la especificidad de la ética política

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La especificidad de la ética política (Conferencia pronunciada el 11-III-2004 en la Pont. Univ. de la Santa Cruz) Prof. Mons. Ángel Rodríguez Luño Pontificia Università della Santa Croce 1. Introducción. La cultura política democrática actual es una cultura de “igualdad en la participación”. Todos los ciudadanos están llamados a participar en la elección de los legisladores y de los gobernantes, y a contribuir en la formación de las opciones políticas y de las alternativas legislativas. Los ciudadanos con fe cristiana tienen, a este respecto, los mismos derechos y deberes que todos los demás. Sin embargo, los fieles laicos, al cumplir con los comunes deberes cívicos, saben que están desempeñando también la propia misión de animar cristianamente el orden temporal, respetando la naturaleza del mismo y su legítima autonomía, y cooperando con los demás ciudadanos según la competencia específica de cada uno y bajo personal responsabilidad [ 1] . La participación en la vida pública plantea a los cristianos un doble deber. El de conocer y respetar la naturaleza, las leyes y la finalidad propias de la vida política; y el de conocer y respetar las inderogables exigencias de la conciencia cristiana en ese mismo ámbito [ 2] . Este segundo empeño da pie a un interrogante en cuya respuesta intervienen tanto la doctrina social de la Iglesia como la ética política. Por eso es conveniente establecer una distinción preliminar entre estos dos tipos de reflexión moral cristiana.

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La especificidad de la ética política

(Conferencia pronunciada el 11-III-2004 en la Pont. Univ. de la Santa Cruz)

Prof. Mons. Ángel Rodríguez Luño

Pontificia Università della Santa Croce

1. Introducción.

La cultura política democrática actual es una cultura de “igualdad en la participación”. Todos los ciudadanos están llamados a participar en la elección de los legisladores y de los gobernantes, y a contribuir en la formación de las opciones políticas y de las alternativas legislativas. Los ciudadanos con fe cristiana tienen, a este respecto, los mismos derechos y deberes que todos los demás. Sin embargo, los fieles laicos, al cumplir con los comunes deberes cívicos, saben que están desempeñando también la propia misión de animar cristianamente el orden temporal, respetando la naturaleza del mismo y su legítima autonomía, y cooperando con los demás ciudadanos según la competencia específica de cada uno y bajo personal responsabilidad[1].

La participación en la vida pública plantea a los cristianos un doble deber. El de conocer y respetar la naturaleza, las leyes y la finalidad propias de la vida política; y el de conocer y respetar las inderogables exigencias de la conciencia cristiana en ese mismo ámbito[2]. Este segundo empeño da pie a un interrogante en cuya respuesta intervienen tanto la doctrina social de la Iglesia como la ética política. Por eso es conveniente establecer una distinción preliminar entre estos dos tipos de reflexión moral cristiana.

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La doctrina social de la Iglesia presenta “los resultados de una atenta reflexión sobre las complejas realidades de la vida del hombre en la sociedad y en el contexto internacional, a la luz de la fe y de la tradición eclesial. Su objetivo principal es interpretar esas realidades, examinando su conformidad o diferencia con lo que el Evangelio enseña acerca del hombre y su vocación terrena y, a la vez, trascendente, para orientar en consecuencia la conducta cristiana”[3]. La doctrina social de la Iglesia pertenece al campo de la teología, en particular de la teología moral[4]. La doctrina social contiene grandes principios relativos a la dimensión socio-política de la existencia humana, que claramente son también criterios de juicio y directrices de acción[5]. Pero no busca presentar propuestas operativas concretas ni soluciones técnicas en una materia, como es la política, caracterizada por su notable complejidad y su alto grado de contingencia, y que, además, se plantea frecuentemente problemas que admiten diversas soluciones igualmente compatibles, en principio, con el espíritu evangélico[6].

La ética política, en cambio, debe meterse más en las cosas concretas. Los fieles –e incluso los ciudadanos no creyentes o no practicantes- preguntan al teólogo sobre las propuestas y las soluciones que otros ciudadanos, o partidos o gobiernos, dan para resolver problemas específicos que aparecen en momentos concretos de la vida de una determinada sociedad, y cuyos aspectos morales son relevantes. El teólogo no rehúsa ese requerimiento que le hacen, y es libre para responder con sus propias reflexiones, en las que habrá de distinguir cuidadosamente las exigencias de la fe y la moral que son vinculantes para todos los cristianos, de otras razones que, aún siendo congruentes con la fe y la moral, sin embargo son opinables[7]. La fe cristiana está llena de consecuencias para la vida social, pero no se identifica con ninguna síntesis cultural o política concreta[8]. Por otro lado, los fieles normalmente no deberían dirigirse al teólogo para saber qué deben hacer, sino para recabar los elementos teológicos necesarios para la formación de la propia conciencia, tarea que es responsabilidad primordial de cada fiel[9].

Esta conferencia desea presentar las reflexiones de un estudioso de moral fundamental sobre cuál es la ubicación de la ética política en el conjunto del entero saber moral, y cuáles son sus características específicas que hacen que esta rama de la teología sea especialmente delicada.

2. El específico punto de vista de la ética política.

Parece necesario empezar haciendo una clarificación acerca del específico punto de vista que posee la ética política[10]. Me referiré brevemente a dos concepciones de la ética política que considero inadecuadas.

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La primera es la perspectiva aristotélica, según la cual la ética política es un calco exacto de la ética personal. Para Aristóteles, la perfección ética del hombre se expresa acabadamente en la vida política. Así pues, del conocimiento de lo que hace buena y feliz la vida del individuo, depende el conocimiento de lo que hace buena y justa la polis: las virtudes éticas son el criterio y el fin también de las leyes políticas. Hombre bueno y buen ciudadano se identifican, en el sentido de que el individuo, en cuanto está ordenado a la propia perfección, está ordenado a la polis[11]. Esta teoría tiene notables cosas positivas, pero en conjunto no me resulta aceptable por diversas razones, de las que diré ahora solamente una. Con el Cristianismo entra en escena la persona, cuya libertad y dignidad está fundada últimamente en una esfera de valores que trascienden la política. “El ideal greco-romano de una comunidad política en la cual estuvieran orgánicamente fundidas las exigencias religiosas y éticas con las exigencias más propiamente políticas, se hizo irrealizable tras la experiencia cristiana”[12].

La segunda es una concepción, muy difundida hoy día, que representa el polo opuesto de la posición que acabamos de describir, y que históricamente nació como reacción contra ella. El fin principal que persigue esta segunda concepción es el de evitar la intolerancia, o con otras palabras, hacer imposible radical y definitivamente que se usen las valoraciones de la ética personal para justificar el empleo injusto de la coacción política. Para alcanzar tal objetivo, el medio elegido consiste en redefinir el objeto de la ética, afirmando que debe ocuparse solamente de las reglas de la justicia, sobre todo de índole procedimental, en tanto que son necesarias para garantizar la convivencia y la colaboración social. La vida personal (o privada) estaría regulada por cada uno según sus opciones personales, que escapan del ámbito de la ética, y que nada tienen que ver con el recto ordenamiento de la vida social[13].

La concepción que me parece la más adecuada es muy antigua. Fue sugerida por santo Tomás en los compases iniciales de su comentario a la Ética a Nicómaco[14], y es una posición distinta de la que luego sostiene a lo largo del comentario, que es la posición de Aristóteles [15]. Santo Tomás afirma claramente que la ética posee tres partes: ética personal, ética familiar y ética política. Cada una de ellas es un saber moral, porque la ética es un saber unitario, pero cada una de ellas posee una especificidad a nivel de su objeto formal, es decir, posee una lógica propia. La distinción entre ética personal y ética política se fundamenta en el modo en que la sociedad política es un todo: existen acciones propias de la sociedad política en cuanto tal, que resultan de la colaboración de las partes en vista del bien o fin específico del todo político (bien común político), pero los individuos y los grupos que integran la sociedad política conservan un campo de acción y de fines propios[16].

La ética personal se ocupa de todas aquellas acciones realizadas por la persona individual en cuanto tal, también de aquellas que hacen referencia a la sociedad política (por ejemplo, pagar los impuestos), valorando la congruencia de esas acciones con el bien de la vida humana tomada como un todo. La ética política se ocupa, en cambio, de las acciones realizadas por la sociedad política [17], es decir, la ética política dirige y regula los actos mediante los cuales la sociedad política se da a sí misma una forma y una organización constitucional, jurídica, administrativa, económica, sanitaria, etc., valorando tal forma y organización desde el punto de vista del fin propio de la comunidad política en cuanto tal, que es el bien común político. De la congruencia con el bien común político depende la moralidad de la forma que, bajo diversos aspectos, la sociedad política se da a sí misma. La ética

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política no tiene competencias, en cambio, para determinar la moralidad de las acciones de la persona en cuanto tal, que es materia de la ética personal.

No obstante, las acciones del individuo pueden ser objeto de la ética política, pero desde el punto de vista de su ilegalidad (y no de su inmoralidad). En efecto, la ética política se ocupa del recto ordenamiento de la vida de la colectividad, y eso requiere que los bienes y los comportamientos personales que tengan un interés positivo para el bien común (interés público) sean tutelados y promovidos por el Estado, y que los comportamientos personales que atenten contra estos bienes se conviertan en ilegales. Es deber de la ética política determinar, en vista del bien común político y considerando todas las circunstancias concretas, cuáles son los bienes que deben ser tutelados y cómo deben ser tutelados, y cuáles son los comportamientos éticamente negativos que deber quedar prohibidos y en qué modo deben estar prohibidos (sanciones penales, administrativas, económicas, etc.). En síntesis: la ética política, además de determinar la moralidad o la inmoralidad de las acciones de la comunidad política (por ejemplo, la moralidad o inmoralidad de una ley civil, de una decisión del gobierno, etc.), establece también la ilegalidad de aquellos comportamientos individuales éticamente negativos que atentan contra bienes que el bien común impone tutelar.

Una estructuración tradicional de la teología moral como era aquella fundada en la distinción entre los deberes del hombre hacia Dios, hacia sí mismo y hacia la sociedad, hace muy difícil el correcto enfoque de los problemas de moral política, y explica el retraso en el que se encuentra todavía hoy la teología moral en esta materia. Los deberes del hombre hacia la sociedad son en realidad deberes de ética personal; generalmente, deberes derivados de la justicia legal. La ética política no se ocupa de los deberes del individuo hacia la sociedad, sino que más bien valora la relación entre la forma que la sociedad se da a sí misma y el bien común político, que constituye su razón de ser [18]. Maritain propuso un criterio de distinción entre la ética personal y la ética política próximo al que aquí sostenemos. La propuesta de Maritain se fundaba sobre distinción entre fin último absoluto y bonum vitae civilis[19]. Pero tal propuesta tenía el defecto de establecer dos criterios diversos para juzgar desde diversos puntos de vista las mismas acciones (una especie de doble moral para una misma acción), cuando realmente la ética personal y la ética política juzgan acciones diversas: las acciones del individuo o las acciones propias del todo político.

A la distinción que acabamos de establecer se le podría objetar que la ética es siempre personal, porque se ocupa de acciones libres y estas son siempre acciones de personas, mientras que la sociedad no puede ser objeto de un acto libre. Según esto, morales o inmorales serían, por ejemplo, la persona o personas responsables de una ley o de un acto administrativo, y solo de manera secundaria y derivada, la ley o el acto administrativo mismo. Respondería a esta objeción haciendo notar que nuestra distinción no niega que los actos libres sean actos de una persona o de un grupo de personas. Ni tampoco niega la culpa personal de aquellos que realizan una ley o un acto administrativo injusto. Más bien afirma que la libre actividad humana posee una dimensión operativa política formalmente diversa de la dimensión individual, y que identificar ambas dimensiones completamente sería un error que podría desembocar en el individualismo o en el colectivismo, según que la identidad se establezca a favor de la individualidad o de la “politicidad”. Si, por ejemplo, un parlamento promulgase una ley sobre impuestos contraria al bien común, los diputados que la votaran serían moralmente culpables si

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advirtiesen que la ley es injusta; pero podrían no ser culpables si en buena fe considerasen que la ley elaborada es justa y solamente andando el tiempo esa ley se demostrase nociva para el bien común. Independientemente de la moralidad personal de los diputados, la ley promulgada posee autonomía, consistencia, moralidad y efectos propios, que continúan existiendo 70 años después de su promulgación, cuando ya han muerto los diputados que la votaron. Si esta ley es nociva para el bien común, lo sigue siendo aún en la hipótesis de que los diputados que la votaron no se hubieran dado cuenta de que es una ley injusta. Si cambian las circunstancias económicas y sociales y la ley pasa a ser beneficiosa para el bien común, la ley es justa y no se ha de cambiar, aun en el supuesto de que quienes la promulgaron hubieran obrado mal. Se debe tener en cuenta, además, que el poder legislativo es colegial y se actúa según el principio de representación política. Las leyes no son leyes de los diputados Pedro, Juan y Antonio, sino que son leyes del Estado, y como tales deben ser juzgadas en orden al bien común. Mediante un parlamento elegido por los ciudadanos, es la comunidad política quien se da a sí misma la ley: la forma de vivir y de organizarse. Esa forma es lo que constituye el objeto de la ética política.

De la distinción que acabamos de establecer se derivan muchas consecuencias. Ahora me detendré sólo en tres. La primera es que para establecer que un comportamiento debe ser prohibido o castigado por el Estado, no basta con demostrar que es éticamente negativo, ya que se admite universalmente que no todas las culpas morales han de ser prohibidas o castigadas por el Estado. Será necesario demostrar que tal comportamiento, además de ser negativo para la ética personal, incide negativamente sobre el bien común, y que no hay razón alguna, en el ámbito del bien común, que aconseje su tolerancia. De manera idéntica, por el hecho de que un comportamiento no esté aquí y ahora penalizado por el Estado no se puede concluir que tal comportamiento sea éticamente bueno o que no sea negativo para la ética personal.

La segunda es que en la medida en que la sociedad política se ordena al bien de las personas, en esa misma medida la ética política depende de relativamente de la ética personal. Por eso, la ética política jamás podrá considerar buena, desde el punto de vista ético-político, una ley que aprueba positivamente un comportamiento personal éticamente negativo. Y menos aún podría admitir una ley que prohibiese un comportamiento personal éticamente obligatorio, o que hiciera obligatorio un comportamiento que no podría ser realizado por un sujeto sin que incurra en culpa moral.

La tercera es que la concepción que aquí hemos propuesto implica que la ética política debe afrontar en términos extremadamente concretos, y adecuados a las circunstancias y a las características de cada país, el problema del bien común político; es decir, cuál debe-ser la forma y la organización que la sociedad política se da a sí misma con sus leyes y sus costumbres sociales generalmente aceptadas. Mientras no llegue a esto y se mantenga en los principios generales, no se alcanza el objeto formal de la ética política, con el frecuente resultado de que los problemas políticos quedan mal enfocados y mal resueltos. En el terreno de la ética política, el reclamo a valores abstractos es la mayoría de las veces obvio y retórico, y siempre es insuficiente. De nada sirven las denuncias maximalistas que no tienen en cuenta lo que es posible. “Las actividades políticas apuntan caso por caso hacia la realización extremadamente concreta del verdadero bien humano y social en un contexto histórico, geográfico, económico, tecnológico y cultural bien determinado”[20], y es en este plano de lo

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concreto en el que la ética política debe juzgar, valorar y proponer alternativas válidas. Es cierto que la ética política, por su misma naturaleza, quizás no podrá llegar a hacer propuestas muy concretas, lo cual es muy comprensible. Pero si teniéndoselas que ver con una situación concreta la ética política no pudiese hacer otra cosa que invocar valores tan genéricos que resultan ambiguos, entonces quizá sería preferible callar.

3. El bien común político.

El bien común político es el fin de los actos de los que se ocupa la ética política. Ese mismo es también el criterio de juicio y el primer principio de toda argumentación ético-política en cuanto tal. El concepto de bien común suscita hoy día muchas dudas, pues muchos consideran que, en una sociedad pluralista y conflictual como la nuestra, hay bastante poco de común, y menos aún de bien común. Sobre el tema se podría mantener una larga discusión, y no quisiera detenerme en ello en vista de que el horario me señala que queda poco tiempo a mi disposición.

Pero se podría intentar recorrer la via negativa, invocando la noción, filosóficamente poco ortodoxa, de mal común. Estamos todos de acuerdo en que, incluso en una sociedad pluralista y conflictual, la interrupción por sorpresa del flujo de energía eléctrica que castigó a casi toda Italia el 28 de septiembre del 2003 fue un mal para todos, es decir, un mal común. También la escasa disponibilidad de agua potable, la difusión de una enfermedad grave hasta constituir una verdadera pandemia, la carencia completa de seguridad en un país; un aumento de fenómenos tales como toxicodependencias o suicidios, hasta el punto de que cualquier ciudadano pueda temer razonablemente que un día u otro le tocará a uno de sus hijos o de sus hermanos o hermanas; el analfabetismo generalizado y tantas otras cosas de ese estilo son, sin duda alguna, males comunes. Si el mal es la privación de un bien, los bienes de los cuales nos privan los males apenas citados pertenecen por fuerza al bien común. Si hubiésemos de profundizar en el problema del bien común, habríamos de decir que la afirmación del bien común significa, en último análisis, que el hombre tiene una tendencia natural a autotrascenderse hacia el bien de los demás, en razón de que reconozco a los demás como radicalmente iguales a mí, y no tanto porque eso mismo sea un bien para mí. La autotrascendencia de la persona es algo más que una concepción refinada e inteligente del self-interest. Está vinculada a la justicia y a la solidariedad[21].

Acerca del bien común político son necesarias algunas puntualizaciones.

La primera es que el bien común político no coincide con el bien común integral. El bien común político no incluye todas las condiciones de índole social que son necesarias y convenientes para el desarrollo de las personas, sino solamente aquellas que son realizables por la sociedad política (Estado,

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Ayuntamiento, etc.). Junto a los bienes que son fruto de la cooperación política existen otros perseguidos por la familia y por otras agrupaciones sociales.

La segunda es cada examen de los contenidos del bien común político en concreto se debe tener en cuenta no solamente el orden de prioridades cualitativas entre los bienes que están en juego, sino también el orden de urgencia, que es un orden de condicionamiento al mínimo, en el sentido de que sin un mínimo de bienes esenciales o de primera necesidad satisfechos es muy difícil ocuparse de bienes cualitativamente más altos[22].

La tercera es que existen importantes bienes que se realizan en lo íntimo de las personas (por ejemplo, el equilibrio personal, la sabiduría política de los gobernantes y de los ciudadanos, las convicciones y la vida religiosas), y que en cuanto tales no son o no deben ser competencia directa ni del Estado ni de las instituciones políticas. No obstante, estos bienes están sometidos a una mediación social que es innegable; es decir, dependen también, en una medida no fácil de precisar, del clima general que informa la vida de una sociedad, y en este sentido merecen que la ética política les dedique una reflexión particular atenta y diferenciada. No hay duda de que una generalizada carencia de sabiduría política o de equilibrio personal constituyen verdaderos males comunes, que puede ser determinantes para la caída de una sociedad política, como bien demuestra la historia. Se deberá reflexionar particularmente sobre el carácter manifestativo que tienen las leyes civiles y las instituciones políticas; es decir, sobre el hecho de que, además de regular comportamientos y cumplir determinadas funciones, tales leyes e instituciones expresan o manifiestan un concepto de hombre y de sociedad, con notables repercusiones luego sobre actitudes personales favorecedoras o entorpecedoras del progreso político y moral de la sociedad. La innegable realidad del aspecto manifestativo de las leyes y de las instituciones políticas debería llevar a una serena y profunda reflexión sobre el tipo de sociedad que es buena para vivir en ella. Sin tal reflexión, la política entra en declive por carecer de un proyecto.

Creo que existe un amplio consenso en que el bien común político comprende el reconocimiento y la defensa de los derechos fundamentales de la persona, entre los que destacan el derecho a la vida y el derecho a la libertad (incluida la libertad religiosa), la promoción de la paz y de la seguridad, la justicia, el orden y la moralidad públicos, y el no menos importante de la producción y justa distribución de bienes y servicios de utilidad pública[23].

La ética política considera estos bienes como fines, en vista de los cuales la sociedad política ha de darse una estructura y un conjunto de reglas que podríamos llamar organización socio-política. Esta es, en buena medida, un conjunto de procedimientos, pero no tiene un valor simplemente procedimental, si con ello entendemos algo contrapuesto a los bienes sustanciales que están contenidos en el bien común. La organización socio-política mira a la promoción y la defensa de bienes sustanciales mediante instituciones estables y eficaces, y como tal debe ser apreciada y defendida. En relación con esto, la moderna teoría política formula el principio de constitucionalidad y en el principio democrático.

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El principio de constitucionalidad es un principio de limitación jurídica del poder político en nombre de los derechos inalienables de la persona. El sistema constitucional debe garantizar los derechos de la persona y poner al Estado en condiciones de no poderlos violar; a tal fin pone en marcha una compleja técnica jurídica para impedir que nadie, ni siquiera el pueblo entero o una mayoría del mismo, pueda tener un poder político absoluto. Según el principio de constitucionalidad, hay cosas que jamás pueden ser hechas a nadie ni por nadie[24]. Se trata, por lo tanto, de un principio anti-absolutismo, y no de algo simplemente procedimental, ya que desde sus comienzos pretendía promover valores morales sustanciales como la vida, y por eso la seguridad y la paz, la propiedad y la libertad, valores cuya realización y tutela parece claramente necesaria para permitir a los individuos el libre desarrollo de su personalidad. El principio democrático, por su parte, es un principio que mira a los valores de la justicia y de la igualdad, entendidas como igualdad de oportunidad, igualdad de respeto e igualdad de participación de todos los ciudadanos en la formación de las opciones políticas, y que en la práctica se traduce en la generalización universal de los derechos políticos.

Más allá de las concepciones filosóficas y de las declaraciones de principio, lo determinante en el plano político es el propósito de garantizar jurídicamente tales bienes a través de instituciones, algunas de ellas de origen medieval, como las siguientes: habeas corpus, rule of law, constitución escrita, división de poderes, elecciones libres y frecuentes, parlamento, respeto a las minorías, control jurídico de la constitucionalidad de las leyes, libertad religiosa, libertad de expresión y de información, sistemas de previsión social, derecho de asociación sindical, pluralismo político, escuela libre, etc.

La cultura política del Estado constitucional democrático puede tener y de hecho tiene notables defectos en su realización práctica. Pero en sí misma considerada, como teoría sobre la forma del Estado y del gobierno, no puede ser nunca vista como una negación de la validez absoluta de los valores morales. Más bien, ella presupone derechos y bienes absolutos como son los derechos de la persona y los bienes como la vida, la libertad y la justicia. En relación con estos bienes, el Estado ni es ni puede ser neutral. Debe ser neutral, en cambio, en la aplicación de las reglas procedimentales de justicia, es decir, “en tratar a todas las personas usando idénticas reglas del derecho, sin parcialidad originada por factores jurídicamente no relevantes”[25]. Esta neutralidad hace referencia a las reglas y a principios jurídicos concretos, y puede y debe “estar perfectamente inscrita en una cultura jurídico-política que acepte la vigencia pública de principios que se corresponden con una determinada concepción del bien y por eso mismo no pueden ser moralmente neutrales”[26].

En relación con los defectos de realización práctica y con resultados a veces negativos o que defraudan, la ética política de matriz cristiana no debería abandonarse a la tentación de hacer refutaciones globales de la modernidad, ni a hacer reflexiones utópicas que en ocasiones demuestran ignorancia de los mecanismos políticos, cuando no de una insuficiente comprensión del valor ético que tienen las instituciones políticas[27]. Lo que se debe hacer, en cambio, es un atento discernimiento, para conseguir que los ciudadanos creyentes logren reforzar y que prevalezca la raíz humanística y cristiana del constitucionalismo democrático. Esto requiere una actuación cultural generosa e incisiva, que sea

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capaz de restituir el alma cristiana a la cultura política actual. Y es precisamente en este plano en el que la perspectiva teológica puede y debe ofrecer su más importante contribución.

4. La contribución que ofrece la perspectiva teológica a la ética política.

Como ha recordado el Concilio Vaticano II, es un derecho de la Iglesia predicar la fe con verdadera libertad, y “dar su juicio moral, incluso sobre materias referentes al orden político, cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas” [28]. Con todo, no hay que olvidar que la índole moral de la praxis política no puede ser pretexto para ningún tipo de confusión entre la sociedad política y la comunidad religiosa, entre sus finalidades y entre los ámbitos de competencia propios de sus respectivas autoridades. Si por su propia naturaleza las esferas política y religiosa han de tener puntos en común, por su propia naturaleza también, el lugar privilegiado en el que tal conexión deja sentir todo su peso es la conciencia personal de cuantos son, a un tiempo e inseparablemente, ciudadanos (o gobernantes) del Estado y fieles de la Iglesia[29].

Con esta observación pretendo afirmar que, al menos de modo ordinario, la contribución que la perspectiva teológica ofrece a la ética política pasa a través de la conciencia de los ciudadanos creyentes y de cuantos, a pesar de no ser creyentes o practicantes, siguen con atención y sensibilidad los desarrollos de la teología. La teología puede contribuir eficazmente al recto orden de la política si logra ofrecer elementos válidos y concretos para la formación de la conciencia de los fieles en materia social y política, y más específicamente si consigue ayudar a los fieles a tener una recta concepción del bien común político y de sus contenidos principales.

Cada una de las concepciones sobre el contenido del bien común político presupone una concepción sobre el hombre y sobre el bien para el hombre. En este nivel, los presupuestos antropológicos son, desde luego, determinantes. Las divergencias que encontramos hoy acerca de proyectos legislativos concretos –por ejemplo, los relativos al derecho a la vida, al matrimonio, o a la educación-, están más en dependencia de la imagen del bien humano que uno haya asumido, que de las ideas sobre las instituciones democráticas, las cuales gozan en cambio de un amplio consenso. Si en un país en el que la inmensa mayoría de los ciudadanos están bautizados, se aprueba democráticamente una ley gravemente injusta en relación con el derecho a la vida o al matrimonio, me parece que no sería adecuado atribuir este preocupante fenómeno a los procedimientos por los que las leyes se discuten o se votan, y aún menos al sistema político democrático en cuanto tal. En un sistema democrático se promulgan también leyes justas, y la experiencia demuestra que en los sistemas políticos no democráticos se han promulgado más fácilmente leyes todavía más injustas. La raíz del problema está más bien en la conciencia de los ciudadanos, que no está suficientemente formada en el terreno moral o, al menos, en el terreno político. Y tal formación insuficiente se debe, al menos en parte, al modo poco eficaz y poco incisivo con que la catequesis y la reflexión teológica han desempeñado el papel formativo que les es del todo propio, y que debería poner a la gente en condiciones de discutir aquellas

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instancias, innegablemente presentes en la actual cultura política, que tienden a oscurecer la percepción común de importantes bienes humanos y sociales.

En un escrito del año 1932, san Josemaría Escrivá decía a propósito de esto: “Os diré cuál es mi gran deseo: quisiera que, en el catecismo de la doctrina cristiana para niños, se enseñase claramente cuáles son los puntos en los que no se puede ceder, al intervenir de un modo u otro en la vida pública; y que, a la vez, se afirmase el deber de intervenir, de no abstenerse, de prestar la propia colaboración para servir, con lealtad y con libertad personal, al bien común. Esta es mi ilusión porque veo que de este modo los católicos aprenderían estas cosas desde niños, y sabrían ponerlas en práctica cuando lleguen a adultos”[30]. Y en otro escrito de 1959 añadía que ciertas realidades que hoy lamentamos se deben “a la inhibición de los ciudadanos, a su pasividad para defender los derechos sagrados de la persona humana. Esta inactividad, que tiene su origen en la pereza mental y en la voluntad inerte, se da también en los ciudadanos católicos, que no acaban de ser conscientes de que hay otros pecados –y más graves- que los que se cometen contra el sexto precepto del Decálogo”. Ante esta deformación, todavía hoy frecuente-, insistía enseguida en la necesidad de estar presentes “en las actividades sociales, que brotan de la misma convivencia humana o que ejercen en ella un influjo directo o indirecto: debéis dar aire y alma a los colegios profesionales, a las organizaciones de padres de familia y de familias numerosas, a los sindicatos, a la prensa, a las asociaciones y concursos artísticos, literarios, deportivos, etc.”. Sin olvidar que también esta exigencia, de carácter propiamente ético, debe estar empapada del principio de libertad y de responsabilidad personales: “Cada uno de vosotros participará en esas actividades públicas, de acuerdo con su propia condición social y del modo más adecuado a sus circunstancias personales y, por supuesto, con plenísima libertad, tanto en el caso de que actúe individualmente, como cuando lo haga en colaboración con aquellos grupos de ciudadanos, con quienes haya estimado oportuno cooperar”[31].

Las consideraciones contenidas en esta conferencia han pretendido sugerir un camino para un planteamiento más eficaz de los problemas de ética política. La atenta distinción entre la lógica que rige la ética personal y la que rige la ética política podría permitir ganar una mayor conciencia tanto de los problemas ético-políticos, en los que la catequesis y la reflexión teológica pueden brindar válidos y convincentes argumentos a los creyentes, como de otros problemas en los que hay todavía trabajo que hacer. Todo ello con el fin de dar solidez a la conciencia cristiana y civil para que se configure una vida social y política acorde con la dignidad de la persona humana.

[1] Cf. CONCILIO VATICANO II, Decr. Apostolicam actuositatem, 18-XI-1965, n. 7; Cost. Dogm. Lumen gentium, 21-XI-1964, n. 36; Cost. Past. Gaudium et spes, 7-XII-1965, nn. 31, 36, 43 e 75; Códice di Diritto Canonico, 25-I-1983, c. 227; GIOVANNI PAOLO II, Esort. Apost. Christifideles laici, 30-XII-1988, n. 42; CONGREGAZIONE PER LA DOTTRINA DELLA FEDE, Nota dottrinale

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circa alcune questioni riguardanti l'impegno e il comportamento dei cattolici nella vita politica, 24-XI-2002, n. 1.

[2] “L'identitá ecclesiale dei laici, radicata nel battesimo e nella cresima, attualizzata nella comunione e nella missione, comporta una duplice esperienza: quella che si fonda sulla conoscenza delle realtà naturali, storiche e culturali di questo mondo e quella che proviene dalla loro interpretazione alla luce del Vangelo. Esse non sono interscambiabili: l’una non può sostituire l'altra, ma entrambe trovano l'unitá nel loro primo fondamento, che é la Parola di Dio, il Verbo mediante il quale tutto é stato fatto, e nel loro ultimo fine, che é il regno di Dio. Pertanto, un quinto criterio riguardante l'aspetto metodologico dell'azione é l’uso della duplice esperienza: quella delle realtá temporali e quella della fede cristiana” (CONGREGAZIONE PER L’EDUCAZIONE CATTOLICA, Orientamenti per lo studio della dottrina sociale della Chiesa nella formazione sacerdotale, 30-XII-1988, cap. V, n. 59: Enchiridion Vaticanum, vol. 11, n. 2012). Cf. inoltre Cost. Past. Gaudium et spes, n. 43.

[3] GIOVANNI PAOLO II, Lett. Enc. Sollicitudo reí socialis, 30-XII-1987, n. 41.

[4] Cf. ibídem.

[5] Cf. ibídem., n. 3.

[6] In questo senso afferma la prima citata Nota dottrinale circa alcune questioni riguardanti l’impegno e il comportamento dei cattolici nella vita politica: «Non é compito della Chiesa formulare soluzioni concrete - e meno ancora soluzioni uniche - per questioni temporali che Dio ha lasciato al libero e responsabile giudizio di ciascuno, anche se é suo diritto e dovere pronunciare giudizi morali su realtá temporali quando ció sia richiesto dalla fede o dalla legge morale (cf. Cost. Past. Gaudium et spes, n. 76)» (n. 3).

[7] «Per lo piú sará la stessa visione cristiana della realtá che li orienterà, in certe circostanze, a una determinata soluzione. Tuttavia altri fedeli altrettanto sinceramente potranno esprimere un giudizio diverso sulla medesima questione, ciò che succede abbastanza spesso e legittimamente. Ché se le soluzioni proposte da un lato o dall'altro, anche oltre le intenzioni delle parti, vengono facilmente da molti collegate con il messaggio evangelico, in tali casi ricordino essi che a nessuno é lecito rivendicare esclusivamente in favore della propria opinione l'autoritá della Chiesa» (Cost. Past. Gaudium et spes, n. 43). Nello stesso senso il canone 227 del CIC: «È diritto dei fedeli laici che venga loro riconosciuta nella realtà della città terrena quella libertà che compete ad ogni cittadino; usufruendo tuttavia di tale libertà, facciano in modo che le loro azioni siano animate dallo spirito evangelico e prestino attenzione alla dottrina proposta dal magistero della Chiesa, evitando però di presentare nelle questioni opinabili la propria tesi come dottrina della Chiesa». Cf. anche PAOLO VI, Lett. Apost. Octogesima adveniens, 14-V-1971, n. 50; CONGREGAZIONE PER LA DOTTRINA DELLA FEDE, Nota dottrinale circa alcune questioni riguardanti l'impegno e il comportamento dei cattolici nella vita politica, n. 6.

[8] Cf. Cost. Past. Gaudium et spes, nn. 42 e 76.

[9] Si veda su questo punto RODRÍGUEZ LUÑO, A., La formazione della coscienza in materia sociale e politica secondo gli insegnamenti del Beato Josemaría Escrivá, «Romana» XIII/24 (1997) 162-181.

[10] Mi sono occupato con maggiore ampiezza di questa tematica in altre pubblicazioni. Cf. per esempio: Ética General, 4ª ed. renovada, Eunsa, Pamplona 2001, pp. 30-37; COLOM, E. -

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RODRÍGUEZ LUÑO, A., Scelti in Cristo per essere santi. Elementi di teologia morale fondamentale, 3ª ed., Edizioni Università della Santa Croce, Roma 2003, pp. 314-325.

[11] Per questa interpretazione di Aristotele, cfr. WELZEL, H., Derecho natural y justicia material, Aguilar, Madrid 1957; D'ADDIO, M., Storia delle dottrine politiche, 2ª ed., Edizioni Culturali Internazionali Genova, Genova 1992, vol. I, pp. 70 ss.; RHONHEIMER, M., Perché una filosofía politica? Elementi storici per una risposta, «Acta Philosophica» I/2 (1992) 235-236; qualche spunto utile anche in RITTER, J., Metafísica e politica, Marietti, Casale Monferrato 1983, p. 63. Un’interpretazione diversa, a mio avviso non convincente, è data da GAUTHIER, R.A. - JOLIF, J.Y., Aristote. L'Éthique á Nicomaque, vol. II, I, Louvain-Paris 1970, pp. 11 ss.

[12] D'ADDIO, M., Storia delle dottrine politiche, cit., vol, I, pp. 127-128. Cfr. anche RATZINGER, J., Chiesa, ecumenismo e politica, Paoline, Cinisello Balsamo (Milano) 1987, pp. 142 ss., specialmente p. 156.

[13] In questa linea, con diverse e complesse sfumature, si muovono le preoccupazioni di LARMORE, CH., Le strutture della complessitá morale, Feltrinelli, Milano 1990 e HABERMAS, J., Teoría della morale, Laterza, Roma-Bari 1995.

[14] Cfr. S. TOMMASO D'AQUINO, In decem libros Ethicorum Aristotelis ad Nicomacum Expositio, 3ª ed., Marietti, Taurini-Romae 1964, lib. I, lect. 1, nn. 4-6 (trad. italiana: Commento all'Etica Nicomachea, Edizioni Studio Domenicano, Bologna 1998).

[15] Cfr. per esempio lib. I, lect. 3, n. 38.

[16] «Sciendum est autem, quod hoc totum, quod est civilis multitudo, vel domestica familia habet solam ordinis unitatem, secundum quam non est aliquid simpliciter unum; et ideo pars huius totius potest habere operationem, quae non est operatio totius, sicut miles in exercitu habet operationem quae non est totius exercitus. Habet nihilominus et ipsum totum aliquam operationem, quae non est propria alicuius partium, sed totius, puta conflictus totius exercitus. Et tractus navis est operado multitudinis trahentium navem. Est autem aliud totum quod habet unitatem non solum ordine, sed compositione, aut colligatione, vel etiam continuitate, secundum quam unitatem est aliquid unum simpliciter; et ideo nulla est operatio partis, quae non sit totius. In continuis enim idem est motus totius et partis; et similiter in compositis, vel colligatis, operatio partis principaliter est totius; et ideo oportet, quod ad eamdem scientiam pertineat consideratio talis totius et partis eius. Non autem ad eamdem scientiam pertinet considerare totum quod habet solam ordinis unitatem, et partes ipsius» (S. TOMMASO D'AQUINO, In decem libros Ethicorum Aristotelis ad Nicomacum Expositio, lib. 1, lect. 1, n. 5).

[17] «Et inde est, quod moralis philosophia in tres partes dividitur. Quarum prima considerat operationes unius hominis ordinatas ad finem, quae vocatur monastica. Secunda autem considerat operationes multitudinis domesticae, quae vocatur oeconomica. Tertia autem considerat operationes multitudinis civilis, quae vocatur politica» (Ibid., n. 6).

[18] Sul comportamento del cittadino di fronte alla legge civile - per esempio, alla legge tributaria -, possono essere suscitati due tipi di interrogativi. Il primo riguarda il comportamento dell'individuo: se Tizio deve pagare le tasse; se è una colpa morale evaderle interamente o parzialmente; se ci sono ragioni che potrebbero giustificare un'evasione parziale da parte di Tizio, ecc. Il secondo riguarda la moralità della legge stessa: se la legge tributaria di tale o quale paese è giusta; se siano più eque le imposte dirette o quelle indirette; se le tasse debbano essere uguali per tutti o se debbano essere

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proporzionate al reddito, ecc. Il primo interrogativo concerne l'etica personale; il secondo, l'etica politica. Lo studio di ciascuno di essi richiede una metodologia specifica. Naturalmente ci sono relazioni tra i due punti di vista. Se dalla prospettiva etico-politica si arriva alla conclusione che la legge tributaria è ingiusta, ne può seguire sul piano etico-personale la liceità morale di evadere una parte delle tasse che tale legge impone. Inoltre, come si dirà di seguito, l'etica política ha una dipendenza relativa dall'etica personale.

[19] Cf. MARITAIN, J., L'uomo e lo Stato, Vita e Pensiero, Milano 1982, pp. 72-73.

[20] CONGREGAZIONE PER LA DOTTRINA DELLA FEDE, Nota dottrinale circa alcune questioni riguardanti l'impegno e il comportamento dei cattolici nella vita política, n. 3.

[21] Questo punto è messo in luce e approfondito da RHONHEIMER, M., Lo Stato costituzionale democratico e il bene comune, in «Con-tratto» VI (1997) 57-123.

[22] Si veda su ciò: QUINTAS, A.M., Analisi del bene comune, 2ª ed., Bulzoni, Roma 1988, pp. 145-154.

[23] Cf. GIOVANNI PAOLO II, Lett. Enc. Evangelium vitae, 25-III-1995, n. 71, e le fonti ivi citate.

[24] Cf. MATTEUCCI, N., Organizzazione del potere e libertà. Storia del costituzionalismo democratico, UTET, Torino 1976, pp. 3-4. La tradizione costituzionalistica è ben lontana dal populismo e dall'assolutizzazione del potere della maggioranza. Anche quest’ultimo è limitato dai diritti inalienabili dell’uomo, che il costituzionalismo intende tutelare attraverso un sistema di istituzioni politiche e di garanzie giuridico-positive.

[25] RHONHEIMER, M., Lo Stato costituzionale democratico e il bene comune, cit., p. 101.

[26] Ibidem.

[27] Cf. SUTOR, B., Politische Ethik. Gesamtdarstellung auf der Basis der Christlichen Gesellschaftslehre, Schöningh, Paderborn 1991, pp. 67-68.

[28] Cost. Past. Gaudium et spes, n. 76.

[29] «Invece l’impegno politico, nel senso di concrete decisione da prendere, di programmi da formulare, di campagne da condurre, di rappresentanze popolari da gestire, di potere da esercitare, è un compito che spetta ai laici, secondo le giuste leggi e istituzioni della società terrena di cui fanno parte. Ciò che la Chiesa chiede e cerca di procurare a questi suoi figli, è che posseggano una coscienza retta e conforme alle esigenze del Vangelo proprio per operare saggiamente e responsabilmente al servizio della comunità» (CONGREGAZIONE PER L'EDUCAZIONE CATTOLICA, Orientamenti per lo studio della dottrina sociale della Chiesa pella formazione sacerdotale, cap. V, n. 63).

[30] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Lettera 9-I-1932, n. 45. Una preoccupazione simile si ritrova in GIOVANNI PAOLO II, Esort. ap. Christifideles laici, nn. 59-60.

[31] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Lettera 9-1-1959, nn. 40 e 41.

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