teórico para la comprensión del arte3. Es cierto que las implicaciones de la Estética de la Recepción afectan, en primera instancia, a la historia tradicional de la literatura y del arte (a la historia institucional y académica), en la medida que propone concentrarse en aquello que esta historiografía tradicional (fundada en el historicismo y el positivismo del siglo XIX) ha permitido olvidar: la importancia del público-receptor en la configuración del sentido de las obras; de ahí que proponga concentrarse en lo que Vodicka denominó “la vida de las obras en la historia”4. Todo ello funda, ciertamente, como intentaremos mostrar, una estética de perfiles desatendidos: sin embargo, nos parece pertinente

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recordar que los postulados de la Estética de la Recepción ofrecen algunas claves teóricas para pensar la especificidad contemporánea de buena parte de las prácticas artísticas de las últimas décadas. Es decir: para pensar la contemporaneidad de lo que nos es contemporáneo. Estamos de acuerdo, en este sentido, con Rainer Rochlitz cuando escribe que “el ‘arte contemporáneo’ no es todo lo que se produce en la época contemporánea. De un modo aproximativo, podríamos decir, independientemente de toda noción de calidad, que es todo aquello que forma parte de un contexto de investigaciones y debates artísticos donde se trata de establecer una relación específicamente meditada con las imágenes, llamada a dirigir la atención de los contemporáneos hacia aspectos para los que todavía están ciegos”5. Nos acercaremos a la propuesta especulativa formulada en la Estética de la Recepción desde esta doble dimensión: en primer lugar, como un intento de restituir al receptor los derechos que la historia académica e institucional le ha negado durante siglos: frente a una concepción de la obra como portadora de un sentido estático, eterno, perenne y monumental (que funda una historia canónica, jerárquica e inmovilista), la apuesta por una noción de sentido que surja de la confluencia de autor, obra y recepción. En segundo lugar, como un intento de pensar la práctica artística desde una perspectiva dialógica e intercomunicativa, de acuerdo con buena parte de las aventuras artísticas de nuestro tiempo, planteadas de forma intencionalmente abierta para reclamar no sólo la contemplación pasiva de un espectador-intérprete, sino la intervención activa y co-creativa de un receptor que intervenga dinámicamente aportando a la obra aquello que le falta y constituyéndose así, de forma inequívoca, en una dimensión ineludible y constitutiva de la propia obra. Nos ocuparemos, pues, del núcleo teórico de la propuesta de la Escuela de Constanza sobre la noción de ‘recepción’ en aquellos aspectos que vinculan su propuesta a ciertas tendencias de las prácticas artísticas de las últimas décadas. Hay en ambas dimensiones la misma constatación: que el receptor no se añade desde fuera, extrínsecamente, a la obra ya constituída, clausurada y en posesión de un sentido definitivo, como si fuera un accidente prescindible de la obra, sino que es una parte esencial de la obra, en la medida que también es responsable de la configuración de sentido.

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2. La conferencia de Jauss de 1967 es, como ya hemos señalado, el texto programático de la Estética de la Recepción: según sostiene, es preciso eliminar los prejuicios del objetivismo histórico, según el cual la obra es un dato, clausurado en su sentido, que se ofrece a una contemplación extrínseca. Es preciso romper el ‘círculo cerrado’ de una estética fundada en la producción-representación, esto es, en un metafísica del artista y de la obra: mantenerse dentro de este círculo cerrado es despojar al arte de una dimensión que es inherente a su naturaleza social de fenómeno estético. Esta dimensión es, precisamente, el efecto producido por la obra (Wirkung) y el sentido que los receptores atribuyen a la obra. Es preciso abrir el círculo de producción de sentido al receptor: al receptor al que la obra está intencionalmente dirigida y que, al cabo, es quien termina por configurar el sentido de la obra en la circulación dinámica de la experiencia estética. Esta relación dialéctica, auténticamente dialogal, es el primer dato de la Estética de la Recepción, sin el cual la obra está esencialmente incompleta.

El artista Luciano Fabro realizó en el año 1967 (el mismo de la conferencia de Jauss) su Cubo di specchi en una antigua prisión de Pescara: se trataba de un cubo de 2 metros de lado construído con espejos en todas sus caras. En el interior, un actor (o el propio Fabro) leía un texto, mientras él mismo se veía confrontado a la multiplicación de su propia imagen como si fuera su propia audiencia y mientras los espectadores, desde el exterior del cubo, reflejados en los espejos, se contemplaban a sí mismos y escuchaban la voz del interior del cubo como un eco de sus propios pensamientos, casi como una réplica. La performance invitaba a la participación del público, que se veía confrontado consigo mismo en la propia obra a través de la dialéctica generada por el juego interior/exterior que los espejos planteaban6. Veinte años después, Dan Graham realizó otra performance consistente en la descripción que un performer, de ----

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espaldas a un espejo que tenía detrás, hacía de sí mismo y del público que tenía delante (un público que confrontaba, al mismo tiempo, la descripción que oía con lo que veía delante suyo); en una segunda fase, el performer se giraba de espaldas al público, poniéndose de cara ante el espejo, y volvía a describirse a sí mismo –a partir de su imagen reflejada- y al público que ahora veía en en el espejo: cualquier gesto, movimiento o comentario del público obligaba al performer a ajustar su descripción a las variaciones dinámicas del objeto descrito7. Los casos de Fabro y Graham, más allá de ser dos ejemplos del arte performativo de los años 60 y 70, permiten ubicarnos ante una inversión del papel del receptor operada en la escena artística durante los mismos años en los que se desplega la reflexión teórica de la Estética de la Recepción. Como decíamos: ante la conciencia del final de la obra cerrada y autoreferencial, clausurada tautológicamente en su sentido, ante la conciencia del final del receptor pasivo excluído de la configuración significativa de la obra y ante el principio de una cierta violencia ejercida frente a la mera contemplación como paradigma de la experiencia estética. Es en este sentido que decíamos que la Estética de la Recepción permite repensar las mutaciones de las prácticas artísticas de las tres últimas décadas en términos no estrictamente formales. O, por decirlo de otro modo: la contemporaneidad de algunas de estas prácticas no depende sólo de mutaciones inmanentes al orden de la propia obra, como podrían ser las variaciones del soporte, el uso del cuerpo del propio artista o la ruptura con la obra estática i museable. Todo el ámbito de la práctica artística queda redefinido desde sus mismos fundamentos, y no sólo la obra. Es más: las categorías puramente formales e inmanentes empleadas para el acceso a la comprensión de la obra quedan desbordadas precisamente por el reposicionamiento del lugar del receptor, el cual es conminado a abandonar su excentricidad respecto de la obra para pasar a formar parte de ella. Desde esta perspectiva, pretendemos dibujar una cartografía teórica provisional de aquellas líneas conceptuales propuestas por la Escuela de Constanza que, a nuestro juicio, pueden ser más útiles y estimulantes oara pensar la especificidad contemporánea de algunas de las prácticas artísticas de las tres últimas décadas. Quizás la noción más importante de las propuestas por Jauss es la de ‘horizonte de expectativas’ (Erwartungshorizon), una noción que, por sí sola, está en condiciones de refundar la historia tradicional del arte desde una perspectiva crítica, alejada por igual del positivismo canónico, del mero psicologismo relativista y del simple sociologismo. Jauss sostiene que, para describir la recepción de la obra, es preciso reconstruir el horizonte de expectativas de su primera recepción, es decir, el sistema de referencias, objetivamente formulable, de una obra en el momento de su aparición. Así, el horizonte de expectativas permite acercarse a la disposición en que se encuentra el público que acoge una obra, en la medida que constituye una especie de preconocimiento o saber previo (Vorwissen) que forma parte de la experiencia estética de los receptores. Frente a una estética fundada en la orginalidad y originariedad de las obras que marcan época, la noción de horizonte de expectativas supone que ninguna obra se presenta como una novedad absoluta surgida en un desierto de información: los receptores que la acogen ya están predispuestos a una cierta recepción y esta predisposición

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constituye la experiencia estética intersubjetiva previa8; seguramente por este motivo el propio Jauss ha manifestado que no tenía inconveniente en sustituir la expresión ‘horizonte de expectativas’ por el de ‘antecedentes de la recepción’9. El recurso a este horizonte en el que se inscribe la recepción de una obra intenta conjurar los peligros del psicologismo interpretativo que, inevitablemente, conduciría a un relativismo capaz de bloquear la simple voluntad de configurarse como estética: “El análisis de la experiencia del lector se sustrae a la amenaza del psicologismo cuando describe la recepción y el efecto de una obra en el sistema de relación objetivable de las expectativas que nace para cada obra de la comprensión previa del género, la forma y la temática de obras anteriormente conocidas /.../ en el momento histórico de su aparición”10.

Con este horizonte de expectativas, aun antes de su formulación en los términos que Jauss lo hace, han jugado siempre las obras, pero quizás ahora este recurso al horizonte del saber previo supuesto en el receptor ha pasado a formar parte de una estrategia de época. Son suficientemente conocidos los mecanismos artísticos de la cita, el palimpsesto, las referencias cruzadas o el anacronismo deliberado que caracterizan algunas de las prácticas artísticas de los últimos tiempos. Son claros ejemplos de cómo el horizonte de expectativas puede ser interpelado y activado por la propia obra. Pero sobre todo lo son aquellas obras que explícitamente activan el horizonte de expectativas para hacerlo consciente, para violentarlo o, quizás, modificarlo. En este sentido, como réplica explícita del ‘contemplador pasivo’, visitante paradigmático de galerías y exposiciones, pueden recordarse especialmente obras como los Quadri specchianti de Michelangelo Pistoletto, los primeros de los cuales datan de principios de los sesenta11.

En ellos, como es sabido, el artista ha inscrito imágenes fotografiadas recortadas en la superficie de los espejos que se presentan, apoyados en el suelo, como cuadros de exposición: su visión genera un proceso dinámico entre la imagen fija sobreimpresa en el espejo y el reflejo del propio espectador en el interior de la obra. Así, el espectador se ve confrontado a su propia contemplación y la propia obra violenta su exclusión o reclusión en el ámbito de una percepción puramente pasiva: no es posible quedarse fuera. De esta tensión, que lleva al espectador al interior de la obra, que tranforma la propia conciencia de obra en autoconciencia de la propia contemplación, nace la interacción que define la obra.

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Con los Quadri specchianti, como con tantas otras obras de Pistoletto, se pone en escena, de forma dinámica, el horizonte de expectativas, por el contraste entre aquello que uno espera ver y aquello que, de hecho, ve, entre aquello que vemos y aquello que nos mira, lo cual, en el fondo, no es sino nuestra propia imagen que nos devuelve, fragmentada, la mirada que le dirigimos. De hecho, estas obras de Pistoletto se definen por un horizonte abierto dentro del cual se integra el espectador, de modo que la superficie reflectante que hace de fondo de la figura, como su ausencia, representa el tiempo pasado y fijo. Los Quadri specchianti son imágenes, pero imágenes que producen, continuamente, nuevas imágenes, gracias a la obertura de su horizonte a un presente que es renovado a cada momento: son, en definitiva, el marco para un presente que es un presente infinito, siempre abierto a la confrontación de dos tiempos, un tiempo que surge de la figura estática, recortada, del espejo y un tiempo que pertenece a cada uno de los espectadores. Con ello, Pistoletto invierte la unidireccionalidad de la pintura cerrada en su pasado por la inclusión, en imagen, del presente del espectador: observador y observado, obra y espectador, se convierten, de repente, en un ser acoplado, confundido, indiscernible12. Y, en este cruce de horizontes, se confronta lo que nosotros esperamos de la obra, lo que la obra ofrece y lo que, finalmente, acabamos encontrando en la obra: y todo ello se produce materialmente, representativamente, en la superficie de la tela.

Los Quadri specchianti, así, tienen valor de paradigma, puesto que materializan lo que constituye, desde la Estética de la Recepción, la esencia de la obra: la expansión del sistema semiológico por la activación del horizonte de expectativas. Una expansión que se abre entre dos polos: por una parte, el desarrollo del sistema constituido por aquel conjunto de reglas del juego que se mantienen, y, por otra, la corrección o mutación del sistema a través de aquellas intervenciones que lo modifican o, incluso, que lo subvierten. Esta expansión es fundamental para la valoración estética de una obra, puesto que, como ha señalado Jauss, “el horizonte de expectativas de una obra, que puede reconstruirse según hemos dicho, permite determinar su carácter artístico en la índole y el grado de su influencia sobre un público predeterminado. Si denominamos distancia estética a la existente entre el horizonte de expectativas previo y la aparición de una nueva obra cuya aceptación puede tener como consecuencia un ‘cambio de horizonte’ debido a la negación de experiencias familiares o por la toma de conciencia de experiencias expresadas por primera vez, entonces esa distancia estética se puede objetivar históricamente en el espectro de las reacciones del público y del juicio de la crítica”13. Lo importante de esta expansión del sistema semiológico es que las mutaciones no afectan sólo al despliegue autónomo del lenguaje plástico o visual (y que serían sólo modificaciones inmanentes a la obra, formales o estilísticas), sino que afectan sobre todo al horizonte de expectativas y que, por tanto, tienden a modificar y corregir el propio ‘lugar’ del receptor y los contenidos que lo definen. Esta confrontación del espectador con sus propios modos de recepción, una confrontación provocada por la obra, es lo que caracteriza algunos de los trabajos

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de Marina Abramovic, como “Imponderabilia” (1977), performance realizada con Ulay: los dos performers se situaban, cara a cara, desnudos, en la puerta de entrada de la Galeria Comunale d’Arte Moderna de Bolonia, dejando, entre ellos, un pasillo por donde debían pasar los que entraban a la galería. Así, la obra se convertía en puerta de entrada y umbral, forzando al ‘espectador’ a pasar por en medio: el espacio de entrada, paradójicamente, era a la vez el lugar de salida y la obra, instalada en el intervalo de paso, se convertía en puro tránsito14.

Desde una perspectiva muy diferente, Art & Language ha fundado toda su práctica teórica y artística en la explicitación del carácter dialógico y conversacional de la esencia de la obra. Por su relación con esta dialéctica generada en torno al horizonte de expectativas, nos parece especialmente relevante su trabajo “Portraits of V. I. Lenin in the Style of Jackson Pollock” (1980)15.

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Lo que ya el título pone de manifiesto no es tanto la interpretación ‘correcta’

o ‘auténtica’ de la obra como la propia ambigüedad de la obra de arte, una ambigüedad constitutiva, en la medida que el ‘sentido’ de la obra se constituye como un horizonte abierto y que puede ser recorrido, de forma diversa, en función del horizonte de expectativas del espectador que lo contempla. Por ello, los problemas del análisis de la imagen ya empiezan con una descripción que no puede ser, ella misma, sino problemática, en la medida que remite, irremisiblemente, a la competencia del receptor. Un conjunto de cuatro espectadores, imaginarios pero concebibles, ofrecerá cuatro identidades diferentes para la misma obra (¿es preciso recordar a Pierre Menard?): un espectador que no estuviera familiarizado con el estilo de Pollock y que, además, no reconociera el retrato de Lenin podría calificar el cuadro como un producto arbitrario o, en su caso, una realidad virtual sin significado explícito; otro, familiarizado con el estilo de Pollock, que tampoco no viera el retrato de Lenin, podría tomar la obra como una pintura de Pollock, como un pastiche o como una cita plástica o plagio técnico con intenciones vagamente conceptuales; un tercero, no familiarizado con Pollock, podría reconocer entre las manchas el célebre retrato de Lenin con gorra y considerar la obra como un juego más o menos jeroglífico, al estilo de las imágenes ocultas en una superficie que la velan; finalmente, un espectador conocedor de Pollock que, además, reconociera los trazos de Lenin quizás consideraría la obra como una yuxtaposición irónica de dos mundos estéticos e ideológicos incompatibles; podría continuarse con la hipótesis, pero nos parece suficiente para reconocer en el trabajo de Art & Language no sólo la confirmación –siempre necesaria- de que el ‘ver’ no es nunca neutro, sino que, en el acto del ‘ver’ y ‘describir’ una obra, ya está contenida una configuración de sentido que activa el horizonte de expectativas de cada receptor. Lo que la obra –toda obra- reclama al acto de ‘ver’ es que sea consciente de su propio preconocimiento: si alguna cosa pretende el acceso a obra, no existe forma de verla que sea neutra, inmediata y absolutamente originaria. En ello consiste, precisamente, la falacia de la transparencia: en suponer que la obra habla por sí misma y que sólo hace falta escuchar lo que dice. De hecho, en la medida en que se ve una obra de arte de forma neutra, no se la ve como obra: no sólo el preconocimiento del receptor condiciona su recepción de la obra, sino que la propia obra es transforma a medida que va generando diferentes interpretaciones. Nada se está quieto, porque nada está al principio de todo: de ahí, toda la banalidad de la retórica de las rupturas y los comienzos, de la supuesta originalidad y de la voluntad de iniciar el mundo. En arte no hay nacimiento sino como una forma de rehacer, aunque sea contradiciéndolo, todo el pasado. No hay grado cero en el tiempo propio de la experiencia estética.

De hecho, el simple desplazamiento en el lugar de ubicación de la obra provoca una ‘puesta entre paréntesis’ (por decirlo en el lenguaje husserliano) del horizonte de expectativas. Pensamos en la célebre acción de Pistoletto (documentada en un video titulado “Good morning, Michelangelo”16) consistente en dejar la esfera del mundo de papel, realizada por el artista, en el medio de la calle y registrar las diferentes reacciones de los paseantes. Esta acción, en cierto modo una inversión irónica de los objets trouvés de Duchamp, constituye una

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invitación a la insurrección visual y una auténtica inauguración de horizonte de expectativa sin ‘espera’ predeterminada: la obra está allí donde no se la espera y se dirige a aquellos que no tienen intención predeterminada de verla. La modificación del horizonte de expectativa se produce en pleno espacio urbano, cuestionando, con ello, el lugar social del arte y la conversión de la obra en mercancía estática museable. En este sentido, los ejemplos serían interminables.

La noción de Erwartungshorizon plantea el problema de la obra en relación con el universo visual que la precede y que, en cierto modo, acoge su aparición, así como en relación a la contaminación visual que precede la posibilidad misma de su recepción: no hay recepción pura, originaria, impolutamente blanca. Cada obra dialoga con las obras preexistentes, en una relación que, a pesar de poder ser rastreada a través de la genealogía, las filiaciones, mutaciones o subversiones y, por tanto, a pesar de producirse como diálogo inmanente en el marco de las características formales del arte, no se limita a ser formal; al mismo tiempo, sin embargo, toda obra se dirige, a menudo a pesar de la voluntad del propio artista, a los precognita del espectador que, de alguna manera, condicionan la recepción (lo cual es especialmente manifiesto en aquellos productos artísticos que surgen –y aquí sí que la lista sería interminable- de la voluntad del artista de adular a los futuros contempladores de su obra, remitiéndoles a lo que esperan de ella).

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[Antoni Muntadas]

La segunda de las nociones clave de la Estética de la Recepción es lo que

Wolfgang Iser denomina “estructuras apelativas” (Appelstruckture): con este genérico se refiere al repertorio de perspectivas abiertas por las propias obras que se dirigen, intencionalmente, a un receptor y que reclaman de él el despliegue de la obra. De acuerdo con la distinción formulada por Roman Ingarden entre concreción y reconstrucción (según la cual el texto –y ello sería válido también para la ‘obra’ plástica o musical- ofrece diferentes perspectivas esquemáticas que constituyen a la obra como objeto pero que, sin embargo, sólo son el punto de partida para la dimensión que el receptor aporta a la obra, desarrollándola)17, Iser señala que “la obra es más que el texto, ya que sólo adquiere vida en la concreción, y ésta no es independiente de las disposiciones aportadas por el lector, aun cuando tales disposiciones son activadas por los condicionamientos del texto. El lugar de la obra de arte es la convergencia del texto y lector, y posee forzosamente carácter virtual, puesto que no puede reducirse ni a la realidad del texto ni a las disposiciones que constituyen al lector. A esta virtualidad debe la obra de arte su dinámica, que, por su parte, es la condición de los efectos que produce. El texto se actualiza, por lo tanto, sólo mediante las actividades de una conciencia que lo recibe, de manera que la obra adquiere su auténtico carácter procesal sólo en el proceso de su lectura. Por eso, en lo sucesivo, sólo se hablará de obra cuando se cumple este proceso como constitución exigida por el lector y desencadenada por el texto. La obra de arte es la constitución del texto en la conciencia del lector”18.

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Richard Long, en la muestra de Arte povera de 1968 en Amalfi, se plantó en

la acera y, con toda naturalidad, iba dando la mano a los paseantes que le pasaban por el lado (fue una de las Azioni povere de la muestra19): su gesto tiene valor de metáfora. Todas las obras nos ‘tienden’ la mano: no sólo dan a ver, sino que reclaman, para ser vistas, un desplazamiento efectivo del receptor hacia ellas, un contacto que no tiene porqué ser físico. Toda obra nos apela, nos llama, y, en ese gesto de apelación, se contiene una dimensión de la obra que no puede reducirse a su contenido; es más: el contenido, en cierto modo, es lo que es en función de la dimensión apelativa de la obra.

De alguna manera, es cierto que toda la historia del arte está atravesada, de punta a punta, por un inmenso registro de diferentes estrategias apelativas que reclaman la atención del receptor al mismo tiempo que lo ubican en ese espacio abierto por dichas estrategias. Sólo hace falta penar en los ojos de cualquier Pantócrator románico –ya nos hemos referido a ellos- o las inscripciones que Tàpies ha escrito en tantas de sus obras (Mireu! Mireu!) casi como un imperativo estético de nuestro tiempo. Estos casos, como ejemplos, son, ciertamente, estructuras apelativas que invitan a la recepción –a una determinada recepción, obviamente-, pero que, sin embargo, asignan al receptor un lugar predeterminado, puramente contemplativo, acentuando con ello, así, la subordinación jerárquica del receptor respecto de las orientaciones generadas por la propia obra. Por esto, quizás sea más adecuado, si hemos de pensar los términos de la Estética de la Recepción en relación a las prácticas artísticas contemporáneas, hablar, más propiamente, de estructuras ‘interpelativas’. Con ello, a nuestro juicio, es pone énfasis, no tanto en la orientación unidireccional lanzada desde el binomio artista-obra hacia el receptor, sino en la invitación a la participación del receptor en la configuración del sentido de la obra: un sentido abierto, justamente, por estas estructuras que interpelan y que reclaman la participación activa del receptor desde la conciencia de que es él quien modula no sólo la intensidad, sino la propia naturaleza de su relación con la obra.

Por citar dos casos suficientemente alejados entre sí, en lo que respecta a sus estrategias, recurriremos a Dan Graham y a Lygia Clark. El primero presentó

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en 1976, en el marco de la exposición temática Ambiente de la Bienal de Venecia, la instalación Public Spaces/Two Audiences.

Se trataba de un espacio dividido en dos salas que organizaba un complejo

juego de imágenes a partir de la combinación de cristales y espejos20. Con ello, el receptor, en lugar de contemplar una producción artística exhibida en una sala, se veía confrontado y expuesto a sí mismo por la estructura ubicada, como un microcosmos, en el interior de la sala: el juego de cristales transparentes y espejos permitía, al mismo tiempo, contemplarse reflejado como objeto y contemplar a los otros, pero, también, saberse observado por los otros. Con ello, se generaba, así, un espacio de interrelaciones complejas y asimétricas que tenían su punto de partida en las dimensiones abiertas por la propia obra: era preciso escoger la forma de mirar, elegir qué y cómo se quería ver y, a la vez, ser consciente de la elección de la estrategia de visión.

En Present Continous Past(s), de 197421, el mismo Graham planteaba la fractura de la simultaneidad en términos de tiempo, con una instalación configurada por espejos que reflejaban el presente y un monitor en el que podía contemplarse la imagen del interior de la instalación con 8 segundos de retraso: la interpelación, aquí, no pretende ser intersubjetiva, como antes, sino que duplica el yo del receptor en un presente inmediato y puntual y en un pasado inmediato, todavía presente, acentuando la discontinuidad antes que la sustancialidad y la permanencia. La interpelación obliga a desplazar la mirada a través de dos representaciones paradójicamente diacrónicas y sincrónicas, con lo cual el receptor activa las estrategias que la obra sólo propone: es el receptor quien dispone.

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Lygia Clark, confrontada críticamente al mito del artista demiurgo y a la

fetichización y cosificación de la obra, entregó la autoría de la obra al espectador, de forma quizás más lúcida que otros artistas de su generación, para que aquél dejara de comportarse como tal, redescubriera su propia poética y se convirtiera en sujeto de su propia experiencia con la obra. Con ello, la obra como tal, en la inmanencia de su materialidad, es literalmente insignificante como obra, puesto que sólo la manipulación del receptor le otorga esta dimensión: el receptor pasa a ser participante, co-artista y sujeto de una experiencia que no puede detenerse en la mera contemplación. Las estructuras interpelativas, aquí, son estrategias de participación que constituyen, como tales, el motor de experiencias, variaciones de autoconciencia y autoconocimiento, caminos de autoexploración que sólo tienen sentido en la medida que el receptor participa y actúa22: así, del mismo modo que las estructuras ‘apelativas’ de las que habla Iser suponen una fractura en la metafísica idealista del arte (tal como se había fundado en el dogmatismo esencialista y como había quedado consumada en Hegel), las piezas de Lygia Clark suponen, como las de tantos otros artistas recientes, el cuestionamiento radical del carácter cerrado y autoreferencial de la obra, la salida de la práctica artística de postguerra enmarcada todavía bajo la perspectiva de la contemplación. La interpelación se convierte en participación intersubjetiva, obertura a experiencias relacionales de las que sólo la miopía puede ignorar su dimensión política.

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Estos ejemplos, ciertamente, son una clara muestra –en las artes plásticas-

de las estrategias interpelativas que Iser rastrea en las estructuras narrativas como espacios que inauguran la tangente por la que el lector interviene en la obra: estrategias que interpelan al receptor reclamando su participación activa, incluso física. Sin embargo, es preciso no confundirse: obras como las de Dan Graham o Lygia Clark explicitan algo que quizás siempre ha estado profundamente latente, puesto que la participación física, con el propio cuerpo del receptor, no es la única posibilidad de participación promovida por las estructuras de interpelación; éstas, de hecho, promueven, según Iser, otras formas de participación que, sin ser físicas y corporales, no son menos activas y creativas. Por ejemplo, lo que Iser denomina ‘lugares de indeterminación’: aquel repertorio de estrategias que aumentan, en la obra, los espacios de indeterminación, los lugares vacíos, las perspectivas abiertas, la configuración oscilante de significados y que hacen de la obra un umbral abierto, no totalizado ni totalizable (como, después de Iser, formulará Umberto Eco en su célebre Opera aperta): “entre las ‘perspectivas esquemáticas’ hay lugares vacíos que surgen de la determinación producida por el choque de perspectivas. Estos lugares vacíos abren un espacio explicativo del modo de relacionarse los aspectos representados en las perspectivas. No deben ser dejados de lado por causa del texto. Por el contrario, cuanto más afina un texto en su retícula expositiva, es decir, cuanto mayor sea el número de ‘perspectivas esquemáticas’ que producen el objeto del texto, tanto más aumenta el número de lugares vacíos. Ejemplos clásicos de esto pueden ser las últimas novelas de Joyce, Ulysses y Finnegans Wake, en las que una hiperprecisión de la retícula expositiva hace aumentar proporcionalmente la indeterminación. /.../ Los lugares vacíos de un texto literario no son de ninguna manera, como quizás pudiera suponerse, un defecto, sino que constituyen un punto de apoyo básico para su efectividad”23. De ahí, que lo importantes de estos ‘lugares de indeterminación’ es que reclaman la participación –diversa y multiforme- del receptor para rellenarlos, para determinarlos: son ofertas de participación, como una mano tendida, que inclinan pero no resuelven.

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Las prácticas artísticas de las tres últimas décadas han explorado diferentes estrategias de interpelación a través de la indeterminación y obertura de la obra, aumentando, con ello, su carácter fragmentado, segmentado, discontinuo. Nos referiremos tan sólo a dos ejemplos.

El primero es el Atlas de Gerhard Richter24, que nos parece una obra

ejemplar, entre otros motivos, por su exploración de la indeterminación: y no tanto por su carácter de work in progress, sino por la constitución de un espacio, de contornos indefinidos, lleno de grietas y discontinuidades. Entre la materialidad de la obra, configurada como una formación esquemática de narraciones discontinuas que dejan abiertos e imprecisos los lugares de indeterminación, y la concreción del receptor, que otroga sentido a los vacíos de la obra y, con ellos, a su contenido, se abre todo el espacio de la experiencia estética. Y este espacio es, en el Atlas, un lugar de paso que difícilmente sería transitado si la propia obra no desplegara, desde la lógica de la propia estructura, diferentes estrategias interpelativas que reclaman la participación activa del espectador. Si en la obra de Richter hay una dialéctica de la mirada y una interacción con el receptor es por la vía de un tratamiento genérico: en ella, el espectador es invitado a ver no sólo la imagen individual que tiene delante, sino también el género al que pertenece

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(bodegones, paisajes, nubes, etc.); la obra propone una oferta de sentido que incita a interesarse por el propio funcionamiento de las imágenes, más allá incluso de su propio contenido o sus narrativas implícitas e interrumpidas. Las cesuras en el curso de la linealidad, entre las diferentes series más o menos homogéneas, interrumpen una obra con voluntad cartográfica que, a cada paso, bloquea la posibilidad de la clausura.

El segundo caso es Canadá, una obra de Christian Boltanski de 198825

(podría pensarse también, por ejemplo, en Inventory of the Man from Barcelona 26), un trabajo sobre el Holocausto que, desde el mismo título, remite al lugar que los nazis habilitaban en el Lager para que los judíos dejaran sus pertinencias: Boltanski ocupa una sala de grandes dimensiones y cubre todo el suelo con más de 600 piezas de ropa usada, que son, al mismo tiempo, presencia y ausencia, objetos y recuerdos, trazas de lo invisible y ausente. El espectador entra en la sala por un extremo y debe recorrerla a través de un pasillo, como un puente, instalado sobre las piezas de ropa: se trata de un lugar de paso físico que fuerza a vivir, desde el interior (como sucede en tantas otras obras del propio Boltanski), la propia obra. Pero la ropa abandonada es ropa como la que nosotros mismos llevamos: los cuerpos que no están podrían ser los nuestros. Boltansky acomete la dificultad de representar lo irrepresentable por la vía de la elipsis y la indeterminación. Más que presentar y representar lo ocurrido, convirtiéndolo en espectáculo, lo que hace es insinuar una experiencia, ofrecer al receptor la posibilidad, paradójicamente imposible, de ocupar el vacío que, desde su ausencia, protagoniza la obra. Lo no dicho y lo no mostrado es lo que, en cierto modo, según esa modalidad del decir y el mostrar que es la elipsis, es dicho y mostrado como imposibilidad. La indeterminación de la obra acentúa, en este caso, la imposibilidad de determinar del todo, clausurándola, una experiencia que sólo ofrece un acceso tangencial.

Finalmente, en tercer lugar, nos referiremos a otra de las nociones que

constituye uno de los pilares teóricos de la Estética de la Recepción: el receptor implícito. Nothrop Frye escribió que “se ha dicho de Boehme que sus libros son un picnic al que el autor aporta las palabras y el lector el significado. Puede que dicha apreciación tuviese una intención burlesca pero es una descripción exacta de toda

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obra literaria sin excepción”27. Y lo que vale para la obra literaria vale aquí también para la obra tout court. De la importancia del receptor implícito en la creación contemporánea habla, de forma explícita, Boris Groys: “Desde hace ya tiempo, y suficientemente a menudo, se oye hablar de la muerte del Autor. Pero más bien se tiene la sensación de que lo que falta en el arte actual es el Espectador. Y, así, los artistas empiezan cada vez más a esbozar la figura de un espectador ideal, bajo su propia dirección, al que presentarían con gusto su arte; una figura con la cual podría identificarse eventualmente un espectador real”28. El espectador implícito es, en cierto modo, el receptor previsto. Desde la perspectiva de la Estética de la Recepción, la obra no sólo se dirige a través de la interpelación a un receptor que ha de configurar el sentido, sino que contiene, implícitamente, el modelo de receptor que reclama. Así lo ha formulado Wolfgang Iser en El acto de leer. Teoría del efecto estético29, donde elabora su reflexión en torno al ‘lector implícito’, que no se identifica con el receptor real, sujeto empírico contemporáneo a la obra, ni con el receptor ideal que, en el fondo, no sería sino una ficción de sujeto. El ‘lector implícito’ –o el ‘receptor’ implícito- está constituido por aquellas estructuras de la obra mediante las cuales el lugar del receptor está, en cierto modo, previsto y con las cuales el receptor puede vincularse a la obra por los actos de comprensión y de juego que la propia obra promueve y genera. Lo cual equivale a decir que cualquier obra tiene predeterminadas, por su propia esencia, una oferta de papeles para sus posibles receptores: el receptor implícito, así, es el conjunto de estructuras de la obra que reclaman que el receptor se instale en el punto de perspectiva que la obra le ofrece. Por ello, la obra no es sólo la presentación visible de un contenido determinado o la forma de presentar este contenido, como sostienen todas las estéticas de raíz idealista, sino que, ademas, contiene también las indicaciones –más o menos explícitas- para una determinada forma de acceso a ella. Esto es: la propia obra introduce el punto de vista del receptor, lo prevé implícitamente, de modo que este receptor implícito orienta pero no determina la actualización del sentido.

Dejemos la palabra al propio Iser: “Cuando en los siguientes capítulos de este trabajo se hable del lector, con ello se hace referencia a la estructura inscrita en los textos. A diferencia de los tipos de lectores citados [el lector de la época, el lector ideal, el archilector o el lector informado], el lector implícito no posee una existencia real, pues encarna la totalidad de la preorientación que un texto de ficción ofrece a sus posibles lectores. Consecuentemente, el lector implícito no está anclado en un sustrato empírico, sino que se funda en la estructura del texto mismo. /.../ Por ello, el concepto de lector implícito describe una estructura del texto en la que el receptor siempre está ya pensado de antemano, y la ocupación de esta forma cóncava tampoco puede ser impedida cuando los textos en razón de su ficción de lector, de manera explícita, parecen no preocuparse de un receptor o incluso pretenden excluir a su posible público por medio de las estrategias utilizadas. De esta forma el concepto de lector implícito pone ante la vista las estructuras del efecto del texto, mediante las cuales el receptor se sitúa con respecto a ese texto y con el que queda ligado, debido a los actos de comprensión que éste promueve”30.

Para ver el sentido del ‘receptor’ implícito en el margen de una estética de la recepción que no pretenda limtarse a ser ‘teoría literaria’, sólo hace falta pensar

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en algunos de los artistas a los que ya nos hemos referido, como Clark, Graham o Richter: en sus obras está configurada la posición que el receptor deberia ocupar para entrar en el juego que la obra ofrece y en el sentido que la obra abre. Incluso más: estamos convencidos que buena parte de las dificultades de la ‘recepción’ del arte contemporáneo reciente más comprometido con una búsqueda plástica no encorsetada en las comodidades de lo previsible o de lo ya visto surgen de la imposibilidad de postular un ‘receptor’ único y universal para todas las prácticas artísticas: en cierto modo, cada práctica artística prefigura su receptor implícito, multiplicando, así, las diferentes formas de acceso a la obra. Es evidente, en este sentido, que el receptor postulado implícitamente por la obra de Lygia Clark no es el mismo que postula el Atlas de Richter, como el receptor implícito en la obra de Pistoletto no es el mismo que el previsto en Dan Graham. Las diferentes propuestas artísticas, así, no fundan su diferencia sólo en las variaciones de la articulación entre forma y contenido, sino sobre todo, fundamentalmente, en que fuerzan al receptor a encontrar su lugar como receptor, es decir, fuerzan a ser conscientes de cuál de las vías de acceso a la obra es, en cada caso, la nuestra.

La reflexión de Iser, de hecho, se inscribe, como él mismo se ocupa de recordar, en el espacio abierto por la tradición fenomenológica. Ya Husserl había señalado que “mientras las realidades son en sí lo que son, sin cuestiones acerca de los sujetos que se refieren a ellas, los objetos culturales son en determinada manera subjetivos, que brotan del obrar subjetivo y que, por otra parte, se dirigen a los sujetos en cuanto sujetos personales /.../. Tienen objetividad, una objetividad para ‘sujetos’ y entre sujetos. La relación de sujetos pertenece a su propio contenido esencial, con el que son pensados y experimentados... y, por tanto, la investigación objetiva debe avanzar aquí, en parte, en relación al sentido mismo de la cultura y de su forma operante”31. En esta dirección, Iser reconoce que es el texto, y por extensión la obra, quien debe introducir ‘el punto de visión’ del receptor: “los aspectos del texto, consecuentemente, no sólo implican un horizonte de sentido, sino igualmente un punto de visión del lector que debe ser referido por el lector real para que el horizonte de sentido desarrollado pueda repercutir sobre el sujeto. La constitución del sentido y la constitución del sujeto lector son dos operaciones reforzadas mutuamente en los aspectos del texto. Se entiende que el punto de visión del lector no puede ser determinado por la historia experiencial de los lectores posibles, aun cuando ésta no pueda ser totalmente eliminada. Pues sólo si el lector es sustraído de su historia experiencial, puede acontecer algo con él. Consecuentemente, el punto de visión del lector, de alguna manera, debe ser establecido conjuntamente por el texto”32. Unos años después de la publicación del libro de Iser, Eco publicará Lector in fabula, una revisión autocrítica de su Opera aperta que lleva como subtítulo La cooperación interpretativa en el texto narrativo: en este texto, Eco pretendía “determinar qué aspecto del texto estimulaba y al mismo tiempo regulaba la libertad interpretativa. Trataba de definir la forma o la estructura de la apertura”33. Retomando la tesis de Iser sobre los lugares de indeterminación34, Eco volvía sobre la idea del receptor implícito: “un texto postula a su destinatario como condición indispensable no sólo de su propia capacidad comunicativa concreta, sino también de la propia potencialidad significativa. En otras palabras un texto se emite para que alguien lo actualice; incluso cuando no se espera (o no se desea) que ese alguien exista concreta y

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empíricamente”35. Y, en concreto, de forma todavía más explícita, Eco añadía: “un texto postula la cooperación del lector como condición de su actualización. Podemos mejorar esta formulación diciendo que un texto es un producto cuya suerte interpretativa debe formar parte de su propio mecanismo generativo: generar un texto significa aplicar una estrategia que incluye las previsiones de los movimientos del otro; como ocurre, por lo demás, en toda estrategia”36. En cualquier caso, a nuestro juicio, está todavía pendiente la aplicación en este sentido de los postulados de la Estética de la Recepción a las artes plásticas, después de haber mostrado su pertinencia y la fertilidad de sus análisis en la teoría literaria: el propio Eco pareció ser consciente de ello cuando, en el prólogo de 1978 (!) a Lector in fabula, señaló que “queda en pie el problema de la cooperación interpretativa en la pintura, en el cine y en el teatro”37. Sin embargo, el propio Jauss, en un texto de 1973, pretendía responder a sus críticos “tratando de aclarar lo que la estética de la recepción puede aportar al arte, su historia y la relación con la historia en general, y lo que ella sola no puede hacer”38: sus aportaciones más importantes en el intento de desarrollar los postulados de la Estética de la Recepción más allá de la teoría literaria están contenidos en un breve artículo “Historia e historia del arte” y en uno de sus textos más comentados, “Pequeña apología de la experiencia estética”39. En ellos, no sólo pretende arruinar lo que denomina el ‘dogmatismo estético’ que legitima la concepción sustancialista de un proceso autónomo de transmisión, sino que, además, siguiendo el principio de Valéry referente a la noción de ‘visión creadora’, reivindica la experiencia estética como ‘recepción en la libertad’. En cierto modo, estos dos principios articulan su obra de madurez, Experiencia estética y hermenéutica literaria 40, una obra que puede ser leída como una reescritura de la Poética aristotélica, así como una respuesta sistemática a la impugnación de Susan Sontag según la cual “en lugar de una hermenéutica, necesitamos una erótica del arte”41.

No tenemos la intención de acabar provisionalmente estas reflexiones de forma especialmente provocativa, pero la confrontación de esta cartografía teórica con la realidad de la recepción ofrece un balance más bien irónico, puesto que resulta que estas décadas en las que las prácticas artísticas han redibujado el lugar para un nuevo espectador, fundamentalmente más activo y más participativo, coinciden en el tiempo con una época en la que se ha acentuado la dificultad del arte contemporáneo para encontrar sus públicos. O, quizás, más que una ironía, constituya la raíz del problema, ya que, al mismo tiempo que la obra –de forma consciente y explícita- tiende la mano al receptor (como veíamos en la acción de Long), se le reclama al receptor que abandone la plácida comodidad de una contemplación pasiva y que participe de pleno en la configuración de sentido abierta por la obra. Sin embargo, más allá de todas las dificultades, en esta voluntad de recepción del arte reciente radica, a nuestro juicio, su carácter más propiamente político, más esencialmente político, puesto que en ello late el aliento del proyecto utópico de la comunicación intersubjetiva. Pero frente a esta voluntad utópica, la realidad antiutópica del arte espectáculo, un fenómeno también reciente y, por lo que parece, cada vez más dominante y hegemónico, quizás constituye, en el fondo, su desmentimiento provisional o, como mínimo, una de sus paradojas más lacerantes.

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NOTAS 1 Texto escrito para el Centenario del Cine. Distribuido en 1995 en el Odeon Theatre de París. 2 Jauss, H. R., La historia de la literatura como provocación, Barcelona, Península, 2000. El propio Jauss ha hecho un balance de los inicios y fuentes de la Estética de la Recepción en “La Teoria de la Recepció. Notes a uns antecedents poc estudiats”, recogido en Teoria de la recepció literària. Dos articles, Barcelona, Barcanova, 1991. 3 Entendemos la noción de ‘paradigma’, como propone Jauss, en sentido radical y preciso, como lo define Thomas S. Kuhn en La estructura de las revoluciones científicas, México, Fondo de Cultura Económica, 1971, 6ª reimpr. 1981 (original inglés de 1962). 4 Vodicka, CFR. WARNING 5 Rochlitz, R., “El punto en que nos hallamos”, en Buchloh, B.H.D. y otros, Fotografía y pintura en la obra de Gerhard Richter, Barcelona, MACBA, 1999, pp. 246-247. 6 Cfr. Christov-Bakargiev, C. (ed.), Arte povera, Londres, Phaidon Press, 1999, p. 100. 7 Cfr. Moure, G. (ed.), Dan Graham, Barcelona, Fundació Antoni Tàpies, 1998, pp. 98-100. 8 “Hay, sin embargo, unos medios empíricos en los que hasta ahora no se había pensado, datos literarios de los que puede obtenerse para cada obra una disposición específica del público anterior tanto a la reacción psicológica como a la comprensión subjetiva de cada uno de los lectores. Al igual que en toda experiencia actual, forma también parte de la experiencia literaria que trae por primera vez al conocimiento una obra hasta ahora desconocida, un ‘saber previo que constituye un factor de la experiencia misma y a base de él, lo nuevo que pasa a formar parte de nuestro conocimiento se hace en general experimentable, o sea, se hace legible en un contexto de experiencias’”, Jauss, La historia de la literatura como provocación, p. 163. 9 Jauss, H. R., “El lector como instancia de una nueva historia de la literatura”, en Mayoral, J. A. (ed.), Estética de la recepción, Madrid, Arco Libros, 1987, p. 69. 10 Jauss, La historia de la literatura como provocación, p. 163. 11 Cfr. Michelangelo Pistoletto, Barcelona, MACBA, 2000, pp. 30-54. 12 El propio Pistoletto lo ha planteado en estos términos: “In traditional painting, representation and drawing cover the entire surface. This is a static aspect which has come down through the years as a univocal signal. It can correspond to the figure that I place on the surfaces of the mirrors paintings, a fixed signal, an image ‘snapped’ at a certain historical moment. But in my mirror paintings the image coexists with every present moment. Old paintings exist today without containing the presence of our time; their only presence is that of their own time. It is our job to make them live, make them feel at home, enjoy them, criticize them, locate them historically, according to our present-day interest. In my works, however, the current time of the future is already included in the continous mobility of the images, in the constantly renewed present of the reflection”, cit. en Celan, G., Pistoletto, Nueva York, Rizzoli, 1988, p. 31. 13 Jauss, La historia de la literatura como provocación, p. 166. 14 Cfr. Abramovic, M., Artist Body. Performances 1969-1998, Milán, Edizioni Charta, 1998, pp. 150-156. 15 Cfr. Art & Language in Practice, Barcelona, Fundació Antoni Tàpies, 1999, vol. I, pp. 26-35. 16 Cfr. Out of Actions: between performance and object 1949-1979, Nueva York, Thames and Hudson, 1998, p. 50. 17 “En contraste con su concreción, la obra literaria misma es una formación esquemática. Es decir: algunos de sus estratos, especialmente el estrato de las objetividades representadas y el estrato de los aspectos contienen ‘lugares de indeterminación’. Tales lugares se eliminan parcialmente en las concreciones. /.../ La obra literaria, en cuanto tal, es una formación puramente intencional que tiene la fuente de su ser en actos de conciencia creativos de su autor, y cuyo fundamento físico está en el texto escrito o en otro medio físico de posible reproducción /.../. Como ya he observado, si se quiere llevar a cabo una aprehensión estética de la obra de arte, hay que ir con frecuencia más allá de lo que efectivamente está contenido en el estrato objetivo de la obra, en el proceso de

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objetivación de las objetividades representadas”, Ingarden, R., “Concreción y reconstrucción”, en Warning, R. (ed.), Estética de la recepción, Madrid, Visor, 1989, p. 36. 18 Iser, W., “El Proceso de Lectura”, en Warning, op. cit., p. 149. Cfr. también, especialmente, “La estructura apelativa de los textos”, pp. 133–148, donde analiza los denominados ‘lugares de indeterminación’ de la obra como la más eficaz estructura apelativa de los textos literarios. 19 Cfr. Christov-Bakargiev, op. cit., p. 60. El sentido político de la acción ha sido subrayado por Germano Celan: “Thus, attention is shifting contingent actions that disdain all forms of objectual apology. Critico-aesthetic activity is being translated into free and revolutionary action that dissolves imitation, refuses objectual extension and embodiment in additional and productive presentations, and involves acts that can be critico-political only. A choice is being made in favour of socio-political integration of work with the aim of eliminating the sectorial and classicist division that undermines the revolutionary and propulsive charge”, ibid., p. 224. 20 Para más detalles, cfr. Dan Graham, cit., pp. 117-120. 21 Cfr. ibid., pp. 103-106. 22 Cfr. Lygia Clark, Barcelona, Fundació Antoni Tàpies, 1998. 23 Iser, “La estrategia apelativa de los textos”, op. cit., p. 138. 24 Cfr. Friedel, H. y Wilmes, U., Gerhard Richter. Atlas of the photographs collages and sketches, Nueva York, Distributed Art Publishers, 1997, la compilación más reciente hasta ahora de este work in progress, y el conjunto de ensayos: Buchloh, B.H.D. y otros, Fotografía y pintura en la obra de Gerhard Richter, Barcelona, MACBA, 1999. 25 Cfr. Gumpert, L., Christian Boltanski, París, Flammarion, 1994, pp. 110-121. 26 Cfr. Els límits del museu, Barcelona, Fundació Antoni Tàpies, 1995, pp. 60-67. 27 Cit. por Iser, W., El acto de leer. Teoría del efecto estético, Madrid, Taurus, 1987, p. 55. 28 Groys, B., “Ready-mades sublims”, en Perejaume. Deixar de fer una exposició, Barcelona, Actar-Macba, 1999, p. 101. 29 Iser, W., El acto de leer. Teoría del efecto estético, Madrid, Taurus, 1987. 30 Ibid., p. 64. 31 Cit. por Iser, El acto de leer, p. 241. 32 Ibid., p. 242. 33 Eco, U., Lector in fabula. La cooperación interpretativa en el texto narrativo, Barcelona, Lumen, 1981, 2ª ed. 1987, p. 13. 34 “Así, pues, el texto está plagado de espacios en blanco, de instersticios que hay que rellenar; quien lo emitió preveía que se los rellenaría /.../. /.../, a medida que pasa de la función didáctica a la estética, un texto quiere dejar al lector la iniciativa interpretativa, aunque normalmente desea ser interpretado con un margen suficiente de univocidad. Un texto quiere que alguien lo ayude a funcionar”, ibid., p. 76. 35 Ibid., p. 77. 36 Ibid., p. 79. 37 Ibid., p. 21. 38 Jauss, H. R., Epílogo (sobre el carácter parcial de la estética de la recepción) a “La Ifigenia de Goethe y la de Racine”, en Warning, op. cit., p. 239. 39 Cfr. Jauss, H. R., “Histoire et histoire de l’art” y “Petite apologie de l’expérience esthétique”, en Pour une esthétique de la réception, París, Gallimard, 1978, respectivamente pp. 81- 122 y 123-157. 40 Jauss, H. R., Experiencia estética y hermenéutica literaria. Ensayos en el campo de la experiencia estética, Madrid, Taurus, 1992. 41 Sontag, S., Contra la interpretación, Madrid, Alfaguara, 1996, p. 39.