la espada de san jorge david camus

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David Camus

La espada de SanJorge

ePUB v1.1JuBoSu 25.09.2011

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Editorial: RANDOM HOUSEMONDADORIAño de edición: 2009ISBN: 978-84-253-4293-6Idioma: Español

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Para Robert.

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El proverbio del villano nos enseña quea menudo aquello que se desdeña vale

más de lo que se cree.

CHRÉTIEN DE TROYES,Erec y Enid

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Capítulo I

La historia de unoshuevos

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1

Cercana está ya, pronto llegará la hora,en que deberéis dar a luz y libraros

de vuestro hijo.

CHRÉTIEN DE TROYES,Erec y Enid

Todo empezó, no en esa trágicanoche en la que unos caballeros —unoscruzados— atacaron a tus padres, sino

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una decena de años atrás. E incluso unpoco antes, si se considera que la vidaempieza antes del nacimiento, lo que entu caso es, indudablemente, cierto.

Tu padre y tu madre no tenían hijos,no conseguían tenerlos, y no hallabanconsuelo. Una noche, después de unlargo y fabuloso periplo, durante el cualrecorrió el mundo entero, tu padrevolvió por fin a casa. Con un puñado dehierbas desconocidas que traía de suviaje, preparó un caldo para su mujer.Unas semanas más tarde, tu madre dejóde menstruar.

Estaba encinta. Los dos se alegraroncon la noticia; mientras tu madre se

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acariciaba el vientre, su esposo posó laoreja en él, acechando los primerossignos de vida, y lo cubrió de besos —porque tu padre era un hombre amoroso,muy diferente a los otros que conozco.

Todo iba perfectamente y elalumbramiento estaba previsto paraNavidad, pero, a principios de otoño, tumadre dijo:

—He tenido un sueño.—Yo también —dijo tu padre—. He

soñado con nuestros hijos.—Eran dos —dijo tu madre.—No —dijo tu padre—. Son dos.

Unas criaturas rebosantes de salud, quenos llenarán de alegría y orgullo.

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Tu madre sonrió, pero con unasonrisa extrañamente apagada,enigmática. ¿Presentía tal vez lo que ibaa ocurrir? Es posible. Dos meses antesde salir de cuentas, sintió náuseas.Vomitó la cena, y con ella coágulos desangre. Un olor nauseabundo llenó lahabitación, y tu padre anunció, inquieto:

—Voy a buscar al cirujano barbero.El cirujano. Conllevaba cierto

riesgo; pero era lo mejor que había: losverdaderos médicos estaban demasiadolejos; además, nunca se desplazaban porgente como tus padres...

De modo que tu padre se fue. Era denoche. Soplaba el viento, anunciando

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uno de esos inviernos implacables enlos que los lobos acechan en busca decualquier presa.

Nunca debería haber salido. Peropor vosotros dos se enfrentó con loslobos y sus dentelladas, abriéndose pasoentre sus cuerpos esqueléticos con ayudade una daga. Finalmente llegó a lamorada del cirujano. Allí, tras muchosruegos, y gracias a que en su fraguaescondía un poco de dinero y algunashierbas valiosas, consiguió convencerlode que le acompañara a vuestra casa, yel viaje de vuelta se desarrolló como elde la ida. El cirujano examinó a tumadre, le palpó el vientre y deslizó la

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mano entre sus muslos; luego, conexpresión grave, fue a buscar a tu padre.No quería que tu madre oyera lo quetenía que decirle, de modo quemurmuró:

—El trabajo ya ha empezado...Pero antes de que tu padre tuviera

tiempo de alegrarse, el cirujano seapresuró a añadir:

—Olvidaos de vuestros hijos, ovuestra esposa morirá.

Desde el lecho donde estaba tendidatu madre les llegó un lamento, un largogemido. «¡Nooo! —gritaba—. ¡Nooo!»

¿Lo sabía? ¿Tenía un oídoincreíblemente fino? ¿O sentía en su

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carne que se estaba decidiendo eldestino de sus hijos? El caso es que tupadre se acercó a su mujer y, cogiéndolela mano, le hizo esta promesa:

—¡No los abandonaré! ¡Nunca!Luego se volvió hacia el cirujano y

le imploró:—Salvadlos. ¡Os daré más oro del

que un rey podría soñar!—¡Pero si apenas tenéis nada!—Fui rico, en otro tiempo... —La

voz de tu padre se volvió más grave yañadió—: Si es preciso, por mis hijosvolvería a mi antiguo oficio.

Sin saber a qué se refería, elcirujano se acarició su barba de chivo.

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—Por desgracia, el problema no esel oro... —dijo con un suspiro.

—Pues ¿cuál es? —preguntó tupadre.

—El problema... —dijo el cirujanoen voz baja, casi avergonzado—, elproblema es Dios...

Antes de que tu padre tuviera tiempode responder, tu madre exclamó con unavoz cargada de odio:

—¡Olvidad a Dios! ¡Hacedlo!¡Haced lo que haga falta, tomad mi vida,pero, por piedad, salvadlos! Qué meimporta la condenación. .. De todosmodos ya estamos condenados.

Luego se desvaneció.

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El cirujano, profundamenteconmovido por el desamparo y el valorde aquella pareja, posó las manos sobrelos hombros de tu padre y le dijo:

—Nunca he practicado lo que ahoravoy a proponeros. Solo conozco lateoría, y vuestra mujer puede morir, asícomo vuestros dos hijos. ¿Estáisdispuesto a correr ese riesgo?

—Sí —respondió tu padre—.Estamos dispuestos. Los cuatro.

E insistió en esta última palabra,porque para él ya erais cuatro, loscuatro miembros de una familia.

—Entonces, llevadme a vuestraforja...

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Los dos hombres se dirigieron altaller, donde el cirujano eligió algunasherramientas que tu padre nunca habríaimaginado que pudieran servir paratrabajar la carne. Para torcer el hierro,aplanarlo, curvarlo, sí; pero ¿acaso erade metal el vientre de una mujer, paraque lo serraran y lo abrieran de estemodo? Dudó unos instantes, pero elcirujano tenía tan buena reputación, eraun hombre tan sabio —se decía que enotro tiempo había seguido lasenseñanzas de Rachi de Troyes—, quedecidió confiar en él.

De vuelta en la vivienda, el cirujanodijo a tu padre:

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—¡Sujetadla!—Pero si está inconsciente...—El dolor será insoportable, y

podría despertarse.Cuando aplicó sus instrumentos

sobre tu madre, esta recuperó elconocimiento y lanzó un grito; luegobuscó a tu padre con la mirada y clavósus ojos en él. La desgraciada parejaformaba ahora un único ser, y poco lesimportaba sufrir. Solo contaba quesobrevivierais.

—¡Sujetadla mejor!El puño de tu padre apretó con más

fuerza a su mujer contra el jergón. A tumadre le costaba mucho respirar, y su

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cuerpo estaba bañado en sudor, lo quehacía todavía más difícil sujetarla. Tupadre le acariciaba los cabellos;olvidaba su deber. El cirujano seafanaba entre las piernas de tu madre,resoplaba, se agotaba..., inútilmente.

—¡No lo consigo! —exclamó—.Veo a los dos niños, pero se bloqueanmutuamente. Hay que actuar rápido, operecerán...

En realidad, el cirujano creía quelos dos niños ya habían expirado, y queno servía de nada tratar de salvarlos. Laúnica que se podía salvar ahora era tumadre. Pero tus padres no opinaban delmismo modo. En esa noche de invierno,

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su vida se había detenido. Solocontabais vosotros, los gemelos. Si novivíais, ellos morirían; e incluso sivivíais, solo vivirían a través devosotros.

—¿Qué podemos hacer? —inquiriótu padre, angustiado.

—Sacrificar a uno de los dos —respondió el cirujano con voz ahogada—. Para que el otro viva.

Un largo silencio, apenas el tiempode un latido pero pareció durar toda unavida, cayó sobre la habitación.

—Pero ¿a cuál?—No soy yo quien debe tomar esta

decisión —dijo el cirujano—. Son dos...

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A vos os corresponde elegir. Si queréisque uno viva, el otro debe morir.

En este momento tu madre sujetó lamano de tu padre, la apretó con todassus escasas fuerzas y gritó:

—¡Maldito seas, Señor! ¡Malditoseas!

Tu padre se persignó rápidamente ymurmuró una oración. Dios no teníanada que ver con aquello. Era él elculpable; él y nadie más.

—Dejadme hacer —dijo—.Perdonadme, Señor, porque voy aarrebatar una vida; una para salvar dos.

Entonces se colocó junto a su esposay, de una vaina que llevaba sujeta al

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cinturón, sacó una de esas dagas,llamadas «misericordias», que poseenuna hoja tan fina que puede deslizarseentre las partes rígidas de cualquierarmadura —y, a fortiori, en el vientre deuna mujer—. Con las llamas del hogarreflejadas en su rostro, lanzó un alaridoy hundió su daga en uno de los dosminúsculos cráneos; la sangre lesalpicó.

Luego cedió su lugar al cirujano, queterminó el trabajo ayudándose con ungancho.

Un hedor metálico invadió lahabitación. El cirujano lloraba ymurmuraba palabras en hebreo. Parecía

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que deliraba, aunque tal vez era unaoración.

—¡Cerradle los ojos! —gritó a tupadre—. ¡Cerradle los ojos!

Tu padre posó las manos sobre losojos de tu madre, pero ella trató demorderle, porque quería asistir a todo,no ahorrarse nada.

—No lo consigo —dijo el cirujanocon voz ronca—. El muerto estorba. ¡Elotro no puede salir!

El cirujano tiraba del niño muerto,tiraba y tiraba, pero la fortuna seencarnizaba con ellos: el niño seguíaatrapado. Pensaron que aquello era obradel diablo, o de Dios (ya no lo sabían),

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y se preguntaron qué habían hecho paramerecer el castigo de semejante prueba.El pequeño cadáver se aferraba tanto asu madre que sacarlo violentamentepondría la vida de esta en peligro.Entonces el cirujano recordó suexperiencia como enterrador, cuandopara ganar espacio en una tumba seprocedía a reagrupar los huesos, aunquese despojara al cuerpo humano de lopoco que le quedaba de su anterior vida;tan solo era una vaga forma antropoide.

La violencia de la escena que siguióno merece ser descrita. Por tanto, osahorraré los detalles. Contentaos consaber que el cirujano cortó al gemelo de

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Morgennes en el interior del vientre desu madre, y luego lo sacó pedazo apedazo. Un bracito, una cabecita, untorso, una pierna, que depositó en elsuelo, sobre el polvo.

Aquello no era un nacimiento, sinouna exhumación.

Tu madre se había desvanecido denuevo, y tu padre estaba demasiadotrastornado para llorar.

Cuando hubo suficiente espacio paraque pudieras salir, el cirujano llamó a tupadre y le dijo:

—¡Venid a ayudarme!Tu padre se acercó, y el cirujano

gritó:

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—¡Ahora!Un grito resonó en la estancia, el

grito de un bebé.Morgennes había nacido.

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2

¿No he visto hoy a las más hermosascriaturas del mundo cruzando la Gaste

Forêt?Diría que estos seres son más bellos aún

que Dios y todos sus ángeles.

CHRÉTIEN DE TROYES,Perceval o El cuento del Grial

De niño pasaste largos días sobre la

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pequeña tumba. Tu padre la habíaexcavado no muy lejos de la casa, en lacima de una colina. La noche de tunacimiento, mientras tu madre teproporcionaba los primeros cuidados, élsalió para ofrecer al bebé muerto unasepultura decente. Curiosamente, loslobos, que le habían seguido hasta sucasa, se apartaron de su camino y ledejaron enterrar a su hijo. Con ayuda deuna pala, tu padre cavó en la nieve, en latierra, y enterró el pequeño cadáver;luego lo cubrió todo de nuevo. A la luzdel día, tenía un aspecto ligeramenteabombado, como si el cuerpo fuesemucho mayor de lo que era en realidad.

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Al día siguiente de tu venida almundo, el cirujano volvió a su cabañacon una piedra rara, llamada draconita,que tus padres le habían entregado enpago por sus servicios. Nunca volveríana verse, y supongo que así es comodebía ser.

Tus padres te rodearon de amor,pero quedaron profundamente marcadospor las circunstancias, tan dolorosas, detu nacimiento. Nunca las olvidaron;además, en la parte inferior del rostrotenías una pequeña cicatriz blanca enforma de mano.

¿Era la mano del hijo muerto?Aquella marca parecía un adiós, una

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señal de afecto que un ser dirige a otroal que ama, al que no ha conocido ynunca conocerá.

Una noche en la que tu padre habíasalido a buscarte, te encontró tendidosobre la pequeña tumba —que ningunacruz identificaba—. ¿Qué hacías allí,hablando al vacío? De repente, tu padretuvo miedo. Nunca, ni él ni tu madre,habían mencionado delante de ti estasepultura ni a la criatura que estabaenterrada en ella. Sin embargo, ahíestabas, tendido sobre ese abultamientodel terreno, como un dragón sobre su

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tesoro.En cuanto viste a tu padre, te

levantaste y corriste a echarte en susbrazos. En esa época debías de tenerunos cuatro años, y tus pequeñas piernasya te llevaban lejos: a veces dabaslargos paseos por el bosque; salías conlas primeras luces del alba y no volvíashasta que era noche cerrada, cuando tumadre salía a la escalera de entradapara llamarte.

Una vez en sus brazos, exclamaste:—¡Lo sé!—¿Qué sabes? —dijo tu padre.—¡Voy a tener una hermanita!Tu padre te miró, estupefacto. ¿Una

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hermanita? Su mujer no le había dichonada. Mordiéndose el labio inferior, seapresuró a volver a la casa parapreguntarle:

—¿Esperas un niño?—¿Quién te lo ha dicho?—De modo que es cierto...—Sí.Tu madre se sonrojó y se secó las

manos con el delantal. Aunque pasabade la treintena, todavía era hermosa, apesar de las profundas arrugas y losinnumerables cabellos blancos queadornaban su rostro, legado de laespantosa noche de tu nacimiento.

—Quería darte una sorpresa.

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—¡Una sorpresa! Pero dime,¿cuándo, cómo?

Loco de alegría, tu padre cogió a tumadre en brazos y la llevó en volandaspor la habitación, girando sobre símismo.

—¡Gracias, Dios mío, gracias!Dejó en el suelo a tu madre, que se

quedó allí, aturdida, y luego le dio laespalda. Entonces sacó de debajo de sucamisa una cruz de bronce que habíafabricado él mismo, en su forja, y lacubrió de besos a escondidas de sumujer.

—¡Gracias! ¡Gracias! ¡Gracias!Tenía una mirada de loco, y no sabía

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a quién besar, si a su mujer, a su hijo o ala cruz. Era feliz, feliz como nunca lohabía sido. En este instante tus padres secreyeron perdonados, y los años quesiguieron fueron hermosos.

Adivinar que tu madre estabaencinta, aún; pero conocer poranticipado el sexo del niño era algo queno tenía explicación. Porque tú habíasacertado, y la criatura que nació, en unahermosa mañana de primavera, fue unaniña, una adorable niñita de cabellosrubios y unos ojos que, después dealgunas vacilaciones, decidieron

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permanecer azules.Tu hermana era una niña vivaracha y

risueña, que dio mucha alegría a tuspadres. Pronto sus risas resonaron portoda la casa y sustituyeron a loshabituales martillazos y el soplido de laforja.

La noche, sin embargo, debía volver.De hecho ya había empezado a caer enlos alrededores de Vézelay, cuando enel año de gracia de 1146 su santidad elpapa Eugenio III ordenó a Bernardo deClaraval que predicara una nuevacruzada a Tierra Santa, para liberar... Adecir verdad, no se sabía muy bien qué,pues la tumba de Cristo estaba en manos

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de los cristianos desde hacía casicincuenta años; pero cierto rey deFrancia y cierto emperador de Alemaniadeseaban obtener, ellos también, suparte de gloria y formar parte de los«humildes protectores de Cristo».

Como ocurre a menudo, la noche sehizo anunciar con rumores de guerra.Los hombres partían a reunirse con otrosque combatían en un país lejano paradefender una cruz, o una tumba —no losabías muy bien, a pesar de los retazosde información que llegaban a tus oídos—. Porque, a pesar de que vivíasapartado del mundo y en un lugar pocofrecuentado, tu padre había tenido que

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atender numerosos pedidos: las espadasy las dagas de buena calidad eran depronto bienes muy buscados.

Tus padres siempre te habíanmantenido alejado de la violencia.Consideraban que con la de tunacimiento bastaba. Por eso, aunque tupadre fabricaba armas muy hermosas,nunca dejaron que te acercaras a las quesalían de su taller ni te hablaron de esossoldados a los que llamaban caballeros,cuyas proezas cantaban los trovadores—aunque pasaban por alto lasdesgracias que invariablemente lasacompañaban, como la peste sigue a lasratas.

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Por desgracia, no se puede evitarque los martillazos descargados sobre lahoja de una espada lleguen a oídos de unniño, y cuando estos resuenan desde sumás tierna infancia, el niño acaba porcomprender. Y así dabas vueltas, comouna raposa alrededor de un gallinero, entorno a la forja donde trabajaba tupadre, de la que percibías los sonidos,los olores y su característico calor.

Un día, tu padre entró en la forja y tesorprendió manejando una daga, con laque cortabas el aire. Fintando a laderecha, untando a la izquierda, parecíaque supieras combatir, cuando en tu vidahabías asistido a un combate. Ante esa

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imagen, tu padre palideció. ¡Aquellaarma era la misericordia que habíautilizado en tu nacimiento! Por primeravez te dio una bofetada. Aturdido,soltaste el arma, que cayó a tus pies. Tupadre te preguntó, apuntándola con eldedo:

—¿Sabes qué es esta arma y quésignifica?

Te mordiste el labio inferior ypermaneciste mudo mientras tu miradase empañaba.

—Esta arma —prosiguió tu padre—,esta misericordia, significa la muerte delniño a quien debes la vida...

Demasiado turbado para responder,

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hundiste tu mirada en los ojos de tupadre. Entonces tus labios seentreabrieron y dejaron escapar:

—¿A quién debo la vida?No comprendías. ¿De qué niño

hablaba? Por lo que sabías, solo debíasla vida a tus padres.

Se escuchó un crujido en la entradade la forja, y tu padre se volvió para verquién estaba ahí. Era su hija, que leobservaba sin decir palabra. ¿Cuántotiempo llevaba allí? ¿Había asistido atoda la escena? Probablemente, porquesu expresión era grave, y su miradapasaba de tu padre a tu mejilla,enrojecida por la bofetada.

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Tu hermana rompió el silencio,diciendo con su bonita voz aflautada:

—Mamá dice que no hay madera.—¡Morgennes, ve a buscar leña! —

ordenó enseguida tu padre, aliviado porhaber encontrado un pretexto para ponerfin a vuestra conversación.

A pesar del frío que se había abatidosobre la región —el invierno, una vezmás, se había adelantado—, corristehacia el lindero del bosque, donde tupadre había amontonado troncos y ha—.ces de leña en previsión de los díascrudos.

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«Mamá dice que no hay madera»,repetías mientras corrías. La frase teparecía rara. La encontrabas extraña.¿Cómo podía no quedar leña, si esamisma mañana el depósito estaba lleno?Mientras recogías algunas ramas,volviste a pensar en vuestra casa. ¡Nocabía duda! Por más que te remontarasen el tiempo, no recordabas que algunavez hubiera faltado con qué calentarseen el invierno, aunque hubiera sido tancrudo como el de tu nacimiento. ¿Habíamentido tu hermana? ¿Había inventadoesta historia para que pudieras alejarte?¿O bien había dicho otra cosa?

«¡Mamá dice que no hay maderos!»

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¡Eso había dicho! ¡Maderos, y nomadera! Tal vez tu hermana no hablabade madera para el fuego, sino de otrotipo. De unos maderos que sin dudaguardaban relación con el motivo por elque tu padre te había abofeteado. Con lamisericordia con la que habías jugado.¡Que estaban relacionados con lapequeña tumba!

Y en ese momento, la conmoción deun recuerdo te hizo caer de rodillas en lanieve.

¡Lo habías olvidado! Una pelea entretus padres, una de sus raras peleas —talvez la única pelea que habían tenido...

¡El pequeño muerto!

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Se habían peleado por él, pocodespués de tu nacimiento. En aquellaépoca, para ti, las palabras estabanvacías de sentido. Pero ahoracomprendías. Lo que tu memoriaresucitaba, lo descifraba el resto de tucerebro, proporcionándote susignificado.

Tu madre quería olvidar; tu padre,recordar. Sí; tal como había prometido,quería recordar ese cuerpecitodestrozado, su crimen. .. Entonces,aunque cedió a las exigencias de tumadre, que había pedido que ciertatumba nunca estuviera marcada conningún símbolo religioso, replicó:

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—¡Al menos le pondré una cruz!Tu madre se lanzó sobre él, con los

dedos como garras. Llevada por lacólera, le laceró el rostro con tanta furiaque aún hoy podían verse las marcas —que él atribuía a un oso.

Finalmente tu padre fue a refugiarseen su taller, donde fabricó una cruz.«Nada empañará nunca su brillo», dijo asu mujer mientras le mostraba lahermosa cruz de bronce que ya noabandonaría su pecho hasta elacontecimiento que conoces.

—De todos modos —gritó a sumujer—, no hay nadie allá abajo, bajoese montículo de tierra. ¡Nadie! ¡Si hay

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alguien enterrado en algún sitio es aquí!Y se golpeó el pecho.—Aquí, en mi corazón. Esta es su

tumba. Y pondré una cruz sobre ella,porque ese es mi deseo.

Entonces se pasó en torno al cuellola cruz de bronce; se la sacaba de vez encuando, en la soledad de su taller, parabesarla. Pero nunca la dejaba a la vistacuando estaba cerca de su esposa, yaque ambos consideraban que estaban ensu derecho; él de recordar y ella deolvidar el crimen que su marido habíacometido...

«¡No hay maderos sobre la tumba!»¿Por qué esa noche? ¿Por qué ahora?

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Se levantó viento, un viento terrible,para el que tú estabas desnudo. Se reíade tus ropas, de las gruesas pieles, elmanto de lana, la camisa de tela, el pelo,la piel, y soplaba directamente sobre tushuesos. Habría helado hasta a un oso.

En ese momento, un resplandor en elcielo atrajo tu mirada. ¿Una estrella?Parecía ir hacia ti, muy deprisa. Luegouna, dos, tres y pronto cuatro estrellasmás brillaron tras la primera; las cincose dirigieron hacia la casa de tus padres.

¡Qué hermoso era! Habrías queridogritar, llamar, prevenir a tu familia de sullegada, pero ningún sonido salió de tuboca. Ante tanta belleza, tus labios

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permanecieron cerrados. No eranestrellas. ¡Para ti eran ángeles! Cincoángeles de acero, montados en caballoscubiertos con corazas de oro y plata. Ungran ruido les acompañaba, porque susarmas estaban desenvainadas y amenudo tropezaban contra los árbolesdel bosque. Sus caballos resoplaban, susarmaduras repiqueteaban, sus yelmostintineaban. Y cuando una lanza chocabacontra el escudo, sonaba como un himnoque celebrara la llegada de esos ángelescaídos de los cielos.

En realidad no solo eran ángeles,sino cuatro ángeles que escoltaban aDios —pues el primero iba tan bien

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vestido, con sus blancos coloresmarcados con una gran cruz roja, que tepareció que era Dios anunciando a loshombres alguna noticia importante.

¡Dios! ¡Era Dios! Ese ser extraño ymisterioso al que tus padres solo sereferían con medias palabras y al que teinstaban a temerlo tanto como a amarlo.¡Dios acudía a vuestra casa!

Te morías de ganas de bajar por lacolina y correr hacia Dios y todos susángeles para pedirles que te llevarancon ellos.

Pero entonces resonó un grito:—¡Corre, Morgennes, corre!Era tu madre. Se dirigía al encuentro

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de los ángeles, que espoleaban a suscorceles para acercarse a ella.

¿Correr?Sin reflexionar, la obedeciste y

saliste corriendo. Pero ¿hacia dónde?De repente, como si te hubiera oído, tumadre gritó:

—¡Hacia el río, Morgennes, hacia elrío!

¡Hacia el río! ¡Adelante! Cerrastelos ojos, porque de ese modo corríasmejor. Tus pies se hundían en la nieve,pero qué importaba: la tierra te guiaba.Te decía adónde ir, y te permitíaconcentrarte en lo que oías. Alaridos, tupadre que llamaba, tu hermana que

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lloraba, tu madre que gritaba.—¡Corre! ¡Corre!Parecía que se estuviera peleando.

¿Tu madre? ¿Peleando? ¿Con Dios? Sinduda tu padre estaba luchando con laespada, porque oías el hierro golpeandoel hierro, los resoplidos de tu padre ylos relinchos de los caballos.

Volviste a abrir los ojos y mirastehacia atrás. La noche lo cubría todo.¿Ya? No era tan tarde hacía un momento,cuando habías corrido hacia el bosquepara coger leña. Y sin embargo era denoche, o las tinieblas tenían otronombre... Entonces tropezaste.

¿Qué hacía ahí esa raíz? Estabas

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tendido sobre la nieve, y el frío teatenazaba el pecho, penetraba en tuboca, en tu nariz. «¿Por qué he abiertolos ojos? Debería haberlos mantenidocerrados...»

Volviste a cerrarlos, recordaste elterreno, tan familiar para ti, y televantaste dispuesto a reemprender lacarrera. De pronto tuviste la sensaciónde que un animal enorme te perseguía:escamas y garras furiosas, una bestiaque volaba, reptaba y saltaba a la vez.Un monstruo imposible. ¡Un monstruoque bufaba, que mataba! Y tú eras supresa.

¿Qué animal era aquel? ¿Era un

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dragón, como el que uno de los ángelesde Dios llevaba en su enseña? Sí. Uninmenso dragón—noche, que sumergíaen la oscuridad todo lo que se ponía a sualcance, devorando la luz y borrando losconfines de las cosas.

Sordo al miedo, seguiste corriendo.«Tendré miedo más tarde», te decías.

El río hacia el que huías era más queun río —era el inmenso brazo líquido deun país colocado a través del mundo, sincabecera ni desembocadura—, y túnunca lo habías vadeado. Nadie, que túsupieras, se había aventurado nunca enél, porque en ese río, si bien no eraprofundo, confluían mil corrientes

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contrarias que se enfrentaban en su seno,como si mil ríos de igual fuerza sehubieran encontrado allí mezclados,tratando cada uno de imponerse a losdemás.

Este río era tan ancho que ningúnhombre podría alcanzar con su honda laotra orilla. Sin embargo, un ansia locade saltar sobre él se apoderó de ti,aunque sabías que era una insensatez.

Esbozaste una sonrisa —la idea tehabía gustado— y sentiste que te crecíanalas. Correr te resultaba fácil, el frío yano te afectaba. Tal vez fueras solo unniño, ¡pero te sentías un gigante!

Y abriste los ojos.

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Detrás de ti, a solo unos pasos,estaba tu padre, con tu hermana enbrazos. También él corría, con la bocaabierta, y su aliento se elevaba en lanoche como una gran columna fría, quepronto destrozarían los jinetes que leseguían al galope.

¡El río! Comprendiste por qué tumadre te había dicho que fueras allí.Estaba helado. La cubierta de hielo tepermitiría pasar, mientras que los jinetes—por más que fueran Dios y sus ángeles— se verían obligados a desmontar, ytal vez incluso a desprenderse de sucoraza estrellada para desplegar susalas y cruzarlo volando.

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Tu padre jadeaba, escupía, sufría.En vano, porque los jinetes le pisabanlos talones y no tardarían en alcanzarle.Si hubiera sido un pusilánime, habríaabandonado a tu hermana, la habríalanzado al suelo para que retrasara a susperseguidores y no frenara su marcha;pero él era un hombre valeroso, o unloco, y no la dejó, sino que, al contrario,la oprimió contra su corazón, como siquisiera tragársela, que penetrara en él,para recogerse luego sobre sí mismo yvadear de un salto el río sobre el que túya avanzabas.

Su superficie era terriblemente

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resbaladiza, por lo que tomabasprecauciones para no perder elequilibrio. «Si avanzo como es debido yconsigo impulsarme convenientemente,podré llegar a la otra orilla en unsantiamén. ¡Adelante!»

El hielo crujió, pero aguantó, y tepermitió dirigirte hacia tu salvación... yla muerte de los tuyos.

Porque cuando apenas habíasalcanzado la otra orilla, el surco dehielo que habías dejado tras de tiempezó a resquebrajarse,transformándose en una grieta, unabismo ante tu padre.

El, sin embargo, no retrocedió. ¡No

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podía soltar a su hija! Y siguióavanzando hacia el centro del río, sinapartar sus ojos de ti.

—¡Morgennes! ¡Mírame!Miraste a tu padre, aferrándote a sus

ojos, como si tuvieras el poder, tú quehabías sobrevivido, de salvar al que notardaría en hundirse.

—¡Te quiero!Los jinetes se acercaban, sus

caballos se encabritaban y caían contodo su peso sobre las primeraspulgadas de hielo, que rompían con susherraduras, sacrificando al dios del ríosus primeras víctimas.

El hielo se rompió. Mil rajas

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corrieron en todos los sentidos, seunieron, se separaron y tropezaron lasunas con las otras, de tal modo que alfinal la superficie del río parecía unatelaraña del otro mundo, de allí donde elnegro era blanco y el blanco negro.

Estaban perdidos. El agua seapoderó de ellos; se hundieron,abrazados el uno al otro. Tu padre nohabría soltado a su hija por nada delmundo. Pero aún no era el final. No deltodo. Con la energía que da ladesesperación, tu padre todavíaencontró fuerzas para abrirse la camisay sacar la pequeña cruz que nunca lehabía abandonado. La besó, por última

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vez, la mostró a los jinetes que iban trasél y que ya apuntaban sus arcos endirección a vosotros, y la lanzó hacia ti.

—¡Morgennes! —¡Papá!—¡Ve hacia la cruz! ¡La cruz!Corriste hacia la cruz, que había

caído a solo unos pasos de ti, cuando unruido líquido atrajo tu atención.

Era tu padre, había muerto. Unasburbujas subieron a la superficie yenseguida quedaron atrapadas por elhielo, el mismo hielo en el que unamanita infantil, opaca y oscura, pareciódibujarse y luego desapareció.

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3

No se puede pasar un caballo.No hay puente, barca ni vado.

CHRÉTIEN DE TROYES,Perceval o El cuento del Grial

De niño pasaste largos días sobre lapequeña tumba. Tu padre la habíaexcavado no muy lejos de la casa, en lacima de una colina. La noche de tu

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nacimiento, mientras tu madre teproporcionaba los primeros cuidados, élsalió para ofrecer al bebé muerto unasepultura decente. Curiosamente, loslobos, que le habían seguido hasta sucasa, se apartaron de su camino y ledejaron enterrar a su hijo. Con ayuda deuna pala, tu padre cavó en la nieve, en latierra, y enterró el pequeño cadáver;luego lo cubrió todo de nuevo. A la luzdel día, tenía un aspecto ligeramenteabombado, como si el cuerpo fuesemucho mayor de lo que era en realidad.

Al día siguiente de tu venida almundo, el cirujano volvió a su cabañacon una piedra rara, llamada draconita,

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que tus padres le habían entregado enpago por sus servicios. Nunca volveríana verse, y supongo que así es comodebía ser.

Tus padres te rodearon de amor,pero quedaron profundamente marcadospor las circunstancias, tan dolorosas, detu nacimiento. Nunca las olvidaron;además, en la parte inferior del rostrotenías una pequeña cicatriz blanca enforma de mano.

¿Era la mano del hijo muerto?Aquella marca parecía un adiós, unaseñal de afecto que un ser dirige a otroal que ama, al que no ha conocido ynunca conocerá.

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Una noche en la que tu padre habíasalido a buscarte, te encontró tendidosobre la pequeña tumba —que ningunacruz identificaba—. ¿Qué hacías allí,hablando al vacío? De repente, tu padretuvo miedo. Nunca, ni él ni tu madre,habían mencionado delante de ti estasepultura ni a la criatura que estabaenterrada en ella. Sin embargo, ahíestabas, tendido sobre ese abultamientodel terreno, como un dragón sobre sutesoro.

En cuanto viste a tu padre, televantaste y corriste a echarte en susbrazos. En esa época debías de tener

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unos cuatro años, y tus pequeñas piernasya te llevaban lejos: a veces dabaslargos paseos por el bosque; salías conlas primeras luces del alba y no volvíashasta que era noche cerrada, cuando tumadre salía a la escalera de entradapara llamarte.

Una vez en sus brazos, exclamaste:—¡Lo sé!—¿Qué sabes? —dijo tu padre.—¡Voy a tener una hermanita!Tu padre te miró, estupefacto. ¿Una

hermanita? Su mujer no le había dichonada. Mordiéndose el labio inferior, seapresuró a volver a la casa parapreguntarle:

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—¿Esperas un niño?—¿Quién te lo ha dicho?—De modo que es cierto...—Sí.Tu madre se sonrojó y se secó las

manos con el delantal. Aunque pasabade la treintena, todavía era hermosa, apesar de las profundas arrugas y losinnumerables cabellos blancos queadornaban su rostro, legado de laespantosa noche de tu nacimiento.

—Quería darte una sorpresa.—¡Una sorpresa! Pero dime,

¿cuándo, cómo?Loco de alegría, tu padre cogió a tu

madre en brazos y la llevó en volandas

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por la habitación, girando sobre símismo.

—¡Gracias, Dios mío, gracias!Dejó en el suelo a tu madre, que se

quedó allí, aturdida, y luego le dio laespalda. Entonces sacó de debajo de sucamisa una cruz de bronce que habíafabricado él mismo, en su forja, y lacubrió de besos a escondidas de sumujer.

—¡Gracias! ¡Gracias! ¡Gracias!Tenía una mirada de loco, y no sabía

a quién besar, si a su mujer, a su hijo o ala cruz. Era feliz, feliz como nunca lohabía sido. En este instante tus padres secreyeron perdonados, y los años que

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siguieron fueron hermosos.

Adivinar que tu madre estabaencinta, aún; pero conocer poranticipado el sexo del niño era algo queno tenía explicación. Porque tú habíasacertado, y la criatura que nació, en unahermosa mañana de primavera, fue unaniña, una adorable niñita de cabellosrubios y unos ojos que, después dealgunas vacilaciones, decidieronpermanecer azules.

Tu hermana era una niña vivaracha yrisueña, que dio mucha alegría a tuspadres. Pronto sus risas resonaron por

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toda la casa y sustituyeron a loshabituales martillazos y el soplido de laforja.

La noche, sin embargo, debía volver.De hecho ya había empezado a caer enlos alrededores de Vézelay, cuando enel año de gracia de 1146 su santidad elpapa Eugenio III ordenó a Bernardo deClaraval que predicara una nuevacruzada a Tierra Santa, para liberar... Adecir verdad, no se sabía muy bien qué,pues la tumba de Cristo estaba en manosde los cristianos desde hacía casicincuenta años; pero cierto rey deFrancia y cierto emperador de Alemaniadeseaban obtener, ellos también, su

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parte de gloria y formar parte de los«humildes protectores de Cristo».

Como ocurre a menudo, la noche sehizo anunciar con rumores de guerra.Los hombres partían a reunirse con otrosque combatían en un país lejano paradefender una cruz, o una tumba —no losabías muy bien, a pesar de los retazosde información que llegaban a tus oídos—. Porque, a pesar de que vivíasapartado del mundo y en un lugar pocofrecuentado, tu padre había tenido queatender numerosos pedidos: las espadasy las dagas de buena calidad eran depronto bienes muy buscados.

Tus padres siempre te habían

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mantenido alejado de la violencia.Consideraban que con la de tunacimiento bastaba. Por eso, aunque tupadre fabricaba armas muy hermosas,nunca dejaron que te acercaras a las quesalían de su taller ni te hablaron de esossoldados a los que llamaban caballeros,cuyas proezas cantaban los trovadores—aunque pasaban por alto lasdesgracias que invariablemente lasacompañaban, como la peste sigue a lasratas.

Por desgracia, no se puede evitarque los martillazos descargados sobre lahoja de una espada lleguen a oídos de unniño, y cuando estos resuenan desde su

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más tierna infancia, el niño acaba porcomprender. Y así dabas vueltas, comouna raposa alrededor de un gallinero, entorno a la forja donde trabajaba tupadre, de la que percibías los sonidos,los olores y su característico calor.

Un día, tu padre entró en la forja y tesorprendió manejando una daga, con laque cortabas el aire. Fintando a laderecha, untando a la izquierda, parecíaque supieras combatir, cuando en tu vidahabías asistido a un combate. Ante esaimagen, tu padre palideció. ¡Aquellaarma era la misericordia que habíautilizado en tu nacimiento! Por primeravez te dio una bofetada. Aturdido,

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soltaste el arma, que cayó a tus pies. Tupadre te preguntó, apuntándola con eldedo:

—¿Sabes qué es esta arma y quésignifica?

Te mordiste el labio inferior ypermaneciste mudo mientras tu miradase empañaba.

—Esta arma —prosiguió tu padre—,esta misericordia, significa la muerte delniño a quien debes la vida...

Demasiado turbado para responder,hundiste tu mirada en los ojos de tupadre. Entonces tus labios seentreabrieron y dejaron escapar:

—¿A quién debo la vida?

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No comprendías. ¿De qué niñohablaba? Por lo que sabías, solo debíasla vida a tus padres.

Se escuchó un crujido en la entradade la forja, y tu padre se volvió para verquién estaba ahí. Era su hija, que leobservaba sin decir palabra. ¿Cuántotiempo llevaba allí? ¿Había asistido atoda la escena? Probablemente, porquesu expresión era grave, y su miradapasaba de tu padre a tu mejilla,enrojecida por la bofetada.

Tu hermana rompió el silencio,diciendo con su bonita voz aflautada:

—Mamá dice que no hay madera.—¡Morgennes, ve a buscar leña! —

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ordenó enseguida tu padre, aliviado porhaber encontrado un pretexto para ponerfin a vuestra conversación.

A pesar del frío que se había abatidosobre la región —el invierno, una vezmás, se había adelantado—, corristehacia el lindero del bosque, donde tupadre había amontonado troncos y ha—.ces de leña en previsión de los díascrudos.

«Mamá dice que no hay madera»,repetías mientras corrías. La frase teparecía rara. La encontrabas extraña.¿Cómo podía no quedar leña, si esa

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misma mañana el depósito estaba lleno?Mientras recogías algunas ramas,volviste a pensar en vuestra casa. ¡Nocabía duda! Por más que te remontarasen el tiempo, no recordabas que algunavez hubiera faltado con qué calentarseen el invierno, aunque hubiera sido tancrudo como el de tu nacimiento. ¿Habíamentido tu hermana? ¿Había inventadoesta historia para que pudieras alejarte?¿O bien había dicho otra cosa?

«¡Mamá dice que no hay maderos!»¡Eso había dicho! ¡Maderos, y nomadera! Tal vez tu hermana no hablabade madera para el fuego, sino de otrotipo. De unos maderos que sin duda

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guardaban relación con el motivo por elque tu padre te había abofeteado. Con lamisericordia con la que habías jugado.¡Que estaban relacionados con lapequeña tumba!

Y en ese momento, la conmoción deun recuerdo te hizo caer de rodillas en lanieve.

¡Lo habías olvidado! Una pelea entretus padres, una de sus raras peleas —talvez la única pelea que habían tenido...

¡El pequeño muerto!Se habían peleado por él, poco

después de tu nacimiento. En aquellaépoca, para ti, las palabras estabanvacías de sentido. Pero ahora

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comprendías. Lo que tu memoriaresucitaba, lo descifraba el resto de tucerebro, proporcionándote susignificado.

Tu madre quería olvidar; tu padre,recordar. Sí; tal como había prometido,quería recordar ese cuerpecitodestrozado, su crimen. .. Entonces,aunque cedió a las exigencias de tumadre, que había pedido que ciertatumba nunca estuviera marcada conningún símbolo religioso, replicó:

—¡Al menos le pondré una cruz!Tu madre se lanzó sobre él, con los

dedos como garras. Llevada por lacólera, le laceró el rostro con tanta furia

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que aún hoy podían verse las marcas —que él atribuía a un oso.

Finalmente tu padre fue a refugiarseen su taller, donde fabricó una cruz.«Nada empañará nunca su brillo», dijo asu mujer mientras le mostraba lahermosa cruz de bronce que ya noabandonaría su pecho hasta elacontecimiento que conoces.

—De todos modos —gritó a sumujer—, no hay nadie allá abajo, bajoese montículo de tierra. ¡Nadie! ¡Si hayalguien enterrado en algún sitio es aquí!

Y se golpeó el pecho.—Aquí, en mi corazón. Esta es su

tumba. Y pondré una cruz sobre ella,

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porque ese es mi deseo.Entonces se pasó en torno al cuello

la cruz de bronce; se la sacaba de vez encuando, en la soledad de su taller, parabesarla. Pero nunca la dejaba a la vistacuando estaba cerca de su esposa, yaque ambos consideraban que estaban ensu derecho; él de recordar y ella deolvidar el crimen que su marido habíacometido...

«¡No hay maderos sobre la tumba!»¿Por qué esa noche? ¿Por qué ahora?Se levantó viento, un viento terrible,

para el que tú estabas desnudo. Se reíade tus ropas, de las gruesas pieles, elmanto de lana, la camisa de tela, el pelo,

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la piel, y soplaba directamente sobre tushuesos. Habría helado hasta a un oso.

En ese momento, un resplandor en elcielo atrajo tu mirada. ¿Una estrella?Parecía ir hacia ti, muy deprisa. Luegouna, dos, tres y pronto cuatro estrellasmás brillaron tras la primera; las cincose dirigieron hacia la casa de tus padres.

¡Qué hermoso era! Habrías queridogritar, llamar, prevenir a tu familia de sullegada, pero ningún sonido salió de tuboca. Ante tanta belleza, tus labiospermanecieron cerrados. No eranestrellas. ¡Para ti eran ángeles! Cincoángeles de acero, montados en caballoscubiertos con corazas de oro y plata. Un

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gran ruido les acompañaba, porque susarmas estaban desenvainadas y amenudo tropezaban contra los árbolesdel bosque. Sus caballos resoplaban, susarmaduras repiqueteaban, sus yelmostintineaban. Y cuando una lanza chocabacontra el escudo, sonaba como un himnoque celebrara la llegada de esos ángelescaídos de los cielos.

En realidad no solo eran ángeles,sino cuatro ángeles que escoltaban aDios —pues el primero iba tan bienvestido, con sus blancos coloresmarcados con una gran cruz roja, que tepareció que era Dios anunciando a loshombres alguna noticia importante.

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¡Dios! ¡Era Dios! Ese ser extraño ymisterioso al que tus padres solo sereferían con medias palabras y al que teinstaban a temerlo tanto como a amarlo.¡Dios acudía a vuestra casa!

Te morías de ganas de bajar por lacolina y correr hacia Dios y todos susángeles para pedirles que te llevarancon ellos.

Pero entonces resonó un grito:—¡Corre, Morgennes, corre!Era tu madre. Se dirigía al encuentro

de los ángeles, que espoleaban a suscorceles para acercarse a ella.

¿Correr?Sin reflexionar, la obedeciste y

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saliste corriendo. Pero ¿hacia dónde?De repente, como si te hubiera oído, tumadre gritó:

—¡Hacia el río, Morgennes, hacia elrío!

¡Hacia el río! ¡Adelante! Cerrastelos ojos, porque de ese modo corríasmejor. Tus pies se hundían en la nieve,pero qué importaba: la tierra te guiaba.Te decía adónde ir, y te permitíaconcentrarte en lo que oías. Alaridos, tupadre que llamaba, tu hermana quelloraba, tu madre que gritaba.

—¡Corre! ¡Corre!Parecía que se estuviera peleando.

¿Tu madre? ¿Peleando? ¿Con Dios? Sin

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duda tu padre estaba luchando con laespada, porque oías el hierro golpeandoel hierro, los resoplidos de tu padre ylos relinchos de los caballos.

Volviste a abrir los ojos y mirastehacia atrás. La noche lo cubría todo.¿Ya? No era tan tarde hacía un momento,cuando habías corrido hacia el bosquepara coger leña. Y sin embargo era denoche, o las tinieblas tenían otronombre... Entonces tropezaste.

¿Qué hacía ahí esa raíz? Estabastendido sobre la nieve, y el frío teatenazaba el pecho, penetraba en tuboca, en tu nariz. «¿Por qué he abiertolos ojos? Debería haberlos mantenido

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cerrados...»Volviste a cerrarlos, recordaste el

terreno, tan familiar para ti, y televantaste dispuesto a reemprender lacarrera. De pronto tuviste la sensaciónde que un animal enorme te perseguía:escamas y garras furiosas, una bestiaque volaba, reptaba y saltaba a la vez.Un monstruo imposible. ¡Un monstruoque bufaba, que mataba! Y tú eras supresa.

¿Qué animal era aquel? ¿Era undragón, como el que uno de los ángelesde Dios llevaba en su enseña? Sí. Uninmenso dragón—noche, que sumergíaen la oscuridad todo lo que se ponía a su

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alcance, devorando la luz y borrando losconfines de las cosas.

Sordo al miedo, seguiste corriendo.«Tendré miedo más tarde», te decías.

El río hacia el que huías era más queun río —era el inmenso brazo líquido deun país colocado a través del mundo, sincabecera ni desembocadura—, y túnunca lo habías vadeado. Nadie, que túsupieras, se había aventurado nunca enél, porque en ese río, si bien no eraprofundo, confluían mil corrientescontrarias que se enfrentaban en su seno,como si mil ríos de igual fuerza sehubieran encontrado allí mezclados,tratando cada uno de imponerse a los

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demás.Este río era tan ancho que ningún

hombre podría alcanzar con su honda laotra orilla. Sin embargo, un ansia locade saltar sobre él se apoderó de ti,aunque sabías que era una insensatez.

Esbozaste una sonrisa —la idea tehabía gustado— y sentiste que te crecíanalas. Correr te resultaba fácil, el frío yano te afectaba. Tal vez fueras solo unniño, ¡pero te sentías un gigante!

Y abriste los ojos.Detrás de ti, a solo unos pasos,

estaba tu padre, con tu hermana enbrazos. También él corría, con la bocaabierta, y su aliento se elevaba en la

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noche como una gran columna fría, quepronto destrozarían los jinetes que leseguían al galope.

¡El río! Comprendiste por qué tumadre te había dicho que fueras allí.Estaba helado. La cubierta de hielo tepermitiría pasar, mientras que los jinetes—por más que fueran Dios y sus ángeles— se verían obligados a desmontar, ytal vez incluso a desprenderse de sucoraza estrellada para desplegar susalas y cruzarlo volando.

Tu padre jadeaba, escupía, sufría.En vano, porque los jinetes le pisaban

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los talones y no tardarían en alcanzarle.Si hubiera sido un pusilánime, habríaabandonado a tu hermana, la habríalanzado al suelo para que retrasara a susperseguidores y no frenara su marcha;pero él era un hombre valeroso, o unloco, y no la dejó, sino que, al contrario,la oprimió contra su corazón, como siquisiera tragársela, que penetrara en él,para recogerse luego sobre sí mismo yvadear de un salto el río sobre el que túya avanzabas.

Su superficie era terriblementeresbaladiza, por lo que tomabasprecauciones para no perder elequilibrio. «Si avanzo como es debido y

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consigo impulsarme convenientemente,podré llegar a la otra orilla en unsantiamén. ¡Adelante!»

El hielo crujió, pero aguantó, y tepermitió dirigirte hacia tu salvación... yla muerte de los tuyos.

Porque cuando apenas habíasalcanzado la otra orilla, el surco dehielo que habías dejado tras de tiempezó a resquebrajarse,transformándose en una grieta, unabismo ante tu padre.

El, sin embargo, no retrocedió. ¡Nopodía soltar a su hija! Y siguióavanzando hacia el centro del río, sinapartar sus ojos de ti.

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—¡Morgennes! ¡Mírame!Miraste a tu padre, aferrándote a sus

ojos, como si tuvieras el poder, tú quehabías sobrevivido, de salvar al que notardaría en hundirse.

—¡Te quiero!Los jinetes se acercaban, sus

caballos se encabritaban y caían contodo su peso sobre las primeraspulgadas de hielo, que rompían con susherraduras, sacrificando al dios del ríosus primeras víctimas.

El hielo se rompió. Mil rajascorrieron en todos los sentidos, seunieron, se separaron y tropezaron lasunas con las otras, de tal modo que al

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final la superficie del río parecía unatelaraña del otro mundo, de allí donde elnegro era blanco y el blanco negro.

Estaban perdidos. El agua seapoderó de ellos; se hundieron,abrazados el uno al otro. Tu padre nohabría soltado a su hija por nada delmundo. Pero aún no era el final. No deltodo. Con la energía que da ladesesperación, tu padre todavíaencontró fuerzas para abrirse la camisay sacar la pequeña cruz que nunca lehabía abandonado. La besó, por últimavez, la mostró a los jinetes que iban trasél y que ya apuntaban sus arcos endirección a vosotros, y la lanzó hacia ti.

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—¡Morgennes! —¡Papá!—¡Ve hacia la cruz! ¡La cruz!Corriste hacia la cruz, que había

caído a solo unos pasos de ti, cuando unruido líquido atrajo tu atención.

Era tu padre, había muerto. Unasburbujas subieron a la superficie yenseguida quedaron atrapadas por elhielo, el mismo hielo en el que unamanita infantil, opaca y oscura, pareciódibujarse y luego desapareció.

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4

Aquí empiezo mi relato.

CHRÉTIEN DE TROYES,Erec y Enid

Morgennes me condujo hasta elcalvero del bosque. Allí, tras constatarla magnitud de los daños y comprender,sin que él tuviera que explicármelo, queel puente y la pequeña iglesia eran una

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misma cosa, le dije:—Ya solo me queda volver a

Beauvais...—Lo siento muchísimo. Nadie venía

nunca a esta iglesia, y pensé que tal vezsería mejor...

—¿Hacer un puente con ella?—Sí.—Habrá que creer que ese era su

destino... De pie en medio del clarodonde se habían levantado los muros deuna de las más antiguas capillas deFlandes, Morgennes me miró conexpresión interrogativa.

—Según los archivos que heconsultado —dije—, esta iglesia fue

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construida con las piedras de un puenteque se encontraba en alguna parte poraquí cerca.

—No es raro, entonces, que nadieviniera nunca aquí. No hay modo decruzar en leguas a la redonda. Vos soisel primer ser humano que veo desdehace años.

Abrí ojos como platos, estupefacto.—¿Cómo? ¿Y vuestra familia? ¿Y

vuestros padres?Morgennes tendió el brazo hacia el

otro lado del puente y dijo:—Están por allí, creo...Se fue a remover las cenizas de un

pequeño fuego que había encendido para

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la noche, permaneció en silencio, yluego añadió:

—De hecho, me parece que estánmuertos.

—Oh —dije yo—, es una tristenoticia. ¿De modo que estáis solo en elmundo?

Asintió con la cabeza, con los labiosapretados, y luego me preguntó:

—¿Quién construyó ese puente?—No lo sé —respondí—.

Probablemente los romanos.—¿Los romanos?Algo en el tono de su voz revelaba

que no tenía ni idea de quiénes eran esos«romanos»; de modo que rápidamente le

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hice un resumen de la historia de Roma.—Vaya —dijo Morgennes,

decepcionado—, ya veo que no eranellos...

—¿Que no eran ellos? ¿Qué queréisdecir?

—Justo antes de morir, mi padre medijo que fuera hacia la cruz... Primeropensé que se trataba de esta cruz —medijo, mostrándome la pequeña cruz debronce que tenía en la mano—. Luego,que era la que coronaba la iglesia —medijo, no mostrándome nada—. Pero alescucharos, me he preguntado si nohablaría de los romanos...

—También podía hacer alusión a

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Jerusalén y a la reliquia de la Vera Cruz,donde fue crucificado Nuestro SeñorJesucristo.

—¿Nuestro Señor Jesucristo? —dijoMorgennes—. ¿Quién es?

—¿Cómo? ¿No lo sabéis?—No.—Pero ¿qué clase de pájaro sois

vos? Debéis de ser el único hombre queno ha oído hablar de Él...

—No soy ningún pájaro. Y vos, ¿quétipo de hombre sois que seguís los pasosde una gallina y cruzáis, el mismo día enque lo he terminado, un puente que hetardado años en construir?

—¿Que quién soy?

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Dejé escapar un profundo suspiro.

¿Qué se sabe de mí? No gran cosa.Para resumir, esto es lo que la

historia ha retenido de mi persona. Sedice que nací hacia el año de gracia de1135, pero no se sabe dónde. Algunosdicen que en Troyes, otros que enArras... Flandes y la Champaña son misregiones predilectas, aunque aquí y alláse diga que viajé mucho —a Inglaterra,a Tierra Santa, al Imperio Germánico, aConstantinopla y a otras muchasregiones que la razón se resiste anombrar—. Estos son, pues, a grandes

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rasgos, mis orígenes. No hablaré de mimuerte, ya que este no es el momento niel lugar. En cuanto a mi vida adulta, seráexpuesta en las páginas que siguen,aunque no constituya el motivoprincipal, sino solo el ornamento —o elenvoltorio, si esta metáfora os complacemás—. Mi nombre, finalmente. Nadie loconoce con certeza, por más que hayaquedado registrado como Chrétien, yaque esa es la firma que aparece en misrelatos.

Pero ¿soy también Saint-Loup deTroyes, el canónigo? ¿Y Chrétien liGois, el autor de Philomena?

Tal vez sí, tal vez no. A decir

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verdad, no es importante. Lo que cuentaes mi encuentro con Morgennes. Encierto modo fue una señal. Una señalque Dios me enviaba para decirme:«¡Observa cómo es este hombre!».Y enefecto, ante mí tenía a un adolescentemil veces más valeroso que eladolescente que yo había sido; mil vecesmás valeroso, incluso, que el hombreque era. Tal vez ocuparme de él,tomarlo bajo mi protección, fuera larazón que me había llevado a estosparajes. En cualquier caso, no iba aabandonar al primero y último de misfieles; de modo que le propuse que meacompañara a Saint-Pierre de Beauvais.

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Morgennes, que por lo visto estabahambriento, no me respondióinmediatamente; en lugar de eso fue abuscar a un rincón de su calvero unpuñado de musgo y setas y me invitó acompartirlo con él.

Mordiendo, no sin aprensión, lacarne cruda de lo que parecía un hongo,le propuse:

—Si me acompañáis a Beauvais,podréis comer queso y pan... Tambiéntenemos pescado, y a veces carne.

—¿Y gallinas?—Sí. Pero esta no es para comer —

añadí, siguiendo su mirada, clavada enmi gallina.

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—¿Por qué?—Es una gallina especial. Se llama

Cocotte... Además, podréis consultarnuestros archivos y aprender algo mássobre este puente.

—¿Vuestros archivos?—Sí. Tenemos una de las mejores

bibliotecas de la región. ¡Cuenta conmás de un centenar de obras!

—Yo no sé leer...—Os enseñaré.—¿Por qué hacéis todo esto? —me

preguntó.Entonces me levanté para decirle:—Dios os ha colocado en mi

camino. Sin Él, nunca hubierais podido

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construir este puente, gracias al cual yohe podido cruzar. .. ¿No os dais cuentade la ironía que encierra esto?

—No.—Si no hubierais demolido esta

iglesia, nunca habría podido cruzar esterío; de modo que la iglesia no habríaservido para nada, porque ningúnsacerdote habría venido a darle vida.Pero la habéis desmontado, ¡y gracias avos he podido cruzar en cuanto hellegado! ¡Sin embargo, ya no hay iglesia!En ambos casos tenía que volver aBeauvais. Pero en el primero habríavuelto solo, después de años devagabundear buscando un puente que no

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existía.Morgennes sacudió la cabeza de

derecha a izquierda, con aire dubitativo.—No, no —me dijo—. No lo he

hecho para vos. Lo he hecho para mí...Para mis padres, para que pudierancruzar y salvarse también...

—No comprendo. ¿No habíais dichoque habían muerto?

Morgennes me contó su historia. Alescucharla, se me heló la sangre en lasvenas. Era fácil reconocer, en losexcesos de esos jinetes, un ejemplo másde las numerosas expediciones punitivasdirigidas contra los judíos que loscruzados llevaban a cabo para

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calentarse la sangre antes de pasar aultramar.

¿Morgennes era judío?No me atreví a preguntárselo.—También tengo raíces, si aún

tenéis hambre —me ofreció.Su generosidad, y también la calma y

el valor con los que se enfrentaba a susituación, me hicieron tomar una extrañadecisión. Para descargar mi conciencia,le pregunté:

—¿Sabéis qué día es hoy, para loscristianos?

—No.—Lo imaginaba. Pues bien, debéis

saber que hoy es «día de ayuno», porque

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es Viernes Santo, un día en el quedebemos arrepentimos de nuestrospecados y adorar la cruz. ¡En este díafue vendido por treinta denarios y luegocrucificado «el que estuvo libre de todopecado»!

—No estoy seguro de entenderlo...—Tal vez os sorprenda lo que os

diré, pero ¡yo tampoco!Con gran sorpresa por su parte,

saqué de mi zurrón una vina—jera llenade vino de misa, seguida de su cortejode hostias. Añadí un mendrugo de pan,dos huevos de Cocotte (frescos de esamañana) y un pedazo de salchichón, queconstituían los restos de mi última

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comida.—¡Adelante! ¡Disfrutad del convite!Hostias, vino, pan, huevos y

salchichón desaparecieron en el gaznatede Morgennes en menos tiempo del quehe necesitado para contarlo; enseguidame preguntó: —¿Os quedan hostias?

—¡Os he dado todo lo que tenía!Morgennes sonrió, se limpió la boca

con el dorso de la mano, y declaró:—De acuerdo. Iré a Beauvais con

vos.Luego, contemplando con aire triste

los oscuros maderos que le rodeaban,añadió:

—Aquí, mi tarea ha terminado.

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Y todos exhalaban un amargo lamento alver a padres o amigos

lisiados o mutilados, arrastrados por elrío.

CHRÉTIEN DE TROYES,Cligès

Morgennes temblaba. Avanzaba apasitos cortos, apoyándose en la

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balaustrada de piedra que habíalevantado él mismo. Mientras veía cómovolvía por el lado verdeante de la orilla,aquel por el que yo había llegado, volvía pensar en esta historia: «Había una vezun soldado que renunció al oficio de lasarmas por el amor de una mujer. Estoocurrió hace mucho tiempo, en TierraSanta. Este soldado volvió a su casa,llevando del brazo a su bienamada. Perocomo ella era judía y él era cristiano,las gentes veían su relación con malosojos, por lo que tuvieron que huir y viviren lo más profundo del bosque, a orillasde un río que se considerabainfranqueable. Transcurrieron varios

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años, durante los cuales su amor sefortaleció. Habrían podido ser felices, sino hubiera planeado sobre ellos unasombra: no conseguían tener hijos. Elsoldado volvió a atravesar el mar ybuscó un puñado de hierbas mágicas delas que le había hablado su mujer."Estas hierbas me volverán fértil", lehabía dicho ella...». Según mi padre, queme relató esta leyenda, el soldadoconsiguió encontrar las hierbas y se lasllevó a su mujer. Pero Dios lesreservaba otra prueba: por un terriblegolpe del destino, se les permitiría tenerlo que más deseaban solo si renunciabana lo que más deseaban...

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¿Era Morgennes ese niño que habíasobrevivido a aquella pareja?, mepreguntaba. Aunque lo cierto era que enese instante más bien me recordaba alsoldado de la historia: un hombre que seesforzaba en alcanzar un objetivo queDios había colocado suficientementelejos de él para que no lo alcanzaranunca, pero suficientemente cerca paraque lo tuviera constantemente ante losojos.

Me di cuenta entonces de queMorgennes seguía en medio del puente.Me acerqué a él y le ofrecí mi ayuda,

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que aceptó. Estaba como petrificado; eraincapaz de apartar la vista de unas aguasen las que creía ver cómo se retorcíanlos suyos, siluetas fantasmales quedibujaban los remolinos del río.

—Cerrad los ojos —le dije—. Yoos daré la mano.

Morgennes obedeció, cerró los ojosy se dejó guiar. Luego, cuando llegamosa la otra orilla, le dije:

—Podéis volver a abrirlos.Miró alrededor, como quien trata de

reconocer en los rasgos de un anciano aun amigo de otros tiempos.

—He fracasado —me dijo.—¿Cómo? Pero creía que... Habéis

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triunfado. Habéis cruzado.—Tal vez. Pero no era eso lo que yo

quería. Lo que me habría gustado es queellos pudieran cruzar.

—¿Ellos? ¿Quiénes?—Mi padre. Mi hermana. E incluso

mi madre, que debió de quedarse en estelado... Si este puente hubiera existido,habrían podido pasar, y se encontraríansanos y salvos conmigo, en la otraorilla.

—¡Pero Morgennes, si ese puentehubiera existido, los jinetes también lohabrían atravesado, y ahora estaríaistodos muertos! Estoy seguro de que Diosquiso que solo vos sobrevivierais.

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—¿Dios lo quiso?Asentí, compungido, con las manos

entrelazadas sobre el vientre, como mehabían enseñado a hacerlo en estascircunstancias.

—Entonces, ¿él es el responsable deeste drama? —me preguntó.

No supe qué responderle.Turbado, me miró sin verme. Su

mano apretó la cruz de bronce, quehabía llevado consigo y que no soltaríapor nada del mundo.

—Pero ¿por qué?—Los caminos del Señor son

inescrutables.—¡Tiene que haber una explicación!

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—No he dicho que no la haya, solohe dicho que no podemos conocerla.

Se alejó, volvió sobre sus pasos,como si buscara su camino, volvió amarcharse... Echó una ojeada a los dosedificios en ruinas, uno de los cualesera, sin duda, una forja, a juzgar por elyunque herrumbroso que yacía tirado enel suelo. Morgennes lo tocó, y se puso allorar en silencio.

—Ni siquiera mamá sigue aquí...Evidentemente era él. No había

duda. Era el hijo de esa mujer a quienmi padre había ayudado a dar a luz, enuna larga noche de invierno, unaquincena de años atrás. Me embargó la

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emoción. Tenía el deber de velar porMorgennes. Debía continuar lo que mipadre había empezado.

Me acerqué a él y le puse la mano enel hombro. ¿Qué podía decirle, yo quehabía pasado tantos años huyendo de mímismo? Yo era lo opuesto a Morgennes.Dios me daba miedo. ¿Encontraría laspalabras? «¡Háblale de tu padre!», memurmuró una voz. Pero no. Nunca.Porque ¿cómo anunciar a Morgennes:«Soy el hijo de aquel que fracasó ensalvaros...»? Imposible. Tenía queencontrar otra cosa. Después deaclararme la garganta, murmuré:

—Yo también he fracasado.

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—¿En qué?Dudé un momento, y luego confesé:—En realidad no quería ser

sacerdote... Soy narrador de historias.Durante mucho tiempo creí que era elmejor... Pero no lo soy.

—Aún no —me dijo Morgennes.—Voy a deciros por qué Cocotte es

tan especial para mí —le dije señalandoa mi gallina—. La gané en un concurso.Cada cuatro años se celebra en Arrasuna fiesta llamada Puy, dondetrovadores y troveros compiten con susrimas...

Le conté mi historia, cómo habíaconseguido cautivar a mi auditorio. Mi

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Historia del rey Mark y la rubia Iseoera, sin duda alguna, esplendorosa; yasaboreaba mi victoria por adelantado,cuando Gautier de Arras entró enescena... Empezó a recitar los primerosversos de su obra, Erodio, que tratabadel emperador Heraclio y de la gloriosaforma en la que había conseguidorecuperar la Vera Cruz, robada por lospaganos en Jerusalén.

La multitud se entusiasmó conaquella historia.

¡El éxito fue tal que lo regaron convino, hasta el punto de que los que seacercaban a él se embriagaban con losvapores! Le dieron el primer premio,

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que consistía en una estancia de cuatroaños en la corte de María de Champaña,donde tendría la posibilidad de concluirsu obra sin tener que preocuparse pornada.

—¿Y qué tiene que ver esto conCocotte? —me preguntó Morgennes.

—Era el segundo premio. Todavíapuedo oír a María de Champañadiciéndome: «Sus huevos os alimentaránel cuerpo y el alma...». Hasta elmomento, principalmente han alimentadomi cuerpo...

—Y también un poco el mío —dijoMorgennes, volviéndose hacia Cocotte—. ¡En cualquier caso, es un segundo

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premio muy apetitoso!—Hubiera podido ser peor. El

tercer premio era solo una cesta dehuevos...

——¿Cuándo tiene lugar el próximoconcurso?

—Dentro de algo menos de cuatroaños.

—¡A fe mía que esta vez lo ganaréis!

Dos días más tarde llegamos a Saint-Pierre de Beauvais, donde reinaba,como siempre, una febril actividad. Lascampanas tocaban a maitines y lasprimeras luces del alba acariciaban el

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trigo, que formaba en torno a la iglesiauna aureola de espigas.

Poucet, el padre superior, nosrecibió poco después de nuestra llegada,y fuimos a deambular por los pasillos dela abadía, donde resonaban voces.

—De modo que ya estás otra vezaquí... —me dijo en su habitual tonojovial.

—Sí, lo acepto —respondísimplemente, sabiendo que élcomprendería.

Poucet dio una palmada y bramó:—¡Por san Trémeur de Carhaix! ¡Lo

sabía!Luego, en voz baja, porque las

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cabezas encapuchadas se habían vueltohacia nosotros, añadió:

—No veas ninguna ofensa en ello,mi querido Chrétien, pero no estás hechopara la prédica. Ni por un instante creíque pudieras estar más de una semanaalejado de tu próximo relato...

Doblamos la esquina y nos dirigimoshacia un corredor que conducía a unapuerta claveteada. Detrás se elevabanlas voces que habíamos oído desdenuestra llegada al monasterio.

—Padre, me gustaría haceros unapregunta.

—Te escucho.—¿Nunca habéis dudado?

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—¿De qué? ¿De tu regreso? ¡Ni porun instante!

—Sin embargo, podría habermesentido bien allí, encontrar la iglesia demi gusto...

—¿Sentirte bien allí? ¿Encontrar laiglesia de tu gusto, dices? ¡Vamos, si essolo una ruina! ¿O no es así?

Poucet volvió hacia mí su miradabrillante de inteligencia, dondeasomaban la malicia y la burla.

—De modo que lo sabíais.—¿No tenía razón? —preguntó.—Sí.Al llegar ante la puerta claveteada,

Poucet me dijo:

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—Aparte de las arañas y lacarcoma, nadie ha tocado tus cosas.Encontrarás tu manuscrito tal como lodejaste.

—Me habíais dicho que lo daríais alhermano Anselmo.

—Te mentí. ¿Me crees lo bastanteloco como para confiar a otro aquellopara lo que Dios te ha creado?Encuéntrame a alguien tan dotado comotú y entonces aceptaré confiarle la tareade representarnos en el próximo Puy.Pero tú eres el mejor, y te necesito...

—Una última cosa.—Te escucho.—Este joven de aquí, detrás de mí...

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—dije señalando al andrajosoMorgennes.

—¿Sí?—¿Podríais aceptarlo en nuestra

orden?—Sabe contener la lengua. Esto ya

es un punto a su favor. Pero ¿qué edadtiene?

—Quince o dieciséis inviernos.—Si fuera más joven —prosiguió

Poucet-, no habría visto inconveniente.Pero es demasiado mayor...

—En ese caso, ¿no conocéis en losalrededores a alguna persona de noblelinaje que pudiera admitirlo comoescudero?

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—¡Vamos, piensa! La mayoría deestos mozos manejan la espada desdelos tres años. Saben montar a caballo ycombatir en justas. ¿Has sostenidoalguna vez una lanza? —preguntó Pouceta Morgennes.

—Nunca.—No seré yo quien te lo reproche...

¿Cuáles son tus principales cualidades?Morgennes se cogió el mentón con la

mano y pareció reflexionar un instante.—Mi madre me encontraba valiente.

Mi hermana, buen compañero de juegos.Mi padre me decía siempre que teníauna memoria sorprendente. Además, nole hago ascos al trabajo.

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—Sin duda estas son cualidadesapreciables, pero ¿sabes latín?

—No.—¿Sabes siquiera leer?—Tampoco.—Concretamente, ¿qué sabes hacer?

¿Pisar la uva? No. ¿Segar? No. ¿Cortarel heno? Tampoco. Si no he entendidomal, tu padre era herrero. ¿No tetransmitió su oficio?

—No tenía esa intención —dijoMorgennes.

—Lástima —replicó Poucet.Entonces decidí intervenir:—Morgennes es fuerte. Sabe tallar

la piedra. ¡Y es constructor! Le he visto

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construir un puente, y a fe mía que esuno de los más bellos que me ha sidodado contemplar.

—¡No estamos en una cofradía decanteros! Tal vez en París, si pruebasuerte con el levita Maurice de Sully,podría unirse al equipo que estáreuniendo para construir una catedral...

—Si él se va, yo me iré también —dije.

—Chrétien, sabes cuánto te aprecio,pero eso es imposible. Demasiadoshermanos han cruzado ya la puerta deeste establecimiento cuando deberíanhaber permanecido fuera... ¿Y cuántosse han quedado fuera a pesar de que

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merecían entrar? No, por desgracia mesiento obligado a rechazarlo... El obispoGrosseteste pronto vendrá a visitarnos, einterrogará a todo el mundo. ¡Si se dacuenta de que he aceptado a un acólitode quince años, y que además no sabeleer ni escribir, estamos listos!

—¿Pronto vendrá a visitarnos,decís? ¿Y cuándo será eso?

—Dentro de seis días.Dejé escapar un suspiro. Imposible

hacer nada en seis días...—Tendré tiempo más que suficiente

—dijo Morgennes.—¿De qué? —pregunté.—¡De aprender latín!

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Poucet le tomó la palabra.—Te doy cinco días. ¡Si dentro de

ese plazo hablas latín como Chrétien ycomo yo, te aceptaré entre nosotros!

—¡Dadme un buen profesor, y entres semanas, además de hablarlo, loleeré y lo escribiré!

Poucet le miró como si estuvieraloco, y luego se volvió hacia mí.

—Enséñale todo lo que sabes.

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En él, la madera mantenía las promesasde la corteza.

CHRÉTIEN DE TROYES,Cligès

Morgennes no había mentido.Porque, antes de deteriorarse debido acircunstancias que tendré que relatarosmás tarde, su memoria era prodigiosa.

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No había picadura de abeja, temblor deluz, silbido de metal calentado al rojo ysumergido en un barreño de agua fría delque no conservara el recuerdo,cuidadosamente guardado en el fondo desu ser. Morgennes era desconcertante,hasta el punto de no parecer humano. Oesa era al menos la sensación que habíatenido al conocerle, una sensación queconfirmaron los días que luego pasé a sulado. Nadie era de su época. Morgennes,a mis ojos, era un ser solitario, no en elsentido en el que normalmente seentiende, sino en el sentido de quesiempre parecía situado en otro tiempo,en otra época, tal vez del otro lado de su

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río. Como si nunca lo hubieraatravesado realmente.

Esto, añadido a su capacidad detrabajo y a los tres días y noches quepasamos juntos estudiandoconjugaciones y declinaciones, hizo quellegara una mañana en la que pudoentonar el Te Deum y el Ave María sinque pudiera establecerse ningunadiferencia entre su forma de cantar y lade un viejo monje. La entrevista conPoucet apenas fue una formalidad, yMorgennes recibió su tonsura.

Cuatro días habían bastado parahacer de él un religioso, al menos enapariencia. Pero eso era todo lo que le

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pedían.Porque él había entrado en Saint-

Pierre de Beauvais más como unaraposa en un gallinero —para llenarse elestómago—, que para someterse al grandios de las gallinas. ¿Y cómo podríareprochárselo? Morgennes estaba lejosde ser el primero que actuaba así. (Yoestaba bien situado para saberlo.) Enesa época, numerosos oblatos —a losque llamaban «alimentados»— eranconfiados a los cuidados de la Iglesiaporque sus familias no alcanzaban asubvenir a sus necesidades.

Incluso al padre Poucet le gustabacontar que, cuando era pequeño, sus

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padres lo habían abandonado variasveces en el bosque, con sus hermanos,porque en esos tiempos de guerraacechaba el hambre.

Con todo, además del hambre,también el derecho de primogenitura, lapereza, una fealdad extrema, laimbecilidad y —¿por qué no?— unformidable fervor religioso, explicabanel extraordinario aflujo de candidatosque se apiñaban a las puertas denuestros monasterios, iglesias y abadías.Así, las iglesias se veían forzadas arechazar a algunos, o bien a ampliarse—ése era el caso de Saint-Pierre deBeauvais—. Por eso, la mañana de la

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visita de Grosseteste, Poucet —queestaba encantado con la presencia deMorgennes— me previno:

—¡Si nos lo pregunta, le diremosque Morgennes tiene doce años!

Una precaución inútil, porque elobispo no vino. Con el pretexto de unacita en la corte de María de Champaña,Grosseteste aplazó su visita para mástarde, y de más tarde a nunca.

Morgennes era de los nuestros.

Un día, mientras disfrutaba viendocómo aprendía a leer y a escribir contanta facilidad, le pregunté:

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—¿Estás contento con tus progresos?—Sí y no —me respondió.—¿Cómo es eso?—Aprendo bien, es cierto. Y estoy

contento de ello. Sin embargo...—¿Qué?—Mi lugar no está aquí, y tú lo

sabes.Tenía razón. Yo lo sabía, sí. Pero

estaba demasiado ciego para admitirlo.Luego nuestra conversación tomó otrorumbo, que me permitiría valorar mejorla magnitud de las prodigiosasfacultades de Morgennes. Como parecíapreocupado, le pregunté:

—¿En qué piensas?

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—¿Qué es un levita?Este brusco cambio de tema me

sorprendió. Me lo llevé aparte,murmurando:

—¿Por qué me haces esta pregunta?—Cuando Poucet empleó este

término, el día de mi llegada, mepareció que no tenía el mismo sentidoque yo conocía y que mi madre le daba.

—¿Qué sentido le daba, ella?—El de guardián del templo...—Ah, entiendo —dije, incómodo—.

Trata de olvidar eso, o mejor dicho, deno repetirlo a nadie que no sea yo. Peroel sentido es más o menos parecido. Unlevita es un diácono, un miembro del

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clero. Dicho de otro modo, alguien que,como yo, tiene vocación de serordenado sacerdote, y que antes de esoha sido subdiácono, y antes aún (cuandopertenecía, como tú, a las órdenesmenores) fue hermano portero, lector,exorcista...

—¿Cuánto tiempo?—¿Cuánto tiempo qué?—¿Cuánto tiempo antes de ser

exorcista, por ejemplo?—A fe mía que si sigues trabajando

de este modo, lo serás antes de lapróxima Nochevieja. ¡Cuatro años más ypodrás aspirar al rango de hermanoportero! Luego podrás ser subdiácono, y

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más tarde diácono... Y tal vez un día teordenen sacerdote. A partir de lo cual...

—¿Y cuándo se acaba eso?—¡Pues nunca!—¿Quieres decir que cuando uno

entra en la Iglesia, es para toda la vida?—Para toda la vida, sí. E incluso

para después —dije persignándome.Esta respuesta no pareció alegrar a

Morgennes, que volvió a adoptar lamisma expresión preocupada que teníahacía un momento.

—Y ahora, ¿en qué estás pensando?—¿El rey Arturo existe?Una vez más me había cogido por

sorpresa.

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—¿Por qué me preguntas eso?—Me gustaría que me hiciera

caballero.—Por desgracia, el rey Arturo ya no

existe. Y es mejor así. Olvida a loscaballeros, Morgennes. Vivirás mejorsin ellos...

—¿Y el Santo Grial? ¿Tampocoexiste?

—Pero veamos, ¿quién te ha habladode todo eso?

—Unas voces, el día de nuestrallegada.

—¿Unas voces? Pero ¿dónde?¿Cuándo?

—En los pasillos del claustro,

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cuando nos dirigíamos hacia elscriptorium. Hablaban del rey Arturo ydel Santo Grial, y luego también decaballeros...

Por increíble que parezca,Morgennes me recitó entonces algunaspáginas de la Historia RegumBritanniae, de Godofredo deMonmouth, que mis hermanos estabancopiando ese día.

—¿Cuánto tiempo has necesitadopara memorizar esto?

—¿Memorizar? Lo oí. Está ahí, enmi memoria. ¿Por qué me haces estapregunta? No comprendo.

—¿Qué es lo que recuerdas?

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—No he olvidado nada.—¿Nada?—Nada.—¿Cuál es tu recuerdo más antiguo?La mirada de Morgennes se cubrió

de bruma; luego acarició la extrañacicatriz blanca, en forma de mano, quetenía en la mejilla. Parecía recordar unapresencia, tierna y amada.

—Nunca olvido nada —dijoMorgennes—. Ni ofensas ni favores.Nada.

Entonces me habló de su memoria. Ypodéis creerme si digo que era tanextraordinaria que llegaba a reconoceren la redondez de un estratocúmulo al

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hijo de un cumulonimbo que habíapasado el año precedente.

—¡Por san Martín! —dije dando unbrinco.

¡Con un hombre como ese, ningunahistoria se perdería! Si algún libro sequemaba o era devorado por las larvas,bastaría con recurrir a Morgennes pararecuperarlo, siempre que se lo hubieranrecitado o lo hubiera leído antes.

Una idea cruzó por mi mente.—¡Ven, vamos a viajar!Uniendo el gesto a la palabra,

acompañé a Morgennes junto a Poucet, aquien solicité:

—¡Padre, dadnos algunos denarios!

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—¿Cómo? —exclamó Poucet-.¡Acaso quieres mi muerte y la de tucomunidad! No sabes lo apurados queestamos, ni siquiera sé si...

—Es una inversión. No lolamentaréis. Morgennes y yo iremos alas peores posadas, beberemos lospeores vinos, comeremos paja, ¡perotenéis que darnos con qué viajar!

—¡Por Dios, Chrétien, un poco demoderación! Si debéis viajar, osprestaré mis botas. Os permitirán cubrirsiete leguas de un solo paso, y por tantoahorrar en el coste del trayecto... Perodime qué tienes en la cabeza.

—¿En mi cabeza? Oh, no gran cosa,

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me temo. Pero el cerebro deMorgennes... ¡Puede contener el mundoentero!

Llevado por mi entusiasmo, mearrodillé, cogí sus manos y me las llevéa los labios, como un niño hace con sumadre cuando trata de hacerse perdonar.Después de haberle contado miproyecto, le imploré:

—Por piedad, padre. Morgennes esun prodigio, un don de Dios para nuestracomunidad. ¡Por alguna razón queignoro, su memoria lo retiene todo! Esun milagro.

—Una maldición —suspiró Poucet-.Pero en fin, eso no es nada nuevo.

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¿Debo recordarte cómo entró Morgennesen nuestra comunidad?

—No. No lo he olvidado. Pero esinconmensurablemente más que eso,¡porque no se trata solo de aprender ahablar en latín en tres días!

—Bien. Veamos, hijo mío —dijoPoucet volviéndose hacia Morgennes—,¿te acuerdas de nuestra primeraentrevista?

Morgennes se la repitió palabra porpalabra. Cuando le preguntaron por eltiempo que hacía ese día, habló de lasespigas cargadas, doradas comomonedas depositadas en el cofre. Luegorecordó las telarañas que adornaban mi

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último manuscrito, habló del hermanoAnselmo y de los deslarvadores, precisóel lugar donde se encontraban, describiósu aspecto... ¡Palabras, sensaciones,colores y olores, todo estaba ahí, comoel primer día!

—¡Por la Iglesia! —exclamóPoucet-. Tengo la impresión de que nopuede ser más correcto...

—¡Preguntadle por la Biblia!Poucet me interrogó con la mirada.

¿Por qué la Biblia? Porque era la obracon cuya ayuda Morgennes habíaaprendido a leer.

—¿Génesis, 6,4?Morgennes recitó: «Por aquel

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entonces había gigantes en la tierra, ytambién los hubo después de que loshijos de Dios se unieran a las hijas delos hombres y ellas les dieran hijos:esos fueron los héroes de la antigüedad,hombres famosos».

Poucet sacudió la cabeza, conexpresión a la vez grave y satisfecha.Luego levantó los ojos hacia Morgennes—ya que este le sacaba algo más de unacabeza—, y le dijo:

—¿Sabes que para Platón lamemoria es lo que permite acceder alverdadero conocimiento? ¿Que para sanAgustín es conciencia, no solo de sí,sino también del mundo y de Dios?

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Haciendo una pausa en su discurso,se acercó a su escritorio y se sirvió unacopa de vino.

—Hijo mío —continuó—, si tumemoria es hasta tal punto prodigiosa,tal vez sea porque cuentas entre tusantepasados con uno de esos héroes,descendientes de los hijos de Elohim...Es tu maldición. Tu carga. Tendrás quearreglártelas con ella; solo deseo, por tubien, que un día llegues a olvidar.

—No tengo ganas de olvidar —dijoMorgennes.

—Aún no —dijo Poucet-; pero yallegará.

Vació su copa y añadió:

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—Dicho esto, ¡sería una verdaderapena no aprovecharla!

Se dirigió hacia un viejo cofre demadera cerrado con un candado.Después de abrirlo, sacó de él un par debotas manchadas de polvo.

—No las he utilizado desde hacemucho tiempo —dijo, limpiándolas conla manga—, pero creo que todavía estánen buen estado. ¡Pruébatelas!

Morgennes cogió las botas. Parecíanun poco pequeñas, pero se adaptaronmilagrosamente a sus pies cuando se lascalzó.

—¡Fantástico! —dijo Poucet.Después de haberme entregado una

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bolsa llena de denarios, el superior nosacompañó hasta la entrada delmonasterio. Allí, nos apretó contra supecho y nos dio este consejo:

—Guardaos de los ogros...

Durante aproximadamente tres años,al cabo de los cuales Morgennes fuenombrado hermano portero, hicimosjuntos viajes fabulosos. Yo encaramadosobre los hombros de Morgennes, y élcalzado con las botas de Poucet, conCocotte en mis brazos, recorrimosdiversos lugares en busca de cuentos yleyendas. Lo que entonces descubrimos,

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lo cogimos sin que su propietarioquedara despojado de ello.

Tras hacernos pasar por estudiantesen una ciudad, juglares en un castillo, ypenitentes en una abadía, recogimostodas las historias que aparecieron antenuestros ojos o llegaron a nuestrosoídos.

Al término de los cuatro años quenos separaban del siguiente Puy deArras, ya habíamos proporcionado anuestros hermanos de Beauvais casitantos relatos como los que seconservaban por entonces en Alejandría.La biblioteca de Saint-Pierre deBeauvais era la más completa de la

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cristiandad, después de la de Roma, queprecisamente teníamos intención de ir avisitar después del festival..., en el quenuestra vida cambiaría de un modoradical.

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Grande era la alegría en la sala. Cadauno mostraba

lo que sabía hacer: este saltaba, aquelhacía cabriolas,

y el de más allá, trucos de magia; unosilbaba, otro cantaba,

ese tocaba la flauta, ese otro elcaramillo, otro la viola,

y otro más la vihuela.

CHRÉTIEN DE TROYES,

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Erec y Enid

Ayudándonos de los codos en lasinmediaciones de Arras, y luego de lospies y de las manos en sus atestadascalles, Morgennes y yo nos abrimospaso hacia una taberna donde sealojaban los concursantes.

—Ya verás —le dije antes de entraren la sala llena de humo— como no haycompañía más agradable que la de lospoetas. ¡Siempre tienen una ocurrencia apunto! Y nada, de violencia, solo deboquilla...

—Después de ti —me dijoMorgennes, invitándome a precederle.

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La posada estaba —comocorrespondía— abarrotada. Del techocolgaban tantos faisanes que se habríadicho que llovían del cielo. Ocas ypatos desfilaban orgullosamente en losplatos que enarbolaban un ejército demarmitones. Todo el espacio estabaocupado, cuando no por una mesa, porun taburete. No cabía ni un alfiler. No seveían bancos, sino diez pares de nalgas.¡La gente se ahogaba! ¡Se cocía a fuegolento! Algunos invitados demasiadoborrachos, llevados por sus amigos, secruzaban al salir con deliciosos asados.Pequeños barriles de cerveza hacían lasfunciones de jarras, y las jarras, de

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vasos. Por todas partes se oían llamadasy gritos, se entrecruzaban estancias y sediscutía a golpe de versos entreveradosde rimas. «¿Me lanzas una octava? ¡Yote replico con un dodecasílabo!»

—¡Qué maravilla! —dije aMorgennes—. ¡Vaya ambiente!

—¿Queréis que os la desplume? —preguntó una sirvienta arrancándome delas manos a Cocotte.

—¡No es para comer! —exclaméescandalizado, volviendo a cogerla.

—¡Pues entonces largaos! ¡Aquí seviene a cenar!

—¡Dejadlos! El señor está conmigo,y su amigo también —dijo una voz que

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yo conocía bien.—¡Gautier de Arras!Con todo, no me atreví a abrazarle.

El vencedor del concurso anterior medirigió una mirada extraña, y me espetó:

—¡He terminado mi obra! ¿Y tú?Me golpeé el pecho en el lugar

donde había deslizado las primeraspáginas de Cligès, mi manuscrito, yrespondí:

—Aquí está.—¡Sentémonos y bebamos! Os invito

—dijo mientras nos empujaba hacia unbanco.

Y así acabamos encajados entrealgunos poetas que yo ya conocía. Jaufré

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Rudel, cuyas insignificantes ylamentables canciones recordaban a lasde las viejas aguadoras y que, de vueltapor fin de Tierra Santa, parecía unaostra secada al sol. Marcabrú, llegadode Gascuña, a quien en otro tiempoapodaban «el Torrija» y cuya vozrecordaba a la de una rana encerrada enun tarro. Y sentado a su lado, sucompadre Cercamón, así llamadoporque supuestamente había dado lavuelta al mundo y sobre el que yo notenía nada que decir, excepto que habíaque desembolsar medio óbolo paraalquilar sus servicios y que cantabacomo si tuviera dolor de muelas.

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—Buenos días a todos —les dije,saludándolos con la mano.

—Mañana y noche deberíamoslavarnos, os lo aseguro, si fuéramossensatos —dijo Marcabrú tapándose lanariz con los dedos.

—¿Cómo decís? —preguntóMorgennes.

—No os preocupéis —explicóRudel—. Repite su canción.

—¿Y cómo se llama?—La Canción del lavadero —

respondió Cercamón.—¿Qué os parece? —me preguntó

Marcabrú.—No he oído bastante para

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formarme una opinión.—Yo ya tengo una —dijo

Morgennes.—¿Ah sí?—Coincido con vos. Mañana y

noche deberíamos lavarnos, si fuéramossensatos... ¡No podría estar más deacuerdo!

Y también él se tapó la nariz.—¡Bebamos, amigos! —dijo

Gautier, agitando el brazo para reclamarun cuerno de cerveza.

Nos trajeron una barrica, en la quehundimos nuestras copas. Un nuevoinvitado se había unido a nosotros.¡Béroul! Cuatro años atrás, no había

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escatimado elogios para mi Historia delrey Mark y la rubia Iseo; me abrumócon preguntas y me interrogó sobre misfuentes. Le saludé calurosamente y ledije:

—Te vas a sentir decepcionado...,porque he cambiado de motivo. Aunquesupongo que no habrás venido paraescucharme, ¿verdad?

—No, ¡vengo para competir!—¿Y con qué obra maestra?—Tristán e Iseo, ¡la mía!Me dirigió una amplia sonrisa, y mi

brazo se inmovilizó, a medio caminoentre mi boca y el pequeño barril decerveza.

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—¿Cómo la has escrito?—Octosílabos con versos pareados.—Como yo... ¿Cuáles son tus

fuentes?Me las citó.—¡Son las mías!—¡Las mías también! —replicó.—¡Vamos, señores! ¡Nada de

peleas! —se interpuso Gautier de Arras.—¡Me ha plagiado!—¡De ninguna manera!—¡Te prohíbo que compitas!—¡No tienes derecho a hacerlo!—¡Un poco de contención, señores!—¡Ladrón!Sin duda había algo de verdad en el

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insulto, porque Béroul me lanzó unpuñetazo a la cara. Me quedé pasmado,preguntándome qué me ocurría. A pesarde todo, el asunto habría podido quedarahí si Morgennes no hubiera saltadosobre Béroul para devolverle el golpe,primero en la cara y luego en diversaspartes del cuerpo.

—¡Señores! ¡Conteneos! —chillóGautier de Arras.

—Dios quiere limpiar de todamancha a los audaces y a los dulces —masculló Marcabrú, antes de lanzar sucopa contra la cabeza de un poeta queatacaba a Morgennes por detrás.

Entonces fue Gautier quien se

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mezcló en la pelea, tratando desepararme de Béroul, a quien, en uninstante de lucidez, acababa de arrebatarsu manuscrito.

—¡Chrétien —exclamó ciñéndomecon sus brazos—, no es así como sevence!

—¡Y tampoco así! —dijo alguien,abrazándolo a su vez—. ¡Fuera con lostramposos!

Nunca sabré a quién debí estagenerosa intervención. Tal vez a unadmirador. En cualquier caso, elmanuscrito de Béroul se me escapó delas manos y voló entre los comensales,que lo despedazaron hasta convertirlo en

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una decena de pliegos. Algunos cayeronplaneando en la chimenea, otros semancharon de cerveza, y un puñado, quede ese modo abandonaron la posada,fueron a parar a algunas gorras. Comocada uno defendía a su vecino, y esteatacaba a aquel y aquel al de más allá,rápidamente llegó un momento en el quetodos se mezclaron en la pelea. Laposadera, preocupada por sus muebles,repartió tortazos indiscriminadamente;esa fue la señal para que sus marmitonesse decidieran a ponernos en la puerta.Entonces los poetas, que por unmomento se habían dividido, cerraronfilas y ofrecieron un frente común a los

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soldados de las cocinas. Insultos ypuñetazos, puntapiés e injurias. Creoque un escabel me habría matado si laprovidencia no hubiera querido que esafuera justamente la hora que el obispoGrosseteste reservaba a los poetas. Elobispo, que había venido a visitarnos,irrumpió en la posada acompañado desus gentes de armas, a quienes algunosde los presentes optaron por bautizar agolpes de barrica.

—¿Qué estoy viendo? —bramóGrosseteste—. ¡Dos tonsurados!¡Poetas, una riña! ¡Arrestadlos!

La guardia cargó, lo que dio aMorgennes la ocasión de ilustrarse. Mi

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compañero había cogido un espetón delhogar y lo utilizaba como una espada.Con los violentos molinetes queejecutaba con el arma improvisadaenvió por los aires a todos los pollosensartados en ella, invitando a loshombres armados a no aproximarse si noquerían correr la misma suerte que lasaves. Aprovechando esta tregua, variospoetas pusieron pies en polvorosa,mientras se preguntaban si no habría talvez algún poema que componer sobreesta historia de gentes armadas y pollosasados...

Cuando todo terminó y Morgennesentregó las armas, Grosseteste quiso que

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le dieran una explicación:—¿Por qué esta pelea?Nadie supo qué responder.—¡Así son los poetas —dijo el

obispo—, tan dispuestos a lanzarse losunos contra los otros como a apartar alpueblo del Señor!

Al ver que Grosseteste se volvíahacia nosotros, los únicos clérigos de lareunión, dije levantando la mano:

—¡Pax in nomine Domini!—¡Pax in nomine Domini! —

respondió Grosseteste.Y se fue.—Realmente —dijo Morgennes—,

no puede decirse que su visita haya

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durado demasiado. Apenas más que laque no nos hizo en Saint-Pierre deBeauvais, hace cuatro años...

—¿Cuatro años ya? —dije,palpándome el sayal—. ¡Dios mío!

—Es verdad —dijo Morgennes—.¡Es terrible lo rápido que pasa eltiempo!

—¡No estaba hablando de eso!—¿De qué, entonces?—¡Cligès ha desaparecido!Y dicho esto, perdí el conocimiento.

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8

Sabréis por qué en el momentooportuno.

CHRÉTIEN DE TROYES,Ivain o El Caballero del León

—¿Dónde estoy?—En una habitación, en la posada.

Descansa. El concurso se celebramañana. Hay que recuperar fuerzas.

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¿Fuerzas? ¿El concurso?—Pero ¿de qué estás hablando?—¡No te muevas! —me dijo

Morgennes, obligándome a permanecertendido sobre el jergón—. ¡Duerme!

La cabeza me daba vueltas.—¡Por la lengua de Dios! ¿Qué me

ocurre?—Has recibido un duro golpe.—¡Ah, sí! ¡Ya lo recuerdo! ¡Mi

manuscrito! ¡Cligès! ¡Seguro que ha sidoGautier de Arras quien me lo ha robado!

—¿Y si ha sido Béroul?Desalentado, me cogí la cabeza entre

las manos.—¿Cómo lograré ganar?

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Concentrado en mis contusiones, mefrotaba el cráneo, enterrado bajo undenso entrelazado de vendajes. Porsuerte, los cirujanos no le habían metidomano, ya que el preboste se habíanegado a hacerse cargo de susemolumentos con el pretexto de que nohabíamos sido del todo ajenos a la peleaque había estallado. Después dedeclarar que no intervendrían si no seles compensaba por su labor, lospractici habían volado en busca denuevas víctimas. No puede decirse queaquello me desagradara; porque eranincontables los pacientes que, bajo loscuidados de estos doctos expertos,

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exhalaban por la noche el últimosuspiro, cuando al alba solo se habíanlevantado con el estómago un pocorevuelto.

—¡Todo ha acabado!—Ni hablar —dijo Morgennes—.

Yo sigo aquí...Y se dio un golpecito en la frente

con el dedo.—¿Conoces mi obra?—¡Cligès está aquí! Y aquí también

—me dijo, llevándose la mano alcorazón—. ¡Entero!

—¿Así que serás tú quien compita?—Si no tienes inconveniente...—¡Desde luego que no! ¡Poco me

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importa ser yo el ganador, siempre queCligès se lleve el premio y Béroul yGautier pierdan!

Entonces me vino un recuerdo a lamemoria: Morgennes manejando unespetón sin que le preocupara quemarsecon el hierro.

—Tu mano —dije—. ¡Déjame ver!Cogí su mano en la mía, y la volví

de un lado y de otro. ¡Nada! ¡Ni lamenor señal!

—¡Increíble! —exclamé.—¿Qué es increíble? —preguntó

Morgennes.—¡Tu mano no se ha quemado! ¡No

tienes ni una ampolla! ¡Apenas un rastro

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de hollín!Volví la mano de Morgennes en

todos los sentidos, como si se tratara deuna parte independiente de su cuerpoque podía manipular sin preocuparmedel resto al que estaba unida.

—¡Eh! —dijo Morgennes—.¡Cuidado!

—Pero ¿cómo es posible...?Morgennes se rascó la barbilla,

reflexionó un instante, y luego me dijo:—Tal vez san Marcelo...—¿San Marcelo? ¿El draconocte?—El mismo. El matador de

dragones... San Marcelo no solo escélebre por haber hecho huir a un dragón

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golpeándolo con su báculo, sino tambiénpor haber...

Hizo una pausa.—Sigue. ¿Por qué más?—Este santo era el preferido de mi

padre. A menudo me hablaba de él; mecontó que, un día, un herrero lo desafió aindicar el peso exacto de una barra dehierro al rojo...

—¿Y bien?—¡San Marcelo lo hizo!—¿Quieres decir que esperó a que

el hierro se enfriara y que indicó supeso?

—No. Quiero decir que cogió con lamano desnuda la barra de hierro que el

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herrero le tendía y que al instante le dijoel peso. ¡Sin quemarse! Ahí inició sucamino hacia la canonización...

—Es curioso —dije sacudiendo lacabeza—. ¿Tu padre te habló de sanMarcelo, pero no de Cristo?

—Sí, lo sé, es extraño. Pero es así.San Marcelo era alguien realmenteimportante para él...

—En todo caso, si he entendidobien, ¡aquello fue un milagro! Quiénsabe, tal vez también tú logres hacer huira un dragón, gritándole como sanMarcelo: «¡Permanece en el desierto oescóndete en el agua!».

—Tal vez —dijo Morgennes

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sonriendo.—San Morgennes. ¡Suena bien!De pronto, un violento espasmo en el

estómago me hizo vomitar el pocolíquido que había tragado, manchandomi jergón de bilis y de cerveza a mediodigerir.

—Voy a buscar con qué limpiarlo —dijo Morgennes.

Vomité una segunda vez; sentía queme moría.

—No... no entiendo...—¿Es la cabeza? ¿Te duele?—No sé...Morgennes me miró, con expresión

afligida.

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—Ya estoy mejor —le dije.Era mentira. Evidentemente. Pero no

quería preocuparle. Por eso dejé quecreyera que solo eran las consecuenciasde la pelea del día anterior, cuandosabía que aquello se remontaba a muchoantes.

Desde hacía varias semanas medolía mucho el vientre.

¿Por qué? No lo sabía. Pero decidíno pensar más en ello, y preferíconcentrarme en la fiesta del Puy y en elnúmero de juglar que había tardadomeses en preparar. Ese, al menos, no melo habían robado.

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9

Los malvados judíos, en su odio(deberían darles

muerte como a perros), hicieron sudesgracia y

nuestro bien cuando lo pusieron en lacruz.

CHRÉTIEN DE TROYES,Perceval o El cuento del Grial

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—El Puy nunca más se celebraráaquí —anunció Grosseteste.

Un rumor de indignación recorrió lamultitud, que no comprendía por qué elobispo decía aquello. Desde siempre, elconcurso se había celebrado en elinterior de la abadía de San Vaast. ¿Porqué había que cambiar ahora?

—No todas las obras son buenas —declaró el obispo—. Algunas propaganfalsedades. ¡Peor aún, se burlan de Diosy de sus servidores! Comprenderéis queno pueda acogerlas aquí, bajo la piadosamirada de san Vaast.

Una oleada de protestas se elevó dela multitud.

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—¡Mis queridos hijos, calmaos! ¡Yono os privo del concurso! ¡No hago másque cambiar el marco!

—¿Por cuál? —gritó una voz.—Un poco de paciencia —dijo el

obispo—. ¡Os lo explicaré. y estoyseguro de que os gustará!

Morgennes y yo intercambiamos unamirada. Como el resto de los presentes,estábamos impacientes por oír suexplicación.

—San Vaast —continuó Grossetestehaciendo un gesto en dirección a laabadía— expulsó en otro tiempo a loslobos y eliminó los espinos que sehabían apoderado de esta iglesia. ¡Pues

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bien, ahora me toca a mí expulsar desdehoy a esos lobos y espinos que son losjuglares y los trovadores!

—¡No le gustan los juglares! —siseéentre dientes.

—¿Y qué importa eso?—Es un poco fastidioso. Había

previsto un número que... ¡Pero ya loverás! Es una sorpresa.

—¡En consecuencia —prosiguióGrosseteste—, el concurso tendrá lugaren el cementerio!

Un rumor de desaprobación sepropagó entre la multitud.

—En el cementerio judío —precisóel obispo.

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Salva de aplausos. ¡Vivas y bravos!Algunos silbaban entre dientes y luegose llevaban los dedos a la boca parasilbar más fuerte aún.

Noté que me ardían las mejillas. Lacabeza me daba vueltas. Me sentía mal.

—Vámonos —le dije a Morgennes.—¿El cementerio judío? Pero ¿por

qué? No comprendo...Un hombre, que llevaba un niño a la

espalda, le explicó:—Porque es grande y está bien

situado. El público puede sentarse sobrelas tumbas. Se estará fresco. Y no semolestará a nadie. En fin, a nadieimportante.

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El individuo se alejó hacia lasinagoga, junto a la que se encontraba elcementerio judío.

—¿Qué hacemos? ¿Le seguimos? —preguntó Morgennes.

Pero yo no le escuchaba.—Siempre es lo mismo —dije—.

¡Cuando hay que meterse con alguien,siempre les toca a los judíos! ¿No estáncansados ya de esto?

Pero ¿y el concurso?... ¿Dejarásganar a Béroul? ¿O a Gautier de Arras?

Yo no sabía qué responder. Bajandolos ojos hacia Cocotte, me Pregunté:«¿Vale la pena por una gallina? ¿Y sivuelvo a quedar segundo? Y aunque

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quedara primero, ¿debo participar enesto?».

Algunos estudiantes nos adelantaronriendo.

—¡Qué buena idea! —exclamó unode ellos.

Encolerizado, le espeté:—¿Ah, sí? ¿Eso te parece? ¡No veo

qué tiene de bueno organizar unconcurso en un cementerio!

—No es peor que en una iglesia —replicó otro.

—Además, yo hablaba de otra cosa—me dijo el joven al que habíaincrepado.

—¿De qué hablabas? —le preguntó

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Morgennes.—¡De la recompensa! —respondió

el estudiante, con los ojos brillantes—.Este año será...

—¡Excepcional! —dijo un segundoestudiante.

—¡Increíble! —dijo un tercero.—¡El ganador recibirá un frasco de

la Santa Sangre!—¡La sangre del propio Jesucristo!—¡Traída de Tierra Santa por

Thierry de Alsacia!—¡Un frasco de la Santa Sangre! ¡Es

extraordinario! —dije—. ¡Qué premio!Pero ¿dónde la encontró el conde?

—¡En casa de Masada! Ya sabéis, el

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célebre comerciante de reliquias.—Masada —repitió Morgennes.Aunque oía aquel nombre por

primera vez, por alguna razón que noconseguía explicarse, la palabraresonaba de un modo extraño en sumente.

—Masada —repitió una vez másMorgennes—. Masada...

—¿Le conoces?—No. Sin embargo, este nombre me

suena de algo.Los estudiantes se habían ido.

Habían doblado la esquina, y en laalameda solo una nubecilla de polvo queflotaba en el aire daba testimonio de su

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reciente paso.—Ven —dije a Morgennes

—.Vayamos al cementerio.—¿Has cambiado de opinión?—Sí. No podemos dejar escapar un

tesoro como ése. ¡Un frasco de la SantaSangre! ¡Pero si es mejor que la gloria!¿Te imaginas lo que supondría en Saint-Pierre de Beauvais? ¡Acudirían miles deperegrinos, con los denarios que esolleva consigo! ¡Hay que ganar! ¡Acualquier precio!

«Canciones de hilandera» y «albas»abrieron la fiesta. Luego hubo una pausa,

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hacia el mediodía, durante la que seentonaron algunas canciones picarescas.Entre estas, «El caballero que hacíahablar a los coños y a los culos» y «Ladamisela que no podía oír hablar de lajodienda» tuvieron un gran éxito yarrancaron salvas de aplausos ycarcajadas estruendosas del público.

La multitud bailaba en medio de lassepulturas con tanta energía como lanoche anterior en la taberna. Familiasenteras habían tendido grandes pañosblancos sobre las losas sepulcrales parautilizarlas como mesa. Niños reciénnacidos berreaban colgados por lospañales de las estrellas de piedra.

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Barriles de cerveza y de vino, corderos,cerdos, salchichas, pollos y capones, sesirvieron en pleno cementerio, donde losabrieron, descuartizaron, asaron,desplumaron y devoraron. Se reía y sebebía a placer, y el buen humor reinabaen todas partes, entre los aromas decomida.

Finalmente, dos jóvenes sirvientesencargados del buen desarrollo de lascelebraciones llegaron para informarnosde las últimas decisiones tomadas por elconsejo. ¿Sería prohibida o censuradaCligès? ¿Y el Tristán e Iseo de Béroul?No, las dos habían sido autorizadas. Asílo habían decidido los Ardientes —la

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cofradía de juglares y burgueses deArras—, que contaban con el poderosorespaldo del conde y la condesa deChampaña y de Thierry de Alsacia, lospadrinos de la fiesta.

—Vivimos en una época extraña —le dije a Morgennes—. Yo tambiénhablo de la verdad, al menos tanto comola Biblia. Y aunque es posible que nosea la verdad de la historia, ni la de laIglesia, sin duda es la de lossentimientos. Y no pienso que sea lamenos importante...

Hacia el final de la tarde, Gautier deArras abrió la parte del concursoreservada a las obras «en romance», en

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la que declamó las últimas páginas deEraclio —la obra que le habíapermitido llevarse la victoria hacíacuatro años—. Un capítuloparticularmente conmovedor narraba elcélebre episodio en el que el barco desanta Elena quedó atrapado en latempestad y, para salvarse, la madre delemperador Constantino sacrificó a lasaguas tumultuosas una parte de la VeraCruz, que llevaba a Roma. Toda su vida,nos dijo Gautier, se preguntó si habíahecho bien. Toda su vida la torturó unaduda: «¿No debería, ella también,haberse hundido con la Vera Cruz?».Toda su vida oyó gritar a su corazón:

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«¡Ve hacia la cruz!».Gautier volvió a enrollar su

pergamino entre los aplausos delpúblico, mientras Morgennes sentía unescalofrío. ¿Conocía Gautier de Arrassu historia? ¿O era solo una de esasnumerosas coincidencias con las queuno se tropieza en el curso de la vida?En cualquier caso, Morgennes buscóbajo su camisa la cruz de bronce que supadre le había lanzado.

«¡Ve hacia la cruz!»¿Acaso no era lo que había hecho?«¡Ve hacia la cruz!»¿Se encontraba tal vez más lejos?

Pues bien, iría hacia ella. Aunque sus

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pasos le condujeran a Roma, o aJerusalén...

Volvió a colocarse la cruz sobre elpecho y se dirigió hacia el estrado, dedonde Gautier descendía y al que unjoven sirviente le invitaba a subir:«¡Vuestro turno!».

Morgennes hizo su entrada,aclamado por el público. Mientrasesperaba a que se hiciera el silencio,paseó la mirada por las tumbas,preguntándose si los muertos le oirían.Se levantó una ligera brisa. Morgennescontemplaba a la multitud. Un crío sehurgaba la nariz y se tragaba el productohallado con una amplia sonrisa. Una

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guapa morena iba colgada del cuello desu amor, dejando a su paso una estela deenvidiosos. Una niña se agachaba paraacariciar a un gato, mientras su madre letiraba del brazo inútilmente para hacerque se levantara. Todos estos detalles,todas estas imágenes eran paraMorgennes fragmentos de una inmensavidriera. Se sentía bien. Entonces contóuna, dos, tres palpitaciones, y se lanzó:

—De Alejandro os contaré, que devalor y orgullo tales adornado noconsintió a caballeros convertirse en suregión...

El tiempo pasó sin que se dieracuenta. ¿Se había fundido con la

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sombra? Sí, por completo. Se habíaborrado. Solo las palabras —queademás no eran suyas— permanecían,criaturas abstractas flotando en ladulzura del crepúsculo, bogando con suspropias alas, de su boca al oído delpúblico.

Morgennes era feliz. Las palabrascreaban un territorio donde podía vivir,e incluso algo mejor que vivir: existir.No tenía más que eclipsarse.Transformarse en fuente de agua viva yfluir hacia la multitud. Por otra parte,cuando digo que existía, estoy diciendojustamente que no existía ya. Morgennesestaba entre el público, con el que

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recibía los versos que yo había escrito yque otro que no era él le recitaba.

Era delicioso.¡Y qué gran triunfo!No se dio cuenta de que había

terminado hasta que se hizo el silencio,que enseguida rompió una tormenta deaplausos. Sintió un poco de vértigocuando volvió a bajar los escalonesbajo las miradas fascinadas de losmiembros del jurado.

—Has estado perfecto —le dije—.¡La verdad es que estoy encantado deque me hayan robado mi texto!

Algo que brilló en el aire llevó unmal recuerdo a Morgennes. Levantó los

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ojos, y vio una carreta parada junto alcementerio. Alguien acababa deencender una vela en ella, peroMorgennes solo tuvo tiempo dedistinguir una bonita mano femenina; elresto del cuerpo permanecía oculto.

«Curioso —se dijo—. ¿Por qué seesconderá esta doncella?»

Luego su atención volvió hacia elestrado, donde otro narrador, Béroul,hacía su entrada bajo las ovaciones delpúblico. Vivaz, alerta, Béroul sedescubrió e hizo ondear su gorra hastalos pies, saludando a la multitud con unhalagador:

—Escuchad, señores míos, lo que

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cuenta la historia...Al haber desaparecido en la

escaramuza de la víspera el principio yel fin de su texto, Béroul se vio obligadoa recitar la parte central, en particular laescena en la que los dos amantes estánacostados el uno junto al otro, con laespada del bello Tristán entre ambos.

La historia era encantadora. Y tengoque admitir que Béroul no había hechoun mal trabajo. Era mi texto, y tambiénel suyo.

Un poco. Cuando llegó al pasaje enel que el rey decide perdonar a losamantes que duermen separados por laespada, todos tenían los ojos bañados en

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lágrimas. En cuanto a mí, estaba a puntode estallar. ¡Contaba esta escena conmis propias palabras, y en el mismoorden!

—¡Qué vergüenza! —bufé—.¡Ladrón!

—¿Cómo? —me preguntóMorgennes.

No me había oído, pero eracomprensible, porque después de uncorto silencio, la multitud habíaempezado a aplaudir frenéticamente,armando un escándalo de mil demonios.El clamor era tal que me pregunté si losmuertos no habrían abandonado sustumbas para aplaudir ellos también. La

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gente aporreaba las sepulturas con loscucharones, entrechocaba las cacerolasy golpeaba las marmitas.

—¡Era mi texto! ¡Mi texto! ¡Son misaplausos! ¡Soy yo quien debería haberganado!

—¡Silencio! ¡Silencio! —gritaronalgunas personas entre la multitud.

—¡Mirad!Un hombre con las ropas

desgarradas y el rostro cubierto decardenales apareció en el estrado. Era eljefe de la cofradía de los juglares yburgueses de Arras, que venía aanunciar el nombre del vencedor.Después de aclararse la garganta, el

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maestro de los Ardientes declaró:—No damos las gracias a las musas,

porque han inspirado tan bien a nuestrosautores que hemos llegado a las manoscuando debíamos decidir qué cabezacoronar...

—¡La mía! —murmuré yo.—¡Chisss...! —hizo alguien.—Por eso —prosiguió el maestro de

los Ardientes—, llamo a Chrétien deTroyes y a Béroul para que se unan a míen este estrado, a fin de que presenten elnúmero de juglaría que permitirádeshacer el empate.

Procurando que nadie me viera, mepuse un huevo en la boca y subí al

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escenario, donde Béroul me esperabacon los brazos cruzados y una sonrisa enlos labios.

—¡Hombres y mujeres de Arras —continuó el maestro de los Ardientes—,os pido que aplaudáis a estos poetas!¡Dentro de un instante os demostraránque no solo saben jugar con laspalabras!

Una nueva salva de aplausos,salpicados con gritos de «¡Chrétien!¡Béroul! ¡Chrétieeen! ¡Bérouuul!».

—¿Queréis tomar la palabra, antesde empezar?

Negué con la cabeza. Béroul, por suparte, corrió al proscenio, desde donde

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envió besos al público con la manomientras gritaba:

—¡Arras, te amo!¡Vivas, bravos y silbidos! En la

tribuna del jurado, esta declaraciónpareció dar sus frutos. María deChampaña agitó su abanico y se acercóa su marido para susurrarle algo. Elconde de Champaña, cuya afición porlos torneos y el arte militar eralegendaria, debía de estar de mi lado;pero María, que apreciaba por encimade todo una bella historia de amor,seguramente preferiría a Béroul. Laspalabras que había murmurado al oídode su marido tenían, sin duda, por objeto

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hacerle cambiar de opinión... En cuantoal conde de Flandes, Thierry de Alsacia,su expresión era tan sombría queimpedía adivinar qué pensaba.Grosseteste, por su parte, estabaindignado, furioso de que el juradohubiera dejado de lado tan fácilmente alEraclio de Gautier de Arras.

Abrí el baile sacando de mi bolsillouno de los huevos de Cocotte, lo que,para mí, era una forma de rendirhomenaje a María de Champaña.Después de haber lanzado mi huevo alaire, saqué un segundo huevo, y luego untercero y un cuarto, que envié, uno trasotro, a alternarse con el primero.

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De momento, aquello no tenía nadade extraordinario. Era un buen número,sin más, lo reconozco. Pero no estabaahí lo interesante.

Para empezar, me entretuve haciendomalabarismos con los huevos en el aire,atrapándolos por debajo de la pierna yvolviéndome repentinamente mientrasemitía algunos cacareos con la boca...Luego, bruscamente, como si sufrierauna convulsión, levanté un brazo, y unacascada de plumas rojizas se deslizó alo largo de mi cuerpo. Entonces medoblé en dos, y una cresta brotó de miespalda. Finalmente, hundí la cabeza enel hueco del hombro, ¡para sacarla con

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un pico en lugar de la nariz!En resumen, me convertí en gallina.Mi actuación, que inicialmente los

habitantes de Arras habían consideradobanal, pronto fue juzgada como unespectáculo formidable. ¡Y aún no habíaacabado! Mis pies arañaron lasplanchas, se transformaron en patas degallina y arrancaron al escenario unamiríada de gusanitos que me puse apicotear sin dejar de hacermalabarismos.

El público lanzaba «¡cococós!» y«¡cocoricós!» frenéticos. Todos tratabande imitarme.

La culminación del espectáculo,

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como puede suponerse, era poner unhuevo. Mi metamorfosis era ya tancompleta que no se me veía la piel, sinosolo un manto de plumas. Lasconvulsiones agitaban mi cuerpo entodos los sentidos, y mi boca,transformada en culo de gallina, empezóa hincharse y a hincharse, hasta queacabó saliendo un huevo de ella, antelos ojos atónitos de los espectadores.

Ahora hacía malabarismos con cincohuevos, y habría salido triunfador de laprueba si el destino no hubiera decididootra cosa.

Al ritmo de los «¡Co, co! ¡Chrétien!¡Co, co! ¡Chrétien!» lanzados por la

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multitud, inicié un sorprendente número,enviando mis huevos hacia el cielo. Yentonces se produjo lo increíble. Loescandaloso. Lo inaudito.

Se me escapó uno.Que se estrelló contra el suelo, entre

mis patas.Todo se detuvo. Aquello era el final.

Había perdido.Las cosas hubieran podido quedar

ahí, pero Béroul gritó:—¡Este huevo no tiene yema!Bajé los ojos hacia el huevo y vi que

tenía razón.Esto puede parecer irrelevante. Pero

no lo es. Es incluso extremadamente

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grave. Un huevo sin vitellus es como unhombre sin alma: ¡una herejía! Y hayque erradicarla. ¡Enseguida!

Grosseteste se levantó de su asientoy bramó:

—¡Por san Vaast! ¡Saaaacrilegio!La multitud, al principio estupefacta,

pronto unió sus gritos a los de Béroul:—¡Excomunión! ¡Excomunión!—¡Paenitentia! —exclamó a su vez

Gautier de Arras.Yo estaba petrificado de miedo. Los

otros cuatro huevos se habían aplastadocontra el suelo detrás del primero, yeran perfectamente normales; sinembargo, la multitud seguía aullando

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hasta desgañitarse.—¡Hay que juzgarlos, a su gallina y

a él!—¡A la hoguera!—¡Que lo asen!—¡Que lo escalden!—¡Tribunal! ¡Tribunal! —gritaba

Grosseteste, tratando de calmar losánimos.

El obispo hacía aspavientos con losbrazos, mientras en torno a él, en elpalco principal, María y Enrique deChampaña se disponían a salir, despuésde que Thierry de Alsacia lo hubierahecho ya.

Había que reaccionar, y

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rápidamente. Pero yo era incapaz demoverme. Entonces Morgennes seabalanzó sobre mí, con Cocotte bajo elbrazo. Apartando a la multitud con loscodos, repartiendo aquí y allá cabezazosy empellones, distribuyendo guantazos aquienquiera que los reclamara, se lanzóhacia el estrado y me cogió en vilocomo si yo fuera una princesa sobre lahoguera. Después de levantarme delsuelo, me apretó contra su cuerpo y saltóal otro lado del escenario. Y de ahísalió disparado en dirección a lasinagoga; luego hacia un rincón delcementerio donde no había tanta gente, ysiguió corriendo y corriendo, con toda la

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ciudad pisándole los talones.Viendo que la multitud nos

perseguía, Morgennes avivó el paso ydesapareció en el horizonte.

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Capítulo II

El caballero de lagallina

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10

Cuando carreta veas y encuentres,persígnate y

piensa en Dios, pues podría amenazarteel infortunio.

CHRÉTIEN DE TROYES,Lanzarote o El Caballero de la Carreta

Cuando llegó al camino queconducía a Beauvais —confiando en que

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ningún soldado les esperaría allí—,Morgennes oyó un gran estruendo tras ély se volvió. Era el escandalosotraqueteo de un carro tirado por bueyes.Todo su campo de visión quedóocupado por la imagen de un hombreque más que un ser humano parecía unamontaña. El hombre en cuestión, queconducía el tiro, debía contar sin dudaentre sus antepasados con un ogro o ungigante, tan alto y ancho era. Su sonrisa,por sí sola, ocultaba todo el horizonte, ysu cabellera desordenada, rubia como eltrigo, era un sol que nunca se ponía. Unespeso bigote, también rubio, le colgabade cada lado de la cara y ponía de

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relieve un cuello que era tan gruesocomo una encina. Sus enormes manossostenían cada una un par de riendas,con las que dirigía a los bueyes, ochoanimales soberbios con la frenteadornada con gigantescos cuernos ypezuñas del tamaño de una roca.

Reforzando el carácter insólito deesta visión surgida directamente de otromundo, un pequeño mono de expresiónbufonesca, vestido con unas calzas decolor naranja y una chaquetita azul,estaba posado sobre el hombro delcarretero y le susurraba consejos aloído.

Morgennes, que seguía llevándome

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sobre sus hombros, redujo el paso paradejarse adelantar. En ese momento, en elcentro de la tela que separaba alconductor del interior de su carro, seabrió una raja por la que surgió unadelicada mano de mujer: la misma queMorgennes había entrevisto en Arras,poco antes de huir.

La mano nos indicaba quesubiéramos. Morgennes se izó hasta elpuesto del gigante y luego entró en elcarro.

Lo que vio entonces le dejóestupefacto, porque la mano no

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pertenecía a una mujer, sino a un belloadolescente.

Sus rasgos delicados y finos, su tezpálida y la perfección de su semblanterevelaban unos orígenes nobles, y susojos almendrados, orlados de pestañasun poco demasiado largas y un pocodemasiado negras, acababan de acentuarsu parte femenina. De hecho, como notenía ni bigote ni barba, y ni siquierapelos en el mentón, se le habría podidotomar por una damisela; pero su aireimpasible, en el que podía intuirse ciertaaltivez, y sus ropas eran indudablementemasculinos. Sus piernas, indolentementecruzadas sobre un grueso cojín decorado

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con rombos y cuadrados de colores,acababan en un par de zapatospuntiagudos, cuyos extremos seenrollaban sobre sí mismos al más puroestilo oriental. Un cinturón de cuero,reforzado con grandes clavos concabeza de bronce, marcaba la transiciónentre la parte superior e inferior de sucuerpo, un camocán de seda negra —queceñía apretadamente un busto liso—completaba el retrato de este curiosopersonaje. Finalmente, una especie debicornio, que encerraba la corona de sushermosos cabellos negros, se alargabasobre la parte superior de su rostro,donde formaba como un pico de cuervo.

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Este jovencito nos saludó con unahermosa voz aflautada, femeninatambién:

—¡Bienvenidos, amigos,bienvenidos!

En cuanto hubimos subido a bordodel carro, el conductor del tiro cerró lascortinas sumergiéndonos en una dobleoscuridad —la del misterio se añadía ala del lugar—, apenas disipada por uncabo de vela situado a media altura.

—¿A quién tenemos el honor desaludar? —pregunté, ocultando misplumas bajo el sayal.

—¡Co-co-cot! —hizo el extrañoindividuo, llevándose un dedo a los

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labios y empleando el mismo tono quehubiera usado para decir: «No tanrápido, no tan rápido...»—. ¿Es estoacaso un gallinero, para que dos gallinassigan al interior a un caballero?

—No soy una gallina —dije,haciendo desaparecer la cresta queadornaba mi cabeza.

—Ni yo un caballero —añadióMorgennes.

—¡Por otra parte, habéis sido vosquien nos habéis invitado a subir!

—Es que efectivamente esto es ungallinero, un puerto seguro para todosaquellos perseguidos por los lobos.

—Creo que los he despistado —dijo

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Morgennes—. Y eso sin llevar las botasde Poucet.

—¡Bravo! ¡En ese caso, deberemosdaros un título!

—¿Un título?—Una condecoración. Algo que

haga que se recuerde esta hazaña.Apoyó la mejilla en un dedo, inclinó

la cabeza y reflexionó. Demasiadosorprendidos para decir nada,Morgennes y yo no nos atrevíamos areaccionar. Hasta que de pronto nuestrodesconocido exclamó, con los ojosbrillantes:

—¡Ya lo tengo! ¡Vuestro nombre hacambiado, en adelante se os conocerá

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como el «Caballero de la Gallina»!—¿El Caballero de la Gallina? —

dijo Morgennes—. Hubiera preferidoalgo más...

—Más glorioso —dije—. ¡Lomerece!

—¡Hay nombres gloriosos tras losque no se oculta ninguna gloria, y otrosinfamantes que nobles hazañas ilustran!

—Aún no he llegado a este punto —dijo Morgennes.

—Aún no, cierto. ¡Pero está envuestras manos convertir al Caballerode la Gallina en un hombre que jamássea olvidado!

—¿Me lanzáis un desafío?

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—En cierto modo.—Lo acepto.—¡Me complace mucho saberlo!

Ahora permitidme que os diga hasta quépunto aprecio que hayáis aceptado miinvitación.

—Somos nosotros quienes os loagradecemos —dijo Morgennes—.Empezaba a cansarme, y creo que miamigo Chrétien no se encuentra encondiciones de caminar...

—¿Por qué razón nos habéisinvitado?

—¿Razones? ¡Dios mío, qué trivial!En fin, ya que así lo queréis, os darérazones. ¿Cuántas necesitáis? ¡Vamos,

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pedid! No dudéis, ¡tengo constelacionesenteras que ofrecer!

—Empezad por darnos una —dijoMorgennes, que nunca había oído hablarde «constelaciones»—. Será un buenprincipio.

—Yo también quiero una —añadí.—Muy bien. Que sean dos, y una

tercera para vuestra cacareantecompañera, que no me ha pedido nada.No sois muy exigentes...

Acercó su rostro a una vela ypestañeó dos o tres veces, como unadelicada jovencita.

—La primera —prosiguió, bajandola voz y midiendo el efecto de sus

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palabras—, ¡es que tengo buen corazóny han puesto precio a vuestras cabezas!

—¿Cómo? —exclamé.—No me digáis que lo ignorabais.—¿Por culpa de un huevo? —

suspiró Morgennes.—¡Exactamente! ¡A quién se le

ocurre poner un huevo sin vitellus!Sobre todo en estos tiempos agitados...Actualmente se desarrolla un proceso enArras, ¡y temo que lo perdáis, ya que noasistís a él! Por otra parte, aunqueestuvierais presentes, no cambiaría grancosa. El asunto está sentenciado...Summa culpabilis, como dicen loslatinos acerca de los musulmanes. «Sois

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más que culpables.» Ni el propio sanRiquier, santo patrono de los abogados,podría hacer nada por vosotros. En esteinstante preciso, veinte caballerosgalopan hacia Beauvais con intención dearrestaros en caso de que tuvierais lamala idea de presentaros allí. La Île—de—France, Normandía, Flandes...¡Dentro de poco vuestra descripciónestará clavada en las puertas de todaslas iglesias! Perdonadme la expresión,amigos míos, ¡pero vuestra gallina yvosotros mismos empezáis a oler achamusquina!

Después de tragar saliva conesfuerzo, balbucí:

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—Ésta es una razón.—¿Y la segunda? —preguntó

Morgennes.—¡Aquí está!El joven se incorporó, se volvió

hacia atrás y ordenó, con un gesto teatralen dirección a las colgaduras escarlataque oscurecían el interior del carro:

—¡Cortinas!De pronto, como velas enviadas al

firmamento de los mástiles, lascolgaduras se levantaron ydesaparecieron en el techo.

—¡Por la Iglesia y la santa misa! —exclamé boquiabierto.

—Se diría que estamos dentro de la

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ballena que se tragó a Jonás —dijoMorgennes.

Pero no era una ballena, ni siquieraun tiburón. Era solo un carro muyparticular, ya que era tan grande comoun barco pequeño. Algo que tal vezhabía sido en una vida precedente, puestodo en él recordaba a esasembarcaciones que los venecianosutilizaban para ir a Constantinopla, Tiroo Alejandría; esos navíos con anchascalas donde se podía cargar tanto granocomo armas, ropas, esclavos o aceite.

—¡Demonios! —dijo Morgennes—.¡Comprendo que necesitéis todos estosbueyes para hacerlo avanzar! Por no

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hablar de este extraño carretero...—Pero ¿qué tipo de mercancía

transportáis? —pregunté.—¿Mercancía? ¿Por quién me

tomáis? ¿Por un tendero? ¡Aparte dealgunos decorados y un órgano, la únicamercancía aquí sois vosotros!

—¿Nosotros?Después de intercambiar una mirada

en la que asomaba cierta inquietud,Morgennes y yo le preguntamos alunísono:

—¿Qué queréis decir con eso?—Si no me equivoco sois autor y

recitador...—Entre otras cosas —dije.

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—Entonces sabed que esto es unteatro ambulante. E incluso vuestronuevo hogar, si aceptáis uniros a laCompañía del Dragón Blanco...

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11

Le haré reencontrar el amor y losfavores de su dama,

si tengo el poder de hacerlo.

CHRÉTIEN DE TROYES,Ivain o El Caballero del León

La Compañía del Dragón Blancohabía sido fundada en 1159 y recorría elmundo en busca de los mejores artistas

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para llevarlos a Constantinopla. Allíeran acogidos en el palacio deBlanquernas, donde disponían de todo eltiempo necesario para crear las obrasque representarían ante el emperador delos griegos y su corte.

—Bizancio es todo lo que queda dela Roma y la Grecia antiguas —nos dijoel misterioso joven—. Con excepción dela Atlántida, de la que nadie sabe siexistió realmente, nadie ha hecho máspor la civilización. Manuel Comneno, elactual emperador de los griegos, estáconvencido de que las artes son a la vezel sostén y la expresión de la grandezade un país. Y porque nos quiere siempre

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en lo más alto, ha financiado nuestracompañía. ¡Como el Arca que salvó enotro tiempo del diluvio a Noé y a lossuyos, recogemos a los mejores artistasdel mundo a bordo de este barco, delque soy a la vez el alma y el capitán!

—Pero ¿cuál es la tercera razón deque queríais hablarnos? —preguntóMorgennes—. La que queríais dar aCocotte.

—Esta razón se encuentra un pocomás lejos. ¡Venid!

Se hundió en las entrañas del DragónBlanco, donde nos invitó a seguirle.

Los ruidos del exterior llegabanapagados y, sin los baches del camino,

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hubiéramos podido creer que nosencontrábamos en una construcciónsólida. Aquí y allá, de los tabiques de lacaravana colgaban grandes marionetasdesarticuladas. Con la cabeza pintadainclinada sobre el busto, los muñecosofrecían una triste imagen. Algunosestaban equipados con armaduras, con laespada o el venablo en una mano y unescudo en el costado; mientras que otrosvestían trajes o figuraban niños. Allíhabía todo lo necesario para representarla vida, con sus placeres y susdesdichas.

—¿Por qué estos muñecos? —pregunté.

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—Porque hasta ahora no heencontrado comediantes con vuestrotalento —respondió el misterioso joven—. ¡Solo a un maestro de los secretosque tiene un arte para dar vida a lo queestá desprovisto de ella sencillamentepasmoso!

¡Un maestro de los secretos! Sedecía que estaban reapareciendo,resucitados por el auge de los misteriosque se vivía en diversos lugares, conexplosiones, nubes de humo,metamorfosis, guirnaldas de colores,invocación de criaturas, desaparición deindividuos o de denarios, entre otrossucesos. Estos hábiles manipuladores,

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responsables también de las poleas,trampas, engranajes, barquillas,columpios y otros trucos mecánicos,eran la sal de los espectáculos que serepresentaban en los atrios de lascatedrales o en la corte de los grandesseñores. En otro tiempo consideradoscomo brujos, muchos habían acabado enla hoguera, donde sus secretos se habíandesvanecido en el humo junto con ellos.Para evitar traicionarse, no pocoshabían elegido cortarse las cuerdasvocales... Se decía que eran personajesde carácter malévolo, enemigos delgénero humano y enamorados de lasmáquinas.

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Morgennes se estremeció. Mientrasmiraba una de las marionetas, unacampesina de mejillas pintarrajeadas derojo, se preguntó dónde estaba el que lamanipulaba. ¿Ese demiurgo de laoscuridad se encontraría tal vez sobreél, escondido en el techo, dispuesto atirar de los hilos de estas frágilescriaturas? Lanzó una mirada hacia loalto, pero solo distinguió la tela de colorgris oscuro del carro.

En cuanto a mí, no estaba muyseguro de si me gustaba aquel lugar;pero me picaba la curiosidad, y casiestaba dispuesto a aceptar la propuestade nuestro anfitrión... ¿Quién sabía si no

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descubriría aquí historias fabulosasimposibles de encontrar en otra parte?

De pronto se produjo una violentasacudida, y el carro se detuvo.

—Ah... —dijo el joven—. Creo quehacemos un alto... Supongo que ha caídola noche.

Se dirigió al fondo del carro y loabrió para salir.

Efectivamente, la noche habíallegado.

Con el carro y los bueyes a un lado,y nosotros al otro, nos acercamos a unfuego que el gigante que conducía el tiro

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había encendido cerca de un bosque.La perspectiva de unirme a la

Compañía del Dragón Blanco no medesagradaba. Sin embargo, sin eseproceso pendiendo sobre nuestrascabezas como una espada de Damocles,creo que habría rechazado la propuesta.Para decidirme, necesitaba una tercerarazón.

—Señores, buenas noches —seescuchó una voz a nuestra espalda.

Morgennes y yo nos volvimos. Unhombre avanzaba lentamente hacianosotros, lo que nos dio tiempo paraobservarle. Tan flaco como pálido, conlas sienes grises y una mirada taciturna,

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tenía todo el aspecto de un muertoviviente.

Sin embargo, Morgennes y yo noslevantamos al instante en cuanto el fuegole iluminó. ¡Era el conde de Flandes,Thierry de Alsacia! Le saludamos conuna reverencia, que nos devolvió comosi fuéramos sus superiores, y eladolescente dijo:

—Tercera y última razón...—¡Caballeros, a vuestros pies!—Señor... —murmuré.—No digáis nada. Lo he visto todo.

Estaba allí.—¿En Arras? —preguntó

Morgennes.

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—Y lo he oído todo. ¡He quedadoencantado con vuestra actuación! Osnecesito.

—Estamos a vuestro servicio—dije.—¿Qué deseáis que hagamos? —

preguntó Morgennes.—Salvarme la vida.Vista su palidez, pensé que estaba

enfermo; de modo que le dije:—Pero, señor, estáis equivocado...

¡No somos médicos!—¡Desde luego que sí! ¡E incluso

los mejores! Solo vosotros podéiscurarme.

—Pero ¿qué mal padecéis?—El de ya no ser amado.

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Acercando sus manos al círculo deluz, el conde nos contó lo que leatormentaba. Había ido a guerrear aTierra Santa unos años atrás,acompañado por su esposa.

—Tal vez no luché lo suficiente.Dios sabe, sin embargo, cuánto sufrípara fortalecer su gloria en ese santolugar... Una noche, al volver de unaescaramuza en la que habíamosensartado a más de un centenar deinfieles, me enteré con dolor de que miesposa, Sibila, había...

Su voz se quebró. Ya no teníafuerzas para hablar. Pensando que elladebía de haber muerto, guardé silencio,

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pero Morgennes —que no tenía tantasprevenciones— preguntó:

—¿Había qué?—¡Había partido! —Que Dios la

tenga en su gloria —dije yopersignándome.

—Oh, sí, la tiene. Ese es elproblema. Quiero que me la devolváis.

—¿Qué? Pero ¿cómo...?—Sibila ha pronunciado los votos.

Se ha hecho monja en el monasterio deSan Lázaro de Betania. Quiero que lasaquéis de allí.

—¿De modo que no ha muerto?El gigante que conducía el tiro lanzó

una brazada de leña al fuego, que

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crepitó alegremente.—No, no del todo —continuó el

conde—. Vive, junto a un rival al que noes posible dar muerte. Fui al Puy deArras con intención de distraerme, perofue inútil. Incluso la belleza de María deChampaña me dejó indiferente. Lo únicoque me emocionó un poco fue vuestroCligès y el Tristán e Iseo de Béroul.

—¿Por qué no pedisteis a esteúltimo que os ayudara?

—Porque Tristán es vuestro, lo sé.Mi mujer estaba en el Puy cuandoganasteis el segundo premio, hace cuatroaños... Vuestras palabras laemocionaron tanto que casi me arruiné

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para adquirirlas a través del superior devuestra abadía.

—¿Conocéis al padre Poucet?—Es uno de mis amigos... Si puedo

llamar «amigo» a alguien que me harecibido en confesión desde la infancia,aunque no me haya oído desde queabandoné Flandes... No os sorprendáis,pues, si os digo que os he hecho seguirdesde Arras... No quería que dospersonas de vuestro talento fueranencerradas bajo el pretexto de quedeterminado huevo no tenía yema...

—¿Y mi Tristán?—Por desgracia, ya no lo tengo.

Sibila se lo llevó consigo al convento.

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Por eso os necesito. Componed para míuna obra lo bastante conmovedora comopara arrebatársela a Dios y hacer quevuelva conmigo. ¡Os cubriré de oro! ¡Osdaré todo lo que queráis!

Uniendo el gesto a la palabra,revolvió en su limosnera y sacó unfrasco.

—Tomad este frasco de la SantaSangre de Nuestro Salvador, pagada aprecio de oro a ese ladrón de Masada.¡Es vuestra!

Tendí la mano para cogerlo, peroMorgennes me bajó el brazo.

—Una pregunta más. ¿Por qué nohacéis que vuestros hombres la rapten?

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Sois rico, tenéis relaciones, amigospoderosos, ¿por qué no ordenáis aalgunos espadachines que penetren en ellugar, una noche, y os devuelvan a laelegida de vuestro corazón, de grado opor la fuerza?

—¿Creéis realmente que ese es elmejor medio para que ella me ame?

—¿Qué queréis exactamente? ¿Queos prefiera a Dios? ¿Estáis celoso?

—De ningún modo. Mi dulce Sibila,que siempre me fue fiel en cuerpo yalma, ha sido presa de la locura. En elcurso de nuestro anterior viaje, la pasiónla dominó. ¡La pasión por Dios! ¿Cómoluchar contra eso? ¿Quién podría

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hacerlo? ¡Nadie! Además, forzarla aabandonar su retiro la mataría. Noquiero que eso ocurra.

Había hablado de un tirón, sinrespirar. Se interrumpió un momento, ydespués de recuperar el aliento,continuó:

—Todo lo que deseo es ayudarla aque me ame de nuevo, no forzarla. Setrata de abrirle los ojos, no dearrancarle los párpados.

—¿Quién os dice que no los tieneabiertos ya? —prosiguió Morgennes.

El conde lanzó un suspiro.—Sé que no ve. Se encuentra en la

oscuridad. Llevadla a la luz, o hundidme

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a mí en la noche...—¿Si lo he comprendido bien —

pregunté—, es preciso quecompongamos (que yo componga) unaobra lo suficientemente conmovedorapara incitarla a abandonar a Dios?

—Sí, es justamente eso —dijo elconde con voz temblorosa—. Es difícil,lo sé. Pero ¿es irrealizable para alguiencon tanto talento?

—Si tengo talento es gracias a Dios.¿Por qué iba a servirme de él paraperjudicarle?

—¿Quién habla de perjudicarle? Loúnico que deseo es que lo fascinéis a Éltambién, para que me deje recuperarla...

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¿No podríais complacer a Dios?¿Convencerle de que me devuelva a miamada?

—No sé...—Intentadlo. ¡Decid que sí!Intercambié una mirada con

Morgennes, que sonrió y me dijo:—En lo que a mí respecta, quitarle

una mujer a quien me quitó a mi padre,mi madre y mi hermana no es algo queme incomode...

Entonces, no sabiendo si cometía unsacrilegio o si, por el contrario, formabaparte de los designios de Dios invitarmea desafiarle para superarme a mí mismo,dije al conde:

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—Acepto. Pero no olvidéis queincluso Orfeo fracasó.

Apenas había pronunciado estaspalabras cuando apareció mi Eurídice.

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12

Tan bella era y tan bien formada queparecía una criatura

urgida de las manos del propio Dios,que había puesto en

ella todo su arte para asombrar al mundoentero.

CHRÉTIEN DE TROYES,Cligès

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Dios me castigaba.Porque yo también, a mi vez, amaría

y no sería amado.En el momento mismo en que acepté

la propuesta del conde de Flandes, sentílo que él sentía, y mi corazón sedesgarró.

—Os presento a nuestro maestro delos secretos —dijo el misterioso joven—. Su nombre es Filomena.

—¡De modo que sois vos! —exclamé—. Esperaba que fuerais...

—Un hombre—dijo Morgennes.Curiosamente, Filomena no

respondió. Se contentó con saludarnoscon una leve inclinación de cabeza,

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antes de ir a sentarse junto al conductordel tiro.

Aproveché el momento paraobservarla mejor y tratar de calmar elfuego que ardía en mi pecho. Suscabellos rubios parecían un astro ante elcual el propio sol palidecía; sus pechos,dos delicadas perlas posadas sobre elcoral de su busto; sus manos, dosorgullosos corceles de alabastro, ágilesy delicados. Su rostro imponía respeto,y sus ojos eran de nácar, de un colorimposible de describir. Diez siglos nobastarían para describirla por entero.Porque si las palabras para lograrloexistían, me eran inaccesibles. Se me

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escapaban en el momento mismo en elque creía atraparlas. ¿Creía haberencontrado un adjetivo? Solo escribíabanalidades. Y cuando un vocablo sedignaba por fin a surgir, la mayoría delas veces no era más que un inicio desílaba, pues mi imaginación bogaba yahacia otras orillas, cada vez máslejanas.

¡Filomena!Todo lo que conseguía decir sobre

ella era: «¡Oh milagro, oh maravilla, ohbendición!». Ciertamente la naturalezahabía debido de trastocarse al crearla.Una belleza semejante no podía serhumana. Más que nunca en mi vida, me

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sentí impotente. Pues si el verbo de Diosno tenía límites, el mío tropezaba aquícon su primer obstáculo.

Y este obstáculo no parecía tenermás palabras, ni más alma, que unaestatua.

Volví los ojos hacia el conductor deltiro, quien, comparado con ella, era soloun esbozo tosco, un conjunto de círculosy líneas imperfectamente ajustados.Mientras cerraba los ojos para expulsarde mi retina la imagen del maestro delos secretos, oí al capitán del DragónBlanco:

—Creo que ha llegado el momentode acabar las presentaciones; en primer

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lugar, este es Gargano, nuestro cochero.—Buenas noches —ronroneó

Gargano.El mono encaramado a su hombro

emitió un chillido, que Gargano nostradujo:

—Frontín os da las buenas noches.—Buenas noches —dijo Morgennes.—Ya conocéis a Thierry de Alsacia,

y a Filomena... En cuanto a mí, me llamoNicéforo.

—Es un nombre griego —constaté.—No tiene nada de extraño, ya que

nací en Constantinopla. Y ahora, ¡queaproveche!

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Pasaron varias semanas, durante lascuales avanzamos a buen ritmo hacia elsur. Morgennes estaba aprendiendo arepresentar un papel elegido para él porNicéforo, que —según decía el griego—le encajaba de maravilla.

Morgennes, que soñaba con serarmado caballero, no veía ningúninconveniente en interpretar el papel desan Jorge, el más insigne caballero quehabía existido, famoso por haber matadoa un dragón antes de sufrir martirio.

Yo pasaba la mayor parte del tiempoen la parte trasera del carro, viendocómo el camino se perdía en la lejanía,y mi talento con él. Allí, sentado sobre

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un pequeño reborde, trabajaba sin cesaren una obra cuyo objetivo era seducir aFilomena y a Sibila. Sin embargo, noconseguía nada. Imposible componerla.

Perdía muchas horas mirando pasarla tierra bajo mis pies o acariciando aCocotte, que ya no quería poner huevos.

«¿Por qué —me preguntaba— estoyparalizado hasta este punto? ¿Es portemor de ofender a Dios? ¡En absoluto!¡Es porque no tengo mis libros, misdocumentos; mis fuentes! Nunca heescrito a partir de nada... No es posiblehacerlo. ¡Dios es el único que puedecrear a partir del vacío!»

Desafiar a Dios, ¡ahí estaba el

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problema!Y justamente eso era lo que nos

disponíamos a hacer, ya que enrespuesta al ingreso de su mujer en elmonasterio, Thierry de Alsacia habíareplicado: «¡Chrétien de Troyes lasacará de aquí!».

Morgennes, por su parte, conservabavivo en su corazón el recuerdo de lasdesgracias sufridas por su familia, y sehabía jurado que haría pagar suscrímenes a los culpables, aunqueestuvieran protegidos por Dios.

—Si hay que ir al Paraíso, iré —decía a veces, medio en serio, medio enbroma.

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Sobre esa cuestión, manteníanumerosas discusiones con Gargano, queexclamaba con su voz de acentoscavernosos:

—¡En vuestro lugar, yo no pensaríaen ello ni por un segundo! ¡Ir al Paraíso!¡Robarle a Dios una de sus mujeres,pedirle cuentas! ¡Estáis loco! ¡Noolvidéis nunca que la venganza es laambrosía de los dioses, su platofavorito! Si se la han reservado, no espor casualidad. A sus ojos es demasiadopreciosa para que unos simples mortalespuedan tocarla, ni tan siquiera con lapunta de los dedos. En vuestro lugar, yolo olvidaría.

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—¡Olvidar el amor! —se indignabaThierry de Alsacia.

—¡Olvidar a la familia! —añadíaMorgennes.

—Eso sería como olvidar a Dios —concluía yo, pensando en Filomena.

—Olvidadlo, olvidadlo —repetíaGargano, mientras pasaba un dedo por elpelaje de Frontín, su mono.

Aunque tal vez dijera «olvidado,olvidado», porque su mirada se vaciabaentonces de toda sustancia, como si élmismo hubiera vivido en otro tiempoalgo que había olvidado y que lamentabahaber perdido... Uno ya no sabía si selamentaba de ya no saber o si, por el

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contrario, nos animaba a imitarle.En cuanto a Nicéforo, el griego

guardaba silencio, pero sonreíadistraídamente. A veces sus dedoscorrían sobre alguno de los teclados deun órgano del que extraía sonidos quehabrían hecho llorar a las Musas.

Era un órgano muy antiguo, quemandó fabricar en Bizancio, en el sigloVIII, el emperador ConstantinoCoprónimo para ofrecérselo a Pipino elBreve. En esa época hacía ya muchotiempo que no había órganos en toda lacristiandad, porque los Padres de laIglesia habían ordenado destruirlos,alegando que los instrumentos de música

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excitaban los espíritus y apartaban deDios a los verdaderos creyentes. Esteórgano era, por tanto, uno de los másantiguos que existían, y también uno delos más perfectos. Con su pedalero y suteclado con tiradores que se podíanmeter y sacar, permitía aislar losregistros y variar las sonoridades de unmodo único en el mundo.

Era un órgano espléndido, «del quesolo Filomena conoce los secretos»,afirmaba Nicéforo.

—Su padre, que lo había recibido desu propio padre, le enseñó aconservarlo. Ahora que su padre hamuerto, Filomena es la única que posee

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estos conocimientos. Por eso es tanvaliosa para mí...

Una tarde en la que nos acercábamosa las orillas del Pontus Euxinus, con elaire saturado del perfume de los olivos,Morgennes vino a sentarse a mi lado yme dijo:

—Monachus in claustro non valetova duo; sed quando est extra, benevalet triginta.

—«Apenas un par de huevos vale unmonje en la clausura; mas si sale alexterior, hasta a treinta aumenta suvalor» —traduje—. Lo sé. Debería

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alegrarme, ser feliz...—Yo puedo ayudarte, si quieres...—Incluso Cocotte está enferma.

Desde Arras no ha puesto un huevo.—¿Se sentirá culpable?—No, no. Es culpa mía, lo sé.—¿Realmente no hay nada que

pueda hacer para animarte?—Si pudieras... Pero no, creo que no

existe ningún remedio para el mal quesufro.

—¿Porque amas y no erescorrespondido?

—¿De modo que lo sabes?—Sí... ¿Por qué no ibas a hablar de

lo que amas?

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—¿Y de lo que me hace sufrir?—Si ese es el caso, dilo.—De Amor, que me ha arrancado de

mí mismo, y no quiere retenerme a suservicio. Y sufro hasta tal punto queconsiento que imponga este durosacrificio...

—¡Ves, ya es un principio!Me encogí de hombros.—Es un principio de nada... Todo

me es indiferente. Incluso los paisajes...

No me preguntéis, pues, por qué nohablo de las ciudades que atravesamos.Os diré solo que partimos justo después

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del fin de la cosecha, cuando el vientrerepleto de las granjas tenía con quéaliviar el voraz apetito de nuestracaravana.

Tampoco os hablaré de las gentescon las que nos cruzamos, ni de lasruinas de Grecia, ni de los rudoscombates que libraba

Manuel Comneno en los Balcanes.Ni me referiré a los manjares, vinos,tormentas y fuertes calores, ni a losolores y los sonidos. Podría hacerlo,pero no lo haré. Me contentaré condeciros que si Godofredo de Bouillonhabía tardado cerca de cuatro meses enllegar a Constantinopla con su ejército,

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nosotros hicimos el trayecto en la mitadde tiempo.

Sobre nuestro viaje hasta Jerusalénno diré nada más.

¿Por qué?Porque una sola palabra basta para

contároslo: ¡Filomena!

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13

¡Muerte! ¡Oh muerte, eres demasiadomalvada y ávida,

demasiado codiciosa y envidiosa! ¡Eresinsaciable!

de vuestro hijo.

CHRÉTIEN DE TROYES,Cligès

San Lázaro de Betania era un

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monasterio situado en la cima del monteTabor, no lejos del castillo de la Fève,que pertenecía a los templarios. Dehecho, estos se encontraban tan cercaque eran ellos, y no los hospitalarios (delos que, sin embargo, dependía elmonasterio), quienes garantizaban suseguridad.

Los rastrillos del castillo de la Fèvese izaban un breve instante, y acontinuación un grupo de caballerosabandonaban sus muros, seguidos poralgunos hombres armados. No erannumerosos, pero bastaban, porque eranfuertes y valerosos.

Por eso, cuando el Dragón Blanco

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apareció en el horizonte, en dirección aponiente, dos hermanos caballeros sepusieron al frente de una pequeña tropay galoparon a su encuentro.

—¿Quiénes son? —preguntóMorgennes al ver que se acercaban.

—Servidores de Dios—replicóGargano.

—¿Es decir?—¡Templarios!Morgennes metió la mano bajo su

camisa para buscar la cruz.—Padre, me dijiste que fuera hacia

la cruz... Veo venir a dos caballeros conel pecho adornado por una gran cruzroja. ¿Debo ir hacia ellos? ¿Quieres que

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también yo sea como ellos, un caballeroportador de la gran cruz roja? —preguntó.

Evidentemente nadie respondió.—Mira —prosiguió Morgennes,

señalándome a los caballeros—. Creoque mi padre hacía alusión a ellos aldecirme que fuera hacia la cruz. Soncaballeros de Dios.

—Los caballeros nunca sirven anadie sino a sí mismos —dije yo.

—No aquí —dijo Gargano—. Nosiempre. No olvidéis que estamos enTierra Santa, y que esta es una tierra enestado de excepción.

Los templarios se encontraban ya al

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alcance de la voz, y uno de ellos gritó:—¡En nombre de Dios, presentaos!Thierry de Alsacia salió entonces

del carro vestido con sus mejores galas.Su túnica, adornada con piedraspreciosas, reflejaba los rayos del solponiente y brillaba con mil fuegos. Elconde levantó una mano enguantada deseda negra y dijo con voz firme:

—¡Amigos! Nobles y buenoscaballeros, ¿me habéis olvidado?

—¡Tu nombre! —le espetó eltemplario que aún no había hablado.

—Thierry de Alsacia, conde deFlandes.

Los templarios bajaron sus lanzas y

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sus confalones barrieron el suelo.—¿Podemos saber adónde vais, con

este extraño séquito?—Junto a mi amada... —dijo el

conde señalando el monasterio deBetania.

—¡Por la Virgen! —exclamó el másjoven de los templarios.

—¡Cierra el pico! —le soltó el otro—. Venid, señor, os escoltaremos hastalas puertas del monasterio, donde osofrecerán una buena acogida... y osdarán una triste noticia.

—¿Qué queréis decir? —preguntóThierry de Alsacia, inquieto.

El templario le miró tristemente,

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sacudió la cabeza y murmuró:—No me corresponde a mí

informaros...

—Sor Sibila ha sido llamada porDios —nos anunció la madre superioradel convento de Betania.

—¿Cuándo? ¿Cómo?—La semana pasada, mientras

dormía... No sufrió —dijo la religiosa aldestrozado conde de Flandes.

Luego la cólera reemplazó al dolor,y Thierry de Alsacia estalló como unhuracán.

—¡Dios la ha matado! ¡Prefirió

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llamarla al Cielo antes que ver cómo lareconquistaba!

No me atreví a decirle que, aunquehabía escrito algunos poemas,posiblemente no habrían dado ningúnresultado. En todo caso, no habíanconvencido a Filomena de que meamara...

Luego el conde cambió nuevamentede actitud. No había ya en él ni rastro decólera; solo un gran agotamiento.

—Es culpa mía —dijo—. Nuncadebería haberme lanzado a una aventuracomo esta...

Sus ojos estaban llenos de lágrimasy nuevas arrugas surcaban su frente.

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—Perdonadme por haberosarrastrado conmigo, amigos míos —continuó, dirigiéndose a nosotros—.Perdón, perdón. ¡Y tú, Dios, perdónametambién! ¡Y tú también, Sibila, a quienprefiero viva y encerrada antes quemuerta... e igualmente encerrada!

Hubiera querido convertirse enmujer. «Si pudiera —se decía—transformarme en una de ellas ypermanecer, para el resto de mi vida, eneste lugar donde resonaron sus pasos...¡De qué me sirve ser un hombre, si espara estar lejos de mi Sibila!»

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Nuestro pequeño grupo se instalófuera del recinto de Betania, donde loshombres podían entrar pero no alojarse—ni siquiera pasar la noche—. Lasmonjas nos habían dado pan y uncaldero de lentejas guisadas con tocino,que degustamos en silencio. De pronto,el conde apartó a un lado su plato, queno había tocado, y declaró dirigiéndosea Morgennes:

—Si quieres acercarte a estoshombres, a estos templarios, tienes queser caballero... Y yo tengo el poder dearmarte.

Morgennes dejó de comer y miró alconde, que prosiguió, con un brillo

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especial en los ojos:—Te convertiré en el mejor dotado

de todos los caballeros del reino, si...¿Qué iba a pedir ahora Thierry de

Alsacia, que esa misma mañana no habíadudado en increpar a Dios?

—... ¡si me devuelves a mi amada!Comprendí entonces que el fuego

que brillaba en los ojos del conde no sedebía ni a la fiebre ni al dolor, sino a lademencia. Este hombre estaba loco deatar.

—¿Queréis que penetremos en elinterior del monasterio para robar elcuerpo de Sibila? —inquirióMorgennes.

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—¿De qué cuerpo estás hablando?¡Es solo un montón de huesos y carneque no me importa en absoluto! ¡Yo tehablo de su alma! ¡Devuélvemela,encuentra el modo de entrar en elParaíso y saca de allí a Sibila!

—Es imposible —dijo Gargano.—Déjale —le murmuré al oído—.

¿No ves que sufre?Bebí un trago de vino, me sequé la

boca con el dorso de la manga y meacerqué a Thierry de Alsacia.

—Querido conde, os prometo, pormi honor y por mi alma, que si existe unmedio de salvar a Sibila, lo encontraré...

Morgennes asintió.

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—Gracias —dijo el conde.—Ahora deberíais ir a acostaros. La

noche es buena consejera...—Tenéis razón.El conde se retiró con paso

titubeante y desapareció en el interiordel carro. Después de que las cortinasse hubieran cerrado tras él, Nicéforo sevolvió hacia mí.

—La muerte de Sibila erainevitable.

—¿Por qué?—Porque leí vuestros poemas, y son

magníficos. Creo que habría cedido...Ninguna mujer puede resistirse a tantotalento.

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—¿Ninguna? ¿Realmente?No me atrevía a mirar a Filomena,

que comía frente a mí, al otro lado delfuego. Pero Nicéforo parecía seguro desí mismo, y asintió con la cabeza.

—Conozco a una que no ha cedido—dije.

—¿Puedo haceros una pregunta? —prosiguió Nicéforo.

—Desde luego.—¿Por qué habéis dejado de hacer

juegos malabares desde que estáis connosotros?

—Porque únicamente los hacía conlos huevos de Cocotte...

—Y desde entonces no ha vuelto a

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poner —añadió Morgennes.—¿Y a qué creéis que se debe?Tosí dos o tres veces, acaricié a mi

gallina rojiza con mano distraída, yrespondí:

—Creo que está afligida...—¿Afligida? ¿Una gallina?—Cocotte es Cocotte. Tal vez tenga

plumas como todas las gallinas; y escierto que cacarea, picotea, come granoy pan duro, piedrecitas y gusanos; peropara mí es Cocotte, y no hay ningunacomo ella...

—Os entiendo muy bien —dijoGargano.

—Si es tan valiosa para vos y puesto

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que sois tan buen malabarista, ¿quéocurrió en Arras? —preguntó Nicéforo.

No respondí inmediatamente,fascinado por el baile de las llamas, tanpronto rojas como azules, que ascendíande nuestro fuego.

Morgennes ya me había hecho antesesta pregunta, pero yo no le habíarespondido... Sin embargo, yo habíavisto algo. Pero prefería no hablar deello.

—En todo caso —intervino Gargano—, no fue a causa de Cocotte.

—¿Cómo lo sabéis? —pregunté.—Me lo ha dicho.—¿Podéis hablar con los animales?

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—intervino Morgennes. —Sí.—¿Y de qué habéis hablado? —

inquirió.—Pues de esto y de lo otro. De

banalidades principalmente. Perotambién, desde luego, de lo que ocurrióen Arras, cuando dejasteis caer elhuevo...

—¿Y qué os dijo?—Que estabais muy enfermo. En

parte es por eso por lo que ya no quiereponer. Para preservaros.

—¿Y qué más dijo?—También dijo que ella no tiene

nada que ver con todo ello. Que sushuevos siempre han sido unos buenos

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huevos, con su clara y su yema... Estápreocupada.

Sonreí distraídamente. Cocotteestaba durmiendo sobre un suave nidode paja en el interior de la caravana.Cuánto camino recorrido desde Saint-Pierre de Beauvais y Arras... Meparecía que nuestra expedición tocaba asu fin, y mi intuición me decía que novolveríamos a Constantinopla. Al menosno enseguida... No antes de queMorgennes hubiera tenido tiempo dedirigirse a Jerusalén y de arreglar allísus cuentas con Dios.

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14

Mañana os haré coronar. Mañana seréisarmado caballero.

CHRÉTIEN DE TROYES,Cligès

—¿Jerusalén? ¡Y por qué noDamasco o El Cairo! Esto nos obligaráa desviarnos —dijo Nicéforo aMorgennes. —Tengo que ir —replicó

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Morgennes. —Es por la cruz, ¿verdad?—¡Sí!—Muy bien. Iremos a Jerusalén.

Pero si allí no hay nada que te retenga,Chrétien y tú volveréis conmigo aConstantinopla, para actuar ante elemperador.

—¡Prometido!En realidad Morgennes no tenía ni

idea de qué debería hacer una vezestuviera al pie de la Vera Cruz. Comoreligioso, su deber era servirla. Pero ¿ycomo Morgennes?

Gargano reunió a sus bueyes y losdirigió hacia el sur, en dirección a laciudad tres veces santa. Al verlo,

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recordé la leyenda de san Jorge, segúnla cual se habían necesitado ocho bueyespara llevar hasta Lydda el gran dragónal que había dado muerte. Y nuestro tirocontaba con ocho bueyes. ¿Era unacasualidad? ¿Y era también unacasualidad que Nicéforo hubierainsistido tanto en que escribiera uncuento acerca del combate de san Jorgey hubiera pedido a Morgennes que lointerpretara? Filomena se había pasadodías enteros trabajando en unagigantesca marioneta que representabaun dragón.

Todo giraba en torno a ese monstruo.E incluso en torno a Morgennes, sobre

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quien planeaba la sombra de losmatadores de dragones desde que habíacogido un espetón sin quemarse, comosan Marcelo, el draconocte.

No, tantas coincidencias no podíanser fruto del azar. Seguramente Nicéforotenía algún proyecto secreto en lacabeza. ¿Por qué tenía tanta prisa envolver a Constantinopla? ¿Y Gargano?¿De dónde provenía su poder? ¿Quiénera en realidad? Aunque, siefectivamente hablaba con los animales,comprendía mejor por qué se servía tanpoco de las riendas y por qué nodudaba, por la noche, en dejar que losanimales durmieran sueltos, fuera de

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cualquier cercado.Lo que más me desconcertaba era

que tenía el presentimiento de que, detodos estos personajes, Morgennes noera el más misterioso. Nosotros noformábamos parte de una compañía deteatro, sino de una especie de bestiarioen el que nosotros éramos losprotagonistas.

Las altas murallas de Jerusalénsostenían un cielo desgarrado por lascruces, tan numerosas que desde lejosparecía que era un cementerio. Sonabancampanas llamando a la oración.

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—Tengo la impresión —dijoGargano— de que hay algún problema.

—Es extraño. Estamos atravesandocampos y no veo a nadie. ¿Dónde está lagente? Es verdad que estamos eninvierno, pero no lo entiendo. ¿Quéhacen los campesinos? ¿Están todos ensus casas, calentándose junto al hogar?—añadió Nicéforo.

Todo parecía estar de duelo. Inclusoel viento había dejado de soplar, y lospájaros permanecían posados sobreunos surcos poco profundos,desamparados; paseaban a su alrededorunas miradas en las que podía leerse:«¡Hambre! ¡Frío! ¡Miedo! ¡Frío!».

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—Aquí huele a muerto —constatóThierry de Alsacia.

—Pero ¿quién debe de habermuerto? Porque se diría que todaJerusalén llora —dijo Morgennes.

—Su padre —dijo Nicéforo—. Esdecir, su rey.

—¡Balduino! —exclamó Thierry—.¿De modo que también tú has muerto?

Balduino, tal como se refería a élThierry de Alsacia, había sido coronadorey de Jerusalén después de la muerte desu padre, el ambicioso Fulco V el Joven.Desde el momento en el que habíaocupado el trono, el nuevo rey habíacontinuado con el proyecto de su

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predecesor: la conquista de Egipto. Ycomo su padre antes que él, Balduino IIIhabía fracasado. Había muerto a lostreinta y dos años, sin descendencia, talvez envenenado por uno de sus médicos.Por eso entraba dentro de la lógica queAmaury, su hermano pequeño, conde deJaffa y de Ascalón, hubiera sidodesignado para sucederle —y para darcontinuidad a las locas ambiciones de supadre.

Su coronación debía tener lugarocho días después del entierro de suhermano, es decir, el 18 de febrero de1162. Jerusalén no estaba de duelo.Coronaba a su rey.

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Amaury había querido dar a laceremonia el aspecto de un entierro.¿Por qué? Porque no se encontraba dehumor para alegrías, y porque lascircunstancias en las que había sidoreconocido por sus pares no habíanestado exentas de vejaciones hacia supersona.

Así, los poderosos del reino solohabían aceptado ser sus vasallos acondición de que renunciara a su mujer,Inés de Courtenay: «Señor —le habíandicho—, sabemos que debéis ser rey; noobstante, no aceptaremos de ningúnmodo que llevéis la corona mientras noos hayáis separado de esta mujer que

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tenéis. Porque ella no es como debe seruna reina, particularmente la reina de tanexcelsa ciudad».

¿Por qué esa demanda? Las razonesde esta enemistad permanecían oscuras.El pretexto que alegaban (el de laconsanguinidad: los abuelos de Inés y deAmaury eran primos hermanos) no eraconvincente. En efecto, en este país, lafalta de sangre franca obligaba a lamayoría de los nobles a casarse entreellos. En realidad, lo que más habíapesado en la balanza era elcomportamiento frívolo y las costumbresligeras de Inés de Courtenay. A ella ysolo a ella apuntaban los nobles, no al

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rey ni a su descendencia. Pues si bienexigían que Inés no se acercara al trono,aceptaban, en cambio, que su hijo, eljoven Balduino IV (que entonces teníaun año), pudiera acceder a él un día.

Pero Inés nunca.—¡A fuerza de tratar con el diablo,

se acaba por perder el alma! —decíauno de los nobles, que la acusaba detrazar pentáculos y de degollar gatos ensu habitación.

—¡Su coño no está cerrado pormuslos, es una posada abierta a loscuatro vientos! —decía otro, feliz dehaber podido entrar un día, aunque seguardara de presumir de ello.

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En definitiva, frente a una mujerdetestada por todos se encontraba unhombre al que todos querían: su marido,Amaury. Por lo demás, Amaury teníabuen corazón, y si se había casado conInés, había sido sobre todo porquenadie, excepto él, quería hacerlo. «Estamu-mu-mujer es de sangre azul —decíatartamudeando como era habitual en él—, y sería injusto que no tuvieramarido, aunque fu-fu-fu-era la hija de undemonio...» Amaury hacía alusión aJocelin de Edesa, que tenía fama de serun bribón y de no preocuparse más quede sí mismo.

Para mostrar a sus futuros vasallos

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de qué madera estaba hecho, Amaury lesanunció:

—¡Muy b-b-bien! Ya que queréis unrey s-s-sin mujer, tendréis un rey s-s-sinmujer... ¡No tendré más p-p-preocupación que la guerra! ¡Ahorabien, a p-p-partir de ahora nadie tendráderecho a p-p-presentarse ante míacompañado de una mujer mientras yono haya vuelto a c-c-casarme!

Los nobles refunfuñaron, pero el reyera un hombre de sangre caliente, ytodos creían que sería muy extraño queAmaury no se hubiera casado de nuevoantes de que acabara el año. De modoque aceptaron.

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Nuestra llegada no pudo ser másoportuna. Uno de los consejeros máscercanos al rey, un canónigo llamadoGuillermo, que por entonces ejercía sucargo en Acre, le propuso al vernos:

—Sire, deberíais pedir a estostrovadores que organicen unespectáculo. Esto os distraerá devuestras preocupaciones y hará quevuestros nobles rían un poco. ¡Y viveDios que lo necesitan!

—¿Espectáculo? —había replicadoAmaury echando perdigones de saliva—. ¿Reír? ¿Necesidad? ¿Y qué más t-t-tendré que hacer?

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Amaury se inclinó, cogió en brazos asus dos bassets, los apretó contra suamplio y pesado pecho, provisto de unossenos tan grandes que parecían de mujer,y añadió dirigiéndose a Guillermo:

—¡No que-querrás que les sirvatambién la s-s-sopa? ¡No estoy aquí p-p-para hacerles reír, sino para ser su jefe yc-c-conducirlos a la guerra!

—Sire, vuestro hermano ha muerto.Tal vez haya llegado el momento depensar en la paz y de aceptar la treguaque os propone el sultán de Damasco,Nur al-Din.

—¡Calla, Guillermo! Me aburres.¿Sabes qué hago yo con tu t-t-tregua?

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—Lo imagino, sire.—Pues yo te prohíbo que lo

imagines. ¡Una t-t-tregua! ¡Menudasandez! ¡Guerra, guerra! ¡Nada de t-t-tregua, nunca! ¡La tregua, para mí, es laguerra!

—Sire, ¿queréis matarnos a todos?—¿Y bien? ¿Acaso tienes miedo?—No, sire —respondió Guillermo,

mientras veía cómo el rostro de Amaurydesaparecía bajo los lametones de susbassets—. Ya sabéis que mi fidelidadhacia vos es absoluta. Os seguiré a todaspartes. Incluso hasta la muerte...

—¡Por Dios, Guillermo, prefieroque me p-p-precedas!

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—¡Lo haré para preservaros de ella,sire!

—¡Eso espero, porque a mí sí me damiedo!

El rey se alejó en dirección a susaposentos, donde un ejército decostureras le esperaba para acabar sutraje. Pero antes de desaparecer bajouna avalancha de telas a cual másmagnífica, aún tuvo tiempo de indicar aGuillermo:

—De acuerdo con lo delespectáculo. ¡Pero nada de c-c-comedia!¡Quiero sangre, tripas!

«¡Sangre, tripas! —repitióGuillermo para sí, mientras bajaba de

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nuevo la larga escalera que conducía delo alto de la ciudadela del rey David ala sala principal—. El rey todavía es unniño, pero ya sería hora de que creciera,por el bien del reino.» Se detuvo uninstante en el rellano, y luego salió alpatio, donde esperaba el Dragón Blanco.

Nuestra comitiva acababa de llegar,y los guardias nos habían permitidoentrar después de que Thierry deAlsacia se hubiera identificado.

Nicéforo condujo las negociacionescon el canónigo Guillermo; Morgennesno comprendió nada de lo que decían.Todo lo que pudo entender fue que losdos hombres se habían puesto de

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acuerdo y que el acontecimiento eraimportante, visto el tamaño de la bolsaque el canónigo dejó caer en las manosabiertas de Nicéforo. Pero, más que labolsa, lo que fascinó a Morgennes fue elpesado bastón con el que jugabaGuillermo; tan pronto se apoyaba en élcomo lo cogía con una mano y luego conla otra. Era un bastón de madera tallada,con una empuñadura que representabalas fauces de un dragón. Morgennestambién encontró curioso ver en manosde un cristiano un objeto que le habríaparecido más normal ver en manos de unmusulmán. Después de todo, ¿no hablabael Corán del bastón de Musa (Moisés),

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que Alá había transformado en dragónpara atacar a los magos del faraón?

El tal Guillermo tenía una extrañamanera de sonreír, y de vez en cuando,su mirada se posaba en Morgennes. Sehubiera dicho que le reconocía. Pero losdos hombres no se habían visto nunca.Morgennes estaba seguro de ello. Sinembargo, eso no impidió que, una vezacabada la negociación entre Nicéforo yGuillermo, este último se acercara aMorgennes para preguntarle:

—¿No nos hemos visto antes enalgún sitio?

—No—dijo Morgennes.—Ah... Me había parecido...

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—Tengo una memoria excelente.Siempre me acuerdo de todo.

—Tenéis mucha suerte. Yo tengomuy mala memoria. Pero a veces tengopremoniciones... Supongo que me heequivocado, os pido perdón.

—No tiene importancia.—Tal vez lleguemos a conocernos

mejor, si os quedáis...—Por desgracia, tal vez no pueda

quedarme... Me esperan enConstantinopla, y he prometido...

—Muy bien. ¡Entonces adiós,caballero!

Guillermo se alejó en dirección a laciudad.

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—¿Por qué me ha llamado«caballero»? —me preguntó Morgennes.

—A causa de tus ropas —respondíseñalándole su vestimenta.

Morgennes se había puesto sudisfraz de san Jorge, que incluía unaespada ficticia, un escudo de madera yuna armadura de tela.

—¡Pero si es solo un vestido, yo nosoy caballero!

—¿Ni siquiera Caballero de laGallina?

—Ah, eso sí.—Además, has protegido a Cocotte.—Alguien tenía que hacerlo,

pardiez. A juzgar por las miradas que le

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lanzan, juraría que hace lustros que nohan comido hasta saciarse.

—Morgennes, no es a Cocotte aquien miran.

—¿Ah no?—Es a ti.Me alejé a mi vez, dejando a

Morgennes rumiando, desconcertado.

Las campanas repicaban, llamando ala población a dirigirse al SantoSepulcro. Este pronto quedó rodeadopor una multitud tan compacta queparecía un solo cuerpo, imposible deatravesar. Pero esta carne era la del

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futuro rey, el único que podía hender aesa multitud de súbditos. Acompañadode todos los caballeros del reino,Amaury penetró en el interior de laiglesia cristiana más importante ycaminó hacia su patriarca. Este último,que era también, a su modo, una especiede rey, se había revestido con susropajes pontificios. Sus ayudanteshabían encendido las lámparas y loscirios, que componían, desde el suelohasta el techo, un cielo estrellado que elrey y su séquito atravesaron como uncometa.

Ahora todos formaban un círculo entorno al rey, con los brazos cruzados

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sobre el pecho. Un canto, el VeniCreator, se elevó de sus pechos,sumándose al largo lamento de lascampanas.

El rey estaba escoltado por sus dosprincipales servidores: su senescal y sucondestable. El primero, Milon dePlancy, que era igualmente gobernadorde Gaza y miembro de la Orden delTemple, sostenía el cetro real. Elsegundo, llamado Onfroy de Toron,permanecía erguido, orgulloso como unpavo. En la mano izquierda sostenía lasriendas del caballo de Amaury, quellevaba el mismo nombre que lalegendaria montura del rey Arturo:

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Passelande. Y en la mano derechaenarbolaba el estandarte real, dondeestaban representadas las armas deJerusalén.

Ligeramente apartado, el chambelánpaseaba a Alfa II y a Omega III, los dosbassets de Amaury, sujetos de la correa.Reinaba una actitud de recogimiento. Elrey se arrodilló finalmente. No habíasanto crisma, porque Amaury no habíaquerido que le consagraran. El patriarcale dio a besar las espuelas y la espadade Godofredo de Bouillon, y luegodepositó sobre la cabeza de Amaury lacorona real.

Solo entonces se volvió hacia la

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Santa Cruz que presidía el altar, ypronunció la fórmula ritual: Amaury, perDei gratiam in sancta civitateJerusalem Latinorum Rex.

Amaury era rey.Alzando su espada, el monarca gritó:—¡A la guerra!

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15

Pero la serpiente es venenosa, y su bocalanza llamas,

tan llena está de maldad.

CHRÉTIEN DE TROYES,Ivain o El Caballero del León

Unas alas inmensas proyectabansombras móviles sobre ellos y lossilbidos cruzaban el aire. De los

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agujeros excavados en la cueva brotabanllamas que amenazaban con quemarles.

—P-p-prodigioso —exclamóAmaury lanzando miradas entusiastas entorno a él.

Hacía un calor infernal. Por todaspartes planeaba un hedor a azufre y ahuevos podridos. Los espectadorestenían que enjugarse constantemente elrostro, cubierto de hollín y surcado porgruesas gotas de sudor.

—Espléndido —aplaudió Amaury,colocando a uno de sus dos perritossobre las rodillas, mientras el otro seapretujaba contra sus piernas—.¡Maravilloso!

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El senescal se persignó,preguntándose cuándo finalizaría aquelhorror.

De pronto un cuerno dio la señal deataque.

El chambelán, asustado deencontrarse allí, hundió la cabeza entrelos hombros, justo en el momento en elque Morgennes surgía de un lateral de laescena con una espada en la mano. Elcaballero apuntó el arma en dirección alos espectadores y luego trazó con ellaun arco que la llevó sobre su cabeza. Enese momento, como si hubiera esperadoesta señal, el gran dragón se abalanzósobre él desde lo alto.

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Era tan enorme en relación con elescenario que solo sus patas, agarradasa un cielo de escamas, se dibujaban porencima del público. Morgennes paró conel escudo las garras de su adversario,que trazaron anchas entalladuras en sudefensa. Se escuchó un chirridometálico, y Morgennes cayó de espaldasy se golpeó la cabeza contra una granroca.

Por un instante, la multitud le creyómuerto.

—¡Ha caído! ¡Ha caído!—¡Hay que ayudarle!—¡Abajo el dragón!—¡No, no! ¡Mirad! ¡Por los clavos

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de Cristo, se levanta!En efecto, Morgennes se levantaba,

sosteniendo su espada firmementeapretada contra él, desplazándose apasos cortos, buscando una abertura enlo que parecía ser una interminablemuralla de escamas. El dragón dio otropaso y con un formidable batir de alasapagó los géiseres de fuego, con lo quesumió a Morgennes y al público en laoscuridad.

Ese fue el momento que eligió labestia inmunda para escupir.

Una llama surgió de sus fauces,atravesó el decorado y alcanzó aMorgennes, que apenas tuvo tiempo de

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resguardarse detrás de su escudo. Entorno a él, la tierra estaba al rojo.Algunas piedras estallaban, y otras seinflamaban. Solo Morgennes resistía apie firme.

¿Por qué milagro?—¡Dios! ¡Dios le protege! —gritó

una voz entre el público. —¡Aleluya! —aulló otra.

El vapor que escapaba silbando dela tierra envolvió a Morgennes en unaarmadura de bruma. Cualquier otrohombre habría muerto escaldado. PeroMorgennes resistió. Las fauces deldragón se aproximaban ya para lanzar elgolpe de gracia. En lugar de retroceder,

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Morgennes se precipitó hacia delante, lelanzó un mandoble al labio inferior, yluego, rodando sobre sí mismo, escapópor poco a sus colmillos. Morgennes seincorporó. Descargó un nuevomandoble, que rebotó en el marfil de unagarra.

«¿Es real o es una ilusión? —sepreguntaba el público—. ¿A quéestamos asistiendo? Decidnos: ¿haypeligro o no?»

Un nuevo golpe consiguió penetrarbajo una escama. Tres gotas de sangreescaparon de la herida, tocaron aMorgennes en el hombro, se deslizaronpor su túnica y trazaron una cruz

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bermeja que fue a añadirse a la cruztramada de oro que brillaba en su pecho.

El dragón retrocedió. ¿Estabahuyendo?

—¡Por Nuestra Señora! —gritóMorgennes.

Un tumulto de alas le indicó que suenemigo se alejaba. Morgennes loaprovechó para tomar aliento y examinarel lugar, en busca de la hija del rey.

—¿Princesa? ¿Dónde estáis?—¡San Jorge, detrás de ti! —gritó

una voz entre el público.Bajo la bóveda rocosa, un

gigantesco cuello propulsó a través de lacueva unas fauces del tamaño de un

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carro. La boca se desplazaba a lavelocidad de un caballo al galope, ypara evitar ser aplastado, Morgennes sevio obligado a realizar un saltoprodigioso, que le llevó a la cabeza deldragón, al lugar donde las crestas deescamas batían el aire como algasagitadas por el oleaje. «¡Rápido! ¡Nohay tiempo que perder!» Saltó hacia elmorro del dragón, mientras este huía dela cueva, que amenazaba conderrumbarse.

¡Ahí! Bajo un párpado de cuero, unojo brillaba con un resplandor lechoso.Morgennes se deshizo de su escudo,sujetó su espada con las dos manos y la

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hundió en la pupila de la bestia.Un aullido atravesó la cueva.¿Había acabado todo?—¿San Jorge? ¿San Jorge?La cabeza del dragón había

desaparecido, y san Jorge con ella.Luego, de repente, surgió del fondo delescenario, como para golpearlateralmente a la multitud. Por muypoco, los espectadores evitaron elimpacto, porque en el último momento elgran dragón había reducido su impulso.Algunos pretendidos caballeros,atemorizados, se habían aplastadocontra el suelo para protegerse.

Varios centenares de pares de ojos

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se alzaron hacia Morgennes y lo vieronsujeto al cuello del gran dragón, con laespada clavada en el ojo del monstruo.¿Con qué lucharía ahora? ¿Cómo podíavencer?

Un tornado barrió la sala,arrancando plumas de los penachos delos cascos, pañuelos y chales, haciendovolar ornamentos en todas direcciones ydando a la selecta asamblea el aspectode un ejército derrotado.

Ya no había nadie. Ni dragón niMorgennes. El tiempo de que la cuevacurara sus heridas, de que el polvo seposara, y el antro de la bestia aparecióvacío. El gran dragón había ascendido al

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cielo, llevándose a Morgennes con él.Qué importaba que le faltara un ojo; nolo necesitaba para volar. La aflicción seapoderó de la sala. Los espectadoresempezaron a dudar. «¿A qué hemosasistido en realidad?»

—¡Qué espectáculo!—¡Realmente, lo nunca visto!El patriarca de Jerusalén apretaba

los puños. Aquello no tenía nada que vercon las artes que él apreciaba, aquellasque autorizaba a representar en elinterior del Santo Sepulcro y quemostraban la Pasión o el nacimiento deCristo.

—¡Cuidado!

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Una pata del tamaño de un tronco deárbol se abatió sobre el centro de lacueva e hizo temblar la sala.

—¡Mirad! ¡Ahí!Resbalando a lo largo del miembro

anterior del dragón, Morgennes volvióal escenario y se puso a buscar un arma:una piedra, una roca.

En ese momento, Amaury empuñó elestandarte real, que sostenía aún sucondestable, y se lo lanzó a Morgennesmientras gritaba:

—¡San Jorge, t-t-toma esto!Morgennes lo sujetó y apenas tuvo

tiempo de agradecer su gesto al rey conuna inclinación de cabeza, porque el

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dragón ya se disponía a atacar de nuevo.¡Garras, garras y colmillos afilados!¡Una dentellada a la derecha con elcuello, una patada a la izquierda!Morgennes paró cada uno de los golpesque descargaba contra él el dragón yrodó bajo su vientre.

Muy pronto, la hermosa enseña deJerusalén quedó hecha jirones. Luego,Morgennes dobló una de sus rodillas. Supecho se elevaba a sacudidas. Lecostaba respirar. El violento palpitar dela sangre en sus sienes era como unrepique de campanas. ¿Había llegado elfinal? La otra rodilla cedió también...Estaba a punto de ser derrotado. Nadie

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podía vencer al universo, nadie tenía lamenor posibilidad de batirle. Y entoncesuna voz surgió del fondo de la cueva.

Una voz femenina.—¿Quién anda ahí?Una mujer, vestida completamente

de blanco, apareció en el extremo de lagruta. Llevaba un velo sobre el rostro,de modo que no se veía si era hermosa ofea. Por su voz, solo podía saberse queera joven y distinguida.

Debía de ser la princesa.—¡He venido para salvaros! —le

gritó Morgennes.Levantó la cabeza justo a tiempo

para ver cómo el dragón iniciaba su

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última carga.Morgennes empuñó la lanza, clavó

la base en el suelo y la sostuvo con lapunta hacia arriba. Murmuró unpadrenuestro y clavó la mirada en lo quesería su gloria o su perdición.

El gran dragón se dejó caer sobreMorgennes, y san Jorge desapareció,aplastado. El impacto fue tan violentoque toda la sala tembló. Un verdaderoterremoto. ¿Y ahora? ¿Era el final?

¿Había muerto la diabólica criatura?¿Y san Jorge con ella?

No. Aún no había terminado.Porque el dragón empezó a agitarse,

como atacado por la fiebre. Girando de

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lado, mostró su lomo a la multitud. Jobtenía razón! ¡Era una auténtica hilera deescudos, imposible de penetrar! Unmurmullo se alzó entre el público...

—¿Y san Jorge?—¡Aquí está!Un río de sangre surgió de entre los

omóplatos del gran dragón y salpicó lasala. Como Atenea saliendo de su padreequipada con todas sus armas,Morgennes emergió con un gritoprodigioso y levantó su lanza.

¡Había vencido! ¡Bendito fuera eltodopoderoso Dios de los ejércitos!

Pero en la sala reinaba el silencio.Nadie se atrevía a gritar, por miedo a

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que todo empezara de nuevo. Todosretenían el aliento; la explosión dejúbilo, unánime, no resonó hasta elmomento en que el dragón dejó escaparun sonoro pedo, seguido de un olor acol.

—¡Victoria!La nobleza aplaudió a rabiar, e

incluso Thierry de Alsacia, hastaentonces cariacontecido, dio riendasuelta a su alegría.

—¡Viva san Jorge! —gritó.Morgennes saludó al público, hizo

algunas reverencias y se llevó la manoal corazón. Parecía agotado, pero feliz.Las ropas, la barba y los cabellos

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estaban empapados de una sangre decolor rojo oscuro y apenas se distinguíasu rosada carne.

Entonces, mientras la princesa corríahacia él para dejarse abrazar, subí alescenario y me dirigí a la multitud:

—Así, la sangre fue pagada con lasangre y los golpes respondieron a losgolpes. Dos fuerzas, dos potencias, sehan enfrentado, y no ha sido la másvoluminosa la que ha salido victoriosa.Porque una estaba guiada por Dios, y laotra por Satán...

—Es muy cierto —gritó Amaury,que estaba encantado con el espectáculoque había presenciado.

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Devolví la mirada al rey, satisfechode que el misterio representado lehubiera complacido. En general, yo teníauna pobre opinión de los que se ganan lavida recitando ante los poderosos; peroeste rey era una excepción. Este rexbellatore, este rey guerrero, habíaquerido que representaran para él el másformidable combate llevado a cabo porun soldado cristiano, y yo se lo habíaofrecido. Con la complicidad, es cierto,de toda la Compañía del Dragón Blanco,y en particular de Filomena... Por otraparte, no solo habíamos representadonuestro espectáculo para Amaury. Lohabíamos hecho también contra la

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muerte y la tristeza. Para que el reyolvidara, aunque solo fuera el rato quedura una obra, el fallecimiento de suhermano. Y para que Thierry de Alsaciaolvidara también a Sibila y susufrimiento.

—¡Esta aventura —continué—proporcionará tanto renombre a sanJorge que en adelante será tenido por elmejor caballero del mundo y de todaspartes vendrán a honrarlo!

—¡Viva!—¡San Jorge!Realmente me sentía feliz. Sí. Había

ganado mi apuesta de mantener a lamuerte a raya... Lástima que en Jerusalén

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no hubiera concursos de poesía como enArras. «Vaya, y ahora que lo pienso,¿dónde está Thierry de Alsacia? No leveo por ninguna parte...» Aprovechandoun breve reflujo en la tormenta deaplausos, precisé: «Y aquí acaba elcuento...». Y abandoné el escenario.

Me sentía inquieto. ¿Dónde se habríametido el conde de Flandes?

Apenas había puesto el pie fuera dela cueva, cuando el rubicundo Amauryme abrazó. El rey estaba tan gordo quedesaparecí entre los pliegues de sugrasa, y sentí sobre mi pecho la presiónde sus voluminosos senos.

—A fe mía que tengo que

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recompensar a cada uno de losmiembros de vuestra c-c-compañía —me dijo Amaury—. ¡P-p-pídeme lo quequieras!

—Bien —dije—, si me atreviera a...—¡Atrévete! Te lo ordeno.—Me apasionan los textos y las

obras de todos los géneros... ¿No podríaconsultar vuestros libros? ¿Entrar envuestras bibliotecas?

—¿Nuestros libros? Pero ¿p-p-paraqué?

—No solo los vuestros —precisé—,sino los de todo vuestro reino. Yo pongoen romance cuentos de aventuras, y mees muy útil rodearme de los mejores

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autores, para inspirarme en ellos...—Ya veo. No es complicado. —

Amaury se volvió hacia el canónigo deAcre y le ordenó—: Guillermo, muestranuestros manuscritos a este buen monje.

—¿Todos?—Sí, incluidos los que mantienes a

salvo de miradas indiscretas...—Se hará como deseáis, sire —dijo

Guillermo.—¿Y tú? ¿Qué quieres? —preguntó

Amaury a Nicéforo.—¿Yo? Nada. Solo vuestro éxito...—¿Es decir...? P-p-perdóname,

joven amigo, pero desconfío de los quequieren mi bien.

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—Sin embargo, majestad, eso esjustamente lo que más deseo: vuestrobien.

—¿Cuál? ¿El que significará unirEgipto al reino, o bien el de verme enlos b-b-brazos de una mujer?

—Ambos, amado rey —concluyóNicéforo con una sonrisa enigmática.

—Bien, haré t-t-todo lo que esté enmi mano por satisfacerte. Y tú, mi buen,emm..., soldado, monje, comediante...En fin, tú, el del cráneo más o menostonsurado, ¿qué deseas?

La pregunta iba dirigida aMorgennes, que se tomó tanto tiempopara responder que todos los que

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estaban a su alrededor se impacientaron.—¿Y bien? —dijo el rey—. ¿Tan

complicado es?—Sire, por favor —dijo Morgennes

—. ¡Hacedme caballero!—¿Caballero? ¿Pero por qué d-d-

demonios un clérigo que ronda latreintena querría hacerse caballero?

—Tengo mis razones —dijoMorgennes—. Por otra parte, solo tengoveinticuatro años.

—¡Entonces tenemos casi la mismaedad! Pero eso no te hace más digno dellevar las armas... ¿Has sido ya elescudero de alguien?

—Nunca.

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—¿Y tu linaje? ¿Es noble acaso?—Lo ignoro, majestad.—Probablemente no, entonces.

Porque unos orígenes nobles no seolvidan. ¡Se proclaman!

Amaury se apartó de Morgennes,dejó en el suelo a uno de sus bassets yse alejó mascullando:

—P-p-problema solucionado...—Pero sire...El rey se detuvo, encendido de

cólera:—Escucha, tal vez tu p-p-padre

fuera un caballero, y en ese caso, envirtud de las normas en uso entrenosotros, tienes hasta los t-t-treinta años

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para ser armado caballero tú también.Después de lo cual, volverás aconvertirte en un rusticus. O dicho deotro modo, en un desharrapado, undestripaterrones...

Algunos hombres rieronburlonamente. Pero Amaury les ordenócallar.

—¡Un campesino! Tenemosnecesidad de ellos...

—¡Sire —insistió Morgennes—,ponedme a prueba, y veréis que merezcoser armado!

—Cualquier otro, en tu lugar, yahabría renunciado. Escucha, tu d-d-determinación me complace, pero no se

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p-p-puede cambiar el hecho de quenunca has sido escudero y de que t-t-tusorígenes son, como mínimo, dudosos.De modo que te p-p-propongo esto: ¡eldía que mates a un auténtico d-d-dragón,con escamas, g-g-garras y fuego, ese díate armaré caballero!

—¡Sire, es un gran honor! —se loagradeció Morgennes.

Dirigiéndose a su corte, Amaurydeclaró:

—Vosotros sois testigos. ¡Si esteindividuo me trae la prueba de que hamatado a un d-d-dragón, le armarécaballero al momento!

Algunos rieron. Otros no. A decir

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verdad, nadie sabía si los dragonesexistían. Había rumores que afirmabanque en Egipto se encontraban serpientestan enormes que tal vez habían sidoconcebidas por dragones.

—Si su alteza me lo permite —intervino entonces el senescal deAmaury—, para matar a una criaturacomo esa hay que estar bien equipado...Este hombre no puede partir a laaventura enfundado en una armadura detela y armado con una espada demadera... Necesita una buena y reciacoraza y una espada de buen metal.

—¿Qué propones? —preguntó elrey.

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—Me han informado de queSagremor el Insumiso, ese caballero queos faltó al respeto hace poco, seencuentra por aquí... Su armadura tieneuna magnífica corladura y su espada estábien bruñida. Tal vez aceptaríasepararse de ellas para dárselas aMorgennes, si este las reclamaracortésmente.

—Extraña idea —dijo Amaury—.Pero, después de todo, ¿quien dice«caballero» no dice también «p-p-pruebas»?

El rey se volvió hacia Morgennes,que mantenía la cabeza humildementebaja, y sentenció:

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—T-t-te autorizo a ir a ver aSagremor el Insumiso. Lo reconoceráspor su armadura corlada. Le dirás que tehe autorizado a c-c-coger sus armas...

—Iré sin demora —dijo Morgennesantes de salir.

Mientras el rey se disponía apreguntar a Gargano y a Filomena lo quedeseaban en recompensa por su éxito, yosalí a buscar a Thierry de Alsacia, cuyadesaparición me inquietaba cada vezmás.

La atmósfera asfixiante que reinabaen el interior de la sala donde se había

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desarrollado el espectáculo dio paso alagradable frescor del mes de febrerohierosolimitano. En el patio de laciudadela de David se apretujaba unamultitud tan densa que no se podía darun paso. Todo tipo de gentes, villanos ynobles, laicos y religiosos, se abríanpaso a codazos para ver al nuevo rey.Entre ellos, Morgennes divisó unamancha rojiza que se desplazaba sobreun caballo blanco y se dirigió hacia ella.

—¡Eh, vos!El hombre que llevaba la armadura

rojiza se volvió hacia Morgennes:—¿Qué quieres? —gritó.—¡Vuestra armadura, y también

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vuestra espada, si no tenéisinconveniente!

—¿Y si lo tengo?—¡Las necesito!—¡Ven a buscarlas!El caballero espoleó a su montura y

la lanzó a través de la multitud sinpreocuparse por evitarla. Un muchachoque no había tenido tiempo de apartarse,habría sido pisoteado por los cascos delcaballo si un hombre no se hubieralanzado sobre él para ponerle a salvo.

Mientras tanto, Morgennes se habíaplantado con firmeza sobre sus pies,había apretado los puños y no perdía devista la cabeza del corcel. Cuando el

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caballo estaba ya a punto de derribarlocon su pecho, giró sobre sí mismo y lelanzó un vigoroso puñetazo en la frente.El semental acusó el golpe, se balanceódurante una fracción de segundo y luegose derrumbó sobre las losas del patio,inconsciente.

El caballero, caído en el suelo,estalló de rabia.

Morgennes le dio tiempo alevantarse, bajo las miradas estupefactasde los espectadores.

—¡Sacrilegio! —aulló su oponenteincorporándose—. ¡Esa no es forma depelear entre hombres! ¡Saca tu arma!

El caballero desenvainó su espada y

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estuvo a punto de cortarle la cabeza,pero Morgennes había retrocedido justoa tiempo, de modo que el arma solo lehizo un pequeño corte en la garganta.

—¡Bribón! —gritó el CaballeroBermejo—. ¡Espera y verás!

La multitud había formado un círculoen torno a ellos, sorprendida por estecombate que enfrentaba a un caballeroaguerrido, equipado con una soberbiaespada, con un villano cuya armaduraestaba hecha de tela basta y cuya únicaarma eran sus puños.

—¡Guardias! —gritó alguien.—¡Detenedlos! —gritó otro.Pero el senescal de Amaury llegó

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justo a tiempo para decir:—¡No os mezcléis en esto! Que la

derrota del uno confirme la victoria delotro. ¡Y hasta entonces, golpes, sudor ysangre!

Morgennes observó a su adversario,buscando un punto flaco. Aparentementeno había ninguno, excepto la cabeza, quellevaba descubierta. De modo queesperó a que el Caballero Bermejolevantara su pesada espada en el airepara lanzarse contra él. Allí, pegado asu enemigo, estaría a salvo de losgolpes, ya que para descargarlosnecesitaba mucho más espacio del queél le concedía. Pero no por nada

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Sagremor era conocido como «elInsumiso», y cuando Morgennes seencontró debajo de él, en lugar degolpearle con la hoja de su espada, ledescargó la empuñadura contra elcráneo. Morgennes retrocedió, aturdido,sujetándose la cabeza con las manos ylanzando gemidos de dolor. Tenía quereaccionar rápidamente, porque laespada de Sagremor volvía a alzarsehacia el cielo, y esta vez el filo noerraría el objetivo. Contando con que suenemigo no esperaría que repitiera lamisma maniobra, Morgennes se lanzó denuevo contra el caballero, lo sujetó porla cintura y lo levantó en el aire para

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hacerle bascular hacia atrás. Sagremorse vio obligado a soltar su arma, quechocó con gran estrépito contra el suelo.

—¡Traidor! ¡Cobarde! —aullóSagremor el Insumiso, indignado por laforma de combatir de su adversario.

Entonces Morgennes lo propulsó alo lejos entre la multitud, que se apartóante aquel insólito proyectil. Sagremorrodó como un tonel de hierro variospies, en medio de un estruendo metálico,y luego se detuvo. Morgennes se acercó,dejó que se levantara y luego lo molió apuñetazos; descargó sobre él más golpesque los que da un herrero a la hoja queestá forjando.

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—¡Tu armadura! ¡Tu espada! —dijoMorgennes.

—¡Son mías! —gritó Sagremor,lleno de contusiones.

Morgennes le sujetó por el cuello yse acercó a su cara:

—Tu rey me las ha dado —dijo—.¡No quiero matarte, pero si tengo quedejarte inconsciente para sacarte tucaparazón, lo haré!

De vez en cuando le lanzaba unpuñetazo al mentón, para que sus dientesentrechocaran.

—¡Piedad, dejadme! —suplicóSagremor de rodillas.

Morgennes dejó de golpearle y le

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tendió la mano para ayudarle alevantarse. Sagremor, con la bocaensangrentada, escupió algunos dientes,se frotó el mentón e imploró aMorgennes:

—¡Dime cholo chi mi caballo aúnechtá vivo!

Sin pensar ni por un instante queSagremor pudiera atacarle a traición,Morgennes le dio la espalda y buscó alcaballo con la mirada. Finalmente loencontró, aparentemente recuperado yaque estaba plantado sobre sus cuatropatas; ya se volvía hacia Sagremor paracomunicarle la feliz noticia, cuando levio —literalmente— perder la cabeza,

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que se desprendió de sus hombros yrodó por el polvo.

¿Qué había ocurrido?—Iba a golpearos por la espalda —

dijo a Morgennes el individuo que, aliniciarse el combate, había salvado lavida del muchacho contra el queSagremor había lanzado su montura.

—Gracias —dijo Morgennes—. Osdebo la vida...

El hombre limpió tranquilamente suespada, brillante de sangre, en la capadel difunto, y la devolvió a su vaina.

—Bah, no es nada... Entreaprendices de caballero tenemos queayudarnos, ¿no?

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Luego, señalando la armadura deSagremor, añadió:

—Naturalmente está un pocoabollada. Pero un buen herrero os lareparará sin problemas.

—¿Con quién tengo el honor dehablar? —preguntó Morgennes.

—Alexis de Beaujeu, para serviros—dijo el joven inclinándose.

—¿De modo que también vosqueréis ser caballero?

—Era su escudero —dijo señalandoal muerto—. Y temo que tendré queesperar mucho tiempo antes de que otrocaballero acepte tomarme a suservicio...

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Los dos hombres intercambiaron unamirada, y Morgennes midió en toda suamplitud la deuda que acababa decontraer con Alexis. Luego, mientras seapoderaba de la armadura y de laespada de la víctima, una voz clamó enla plaza:

—¡Ha ocurrido un desastre!

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16

Si los caminos de la aventura teconducen allí,

permanece en el anonimato mientras note hayas

medido con la élite de los caballeros dela corte.

CHRÉTIEN DE TROYES,Cligès

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Llevaron un cuerpo inanimado alpatio de la ciudadela. Era el del condede Flandes.

—Tenía un pergamino apretado en lamano —informé a Morgennes.

—¿Qué decía?—He olvidado.—¿Cómo? ¿Ya? Pero ¿no lo llevas

contigo? ¡Muéstramelo!—No me has entendido. Eso era lo

que había escrito: «He olvidado».—Pero ¿a qué se refiere?—¿A qué? Querrás decir a quién...Tendí a Morgennes el pergamino que

había encontrado en la mano del conde.—«He olvidado». ¿Qué significa

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esto? —se preguntó Morgennes, paraquien la noción de olvido era tanincomprensible como la de la luz paraun ciego.

¿Qué había podido olvidar el condeque fuera tan importante para quedecidiera poner fin a sus días?

—Rió —le dije a Morgennes—. Acausa de nosotros. De mí. Olvidó aSibila. Solo duró un instante, al final dela representación. Pero para él fuedemasiado...

—¿Estás seguro de que ha muerto?—preguntó Morgennes, desolado por lanoticia.

—Se apuñaló en el corazón.

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—¿No hay ningún medio desalvarlo?

Incliné la cabeza, indicando que no,por desgracia.

Alexis de Beaujeu, que seguía juntoa nosotros, propuso:

—¿Por qué no lo lleváis a la domusinfirmorum de los hospitalarios? Suspractici tienen una excelente reputación.Muchos son originarios del país,¿sabéis?

—¿Como el que trató a Balduino III?—pregunté.

—Aquí no hay donde elegir, si sequiere tener una posibilidad desobrevivir. Por otra parte, el médico del

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rey es musulmán...—¡Y me encuentro p-p-

perfectamente! —gritó Amaury,irrumpiendo entre nosotros.

Había oído el final de laconversación y parecía muy interesadoen informarnos.

—¡De hecho, estoy t-t-tan bien queme voy a hacer un poco de ejercicio! ¡AEgipto!

Luego bajó los ojos para mirar aThierry de Alsacia, a quien Chrétienllevaba en brazos.

—Apreciaba a este conde, sí —prosiguió Amaury—. Era un excelenteamigo. Sé hasta qué p-p-punto lo

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apreciaba mi hermano. El entierrocorrerá de nuestra cuenta... Y p-p-paracompensar esta mengua en nuestrasfinanzas, iré de inmediato a reclamar alos egipcios lo que nos d-d-deben.

Cada año, según un acuerdo firmadoen 1160 entre el sultán alAdid y el reyde Jerusalén, el sultanato egipciodebería haber pagado ciento sesenta mildinares a los francos. Pero esos dinaresnunca habían llegado, y Balduino habíaexpirado poco después de haberadvertido al visir encargado deentregárselos —un tal Chawar— que si

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no se los hacía llegar, iría areclamárselos personalmente.

Con Balduino muerto,probablemente envenenado —nunca sesabría la verdad, ya que su médico habíasido inmediatamente descuartizado—,ahora le correspondía a Amauryrecordar sus deberes a los egipcios.Entre los cristianos, hacía ya algúntiempo que pensadores y filósofos sehabían ocupado de la cuestión, y paraellos estaba claro: Dios había exhortadoal Nuevo Israel (o dicho de otro modo, ala cristiandad) a que tomara de losegipcios lo que le correspondía porderecho, es decir, sus tesoros. Tal como

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había escrito Daniel de Morley: «Con laayuda del Señor y por orden suya,debemos despojar a los filósofospaganos de su sabiduría y de suelocuencia, para enriquecer con susdespojos la Verdadera Fe».

Por «sabiduría» y «elocuencia»había que entender, naturalmente,«territorios» y «riquezas».

Además, la incorporación de Egiptoa la cristiandad presentaba la dobleventaja de reforzar Jerusalén y debilitarDamasco, que no podría contar ya coneste aliado potencial (dado que tambiénera musulmán, aunque de una obedienciadiferente).

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En cualquier caso, Amaury estabaencantado, de partir a la guerra. Elespectáculo al que acababa de asistirhabía avivado su apetito, que ya era depor sí considerable.

Morgennes, que parecía tener uncamino perfectamente trazado enPalestina y que suponía que, alconvertirse en caballero, cumpliría elúltimo deseo de su padre, preguntó alrey:

—Majestad, ahora que tengo unaarmadura y una espada, ¿puedo unirme avuestra expedición?

—Reconozco que eres sorprendente—respondió Amaury—, pues has c-c-

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conseguido librarnos de ese canalla deSagremor. Mi respuesta es sí, p-p-peroviajarás con los peones. No con loscaballeros. .. Porque lo que acabas delograr te habrá acarreado la enemistadde algunos de mis valientes, que teníanen alta estima al Caballero Bermejo,aunque no sé p-p-por qué.

Amaury se volvió entonces hacia lossuyos y decretó:

—Por otra parte, también Sagremorserá enterrado.

Luego apuntó con el dedo a susenescal y añadió:

—¡Pero lo costearás tú, Milon dePlancy, ya que fuiste quien dio a

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Morgennes la mala idea que todossabemos!

El senescal masculló unas palabrasinaudibles, pero que se adivinabancargadas de odio hacia Morgennes, y talvez incluso hacia Amaury.

—¡He dicho! —tronó el rey.Aprovechando la benevolencia que

el monarca mostraba hacia él,Morgennes probó suerte de nuevo.

—¡Os lo ruego, tomadme comoescudero! Me pegaré a vos como lasombra a su amo, yo...

—¿Como la sombra a su amo? ¡Esos-s-sí que es hablar bien! Escúchame,Caballero de la Gallina, un rey nunca se

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vuelve atrás en sus p-p-promesas. Teacepto entre mis infantes. ¡Pero luego note quejes si mueres aplastado por una denuestras cargas! ¡Si quieres ser armadocaballero, ve a matar a un auténtico d-d-dragón!

Morgennes, que por encima de todoquería estar cerca de los caballeros paratener una oportunidad, por ínfima quefuera, de encontrar a los que en otrotiempo habían aniquilado a su familia,dudó un momento. ¿Qué debía hacer?Justo entonces percibió un movimiento asu izquierda. Volvió la cabeza, y vio unaprocesión de caballeros revestidos,unos, con una túnica blanca marcada con

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una cruz roja, y otros, con una túnicanegra marcada con una cruz blanca, quese dirigían hacia la puerta de laciudadela llevando un gran relicario enforma de cruz, forrado de oro y piedraspreciosas.

¡La Santa Cruz!Morgennes se incorporó y se

preguntó en voz alta:—¿Quiénes son esas gentes? ¿Por

qué llevan la Vera Cruz?—Porque están encargados de

guardarla —le respondió Amaury—.Estos hombres son «apóstoles»; se lesllama así p-p-porque son los guardianesde la Santa Cruz, sobre la que Nuestro

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Señor Jesucristo fue crucificado. Yahora vuelven a la iglesia que la acoge.

—¿Al Santo Sepulcro?—Exacto.Morgennes se apartó, para dejar

pasar al rey y a su cortejo, que sedirigieron hacia los corceles que habíanpreparado para ellos en la puerta de laciudadela.

—¿En qué piensas? —le pregunté,sabiendo muy bien qué pensamientosocupaban su mente.

—Por un instante —me dijo—, yotambién lo he olvidado todo. He dejadode pensar en el conde de Flandes, eincluso en la caballería... Aquí se

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producen acontecimientos pococorrientes.

—Estamos en Tierra Santa —lerecordé.

—¿Quieres quedarte conmigo? ¿Noir a Constantinopla, y permanecer aquíjunto a... ?

—Junto a la Vera Cruz —suspiré yo.—Sí.—Bien, de acuerdo. Esto me

permitirá leer los libros del palacio...Después de haber abrazado

calurosamente a nuestros compañerosdel Dragón Blanco y de haberlesprometido que nos uniríamos a ellos, enConstantinopla, en cuanto fuera posible,

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partimos en dirección a la Vera Cruz,siguiendo por las calles y callejuelas deJerusalén a la extraña procesión que seencaminaba hacia el Santo Sepulcro.

Mientras corría tras la comitiva,pensé de nuevo en Filomena, a la quenunca había confesado mis sentimientos.Solo había respondido a mi adiós conuna breve inclinación de cabeza, comode costumbre. Sin duda eso quería decirque no me amaba. Esa mujer parecíatener tanto corazón como las marionetasque creaba. O en todo caso, eso era lomenos doloroso de creer en esemomento.

Los guardianes de la Vera Cruz

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entraron en el interior del SantoSepulcro y el último de ellos dejó lapuerta abierta, como para permitirnosque les siguiéramos. Y eso hicimos.

No volveríamos a salir de él hastapasados varios meses, durante loscuales el tiempo transcurriórápidamente. Los doce guardianes de laVera Cruz, que también habían asistidoal espectáculo celebrado con motivo dela coronación de Amaury, enseguida nosencargaron que pusiéramos nuestrotalento a su servicio y al del SantoSepulcro: «Para edificación de los

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penitentes».La capilla de la comendaduría de la

Orden del Hospital de San Juan seutilizaba, cuando era preciso, de sala deespectáculos, y en este pío recintopusimos en escena los legendariosinicios de la Orden.

—Es curioso cómo el teatro, losmisterios, la escritura, hacen pasar eltiempo rápidamente —le dije un día aMorgennes.

—Es cierto —me respondió—. Perono será así como me convertiré encaballero y encontraré el rastro de losque tanto mal me hicieron. Aquí, vayadonde vaya, no dejan de llamarme el

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Caballero de la Gallina.—Pasará.—Tal vez, pero ¿cuándo? Además,

también necesito un maestro. Alguienque sea, en materia de armas, lo que túhas sido para mí en materia de religión...

De vez en cuando, Morgennespensaba en Alexis de Beaujeu, elescudero que le había salvado la vidadurante su combate contra Sagremor elInsumiso. ¿Qué se había hecho de él?¿Habría encontrado a un caballero quele tomara a su servicio? ¿O le habríanarmado caballero, tal vez? El caso eraque Alexis había partido a Egipto con unpotente contingente de la Orden del

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Hospital, y desde entonces no habíavuelto a verle.

En cuanto a la cruz, a la queMorgennes había confiado poderacercarse, permanecía bajo estrechavigilancia —sus guardianes serelevaban para estar permanentementejunto a ella—. Ni yo ni Morgennesteníamos derecho a tocarla, y enrealidad apenas habíamos podido verla,para gran desesperación de mi jovenamigo, que había esperado encontrar enella la respuesta a esta pregunta:

—¿Qué quería decir mi padrecuando me dijo que fuera hacia la cruz?

Pero tampoco yo, al igual que la

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Vera Cruz, tenía ninguna explicación queofrecerle.

Un sábado por la noche, pocodespués de la misa, en la gran galeríaque conducía de la comendaduría a ladomus infirmorum del Hospitalresonaron unos pasos. Parecían de unhombre en la madurez de la vida, e ibanacompañados por el sonido rítmico deun palo que golpeaba el suelo aintervalos regulares.

Al mirar en esa dirección,Morgennes vio cómo iba hacia él elhombre a quien todo Jerusalénconsideraba y respetaba como el máserudito y el más sabio del país, el

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hombre que me había permitido accedera la biblioteca del palacio de Jerusalén:Guillermo, el canónigo de Acre.

—El rey —dijo a Morgennes— hacomprendido perfectamente por qué alfinal no le habéis seguido... Cree quehabéis hecho bien.

—Tenía cosas que hacer aquí —dijoMorgennes.

—¿Y vuestros amigos?—Eran libres de marcharse.—¿Libres? ¿Realmente?—¿Por qué? ¿No creéis en la

libertad?—Sí, creo en la libertad —dijo

Guillermo—. ¿Por qué no iba a hacerlo?

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Dios nos ha creado libres. Es el hombreel que se encierra y no quiere saber nadade ella.

—¿Por qué, en vuestra opinión?—Algunas prisiones son

confortables...—¿Y vos?—Oh, yo... Me esfuerzo en ayudar a

los niños a convertirse en hombreslibres. No siempre es fácil. Sabéis, estosupone poseer cierto afán por la verdad.De ahí mi enojo cuando oigo que soltáisestas necedades que todas las órdenes,ya sean templarios u hospitalarios,gustan de divulgar sobre sí mismas. Perosupongo que es por cuestiones de

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dinero, ya que resulta mucho más fácildar a Dios que a los hombres; pues en elprimer caso es una inversión, y en elsegundo, en cambio, una pura pérdida...

—¿De qué rae estáis hablando?—De las donaciones que las órdenes

reciben y que son necesarias para susupervivencia. ¿Sabéis cuánto cuestaequipar a un caballero, vos que tantosoñáis con ser armado?

—No.—Contad los ingresos anuales de

todo un burgo. Si pensáis que un herreronecesita unas cien horas de trabajo parafabricar una cota de mallas, y más deldoble para una espada, os haréis una

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idea. Sabed que hay pueblos tan pobresque ni siquiera tienen la posibilidad deofrecerse una daga...

Morgennes se preguntaba por quéGuillermo le decía todo aquello. A decirverdad, se sentía vagamente culpable,pero no sabía de qué.

—Por eso, cuando os veo contaresas pamplinas... —continuó Guillermo.

—¿Pamplinas?—Sobre los orígenes de la Orden

del Hospital. No, no nació en tiempos deNuestro Señor Jesucristo. Esta ordentuvo, al contrario, y es algo que la honra,unos inicios sumamente modestos.Primero un convento, luego dos... Una

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enfermería para atender a los peregrinos(sin importar su religión), y luego, porfin, y solo desde hace poco, laposibilidad de conseguir soldados,mercenarios a los que se paga unsueldo... Las órdenes del Hospital y delTemple tuvieron inicios similares a losde Nuestro Señor. Nacieron en la paja, ypoco a poco crecieron... Por desgracia,de aliados, se convirtieron encompetidores.

—¿Competidores? Pero ¿no sirven ala misma causa?

—¡Les gustaría tanto ser los únicosen servirla! Una disputa les enfrenta. Setrata de saber cuál de las dos tiene más

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mérito. Es absurdo. Un día pagaremospor ello. ¡Ya veréis! De modo que, porfavor, mi querido hermano Morgennes,no os mezcléis en todo eso, Chrétien yvos. Manteneos apartados de este odio,de estas mentiras. Otros contarán tanbien como vosotros cómo la Virgen ylos apóstoles fueron acogidos por elHospital durante la Pasión de Cristo, yqué sé yo qué sandeces más. ¿Queréisacercaros a la cruz? ¿Poneros a suservicio?

Morgennes no respondió. Porprimera vez desde hacía mucho tiempotenía miedo.

—Partid al norte —prosiguió

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Guillermo—. Que se olviden de vos.Aquí nunca seréis aceptado. Esdemasiado pronto. A ojos de todos solosois, y seréis siempre, el Caballero dela Gallina.

—Pero el rey...—El rey tiene otros asuntos de que

preocuparse antes que de vuestraeducación. Debe impedir que Siriaataque su reino, evitar que se le meta enla cabeza conquistar Egipto, y además, ysobre todo, guardarse de sus nobles... Loque es, sin duda, lo más complicado. Oslo digo seriamente: haceos un nombre enel extranjero, y luego volved si os lopide el corazón.

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Había algo en la voz de Guillermoque impulsó a Morgennes a escucharle.Por esa razón mi amigo y yoabandonamos Jerusalén al apuntar el díapara dirigirnos a Constantinopla, ydejamos que el buen Guillermo se lasarreglara como pudiera parareemplazarnos.

Por desgracia, no tuvo nuestro éxito.Porque en lugar de ofrecer a loscreyentes el misterio que nosotrosdebíamos representar, presentó un textode su propia cosecha que empezaba así:«De cómo los hospitalarios iniciaron sumodesto camino...».

Fueron muchos los que se marcharon

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antes del final de la representación. Y unviejo tosedor llamado Algabaler inclusogruñó: «¡Tal vez sea verdad, pero es unaburrimiento!».

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Es esclavo de su haber quien lo amasa ylo acrecienta cada día.

CHRÉTIEN DE TROYES,Cligès

En Tierra Santa sucede con losmilagros algo parecido a lo que ocurrecon las chinches en la cabeza de un niñoo con los hongos en las bodegas de

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nuestros monasterios: proliferan. Allí sereúnen todas las condiciones para queeclosionen, y no hay nada de extraño enello. Igual que Flandes tiene sus coles,Provenza sus melones, Italia sus uvas yGrecia sus olivos, Tierra Santa tiene susmilagros.

El único inconveniente es que no seexportan —excepto bajo la forma dereliquias o de ideas— y que para asistira ellos hay que ir al lugar de origen. Yasí, Morgennes y yo atravesamosCanaán, «donde Jesús transformó elagua en vino y sanó a distancia al hijode cierto oficial real», para dirigirnosluego hacia «la colina donde el hijo de

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Nuestro Señor multiplicó los panes», ypoco después a Nazaret. Allí hicimos unalto para ir a ver al célebre comerciantede reliquias Masada.

Este, sin embargo, estaba ausente; demodo que fue Olivier, su joven esclavo,quien nos recibió en su lugar.

—Hoy es sábado —nos dijo—. Eldoctor no trabaja. Pero si queréiscomprar alguna de nuestras maravillas,puedo informaros, porque yo soycristiano.

—¿Os queda —le pregunté— unpoco de Santa Sangre? Hemos venido demuy lejos para conseguirla.

—Ah —dijo Olivier—, sus señorías

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tienen suerte. Justamente nos queda unfrasco. Es una reliquia de las másraras...

Después de invitarnos a instalarnossobre unos cojines dispuestos en torno auna mesita redonda, donde nos sirvieronté, el esclavo desapareció un instantedetrás de una fina cortina de algodón yluego volvió con un cofrecillo, queabrió para presentarnos su contenido.

—¡Ahí tenéis, señorías: el frasco dela Santa Sangre de Nuestro Salvador!¡Solo existe uno en todo Oriente, y está asu disposición! Desde luego se ofrececon un certificado de autenticidad,firmado personalmente por el propio

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obispo de Acre...—¿Cuánto? —pregunté.—Habitualmente no la vendemos

por menos de seiscientos besantes; peropara los señores, como veo por vuestratonsura que sois, en cierto modo, de lafamilia, estoy dispuesto a bajar a lasanta cifra de cuatrocientos cuatrobesantes, que es, como saben, el númerode versículos del Apocalipsis...

—¿«Habitualmente»? —dijoMorgennes, sorprendido.

El joven hizo como si no le hubieraoído, y Morgennes no insistió. De todosmodos no teníamos un céntimo. Solohabíamos ido para curiosear, para

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admirar lo que esta extraña tienda,famosa en el mundo entero, ofrecía.

—En realidad no hemos venido paracomprar, sino para vender —confesé.

—Gracias, pero ya tenemos todo loque necesitamos —dijo Oliviercerrando el cofrecillo.

—Tal vez. Sin embargo, si por algúnmilagro un objeto particularmenteinteresante cayera en nuestras manos...

—Habría que consultarlo con eldoctor Masada. No estoy autorizado aresponderos...

—¿Y esta armadura? —preguntóMorgennes—. ¿Nos la cambiaríais poruna de vuestras mercancías?

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Mostró al joven la armadura rojizadel Caballero Bermejo, para la que noencontraba uso.

—Esto no es una herrería ni unaarmería. Deberíais ir a informaros en lasguarniciones de la Fève o del Krak. Talvez os la comprarán.

Pusimos fin a la entrevista dándolelas gracias por el té y prometiendo quevolveríamos en otra ocasión con másfondos.

—¿Qué tenías intención devenderle? —me preguntó Morgennescuando nos hubimos alejado unos pasosen dirección a la cuadra donde esperabaIblis, nuestro semental, que en otro

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tiempo había pertenecido al CaballeroBermejo.

—Esto —dije sacando del bolsilloel frasco rojo sangre que el conde deFlandes había ofrecido entregarnos enpago por nuestro servicios.

—¿Se lo cogiste?—Fue Nicéforo quien me lo dio. Me

dijo que el conde quería entregárnoslode todos modos y que... Resumiendo: esuna compensación. En realidad noquería vendérselo, solo tener una ideadel precio.

—Ahora ya lo sabes.—¡Exacto!Y mientras lo decía, abrí el frasco y

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vertí su contenido en el suelo delestablo, cerca de un pobre asnomaltratado por los años.

—Mira este asno —dijo Morgennes—. Parece tan viejo que no mesorprendería enterarme de que seencontrara en el establo donde nacióCristo. ¡Es increíble que logre tenerseen pie!

—¡En todo caso es un asno con buengusto!

Efectivamente, el asno se habíaacercado al charquito que formaba ellíquido del frasco y lo lamía con ávidoslengüetazos.

—¡Condenado bicho...! —dijo

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Morgennes mientras le acariciaba lacabeza entre las orejas—. ¡Me gustaríasaber qué tendrías que explicar siGargano estuviera aquí para traducir tuspalabras!

El asno le dirigió una mirada vacía,que en un animal de su edad podía pasarpor una muestra de reconocimiento, yluego siguió lamiendo; ingirió todo ellíquido que contenía el frasco.

—Espero que no le siente mal —dijo Morgennes.

—¡Eso no le matará, no tepreocupes!

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Seguimos el camino indicado porOlivier, primero hacia el este, endirección al monte Tabor, «donde seprodujo la Transfiguración de Cristo», yluego de nuevo hacia el norte, «dondesan Juan Bautista anunció Su venida».

—Y aquí —preguntó Morgennes—,¿qué milagro se produjo?

—¿Por qué me haces esta pregunta?—Porque tengo la impresión de que

cada pulgada de Tierra Santa tiene sumilagro particular. ¡Es práctico, no hayriesgo de perderse!

—¡Los milagros nos permitenencontrar a los santos, no el camino!

—¿Y cómo es que hay tantos?

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Desarrollé una teoría según la cualesa tierra, al igual que los ríos en lascrecidas, que se desbordan por excesode agua, estaba tan inundada de lodivino que Dios surgía por todos susporos, bajo la forma de milagros.

—De los más pequeños a los másgrandes —precisé—. En Tierra Santa,los milagros no se oponen al ordennatural. Son lo natural, y no hay más quehablar.

Este «no hay más que hablar» resonómucho tiempo en la cabeza deMorgennes, que conducía su monturahacia el nordeste, donde el temblorosohorizonte se mudaba en una cadena de

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montañas. La tierra se abría, henchidadel fuego solar, que hacía surgir de lallanura imágenes de capas de agua yestremecimientos de la luz. Pero todo sedisipaba cuando nos acercábamos, demanera que el objetivo hacia el que nosdirigíamos se alejaba cada vez más.

—Me gustaría —dijo Morgennes—que se me concediera un milagro,aunque fuese pequeño. Solo para mí. Yasabes, uno de esos jocus jogandi, comolos que produjo Bernardo de Claraval.No es mucho pedir, ¿no crees?

—¿Y qué tipo de milagro sería ese?—¡Tener, aunque solo fuera una vez,

una sola, la ocasión de probar mi valor!

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—Vigila que Dios no te escuche,hermano. Podría ser que te otorgara esedeseo, y mucho antes de lo que piensas...

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Según nos cuenta la historia, era uncaballero bueno y fuerte,

pero se había comportado como uninsensato.

CHRÉTIEN DE TROYES,Erec y Enid

Cuando se produce un milagro, esraro que avise.

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Por eso Morgennes y yoavanzábamos con toda calma hacia elnorte, en dirección al Krak de losCaballeros. Hablábamos de esto y de lootro, cuando de repente Morgennes meordenó:

—¡Desmonta!Como solo teníamos un caballo, y él

me dejaba montarlo, pensé que queríadescansar un poco.

—Desde luego —le dije—. Debesde estar agotado...

—No se trata de eso. ¡Vamos,desmonta! ¡Rápido!

Su tono era cortante, casi agresivo.—Pero, en fin, querrás explicarme...

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—¡Están atacando el Krak de losCaballeros!

Mi sorpresa fue tan grande queestuve a punto de caerme de la silla.

—¡Por la sangre de Cristo! ¿Cómolo sabes?

—Está en el aire... Lo siento.—¿Lo sientes?—Sí. No puedo explicártelo... Pero

en el aire hay algo que me recuerda aese trágico día de mi infancia, cuandolos caballeros surgieron para atacarnos.Hoy el objetivo es el Krak.

—¿Unos caballeros atacan el Krak?Morgennes me miró, con los ojos

muy abiertos, y me dijo:

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—Más bien pensaba en lossarracenos de Nur al-Din.

—Y bien, ¿qué piensas hacer?—Prevenir a los hospitalarios.No me atreví a dar a Morgennes las

riendas de Iblis, y le advertí:—¡Es una locura! Por otra parte,

seguramente ya deben de estar alcorriente...

—¿Y si no es así?—¡Los sarracenos nunca permitirán

que atravieses sus líneas!—De todos modos tengo que

intentarlo.—Te lo ruego, no lo hagas. Es más

prudente volver atrás e ir a hablar con

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los templarios de Nazaret...Morgennes me cogió con suavidad

las riendas de Iblis y me devolvió lajaula de Cocotte con una extrañasonrisa:

—Chrétien, hermano, ¿qué teocurre? ¿Has perdido la fe?

—Claro que no, pero...—¿No había pedido a Dios un

pequeño milagro?—El jocus jogandi de Bernardo de

Claraval consistía en expulsar delmonasterio a las moscas que lo habíaninvadido. ¡Me parece que hay una grandiferencia entre un ejército desarracenos y unos insectos!

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—¿Tú crees?Morgennes soltó del lomo de Iblis la

armadura y la espada de Sagremor elInsumiso, y me las tendió diciendo:

—¡Si las cosas se ponen mal,protégete con esto!

—¿Y tú?—¿Acaso no tengo ya la armadura y

la espada de que hablaba san Bernardo?—¿Las de la fe?—¡Ten confianza! —me dijo.Espoleó a Iblis y desapareció entre

una nube de polvo, en dirección a lamontaña envuelta en pesadas nubesgrises en cuya cima se levantaba el Krakde los Caballeros.

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«Morgennes —me dije—, esperoque no te hayas equivocado. Porque noes pequeño el milagro que solicitas deDios...»

Morgennes era feliz.Sin saber por qué, volvía a pensar

en su padre. Tenía la impresión de queestaba allí, con él. Muchos años atrás,su padre había estado en esta región.¿Por qué razones? Morgennes no losabía. Pero le saludó en silencio, comosi efectivamente galopara a su lado.

Sin reducir la marcha, Morgennes sesacó la sobrevesta de lana, y se quedó

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solo con una túnica de lino blanco conuna gran cruz de oro: su atuendo para laescena, las ropas de san Jorge.

—¡Montjoie! —gritó haciendo girarsobre su cabeza la chaqueta que acababade sacarse—. ¡Por Nuestra Señora y porsan Jorge! ¡Al ataque!

Los sarracenos.Morgennes nunca los había visto, y

sin embargo, como una raposa queolfatea a su presa, había adivinado supresencia. Estaban ahí delante,parapetados en las oquedades y lasfallas del Yebel al-Teladj, comohormigas que hubieran partido al asaltode un montón de grava. La cima de la

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montaña, que apuntaba a través de unracimo de nubes, se engrandecía en lalejanía, mientras que las más cercanas—grandes montañas de laderasescarpadas, igualmente nevadas—disminuían a medida que avanzaba.

Luego el sol escapó de laamenazadora tormenta y empezó abrillar justo por encima de Morgennes,que no dejaba de repetir:

—Impetum inimicorum netimueritis.

¿Cuántas veces había oídoMorgennes murmurar esta frase, unarespuesta de breviario, al padre Poucet?¡Centenares, miles de veces! En realidad

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habría podido indicar la cifra exacta(mil ciento ochenta y cuatro), tanextraordinaria era su memoria.

«¡No temas el ataque del enemigo!»Lleno de confianza en su padre, en

Dios y en Poucet, Morgennes irrumpióen el campamento de los sarracenos. Erala hora sexta, la de la oración de ed dhorpara los musulmanes. Morgennes se dijoque era una buena hora para san Jorge,cuya victoria contra el dragón negrohabía tenido lugar a la hora de lacomida. «Si no me toman por loco, loque tal vez soy, forzosamente tendránque creer en un milagro.» «Aunque nosea el caso...»

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Las tropas sarracenas acampaban enla llanura de la Bekaa, al sudeste delKrak.

La fortaleza, en manos de loshospitalarios desde 1142, se levantabasobre un espolón rocoso que dominabael paso de Homs, el único acceso deDamasco al mar. No era, pues, casualque Nur al-Din hubiera decidido lanzarallí su ataque, después de que Amaury,al invadir Egipto, hubiera roto la treguaque él le había ofrecido. El sultán deDamasco se había puesto a la cabeza desus ejércitos para golpear al más débilde los estados cruzados: en el Krak de

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los Caballeros. Después se dirigiríahacia Trípoli, y acabaría con esepequeño condado y con su conde,Raimundo de Trípoli.

Morgennes distinguió una multitudde camellos, unos tendidos, libres deequipaje, y otros de pie, cargados dearmas y víveres. Los esclavoscirculaban entre ellos, o llevaban cubosde cebada a los caballos o paja a losmulos. Mujeres con velo deambulabanen grupitos, pasando de una tienda aotra, con un caldero en la mano. Hacíatanto calor que no se veía soldados porninguna parte, y un delicioso olor a sopaflotaba en el aire.

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—No temas el ataque del enemigo—se repitió Morgennes.

Dios estaba con él.«¿Como antaño con los caballeros?»Para expulsar de su mente este

pensamiento, espoleó a Iblis con másenergía aún, y el campamento se irguiósúbitamente ante él, a solo unos latidosde su corazón.

La tormenta, que había ido cobrandofuerza durante toda la mañana y habíaavanzado lentamente desde el Yebel al-Teladj hasta situarse sobre la Bekaa,había acabado por evaporarse sin lluvia,relámpagos ni truenos. El cielo, de unazul infinito, volvía a ser el habitual, el

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de los días ardientes. Pero un rayocayendo del cielo no habría causadomás sorpresa que Morgennes cuando selanzó contra las primeras tiendas delcampamento. Empujando a su monturahasta el límite de sus fuerzas, laconvirtió en un arma con la que golpeó asus adversarios —de momento algunosdesgraciados y desgraciadas que habíantenido la mala suerte de cruzarse en sucamino—. Después de coger en unarmero una larga espada curvada, cortótantas cuerdas como pudo, paraaprisionar a los musulmanes bajo la telade sus tiendas. Estas se agitaron como elvientre de una mujer a punto de dar a

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luz; en su interior, los sarracenos sedebatían buscando una salida, aun ariesgo de reventarle la panza.

Aún no habían dado la alerta, yMorgennes ya había tenido tiempo dematar a varios mahometanos. Luegogolpearon un gong. Resonaron golpes decímbalos, toques de trompeta. Selanzaron gritos.

—¡Por san Jorge!El efecto sorpresa había pasado.

Pronto habría acabado todo...Faltaba saber para quién.Dos musulmanes se acercaron con la

lanza apuntando hacia delante. Iblis seencabritó y soltó violentas patadas

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contra el suelo. Se oyó un ruido como defruta demasiado madura que revienta, yluego los soldados se desplomaron, conel cerebro supurando del cráneo.

¡Cambiar el plan!Reflexionando febrilmente,

Morgennes se dijo que ya solo lequedaba escapar o lanzarse a la batalla,y eligió esta última opción. Picandoespuelas, condujo a Iblis hacia el centrodel campamento, es decir, hacia su jefe.En un momento en el que otros habríanrezado o huido, Morgennes atacó conmayor vigor aún. Su oración era sugalope, y ponía su suerte en las manosde Dios.

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Haciendo caso omiso de las flechasque volaban sobre él, Morgennesgolpeaba a derecha e izquierda, seinclinaba sobre Iblis para hacerlococear, rozaba el suelo para, con unviolento golpe de su espada, liberar desus ataduras a los caballos y a loscamellos, hacía molinetes con el brazo,lanzaba patadas, espantaba al adversarioriendo a carcajadas.

—¡Este hombre está loco! —gritaban los sarracenos.

—¡No es un hombre, es Sheitán!—¡Ha venido para castigarnos!—¡Huid! ¡Huid!Era tan fácil que casi resultaba

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divertido. ¡Nada podía alcanzarle!En ese momento vio en el cielo un

destello, un resplandor. Levantó lamirada un instante y descubrió unaestrella. Brillaba en pleno día, a laaltura del Krak de los Caballeros, ylanzaba destellos de luz a un ritmoregular. Luz. Nada. Luz. Luz. Nada.Luz...

¿Qué era? ¿Un código? ¿Una señalenviada por Dios?

Luz. Luz. Luz.

¿Qué era aquello? Morgennes no losabía, pero los poderosos castillos de la

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región —los del Hospital (como elKrak) o los del Temple (como ChastelBlanc y Chastel Rouge)— habían unidosus fuerzas, y de resultas de este acuerdose habían dotado de un ingenioso juegode espejos, con ayuda de los cuales seenviaban mensajes.

Así, prevenidas de la llegada de Nural-Din por los vigías del Krak desde elinicio de la mañana, las tropas reunidasde Chastel Rouge y Chastel Blanc,oportunamente reforzadas con tropasllegadas de Constantinopla, y tambiéncon caballeros francos de vuelta de unaperegrinación a Jerusalén, habíanacudido sin tardar a socorrer a los

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hospitalarios.Varias decenas de caballeros,

seguidos por centenares de infantes, selanzaban al asalto del campamento deNur al-Din. Y los del Krak lesincitaban:

—¡Atacad! ¡Atacad!En lugar de venir del sur, como

Morgennes, llegaron del noroeste,descendiendo por las laderas delYebelAnsariya en medio de una avalancha depolvo. Una larga columna de caballeros,en fila de a dos, había aprovechado lamole indestructible del Krak de losCaballeros para avanzar a cubierto.

Morgennes vio cómo los blancos

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estandartes con la cruz roja y los negroscon la cruz blanca surgían bruscamentedel parapeto de la montaña y selanzaban contra los sarracenos.

—¡Los refuerzos, por fin!¡Lo había conseguido!De repente, un sablazo lo devolvió a

la realidad. Un soldado damascenoacababa de hundirle el sable en elvientre, y un dolor fulgurante atravesó sucuerpo.

Debería haber muerto, perder losestribos y desplomarse del caballo. Perono murió, sino que todavía encontrófuerzas para levantar su espada yabatirla contra el cráneo del soldado,

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que partió en dos. Al verlo, los demásmusulmanes, que se habían acercado conla esperanza de acabar con él,emprendieron la huida aterrorizados.

Apretando los dientes, Morgennesespoleó a Iblis y se lanzó en dirección ala gran tienda blanca coronada por unamedia luna de oro, que creía que debíade ser la de Nur al-Din.

Este último, advertido primero porlas ligeras sacudidas del suelo quehabían hecho temblar su té y luego porlos alaridos que oía fuera, yasospechaba que se estaba produciendouna catástrofe. Hasta ese momento, suplan se había desarrollado a la

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perfección; pero he ahí que de prontosurgía lo imprevisto encarnado en uncaballero sin armadura, montado en uncaballo blanco, que gritaba a voz encuello: «¡San Jorge! ¡San Jorge y eldragón! ¡Adelante!».

El jinete sembraba el pánico entresus tropas; dispersaba a sus monturas y asus animales de carga, derribaba sustiendas, destrozaba sus víveres, matabao hería a sus soldados, a sus súbditos,arruinando sus ambiciones.

Nur al-Din salió precipitadamentede su tienda para ponerse a la cabeza desus hombres. Ya se disponía a montar sucorcel cuando —como un relámpago

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blanco— el misterioso caballero surgióa su espalda, con el sable en la mano.

—¡Por san Juan Bautista! —aullóMorgennes.

—¡Por las barbas del Profeta! —exclamó Nur al-Din.

Y al distinguir a uno de sus guardiasde corps, le gritó:

—¡Tú, protégeme!Y luego, a otro que corría en su

auxilio, con la mano en la empuñadurade su espada:

—¡Y tú, ve a buscar refuerzos!¿Dónde están mis oficiales?

De hecho, sus hombres habíantratado de detener a Morgennes, pero el

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terror se había apoderado de ellos al verque sobrevivía a ese golpe en el vientre.Sin poder creer lo que estaban viendo,habían redoblado sus esfuerzos, y uno deellos incluso había conseguido herirleen el brazo con su lanza —sin por ellolograr detenerle—. Entonces,trastornados por ese espantoso prodigio,y viendo que caían uno tras otro bajo susgolpes sin poder frenarle, la mayoríahabían huido, o se habían dirigido haciael noroeste del campamento, donde lacarga de los cruzados había abierto unabrecha en las filas de los sarracenos.

Frente a Morgennes solo quedaban,pues, dos personas: el sultán y su

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guardia de corps, al que Nur al-Din gritóde repente:

—¡Suelta mi montura!El guardia de corps tal vez habría

tenido tiempo de golpear a Morgennes ode huir, pero se sacrificó y descargó susable contra las ligaduras que manteníantrabada la montura de su jefe.

Un instante después, Morgennes lecortó la cabeza, que rodó bajo loscascos del caballo de Nur al-Din. Este,con el rostro sudoroso y el cuerpohelado, huyó al galope hacia Damascoabandonando tras él una babucha, queMorgennes recogió después de haberbajado de su caballo. Tras acercarla a

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sus ojos para contemplar losornamentos, la frotó sobre su pecho,justo al lado de la cruz.

A su memoria acudieron lasimágenes de los caballeros que habíanatacado a sus padres y a él mismo.

¿Acaso era como ellos?No. Porque si bien él también había

atacado por sorpresa, su adversario eraun ejército, y no dos niños y sus padres.

La gente corría en todas direcciones:hombres, mujeres y adolescentes, quehabían ido al combate como a una fiesta—seguros de alcanzar la victoria sintener que pagar por ella—. Pasabananimales que llevaban sobre sus lomos a

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fugitivos que se apresuraban a huir delcaos; entre Morgennes, la carga de lostemplarios y el pánico que se habíaextendido entre los musulmanes, nopodría decirse quién causaba másestragos.

«¿De modo que no soy un escudero?¿No tengo educación militar? ¿No séutilizar una lanza? Pues ¿qué he hechoaquí, sino llevar al enemigo a laderrota?»

Las tiendas se derrumbaban, seincendiaban al contacto con los braserosque ardían en su interior. Bramidos,gritos indistintos de terror, voces, gritos,lloros... Había algo en aquella música

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que a Morgennes le resultaba aún másodioso porque sabía que era él quien lahabía compuesto, a fuerza deembestidas, galopadas y mandobles.

Dejando a Iblis tras él, se plantócomo una roca en medio de ladesbandada y se puso a lanzar sablazosa los fugitivos, golpeando al azar.Demasiado preocupados por salvar lavida para darse cuenta de que eranatacados, ni siquiera pensaban enreplicar; y así Morgennes pudo segartres o cuatro vidas, víctimas fáciles, quele dieron ganas de vomitar. «No soy yo—se dijo—. Yo no soy así. Vamos,basta...»

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En ese momento, la carga de lostemplarios, que había puesto en fuga alos últimos mahometanos, llegó a sualtura:

—¡Hola! —dijo uno de los monjessoldado deteniéndose ante Morgennes—. ¿Con quién tengo el honor de hablar?

—Me llamo Morgennes.—¿Sois caballero?—No —dijo Morgennes.—Pues os vestís como ellos.—Es un disfraz para la escena —

dijo Morgennes—. Me lo he puesto paraimpresionar al adversario, y por lo vistolo he conseguido.

El templario, un oficial de sienes

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entrecanas y mirada cruel, le dirigió unasonrisa escéptica.

—Blasfemáis, desgraciado. Odesvariáis. Nosotros, y solo nosotros,hemos hecho huir a Nur al-Din... ¡Vos notenéis nada que ver con esta hazaña!

—¿Ah no? —dijo Morgennes.Y le tendió el zapato de Nur al-Din.

El templario, que se llamaba Dodin elSalvaje, un nombre que reflejaba a laperfección su temperamento, lo cogió yexclamó con los ojos dilatados por lasorpresa:

—¿Qué es esto?—La babucha de Nur al-Din.Dodin examinó los motivos, con

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rostro impasible, y luego declaró:—Esta babucha podría ser de

cualquiera.—¿Puedo conservarla? —preguntó

Morgennes.—No —dijo Dodin—. La guardaré

para hacerla examinar. Mientras tantohaced el favor de seguirnos al Krak delos Caballeros, donde vuestra historiaserá escuchada y vuestro caso juzgado.

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19

¿Para qué disculparme, cuando no tengoninguna

oportunidad de ser creído?

CHRÉTIEN DE TROYES,Guillermo de Inglaterra

—¡Si no lo queréis —se indignóColomán—, me lo llevo yo!

—¡Cogedlo, y que os aproveche! —

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replicó airado Galet el Calvo, elmaestre del Temple de Tortosa, unhombre con la cabeza tan lisa como unapiedra.

Discutían sobre Morgennes. Setrataba de valorar su papel en la derrotadel ejército de Nur al-Din y de saber sihabía usurpado el rango de caballerocuando ni siquiera era un escudero.

Muchos habían reconocido en esehombre al comediante aplaudido enJerusalén, lo que había facilitado elhecho de que de nuevo me encontrara asu lado.

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En ese momento, mientras el día seencaminaba al ocaso, estábamos todosreunidos en la gran sala del Krak de losCaballeros, en uno de cuyos pilaresestaba grabada la inscripción: «Sit tibicopia, Sit sapientia, Formaque deturInquinat omnia sola, Superbia sicomitetur».

Es decir, tradujo Morgennes para sí:«Ten riqueza, ten sabiduría, ten belleza,pero guárdate del orgullo, que manchatodo lo que toca».

Meditando esta frase, pasó la manosobre sus heridas en el vientre y elbrazo. Los médicos del Krak le habíancuidado bien; le habían aplicado una

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mezcla de hierbas y fango.Después de haberle arrestado, los

templarios habían escoltado aMorgennes hasta la cima del Yebel al-Teladj, hasta el Krak de los Caballeros.En esa época (en 1163), la fortalezaestaba rodeada de una única murallaexterior, flanqueada por torresrectangulares. Una modesta capilla, unpatio y un pequeño castillo formaban elKrak, que monjes caballeros estabanreforzando con una segunda muralla enforma de triángulo.

—Estará terminada dentro de un año—explicó a Morgennes Keu deChènevière, el joven hospitalario que se

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había encargado de acompañarleprimero a la enfermería y luego a la gransala—. Cuando esté acabada, esta plazafuerte será realmente inexpugnable.Lejos de los hombres, como Dios, y sinembargo, como Él, velandopermanentemente por ellos.

—Magnífico —había dichoMorgennes, admirando los andamiajesdonde trabajaban obreros con turbantes.

Pero aquel no era momento paravisitas. Entre los numerosos bandos queestaban presentes en el Krak —templarios, laicos, bizantinos y,naturalmente, hospitalarios—, eranmuchos los que pensaban que el

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comportamiento de Morgennes, más quede heroico, debía tacharse de sacrílego.

—¡No tiene nada que ver con lavictoria de hoy!

—¡Ha tratado de engañarnos!—¡De hacerse pasar por san Jorge!—¡Es un usurpador! ¡Un comediante!—¡Peor, un judío tal vez!—No, no, no es eso... —les

tranquilizaba Colomán, el maestros delas milicias de Constantinopla—.Sencillamente, es astuto como unaraposa. ¡Tanto, por otra parte, que no mesorprendería si un día le eligieran Papa!

Miradas cargadas de ira sevolvieron hacia él, y la tensión aumentó.

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Los cristianos de Roma y los deConstantinopla estaban siempredispuestos a saltarse al cuello cuando setrataba de determinar quién de entreellos era el digno heredero deJesucristo. El prudente Raimundo deTrípoli, el conde del pequeño estado delmismo nombre, intervino para cortar enseco la discusión.

—Miremos las cosas de frente —dijo simplemente—. Este hombre,Morgennes, no nos ha perjudicado deningún modo. ¿Debemos agradecerle aél la derrota del ejército de Nur al-Din?

—¡No, no, a nosotros! —vociferóGalet el Calvo.

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—¿O bien a la intervención denuestros amigos del Temple y deConstantinopla? —prosiguióimperturbable Trípoli, insistiendo eneste último término.

—¡A nosotros, a nosotros! —tronóDodin el Salvaje para apoyar lasdeclaraciones del precedente templario,que resultaba ser su superior.

—No —dijo Raimundo—. Osengañáis. ¿Acaso habéis olvidado lo queestá escrito aquí?

Y con el dedo señaló la famosainscripción grabada en la columna de lagran sala.

—Vamos, vamos. Sabéis que es a

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Dios, y solo a él, a quien debemos estavictoria.

—Y también se debe a Dios,supongo, que este usurpador hayasobrevivido a no sé cuántas flechas,sablazos y lanzadas. ¿O es al otro?

—¿Por qué no se lo preguntáis vosmismo? —dijo Keu de Chènevière, aquien había impresionado la proeza deMorgennes y que creía su relato.

—¡Ve! —ordenó Galet el Calvo auno de sus subordinados.

Dodin el Salvaje, el templario quetanto había vituperado a Morgenneshacía un momento, se acercó a él y legritó a la cara:

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—¡Vade retro Satanas ! ¡Si eres deDios, permanece con nosotros! ¡Pero sieres del Otro, vete!

Morgennes conservó la calma, ypermaneció imperturbable. En realidadtoda aquella agitación le aburría unpoco. Pero al mismo tiempo le intrigabay tenía ganas de saber cómo acabaríatodo.

—Ya veis —dijo Raimundo— queestá con nosotros. No tenéis por quéinquietaros.

—¡No es normal que hayasobrevivido! ¡Nadie, nadie os digo,puede pasar por semejante diluvio degolpes y salir vivo! Y dado que no es

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san Jorge, tiene que haber unaexplicación. Dejad que le plante mi dagaen el cuerpo; si es del Diablo, nomorirá.

Dodin el Salvaje se llevó la mano ala daga que tenía en la cintura; pero, unavez más, Colomán (el bizantino)intervino.

—Interroguémosle primero —dijoaprisionando la mano del templario enla suya—. No me gustan demasiadovuestros métodos; nos privarían de unexcelente soldado si os dejáramoscontinuar.

Raimundo de Trípoli tosiódiscretamente y se acercó a Morgennes

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para interrogarle.—¡Dinos cómo conseguiste

sobrevivir! ¿Llevas sobre el pecho unode esos pentáculos que los musulmanestrazan en el suyo y que les protegen detodo?

—No, y es fácil de probar —respondió Morgennes levantándose lacamisa para mostrarles el torso, virgende toda inscripción.

—Entonces, ¿conoces algunafórmula mágica que desvíe las flechas yte mantenga a resguardo de los golpes?

—Es verdad, en efecto, que elsuperior de mi abadía me enseñó unaoración de este tipo, que recité a lo

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largo de todo el combate. Sin embargo...Morgennes, que había posado la

mirada en la daga que Dodin el Salvajellevaba al costado, bajó la voz hastacallarse.

—¿Sin embargo? —inquirióRaimundo de Trípoli.

—Sin embargo —prosiguióMorgennes—, más bien creo que tuvesuerte. Y que san Jorge y Dios no meabandonaron.

—¡Eres del Diablo! —bramó Galetel Calvo—. ¡Vamos, abrid los ojos! —dijo a los presentes—. ¡Es evidente!¿No veis que os tiene cautivados con sushechizos?

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—No —dijo Keu de Chènevière—.No lo vemos. Porque no es ese el caso.

La tensión había llegado al límite.Morgennes se preguntaba por qué Galetel Calvo y Dodin el Salvaje mostrabantanto encono contra él, y luego recordóque los había visto, en Jerusalén, encompañía de Sagremor el Insumiso.Parecían buenos amigos.

Además, Dodin el Salvaje no queríaque se dijera de los templarios: «Nofueron ellos quienes salvaron el Krak.¡Fue ese individuo, Morgennes, que nisiquiera es un caballero!».

El silencio era tan pesado que decidíintervenir. Desde el hogar donde me

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calentaba las manos, pronuncié:—Omnia orta cadunt...—¿Perdón? —dijo Galet el Calvo.—Todo lo que nace debe morir —

tradujo Colomán en tono impasible.—Si no está muerto —añadí—, es

que no había llegado su hora...—¡Basta! —gritó una vez más Galet

el Calvo.—¡Y vos —dijo Raimundo de

Trípoli—, dejad de destrozarnos losoídos con vuestros aullidos! Tal vezestemos en una ciudadela, pero tambiénes un edificio religioso. De modo que unpoco de contención.

Por toda respuesta, Galet el Calvo

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escupió en la paja.—¿Y bien? ¿Realmente he dicho

algo tan increíble? —añadí—. ¿Nodecide Dios sobre todo? ¿Tanto sobre elmomento de nuestro nacimiento comosobre el de nuestra muerte? SiMorgennes todavía está con vida, essimplemente porque Dios lo ha decididoasí. Dejad de ver milagros donde no loshay...

Y acercándome a Morgennes,proseguí mi alegato:

—No queréis a este hombre envuestra orden —dije a los templarios—.Pues bien, nadie os obliga a aceptarlo.Y vosotros —dije luego a los

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hospitalarios—, ¿dudáis en aceptarloentre los vuestros?

—Es que no es un noble —argumentó uno de los hospitalarios—.Tal vez entre los cuerpos francos,nuestros turcópolos...

—Pero entonces, si hay que lucharpor dinero, mejor elegir a quien paguemejor —precisé yo.

—¡Y en este caso soy yo! —dijoColomán—. Vamos —añadiódirigiéndose a Keu de Chènevière y aGalet el Calvo—, permitidme que oscompense con una donación a vuestrasórdenes, y que no se hable más. Llevaréa Morgennes a mi academia para

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enseñarle el oficio de las armas en elpaís del primero de todos loscaballeros: Alejandro Magno. ¡Yconvertiré al hombre que derrotó él soloal ejército de Nur al-Din en el másgrande de todos ellos!

—No fue él quien puso en fuga a Nural-Din —bramó Galet el Calvo—. Si elsultán huyó fue porque llegamosnosotros, no porque tuviera delante a unpobre desgraciado con la túnicaensangrentada... ¡Por otra parte, es a mía quien debemos este éxito, y no a esteindividuo!

—Pruébalo —le espetó Raimundode Trípoli.

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Entonces Galet mostró a la asambleala babucha de Nur al-Din, que pocoantes le había entregado Dodin elSalvaje. Todos la miraron conestupefacción. Morgennes, por su parte,estaba a punto de estallar y de sacar a laluz la ignominia de esos canallas que sehabían atrevido a tratarle de usurpador;pero no tenía ningún medio de probar loque iba a declarar, y sus únicos testigoseran todos templarios. Además, sabíaque actuar de aquel modo nocontribuiría en absoluto a mejorar susituación. Al contrario. Los templariosnecesitaban a los hospitalarios, y a lainversa. Y sobre todo aquí, en esta

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región alejada del centro del reino y asolo unos días de Damasco, la capital deSiria, que había conquistado Nur al-Din.¿De todos modos, quién le creería? Supalabra no valía nada. Él no era más queun trovador. Un monje sin importancia...Frente a aquellos dos templarios y atodos estos hospitalarios, la prudenciaaconsejaba guardar silencio y esperar aque llegara su hora. De manera queMorgennes se abstuvo de realizar ningúncomentario. Se tragó su cólera, yrecordó las palabras del sabioGuillermo: «Que se olviden de vos.Haceos un nombre en el extranjero».

Para el Caballero de la Gallina

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había llegado el momento de cambiar degallinero. El de Constantinopla parecíainteresante. Pasó revista a sus últimosaños. Su infancia, sus años de estudio enla abadía de Saint-Pierre de Beauvais,sus viajes con Chrétien de Troyes, elconcurso del Puy de Arras y elencuentro con la compañía del DragónBlanco, y luego los meses pasados enJerusalén, en la comendaduría de loshospitalarios... Todo eso ya habíaacabado. Necesitaba convertirse en otrohombre. Un hombre parecido al Krak delos Caballeros. Una fortaleza de la fe, uncentinela.

Luego volvería.

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Cuando comprendió esto, y como siDios le hubiera aprobado, Morgennesvio cómo Colomán apartaba su mano dela de Dodin el Salvaje, y distinguió porfin la daga con la que ese malditotemplario había querido atacarle.

Era la misericordia de su padre.

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Capítulo III

¡Mercenario!

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20

Nuestros libros nos han enseñado que enGrecia reinó

primero el prestigio de la caballería yde la cultura.

CHRÉTIEN DE TROYES,Cligès

—¿Y ahora? —preguntó el generalmegaduque Colomán (uno de los

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hombres más poderosos del Imperio)—.¿Cómo os sentís?

—Tengo mucha hambre —respondióMorgennes, al que solo habían ofrecidoun insípido caldo en el Krak de losCaballeros.

Entonces, riendo como solo ríen losogros, con una risa abierta y atronadora,Colomán declaró:

—Prometo darte de comer hastahacerte olvidar el significado de lapalabra «hambre».

—Será difícil, porque aunque tengamucha hambre, siempre tengo másmemoria que apetito.

—Confía en mí.

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Su palacio daba a las orillas delBósforo. Había sido construido con unapiedra rosa que cambiaba de color conla luz. Así, mientras durante la nocheresplandecía con el brillo de una perlaen medio de un desierto, durante el díase adornaba de malva, lo que hacía quepareciese lleno de dulzura; cuando, enrealidad, era todo lo contrario.

En el interior del palacio resonabangritos, que innumerables pasillos y unaincreíble cantidad de puertas forradasde metal no lograban ahogar. ¿Qué tipode gritos? Todos los que puedanimaginarse. Gritos de placer, durante las

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orgías a las que Colomán invitaba acortesanas para saciar la lujuria de susmercenarios. Aullidos de dolor, cuandolos esclavos eran azotados hasta sangrarpor haber olvidado sonreír o habervolcado una copa. Clamores desoldados ejercitándose, restallido de loslátigos sobre las armaduras o la piel.Sollozos, gemidos, cuando la muerte poragotamiento parecía el único finalposible al penoso entrenamiento de losreclutas. Y sobre todo, más que ningúnotro ruido, el del impacto del metalcontra el metal, espadas chocando conestruendo contra un escudo, mazascontra un peto; flechas, lanzas,

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hundiéndose en la tela, en la carne o enla madera de una diana.

¡Estábamos en el reino de Satán!—Es el diablo en persona —susurré

al oído de Morgennes—. Este tipo meda mala espina. Mírale, con su cabellonegro, los labios pintados de rojo, lascejas hirsutas, esos pelos que le salen dela espalda, los caninos como cuchillos...¡Y qué me dices de sus orejas! ¿No sonpuntiagudas y afiladas como las de loslobos? Y además, ¿no te parece extrañoque siempre esté riendo, que siempreesté de buen humor?

—¿Tú crees que Dios es triste? —preguntó Morgennes.

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—No, no he dicho eso. Pero tengomiedo.

—No te preocupes...Colomán empujó con las dos manos

una doble puerta maciza, que daba a unaterraza colgada sobre el Bósforo. Allí,sobre mesas de mármol, a la luz de losantorcheros de oro, habían servido unfabuloso festín.

—¡Que aproveche! —nos dijoColomán—. Lo siento, no me quedo,tengo cosas que hacer. Pero bebed,bebed, porque como decimos aquí:«¡Las ideas negras se aclaran con unbuen vino!».

Nos dejó allí, en compañía de

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numerosas esclavas apenas núbiles yligeras de ropa, que se esforzaron enservirnos lo mejor posible. Aquello fueuna sucesión de terneros, vacas, bueyes,becerros, corderos, ovejas, ensartadosen espetones o servidos en tajadas tangruesas como el puño de Colomán;gordas marranas y pequeños lechonesrellenos de aceitunas y alcaparras;jorobas de camello bañadas en aceite desésamo, seguidos de un bosque de setasy de codornices, perdigones, faisanes,conejos, liebres, puerco espines, y todotipo de animales de caza —ciervos,corzos, cabras montesas y gamos, sinolvidar a los jabalíes—. Cuando la

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carne desapareció de la mesa, nosofrecieron diversos alcoholes ydigestivos, y un nuevo diluvio demanjares se abatió sobre nuestras panzasy gaznates. Luego llegó un océano depescados —sardinas, bremas, lubinas,atunes, merluzas, mújoles, angelotes(una especie de tiburón traído deFrancia), rayas, doradas— y decrustáceos (os ahorro la lista), que nossirvieron sin caparazón, espinas niescamas, y con algas a modo deacompañamiento. Creía que ya habíamosacabado, cuando nos trajeron grancantidad de embutidos, con estasorprendente explicación:

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—Para ayudaros a digerir.Entre las longanizas, salchichones y

salchichas, había una larga morcillanegra con un sabor bastante fuerte, queera deliciosa.

—¡Es magnífico! —se entusiasmóMorgennes.

—¡Sí! ¿Qué es? —pregunté.—Es el rabo de un toro, puesto a

secar con especias durante tres años ytres días y luego bañado en miel —merespondió una joven esclava, con unahermosa tez cobriza y unos ojos de unazul hechizador.

Pero la comida no había terminado.Porque después del embutido llegaron

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los patés, las terrinas, las tortas, lasempanadas y los pastelillos, con los quenos deleitamos más allá de lo razonable.

—No sabía que tenía un estómagotan grande —dijo Morgennes.

—Estamos violando al menos uno delos diez mandamientos —añadí—. Aquíhay algo que no va como debería, lojuraría...

—Tienes razón.Al mirar hacia el otro lado de la

terraza, vi el mar que rompía contra lascostas bajas, salpicadas de árboles, yque entraba en los puertos atestados deembarcaciones, rodeados por altasmurallas.

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—¡Cocotte! —dijo de prontoMorgennes.

—¿Qué pasa con Cocotte? —pregunté.

—¡Ha desaparecido!—¿Bromeas?—No. ¡Espero que no nos la

hayamos comido!Y se lanzó hacia el interior del

palacio.—¡Cocotte! ¡Cocotte!Abandonando a regañadientes aquel

festín, salí tras él.Con el vientre lleno, pedorreando

sin cesar, rodando más que caminando,meando contra las paredes y vomitando

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en los rincones, pasamos por unverdadero infierno para seguiravanzando a pesar de todo.

—¡Nos ha envenenado! —le dije aMorgennes.

—¡En absoluto! ¡Somos nosotros losque nos hemos atiborrado como cerdos!

En el palacio de Colomán había talsucesión de pasillos y habitaciones queme entraron náuseas —me recordaba losinnumerables platos que acabábamos dedevorar, cuya simple evocación meproducía mareos—. La mayoría deaquellas salas no tenían muebles,excepto, a veces, un diván, donderoncaban esclavos atiborrados de vino.

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Cuando tratábamos de despertar a unode esos durmientes, nos mandaba apaseo y volvía a hundirse en unprofundo sueño.

Por fin hicimos un descubrimientode lo más interesante:

—¡Allí, mira! —dijo Morgennes.Había una pluma rojiza, en medio de

una alfombra con un motivo oriental.—¿Quién nos dice que es de

Cocotte?—Yo.Después de recogerla, volvió la

mirada hacia una puerta dé la queescapaban aromas de pollo asado.

—¡Qué horror! —dije—. ¡Me niego

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a entrar ahí!—¡Haz un esfuerzo, sígueme!La puerta daba a una escalera de

caracol que se hundía en las entrañas delpalacio, de donde se oían unos ruidosamortiguados.

—¡Por los dioses! —suspiróMorgennes—. ¡Tengo una migrañaespantosa! Es como si las campanas delmundo entero se hubieran dado cita enmi cráneo.

—¡Pues el mío es como la obra deSanta Sofía!

Yo estaba convencido de quehabíamos sido víctimas de un sortilegio.Pero ¿cuál? ¿Y por qué? La respuesta

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debía encontrarse forzosamente en algúnlugar cerca de las cocinas, dondeacabábamos de entrar. Un maestrococinero con el cráneo rasurado, vestidode blanco, estaba orgullosamenteplantado en el centro de la antecocina.Llevaba a modo de condecoraciones,sujetas a su delantal, mechador, tenedor,trinchante, picador de carne y todo loque constituye el utillaje de un honradomaestro del gremio. Detrás de él seafanaba un ejército de cocineros,rustidores, marmitones, pinches,aprendices y lavaplatos, equipados conespetones, trapos, calderos, escobas,cucharas, cucharones, batidores,

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espumaderas, escurrideras y otros milutensilios.

Extrañamente, no había ni una solamujer, como si las cocinas estuvieranprohibidas para ellas.

—Si esto no es el infierno, se leparece mucho —observó Morgennes.

Chorros de vapor ascendíansilbando hacia las altas bóvedas,inundándolas de humo. Lenguas de fuegolamían los muros o resplandecían enfosas bajo nuestros pies. Hacía tantocalor que grandes gotas de sudor nosresbalaban por la piel. Y losmarmitones, que no dejaban de recibirórdenes y patadas en el culo, corrían de

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un lado para otro azorados, como unahorda de pequeños demonios al serviciode diablos más poderosos. Morgennessujetó por el brazo a uno de estosjóvenes pinches y le preguntó:

—¿Has visto a una gallina?¿Pequeña y de color rojizo?

El mocoso se encogió de hombros yseñaló un rincón de la cocina, entre loshornos, las chimeneas y los sumideros,donde, suspendidos con ganchos, habíatodo lo que puede concebirse en materiade gallináceas: capones, gallos,cebones, gallinas, pollos, pollitos (arazón de cinco o seis por gancho) ypollas cebadas. Pero ni rastro de

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Cocotte.—¡Coc, coc, cot!—¡Quieto! —chilló de pronto

Morgennes a un jovenzuelo que estaba apunto de sumergir dos aves desplumadasen un recipiente de agua caliente.

El joven se quedó inmóvil,manteniendo a los animales sobre elvapor del agua hirviente. Y en esemomento una de las dos giró el cuello endirección a Morgennes y cacareó condesesperación:

—¡Coc! ¡Coc! ¡Coc! ¡Coc!—¡Es ella! ¡Es Cocotte! —dijo

Morgennes.Saltó sobre el joven aprendiz y lo

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lanzó al suelo. ¡Cocotte! Temblandoviolentamente, la pobre gallina, todapelada y con la carne salpicada depequeñas protuberancias, hundió sucabeza bajo el brazo de Morgennes enbusca de protección.

—¿Por qué la has cogido? —preguntó Morgennes al cocinero, tendidobajo él.

—Pero... ¡si yo no he hecho nada! —se excusó este, desesperado.

Era tal el escándalo que reinaba enlas cocinas que Morgennes casi estabasordo. Cuando no eran los golpes de latajadera contra las tablas de mármol ode madera, era el golpeteo de las

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cazuelas o las soperas que removían losaprendices, el silbido de los fuegosencendidos bajo las calderas, el ruidodel agua hirviendo, el chapoteo de losalimentos que tiraban dentro, el tintineode cristal o de jarras al entrechocar, lasórdenes aulladas de un puesto a otro ylos chorros de vapor, dispuestos aescaldar a quien se acercara demasiado.

—¡Ibas a matarla! —gritó a voz encuello Morgennes, mientras levantaba alpobre desgraciado sobre los fogonesdudando si lanzarlo al caldero comohabía intentado hacer él con Cocotte.

El joven se debatía como un loco,lloraba, chillaba. Entonces Morgennes

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lo dejó en el suelo y le dijo:—Lo siento, no sé qué me ha

pasado. Creo que me han envenenado...—¡Bravo! ¡Bravo! —gritó en ese

momento una voz detrás de nosotros,mientras, por primera vez, se hacía unrelativo silencio en las cocinas—.¡Habéis superado la primera prueba, osfelicito!

Morgennes se volvió y vio queColomán aplaudía con entusiasmo,sentado con indolencia sobre una mesa.Entonces recordó las últimas palabrasde Poucet: «¡Guardaos de los ogros!».

—¿Nos diréis quién sois enrealidad? —preguntó a Colomán.

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—¿Yo? En todo caso, no soy un ogro—replicó Colomán, como si supiera loque estaba pensando Morgennes.

—Tal vez no lo parezcáis —dijoMorgennes—, pero actuáis como si lofuerais. ¿Por qué esta prueba?

—Os importa mucho esta gallina,¿verdad?

—Sí.—Quería saber hasta qué punto.—¿Y ahora?—¡Morgennes, desconfía! ¡Trata de

embrujarte! En cuanto a ti —dijeamenazando a Colomán con la señal dela cruz—, si eres de Dios...

—¡Tst, tst, tst! —me interrumpió

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Colomán, sacándose con todatranquilidad sus magníficos guantesblancos—. No me hagáis reír, por favor.No vayáis a buscar el mal más allá delos hombres... Por mi parte —dijogirando sobre sí mismo—, me jacto derespetar los siete deberes de caridadque todo buen cristiano debe cumplir.Pues esta es mi divisa: «¡Visito, poto,cibo, redimo, tego, colligo, condi!». ¡Yen efecto, nunca dejo pasar una ocasiónde visitar a los enfermos, dar de beber alos sedientos, alimentar a loshambrientos, rescatar a los cautivos,vestir a los desnudos, acoger a losextraños y sufragar servicios para los

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difuntos!Poco a poco, en las enormes

cocinas, el escándalo infernal sereanudó. Colomán se acercó aMorgennes.

—Prácticamente te salvé la vida —le dijo—. En el Krak de los Caballeros.Fui yo quien insistió en que te curaran,¿sabes?

—No lo sabía —dijo Morgennes—.Gracias.

—No me des las gracias... Ah no, note querían esos orgullosos caballeros, oen todo caso solo para que lesacompañaras en sus hazañas como unperro que sigue a su amo... —Haciendo

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volar la gran capa a su alrededor, seacercó más a Morgennes—.

Sé mi alumno —dijo—. Te enseñarétodo lo que necesitas para que teacepten. Montar a caballo como sihubieras nacido sobre una silla;combatir con la espada de manera quelos mejores duelistas se dobleguen anteti; manejar la lanza, la maza, el martillo.Saltar, nadar, correr... Llevas en ti lafuerza de veinte hombres, lo sé. Pero notienes una educación militar. Y lo que nose ha aprendido no se puede hacer bien.Sé mi alumno, conviértete en unmercenario.

—¿Un mercenario? Yo soñaba con

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ser caballero.—¿No cumple el hombre en la tierra

un tiempo de servicio, no lleva en ella lavida de un mercenario? Vamos, yatendrás tiempo de ser armado caballero.¡Más adelante!

—Pero ¿por qué yo? —preguntóMorgennes.

—Tengo mis razones. Pongamos queme recuerdas a alguien.

—¿A quién?—A un amigo.—¿Y si acepta? —interrumpí—.

¿Cuál será el precio?—Tendrá que servirme, durante toda

su vida.

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—¿Durante toda la vida? ¿Y ya está?—Y si miente irá al infierno.—Acepto —dijo Morgennes.—Muy bien. Empezarás enseguida.

Pero debes saber que si no mantienes tupalabra, no te me escaparás. Vayasdonde vayas, te encontraré y te lo harépagar...

—No soy un traidor, ni un cobarde—dijo Morgennes.

—¿Y yo? —pregunté—. ¿Os habéisolvidado de mí?

—Desde luego que no. Me haparecido entender que te interesas porlos libros. Aquí tengo más de mil rollosque contienen recetas de platos

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procedentes de todos los rincones delmundo. ¿Te gustaría consultarlos?

—¿Recetas de cocina? A fe mía quehabría preferido algo más consistente,pero por qué no.

—¡Entonces ve!Y con un gesto que no podía ser más

teatral, me señaló una puerta, detrás dela cual se veían estanterías enterasrepletas de pergaminos.

—¿Por qué no hay mujeres en estelugar? —preguntó Morgennes aColomán.

—Hay una, pero una sola; tal vez laconozcas en el momento apropiado. Encuanto a las demás, han perdido el

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derecho de entrar aquí.—¿Por qué?—En los primeros tiempos de esta

academia, las mujeres eran admitidas.Pero muy pronto nos dimos cuenta deque eran demasiado crueles. Condemasiada frecuencia infligían a suvíctima una sanción mucho más terribleque la que se había ordenado. Cuando setrataba de herir, ellas mataban. Y si serequería un castigo ejemplar, ellasaplicaban diez. No, realmente su lugarno está aquí. Nunca serán unas buenasmercenarias. Les cuesta demasiadoobedecer las órdenes.

—¿En qué consiste el

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entrenamiento? —preguntó Morgennes—. ¿Por dónde empezaré? ¿Por laequitación? ¿La lucha? ¿La esgrima?

—Primero lavarás los platos.Le mostró una montaña de vajilla

sucia que llegaba hasta el techo.—Son los platos que os han servido

—dijo Colomán.—Muy bien —replicó Morgennes

tragando saliva.—Cuando hayas terminado, pregunta

al maestro cocinero cuál es tu siguientetarea. Volveremos a vernos dentro detres meses.

—¿Tan tarde?—Acaba con los platos...

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21

Nadie puede hacer bien lo que no haaprendido.

CHRÉTIEN DE TROYES,Perceval o El cuento del Grial

Morgennes comprendió rápidamenteque los ruidos de entrenamiento para elcombate que había oído al llegar alpalacio no procedían de ningún

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gimnasio, sino de las cocinas.Allí, en esa parodia de centro de

entrenamiento, un verdadero ejército demercenarios se ejercitaba en la guerra,en recibir y cumplir órdenes, en trabajaren equipo, rascando, frotando, cociendo,calentando, sin rechistar nunca.Generalmente, los que abandonaban noeran mucho mejor tratados que los queintentaban huir. A estos se les castigabacon la muerte, mientras que los primerosdebían implorar perdón mientras lostorturaban.

A veces tenía lugar una desenfrenadapersecución por los pasillos del palacio;ganaba quien atrapaba primero al

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fugitivo. Y Colomán otorgaba unarecompensa a quien conseguía estaproeza: generalmente, una noche con unade sus esclavas o un ascenso.

Morgennes empezó en lo más bajode la jerarquía, en el puesto delavaplatos. Poco le importaba, estabaacostumbrado. Porque tanto en TierraSanta como en Europa, ¿había acasoalgo más bajo que un trovador? ¿Untitiritero? ¿Un monje a quien hubierandespojado de los hábitos? ¡Un judío, yquizá ni eso!

El primer combate de Morgennes sellamaba «montón de platos sucios». Eraun monstruo de no menos de cincuenta

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pies de altura y con una anchura dedoscientos, que le pidieron que atacarapor la cima.

—¡Piensa que si no lo haces así,todo podría derrumbarse sobre nosotros!

Una escalera doble colocada sobreuna mesa, que a su vez descansaba enequilibrio —precario, no hace faltadecirlo— sobre otra mesa, permitía aMorgennes alcanzar los platos situadosmás arriba, que, para desgracia suya,resultaron no ser los más pequeños.

Yo miraba a mi amigo desde elsuelo, preguntándome cómo se lasarreglaría para que la pila no sederrumbara.

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Los primeros días, Morgennes no seatrevió a tocar nada. Tenía demasiadomiedo de que se desplomara el edificio,tan frágil como un castillo de naipes, yde verse obligado a lavar los platos delos demás como castigo. Dicho de otromodo: le esperaban varias semanas (sino meses) de trabajo sin poder accedera un ascenso.

—«En el combate —me dijoMorgennes, citando un tratado militarque habíamos encontrado en labiblioteca—, ignorar las consecuenciasproporciona mayor resolución que elrazonamiento. La reflexión corrige ladecisión antes del combate, pero la

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enturbia en el curso de este.» De modoque observo... No hay ninguna prisa.

Así, Morgennes pasó muchas horasobservando su montaña de platos suciospara estudiar su configuración. Era tanalta, tan increíblemente mugrienta, que asu lado los establos de Augías eran unmodelo de limpieza.

Una noche, mientras el maestrococinero le vigilaba, moviendonerviosamente el pie, Morgennes seechó a reír de repente.

—¿Por qué te ríes? —le preguntó elcocinero.

—¡Porque he tenido suerte!—¿Cómo es eso?

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—¡No he tomado postre!El maestro cocinero se alejó

encogiéndose de hombros, y Morgennesse calmó. Luego vino a buscarme.

—Ayúdame —me dijo.—¿A qué? —le pregunté, levantando

apenas la nariz de la maravillosa obraque estaba leyendo, que llevaba portítulo: Diferentes modos de servir losdragones.

—A encontrar lo que necesito. Creoque tengo la solución a mi problema.

Partimos a explorar la cocina, paratratar de encontrar el objeto que buscabaMorgennes. El lugar era tan grande quenecesitamos media jornada para

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descubrirlo, en un armario dondecolgaba como una inmensa telaraña.

—¡Ahí está! —exclamó Morgennes,mientras cargaba con una red de pescarde una longitud de varias toesas y tanpesada como una carreta de heno.

Luego volvió a encaramarse a lo altode su escalera doble, y desde allí lanzóla red sobre el montón de platos.

—Secundo, ¡sorprender al enemigopor la espalda!

—¡Buena pesca! —dije yoobservando cómo Morgennes recogía sucaptura.

Platos, platillos, fuentes, escudillas,comederos, copas y cubiertos cayeron al

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unísono con gran estruendo en la trampa,y quedaron tan bien aprisionados que nose rompió ni uno solo.

—Es un método poco ortodoxo —señaló el maestro cocinero.

—No querríais que desviara un río.—Y ahora, ¿cómo te las arreglarás

para lavarlos?—Muy sencillo: los sumergiré en el

agua.—¡Me gustaría verlo! —dijo el

maestro cocinero echándose a reír—.¡No tenemos ningún barreño de estetamaño!

—¿Quién necesita un barreñocuando tenemos el Bósforo a dos pasos?

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Morgennes se dirigió hacia laescalera, arrastrando tras de sí lamontaña de platos sucios.

Una vez en la planta baja, recordó elcamino que conducía a la terraza dondehabíamos cenado el día de nuestrallegada. Tras atropellar en su avance avarios sirvientes asustados por eseextraño convoy, volcó su captura en lasaguas, donde desapareció entre unsurtidor de espuma.

Como si se tratara de un simplecesto para escurrir la ensalada,Morgennes sacudió vigorosamente lared en las aguas del Bósforo —que, aDios gracias, aquel día eran de una

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limpidez excepcional—. Luego, saltandopor encima de la balaustrada, la arrastróhasta la orilla. Allí, el quintal de vajillaquedó tendido entre las hierbas y lasflores del Bósforo, como un pezreventado que derrama sus entrañas enel mostrador del pescadero. Tras haberfrotado las últimas impurezas y haberenjuagado todo el montón volviendo asumergirlo en el Bósforo, Morgennesdejó que se secara al sol. Luego pasótoda una semana colocando cada una delas piezas en su lugar.

Cuando terminó, a pesar de la fatiga,lucía una sonrisa insolente.

—¿No hay nada más que lavar? —

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preguntó al maestro cocinero.—No. Tu período de lavaplatos ha

acabado. ¡Ahora eres sirviente!—¿Y en qué consiste eso?—Pues en servir, claro está.Tras el lavado venía el servicio. La

primera tarea de Morgennes no ofrecía,en apariencia, ninguna dificultad. Setrataba de llevar una taza de té aColomán.

—Lo encontrarás en sus aposentos.—¿Es decir?—No es complicado, está arriba de

todo.—¿En lo alto de la escalera?—Arriba.

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Morgennes cogió la bandejita deplata sobre la que habían depositado unadelicada taza de porcelana china, y sealejó en dirección al primer piso y a lagran escalera que había visto el primerdía.

—¿Quieres que te acompañe? —lepropuse.

—No, gracias, no vale la pena. ¡Notardaré mucho!

—Como quieras.Volví a mis libros de cocina, con

Cocotte pegada a mis talones. Lagallina, a la que los pinches lanzaban devez en cuando un puñado de maíz,empezaba a recuperarse. Sus plumas,

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que volvían a crecer, adoptaban unhermoso color rojo anaranjado, como sifuese una llama escapada del hogar.

Después de llegar al final de laescalera de caracol que conducía de lascocinas a la planta baja, Morgennes sedirigió hacia la gran escalera de mármolque daba acceso al primer piso.Ingenuamente había creído que estaescalera permitía acceder también alsegundo, tercer y cuarto pisos delpalacio, pero no era así. Cada niveltenía su propia escalera, y no eran tanfáciles de encontrar como la de la

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entrada. Morgennes recorrió uninterminable número de pasillos, asomóla cabeza por todo tipo de puertas,descubrió salas inmensas y tan vacíascomo aparentemente inútiles, antes dehallar la escalera que subía al segundopiso. Allí recorrió a lo largo y a loancho un laberinto de pasillos ycorredores que se cruzaban, seentrecruzaban, e incluso a vecesacababan en un callejón sin salida.

«Demonios —se decía—. ¡Es paravolverse loco! Suerte que tengo buenamemoria, porque si no...»

Si no, su suerte tal vez habría sido lamisma que la del hombre cuyos restos

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distinguía, con la bandeja todavía en lamano, muerto de agotamiento en el crucede cuatro pasillos.

Esta vez la escalera se encontrabadetrás de lo que parecía una vulgarpuerta de armario.

—¡No hay que fiarse de lasapariencias!

El tercer piso estaba casi tandesierto como el precedente, con ladiferencia de que había seis muertos enlugar de uno solo; entre ellos, unoclavado contra una pared con una estacaen el estómago.

—Tendré que redoblar lasprecauciones...

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Temiendo una trampa, Morgennesavanzó pegado a las paredes, caminandode puntillas, vigilando dónde ponía elpie y aguzando el oído, al acecho delmenor ruido. Pero, aunque recorrió estepiso varias veces en todos los sentidos yabrió todas las puertas de armario, nohabía rastro de escalera.

«¿Significara esto que ya hellegado?»

Pero no, no había ningún aposento enese piso. Ni ninguna trampa... O mejordicho, ninguna trampa aparte de aquellaen la que había caído uno de lossirvientes.

—¿Una sola trampa? —se preguntó

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Morgennes—. ¿Una sola estaca?Volviendo sobre sus pasos, observó

más de cerca al muerto con la estacaclavada en la caja torácica, y se diocuenta de que esta pivotaba, dejando aldescubierto una puerta oculta. Y unapequeña escalera que ascendía.

«¿No respetar a los muertos?», sepreguntó Morgennes, que no acababa decomprender el sentido de esta lección.

El cuarto piso del palacio conteníaun fabuloso jardín interior. En algunospuntos, la bóveda estaba perforada porvidrieras que dejaban pasar la claridaddel día y bañaban de luz los árbolesexóticos, las plantas de un extraño color

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verde y las flores fragantes que crecíanen el lugar. Pájaros de coloresabigarrados trazaban minúsculos arcoiris por encima de Morgennes, queprotegió con una mano la taza quellevaba, por miedo a que hicieran susnecesidades en ella.

Caminando por los arriatesentreverados de hierbas y gravilla,Morgennes recorrió el lugar admirandoaquel espectáculo maravilloso,dejándose guiar por su belleza. ¡Y ahíestaba! Esta vez la escalera estabaesculpida en el tronco de un árbol, unaespecie de sauce llorón. Bastaba conponer el pie en una de sus raíces para

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llegar a una serie de ramas queconducían a lo alto.

Desde el sauce llorón se pasaba auna inmensa terraza a cielo abierto, dedonde partía un puente que conducía auna torre —aparentemente un faro— quedominaba el Bósforo.

«A menos que se trate de unminarete», pensó Morgennes.

Pero no, era efectivamente un faro, yMorgennes se dirigió hacia él muyconcentrado, mientras iba recitando parasí la última lección:

«Aprender a servirse del terreno...».El interior del faro estaba ocupado

casi por completo por una escalera con

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las paredes adornadas con dibujos yesquemas diversos. Al examinarlos másde cerca, Morgennes reconoció el Arcade Noé, que centenares de hombreshacían descender, con ayuda de cuerdas,de una gran montaña. Otros croquismostraban planos del Arca, como si uningeniero hubiera querido diseccionar suarquitectura. Todo aquello era de lo másinteresante, y Morgennes pasó un buenrato observando estos dibujos.

De pronto una voz le devolvió a susdeberes:

—¡Llegas tarde!Morgennes se sobresaltó, y subió

rápidamente los últimos peldaños de la

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escalera.—Perdón —dijo—. No sabía que

tuvierais prisa.—No la tenía, pero detesto beber el

té frío.Morgennes se inclinó sobre la taza,

que ya no desprendía ningún calor.—Déjame ver —ordenó Colomán.Le cogió la taza de las manos y se la

llevó a la boca. Luego, esbozando unamueca de disgusto, añadió:

—¡Tráeme otra!Morgennes volvió a toda velocidad

a las cocinas, pero encontró las puertascerradas. Golpeó con el puño, llamó,bramó, y al final oyó una voz que decía:

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—¡Volved mañana, está cerrado!Decepcionado, se acostó en uno de

los divanes de la planta baja; sedespertó al alba, con los miembrosdoloridos y la cabeza sobre el hombrode otro aprendiz de la milicia que, en sucaso, no había conseguido superar elsegundo piso.

—Si quieres un poco de ayuda —ledijo Morgennes—, puedo ofrecértela...

El hombre le dirigió un gestodesdeñoso y soltó, en un dialecto francocon vocablos nórdicos:

—¡Prefiero fracasar solo quetriunfar contigo!

—Muy bien —le dijo Morgennes—.

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Como quieras.Volvió a salir en dirección a las

cocinas, donde nos encontramos denuevo. Yo aproveché para informarle delas increíbles recetas que habíadescubierto.

—¿Sabías que los huevos dehormiga se pueden comer?

—¿No hay nada sobre el té?—Por lo que se deduce de las

ilustraciones, varias obras abordan estacuestión; pero están escritas en lenguasque no comprendo...

—Trata de informarte.Dicho esto, fue a pedir a la

intendencia otra bandeja y otra taza de

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té, pero le replicaron:—¿Has traído las de ayer?—No.—¡Entonces ve a buscarlas!Morgennes recordó que las había

dejado justo al pie del diván donde sehabía tendido para pasar la noche; perocuando volvió al lugar donde habíadormido, habían desaparecido.

—¡Vaya! Seguramente es esenórdico de las narices, que me habráhecho una mala jugada...

Morgennes partió en su busca, yacabó por encontrarle, errando por loscorredores del segundo piso. Se diocuenta de que el nórdico cojeaba, y de

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que efectivamente llevaba una bandeja yuna taza.

—¡Devuélveme eso! —le dijoMorgennes.

—¿Cómo? —exclamó el nórdico.—¡Es mío!Y agarró la bandeja que sostenía el

nórdico. Pero este último se resistía asoltarla. Para acabar de una vez,Morgennes le descargó un puñetazo enla cara, y el hombre cayó hacia atrás,sujetándose la nariz.

—¡Ladrón! —le gritó el nórdico.Luego volvió a bajar a la cocina,

donde le dieron, a cambio de su bandejay su taza, otra bandeja y otra taza. Esta

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vez Morgennes no perdió tiempoexplorando los rincones del palacio, ypartió enseguida en dirección al faro.Por desgracia, cuando llegó al nivel deljardín, corrió tan deprisa que tropezócon una raíz y cayó cuan largo era alsuelo; el té se volcó entre la hierba y lasflores.

—¡No precipitarse nunca, claro! —masculló levantándose, con la rodilladolorida.

Entonces volvió a bajar, con labandeja y la taza sujetadas firmemente, yse presentó de nuevo en las cocinas,donde le entregaron otra taza y otrabandeja a cambio de las que llevaba.

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Esta vez subió con cuidado, pero sinir tampoco demasiado despacio, paraque el té no se enfriara. Le habríagustado coger algo en la cocina parapoder prepararlo él mismo, pero se dijoque le acusarían una vez más de noseguir las normas. Por desgracia, cuandose presentó en lo alto del faro, se diocuenta de que Colomán no estaba allí.Solo había un esclavo, armado con unaescoba, que estaba haciendo limpieza.

—¿Dónde está Colomán? —preguntó Morgennes.

—¡Y cómo voy a saberlo! —dijo elotro, encogiéndose de hombros.

—¡Malditas pruebas! —estalló

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Morgennes—. ¡Es imposible pasarlas!¡Ni siquiera hay reglas!

Se sentía como un miserablesirviente del que todos se burlansiempre que quieren y al que atormentansolo por diversión. Morgennescomprendía mejor ahora lo que sientenlas moscas a las que los niños seentretienen en arrancar las alas, muydespacio.

De pronto una pregunta cruzó por sumente. Ese té, ¿qué sabor tendría?

Se llevó la taza a la boca y tomó untrago, otro más, y luego apuró todo ellíquido. Un dulce calor le llenó elestómago. Un calor que aumentó de

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forma brutal y que rápidamente se hizointolerable. Retorciéndose de dolor,Morgennes se desplomó en el suelo,donde, a causa de la fiebre, cayó en unprofundo coma.

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22

La muerte no está tan cerca de mí comosupones.

CHRÉTIEN DE TROYES,Perceval o El cuento del Grial

«Sueño. Se está bien, hace calor.Estoy sumergido en un agua púrpuradonde respiro sin dificultad. Peroalguien viene hacia mí. No tengo miedo,

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porque soy yo. Me acerco a mí y meacaricio la mejilla. ¡Qué agradable!

»Pero ¿qué ocurre?»¡No, aún no!»¡No quiero salir!»¡No solo!»¡No sin ella!»

Morgennes escupió un poco de aguay abrió los ojos.

—¿Dónde estoy? —preguntó.—Todo va bien —dije—. Estás

conmigo.—¿Y ella?—¿Quién es «ella»?

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—¿«Ella»? ¿Eso he dicho?—Sí.—Ya no lo sé.Cerró los ojos y cayó de nuevo en

una especie de coma, pero esta vezestaba más próximo del sueño que de laletargia. ¿Cuánto tiempo durmió así? Nosabría decirlo. ¿Un mes? ¿Seis meses?¿Un año?

Yo fui el encargado de ocuparme deél.

Me lo habían traído, tendido sobreunas parihuelas, y Colomán habíadeclarado:

—Ha tocado lo intocable y haviolado mi propiedad. Tiene grandes

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cualidades, no cabe duda. Pero hay algofemenino en él. Se diría que le cuestaobedecer las órdenes... Un buen soldadodebe aprender a conocer los límites, y ano sobrepasarlos.

—Es tan curioso...—Sí, una buena cualidad realmente.

Pero es preciso que aprenda disciplina.Desde ese instante, velé por

Morgennes como se vela por unhermano, o mejor dicho —sí, deboconfesároslo—, por un hijo. Le pasabauna esponja de agua fría por la frente,para refrescarle, y le daba un poco desopa —en las raras ocasiones en las quesalía de su estado letárgico—. Solo

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había tragado un poco de té, y sinembargo, sus pulmones habían devueltotanta agua como si se hubiera ahogado.¿Sería de naturaleza mágica el mal quele afectaba?

Colomán me había dicho:—El remedio que buscas está en

estos libros. Encuéntralo. De otro modo,morirá.

Los libros a los que se refería eranlos escritos en chino —para entonces mehabía enterado de que aquello era chino—. Pero yo no entendía una palabra, yevidentemente no había ningún chino enlas cocinas. De manera que decidíarmarme de paciencia y esperé, rezando

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por que Morgennes no muriera. ¿Quéhabía ingerido? ¿Qué era aquellasustancia? Más adelante sabría que setrataba de una bebida llamada «té de losdragones», elaborada a partir de setasde los pantanos. Morgennes deberíahaber muerto, porque aquellos que labeben, aunque solo sea un trago, sinhaber realizado antes una largapreparación ingiriendo contravenenos,mueren en la hora siguiente sufriendoatrozmente. Pero él no murió.

Cuando Morgennes se despertó, leencontré cambiado. Había algo en sumirada que parecía diferente. Un brillohabía cruzado por ella. Lo primero que

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me dijo al despertar fue:—Vayámonos de aquí, ya estoy

harto.—Pero le entregaste tu vida.—¡Vayámonos!—No. Me niego. Es demasiado

peligroso. Primero tienes que acabar tuentrenamiento.

Morgennes se encerró en el silencio,y yo le dejé en paz. Así pasaron variosdías, sin que abriera la boca exceptopara tragar algo y recuperar las fuerzas.Su primera sonrisa fue para Cocotte, quehabía recobrado su plumaje rojo y oro.

—¿Ha puesto huevos? —mepreguntó Morgennes.

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—No, sigue igual...—Y tú, ¿cómo te sientes?—Cansado.Desde hacía tiempo tenía una

especie de náuseas, pero no me atrevía ahablarle de ello.

—Bien —dijo levantándose de unsalto—. Estoy de acuerdo contigo. ¡Solonos iremos de aquí si triunfo en miempeño!

—No —respondí yo—. ¡Nos iremosde aquí cuando triunfes!

Dicho y hecho: Morgennes se dirigióinmediatamente a las cocinas y pidió unabandeja y una taza a una anciana, laúnica mujer que trabajaba allí. Sin duda

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era la mujer a la que había aludido hacíatiempo Colomán.

—¡Y dadme también la tetera!La intendente juntó las manos bajo el

rostro y a continuación bajó la cabeza,mascullando algunas palabras en unalengua extranjera.

—¿Qué lengua es esa? —preguntóMorgennes.

—Es chino —respondió ella—.Quiere decir: «¡Con mucho gusto!».

—¿De modo que sois china?—No.—Pero ¿habláis chino?—Sí.—¿Podríais enseñar el chino a mi

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amigo?—Sí.—¡Gracias!La anciana repitió su reverencia, y

dijo una vez más en chino: «¡Con muchogusto!».

Morgennes le devolvió el saludo yse alejó en dirección a la escalera.Antes de subir, se detuvo junto almaestro cocinero y le preguntó:

—¿Dónde hay que servir el té?—En el jardín de invierno. Lo

encontrarás fuera, frente al Bósforo.Morgennes salió rápidamente y se

echó a reír.—¡Informarse siempre sobre la

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misión encomendada! ¡Partir bienequipado! ¡Y reactualizar las órdenes!

No tuvo ningún problema paraencontrar el jardín de invierno, queefectivamente daba a las orillas delBósforo. Allí Colomán tomaba el frescotendido en una tumbona. Poniendo enpráctica lo que había aprendido, amantener el silencio y a moversefurtivamente —un buen sirvientesiempre debe ser discreto—, Morgennesconsiguió acercarse a menos de unapulgada del poderoso megaduque sinhacerse notar. Si hubiera querido, habríapodido cortarle la yugular. O eso creía,porque en ese momento Colomán le dijo

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sin volverse:—Has olvidado dos factores

importantes.—¿Cuáles? —preguntó Morgennes.—El olor y el calor del té. Mi

corazón ha palpitado diez veces desdeque he olido el primero, y he sentido elsegundo un poco más tarde. Pero, por lodemás, solo tengo una cosa que decirte:¡Bravo! Has hecho un buen trabajo...

Morgennes vertió el contenido de latetera en la taza y se la dio a Colomán,que mojó los labios en el té:

—¡Perfecto! Ahora, dime: ¿hasaprendido mucho?

—Muchísimo —dijo Morgennes—.

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Pero sobre todo...—¿Sí?—¡Que si uno quiere estar bien

servido, lo mejor es que haga las cosasél mismo!

—Excelente. Me alegro de quehayas salido airoso. Pero no mesorprende. En fin, ya estás maduro paraascender de rango. Te nombrointendente.

—¿Y en qué consiste eso?—En una primera etapa, en recoger

las posibles bandejas y tazas de téabandonadas en la planta baja, o enretirarlas de las manos de su legítimopropietario si este se ha dormido...

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¿Comprendes lo que quiero decir?—Muy bien —dijo Morgennes, que

comprendió entonces que si su taza y subandeja habían desaparecido duranteaquella noche, había sido simplementeporque un intendente se las habíallevado sin despertarle.

—El sirviente a quien rompiste lanariz no tenía nada que ver con ladesaparición de tus cosas —dijoColomán.

—Seguro que debe de estar furiosoconmigo. Me gustaría ir a presentarlemis excusas.

—Será difícil, porque ya no estáaquí. Ha recorrido un largo camino

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desde tu llegada. Sobre todo desde tulargo sueño.

—¿Dónde puedo encontrarle?—Temo que no estés, por el

momento, autorizado a acercarte a él. Sumajestad el emperador ManuelComneno, basileo de los griegos, le hatomado a su servicio.

—¿Y yo? ¿Le serviré algún día?—Cuando estés preparado.—Una última pregunta, si me lo

permitís.—Habla.—¿Cómo se llama este sirviente? —

Kunar Sell.Morgennes salió trotando en

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dirección a las cocinas, mientras repetíaese nombre: «Kunar Sell». Una vez más,tenía el presentimiento de que susdestinos estaban entrelazados. ¿Seengañaba? Por alguna razón que nollegaba a explicarse, le parecíaindispensable ir a presentar sus excusasa este hombre.

Pero las semanas pasaron sin queencontrara tiempo para hacerlo.Morgennes redoblaba sus esfuerzos y susagacidad para cumplir del mejor modocada uno de sus numerosos deberes. Unade sus tareas consistía en dirigir elservicio de los festines ofrecidos a losrecién llegados, en el curso de los

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cuales se servían más de un centenar deplatos. A decir verdad, Morgennes hacíaalgo más que dirigirlos; porque élmismo llevaba a la terraza donde secelebraba el banquete más de la mitadde todo lo que debía subirse: es decir,más de una cincuentena de platos,bandejas, calderos y marmitas.

Unos meses más tarde loascendieron finalmente al rango decocinero aprendiz, y lo asignaron aldepartamento de Aliños, Condimentos yAromas. Allí, bajo la férula de unmaestro de especias —que no era otraque la anciana que hablaba chino y de laque habíamos sabido que se llamaba

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Shyam—, aprendió a dosificar lasespecias. Pronto se convirtió en unexperto en el arte de ajustar el gengibre,la canela, el azafrán, la nuez moscada, elmacis, la mejorana y la cubeba.Aprendió que el azúcar no solo servíapara curar a los enfermos, sino quetambién podía consumirse directamenteo añadirse a la leche para endulzarla. Ycon inmensa sorpresa descubrió quedeterminadas mezclas de especiaspodían matar o curar, paralizar, obligara un individuo a hablar contra suvoluntad, borrar la memoria, devolver elbrío a aquellos que lo habían perdido,agotar, revigorizar; en definitiva, los

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efectos eran tan numerosos que aúnhabía que elaborar la lista de todosellos. (La que contenían los pergaminosque yo consultaba era muy incompleta,aunque incluía varios cientos deposibilidades.)

Pero si había una cosa queMorgennes soñaba con aprender era ahacer cocer la pimienta como su maestrade especias. Shyam la preparaba de unmodo que no se parecía a ningún otro ysacaba de ella prácticamente todo lo quequería. En particular, muchasexplosiones, con o sin nube de humo, yde una potencia más o menos importantesegún la cantidad y el tipo de pimienta

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empleado. Por desgracia, la anciana senegaba a compartir su arte con nadie.

—¡Ningún extranjero tiene derecho asaberlo! —declaraba imperturbable.

Además, Shyam nos enseñó a leer ya hablar en chino.

Gracias a ella, pude sumergirme enlos libros de cocina de la granbiblioteca. Descubrí, con gran sorpresa,que muchas de estas obras no tratabande cocina, sino que contenían métodosdestinados a aprender las lenguasextranjeras. Así aprendimos la «lenguadel desierto», que hablan los beduinos,así como un antiguo dialecto procedentede los Cárpatos: la «antigua lengua de

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los vampiros».Un día, mientras platicábamos en

dialecto provenzal (uno de losnumerosos dialectos en los que nosexpresábamos a veces), Shyam nospreguntó:

—¿Podríais enseñarme esta lengua?—Desde luego —respondí yo—.

Pero me gustaría haceros una pregunta.Cuando Morgennes estaba moribundo yyo os pregunté si había algún chino enlas cocinas, ¿por qué no me dijisteisnada?

—Vos habláis la lengua de oc. Y sinembargo, si yo os hubiera preguntado:«¿Hay algún tolosano aquí?», ¿me

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habríais respondido «sí»?—No, claro.—Pues bien, ya tenéis la respuesta.

El hecho de que hable chino no meconvierte en una china...

Y después de una pausa, añadiódirigiéndose a Morgennes:

—Igual que saber montar a caballo outilizar una lanza no convierte a unhombre en un caballero.

Desconcertados, perocomprendiendo lo que quería decir, nosprometimos que prestaríamos másatención a sus palabras, y le enseñamosel provenzal —no sin preguntarnos porqué querría aprenderlo.

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Llegó un día en el que Morgennespasó a convertirse en asador y en el quepor fin le enseñaron a manejar la pica.Más tarde tuvo derecho a utilizartenedores y cuchillos para cortar lacarne; posteriormente aprendió elmanejo de la espada a dos manos, de laespada bastarda, del estoque, la daga yel machete —que manejabaindiferentemente solos o con otra arma,con la mano derecha, con la izquierda,con un escudo, una adarga o una rodela—, y de los movimientos de la capa,cuando tenía una.

Después de convertirse endescuartizador, y luego en carnicero,

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Morgennes estudió la anatomía del serhumano; al principio, a partir de la delas vacas y los cerdos.

—Porque son nuestros vecinos máspróximos —le dijo Colomán.

Así, aprendió a desangrar alenemigo, a causarle dolor, a dejarloinconsciente, paralizarlo, lisiarlo, y paraacabar, a enviarlo ad patres. Perotambién se familiarizó con lasnumerosas técnicas que permitíanablandar la carne con ayuda de unamaza, de un garrote, una matraca, unmartillo, o simplemente de su puño.Luego le inculcaron el arte de ejecutarcon sus armas toda clase de paradas,

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amagos y cabriolas, utilizando elmandoble y la estocada, golpeando poralto, por bajo y, claro está, por sorpresa.

Y llegó por fin el día tan esperadoen el que Colomán anunció aMorgennes:

—Ahora que sabes perforar lasmejores armaduras, doblar los escudos,hundir los yelmos, pasar tu lanza por elextremo de una anilla colgada de un hiloy cortar una flor con la punta de tu daga(y todo eso a galope tendido), ¡ya estás apunto para el servicio!

—¿A galope tendido? ¡Pero si nuncahe montado a caballo!

—¡No te engañes! ¡Tú has hecho

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algo mejor! ¿Recuerdas a las numerosasesclavas con las que has pasado tantasnoches?

—Desde luego —dijo Morgennes.—Pues bien, las ha habido jóvenes y

salvajes, altas, gordas y pesadas, negras,blancas y morenas, estaban las queforcejeaban, las que pateaban, las que seprecipitaban y te acogían con la grupa entensión... Por lo que sé, en materia demonturas, puede decirse que hasmontado un poco de todo; has cabalgadoigualmente bien por detrás y de costado,por arriba y por abajo, cambiando deposición según te apetecía yconduciéndolas a tu capricho adonde

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querías llevarlas. A derecha, aizquierda, de frente, arriba, abajo, ytodo eso sin silla, estribos ni riendas...Quien cabalga a las mujeres no tienenada que temer de los caballos, porqueno hay montura más exigente y difícilque ellas (excepto tal vez una jovenyegua...). Porque dime, ¿no sabes pasaracaso en plena carrera de una a otra?¿Bascular de su lomo a su vientre?Créeme, estás preparado, más quepreparado.

Colomán juntó las manos y hundió sumirada en la de Morgennes.

—Ya eras maestro en el arte dedisfrazarte y de hacerte pasar por otros.

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Ahora que sabes combatir, montar acaballo, en camello y en todo lo que sepuede montar, que el lenguaje de losmarineros, los obreros, los talladores depiedra y los ujieres no tiene ya secretospara ti, y que sabes abrir todo lo quenormalmente está cerrado (hablo tantode los cofres como de las conciencias),ha llegado el momento de someterte a laprueba...

Colomán descruzó las manos y sacódel interior de una de sus mangas unrollo de pergamino cerrado con un sellode oro.

—¿Qué es? —preguntó Morgennes.—Lo abrirás fuera. Ni siquiera yo

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tengo derecho a conocer su contenido.Se trata de una crisóbula imperial: ¡tuprimera misión!

Morgennes cogió la crisóbula que letendía Colomán, le saludó y abandonó elpalacio. Una vez fuera, le pareció que elcielo, la vida en el exterior, eracompletamente distinto a lo que le habíasido dado contemplar durante los añospasados aprendiendo su oficio —sipuede decirse que ser mercenario es unoficio.

—¡Cómo ha cambiado el mundo! —dijo Morgennes mirando haciaConstantinopla.

—¿El mundo? —dije—. No. Has

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sido tú quien ha cambiado.Sin escucharme, rompió el sello

imperial y leyó su orden de misión.

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23

¿Dónde están los dioses?¿Dónde está la palabra dada?

¿Los has olvidado ya?

CHRÉTIEN DE TROYES,Filomena

—Pronto cumpliré treinta años —medijo Morgennes una noche—. Y hasta elpresente, ¿qué he hecho? Robar la

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joroba a jorobados para llevarla a losmercaderes de talismanes. Desenterrarlos huesos de reyes muertos antes de lavenida de Cristo para que no tengan niun más allá ni una sepultura. Encontrar adoce vírgenes de doce años (comoAtenea), con los cabellos de oro y losojos garzos, para deslizarías entre lassábanas del emperador. Dar con elúnico viejo apergaminado, y tuerto porañadidura, que no tenía ni un solocabello blanco en la cabeza. Desollarvivos a una quincena de grandes lobos, ysoltarlos luego en un pueblo para hacerhuir a sus habitantes. Encontrar unanidada de ansarones para que la nobleza

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de Bizancio pueda secarse con suplumón.

»¿Y todo eso con qué objetivo?Porque me he comprometido a servir aColomán «durante toda mi vida». Yo,que soñaba con ser armado caballero,solo soy un vil asesino a sueldo. Lamano de otro. Y aún, su manoizquierda... ¿Recuerdas aquellosextraños navíos desprovistos de velasque hicimos naufragar en las costasdálmatas? ¿Aquellas mujeres y aquellosniños que nos suplicaban que lossacáramos del agua, mientras nosotrosconcentrábamos nuestros esfuerzos enese maldito cofre de ébano para

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transportarlo a tierra? ¿Cuántosahogados por el contenido de un cofredel que no sabíamos nada? ¿Recuerdasel Tíber, que emponzoñamos para queinfestara Roma y la peste se extendierapor la ciudad? ¿Cuántos muertos? ¿Y aesa joven y bella reina, cuya escoltaaniquilamos cuando la devolvía a casade sus padres? ¿Cuántas veces fueviolada por los leprosos a los que laentregamos porque el emperador así loquería? ¿Ya has olvidado el Libro deltiempo, esa obra fabulosa arrancada delos dedos ensangrentados de supropietario legítimo para que formaraparte de la biblioteca imperial? ¿Y esa

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maldita partitura, que servía —segúndecían— para atraer a los dragones,robada a un músico que soñaba contocarla y que había pasado toda su vidacomponiéndola? ¿No estás asqueado?¿No tienes bastante ya? ¿No tienes ganasde gritar: "Dios, ¿cuándo dejarás deburlarte de nosotros?"?

»Sé que acabaré en el infierno,porque quise hacerme soldado, e inclusoalgo peor. Pero ¿y tú? ¿No vales tú másque eso? ¿No te preguntas: "Morgennes,¿dónde estás? ¿Adónde nos hasarrastrado?"?

»Pareces esperar un desenlace. Perono habrá desenlace. La vida nunca lo

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tiene. Dime, pues, ¿dónde está la fe?¿Dónde está nuestra humanidad? ¿Dóndeestán el amor, la verdad y la amistad?¿Nuestras alegres francachelas, nuestrosbanquetes, nuestras veladas? ¿Y eltemor de Dios?

»¿Se han esfumado?»Chrétien, de verdad te digo que

todo esto tiene un precio. Y tendremosque pagarlo.

»Ya no me reconozco. ¡Mírame!¿Qué sé hacer ahora, aparte dedescuartizar, golpear, morder, esquivar,aplastar, aniquilar y asesinar?

»¡Sé renegar! Es el único campo enel que sobresalgo.

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»Ha llegado el momento de quitarmela máscara y de mostrar mi verdaderorostro.

»El de una serpiente.»Pero no. Es demasiado tarde.

Porque estoy maldito, igual que esaarmadura bermeja. ¿Acaso no llevó a lamuerte a su antiguo propietario? ¿Y susemental, Iblis, no descubrimos lo quesu nombre significaba en árabe? ¡ElDiablo! Lo tengo entre mis muslos, y sinembargo es él quien me cabalga. Creoque para nosotros ha llegado el momentode volver a Palestina y de ir apresentarnos ante Amaury de Jerusalén.

»¿Me armará caballero? ¿Me

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convertirá en el orgulloso y nobleguerrero con el que sueño ser?

»No.»Solo yo tengo este poder.»Soy yo quien debe probar, no que

puedo serlo, sino que lo soy ya.»Pero si soy un nuevo Hércules,

¿dónde está mi Hidra de Lerna? Y si soyun segundo san Jorge, ¿dónde está midragón?

»Vamos, una última aventura aún,una última misión... La decimotercera.Aceptémosla. Sí, aceptemos ir a matar aese misterioso Preste Juan, en su país defronteras guardadas por dragones.¿Quién sabe si después no me tendrán al

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fin por el mejor caballero del mundo?Pero antes vayamos a visitar a esas tresbrujas a las que robé el único ojo, laúnica oreja y el único diente quecompartían... Pidámosles consejo,aunque ya oigo a la primera murmurar:

»—¡Misericordia!»A la segunda decir:»—¡Al Paraíso!»Y a la tercera bramar:»—¡Paenitentia!»Ven, Chrétien, ven. La aurora de

dedos rosados nos expulsa haciaOriente. ¡Escucha cantar a Homero! Hallegado el momento de partir.

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Capítulo IV

El último cazador deDragones

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24

A este lugar donde estamos, ninguna delas criaturas

de Dios llegó jamás, a excepción denosotros dos.

CHRÉTIEN DE TROYES,Cligès

—¿Dónde estamos?—No lo sé —respondió Morgennes

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—. Se diría que en el Paraíso. Todo esblanco.

—¿De modo que hemos llegado?—Tal vez.Giré bruscamente sobre mí mismo,

con el rostro pálido. Nos acercábamosal término de nuestra ascensión, pero enlugar de alegrarme por ello, me moríade ganas de poner pies en polvorosa ydejar que Morgennes se enfrentara soloa su destino. Después de todo, ¿no era élquien nos había arrastrado a estabúsqueda insensata? ¡Matar a un dragón,hacerle salir de su madriguera! ¡Era unalocura! Tratando de ganar tiempo,suspiré.

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—No puedo más. Hagamos undescanso, ¿de acuerdo?

Sin esperar respuesta, dejé caer labolsa que llevaba a la espalda, que seaplastó contra el suelo con un ruidomate. Luego me desanudé el turbante einspiré profundamente; pero el aireenrarecido de las alturas me ardió en lospulmones y aquello me agotó aún más.Morgennes, por su parte, estaba en plenaforma. Observaba el paisaje, los flancosinmaculados de las dos altas paredesnevadas en cuyo fondo nos habíamosdetenido y que nos dominaban con laavidez de dos titanes inclinados sobre supróximo bocado.

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Para los antiguos, las montañasadoptaban con frecuencia la aparienciade gigantes, o a la inversa. Así sucedía,por ejemplo, entre los griegos, con elmítico Atlas, que, transformado enpiedra, unía el cielo y la tierra. Unasmonedas encontradas por Morgennes enun pote de barro oculto en la viviendadel anciano apergaminado llevabangrabadas en su cara la figura del monteArgeo. Se suponía que esta montaña deCapadocia representaba a Zeus. O aApolo. ¿Era posible que el viejo al queMorgennes había tenido que secuestrar—y en el que la falta de cabellosblancos debía atribuirse a una ausencia

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total de pilosidad más que a un extremovigor— fuera uno de estos diosesantiguos? ¿El propio Zeus o Apolo?¿Qué destino correría ahora el anciano?¿Estaría satisfecho por haber sidoañadido a la colección de curiosidadesdel emperador de los griegos, ManuelComneno?

Me resultaba difícil creerlo.Por otro lado, Morgennes me había

hablado más de una vez de Gargano —que parecía ser, él también, una montañahecha hombre—. Después de todo,aquello no tenía nada de imposible.Nada de increíble. Era solo uno de esosnumerosos y extraños encuentros a los

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que el hombre se ve abocado, al menosuna vez en su vida. ¿Y la Montaña de laNieve, en cuya cima se levantaba elKrak de los Caballeros? ¿Era posibleque un hombre (o una mujer) larepresentara también? Y en ese caso,¿quién era él o ella? Morgennes sedecía: «Seré yo. Yo seré esta montaña,este Krak».

Pero a la espera de poderencarnarla, tenía que acabar laascensión de este pico, una tareaparticularmente peligrosa.

De nuevo sentí náuseas, y me llevéla mano al pecho para tratar decalmarme. Si hubiera sido juicioso,

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nunca habría abandonado Saint-Pierrede Beauvais. Me habría quedado allí,bien calentito, copiando e iluminandolas páginas de algunos viejosmanuscritos. Pero mi destino estabainextricablemente ligado al deMorgennes.

Por fortuna, en su compañía (ypronto haría quince años que estábamosjuntos) me sentía seguro. O mejor dicho,para ser exactos, a la vez en peligro yseguro. De todos modos, esta vez mepreguntaba si no habríamos idodemasiado lejos. Pero Morgennesparecía muy sereno, lo que no dejaba desorprenderme.

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—¿Cómo es que no estás cansado?—le pregunté.

—No lo sé.—¿No te cuesta respirar?—No.¡Dios mío! Era como con ese

espetón calentado al rojo en la posadade Arras. Morgennes debería habersequemado la mano. Pero no había sidoasí. Y ahora debería estar fatigado, tenerdificultades para recuperar el aliento.Pero tampoco era así. ¿Con qué tipo dehombre, o de demonio, había entabladoamistad?

De repente, un dolor más violentoque los precedentes me hizo doblarme

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en dos, con las manos sobre las rodillas.Los dientes me castañeteaban como bajoel efecto de la fiebre y mis miembrostemblaban.

—¿Tienes miedo? —dijo Morgennespreocupado.

Levanté la cabeza, muy pálido, y mimirada se cruzó con la suya. ¿Lo habíaadivinado?

—Es por el frío —hipé entre dostragos de aire helado.

—Es normal tener miedo...—Ah, si solo... —suspiré

encogiéndome sobre mí mismo—. Sisolo fuera miedo... —dejé escapar en unsusurro.

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Quería decírselo, pero no tuvefuerzas para hacerlo. Gargano ya habíahecho alusión, en el carro, a uncomentario de Cocotte... Pero nadiehabía hecho más preguntas. De todosmodos, yo no me inquietaba por mí, sinopor mi héroe. Morgennes. Poco mepreocupaba morir. La muerte,justamente, nunca me había parecido tanpróxima como en este instante. Pues si alsalir de Constantinopla me sentíadesasosegado, inquieto a nuestra llegadaal pie del monte Agri Dagi, yatemorizado a lo largo de toda laascensión, ahora que prácticamentehabíamos alcanzado la cima, me sentía

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sencillamente...No pude acabar ese pensamiento. Un

chorro de bilis salió de mi boca,manchando la nieve de flemasamarillentas, y me arrancó estaconfesión:

—Me siento avergonzado.Me sequé la boca con el dorso de la

mano, dejando en mi manga forrada unfino surco de humores malolientes, entrelos cuales Morgennes distinguiómanchas de un rojo inquietante.

—¿Estás enfermo?También él depositó en el suelo el

fardo que llevaba; es decir, una bolsa deviaje, una tienda pequeña para dos, un

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caldero, un lebrillo, un tamiz, uncucharón, dos copas, tres garrafas devino, una cuchara y la jaula de hierrodonde se encontraba Cocotte. Registrósu petate y encontró una cantimplora quecontenía agua, que utilizó paralimpiarme el rostro, y luego un pañuelode algodón, con el que lo secó.

—Estoy agotado, no puedo más —murmuré—. Tengo la impresión de quedeliro...

Morgennes estaba preocupado:—Estás blanco como la tiza...Tenía razón. Justo antes de nuestra

partida, había visto el reflejo de mirostro en un plato de estaño. Aquí y allá

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había zonas de sombra tan profundas queparecían irreales; en ellas debía dehaberse refugiado el curioso tonoamarillo ceroso que teñía mi cara desdehacía un tiempo. Con su habitualingenuidad, Morgennes había atribuidoese tono a la enorme cantidad de huevosque yo había ingerido en otra época.

—Dime que estoy soñando...—Podemos continuar —me dijo

simplemente Morgennes, colocando lasmanos sobre su cayado—, o volveratrás. Es muy fácil. Basta con seguir porahí.

Con el extremo forrado de hierro desu bastón señaló hacia atrás, a la ladera

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sembrada de arbustos retorcidos ynegros, calcinados por el frío, quehabíamos tardado varios días en subir.Ahora se hundía, escarpada y abrupta,hacia el vacío —el vacío de un granestómago, impaciente por llenarse connuestros dos cuerpos.

—No sé si seré capaz de rehacereste trayecto...

—Yo os acompañaré, comosiempre, a Cocotte y a ti.

Mientras hablaba, Morgennes mepasó un brazo en torno a los hombros yme apretó contra su pecho parainfundirme calor y confianza. A nuestrospies, Cocotte dejó escapar una serenata

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de cacareos interrogativos.¿Volver a bajar, o continuar? En esta

situación veía un perfecto resumen de loque siempre había predicado: «Subir esdifícil, y bajar, fácil. Pero si la muerteestá en los dos extremos, la gloria solobrota en las cimas, mientras que en lasllanuras florecen el deshonor y lainfamia».

Me sentía como un pajarillo caídodel nido al que un niño recoge en elhueco de sus manos. Pero ¿para qué lagloria, si es para acabar estrangulado?Nunca había llegado tan alto ni tan lejoscomo aquí, en el monte Agri Dagi, alque los cristianos llaman Ararat y del

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que la leyenda dice que es el techo delmundo, el que comunica con el Paraíso.

¿Cómo yo, Chrétien de Troyes, unmodesto escritor, bien dotado,ciertamente, pero que no había dadoprueba aún de sus aptitudes, me atrevíaa aventurarme de ese modo en elterritorio de los dioses y a acercarme asu panteón? ¡Acabaría despanzurrado,de eso no cabía duda! Reprimiendo unescalofrío, murmuré a toda velocidad laversión resumida de un padrenuestro,efectué unos rápidos signos de la cruz yluego exclamé:

—¡Además, ni siquiera vamosarmados! ¿Y tu dragón? ¿Con qué

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piensas vencerle? ¿Con los dientes? Noveo por ningún lado a un Amaurydispuesto a prestarte su lanza.

Morgennes no respondió.—Claro, ya lo sé. ¡Piensas

derrotarle con tus puños!¡Oh sí! ¡En mi delirio, lo comprendí!

Morgennes tenía intención de noquear asu presa y llevarla a Jerusalénarrastrándola de la cola, como unHércules de estos tiempos. Así todos severían obligados a reconocer quéformidable héroe era, y se arrepentiríande haberle juzgado tan mal a su llegadaa Tierra Santa y en el Krak de losCaballeros, cuando se habían reído de

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él.Morgennes no me quitaba los ojos

de encima, y yo tenía la confusasensación de que, aunque no lo sintiera,comprendía mi miedo —un miedo casipalpable, que parecía surgir de todo miser, manar a chorros por mi mirada—.Igual que comprendía el miedo de lamayoría de los seres con los que sehabía cruzado; el miedo que hacía de unhombre su montura y lo arrastraba dondequería. El miedo que se había juradodomar y que, en el peor de los casos,confiaba en convertir en un aliado, enuna amante.

—Escucha —dijo—, nos

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preocuparemos por estos detallescuando llegue el momento. Estábamosconvencidos de que esta región estabainfestada de dragones. Sin embargo, nitú ni yo hemos visto siquiera la cola deuno. De modo que tratemos primero derastrear a nuestra presa, y luego nosocuparemos de cómo matarla. Además,¿quién sabe? ¡Podría ser que fueras túquien me ayudara a vencer!

—¡Eso es! ¡Golpeándolo con uno demis libros! ¡Ya me habían dicho queeran pesados e irritantes, pero nuncahasta ese punto! ¡Oh, Dios, dime por quéhe venido aquí!

—El amor por la literatura —me

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dijo Morgennes con aire burlón.Lo peor era que tenía razón. Yo

había empezado, hacía algunos años, unrelato corto en el que narraba lasproezas de mi amigo. Luego lo habíaabandonado para escribir otra historia,inspirada en Filomena y Ovidio. Dehecho, si hoy estaba aquí, era porfidelidad y por curiosidad. Por ganas dever. Y por sentido del deber —tenía unadeuda con Morgennes, y si quería matara un dragón, yo, Chrétien de Troyes,tenía el deber de ayudarle, incluso si nohabía ningún dragón.

—¡Esto es una locura!—Tal vez —dijo Morgennes—.

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¡Pero tal vez no!Me liberé de su abrazo. La

determinación, la generosidad de miamigo, no habían disminuido ni unapulgada. Inclinándome hacia el suelo,cogí nieve con mis manos y la apretépara formar una bola. Luego lancé labola de nieve tan lejos como pude haciael cielo, como en otro tiempo, en Arras,había lanzado mis huevos hacia elfirmamento.

—¡Pues bien —exclamé—, vayamosa matar dragones! ¡Y si son ellos los quenos matan, qué importa, que revienten deuna indigestión!

La bola de nieve se elevó en el aire,

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muy arriba, tan arriba que desapareció—hasta que se iluminó una estrella, laprimera de la noche—. Me sentí denuevo sereno. Seguía teniendo el mismodolor en las sienes —a causa de laaltura—, pero ya no tenía tanto miedo.Los dioses estaban de nuestro lado,estaba convencido de ello.

Y además, por encima de todo,estaba Morgennes.

Tras volver a enrollar en torno a susmanos las tiras de tela que le permitíanprotegerlas del frío, Morgennes seajustó de nuevo a la espalda las correasde la jaula de Cocotte, su pequeñatienda y su bolsa, y luego se acercó a mí.

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Tras agacharse a mis pies, me sujetóbruscamente por las piernas, me levantópor encima de su cabeza, me colocósobre sus hombros, apretó mis musloscontra su pecho y se incorporó en todasu altura.

Instalado sobre este extrañopedestal, vacilé un instante pero luegorecuperé el equilibrio. Morgennes teníala fuerza de un semidiós. En variasocasiones, esta fuerza sobrehumana lehabía permitido realizar hazañas que yome había jurado narrar en breve, en unode mis relatos o —mejor aún— en unode esos misterios religiosos que siempreme había gustado componer para

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edificación de las multitudes.—Y bien, señor, ¿qué os parece

vuestro nuevo corcel? —preguntóMorgennes.

—¡Maravilloso! ¡Me entran ganas deespolearlo!

—No te lo aconsejo, amigo mío —dijo Morgennes riendo—. Si no quieresque de una coz te plante aquí en el suelo,tan bien y tan profundo que solo tus dospies te sirvan de epitafio.

Y dicho esto, hundió su bastón en lanieve y continuó su camino.

Morgennes seguía avanzando conuna determinación inexorable. Su fuerzaera tan prodigiosa y su moral tan

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inquebrantable, que me dije que despuésde todo tal vez no le sería imposibleacabar con el dragón utilizando suspuños como única arma.

Pero apenas habíamos recorridomedia legua cuando un ruido hizo quenos detuviéramos. Parecía un batir dealas. O mejor dicho, el batir de un millarde alas, como si un ejército de pájarosviniera hacia nosotros.

Agucé el oído y me incorporé lomejor que pude sobre los hombros deMorgennes para ver qué era lo que seacercaba. Pero por más que mirara, soloveía nieve, nieve, nieve, y luego un marde nubes de superficie lechosa, agitado

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por remolinos, donde el cielo parecíavaciarse.

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25

¡Sí, la carta les había engañado bien!

CHRÉTIEN DE TROYES,Lanzarote o El Caballero de la Carreta

Sentado sobre un trono de oroadornado de diamantes, el emperador delos griegos, el basileo de ConstantinoplaManuel Comneno I, tenía la miradaperdida, concentrado en sus

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pensamientos. Con una mano bajo elmentón y tamborileando nerviosamentecon la otra sobre el reposabrazos de sutrono, no podía evitar dar vueltas y másvueltas en su cabeza a la decisión quehabía tomado y que anunciaría al acabarla mañana al embajador del reino deJerusalén, un canónigo llamadoGuillermo.

Este último estaba tendido sobre elsuelo enlosado de mármol delChrysotriclinos, la sala del tronoimperial. Guillermo, que nunca perdía lapaciencia, negociaba desde hacía dosaños, y desde hacía dos años esperabaque el emperador se dignara responder a

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su demanda. Manuel Comneno, igual quesus predecesores, tenía fama de haceresperar infinitamente a los que queríansolicitarle un favor. Se decía quealgunos visitantes habían permanecidotanto tiempo en la sala del trono que sehabían quedado dormidos y habíanpasado la noche bajo la vigilancia de laguardia imperial: unos fornidosescandinavos tocados con cascos deoro, que sostenían entre sus manos unagran hacha de doble filo.

Sin embargo, Guillermo sentía quela actitud del basileo había cambiado.No solo lo sentía, sino que además looía. Sí, sin lugar a dudas el tamborileo

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de los dedos de Manuel sobre su tronorecordaba a una marcha militar,sinónimo de guerra. ¡Habían ganado lapartida! El emperador de los griegos ibaa ayudar a sus hermanos de Tierra Santaa conquistar Egipto, y él, Guillermo,podría volver por fin a su queridaciudad de Tiro, donde le esperaba elcargo de archidiácono.

¡Había triunfado!Desde luego, había tenido que

recurrir a la astucia, y tal vez tuvieraalgo que ver en su éxito esa misivaconocida como «la carta del PresteJuan», que había empezado a circularhacía dos años entre los muros de

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Constantinopla e incluso más lejos, másallá de las fronteras del Imperio.

Esta carta, dirigida a «EmanueliRomeon gubernatori», es decir, aManuel Comneno, estaba firmada por unmisterioso «Presbyter Johannes», quepretendía reinar sobre un poderosísimoimperio cristiano situado en IndiaMaior, Minor y Media y proponía a sushermanos cristianos que fueran aayudarle a desembarazarse de losenemigos de la tumba de Cristo (esdecir, de los sarracenos). Seguía unadescripción realmente increíble de suimperio, que cualquier persona sensatahabría reconocido inmediatamente como

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una fabulación.Pero las cosas están hechas de tal

modo que, como diría Amaury: «¡Cuantomás descabellado, mejor funciona!».

La falsedad era tan grosera queparecía más verdadera que la realidad.

No pudiendo imaginar que semejantegalimatías se hubiera escrito con elobjetivo de engañarles, muchosbizantinos habían creído a pies juntillaslos asertos que contenía la carta. Losunicornios, dragones, gigantes, cíclopes,grifos, amazonas —todas esas criaturasfantásticas que formaban parte habitualde la fauna del imperio del Preste Juan— volvieron a ponerse de moda. Del

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pueblo bajo a la alta nobleza, todostenían ganas de creer en ello. ¡Era tandivertido! Además, ¿quién probaría queno tenían razón? Todo eso pasaba en unpaís tan lejano que bien podía tratarsedel Paraíso. ¿No decía la carta: «Denuestra tierra mana leche y miel»?Todos soñaban en las mesas de oro,amatista o esmeralda, en las columnasde marfil y los lechos de zafiro quecomponían el mobiliario de losnumerosos palacios del Preste Juan;todos se decían que ese reino era tanopulento que sería extraño que nopudieran disfrutar de sus riquezas algúndía, aunque solo fuera un poco. Por el

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momento, a la espera de su felicidadfutura, se contentaban con un adelanto,bajo la forma de un sueño o una vagaesperanza para los más pobres, y de untapiz, una moldura o un mosaico para losmás acaudalados.

Guillermo sonreía, pero al mismotiempo no podía evitar sentirse triste.Estaba triste porque el pueblo era fácilde embaucar. Porque bastaba con hablarde forma atractiva y brillante para sercreído. Por desgracia, las verdades nosiempre eran agradables de oír. Pero¿quién se preocupaba por eso?

La verdad es enojosa. Todo lo queinteresa a la gente es la leche y la miel.

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Aunque, después de todo, ¿por qué no?Naturalmente, la descripción de un

lugar como ese no habría bastado paramodificar la política de un emperadorde la talla de Manuel Comneno, si nohubiera habido, aquí y allá, algunaspequeñas puyas inteligentementedirigidas contra él para hacer que sesaliera de sus casillas.

Así, la autenticidad de la fe delbasileo (que pretendía ser «el píoelegido de Dios») era puesta en dudapor un rey más poderoso que él («sinigual en la tierra», estaba escrito), quese contentaba con el simple título de«padre»: «Queremos y deseamos saber

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si, como Nos, estáis imbuido de la feverdadera y si creéis fervientemente enNuestro Señor Jesucristo».

Luego, con un hábil cambio deperspectiva, decía que si el emperadorpodía pasar a ojos de sus «sencillosgriegos» por un dios, el Preste Juansabía, por su parte, que estaba muy lejosde serlo. Manuel Comneno, «mortal ysometido a la corrupción humana», noera más que un hombre como los demás,susceptible de ser criticado.

O destituido.Porque Manuel debía su cargo de

emperador, no a su naturaleza (que nadatenía de excepcional), ni tampoco a

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Dios, sino más bien al azar y a lascircunstancias. Emperador hoy, enConstantinopla. Pero ¿y mañana? ¿Y enotro lugar?

¿No hablaba el Preste Juan dereclutarlo como «mayordomo»?

Cuando las primeras copias de estacarta habían llegado al palacio delemperador, Manuel se había contentadocon encogerse de hombros con unasonrisa desdeñosa.

«Mi prestigio es tan grande —sehabía dicho— y sus aserciones son tanextravagantes, que nadie le prestaráatención. O mejor aún, se reirán...»

Pero el emperador no sabía que sus

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consejeros habían esperado variassemanas antes de atreverse a hablarle dela carta, porque, para ellos, el asunto eragrave. Tan grave que temían despertarsu cólera, y nadie quería ser el«portador de las malas noticias».

Cuando por fin se decidieron ainformarle de la misiva, nocomprendieron por qué Manuel nocaptaba enseguida su importancia.

Para ellos, estas cartas eran loszapadores de un ejército, que, con untrabajo subterráneo, ponían en peligrolas más altas murallas y podían hacerque se derrumbaran. El emperador, encambio, solo había visto en ellas

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tonterías y elucubraciones para distraera las multitudes; palabras tan locas quenadie, nunca, les concedería crédito.

Y sin embargo...Poco a poco empezaron a murmurar

a sus espaldas. Y del murmullo se pasóa la risa, disimulada, por el momento.

Pero Manuel sentía que seaproximaba el instante en el quehablarían en su presencia sinpreocuparse de ser vistos o no, elmomento en el que reirían a carcajadas,y en el que, «por el bien del Imperio»,sus generales le rogarían que les cedierael trono. Decidió reaccionar. Cegadopor la cólera, empezó por ordenar que

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quemaran todas las copias de la carta.Se encontraron algunas decenas, quefueron a alimentar los hornos de lastermas imperiales. La semana siguientese recogieron dos veces más. El messiguiente habían vuelto a multiplicarse, ycon ellas llegaron los estallidos de risa.

Como las cabezas de la hidra, lascopias de «la carta del Preste Juan» nose dejaban aniquilar. Al contrario,cuantas más quemaba Manuel, más semultiplicaban. Comprendió entonces quedebía cambiar de táctica.

Como era un emperador inteligente,dotado de un profundo conocimiento dela naturaleza humana y de un agudo

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sentido de la política, una vez se hubocalmado su cólera, valoró por fin en sujusta medida a su enemigo. Eladversario al que debía vencer no era unejército, contra el que pudiera enviar asus mercenarios, sino un mito. Unaleyenda. Era sobre todo, como elParaíso, la esperanza de una vida mejor.Un adversario contra el cual erapeligroso triunfar...

El único modo de vencerle eraatacarlo con sus propias armas, y crear,por tanto, otras ficciones quecontrarrestaran las suyas. Combatir elrumor con el rumor, las palabras con laspalabras, las ideas con las ideas, de

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manera que ya no pudiera distinguirse loverdadero de lo falso. Abundar en elsentido de esta carta y ahogarla bajo unamontaña de nuevas cartas, a cual másloca, para contribuir a dar cuerpo alpretendido imperio del Preste Juan.

Y de este modo, hacerle entrar en laleyenda.

Porque, después de todo, eseimperio no le molestaba para nada. Loque le molestaba eran los ataquesformulados contra él; era el aura de suenemigo.

Menos de un año después de laprimera aparición de esta carta, salierona la luz, como por azar, otras versiones.

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Pero en ellas ya no se hablaba deManuel Comneno. Estas cartas «denuevo estilo» iban dirigidas a FedericoBarbarroja, el emperador del SacroImperio Romanó Germánico, o tambiénal papa Alejandro III. De este modo, laatención empezó a desviarse del basileo(que ya solo era un poderoso entretantos otros), para centrarse en elfabuloso imperio del Preste Juan —quealgunos soñaban con ir a explorar.

Y así fue como Manuel Comnenoconservó su trono y el pueblo, sussueños.

Pero esa mañana había llegado otracarta. Y esta había decidido a Manuel a

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partir a la guerra. El emperador levantóel dedo meñique y su secretario ordenóa Guillermo:

—¡Levantaos!Guillermo se incorporó apoyándose

en su bastón, pero mantuvo,humildemente, la cabeza baja.

—Su majestad, el emperadorManuel Comneno, basileo de losgriegos, ha tomado su decisión —prosiguió el secretario.

—Majestad... —dijo Guillermo,mirando a los pies del emperador.

—Silencio —prosiguió elsecretario, imperturbable—. Sumajestad ha decidido acudir en vuestra

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ayuda.—No sé cómo...—Silencio. Su majestad ha dado

orden a sus astilleros para que seconsagren sin tardanza a la construcciónde la mayor flota de guerra que el marhaya contemplado nunca. Estará listadentro de un año. En ese momento sumajestad la enviará a Egipto, bajo elalto mando del megaduque Colomán,para que apoye a las tropas del reyAmaury de Jerusalén...

El emperador inclinó la cabeza,parpadeó, y su secretario concluyó:

—Ahora podéis hablar y dar lasgracias a su majestad.

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—Sire, su majestad es demasiadobondadosa. Mi agradecimiento no seránada en comparación con el que el reyAmaury os hará llegar cuando conozcaesta fabulosa noticia. Pero permitidmeque os comunique, en nombre de TierraSanta y de la Vera Cruz, nuestraprofunda gratitud. ¿Puedo saber qué hamotivado que su majestad entrara enguerra a nuestro lado?

El emperador dudó un instante; luegochasqueó los dedos y tendió la manoabierta en dirección a un pequeño pajeque estaba arrodillado en un rincón delChrysotriclinos. Al oír que el emperadorle llamaba, el paje se incorporó y corrió

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a depositar en la mano del emperador unfino rollo de pergamino.

—Esta mañana, su majestad harecibido esto —dijo el secretario.

Manuel mostró el pergamino aGuillermo.

—Se trata de una carta enviada porun tal Preste Juan —prosiguió elsecretario imperial.

—Estoy al corriente —dijoGuillermo, turbado.

—Imposible —dijo el emperador,prescindiendo esta vez de laintermediación de su secretario, lo quehizo que todo el mundo se estremecieraen la sala—. Esta carta solo ha sido

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leída por mí, y trata una cuestión quecreía confidencial...

—¿Qué dice?—Es una carta de agradecimiento,

firmada por el Preste Juan. Tomad,leedla.

Guillermo desenrolló la carta que letendía Manuel Comneno y leyó losiguiente: «Majestad, mi muy caroemperador y amigo, nos han hecho saberque sentís un gran afecto por NuestraExcelencia y que en vuestra casa amenudo se hace mención de NuestraAlteza. Posteriormente hemos sidoinformados, a través de nuestroembajador, de que queríais enviarnos

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algunas entretenidas y divertidasbagatelas, con las que nuestra justiciaestará encantada. Queremosagradecéroslo. Sabed que se lesconcederá la mejor de las acogidas».

—No comprendo —dijo Guillermo—. ¿De qué bagatelas se trata?

—No creemos en la existencia delPreste Juan —dijo Manuel Comneno —.Pero sí sabemos que alguien haredactado esta carta para dañarnos ydesestabilizar nuestro trono. Lasbagatelas de que aquí se habla hacenreferencia a dos agentes, uno de ellos unmercenario, encargados de encontrar ymatar a su autor. Aparentemente han

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sido desenmascarados.—Pero ¿por quién? —exclamó

Guillermo.—Ésa es la cuestión.Sí, y doblemente, se dijo Guillermo.

Porque él no tenía nada que ver con estaúltima carta.

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26

¡A ti corresponde ahora decirme quéhombre eres

y qué es lo que buscas!

CHRÉTIEN DE TROYES,Ivain o El Caballero del León

Morgennes recordó la promesa quehabía hecho al conde de Flandes cincoaños atrás: ir al Paraíso para buscar a su

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mujer. Pues bien, si estaba llegando alParaíso —como podía suponerse, ya querealmente esta montaña era tan alta queera imposible que no comunicara con elCielo—, los ruidos que oíamos teníanque ser sencillamente el batir de alas delos ángeles.

—Querido conde —murmuróMorgennes—, os prometo por mi honory por mi alma que haré todo lo que estéen mi mano para devolveros a Sibila yllevarla junto a vos. Estéis dondeestéis...

—Morgennes —le dije—, deliras.¡Este no es el acceso al Paraíso! Vamos,reflexiona. Sabes que el Paraíso es

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comparable al jardín del Edén, y queeste está regado por cuatro ríos, uno delos cuales es el Nilo. Ahora bien, por loque sé, el Nilo no fluye por esta región.El único río cuyas orillas recorrimos erael Aras, que dejamos más abajo hacedos días.

—Confundes el jardín del Edén, odicho de otro modo, el paraíso terrestre,con el paraíso celeste, llamado también«el seno de Abraham». Y comoprecisaron tantas veces los Padres de laIglesia, este es comparable al tercercielo. O si lo prefieres, al cieloempíreo, más allá del firmamento.

—Humm... —dije, demasiado

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fatigado para iniciar una polémica—.Sea como sea, ¿crees que ahícontemplaremos a Dios cara a cara?

—¡Eso espero! ¡Tengo algunaspreguntas que hacerle!

—Pues bien, en ese caso procura noolvidarte de Cocotte y de mí. Nosotrosno tenemos ni tu valor ni tu fuerza. Porotra parte, temo que, frente a Dios, notengas la talla suficiente para imponerte.En fin, ¡ya veremos!

Como dignos sucesores de un largolinaje de exploradores, unimos nuestrospasos a los de nuestros predecesores.Curiosos, letrados, militares,conquistadores, caminantes extraviados,

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geógrafos, fugitivos: centenares deviajeros habían partido antes quenosotros en busca del Paraíso, ymillares partirían también después.Numerosos documentos, cartas,portulanos, testimonios, que nosotroshabíamos encontrado (robado) porcuenta de Manuel Comneno, tratabanjustamente de esta cuestión: el Paraíso.

¿Dónde se encontraba? ¿Podíaaccederse a él desde la tierra o erapreciso morir para tener la oportunidadde llegar a él? De Cosmas elIndicopleustes a Isidoro de Sevilla,pasando por Pierre Lombard, numerosossabios habían tratado de señalar el

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modo de acceder a él. Bernardo deClaraval, por su parte, había explicadoclaramente que era muy simple: erasuficiente vestir el hábito religioso, yaque «el claustro es realmente unparaíso».

En realidad, la única cosa en la quepensaba Morgennes, su obsesión, eranlos dragones. Ellos constituían la clavede su pequeño paraíso personal: lacaballería.

Y en este instante, aparte de lapromesa que había hecho a Thierry deAlsacia y de su deseo de volver a ver asus padres, una sola cuestión ocupaba sumente: «¿Había o no dragones en la

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entrada del Paraíso?».Tal vez no.Pero ¿y en la entrada del imperio del

Preste Juan? Indudablemente sí. La cartaque nos había mostrado ManuelComneno no podía ser más elocuente alrespecto: ¡en ese lugar los dragonespululaban como moscas sobre una bostade vaca!

Además, dado que seguíamos lospasos de Alejandro, ¿por qué no íbamosa encontrar a los dragones que ese granconquistador había visto, y con los queincluso había combatido, tal comomencionaba en una carta enviada a sumaestro Aristóteles?

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Poco antes de nuestra partida deConstantinopla, Morgennes habíadecidido ir a visitar a las tres brujas alas que había robado, por orden deManuel Comneno, el único ojo, la únicaoreja y el único diente que les servíanpara ver, oír y hablar. Sin ellos, lasbrujas estaban sordas, mudas y ciegas; olo que era lo mismo, impotentes.

Pero esas brujas tenían, según sedecía, un poder: el de ver en el tiempo ypenetrar la niebla en la que estabansumergidas nuestras pobres vidashumanas. Morgennes deseabaplantearles una pregunta: «¿Dónde podréencontrar lo que busco?».

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A cambio, claro está, las viejas lepedirían que les devolviera sus bienes.De manera que, unas noches antes,Morgennes había penetrado en elpalacio de Blanquernas, al noroeste deConstantinopla, donde Manuel Comnenotenía su residencia y sus magníficascolecciones de objetos raros y dereliquias.

Como una sombra, había conseguidodeslizarse sin ser visto por los pasillosy los corredores, había conseguidoevitar a los guardias, desactivado losnumerosos cepos, trampillas y lazoscolocados en su recorrido, y finalmentese había introducido en la sala de los

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cofres, donde se guardaban los trespreciosos objetos. Tras robar porsegunda vez lo que ya había robado enuna primera ocasión, había ido luego adevolver estos bienes a sus legítimaspropietarias.

Apenas habíamos entrado en sumaldita cabaña, las tres viejas se habíanpuesto a lanzar bufidos y a golpear elsuelo con las manos. Cuando una deellas posó sus largos dedos ganchudossobre el pie de Morgennes, y subió porel muslo hasta sujetarle la entrepierna,Morgennes le devolvió su ojo. Almomento, las viejas retrocedieronprecipitadamente, en un movimiento

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simultáneo, aterrorizadas. Una de ellasdejó escapar una especie de estertor,que resumía sus pensamientos: «¡Otravez tú!».

Tras dar su oreja a la segunda bruja,Morgennes le dijo —después de quevolviera a colocarla en su lugar:

—¡He venido en son de paz! ¡Soloquiero hablaros!

Nuevos estertores, que no prometíannada bueno.

—También he traído esto. —Lesmostró su diente, un raigón negro ymedio podrido—. ¿Lo queréis?

Estertores y más estertores.Una de las viejas le tendió la mano,

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en un gesto implorante. Morgennes lamiró, y luego contempló la miserablechoza donde moraban. ¿Por qué novivían en un palacio? El emperadordebería tenerlas a su lado en todomomento, y en cambio, había pedido aMorgennes que les robara susposesiones más preciadas. ¿Québeneficio obtenía con ello? Si lo habíahecho para que no pudieran seguirejerciendo sus habilidades comoadivinas, ¿por qué no matarlas? Y siverdaderamente leían el futuro, ¿por quése habían dejado robar?

Este cúmulo de interrogantesrodeaba de un aura de misterio a estas

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tres viejas, tan decrépitas que parecíanhaber nacido en la época de AlejandroMagno. En todo caso, muchosaseguraban, en las colas de laspanaderías y las carnicerías deConstantinopla, que habían conocido alviejo emperador Constantino, y que aeste último debían su extraña vivienda.«De hecho —afirmaba la gente—, puededecirse que forman parte de la ciudadhasta el punto de que su desapariciónsignificaría con certeza el fin deConstantinopla.»

—Os devuelvo vuestro diente acambio de una información...

Las brujas silbaron, gruñeron,

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mascullaron algo ininteligible.—¿Estáis de acuerdo? Nuevos

cuchicheos.—Lo tomaré por un «sí» —dijo

Morgennes.Y les devolvió su diente.Después de recuperar una su ojo,

otra su diente y la tercera su oreja, lastres brujas se acercaron a Morgennessiseando:

—¡Tú! —cloqueó la vieja del diente—. ¡Tuuuuú! —repitió, apuntando con eldedo a Morgennes.

—¡Que los patriarcas nos ayuden!—dije yo persignándome.

—¡Liberado! —cloqueó una vez más

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la vieja—. ¡Liberrrrado de todo! De lomaterrrrial y del orrrrgullo...

Las viejas se envolvieron en unamanta mugrienta; a continuación, laprimera echó la cabeza hacia atrás,mostrando el blanco de los ojos,mientras la segunda se golpeaba lafrente contra el suelo. La tercera emitióuna especie de silbido extremadamenteagudo, que nos obligó a taparnos losoídos; pero, al cabo de un momento, desu boca salió una lengua parecida a lade una serpiente, y con ella esta frase,pronunciada con voz sibilante:

—¿Qué tipo de hombre eres tú?—Un hombre como los demás —

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dijo Morgennes—. En busca deaventuras...

—No, no eres un hombre...—Pues ¿qué soy entonces? —

preguntó Morgennes.—¡Camina! —dijo la vieja—.

¡Camina sssiete y sssetenta y sssietedías, en dirección a la cuna del sssol...¡Entonces sabrás!

Y así, Morgennes y yo nos pusimosen camino después de habernosequipado con material de escalada.Cuerdas, pitones, martillos, pieles deoso, cascos, palas, picos para el hielo...e incluso crampones. Con nuestroequipo metálico envuelto en trapos

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untados en aceite para protegerlo delfrío, partimos en la dirección indicadapor las tres brujas, que, cosa extraña,coincidía totalmente con la de ladecimotercera misión de Morgennes; esdecir, hacia Oriente y las Indias.

En dirección al imperio del PresteJuan.

Sin embargo, yo no dejaba de pensarque si alguien hubiera queridodesembarazarse de nosotros y hacernosuna mala jugada, no habría actuado deotro modo. Pero ¿quién iba a hacer algoasí? ¿Quién podía estar interesado enello?

Nadie.

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Y Manuel Comneno esperabarealmente que le llevaran, en bandeja deplata, la cabeza del Preste Juan (siexistía), o la del que había redactadoaquellas cartas.

De manera que, con la cuerdaenrollada de través en torno al cuerpo,un pico en la mano, y los pitones y losganchos balanceándose y tintineandosujetos a la cintura, avanzamos trepandosin descanso, aunque cada vez máslentamente a medida que el terrenoascendía y las montañas —majestuosamente envueltas en nubes ynieves, soberanas imperturbables junto alas que Morgennes y yo no éramos más

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que dos sombras minúsculas— seacercaban a nosotros.

Al cabo de setenta y dos días demarcha, alcanzamos por fin loscontrafuertes del monte Agri Dagi,donde nos concedimos un brevedescanso en el monasterio de SanJacobo. Allí nos regalamos con jabalíesasados y truchas asalmonadas pescadasen el Aras, mientras bebíamos vino de laviña más antigua del mundo.

—La que plantó Noé, no lejos de suarca —nos explicó uno de los monjes—.Para dar las gracias a Dios por haberpuesto fin al diluvio.

—Esa de la que bebió vino hasta la

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ebriedad —añadió Morgennes.Al ver que el monje le miraba mal,

le di un codazo y dije:—¡Noé, el salvador de la

humanidad! Le debes respeto, ¿sabes?Morgennes me hablaba a menudo de

los dibujos que había visto en el palaciode Colomán, y me decía que los paisajesque atravesábamos se parecían a los queestaban representados allí. Estabaconvencido de que los bizantinos noshabían precedido en este lugar y sepreguntaba si la Compañía del DragónBlanco no habría pasado por aquítambién. Cuando le pregunté la razón,me contó:

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—Gargano, el hecho de que losastilleros de Constantinopla hayan sidocerrados al público, que no hayamosencontrado ni rastro de la Compañía delDragón Blanco en Constantinopla y losesquemas que vi en el faro... Todo ellome induce a pensar que algo importantese trama en torno a Constantinopla, laCompañía del Dragón Blanco y tal veztambién los dragones...

¡Los dragones!Caminábamos en dirección al ruido

de alas y yo seguía irguiéndome sobresus hombros para ver qué distinguía.

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Pero solo veía un formidable mar debruma, que se elevaba hacia un pico deuna altitud vertiginosa. A veces pensabaen nuestra vestimenta, y me preguntabasi aquel era un atuendo adecuado parapresentarse ante san Pedro.

Pero no tuve que preocuparme porsan Pedro, porque lo que descubrimosentonces nos dejó sin aliento —a mí elprimero.

—¡Morgennes! —exclamé—. ¡Esincreíble!

—¿Qué ves?—Hay un hueco en la cima de la

montaña, ¡un hueco en forma de casco debarco! ¡Como si alguien hubiera bajado

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el Arca de Noé de su atalaya en lo altodel monte Ararat!

—¡Majaderías! ¡Eso es imposible!—¡Sigue adelante, vamos!Apresurando el paso, Morgennes nos

condujo al borde del mar de bruma dedonde surgían los ruidos de ángeles ó depájaros. Imaginaos una superficieinmensa, lechosa, yesosa, agitada porremolinos, y un fragor de alas quellegaba por debajo, aumentando deintensidad... Cuando el ruido se hizo tanensordecedor como el de mil olasrompiendo contra una roca, Morgennesme gritó:

—¡Prepárate! ¡Cuando los ángeles

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lleguen, saltaré al vacío para sujetarmea uno de ellos! ¡No le quedará másremedio que llevarnos al Cielo!

—¡Morgennes! ¡No! ¡No hagasestupideces!

Para dar aún más fuerza a suresolución, Morgennes, que se habíadesembarazado de su armadura bermejaen la tienda de un prestamista deConstantinopla, pasó la mano bajo sucota de cuero de ciervo, luego bajo sucamisa de tela de cáñamo, y apretó lacruz que le había dado su padre. Suslabios formaron un padrenuestrosilencioso, y noté cómo tensaba losmúsculos, dispuesto a lanzarse al vacío.

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—Tengo miedo —dije—. Creo queno he tenido tanto miedo en mi vida.

—Siempre me has dicho que yo nohabía cruzado realmente. .. ¡Pues bien,ha llegado el momento de lanzarme deverdad!

Sabiendo que tal vez solo nosquedaba el tiempo de un latido, miré elpaisaje, devorando con los ojos lo queprobablemente era lo último que mesería dado contemplar. Pero debía deencontrarme en pleno delirio, porque elcielo era negro y la nieve flotaba, encontra del sentido común, en todasdirecciones. En lugar de descender,algunos copos incluso subían en la

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oscuridad, semejantes a estrellasblancas.

—¿Crees que habrá aún un poco detierra bajo esas nubes? —pregunté aMorgennes.

—¡Qué importa eso! ¡Nosotrossubiremos!

Luego, cuando las nubes del bordedel precipicio empezaron a temblar, selanzó al vacío.

Y cayó sobre un ala.

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Con su afilada espada se lanza al ataquede la serpiente maléfica;

la taja hasta el suelo y la corta en dosmitades.

CHRÉTIEN DE TROYES,Ivain o El Caballero del León

Manuel Comneno levantó la nariz desu brebaje, una sopa especiada servida

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en un bol de oro incrustado de perlas. Ellíquido palpitaba como si estuviera vivoy tenía el color lechoso de las sopaschinas. Sin tan siquiera asegurarse deque su catador todavía se encontrara convida, Manuel bebió un trago del líquidoardiente, y luego hundió su mirada en losojos de Guillermo.

—Majestad —dijo el secretario deManuel Comneno.

—Que me envenenen si les place.Estoy inmunizado contra todo.

Luego, volviéndose hacia Guillermo,el emperador de los griegos le explicó:

—Mis catadores solo me sirven parasaber si han tratado de envenenarme. A

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mí, los venenos no me hacen nada.Apenas realzan un poco el sabor de misplatos.

—Majestad, rezo cada día para queno os hagan ningún daño. Pero,volviendo a esta última carta, ¿mehabíais dicho que teníais alguna ideasobre quién podía ser su autor?

Tras un gesto del secretario, elcatador salió de la habitacióncaminando hacia atrás, para no dar laespalda a Manuel Comneno, quedescendió de su trono. Entonces, porefecto de un mecanismo oculto en losmuros —más que por arte de magia(Guillermo no se dejaba engañar por ese

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tipo de trucos)—, el trono se elevó en elaire mientras en todo el Chrysotriclinosestatuas de criaturas fantásticas (grifos,dragones, fénix e hipogrifos) seagitaban, batiendo las alas como paraalzar el vuelo y arañando el vacío consus garras.

Esta instalación, encargada por elemperador, había costado una pequeñafortuna y había requerido varios años detrabajo de una célebre maestra de lossecretos llamada Filomena, con quienGuillermo solo se había cruzado en unpar de ocasiones, pero cuya fama habíallegado de todos modos a sus oídos.

—¿Creéis en los dragones? —

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preguntó bruscamente Manuel Comnenoa Guillermo, arrancándolo de suspensamientos.

—Desde luego —respondióGuillermo—. Herodoto y Plinio losmencionan en diversas ocasiones. Lahistoria está repleta de ejemplos dedragones vencidos por hombres, santoso ángeles. Así, san Miguel, san Jorge,san Marcelo, o también, en Etiopía, sanMateo, se enfrentaron...

El emperador se limitó a levantar lamano, y su secretario le invitó a guardarsilencio.

—No os pregunto si creéis que losdragones existieron un día —continuó el

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basileo—. Eso lo sabe todo el mundo.Os pregunto si creéis que existentodavía, en algún sitio, hoy...

—Bien...Guillermo no respondió

inmediatamente. Curiosamente volvía apensar en el fabuloso espectáculomontado por la Compañía del DragónBlanco, en el curso del cual Morgennes,representando el papel de san Jorge,había vencido a un poderoso dragónnegro. Se preguntaba: «¿Qué se habráhecho de Morgennes? ¿Habráconseguido hacerse olvidar? En todocaso, yo le había olvidado... ¡ElCaballero de la Gallina!». Sus labios

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esbozaron una sonrisa, y trató derecordar las últimas palabras de Amaurya Morgennes... A ver, ¿cómo era? No.Su memoria no era lo bastante buena.Pero recordaba muy bien que Amauryhabía prometido a Morgennes que learmaría caballero si conseguía matar aun dragón. Desde entonces no habíanvuelto a verle, excepto en el Krak,donde había causado muy malaimpresión tras hacerse pasar por sanJorge. Dicho esto, algunos —como elconde de Trípoli— afirmaban que era aél a quien debían la desbandada delejército de Nur al-Din. Otros, enConstantinopla, contaban que Morgennes

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se había convertido en uno de los máspoderosos mercenarios al servicio delemperador, en una de sus «almasnegras». Guillermo inspiróprofundamente y se lanzó:

—Creo en las amazonas, yo mismohe conocido a su reina..:

El emperador levantó la mano denuevo, y el secretario intervino:

—¡Al grano!—Como se dice en la Biblia —

añadió Guillermo—: «Él es la primerade las obras de Dios». Por mi parte,sería presuntuoso creer que el hombrelos ha exterminado a todos.Forzosamente deben de quedar aún

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algunos. Aunque solo sea para elApocalipsis...

—¡Al grano!—Pues bien —se apresuró a

concluir Guillermo—, sí, lo creo. Conmayor razón aún porque creo en elDiablo, y no creer en los dragones seríacomo decir que el Diablo no existe o hasido definitivamente vencido. Ya quedraco iste significat diabolum («estedragón representa al Diablo»), comodice Isidoro de Sevilla en susEtymologiae.

Una pálida sonrisa iluminó el blancorostro del emperador, visiblementesatisfecho por la respuesta de

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Guillermo.—Venid —dijo el secretario de

Manuel—. Su majestad quiere celebrarvuestro acuerdo. Para hacerlo, iremos ala sala de los diecinueve lechos, dondesu majestad tiene por costumbre recibira sus huéspedes más importantes.

El emperador interrumpió a susecretario y declaró:

—Pero antes me gustaría quevisitarais mis jardines, y luegomostraros mis preciosas colecciones deobjetos sagrados y de reliquias.

—¡Majestad, qué gran honor! —exclamó Guillermo.

En un deslumbrante despliegue de

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ropas de seda forradas de oro y piedraspreciosas, Manuel pasó ante Guillermo,seguido de su secretario, su primerprotospatario (el portador de suespada), el logoteta del Dromos (conquien Guillermo tendría que concretarlos detalles de su acuerdo diplomático)y su maestro de las milicias: elmegaduque Colomán. Seis de los doceguardias nórdicos que velaban en todomomento, fuera de día o de noche, por laseguridad del emperador se unieron aellos y se colocaron de tres en tres, auno y otro lado de estos importantespersonajes.

Manuel Comneno había subido al

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trono en 1143. Hijo, nieto y biznieto deemperador, había tenido la suerte, sipuede decirse así, de heredar un imperioreforzado, engrandecido y estabilizadopor la espada de sus antepasados. Pero¿y él? ¿Qué legaría Manuel a su hijo, eljoven Alejo II? ¿Aumentaría la herenciarecibida, o al contrarío, la disminuiría?Esta cuestión le atormentaba con mayorrazón aún porque sus tierras seencontraban permanentementeamenazadas, al oeste y al este.

El sur ya se había perdido hacíamucho tiempo. El sur era Egipto, que enotra época había sido el granero de trigodel Imperio. Desde entonces,

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Constantinopla padecía constantesproblemas de avituallamiento; por ellose arruinaba comprando víveres a losmercaderes —principalmente a losvenecianos, odiados en todo el Imperio.

—Creedme —dijo el emperador aGuillermo—, tardaréis en olvidar lo quetengo intención de mostraros.

Entonces, como hacía a menudo paracalmarse, divertirse o entretener laespera, Guillermo se pasó el largobastón de la mano derecha a la izquierday lanzó una breve ojeada a su extremo.Este representaba una cabeza de dragón.Masada, el comerciante que se lo habíaofrecido, le había asegurado que se

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trataba del bastón de Moisés. ¿Le habíatomado el pelo? ¿Quién podía decirlo?

Guillermo esbozó una sonrisa, yluego siguió al emperador y a sushombres al enorme jardín del palacio deBlanquernas, al que daban las ventanasde la sala del trono.

Aquel lugar era un jardín zoológicomás que un jardín de recreo; aquí y alláse veían jaulas que contenían animalesque no tenían nada de fantástico. Así,tigres y leones caminaban de un lado aotro de su prisión con barrotes de oro yde vez en cuando lanzaban bufidos y

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aterradores rugidos. Como si quisieranser agradables con ellos y recordarlessu gloria de antaño, bandadas depalomas huían hacia el cielo y luegovolvían a picotear, junto a las avestrucesy los pavos reales, el grano que losguardias les habían lanzado —para alzarde nuevo el vuelo tras los bufidossiguientes.

—¿Creéis —preguntó el emperadora Guillermo— que una fábula puedeconfirmarse?

—Si hay suficiente gente paracreerla, es posible.

—Entonces, ¿creéis que Dios es unafábula?

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—¡Por san Martín! Desde luego queno.

Guillermo hizo una pausa. ¿Leestaban tendiendo una trampa? Depronto se puso a temblar de pies acabeza ante la idea de que esta visita aljardín tuviera como finalidad echarle ala jaula de una de esas fieras quelanzaban hacia ellos miradashambrientas. Cuando un tigre lanzó suronco bufido, Guillermo lamentó nopoder alzar el vuelo como las palomasdel palacio.

—¿Tenéis frío? —preguntó aGuillermo el secretario imperial.

—No, no, estoy bien —dijo

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Guillermo, que no dejaba desorprenderse por el extraño lazo queunía al secretario y al emperador.

Los guardias y el cortejo de Manueldirigieron a Guillermo una miradainquieta, tal vez inquisidora.

—Estoy bien —dijo Guillermo—.Os lo aseguro...

—¿Y el prestigio de un rey, un papao un emperador —prosiguió Manuelcomo si no hubiera ocurrido nada—,creéis que se remite a la fábula? ¿A laleyenda?

—No lo sé —confesó Guillermo—.Creo que hay que hacer todo lo posiblepara vivir en la verdad; pero también es

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cierto que un pellizco de polvosmágicos realza el prestigio de aquellossobre los que se deposita...

Acababan de llegar al centro deljardín, donde había una fuente. Allí, unhombre, una mujer, tres ancianos y dosniños, todos pobremente vestidos,esperaban a que Manuel les lavara lospies —como exigía la costumbre cadavez que el emperador iba a celebrar unfestejo—. Mientras el emperador searrodillaba para pasarles entre losdedos y por las pantorrillas un pañoempapado en agua de la fuente,Guillermo se preguntó: «Estos pobres,¿son auténticos pobres o sirvientes

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disfrazados? Y en ese caso, ¿quiénengaña a quién?».

Mientras se hacía esta pregunta, elsecretario del emperador se volvióhacia él para hacerle saber:

—Al principio, su majestadsospechó de vos.

—¿Cómo?—¿Quién podía estar más interesado

en desestabilizar el Imperio y enempujar a su majestad a entrar enguerra?

—No lo sé. ¿Los moldavos? ¿Losarmenios?

—¡Pamplinas! —dijo el emperador,levantando la cabeza—. Los moldavos y

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los armenios son tan débiles que, a misojos, no existen. Pongamos, más bien,los sarracenos. Pero en este caso nohabrían tratado de humillarnos en tantoque cristianos ortodoxos. Ellos noentienden estas sutilezas. No, loselementos a los que irritamos —y digo«irritamos», y no «amenazamos»— sondos y solamente dos.

—¿De dónde cree, pues, sumajestad, que procede esta maniobra, sise me permite preguntarlo?

El emperador, que ahora estabasecando los pies de aquellos súbditospobres con un paño de algodón, traídosobre una bandeja de plata por un joven

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sirviente, respondió:—Pero si acaban de decíroslo: ¡de

vuestra parte!—¿De mí? —dijo Guillermo en el

tono más inocente posible.—Su majestad —prosiguió el

secretario—, hablaba de «vuestra parte»en un sentido amplio. Se refería avosotros, los cruzados. A Jerusalén y aRoma, si lo preferís. Su majestad sabeigualmente que, por emplear uneufemismo, no es santo de la devocióndel papado.

—Lo que no es cosa nueva —comentó Manuel.

—De modo —prosiguió el

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secretario— que, atrapado entre estasdos potencias medianas, su majestad noha tenido otra elección que partir a laguerra.

—Pero, gracias a Dios, creemossaber de dónde ha venido el golpe —dijo el emperador.

Manuel dejó caer el paño entre lasmanos del joven paje de la bandeja deplata y se alejó de la fuente sin dirigiruna mirada a sus pobres, que,verdaderos o falsos, doblaron la rodillaa su paso.

—¿Y de dónde procede? —insistióGuillermo.

—Ni de Roma ni de vuestra parte.

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No.—Majestad, rae muero de

curiosidad.—Silencio —dijo el secretario.—Cada cosa a su tiempo —continuó

el emperador—. Os he hablado de micolección de objetos preciosos, ¿lorecordáis?

—Es un honor que no se olvida,majestad —dijo Guillermo—. Pero ¿quérelación hay entre los dragones y elreino del Preste Juan?

—Veréis, después de una profundareflexión, me he preguntado si no podríaser que, tanto los unos como el otro,existieran. Al igual que, por ejemplo,

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los caballeros de la Tabla Redonda...Creo que sois un gran aficionado a loslibros, ¿verdad?

—Sí, me jacto, en efecto, de pasarmucho tiempo en su compañía; pero nopierdo el tiempo leyendo cuentos deaventuras. Lo que me interesa es lahistoria, y solo la historia. Me interesoúnicamente por los hechos. Por larealidad. Las fabulaciones de losjuglares no me atraen...

En este momento de la conversaciónllegaron, en el otro extremo del jardín,ante una pesada puerta de bronceinsertada en un muro de piedra blanca.El emperador, que marchaba en cabeza,

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se apartó para dejar pasar a Guillermo.—Hacedme el honor.De nuevo Guillermo tembló. Dado

que pronto sería mediodía, no podíaatribuir los estremecimientos al frío.Sobre todo en ese inicio de primavera,en el que hacía un tiempo magnificó.

Obedeciendo al emperador, al quede todos modos nadie se habría atrevidonunca a desobedecer en su palacio,Guillermo franqueó el umbral de laenorme doble puerta, que dos lacayosacababan de abrir ante él, y se encontrófrente a un largo corredor, guardado pordos dragones.

Guillermo estuvo a punto de

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desvanecerse, pero el propio emperadorimpidió que se desplomara,sosteniéndolo en el último momento.

—¡Rehaceos! —le dijo—. ¡Y mirad!Guillermo abrió los ojos, y se dio

cuenta de que no había visto bien. Loque había tomado por dos dragones eransolo dos enormes lagartos, con crestas yescamas, equipados con una silla a laque se encontraba encaramado uncaballero con la lanza apuntando haciadelante. Los lagartos, tan altos yaparentemente tan dóciles comopalafrenes, no movían ni una pestaña.Solo sus ojos globulosos y negrospermanecían clavados en Guillermo,

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igual que las largas lenguas rojas con elextremo bifurcado, que apuntaban aintervalos regulares en su dirección.

—¡Dios mío! —dijo Guillermo—.¿Por qué milagro...?

—No hay ningún milagro —dijo elemperador—, sino un simpledescubrimiento. Estos lagartos, opequeños dragones, si lo preferís,proceden de una isla situada en losparajes de la India, adonde mismercenarios fueron a buscarlos.

—Es extraordinario.—¿Habéis oído hablar de la

Compañía del Dragón Blanco?—¡Desde luego! —dijo Guillermo,

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entusiasmado.—Mi sobrina forma parte de ella.

¿No la habréis conocido, porcasualidad?

—No lo creo. Pero esta compañíadio, en Jerusalén, un espectáculo que noolvidaremos. Y he oído decir que elDragón Blanco permitió que Amaury ysus hombres salvaran la vida duranteuna de las campañas, desastrosasciertamente, de su alteza en Egipto.

—Contadnos esto.Guillermo carraspeó para ocultar su

turbación. Entonces, para no aumentar suincomodidad, el emperador propuso:

—Vayamos a mi biblioteca. Allí

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estaremos mejor para hablar.Comprendo que no os sea fácilexpresaros aquí, en la turbadorapresencia de estos dragoncillos. Perome son indispensables. Hace dos mesesy medio hubo unos robos...

—¡Robaron a su majestad!Manuel Comneno hizo un gesto en

dirección a su secretario, que prosiguió:—Sí. Alguien robó tres reliquias que

su majestad tenía en particular estima.Desde que su majestad ordenó queapostaran a estos dos dragoncillos a laentrada de su colección, no ha vuelto acometerse ningún robo.

—Este tipo de incidente no se

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reproducirá —concluyó ManuelComneno levantando una mano cargadade anillos.

Dicho esto, insertó el mayor de losdiamantes de sus dedos en un orificiosituado a media altura en la pared. Lapiedra preciosa, haciendo las funcionesde llave, giró en el orificio, y unasección del muro se abrió.

—Este dispositivo —dijo elemperador— me costó la bagatela dediez quilates.

No sabiendo cómo reaccionar,Guillermo prefirió guardar silencio,pero lo que vio al otro lado le arrancóun grito de éxtasis:

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—¡Por el Dios que creó el aire y elmar!

Ante sus ojos se extendía labiblioteca más extraordinaria que nuncahabía visto. Decenas, centenares depergaminos estaban ordenados encasillas, mientras que una docena delibros encuadernados en cuero, oro yplata se encontraban colocados,abiertos, sobre atriles, junto aescritorios con estiletes que esperaban aser utilizados.

Mientras le mostraba estos tesoros,el emperador dijo a Guillermo:

—Aquí encontraréis el célebrePicatrix, llamado también La meta del

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sabio en la magia, del gran matemáticoy astrónomo andalusí al-Majriti. En él seencuentra todo lo necesario sobre el artede fabricar talismanes, de celebrarrituales que permiten gobernar lasestrellas y las almas, y muchos otrosmisterios. Encontraréis igualmente elPequeño tratado del Anticristo, delabate Adson. Así como El secreto delos secretos (traducido al latín porFelipe de Trípoli y que recapitula elconjunto de las lecciones dadas porAristóteles a Alejandro Magno) y elLiber Pontificalis, del obispo romanoMarcelino (donde se trata de sacrificiosa los ídolos). Y aquí, encuadernado en

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una piel de dragón de cuarenta pies delargo, un ejemplar de la litada y laOdisea.

—¡Fantástico! —dijo Guillermo.—Y he aquí la Astronomica, de

Manilius, de la que se dice que inspiróal aterrorizador poeta damasceno Abdulal-Hazred su Libro de los nombresmuertos, el Al-Azif.

—¿Tiene su majestad esta últimaobra?

—No, por desgracia no la poseo. Enmi opinión se ha perdido para siempre.Pero tengo la biografía que IbnKhallikan acaba de redactar sobre suautor.

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—¡Es la colección más magnífica deobras esotéricas que nunca haya visto!¿Cuántos años ha necesitado su majestadpara reuniría?

—Varios siglos. No, no osestremezcáis. Porque no fui yo quiencomenzó esta colección. Fueron misantepasados y mis predecesores. Perovolvamos a lo que hablábamos antes deentrar aquí. De Egipto, de los dragones yde ese famoso Preste Juan. Nos, ManuelComneno, basileo del Santo Imperiobizantino, juramos ayudaros a conquistarEgipto. Y os aseguramos también que noconseguiréis nada si no encontráis ciertaarma...

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—¿Un arma? ¿Cuál?—Hablo de una espada. Pero venid.

La visita no ha acabado. Os he mostradomi biblioteca, adonde podréis volverpara pasearos a vuestro gusto más tarde.Ahora vayamos a ver mi pequeñacolección...

Manuel se dirigió hacia el extremode aquella habitación tan larga quepodría contener el Santo Sepulcroentero. Guillermo sabía qué ningunacolección de reliquias podía competircon la de Constantinopla, y sepreguntaba qué otras maravillas iba amostrarle el emperador. ¿Se trataba dela espada que acababa de mencionar?

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¿Era posible que...? Guillermo sintióque su corazón palpitaba desbocado,hasta el punto de saltarse un compás.Por eso se amonestó a sí mismo,diciéndose: «Vamos, vamos, mi buenGuillermo, ¡no pierdas la cabeza! Hacemás de siete siglos que murió san Jorge,y nadie ha encontrado nunca suespada...».

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—¿Y qué querrías encontrar?—La aventura, para poner a prueba mi

valor y mi coraje.

CHRÉTIEN DE TROYES,Ivain o El Caballero del León

Era un ala, pero no de ángel, sino deave.

¡Habíamos aterrizado sobre el lomo

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de un pájaro!Sin embargo, mirándolo más de

cerca, no era un pájaro, sino miles depájaros negros y blancos que volabantan cerca los unos de los otros queformaban un increíble damero que seelevaba hacia el firmamento. Morgennescorría sobre ellos.

—Debo de tener fiebre —dije.—¡Sujétate bien! —me dijo

Morgennes.—¡Dime que estoy soñando! ¡Esto

no es posible!—¡Sujétate!Corríamos sobre un océano de alas.

Yo me frotaba los ojos, me pellizcaba la

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mano... Pero la visión no se borraba.Estos pájaros debían de ser losdescendientes de los cuervos y laspalomas que Noé había enviado enbusca de tierra firme hacia el final deldiluvio. Dios les había ordenado quecrecieran y se multiplicaran, y esohabían hecho. ¿Eran también losguardianes de estos parajes?

En todo caso, seguían batiendo lasalas y elevándose por encima de lasnubes, mucho, muchísimo más alto queellas. En cierto modo, Morgennes y yorepresentábamos los dignos herederosde Dédalo y de Ícaro, en ruta hacia elsol. Este brillaba en el cenit, con más

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intensidad que nunca; y en ese instantesupe que la leyenda de Ícaro no era másque una leyenda, y no un hecho histórico.Porque en lugar de un fuerte calor capazde fundir la cera que mantenía lasplumas en su lugar, sentí un frío terrible,tan punzante como una lanza acerada.Sin aliento, con las lágrimas manando demis ojos a pesar mío, con las cejasheladas, ya no sentía las manos y mepreguntaba cómo podía sostenerme aúnsobre Morgennes. Sin duda mis dedos sehabían pegado a su barba y ya no podíanmoverse.

Como en un sueño, Morgennescaminaba valerosamente sobre ese

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extenso techo de nubes recubiertas deuna fina película de hielo, que crujíabajo sus pasos y que las alas de lospájaros hendían como una olaremontando hacia la orilla. Una curiosamelodía cristalina resonaba a nuestroalrededor. ¿Era la música de los ángelesque los moribundos oyen antes de ir alParaíso?

En ese caso, ¿estábamos a punto demorir?

Otro sonido llegó a mis oídos. Dedientes que entrechocaban. Comprendíque me castañeteaban los dientes, contal fuerza que era incapaz de articularpalabra. Morgennes, que ya había

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demostrado que podía soportartemperaturas elevadas, me estabademostrando ahora que también podíaresistir el frío. Además, parecía no tenerlas mismas dificultades que yo pararespirar. ¿A qué se debía aquello? Loignoro. Pero nada frenaba su progresiónsobre las alas de los pájaros.

¿Adónde íbamos?Aparentemente, los pájaros se

dirigían a la cúspide del monte Ararat,cuya cima recordaba a un diente cariadodel que hubieran extirpado un pedazo —en este caso, el Arca de Noé.

Turbado hasta lo indecible, mepregunté quién la había bajado de su

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atalaya. ¿Cuántas personas, y durantecuánto tiempo? Me negaba a ver en ellouna hazaña menor que la que habíasupuesto construir las pirámides de ElCairo. Y me estremecí ante la idea deque la embarcación a bordo de la cualhabían viajado Noé y todos los animalesde la Creación hubiera sido robada porunos malhechores. La venganza de Diossería terrible.

¡Porque efectivamente aquel era elmonte Ararat! De hecho llegaba adistinguir, insertada en el hielo, unaflotilla de barcos pequeños, lasembarcaciones que, según la leyenda,habían ocupado otras personas, además

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de Noé y su familia, después del iniciodel diluvio.

Si esta cadena de montañas —que,por otra parte, recordaba, con sus picosen forma de escamas dorsales, a undragón de más de un centenar de leguasde longitud- marcaba la frontera delimperio del Preste Juan, entonces esteera Dios. ¡Y su imperio, el Paraíso!

No teníamos derecho a estar ahí.Estábamos hollando un territorioprohibido. Y el precio por ello sería...la condenación. El infierno, para toda laeternidad.

Este precio, aunque justo, meparecía demasiado elevado, y habría

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preferido encontrarme en una situaciónen la que no hubiera tenido que pagarlo.Pero ¿cómo hacerlo? Yo ya nocontrolaba nada. Era Morgennes quienllevaba el timón.

Mientras caminaba sobre lospájaros, Morgennes miraba alrededor, alacecho de los dragones. ¿No podía serque uno de ellos surgiera de los cielospara abatirse sobre el ejército depájaros que se elevaba hacia Dios y loabrasara con su aliento? ¿O encontraríaalguno, tal vez, en su nido de águilas,como una rapaz acechando a su presa, enlo alto del monte Ararat? Morgennesapretó el puño, decidido a lanzarse a la

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pelea. Si un dragón asomaba el extremode su mandíbula, no escaparía. Pero noestaba solo. También estaban Cocotte yChrétien de Troyes. Y no era cuestión deabandonarlos. «Cada cosa a su tiempo»,se dijo Morgennes. Si debían morir decamino a la eternidad, morirían.Después de todo, era un final digno deun héroe, y el mejor modo de entrar enel Paraíso.

Pero la muerte no acudiría a la cita.Lo que nos esperaba era algo mucho

más extraordinario.Ya habíamos recorrido un poco más

de la mitad del camino que nos separabade la cima del Ararat, y las nubes habían

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desaparecido totalmente bajo nosotros,cuando el ejército de pájaros dio unbandazo y voló en picado hacia el suelo.

Sin los excelentes reflejos deMorgennes, seguro que nos habríamosprecipitado al vacío; pero consiguiómantener el equilibrio y, aprovechandoesa increíble pendiente, se puso a correra toda velocidad, esta vez hacia abajo.¿Qué ocurría? ¿Por qué este bruscocambio en el plan de vuelo? ¿Noshabían descubierto? ¿Alguien habíadado orden a los pájaros de lanzarse enpicado y volver a tierra? ¿O es queaquellas estúpidas aves tenían elcerebro de un mosquito y una de ellas

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había tenido la descabellada idea de ir aver si el aire era más denso abajo, y lasdemás la habían seguido? Imposiblesaberlo.

El caso era que la pendiente se hacíacada vez más abrupta y que cadazancada de Morgennes nos alejaba unpoco más de la cima del Ararat.

Finalmente nos encontramos enmedio de las nubes, y los pájaros sedispersaron en todas direcciones.

—¡Caemos! —dijo Morgennes.—¡Lo séeeee! —dije yo

entrechocando los dientes, esta vez másde miedo que de frío.

Convencido de que íbamos a morir,

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cerré los ojos. Pero nuestra caída durósolo el espacio de un latido, y nos dejó,con los miembros doloridos, sobre unarco de tierra, un puente gigantesco queunía el Ararat con otra cima.

—¡Morgennes! ¿Estás vivo?Pero Morgennes no me escuchaba.

Estaba demasiado ocupadocontemplando las enormes estatuas depiedra que nos observaban en silencio.

—¡Morgennes! ¿Cómo está Cocotte?—Conozco este lugar —dijo—.

Tengo la impresión de que ya he estadoaquí. ¿Tal vez en un sueño?

Las estatuas representaban hombresvestidos con un simple paño, sentados

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con las piernas cruzadas. Los pájaroshabían hecho sus nidos en las manosentrecruzadas, con las palmas haciaarriba, así como en las orejas y en lasventanas de la nariz. Pero estos gigantesde piedra no reaccionaban, y suspesados párpados permanecíanobstinadamente bajos, como si rezaran omeditaran.

—¡Morgennes!Todo era inútil, mi compañero no

conseguía apartar la mirada de estosinmensos e impasibles rostros de piedra,con la altura de tres hombres, que noscontemplaban sin juzgarnos.

—¡Morgennes!

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Impaciente, le sujeté del brazo paraobligarle a girar sobre sí mismo ycolocarlo frente al arco. Ese fue elmomento que eligieron los pájaros paraascender desde las profundidades yvolar de nuevo hacia el cielo.

Entonces, con un formidable rumorde alas, tan ensordecedor como unprolongado trueno, el ejército de pájarosnos impidió ver el Ararat y el arco depiedra que permitía acceder a él. Luegola muralla de plumas que había partidoal asalto de las cimas desapareció porencima de las nubes. Era el final. Ya nohabía ni un solo pájaro en el horizonte;solo el Ararat, el puente de piedra que

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permitía alcanzarlo y...—¡Morgennes, ahí hay alguien!—Ya lo veo —dijo Morgennes.—¡Bienvenidos! —nos dijo con una

curiosa voz aguda un hombre de cararedonda, que se encontraba parado enmedio del puente.

—¡Debo de estar delirando! —dije.—No, no deliráis —dijo el

misterioso individuo.Vestido con un traje dorado con

franjas escarlatas, el hombre manteníalas manos en el interior de las mangas,llevaba unos curiosos zapatos negrosbarnizados, y una larga coleta negra lecaía sobre la espalda. Sus ojos oblicuos,

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su boca fruncida y su tez amarillentaindicaban que nos encontrábamos frentea un asiático.

—¡Pero si habláis francés! —dijoMorgennes.

—No —dijo el hombre con cara deluna—. ¡Sois vosotros los que habláischino! Shyam os ha preparado bien.

—¿De modo que la conocéis?—Desde luego que sí. Entre

nosotros es muy popular. ¡Era unaaventurera muy célebre!

—Una aventurera... Todo estoparece irreal —murmuré—. ¿Estáisseguro de que existís? ¿Estamosmuertos? ¿Es esto el Paraíso?

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—Sí —respondió el hombre a laprimera pregunta—. No —a la segunda—. No tengo derecho a decíroslo —respondió finalmente a la tercera.

Morgennes, ligeramentedesconcertado, se pasó la mano por elhombro para quitar los copos de nieveque se habían acumulado; luego,recuperó la jaula de Cocotte y volvió acargársela a la espalda.

—Ven —me dijo—. Aún tenemosalgunas averiguaciones que hacer, y megustaría llegar al lugar al que las brujasme dijeron que fuera...

Se dirigió hacia el chino. Su alientose elevaba ante él, y no podía evitar

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pensar: «Son almas, almas en suspenso.Igual que las nubes, ahí arriba. Sonalmas. No pueden ascender más, porqueestamos a las puertas del Paraíso... Nidescender, porque su lugar está aquí».

En cuanto a mí, nunca había tenidotanto frío en mi vida. ¿Tanto frío, o tantomiedo? Ya no lo sabía. Tal vez ambascosas. A decir verdad, aquello ya notenía ninguna importancia. «Dentro depoco todo habrá acabado. Habré vividoen vano... No. He amado, he conocido aMorgennes y a Filomena, he escrito,compuesto, rezado...»

—Acercaos, acercaos —dijo elchino.

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Estandartes que representabandragones de oro sobre fondo rojorestallaban al viento, que soplaba ysoplaba con tanta fuerza que nuestrasropas flotaban en torno a nosotros yCocotte se veía obligada a agitar lasalas para no acabar aplastada contra losbarrotes de su jaula.

—¡Os saludo, honorables visitantes!Habéis venido a pasar la prueba,¿verdad?

—¿Qué prueba? —exclamé yo.—Entonces, ¿es aquí? ¿He

terminado mi viaje? —preguntóMorgennes.

—Tal vez —dijo el chino.

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—¿En qué consiste esa prueba?—¡Es la de la cabeza! —dijo el

chino, dándose golpecitos en el cráneocon un dedo—. Muy muy dura. Tendréisque utilizar mucho vuestra cabeza, siqueréis pasar.

—¿Pasar? —dije—. Pero ¿para iradónde?

—Al otro lado —dijo el chino.Miré al otro lado del puente para ver

qué había, y distinguí una enormeabertura tallada en la roca, que sehundía en la montaña. La entrada estabaflanqueada por bajorrelieves en formade dragón; pero eran dragones sin alas,como los de los estandartes, largos y

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sinuosos, con una larga cola deserpiente.

—¿Estáis listos? —preguntó elchino—. Debo deciros que si fracasáis,ya nunca podréis volver a intentarlo.

—Estamos listos —dijo Morgennes.—¡Muy bien! —dijo el chino—. Os

haré una pregunta. Si no conocéis larespuesta, no pasaréis. Si la conocéis,tendréis derecho a plantearme una a mí.Si yo no conozco la respuesta, podréispasar. En caso contrario...

—Comprendido —dijo Morgennes—. Empecemos.

—Primera pregunta: «¿Qué fueprimero, el huevo o la gallina?

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—¡Diablos! Esta es una preguntapara Cocotte —dijo Morgennes mirandoa nuestra gallina.

Se rascó la cabeza.Yo reflexionaba... Algo me decía

que debía inspirarme en mi propiaexperiencia. Particularmente en la deArras... Lo que iba después del primerpremio era la gallina. Luego venían loshuevos. Además, Cocotte ya no poníadesde que habíamos tenido que huir...

—Es la gallina —respondí.—¡Buena respuesta, honorable

competidor! —dijo el chino—. Un puntoa vuestro favor. Ahora tenéis derecho aplantearme un enigma.

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—Muy bien —dije—. Tengo unoque no es muy difícil: «Recorro loslibros sin aumentar mi saber; di cómome llamo».

—¡El gusano! —exclamó el chino.—¡Por Nuestra Señora! —exclamó

Morgennes golpeándose la palma con elpuño.

—Si queréis ganar, tendréis quehacerlo mejor —continuó el chino—.Ahora me toca a mí: «Vi un sermaravilloso, una nave aérea que llevabasobre sus cuernos un botín de guerra.Quería construir una habitación en lafortaleza. Entonces un ser prodigiosoapareció sobre las cimas de la montaña

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(todos los habitantes de la tierra sabenquién es). Cogió el botín y lo lanzó a laviajera, que partió hacia el oeste. Elpolvo se elevó en el cielo. El rocío cayósobre la tierra. La noche se fue. Nadieconoce el camino de este ser, al que túdebes nombrarme».

—Lo sé —dijo Morgennes.—Yo también, es fácil. ¡Es el sol!—¡Bravo! —dijo el chino—.

¡Vuestro turno!—Sabéis, con nosotros esto puede

durar mucho tiempo —dijo Morgennes,que había leído muchos libros quecontenían enigmas.

—¡Acabas de darme una idea! —

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dije—. ¿Qué es lo más viejo que hay?—¡El tiempo! —respondió el chino.—A decir verdad —confesó

Morgennes—, había otra respuestaposible: «Dios». Pero la de nuestroamigo es igualmente correcta, ya que niDios ni el tiempo tienen principio. Demodo que se acepta. ¡Vuestro turno!

—Nómbrame una cosa —dijo elchino— a la que ninguna otra se parece,ni en la tierra, ni en el mar, ni entre losmortales; la naturaleza ha asignadoreglas extrañas al desarrollo de suspartes: cuando nace es inmensa; en elmediodía de su vida es muy pequeña, ycerca de su muerte vuelve a hacerse

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inmensa.—Fácil —dijo Morgennes—. ¡Es la

sombra! Me toca...Reflexionó un rato, luego pensó en

su infancia y en los largos momentospasados al borde del río. Entoncespreguntó al chino:

—Mi morada no es silenciosa. Yono hago ruido. El Señor ha ordenado queestemos unidos. Yo soy más rápido quemi morada, a veces más fuerte; pero ellatrabaja más. A veces descanso, pero ellaes infatigable. Habitaré en ella mientrasviva. Si me separan de ella, muero.¿Quién soy?

—¡Ja, ja! —rió el chino—. ¡Es un

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pez en el río! ¡Me toca!—¡Dios mío! —dijo Morgennes—.

¡Esto no acabará nunca!Se alejó unos pasos, buscando una

idea. A veces el viento le traía preguntasy respuestas como estas:

—¿Qué es lo más grande?—El espacio.—¿Qué es lo más hermoso?—El mundo.—¿Qué es lo más común?—La esperanza.—¿Qué es lo más útil?—Dios.—¿Qué es lo más perjudicial?—El vicio.

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—¿Qué es lo más fuerte?—La necesidad.—Etc.—Etc.Siguieron así durante un rato que le

pareció interminable. Lo peor era quetenía la impresión de que el juego estabatrucado, ya que algunas de las respuestaseran discutibles y en algunos casoshabía varias posibilidades. Pero elchino nunca discutía nuestras respuestas,ni nosotros las suyas. Y como siempretenía respuesta para todo, estejueguecito estaba condenado a durar unaeternidad.

Mirando las estatuas de piedra que

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se encontraban frente al puente,Morgennes buscaba la solución a esteproblema, cuando de pronto tuvo unainspiración repentina, ¡una iluminación!Entonces, abalanzándose como un torocontra el chino, le propinó tal cabezazoen medio del pecho que lo lanzó alvacío, al otro lado del puente.

—¡Lo has matado! —exclamé.—Me sorprendería. Creo que es un

inmortal, y que le he dado la respuestaadecuada —dijo, dándose golpecitos enla cabeza como había hecho el chino.

—Muy astuto.—Vía libre. ¡Partimos hacia el

Paraíso!

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29

Los gigantes no tenían picas ni escudos,espadas

cortantes ni lanzas, sino solo mazas.

CHRÉTIEN DE TROYES,Erec y Enid

Guillermo penetró en una salagigantesca, cuyo techo —una cúpula decristal— se confundía con las nubes,

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que, a su paso, le proporcionabansombra y luz —tanta sombra que creíaencontrarse en plena noche, o tanta luzque debía protegerse los ojos con lamano para no quedar cegado.

—¡Oh gloria del mundo! —exclamóGuillermo—. ¡Oh secretos eternos!¡Prodigio de los cielos! ¿Qué es estoque veo?

Sus rodillas temblaban, pero habíaaprendido que no servía de nada tenermiedo. Aparentemente, no entraba en lospropósitos de Manuel ponerle a prueba.

Hablemos de qué le había impulsadoa lanzar esos gritos. Porque no era acausa de esta sala, con sus fabulosos

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juegos de sombra y luz. Las riquezas dela biblioteca habrían bastado por sísolas para llevar al éxtasis a todo unejército de coleccionistas durante unavida entera, pero los tesoros de la salasiguiente debían de ser mucho mássorprendentes aún. Porque estabanguardados por gigantes. En la media luz,Guillermo distinguió a cinco soldadoscon una altura de varias toesas vestidoscon armaduras antiguas. Sus manosenguantadas de hierro se cerraban sobreunas mazas enormes, y sus escudosestaban decorados con una hidra.

—¡Es la señal! —dijo el emperador—. La señal de que el diluvio

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efectivamente tuvo lugar y de queexistieron otros tiempos antes delnuestro. La señal de que la Biblia dicela verdad. Al menos en la primeraparte...

—¿No serán nefilim? —apuntóGuillermo.

—Exactamente. ¿Os habéis fijado ensus mazas?

—Sí.Manuel se volvió hacia su

secretario, que continuó por él:—Son de madera de gofer, la

madera con la que se construyó el Arcade Noé.

—¿Y están vivos?

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—Tranquilizaos —continuó elemperador—. Están muertos desdetiempos inmemoriales. Aquí podéis versolo la concha, porque el interior estávacío. Sus huesos, sin embargo, nosesperan en la siguiente sala. Misartesanos han conseguido la proeza dejuntarlos, lo que permite hacerse unaidea de su fisonomía.

—¿Puedo preguntar a su majestaddónde los encontró?

—¡Dónde iba a ser sino en Tebas, laciudad natal de Hércules!

Guillermo se acercó a una armadura,se puso de puntillas y la tocó justo pordebajo de la rodilla. El metal estaba

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frío, en perfecto estado. Las nubes sereflejaban en él entre reflejos azulados.

—¡Por la Virgen María! Esto mehace pensar en otra leyenda...

—No penséis —dijo Manuel—.¡Venid!

La sala siguiente ofrecía un grancontraste con la que acababan de dejar.El techo era tan bajo como alto era el dela anterior, hasta el punto de queGuillermo (que era alto para ser unfranco), Colomán y los guardias deManuel Comneno tuvieron queagacharse para avanzar. Si no hubierahabido aquí y allá, insertados en lasparedes, algunos antorcheros que

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difundían una luz tenue, podrían habercreído que estaban en una tumba.

Pero Guillermo se dio cuenta de queese era el caso.

Sobre grandes mesas de piedradispuestas en círculo, los esqueletos delos gigantes de la habitación contiguadescansaban en un silencio sepulcral.Sus cráneos, de gruesos huesos, casitocaban la bóveda de la sala, yproporcionaban a las numerosas arañasallí refugiadas un lugar ideal para tejersus telas.

—¿Por qué esta sala tiene un techotan bajo? —preguntó Guillermo.

—Imaginad que se incorporaran —

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dijo Manuel—. Al menos quedaríanbloqueados. Con este tipo de prodigiosprefiero no correr ningún riesgo.

Prudente decisión, en efecto. Aunqueno tranquilizó totalmente a Guillermo.Las manos de estos nefilim eran deltamaño de su cuerpo, y no podíaimaginar cómo sobreviviría a su abrazosi por desgracia uno de ellos seapoderara de él. Tal vez estos gigantesestuvieran bloqueados en posturayacente, pero eso no impedía quesiguieran pareciendo impresionantes. Ytemibles.

—Habladme —dijo Manuel— deesta leyenda a la que habéis hecho

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alusión.—Se trata justamente de la del

nacimiento de Tebas. Se dice que esaciudad fue fundada por un tal Cadmo,después de haber matado a un dragón. Elhéroe recibió de la diosa Atenea laorden de plantar en la tierra los dientesde ese dragón, y en el lugar dondeCadmo los había lanzado crecierongigantes, que se mataron entre ellos...

—Todos excepto cinco, queayudaron a Cadmo a construir la ciudad—añadió Manuel—. Conocía estaleyenda, que sin duda debe tener unfondo de verdad, puesto que ahí estánlos cinco gigantes. Pero eso no es todo...

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Guió a Guillermo hacia el centro dela habitación, a un punto situado en elcorazón del círculo formado por loscinco gigantes. Allí, sobre una estela depiedra, había un pequeño cofre de vidrioengastado de oro, con un dientegigantesco en su centro.

—¿Qué es? —preguntó Guillermo.—¿No lo adivináis?—No. Un diente de...—Sí. Un diente de dragón.—¿Y si lo lanzáramos al suelo,

surgiría un gigante?—¿Quién sabe? No tengo ganas de

probarlo. Pero creo que sí. De modo quemejor no tocarlo. Seguidme, la visita

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continúa.«¿Por qué razón —pensó Guillermo

—, me muestra todo esto? ¿Adóndequiere ir a parar? ¿Qué espera de mí?En cualquier caso, si queríaimpresionarme, es evidente que lo haconseguido. ¡En Tierra Santa noposeemos ni la décima parte de todasestas maravillas!»

Manuel descendió un corto tramo deescalones, que conducía a una puerta deacero oscuro. Después de abrirla pormedio de un mecanismo que Guillermono llegó a ver totalmente, pero queconsistía en un sistema de ruedas conmuescas que formaban un codo al girar

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sobre sí mismas, el emperador invitó aGuillermo a precederle.

Esta nueva sala estaba totalmentesumergida en la oscuridad, pero en ella—al contrario que en la precedente— noreinaba el silencio. Silbidos, ruidos decriaturas que se arrastraban por elpolvo... ¡Serpientes!

Guillermo retrocedió un paso, peroel secretario del emperador le puso lamano en el hombro.

—¡Mostrad al emperador que notenéis nada que ver con este espantosoasunto y entrad!

Inmediatamente, grandes gotas desudor perlaron la espalda y la frente de

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Guillermo, que se armó de valor ybalbució una corta plegaria, destinada aapartar de su camino a las fuerzas delmal. El primer paso que dio al penetraren ese lúgubre recinto le confirmó quesu plegaria funcionaba; dio un segundopaso, y luego un tercero.

Un guardia lanzó una antorcha alsuelo, y Guillermo vio centenares dereptiles. Pequeños, grandes, delgadoscomo un dedo o gruesos como el brazo.Rayados, moteados, con manchasredondas o de color uniforme. Con lapiel fina, o al contrario, mudándola yarrastrando su vieja piel tras ellos.Algunos no se movían, mientras que

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otros se desplazaban a una velocidadpasmosa, pasando sobre el dorso yluego bajo el vientre de sus congéneres,moviendo la cola, mostrando loscolmillos, agitando una lengua bífidacomo la del Diablo. La antorcha, quehabía creado un círculo de luz en torno aGuillermo, mantenía a las serpientes adistancia.

Entonces, coincidiendo con elchirrido de una puerta que se cerraba, elemperador dijo a Guillermo:

—¡Si sobrevives, te creeré!La puerta se cerró de golpe, y

Guillermo sintió un pánico infinito.Al ver que la llama de la antorcha

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bajaba de intensidad y que el círculo dearena en el que se hallaba se llenabapoco a poco de serpientes, a Guillermono se le ocurrió nada mejor que ponerseen las manos de Dios. Y en las deMasada. ¿Cuál de los dos le fue másútil? Guillermo siempre se negó areconocerlo, pero tal vez fuera elsegundo; porque, apretando contra sí elbastón con cabeza de dragón, murmurópara sí mismo: «¡Vamos, si Masada nome engañó, este bastón es el de Moisés,de modo que debería gobernar a lasserpientes!».

—¡Serpientes! ¡Apartaos!Silbidos de serpientes que se

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agitaban mirando a Guillermo. Lenguas,dientes, ojos vueltos hacia él. El círculoya no disminuía de tamaño, perotampoco se ensanchaba.

—¡Serpientes! ¡Retroceded!Esta vez las serpientes

retrocedieron. Solo unas pulgadas, perolo suficiente para que Guillermo pudierarecoger la antorcha y volver sobre suspasos. Evidentemente la puerta estabacerrada. Mientras agitaba la antorcha yel bastón para mantener a las serpientesa distancia, Guillermo pegó la oreja a lapuerta y escuchó. Pero no oyó nada.Entonces, desesperado, y no sabiendocuándo iría a buscarle el emperador (ni

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siquiera si volvería), Guillermo avanzópor la habitación. ¿Había una salida? Lepareció que sí, ya que un pasillo seperdía en la oscuridad, más allá del haloluminoso de la antorcha. Cuando unaserpiente se acercaba demasiado,Guillermo la golpeaba con el bastón, yaunque el golpe no la matara, bastabapara alejarla.

«¡A fe mía que este es un bastónpoderoso! —sonrió Guillermo—.¿Quién sabe si no mataría a un dragón?»

Cobró ánimos y dio algunos pasospor el pasillo, que resultó formar partede un laberinto. El cadáver de unaanciana estaba tendido en el suelo. Sus

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ropas, de estilo oriental, eran las de unaextranjera. Por lo visto, Guillermo nohabía sido el primero en despertar lassospechas del emperador.

—No has muerto en vano —dijoGuillermo a la difunta.

Se inclinó hacia ella, espantando consu bastón a las serpientes que se habíanenrollado en su caja torácica, y lerompió la mano.

—Bien —dijo hablando en voz altapara infundirse valor—, ya que tengoque afrontar este laberinto, más vale queempiece enseguida.

Rompió una de las falanges de lamano del esqueleto y la dejó en el suelo.

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Le serviría de referencia en caso de quevolviera sobre sus pasos. Luego eligió ira la izquierda, a la izquierda, y de nuevoa la izquierda. Ya vería si tropezaba conun callejón sin salida o si giraba encírculos. Extrañamente, ya no teníamiedo. Mejor aún, se sentía inocente.

«Seguro que saldré de esta...¡Porque yo no he hecho nada!»

En realidad, no era completamentefalso, ya que él no tenía nada que vercon la última carta que había recibido elemperador. «Sí. Sí. Saldré de esta. Pero¿y después? Bien, creo que me lanzaré alos pies del emperador y... ¿Confesaré?»

Guillermo caminó durante un buen

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rato; volvió sobre sus pasos, eligió otrocamino, fue hacia la izquierda, otra veza la izquierda, y luego a la derecha... Yse encontró de nuevo en el punto departida. Cambió de camino por terceravez, luego otra, y una quinta. En vano.

—Veamos, la salida tiene que estaren algún sitio...

Pero no. Ya había utilizado todos losdedos de su esqueleto; se disponía aseccionar la otra mano, cuando oyódetrás de él una serie de chasquidos yluego un chirrido de goznes. Apretandosu bastón contra el pecho, Guillermo sevolvió y vio cómo se abría la puerta pordonde había entrado. El emperador

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estaba allí, y le contemplaba conexpresión satisfecha.

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30

Pero era fatal que quien habíaatravesado el puente sintiera

al fin cómo la fuerza abandonaba susmanos.

CHRÉTIEN DE TROYES,Lanzarote o El Caballero de la Carreta

Era un corredor largo y ancho, conlas paredes adornadas con bajorrelieves

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en forma de dragones. Seis magníficosgongs de oro, colocados a ambos ladosdel pasillo a intervalos regulares,esperaban a ser golpeados por un mazosuspendido ante cada uno de ellos poruna cadena que colgaba del techo. En elextremo del corredor, una pesada puertade doble batiente debía de proteger elacceso a algún importante tesoro,porque una cabeza humana se encontrabainsertada en ella, justo en el centro. Conlos labios y los ojos cerrados, la cabezatenía todo el aspecto de un sabio queestuviera meditando. Hubiera podidoparecer viva, de no ser porque era depiedra.

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—¿Otra prueba? —pregunté aMorgennes.

—Es posible.Mientras observaba los gongs, me

pregunté: «¿Habrá un orden preciso paragolpearlos? ¿O bien hay que golpearsolo uno? ¿O dos? Y en caso de error,¿cuáles serán las consecuencias? ¿Seabrirá una trampilla en lo alto paraverter sobre nosotros un mar de fuego?No, probablemente no. Aquí no hayrastros de quemado. ¿Y si se abre bajonosotros, para precipitarnos a losabismos?».

Curiosamente la línea de luz sedetenía exactamente al pie de los dos

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primeros gongs. ¿Era premeditado?¿Tenía un sentido? Lo más extraño eraque los bajorrelieves en forma dedragón y los motivos de ororesplandecían, mientras que los gongspermanecían en la oscuridad. Como si laluz no tuviera incidencia sobre ellos.

Me dirigía hacia uno de los mazoscolocados ante los gongs para leer loque había inscrito en ellos, cuando unruido atrajo mi atención. EraMorgennes. Acababa de llamar a lapuerta de piedra, con toda naturalidad,como si llamara a la puerta de suvecino. No me habría sorprendidodemasiado si le hubiera oído preguntar:

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«¿Hay alguien en casa?».—¿Qué estás haciendo?—Oh, nada —respondió Morgennes

—. Era solo una idea.—A propósito de ideas, ¿no te ha

parecido extraño que el chino conocieraa Shyam?

—Shyam no es china —me recordóMorgennes—. Hablaba chino. Pero sutez cobriza, sus largos cabellos negros,su profundo conocimiento de lasespecias, su afición por los elefantes yel Kama Sutra, aparte de otras muchascosas, me hacen pensar que debía de seroriginaria de la India.

—Como el Preste Juan...

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—Esto es cada vez más raro.Realmente no esperaba oír hablar deShyam en un lugar como este. Pormomentos tengo la impresión deencontrarme en uno de esos cuentos deaventuras que tanto te apasionan.

Pero yo ya no le escuchaba. Habíacogido uno de los mazos situados máscerca de la ladera de la montaña paratratar de descifrar la inscripcióngrabada sobre su mango. De hecho habíacuatro —en latín, en griego, en chino, yla última, en una lengua desconocida—,una en cada una de las caras del mango,pero todas decían: «Despierta a losgongs, y el guardián de la puerta se

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despertará».—¿Despertar a los gongs?Morgennes me miró, vio la línea de

luz al pie de los primeros gongs y medijo:

—¡Cojamos cada uno un mazo, y ami señal golpeemos juntos los gongs!

Dicho y hecho. Sujetamos un mazocada uno, y a una señal de Morgennes,los abatimos sobre los de la primerafila.

El sonido que surgió fue tan potenteque creí que las paredes iban aderrumbarse. Pero no ocurrió nada deeso. Al contrario, bajo nuestros ojosmaravillados, la línea de luz saltó al pie

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del tercer y el cuarto gong, mientras losdos primeros se ponían a resplandecercomo dos pequeños soles.

—¡Por el Dios de Jacob! —exclamé.—¿Crees que hemos desplazado el

sol?—Vamos a ver.Una vez fuera, constatamos que el

sol no había cambiado de lugar.De vuelta en el interior, miramos la

línea de luz con todo el respeto —o elhorror— debido a los fenómenosfantásticos. Ahora, en medio delcorredor, aquella luz era para nosotroscomo la frontera entre lo extraordinarioy lo real, y casi temíamos lo que íbamos

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a encontrar cuando iluminara la puertacon la máscara de piedra.

Una vez más nos colocamos a uno yotro lado del corredor, levantamossimultáneamente los mazos y losdejamos caer al mismo tiempo sobre eltercer y el cuarto gong, que emitieron unsonido más grave y también se pusierona brillar. Nos pareció que habíamosbajado un peldaño, que habíamos dadoun paso más en dirección a los infiernos.

—¡Sus párpados se han movido! —exclamé, apuntando con el dedo a lamáscara de piedra de la puerta.

—Te equivocas. ¡Son sus labios losque se han movido!

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—¡En todo caso, ha reaccionado!Morgennes se acercó a la máscara.

Aparentemente no había cambiado nada.Nada excepto que ahora la luz del díahabía alcanzado al quinto y al sextogong, es decir, los últimos. Después deellos solo quedaba la puerta.

—Ya sabes lo que debemos hacer—dijo Morgennes—. Vamos, valor.

Levanté mi mazo y di la señal aMorgennes:

—¡A la una! ¡A las dos! ¡A las tres!Los últimos golpes de gong

resonaron, y esta vez penetró tanta luz enel corredor que me vi obligado a cerrarlos ojos. Cocotte soltó unos cacareos

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inquietos y giró en círculos en su jaula,tropezando con los barrotes de metal.

—¡Morgennes!La luz disminuyó de intensidad. Y

Morgennes abrió los ojos. Pero ¿qué fuelo que vio? Los bajorrelieves en formade dragón se agitaron en los muros,azotaron el aire con las colas, tendieronlas garras hacia el techo, abrieron lasfauces y desaparecieron bajo las altasbóvedas del corredor. Ahora soloquedaban los gongs, tan brillantes comoestrellas, y la enorme puerta de piedra,que poco a poco cambiaba de aspecto.En efecto, en el momento en el quehabíamos golpeado los últimos gongs, la

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línea de luz había saltado en dirección ala puerta, que ahora iluminabatotalmente. ¿Era a causa de la luz, o acausa del sonido cavernoso de losgongs? En cualquier caso, la puerta sehendía, se resquebrajaba, y el ser queocupaba su centro salió al fin de susueño. De sus ojos, profundos yresplandecientes, cayó polvo, su bocaescupió pedazos de yeso, y luego unasmanos partieron la puerta en milpedazos. Entre un tronar de piedrasderribadas, un ser del tamaño de unniño, blanco como la nieve, fornidocomo un coloso, apareció en medio delcorredor en el lugar donde había estado

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antes la entrada. Se trataba del hombrecuyo rostro se encontraba antes en elcentro de la puerta, que ya solo eraruinas y polvo.

—¿Una prueba más? —se preguntóMorgennes.

—Es posible —dije yo sonriendo.En contra de lo que podía esperarse,

el enano blanco no nos atacó, sino quenos saludó y nos obsequió con unaprofunda reverencia.

—Amigos —nos dijo—, ¡os felicito!Nunca, antes de vosotros, había llegadonadie hasta mí.

—¿Quién sois? —pregunté.—Mi nombre no tiene ninguna

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importancia.—¿Nos encontramos en las puertas

del Paraíso? —inquirió Morgennes.El enano le dirigió una mirada

extraña, esbozó una especie de mueca, yluego dijo:

—¿No estamos siempre a las puertasdel Paraíso?

—¿Qué protegéis? —continuóMorgennes—. ¿Qué hay tras esta puerta?¿Sois uno de esos genios buenos queconceden deseos cuando se los liberadel frasco donde estaban aprisionados?

—Nones —dijo el enano—. No soyun genio. ¡Simplemente soy el guardiánde la puerta que permite acceder a la

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Ultima Prueba!—Ah, ya sabía que todavía quedaba

una prueba —dije—. Estaba escrito. Ybien, esa prueba, ¿en qué consiste?

—Lo ignoro. Por mi parte, solo soyel humilde guardián de la puerta —repitió el enano haciendo otrareverencia.

—Ahora que esta puerta ya no está—dijo Morgennes—, no veo qué nosimpide ir más lejos...

—Yo —dijo el enano—. Porque losque quieran avanzar deberán pasar sobremi cuerpo.

—¿Pasar sobre vuestro cuerpo?—Exacto.

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—Perfecto —suspiró Morgennes—.¡Preparaos!

Y dicho esto, se acercó al enano ytrató de apartarlo a un lado. Pero elenano se movió tan poco como siMorgennes hubiera intentado desplazaruna montaña.

—¿No preferís jugar al juego de losenigmas? —le pregunté, viendo lasdificultades que tenía Morgennes.

—No —dijo el enano—. Es lanorma. Después de la prueba de lacabeza viene la del cuerpo. Es unaprueba difícil.

—Escuchad —le dijo Morgennes—,no tengo ganas de haceros daño. Pero si

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es lo que queréis, no dudaré en emplearla fuerza...

—Para vencerme —prosiguió elenano, impasible—, deberéis recurrir atodo vuestro cuerpo, a vuestros brazos, avuestras piernas, a vuestros músculos...

—Comprendido —dijo Morgennes.—Entonces, ¡vamos!Después de un nuevo saludo, volvió

a colocarse en posición, con las manoshacia delante y los dedos abiertos.Como un luchador.

—Sería mejor que abandonaras —dijo Morgennes arremangándose.

—Imposible —dijo el enano.Morgennes sujetó al enano por la

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cintura y trató de levantarlo. Pero elenano no se movió ni un milímetro,como si sus pies estuvieran clavados alsuelo. Morgennes, jadeando, con elrostro bañado en sudor y rojo como unpimiento, tuvo que detenerse pararecuperar el aliento. Luego preguntó alenano:

—¿Es la sala del trono lo que estáahí, detrás de ti?

—Ya os lo he dicho —dijo el enano—. No lo sé.

—Bien. Continuemos.Morgennes volvió a arremangarse, y

una vez más el enano le saludó,inclinando profundamente el busto.

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—¡Eres muy cortés para ser unguardián!

—¡Es la norma! —dijo el enano—.Además, ¿no dicen que la cortesía abretodas las puertas?

Morgennes no le escuchaba, porqueestaba demasiado ocupado tratando deempujarle, de tirar de él, dezancadillearle y de utilizar todo tipo depresas; siempre en vano. Incluso trató deestrangularle, pero como el enano norespiraba, no sirvió de nada. ¿Y sipasaba a su lado? Por desgracia, elespacio entre el enano y el marco de lapuerta no era lo bastante ancho. CuandoMorgennes trataba de deslizarse por él,

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el enano le bloqueaba inmediatamente elpaso; era muy rápido.

—¡Por el vientre de Dios! ¡Debehaber algún medio!

Morgennes, que había retrocedido unpaso, se limpió el polvo de la ropatratando de aparentar serenidad. No loconsiguió. Aquel enano le horrorizaba...¡No era un enano, era una roca! ¡UnKrak! Jamás conseguiría moverlo. Amenos que utilizara la astucia...

—¡Te mueves rápido, amigo! Pero sitratáramos de pasar los dos, micompañero y yo, ¿qué harías?

El enano se limitó a reírburlonamente, y le dijo, ejecutando una

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nueva reverencia:—Como deseéis.En ese momento se me ocurrió una

idea. De repente todo me parecióevidente:

—Déjame hacer a mí —dije aMorgennes.

—¡Pero te harás daño! No, no; soyyo quien debe...

—¡Apártate!Morgennes retrocedió un paso y dejó

que me acercara al enano, que se inclinóhacia delante para saludarme, con losbrazos colgando a lo largo del cuerpo.Le devolví el saludo, lo que tuvo porefecto que el enano exagerara su

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reverencia. Me doblé, a mi vez, un pocomás.

—Empiezo a comprender —dijoMorgennes—. ¡Muy astuto!

Habíamos llegado a un punto en elque tuve que hincar la rodilla en tierra,tan profundo era el saludo del enano.Tan profundo era que se arrodilló yluego se tendió completamente. Yo seguísaludándole, apoyé las manos en elsuelo, toqué con la cabeza las losas delcorredor, mientras a mi lado Morgennesme imitaba.

Y entonces se produjo el milagro.El enano saludó tan bajo, tan

profundamente, que se hundió en el

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suelo y desapareció. En el lugar dondehabía estado el guardián, solo quedó unaespecie de escalón, un rellano, queinvité a franquear a Morgennes con unasonrisa radiante.

—La cortesía abre puertas, ¿verdad?—le dije, orgulloso como un pavo.

—Abre «todas las puertas» —mecorrigió Morgennes repitiendo lostérminos exactos empleados por elenano.

—¡Eres un mal jugador! —añadí yoriendo.

Entramos en una pequeña salacircular, sumergida a medias en laoscuridad.

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En el centro de la habitación,sentado en un trono enmarcado por doscandelabros de siete brazos, un hombreestaba sumergido en la lectura de unlibro. Nuestra llegada pareció nopreocuparle en absoluto, porque siguióleyendo tranquilamente. Su trono era demadera tallada, adornado con grabadosque representaban dragones. Loscandelabros difundían la luz justa parapermitirle leer, y cuando volvía laspáginas, mostraba una sonrisasatisfecha. No era ni alto ni bajo, nigordo ni delgado, y su cabeza rubiaestaba adornada por una tonsura

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parecida a la de un monje. Lo másextraño era que a su espalda se erigía unmuro desnudo, sin ninguna inscripción,pero con una cabeza de hombre encajadaen él como una joya viva. La cabeza,que nos observaba con expresión serena,hacía movimientos con los labios comosi quisiera hablar y parpadeaba a veces,dejando ver unos ojos de un azulintenso. Su nariz tenía un perfil griego, ytambién sus cabellos, cortos yensortijados, tenían ese tono cobrizocaracterístico de los habitantes deGrecia, y particularmente de Macedonia.

El hombre sentado en el trono volvióuna página y una hoja completamente

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blanca cayó. Entonces cerró el libro ypareció percibir nuestra presencia.

—Ah, por fin estáis aquí —nos dijo.—¿Con quién tenemos el honor de

hablar? —preguntó Morgennes.—Yo soy la Última Prueba.—¿El guardián de la Última Prueba?—No. La Última Prueba misma.—¿Y en qué consistís? —pregunté

yo.—Habéis llegado a un momento

crucial de vuestra vida —nos dijo conuna extraña sonrisa—. Ahora tenéis queelegir...

—¿Elegir?—¡Elegir lo que queréis ser!

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—Precisamente —dijo Morgennes— he venido hasta aquí con la esperanzade encontrar el objeto de mi búsqueda.

El hombre levantó su mano libre,como para invitarle a callar. YMorgennes lo hizo.

—No tan deprisa, amigo mío.Tomaos tiempo para reflexionar, ydecidme: ¿qué es lo que más deseáis enel mundo?

Morgennes y yo intercambiamos unamirada. ¿Qué era lo que másdeseábamos en el mundo? Sin duda noera matar al Preste Juan, contra quien noteníamos nada en particular. Tampocoera encontrar un dragón —en todo caso

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en lo que a mí se refería—.Pero confieso que me resultaba

bastante difícil reflexionar, porque lacabeza cortada no dejaba deobservarnos, lo que me perturbaba.

Finalmente, fue Morgennes elprimero en romper el silencio:

—Volver a encontrar a mi familia.Un escalofrío me recorrió la

espalda. ¿Por qué esta respuesta? ¡Eraimposible! ¿Acaso Morgennes ya nodeseaba ser armado caballero? ¿Vengara los suyos? Como para tranquilizarme,mi compañero me dirigió una sonrisa.Tenía la expresión serena de la genteque sabe lo que hace.

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—¿Y vos? —me preguntó el hombredel libro—. ¿Habéis elegido?

—No es asunto fácil... Creo que...Varias respuestas me daban vueltas

en la cabeza. Como a Morgennes,también a mí me gustaría volver a ver amis padres. Pero, aunque, a diferenciade él, a veces me olvidaba de susrostros o de sus voces, sabía que Diosme había dado el poder de devolverlosa la vida, gracias a la escritura.

—Vencer a la muerte —dije.—¡Co, co, co! —cacareó Cocotte.—Muy bien —replicó el hombre—.

Os he escuchado. Y a ti también —añadió dirigiéndose a Cocotte.

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Luego, a modo de despedida, nosdijo.

—Ya solo os queda llevarlo a caboy volver a verme. Pero sobre todo noolvidéis esto: ¡cuando los diosesquieren castigarnos, hacen que secumplan nuestros deseos!

Comprendimos que había llegado elmomento de marcharnos. Ya nosdirigíamos hacia la salida, cuando, nopudiendo contener la curiosidad por mástiempo, pregunté al hombre del libro:

—¿Puedo saber qué leéis?—¡Desde luego!Me mostró el título de la obra, y

luego continuó la lectura. Extrañamente,

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me pareció ver que la página en blancode hacía un momento estaba ahora llenade frases, como si una pluma mágicahubiera escrito en ella durante nuestraconversación.

Di las gracias al hombre del libro yvolví junto a Morgennes, que raeesperaba en el corredor. Es una lástimaque en ese momento no me volviera porúltima vez, pues si lo hubiera hecho, talvez habría visto cómo la cabeza cortadaapuntaba en mi dirección una lengua deserpiente. No, eso no lo vi; pero lo quevi no me sorprendió menos.

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Porque, en el mismo instante en elque Morgennes y yo salíamos delcorredor, tropezamos con una treintenade soldados, vestidos con armaduras ytúnicas naranjas; su jefe nos dijo en unfrancés perfecto:

—¡Señores, os arresto por haberosado violar la entrada del MonasterioProhibido y haber participado en el robodel Arca de Noé!

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31

¡Vamos, buscad, registradlo todo dearriba abajo,

muy cerca de aquí o muy lejos!

CHRÉTIEN DE TROYES,Cligès

Mientras una joven esclava rubia deojos garzos le servía una copa de vino,Manuel Comneno preguntó a Guillermo:

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—¿Qué os ha parecido el Laberintode la Verdad?

Guillermo, que aún tenía la espaldacubierta del sudor frío que le habíaprovocado su estancia entre lasserpientes, se secó la frente con ayudade un paño de algodón, se lavó lasmanos en un lebrillo de agua clara yrespondió:

—Instructivo, como mínimo. Sinembargo, hay varias cosas que meinquietan.

—Hablad.—En primer lugar, me gustaría saber

si me esperan otras pruebas, o si puedodisfrutar con toda tranquilidad de estos

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ágapes. En segundo lugar, me gustaríacomprender para qué sirve un laberintoque no tiene salida.

—Comed. No temáis —le respondióManuel—. Os doy mi palabra de que notrataré de probaros ni de perjudicaros.Esta pequeña prueba tenía por objetoverificar si mis suposiciones estabanfundadas.

—¿Vuestras suposiciones?—Para empezar, esas primeras

cartas para empujarme a entrar en guerraa vuestro lado. Luego, esta mañana, estaúltima carta para asustarme. No puedenser del mismo autor. Sospeché de vos enel caso de las primeras, pero sobre esta

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última más bien pienso...—¿En los egipcios?—Exacto, Guillermo. Y más

concretamente en algunos de entre ellos.Estoy pensando en los maléficos ofitas,que están presentes en el entornopróximo del califa al-Adid y siempreestán dispuestos a manipular a lospoderosos.

—¿Los ofitas? Son adoradores de laserpiente...

Pero el emperador ya no leescuchaba, y continuó, como si hablarapara sí mismo:

—¡Ah, ese laberinto! Lo encuentrotan interesante...

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—¡Pero si no tiene salida! —repitióGuillermo.

—¿Quién ha dicho que forzosamentetenga que haber una? Yo opino que estáhecho a imagen de la vida. Uno creeentrar en algún sitio, busca su caminoprotegiéndose de la mejor manera de lospeligros, y luego muere después dehaber dado vueltas en vano. ¿No es unaperfecta metáfora de nuestro destino?

—Pero, si no he entendido mal —prosiguió Guillermo—, solo se tiene laposibilidad de buscar si se es inocente.De otro modo, uno muere mordido porlas serpientes...

—¡De hecho, los inocentes también

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mueren!—Ya veo. Entonces, ¿el esqueleto

que he visto en el laberinto...? ¿Erainocente o culpable, esa mujer?

—¡Ah, mi maestra de las especias!Trató de envenenarme haciendo que mesirvieran un plato demasiado especiadopara mi gusto. Pero en fin, no hablemosmás de ello. ¡Disfrutad de la fiesta!

Con un gesto de la mano, que hizoque entrechocaran sus innumerablesbrazaletes, cadenitas y colgantes,Manuel dio la señal para el inicio de lascelebraciones. Tres juglares vestidoscon trajes de colores vivos entraron enla sala y empezaron a tocar el laúd. Las

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esclavas sirvieron bebidas y viandas alos invitados; fue una lluvia de vituallasdigna del Olimpo, ya que se sirvióambrosía y todo tipo de manjares muyapreciados por los dioses.

Guillermo se fijó en que elemperador había hecho que debajo de élse arrodillara un humilde anciano quellevaba las manos y los pies atados concadenas de oro. ¿Quién era ese hombre?Guillermo no habría sabido decirlo,pero el anciano mantenía inclinada sucabeza calva y no decía ni una palabramientras Manuel vertía vino sobre suespalda desnuda o se secaba las manoscon su taparrabos.

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Por una confidencia de Colomán, elmaestro de las milicias, se enteró de quese trataba de un dios de la Antigüedad,quizá el propio Apolo, capturado poruno de los mercenarios del emperador,un tal Morgennes.

—¡Morgennes! —exclamóGuillermo—. ¡Pero si le conozco! Fuiyo quien le aconsejó que abandonara elreino de Jerusalén, donde nadie estabadispuesto a reconocer su valor.

—Enseguida vi de qué maderaestaba hecho —se jactó Colomán—. Merecordaba a un viejo amigo, un excelentesoldado que, como Morgennes, teníaalgunas dificultades para...

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Colomán pareció perderse en susrecuerdos y no terminó la frase.

—¿Obedecer órdenes? —preguntóGuillermo.

—Sí —dijo Colomán volviendo a larealidad-. De hecho, creo que cuandohaya cumplido su decimotercera misión,el emperador no le confiará ningunamás. Probablemente, Morgennes acabarásu carrera en el circo, en compañía degladiadores...

—¿Puedo saber en qué consiste sudecimotercera y última misión?

—En matar al Preste Juan —dijoColomán, llevándose a la boca unacucharada de huevos de hormiga.

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—Ah —dijo Guillermo.Tragó con dificultad un grano de uva

y, para cambiar de tema, preguntó almegaduque Colomán:

—Ese anciano de ahí, ¿realmente esun dios?

—El emperador lo cree —dijoencogiéndose de hombros—. ¿Osatreveríais a contradecirle?

—¡Desde luego que no!Un esclavo instaló entre Guillermo y

Colomán una mesa baja, sobre la cualotro esclavo depositó una bandeja deplata que contenía pollo troceadomezclado con arroz y almendras.Guillermo iba a comer con los dedos,

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pero al ver que Colomán utilizabacubiertos para llevarse la comida a laboca, le imitó. Un guiso de cordero conespecias, acompañado de un gratinadode berenjenas, siguió al pollo; luego, depostre, les sirvieron higos, dátiles, uvaspasas y queso fresco. Algunos esclavosse mantenían a disposición de losinvitados, ya fuera para abanicarlos opara verter agua en sus manos ylimpiárselas con una servilleta de linoblanco muy agradable al tacto.Guillermo bebió un poco de vino, perole encontró sabor a resina, por lo queprefirió tomar té. Hacia el final de lacomida, les llevaron virutas de jabón

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para lavarse la barba, y una joveninterpretó con una lira una agradablepastoral mientras servían dulces ypasteles en abundancia.

Guillermo estaba encantado, pero almismo tiempo estaba también ansiosopor volver a casa. Allí se encontrabafuera de lugar. Finalmente, Manuel, quedurante todo el banquete casi no le habíadirigido la palabra, se volvió hacia élpara preguntarle:

—¿Qué opináis de los mentirosos?Guillermo se sobresaltó.—Bien, mi señor, yo diría que saben

hacerse amigos.—¿Y no lo logran quienes dicen la

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verdad?—No. Estos, por desgracia, tanto si

dicen la verdad como si dicensimplemente lo que piensan, solo atraenhacia sí odio. Cuando se trata de decirlo que desagrada, claro está.

—¿De verdad?—La complacencia engendra la

amistad, pero de la verdad nace el odio.—Entonces creo que os

encontraríais a gusto con el Preste Juan.Guillermo mantuvo una calma

olímpica, y se contentó con decir:—¿Puedo preguntaros por qué?—¿No recordáis lo que estaba

escrito en una de aquellas cartas? «Entre

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nosotros nadie miente ni puede mentir. Ysi alguien empieza a mentir, muereenseguida.»

—¡Ah sí! —dijo Guillermo—.Desde luego, lo recuerdo.

El final de su frase se perdió en unsoplo inaudible, porque no estabaseguro de saber hasta qué punto eraprudente recordarlo.

—Según los ofitas, las serpientes demi laberinto podrían proceder del reinodel Preste Juan —prosiguió Manuel—.¿No os parece extraño eso?

—Sí, mi señor.Manuel bebió un trago de té y miró

fijamente a Guillermo.

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—Creo que ese reino esinsoportable. ¿No estáis de acuerdoconmigo?

Guillermo guardó silencio. ¿Quépodía hacer? ¿Darle la razón a Manuel?¿O no hacerlo? ¿O peor aún, confesar sucrimen? ¿Lanzarse a los pies delemperador y confesar lo que habíatenido que hacer para inducirlo a entraren guerra con Amaury? Su labio inferiortembló ligeramente; estaba dudandosobre el siguiente paso que debía darcuando su mirada se cruzó con la delanciano que servía de reposapiés alemperador. El viejo había levantadoligeramente la cabeza y le dirigía una

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mirada intensa. Como todos los ojosestaban centrados en el embajador deAmaury, nadie vio cómo le instaba aguardar silencio sacudiendo la cabeza.

De todos modos, Guillermo se sentía—como en el Laberinto de la Verdad-inocente. Sí, forzosamente debía serinocente. No podía entrar en losdesignios del Altísimo apoyar a unmentiroso. De modo que, adoptando lamás humilde de las conductas dictadaspor la diplomacia, Guillermo respondió:

—No sé lo suficiente sobre él comopara haberme formado una opinión.

Guillermo tenía la desagradableimpresión de ser el ratón con el que el

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gato se divierte.—Contadme —prosiguió el

emperador, abandonándose con deleite alas manos expertas de una masajistaoriental— de qué manera la Compañíadel Dragón Blanco salvó la vida devuestro rey y de sus hombres en lacampaña de Egipto. Fue un desastre,¿no?

Guillermo clavó su mirada en la delemperador, y admitió:

—Sí, mi señor. Un desastre como seviven pocos. Y si la Compañía delDragón Blanco no hubiera estado ahípara recoger a bordo de su extraña naveal ejército del rey y al de los

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hospitalarios, es muy probable que elreino de Jerusalén...

—No fuera hoy más que un pálidorecuerdo —le interrumpió el emperador,sonriendo bajo la caricia de los dedosde su masajista.

—El rey y su ejército habían tomadoposiciones en torno a Bilbais —explicóGuillermo—. La asediaban, cuandoChawar, el visir del califa de Egipto,tuvo una idea diabólica. Dio orden a sustropas de romper los diques del Nilo.Entonces, una montaña de agua se abatiósobre Bilbais y los caballerosestacionados en la llanura. Protegida porlas murallas, la ciudad sahó más o

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menos bien parada, pero los francosperecieron a miles. La mayoría de losinfantes sucumbieron, y sus cadáveresacabaron flotando con los de los perrosy los camellos. Finalmente, algunoscaballeros (entre ellos el rey y su corte)consiguieron refugiarse de las alturas enlos alrededores de la ciudad; en el techode una casa, en la copa de un árbol o enuna pequeña colina. El rey veía cómolas aguas subían y subían, y sedesesperaba. ¿Es que no iban a bajarnunca? La noche caía y las aguas seguíancreciendo. Parecía que el propio Nilotomara parte en el combate. Como unainmensa serpiente de agua, había

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encerrado a Amaury en una trampalíquida. Y ahí estaba el rey, con susenescal a su lado, y la banderarestallando al viento de la noche. ¿Quéesperanza le queda sobre ese pequeñomonte que las aguas del Nilo erosionansin cesar? Es como los primeroshombres en el momento del diluvio.Espera. Confía. Reza, y se pone enmanos de Dios. Pero Noé no está ahídesde hace varios siglos. ¿Quién irá?¿Quién puede acudir? ¡La Compañía delDragón Blanco! Ved ese extraño navíoque surge bajo un rayo de luna. ¡Lasaguas se apartan a su paso, temerosas,porque en verdad es una segunda Arca

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de Noé! Se acerca entonces a cada unode los caballeros, y un gigante llamadoGargano les ayuda a subir a bordo. Lanoche pasa, y el sol vuelve a aparecer.Pero lo que ven los egipcios no es unejército aniquilado, no es una terriblederrota infligida a los francos. No, loque ven es nada. El desierto... Y a lolejos, muy lejos en dirección a Oriente,una mancha. Un punto que se desplaza,es el Arca de Noé que traslada haciaJaffa los restos del ejército del rey.

—¡Soberbio! —dijo ManuelComneno aplaudiendo—. ¡Magnífico!

Toda la sala vibró bajo los aplausosy los gritos de éxtasis. ¡Magnífico!

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¡Bravo! Pero ¿a quién aplaudían? ¿Alnarrador? ¿A Amaury? ¿A la Compañíadel Dragón Blanco? Guillermo seinclinaba por esto último. Y lo quesiguió le dio la razón, porque Manuel ledijo:

—Ya veis. Os había prevenido.¡Egipto no es una bagatela! Sin nuestraayuda estaríais perdidos. De modo queescuchad mis consejos. Id a ver avuestro rey y decidle que no seimpaciente. ¡Os conozco, a los francos!Sois tan impetuosos, estáis tan segurosde vosotros mismos, tan llenos deempuje y de bravura... ¡En el primerasalto! Porque luego, si por desgracia

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tropezáis con la menor dificultad,temporizáis, habláis, tergiversáis,discutís, polemizáis, valoráis los pros ylos contras y filosofáis. Os mostráiscomo los reyes de la indecisión. ¡Yentonces estáis acabados! Ya no valéisnada para el segundo asalto. Señorembajador, nuestros arsenales necesitanun año para construir la flota que os heprometido. Hasta ese momento no osmováis. O mejor dicho, ¡buscad!Indagad, porque...

El emperador hizo una pausa. Cerrólos ojos, y siguió hablando sin mirarsiquiera a su interlocutor:

—¿Supongo que habréis leído el

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Libro de Daniel?—Sí, mi señor —dijo Guillermo.—Entonces sabréis sin duda que en

él se menciona un culto a los dragones,establecido en Babilonia...

—Cierto —reconoció Guillermo—,pero Babilonia...

—¡Es El Cairo! Como sabéis,Babilonia sirve a la vez para designar aBabilonia o Babel, y también, y sobretodo, a la ciudad vieja de El Cairo,llamada igualmente Fustat. Pues bien, yoos digo que en Fustat existe una secta deadoradores de dragones, los ofitas, quesin duda ha desempeñado un papel tantoen las cartas del Preste Juan como en el

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desastroso fracaso de vuestro rey enEgipto.

—¿Puedo preguntar a mi señor quéle permite afirmarlo?

—Fuimos nosotros los que enviamosa la Compañía del Dragón Blanco aEgipto, para investigar a los ofitas y losdragones. Sí, los dragones existen, y noúnicamente en las páginas de la Biblia oen la imaginación de nuestroscontemporáneos. Los dragones existen, ypara vencerlos solo conozco dosmedios: la verdad y Crucífera, laespada de san Jorge. Necesitamos estaespada. Sin ella, sería vano esperarsometer a El Cairo.

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Estas palabras las había proferidocon los ojos cerrados, y sin embargo,Guillermo sintió toda la urgencia quecontenían. ¡Sí, Crucífera! La espada desan Jorge, el último de los cazadores dedragones.

—Pero ¿dónde se encuentra?—Si lo supiera —dijo Manuel—,

hace tiempo que el problema egipcio nosería tal. De modo que mal haya Roma yJerusalén, y basta de bromas. Vuestrosjuegos ya no me divierten, Guillermo.Ha llegado la hora de la guerra. Y nohabéis sido vosotros los que me habéisdecidido a entrar en ella, ni los ofitas (alos que tal vez complacería verme

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derrocar a los chiítas musulmanes paradejarles a ellos el campo libre). Yotambién tengo una herencia que defendery un hijo a quien transmitirla. Solo soyel eslabón de una cadena, y no tengointención de ceder.

—¿Qué proponéis?—Decid al rey Amaury que me

espere, porque nunca se sabe quéfunestos acontecimientos podríanproducirse si partiera de nuevo encampaña, solo. Sé que anda escaso deoro y no puede disponer de todos losmercenarios que querría. Sé que carecede caballeros y de material. Egiptorebosa riquezas, es cierto. Pero nosotros

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también. El nervio de la guerra es eldinero; que espere, pues, y lance aalguno de sus hombres tras las huellasde Crucífera. ¡Buscad, registradlo todo,muy cerca de aquí o muy lejos!¡Revolved Lydda, la ciudad donde sevenera a san Jorge, de arriba abajo!Encontrad su tumba. ¡Poned El Cairopatas arriba! Porque, si tengo que creeren los augurios, cuando los egipciosataquen, irán acompañados pordragones. ¡Y nosotros debemos tener,por tanto, draconoctes!

—¿Draconoctes?—Cazadores de dragones. Esos

caballeros que tienen por emblema a san

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Jorge y a mis dos guardias (hablo de losque montan a mis dragoncillos) comoilustración...

—Muy bien —dijo Guillermo—.Transmitiré esas palabras a misoberano, y os prometo que haremostodo lo que esté en nuestra mano para...

—Sé que quiere volver a casarse.—Cierto, pero cómo...—Que deje de buscar. Si encuentra a

Crucífera, le daré en matrimonio a misobrina nieta. Esto sellará la unión denuestras familias y de nuestras patrias.

—Os damos las gracias, mi señor.Dicho esto, Guillermo se levantó de

su lecho y dirigió al emperador Manuel

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Comneno una profunda reverencia.—He soñado —dijo al basileo—

con un poderoso emperador que vendríaa vernos y nos diría, como el profetaJeremías a Judá: «Tomad esta espada,de parte de Dios. ¡Y venced!».

El emperador le dirigió una ampliasonrisa, y chasqueando los dedos indicóa su esclava que fuera a ocuparse deGuillermo. Este empezaba a sonrojarse,incómodo, cuando uno de los guardiasdel emperador irrumpió en la sala ehincó la rodilla ante Colomán.

—Señor, deberíais venir...—¿Qué ocurre, Kunar Sell? —

preguntó Colomán al guardia, al que

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conocía bien, pues lo había formado élmismo. —Ha llegado un regalo.

—¡Un regalo! —exclamó el basileo.—¿Tan grave es? —inquirió

Guillermo.—Nosotros, los griegos, siempre

desconfiamos de los regalos —lerespondió Colomán, y luego,volviéndose hacia Kunar Sell, le ordenó—: ¡Será mejor que lo traigas aquí!

—Es que —dijo Kunar Sell— no esun simple regalo...

—¿Qué es, entonces?Unos instantes más tarde, tras

muchos jadeos, luxaciones y torsionesde espalda, una veintena de esclavos,

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dirigidos por el látigo de Kunar Sell,depositaron en el centro de la sala delos diecinueve lechos una increíbleescultura en forma de elefante de tamañonatural, tallada en el más puro de losmarfiles.

—¿Será una pieza de ajedrez? —sepreguntó Manuel Comneno en voz alta—. En ese caso me gustaría ver eltablero.

Una cinta rosa, de la que pendía unpergamino, estaba anudada en torno alelefante. Manuel Comneno ordenó a unode los esclavos que soltara el pergaminoy lo tendió a su secretario para que loleyera. Este era el contenido del

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mensaje: «Para agradecer a su señoría,el emperador de los griegos, elmagnífico tablero de ajedrez que nos haenviado, os ruego que aceptéis esteespléndido elefante de marfil, de unvalor inestimable ya que perteneció a lareina de Saba, cuyo ilustre descendientesoy. Estoy seguro de que ocupará unlugar de privilegio entre vuestracolección de objetos preciosos yreliquias».

Manuel dudó un momento. Losacontecimientos se precipitaban. Perohabía un problema: nunca había enviadoun tablero de ajedrez a nadie. Alguien,en algún lugar, trataba de ponerle en

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ridículo. Abandonó precipitadamente lasala, y Colomán ordenó a la guardia querodeara al elefante. Luego, sacando supropia espada de la vaina, el maestro delas milicias dio la señal de ataque. Unadocena de hombres armados conpesadas hachas se lanzaron al asalto delelefante. Pronto el caparazón empezó adar muestras de flaqueza, y tressoldados, negros como el hollín,cayeron de sus entrañas. Rápidamentefueron descuartizados, y el suelo secubrió de sangre y de vísceras. LuegoKunar Sell subió al elefante parainspeccionarlo. Pero solo había unespacio muy reducido, que apestaba a

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cerrado. Los asesinos debían de haberpenetrado en el interior del elefante lavíspera o la antevíspera, y allí habíanesperado el momento de pasar a laacción. ¿Quiénes eran? ¿De dóndevenían? ¿Realmente habían sidoenviados por ese maldito, y misterioso,Preste Juan? Era demasiado tarde parahallar respuesta a estas preguntas,aunque Guillermo había descubiertoentre las ropas de los cadáveres algoque podía esclarecer, en parte, elenigma.

—Mirad —dijo, mostrando aColomán una pequeña moneda cuadradasumamente extraña.

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En una de sus caras aparecía unapirámide con un ojo en el centro, y en laotra, un dragón coronado con estainscripción: «Presbyter Johannes. PerDei gratiam Cosmocrator».

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En verdad os digo que absolutamentetodas las especies

de peces, de bestias salvajes, de avesaladas o de hombres

se encontraban allí fielmente esculpidasy grabadas.

CHRÉTIEN DE TROYES,Erec y Enid

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El viento soplaba, alisando lasuperficie nevada de la montaña dondenos retenían prisioneros. Soplaba ysoplaba, y todo lo que oíamos era unamelodía sorda y delicada, una sucesiónde caricias indistintas, roce de sedacuando se separa del cuerpo, canto de latela bajo la que nos deslizamos para unlargo y profundo sueño.

A veces cerraba los ojos, meapoyaba en Morgennes y esperaba.¿Cuánto tiempo permanecimos así,encadenados el uno al otro, en unreducto que no era mucho mayor que unatumba? ¿Una semana? ¿Un mes? ¿Uninvierno entero? ¿Por qué nadie venía a

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buscarnos? ¿Nos habían olvidado?A veces Morgennes tendía las manos

hacia las rejas por encima de nuestrascabezas y rascaba la nieve con las uñas.Era un trabajo difícil, debido a lascadenas que nos rodeaban las muñecas.A intervalos regulares, me traía un pocodel fruto de su cosecha:

—¡Traga!Ya no tenía fuerzas para obedecerle.

Entonces, delicadamente, me abría laboca e introducía con los dedos algunospedacitos de nieve. Yo tenía demasiadofrío, demasiada hambre, para decirnada. Pero le miraba, tratando dehablarle con los ojos. Le decía:

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«Gracias, gracias...».Como una madre que aprieta a su

hijo contra su seno, me apretaba contrasu pecho y me transmitía su calor.Probablemente eso fue lo que me salvó.Y digo «me» y no «nos» porqueMorgennes no parecía sufrir comonosotros, pobres humanos, por la acciónde los elementos. El calor, el frío, ledejaban prácticamente indiferente.

De los soldados que nos habíanarrojado a este calabozo, algunos eranhabitantes de la región, y otros eranoriginarios de Francia o de Egipto. Poruno de ellos nos habíamos enterado deque nos encontrábamos en el interior de

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la zona de los montes Caspios, quemarcaban la frontera occidental delimperio del Preste Juan y constituían elterritorio de los peligrosos gogs ymagogs.

—Os encontráis en lo que queda delos últimos territorios de AlejandroMagno —me dijo—. Nosotrosveneramos al Conquistador yprotegemos el Arca, para que nadievenga nunca a bajarla del lugar donde elAltísimo la colocó.

—¿Y los dragones? —pregunté.El hombre me miró, y luego volvió a

unirse a su columna. Por lo visto, era untema tabú. Pero tal vez los dragones

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habitaran en esa especie de cavernasperforadas en las laderas de la montañahacia la que nos dirigíamos. Allí,después de varios días de marchaagotadora, nos quitaron las cadenas.Morgennes y yo estábamos extenuados, yen cuanto los soldados nos desataron desus caballos, me desplomé, demasiadoagotado para permanecer en pie. Bajo laamenaza de sus armas, los soldados noscondujeron entonces a este agujeroinfame excavado en la nieve.

—¿De qué nos acusáis? —lespregunté con un hilo de voz.

—¡Silencio, gusanos! —gritó eloficial que lucía un casco con un

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penacho de plumas naranja. Él era quiennos había arrestado—. ¡No contentoscon haber violado la entrada delMonasterio Prohibido, formabais parte,además, del equipo que robó el Arca!¡Confesad que venís de Constantinopla!

¿Robar el Arca de Noé? Pero ¿dequé estaba hablando?

—Sí, es verdad que venimos deConstantinopla —reconoció Morgennes—, pero no tenemos nada que ver conlos ladrones del Arca. Ni siquierasabíamos que estaba en estos parajes.

Mientras hablaba, recordó losesquemas que había visto en el palaciode Colomán. Durante varios años, ni un

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solo navío había salido de los arsenalesde Constantinopla, porque estabandemasiado ocupados reparando, en elmayor de los secretos, un navío del quenadie sabía nada. Un aprendiz demercenario le había contado un día aMorgennes que los trabajos noavanzaban porque los ingenieros deManuel Comneno esperaban la llegadade un experto, procedente de Francia.«¿Podía ser que ese experto fueraFilomena?»

—¿Qué pensáis hacer con nosotros?—preguntó al oficial.

—¡Silencio!Acto seguido se apoderaron de

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Cocotte y nos confiscaron nuestroequipo, pero nos dejaron las ropas queahora llevábamos. La nieve y el fríollegaron muy deprisa. Una mañana, omejor dicho, una noche... —no;efectivamente era por la mañana, aunqueya no había luz—, Morgennes y yo nosdespertamos en medio de la penumbra yel silencio. Iba a decir algo, a hablar demi sorpresa, pero Morgennes me pusoun dedo en la boca e hizo: «Chisss...».

¿Cuánto tiempo hace? Mi mente seaferra al desfilar de los días. ¿Cuántotiempo? ¿Por qué me importa tanto

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saberlo? Y cuando llegue la respuesta,ya sea en días, semanas o meses, ¿quécambiará? ¿Cuánto tiempo? ¡Tengo quesaberlo, o me volveré loco! El tiempo esahora todo lo que tengo. Acurrucadocontra Morgennes, escucho los latidosde su corazón. Palpita lentamente.Comparado con el suyo, el mío suenacomo un redoble de tambor. Esimposible. Seguramente estoy soñando,como he soñado todo lo que precede.

Suavemente, Morgennes posó lamano en mi hombro y me despertó.

—Es invierno —murmuró—. Es mianiversario...

Vuelvo a dormirme.

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Morgennes pronto tendrá treintaaños. Así pues, ya nunca será armadocaballero. Es demasiado viejo. Todo loque puede esperar, como mucho, si undía vuelve a Jerusalén, es acabar comohermano sargento de la Orden delHospital. ¡Después de todo, es monje!¡No es poca cosa ser hermano portero!¿Y yo? Yo soy mayor que Morgennes.Ya debería haber sido ordenadosacerdote.

Vuelvo a dormirme.Un poco de frío en la garganta.

Morgennes me da de comer nieve. Noabro los ojos. Pero en algún lugar, en elfondo de mi ser, pienso: «Gracias, Dios

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mío. Gracias».Vuelvo a dormirme...

Oigo cómo tañen las campanas. Seacabó. Son las del monasterio. El deSaint-Pierre de Beauvais. ¡Así queestamos salvados! Puedo seguirdurmiendo tranquilamente.

—Vamos, ya es hora —diceMorgennes.

No, déjame. Todo va bien ahora.Hemos vuelto...

—¡Vamos, es hora de levantarse!Me sacude, me zarandea

violentamente.

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¿Qué haces? ¡Déjame tranquilo,estoy bien!

—¡Levántate! ¡Cocotte ha puesto unhuevo!

Abro los ojos. No. Trato de abrir losojos, pero no lo consigo. ¿O los heabierto ya? No. Un soplo sobre mispárpados. Es Morgennes. Su aliento mecalienta las pestañas, pegadas por elhielo. Abro los ojos por fin. Pero elmundo está cerrado. Porque todo es gris,negro o blanco. Morgennes está ahí,bajo una rendija de luz, donde haexcavado una galería.

—¡Tenemos que salir! —dicesacudiéndome.

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—Dormir un poco más.—Ya has dormido bastante. Hace

varios días que duermes. ¡Basta!¡Despierta!

—Pero... ¿y los demás? —consigobalbucir.

—Están muertos.—¡Muertos!Brutal aflujo de sangre en mis venas.

«¡Muertos!» Esta simple palabra merevigoriza. Por fin vuelvo a ser dueñode mí mismo. Me levanto, y medesplomo a los pies de Morgennes, queme sujeta por debajo del brazo y melevanta. Me sostiene contra él. Él es yo.Yo soy él. Formamos una única carne.

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Qué importa, pues, que muera...Aunque...

—¿Y Cocotte? Has dicho que habíapuesto un huevo.

—Mentía. Era para que tedespertaras.

Levanté la mirada. Un delgado tubode luz conducía hacia el exterior, entredos barrotes de metal oxidado.

Morgennes desgarró la poca ropaque le quedaba para enrollármela entorno a las manos, los brazos y el torso.

—Ayúdate con tus cadenas...—Y el cielo te ayudará —dije yo

con una débil sonrisa. —¿Ves?, ya estásmejor. ¡Vamos! ¡Piensa en Cocotte!

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Morgennes me aupó hacia arriba yme encontré de cara a la nieve, con lanariz hundida en la blancura y con elcielo sobre la cabeza. Fijé comoreferencia esa mancha de azul y noaparté la vista de ella. Y me puse acavar, sin pensar en nada.

Me encontré al aire libre, con lacabeza unas pulgadas por encima de lasuperficie del suelo. ¿Qué decir?«Nieve en el horizonte», habría gritadoel vigía de un barco. «¡Vamos, unesfuerzo más, mi pequeño Chrétien, ypronto nacerás! Salir de este entornofrío te sentará de maravilla.»

Pero en realidad hacía más frío fuera

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que en el interior, y yo dudaba siabandonar mi nido... Solo que no teníaelección. Morgennes me empujaba contanta fuerza que me encontré reptandosobre la nieve, arrastrando tras de mí,como un cordón umbilical, la cadenacon la que nos habían atado los pies ylas manos. Tiré, y Morgennes emergió asu vez a la luz del día. Me sonrió. ¿Noera esa nuestra victoria más hermosa?¿La más maravillosa ascensión quenunca habíamos realizado?

—¡Salvados! ¡Estamos salvados! —le dije.

Estuve a punto de saltarle al cuello.Pero vi que se desplazaba doblado en

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dos. ¡Tenía frío, temblaba!—¡Morgennes!A decir verdad, aquello no tenía

nada de extraordinario, ya que estabacompletamente desnudo y soplaba elviento. Morgennes se había despojadode todo para dármelo a mí, y solollevaba encima esa cadena inmunda quese adhería a mis dedos ensangrentados yse le pegaba a la piel. Si seguía tirando,iba a despellejarlo vivo. Debíaaflojarla, pero no lo conseguía. Unaserpiente de metal nos había aprisionadoen sus anillos.

—¡Morgennes!Se puso a llover. Corrimos hacia una

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cavidad en la montaña, un hueco lobastante grande como para poner aresguardo los caballos. El suelo estabacubierto de paja podrida, y sobre ella,muertos. Cadáveres de caballos con elvientre abierto y la carne blanca,congelada. Y restos de seres humanos.Lo más extraño era la expresión de susrostros: habían sufrido atrozmente. En sucuerpo —supongo que el frío habíacontribuido a retrasar ladescomposición— se veían rastros dehinchazones.

La muerte silenciosa había ido avisitarles, y en cambio, nos habíaperdonado a nosotros.

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—¿De qué han muerto?—De peste —me dijo fríamente

Morgennes.—¿Cómo lo sabes?Me mostró una rata reventada en un

rincón de la cueva. No lo entendía. ¿Quérelación tenía aquello con la peste?Morgennes me explicó que había leídoen El libro del tiempo (esa obra antiguaque había robado para ManuelComneno) que las ratas estaban, si no enel origen, sí al menos ligadas a la peste.

—¿Y Cocotte?Se encogió de hombros. Como yo,

esperaba que estuviera bien, pero no sehacía ilusiones sobre su suerte.

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—En cuanto a nosotros —me dijoMorgennes—, creo que ya no tenemosnada que temer. La epidemia debe dehaber pasado.

Se acercó a uno de los cadáveres, yreconoció al oficial que nos habíaarrestado. Sin decir palabra, lo despojóde su túnica naranja.

—Si encontrara un arma, podríaromper esta cadena y vestirme...

Miramos por todas partes, y al finaldimos con las herramientas de un difuntoherrero.

—¡Perfecto!Empuñó un pesado martillo y lo

abatió varias veces contra la cadena,

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que acabó por partirse. ¡Libres! Frotémis doloridas muñecas, me di un masajeen las pantorrillas y dirigí una franca ycálida sonrisa a Morgennes.

—Gracias. Sin ti...—Sin mí nunca te habrías

encontrado en esta situación. Estarías...—Estaría muerto... —le dije.—¿Muerto?—Sí, destripado por una multitud

enfurecida en Arras. O pudriéndome enuna prisión peor que la que acabamos deabandonar. .. ¡Recuerda el huevo roto!

—Pero ¿qué viste para asustartetanto? ¿Puedes decírmelo ahora?

Miré a Morgennes y le prometí:

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—Te lo diré, sí; pero no ahora.Cuando estemos seguros, en un lugar...que no sea este, calientes, ante unabuena comida y junto a un buen fuego.Entonces te lo diré todo. Te lo juro. Tecontaré todo lo que sé...

Al cabo de un rato, la lluvia dejó decaer, y abandonamos la cueva.Morgennes aún arrastraba su cadena.

—¿No quieres dejarla?La hizo girar en el aire, y me dijo:—¡Es mi arma! ¿Me preguntabas con

qué pensaba vencer al dragón? ¡Lo harécon ella!

Su cadena producía un zumbidoaterrador, parecido al de mil colmenas

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encolerizadas.

Las pequeñas construccionesadheridas a las paredes de la montañame recordaban esas almejas pegadas ala roca que la marea baja deja aldescubierto. Cuando las registramos,encontramos otros cadáveres. Esepueblo estaba muerto.

—Prendámosle fuego —dijoMorgennes.

Una llama lamió el cielo, fundiendola nieve a su alrededor. Además decalentarnos, purgaba esos lugares de laenfermedad y de todo el mal que se

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había instalado en ellos. Morgennes y yorogamos por el descanso de los muertos.

Al caer la noche, la hoguera todavíaardía. Aprovechamos su luz para seguirexplorando ese extraño paraje. Teníacierto parecido con las cavernas deCapadocia, el país natal de san Jorge:grutas comunicadas entre sí,alojamientos rupestres donde rudaspoblaciones se esforzaban ensobrevivir, apartadas del mundo.

Los agujeros en la montaña que tantome habían intrigado a nuestra llegadaresultaron ser una especie de graneros,donde se almacenaban alimentos, armas,armaduras y materiales diversos. Y

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aunque allí encontramos nuestro equipo(del que os ahorraré la enumeración,pero que comprendía, entre otras cosas,la cruz de bronce de Morgennes y midraconita), no vimos ni la punta de lacola de un dragón, si exceptuamos losque aparecían aquí y allá en una serie defrescos gigantescos, pintadosdirectamente en la roca, donde tambiénestaban representados todo tipo depeces, bestias salvajes y pájaros aladosa los que Noé había invitado a subir alArca.

En ellos, los dragones ocupaban unpuesto de privilegio, como si en esasmontañas se les rindiera culto. Sin

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embargo, los que aquí veíamos no separecían en absoluto a los monstruosque imaginábamos en nuestras tierras;porque aunque, como ellos, surcaban loscielos, estaban desprovistos de alas yondulaban entre las nubes como lasserpientes en la hierba. El dragón deesta región nos pareció un pocoburlesco. Su mirada, su forma depresentar las garras y de correr tras unanube reflejaban una especie de picardíaque no tenía nada de hostil. Era casi unanimal doméstico. Pero no encontramosnada que nos permitiera saber más sobreél. Lo que para Morgennes fue unadecepción.

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Una decepción que se tiñó detristeza cuando encontramos el gallinero,porque solo quedaban un montón deplumas y huesos dispersos. Parecíacomo si un ejército de lobos se hubieradado un festín, mordiendo y devorando atodas las gallinas que habían atrapadoen sus fauces.

Ni Morgennes ni yo proferimos unasola palabra; era difícil saber si entrelas plumas que veíamos pegadas a losmuros mezcladas con sangre seencontraban las de Cocotte. En todocaso, estaba claro que en este lugar noquedaba nada vivo.

—Ven —me dijo Morgennes—. No

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nos quedemos aquí.Ya se disponía a lanzar su antorcha

al interior del gallinero, para quecorriera la misma suerte que el resto delpueblo, cuando distinguí un reflejo rojo.¡Una pequeña pluma! La plumarevoloteó en el aire, describió dos o trescírculos girando sobre sí misma, y fue aposarse sobre una superficie redonda ylisa, del color de la caliza.

—¡Un huevo!Morgennes levantó su antorcha e

iluminó un huevo, misteriosamentesalvado de la matanza.

—¡Un huevo de Cocotte! ¡Un huevode Cocotte!

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Estaba convencido de que era suyo.La pluma lo cubrió delicadamente, comopara mostrármelo. Lentamente meacerqué al huevo y lo cogí.

Pero en ese momento oí el tañido deuna campana. Esta vez estaba seguro, nolo había soñado.

—No —me confirmó Morgennes—,no estás soñando...

No era momento de discutir, y losdos miramos en dirección al tañido de lacampana, que se dejó oír de nuevo. Enrealidad eran campanillas, o cascabeles;en medio de un torbellino de bruma y depolvo blanco, vimos surgir un cortejo dehombres y caballos, cuyas formas

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difusas empezaron a perfilarse cada vezmás nítidamente.

Dos personas marchaban en cabeza,una cubierta con una capa, y la otra conun velo. Sus rasgos aún no sé distinguíancon claridad, estaban demasiado lejos, yla nieve y el viento difuminaban laslíneas. Todo era confuso. Sin embargo,creímos reconocer... No, era imposible,puesto que estaban muertos.

No me atrevía a pronunciar losnombres que me quemaban en los labios,pero Morgennes lo hizo por mí:

—¿Sibila? ¿Thierry?¿Estábamos delirando? Nos parecía

reconocer, en efecto, en el hombre y la

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mujer que empezábamos a distinguir eneste instante, al conde de Flandes y a suesposa, Sibila. Y si ellos estaban allí,significaba que estábamos en el Paraíso.

Y que estábamos muertos.Pero no, porque la bruma se disipó,

y entonces vimos que se dirigían hacianosotros un hombre y una mujer que noconocíamos. Detrás de ellos avanzababamboleándose un carromato con lasarmas del papado; sus ruedas revestidasde hierro dejaban en el polvo la marcade dos serpientes.

El hombre, vestido con una gruesapiel y calzado con botas forradas, seacercó jadeando, como si hubiera

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realizado un gran esfuerzo.Curiosamente parecía aliviado. Elgrueso collar de barba negra, su miradainquisidora, que abrazaba todo lo que lerodeaba, y su manera de guardar lasdistancias, lo identificaban como unclérigo o un diplomático de alto rango.Cuando estuvo solo a unos pasos denosotros, nos inspeccionó de arribaabajo sin preocuparse de guardar lasformas, como si se encontrara frente aunos bárbaros, dudó en hincar la rodillaen tierra, pero preguntó de todos modosa Morgennes:

—¿Sois el Preste Juan?

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Diría que os burláis de mí. ¿De verdados estáis burlando?

CHRÉTIEN DE TROYES,Guillermo de Inglaterra

Amaury tuvo un sueño.Se encontraba en Jerusalén, en el

Santo Sepulcro, en el momento de sucoronación. El patriarca aún no le había

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colocado la corona sobre la cabeza, yAmaury esperaba rezando, con la miradahumildemente baja y las manos unidasen un gesto piadoso. Pero mientrasrecitaba algunas frases latinas que noentendía en absoluto y queaparentemente no tenían ningún sentido,Amaury se sintió extrañamente solo.Levantó un párpado y constató que frentea él no había patriarca ni niños del coro,y que las dos velas colocadas junto alaltar brillaban con una luz extraña.

Un movimiento a su espalda atrajosu atención. Al mirar atrás, distinguióunas serpientes que se deslizaban entrelos bancos del Santo Sepulcro,

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descendían a lo largo de los pilares, delas cortinas, surgían del interior de lasvidrieras, salían del suelo, de las juntasde las losas... Y luego emergían de entresus propios dedos.

Amaury lanzó un grito y se levantópara ir a coger su espada, pero entoncesse dio cuenta de que iba vestido con unatúnica de lino blanco y de que se habíadespojado de sus armas —como en losprimeros tiempos del Santo Sepulcro,cuando el reglamento prohibía queentraran las mujeres y los hombresarmados o con intenciones belicosas.

Llamando a sus hombres, aunque eraincapaz de pronunciar nada que no

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fueran palabras entrecortadas,tartamudeando aún más que decostumbre, Amaury se dirigióapresuradamente hacia la doble puertade la iglesia. Pero estaba cerrada conllave, y de la cerradura salían áspides.Retrocedió, volvió junto al altar y searrodilló valerosamente en medio de losreptiles, al pie de la Vera Cruz. Allí,mientras balbucía una oración, vio cómoel relicario de oro y piedras preciosasdonde estaba insertada la Santa Cruzondulaba, se hinchaba, se resquebrajabay luego se partía en dos y vomitabaculebras.

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Amaury despertó bruscamente, conel cuerpo bañado en sudor. Incluso enlos inviernos más fríos, como este, amenudo le arrancaba de su sueño unadesagradable sensación de ahogamiento.Pero esta vez era distinto. Como un graninsecto que inspeccionara con susantenas la crisálida en la que se habíaencerrado antes de su transformación,Amaury palpó con la palma de la manolas sábanas en las que se había envuelto.Estaban húmedas. Pero no era eso lo quemás le incomodaba. En cuántasocasiones se había despertado, de niño,en sábanas húmedas de orina, deadolescente, en sábanas manchadas de

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semen, o de adulto, en sábanas húmedasde transpiración. Infinidad de veces. No,lo que más le sorprendía era que no sesentía los brazos, ni el derecho ni elizquierdo... Redoblando esfuerzos porliberarse, consiguió por fin extraer unode sus miembros..., ¡que se habíatransformado en víbora!

Amaury despertó, esta vez deverdad. Con el corazón palpitante y losbrazos entumecidos, gritó:

—¡Chambelán!En el pasillo que daba a su

habitación sonaron unos pasos, la puertase abrió, y el chambelán apareció en elumbral.

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—¡P-p-por fin llegas! —dijoAmaury—. ¿Dónde estamos?

—Majestad, no comprendo...—¿Dónde estoy? ¿Qué lugar es este?—Majestad, estáis en el Krak de los

Caballeros, adónde habéis queridoacudir para inspeccionar los trabajos deacondicionamiento y ver en persona elincreíble descubrimiento realizado porlos hospitalarios en el curso de la obra.

—Ah, sí, es verdad —balbucióAmaury—. Tenía la mente un pococonfusa por una p-p-pesadilla...

—¿Un mal sueño?—¡Una p-p-pesadilla, acabo de

decírtelo! ¿Dónde están Alfa y Omega?

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—A vuestros pies, majestad, comosiempre.

El chambelán y Amaury miraron alpie de la cama, y vieron un gran cojínacolchado de terciopelo rojo con elhueco que habían dejado los perros;pero los animales no estaban.

—¡Alfa! —gritó el rey.—¡Omega! —llamó el chambelán.Eso desencadenó la ira de Amaury,

que le amonestó:—¡P-p-pero qué estás haciendo! ¿Te

burlas de mí? ¿No querrás llamar a mihijo, ya puestos? Solo yo tengo derechoa llamar a mis p-p-perros. ¡Alfa!¡Omega!

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Ruborizado por la confusión, elchambelán se retorció las manosmientras se decía que nunca másvolvería a aceptar un puesto semejante.Ocuparse de la casa del rey, de susfinanzas, era por regla general un cargoparticularmente ambicionado. Pero conAmaury nada era normal. Nunca se sabíaqué antojo le vendría a la cabeza, quédecretos promulgaría, qué órdenes —acual más extravagante— daría.

A cuatro patas sobre las losas delKrak, Amaury buscó bajo su mesa y bajosu sillón; entonces tuvo la idea de mirarbajo la cama. Y allí encontró por fin asus dos bassets, encogidos, temblando

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desde las patas hasta el extremo de lacola.

Después de haberlos depositado ensu cama, Amaury se volvió hacia suchambelán, levantó los brazos para quele ayudara a quitarse el camisón ypreguntó:

—¿Dónde estabas?—Majestad, estaba junto a vuestra

puerta, tal como mi deber...—¿D-d-dormías?—Majestad...—¿Y bien? ¿D-d-dormías?—Yo, hummm... Sí. Perdón,

majestad.—Chis, chis, no necesito oír tus exc-

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c-cusas. Lo que quiero saber es dóndeestabas.

—Pero majestad, acabo de deciros...—Sí, sí, junto a mi p-p-puerta...Desnudo, Amaury dio unos pasos

por la habitación y se dirigió hacia laventana, mostrando al chambelán susgrandes nalgas llenas de granos rojos.Este cerró los ojos, y luego volvió aabrirlos, diciéndose que después detodo había visto cosas peores. (Pensabaen el par de senos, de lo más femeninos,que colgaban del pecho de su rey.)Bufando como un buey, Amaury efectuóuna serie de ejercicios físicos, y luegose volvió hacia su chambelán para que

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le ayudara a vestirse.—¿Y bien? —prosiguió el rey.—Majestad, no comprendo vuestra

pregunta...—P-p-pues es muy clara —balbució

Amaury—. He tenido una p-p-pesadilla,en el curso de la cual me encontraba enJerusalén, en el Santo Sepulcro. Meatacaban unas serpientes, y yo p-p-pedíaayuda, pero nadie acudía. ¿Por qué?

—Su majestad debe de burlarse demí —dijo el chambelán, cada vez másconfundido—. No tengo el poder deintervenir en los sueños.

—¡Pues es una lástima! Porque meencontraba en una p-p-posición

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extremadamente enojosa. ¡Créeme, noolvidaré t-t-tan fácilmente que tú, elpatriarca, mis guardias, senescal,condestable y tu-tu-tutti quanti nohicisteis nada cuando os necesitabatanto!

—Sí, majestad. Perdón, majestad.—La próxima vez, t-t-trata de

intervenir...—Desde luego, majestad.Los dos bassets ladraron, gruñeron

al chambelán, y saltaron a los brazos deAmaury cuando este acabó de embutirseen el grueso manto de piel de oso que suchambelán le había ayudado a ponerse.

Unos instantes más tarde, los dos

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hombres atravesaban el patio principaldel Krak de los Caballeros, realzadopor su nuevo muro exterior.Hospitalarios y guardias reales selevantaron al paso de Amaury parasaludarle. Luego el rey se dirigió haciala gran sala del Krak, donde leesperaban el comendador de loshospitalarios, Gilberto de Assailly, yalgunos pares del reino, así como unmisterioso individuo, totalmente vestidode cuero negro, que pretendía ser el«embajador extraordinario del PresteJuan».

Este título había impresionadovivamente a Amaury, a quien habían

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informado sus espías del escándaloprovocado en Constantinopla por eseenigmático Preste Juan. ¿Legendario oreal? En cualquier caso, no cabía dudade que el emisario que se habíapresentado la noche anterior en el Krakde los Caballeros existía. Por esoAmaury estaba impaciente por oírlehablar de su fabuloso reino y de laayuda que pensaba proporcionarle ensus proyectos de conquista.

—Sobre todo le pediré que nospreste oro, a cambio de la Vera Cruz...

En el patio, una forma corrió haciauna puerta, la abrió y desapareció porella precipitadamente. Amaury fingió

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que no la había visto. Debía de ser unamujer, una de las escasas sirvientasadmitidas al servicio de loshospitalarios. Sin embargo, igual que enJerusalén, Amaury había ordenado:

—¡No quiero mujeres en mi camino!Cierto que tenía muchas ganas de

encontrar una nueva esposa, perodebería ser alguien excepcional. Porotra parte, Amaury no tenía ningunasganas de facilitar las cosas a sus nobles.Su celibato le proporcionaba una buenaexcusa para fastidiarlos.

Cuando entró en la gran sala delKrak, donde acababan de servir unacolación a la decena de hospitalarios

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presentes, Amaury constató que elambiente era sombrío. Después dedepositar a sus bassets sobre la paja,para que fueran a comer en compañía delos hermanos castigados por pequeñasfaltas, soltó un eructo atronador, seaclaró la garganta y escupió al suelo.

—¡Eso ya está mejor! —dijo, conuna amplia sonrisa, en dirección alembajador extraordinario.

Era imposible precisar el sexo deese individuo, ya que una máscara decuero negro le ocultaba el rostro y nodejaba ver más que dos ojos negros queevocaban vagamente los de lasserpientes. Un látigo terminado en

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puntas guarnecidas de púas colgaba desu cinturón, y llevaba en los zapatosunas impresionantes espuelas, de unadecena de pulgadas de largo,prolongadas por una boca de dragón.Una gruesa capa de cuero negro, que sepodía cerrar por delante, colgaba,arrugada, sobre sus hombros, comodespués de una larga jornada de camino.

—¿Habéis tenido buen viaje, señorembajador extraordinario? ¿O debodecir señora embajadora extraordinaria?—inquirió Amaury.

—Señor —precisó el embajador conuna ligera reverencia—. Estas son miscartas credenciales.

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Entrechocó los talones y hundió sumano enguantada de cuero en un zurrónque llevaba atado al muslo. Sacó de élun fino rollo de pergamino, cerrado conun sello. Amaury lo examinó, admiró eltrabajo, que representaba el ojo en elcentro de la pirámide, y preguntó,mientras rompía el sello:

—Venís de lejos, si he entendidobien.

—En efecto —dijo el embajador—.Del otro lado de los montes Caspios.Partí ayer.

—¿Ayer? Me parece p-p-pocotiempo para un trayecto tan largo.

—Es que viajo a lomos de un

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dragón, majestad. Como todos losdiplomáticos y correos del emperador.

—¿A lomos de un dragón? Humm...,debe de ser práctico para transportar elequipaje. ¿Y dónde habéis dejado avuestro dragón? ¿En los establos?

—¡No, majestad! Habría devorado atodos vuestros caballos, lo quesupondría una mala forma de entrar enmateria. Le he permitido volver a loscielos, que son su única morada.

—¿Y cómo lo llamaréis cuandoqueráis partir de nuevo?

—Con esto, majestad.El embajador del Preste Juan mostró

a Amaury una cadena, en cuyo extremo

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colgaba un silbato de plata querepresentaba a un dragón.

—Me basta con soplar, y mi dragónacude.

—Qué ingenioso —dijo Amaury.Pero ya no le escuchaba. Mientras

estudiaba con mirada distraída lascredenciales del embajador, le preguntó:

—Embajador P-p-palamedes,¿estáis versado de algún modo en laciencia de los sueños?

—¿Puedo preguntar a su majestadpor qué me hace esta pregunta?

—Es que esta noche he tenido unaespantosa pesadilla, ¿sabéis? —dijoAmaury, insistiendo en la palabra

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«pesadilla» y mirando a su chambelándirectamente a los ojos.

—Será un honor ayudar a sumajestad, si puedo...

Amaury contó su sueño, y concluyódiciendo:

—¡Qué lástima que mi queridoGuillermo t-t-todavía no haya vuelto deConstantinopla! Él, al menos, habríasabido descifrar mi sueño. Es muybueno en oniromancia, ¡y ese es solo unode los numerosos d-d-dominios en losque destaca!

—Majestad, si me permitís, estasserpientes...

—¿Sí? —preguntó Amaury,

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interesado.—Son dragones...—¡Lo sabía! —exclamó Amaury,

golpeando la mesa con el puño, lo quehizo que todo el mundo se sobresaltara—. Entonces, necesitaríamos...

—Yo puedo ayudaros, los dragonesson muy comunes en nuestro reino.

—Sí, sí, claro. Pero necesitamos aese caballero, ¿c-c-cómo se llama? Elque ajustó las cuentas a un dragóndurante mi co-co-coronación...

—¿San Jorge? —preguntó Gilbertode Assailly, temiendo lo peor.

—¿Qué decís? ¿Me tomáis poridiota? —tronó Amaury—. Os estoy

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hablando de ese juglar, el querepresentaba el papel de san Jorge...

—¡Ah! Sí, ya veo —dijo Keu deChènevière—. Un caballero ciertamentepeculiar. Pero ya no recuerdo cómo sellamaba. Mor... algo... ¿Morbeno?¿Mordomo?

—Se llamaba Morgennes —dijo eljoven hermano Alexis de Beaujeu—. Yno era caballero.

—¿Ah no? —se extrañó Amaury—.Habrá que corregir eso... ¡Un hombreque no teme enfrentarse a un dragóndebe ser armado caballero al instante!

En la gran sala nadie dijo nada.Como ocurría a menudo, con Amaury

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nunca se sabía si se estaba haciendo eltonto o si quería probar a los suyos.

—En cualquier caso —prosiguióGilberto de Assailly—, los dragones seencuentran justamente en el centro denuestros problemas. Y hay quefelicitarse por la llegada de suexcelencia el embajador extraordinario,justo en el momento en el que nuestroshermanos del Krak han hecho estepasmoso descubrimiento...

—Bien, bien —dijo Amaury conaire pensativo—. Creo que ha llegado elmomento de hacer una exposición de lasituación a nuestro nuevo amigo.

—Si su majestad lo permite, yo

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puedo encargarme —propuso Gilbertode Assailly.

—¡Adelante, pues!—Esta es la situación: no podremos

aguantar mucho tiempo en Jerusalén sino nos apoderamos de Egipto. Prontohará dos años que Nur al-Din multiplicasus ataques contra los flancos orientalesdel Líbano. En la batalla de Harim, nosinfligió una derrota memorable e hizoprisionero al conde de Trípoli.

—Al que echamos en falta —interrumpió Amaury.

—¡Desde luego! —exclamaron acoro todos los hospitalarios presentes enla sala. El hecho de que Amaury

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reemplazara a Raimundo de Trípolidurante su cautividad contribuyó a quesu respuesta fuera aún más vigorosa ysincera.

—De todos modos, no insistáisdemasiado —dijo Amaury—. Hecomprendido.

—En resumen —prosiguió Gilbertode Assailly—, la situación esextremadamente compleja; y no hay queolvidar que no sabemos todavía si lasconversaciones mantenidas porGuillermo en Constantinopla han dadofruto.

—Lo d-d-darán, podéis estar seguro—dijo Amaury—. Conozco a Guillermo

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mejor que nadie. Y todo lo queemprende se ve co-co-coronado siemprepor el éxito.

—Más recientemente —continuóGilberto de Assailly—, el brazoejecutor de Nur al-Din, el infamegeneral Shirkuh, ha atacadoTransjordania, donde ha destruido unaplaza fuerte que los templarios habíanconstruido en una gruta, justo al sur deAmmán. La pinza se cierra... Tenemosque actuar, y rápido. No podemospermanecer aquí con los brazoscruzados esperando a saber si elemperador de Constantinopla se dignaconcedernos su ayuda y qué forma

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adoptará esta...—Sin embargo —le interrumpió

Amaury—, sabéis que nos faltan t-t-tropas. Atacar Egipto en este momentosupondría dejar desguarnecido elcondado de Trípoli y el norte del reino.Y eso sería c-c-conceder una ventajainestimable a Nur al-Din.

—Necesitáis refuerzos —dijo elembajador del Preste Juan.

—Evidentemente —dijo Amaury—.Y no dejamos de buscarlos, en t-t-todaspartes. ¡Incluso he escrito t-t-tres vecesal rey de Francia, pero no he recibidouna sola respuesta! Ni un centavo, ni lasombra de un soldado. Nada. ¡Niente!

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¡Piel de zobb, como dicen los árabes! —exclamó, haciendo chasquear el pulgaren la boca.

—Conozco bien Egipto —explicó elembajador del Preste Juan—. El reinoes un fruto maduro que no tardará encaer, siempre que se sepa dónde y cómocogerlo. Deberíais ir allí y establecer unprotectorado. Estoy seguro de queChawar, el visir del califa, sabráacogeros con todas las atencionesdebidas a vuestro rango. Podéis contarcon él. ¡Y convertirlo en el nuevo califade Egipto!

—La última vez estuve a p-p-puntode perder la vida allí, junto con todos

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mis hombres —recordó Amaury—. Siesa C-c-compañía del Dragón Blanco nohubiera acudido a salvarnos, ahora en loalto de las mezquitas de Jerusalénbrillaría una horrible media luna de oro,en lugar de las magníficas cruces quehemos hecho c-c-colocar en ellas...

—Esperar a los griegos —señalóGilberto de Assailly— es exponerse atener que repartir con ellos... Ycomprometerse con los rivales de Roma.Ya han vuelto a apoderarse de la iglesiade Antioquía. ¿No querréis, majestad,que sea también en Constantinopladonde se decida quién debe ocupar lacabeza de las iglesias de Trípoli, de

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Jerusalén, de Acre o de Tiro?—No, no, desde luego —dijo

Amaury—. Pero los griegos son p-p-poderosos, son ricos... ¿Qué son dosaños? ¡Ah, si tan solo aceptarais —dijodirigiéndose a Palamedes— prestarnost-t-tres millones de besantes! En prendade vuestra buena fe, claro está...

—Majestad, me parece un pocoprematuro...

—Majestad —cortó Gilberto deAssailly—, si mi plan no os complace,creo que ha llegado el momento de queabandone mi cargo de comendador delos hospitalarios y vaya a terminar misdías en alguno de nuestros monasterios,

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en Inglaterra, donde nací.Amaury hizo un gesto, como

diciendo: «Haced lo que prefiráis, pocome importa», lo que desencadenó lacólera de algunos nobles presentes en lasala, y particularmente la del máspoderoso de entre ellos: el barón deIbelín.

—¡Yo afirmo, majestad —intervinoeste con vehemencia—, que hay queaprovechar las informaciones que poseeel señor embajador extraordinario yatacar sin esperar más!

—Escucha, tú —dijo Amaury albarón de Ibelín—, ¿quién crees que eresp-p-para hablarme en este tono? ¿Debo

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recordarte quién te hizo barón?—Y a vos, majestad, con todo el

respeto que os profeso, ¿deborecordaros quién os hizo rey? —dijo elbarón volviéndose hacia la asamblea depares del reino.

Un pesado silencio se hizo en la gransala, apenas turbado por el mordisqueode los perros, que roían unos huesos.

—Lo que necesitaríamos —dijo elembajador para rebajar la tensión— esun casus belli...

—¿Como qué, p-p-por ejemplo? —preguntó Amaury.

—La falta de pago de las sumasprometidas...

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—Ya está hecho.—Atacad —prosiguió el embajador

—. De otro modo será vuestro peorenemigo, Nur al-Din, quien lo hará envuestro lugar. Atacad y os prometo querecibiréis la ayuda de una decena dedragones y de un millar de amazonas.

Caballeros, nobles y hospitalariosintercambiaron miradas deestupefacción. Solo Amaury conservó lacalma.

—D-d-dragones... ¿Como el que loshospitalarios han descubierto?

—¿Cómo decís? —preguntó,sorprendido, el embajador.

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Unos instantes más tarde, los doshombres se encontraban, en compañíadel estado mayor de los hospitalarios,de los pares del reino y de una decenade soldados, en los contrafuertes delYebel al-Teladj, donde se erigía el Krakde los Caballeros. En el polvo sedibujaban los contornos de unos huesosenormes, sobre los que los bassets deAmaury se lanzaron ladrando comolocos. Mientras roían esas osamentasprodigiosas, que los guardias rodeabanpara indicar sus proporciones alembajador del Preste Juan, Amaurypreguntó a este último:

—¿Hablabais de d-d-dragones como

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este?En efecto, bajo sus ojos surgía la

silueta de un enorme dragón, de unalongitud de varias lanzas. El lomo, elcuello, las patas y las fauces sedistinguían claramente; unos obrerostrabajaban para liberar las partesrestantes de la bestia, de la que soloquedaban los huesos —de unaantigüedad de varios miles de años— yalgunos globos color de tierra, deltamaño de huevos grandes, que seencontraban en su vientre.

El embajador del Preste Juan abriólos ojos desorbitadamente, pasmadoante aquella visión. Tan pasmado que se

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quedó sin habla. Esta vez fue Amauryquien rompió el silencio, señalando asus dos bassets. Uno se esforzaba enarrancar de la montaña una tibia deltamaño de un hombre, mientras el otroorinaba sobre uno de los huevosfosilizados.

—¿Sabéis qué estaría b-b-bien? —preguntó Amaury al embajador.

—No.—Un silbato como el vuestro, pero

para llamar a mis p-p-perros.

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Tal vez sea un fantasma que se hainfiltrado entre nosotros.

CHRÉTIEN DE TROYES,Cligès

«Cosa prometida, cosa ardua decumplir», suelo decir.

Y así ha llegado para mí,Morgennes, la hora de hablarte. Ya he

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diferido demasiado tiempo el momentode confesarme. Pero ¿por dóndeempezar? ¿Por nuestro encuentro, en loalto de los montes Caspios, con elmédico de su santidad Alejandro III? ¿Obien por el encuentro de mi padre contus padres? Tengo que sopesarhábilmente las dos posibilidades,porque no tienen el mismo peso, por másque tanto la una como la otra hayanhecho inclinar la balanza de un lado yluego del otro. Pero siempre es buenovolver a las fuentes. Y las fuentes, eneste caso, son tus padres.

Como te he dicho en muchasocasiones, tus padres te amaban. Te

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querían con locura. Oh, no lo digo por ti,desde luego —tú eres quien mejor losabe, y nunca lo has olvidado—. No. Lodigo... por mí.

Porque ahora tengo que hablar demí.

Yo estaba lejos de ser comoMorgennes.

—Yo estaba lejos de ser como tú —dije en voz alta—. Cuando era niño,hacia los siete u ocho años, toméconciencia de que era judío, y por tanto,diferente de la mayoría de los demáschiquillos que poblaban las calles de laciudad donde vivíamos, mis padres y yo.No, Morgennes, no adoptes este aire de

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sorpresa. Sé que lo sabes. ¿Te lo dije, olo adivinaste tú? Poco importa. Loesencial es que no hayas dicho nada.Has respetado mi silencio, y te loagradezco. Yo era un niño, y era judío.Judío en el seno de una ciudad —sunombre no tiene mayor importancia yprefiero olvidarlo— donde había tanpocos niños judíos como leprosos.Cinco o seis, en realidad. Y yo era unode ellos. Imagina mis juegos, en elbarrio de la iglesia de Saint-Forbert,cuando para mí no se trataba dedivertirme con los otros chicos, sino deser el destinatario de sus burlas. No dejugar, sino de ser el juguete... Aquel del

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que los demás se mofan, al que tiranpiedras, al que lanzan al río, al queamenazan con quemarle y al que cubrende fango. Sé que lo comprendes. Lo peores que sus risas me complacían. Sí, yoles comprendía. Porque si hubieraestado en su lugar, es muy probable quetambién yo me hubiese burlado del judíoque era. De modo que aprobaba susrisas. E incluso lamentaba no poderofrecerles más. Pero para eso habríatenido que ser un poco más lisiado,tartamudo, deforme o leproso. Dios, ensu infinita bondad, me había bendecidocon una única «tara» (a mis ojos),aunque era suficiente tara: yo era judío.

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Mi padre me decía: «Aprenderás a vivircon ello». Y yo preguntaba: «¿Estoyobligado a vivir con ello, aunque notenga ganas?».

—No tienes elección.—¡Estoy seguro de que sí!Para probárselo, me mutilaba, como

si mi judaísmo fuera una verruga que sepudiera extirpar. Llevaba siempre laestola de tela amarilla que nos señalabacomo judíos a ojos de los goyim, yproclamaba mis orígenes en cualquiercircunstancia hablando hebreo, citandola Torá a la menor ocasión, prestando(¡con ocho años!) a seis por uno... Enrealidad, ahora me doy cuenta, quería

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hacer pagar a mis padres y a Dios mijudaísmo. Lo que quería era ser comolos demás. Ni más ni menos. Ser uncristiano, ir a misa todos los domingos,ayunar los viernes... ¿Qué puede habermás banal? Blanco, cristiano, cretino.Así, al menos, habría sido feliz.

Pero aunque era blanco y no podíaser más bobo, no era cristiano.

«¿Por qué no soy cristiano?»Mis padres nunca respondían a esta

pregunta. Mi padre, que había seguido,en Troyes, las enseñanzas del célebreerudito Rachi, me repetía a menudo quetodo eso no contaba. Que pocoimportaba el camino en el que Dios nos

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había colocado, con tal de quecreyéramos en Él.

«Pero entonces, ¿por qué no cambiarde camino? Si se sigue creyendo...»

¿Es posible, realmente, cambiar decamino? Para eso, yo habría tenido quecambiar de nombre y de padres, porqueel camino en el que Dios me habíacolocado era también el camino en elque ellos se encontraban, y desde hacíamás tiempo que yo.

Cambiar de camino... Eso decidíhacer, siendo aún muy joven.

No puedes hacerte idea de hasta quépunto las palabras de tu padre, cuando tedijo que fueras hacia la cruz, tienen

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sentido para mí. Porque eso fue lo quehice. Supliqué a mis padres quecambiaran de religión y se convirtieranal cristianismo, por amor a mí. Les pedíque eligieran entre Dios y yo. Mi padreme adoraba, y mi madre también; peroella era ante todo judía, y no podíaevitar temblar ante la mera posibilidadde no seguir siéndolo hasta el fin de susdías. Esta pareja, que yo había visto tanunida y amorosa, se separó por micausa. En cierto modo, ese día, el día enel que mi padre me llevó a una iglesiapara hacerse bautizar conmigo, matamosa mi madre.

Porque cuando salimos, cristianos

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los dos, un grito retumbó en la casa, yvinieron a decirle a mi padre: «Vuestramujer ha muerto...».

Pues bien, ya estaba hecho. Yoestaba maldito. Y era cristiano. Micólera y mi pena eran tan grandes quedecidí serlo hasta el final. Lancé miantiguo nombre a las ortigas, y toméeste: «Chrétien». Lo peor era que mesentía aliviado. Mi madre estaba muerta,porque no había visto (o no habíaquerido ver) a mi padre renegando de sufe y de la de sus antepasados. O mejor,no me había visto, a mí, abjurar de susentrañas... Mejor aún, lo poco de«judío» que me quedaba acababa de

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irse, de desaparecer para siempre conella.

Mi padre y yo abandonamos laBroce-aux-Juifs, donde él practicaba eloficio de cirujano barbero. Ah, ya veocómo tus ojos adquieren un brillo nuevo.Sí, mi padre era cirujano... Y no uncirujano cualquiera. ¡Era el mejor detodos! Puedo decirlo porque puso tantarabia y tanta tenacidad en destacar en suoficio como yo lo había puesto encambiar de religión. Lo sabía todo delcuerpo humano, de sus humores, de loshilos invisibles que lo unen a lasestrellas y a Dios. Diría incluso que loque desconocía de la medicina apenas

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habría llenado un dedal.Y decir que yo lo atribuía a su

conversión y a la muerte de mi madre...Era demasiado joven para

comprenderlo. Porque, aunque soymayor que tú, no lo soy mucho más... Yun día, en una noche de invierno, pocoantes de morir, me habló.

Yo había decidido tomar los hábitos,para ser un perfecto cristiano, y contaraventuras que mostraran a gentes y rutasque se entrecruzaban. (Ya sabes de quéestoy hablando.) Mi padre me llamó a lacabecera de su cama, y sus dedoshurgaron bajo su camisa —exactamentecomo tú haces cuando buscas la cruz de

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bronce de tu padre, o como lo hago yopara mostrarte esto.

Saqué de debajo de mi camisa estapiedra extraña, mezcla de negro yblanco entrelazados, en la que parecíadistinguirse el dibujo de un dragón.

—Es una draconita.Morgennes puso su mano encima, y

sintió una violenta descarga.Instantáneamente la retiró, como si sehubiera quemado. Lo que había visto...Imágenes que cruzaban por su mente.Imágenes que representaban cosasindescriptibles en palabras humanas,

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percibidas por una criatura que tampocotenía nada de humano. Imágenes que sumemoria no pudo registrar y que sedeshilacharon como semillas de dientede león en el viento del verano.

—¿Qué es esto? —me preguntó.—A decir verdad, no lo sé muy bien.

Su nombre es «draconita». Tu padre,que había hecho un largo viaje porOriente, en busca de especias y deplantas para dar a tu madre, la trajo desu periplo. Algunos dicen que es unapiedra caída del cielo. Otros pretendenque se trata del ojo de un dragón. Encualquier caso simboliza la vida y lamuerte, un bien por un mal, un mal por

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un bien, el equilibrio de los extremos.Morgennes no apartaba los ojos de

la piedra. Sus contornos parecíanondear, como bajo el efecto de un fuegopoderoso.

—¿Por qué no puedo cogerla? —preguntó Morgennes.

—Porque no puede ser cogida. Solopuede ser dada. Un hombre la dio, poruna razón que ignoro, a tu padre, que ladio a mi padre, que me la dio a mí... Yyo te la doy a ti —dije depositando lapiedra en las manos entreabiertas deMorgennes.

Esta vez no sintió nada especial. Eracomo si la piedra se hubiera

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adormecido. Como un pequeño animal,hacía la siesta en el hueco de la mano deMorgennes, que la volvió de un lado yde otro, y se sorprendió al ver quepresentaba invariablemente la mismacara.

—Decididamente esta piedra es muyrara —dijo Morgennes—. Mira, le doyla vuelta, la giro otra vez, y siempre veoel mismo dibujo. Como si se desplazaraen la superficie de la piedra parapermanecer constantemente bajonuestros ojos.

—Sí. Lo sé. Esta piedra tienemuchos poderes. Y mi padre no excluíala hipótesis de que...

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—¿sí?—Mi padre a menudo hacía

referencia a la posibilidad de que tumadre hubiera quedado encinta gracias aesta piedra, y no a las hierbas y lasespecias que tu padre le había dado.

Morgennes se levantó de un salto.—¡Es absurdo! Todo esto no tiene

ningún sentido, y te diré por qué.¡Porque mis padres tuvieron otro hijodespués de mí, y ya no tenían la piedra!¿Cómo explicas eso?

—No lo explico. No soy de ese tipode gente que busca una explicación atodo. Creo que hay fenómenos que notienen ni causa ni solución. Escucha, no

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hago más que repetir las palabras de mipadre. Pensé que te interesaría. Ahora,dime: ¿te hablaron tus padres de lascircunstancias de tu nacimiento?

—No. Pero sé que no estaba solo enel vientre de mi madre. Siempre hetenido la sensación de que había alguienjunto a mí...

Se llevó la mano derecha al mentón,al lugar exacto donde se encontraba lapequeña marca blanca en forma demano.

—Erais dos, Morgennes. Estabais túy una niña: tu hermana gemela. Tunacimiento fue la prueba más dura detoda la carrera de mi padre; y si mi

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madre no hubiera muerto poco despuésde nuestra conversión, probablemente detoda su vida... Erais dos, Morgennes,¡dos! Uno de vosotros bloqueaba al otroy le impedía salir. Para salvar a tumadre, decidieron sacrificar a uno delos niños, y el azar hizo que fuera tuhermana...

Morgennes estaba trastornado. Veíade nuevo a sus padres, a su hermana, yla pequeña tumba sobre la que habíapasado tanto tiempo.

—De modo que era una niña...—No tuvieron elección, Morgennes.

Había que salvar a tu madre...—Habría dado mi vida por ella.

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¿Por qué no me mataron a mí? ¿Por quéno me hablaron de esto?

—¿Para decirte qué?Morgennes me miró un instante en

silencio. Luego, de pronto, me dijo:—En cierto modo creo que siempre

lo he sabido. Esta niña, mi hermana,nunca me ha abandonado. Estaba ahí,junto a mí —concluyó, tocándose laparte baja del rostro.

Se levantó, se sacudió el polvo de laropa, pareció sobreponerse a la emocióny me preguntó:

—¡Ahora dime lo que viste enArras! ¡Habla! ¿Cómo es posible que unjuglar experimentado como tú fallara un

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ejercicio que antes había realizadomiles de veces? ¿Qué viste paraasustarte hasta ese punto?

—¡Morgennes, vi a los muertos!Fantasmas, estabas rodeado defantasmas en Arras. Recuerda, elcementerio judío... Vi cómo las tumbasse abrían y los muertos salían de latierra. Vi cómo se acercaban a ti y tehablaban al oído. Y comprendí, sí, porfin comprendí de dónde procede tumemoria excepcional. Morgennes, sonlos muertos, que te soplan al oído lo quesaben. Son los muertos, que recuerdancontigo. Y mientras los muertos esténahí, tú no olvidarás. Y mientras

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recuerdes, los muertos permanecerán.Morgennes, en realidad tú nunca hasvuelto a cruzar... Sigues estando del otrolado. Con los muertos.

—¿Había rostros? ¿Qué viste?—Muertos, muertos... Pero había

dos en particular que se mantenían juntoa ti. Tan cerca que hubiera podidoconfundirlos contigo, pero no... Unhombre de unos cuarenta años, que separecía a ti, en más viejo... Y una niña.¿Qué edad tenía? Tal vez cuatro o cincoaños.

—¡Mi hermana!—Bella, rubia como el trigo, y con

unos ojos... Eran azules, pero tenían tu

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mirada. Tu padre estaba a su lado.—¿Y mi madre? ¿No estaba?—Me parece que no. ¿Vivirá tal vez

todavía?Morgennes entreabrió los labios

como para decir algo, pero no consiguióarticular palabra. Si hubiera sido un pez,creo que de su boca no habría salido niuna burbuja.

—Eres judío —le dije.—¿Cómo?—Eres judío, tú también... Mi padre

me lo dijo. Lo que vi en Arras loprobaba. No he querido hablarte de ellopara no traumatizarte ni destrozar tussueños, pero eres judío. Los caballeros

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nunca te aceptarán. Y menos aún lostemplarios o los hospitalarios.

—¿Y esto? —dijo Morgennesblandiendo bajo mi nariz su cruz debronce.

—¿Esto? Es de tu padre, por lo quesé. Pero se es judío por parte de madre,Morgennes. Y tu madre era judía. Losiento...

—¿Judío?—¿Comprendes ahora por qué unos

templarios aniquilaron a tu familia, justoantes de partir a la cruzada? Porqueerais judíos. Todo eso que teníanganado. Pero, por la sangre de Cristo,¿cuánto tiempo va a durar esto? ¿No hay,

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en alguna parte, un lugar donde podamosvivir en paz? Date cuenta de que no digovivir «felices», sino «en paz»,simplemente. Y si ese lugar no existe,¿no habrá un momento? ¿Solo una hora,un año de tregua? ¿Un único año? ¿Meatrevería a pedir, «una vida»?

Estallé en un profundo sollozo, quesacudió mi cuerpo y me impidió hablar.Entonces, como había hecho en lasmontañas, Morgennes me cogió en susbrazos. Ahora lo comprendía. Si erajudío, era normal que su madre noquisiera una cruz sobre la tumba delniño muerto. No era solo para olvidar.Si era judío, era comprensible que su

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padre le hubiera dicho que fuera «haciala cruz». Porque allí, a su sombra, ledejarían en paz.

A no ser que tratara de señalar a suadversario. A los que llevan la cruz. ¿Alos templarios, tal vez? ¿A losguardianes de la Vera Cruz? ¿Debíabuscar entre ellos para encontrar a losasesinos de su padre y de su hermana?Morgennes trató de serenarse. Lamisericordia de su padre era una pista,pensó. Una primera pista que no habíaseguido en su momento, porque erademasiado pronto. Pero ahora se sentíapreparado. Ese viejo templario, ¿cuálera su nombre? No tenía ni un pelo en la

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cabeza. ¡Galet el Calvo! Y su comparsa,Dodin el Salvaje... Vive Dios queencontraría a cada uno de los cincocaballeros que habían atacado a suspadres. En aquella época, solo uno deellos era templario... Al parecer, esohabía cambiado.

Por otra parte, quedaban un montónde interrogantes para los que tal vezsolo su madre tenía respuesta. Tambiéntendría que encontrarla a ella. ¿Eraposible que hubiera seguido a alguno deesos caballeros a Tierra Santa?

Morgennes me lanzó la mirada queyo esperaba y temía ver desde hacíatanto tiempo.

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Nuestros caminos se separaban.¿Para siempre?¿Quién podía decirlo?Me apretó contra su cuerpo, como un

hermano, y me dijo:—Adiós.

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Pero ahora sería bueno saber hacia quédirección debemos dirigirnos.

—Amigo, no puedo adivinarlo, si laaventura no nos guía.

CHRÉTIEN DE TROYES,Guillermo de Inglaterra

Yo, Felipe, médico personal yembajador extraordinario de su

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santidad el papa Alejandro III, quepartí de Benevento hace ahora ochomeses para un periplo insensato, estoya punto de perder la razón.

Por eso —¡que san Gregorio meperdone!— debo plasmar aquí lo quehe visto, lo que con mis ojos he visto, yconsignar sin demora lossorprendentes acontecimientos a losque personalmente he asistido. No paraconvenceros de que se produjeronrealmente —sé que es una tareaimposible, que supera, con mucho, mispobres dotes de escritor—, sino paraque yo pueda creer todavía en ellos,cuando, dentro de algunos años, mi

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memoria ya no recuerde todos estoshechos y yo quiera volver sobre ellos yal hombre que un día fui.

Es agradable, en efecto, pensar queel individuo que soy hoy se preocupaanticipadamente del que seré mañana,y que trata de atenuar sus posiblessufrimientos y de tomar parte de sufutura carga, mientras aún tienefuerzas para hacerlo.

Sé que todo lo que voy a relatarosaquí os parecerá extraordinario. Igualque sé que me parecerá increíble, a mítambién, cuando me relea.

Sin embargo, ocurrió.Todo empezó cuando su santidad el

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Papa, a quien sirvo desde hace tantosaños que mis dos manos no bastan yapara contarlos, recibió una misiva delo más insólito. Le había sido enviadapor un tal Preste Juan. Este últimoinformaba a su santidad de que losorígenes de la peste que causabaestragos en Roma desde el inicio delaño 1166 de la Encarnación de NuestroSeñor debían buscarse enConstantinopla.

Y más concretamente en el palaciode Blanquernas, donde reside elbasileo, Manuel Comneno.

Supongo que sabréis como yo queel castillo del Sant'Angelo, donde a

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veces se aloja su santidad, debe sunombre a que, en el año de gracia de590, un ángel anunció en él el fin de lagran peste bubónica que entoncespadecía Roma. Este castillo, que hapermanecido indemne, inmune a tododaño, desde hace casi seiscientos años,y que creíamos protegido por lossantos y los ángeles del Señor, fue elteatro de un aterrador resurgimientode esa gravissima lues, ¡la peste!

Después de que cayera el castillodel Sant'Angelo, pronto fue toda Romala que sucumbió a este flagelo, que elTíber, infestado de serpientes, se ocupóde trasladar hasta los más remotos

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rincones de la ciudad.Su santidad pensó primero que la

enfermedad debía achacarse a lasmaniobras de ese perverso Barbarroja,que desde hacía años no cesaba denombrar antipapa tras antipapa y cuyaúnica preocupación era la de impugnarnuestro poder. Sentimiento disipadopor el hecho de que las tropasimperiales enviadas por Barbarroja aRoma, después de la retirada de susantidad a Benevento, fueron tambiénvíctimas de esta ignominia...

Pero, si no era el emperadorFederico I, ¿quién podía ser?

La respuesta, como he dicho más

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arriba, nos llegó bajo la forma de estacarta, que denunciaba las maniobrasdel basileo de los griegos y nosconminaba a enviar un embajador alPreste Juan, para forjar una alianza yencontrar un remedio a nuestrossufrimientos.

Al tener noticia, después deefectuar algunas averiguaciones, deque las fronteras de ese presbíteroestaban vigiladas por dragones y otrasbestias de este tipo, responsables(entre otras cosas) de la peste, sedecidió enviar allí, como embajadorextraordinario, a un médico. E inclusoal mejor de todos ellos.

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Es decir, a mí, vuestro humildeservidor, Felipe.

Su santidad dictó en el acto unacarta "ut unirentur", para proponer alPreste Juan que reconociera suautoridad y se aliara a ella.

Luego, viajando a bordo de varioscarros equipados con todos lospertrechos necesarios para contener,en tanto era posible, las emanacionesmefíticas de los dragones, y reforzadoscon una escolta de una treintena dedraconoctes —esos soldados,herederos del Imperio romano,especializados en la caza de losdragones—, nos hicimos a la mar en

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dirección a Tiro. Luego, desde allí, nosencaminamos hacia los montesCaspios.

No había que pensar, en efecto, enatravesar las tierras de los griegos,sino, al contrario, en contornearlas, alser nuestro objetivo establecer unaalianza con su enemigo, esesorprendente heredero de Cristo ysanto Tomás: el Preste Juan. Y recibirde él el remedio a la peste bubónicamencionado en su carta.

La ascensión de esos endemoniadosmontes Caspios fue de lejos la másdura de las ascensiones que me habíasido dado realizar; aunque

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honestamente debo reconocer quetambién fue la primera. Las bandas debandidos armenios, que defendían elacceso a sus montañas como los padresla virginidad de sus hijas, dieronmucho trabajo a mi escolta. En cuantoa mí, me sentía como el apóstol Felipeyendo a expulsar a los dragones deEscitia y a predicar la buena nueva alos necesitados.

Después de varios días de viaje,grande fue nuestra sorpresa altropezar con un hombrecillo de edadavanzada que escalaba solo —y sinllevar ninguno de los pesadosartilugios propios de los hombres de

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las montañas— una de las más altascimas de los montes Caspios. Esteanciano, que bien podía tener noventaaños, llevaba el sayal y la tonsura delos monjes, así como un par de botas deexcelente factura que le llegaban porencima de las rodillas.

Tras ordenar que nuestro carroacelerara tanto como lo permitía lapendiente pedregosa, llamé al ancianoen francés:

—Hola, buen hombre, ¿quién eres,y qué haces por estos parajes?

El anciano se volvió, nos dirigióuna amplia sonrisa y nos respondió enun francés perfecto:

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—Perdonadme si no me descubro,pero he perdido mi sombrero... a fuerzade correr y saltar en todos los sentidos.

—¿Correr y saltar? Pero ¿qué edadtenéis?

De hecho tenía una hermosa ylarga barba blanca, pero sus ojosvivos, hundidos bajo unas espesascejas, le daban un aire juvenil. —Oh,la edad no tiene nada que ver... ¡Sonmis botas!

Y uniendo el gesto a la palabra,saltó por los aires como un cabrito yaterrizó sobre una roca no lejos denosotros.

—¡Por san Gregorio! —exclamé.

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—Reconozco —dijo el anciano—que esto hace su efecto. Pero ya veréis,uno se acostumbra.

—¿Me diréis por fin vuestronombre?

—Poucet. Soy el padre superior dela abadía de Saint-Pierre de Beauvais,para serviros.

—Si no me equivoco, estáis muylejos de casa. ¿Habéis perdido acaso aalguno de vuestros fieles?

—A dos, para hacer honor a laverdad. Pero, por las últimas noticiasque tengo, abrigo la esperanza deencontrarlos en alguna parte por aquí.

Y nos mostró lo que teníamos ante

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los ojos, es decir, un interminablepaisaje salpicado de cimas peladas, demontañas de laderas ásperas barridaspor vientos diversos, a cual másterrible. Un paisaje hostil, de esos delos que hay que huir decididamente, amenos que se deba efectuar allí algunatarea importante.

—¿No teméis a los dragones? —pregunté al padre Poucet.

Su reacción me sorprendiósobremanera.

—¿Los dragones? ¡Pamplinas! ¡Nocreo en ellos!

—¿No creéis en ellos? Sinembargo, la tradición nos informa de

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numerosos combates de santos contraestas bestias inmundas. ¡No creer enlos dragones es no creer en los santos!¡Por vida de Alejandro!

—Pues lo lamento, pero de todasmaneras yo no creo en ellos. Son solocuentos, útiles para asustar a los niñosy nada más.

—Yo sí creo. De otro modo, cómoexplicar...

Pero no era el momento ni el lugarpara lanzarse a un debate teológico.De manera que me interesé por laidentidad de los dos individuos quebuscaba.

—Oh —me dijo—, son dos viejos

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amigos que han tenido ciertasdificultades con nuestra santa madreIglesia, por eso no sé si hago bien enmencionároslos, aunque por fin hayaobtenido para ellos el perdón de susantidad.

Decía esto a causa de las armas delpapado, de gules con dos llaves deplata cruzadas, que aparecían en losestandartes de mis draconoctes y en loscostados de nuestros carros.

—Hablad sin temor, porque yo nosoy cardenal, y ni siquiera virecclesiasticus; solo soy un humildemédico, a quien su santidad haencargado...

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Dándome cuenta de que mearriesgaba a revelarle un pocodemasiado sobre nuestra misión,preferí volver a la conversaciónprecedente y le pregunté:

—De todos modos, si mi señor ymaestro les ha perdonado, no seré yoquien os cree dificultades. ¿Puedosaber qué pecado cometieron?

—El pecado, no... Pero sí lasentencia. Fueron excomulgados, almismo tiempo que una gallina...

—¡Excomulgados! ¡Entonces soncriminales de la peor especie!

—Sí y no. En fin, no. En realidad susantidad acaba de absolverles del

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crimen de apostasía y de irregularidaddel que se habían hecho culpables alcambiar de hábito y de oficio, y les hapermitido tomar de nuevo los hábitos simuestran un arrepentimiento sincero ydan prueba de humildad.

—La sabiduría de su santidad notiene parangón. Pero ¿quién os hadicho que vuestros amigos y esagallina se encontraban en estosparajes?

Poucet dudó un momento. Tal vezhabía hablado demasiado. No queríacomprometer más a sus dos amigos.Pero la simpatía que yo le inspiraba,supongo, le empujó a confiarse:

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—¡He viajado mucho, lo que me hallevado una eternidad! Pronto hará unasemana que abandoné Saint-Pierre deBeauvais. Hasta esta mañana no mehabía enterado de nada interesante,pero entonces, en Constantinopla, unalto dignatario del imperio me hadicho que les habían enviado a losmontes Caspios para buscar...

—¿Al Preste Juan?—¿Cómo lo sabéis?—Yo también voy en su busca. Para

obtener de él determinado antídoto yproponerle una alianza con susantidad.

—¡Oh —dijo Poucet—, qué

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magnífica idea! ¡Estoy seguro de quemis amigos os ayudarán en todo lo quepuedan cuando se enteren!

—Pero ¿cómo sabéis —proseguí—que están en esta montaña? Es tangrande que sería bueno saber en quédirección debemos dirigirnos.

Por toda respuesta, Poucet memostró varias plumas de color rojo quehabía recogido entre dos saltos degigante. —Ya veo —dije. Un destello demalicia brilló en su mirada; luego, serodeó el cuerpo con los brazos.

—Perdonadme —dijo—, pero haceun frío terrible aquí. Creo quecontinuaré mi camino. Os deseo buena

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suerte...—No, por favor. Hacedme el honor

de viajar en mi carro. Dentro hacecalor, tengo víveres y licores. Y unahermana del convento de Betania oscuidará los sabañones, si los tenéis.

Poucet me dirigió otra de sussonrisas maliciosas, en las que serevelaba toda su juventud y energía.Debía de haber sido un niñoextraordinario, lleno de recursos ytalento. No podía sentirme más feliz deacogerle en el seno de mi convoy. Eraun excelente reclutamiento.

—¡Bendito sea el camino que os haconducido hasta aquí! —me dijo—.

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¡Porque hace tanto frío queprobablemente mis amigos tendránnecesidad de un médico! ¡Sí, benditosea el camino que os ha conducidohasta aquí!

Y repitió estas palabras variasveces seguidas.

Su presencia nos fue enormementeútil y nos permitió ganar varios días deviaje. Sobre todo porque ejercía deexplorador, adelantándose hasta algúnpico elevado, inaccesible para nuestrospesados carros, y luego aportabainformaciones excelentes. Aunque, con

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ese lado guasón que le caracterizaba, yque yo aprendería a apreciar cada vezmás a medida que avanzábamos,siempre volvía anunciando:

—Lo lamento, no he visto ni lasombra de un dragón.

Los dragones, sin embargo, semanifestaron muy pronto. Nodirectamente, surgiendo de lasentrañas de una nube para abalanzarsesobre nuestras cabezas, sino por la víadel silencio y la bruma. Una ausenciade ruido tan pesada que hería el oído.Y una niebla cargada de negrashumaredas, portadoras de olor amuerte.

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Alguien quemaba cadáveres en losalrededores. Conocía demasiado bieneste hedor: era el que invariablementeacompañaba a la peste —su hermanopequeño, en cierto modo—. La peste,que, según decían, surgía del espermade estos dragones en los que Poucet nocreía y que, sin embargo, nos causabantantos problemas.

—¡Oled! —le dije mientras nosacercábamos a un terreno llano,encajado entre dos montañas, donde sedibujaban vagamente, a lo lejos, lasformas de varias viviendas—. Esteolor... es el olor de los dragones. Hanestado aquí, han bufado...

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—¿Y han vencido? —me preguntóPoucet.

—En todo caso, se han ido.—Probablemente es la prueba de su

existencia, pues si se hubieranquedado, os habríais enfrentado a elloscon vuestros draconoctes, y por tantoahora estarían muertos. Son animalesendemoniadamente inteligentes, y quenecesariamente existen, ya que hanelegido evitaros...

—No os burléis —dije—. Todoencaja. El lugar, esta pestilencia, losmuertos...

—Huelo —dijo Poucet—. Pero pidover.

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Unos instantes más tarde, mientrasel viento empezaba a soplar a nuestraespalda arrastrando grandes coposblancos, distinguimos dos formas, unade las cuales iba vestida con las ropasde color naranja características de loshabitantes de estas montañas.

La bruma se disipó, y poco a pocoles vi. Dos hombres. Invité a lahermana a que se uniera a mí,confiando en que su presencia a milado diera testimonio de misintenciones pacíficas. Me dirigí haciael individuo que me pareció másfornido y que era también, justamente,el que llevaba las ropas naranjas. Para

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asegurarme, por cortesía, le pregunté:—¿Sois el Preste Juan?Se echó a reír, y yo comprendí mi

error. Pues si bien llevaba esas ropasde color naranja, debía de ser, enrealidad, un prisionero, a juzgar por lapesada cadena que arrastraba.

Pero lo más sorprendente no fue surisa, sino la reacción de Poucet,porque apareció entonces súbitamentejunto a mí y exclamó:

—¿Morgennes ? ¿ Chrétien ?Los tres hombres corrieron a

abrazarse con alegría. Nunca habíavisto a gente más feliz de encontrarse.

—Bien, veo que vuestras ovejas ya

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no están perdidas —dije a Poucet.Pero algo me inquietó. En el ojo del

menos fornido de los dos hombrespercibí una mancha amarillenta que nopresagiaba nada bueno. Probablementeun trastorno de los humores. Lepregunté su nombre, me respondió, y lepropuse examinarle, a lo que élconsintió.

—Chrétien de Troyes, sufrís de unproblema del hígado, desde hacemucho tiempo... Dolor de vientre,diarreas y deposiciones decoloradas,¿no os han alarmado nunca estossíntomas?

—Sí —me respondió—. Pero ¿qué

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podía hacer? Acompañaba aMorgennes. No iba a abandonarle paracuidarme.

En su emoción, apretaba contra síun pequeño huevo, aparentemente degallina. ¿Estaban relacionadas ambascosas? Le pregunté:

—¿No habréis consumido huevos enmal estado?

—La verdad es que ya me habríagustado —dijo—. Pero nuestra gallinaha muerto. Por otra parte, no poníahuevos desde hacía mucho tiempo...

—Sus huevos eran muy buenos —dijo Poucet-. Solíamos comerlos en laabadía. Y nadie se puso enfermo.

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—Podría ser que cierta sustanciaaplicada sobre su cáscara parareblandecerla... —prosiguió Chrétiende Troyes.

—¿En qué estáis pensando? Sedpreciso; si no, no podré emitir midiagnóstico.

—Pienso en una mezcla de diversosaceites, gracias a la cual la cáscara delos huevos se reblandece...

—Pero ¿por qué habría de hacersealgo así?

Chrétien de Troyes nos contóentonces que durante cuatro años sehabía entrenado para hacer juegosmalabares con huevos. El punto

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culminante de su número consistía enponer un huevo con la boca, y paraello, antes era necesario hacerloentrar.

—No se me ocurrió otro medio queese —concluyó Chrétien de Troyes.

—Lo que explica —dijo Poucet—por qué caísteis enfermo.

—Y por qué no había yema en esehuevo —añadió Morgennes.

—¡Cocotte no tenía nada que ver!—exclamó Chrétien de Troyes—. ¡Elúnico culpable era yo!

Estaba más blanco que la nieve.

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Después de esta explicación,decidimos pasar la noche en una de lasanfractuosidades que servían derefugio a los dragones, pero quePoucet insistía en describir como «unacueva cualquiera». Y así se inició eldebate.

Morgennes creía en los dragones.—De hecho estoy tremendamente

interesado en ellos —confesó—; ya queel rey de Jerusalén ha prometido que simato uno me hará caballero.

Aparentemente le importaba unrábano haber sido excomulgado por susantidad, y aún le importaba menoshaber sido perdonado luego.

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—¿Habéis encontrado dragones enel transcurso de vuestras aventuras? —pregunté.

—Aún no.—Deberíais ir a Roma, el Tíber es

un hormigueo de dragones y otrasserpientes que siembran la peste en laciudad.

Morgennes y Chrétien de Troyesintercambiaron una curiosa miradaque no llegué a descifrar. Parecía quesabían más de lo que querían explicarsobre los dragones, o sobre la peste.Pero guardaban silencio.

—Ved a mis soldados —dije—.¡Tienen todo el equipo que se requiere

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para combatir a este engendro deldiablo! Sus armaduras, sus espadas,incluso sus escudos, se remontan a lostiempos en los que las legiones deRoma recorrían África y Asia paracombatir a los dragones. No comohacemos ahora, por razones morales,religiosas, sino por bajas razonescomerciales. Porque con los dientes,las garras y las escamas de losdragones se fabricaban las mejoresarmas y armaduras del mundo. Y con sulengua, su pene y sus aceites,ungüentos y elixires diversos decualidades inigualadas. No cabe dudade que los dragones existieron. La

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prueba está en todas esas historias,esas pinturas, esos mosaicos, esasleyendas...

—Draco Fictio—susurró Poucet.—¿Cómo decís?—Draco Fictio. El dragón de la

leyenda, o de la fábula, si lo preferís.Es el único dragón en el que creo. Esteexiste, desde luego. ¡Pero en nuestrascabezas! —dijo dándose golpecitos enel cráneo con el índice—. Y cuandobufa, las ideas recorren el mundo.Música, pinturas, libros, esculturas,tapices, surgen a millares... Contra él,las armas de vuestros famososdraconoctes son inútiles. Eso es tanto

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como lanzar mandobles al vacío. Omejor que eso: quemar las partituras ylos instrumentos de música, cortar lascuerdas vocales, romper las esculturasy cortar las manos y los ojos de losartistas...Draco Fictio, ¡es el únicodragón en el que creo!

—Entonces —dijo Morgennes—,¿estamos perdiendo el tiempo en

estas montañas? Sin embargo,Chrétien y yo hemos asistido afenómenos increíbles. ¿Por qué nodebería haber dragones también?

—Porque no existen —repitióPoucet—. Me parece que es razónsuficiente.

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—Escuchad —dije—. Yo sí creo enellos. Y no estoy dispuesto a renunciartan pronto. En cuanto pase la noche,proseguiré mi camino, con misdraconoctes, en busca del Preste Juan.Dejaremos atrás esos famosos hitos deHércules que delimitan las fronteras desu reino. Pero, a vos —dijedirigiéndome a Chrétien de Troyes—,os aconsejo que renunciéis. Volved acasa, cuidaos. De otro modo, moriréis.Y vos —dije a Morgennes—, id a ver alrey de Jerusalén, a ese buen Amaury.¡No estáis hecho para la vida monacal,es evidente, sino para manejar laespada! ¿Por qué no ibais a entrar en

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una de esas órdenes de monjescaballeros, en las que podríaisdestacar? Id a ver a Amaury, decidleque habéis matado un dragón, y si ospide un testigo, habladle de mí. Yodeclararé en favor vuestro.

—Pero —dijo Morgennes—, no esun testigo lo que necesito, sino unaprueba. Necesito al menos una lengua,o una garra; en otro caso, el rey no mecreerá nunca.

—¿Un diente de dragón serviría?—preguntó Chrétien de Troyes aMorgennes—. Porque yo sé, y tútambién lo sabes, dónde encontrar uno.

—Por fin podré ser armado

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caballero —dijo este con una levesonrisa.

Al día siguiente proseguí micamino, y Poucet, Morgennes yChrétien de Troyes nos dejaron.Morgennes se había calzado las botasde Poucet. Con su débil amigo a laespalda, y Poucet en sus brazos, levimos descender entre una nube depolvo y de nieve por las laderas de losmontes Caspios, hacia el oeste. Sinduda se dirigía hacia Constantinopla.

Ya solo me quedaba continuar endirección al misterioso reino del PresteJuan.

Por desgracia, cuando desplegué el

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mapa de que me había provisto, unaformidable ventolera me lo arrancó delas manos para llevarlo Dios sabedónde.

De hecho me pregunto si no deberíaenviar allí también este escrito.Después de todo, tal vez sea mejor queolvide todo esto...

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Capítulo V

La sombra del rey

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36

Pues es evidente para todo el mundo quees él el más fuerte.

CHRÉTIEN DE TROYES,Lanzarote o El Caballero de la Carreta

Morgennes se aseguró de que sushombres le seguían, espoleó a sumontura y marchó hacia la ciudad.

Alejandría se había rendido por fin;

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sin embargo, conservaba toda susoberbia, y a juzgar por los gritos dealegría que se elevaban de sus murallas,se habría dicho que era ella la que habíavencido. En realidad, la ciudad no habíasido sometida. Solo había consentidorendirse, y continuaba alineando, comosiempre, sus casas bajas con techos enterraza, sus colinas, sus mezquitas, susiglesias y sus sinagogas. Sus callejuelasestrechas, un verdadero laberinto cuyosorígenes se remontaban a cientos deaños atrás, ya volvían a ser unhormiguero de gente, y todos teníanprisa por volver a retomar sus asuntosen el punto en el que los habían dejado,

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cuando, a principios de marzo, un talSaladino les había invitado a la guerrasanta, a la revuelta contra los francos yel poder sacrílego del califa fatimí de ElCairo.

Ahora todo había acabado. Como ungato viejo y perezoso que vuelve acalentarse al sol después de haberestrenado su nuevo juguete, Alejandríase había cansado de permanecerasediada y había decidido que lo mejorera capitular.

Lo había hecho sin que su alma seconmoviera. En realidad hacía muchotiempo que la ciudad ya no sepreocupaba de su alma, tantos eran los

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dioses que se habían inclinado sobreella. Para Alejandría, aquello ya no erarealmente un problema. Y si los Adonai,Yahvé, Jehová y seguidores, cuyosnombres confundía, y que no habíacomprendido todavía que era preferiblecambiarlos por el de Alá (el nombre delúltimo dios en boga), si todos esosdioses no le proporcionaban nadabueno, siempre podría volver a susantiguos amores.

No podía decirse que la ciudad notuviera donde escoger, ya que de latímida ninfa Idotea, que había tenidoalgunos fervientes admiradores en lasprimeras horas de su existencia, hasta el

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poderoso Poseidón, todo un alegrerevoltijo de divinidades habían sido undía objeto de adoración. En materia dereligiones, ¡Alejandría era demasiadovieja para dejarse embaucar!

Alejandría era la nobleza hechaciudad, la indiferencia a la historia y alos dioses, la preocupación por elplacer, los negocios y las artes —lapreocupación nueva, e impía paraalgunos, por la humanidad-. Una ciudadde libertinos, comerciantes y artistas,que se mantenía lejos, muy lejos, de laspreocupaciones que agitaban en esteverano de 1167 a Tierra Santa y almundo árabe. Una ciudad, en fin, que

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había olvidado que si las guerrasexistían y había hombres que las hacían,no era únicamente para que ella pudieravenderles armas. Una ciudad para la quecualquiera que consintiera en llevar unaespada perdía su dignidad, y dondesaber quién reinaba en Damasco o enRoma importaba menos aún que losdioses, siempre que la dejaranprosperar.

En el seno del grupo de mercenariosque seguían a Morgennes circulaba unrumor: «Morgennes es como elestandarte que ha colocado a nuestracabeza. Se mueve al albur del viento,restalla, bufa, truena. ¡Morgennes es un

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dragón!».Un dragón. ¿No era eso lo que le

valdría ser armado caballero esta noche,al mismo tiempo que Alexis de Beaujeu,por Amaury de Jerusalén?

Todos recordaban el retorno triunfalde Morgennes a Jerusalén con unaextraordinaria reliquia: un diente dedragón, extraído —aseguraba él— delcadáver humeante del monstruo quehabía matado, en la cima de una de lasmás altas montañas que bordeaban elreino del Preste Juan. El propio médicodel Papa le había firmado un certificado,adornado con un sello. No había dudaposible. En él estaba escrito que

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Morgennes había dado muerte a unformidable Dragón Blanco después devarios días de combate terrorífico. Surecuerdo adornaba su estandarte: un grandragón de plata, con dos cadenaspasadas, a modo de riendas, en torno alcuello, sobre un fondo del color de laarena.

El pendón restallaba al viento, seenrollaba en torno al asta, como paraarrancarla de la mano del jinete que lasostenía, se desplegaba, volvía arestallar, trataba de escapar volando, sedesenrollaba y volvía a distenderse,restallaba de nuevo. A imagen deMorgennes, el confalón no permanecía

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quieto y se resistía a ser dominado. Enesa mitad del siglo XII, llevar un dragónpor estandarte no era asunto sencillo.Muchos nobles que servían en TierraSanta se indignaban de que un bandido,que además era un campesino, unvillano, llevara sus propios colores enel campo de batalla.

Los colores, decían, estánreservados a la nobleza. A losverdaderos caballeros, nacidos desangre noble. No a los pelagatos. «¡Parala escoria, el gris del lino que atraviesanlas flechas y las espadas! Para lanobleza, la brillante armadura y elcolorido escudo que alejan la muerte y

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permiten a los valerosos saludarse en elcorazón de la batalla.»

Morgennes no era noble, cierto; perosu padre lo había sido. Al menos eso eralo que se decía. En todo caso, era lo queél pretendía. ¡Y si eso no bastaba,estaba ese diente! No hacía falta máspara que la Orden del Hospital loreclutara entre sus mercenarios, esastropas de soldados a sueldo encargadasde demostrar que los hospitalarios notenían intención de abandonar la guerraa sus principales competidores, lostemplarios.

«Tal vez seamos médicos —decíanlos hospitalarios—, pero también somos

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guerreros. Dadnos tierras que defender,y las defenderemos. Dadnos países queconquistar, y los conquistaremos.» Acambio, la orden solo reclamaba unapequeña parte de las tierras tomadas alenemigo. Lo suficiente para financiar suspróximas batallas, sus hospitales y susmisas.

Morgennes era, pues, un mercenario,un turcópolo, que esa noche seríaarmado caballero. Pero tenía un regustoamargo en la boca. Porque su condiciónde caballero no descansaría en ningunaverdad —ya que nunca había matado aun dragón, excepto los dos dragoncillosque guardaban las colecciones de

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Manuel Comneno—. «Si tengo que creera Poucet, los dragones no existen.Amaury se burló de mí confiándome unamisión imposible de cumplir. ¿Por quéno voy a tener derecho a burlarme yo deél?»

Se acercaban a los arrabales de laciudad. La sangre le hervía en las venas.Sus manos se crisparon sobre lasriendas de Iblis. Sintió que perdía elmundo de vista. Porque amabademasiado la verdad, y todo en élgritaba: «¡No, no soy digno!». Queríaerigirse en la verdad, y solo en la

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verdad.Con un gesto, indicó a sus hombres

que aceleraran la marcha y castigó losflancos de su viejo semental hastaarrancarle un relincho de dolor. Ladocena de caballeros pasó del trote algalope tendido, y dejó atrás la columnade Pompeyo, cuya sombra avanzaba ya,como un tentáculo gigante, a la conquistadel desierto.

«¿Dónde está mi verdad? ¿En estaciudad? ¿Junto a Amaury? ¿Junto alHospital? ¿O en otro lugar tal vez?¿Habrá realmente en algún lugar unaverdad para mí?»

Detrás de él, sus hombres vocearon:

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—¡Al-Tinnin! ¡Al-Tinnin!Era el nombre que le daban en

árabe, y que significaba «el dragón».¿Tendrían derecho al pillaje?

Morgennes esperaba que no. En Bilbais,la tropa ya había sido autorizada asaquear la ciudad, cuando habría sidomás prudente no hacerlo. Desde lacoronación de Amaury, la desgraciadaBilbais no había tenido mucho tiempopara vendar sus heridas, ya que losfrancos la habían saqueado en tresocasiones.

La ciudad, que todos calificaban de«presaqueada», no era ya más que undesierto, una mezcla de calles y casas en

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buena parte deshabitadas, recorridas porfantasmas y gentes ansiosas porabandonarla.

Morgennes no veía por qué iba a serdistinto en el caso de Alejandría.

«¡Juro por Dios que si Amauryprohíbe el pillaje, renunciaré a serarmado caballero!»

El pequeño grupo se acercó a lapuerta de El Cairo. Al este, una miríadade troncos de palmera recordaba que, alinicio del sitio, los francos habíancortado los árboles para fabricarmáquinas de guerra. Pero los onagros ylos escorpiones, las catapultas y lastorres móviles, no habían arrancado ni

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un suspiro a la ciudad; se habíanconformado con dañar sus muros, sinapenas violar su virginidad. SiAlejandría había capitulado era porquesus ciudadanos, doblemente motivadospor un estómago hambriento y por lapromesa de la anulación de ciertas tasas,habían conminado a Saladino a quedetuviera el combate.

Tres meses sitiados era demasiado.La guerra santa, sí. Pero no todo el año.No a ese precio. Ya se acercabaseptiembre, y con él, la próximadecrecida del Nilo: toda una estación decomercio que no debía perderse. ¡Elestómago aún podía aguantar vacío (la

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mayoría estaban acostumbrados a ello acausa del ramadán), pero la bolsa nunca!

—No podemos permitirnos serpobres —se lamentaban los habitantesmás ricos de la ciudad-. ¡Tenemosdemasiados gastos!

Saladino, llegado de Damasco consu tío Shirkuh para conquistar Egipto, sehabía visto forzado a escucharles. Porotra parte, también él estaba cansado detodo aquello. Pues si bien comprendíalas motivaciones políticas de esta guerra(unir a los musulmanes, rodear a losfrancos), no tenía ganas de hacerla. Élno era un guerrero. «Mi lugar —se decía— está en Damasco, con los sabios, los

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religiosos. Mi lugar está junto al Corán,no en los campos de batalla.» Sinembargo, no se había atrevido adesobedecer a Shirkuh el Tuerto, cuyascóleras eran tan temidas que le habíanvalido el sobrenombre de «el León».

Cuando Shirkuh le había encargadotomar Alejandría y defender la posición,Saladino, una vez más, había obedecidosin discutir. Pero ahora comprendía quesi la ciudad se había rendido a él confacilidad, no era en absoluto porquesintiera deseos de ponerse de parte deNur al-Din. Era porque formaba parte desu naturaleza no resistir más de lopreciso, solo lo justo para mantener las

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formas, como hacía ahora con losfrancos y el pérfido poder de El Cairo.

Al límite de sus fuerzas, con solomil hombres para contener a cinco milsoldados y mercenarios de las tropasfranco-egipcias de Chawar y Amaury,Saladino había acabado por admitir suderrota y, por intermediación de unfranco que conservaba como rehén,negociar los términos de la rendición.

Al acercarse a la entrada de laciudad, Morgennes tiró de las riendas deIblis y avanzó hacia el oficial encargadode guardar la puerta. Este levantó lamano para llamar su atención y luegodijo:

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—Orden del rey: ¡se prohíbe elpillaje!

—Gracias —dijo Morgennes.Luego puso su montura al galope y

se adentró en la ciudad, en dirección alpuerto y a los barrios ricos.

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No ha venido aquí para divertirse, nipara ejercitarse

con el arco o para cazar, sino que havenido aquí en

busca de su gloria, queriendo aumentarsu brillo

y su renombre.

CHRÉTIEN DE TROYES,Lanzarote o El Caballero de la Carreta

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Algunas ciudades son damas muyancianas. Terriblemente ancianas, soloson hermosas en el ocaso, cuando cae lasombra sobre sus imperfecciones. Otrasciudades son siempre bellas, a cualquierhora del día o de la noche. El sol no espara ellas más que una diademacolocada sobre la cabeza de una reina.Raras son, en verdad, las ciudades,como Alejandría, que embellecen almismísimo sol.

Por otra parte, el sol parecíaencontrar un placer malvado enentretenerse sobre la ciudad. El tiempoallí no transcurría normalmente. Así,contaban que un día un viajero que había

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salido de Damieta cuando el solacababa de ponerse, se sorprendió alencontrar, a su llegada a Alejandría, unsol que apenas iniciaba su descenso.

Muchos astrónomos habíaninvestigado este misterio, sin conseguirresolverlo. Pero Guillermo de Tiropensaba que uno de sus contemporáneos,un tal Honorius Augustodunensis, habíaproporcionado la clave en su ImagoMundi, donde estaba escrito: «Elcosmos es un huevo, cuya yema es latierra».

—Así —explicó Guillermo aAmaury—, es lógico que el sol avancecon esfuerzo al levantarse, holgazanee

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sobre Alejandría, y luego se apresure alvolver a bajar.

—¿Y por qué debería holgazanearsobre Alejandría? —preguntó Amaury.

—Porque la ciudad está en la partesuperior del huevo, y el sol ha perdidovelocidad al llegar.

—¡Todo esto es ext-t-tremadamenteint-t-teresante, mi querido Guillermo! —consiguió escupir Amaury, quetartamudeaba cada vez que le dominabala emoción.

Con la mano apoyada en labalaustrada en lo alto del faro deAlejandría, Amaury se sorprendió alconstatar que no podía divisar las velas

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blancas de los navíos písanos yvenecianos que habían acudido aprestarle auxilio durante el sitio. Todolo que veía era un mar vacío, cuyasuperficie resplandeciente recordaba lasescamas de una serpiente.

La leyenda decía que un dragónhabía habitado en otro tiempo en la isladonde se levantaba el Pharos. Un dragóntan aterrador que ni siquiera las olasosaban acercarse a él. Amaury frunciólas cejas, aspiró un profundo sorbo deaire marino de aromas yodados y sevolvió hacia Guillermo, cuyo rostrodesaparecía en la sombra.

—Pero ¿y la ca-ca-cáscara?

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—¿Perdón, sire? —preguntóGuillermo, que no comprendía quéquería decir el rey.

—La ca-ca-cáscara —insistióAmaury—, ¿qué es?

—Ah, la cáscara... Bien, enrealidad, sire, representaría el techo deluniverso. Ahí donde se mueven losdiferentes cuerpos celestes girando entorno a nuestro planeta, como lasestrellas, el sol o la luna. La cáscara esel cielo.

—Ah, muy bien, ahora lo entiendo...El rey de Jerusalén estalló en una

risa estentórea, que habría inquietado asu guardia y a su viejo amigo Guillermo

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si estos no hubieran estado yaacostumbrados a estas crisis. No erararo, en efecto, que en las situacionesmás insólitas, Amaury se pusiera a reírruidosamente durante varios minutos, enel curso de los cuales se volvía sordo atodo lo que trataban de decirle. Perdidoen su hilaridad, era incapaz de oír nada.

Generalmente, estas crisis pasabanpor sí solas, pero inquietaban al pueblobajo, que se preguntaba si un demoniono habría elegido la cabeza de su reycomo morada. Pero no se trataba enabsoluto de eso, porque aunque Amauryya había sufrido violentos ataques derisa durante un proceso, un combate o

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una recepción ofrecida por algúnsoberano aliado, siempre conseguíadetenerse y hacer un comentario que,como mínimo, era inesperado. Y eso fuelo que también ocurrió esa tarde,cuando, tras secarse las lágrimas yrecuperar su seriedad, dijo a Guillermo:

—Perdóname, viejo amigo... ¡Es quep-p-pensaba en lo que ocurriría si, pordesgracia, la cáscara se rompiera!

Un nuevo estallido de risa agitó suopulento pecho, y sus hombros sepusieron a temblar frenéticamente.

—¡Sería t-t-terrible! ¡Espantoso!Apoyándose con una mano en

Guillermo para tratar de recuperar la

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calma, consiguió oír cómo este último leaseguraba:

—Sire, es imposible. Solo Diossería capaz de algo así. Y nos amademasiado para hacerlo.

De pronto, Amaury dejó de reír ydeclaró con toda seriedad:

—¡Pues bien que ordenó el diluvio!—Pero permitió a Noé que nos

salvara...Amaury giró sobre sí mismo y de

pronto pareció inspirado por una idea.—Anotad —declaró en tono serio

—. Ordeno que desde hoy se prohíbacomer huevos de cualquier origen (yasean de gallina, de oca o de pato). Los

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d-d-declaro impropios para el consumo.Cualquiera que contravenga estadisposición será descuartizado. Loshuevos deberán ser llevados a mipalacio, en Jerusalén, para serauscultados por los sabios. Si realmenteel co-co-cosmos es un huevo, los huevosmerecen respeto y, sobre todo, serestudiados.

—Pero, sire...—¡He dicho!Uno de los lacayos, que formaba

parte del equipo de escribanos que serelevaban junto a Amaury durante todoel día y toda la noche, escribió en unpergamino la orden del rey, se la dio a

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firmar, la selló y la hizo llevar aJerusalén por correo especial. En dosdías escasos, el antiguo palacio del reyDavid, donde se alojaba Amaury cuandoestaba en Jerusalén, serviría deincubadora a varios millares de huevos.

En cuanto a Amaury, ya habíapasado a otra cosa. Este rey, que nuncadejaba de pensar, se estaba preguntandosi, igual que Constantino habíaconvertido Bizancio en la capital delImperio romano, no debería él convertirAlejandría en la del reino de Jerusalén.La ciudad era hermosa y la situación

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geográfica, ideal. Pero temía ofender aDios alejándose del Santo Sepulcro. Porotra parte, le interesaba conservar lasbuenas relaciones con sus nuevosaliados, los egipcios, y con ese extrañoPreste Juan, cuyos refuerzos seguíaesperando. Sería preferible, pues, dejarel traslado para más tarde, cuando lasamazonas y los dragones prometidos porPalamedes hubieran llegado y Egipto leperteneciera.

Amaury sabía que era solo cuestiónde meses. Dentro de dos o tres años a losumo, el sueño de su padre y de suhermano por fin se habría realizado: unEgipto cristiano, cuyas formidables

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riquezas se añadirían al escaso tesorode Jerusalén para mayor gloria deAmaury. Estaba encantado. El viento lellevaba los gritos de los muecines, quellamaban a recogerse a suscorreligionarios, y el tañido de lascampanas que hacían sonar a rebato parasaludar el fin del asedio. Encontrabaextraordinario que, desde el lugar en elque se encontraba, en lo alto del Pharos—el antiguo faro de Alejandría, que seelevaba a más de mil pies de altura—,no consiguiera ver los campanarios delas iglesias que hacía un momento lehabían parecido tan enormes, cuandohabía caminado hacia el faro con la

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espada en la mano.Con la espada en la mano, sí. Porque

si bien había prohibido el p-p-pillaje,los soldados egipcios se habían lanzadode todos modos sobre la ciudad comouna nube de langostas sobre un campode trigo.

—¿Por qué no me obedecen? —sepreguntaba, sorprendido—. Había dadoorden de que no hubiera pillaje.

Amaury había pedido a Guillermoque investigara el asunto, y este últimohabía encargado al más brillante de losescuderos con que el Hospital habíacontado nunca que fuera a investigar.

El aspirante a caballero se había

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puesto inmediatamente al trabajo,estimulado por la promesa de Amauryde armarle esa misma noche, al mismotiempo que a Morgennes, si volvía conla clave de este pequeño misterio.Alexis de Beaujeu —pues ese era elnombre del escudero— había saludado asu rey, se había desembarazado de suarmadura para confundirse mejor con lapoblación de la ciudad y se había ido,seguro de volver antes del final delcrepúsculo.

De pronto, una estrella apareció enel cielo, luego otra, y otra más. Amaury

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levantó la mano para saludarlas.Entonces, tras él se escuchó un ruido deleños lanzados a una chimenea. Lahabitación donde se encontraba seiluminó con una luz viva, que apagó lade las estrellas. Algunos hombres habíanllevado haces de leña a un inmensocontenedor situado en lo alto de la torrey les habían prendido fuego. La llama, alalargarse, lamió la cúspide del Pharos y,como una lengua de dragón, cubrió labóveda, negra de hollín desde hacía yavarios siglos. Amaury colocó la manoante el fuego. Se preguntaba: «¿Será laluz del faro lo bastante fuerte paraproyectar su sombra sobre la ciudad?».

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Mientras contemplaba sus largos dedosrollizos adornados de anillos chapadosde oro, esbozó una vaga sonrisa y luegose volvió hacia Guillermo.

—La ceremonia de esta nochedebería ser hermosa. Los habitantes nola verán, pero la sombra de la SantaCruz planeará sobre ellos...

La espalda de Amaury emitió uncrujido, y el rey levantó la cabeza yhundió sus ojos grises en los deGuillermo.

—¿Qué piensas de esta ciudad?—Es magnífica —dijo Guillermo.En realidad, se sentía de pésimo

humor. La belleza de Alejandría le

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importaba bastante poco. Pensaba en losaños pasados en Constantinopla y en susesfuerzos para arrancar un acuerdo albasileo, en cómo había trabajado paraconseguirlo. Pero todo aquello habíaquedado reducido a la nada cuando loshospitalarios, los nobles del reino y unsupuesto embajador del Preste Juanhabían convencido al rey de atacarEgipto sin esperar a Constantinopla.

—Pero habría sido más hermosa envuestras manos y en las del basileo, queen las vuestras y en las de vuestrosnuevos aliados.

—¡Lo importante es que esté en lasmías! —dijo Amaury.

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Y se rió en las narices de Guillermocuando este afirmó que era imposibleque Palamedes fuera el embajador delPreste Juan, ¡ya que este último noexistía!

—Majestad, no deberíais haberatacado...

—Hablaremos de t-t-todo esto mástarde —prosiguió Amaury, ofreciendosu rostro a las llamas del formidablefuego que brillaba en el centro del faro—. Mira, ¿no dirías que Alejandríadispone de su p-p-propio sol? ¿Y que seencuentra en el centro de su propio co-co-cosmos, cuyos astros se llamanDamasco, El Cairo, Jerusalén,

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Constantinopla?—¡Estáis de un humor poético hoy,

majestad!—P-p-pienso en el momento en el

que levantaremos la Vera Cruz sobre laciudad...

Apoyándose de nuevo con las dosmanos en la balaustrada, Amaurypreguntó:

—¿Crees que el faro pudo guiar alos Reyes Magos hasta aquí?

—No —replicó Guillermo—. Jesúsno nació en Alejandría, sino...

—En Nazaret, es cierto. Habíaolvidado ese d-d-detalle...

Llevándose la mano a la boca,

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Amaury ahogó un ataque de risa, tosiódos o tres veces para recuperar lacompostura y añadió:

—Lo cierto es que—que es unalástima. Admira esto —dijo mostrandola puesta de sol—. ¿No es magnífico?¿Y este faro? Ah, dime, ¿p-p-por qué nonació Jesús en este lugar?

De nuevo se volvió hacia la llama, ypermaneció inmóvil unos instantes,saboreando el calor que le acariciaba elrostro y le calentaba el pecho.

Guillermo miró a su rey con unaternura infinita. A pesar de sus torpezas,de sus arrebatos, incluso de la injusticiade que podía dar prueba, le amaba. Con

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todo su corazón. Este rey tenía la cabezallena de sueños imposibles. Seimaginaba un destino como el del reyArturo, con su Tabla Redonda, suMerlín (que habría encarnado él,Guillermo), su Ginebra, su Grial y suExcalibur, su Crucífera. Un rey quetenía grandes ambiciones para TierraSanta, y que le devolvió la mirada.

Amaury había ido a Egipto porinvitación del visir Chawar, paraayudarle a rechazar los asaltos deShirkuh el Tuerto y Saladino. Actuandode ese modo, Amaury continuaba lapolítica de sus predecesores, quetrataban de evitar que Egipto cayera en

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manos del califa de Bagdad.¿Había triunfado en su empeño?Aún no. Pero sus sueños de

conquista iban camino de realizarse. Suhermano y su padre habrían estadoorgullosos de él. Amaury inspiróprofundamente, tratando de hacer entrarla noche de Alejandría en sus pulmones.En ese instante, el lamento melancólicode varios cuernos de bruma se elevó enla ciudad. En efecto, en cada uno de losángulos de la torre se erigíanformidables estatuas que representabantritones con una enorme concha en laboca. Un largo tubo de cobre colocadoen la parte posterior permitía a los

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músicos soplar en las caracolas.La figura de estos funcionarios,

identificables por su largo vestidoblanco con franjas azules, se asimilaba ala de los sacerdotes, tan útil era sufunción para los navíos que seacercaban o partían de los puertos —ypor tanto a la ciudad-. Su origen seremontaba a las primeras horas delPharos, en el tercer siglo antes de laEncarnación de Nuestro SeñorJesucristo.

Desde esa época estaban autorizadosa residir en el lugar, en alojamientosespecialmente dispuestos para ellos. Sutarea consistía en soplar en las

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caracolas cuando era noche cerrada ocuando alguna nube ocultaba la luna.Aunque en realidad, su tarea principalera alejar a los fantasmas; por eso elsonido de las trompas llegaba hasta losarrabales de Alejandría.

Los musulmanes, que sentían escasorespeto por los tiempos anteriores alProfeta y habían quemado la bibliotecade Alejandría (aunque no habían sidolos primeros) al tomar la ciudad en 642,tenían en tanta estima a los «Sopladoresde los Tritones» que les habíanmantenido en sus puestos.

Pero esa noche, al canto de lasconchas se unía otro ruido.

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—Se diría que alguien pelea en latorre —dijo Guillermo.

—¡Oh! —exclamó Amaury—. ¡Esmi espada! ¡He d-d-dado orden de quela enderezaran, porque la t-t-torcídurante en el combate!

—Pero sire, ¿cómo...?Amaury tuvo un nuevo ataque de

risa. Se retorció, se pedorreó, eructó.Luego suspiró y explicó:

—Era una espada de ceremonia.Pensé que no t-t-tendría que utilizarla.Quería una hermosa espada dorada parahacer mi entrada en la ciudad, pero eloro se d-d-dobla más fácilmente que elacero, y t-t-torcí mi espada al golpear

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contra un escudo. ¡Si mi guardia nohubiera estado ahí, me habríaencontrado más indefenso que un p-p-pollito fuera del huevo! Espero queAlexis de Beaujeu vuelva pronto paraexplicarnos por qué hemos tenido quecombatir para llegar hasta aquí, cuandoSaladino se había rendido y nosotros lehabíamos acogido b-b-bien. ¡Y esperosobre todo que encontremos p-p-prontoe s a Crucífera; estoy ansioso p-p-porceñirla!

En ese momento, otros sonidos seañadieron al escándalo de las campanas,los soplidos de las conchas y elestruendo del herrero. Gritos de dolor y

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aullidos de sufrimiento.—¿Cómo es p-p-posible? —

preguntó Amaury—. La v-v-voz humanano debería alcanzar esa fuerza. ¿Quéhechizo es este?

—Es el Pharos —exclamóGuillermo—. ¡Nos habla! Lo que oímoses su aliento, su voz...

»No olvidéis —dijo mirando al reycon expresión reverencial— que estatorre es sagrada desde el día en el quesetenta y dos traductores surgidos de lasdoce tribus de Israel establecieron enella una única versión del Pentateuco, ensetenta y dos días...

Amaury y Guillermo callaron,

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dejando que el viento aullara sudoloroso mensaje.

—El p-p-pueblo sufre —murmuróAmaury—. ¡Quiere que acudan arescatarle!

El rey miraba fijamente a Guillermo,con los ojos dilatados por el asombro yel respeto, pero también por la cólera.¿Se estaba sublevando la ciudad?¿Quién, ahí fuera, se atrevía a atacar asus habitantes, que habían saludado sullegada con tanta alegría? ¿El puñado deresistentes que se habían cruzado en sucamino podían ser la vanguardia de unafuerza mayor?

—Voy a b-b-bajar, sígueme —

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declaró Amaury.Rápidamente abandonó la cima de la

torre y empezó a descender los diez mily un peldaños de su escalera.

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Soy, como ves, un caballero que buscalo inencontrable.

Mi búsqueda ha durado mucho tiempo, ysin embargo,ha sido vana.

CHRÉTIEN DE TROYES,Ivain o El Caballero del León

De pronto, cuando debería haberse

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dirigido al Pharos para ser armadocaballero por Amaury, Morgennes hizodar media vuelta a su montura paraencaminarse a la catedral de SanMarcos. Había distinguido la cruz, sobreun fondo de nubes rojas. La gran cruz dela catedral se destacaba en la lejanía, ytenía la impresión de oír que pedíasocorro. Sobre todo escuchaba ese grito,que seguía resonando como si hubierasido pronunciado hacía un instante:

«¡Hacia la cruz! ¡Hacia la cruz!»En la cabeza de Morgennes todo era

confuso.¿Qué debía hacer? ¿Seguir hacia la

catedral, o bien ir hacia el Pharos?

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Sentía en la espalda el peso del dientedel dragón que había robado a ManuelComneno.

«¡A fe mía que si hubiera debidoarrebatárselo a un dragón verdadero, lohabría hecho!»

Pero había buscado en vano, duranteaños. Poucet tenía razón. Los dragonesno existían.

Ya no existían.Y él, Morgennes, debía encontrar

otro medio de ser armado caballero. Sies que aún quería serlo, aunque cada vezestaba menos seguro. Los únicos títulosque podía valerle ese diente eran los deladrón y estafador. Pero no el de

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caballero. La babucha de Nur al-Dinhabría podido valerle ese honor; pero untemplario se la había cogido.

En su turbación, sin embargo, algopermanecía claro. Lo que quería era seralguien honorable. De modo que, viendoque la cruz se cubría de humo, decidióacudir en su socorro, sin saber muy bienpor qué, casi por curiosidad.

Sus hombres no comprendían susintenciones, pero le siguieron de todasmaneras mientras intercambiabanpalabras y preguntas. «¿Qué quiere?¿Adónde va?» La mayoría, sin embargo,obedecieron sin rechistar, puesMorgennes era para ellos algo más que

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un jefe, era una prolongación de suvoluntad.

La catedral de San Marcospertenecía a los cristianos de rito copto,establecidos en Alejandría desde losprimeros días de la cristiandad. Unossiglos atrás habían tenido que soportarel robo de los restos de san Marcos, queunos mercaderes venecianos habíanllevado a Venecia para salvar al santo(o mejor dicho, su envoltura terrenal) deun segundo martirio que se habríaañadido al que ya sufrió cuando unamultitud enfurecida lo lapidó once siglosatrás.

Durante todo el tiempo, los coptos

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se habían convertido en maestros en elarte de permanecer lo bastante cerca desu Dios para no ofenderle y mostrar lasuficiente contención y discreción en elejercicio de su religión para no atraerselas iras del ocupante musulmán. Porque,en efecto, los sarracenos no les veíancon buenos ojos. Pero como los coptosocupaban puestos importantes en laadministración egipcia y, desde hacíavarios siglos, nada podía hacerse sinellos, los fatimíes se habían vistoobligados a contemporizar.

Una multitud abigarrada que lanzabaalaridos atrajo la atención deMorgennes. Musulmanes con largas

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ropas blancas recogiendo sus alfombrasal final de la oración; niños corriendopor las callejuelas, tratando de atraparselos unos a los otros; judíos con los ojoschispeantes de astucia, de larga barbanegra y cabellos ensortijados; cristianosvolubles, cuyas manos se agitaban en elaire para acompañar sus palabras;soldados egipcios de expresión taimaday tez olivácea, con la espada en la mano.Patrullaban formando pequeños gruposde una docena de hombres, y laemprendían contra todo lo que se poníaa su alcance. ¿Qué querían? Divertirse.Y hacer pagar a los habitantes deAlejandría la acogida que habían

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dispensado a Saladino.Pues, aunque los egipcios eran

sarracenos, odiaban a sus hermanos deDamasco y de Bagdad, con los que notenían nada que ver. Los egipcios eranprimero y ante todo musulmanesfatimíes, y por tanto chiítas. Sus primosde Damasco y de Bagdad eran sunitas.Así, a imagen de los cristianos de Romay de Bizancio, las dos facciones sedetestaban —aunque en ocasionesllegaran a unirse si las circunstancias loexigían.

Las tropas egipcias, mandadas porun extraño personaje montado en uncarro, acosaban a un desvalido

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sacerdote copto. Este último, un ancianoencogido sobre sí mismo paraprotegerse de los golpes, erareconocible por su larga túnica blancacon franjas azules y rojas. El sacerdoteimploraba a los egipcios por susalvación y la de su catedral, e invocabala ayuda de Dios y de todos los santos.Sin escucharle, los fatimíes lanzaron alinterior de la catedral varias antorchasencendidas; en el peor de los casos,alegarían que habían sido los soldadosde Saladino los autores del incendio.

«¡Antes perecer que dejar Egipto enmanos de Nur al-Din!», pensó en sucarro Chawar, el visir de El Cairo.

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Cuando Morgennes llegó a la plaza,con sus hombres tras él, vio cómo loscoptos intentaban salvar su iglesia apesar de los golpes de los soldadosegipcios. Haciendo girar en el aire supesada cadena, Morgennes la lanzóhacia el oficial que iba en el carro. Elhombre, alcanzado en el pecho, setambaleó y salió despedido de sucarruaje. La multitud estalló de alegría.Nerviosos, varios soldados egipcios sevolvieron hacia Morgennes, que hizoretroceder a Iblis y tiró de la cadena. Noquería que Chawar tuviera tiempo delevantarse, de modo que lanzó a su

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caballo a un galope corto, arrastrandotras de sí el cuerpo inerme del jefe delos egipcios.

En ese momento resonó un grito:—¡Morgennes, detente!Al reconocer la voz de Alexis de

Beaujeu, Morgennes se inmovilizó ymiró en su dirección.

—Alexis, ¿qué quieres?—¡No le hagas daño! ¡Este hombre

es nuestro aliado!Mientras dejaba que sus compañeros

de armas se encargaran de atemperar elardor de los soldados egipcios,Morgennes se ocupó de asegurar supresa y preguntó:

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—¿Este viejo calvo? ¿Ataca a loscoptos, y tú lo llamas «aliado»?

—Es el visir de Egipto. Un amigo deAmaury. ¡Un protegido del Preste Juan!

Morgennes aflojó la cadena paraliberar a Chawar y le ordenó:

—¡Deja a los coptos en paz, o tepesará!

Chawar emitió una especie desilbido, volvió a subir a su carro ydesapareció entre un ruido atronador deruedas y de soldados que corrían al trotetras él. Los coptos se arrodillaron a lospies de Morgennes para darle lasgracias, pero este les dijo:

—No he hecho nada. Debéis

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agradecérselo a ella y no a mí. —Yseñaló la cruz de la catedral de SanMarcos—. Ha sido ella quien me hallamado.

Pero en sus miradas vio que no loolvidarían, y aquello fue como unbálsamo para sus sufrimientos.

Después de atravesar el largo diquede tierra que Alejandro Magno habíaconstruido para unir la isla de Pharos alresto de la ciudad, Alexis y Morgennesllegaron a un tiro de flecha del gran faro.Parecía un inmenso dragón de mármolcon las alas replegadas, escupiendo

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hacia las estrellas su mensaje de fuego.Durante el día, una espesa humaredanegra le tomaba el relevo y subía haciael cielo formando una columna queinmediatamente era atacada por losvientos; una columna que había quemantener sin descanso, añadiendocontinuamente haces de leña, garrafas deaceite y bloques de carbón a la hoguera,para que los capitanes de los navíossiempre pudieran saber hacia dóndedirigirse. A pesar de todo, las costasseguían siendo muy peligrosas, como silos escollos se desplazaran bajo loscascos de las naves con el objeto deenviar a los marinos a servir de

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merienda a las sirenas. A veces un barcoponía rumbo a Alejandría, guiado por elfaro. Ningún obstáculo se interponía ensu camino, ningún arrecife. Y sinembargo... El barco naufragaba,añadiéndose a la interminable suma depecios que los capitanes del puerto seesforzaban en mantener al día,inscribiendo a las naves hundidas en unregistro que era al mismo tiempo unacarta marina y un libro de los muertos.

Algunos marinos decían que era acausa de la ninfa Idotea, que seguía ahí,agazapada en las inmediaciones de laciudad, tratando de vengarse de losdioses que la habían reemplazado y de

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sus servidores humanos.Sí, dioses, dragones, ninfas y santos

se daban de la mano en Alejandría, queera en cierto modo un Egipto enminiatura, un compendio de todas lasmaravillas que este fabuloso paísofrecía. Morgennes se frotó los ojos yparpadeó dos o tres veces. ¡Sí, el faroera sin duda un dragón! Un dragón depiedra blanca, pero, de todos modos, undragón. Era difícil saber si estaba alservicio de la ciudad; pero erapreferible no ofenderle, no fuera que él,que la protegía desde hacía catorcesiglos contra los vientos y las mareas,sintiera de pronto deseos de asolarla.

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Alexis observó a su vez la cúspidedel faro, y vio un profundo resplandorde ascuas, justo en el lindero de lanoche. Parecía un ojo gigante queapuntara al cielo, como una advertencia.

—¡Malditos sean estosmahometanos! —tronó, pensando en loque habían hecho con el Pharos.

Porque, aunque los fatimíes lohabían conservado, los ulemas habíanexigido de todos modos que fueratransformado en mezquita. La mezquitamás alta del mundo, de la que se decíaque superaba en gloria a la de Bagdad.Pero pronto volvería a caer, cuandoAmaury instalara una gigantesca cruz en

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el lugar que ahora ocupaba la inmensamedia luna de oro, que pensabarecuperar y fundir en lingotes.

—¡Alexis! —oyó que le llamaban.Guillermo. Con expresión inquieta,

delgado como una caña, con su bastónen la mano, Guillermo caminaba pordelante del rey. Los dos hombrespreguntaron a Alexis y a Morgennes quésabían de los acontecimientos que leshabían obligado a salir del faro.

—Unos soldados egipcios atacabana los coptos —dijo Alexis—. PeroMorgennes ha solucionado el problema.

—Majestad... —dijo Morgennes.—¡Bravo! —exclamó Amaury—.

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¡Sabía que podíamos contar contigo!¡Caballero del D-d-dragón!

Morgennes no dijo nada, pero bajólos ojos. Después, mientras volvíanhacia el Pharos, Guillermo se acercó aMorgennes y le dijo:

—¡Vaya travesía la vuestra! Mealegra volver a veros...

—¿De modo que os acordáis de mí?—dijo Morgennes.

—Muy bien. Por otra parte, en ellugar donde estaba me hablaron muchode vos.

—¿Dónde estabais?—En Constantinopla. Hablé de vos

con un hombre que os conoce bien y que,

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en el momento en el que me despedí,estaba sorprendido por vuestra ausencia.

—Creo que sé a quién os referís.¿No será Colomán, el maestro de lasmilicias?

—¡Exacto!—¡Aquí están los dos héroes de la

noche! —exclamó Amaury, abrazandoprimero a Alexis y luego a Morgennes,cuando este hubo bajado del caballo—.¿Y bien? ¿Estáis d-d-dispuestos para laceremonia?

—Sí —dijo Alexis.Una vez más, Morgennes no

respondió.En torno a ellos se hizo el silencio,

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solo turbado por el ruido de las olas ylos gritos de los pelícanos, que ahoraque el asedio había terminado ya notemían ser devorados por los habitantesdel puerto y por eso volvían.

—¿Y tú? —preguntó Amaury aMorgennes—. ¿Estás preparado?

—Majestad, no sé...—¡Cómo! ¡Un cazador como tú!

¿Rechazarás ser armado caballero?—No es una cuestión de mérito,

majestad. Me preguntaba simplemente sitodavía deseo...

—¡Pero si en Jerusalén estabas locopor serlo! —dijo Amaury.

—¡Explicaos! —le pidió Guillermo.

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—Sería demasiado largo. Digamossimplemente que he tardado demasiadoy que... ¡Ah si tuviera todavía esababucha!

—¿La de Nur al-Din? Creía quehabía sido Galet el Calvo quien se habíaapoderado de ella.

—De lo que se apoderó fue de mivictoria. Pero olvidemos eso, no esimportante.

—Decididamente —dijo Amaury—,no es nada c-c-común. ¿Cuántas hazañashas realizado?

Morgennes se encogió de hombros.—Lo ignoro, majestad.—Y si te pidiera... En el curso de

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tus numerosos viajes, ¿has oído hablaralguna vez de Crucífera?

—¿La espada de san Jorge?—Exacto. ¡Encuéntrala, y te cubriré

de oro!Mostrando su vaina vacía a

Morgennes, le explicó:—Ahora soy un rey sin espada. Y

según Manuel C-c-comneno, es unaespada incomparable...

—Sire —intervino Guillermo—,deberíais cuidar a vuestro único yverdadero aliado, el emperador ManuelComneno, antes que a estos dudososPalamedes y Chawar, que no meinspiran ninguna confianza.

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—¡Poco importa! —tronó Amaury—. ¡Soy yo quien d-d-decide! ¡Y ahoraseguidme!

Amaury, Guillermo, Alexis,Morgennes y sus hombres —un pocoturbados por lo que acababan de oír—subieron la escalera de mármol delPharos, seguidos por Alfa II y OmegaIII, a los que un lacayo debía ayudar atrepar por los peldaños, demasiado altospara ellos.

Después de una larga ascensión, elpequeño grupo se encontró en unahabitación imponente, situada justo pordebajo de la sala del faro propiamentedicha. Su techo, situado a varias lanzas

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de altura, estaba perforado por aberturaspor las que escapaba la luz del faro.

El momento de la ceremonia seacercaba. Morgennes contempló lasropas que le habían ordenado vestir.Una larga túnica de lino blanco, símbolode pureza. El baño que en principioAlexis y él debían haber tomado habíasido reemplazado por algunas gotas deagua bendita con las que Guillermo deTiro les había rociado la frente.

Cada una de estas gotas había sidocomo una herida para Morgennes. ¿Quéestaba haciendo? ¡Estaba a punto dementir! ¡De traicionarse a sí mismo! Ysin embargo, podía elegir. Igual que

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Amaury había impuesto a sus hombresque no saquearan la ciudad. Miró cómolos dos lacayos ayudaban a Alexis aenfundarse el brial de paño rojo quesimbolizaba la sangre que deberíaderramar —la suya— para defender aDios y Su Ley. Luego le llegó el turno.Levantó los brazos. Y tuvo la sensaciónde que se ahogaba.

«¡No puedo vivir fuera de laverdad!»

Lanzó un grito. Le preguntaron:—Amigo, ¿te encuentras mal?Pero él no respondió. Le miraron

con inquietud. Los caballeros delHospital le observaron inseguros. ¿Era

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Morgennes, realmente, una buenaincorporación? El Hospital necesitabadesesperadamente mercenarios pararealizar el trabajo sucio, pero ¿era unabuena idea reclutarlo a él?

Luego le llegó al rey el turno depasar por los pies desnudos deMorgennes y de Alexis unas gruesascalzas negras mientras les decía:

—Su color de t-t-tierra servirá pararecordaros vuestros orígenes y ayudar aque os guardéis del orgullo.

—Que mancha todo aquello que toca—murmuró para sí Morgennes.

Después de las calzas, Amaury lesanudó en torno a la cintura un fino

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cinturón de seda blanca.—Que este cinturón mantenga

alejada la lujuria.Luego les entregó un par de espuelas

de plata:—Y que esto os vuelva ardorosos en

el servicio a D-d-dios y al reino.De pronto ahogó un ataque de risa.

Consiguió recuperar la seriedad, y laceremonia siguió adelante, hacia supunto culminante. Amaury empuñó suespada, que el herrero había conseguidoenderezar tras grandes esfuerzos, lalevantó por encima de la cabeza deAlexis y clamó:

—¡Su hoja tiene d-d-dos filos! Ellos

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bastan, pues significan rectitud y lealtad,para que nunca olvidéis ir en de-defensade la viuda y del huérfano...

Descargó un vigoroso golpe en cadauno de los hombros de Alexis, queestuvo a punto de perder el equilibriopor la violencia del impacto. Amauryhabía golpeado tan fuerte que la hoja desu espada se había torcido de nuevo.

—Que puedas guardar en tu memoriaestos golpes que t-t-te he dado —prosiguió Amaury—, y con ellos tus d-d-deberes. Ayunar el viernes, o si nopuedes hacerlo a causa del combate, darlimosna a los pobres. Asistir cada día amisa, y ofrecer en ella lo que puedas.

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No negar nunca tu apoyo a una doncellao a una dama en peligro. Finalmente, nomentir ni traicionar nunca.

—Acepto —dijo Alexis.Amaury le dio un beso y declaró:—¡Yo te armo caballero!Los asistentes contuvieron el aliento.

Dentro de unos instantes podría darrienda suelta a su alegría. Amaury sevolvió hacia Morgennes, que se encogiósobre sí mismo como Atlas bajo el pesodel mundo.

Luego, en el momento en el que elrey levantaba su espada, Morgennes seincorporó y dijo:

—Majestad, no merezco este honor.

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39

Si debe hacerse una reputación en eloficio de las armas,

en esta tierra la obtendrá.

CHRÉTIEN DE TROYES,Cligès

Balduino IV todavía era un niño, tanguapo, ágil y vivo como feo, gordo ytorpe era su padre. Estas cualidades,

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asociadas a una inteligencia y a unamemoria fuera de lo común, hacían de élun perfecto heredero del trono. No habíanoble ni prelado que no le saludara conuna amplia sonrisa cuando pasaba porlos corredores del palacio de David,que sembraba de risas y gritos dealegría. Era un poco el hijo de todos,pero un solo hombre tenía el derecho deeducarle. No era su padre, ni su padrino—Raimundo de Trípoli—, sino el sermás sabio y cultivado de Tierra Santa,que acababa de ser nombrado arzobispode Tiro en recompensa por los serviciosprestados junto al emperador de losgriegos: Guillermo, que en adelante

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llevaría el sobrenombre de «Guillermode Tiro».

Guillermo de Tiro, que por entoncesrondaba los cuarenta, era un hombreagotado. No a causa de sus estudios, quese alargaban generalmente hasta agotarlas velas, y ni siquiera a causa de susnumerosos trabajos de historiador,traductor y negociador, ni a sus cargosde arzobispo y de primer consejero delrey, sino a causa de esa cabecita rubiade Balduino, que Amaury le habíapedido que llenara al máximo y lo mejorposible: «¡Para convertirla en unacabeza capaz de llevar la corona mejorque yo!».

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Balduino adoraba a Guillermo. Nadale complacía tanto como verle entrar ensu habitación cuando iba a buscarle paradar un largo paseo en lo alto de lasmurallas. Allí, Guillermo le contaba enlatín, griego o árabe la historia deJerusalén, de modo que cada episodioera el pretexto para una lección delengua, religión, geografía, botánica,literatura, aritmética, etc. Es decir, detodas las materias, innumerables, en lasque Guillermo estaba versado.

Pero aquel no era momento paralecciones, y Balduino, a quien su padrehabía autorizado a ir a El Cairo ahoraque los ejércitos de Nur al-Din se

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habían marchado, correteabaentusiasmado entre las viejas piedrasegipcias.

Y en particular entre las de laspirámides.

No había monumento bastante grandepara que renunciara a escalarlo, ycuando distinguió, a un tiro de ballestade las aguas del Nilo, las pirámides queascendían hasta el cielo, declaró:

—¡Escalaré la más alta!Guillermo, que, encaramado a un

asno, acompañaba al joven príncipe entodos sus desplazamientos, se limitó asonreír. Ya se vería, cuando Balduinoestuviera al pie de las primeras piedras

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de estos monumentos, lo que diría alconstatar que eran mucho más altas queél.

Por desgracia, Guillermo sufrió undesengaño. Porque, al acercarse a labase de la mayor de las pirámides, la deKeops, Balduino exclamó:

—¡Llevadme!Sería como escalar una montaña.

Buscando ayuda en torno a él, Guillermodivisó a uno de los arqueros del rey y lepreguntó:

—¡Eh, vos! ¿No podríais ayudarnosa trepar a la cima de esta pirámide?

El hombre les miró conincredulidad, y luego se echó a reír sin

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disimulo. ¿Hablaba en serio? Escalaraquel monumento con un niño de apenasseis años ¡era una completa locura! ¿Ysi tenía una mala caída, y mataba alheredero del trono? ¡Seguro que Amaurylo destriparía y luego lo asaría conmanzanas! De todos modos, eraimposible.

—Podría tensar mi mejor arco,apuntar durante una semana y lanzar lamejor de mis flechas —dijo el arquero—, y no alcanzaría la cima. ¡No somosmonos! Renunciad, es más prudente.

Y apartó la mirada de Guillermopara concentrarse en la partida de dadosque estaba jugando con tres compañeros.

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Guillermo ya no sabía a quiénrecurrir y temía tener que anunciar aBalduino que debían dejar la expediciónpara más tarde, cuando una voz, queGuillermo de Tiro iba a conocer cadavez mejor, le hizo esta proposición:

—Permitidme que os ayude.—¡Vos! —dijo Guillermo al

descubrir quién la había pronunciado—.Pero...

—Vamos, no porque hayarenunciado a ser armado caballero poruna hazaña que no he realizado hay queconsiderarme un apestado.

—Tenéis razón —admitióGuillermo.

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Y miró a Morgennes, que habíapreferido la infamia de la verdad a unagloria usurpada; infamia que el rey lehabía perdonado rápidamente cuandoMorgennes le había dicho que podíaguardarse el diente de dragón —que esesí era verdadero—. Entonces Amauryhabía exclamado: «¡Te felicito, y estoyseguro de que un día tus hazañas medarán ocasión de armarte caballero!».

Morgennes se arrodilló junto alpequeño rey y le ofreció su espalda.Enseguida, Balduino le pasó los brazosalrededor del cuello, anudó sus piernasen torno a su vientre, y Morgennes selevantó, con Balduino IV a cuestas.

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A una velocidad impresionante,Morgennes emprendió la escalada deKeops, eligiendo con cuidado suspresas, deslizando los pies en lasanfractuosidades de la roca yprogresando a un ritmo tal que ni unmono habría podido superar.

Guillermo, que se había quedadoabajo, seguía su ascensiónprotegiéndose del sol con la mano;confiaba en Morgennes pero temía, almismo tiempo, que se produjera unaccidente. Los arqueros, junto a él,seguían lanzando sus dados sobre laarena como si nada ocurriera. Pronto,Morgennes y Balduino fueron solo una

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mancha en la cima de la pirámide, unamancha que se desplazaba a un lado y aotro, cada vez más alto.

Luego desapareció totalmente.Guillermo hizo bocina con las manos

y llamó:—¡Balduino! ¡Balduino!Pero desde ahí arriba, el pequeño

rey no oía nada.Se encontraba sobre una plataforma

estrecha, en la que algunas piedrasestaban cubiertas de inscripcionesdiversas —como una piel llena decicatrices—. Algunas estaban en fenicio,otras en árabe o en griego, y otras,finalmente, en francés.

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—¿Qué escribiremos? —preguntóBalduino, risueño, a Morgennes.

—No sé, alteza. Lo que vos queráis.Balduino cogió una piedra que tenía

la consistencia del sílex y grabó unafrase sobre una roca. Cuando huboacabado, volvió su rostro bronceadohacia Morgennes y le preguntó:

—¿Queréis saber lo que he escrito?—Por favor.—«El que no es caballero ha

servido de montura a un príncipe paratraerlo hasta aquí. Este príncipe diceque él vale más que un caballero.»

—Alteza...El niño se echó a reír, y lanzó la

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piedra. La piedra rebotó en los peldañossuperiores de la pirámide, no lejos deBalduino.

—Dicen —comentó Balduino— queel arco que permitiría enviar unproyectil más allá de la base de estapirámide no existe...

—El arco tal vez no —dijoMorgennes—. Pero el brazo...

Y uniendo el gesto a la palabra, seagachó para coger una piedra, echó lamano tan atrás como pudo, tensó susmúsculos y la lanzó. La piedra describióuna curva, que la llevó arriba, muyarriba, antes de caer lejos, muy lejos deellos. Tan lejos que dejaron de verla.

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—¿Creéis que ha superado la basede la pirámide?

A modo de respuesta, Morgennes sellevó un dedo a la boca y con un gestoindicó al niño que escuchara. Balduinoaguzó el oído; primero solo oyó el ruidodel viento, pero luego escuchó un gritode dolor.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó.—Tendremos que preguntarle al

arquero que no quiso traeros hastaaquí... ¡Creo que estáis vengado, alteza!

En efecto, Morgennes habíaapuntado tan bien y su fuerza era tanextraordinaria, que el arquero habíarecibido la piedra en la cabeza.

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Guillermo de Tiro había visto cómola piedra caía directamente sobre elarquero y le abría una herida en elcráneo, antes de caer sobre la arenajunto con un poco de sangre clara.Furioso, el arquero se pasó la mano porel pelo para calmar el dolor, sincomprender de dónde había llegado eseguijarro.

—¿La venganza de los dioses, talvez? —aventuró Guillermo.

El arquero miró los dados que sedisponía a lanzar y dijo a suscamaradas:

—Vayamos a divertirnos más lejos.Guillermo esbozó una sonrisa, como

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si hubiera adivinado quién habíalanzado esa piedra y por qué.«Decididamente —se dijo—, esteMorgennes es una caja de sorpresas.Tendré que hablar de él al rey, porquepodría sernos útil para contrarrestar lasacciones de los ofitas, que tienen aquí suguarida.»

En la cima de la pirámide,Morgennes y Balduino aprovecharon laposición de la que disfrutaban paracontemplar el panorama. Al oeste, eldesierto blanco corría en dirección aponiente como una lengua de marfil, unalengua de muerto. Al sur, el desierto ylas otras pirámides, entre las cuales las

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tiendas de la hueste real parecíanminúsculas pirámides enanas, hermanaspequeñas de las mayores. Largascolumnas de hospitalarios a caballopatrullaban en la base, y sus estandartesy uniformes negros con la cruz blancaformaban un río de tinta entre losmonumentos. A oriente, Morgennes yBalduino pudieron admirar, primero elvasto Nilo y la isla de Roddah, y luegoEl Cairo propiamente dicho, con susminaretes cubiertos de oro y sus techosen terraza poblados de árboles. Al norte,finalmente, el desierto, siempre eldesierto, de marfil y tiza, pálido yamenazador bajo el cielo de un azul

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insolente.Un bullicio lejano parecía provenir

de El Cairo; apenas distinguían nada,excepto una impresión de densidad, decarne muy vieja haciendo la muda, comouna serpiente.

—¿Dónde está Fustat? —preguntóBalduino.

—Por allí, creo —dijo Morgennes,mostrando a Balduino la ciudad vieja, alsur de El Cairo.

—Guillermo me ha dicho quetambién se llamaba Babilonia.

—Por qué no —dijo Morgennes—.Después de todo, nada impide a lasciudades tener varios nombres.

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—También dice que allá existe unasecta de adoradores de la serpiente.

—Tal vez —dijo Morgennes,pensativo—. ¿Os ha dicho dóndeexactamente?

—No. Solamente dijo: «EnBabilonia».

—Debe de tener razón. Nadie enJerusalén es más erudito que Guillermo.

—Lo sé —dijo Balduino.Mientras el niño observaba Fustat

con los ojos muy abiertos, Morgennes lepasó de pronto la mano por la cabeza yle acarició los cabellos.

Este gesto habría podido costarlecaro, pero Balduino se volvió hacia él y

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empezó a reír a carcajadas. Morgennesrió con él, preguntándose qué sorpresasle reservaría esta ciudad —donde el reydebía permanecer esa noche y lasiguiente.

Un semicírculo de plata se recortabaya, como una uña gigante, hacia oriente,sobre un cielo perfectamente puro, colorazur y oro. Una estrella que se iluminópoco después arrancó este suspiro aBalduino:

—Tenemos que bajar, o nos tiraránde las orejas...

Morgennes se agachó, se cargó alniño a la espalda y lo devolvió al pie dela pirámide, al lugar exacto de donde

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habían salido cuando el sol habíainiciado su descenso. Balduino se echóen brazos de Guillermo y le contó todolo que habían visto, sin omitir el menordetalle.

Pero Guillermo calmó los ardoresdel príncipe anunciándole: —El rey nosespera. ¿Venís con nosotros? —preguntóa Morgennes.

Morgennes asintió y les siguió.

Amaury se encontraba no muy lejosde Keops, a la sombra de una gigantescacabeza de león que emergía de una duna.Debía de haberse producido algún

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incidente de importancia, porquehablaba entrecortadamente mientraslevantaba arena con los pies.

Guillermo acudió a su lado y seapresuró a preguntarle qué habíaocurrido. El rey le contó entonces que,al querer ajustar sus catapultas, sushombres habían tomado como objetivoel apéndice nasal de esta cabeza de leóny la habían roto.

Cuando se les preguntó por quéhabían apuntado a la cabeza, lossoldados de Amaury respondieron quehabían creído actuar correctamente.Necesitaban un punto de referencia, ycomo Amaury les había comunicado que

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no quería ver a ninguna mujer a sualrededor, se habían dicho que eramejor disparar contra esa cabeza deleón —que parecía una leona— antesque hacerlo contra las pirámides.

—La historia no nos lo tendrá encuenta —dijo Guillermo—. Debéisperdonar a vuestros hombres, ya quesolo querían proteger vuestrocampamento. Pensad en todo lo quepodremos realizar cuando, dentro deunos años, francos y egipcios trabajenunidos, codo con codo, para hacer desus dos patrias, al fin reunidas, el paísmás hermoso del mundo. Entonces habrállegado el momento de reparar los daños

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causados por vuestros soldados.Amaury, sin embargo, estaba más

que indignado, porque, después de lamatanza de Bilbais, había decretado queen adelante se prohibía el pillaje. Apartir de ese momento los francostendrían una actitud irreprochable, ynunca más podría decirse, en ningúnlugar, que se comportaban comobárbaros. Pero sus soldados parecíantan desconsolados, y Amaury tenía tanbuen corazón, que los perdonó.

—Cubridla con una lona mientrasvoy a ver al califa...

—¿Cómo se llama este monumento?—preguntó el joven Balduino a

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Guillermo, apretándole la mano.—La Esfinge —respondió

Guillermo—. Se dice que tiene cuerpode león, pero ¿cómo saberlo? La arenala cubre desde hace tantos años...

El palacio califal era una colosalconstrucción rectangular, cuyo aspectoexterior no hacía presagiar de ningúnmodo el esplendor de su interior.

Solo algunos francos habían tenidoel privilegio de acompañar a Amaury, yentre ellos se encontraban Guillermo deTiro y Balduino IV. Como ambos habíaninsistido, Morgennes se había unido

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también al grupo. Se sorprendióenormemente al ver, entre los otrosrepresentantes del reino de Jerusalén, ados de los seres que más odiaba en elmundo: Galet el Calvo y Dodin elSalvaje, los dos templarios con los quehabía tenido un violento altercado en elKrak de los Caballeros.

Pero los dos hombres no tenían tantamemoria como él y le habían olvidado.¿Cuántos años habían pasado desde suanterior encuentro? Debían de ser cincoya. Cinco largos años durante los cualesMorgennes se había convertido en otrohombre, con la piel tostada por el sol,endurecida por las pruebas que había

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soportado, y en los que su tonsura habíadesaparecido. Cinco largos años durantelos cuales los dos templarios noparecían haber cambiado en nada. Unoseguía llevando en el costado izquierdola misericordia del padre de Morgennes,y el otro parecía gozar aún de la gloriaque le había otorgado la babucha de Nural-Din. Dos mentirosos contumaces, dosbribones, dos usurpadores de los queMorgennes se vengaría a su modo.

Para no hacerse notar, fue tandiscreto como un gato y habló menosque una estatua. Pero los lugares queatravesaban eran tan magníficos, de unabelleza tan pasmosa, que habría podido

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bailar la giga y tocar la flauta sin quenada cambiara. En efecto, el interior delpalacio desbordaba de riquezas hasta talpunto que los francos sintieron vértigo.¿Era posible que hubiera en el mundoesplendores semejantes? ¿O quizá, alentrar en ese palacio, habían franqueadoel umbral de otra tierra?

Guardias de piel negra,sobrecargados de armas y con armadurade gala, se arrodillaban a su paso.Chawar, finalmente, había acudido enpersona a recibirlos a la entrada delpalacio, y se divertía jugando a ser guía.Al verle, Morgennes palideció, porquese trataba del infame personaje que,

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desde su carro, había atacado a loscoptos en Alejandría. El hombre a quienhabría matado si Alexis de Beaujeu nohubiera intervenido a tiempo paraimpedírselo. Sin embargo, Chawar nopareció reconocerle, o si le habíareconocido, no dio muestras de ello.

Para impresionar a los francos, elvisir les hizo pasar por un sinfín depasillos adornados con cortinajes de oroy seda, y luego por patios a cielo abiertodonde había fuentes que manaban enmedio de jardines exuberantes.Guillermo de Tiro dejó escritas sobreesta visita algunas páginas, muyconocidas, de las que aquí se ofrece un

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extracto:

En este lugar se nos reveló lomás pasmoso, lo más misterioso,lo más secreto de Egipto. Allípudimos ver balsas de mármolllenas del agua más límpida quepueda imaginarse, así como unamultitud de aves desconocidasen nuestro mundo. ¡Quéespectáculo tan prodigioso paranosotros, pobres francos, el deestos pájaros de formas inauditasy colores extraños, de gorjeostan diversos comoexcepcionales!... Había, para

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pasear, galerías con columnas demármol revestidas de oro, conesculturas incrustadas; elpavimento estaba hecho dediferentes materias, y todo elcontorno de estas galerías eraverdaderamente digno de lamajestad real... Avanzando aúnmás lejos, bajo la guía del jefede los eunucos, [encontramos]otras edificaciones aún máselegantes que las precedentes...Había allí una sorprendentevariedad de cuadrúpedos, tantacomo la mano de los pintorespueda complacerse en

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representar, como la poesíapueda describir o la imaginaciónde un hombre dormido puedainventar en sus sueños nocturnos;como la que se encuentra, en fin,realmente, en los países delOriente y del Mediodía, mientrasque Occidente nunca ha vistonada parecido.

Todo esto tenía un único objetivo:ablandar a los francos, subyugarlos.Someterlos a la muy alta autoridad deEgipto, para obligar a Amaury areconocerse, instintivamente, vasallo envez de soberano. Pero Amaury no era un

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hombre que se dejara impresionarfácilmente.

Mientras recorrían estas salas,jardines y pasillos, el rey mostraba unaexpresión de hastío —como si estosesplendores le fueran familiares y enJerusalén se lavara los pies en unbarreño de oro con piedras preciosasengastadas—, que por otra parte sentía,ya que, a sus ojos, su hijo era mil vecesmás hermoso que el palacio del califa.Y así fue como se fijó en Morgennes.

Morgennes caminaba exactamente ala sombra de Balduino, como si quisieraprotegerle. Servirle de guardia de corps.Fue en ese instante, según cuenta

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Guillermo de Tiro, cuando el reydecidió contratar a Morgennes comoespía —aunque ya se le había ocurridocuando había renunciado a ser armadocaballero.

Era un hombre recto, en el que unrey podía confiar.

Esta decisión, que convertiría aMorgennes en uno de esos hombresllamados la «sombra del rey», fue unade las más sabias que Amaury tomónunca. E interiormente se felicitó porella mientras comunicaba su elección aGuillermo de Tiro, que le escuchó conatención asintiendo con la cabeza.

La recepción empezó con la

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presentación de los francos al califa deEgipto, al-Adid. Era un adolescenteesquelético, de rostro demacrado, con lacabeza rasurada y vestido con ampliosropajes que realzaban la delgadez de susmiembros. Sus ojos, excesivamentemaquillados, parecían los de un loco, ytodo en él producía la extraña sensaciónde que era transparente, como si solo lequedaran unos días de vida, o como siya no viviera desde hacía mucho tiempo.

Era un ser que no contaba.Un símbolo, una idea.Así, conforme al uso, al-Adid no

habló en toda la ceremonia. Fue Chawarquien se expresó por él. Pero el

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resultado de sus conversaciones fue queEgipto aceptaba la protección de losfrancos, y se comprometía a entregarles,cada año, un impuesto de cien milmonedas de oro. Chawar estaba en lagloria y sonreía enseñando todos susdientes. Sus maquinaciones habían dadoresultado.

Egipto se encontraba a salvo de lossunitas de Damasco, y los griegos sehabían quedado en Bizancio. Losfrancos, finalmente, aportaban suprotección sin incomodarle en nada.¡Era perfecto!

Algunos funcionarios, todos coptos,sentados en el suelo con una losa de

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piedra atravesada sobre las rodillas,tomaban nota de cuanto se decía.Morgennes se fijó en que, de vez encuando, uno de ellos levantaba los ojosen su dirección sin dejar de escribir.Parecía que quisiera indicarle algo, peroMorgennes no veía qué podía ser.

Finalmente, cuando el acuerdodiplomático quedó sellado, oralmente, yAmaury hubo anunciado que habíaordenado a los templarios Galet elCalvo y Dodin el Salvaje quepermanecieran en El Cairo pararecaudar el impuesto prometido, seprodujo un acontecimiento que nunca, enmás de cuatro mil años, se había visto

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en Egipto.Y es que la humanidad nunca había

tenido antes a un rey como Amaury. Puesel monarca franco, por más que otorgaracierto valor a las promesas hechasoralmente y a los contratos firmados (sibien un poco menos a estos últimos),solo confiaba en los que secomprometían físicamente con él.

Cuando Amaury propuso a losegipcios sellar su acuerdo «con unfranco y viril ap-p-pretón de manos»,estos se quedaron sencillamenteestupefactos y creyeron que bromeaba.

Estaba claro que no le conocían.Amaury se adelantó hacia al-Adid,

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que reaccionó con unos temblores de lascejas similares a los de las viejascortesanas que quieren hacerse pasarpor vírgenes. ¿Cómo? ¿Tocar al califa?¿Dios en la tierra, o casi? ¡Impensable!

Pero Amaury insistía. Se mantenía,con una pierna adelantada, a solo unaspulgadas del trono del califa, con eltorso inclinado hacia delante y la manoderecha tendida hacia al-Adid, con unaamplia sonrisa en los labios.

—¡Si no me estrecha la mano, mevoy!

Los egipcios debatieron con unahábil mezcla de gestos indignados yexpresiones ofendidas. Chawar, por su

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parte, recurrió al desesperado estado deinseguridad en el que se encontrabaEgipto y lo importante que era contentara los francos, que habían expulsado alos ejércitos de Nur al-Din.

Finalmente —lo que ya era unainconcebible concesión—, al-Adidconsintió en coger en su manoenguantada de seda la mano del rey.

Pero Amaury rehusó agriamente,alegando:

—Señor, la fe no p-p-permiterodeos. En la fe, los medios por los quelos p-p-príncipes adquieren deobligaciones deben ser desnudos yabiertos, y conviene ligar y desligar con

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sinceridad todo pacto comprometidosobre la fe de cada uno. Por eso, d-d-daréis vuestra mano desnuda, o nosveremos obligados a creer que existepor vuestra parte mentira o poca p-p-pureza.

Los egipcios parecían a punto deperder la paciencia, pero Galet el Calvotuvo la buena idea de hacer tintinear suespada sobre su cota de mallas y todovolvió al orden. Sin olvidarse de reír,para disimular y hacer como si se tratarade un juego, el joven al-Adid retiró suguantelete de fina seda, y una mano deuna blancura de tiza apareció a la vistade todos. Los egipcios bajaron los ojos

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para no verla, pero Amaury la empuñó yla apretó con energía mientras recitabaen voz alta los términos de su pacto yexigía que el califa los repitiera despuésde él.

Luego, satisfecho, retrocedió yvolvió con los suyos.

Riendo nerviosamente y haciendomelindres, el califa dio orden de quetrajeran los regalos que había previstopara los francos y volvió a ponerse elguante. Entonces una procesión deeunucos negros se adelantó. Cada unollevaba una bandeja de oro con diversosobjetos preciosos y magníficas joyas.Amaury, por su parte, recibió una

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soberbia piedra de color verde oscuro.—Es una serpentina —aclaró

Chawar, cuando el rey le preguntó sunombre.

—Una ofita —precisó Guillermo.Chawar asintió con la cabeza:—Exacto. ¿La conocéis?—Sí —dijo Guillermo—. Pues estas

piedras llevan el mismo nombre quecierta secta de adoradores de laserpiente establecida en Babilonia...

Chawar no hizo ningún comentario,sonrió enigmáticamente y dijo:

—Perdonadme, pero los asuntos delcalifato...

Y se esfumó, como una serpiente que

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corre a refugiarse bajo una piedra.Guillermo se inclinó hacia Amaury y

le susurró unas palabras al oído, que elrey escuchó atentamente. CuandoGuillermo acabó de hablar, Amaurymiró a derecha e izquierda, buscando aMorgennes, porque tenía una misión queconfiarle.

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40

Por los libros en posesión nuestra,conocemos los hechos

de los antiguos y la historia de lasépocas pasadas.

CHRÉTIEN DE TROYES,Cligès

Habían pasado varios meses desdeel regreso de Amaury a Jerusalén y el

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establecimiento de un protectoradofranco en Egipto.

Morgennes, que se había quedadopor orden del rey, tenía por misión«hacerse olvidar», una tarea en la queera maestro. En este caso, consistía enmezclarse con la población de modo quepudiera mantener a Amaury al corrientede lo que se tramaba en El Cairo.Porque ser la «sombra del rey» eratambién ser sus oídos y sus ojos.

Oficialmente, sin embargo, el rey notenía sombra. Ni real ni de ningún otrotipo.

Y nunca nadie debía hacerle notarque arrastraba, como todos, un doble

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oscuro de su persona, un doblecambiante, móvil y que le seguía a todaspartes hiciera lo que hiciese y fueraadonde fuese. Porque al ascender altrono de Jerusalén, había recibido deDios la absolución de sus pecados. Elrey se volvía bueno por la exclusivagracia del trono, y nadie, nunca, debíapoder encontrar en él nada que objetar.Para todos era evidente que Dios nohabría podido aceptar como soberano desu santa ciudad a un hombre imperfecto,marcado por los defectos.

A semejanza de su cofrade de Roma—el Papa—, el rey era un hombreintachable y considerado infalible.

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Sin embargo, sin duda para hacerolvidar la sombra que supuestamente yano les acompañaba, los reyes deJerusalén muy pronto adoptaron lacostumbre de dar a algunos hombresexcepcionales el estatus de «sombra».

Este consistía en no ser. Endesaparecer, llevándose consigo todoslos defectos que se suponía que el rey yano tenía. Pues si el rey es franco, recto,honesto y virtuoso, las sombras, por suparte, son retorcidas, solapadas,mentirosas y viciosas, y no dudan enengañar para alcanzar sus fines. El reyes objeto de admiración, es grande, esbueno. Las sombras, en cambio, no son

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objeto de nada, sino de rumores, dehabladurías que les acusan de todos losmales y les hacen responsables de todolo que funciona contrariamente a loesperado.

Morgennes cumplía a la perfecciónsu papel de sombra: usaba diferentesdisfraces para introducirse en lugaresque normalmente le habrían estadoprohibidos, repartía sobornos, pasabainformaciones y espiabaconversaciones. Gracias a su excelentememoria, retenía todo lo que erademasiado peligroso consignar por

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escrito. Cada semana, media docena decorreos cargados con parte de lo queMorgennes había averiguado partían aJerusalén a lomos de camellos. Así elrey permanecía al corriente de todo. Yparticularmente de los excesos de losdos templarios nombrados en El Cairopara representarle. Porque, en efecto,esos hombres no tenían ningún reparo enentrar en las mezquitas a caballo o sindescalzarse, en levantar el velo de lasmujeres o servirse sin pagar en lastiendas; actuaban en todas lascircunstancias de un modo tan indignoque atraían sobre sí —y sobre losfrancos en general— el odio y el

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resentimiento de los egipcios, incluidoslos coptos.

La elección de Galet el Calvo yDodin el Salvaje podía sorprender; peroen realidad no tenía nada de extraño queAmaury los hubiera elegido comoemisarios, ya que ambos hablaban muybien el árabe y estaban acostumbrados adirigir negociaciones a vecesextremadamente duras —particularmentecon esa facción mahometana mil vecesmaldita que infestaba las montañasdonde los templarios y los hospitalarioshabían instalado sus cuarteles: losasesinos—. Para estos dos templarios,no había individuo demasiado pobre o

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demasiado poderoso para que nopudieran sustraérsele algunos denariosque añadir a las arcas del Temple —odel reino, en este caso.

Pero esta es otra cuestión. Ahoratengo que volver a Morgennes, que eneste preciso instante se había envuelto elcuerpo en un gran manto gris y espiabadesde una terraza las idas y venidas deChawar. El comportamiento del visir,obsequioso y siempre dispuesto amostrarse de acuerdo con los dostemplarios, le intrigaba. Morgennessospechaba que no jugaba limpio. Paradescubrir su juego, le seguía desde hacíamás de una semana, sin resultado. Pero

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cierto domingo, al anochecer, Chawarfue a pasear del lado de Fustat, no lejosdel barrio copto. Su marcha eravacilante, y describió mil y un rodeospor las callejuelas serpenteantes de laciudad vieja, antes de deslizarse alinterior de una sórdida vivienda deparedes leprosas, donde Morgennestambién entró.

Morgennes no lo sabía, pero eledificio en el que Chawar acababa dedesaparecer era un templo consagrado auna divinidad muy antigua llamadaApopis. Solo los iniciados teníanderecho a entrar allí. Después dehaberse arrodillado, para dar testimonio

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de su humildad, descendían por un largoy estrecho corredor guardado porserpientes de piedra. La leyenda contabaque estas estatuas tenían el poder decobrar vida para golpear a los intrusos.Pero Morgennes desconocía estaleyenda, igual que ignoraba que losantiguos adeptos de Apopis se habían«mudado» para ceder su puesto a losofitas.

Su origen se remontaba al siglo IIdespués de Cristo, a la época en la quenumerosísimas sectas proliferaban entorno a los restos aún tibios de Cristo.Inmediatamente condenados por losPadres de la Iglesia, combatidos por

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personalidades tan eminentes comoEpifanio, Hipólito o Ireneo —que luegoserían canonizados por sus servicios ala cristiandad-, no por ello los ofitashabían dejado de aumentar. Incluso elgran Orígenes los había denunciado,escribiendo: «Los ofitas no soncristianos, son los mayores adversariosde Cristo».

Particularmente activos en Egipto,los ofitas se habían visto forzados, parano ser exterminados, a pasardesapercibidos. Habían calcado sucomportamiento del de aquellos a losque invocaban: los cristianos de losprimeros tiempos y las serpientes. Y así

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habían abandonado la superficie de latierra para ir a refugiarse en lascatacumbas, olvidando hasta el nombredel sol.

En el curso de los siglos habíanexcavado una extensa red de grutas,sótanos y cuevas unidos entre sí pornumerosos subterráneos, y habíanpracticado su religión lejos de lasmiradas de las autoridades religiosas,romanas y bizantinas. Incluso habíanconseguido la hazaña de resistir a lainvasión musulmana de Egipto de 639;gracias, por un lado, a que sus nuevosamos les habían confundido con loscoptos, y por otro, a que nunca habían

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dejado de esconderse, esperando el díaen el que por fin podrían salir a la luz.

Y ese día, el Día de la Serpiente, seacercaba.

Según los cálculos astrológicosestablecidos por los fundadores de lasecta, el día en el que la «Cabeza» y la«Cola» de la serpiente se encontraran, elmundo se vería obligado a reconocer lasupremacía de los «Hijos de laSerpiente» (es decir, de los ofitas) y, enconsecuencia, a doblegarse a su ley.

Según la tradición, la «Cabeza» erauna estrella, la de la mañana. A lo largode los siglos, esta estrella, bautizada«Lucifer», se había identificado

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sucesivamente con el rey de Babilonia,Cristo, Fustat y El Cairo, y luego con elpropio Satán.

En cuanto a la «Cola», debía de serun cometa. Su paso forzaría a la estrellade la mañana a desviarse de su ruta yacercarse peligrosamente a nuestroplaneta. Una lluvia de serpientes seabatiría entonces sobre la tierra,amenazando con extinguir la vida enella. En ese momento los ofitas saldríande sus madrigueras y propondrían almundo entero la salvación, a cambio delpoder.

Subido a un estrado rodeado pormomias de cocodrilos, Chawar levantó

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una colosal boa sobre su cabeza ydeclaró:

—¡El Día está próximo!—¡Bendito sea el Día! —silbaron

los fieles reunidos a sus pies.Se arrodillaron al unísono y

golpearon con sus cráneos las losasverde esmeralda del templo de Apopis,que parecía un nido de serpientes, conpaños amarillentos dispersos por la salaen los que hormigueaban víboras.Colgados de los pilares, querepresentaban cobras erguidas, unosextraños globos luminosos aureolaban lasala de reflejos verdosos. Eran racimosde huevos de serpientes.

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—¡Benditos sean los hijos y lashijas de la Serpiente! —prosiguióChawar.

—¡Bendita sea la Serpiente!—¡Bendito sea Jesucristo!—¡Bendito sea!Chawar colocó la cola de la boa

frente a la boca, bien abierta, del reptil,y empezó a introducirla en ella. Era unespectáculo asombroso, del queMorgennes, encaramado en las alturasdel templo, no perdía detalle.Finalmente, después de un largo ylaborioso trabajo, cuando la serpientecasi había acabado de tragarse a símisma, Chawar se la colocó sobre la

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cabeza y declaró:—Que sea la corona que simboliza

el Saber que adoramos. ¡Agradezcamosa la Serpiente que nos haya ofrecido elfruto del Árbol del conocimiento!

Los fieles se levantaron y luego searrodillaron de nuevo silbando. Estavez, sus cráneos chocaron con tantafuerza contra las losas del templo, queincluso las macizas cobras de piedraque sostenían la bóveda temblaron.Morgennes notó cómo una onda recorríael esqueleto del dragón donde se habíaocultado. Gruesos cordajes lo manteníancolgado del techo, y era tan grande queun centenar de hombres habían tenido

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que trabajar durante varios meses, sobreandamios de bambú, para suspenderlo.Oculto en el interior del vientre de labestia, Morgennes se preguntó si nosería ese el dragón al que habíapertenecido el diente que habíasustraído a Manuel Comneno.

Aunque se desplazó tandiscretamente como pudo, no consiguióevitar que una nube de polvo de huesolloviera sobre los fieles. Uno de elloslevantó la cabeza. Morgennes seencogió, tratando de hacerse invisible,dejando de respirar.

En ese momento oyó un ruidoextraño, en parte cubierto por la voz de

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Chawar, pero de todos modosclaramente perceptible. ¡No lejos de él,alguien manejaba una sierra! Sus ojosregistraron la oscuridad, y distinguiómuy cerca de la cabeza del dragón a unhombre vestido con una capa negra y unturbante del mismo color. Reptó haciaél.

Chawar, por su parte, no se habíadado cuenta de nada y seguía perorando,imperturbable:

—Los francos —dijo levantando lasmanos hacia el gran dragón— nos hanentregado sus restos para que losadoremos como merecen, y porque erajusto que volvieran aquí, a su casa...

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Hoy, gracias a los francos, y gracias aDios, el califa ya no es más que unjuguete en nuestras manos. ¡ProntoEgipto podrá reivindicarse con orgullocomo la hija primogénita del Dragón!

—¡Bendito sea el Dragón! —entonóla multitud en éxtasis.

Morgennes lo aprovechó pararecorrer en un santiamén la distancia quele separaba de la extraña silueta. Estasostenía una sierra, con la que trataba decortar los gruesos cordajes a los queestaba atada la cabeza del dragón.

De repente, una voz que llegaba delas profundidades del templo gritó:

—¡Mirad! ¡Ahí arriba!

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Miles de ojos se alzaron hacia él, ymiles de bocas de lengua bífidasilbaron:

—¡ S-s-sacrilegio!El desconocido de la sierra se

incorporó, miró a Morgennes a los ojosy le dijo:

—¡Enhorabuena por la discreción!Ahora habrá que ir deprisa.

—¡Vos! —exclamó Morgennes—.Pero ¿qué...?

—Más tarde —dijo el individuo—.Tengo un trabajo que acabar.

Por debajo de ellos, los ofitascorrían hacia los armeros ocultos en lospilares, para coger, unos, una lanza o

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una espada de hoja sinuosa, y otros unarco. Algunas flechas silbaron alrededorde Morgennes y del desconocido, quemostraba una sangre fría admirable yseguía serrando con energía loscordajes.

—Las últimas pulgadas siempre sonlas más difíciles —dijo a Morgennes—,porque están reforzadas con metal.

A pesar de la energía quedesplegaba, Morgennes se dio cuenta deque no llegaría a tiempo de seccionarlasantes de que los ofitas surgieran poralguna de las aberturas perforadas bajola bóveda del templo.

—Apartaos —le dijo.

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El desconocido retrocedió yMorgennes lo sujetó. Luego agarró unode los cables que sostenían al dragón yle lanzó un potente puntapié. Laosamenta emitió inquietantes chirridos.

—Sujetaos bien —dijo Morgennes—. Vamos a tener movimiento.

Acto seguido empujó violentamentecon los dos pies la cabeza del dragón ehizo ceder varias de las clavijas quemantenían las cuerdas en su sitio. Se oyóun crujido sordo, y luego el esqueleto sedislocó, soltando una lluvia de huesossobre los fieles. Morgennes no teníaidea de cuánto podía pesar, pero ajuzgar por los alaridos que provocó su

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caída, se dijo que debía ser muy, muypesado.

—Vaya —dijo el desconocido—.Veo que no hacéis las cosas a medias.

Un grito resonó tras ellos. Los ofitasles disparaban desde una de las galeríassituadas en las alturas del templo.

—Sujetaos bien —dijo Morgennes—. ¡Vamos a subir!

Tras enrollar la cuerda en torno asus pies, empezó a trepar. Algunasflechas erraron su objetivo por muypoco, y Morgennes buscó con la miradaun lugar por donde escapar. Si seguíanasí, alcanzarían el techo. Pero ¿y luego?La mejor solución consistía en alcanzar

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una de las galerías que se abrían bajo labóveda.

—Me balancearé —dijo Morgennes—, y cuando os dé la señal, soltaos. Sisale bien, deberíais aterrizar ahí abajo—dijo señalándole una galería desierta.

—¿Y si no?—Confiad en mí —le dijo

Morgennes balanceándosevigorosamente.

—¡Eso es fácil de decir! —exclamóel desconocido.

—Lo lamento, pero no hay muchodonde elegir. Enseguida me reuniré convos...

—Señor, tened piedad de mí —

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balbució el desconocido.De pronto, Morgennes dio la señal.—¡Saltad!El desconocido soltó a Morgennes y

cayó pesadamente sobre dos guardiasque acababan de entrar en la galería.Aún se estaban recuperando de lasorpresa, cuando Morgennes llegó y losdejó fuera de combate.

—¡Dios existe! —exclamó eldesconocido.

—Y es amor —dijo Morgennes.Se encontraban en lo que debía de

ser una galería de mantenimiento; a suespalda, el dragón acababa dedesplomarse.

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—Creo que sé dónde estamos —prosiguió el desconocido—. ¡Seguidme,les despistaremos en la oscuridad!

Sin embargo, desde una rampasituada por debajo, algunos ofitasequipados con armas y antorchas yacorrían hacia ellos.

—¡Por ahí! —dijo el misteriosoindividuo.

Morgennes salió tras él, no sin echarantes una rápida ojeada a la rampa pordonde corrían los ofitas. Distinguió a unpuñado de hombres con ojos querecordaban a los de las serpientes. Noeran lo suficientemente numerosos comopara vencerles, pero Morgennes prefirió

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no correr riesgos y siguió al hombre dela sierra. Después de dar vueltas y másvueltas por el interior del complejo delos ofitas, el desconocido condujo aMorgennes a un corredor en cuyo techohabía una abertura. Una cuerda pendíade ella hasta el suelo, donde estabasujeta a una piedra.

—¡Allí! —dijo el individuo—.¡Trepad por la cuerda! ¡Rápido!

No había tiempo que perder;Morgennes sujetó la cuerda y trepó hastaarriba, ayudado por un par de manos quesalieron del techo y lo cogieron pordebajo de los brazos para auparle.Luego le tocó el turno al desconocido.

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Finalmente, izaron de nuevo la cuerdaarrastrando consigo la piedra, quevolvió a ocupar su lugar en medio deltecho. Allí, en la más completaoscuridad, los cuatro hombres esperaronunos instantes, el tiempo de oír cómo susperseguidores surgían a paso de carrera,buscaban un rato y luego se alejaban.

Nunca les encontrarían. A pesar dela oscuridad, Morgennes creyó ver cómosus cómplices sonreían.

Tras dejar atrás un laberinto depasillos ornamentados con antiguosfrescos egipcios, y avanzando a la luz deuna antorcha, los conspiradores sebajaron los capuchones de lana que les

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cubrían el rostro y se presentaron. Erantres coptos, uno de los cuales —el queMorgennes había sorprendido con unasierra en la mano— era un sacerdote, yademás alto funcionario, llamado Azim.

—Para serviros —dijo Azim,inclinándose ante Morgennes, con unamano sobre el pecho.

—Me alegro de volver a veros —ledijo Morgennes, que había reconocidoperfectamente al sacerdote copto a quienhabía rescatado unos meses atrás de lasgarras de Chawar, en Alejandría—.¿Habéis venido aquí para vengaros?

—¿De modo que os acordáis de mí?—Nunca olvido un rostro —dijo

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Morgennes.—Yo tampoco —dijo Azim—.

¡Sobre todo cuando es el de misalvador!

—No estéis tan seguro. Soy unfranco, como los otros...

—Ah no. Vos no tenéis nada que vercon esos dos templarios a quienesAmaury ha encargado administrarEgipto. Pero decidme, ¿qué hacíais aquíesta noche? ¿A Amaury le preocupan losofitas?

—No creo que nunca haya oídohablar de ellos. Pero os devuelvo lapregunta.

—Os responderé...

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Habían llegado al final de un pasilloque acababa en un callejón sin salida.Los compañeros de Azim extrajeron conayuda de unos ganchos metálicos lapesada piedra que sellaba su extremo yabrieron un paso hacia la luz del solnaciente.

—¿Dónde estamos? —preguntóMorgennes.

—En la meseta de Gizeh —lerespondió Azim—. Al pie de laspirámides. Justo detrás de la cabeza dela Esfinge.

Morgennes sonrió.—¿En qué estáis pensando? —

inquirió Azim.

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—Hace unos meses ayudé a un niñoa subir a la cima de Keops. Desde allíarriba, al ver a esta mujer, me preguntéqué podía tener en la cabeza...

Azim esbozó una sonrisa evocadoray replicó:

—Pues bien, ahora lo sabéis. En lacabeza tiene conspiradores que sueñancon la libertad de El Cairo. Sobre todotiene sed de venganza, desde que lerompieron la nariz. Y tiene la miradavuelta hacia Fustat, donde, en algúnlugar, se encuentra la mujer quebuscamos. Por ella nos hemosintroducido en la guarida de estasserpientes ofitas.

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—Explicadme —dijo Morgennes—.Me resulta difícil seguiros.

Mientras se deslizaban hasta lasarenas blancas del desierto egipcio,Azim preguntó a Morgennes:

—¿Habéis oído hablar de la mujerque no existe?

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Sin embargo, aquella a quien llaman laMuerte no

perdona a los fuertes ni a los débiles, yhace perecer

a todo el mundo.

CHRÉTIEN DE TROYES,Cligès

—Majestad —dijo Guillermo de

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Tiro a Amaury—, os suplico queesperéis, o bien que escribáis al rey delos franceses.

—¡Nunca, nunca! —replicó Amaury.Y dicho esto, se metió en un ataúd,

se llevó las manos al pecho y cerró losojos.

Esta escena se desarrollaba en elSanto Sepulcro, donde, desde lostiempos de Godofredo de Bouillon, losreyes de Jerusalén tenían la costumbrede hacerse enterrar. Presintiendo que suhora estaba próxima, Amaury habíapedido probar su última morada con estaexplicación: «No que-que-querríaencontrarme encajonado. Tal vez no sea

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tan ancho de espaldas ni tan alto comoalgunos de mis antepasados, pero detodos modos quiero asegurarme de queestaré c-c-cómodo en mi futuro hogar».

Esta extravagancia —una entretantas— no había sorprendido a nadie, ylos canónigos del Santo Sepulcro habíandispensado a su huésped la mejor de lasacogidas.

—¿Sire? —preguntó Guillermo, queencontraba que ya hacía demasiado ratoque el rey mantenía los ojos cerrados—.¿Aún estáis ahí?

Amaury abrió un ojo, y luego el otro.—P-p-parece correcto —declaró

mientras se incorporaba a medias en su

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sarcófago—. No me habría gustadotopar con los pies.

—Perdonadme, sire, pero debemosdebatir un asunto mucho más serio queel de la comodidad de vuestra últimamorada.

—¿Y qué es, dime? ¿Qué puedehaber más serio que esta cuestión? ¿Noes ese el único y exclusivo p-p-problema? ¿Ese con el que vosotros, losreligiosos, no dejáis de torturarnos losoídos desde nuestra más tierna infancia?¿Crees que p-p-porque soy rey, lamuerte me perdonará? ¿No? ¡Puesentonces déjame tranquilo!

—Sire...

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No valía la pena esforzarse, Amauryya no escuchaba. Cansado, Guillermo sealejó, con la esperanza de que el rey semostrara mejor dispuesto si se quedabasolo.

—¡Guillermo! —llamó el rey,después de que su principal consejero sehubiera alejado.

Guillermo se volvió hacia elmonarca, que asomaba por encima de suataúd de piedra.

—¿No os satisface este panteón? Susdimensiones...

—No, las dimensiones son p-p-perfectas. Es el lugar lo que no me gusta.

—¡Sire, no hay otro mejor! Además,

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la costumbre exige que los reyes deJerusalén sean enterrados aquí, junto asus padres y junto al lugar donde elSeñor vivió la Pasión.

Amaury dirigió la mirada hacia elcoro del Santo Sepulcro, donde la VeraCruz aparecía envuelta en vapores deincienso.

—Tal vez sea ese el problema. No,no el Cristo, sino mi hermano y mipadre. ¡Que Dios los tenga en su gloria!Ya sabes hasta qué p-p-punto los amé,los veneré... Cuántas lágrimas derramécuando el Señor los llamó a su lado.Pero no. No quiero ser enterrado aquí.No es un lugar para mí.

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—¿Por qué?—No sé. Tal vez porque como no he

devuelto aún a Egipto al seno de lacristiandad, me siento indigno de ellos.Por otra parte, siento que es un sueñoimposible de realizar, y que nuncaalcanzaré mi objetivo.

—Sire, en solo seis años de reinadoya habéis hecho más que ellos.

—Sí, pero su sueño...—Vos mismo lo habéis dicho, es

imposible de realizar.Amaury observó un instante las dos

estatuas yacentes situadas al lado de sutumba, las de su hermano y su padre, elimpetuoso Fulco V el Joven, el primero

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que quiso conquistar Egipto. Luegoparpadeó dos o tres veces, lanzó unprofundo suspiro y confesó:

—Creo que aún esperaré un p-p-poco, antes de fallecer. Deberíareflexionar y disfrutar de mi hijo.Mientras t-t-tanto, ven conmigo.Caminemos hasta el palacio, nos harábien. Y volvamos a hablar deMorgennes. ¿No te parece que tiene unnombre extraño?

A su salida del Santo Sepulcro,varios guardias les esperaban. Uno deellos llevaba de las riendas aPasselande, el corcel de Amaury. Estemagnífico caballo bayo, importado de

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Inglaterra, llevaba el nombre de lamontura del rey Arturo, el creador de laTabla Redonda —con sus búsquedas,sus caballeros y su cúmulo de leyendas—, que Amaury soñaba con recrear.

Él había encontrado su tabla redondaen Alejandría, en la torre del Pharos.Desde entonces estaba instalada en elcentro de una sala inmensa, en el palaciode David. Amaury había hecho colocaren torno a ella doce sillas, más unadecimotercera reservada para él. La flory nata de la caballería se reunía allíregularmente, aunque con frecuenciaquedaban libres algunas plazas. «Es que,sabéis —le gustaba explicar a Amaury

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—, mis caballeros están continuamenteocupados en dar c-c-caza al demonio oen buscar santas reliquias, p-p-paraenriquecer mi colección. En cuanto alsitial que t-t-tengo enfrente, y dondejamás se sienta nadie, lo reservo a aquelde mis caballeros que me traiga aCrucífera. ¿Quién sabe? Tal vez seapara Morgennes.»

Nadie había hecho ningúncomentario, porque no se sentían aptospara juzgar a Morgennes, y menos aúnpara comprenderle. Sobre todo porquedesde hacía algún tiempo parecía quedebían atribuírsele varios informesllegados de Egipto, informes que

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aportaban abundantes datos sobre lapolítica que seguía el visir de El Cairo,Chawar.

Según Morgennes, Chawar estabaconchabado con el embajador del PresteJuan, Palamedes. ¿Con qué objetivo?Eso no estaba muy claro, pero parecíaprácticamente confirmado que Chawar yPalamedes urdían algún complot paraasegurarse los plenos poderes en ElCairo y, por tanto, en Egipto. Estasinformaciones, sumadas a otras, habíanllevado a ciertos pares del reino areclamar con urgencia una intervenciónmilitar en Egipto.

Amaury había tratado de calmarles,

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invitándoles a contemporizar. Pero, pordesgracia, ni los hospitalarios ni losnobles más poderosos habían queridoescucharle. De eso precisamente era delo que Guillermo quería hablar conAmaury en el Santo Sepulcro, cuando elrey había probado su tumba. Elarzobispo de Tiro le había suplicadoque esperara al menos un año, el tiemposuficiente para que llegaran losrefuerzos bizantinos, o bien queescribiera al rey de Francia, Luis VII,para suplicarle que se uniera a laexpedición. Pero de eso, justamente,Amaury no quería ni oír hablar:

—Me estás calentando la ca-ca-

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cabeza —dijo a Guillermo—. Cuandoestemos en palacio, te explicaré p-p-porqué es inútil escribir de nuevo al rey deFrancia, porque gracias a Morgennes sépor fin por qué razón no quiere volver aponer los pies aquí...

Unas voces airadas cubrieron suspalabras.

—¿Qué son estos gritos?Un poco más allá, en la calle,

centenares de personas se manifestabanruidosamente contra la abertura devarios baños, que consideraban lugaresde vicio y desde donde se propagaba laviruela.

Amaury no pudo evitar reír.

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—¡Que se manifiesten! ¡Al menoseso les mantiene ocupados!

—¿Me diréis por qué el rey deFrancia...? —empezó Guillermo.

—¡Ahora voy a eso! —dijo Amaury—. Todo es debido a Leonor. Sin dudasabrás que cuando vino aquí, a TierraSanta, el rey Luis VII iba acompañadopor su joven esposa, la bella Leonor deAquitania.

—Desde luego —dijo Guillermo—.Es un hecho conocido por todos.

—Cierto. Pero ¿sabías que Leonortenía un coño vindicativo?

—Humm... —dijo Guillermo—.Efectivamente oí algunos rumores, pero

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los escuché con un oído distraído.Incluso muy distraído.

—Si hubieras atendido más a estashabladurías, habrías llegado al meollode la p-p-política, me atrevería a decir.Decepcionada de su marido Luis,Leonor pecó con el peor enemigo deeste...

Guillermo, estupefacto, se detuvo,mientras los manifestantes se acercabanhacia ellos.

—¿Con quién? —preguntó.Amaury respondió algo, pero tan

bajo que Guillermo no le oyó.Finalmente el rey hizo un gesto y

gritó:

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—Vayamos a p-p-palacio, p-p-proseguiremos nuestra conversaciónallí.

Los dos hombres callaron, y dejaronque la multitud, que no les prestó másatención de la que habrían merecido dosdesconocidos, se alejara. Una vez vueltala calma, mientras en la Via Dolorosa ,que conducía del Santo Sepulcro alpalacio, ya solo quedaban jirones deropa, perros vagabundos y algunosleprosos de camino a la leprosería deSan Lázaro, Amaury invitó a Guillermoa montar sobre Passelande.

—Es un buen caballo. Debes deestar fatigado, de modo que quiero que

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descanses. Lo que tengo que decirtereclamará toda tu atención. ¡Así que tequiero fresco como una lechuga cuandoestemos en p-p-palacio!

Inicialmente Guillermo rechazó elofrecimiento del rey, pero acabóaceptando —es sumamente descortésrechazar lo que ofrece un soberano.

Una vez en el palacio, que seencontraba en la parte baja de la ciudad,no muy lejos de la muralla principal,Amaury condujo a Guillermo a lossubterráneos, donde se estabanrealizando diversos experimentos. Uno

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de ellos consistía en hacer la autopsia auna persona recientemente fallecida,para encontrar su alma. Pero losmédicos de Amaury, por doctos quefueran, y a pesar de toda su ciencia, noobtenían ningún resultado. Amaurysospechaba que no abrían los cuerpos,algo que su religión prohibía.

—La próxima vez haré que mis g-g-guardias abran a los muertos, ¡y daréorden a ese maldito pagano quisquillosode Suleimán ibn Daud de que losdiseccione, si no quiere empezar apreocuparse por el alma de su hijo!

Este arrebato contra el médicoparticular de Amaury se añadía a los

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numerosos exabruptos que el eminentedoctor había tenido que soportar; peroAmaury apreciaba demasiado aSuleimán ibn Daud para llevar a cabosus amenazas de ejecución, y este últimolo sabía bien.

—En todo c-c-caso, es una lástima—prosiguió Amaury— que el rey deFrancia no se haya dignado responder amis cartas, porque estaba dispuesto aofrecerle la soberanía de El Cairo ytodo el valle del Nilo, excepto Bilbais,reservada desde siempre a loshospitalarios. Pero lo comprendo. Debióde encontrar que Tierra Santa era d-d-doblemente infiel. No solo porque se le

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negó, sino también porque le arrebató asu esposa, de la que estaba locamenteenamorado y que después se volvió acasar con Enrique II de Inglaterra.¡Cómo debe sufrir! Si yo fuera un reycruel, seguiría tu c-c-consejo. Leescribiría una vez más para remover elcuchillo en la herida. Pero yo no soy así.

—Los hospitalarios os conminan aatacar con prontitud, y los caballeros delreino les apoyan. ¿Qué pensáis hacer?

—Nada.—Majestad...—Debes saber, mi buen Guillermo,

que no hay problema que una ausenciade solución no ac-c-cabe por solucionar.

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—¡Majestad, estamos hablando depolítica!

—¡Lo sé muy bien!Dicho esto, Amaury abrió una

puerta, y unos efluvios de huevospodridos ascendieron hasta sus narices.

—¿Qué es este hedor? —preguntóGuillermo tapándose la nariz.

—Son los huevos de Jerusalén y delos alrededores. ¿Te acuerdas de lo qued-d-discutimos en Alejandría? ¿Esahistoria de los huevos que serían elcosmos? He dado orden a mis soldadosde que traigan aquí todos los huevos delreino, para que nadie los coma.

—¡Pero apesta!

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—No te diré que no, pero p-p-piensaen todos esos mundos salvados.

—¡Majestad, solo hay un mundo, yes justamente el mundo en el que sepropaga esta pestilencia!

—¿Estás seguro de ello?—Un solo cosmos, sí. Y un solo

Dios...Amaury chasqueó los dedos, y un

paje se acercó llevando una bandeja convarios tazones.

—¿Qué es? —preguntó Guillermo.—Bebe, te sentará bien. Es leche de

camella, fresca, espolvoreada concanela. ¡Ayuda a soportar el hedor!

Imitando a Amaury, Guillermo cogió

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uno de los tazones y lo vació de untrago.

—Bien, y ahora sígueme.Amaury precedió a Guillermo por

una pasarela instalada por encima deuna antigua cisterna destinada a recogerel agua de lluvia. Esta cisterna, secadesde hacía mucho tiempo, servía ahorade receptáculo a todos los huevos queAmaury había hecho traer de todos losrincones del reino. Guillermo no podíacreer lo que veía. Amaury había tomadosus palabras al pie de la letra. No erasorprendente, pues, que su rey nohubiera querido creerle cuando le habíajurado por todos los santos que el Presté

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Juan no existía, ya que era él, Guillermo,quien lo había inventado en todos susdetalles. Cada vez que abordaba estetema con Amaury, el rey se mantenía ensus trece. Invariablemente respondía:«No, Guillermo. Tú crees haberloinventado. Pero a veces sucede que loque se inventa es más verdadero que laverdad. ¡El caminó que tomó el PresteJuan para hacernos saber que existíapasaba por ti, eso es todo!».

Guillermo, que había agotado susargumentos y no sabía cómo impedir queel rey se aferrara a esa especie dechifladura, había renunciado. Por otraparte, si la chifladura existía, en todo

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caso era suave; ya que las únicasconsecuencias de la entrevista conPalamedes, en el Krak de losCaballeros, se habían limitado, paraAmaury, a que este le ofreciera elesqueleto del dragón descubierto en lostrabajos del Krak, a la instauración deuna especie de protectorado francosobre Egipto y a las quejas recurrentesdel rey debidas a que Palamedes nuncahabía llegado a enviarle la decena dedragones y el millar de amazonasprometidos.

—¿Puedo saber adónde me lleváis?—preguntó Guillermo a Amaury.

—¡Es una sorpresa! —respondió

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este riendo alegremente como un niño.Pronto llegaron al extremo de la

pasarela, después de haber atravesadoel depósito, en cuyo fondo se afanabanjunto a los huevos varios artesanos —Guillermo no tenía ni la más remota ideade qué podían hacer allí—; los bassetsde Amaury corrieron a su encuentroentre un estrépito de ladridos a cual másagudo. Amaury saludó a sus perros conmuchos besos y caricias, los cogió enbrazos e invitó a Guillermo a bajar unosescalones. Estos conducían a una salaabovedada, iluminada por unaclaraboya. Una luz pálida caía sobre lahabitación e iluminaba un montículo

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constituido por varios huevos queparecían de piedra.

—¿Qué es esto? —preguntóGuillermo.

—Los huevos del d-d-dragón queencontramos en el Krak de losCaballeros. Los he hecho traer aquíporque a medianoche los rayos de laluna llegan hasta ellos.

—¿Y para qué servirá eso...? —dijoGuillermo.

—Servirá —respondió Amaury—,si estos huevos son, como creo, huevosd e draco luna, para ayudarles a queeclosionen.

—Por el olor diría más bien que se

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trata de draco flatulentus —dijoGuillermo, aparentando seriedad.

—No te b-b-burles —dijo Amaury,tratando de escapar a los lengüetazosque le daban sus dos bassets.

Sonrió y pensó en los trabajos quehabía ordenado. Si ese Palamedes erarealmente quien pretendía ser, losdragones existían.

Y él quería saber a qué atenerse.Había encargado a dos de los máseminentes sabios del reino queestudiaran estos huevos para determinarsu naturaleza. ¿De qué reino eran?¿Animal, vegetal o mineral?Recurriendo a Aristóteles, a Orígenes y

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a Plinio el Viejo, los sabios debatíanincansablemente, argumentando unos,que los dragones eran inmensosinsectos, y los otros, que eran grandesreptiles. Para Amaury era una cuestiónde vida o muerte. Sabía que al buscar laespada de san Jorge, para asegurarse labenevolencia de Manuel Comneno, searriesgaba a exponerse al peor de losdragones. Desde hacía varios años,sentía que su fe vacilaba. Su intuición ledecía que había algo que no funcionabaen esta historia de un Dios muerto yresucitado, de esos profetas y delParaíso. No descartaba que si losdragones no existían, tal vez Dios no

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existiera tampoco —al menos tal comohabía creído hasta entonces.

—En fin —continuó Amaury—, paraconcluir nuestra p-p-precedenteconversación sobre Luis VII y lo que mecomunicó Morgennes, debes saber queLeonor tuvo una hija con Shirkuh elTuerto, el general en jefe de losejércitos de Nur al-Din. El mismo quevenció a Luis VII en Damasco. Por lasvenas de esta doncella, nacida durante laúltima expedición de un rey de Francia aTierra Santa, fluye, pues, sangre noble ala vez cristiana y musulmana. Al parecerse encuentra en Egipto, en algún lugar deEl Cairo, bajo la vigilancia de personas

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que no están sometidas ni a Bagdad ni aRoma.

—¿Cómo lo sabéis?—Los coptos buscan a esta niña

mestiza desde que nació. Saben quién lacustodia: los ofitas y un poderoso d-d-dragón; pero no consiguen localizarla. Yresulta que esta joven virgen, que hoydebe de tener un poco más de quinceaños, no tendrá derecho a salir de suprisión hasta el día en el que hayaelegido...

—¿A su marido?—¿Bromeas? ¡Su religión! Cristiana

o musulmana: tendrá que d-d-decidir.Pero el hombre con quien se despose

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heredará parte del poder de Leonor y deShirkuh. Y ahora está en edad casadera.

—Ahora comprendo mejor la prisade Shirkuh por invadir Egipto. No essolo por el poder. También es por suhija.

—Sí. Quiere recuperarla. Y yotambién. Porque sigo sin t-t-teneresposa.

—¿Qué pensáis hacer?—Daré orden a Morgennes de que

abandone cualquier otra actividad paraconsagrarse, desde ahora mismo, alocalizar a esta mujer, a la que llaman«la mujer que no existe», porque nadiedebe saber que existe.

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—¿Y creéis que tendrá éxito?—¡Hablamos de Morgennes! La más

oscura de mis sombras, me atrevería adecir. Aunque no me hago ilusiones.Porque si los c-c-coptos la han buscadodurante tantos años, no creo queMorgennes consiga encontrarla en unosdías.

—La verdad es que tenéis razón.Con él, todo es posible.

En ese momento un estrépito desoldados con armadura resonó en lacisterna, haciendo que los dos hombresse volvieran hacia un puñado deguardias reales, que anunciaron aAmaury en tono imperioso:

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—Sire, Gilberto de Assailly, delHospital, y los pares del reino están enla sala del trono. Nos han ordenado queos llamemos, y dicen que es urgente.

—¡Si es para hablarme otra vez desu p-p-proyecto de invasión de Egipto,la respuesta es no! Nos arriesgaríamos ap-p-perder lo poco que ya tenemos.

—Por desgracia, majestad, ya hantomado su decisión, y temo que esdemasiado tarde para discutir.Simplemente han venido a informaros.

—¡Esos locos! —exclamó Amaury.Y abandonó los subterráneos del

palacio de David para dirigirse agrandes zancadas a la sala del trono.

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42

¡He ahí al pájaro al aire libre, que puedealzar el vuelo!

CHRÉTIEN DE TROYES,Lanzarote o El Caballero de la Carreta

«Si pudiera —se dijo el pájaro—,cruzaría el cielo pegado a la cola de loscometas y volvería a El Cairo en dos otres aleteos.»

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Pero el cielo estaba vacío, y lasestrellas —que le servían de guía— noestaban bastante cerca para que pudieraatraparlas. Así, batía sus alasconcienzudamente, para alcanzar unacorriente de aire caliente y escaparhacia los cielos, ahí donde ya solo seríapara los hombres un pequeño puntoperdido en el infinito, un blancoimposible de alcanzar.

El pájaro desbordaba de energía,pero también de cólera. Sí, de cólera,porque unos bandidos le habían llevadolejos de su querida, que habíapermanecido en El Cairo en compañíade un mocoso —un torpe polluelo

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apenas salido del nido—, cuya jaulahabían instalado justo al lado de la de suamada.

¡Rápido! ¡No había tiempo queperder! ¿Era posible que le hubieraolvidado tan pronto, a él que tanto lahabía arrullado! ¿Ella, su prometida?¿La que le había jurado darle bonitoshuevos y hermosos pichones...? ¡Porqueera evidente que esos pajarillos solopodrían ser bellísimos! ¡Qué digo —secorrigió el pájaro—, magníficos!¡Excepcionales! Después de todo, ¿noera uno de los ejemplares más eminentesque la célebre tribu de los adiestradoresde pájaros, los zakrad, podía ofrecer?

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Sobre esto no cabía la menor duda: sialgo podía decirse de él era que sería ungenitor sin par.

Sin embargo, el pájaro estaba triste.A pesar de todas sus cualidades —de sumagnífico plumaje, su garganta de vivoscolores, su canto fuera de lo común, suespíritu vivo y alerta, su gracioso aleteo—, era algo sabido: «¿Las pajaritas?¡Todas unas cabezas de chorlito!».

Mientras que él, al contrario, nuncaolvidaba nada. ¿La prueba? Recordabamuy bien todo lo que había ocurrido enel lugar adonde le habían llevado, enJerusalén...

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Estaba oscuro. Dormíatranquilamente en su jaula cuando derepente lo arrancó de su sueño un bruscomovimiento de vaivén. Alguien lopaseaba por largos y anchos corredores,donde los pasos resonabanruidosamente. Finalmente llegaron a unasala que, a juzgar por la forma en la quereverberaban los sonidos, debía de serde enormes dimensiones. Allí, una manoretiró bruscamente el trapo de tela negraque le impedía ver. Y había visto...

Al rey. Amaury, loco de ira,acompañado de un hombre de barbalarga, con un bastón en la mano, y de susdos perros; esos repugnantes bassets que

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disfrutaban aliviándose al pie de supercha.

El ambiente presagiaba tormenta.Después de haber sacudido la cabezapara aclararse las ideas, el pájaro se diounos ligeros picotazos bajo las alas paraarreglarse un poco. No era cuestión deechar a volar desaliñado, como esasrústicas aves que no saben nada sobre elarte de alisarse las plumas y adecentarseel plumón para que no parezca una matade perejil.

Mientras hacía sus abluciones, elpájaro aguzó el oído para escuchar loque decían, porque nunca sobrabainformación cuando había que partir en

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misión. Aquello parecía importante,mucho más que esos vuelos de rutinaejecutados por palomos muy jóvenes omuy viejos, cuya única finalidad eratransmitir a un jugador situado a unashoras de distancia el movimiento de unapieza en un juego al que llamaban«ajedrez». No. El asunto parecía muchomás serio y requería a un palomo enplenitud de facultades. Un palomo deélite.

Por lo que entendía, una de lasrazones que había motivado el enfado deAmaury era que un patán se habíasentado en su trono para desafiarle. Alparecer, se había extendido el rumor de

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que el visir de El Cairo, un tal Chawar,estaba a punto de traicionar a Amaury yde aliarse con Nur al-Din.

Los nobles presentes en la sala deltrono apremiaban a Amaury para queatacara sin esperar la confirmación deesta información. A lo que el reyrespondió:

—¿Lo habéis olvidado, p-p-pobreslocos? ¡El propio califa aceptóestrecharme la mano! ¡Di mi p-p-palabra!

Un hombre que llevaba una grancapa negra adornada con una cruz blancale espetó hoscamente:

—¡Chawar es un recolector de

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zurullos y el califa, un pastor de mierda!—De Assailly tiene razón —añadió

el noble sentado en el trono del rey —.¡Chawar es un cerdo!

—Tal vez sea un cerdo —respondióel rey—. ¡Pero es nuestro cerdo!Mientras no se pruebe lo contrario, haactuado conforme a nuestros intereses.De todos modos, me niego a ser el p-p-primero en cometer traición. Soy el rey;no puedo mentir, ni comportarme comoun loco o un vulgar crápula. Debo darejemplo.

Un anciano, que hasta entonces habíapermanecido tranquilamente sentado ensu silla, se levantó súbitamente y,

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mostrando la cruz que llevaba al cuello,bramó:

—¡Majestad, como patriarca deJerusalén, aceptó que este pecadorecaiga sobre mí! Luego iré a hacermeabsolver por el Papa, que, estoy seguro,aprobará esta acción.

—¡P-p-patriarca, no puedesimaginar nombre más despreciable y vilpara obligarme a obedecer que el de «elPapa»!

—¡Majestad, os conjuramos a queataquéis!

—¡No! Hay que c-c-conservar larazón.

El hombre del bastón y la larga

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barba intervino entonces, y dijo con voztranquila:

—Pasé dos años negociando conManuel Comneno. Para convencerle deque nos ayudara tuve que desplegartantos ardides como Ulises. ¡Os loruego, señores, un poco de paciencia!¿Qué es un año, cuando al cabo de esteaño se encuentra la victoria?

—¡Muerte a esos malditos griegos!—le respondió una voz.

—¡Que ardan en el infierno!Guillermo de Tiro se volvió hacia

los que habían gritado.—¿Qué les reprocháis?—¡Son unos herejes! ¡Unos

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afeminados!—¡Solo piensan en el dinero!El patriarca de Jerusalén creyó

conveniente añadir:—Se burlan de nuestra fe. He visto

cómo se persignaban. ¡Igual que loscoptos, lo hacen solo con un dedo!

—¿Y qué? ¿Acaso un dedo no basta?—¡No, claro que no! Es un

sacrilegio. ¡Porque no debe honrarse aDios con un dedo, sino con la manoentera!

—¿No queréis esp-p-perar unassemanas? —preguntó Amaury—. Dartiempo a Morgennes para que pueda p-p-proporcionarnos informaciones más

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amplias...—¿Qué? ¿Él? ¡Vamos, majestad,

desvariáis! ¡Ese pordiosero ni siquieraes de sangre azul!

—Además, ¿creéis que Nur al-Dinse quedará con los brazos cruzados?¡No, este es el momento de atacar!

—¡Y cogerles por sorpresa!—¿De qué fuerzas disponemos? —

preguntó el rey.Gilberto de Assailly, el maestre del

Hospital, le respondió:—Estamos nosotros, el Hospital.

Así como varios nobles, y los refuerzosllegados de Francia.

—¿Y el Temple?

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—No participará.El rey se acercó al trono con una

expresión que hizo que el barón que loocupaba se levantara al instante. Unavez sentado, Amaury miró a los grandesde su reino y les dirigió más o menoseste discurso:

—Si os interesa mi opinión,haríamos mejor en no meternos en esteasunto. Tal vez actualmente Egipto noesté unido al reino, pero nos procurasuficientes víveres y dinero parapermitirnos resistir a Nur al-Din. Sipenetramos como enemigos en tierraegipcia, ni el califa, ni su ejército, ni loshabitantes de las ciudades ni los del

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campo consentirán en entregárnosla.Resistirán con todas sus fuerzas.Tampoco excluyo que, a causa del terrorque podamos inspirarles, decidanconvertirse en vasallos de Nur al-Din.Entonces Shirkuh, su general en jefe,acudirá a Egipto y tomará el poder..., loque significará nuestra ruina y elprincipio del fin para el reino cuyacarga he heredado.

El rey había hablado bien. Todos lehabían escuchado, aparentemente conatención. Incluso el palomo estabasubyugado por su discurso. Por otraparte, compartía la opinión del rey. Perono así los grandes del reino, que,

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después de intercambiar comentarios amedia voz, rápidamente replicaron:

—¡Majestad, partimos aapoderarnos de Egipto antes que eseperro de Nur al-Din!

El palomo se dijo que se encontrabafrente a un claro ejemplo de los dilemascon los que los soberanos debíanenfrentarse durante su reinado: ¿hay queconsolidar el reino y no pensar enconquistas o, al contrario, tratar deextenderlo y arriesgarse a debilitarlo?En este caso, la historia había elegidoextenderlo, lo que pareció alegrar a lapoblación, porque la multitud que seapretujaba bajo las murallas del palacio

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se puso a gritar rítmicamente:—¡A Babilonia! ¡A Babilonia!—¡Egipto! ¡Egipto!El palomo miró a Amaury de frente

—es decir, de perfil—. ¿Qué decidiríael rey? Tras obtener lo deseado, losgrandes del reino habían abandonado lasala del trono, dejando a Amaury solocon Guillermo. Este último trató dereconfortar a su soberano, que le hizonotar:

—¿Has oído? No he t-t-tartamudeado ni una sola vez... Pero noha cambiado nada.

—Su decisión ya estaba tomada,majestad. Apostaría a que los

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hospitalarios no tenían ninguna intenciónde compartir con Constantinopla lastierras que les habíais prometido.

—No habrá nada que compartir.Con expresión amarga, Amaury se

levantó de su trono, caminó hasta laventana y observó al populacho, queseguía desgañitándose: «¡Babilonia!¡Egipto!».

—Lamento tener tan mala memoria,porque había algo que quería decirles.Una frase de Aníbal, que les habría co-co-convencido de no atacar. Hablaba depaz y del destino, ¡pero la he olvidado!Ah, qué lástima que Morgennes noestuviera aquí. Él, al menos, la habría

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recordado...El rey permaneció silencioso un

instante, y luego se estremeció, como sicontuviera un ataque de risa.

—Y ahora, majestad, ¿qué haréis?Amaury se volvió hacia Guillermo y

le dijo señalando a la multitud:—He ahí a mi pueblo. Yo soy su

jefe. Debo seguirle.Las lágrimas caían por sus mejillas.

Las últimas palabras de Amaury que oyóel palomo, cuando el oficial se lo llevóa la torre más alta del palacio, fueronestas:

—No estoy triste por ellos ni por mí.Estoy triste por mi hijo.

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«¡Planear en el aire, sentir cómo elviento hincha mis plumas, caer enpicado para tragar algunos insectos yascender de nuevo hacia el sol hastasentir vértigo! Ah, qué lástima que nosepa reír como los humanos, porqueentonces reiría a carcajadas. ¡Libre!¡Por fin libre! Ya solo tengo porbarrotes los rayos del sol, ¡y son unosbarrotes deliciosos!»

Dirigiéndome hacia el sur, dejé atrásrápidamente a varios escuadrones decaballeros —una cuarentena de hombresen cada uno de ellos, alineados en dosfilas—, seguidos por varias divisiones

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de hermanos sargentos, escuderos,turcópolos y mercenarios, que formabanel grueso de este ejército. Solo losestandartes y los caballos de recambiorompían las líneas bien ordenadas deeste amplio movimiento que marchaba alcombate. ¡Qué ejército! ¡Y pensar queyo formaba parte de él! ¡Incluso era suvanguardia! ¡Qué honor!

«Batir las alas con ligereza, recogerlas patas bajo mi cuerpo, estirar elcuello... No he olvidado ninguna de laslecciones de mi maestro, Matlaq ibnFayhân, el jeque de los zakrad. Aúnpuedo ver su turbante, que hacía girar entorno a su cabeza, incitándome a

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atraparlo y recompensándome con unasabrosa mezcla de cebada y mijo al finaldel ejercicio.»

¡Oh, cielo encantador! Dulzura delviento refrescándome las alas, calor delsol y paisajes, tierras desnudas, rocas,arena y arena, extendiéndose hasta elinfinito como un pergaminodesenrollado. Con el rabillo del ojodistinguí incluso a una familia demarmotas dormidas sobre una roca.Deberían desconfiar, y yo también,porque los halcones nunca andan lejos.

Mientras mantenía mi ojo izquierdoapuntando hacia abajo, para admirar elpanorama, orienté el derecho hacia lo

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alto para asegurarme de que ningún avede presa me sobrevolaba.

Habitualmente, las primeras leguasno eran las más peligrosas, porquehabían sido —como suele decirse—«limpiadas». Rapaces especialmenteadiestradas por los humanos para atacarsolo a sus hermanos echaban de la zonaa los eventuales peligros que hubieranpodido acecharme.

Paloma mensajera, ¡qué hermosooficio!

El jeque tenía razón: «Verásmundo». ¡Y desde luego lo había hecho!Siempre había soñado con verJerusalén. ¡Y ahora volvía a Egipto!

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Si hubiera tenido que ir a caballo,habría tardado una decena de días; perogracias a mis cortas —pero poderosas— alas, no necesitaría más de unajornada. Si los vientos me eranfavorables, esta noche estaría en ElCairo. ¡Esta noche, junto al plumaje demi bella!

Antes de alcanzar el Sinaí, paséprimero sobre montañas parecidas aantiguas ciudadelas de arena. A lo lejosveía las aguas del mar Muerto, quebrillaban con un resplandor siniestro ennada comparable al color esmeralda delMediterráneo. Me alejé de ellas paraintroducirme en una corriente de aire

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caliente que al principio me haría perderunas millas, pero luego me permitiríaganar muchas más.

Llegué al valle de Moisés,frecuentado por los maraykhát, esa tribude beduinos sin fe ni ley que se vendíaal mejor postor, ya fuera cristiano omahometano.

En las ruinas de una antigua ciudad,en la que el polvo, los escorpiones y lasserpientes habían sustituido a loshabitantes, distinguí a una especie deenano que conducía un carromato tiradopor un viejo asno. ¿Qué hacía aquí? ¿Nosabía que era peligroso? Bajé en picado,comprimiendo mis alas bajo el cuerpo, y

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me acerqué lo suficiente para darmecuenta de que, probablemente, se tratabade un hombrecillo malvado, porque nodejaba de propinar vergajazos a su asno.Por solidaridad animal, le solté unexcremento en la cabeza y remontéraudo el vuelo.

El enano levantó el puño con furiahacia mí y gritó de indignación. Pero suvoz se perdió.

Debía apresurarme, porque este erael reino del jamsin, ese poderoso vientoque arrastra gravilla y polvo y quepuede hacerte picadillo si decide soplarsobre ti.

En el desierto, una estatua colosal,

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muy antigua, proyectaba su sombrasobre la arena. Representaba a un rey oa una reina, era difícil decirlo, pues surostro había desaparecido. ¿Quién lahabía erigido? ¿Por qué? ¿Alguien, enalguna parte, lo sabía?

Proseguí mi camino.Hasta aquí, todo iba bien. Pero

redoblé la atención, porque a mi espaldael disco pálido de la luna aparecía,mientras frente a mí el sol se ocultaba.¿Cuánto hacía que había partido?¿Cuántos aleteos? Más de un centenar demiles, probablemente.

Egipto y sus misterios. Todo empezócon una serie de encuentros macabros.

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Osamentas de animales, camellos roídosen sus tres cuartas partes, con cuyastripas, ennegrecidas por el sol, seestaban dando un festín las moscas; unbúfalo momificado; una cabeza decaballo que acababa en una muecagrotesca; hienas errando de un manjar dehuesos a otro.

Esto era bueno para mí, porque eranpresas fáciles que las rapaces siemprepreferirían a un flacucho como yo.Incluso entreví a varias águilas blancasvolando muy cerca del suelo. Dos deellas se disputaban un pedazo de lajoroba de un camello, al que no podíanacercarse por culpa de un chacal. Eran

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tan lentas, estaban tan ocupadas, que nome costó ningún esfuerzo esquivarlas atoda velocidad.

¡Egipto, mi patria!Un resplandor, a lo lejos, me señaló

el Nilo.Pero antes tuve que sobrevolar

Bilbais, saqueada en tres ocasiones porlos cristianos desde que Amaury era rey.Murallas derruidas, edificios sin techo,calles llenas de escombros, eso era todolo que quedaba de esa antigua ciudad,paso obligado entre Egipto y Palestina.

El Nilo.Según Estrabón, sus aguas

favorecían la fecundidad; no solo de los

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humanos, sino también de los animales.Plinio el Viejo pretendía que eranexcelentes para los cereales y las fibrastextiles —aunque eso no me afectabatanto—. Sobre todo no debía olvidar ir abeber un trago de ese precioso líquidojusto antes de llegar.

Precisamente distinguía ya el antiguolecho del Nilo —un espacio en el que eldesierto estaba salpicado de charcos deagua amarga—. Una espesa humaredagiraba en torbellinos a ras de suelo. Porun momento creí que me hallaba en eltaller de un alquimista, tantos tintesfantásticos había. Ocres, amarillos,azules y verdes, modificándose

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continuamente, contaminándose sincesar. Olía a azufre. Aquí afloraba elinfierno.

Batí las alas, viré y me dirigí haciaun lugar más sano: un gran lago defango, donde varias decenas deindividuos se habían sumergido tratandode curarse la lepra. Algunos acudíandesde hacía años... Y algunos inclusohabían muerto en este lugar.

El Cairo estaba a la vista. Inicié ungiro, y luego descendí planeando. ¿Miobjetivo? Aquel minarete, allá abajo. Elmás alto de la ciudad. Por supuesto, erael del palacio califal. Pero antes dealcanzarlo aún debía pasar una prueba

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—probablemente la última—, y luegollegaría el encuentro con mi bienamada.Se trataba de un olor, mucho másespantoso que todos los que habíaolfateado hasta el presente. Olor apollos fritos. Los arrabales de El Cairoalbergaban innumerables pequeñoshornos para asar pollos; estaban hechosde ladrillos de barro seco, y lahumareda emitía un hedor insoportable.Dediqué un recuerdo a mis chamuscadasprimas y les deseé un buen viaje alparaíso de las aves.

Si existía, cosa que yo ignoraba.Por mi parte, era un palomo

demasiado cultivado para creer en estos

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cuentos, por más que reconociera queresultaba cómodo. En fin, algunosaleteos todavía, franquear la cima deesta línea de palmeras —cuyosestremecimientos anunciaban que lanoche sería fresca—, posarme sobre elreborde de esta bonita ventana, y por finme encontré junto a ella.

Mi hermosa estaba soberbia, aúnmás radiante de lo que recordaba.Aunque no podía dejar de reconocer quela falta de ejercicio, y probablemente unligero exceso de alimento, habíancontribuido a engordarla. Pero a fe míaque sus redondeces eran de lo másatractivo. Pero ¿por qué no se movía?

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¡Oh, cielos, querida!—¡Oh, pero..., Dios mío! ¡Si parece

que está incubando!Una mano se apoderó de mí. Era la

rutina; sin embargo, me debatí como undiablo. ¡Mi amor! ¡Dejad que vaya conella! ¡Colocadme a su lado! Nada quehacer. Los seres humanos eran los másfuertes, y permanecían sordos a misgritos. Una mano me liberó de mimensaje y luego me bajó la cabeza paradejar caer sobre ella una parodia decaricia... Pero no, no era una caricia, nisiquiera en forma de parodia. Mesopesaba, me palpaba. ¿A quiénpertenecía esta horrible mano tostada

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por el sol y cubierta de pelos grises?Distinguía a dos soldados, vestidos deblanco, con una cruz roja sobre elpecho. Templarios.

Uno de ellos se dirigió al otro:—Esta paloma me parece muy

nerviosa...Y el otro respondió:—Noble y buen hermano Galet, no

hay que preocuparse por eso. ¡Notenemos más que servirla para cenar!¡Esta pareja de palomas ya se haencargado de reemplazarla!

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No descansará ni un momento antes dehaberla encontrado.

CHRÉTIEN DE TROYES,Ivain o El Caballero del León

Morgennes había establecido suscuarteles en una torre del Viejo Cairollamada Torre del Leproso. De hechoera un minarete abandonado porque

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amenazaba con derrumbarse.Regularmente dos o tres piedras sedesprendían de la torre y caían conestrépito sobre la polvorienta calzada,que los habitantes de Fustat evitabanpisar. Era el lugar soñado para alguienque no quería ser molestado; el lugarperfecto para una sombra.

Algunos cuervos con la miradaturbia de los conspiradores, alegresdamiselas murciélago y un viejo búhoblanco por los años constituían el gruesode los inquilinos; el resto estabacompuesto únicamente por Morgennes.

De noche, trepaba a lo más alto de latorre, y allí, bajo una luna de yeso,

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volvía a pensar en todo lo que habíadejado atrás. Echaba mucho en falta aCocotte y a mí. Y para soportar nuestraausencia, pasaba muchísimo tiemporememorando los meses que habíamospasado juntos. Lo mismo hacía con suhermana y sus padres, que surgían anteél cada vez que cerraba los ojos, tanreales como antaño. Tanto, queMorgennes a menudo se preguntabaquién estaba muerto, si ellos o él. Peroni el búho de plumas blancas, a pesar desu aire de viejo sabio, ni los negroscuervos, ni las damiselas murciélagotenían ninguna respuesta que darle.

Entonces volvía a bajar para

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enfundarse un manto y salía a pasear porla ciudad. Allí trataba en vano deperderse en el laberinto de calles, dondeincluso los nativos tenían dificultadespara orientarse. Pero Morgennesrecordaba hasta la más insignificantecallejuela, la más anodina fachada, cadauna de las grietas de las paredes; eraimposible que se perdiera.

Cerraba los ojos y se ponía a soñar,para encontrarse infaliblemente en uninmenso bosque de troncos podridos,como roídos por las aguas. ¿Qué bosqueera ese? El de su infancia, que su menterevisitaba. Porque él nunca lo habíavisto así, transformado en un pantano.

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Volviendo a abrir los ojos paraahuyentar esta imagen, reanudaba elcamino, bajaba algunos escalones —siempre recordaba cuántos—, y sedirigía hacia el palacio califal, en tornoal cual le gustaba vagabundear. Nubesde rumores flotaban en el aire. Y entredos regateos, dos cestos de fruta o dossacos de trigo intercambiados,desgranaba informaciones. El jefe de loseunucos padecía mareos. Habían tenidoque reemplazarlo. Los abds —esosesclavos negros que formaban el gruesode las tropas del califa— se quejaban dela negligencia con la que los herrerosdel palacio mantenían sus armas. Habían

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tenido que entregarse con urgenciaimportantes cantidades de vino, señal deque invitados importantes —yextranjeros, además— irían a visitar alcalifa. ¿Venecianos? ¿Písanos? Eradifícil decirlo, pero seguro que eranmercaderes de metales, porque unosdías después de las entregas de vino, lasarmerías de la ciudad habían redobladosu actividad, ennegreciendo de humo loscielos habitualmente límpidos de ElCairo.

Cuando la tristeza o la melancolía seapoderaban de él, Morgennes iba abuscar a su nuevo amigo, Azim. Juntoshablaban de todo y de nada. Pero su

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tema de conversación favorito eran losofitas y esa misteriosa mujer que noexistía.

¿Qué aspecto tenía?—Nadie lo sabe —respondió Azim

—. Ni siquiera estoy seguro de que lospropios ofitas lo sepan, porque no tienenderecho a ir a visitarla.

—Sin embargo —decía Morgennes—, creía que la custodia de esa mujerera asunto suyo.

—La custodia, sí. Pero no lapropiedad.

Azim se interrumpió un instante,mientras su esposa —con el rostrovelado para que ningún hombre la viera

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— les servía té, y fuera resonabancímbalos y tamboriles. Cuando su mujerse hubo alejado, Azim continuó:

—Los ofitas son como esos judíos alos que uno confía sus bienes a cambiode un préstamo. Velan por loscofrecillos, pero no tienen derecho aabrirlos. Además, no olvides que, másque los ofitas, es un dragón quien lamantiene prisionera. Se dice que losofitas han construido un laberinto pordonde ronda un poderoso dragón.¡Desgraciado quien ose acercarse a él!

—Ya no hay dragones —dijoMorgennes—. ¿Qué más se sabe sobreesa mujer?

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—Llegó cuando era solo un bebé depecho. ¿Qué edad tenía? Apenas seismeses. Físicamente era blanca como sumadre, pero parecía poseer el carácterimpetuoso de su padre: el famosogeneral Shirkuh, favorito de Nur al-Din.Tenerla en Damasco habría sido unaprovocación a los francos, les habríaincitado a tomar de nuevo las armas.Mientras que guardarla aquí, en estaciudad musulmana, pero chiíta, dondecristianos, coptos y ofitas tienen derechode ciudadanía, era lo que en políticallaman «un justo compromiso». Unacuerdo secreto, firmado por Luis VII,Leonor, Nur al-Din y Shirkuh, estipula

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que esta joven no tendrá derecho areclamar su herencia mientras no hayaelegido una religión.

—¿Cómo sabes todo eso? —preguntó Morgennes.

—Nosotros, los coptos, controlamostodo el papeleo de El Cairo, yconocemos casi todos los secretos deesta ciudad.

—¿Casi?—Sí, hay uno que se nos escapa

todavía y que, además de la venganza,fue el motivo de mi presencia en eltemplo de Apopis la noche de nuestroencuentro.

Morgennes se acercó a Azim, como

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si encontrarse justo a su lado pudierapermitirle leer sus pensamientos. Fuera,el ruido de los címbalos y lostamboriles se acercaba, y unas voces semezclaban a los sonidos de losinstrumentos.

—¿Hay una boda? —preguntóMorgennes.

—No. Es una de nuestras fiestas.Hoy celebramos la venida a Egipto deJosé y María. Por otra parte, eso merecuerda...

Azim se levantó y se dirigió haciauna mesa donde había un incensario.Cogió un puñado de incienso de un sacoque había al lado y llenó el incensario,

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que empezó a humear abundantemente.—¿Dónde guardan a esa mujer? —

preguntó Morgennes.Azim cerró el incensario y fue a

sentarse junto a él.—En un lugar llamado el Cofre. En

cuanto a saber dónde se encuentraexactamente, lo ignoramos.

—¿No tenéis la menor idea de dóndepuede estar?

—En mi opinión, en alguna parte dela ciudad vieja. Es decir, por aquí, enFustat.

—Pero yo creía que vosotros, loscoptos, erais los amos de esta parte dela ciudad.

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—Morgennes, aquí tenemos estemonasterio y una iglesia, un poco al surdel acueducto, pero eso es todo. Lo quehan debido de decirte es que se nostoleraba.

—De hecho no me dicen gran cosa.Cada vez que pregunto dónde está elbarrio copto, la gente pone cara de noentender, me envían a paseo o meresponden que no existe.

—Un barrio que no existe para unamujer que no existe... —¿Por qué losofitas?

—¡Qué mejor que una serpiente, queun dragón, para guardar a una princesa!Comprenderás por qué nosotros, los

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coptos, que somos los fieles servidoresde san Jorge y de san Marcos, tenemoscomo enemigos, más aún que a losmahometanos, a esos perros de ofitas. Ysi tengo que serte sincero, creo inclusoque Nur al-Din y Luis VII esperabansecretamente que los ofitas hicierandesaparecer a esta joven.

—Azim, mi rey me ha encargado quela encuentre. Necesito que me ayudes.

Azim se masajeó las rodillas; luegose levantó del cojín donde estabasentado.

—¿Y Crucífera?—Primero el amor, luego la guerra.Una amplia sonrisa iluminó el rostro

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de Azim, desvelando unos dientes colorde marfil de sorprendente vitalidad paraun anciano.

—¡Me gusta eso! Escucha, te dirépor dónde debes empezar tu búsqueda.Pero no inmediatamente. Primero debesdescansar, porque te encuentro un pocopálido. ¿Cómo pasas las noches?

Morgennes se tomó tiempo parareflexionar, pero no había mil y unarespuestas posibles.

—Agitadas. Echo en falta aChrétien. Y por si eso no bastara, amenudo sueño con mis padres. A vecesincluso tengo la sensación de estarmuerto yo también. Tengo pesadillas en

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las que vago por un pantano sin saberadónde ir. Unas mariposas revolotean ami alrededor.

—¿Mariposas?—Mariposas negras y blancas. Hay

miles, que forman imágenes al volar.Paisajes y rostros que me parecenfamiliares sin que pueda recordar dóndelos he visto. Es muy extraño.

—Sí, desde luego. Más de lo quecrees. Porque otra persona antes que túme ha hablado de estas mariposas.

—¿Cómo? ¿Existen?—Realmente no lo sé. Pero esa

persona lo creía así. De hecho fueron lasúltimas palabras de Pixel, ¿lo sabías?

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—No. ¿Quién es Pixel?—Pixel era un monje de gran

reputación, un especialista de lasiluminaciones. En el año 1144 devuestro calendario, unos bandidos leforzaron, bajo la amenaza de sus armas,a tragarse sus pinturas. Justo antes demorir, ahogado en su vómito, tuvotiempo de articular: «Las mariposas...».Fueron sus últimas palabras. Nadie sabequé significan.

—¿Era copto?—No. Vivía en Inglaterra, pero tuve

ocasión de conocerle.Vino aquí, a Egipto, con un herrero

amigo suyo, en busca de otros

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procedimientos que permitieran obtenernuevos colores.

—¿Un iluminador que tenía comoamigo a un herrero?

—No era exactamente un herrero.Además, no solo se interesaba por lasarmas, sino también por las aguas delNilo, célebres en el mundo entero porfavorecer la fertilidad. Por lo que pudeentender, este hombre era un antiguocaballero. Una especie de mercenarioque recorría el mundo en busca de unremedio para que su mujer y él pudiesentener un hijo.

—¿Cuál era su nombre? —preguntóMorgennes con voz temblorosa.

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—¡Por desgracia no tengo tumemoria! Hace mucho de esto. Además,no se quedaron mucho tiempo. Teníancosas que hacer, por Constantinopla. Yano sé más. Pero si quieres, puedomostrarte un retrato que Pixel pintó paramí, para agradecerme que les hubieraacogido, a él y a su amigo.

—Encantado.Azim condujo a Morgennes a una

pequeña capilla cuyos murosdesaparecían bajo centenares de iconos.Bastones de incienso difundían en elaire una atmósfera de recogimiento, yMorgennes sintió que un hormigueo lerecorría la espalda. Tenía la

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sorprendente sensación de haber vistoya ese lugar, cuando —¡podía jurarlo!—nunca había entrado allí.

—Aquí está —dijo Azim, mostrandoa Morgennes un pequeño icono.

En él se veía, junto al viejo copto,ligeramente retirado hacia atrás, a unhombre de rasgos vivaces,sorprendentemente bien plasmados, quedirigía al pintor una miradavoluntariosa.

—¿Quién es? —preguntóMorgennes.

—Es el caballero del que te hehablado. El compañero de Pixel. ¿Leconoces?

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—Desde luego —dijo Morgennes,con las piernas temblorosas—. ¡Es mipadre!

Dominado por la emoción, puso losojos en blanco y se desplomó.

Morgennes despertó en la habitaciónde Azim, en el monasterio de San Jorge.El viejo copto había hecho que lecondujeran allí poco después dedesmayarse.

—No te muevas —murmuró Azim—. Bebe.

Le tendió una copa, que Morgennesvació de un trago. Azim se la llenó de

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nuevo, de una jarra que había hechotraer.

—¡Más! —pidió Morgennes, que sesentía atenazado por una sed insaciable.

—Toma —le dijo Azim, dándole abeber de la jarra—. Buena agua delNilo...

—Padre —dijo Morgennes.—¿Sí? —respondió Azim.—No —dijo Morgennes—. Tú no.

Hablaba de mi verdadero padre.¿Realmente era él? ¡Parecía queestuviera vivo! Qué retrato mássobrecogedor...

—Sí, ¿verdad? Te lo dije, Pixel erael mejor.

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—¿Unos bandidos lo asesinaron?¿En 1144?

—Exacto.—Menos de dos años separan la

muerte de mi padre de la de Pixel. ¿Esposible que fueran asesinados por lasmismas personas?

Morgennes cerró los ojos y se frotólas sienes. Debía ordenar sus ideas. Sinduda, Galet el Calvo y Dodin el Salvajetenían mucho que contar sobre esteacontecimiento. Una noche, no hacíatanto tiempo, Morgennes había oídocómo los dos viejos templariosrecordaban riendo el día en el queSagremor el Insumiso había lanzado una

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flecha contra un muchacho que acababade atravesar un río con la superficiehelada. Este muchacho, Morgennes losabía, era él. Y contrariamente a lo quehabían creído los caballeros, no estabamuerto.

En ese momento, mientrasMorgennes buscaba en el fondo de suser unas lágrimas que no llegaban, lapuerta de la habitación se abrió.Morgennes y Azim volvieron la cabeza,pero no vieron a nadie; de repente, unapequeña bola de pelo, vestida con unacamisola naranja, saltó sobre el jergóndonde estaba tendido Morgennes y selanzó a su cuello.

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—¡Frontin! ¿Quieres dejar tranquiloa Morgennes? —exclamó Azim.

—¿Frontin? ¿El mono de Gargano?—dijo Morgennes riendo—. ¿Qué haceaquí?

—¿De modo que conoces aGargano? —replicó Azim, sorprendido.

Los dos hombres se abrazaron conemoción; emplearon buena parte de lanoche pasando revista a todos losacontecimientos que habían vivido.Morgennes contó cómo había encontradoa Gargano y a la Compañía del DragónBlanco; Azim, por su parte, habló de lopoco que recordaba de Pixel y del padrede Morgennes, así como de Gargano,

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Nicéforo y Filomena.—Esta última, por otro lado, tenía

un comportamiento de lo más extraño.Parecía perturbada, atormentada por undemonio.

—Era la maestra de los secretos delDragón Blanco, siempre en busca desaberes prohibidos...

—Una mujer ávida de conocimiento.Parecía que nunca tuviera bastante.

—¿Qué ha sido de ella?—Prefirió quedarse en El Cairo, en

compañía del hijo del visir. De modoque abandonó la Compañía del DragónBlanco, que prosiguió su ruta hacia elsur, en dirección a territorios que no

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aparecen en ningún mapa. Por esoGargano me confió a Frontin. Para queestuviera a salvo.

—¿A salvo? Pero ¿quién podríavelar mejor por Frontin que ese gigante?

—Yo. Porque adoro a los monos.¡Aquí tienen su paraíso! Mañana por lamañana, te llevaré a los jardines delmonasterio para mostrarte cómoacogemos a estas divertidas bestezuelas.

—¿Mañana por la mañana? ¡Pero yodebo partir enseguida! ¡Tengo a unaprincesa que rescatar!

—Primero tienes que descansar —dijo Azim, dándole unas palmaditas enla mano—. Esta princesa espera desde

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hace años; creo que podrá soportar undía más...

—¡Al contrario! ¡Razón de más parano hacerla esperar!

Morgennes se levantó, pero lacabeza le dio vueltas de nuevo y se vioobligado a tenderse otra vez.

—Dios quiere que descanses. Sirealmente hay un dragón en eselaberinto, vale más que vayas en plenaforma.

—De todos modos, parece que notengo elección.

Y se dejó caer, con los ojoscerrados, sobre el lecho de Azim.

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Al día siguiente, por la mañana,Azim le mostró los numerosos tipos desimios que convivían en el monasteriode San Jorge. Había monos de todas lasespecies, grandes y pequeños, locuaceso mudos, a los que Azim —como unpaciente profesor— enseñaba a hablar.

—Pero —decía— me resulta mássencillo aprender a gritar como ellosque enseñarles nuestra lengua. Es unalástima, porque dentro de algunasgeneraciones ya nadie hablará el copto.Esperaba que los monos, al menos,perpetuaran el uso de nuestra noblelengua. ¿Tal vez debería haber elegidoloros?

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Los monos, por su parte, no lo veíanasí, y redoblaban sus esfuerzos porperfeccionar su dominio del copto. Losmás adelantados —y por encima detodos Frontín— habían recibido títuloshonoríficos, como los de «vicario» o«abate». Frontín, a pesar de suscualidades, solo había llegado a«obispo»; aún no teñía el nivelnecesario para ser elegido «papa».

—Pero ya llegará, ya llegará... —aseguraba Azim.

A la hora de la oración, los monosse reagrupaban en la capilla principal,donde rezaban (al menos en apariencia)al mismo tiempo que los monjes. A la

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hora de la comida, los hacían sentarseen taburetes de madera y les colocabanuna cuchara entre las manos —con laque se divertían golpeando las mesas, enlugar de utilizarla para comer.

—Pero ya llegará, ya llegará... —repetía Azim, siempre paciente, siempretranquilo.

Cuando los monos se poníanparticularmente insoportables, bastabaque Azim les mostrara un sacudidor paraque volviera la calma.

—Son como niños. Y no desesperode instruirles en los misterios de nuestrareligión o de convertirlos en copistas, yaque para ello el trabajo de invención es

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nulo, ¿no te parece?Media docena de monos trabajaban,

pues, en los talleres del monasterio,donde se dedicaban a copiar listas depalabras, en árabe y en copto, en doscolumnas.

—Como el copto se practica cadavez menos —decía Azim—, tengo elpresentimiento de que algún día missucesores necesitarán estos léxicos siquieren descifrar los libros donde estánregistrados nuestros secretos.

No había ninguna amargura en suspalabras. Simplemente, como solíarepetir varias veces al día:

—El tiempo pasa...

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—Sí —dijo Morgennes—. Inclusoes lo que mejor sabe hacer. De modoque no hay tiempo que perder. ¡Me voy!

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Abrió entonces una puerta, de la que nosé ni puedo describiros la hechura.

CHRÉTIEN DE TROYES,Cligès

Azim había prevenido a Morgennes:—Tendrás que esperar

pacientemente hasta cerca de lamedianoche. Entonces un hombre irá a

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ver al visir. Por una razón que ignoro,nunca participa en las ceremonias deChawar. Sin embargo, también él esofita, estoy seguro. Creo que le apodanel «Caballero de los Gusanos deTierra». Luego el visir y este caballerose retirarán a un lugar al que solo ellospueden acceder. Aquí está la llave. Nome preguntes cómo la he obtenido,limítate a hacer buen uso de ella y a noperderla. La sala adonde irán estáexcavada en la roca; se utiliza comotumba para momias de serpientes y decocodrilos, que bajan hasta allí desde lasuperficie con ayuda de cuerdas a travésde pozos muy profundos. Por tanto no te

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sorprendas si te parece percibir formasenvueltas en mallas a su lado, y nopermitas que eso te distraiga. Se diceque estas serpientes tienen a guisa deojos rubíes capaces de hacer que unposible ladrón olvide el motivo por elque ha ido allí.

—No te preocupes —dijoMorgennes—. Nunca olvido nada. ¿Yqué vendrá a continuación?

—¿A continuación? Pero, amigomío, ¡te toca a ti contármelo!

Y aquí está la continuación, tal comoMorgennes la transmitió a Azim a suregreso de la primera visita al Templode la Serpiente.

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—Los dos hombres hablaronlargamente. Imagínate que el Caballerode los Gusanos de Tierra no es otro queel hijo de Chawar. Se llama Palamedes,y se hace pasar por embajador delPreste Juan.

—Pero ¿qué pretenden?—Oh, infinidad de cosas. Para

empezar, tratan de vengarse de vosotros,los coptos, y tomar el poder en Egipto.Pero su ambición va más allá. No sedetiene en Jerusalén ni en Bagdad, nisiquiera en Roma. Incluye al conjunto dela cristiandad y se pretende universal.En esto se sienten próximos (yenfrentados) a Constantinopla. Detestan

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por encima de todo a Manuel Comneno,a quien consideran demasiadointeligente. En cambio, Amaury es, a susojos, mucho más maleable, porque tienela cabeza repleta de sueños.

—¿De modo que son ellos los quehan tirado de los hilos desde elprincipio?

—Con más o menos habilidad, sí.Pero su punto débil es que se creeninvencibles. También hablaron de unaespada llamada Crucifax.

—¿No se tratará más bien deCrucífera, la espada de san Jorge?

—Es posible, porque debíamantenerme oculto y a distancia. Tal vez

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haya oído mal. En todo caso, caminarondurante mucho tiempo por una red decatacumbas llenas de momias decocodrilos. Creo que estos subterráneosnos condujeron bajo la necrópolis, aloeste de Fustat. Entonces franquearoncinco puertas, cada una mayor que laprecedente la primera estaba hecha depiedra; la segunda, de hierro; la tercera,de bronce; la cuarta, de plata, y laquinta, de oro. Luego llegaron a unasexta puerta, de electrum.

—¿Era el final del laberinto?—Eso creí yo también. Pero era solo

el principio.—¿Y el dragón? ¿Le venciste?

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Morgennes dirigió una miradaextraña a Azim.

—¡Vaya pregunta! Si me hubieravencido, ¿crees que habría vuelto acontártelo?

—Puedes ser un fantasma. No seríasel primero que veo.

—Puedo asegurarte que estoy vivitoy coleando. Pero deja que prosiga mihistoria... También yo creí, como tú, queesa sexta puerta era la última. Cada unode sus paneles estaba adornado conserpientes en bajorrelieve. Y era tangrande que no me habría sorprendidoencontrar a un dragón tras ella. Peroentonces Palamedes y Chawar se

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abrazaron y Chawar se retiró. Dejé quese marchara, porque era Palamedesquien me intrigaba. Este abrió la sextapuerta y penetró en un pasillo, que sedividió en dos, luego en tres, en cuatro,en cinco, en seis...

—¡El Laberinto del Dragón!—Exacto. Un laberinto, negro como

la noche y que sin duda ocultaba algúnpeligro, porque Palamedes caminabacon una antorcha en una mano y laespada en la otra.

—¡Ese impío! ¡Se supone que nopodía entrar allí!

Un tintineo resonó en la entrada dela celda de Azim, y Morgennes se llevó

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la mano a la cadena que siempre leacompañaba y que le servía de arma.

—Tranquilízate, amigo mío —ledijo Azim—. Es solo el principio de unade nuestras fiestas. Celebramos el día enel que el arcángel Gabriel indicó a Joséy a María el árbol bajo el que debíanrefugiarse, en el desierto, para no sufrirlos rigores del sol.

—Ah —dijo Morgennes—. Esverdad que vosotros, los coptos,siempre tenéis algo que celebrar. Bien,prosigo. Corno te decía, caminaba tansilenciosamente como podía, dejandoque Palamedes se adelantara, yayudándome, para seguirle, de la luz que

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su antorcha proyectaba en las paredes deeste laberinto de piedra negra.Normalmente los laberintos no mepreocupan (tengo demasiada memoriapara perderme). Sin embargo, este noera como los demás. Porque si laprimera vez conseguí seguir aPalamedes hasta una séptima y últimapuerta (de platino, y que representaba aun ibis), las veces siguientes tuve quehacer numerosos intentos antes deencontrarla. Me introducía en ellaberinto, memorizaba el camino, y sinembargo me perdía... ¿Cuántos días paséallí? Lo ignoro, porque perdí la nocióndel tiempo.

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—Morgennes, mírate, coge esteespejo.

Azim le tendió un espejito de plata,en el que Morgennes se reflejaba de unmodo extraño.

—¿No ves cómo te ha crecido labarba? Saliste al día siguiente delaniversario de la llegada de José yMaría a Egipto, y has vuelto a mi ladocuando celebramos el día en el quepudieron descansar a la sombra de lagran acacia. ¡Más de un mes separaestas dos fechas!

—¡Un mes!—¿Explícame cómo es posible que

con tu memoria no consiguieras

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encontrar el camino?—No me lo explico.—Entonces, ¿es brujería?—Probablemente. Sin embargo, a

fuerza de errar por este laberinto, por unincreíble azar llegué a encontrar lapuerta de platino que Palamedes habíaabierto cuando le había seguido. Yadmiré el ibis que se encontrabagrabado en ella.

—Los ibis —dijo Azim— son losenemigos mortales de las serpientes y,por tanto, de los dragones. De hecho esuno de nuestros animales fetiche.

—Resumiendo —prosiguióMorgennes—, examiné la puerta

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mientras me preguntaba cómo podríaabrirla, porque, al contrario que lasprecedentes, esta no tenía cerradura niempuñadura de ningún tipo. Apreté laoreja contra ella, tratando de escuchar loque había detrás, pero no oí nada,excepto el ruido de mi propia sangrepalpitando en mis oídos. Temiendo acada instante que ante mí, o detrás demí, apareciera Palamedes, toqué el ibiscon la punta de los dedos en busca de unrelieve que pudiera proporcionarme unindicio. Y encontré uno.

—¿Cuál?—Esta inscripción: «Pasa tu llama

por mi cuerpo».

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—¡Ah! ¡Eso no es difícil!—No, en efecto. Eso fue lo primero

que pensé. Paseando mi antorcha por lapuerta, esperé que se abriera, pero nosucedió nada. Desesperado, me la paséincluso sobre el brazo, pero soloconseguí quemarme la ropa.

—¿Y tu brazo?—Está bien, no te preocupes.Azim no hizo ningún comentario; se

dijo que con Morgennes siempre habíaalgún enigma, y que el descubrimientode la clave de estos enigmas llegaría ensu momento.

—¿Qué hiciste? —preguntó de todosmodos, intrigado por saber si

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Morgennes había conseguido o nofranquear la puerta del ibis.

—Me oculté, todo un día, y esperé aque Palamedes volviera para observarcómo se las arreglaba. Por la nochellegó, solo, como de costumbre, con suespada en la mano. Se acercó a la puertay pasó su antorcha sobre el ibis.Inmediatamente la puerta se abrió, yentró en lo que parecía un jardín, porqueun viento fresco me acarició el rostro yun olor a follaje me llegó a la nariz.

—¡Diablos!—Ya puedes decirlo —replicó

Morgennes—, porque mis penalidadesaún no habían llegado a su fin. Habría

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podido, si hubiera hecho falta, corrertras él y deslizarme al interior deljardín. Pero enseguida me habríadescubierto, y no quería poner a laprincesa en peligro.

—¿Y entonces? ¿Qué hiciste?—Me dije: «Vayamos a hablar de

esto con el sabio Azim. ¡Él sabráayudarme!».

—¿De modo que no encontrastenada?

—No. Ni el modo de franquear lapuerta ni tampoco a ningún dragón...Sabes tanto como yo. ¿Qué te parece?¿Qué debo hacer, en tu opinión?

—Bien, reflexionemos. ¿Qué

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tenemos? Siete puertas, de medidas ymateriales distintos. La séptima estáadornada con un ibis, mientras que lasotras están adornadas, en este orden, pordragones, vacas, gatos, ratas, perros yserpientes. Seguramente no es algocasual, porque, como te he dicho, el ibisy la serpiente son enemigos. De modoque si la sexta y (supuestamente)penúltima puerta es una serpiente, y laúltima es un ibis... Este último, segúnlos mahometanos, es el guardián delincienso. Ahora bien, entre los antiguosegipcios, el incienso se denominabasontjer, es decir, «lo que vuelvedivino». ¿Tendrá esto alguna relación

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con su condenado Día de la Serpiente?—¿A quién se dirige, el ibis? —

preguntó Morgennes.—¡Pues a ti! ¿No? Quiero decir, al

visitante...—«Pasa tu llama por mi cuerpo.»

¿Cuál es la palabra importante?¿«Llama»? Probé con la antorcha y nosirvió de nada. ¿«Cuerpo»? ¡Te juro porDios que pasé mi antorcha tantas vecessobre este ibis que acabó totalmentenegro de hollín!

—¿Qué has dicho? —saltó Azim.—He dicho —repitió Morgennes—

que pasé tantas veces la antorcha sobreese ibis que acabó todo negro.

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Azim se levantó de la silla tanbruscamente que la derribó.

—Pero Morgennes, ¿no lo ves? ¡Esevidente!

—No —dijo Morgennes—, no veonada.

—Pero ¡utiliza tus ojos!—Lo siento, pero no lo entiendo.—¿Cuántas veces me has dicho que

Palamedes abrió esta puerta?—¿En total? No lo sé. Pero muchas

veces, seguro, ¡porque estando yopresente, al menos la franqueó tresveces!

—Y el ibis, ¿cómo era la primeravez que lo viste?

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—Era de platino, ya te lo he dicho...Su voz se volvió más intensa y

Morgennes exclamó:—¡El ibis brillaba! No estaba

ennegrecido por la antorcha dePalamedes. Lo que significa que...

—Lo que significa que la palabraimportante es «tu».

—«Pasa tu llama sobre mi cuerpo.»Sí, está claro. El ibis se dirige aldragón. Y si la llama de este últimoalcanza al ibis, el ibis muere y se abre...

—Pero ¿dónde podemos encontraruna llama de dragón?

—Justo a la entrada de la primerapuerta hay un brasero. Vi cómo

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Palamedes hundía en él su antorcha. Estallama, este fuego, ¿es posible que setrate de una llama de dragón? En estecaso bastaría que encendiera allí miantorcha y rehiciera el trayecto...

—¡Vamos, ve!—Espera —dijo Morgennes—. Te

recuerdo que este laberinto estáembrujado y que necesité varios díaspara encontrar, y por casualidad, laséptima puerta.

—¡Razón de más para no perdertiempo!

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45

A menudo se dice que no hay nada tanarduo de franquear como el umbral.

CHRÉTIEN DE TROYES,Cligès

Morgennes abandonó la abadía deSan Jorge armado con esta información:tenía que hundir su antorcha en elbrasero situado justo a la entrada de la

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primera puerta, al lado de los dragones,y luego... Luego quedaba la principaldificultad: orientarse. En dos ocasionesya había creído volverse loco, hasta talpunto aquel laberinto desafiaba lalógica, ya que parecía modificarse amedida que pasaban las horas.Morgennes se había cargado a laespalda un talego con víveres, pero notuvo que utilizarlo. Al menos, no en ellaberinto...

Mientras caminaba hacia lossubterráneos de la necrópolis, volvió apensar en Palamedes, y se preguntó porqué este último no tenía ningunadificultad para moverse por el laberinto.

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Debía de existir algún sistema, un truco.Morgennes concentró sus esfuerzos

en su descubrimiento —la llama— ytuvo la suerte de descubrir por quémilagro Palamedes no se perdía nunca.Una vez más, la llama era la clave.Morgennes se dio cuenta a fuerza de daruna y mil vueltas por el laberinto. Alobservar rastros de hollín sobre losmuros, comprendió que era él quien loshabía dejado en sus precedentesrecorridos. Intrigado, acercó su antorcha—encendida en el brasero de la puertade los dragones— y vio que noennegrecía los muros. Curiosamente, lallama indicaba cierta dirección, siempre

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la misma, cualquiera que fuera elsentido en el que Morgennes inclinara laantorcha.

Comprendió entonces que laantorcha no solo era la clave, sinotambién la vía: el guía. Le bastaría contomar en cada cruce el corredor que leindicaba y llegaría a la séptima puerta.Después de haber cambiado dedirección siete veces, se encontró porfin justo ante la puerta del ibis.

Morgennes sintió que su pecho sehinchaba de satisfacción. ¡Lo habíaconseguido!

—¿Y ahora? Volver a ver a Azimpara informarle de mi descubrimiento,

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o...La curiosidad le venció. Pasó la

llama de su antorcha por el ibis, y lapuerta se abrió chirriando sobre susgoznes.

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Capítulo VI

La mujer que noexistía

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46

Eso es justamente lo que venía a buscar,y lo tendrá.

CHRÉTIEN DE TROYES,Lanzarote o El Caballero de la Carreta

Apremiado por su padre a encontrarrápidamente un paliativo a lasmaquinaciones de los francos, quequerían reforzar su dominio sobre

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Egipto, Palamedes decidió partir aDamasco. Allí se arrojaría a los pies delsultán Nur al-Din, le imploraría queperdonara a los egipcios sus accionespasadas y le invitaría a dirigirse sintardanza a Egipto, para dirigir juntos laguerra y expulsar de Tierra Santa alabyecto invasor cristiano. Como buenofita y perfecto retoño de su padre,Palamedes era capaz de adoptarcualquier creencia, fe o religión. En esteaspecto reunía todas las cualidades delcamaleón, que se funde con el paisajepara engañar mejor a sus predadores ysorprender a sus presas.

Frente a vos, vuestro mejor amigo,

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¡por mi fe! Pero detrás, vuestro peorenemigo, dispuesto a degollaros.

Alternativamente «embajadorextraordinario» del Preste Juan para loscristianos de Jerusalén y saboteadorpara los griegos de Constantinopla (quehabía que mantener a cualquier precioalejados de Egipto, ya que erandemasiado peligrosos), Palamedes sedisponía ahora a solicitar la ayuda desus supuestos hermanos de religión, lossunitas. Por tanto, adoptaría lapersonalidad del «noble y contritomusulmán» que iba a prosternarse a lospies de esos infames, pero no por ellomenos poderosos, «infieles sunitas» —

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pues eso eran los musulmanes deDamasco a ojos de los egipcios, deobediencia chiíta.

Después de haber reunido unaimponente caravana, formada por varioscentenares de caballos y yeguas (para élmismo y para su escolta) y del doble decamellos y mulos para los pertrechos,Palamedes fue a ver a su padre.

—Estoy listo. ¿Cuándo quieres queparta?

—Esta noche —le respondióChawar—. Porque el Nilo está en sunivel más bajo, lo que es un signofavorable. Cuando crezca de nuevo, elpróximo mes de mayo, te prometo que

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estaremos en una posición mucho mejorque la actual. Nuestra patria volverá alevantarse y la verdad reinará. Es solocuestión de meses. ¡Después de siglos ysiglos de espera, el Día de la Serpientese acerca por fin!

—Padre...Un olor a limón le cosquilleaba la

nariz, mientras en los cocoteros losmonos se divertían persiguiéndose.Parecía que padre e hijo hubieran vividotoda su vida para este instante, el de suseparación. Palamedes, cuya madrehabía muerto al dar a luz y que no habíaconocido más pariente que su padre,apretó al anciano contra su pecho. La

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prominente barriga de Chawar lellegaba a la ingle, y Palamedes se sintióembargado de una mezcla de amor ypiedad hacia su viejo padre. ¡Qué noharía para hacer realidad sus sueños! Elanciano había conspirado tanto paraalcanzar su objetivo, convertirse en eljefe de la iglesia de los ofitas y visir delcalifa al-Adid, que merecía salirvictorioso. ¿Era posible que Dios no lesaprobara? No, imposible. Seguro queDios —el dios Serpiente— estaba de sulado, y les ofrecería en los próximosmeses la justa recompensa que tantohabían esperado. Entonces caerían lasmáscaras y se revelaría quién se

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ocultaba detrás. Porque en verdad ellos—los ofitas—, por más que cambiarande piel como quien cambia de túnica,permanecían iguales a sí mismos,inmutables y eternos. La verdad estabaen el movimiento.

—Lo que he hecho —silbó Chawar—, lo he hecho por ti. Eres mi pequeñaserpiente, mi muda, mi eternidad...

—Padre...—murmuró Palamedes.—¡Chisss...! Calla. No digas nada

—exclamó Chawar, apoyandotiernamente su rollizo dedo sobre loslabios de su hijo—. Dirán que soy unviejo soñador, pero el sueño más locoque nunca tuve ya se ha realizado: ¡tener

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un hijo del que me siento orgulloso!Porque estoy orgulloso de ti fuera detoda medida. Tú eres la prueba de queDios es infinita bondad, la prueba deque nos escucha. ..

—Yo...—Chisss... Un día nuestro pueblo

reinará, y necesitará un jefe. Unsoberano. ¡Ese rey serás tú! No loolvides. ¡Ve!

—Volveré.—Palabra de mal agüero. No, no

digas nada. Prefiero recordar el silenciode tu partida y tu silueta perdida en lanoche, pues no depende de ti quevuelvas o no, sino del todopoderoso

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dios Serpiente...—De todos modos, padre adorado,

te prometo que volveré.—Ve.Palamedes espoleó a su yegua, que

partió al trote ligero en dirección aldesierto al este del Viejo Cairo.Encaramado en su montura, seguido pormás de cuatrocientos camellos y muloscargados de víveres y de regalos para elsultán de Damasco, Palamedes condujoa su caravana en dirección al horizonte,donde la larga hilera de camellos sealargó como una cadena de montañas enminiatura, con sus llanos y sus relieves—formados por sus jorobas, tiendas y

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paquetes.«Ve, hijo... Mis pensamientos te

acompañan. Espero que puedas triunfaren tu empresa...»

Palamedes no se volvió. Levantandola mano, dio orden a la columna deorientarse hacia el este, para evitar a losfrancos en caso de que estos tuvieran laloca idea de olvidarse de Bilbais ylanzarse directamente hacia El Cairo.

Pero Palamedes conocía losuficiente a los francos para saber queno podrían resistirse al cebo de un botínfácil, a esta infortunada ciudad cuyasmurallas aún no habían sidoreconstruidas desde su última incursión.

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Tenía algunos días por delante; dos otres semanas, a lo sumo. El tiempo deafinar sus argumentos, por más quetuviera, en un cofrecillo de marfil y oro,el argumento decisivo, el que sin dudaalguna haría que los musulmanes deSiria se unieran a sus hermanos egipciose impulsaría al fogoso general tuertoShirkuh a acudir a El Cairo y ponerlopatas arriba.

Después de haber atravesado elvalle de Moisés, donde se encontraba laantigua ciudad de Petra, y haberahuyentado a algunos bandidospertenecientes a la tribu de losmaraykhat, la caravana de Palamedes

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puso rumbo al este, y luego más hacia elnorte, hacia Damasco.

Cuando el desierto empezó adifuminarse, reemplazado por algunasmatas de hierba rala y amarilla,Palamedes fijó la mirada en la blancurade las nieves en la cima de las montañassirias, que —al borde de los desiertosinflamados— parecía una espuma deleche esperando a ser bebida.

Pasándose su lengua bífida por loslabios resecos, aguardó, antes de beber,a que las primeras señales de Damascoaparecieran. No podían tardar. Lamontaña y su cima nevada constituían unadelanto. Pero lo que él quería ver era

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un indicio de vida humana. Y esteapareció bajo la forma de un rebaño decorderos con las colas cargadas degrasa, prueba de que los pastoresrondaban por esos parajes en busca desabrosos pastos. Las manchas de hierbaamarilla dieron paso a zonas mayores deverdor, donde la vegetación estaba tansaturada de savia y de humedad que sedoblaba bajo su peso. El tintineo de lasesquilas de los corderos se mezclabacon los ladridos de los perros y losgritos roncos de los pastores.Finalmente, la reina de Siria, Damasco,apareció en su muelle estuche vegetal,en el que los rosales y los cipreses

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competían por hacerle de marco.

Desde lo alto de las murallas, losguardias distinguieron un lago debanderas verdes cargado de pesadasnaves con caparazón de oro y plata,dirigidas por una multitud de jinetes dearmaduras relucientes. Todas brillabancon un resplandor regio, y sus rayos erantan intensos que herían la vista. Unadocena de jinetes salieron de Damasco ygaloparon hacia la caravana paraaveriguar su origen y sus intenciones.

Palamedes inclinó la cabeza,murmuró unas palabras, y fue conducido

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sin demora ante el jefe de la ciudad, Nural-Din.

Sin embargo, el primer personaje alque fue presentado era un hombre deapenas treinta años, de una delgadez queasustaba, con las mejillas hundidas, labarba corta y unos ojos en los quebrillaban las estrellas. Un hombre queparecía ver directamente en el alma yser capaz de pelarla como una cebolla.Este hombre se llamaba Saladino.

Era el sobrino de Shirkuh el Tuerto yuno de los favoritos de Nur al-Din.

El sultán le apreciaba porque erapiadoso, y también porque amaba la paz.No era un bravucón, como tantos de sus

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súbditos, sino más bien un serintrovertido y dulce, inclinado a lameditación. Un hombre en compañía delcual Nur al-Din se sentía a gusto desdeque había fracasado lamentablemente —cinco años atrás— en su intento deapoderarse del Krak de los Caballeros.Hasta este incidente funesto, en el que elmismísimo Diablo había llevado a laderrota a su ejército antes de apoderarsede una de sus babuchas, Nur al-Din sehabía mostrado en todos los sentidosdigno de su padre, el terrible Zengi.

Había atacado sin descanso al reinode Jerusalén, llegando incluso amordisquearle los tobillos —en Edesa o

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en Trípoli—, como un perro queretrocede un instante ante la amenaza deun bastonazo, pero vuelveincansablemente a la carga.

Pero desde el incidente del Krak delos Caballeros, el humor del sultánhabía cambiado. Ya no sentía deseos deluchar, y a menudo pensaba en lacélebre fórmula de Aníbal: «Consentiren la paz es permanecer árbitro de tudestino; combatir es poner tu suerte enmanos de los dioses». Nur al-Din ledaba vueltas en la cabeza una y otra vez,y no dejaba de decirse que solo la paz ledaba ocasión de acercarse a Dios y derezarle.

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¿Había envejecido? ¿Estabafatigado? ¿Hastiado?

En cualquier caso, en lugar depermanecer en su palacio para recibirlas condolencias de sus súbditos o delas embajadas de los países vecinos,Nur al-Din había preferido retirarse auna de las mezquitas de Damasco. Allípasaba el día leyendo el Corán ydiscutiendo acerca de su sentido con sumédico particular, el doctor ibn al-Waqqar (de una delgadez aún másinquietante que la de Saladino, porqueera más alto que él) y un sabio llegadode Persia, llamado Sohrawardi.

En compañía de estos dos doctos

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hombres, Nur al-Din recorría losmeandros de la palabra divina,saboreando el éxtasis en cada versículo.Sus súbditos no veían con buenos ojosesta actividad, pues la ciencia queconsistía en interpretar la palabra divinaacercaba cada día un poco más a Nur al-Din a los chiítas, para quienes el Corántenía un sentido oculto. Palabra apalabra, versículo a versículo, Nur al-Din, Sohrawardi e ibn al-Waqqaravanzaban, como tres exploradores entierra desconocida, buscando el lugardonde Dios se había ocultado, retirandoal texto un velo que los musulmanesortodoxos —los sunitas— decían que no

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existía.Pero Nur al-Din no se preocupaba

por eso. Cuando tenía el Libro entre lasmanos y recorría sus páginas, era el másfeliz de los hombres.

—¡Maestro! Perdonad que osmoleste, esplendor del islam, pero aquíhay un visitante que solicitaentrevistarse con vos.

Nur al-Din abrió los ojos y vio a suquerido Saladino, con la rodilla entierra ante él.

—Levántate, hijo mío. —Asíllamaba a los que amaba—. Dime quéquieres...

—El visitante aquí presente —dijo

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Saladino señalando a Palamedes, que seencontraba tras él— ha venido desde ElCairo para...

—Acércate —le interrumpió Nur al-Din.

Palamedes se adelantó, inclinó lacabeza y se arrodilló, con las manosabiertas. Ahora se trataba de dar pruebade la mayor humildad. Unos años atrás,su propio padre, Chawar, fue a ver alsultán de Damasco para pedirle, antesde traicionarle, lo mismo que él habíaido a buscar hoy. Debía mostrarsearrepentido, humilde, muy humilde.Palamedes se dijo que tal vez no fuerabuena idea colmar de riquezas al sultán,

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ya que este se encontraba, no en la GranMezquita de Damasco, sino en unapequeña mezquita, tranquila y noble,situada en medio de un jardín de árbolesfrutales. El canto de los pájaros, lasramas agitadas por el viento y el rumorde pequeños cursos de agua hacían demuralla a los ruidos de la ciudad. Enrealidad, aparte de sus palabras y de lossonidos del jardín, se habría dicho queesta humilde mezquita era la morada delsilencio.

Palamedes se lanzó súbitamente alos pies de Nur al-Din y exclamó:

—¡Perdón! Mi padre, el noble y, sinembargo, tan amenazado visir Chawar,

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os suplica que acudáis en su ayuda. Acambio os envía mi cabeza, que os ruegoaceptéis. Aquí está...

Nur al-Din le miró con expresióndivertida. ¿Su cabeza? Tal vez sería unbonito trofeo, como la del caballerorubio que, unos años atrás, habíaenviado como regalo al califa deBagdad en un soberbio cefalotafio deplata. A menos que la utilizara para unode esos partidos de polo que disputabacon Saladino y que tanto placer lehabían proporcionado en otro tiempo.Pero ya no jugaba. Y lo que necesitabano era una cabeza, sino paz. Parameditar.

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De modo que este individuo lemolestaba. Su lengua parecía unahorquilla, como la de las serpientes; supiel, curtida como la de los cocodrilos,y sus uñas recordaban las formidablesgarras de este mismo reptil, cuyasmomias habían hecho furor en otrotiempo en Damasco.

—¿Qué quieres?—El rey de los francos, Amaury,

marcha sobre Egipto. Quinientoshospitalarios le acompañan.Sospechamos que quiere someternos.

—¿Acaso no lo estáis ya?—No. En parte solamente... Pero lo

fingimos para engañarle mejor, porque

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nosotros solo aspiramos a una únicaverdad, que es la del islam...

—Continúa...—Dos musulmanes pueden tener una

visión divergente de una mismasituación. Basta con que estas dosvisiones respeten igualmente la sharia.Por eso apelo a vuestra grandeza dealma.

Una sombra se movió detrás dePalamedes, que sintió cómo una brisasoplaba en su cuello. Pero se mantuvocallado, sin pestañear. Mientras Nur al-Din no le echara, aún podía ganar lapartida. A él correspondía descubrircómo.

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—Vos sois poderoso, y como eldragón en su montaña, no queréisabandonar vuestros territorios. Perovuestras alas son inmensas. Una de ellaspodría, si lo deseáis, alcanzar Egipto,mientras con la otra barreríais el reinode Jerusalén sin que vuestro cuerpotuviera tan siquiera que moverse.

—No me halagues. Debo recuperarla unidad del mundo árabe. Luego mepreocuparé de los francos. En cuanto avosotros, los fatimíes...

Palamedes sentía una presencia a suespalda, distinta a la de Saladino.¿Quién podía ser?

—... estamos a vuestro servicio —

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susurró—. ¡Y os suplicamos queintervengáis, no por mi padre, no por elcalifa al-Adid, no por el islam, sino porella!

Sacó de debajo de su manto uncofrecillo de marfil y lo ofreció a Nural-Din.

Saladino se acercó, cogió elcofrecillo y lo entregó al sultán.

Antes de que lo abriera, Palamedes—seguro de su éxito— se incorporó ytrató de mantener una actitud de máximahumildad, porque todo en su serrespiraba, rezumaba, apestaba a avidez,a poder. Estaba a punto de ganar.

«Vamos —se dijo—. Saborea este

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instante. Tal vez seamos la más débil detodas las facciones, pero ¡qué importaeso! Somos nosotros quienesmanipulamos a los demás. ¡De modo queaprovéchalo! Disfruta del modo comoaquí el día se tiñe de azul bajo la accióndel crepúsculo...» Paseó su mirada porlos muros del jardín, donde la luna seentretenía recortando siluetas y formasinhumanas, recuerdos del tenebrosopasado de Damasco. Sin siquiera darsecuenta, había empezado a acariciar conmano distraída el pomo de su espada, ycon una voz átona declaró:

—Si las espadas de Dios entran enacción, nada podrá resistirse a ellas.

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Esta frase pareció atraer la atenciónde Nur al-Din, que levantó los ojoshacia él, después de haber mirado en elinterior del cofrecillo.

—¿Qué es? —preguntó el sultán.—Cabellos, que su excelencia el

califa de El Cairo os ruega que aceptéis,pues pertenecen a la más preciosa, lamás frágil y la más amenazada de laspersonas que puedan existir.

—¿De quién estáis hablando?—De la mujer que no existe.Se produjo un movimiento a

espaldas de Palamedes, y la sombra quehasta ese momento se había mantenidooculta se desveló y se lanzó a su vez a

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los pies del sultán. Se trataba de Shirkuhel Tuerto, el tío de Saladino, la espadamás hábil del islam y, sobre todo, elpadre de la mujer que no existe.

—¡Oh esplendor del islam —dijoShirkuh—, consultad el Corán y pedidconsejo al Altísimo...! ¡Os conjuro ahacerlo! ¡Debemos ir a El Cairo!

Nur al-Din levantó la mano,haciéndole callar. Luego, tomando demanos de su médico, ibn al-Waqqar, unmagnífico Corán, lo abrió al azar y leyó—ante el estupor del grupo—: «Si lasespadas de Dios entran en acción, nadapodrá resistirse a ellas...».

Era la guerra. Dios lo había querido.

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47

Dios, su creador, no ha dado a nadie elpoder de evocar

toda la belleza de esta joven.

CHRÉTIEN DE TROYES,Cligès

Morgennes se encontraba en unjardín rodeado de altos muros.Tamarindos y baobabs, orgullosos y

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erguidos, tan inmóviles como gigantes alacecho, cocoteros y palmeras de talloesbelto, balanceando sobre las avenidassus sombras delicadas, constituían losextraños pilares de esta catedral verde.Caminando a la sombra de una cortinade bambúes, Morgennes se dirigió haciael centro del jardín, donde habíadistinguido una forma.

Una mujer.Concentrada en su bordado, estaba

sentada en el brocal de un pozo. Sucabeza, inclinada sobre sus manos enactitud piadosa, estaba cubierta por unvelo de color blanco. Era imposibledistinguir sus rasgos. ¿Era hermosa? Por

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curioso que parezca, sí lo era,incontestablemente. Al momento,Morgennes experimentó una curiosasensación de déjà-vu, como la que yahabía sentido en presencia de Azim, deGuillermo de Tiro, o al oír el nombre deMasada. Y sobre todo, se sintió turbado.¿Por qué?

Porque, por primera vez desde hacíamucho tiempo, tenía la sensación deestar de vuelta con los suyos. Sinembargo, solo veía un velo. Y ese velo,probablemente, cubría la cabeza de laprincesa que tenía que llevar junto aAmaury, para cumplir con la misión quele habían encomendado.

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Dicho de otro modo, de su futurareina.

Sin atreverse a moverse, para noenturbiar ese instante, permaneció unrato observándola. Algunos pájarosrevoloteaban en torno a la joven, y otrosiban a desentumecer sus patas sobre elbrocal del pozo donde estaba sentada.Su piar era como una conversación, ycuando ella tiraba de los hilos de subordado, parecía un trino en respuesta alos de los pájaros. Entonces estosvolvían a ponerse a cubierto en losárboles, donde seguían gorjeando.

Morgennes volvió a pensar en lamujer del conde de Flandes, Sibila.

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También ella había vivido encerrada.Pero Sibila lo había elegido; mientrasque esta mujer, en el albor de su vida,nunca había conocido nada aparte de suCofre, por lujoso que fuera... «¡Vamos,serénate! —se dijo de pronto—. ¡Olvidalo que tus ojos te muestran! ¡No hasvenido aquí por ti!»

Estaba aquí por Amaury, solo por él.Sin embargo, se sentía como el Tristánde los cuentos de Béroul y de Chrétien,que, en misión por su rey, se enamora dela bella Iseo. ¿Y si volvía a marcharse?

Entonces miró su antorcha y vio quela llama estaba orientada hacia la joven.¿Era posible que, desde el principio, el

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fuego se propusiera llevarle hasta ella?Sí, era posible. Se adelantó, sintiéndosetan desnudo como el día de sunacimiento, a pesar de la cadena quellevaba en la mano. Sus pies hicieroncrujir la grava, y vio cómo la joveninterrumpía su labor, levantaba lacabeza y dejaba caer sus trabajos decostura sobre el vestido. Sus manos yano corrían, ahora estaban inmóviles,sobre las rodillas. Avanzó unos pasosmás, con la antorcha en alto. La luz caíasobre la joven y se perdía en lospliegues de su ropa, proyectando sobreel velo un nimbo de misterio, unaaureola dorada.

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Se quedó allí, sin moverse. Sihubiera dado un paso más y hubieratendido el brazo, habría podido tocarla.Pero permaneció inmóvil, preguntándosequé debía decir. Fue ella quien rompióel silencio:

—¿Habéis venido a cogerme otromechón de pelo?

Morgennes se sobresaltó. No habíapensado que pudiera hablar antes que él.

—¡No, de ningún modo! He venido...La joven le miraba, con sus ojos

sorprendentemente azules fijos en lossuyos. Parecía un animal acosado,dispuesto a pelear hasta el últimoaliento.

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—¡He venido para salvaros! —dijode un tirón, recitando las palabras desan Jorge a su princesa.

—¿Vos? Pero ¡si sois mi carcelero!—¿Yo? ¡De ningún modo!Se arrodilló a los pies de su futura

reina. Podía ver la obra en la quetrabajaba. Se trataba de un fino velo delino, de un color uniformemente negro,adornado con franjas de oro. Un tejidode una increíble belleza.

—¿De qué, o de quién, habéisvenido a salvarme?

—¡Del dragón!—¿Qué dragón? Aquí no hay

dragones.

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—Está en el exterior, en ellaberinto...

—Ah, comprendo —dijo la joven—.Pero no, os equivocáis. No hay ningúndragón. Estas bestias ya no existen. Loque habéis tomado por un dragón es elpropio laberinto.

—¿De modo que conocéis ese lugar?—Un poco, ya que de ahí vienen mis

carceleros.—Creía que no tenían derecho a

visitaros.—¿Y quién podría impedírselo? Por

otra parte, no vienen a menudo. Aquítengo todo lo que necesito para bordar, yeste jardín me proporciona bastante

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alimento...—Entonces, ¿por qué vienen?—¿Por qué os parece?—Para contemplaros, sois tan

hermosa.Morgennes se interrumpió

bruscamente y bajó la cabeza.—Perdón, mi reina.En lugar de parecer ofendida, la

joven le preguntó:—¿Me diréis por fin quién sois?—Me llamo Morgennes —dijo él

levantando la cabeza—. Y he venidopara salvaros.

La joven le miró, entre divertida yconfusa.

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—Yo me llamo Guyana —dijo.—¡A vuestro servicio!—¿Puedo saber quién os envía?—Mi rey, Amaury I de Jerusalén.

Pero hablaremos de todo ello más tarde.¡Ahora debemos partir!

La joven se estremeció.—No os preocupéis —dijo

Morgennes—. ¡Estoy aquí!Hubo un movimiento en el fondo del

jardín. Una yegua paseaba. Cosaextraordinaria, tenía una especie decuerno en la cabeza, en medio de lafrente; pero Morgennes se dijo que talvez fuera un rayo de luz, porque la yeguaestaba medio en sombras, bajo un claro

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del follaje por el que se filtraba unespejeo de fulgores, que en ocasionescaían perpendicularmente sobre supelaje, sembrándolo de hilos de oro.

—¿Estoy viendo un unicornio? —preguntó a Guyana.

—Sí.—Creía que no existían...—Depende.—¿De qué?—De lo que mejor os convenga. Si

no creéis en ellos, no los veréis.Entonces Morgennes se acercó

lentamente a la yegua y se dio cuenta deque el supuesto cuerno solo era el frutode un juego de sombras y luces. Había

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tantos unicornios en ese jardín comodragones en los montes Caspios.Curiosamente, se sintió decepcionado.

—Creo que habría preferidoequivocarme —dijo a Guyana.

—Y yo hubiera preferido no tenerque elegir nunca.

Se levantó del brocal, se arregló lospliegues del vestido, y dijo:

—He esperado tanto este momentoque ya no sé si es una suerte o unadesgracia.

—Os comprendo perfectamente —dijo Morgennes—. Pero yo os ayudaré.No me iré de aquí sin vos. Tomaos eltiempo que queráis, saldremos por

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donde he entrado.—No, es imposible. Esta puerta es

la del dragón. No tengo derecho afranquearla.<</p>

—Pero entonces, ¿cómo lo haremos?Se dice que el Cofre donde vivís notiene puerta.

—Es falso. Hay dos.—Desde el exterior no se ven.—Es porque solo conducirán al

exterior si yo acepto abrirlas. Dejad queos lo muestre.

Guyana le acompañó en un recorridopor sus dominios. Aquí y allá, lascelosías se abrían sobre el jardín, enlugar de dar, como es habitual, a la

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agitación de las calles. Algunashabitaciones, excavadas en los muros,hacían las funciones de vivienda; perolo más interesante eran las dos enormespuertas de madera, adornadas congrandes clavos negros y separadas poruna especie de nicho. Una de estaspuertas, orientada hacia el oeste, estabaprovista de una aldaba en forma de pez.Representaba la religión cristiana. Laotra puerta, vuelta hacia oriente,representaba la religión musulmana. Sualdaba tenía forma de media luna.

—Pero entonces —preguntóMorgennes—, ¿por qué no habéissalido? ¿No sois, en realidad, una

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prisionera?—Soy y no soy una prisionera.

Simplemente no tengo religión, ymientras no la tenga, permaneceré aquí,porque no existo. Mis padres sepusieron de acuerdo, en otro tiempo,para dejarme a mí la elección. O bienme hago cristiana, como mi madre, ysaldré por aquí (señaló la puerta de lacristiandad), o bien me hago musulmana,como mi padre, y en ese caso saldré poraquí —concluyó señalando a Morgennesla puerta ante la que se encontraban.

—Pero, entonces ¡elegid!—No lo comprendéis. Para mí, no se

trata solo de elegir entre islam y

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cristiandad, sino entre mi padre y mimadre. Es una elección difícil.

Como si se dispusiera a efectuar unlargo viaje, Morgennes se ajustó lascorreas de su talego y propuso:

—¿Por qué no vais hacia la cruz?—Porque no estoy convencida.Morgennes se acarició el mentón, y

luego dijo:—Creía que en el caso de un niño

cuyos padres son de religionesdiferentes, pero en la que uno al menoses musulmán, era la religión musulmanala que se imponía.

—Eso es lo que dicen losmusulmanes. Pero yo, en todo caso, soy

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una excepción. Una triste y solitariaexcepción.

—Yo soy un poco como vos —dijoMorgennes—. Excepto que yo soy depadre cristiano y de madre judía.

—Venid —dijo ella después de unbreve silencio—. Me gustaríapresentaros a una mujer honrada porvarias religiones.

Le llevó hacia el nicho que seencontraba entre las dos puertas, y lehizo ver lo que había en el interior: unicono que representaba a la Virgen. Eraun retrato de un pasmoso realismo, yMorgennes no pudo evitar unestremecimiento al contemplarlo. ¿Quién

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había podido ejecutar este icono contanto talento?

—¿Pixel? ¿Azim?—No —respondió Guyana—,

miradlo mejor, Morgennes, y decidmequé veis.

Morgennes hundió su mirada en lade la Virgen, y tuvo la turbadorasensación de ser observado a su vez.Cuando se desplazaba por el jardín, laVirgen no apartaba sus ojos de él. ¿Erauna ilusión óptica? ¿Un truco de magia?

—¿Qué prodigio es este? Su miradame sigue allá donde voy...

—Allá adonde vais, sí. Y allíadonde iréis. Porque este retrato

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representa a la Virgen; pero si es tanespecial, y si ha sido colocado aquí paravelar por mí, es porque fue pintado porun niño que se encontraba también entredos religiones.

—¿Un niño entre dos religiones?—Jesús.Morgennes se quedó boquiabierto.—Pero no es más que una leyenda

—prosiguió Guyana, divertida por sudesconcierto—. Se ha transmitido degeneración en generación, entre losofitas igual que entre los coptos, si no heentendido mal. Este icono no es defactura humana, sino divina.

—Es increíble —dijo Morgennes—.

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¿Puedo tocarlo?—Si queréis... Después me gustaría

mostraros otra cosa.—¿Qué?—El pozo en el fondo del cual está

Dios.

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48

¡Mata! ¡Mata!

CHRÉTIEN DE TROYES,Filomena

—¡Basta! —gritó Amaury—.¡Deteneos!

Con la lanza en ristre, espoleó a sucaballo y recorrió las principales callesde Bilbais, que el ejército franco estaba

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saqueando. Pero, por desgracia, Amauryno consiguió en Bilbais lo que habíaconseguido unos meses atrás enAlejandría. Y la ciudad fue saqueada,por cuarta vez desde el inicio de sureinado.

Passelande, su corcel, avanzabaentre los cadáveres —hombres, mujereso niños, apenas se distinguían—. Lasedades y los sexos habían sido borradosa golpes de espada, e incluso la carne delos animales se mezclaba con la de loshumanos. Un hedor infernal saturaba elaire, una fetidez tan nauseabunda queAmaury se inclinó en su silla paravomitar.

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«¡Dios mío, qué hemos hecho! ¿Soyyo quien ha autorizado esto? Al menosno lo he p-p-prohibido con suficienteautoridad...»

—Majestad...Amaury no se volvió, pero levantó

la mano izquierda. «Que me dejen t-t-tranquilo.» No tenía ningunas ganas deoír lo que Guillermo de Tiro tenía quedecirle. No ahora.

Guillermo, por su parte, oscilabaentre la cólera y la tristeza; no sabía siera más apropiado dar rienda suelta a suodio o estallar en sollozos. No hizo niuna cosa ni la otra, pero no pudo evitarpensar: «No hace falta ser adivino para

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leer en estas entrañas el fin de lossueños de Amaury».

Esta victoria no era tal.Peor aún, era una espantosa derrota,

porque acababa de levantar contra ellosa los pocos egipcios que aún eranaliados de los francos.

«¿Quién lo ha querido? —sepreguntaba Guillermo—. ¿Quién hapermitido esto? ¿Dios? ¿Alá?»

De pronto se sintió aturdido y sellevó la mano a la frente. «Alá...» Pero¿qué decía? ¿Estaba loco? Seguramenteestaba delirando, porque de otro modonunca habría acudido a su mente elnombre de este falso dios. Notando la

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boca sucia —había pronunciado elnombre de ese demonio—, escupió alsuelo, y su flema cayó sobre unenjambre de moscas, dispersándolo.

Tres días atrás, el ejército franco ylos hospitalarios se habían presentadoante las murallas de Bilbais paranegociar la rendición. Amaury esperabaconseguirla a cambio de algunasmonedas de oro, o de la vaga promesade un feudo por inventar (¿no habíaconcedido ya a sus vasallos, aliados yseñores más tierras de las que teníaEgipto?); el rey había esperado que laciudad se sometiera sin oponerdemasiada resistencia.

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Pero, para sorpresa de los francos,cuando Amaury reclamó al jovengobernador de Bilbais un lugar dondeacampar, este respondió: «No tienesmás que acampar sobre la punta denuestras lanzas. ¿Crees que esta ciudades un queso que podéis devorar?».

Metáfora culinaria que Amauryhabía aprovechado enseguida parareplicar: «Un queso, sí. Del que ElCairo es la crema».

Unas horas más tarde, el sitioempezaba, y tres días más tarde —esdecir, en ese 4 de noviembre de 1168 desiniestra memoria— Bilbais, con susfrágiles murallas demolidas por los

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francos, era tomada.Bajo el mando de su maestre

Gilberto de Assailly, los hospitalarios ysus cohortes de mercenarios fueron losmás ardientes propagadores de la fecristiana. Ávidos por convertir estaciudad en la pieza maestra de sus futurasposesiones egipcias, se encargaron delimpiarla de todo lo que en ella habíavivido al margen de sus leyes y, hastaese momento, en una paz relativa. Aniños que salían corriendo de una casaque era pasto de las llamas se lesclavaba al suelo de una lanzada; lasmujeres eran violadas bajo las miradasde los hombres; las hijas, bajo las de sus

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padres, y todos acababan decapitados,en el mejor de los casos. Porque,dominados por un ardor demoníaco, loshospitalarios —a los que habíanprometido mucho y que querían ofrecerun adelanto de las penas del infierno aesos infieles— pretendían demostrar elvigor de su fe desplegando todo elabanico de sus capacidades parainnovar en materia de crueldad.

Pobres niños desmembrados a losque hacían correr, por diversión, con losbrazos arrancados por las calles de laciudad, para verles tropezar y luegoagonizar sobre el cadáver de otro.Piernas medio cortadas, cuellos rajados,

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manos, dedos, sexos y senos entregadosa perros adiestrados para atacar, a losque habían «olvidado» alimentar enprevisión del sitio.

Los mantos negros con la cruzblanca se teñían de rojo, y hasta laspatas de los caballos, que chapoteabanentre los intestinos, triturando lasvísceras y mezclando las tripas entre unasinfonía de bufidos, estaban cubiertas desangre.

¿Se podía ser más cruel?Seguramente. Pero Amaury, asqueadohasta la náusea por este espectáculo,ordenó detener la carnicería.

—¡Deteneos!

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No le escuchaban. Tal vez fuera elrey, pero no era Dios ni el Papa. Y enesa hora, Dios había ordenado:«¡Matad! ¡Aniquilad sin distinción dereligión, edad ni sexo! ¡Matadlos atodos!».

Esa matanza debía servir paraalimentar el feroz apetito del Dios delos hospitalarios.

—¡Deteneos! —volvió a gritarAmaury.

En vano.Sabiendo que debía tomar distancias

si no quería ver su autoridad, yavacilante, reducida a la nada, volvió asu tienda en el linde de la ciudad. Allí

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ordenó que le trajeran la Vera Cruz y seencerró con ella.

—Tú —gritó a la reliquia—, ¿es esolo que querías? ¿Nuestra p-p-perdición?¿No comprendes que p-p-por ti hanemprendido esta expedición? ¿Quéesperas de nosotros? ¿Matanzas,muertes, sangre? ¿Nada más? ¿No tecomplace la p-p-paz?

Luego, volviéndose hacia la entradade su tienda, aulló:

—¡Guillermo!Guillermo de Tiro asomó la cabeza.—¿Sire?—¡Ven!Guillermo se acercó a Amaury,

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esforzándose en contener la cólera quehervía en su interior.

—Dime —le preguntó Amaury—,¿qué p-p-pensamientos ocupan tuespíritu?

—Majestad, no sé.—Guillermo, nunca me has mentido.

De todos los seres que c-c-conozco,eres uno de los pocos en cuyas manospondría la vida de mi hijo, que es mibien más precioso. ¿Qué p-p-piensas demi real persona? Dime la verdad.

—Sire, realmente no...—¡Habla, o a fe mía que te c-c-corto

la lengua!Guillermo tragó saliva, y luego dio

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su opinión al rey, tal como este le habíaordenado.

—Majestad, creo que habéistraicionado vuestra palabra, por dosveces, y vuestro cometido... Creo que uncastigo terrible nos espera, creo que...

—¿Por dos veces?—La palabra que disteis, a través de

mi persona, al emperador de Bizancio,Manuel Comneno. Habíais convenidoque le esperaríais un año, antes deatacar.

—Esta es una.—Y la palabra que disteis este

verano al califa al-Adid y a su visir,Chawar. Recordad esa ceremonia en el

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curso de la cual insististeis en estrecharla mano desnuda del califa. Se sometió avuestras exigencias, sin comprenderlas,y...

—Entonces, según tú, ¿soy un t-t-traidor?

—Uno de los peores.—Veamos, tampoco soy Judas, ¿no?—Igual que el califa de Egipto no es

Jesús. Aquellos a los que habéistraicionado se encontraban de vuestrolado, dispuestos a ayudaros. Habéistraicionado a vuestro hermano, a vuestropadre. Pero sobre todo os habéistraicionado a vos mismo. Y con vuestrogesto habéis indicado el valor que

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otorgáis a vuestros antepasados, avuestros sueños, a vuestro pueblo, avuestro cometido y, para acabar, avuestra propia persona.

Como un león enjaulado, Amaurycaminaba de un lado a otro de su tienda,cogiéndose continuamente el mentón conuna mano y pasándose la otra por su ralacabellera.

—Vamos, busquemos, tiene quehaber una solución.

—Majestad, si puedo permitirme...—Sigue.—Cuando el vino se ha escanciado...—Hay que beberlo. ¿Quieres que p-

p-prosiga con esta expedición?

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—Perderéis Egipto, es un hecho.Porque todos los egipcios se pondrándel lado de Chawar y os hostigaránsiempre que puedan, en todas partes,aunque consigáis manteneros en ElCairo. Algo que dudo que podáis hacersi Nur al-Din decide enviar a Shirkuhcontra vos...

—¿Shirkuh? P-p-por lo que sé, aúnno está ahí. En cuanto a que mehostiguen, no voy a preocuparme poralgunas escaramuzas cuando tengo a misórdenes, o eso espero, un ejército tan p-p-poderoso como el de Jerusalén. Porno hablar de los hospitalarios, de laarmada (que en este momento debe de

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estar remontando el Nilo) y deConstantinopla, que aún p-p-puedeacudir en nuestra ayuda.

—Majestad, ningún ejército, porpoderoso que sea, puede esperar venceren territorio enemigo si no consigue unavictoria total.

—¿De modo que es un p-p-problemasin solución? ¿Me dices que sigaadelante, y sin embargo no crees queexistan p-p-posibilidades de éxito?

—Majestad, todo lo que podéisesperar ganar es un poco de tiempo. Eltiempo que necesitaréis para rehaceros ypara lograr que los bizantinos os den suapoyo dentro de un año. Bilbais llevará

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para siempre los estigmas de nuestropaso por ella. Y si los hospitalarios nohan hecho diferencias entre losmusulmanes y los coptos, ¿cómo queréisque estos últimos las hagan entre loshospitalarios y vos mismo? Habéisperdido a un aliado precioso. Hay quedejar que las heridas se cierren y confiaren Dios.

—¡Dios!Furioso, Amaury sujetó la Vera

Cruz, se la cargó al hombro y salió de sutienda. Luego, volvió a montar aPasselande, aún con la cruz a cuestas, yse dirigió hacia la carnicería de Bilbais.

Allí se plantó en lo alto de una ruina

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y miró alrededor.A la entrada de la ciudad, sobre la

puerta de una casa con las paredesmedio derruidas, distinguió un león,clavado con las patas en cruz. Le habíanabierto el pecho con un golpe de espaday sus vísceras colgaban hasta la arena,como un estandarte macabro. Si esteleón había sido crucificado de esemodo, era porque, a ojos de loshospitalarios, representaba el mal. Lafiera, probablemente atraída por el olora carne fresca, debía de haber sidocapturada por los caballeros delHospital y clavada con un lanzazo, antesde serlo de forma definitiva con

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verdaderos clavos. Su melena,empapada de sangre, le caía sobre lacara y. le daba un aire afligido. Parecíauna imitación siniestra de Cristo, con suparodia de corona de espinas y suscostillas salientes, visibles bajo la pieldesollada.

Amaury cerró los ojos un instante, yluego volvió a abrirlos para ver quiénlanzaba aquellos gritos, quién aullaba deaquel modo. Eran los mercenarioscontratados por los hospitalarios, quevolvían al campamento con los brazoscargados con el fruto de su rapiña. Conel rostro negro de hollín y las manos y labarba teñidos con la sangre de sus

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víctimas, se llevaban de Bilbais objetostan insignificantes como mesas otaburetes medio quemados, viejosvestidos de lana, haces de cañas ojarrones de gres. Algunos iban vestidoscon ropas que habían sustraído, y nopocos de entre ellos llevaban ropas demujer, que habían robado para susprostitutas. Otros, glotones, habíancogido todo lo que habían encontrado enmateria de víveres y lo habían arrojadodescuidadamente sobre un paño quearrastraban tras de sí, cargado deánforas medio vacías, mendrugos depan, algunos puñados de arroz o restosde carne, tras los cuales gruñían los

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perros.Al verlos, Amaury sintió de nuevo

ganas de vomitar. Pero se contuvo ylevantó la Vera Cruz hacia el cielo. Sihacía un momento su lanza no habíatenido ningún efecto, esperaba que laSanta Cruz le permitiera hacerseescuchar por su ejército y por el de loshospitalarios.

—¡Soldados!Varios centenares de pares de ojos

se volvieron hacia él.—¡Solo hemos escrito el p-p-

prólogo de nuestras aventuras!¡Seguidme ahora a El Cairo pararedactar la continuación! ¡A El Cairo!

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—¡A El Cairo! —repitieron despuésde él los mercenarios, los caballeros ylos infantes, los escuderos y todo el quellevaba un arma en nombre de lacristiandad-. ¡A El Cairo! ¡A El Cairo!

Amaury sonrió ampliamente ymurmuró a Guillermo:

—Ves, he vuelto a coger lasriendas...

Pero a Guillermo aquello no lepareció un buen augurio. Además, unbuitre fue a posarse sobre la Vera Cruz ylanzó un grito estridente, mientraspaseaba, al extremo de su largo cuello,una mirada interesada sobre el ejércitofranco.

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Como para ahuyentar este funestopresagio, Amaury espoleó a Passelande,se lanzó hacia los prisioneros y penetróentre sus filas.

—Los de la izquierda son p-p-paramí. El resto son vuestros... —dijo a lossoldados.

Finalmente, volviéndose hacia losprisioneros que se había adjudicado, lesdijo:

—Os devuelvo la libertad, enreconocimiento por la gracia que Diosme ha otorgado al conquistar Egipto.Volved a vuestras casas, si aún es p-p-posible...

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Diez días más tarde, los francosllegaban a los alrededores de El Cairo.Pero, entretanto, un emisario enviadopor Chawar se había acercado a elloscon la intención de sondearlos. Esteemisario era el segundo que Chawarenviaba a Amaury —el primero habíasido comprado con la promesa deconcederle un feudo en los futurosterritorios francos de Egipto.

Vestido completamente de blanco yenarbolando una larga bandera blanca,que —como si se resistiera a cumplir sumisión— pendía tristemente entre loscascos de su yegua, el emisario avanzóhacia Amaury con una expresión

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falsamente radiante. El hombre levantóla mano derecha y dijo:

—¡Assalam aleikum, rey traidor!Porque ¿cómo podría llamarte de otromodo dadas las funestas intenciones quete han llevado hasta nosotros?

Amaury hizo un gesto con la mano ytartamudeó su respuesta:

—¡Aleik-k-kum assalam, amigo mío!Que el cielo sea alabado, hermano, peroestás totalmente equivocado. Ve atranquilizar a Shirkuh (que la paz seacon él), porque no tengo ningunaintención de perjudicarle. ¡Al contrario!He venido a advertirle de un peligro. Aalgunos cristianos particularmente

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entusiastas se les ha metido en la cabezala idea de conquistar vuestro hermoso p-p-país. Temiendo que lo consiguieran,me puse en camino para p-p-proponerosmis servicios como mediador.

—Hermano, dime, ¿qué clase demediador eres tú? Porque me gustaríasaber quiénes son estos cristianos,vestidos con pesadas capas negrasadornadas con una cruz blanca, que veopegados a los cascos de tu ejército.

—Hospitalarios.—¡Yo digo que son demonios!—¡Están aquí p-p-por mi seguridad

y por la vuestra!—Vamos, hermano, vosotros sois

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aquí los únicos que pueden amenazarla.¿Por qué no ordenas a tus hospitalariosque vuelvan tranquilamente hacia lafortaleza que están construyendo al surdel monte Thabor y que lleva pornombre castillo de Belvoir?

—¡Hermano! ¡Por D-d-dios que mealegra verte tan bien informado!

—En efecto. Es lo menos que tedebo, oh gran rey. Pero puedes retirar elpesado manto de la inquietud de tusnobles hombros, porque no tenemosnecesidad de tu ayuda. Sin embargo,para darte las gracias por habertedesplazado, Chawar, ¡que Dios leguarde!, me ha autorizado a ofrecerte

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una compensación. Propone que túmismo fijes el montante, para mostrartecuán grande es su afecto por ti.

—¡Hermano, esto es magnífico! A femía que un millón de d-d-dinaresbastarán. A este precio creo que podréconvencer a los elementos recalcitrantesde mi ejército para que vuelvan aJerusalén.

—¡Un millón! Es una suma muyimportante, pero tú la vales, sin duda.Hermano, mi corazón sangra porquedebo partir a ver a mi príncipe. Vuelve atu morada, y tendrás mi respuesta en elplazo de unos días.

Pasados diez días, Chawar en

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persona se presentó ante Amaury y leanunció:

—¡No, no y no, nunca pagarésemejante suma!

—¡Desconfía, visir, amigo mío,porque por menos no seré capaz de c-c-convencer a los hospitalarios de querenuncien a sus proyectos! ¡Ya sabescómo son! Las únicas p-p-palabras quecomprenden son las que brillan.

—¿Las de las armas?—¡No, por Dios! Las del oro.—En otros tiempos —dijo Chawar

—, tal vez habría aceptado. Pero ahoraya no. La flota que habías enviado aTanis está bloqueada en el Nilo, y he

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tomado algunas disposiciones. Paraempezar, debes saber que Egipto estáunido ahora en su odio hacia los francos.Además, quiero mostrarte qué magníficobanquete he preparado con ocasión de tullegada.

Con un gesto, Chawar invitó aAmaury a seguirle al otro lado de la altaduna que les separaba de El Cairo. Alalcanzar la cima, Amaury comprendióque había perdido. En el horizonte, unacolumna purpúrea ascendía al asalto delos cielos en una mezcla de humaredas.Esta larga línea incandescente era elresultado del incendio del Viejo Cairo,que Chawar —como un Nerón de los

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tiempos modernos— había ordenadoquemar.

—¿Ves esta humareda? ¡Es Fustat!Ayer noche di orden de que vertieranallí veinte mil jarras de nafta y lanzarandiez mil antorchas. Pronto no quedaránada que te sea útil. Renuncia a tuempresa o El Cairosufrirá la mismasuerte.

Amaury miró a Chawar y le dijo:—Muy bien. Creo que todo ha t-t-

terminado. Estoy dispuesto a partir, acambio de cien mil dinares.

—¡Aquí tienes cincuenta mil! —legritó Chawar—. Deberás conformartecon ellos. Pero te prometo que te haré

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llegar otros tantos en cuanto tu corcelesté de nuevo comiendo su pienso deavena en su establo.

Amaury ordenó a tres de sus lacayosque fueran a cargar en muías los sacosde oro qué había traído Chawar.Finalmente saludó al visir:

—Espero que algún día tengamosocasión de vernos de nuevo.

El viejo visir, a quien años deejercicio del poder habían avezado atodas las sutilezas del arte de ladiplomacia, replicó, no sin ciertasinceridad:

—Yo también lo espero.Luego, cuando el ejército franco

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volvía ya hacia oriente, Chawarmasculló algo para sí y lanzó a todogalope a su yegua para alcanzar aAmaury.

—¡Una última cosa, amigo mío!Debes saber que en este mismo instantevarios miles de jinetes (dos mil de ellosde élite) han abandonado Damasco paravenir a El Cairo.

—¡Lo sabía, viejo t-t-truhán!—Yo no tengo nada que ver con eso.

Ha sido mi hijo. En fin, ya estásinformado. Si quieres llegar hasta ellos,eres libre de hacerlo. Creo que estainformación bien vale el millón dedinares que no has obtenido.

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—Oh no —dijo Amaury—, valemucho más que eso.

Con ojos cansados contempló laorilla izquierda del Nilo, bañada deresplandores rojizos que enturbiaban elpaisaje. Torbellinos de polvo,mezclados con cenizas y hollín, volabanpor los aires en busca de un lugar dondeposarse. Cuando lo hacían sobre unpalmeral, los árboles plantados a lolargo del río se inflamaban comocandelabros gigantes. Monos con elpelaje en llamas surgían de ellos parasumergirse en las aguas del Nilo, dondelos cocodrilos les esperaban con la bocaabierta. No se recordaba en Egipto un

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día en el que los cocodrilos hubierandisfrutado de un festín como ese, con losmonos asados al punto.

Amaury hizo dar media vuelta a sumontura y se puso al frente de suejército. Lo condujo, no hacia losdesiertos egipcios, por donde Shirkuh ysus jinetes podían pasar, sino haciaMataría, donde, algunos siglos atrás, laVirgen se había detenido a la sombra deun sicomoro.

Al ver que cabalgaba tristemente,mascullando palabras ininteligibles,Guillermo de Tiro se acercó finalmentea él para interesarse por suspensamientos, que eran los siguientes:

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«Gobernarlos c-c-correctamente mehabría aportado riqueza y paz, s-s-saquearlos me ha destruido».

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49

¿Vos sois Dios? A fe mía que no. ¿Quiénsois, pues?

CHRÉTIEN DE TROYES,Perceval o El cuento del Grial

Acababan de producirse estosacontecimientos, cuando Morgennes yGuyana volvieron junto al pozo. En elbrocal descansaba la labor en la que

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trabajaba Guyana: un velo negrodestinado a cubrir un enorme edificiocúbico llamado Kaaba. En el interior deeste edificio, situado en La Meca, seencontraba la Piedra Negra hacia la quelos musulmanes se volvían para orar.

—Es magnífico —dijo Morgennes.—Es el segundo que bordo. El

primero me costó más de cinco años detrabajo.

Morgennes tocó el tejido, feliz porrozar la tela que Guyana había sostenidoentre sus manos. Finalmente se volvióhacia el pozo.

—¿Es aquí, pues? ¿El pozo en elfondo del cual se encuentra Dios?

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—Según la leyenda, sí.Se inclinó hacia el pozo, y

Morgennes miró también hacia elinterior. Pero solo distinguió su propioreflejo, en el fondo de un agujero negrodonde centelleaba el agua.

—No veo nada —dijo Morgennes.—¿Tal vez haya que bajar? —dijo

Guyana sonriendo.—Parece lógico, sí.Pasó una pierna al otro lado del

brocal, luego todo el cuerpo, y empezó adescender hacia el fondo. Estaba tanoscuro que apenas se veía las manos, yen varias ocasiones temió caer, ya queno podía agarrarse. Ya creía que no

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llegaría nunca, cuando Guyana tuvo unaidea.

—¡Cogedlo! —dijo enviándole uncubo—. Está sujeto a una cuerda, que heatado a un árbol. Aguantará.

—Gracias.Pasando un brazo por el asa del

cubo, Morgennes prosiguió su lentaincursión en las entrañas del pozo. Elaire era húmedo, y las paredes del pozoestaban resbaladizas. Finalmentealcanzó el fondo. Con gran sorpresa porsu parte, comprobó que hacía pie.

—¿Y bien? —preguntó Guyana.—¡No veo nada! Está demasiado

oscuro.

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Sin desanimarse, palpó las paredes,en busca de una abertura, de unmecanismo, de cualquier cosa anormal;pero en vano.

—¡No hay nada! Creo que voy avolver a subir.

Por todo comentario, escuchó unarisa. Morgennes levantó la vista y vio elrostro redondo de Guyana, parecido auna luna surgida de una nube.—¿Quépasa? —preguntó Morgennes.

Ella rió de nuevo. «Vaya —se dijoMorgennes—. Debe de haber vistoalgo.» Sondeando los muros, pasando lamano por cada intersticio, registrando elagua en el fondo del pozo, buscó, buscó

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y buscó. Pero siguió sin encontrar nada.—¡Está vacío! —gritó.—¡No del todo! —le respondió

Guyana.—¿Ah no? —dijo Morgennes,

sorprendido—. ¿Veis a Dios?—¡Tal vez sí!Rió de nuevo.—Bien —dijo Morgennes

vagamente irritado—, ¿puedo subir?—¡Sí! ¡Venid!Ayudándose con la cuerda para

trepar, volvió junto a Guyana y, con lospies llenos de barro y las manos suciasde agua y limo, le preguntó:

—¿Me diréis por fin qué habéis

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visto?—¡A vos!Se acercó a él y le puso la mano en

el pecho. Pero Morgennes retrocedió.—No —dijo—. Prometí a mi rey...—¡Al que yo no conozco! —dijo

Guyana—. Os esperaba a vos, estoyconvencida. Vos sois...

De nuevo dio un paso adelante, y denuevo él retrocedió.

—Es mi rey.—No el mío.—Escuchad, no discutamos.

Salgamos de aquí.Pero Guyana se sentó en el borde del

pozo y dijo a Morgennes:

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—No. Os lo he dicho, aún no heelegido...

Y volvió a su labor. Morgennes sesentía impotente. ¿Qué podía hacer?

—Voy a salir —dijo—. Volverémañana.

—¿Dudáis? —preguntó Guyana conbrusquedad, mirándole directamente alos ojos.

—¿De qué?—¿De lo que siento?El corazón de Morgennes latía

desbocado, y sin embargo dijo:—No, lo lamento. No puedo.—Como queráis —replicó Guyana

volviendo a su bordado.

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En ese momento, todos los pájarosecharon a volar piando. Un silenciopesado se instaló en el Cofre y un olor aquemado llegó a la nariz de Morgennes.

—¿No lo oléis?—No.Guyana soltó sus trabajos de costura

y miró, como Morgennes, hacia el cielo.—¿Y ahí? —preguntó.Lenguas de humo rojo y negro

ascendían al asalto de las nubes.—¡Un incendio!—¡Alguien ha prendido fuego al

Cofre!En ese instante, la yegua de Guyana

pasó a todo galope ante ellos, con la

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crin y la cola en llamas. Guyana lanzó ungrito, al que la yegua respondió con unrelincho de dolor.

—¡Hay que salir de aquí! —dijoMorgennes.

Cogió a Guyana del brazo y laarrastró hacia la puerta del laberinto.Pero esta se abrió, dando paso a unosofitas. Los hombres iban hacia ellos.Morgennes volvió atrás, cogió a Guyanaen brazos y saltó al pozo. Era su únicaescapatoria. Al caer en el fondo, seencogió para amortiguar el impacto ymantuvo a Guyana estrechamenteapretada contra él.

Sus miradas se cruzaron. Los labios

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de Guyana temblaron. Y entonces, elvelo negro de la Kaaba que Guyanahabía arrastrado en su caída los cubrió,sumergiéndoles en la oscuridad.

—¡Registrad el jardín! —gritó eloficial de los ofitas acercándose alpozo.

El tiempo apremiaba. El calorestaba aumentando, y ya les costabarespirar.

—¡No está aquí! —aulló uno de loshombres.

—¡Tenemos que encontrarla, oChawar nos matará!

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—¡A vuestras órdenes!El ofita entrechocó los talones y se

alejó.—¡Por Alejandro! —renegó el

oficial—. ¡En algún lugar tiene queestar!

Recorrió el jardín con su mirada deserpiente, preguntándose dónde podíahaberse escondido Guyana. De repente,un cubo colocado sobre el brocal delpozo atrajo su atención. Llevándolo enla mano, caminó hacia el árbol al queestaba atado. Por un momento, el oficialdudó en tirarlo al pozo. Pero después depensarlo un poco, le pareció que notenía ningún interés. En el fondo del

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pozo solo había una profunda oscuridad.Despechado, volvió a dejar el cubodonde estaba y gritó a sus hombres:

—¡Debe de haberse quemado, comosu yegua! ¡Larguémonos de aquí!

Morgennes y Guyana esperaron ensilencio a que se alejaran. Luego, trasescuchar el estruendo de una puerta quese cerraba, Guyana murmuró al oído deMorgennes:

—Estamos salvados.—Por desgracia, no —replicó él—.

Diría incluso que es todo lo contrario.Y se inclinó sobre ella para besarla.

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50

¡Un poco de lluvia basta para que elgran viento amaine!

CHRÉTIEN DE TROYES,Perceval o El cuento del Grial

A varios centenares de leguas deFustat, un poderoso ejército luchabacontra el jamsin.

Este viento, que muchos asociaban

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a l djinn de la guerra y la muerteviolenta, se encarnizaba con sus presascon una furia tal que era difícil creer queno estuviera dotado de conciencia. Peorque los maraykhât —esos bandidos delSinaí—, peor que el sol o la sed, peorque las bestias salvajes, el jamsindisfrutaba del maligno placer de espiara sus víctimas para atacarlas en elmomento oportuno.

Así, era inútil esperar unaencalmada o sondear el humor deldesierto enviando exploradores. Porqueel jamsin siempre se transformaba enuna débil brisa que te invitaba a entraren su territorio. Y cuando te encontrabas

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a varios días de camino del oasis máspróximo, surgía de pronto de la tierra ydel cielo y se lanzaba contra ti paradestriparte.

«El jamsin os dejará tranquilos —había anunciado al ejército de Nur al-Din el mago Sohrawardi, su consejeromás próximo—. He convocado a losdjinns y he obtenido de ellos que loencierren en una jaula de arena durantevuestro viaje.»

Sin embargo, al parecer, el jamsinhabía roto los barrotes de la jaula,porque en cuanto los jinetes de Shirkuhse encontraron lo bastante lejos deDamasco para que fuera más peligroso

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volver que proseguir hacia El Cairo,empezaron a soplar fuertes ráfagas deviento.

—¡Por Alá Todopoderoso! Esechacal de Sohrawardi ha vuelto aequivocarse —graznó Shirkuh—.¡Saladino, coge a diez hombres y reúnea nuestras tropas! Acamparemos aquímientras esperamos que la tormentaamaine.

Saladino se cubrió el rostro,aguijoneado por la arena. Tenía laimpresión de que un millar de avispas leatacaban, burlándose de las numerosascapas de tejido en las que se habíaenvuelto. El jamsin se mofaba de los

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hombres y de Dios —lo que habíademostrado, una vez más, abatiéndosesobre sus presas en el momento de laoración.

Saladino echaba chispas. Estabafurioso con el viento, al que calificabade impío, y sobre todo consigo mismo.¡Por Alá Todopoderoso! ¡Lo sabía! Estaenésima campaña militar no prometíanada bueno. Ya, en Alejandría, habíaestado a punto de perder la vida. Yahora su tío había conseguido convencera Nur al-Din de la necesidad deemprender una nueva expedición contraEgipto. ¿Todo eso para qué? Paraadelantarse a los francos, apoyar a ese

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veleta de Chawar y recuperar a esaextraña jovenzuela de la que decían que«no existía».

Saladino esbozó una sonrisa. Algúndía tendría que pensar en casarse. Supadre se lo repetía sin cesar: «¡Cásate,hijo mío! ¡Danos hermosos nietos! ¡Ysaca la cabeza de tus libros! ¡Deja demeditar por un rato! ¡Ve a divertirte!».

Después de haber dejado atrás a lavanguardia del ejército, Saladino viróhacia el este para dirigirse hacia elgrueso de las tropas, compuesto por dosmil jinetes que llevaban cada uno a un

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infante a su grupa. Súbitamente, untorbellino de arena se despegó del sueloy se elevó en espiral hacia el cielo. Asírecorrió cierta distancia y luegodesapareció igual que había nacido. Depronto, el aire era terriblemente seco, ySaladino tuvo la desagradable sensaciónde tener el pecho saturado de polvo.Escupió, tosió, pero solo consiguiótragar arena. Justo en ese momento susobrino le alcanzó para tenderle unacantimplora.

—¡Bebed, tío!—Gracias, Taqi —dijo Saladino

cogiendo la cantimplora que le tendía susobrino.

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Taqi no era más que un chiquillo denueve años. Era una especie deescudero, cuya tarea consistía en seguira su tío con un caballo de repuesto,algunas armas, una armadura y víveres.Saladino bebió, teniendo cuidado, comoprescribe el islam, de no rozar lacantimplora con los labios; se ladevolvió a Taqi y luego exclamó:

—¡Vamos a buscar a Shirkuh!Los diez jinetes espolearon sus

monturas y se lanzaron tras la pista de lavanguardia del ejército, que, después dedar media vuelta, les había adelantadoen su camino hacia el vivaque.

«¡No se respira aire, sino polvo!

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Tengo arena hasta en la nariz. ¡Y cuandoinclino la cabeza de lado, me entra arenay más arena en las orejas!»

Saladino rezongó para sí: «¿Quédemonios estoy haciendo en estelugar?».

Shirkuh había prometido que le daríaun feudo, tomado a los egipcios.Saladino nunca olvidaría lo que habíarespondido a su tío ese día: «¡Por Dios,aunque me dieran todo el reino deEgipto, no iría!».

Pero había cedido. No por él, sinopor su padre. El anciano, por él quesentía un profundo amor, había soñadotoda su vida con tener un hijo

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conquistador. Al aceptar seguir a su tío,Saladino contribuía en parte a hacerrealidad las esperanzas frustradas de supadre. Pero ¡a qué precio! Porque nadiepodía asegurar que los cuatro milsoldados que participaban en aquellaexpedición salieran con vida de estaempresa. En efecto, el desierto y eljamsin eran unos terribles adversarios;sus víctimas podían verse aquí y allá,tendidas sobre la arena. Animales decarga, cuyos huesos sin carne yacíanesparcidos en una siembra estéril. Avesa las que un viento poderoso habíaaplastado de golpe contra el suelo,donde se habían partido las alas.

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Pedazos de armadura deslustrados queel jamsin paseaba de un extremo a otrode una duna, para divertirse.

Finalmente, justo en el momento enel que en el horizonte se dibujaba unalínea de jinetes, el jamsin cobró fuerza.Gruñó, pareció tensar sus músculos, yencerró a cada uno de los miembros dela pequeña tropa de Shirkuh en unsarcófago de arena.

«Brillante sortilegio —gruñóSaladino para sí—. ¡Somos nosotros losaprisionados por el jamsin!»

Saladino lanzó un grito, llamó.Nadie respondió. Su yegua, espantada,giró súbitamente sobre sí misma, sin

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saber adónde ir. Entonces puso pie atierra —era lo mejor que podía hacer—y anudó un paño de algodón en torno alos ojos de su montura para protegerla.«Es por tu bien», dijo a su caballo,acariciándole el cuello.

Mientras caminaba hacia el lugardonde creía que podía encontrarse elcampamento, Saladino tropezó con unamasa inerte tendida en la arena: uncuerpo. Registrando con las manos,palpando a ciegas, logró reconocer laforma abombada de una cantimploramedio vacía. ¡La del intrépido Taqi! Eldesgraciado había caído del caballo.Saladino se inclinó hacia su sobrino y lo

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cogió en brazos. Por suerte aún era unchiquillo todo nervio, que estaba muylejos de alcanzar el peso de Shirkuh.Ató a su sobrino a la silla de su propiamontura, lo sujetó con una cuerda yprosiguió su ruta, al azar. «¡Vamos —sedijo—, lo que estoy haciendo esestúpido! ¡No tengo ninguna posibilidadde éxito! Ni siquiera consigoorientarme. Reflexionemos...»

Se detuvo e hizo que su yegua setendiera, después de haber soltado aTaqi. Saladino se acurrucó entre laspatas de su montura y comprimió a Taqicontra el hueco del vientre del animal.Luego esperó. El viento seguía

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soplando, enterrándolos bajo la arena.Saladino, imperturbable, se balanceabasuavemente hacia delante y hacia atrás,recitando sus oraciones:

—En nombre de Dios, el MuyMisericordioso, el Misericordioso, elrey del Día y del Juicio. A Ti adoramos,a Ti imploramos socorro. Guíanos porla vía de la rectitud, la vía de aquellos alos que colmaste con tus dones, no la delos que osan desafiarte, ni la de los quese han extraviado...

Una lágrima cayó por su mejilla,pero cuando se llevó la mano al rostropara tocarla, solo encontró un poco dearena. Arena, arena, arena... ¿No había

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nada que no fuera arena?«¡No! —se dijo Saladino—. Los

ancianos contaban que en otro tiempo uninmenso océano cubría este desierto.Peces gigantes nadaban en él, así comotodo tipo de criaturas hoydesaparecidas. Noé no había podidosalvar a todos los animales de lacreación. Algunos habían debido sersacrificados. Había llovido, durantecuarenta días y cuarenta noches, y luegolas aguas se habían retirado y el marhabía muerto, aniquilado...»

Saladino dejó escapar un profundosuspiro. Curiosamente esto evocó en élla imagen de un dragón muy grande y

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muy poderoso a punto de expirar,mientras el mar donde vivía perecía. Unsuspiro. Un mar. Un dragón. ¿Y si eljamsin fuera el postrer suspiro delúltimo dragón de este desierto? ¿Unsoplo tan poderoso que todavía recorríalo que en otro tiempo había sido suterritorio?

—Tal vez consiga calmarle si le doyun poco de lo que perdió.

Saladino cogió la cantimplora deTaqi, la abrió y vertió el agua sobre laarena.

«¡Es una locura! Pero, al fin y alcabo, ya no tengo nada que perder, valela pena probar.»

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Curiosamente, el agua se dirigióhacia lo alto. Entonces Saladino levantólos ojos para ver cómo se elevaba haciala tormenta, donde se abrió un caminohacia el cielo.

—Es un milagro —murmuró—. ¡QueAlá sea loado!

En efecto, poco a poco, el minúsculocuadrado de cielo azul que el agua habíahecho aparecer se hizo más grande, tantoque los vientos se calmaron y luego sedesvanecieron por completo. Finalmenteel sol volvió a brillar, como si nadahubiera ocurrido. Saladino se preguntósi no lo había soñado.

«¿Era posible que hubiera sido un

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espejismo?»Se incorporó sobre sus piernas, se

limpió de arena las mangas y la chaquetay se desanudó el keffieh. Después dehaberlo hecho chasquear en el airevarias veces, para eliminar el polvo quese había acumulado, se volvió hacia suyegua, que seguía medio cubierta dearena. Saladino tuvo una desagradablesorpresa cuando le pasó un paño por lacabeza: el jamsin la había mordido hastael hueso, dejándola en carne viva,torturada. Estaba muerta. Saladino lanzóun aullido de dolor que arrancó a Taqide su sopor.

—¿Dónde estoy? —preguntó el niño.

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—Todo va bien —le respondióSaladino—. El jamsin tenía sed. Le hedado de beber y se ha ido.

Taqi se iba rehaciendo poco a poco,trataba de recuperar el dominio de símismo. Pronto, una línea de polvoempezó a formarse sobre el desierto,hacia oriente, y los estandartes delejército de Shirkuh aparecieron en elhorizonte, como velas de navíos quellegaban en su ayuda.

—¡Salvados! —dijo Taqi, agitandoun extremo de su keffieh—. ¡Por aquí!¡Por aquí!

Saladino, por su parte, cubría dearena a su yegua, mascullando en voz

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baja unas palabras ininteligibles.—¿Qué dices? —le preguntó Taqi.—Que lo que no se puede obtener

por la fuerza, lo consigue un poco deagua.

Meditó sobre esta lección,prometiéndose que no la olvidaríanunca. En adelante, el jamsin sería paraél, no un amigo, sino un ser que habíaaprendido a conocer y a no temer. ¿Unfuturo aliado? Tal vez...

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Siempre sucede así: el estiércolnecesariamente debe apestar,

los tábanos deben picar y los traidores,dañar y hacerse odiosos.

CHRÉTIEN DE TROYES,Ivain o El Caballero del León

—Hemos triunfado —exclamóSaladino dirigiéndose a su tío Shirkuh.

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—No —replicó este último—. Sonlos francos los que han fracasado. Si sehubieran comportado con humanidad conlos habitantes de Bilbais, sin duda sehabrían apoderado enseguida de Fustat yde El Cairo.

—¡Entonces demos gracias a Alápor haberles inspirado tanerróneamente!

—Que Alá sea loado —dijoShirkuh, malhumorado.

Aunque él jefe de los ejércitos deNur al-Din tenía motivos para estarcontento, no se sentía totalmentesatisfecho. Cierto que habían escapadoal jamsin. Cierto que los francos habían

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abandonado Egipto con el rabo entre laspiernas sin siquiera tratar deinterceptarlos a la salida del desierto.

Pero Shirkuh parecía preocupado.Saladino se preguntaba: «¿Tal vez

mi tío había esperado otra acogida porparte de los habitantes de El Cairo?».

Sin embargo, bastaba con mirar aChawar y a su caravana de regalos, quesubían al encuentro de «las espadas delislam», para comprender hasta qué puntolos egipcios se sentían felices de que losfrancos ya solo fueran una lejanapesadilla.

Con todo, a pesar de que esta visióndebería haber despertado su entusiasmo,

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aquel a quien llamaban el Voluntarioso,el Tuerto, o también el León, bostezabahasta desencajársele la mandíbula.

Saladino y su tío permanecieronlargo rato en silencio, contemplando ElCairo desde la cima de esa misma dunadonde Amaury había tenido querenunciar a apoderarse de la ciudad. Lapoblación estaba sumergida en unaespesa niebla, de la que sobresalíanaquí y allá, como árboles en un extrañobosque, algunos campanarios yminaretes. Luego, cuando empezaban apreguntarse si el resto de la ciudadseguía ahí, se levantó viento del norte.Fue como si, con un toque de su varita

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mágica, el rey de los djinns hubieraanulado la maldición que había lanzadosobre El Cairo, que apareció en todo suesplendor, de mármol, oro y luz. Antetanta belleza, y aunque Fustatpermaneciera velada por nubes de humo,Saladino no pudo evitar lanzar un gritode admiración.

Shirkuh, por su parte, permanecíasilencioso.

—Por Alá Todopoderoso, tío, ¿mediréis por fin qué os preocupa? ¿Acasono os sonríe todo?

—Ahora que hemos vencido —dijoShirkuh retorciendo su canoso bigote—,ya no puedo retroceder.

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—Tío, no hemos vencido. Aúnqueda el último objetivo: ¡Jerusalén!

—Jerusalén, sí, desde luego. Hayque reconquistar Jerusalén, tienes razón.

Parecía que sus papeles se hubieraninvertido. Saladino estaba impacientepor lanzarse a la batalla, mientras queShirkuh parecía cansado. Sus ojos nobrillaban cuando pronunciaba el nombrede la tercera ciudad santa del islam.Para él no era un combate importante. Adecir verdad, ningún combate eraimportante, excepto el que consistía enencontrar...

—Mi hija —suspiró Shirkuh.—¿Cómo? —dijo Saladino—. Pero

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si se ha quedado en Homs, en vuestrofeudo.

—No, no me refiero a ella. Pensabaen mi otra gacela, esa a la que nunca hevisto y que estoy ansioso por conocer.¿Querrá aceptarme? ¿O me expulsará desu vida, como a un ser indigno yenojoso? ¿Tendrá los dulces ojos de sumadre? ¿Sus andares de cierva?

Volvió la mirada hacia el gigantescoincendio que consumía Fustat desdehacía varias semanas y que duraría hastael final del mes.

—¿Qué es esto? Se diría... ¡Pero esimposible! Los francos no pueden habercausado tantos destrozos. Por suerte, El

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Cairo parece indemne.—Sí —dijo Saladino—. Solo la

ciudad vieja ha sido alcanzada por lasllamas.

En ese momento, Chawar y sucortejo de regalos llegaron hasta ellos.El visir lucía la mejor de sus sonrisas.Tenía una expresión alegre y jovial, ycomo una balanza, que siempre estáencantada de inclinarse hacia un lado yluego hacia el otro, se frotaba las manosy se preguntaba qué provecho podríasacar de la situación. «Vamos —sedecía—. Sobre todo no hay que tenermiedo. No hay que temblar. Tienesfrente a ti a tus nuevos amos. No les

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acaricies a contrapelo, susúrralesgentilezas, ¡y procura sacar de ellos elmáximo beneficio!»

Cuando llegó cerca de Saladino y deShirkuh, ronroneó con voz melosa:

—¡Que la salud os acompañesiempre, oh gloriosos protegidos de loscielos! ¡Oh príncipes de nuestrosdestinos, oh insignes defensores de laortodoxia! ¡Oh amados de...!

—¡Ya basta! —escupió Shirkuhempuñando las riendas de su montura—.¡No eres más que un miserable gusanomodelado con la orina de tu padre!Guárdate tu miel corrompida y dime porqué Fustat está ardiendo.

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—¡Fustat arde —silbó Chawar—para que, a cambio, El Cairo viva!

—¿Que viva? ¿Hasta tal puntoestaba amenazada?

—¡Por las barbas del Profeta, nosabes hasta qué punto! Pero conseguíexpulsar a los francos. Retrocedieron...

—Son hombres sabios. No son comotú, cerdo vil que no tiene más Dios queel dinero. Pero dime, a propósito deFustat...

—Tesoro de Ala, sé lo que vais apreguntarme. Pero, por desgracia, oh sí,para mi gran desgracia, la respuesta essí... ¡Para salvar a Egipto, tuve quesacrificarla!

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—¡Carroña inmunda! ¿La hassacrificado? ¿Está muerta? Que lavergüenza caiga sobre ti —dijo Shirkuhllevándose la mano al sable.

—¿Muerta? Pero noble Shirkuh, ¿dequé estáis hablando?

—¡De mi hija, hijo de perra!—¿Vuestra hija? ¡Yo creí que

hablabais de nuestra flota de guerra! Yadebéis de saber que estaba fondeada enFustat, y...

—Me importan un rábano tusbarquitos. Te construiremos diez milmás. ¡Lo que me interesa es mi hija!¿Debo recordarte que he venidoúnicamente por ella? ¿O tendré que

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arrojar a tus pies la cabeza de tu hijopara que recuperes la memoria?

Chawar palideció. No, no lo habíaolvidado. Evidentemente había tomadomedidas y había enviado a varios de susofitas al Cofre para que sacaran de él aGuyana después deprender fuego a laciudad. Por desgracia, le habían dichoque había perecido, quemada como suyegua.

—Señor —silbó Chawar—, nosabéis cómo lo lamento, pero hamuerto...

—¡Explícate!—Algunos de mis hombres entraron

en el Cofre, por el camino de la

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Serpiente, una ruta que solo nosotrosconocemos y que está protegida por undragón. Pero al entrar en el jardín dondevuestra hija estaba recluida, soloencontraron su cadáver, junto al de suyegua. ¡«La mujer que no existe» ya noestá entre nosotros! Perdón.

Chawar alzó hacia Shirkuh unamirada implorante. A modo derespuesta, se escuchó un silbidometálico, y la cabeza del visir rodó porel suelo.

—Ahora estás perdonado —dijoShirkuh devolviendo la espada a lavaina.

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52

Toda la noche besa la cabellera, ycuando contempla el cabello

se cree el amo del mundo. Amortransforma al sabio en loco,

cuando alguien como Alejandro puedeexultar por un cabello.

CHRÉTIEN DE TROYES,Cligès

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Morgennes se tendió junto a Guyanay le acarició los cabellos.

—¿Cómo está? —preguntó a Azim.—No sabría decirlo —respondió

este—. Es un caso muy peculiar, que miciencia, por desgracia, es incapaz deresolver. Aparentemente no tieneninguna herida, y sin embargo estásumergida en un profundo coma.

—Entonces, todo lo que queda porhacer es...

—Rezar.Los dos hombres se arrodillaron

junto al lecho donde reposaba la joven yrezaron al estilo copto, con las palmasvueltas hacia el cielo.

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Se encontraban en la celda queocupaba Azim en el monasterio de SanJorge. El edificio debía a su proximidadcon el acueducto de Fustat el habersalido relativamente bien librado delterrible incendio que había asolado laciudad vieja hasta ese mes de febrero de1169. Durante este tiempo, los coptos deFustat habían vivido replegados sobre símismos, consagrando sus días a laoración, al ayuno y a relevarse junto alacueducto para ir a llenar los cubos, queluego vaciaban sobre el incendio. Alfinal habían sobrevivido. Y muchosdecían que había sido gracias a sanJorge:

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—Ha tomado este monasterio bajosu protección —dijo Azim a Morgennes.

—Es posible —dijo Morgennes, sinapartar los ojos de Guyana—. Igual quenos protegió, a ella y a mí, cuandoestábamos en el Cofre.

—¿Me dirás por fin cómoconseguisteis salir de allí?

Morgennes inspiró profundamente yrecordó los acontecimientos de aquellosúltimos días como si acabaran deproducirse.

—Como sabes, estábamos en elpozo, ocultos bajo el velo sagrado de laKaaba. Esperábamos a que los ofitas semarcharan. Por desgracia, cuando estos

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abandonaron el lugar, el incendio sehabía propagado a todo el jardín y ya nopodíamos hacer nada... Excepto esperar.Afortunadamente, gracias a lasprovisiones que llevaba conmigo,teníamos comida suficiente. Pero elpozo era húmedo. Guyana tiritaba. Teníafrío, sobre todo de noche. Fuera el aireera caliente y seco. A veces las llamaseran tan vivas que iluminaban el pozocomo un sol. Yo había cogido a Guyanaentre mis brazos para transmitirle micalor y para protegerla. Me preguntabacuánto tiempo iba a durar el incendio ycómo íbamos a salir de allí, cuandosentí que algo se movía en mi bolsillo.

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—¿Qué era? —preguntó Azim.—Esto —dijo Morgennes sacando la

draconita de su limosnera.La depositó cerca de la cabeza de

Guyana y prosiguió su relato:—Ahora no brilla. Solo es una

piedra inerte y negra. Pero en el pozo,por una razón que desconozco, se puso abrillar, a calentar. De hecho, emanabatanto calor de ella que creí que mequemaría. Mis ropas ya empezaban achamuscarse.

—¿Por qué reaccionaba de estemodo?

—No lo sé.—Qué extraña piedra... —dijo

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Azim, acercando la mano a la draconita.—¡No la toques! Podría lastimarte...Azim interrumpió el gesto.—Esta piedra es como una serpiente

—prosiguió Morgennes—. Muerde a losque se acercan a ella, excepto a supropietario. Es decir, yo.

—Interesante —dijo Azim—. Lomismo se dice de la Piedra Negra de laKaaba.

—El caso es que en el interior delpozo la piedra se puso a brillar. Ycuando se la mostré a Guyana, ellaexclamó: «¡Una draconita!».

—¿Sabía qué era?—Era la primera vez que la veía,

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pero los ofitas le habían hablado de ella.Me contó que se trataba de un poderosoartefacto del que solo existían dosejemplares en la tierra. Los ofitasposeían uno. Pero un aventurero se lohabía robado, mucho antes de minacimiento.

—Humm... —dijo Azim—.Realmente interesante. Pero a ti, ¿quiénte la dio?

—Mi amigo Chrétien de Troyes, quela había recibido de su padre, que lahabía recibido del mío.

—¿Que la había recibido de...?—No lo sé.—Sería interesante saberlo —dijo

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Azim—. Pero todo esto no me aclaracómo conseguisteis escapar.

—Solo quería que supieras cómohabíamos sobrevivido. Porque sin estapiedra, estoy convencido de que Guyanahabría sucumbido al frío. Por esta razónprecisamente la pongo a su lado —dijoseñalando la draconita.

Luego tosió, se acarició el mentón ycontinuó su relato:

—Al extinguirse el incendio, escaléel pozo llevando a Guyana a la espalda.No fue fácil, pero conseguí llegar aljardín, que había quedado reducido acenizas. Los árboles se habíanconsumido por entero, ya solo quedaban

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los tocones ennegrecidos a ras de tierra.Pero mientras caminábamos por estecampo de ruinas, donde las volutas dehumo entorpecían la visión, cuál fuenuestra sorpresa al ver que los muroshabían caído. En el lugar donde, justoantes del incendio, se levantaban aún laspuertas del islam y de la cristiandad, yano había nada. Solo algunos ladrillos,aquí y allá, atestiguaban que una murallahabía cerrado este jardín... Y eso eratodo.

—¡Por los nombres de losapóstoles! —exclamó Azim—. ¿Y elicono?

—Desaparecido, calcinado...

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—¡Por san Jorge, qué gran pérdida!Morgennes marcó una pausa, y luego

terminó su relato:—Al no tener ya que elegir entre una

puerta y la otra, Guyana parecíadesconcertada. Me hacía pensar en unpájaro que hubiera vivido siempre enuna jaula y que, una vez desaparecidoslos barrotes, se diera cuenta de que nosabía volar.

—Pobre niña —murmuró Azim.Morgennes acarició la mejilla de

Guyana y dijo:—Me gustaría tanto que despertara...

Ahora es verdaderamente Ubre.—¿Cuándo se desvaneció?

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—Justo después de haberfranqueado la línea que en otro tiempomarcaba el límite del Cofre. Apenaspuso el pie en el otro lado, se desplomó.

—A menudo se dice que no hay nadamás arduo de franquear que el umbral.

—Primero pensé que era a causa delhambre. Llevándola en brazos, atraveséuna ciudad fantasma, huyendo ante unincendio que seguía haciendo estragos alsur de Fustat. Por suerte, conseguí llegara vuestro monasterio, que se encontrabamás al norte...

Así, Morgennes había entrado con

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Guyana en el monasterio de San Jorge,donde Azim lo recibió con gran alegría,ya que le creía muerto. Al no haberrecibido noticias suyas desde hacíademasiado tiempo, el sacerdote coptohabía hecho rezar muchas plegarias ennombre de su amigo. Azim pensaba quenunca volvería a ver a Morgennes. Sureencuentro fue conmovedor, y los dosamigos se apresuraron a llevar a Guyanaa la celda en la que el viejo copto teníasu jergón. Allí la joven recibió losmejores cuidados. Mientras, Azim lecontó a Morgennes lo que habíaocurrido en El Cairo, los cambios quehabía experimentado Egipto, y sobre

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todo el principal de ellos.—¡Los francos han sido expulsados!—Peste de sarracenos —refunfuñó

Morgennes.—Por suerte —prosiguió Azim—,

conseguí acoger a los dos templariosque hacían los oficios de embajadoresante el califa.

—Has hecho bien. ¿Y qué ha sido deChawar?

—Ha muerto.—¿Muerto? ¿Él? ¿Estás seguro?

Sería capaz de aliarse con la mismísimamuerte y engañarla luego.

—Si vive, es solo bajo la forma deuna cabeza cortada que ofreció Shirkuh

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al califa al-Adid, el cual, enagradecimiento, ha dado a Shirkuh elpuesto de Chawar. Debo decir que no esuna buena noticia para nosotros, loscoptos. Porque nuestros nuevos amosson, sin duda, menos conciliadores conlos no musulmanes que los precedentes.

Azim esbozó una mueca de tristeza yluego prosiguió:

—Sin embargo, hay que reconocerque no todo han sido consecuenciasnegativas. Poco después de la muerte deChawar, y para asegurarse labenevolencia de la población de ElCairo, Shirkuh la invitó a que saquearael palacio del visir. Lo que la multitud

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se apresuró a hacer.—¿Y dices que no fue negativo? No

veo qué beneficio podéis sacar de eso.—¿Beneficio? Helo aquí.Azim sacó de uno de sus bolsillos

una monedita cuadrada. La monedallevaba en el anverso la pirámide deKeops, con el ojo de Udjat (un viejosímbolo egipcio) grabado en el centro;el reverso estaba ilustrado con el dibujode un dragón, aunque sin alas, y con estafrase: «Presbyter Johannes. Per Deigratiam Cosmocrator».

—¿Por qué está en latín? —preguntóMorgennes.

—Para estimular la imaginación de

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los cristianos. Pero en realidad, estamoneda constituye la prueba de que lahistoria del «Preste Juan» era un cuentoinventado de cabo a rabo por Chawar ysu hijo; hemos encontrado varios cofresen los sótanos de su palacio. Pero esono es todo...

Morgennes aguzó el oído,impaciente por saber lo que el viejo jefede los coptos tenía que comunicarle.

—Los templarios han recibido laorden de fomentar una revueltaapoyándose en nosotros y en la guardiade esclavos negros.

—¿Una orden? ¿De quién?—De Amaury, evidentemente. El rey

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de Jerusalén quiere lanzar un últimoataque. Dar un gran golpe antes de quesea demasiado tarde. Quiere amputar elmiembro gangrenado que está a punto decontaminar a todo Egipto. Y para eso, haelegido a tres hombres.

—¿A los templarios? ¿Creía queeran solo dos?

—El tercero eres tú. Y tú tendrás elmando, ha dicho Amaury. Lostemplarios te obedecerán.

—Muy bien —dijo Morgennes—.¿Ha dicho Amaury por dónde queríaempezar?

—Por matar a Shirkuh.

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53

¡Eh! ¡Dios! ¿Es posible expiar esteasesinato, este pecado?

¡No, no antes de que todos los ríos sehayan secado y

el mar se haya vaciado!

CHRÉTIEN DE TROYES,Lanzarote o El Caballero de la Carreta

Los preparativos del asesinato

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duraron seis semanas, durante las cualesMorgennes no dejó de hacerse preguntascon respecto a Guyana: «Si le arrebato asu futuro marido, ¿puedo arrebatarletambién a su padre?».

Era incapaz de encontrar unarespuesta adecuada porque otra cuestiónle atormentaba: «¿Y mi rey? Ya ledesobedezco al arrebatarle a su futurareina. ¿Puedo desobedecerle de nuevono obedeciendo su orden?».

Morgennes volvía una y otra vezsobre estas preguntas, hasta el día en elque se dijo: «¡Vamos! ¿Puede llamarsepadre a un hombre que ha abandonado asu hija? Shirkuh no es su padre, del

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mismo modo que Leonor no es su madre.Guyana está sola en el mundo».

«¡Solo me tiene a mí!», se decíamientras acariciaba sus cabellos yvelaba por ella, humedeciéndole loslabios y dándole de comer algunascucharadas de sopa. A menudo pasabala noche a su lado y solo dormía un parde horas. El resto del tiempo leexplicaba alguna de las numerosashistorias que conocía.

Pero en su fuero interno no podíaevitar lamentarse: «¡Ah si pudieraolvidar! ¿Por qué no soy como losdemás? ¿Quién se acordaría de queShirkuh es el padre de Guyana? ¡Nadie!

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Mi crimen entonces no sería tal. Apenassería una falta. ¡Esta memoria es unamaldición!».

Una noche en la que había acabadode narrarle un cuento, le abrió sucorazón.

—¿Qué debo hacer? ¡Aconséjame!Pero Guyana estaba en coma. No

podía responderle.—¿Debo obedecer a mi rey?Guyana esbozó una sonrisa.—Es eso, ¿verdad? ¿Tú también

quieres que mate a tu padre?Se acercó a ella hasta sentir su calor

y tuvo la alegría de verla sonreír denuevo. Entonces su espíritu se serenó, y

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abandonó la celda donde descansabaGuyana convencido de haber tomado ladecisión correcta.

«Obedezco a mi rey y no disgusto aGuyana, ya que no le arrebato nada de loque ya no estuviera privada...»

—¡Voy a buscar a mis soldados!

Morgennes había dado a Galet elCalvo y a Dodin el Salvaje todo tipo deinstrucciones que los dos viejostemplarios se habían apresurado aobedecer, con mayor presteza aúnporque temían por su vida.Aparentemente habían aprendido a

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respetar a Morgennes. Al contrario queellos, este último se había integradoperfectamente a la forma de vida de losegipcios. Algunos días se parecía tanto aun copto —con su piel tostada, susnumerosos tatuajes y su fraseo lento—que era imposible distinguirle de losverdaderos. Su dominio de los diversosdialectos de Egipto, Francia, Oriente, elCáucaso y Tierra Santa era tan perfectoque podía atribuirse numerososorígenes. Siempre que se disfrazarabien, Morgennes podía engañar almundo entero.

«Habrías sido un excelente ofita», sedivertía a veces en decir Azim, para

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pincharle.Pero Morgennes no solo disfrazaba

su apariencia. Había adoptado tambiénla costumbre de prescindir de ciertossentimientos y de ponerlos —provisionalmente— como en el interiorde una bolsita hundida en el fondo, muyen el fondo, de su corazón. Losacontecimientos que le habían llevado,en otro tiempo, a enfrentarse a los dosveteranos del Temple no debíanperturbar el buen desarrollo de sumisión. Por el momento, no tenía tiempopara dedicarse a esos detalles. «Losdetestaré más tarde», se había dicho undía.

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Lo más curioso fue que, durante lassemanas que siguieron al incendio deFustat y mientras Guyana permanecía encoma, los tres hombres llegaron casi aestablecer lazos de amistad. Estabanhaciendo un trabajo excelente. Másviejos que Morgennes, Galet el Calvo yDodin el Salvaje le narraban susantiguos hechos de armas, jactándose detal o cual hazaña que les había validouna generosa recompensa en armas,armaduras o en especies contantes ysonantes.

—Creía que vuestra ordenproscribía la posesión de riquezas.

—No las poseemos —aclaraba

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Galet el Calvo, cuyo rostro estabasurcado por tantas cicatrices comorelámpagos cruzan el cielo en una nochetormentosa—. Nos limitamos aentregarlas a nuestra orden, que a su vezestá encantada de prestárnoslas.

Al ver que Morgennes reaccionaba aesta declaración con una mueca extraña,Dodin el Salvaje creyó convenienteprecisar:

—Nuestros primos del Hospitalhacen lo mismo.

—No os reprocho nada —dijoMorgennes, que sabía cuán tentadorpuede ser llegar a un arreglo con lapropia conciencia.

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Gracias a su mediación, los coptoshabían aceptado proporcionar a losfrancos todas las informaciones quenecesitaban, así como contactos entrelos guardias negros, que solo soñabancon derrocar a Shirkuh.

Su plan incluía varias fases, laprimera de las cuales consistía endecapitar a los sunitas y envenenar aShirkuh. Esta misión recayó enMorgennes, convertido, gracias a ladifunta Shyam, en maestro cocinero... enmateria de venenos.

Él sería el encargado de acercarse,durante un festín, al nuevo visir, paraservirle todo tipo de platos, cada uno de

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los cuales estaría ligeramenteenvenenado. Shirkuh tenía un apetito tanvoraz que de todos los comensales seríael único en ingerir una dosis letal. En elpeor de los casos, los demás sufrirían unbuen cólico y pasarían algunos días encama, pero nadie llegaría a sospecharque Shirkuh había sido envenenado.Para todo el mundo, la causa de sumuerte sería su gula.

—¡Que es, mis queridos hijos yhermanos —les recordó Azim—, unpecado mortal!

Así, una noche Morgennes se

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enfundó en las ropas de un sirviente delpalacio del visir y sirvió numerososmanjares y bebidas durante una de lasformidables fiestas que daba Shirkuh enhonor de los suyos —en esta ocasión, deTaqi, que cumplía diez años—. Duranteel banquete se llevaron a la mesa más detreinta platos, de los que los comensalesapenas tomaban cinco o seis bocadosantes de pasar al siguiente. Excepto enel caso de Shirkuh. Porque ahí donde losdemás se conformaban con un poco, éllo devoraba todo. «El León», como leapodaban, trasegaba ánforas enteras devino y no dejaba en el fondo de lascuscuseras más que el reflejo cobrizo de

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las antorchas que sostenían lossirvientes.

—¡A beber! —gritaba.Y se echaba al coleto el contenido

de una barrica. Morgennes se mantenía auna distancia respetable del visir, perobastante cerca de Saladino y de Taqipara captar sus palabras.

—¿Por qué bebe tanto? —preguntaba Taqi a Saladino.

—Por Alá Todopoderoso, ¿cómovoy a saberlo? Seguramente paraolvidar que su hija está tan muerta comoese chacal de Chawar.

—Pero el hijo de Chawar aún vive.¿Por qué no le interrogan? ¿No podrían

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pedirle que pasara Fustat por el tamiz?—No. Este perro sarnoso de

Palamedes ha desaparecido. Sin dudaasustado por la suerte que hemosreservado a su padre.

—¡Si le encuentro, lo mato! —exclamó Taqi.

—Desconfía, sobrino. Ese hombrees como una serpiente: no deja de mudarde piel para adaptarse a los peligros. Esun adversario poderoso, y a tus diezaños, aún no estás preparado paraenfrentarte a él. Limítate a seguirnos y amantener los ojos bien abiertos. Peroeste es momento de celebraciones. Demanera que, como dijo el poeta: «Abre

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tu corazón y bebe tu vino, no lances tuvida al viento...». Tienes la vida ante ti,mi querido Taqi. ¡Aprovéchala!

«La vida ante ti», murmuróMorgennes. También era lo que parecíatener Shirkuh. Con la cantidad decomida que había tragado, ya deberíahaber estirado la pata hacía rato.Finalmente, cuando Morgennes ya sepreguntaba si no sería mejor esfumarse,el León ordenó que le llevaran un limón.

—¡Para refrescarme! ¡Porque estetentempié —dijo señalando la montañade víveres que había arrasado— está tanespeciado que tengo la boca ardiendo!

Con ayuda de un cuchillo, hizo un

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pequeño agujero en el limón que unsirviente acababa de llevarle, lo apoyósobre sus labios, inclinó la cabeza haciaatrás y lo apretó. Un hilillo de líquidocayó en su boca, y Morgennes sonrió.«Esto debería bastar —se dijo—.Porque yo personalmente he preparadoeste limón...»

Y efectivamente alguien gritó:—¡El visir!Shirkuh, con los ojos en blanco, se

llevó la mano al corazón, soltó el limón,eructó ruidosamente, se levantó de sucojín y tendió la mano, mientraspronunciaba esta extraña frase:

—Gacela mía, ¿eres tú?

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Luego se desplomó pedorreando. Unfuerte hedor invadió la sala, queenseguida fue desalojada. Para auscultara Shirkuh llamaron al médico personaldel califa, un tal Moisés Maimónides.En el momento en el que Morgennes eraexpulsado de la sala en compañía devarias decenas de sirvientes, oyó cómoel médico decía:

—Vista la cantidad de alimentos queha ingerido, apostaría a que se trata deuna indigestión.

Dos o tres invitados empezaron aquejarse entonces de ardor de estómago.Habían bebido demasiado, comidodemasiado; pero nadie se preocupó en

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exceso: cada fiesta se cobraba su cuotade arrepentidos. Y esa noche no eranmás que de costumbre.

—¡La fiesta ha acabado! —dijoSaladino, despidiendo a los invitados.

—Vaya aniversario —refunfuñóTaqi.

A la mañana siguiente, las calles ylas casas de El Cairo se cubrieron depaños negros en señal de duelo.Cafetines y posadas se cerraron por lasmismas razones, así como las casas deplacer. Los que querían divertirse, bebero darse un revolcón debían asumir elriesgo y entrar por la puerta de atrás.Así fue durante setenta días.

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Morgennes volvió al monasterio deSan Jorge, donde reinaba una atmósferaextraña. Todo el mundo estaba muyalterado y caminaba de un lado a otropor el patio.

«¿Cómo? ¿Ya están enterados?¿Saben que he tenido éxito?», sepreguntó Morgennes.

Pero no. No era eso. Galet el Calvocorrió hacia él para decirle:

—¡Ha despertado!—¡Tienes que bajar a verla ahora

mismo! —añadió Dodin el Salvaje.—¡Es increíble, ha hablado de su

padre!

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—¿De su padre? —preguntóMorgennes, con la voz temblando deemoción.

—¡De Shirkuh!—¡Gracias, ya sé quién es! Pero

cómo es que...—Escucha —dijo Azim—. ¡Es un

verdadero milagro! Ha despertadogritando: «¡Padre!».

—¿Es todo? —preguntó Morgennes.—Es todo —respondieron los otros.—Nosotros rio le hemos dicho nada

—añadió Azim.—Y nunca le diremos nada —

precisó Dodin el Salvaje.—Es mejor para ella —dijo Galet el

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Calvo—. Por otra parte, aún tiene a sumadre.

Morgennes le miró, sonrióvagamente y no hizo ningún comentario.Estaba de un humor tan sombrío que lostres hombres se apartaron para dejar quefuera con Guyana. Después de bajar laescalera del monasterio, se dirigió haciala celda donde estaba acostada.

Guyana parecía en plena forma, yrecibió a Morgennes con una ampliasonrisa.

—He soñado con mi padre...—Tengo que hablarte —dijo

Morgennes.

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Pero, aunque Morgennes teníabuenas dosis de coraje, no las teníatodas. De modo que no encontró fuerzaspara confesarse a Guyana. A pesar deque ya le había contado cómo habíaemprendido su búsqueda, por orden deAmaury, calló que había matado a supadre por orden del mismo hombre.

Pues si su corazón le gritaba queconfesara, su razón le decía: «Sobretodo no lo hagas».

Fue él quien la escuchó a ella.—Gracias por velar por mí —dijo

Guyana rozándole las manos—. Tusamigos me han contado lo que hashecho. A veces tenía la sensación de que

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te oía hablar. Porque me hablabas,¿verdad?

—Continuamente —dijo Morgennes.Ella sonrió, encantada.—No conozco a nadie tan noble y

generoso como tú, lo eres todo para mí.—No, por favor.—¿Te he dicho lo que pensé al verte

en el fondo del pozo?Él le apretó la mano, y Guyana

prosiguió:—Que tú eras mi Dios.Morgennes retrocedió, asustado.—¡No digas eso!—Sí, lo digo. ¡Porque entonces

comprendí que había que ser dos para

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ver a Dios! Cuando estaba sola, ¿quépodía ver sino a mí misma, mi propioreflejo? Pero cuando bajaste al fondodel pozo, comprendí.

—No debes... —dijo Morgennes.Guyana se volvió sobre la cama y

señaló la draconita, colocada junto a sucabeza.

—Gracias por esto también. Sé hastaqué punto te importa.

En ese momento, él entrevió elmedio de expiar una ínfima parte delmal que le había causado.

—Tómala. Es tuya.—No —dijo Guyana—. Es un bien

demasiado precioso, no puedo

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aceptarlo.—Te la doy. Ya no es mía.Guyana le ofreció de nuevo una de

sus maravillosas sonrisas.—¡No, si yo te la devuelvo!Cogió la draconita y se la tendió a

Morgennes. Él puso las manos sobre lapiedra, que no reaccionó. Luego susmanos tocaron las de Guyana, y susmiradas se cruzaron. «¿Es eso? —sepreguntó Morgennes—. ¿Así lo hicieronmis padres?»

Cerró los ojos y se acercó a Guyana,que se dejó besar.

«Todo vuelve a empezar», se dijoMorgennes, tendiéndose junto a ella.

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54

El que solicita e implora piedad debeobtener gracia

en ese mismo instante, a condición deque no se vea

frente a un hombre sin corazón.

CHRÉTIEN DE TROYES,Ivain o El Caballero del León

Los insurrectos, que habían esperado

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que la muerte de Shirkuh desestabilizaraEgipto, no tardaron en sufrir undesengaño. Pues tres días después delfallecimiento del viejo León, el califaal-Adid designó a un nuevo visir:Saladino. ¿Por qué esta elección, cuandoel ejército de Shirkuh contaba conmultitud de dignatarios más aptos paratomar el mando que el sobrino delgeneral en jefe de Nur al-Din? Puesbien, precisamente porque de entretodos los pretendientes Saladino era elmenos apto. Como sucede confrecuencia en estas situaciones, no sonlos mejores los que prevalecen, sino losmás inofensivos, los que representan un

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peligro menor para el poder establecido.Así, Saladino debía su puesto de

visir a su aparente incompetencia y aque el califa había supuesto que notendría ninguna dificultad enmanipularlo. Era una equivocación depeso. Porque, por fortuna para el islam,la verdadera personalidad de Saladinofloreció esplendorosamente, como si unade las mejores semillas depositadas porAlá en la tierra hubiera encontrado en elfango egipcio el más fértil de losterrenos. Apoyándose en su familia, losayubíes, Saladino consolidó su posicióncomprando a los que estaban en venta ypasando al resto por el filo de la espada.

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Una vez en su puesto, renunció a losfastos del palacio del visir y tuvo buencuidado de no mostrar más quedesprecio por el lujo y las riquezas.Como Amaury, él no quería el dineropor el dinero, sino para hacer conquistasy consolidar su autoridad. Como legustaba decir: «¡Quien se coloca porencima del dinero, se coloca por encimade los hombres!».

Finalmente, se ayudó de la religión.Unos meses después de la muerte de

Shirkuh, Saladino reservó el uso de loscaballos exclusivamente a losmusulmanes, mientras que los demásdebían montar en burro o ir a pie. Un

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nuevo edicto obligó a los cristianos y alos judíos a llevar signos distintivos:cinturón amarillo para los judíos, blancopara los coptos y azul para los ofitas.

El momento de pasar a la segundaparte del plan de Amaury —organizar unimportante levantamiento popular—había llegado. Gracias a cómplicesintroducidos en el interior del palaciocalifal, los rebeldes recibieron garantíasde que podrían contar con el apoyoincondicional del califa al-Adid, que yano sabía a qué santo encomendarse paraque la situación no se le escaparadefinitivamente de las manos. ComoChawar ya no estaba allí para

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aconsejarle y Saladino habíademostrado ser mejor político de loprevisto —y sobre todo menosmanejable de lo esperado—, al-Adidhabía decidido arriesgar el todo por eltodo y apoyarse en aquellos que desdesiempre constituían la salvaguarda deEgipto: los coptos y la guardia negra.

Morgennes y Azim habían elegido lafecha de la sublevación: sería en losprimeros días de primavera, en el mesde mayo. En este período, la crecidaempujaría las aguas del Nilo hasta losmuros de numerosos edificioslevantados en sus orillas, lo quedificultaría los movimientos de los

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sunitas, menos acostumbrados que losegipcios a desenvolverse en un terrenoinundado. Por otra parte, los rebeldestenían intención de asociar losbeneficios ligados a la próxima crecidadel Nilo con el triunfo de su operación.Para los sunitas, las calles enlutadas denegro y el invierno; para los egipcios, laprimavera y la resurrección de su patria—aunque estuviera de nuevo en manosde los francos—. En los jardines, lahierba volvería a crecer; en los árboles,los pájaros cantarían de nuevo, y portodas partes el suave olor del limónexpulsaría la pestilencia damascena.

Amaury había puesto en guardia a

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los rebeldes: «El éxito táctico nogarantiza nada. Evitad hacer uso devuestras armas. Y sobre todo, actuemosde forma solidaria».

Todo estaba dispuesto. Ya soloquedaba informar al rey del día precisode la revuelta; día en el que los francosdebían acudir a El Cairo. Porque sin elapoyo de su caballería, los rebeldes noresistirían mucho tiempo frente a lastropas de Saladino.

Por desgracia, cuando un mensajerodisfrazado de mendigo abandonó ElCairo para dirigirse a Jerusalén, el azarquiso que su camino se cruzara con el deTaqi ad-Din y el antiguo guardia de

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corps de Shirkuh, un mameluco llamadoTughril.

—Fíjate —dijo este último a Taqi—. ¿No te parece que este hombre llevaunas sandalias demasiado hermosas paraser un mendigo?

—Tienes razón —respondió Taqi.—¡Eh, tú, acércate! —gritó Tughril

al mensajero.Este obedeció, temblando como un

azogado. Había cometido un error.Aunque se había preocupado de vestirsecon harapos, no había pensado que sussandalias —totalmente nuevas—llamarían la atención. Y eraprecisamente allí donde se encontraba

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oculto el mensaje secreto.El desgraciado fue conducido al

palacio del visir, donde Saladino leordenó que se descalzara.

—¿Ocultan algo que yo debaconocer? —le interrogó Saladino,sosteniendo las sandalias en la mano.

—No, mi señor —mintió elmensajero con tanto aplomo como pudo.

Saladino pidió a Taqi que leprestara su puñal y empezó a descoser lasuela de las sandalias. Apareció unpergamino. Saladino lo leyó conevidente interés.

—¡A fe mía que Alá está connosotros! ¡Porque este plan es excelente!

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Se volvió hacia dos de sus guardiasy les señaló al insurrecto:

—¡Que lo descuarticen!El mensajero cayó de rodillas ante

Saladino implorando piedad.—Muy bien —declaró Saladino—.

No salvarás la vida, porque has tratadode ocultarme la verdad, pero como soybueno, no te impondré un sufrimientoexcesivo.

—Gracias, mi señor —clamó elinsurrecto besándole los pies.

—Que lo descuarticen con ochocaballos en lugar de con cuatro —ordenó Saladino.

—¡Piedad, esplendor del islam!

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¡Tengo un hijo y una mujer!—Y yo tenía un tío —replicó

Saladino, que empezaba a sospechar quetal vez Shirkuh no había muerto de unaindigestión—. ¡Lleváoslo de aquí!

Luego, llevándose aparte a Tughril ya Taqi, les dijo:

—¡Reunid a vuestros mejoreshombres, id a bloquear las salidas delos cuarteles egipcios y prendedlesfuego! Cuando los guardias negros sepanque los edificios donde viven susfamilias están ardiendo, se apresurarán aacudir. ¡Entonces no tendréis más quecogerlos con nuestros arqueros!¡Ejecución!

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Tughril y Taqi hicieron unareverencia y salieron a preparar lacontrainsurrección. Solo en la sala,Saladino pasó revista a losacontecimientos de los últimos meses.¿El fallecimiento de Shirkuh...?

—Un envenenamiento, sin duda.¿Y la muerte de la «mujer que no

existe»? Se acarició la barbita de chivoque le crecía en el mentón y llamó:

—¡Guardias!Dos soldados acudieron.—Volved a traerme al mensajero.

Tengo algunas preguntas que hacerle.

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Mientras sometían a tortura aldesgraciado copto, los hombres deSaladino incendiaron los cuarteles delas tropas que habían permanecido fielesa al-Adid. Estos cuarteles eran grandesedificaciones de adobe, que unaantorcha y varias jarras de naftaconvirtieron rápidamente en braserosardientes. Una oleada de pánico cundióentre las filas de los guardias negros,que volvieron a sus viviendas a todaprisa. Creyendo primero que se tratabade un incendio accidental, nodesconfiaron. Pero cuando una de suscuadrillas cayó por las flechas de lossoldados de Damasco, decidieron

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sublevarse sin esperar a los francos. Loscoptos les imitaron. Y luego Morgennes,Galet el Calvo y Dodin el Salvaje.

Sin el apoyo de los francos, era casiimposible triunfar. Sin embargo, graciasa su coraje y a su determinación, losinsurrectos habrían podido imponerse siel califa no les hubiera retirado suapoyo en el último momento.

—¡Ese perro! —exclamó, rabioso,Dodin el Salvaje—. ¡En lugar deayudarnos, ha hecho que su guardiapersonal aniquilara a sus propias tropas!

—Para quedar en buen lugar anteSaladino —dijo Morgennes.

La insurrección estaba a un paso del

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fracaso.—¿Qué podemos hacer? —preguntó

Galet el Calvo.—Hay que batirse en retirada.

Solos, no tenemos fuerza suficiente pararesistir.

—Alguien ha debido hablar, o bienel mensajero se ha dejado atrapar —añadió Dodin.

—Sin Amaury, estamos perdidos.—Partamos —dijo Morgennes.Los tres hombres retrocedieron en

dirección a Fustat, zigzagueando entreedificios que ya no eran más quehogueras. El calor era tan intenso queenturbiaba el aire. Dodin el Salvaje y

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Galet el Calvo tenían dificultades pararespirar. Este último, el mayor de lostemplarios, se había quedado atrás.

—¡Dodin! ¡Morgennes!Morgennes aflojó el paso. Era la voz

de Galet el Calvo. ¿Dónde se habíametido?

—¡Dodin! ¡Morgennes!Morgennes se volvió hacia Dodin el

Salvaje, que corría a su lado.—Dile a Azim que huya. Yo voy a

buscar a Galet.—Pero...—No discutas. Es una orden.Morgennes parecía tan decidido que

Dodin salió disparado en dirección al

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monasterio de San Jorge, dondeesperaba el jefe de los insurrectos. Allíencontró a Azim y le dijo:

—¡Todo está perdido! ¡Hay queescapar!

Manteniendo su sangre fría, Azimdeclaró:

—No sin Morgennes y Galet.—Pero el propio Morgennes...—Marchaos si queréis, pero yo

esperaré a Morgennes.Un crujido atrajo su atención. En el

marco de la puerta se dibujaba unaforma. Pálida, vestida de blanco comoun fantasma. Era Guyana. Viendo laexpresión turbada de los dos hombres,

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preguntó:—¿Morgennes está en peligro?

—¡Por aquí! —gritó Galet el Calvo—. ¡Morgennes, a mí!

El viejo templario se encontrababajo un muro derrumbado. El fuegoestaba tan cerca que sus ropasempezaban a chamuscarse. Morgennescorrió hacia él, y una visión cruzó por sumente. La de un niño vadeando un ríohelado. ¿Había llegado el momento delas explicaciones? ¿El momento de larevancha?

—¡Morgennes, sálvame!

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Morgennes miró a Galet, y de prontose sintió incapaz de ayudarle.

—No puedo...—¡Ayúdame!Morgennes tuvo una nueva visión. La

de Galet, aún joven, cargando contra supadre y su hermana, con la lanzaapuntando hacia delante.

—¿Por qué?—preguntó Morgennes aGalet.

—¿Por qué, qué?—susurró el viejojadeando.

—¿Por qué mataste a mi hermana y amis padres?

—Pero ¿de qué estás hablando?¡Estás loco! ¡Sálvame! ¿No ves que mis

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calzas se están quemando? ¡Tengo laspiernas ardiendo! ¡Piedad, piedad!

Morgennes se arrodilló junto alviejo templario y miró a derecha eizquierda. En torno a ellos las llamaseran tan altas que formaban nuevosmuros, incandescentes.

—¿Por qué debería salvarteprecisamente yo? —preguntó Morgennesbajando la cabeza—. No he sido yoquien te ha colocado bajo este muro. Hasido él. ¿Por qué no le pides que teayude?

—¿Él? ¿Quién es él?—Tu Dios.—¿De qué hablas? —sollozó Galet

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el Calvo, con las mejillas bañadas enlágrimas—. ¿No somos amigos?

—No lo sé —dijo Morgennesadelantando la mano hacia la pierna deGalet, por donde corrían las llamas.

—¡Y yo que lo había creído!Morgennes no dijo nada. Abría y

cerraba la mano sobre las llamas sinsentir aparentemente ningún dolor,dejando pasar entre sus dedos cuatroMamitas que parecían las cuatropequeñas lenguas de una hidra enminiatura.

—¿Qué sortilegio es este? —resoplóGalet.

Entonces comprendió que estaba

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condenado y le escupió:—¡No me equivocaba en el Krak de

los Caballeros! ¡Eres el hijo del Diablo!¡Confiésalo!

—Si para ti el Diablo es un hombreapacible, entregado a su trabajo, a sumujer y a sus dos hijos, entonces sí, elDiablo es mi padre. Y puedes estarcontento, porque fuiste tú quien lomataste, tú y otros cuatro caballeros.

—Pero ¿de qué hablas? ¡Creí quesentías rencor hacia mí a causa de lababucha de Nur al-Din! ¡Cógela! ¡Estuya! ¡Te la doy!

—¿Aún no lo entiendes?—¡No! —exclamó Galet en su

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agonía.—¿Recuerdas a cinco caballeros

que en otro tiempo atacaron a una pobremujer que vivía apartada del mundo consu marido herrero, su hija y su hijo?

—¿De modo que eras tú?—Éramos nosotros.—Entonces moriré. Porque, sí,

pequé. Pero te pido que me perdones,Morgennes. Porque lo que hice, lo hicepor Dios.

—Que ahora te lo paga.—¡Era joven, Morgennes! Creía

hacer el bien. ¡Castigar a un traidor quehabía tenido la audacia de renegar de sufe para emparejarse con una perra judía!

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Se escuchó un crujido másensordecedor que los anteriores.Cayeron piedras al suelo. Una lluvia depez se pegó a las ropas de Morgennes yde Galet, chisporroteando sobre loscascos, los yelmos, perforando la carnede Galet, pero dejando casi indemne lade Morgennes.

—¡Perdóname!—No puedo —dijo Morgennes—.

¿Crees que he olvidado? No he olvidadonada, el dolor es tan vivo comoentonces.

Un haz de chispas le salpicó elrostro, causándole —por primera vez ensu vida— una profunda quemadura. Se

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llevó la mano a la cara y sintió algopegajoso. ¿Su carne?

—Pide a Dios que te perdone, Galet.Yo no tengo ese poder.

Galet el Calvo había cerrado losojos. Esperaba la muerte. Luego, al verque Morgennes se levantaba y se alejabade él, murmuró entre estertores:

—Te perdono. Que Dios puedaperdonarte también.

Morgennes se marchó corriendo. Entorno a él todo ardía. Los seres y lascosas, los animales, los vegetales. Pero,en su cabeza y en su alma, era invierno yél corría por el bosque.

Estaba impaciente por llegar al río.

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55

No habían pasado tres meses cuandoSoredamour recibió en su

seno la simiente de hombre, quefructificó hasta su término.

CHRÉTIEN DE TROYES,Cligès

El Nilo es una serpiente.Un inmenso dragón cuya cabeza está

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en Alejandría y la cola, en lodesconocido. Porque a su colacorresponde la fuente del Nilo, quenunca ha sido descubierta.

—Si hay que creer al Génesis —dijoMorgennes a Guyana, encendiendo unavela en la cabina del falucho en el quenavegaban desde que habían huido de ElCairo—, el Nilo sería uno de los cuatrobrazos del inmenso río creado por Diospara regar el Paraíso.

Se volvió hacia Guyana, le pasó lamano por los cabellos y la atrajodulcemente hacia sí.

—Pero es solo una hipótesis. Paralos ofitas, el Nilo es la Serpiente que en

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otro tiempo tentó a Eva. Un Dios al queconviene adorar, ya que al ofrecer elsaber a la humanidad, la liberó de laesclavitud.

—Para mí, el Nilo es nuestro amor—murmuró Guyana.

—Para mí también —dijoMorgennes.

El falucho se deslizaba ahora, desdehacía varios días, hacia el sur, hacia laciudad de Cocodrilópolis —actualmentellamada Abu Simbel—, donde los ofitashabían tenido su base en tiemposremotos.

—¿No es peligroso ir allí? —preguntó Guyana, mirando cómo la luz

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de la luna caía como una lluvia de orosobre las aguas centelleantes del río.

—Según Azim, no. Porque ya noquedan ofitas en Cocodrilópolis desdeque Egipto fue conquistado por losárabes, es decir, desde hace cincosiglos. La ciudad está en manos de loschiítas, que siguen resistiendo aSaladino. Desde allí podremosreemprender la lucha.

Guyana no hizo ningún comentario.Pero para ella aquella lucha era vana.Posó la mano sobre la draconita que seencontraba a su lado y dijo aMorgennes:

—La he mirado bien, y la encuentro

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cada vez más extraña.—¿Por qué?—En su interior he visto una especie

de renacuajo, como un dragón enminiatura, sin las alas...

Morgennes cogió la piedra y laobservó. Efectivamente, en ella semovía una forma, mezcla de blanco,gris, negro y oro, pero de ahí a ver unrenacuajo...

—Lo siento, pero no veo nada.Guyana sonrió y añadió:—No es eso lo más extraño. Lo más

extraño es esto.Hizo girar la piedra en sus manos,

bajo los ojos de Morgennes. Pero él

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seguía viendo la misma forma, como sila piedra no se hubiera movido.

—Lo sé, efectivamente es muyextraño —dijo Morgennes—. Por másque la gires una y otra vez en todos lossentidos, siempre se ve lo mismo.

—Las leyes de nuestro mundo nocuentan para ella.

—¿Y tú? ¿Qué ves?Guyana hundió su mirada en la de

Morgennes y le dijo:—A una magnífica niña.Morgennes se quedó sin aliento.—Y si te pidiera en matrimonio,

¿aceptarías?—¿Me lo pides?

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En ese momento llamaron a lapuerta, y Azim les dijo:

—Hemos llegado. Preparaos paradesembarcar.

Unos instantes más tarde, un puñadode ex insurrectos agotados llegaron alpuerto, medio en ruinas, deCocodrilópolis. El cielo era de colormalva y la luna de un tono cremoso.Guyana miró alrededor, sujetó la orla desu vestido con una mano y le dio la otraa Morgennes, que la ayudó a poner pie atierra. Sus pasos resonaron tristementesobre los bloques de piedra agrietados

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del pontón, donde estaban pudriéndosealgunas barcas de caña.

—No me gusta este lugar —dijoGuyana—. Está demasiado tranquilo.

—La calma que precede a latempestad —dijo Azim acercándose,con una cuerda en la mano.

Después de atar la cuerda a un poste,abrió los brazos y declaró:

—Sabed, amigos míos, que aquíempieza y termina todo. Estamos en elpunto de confluencia de los dos Egiptos,el bajo y el alto. Aquí se entrelazan losmisterios y todo puede bascular. Demodo que prestad atención. Antiguosdioses nos observan.

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Como para apoyar sus palabras, losgritos de las grullas resonaron en el aire.

Dodin el Salvaje desembarcó a suvez, con el único acólito de Azim quehabía escapado a la matanza. Los doshombres llevaban una silla, sobre la queiba sentada la mujer de Azim.

—No la dejéis caer —dijo el viejocopto.

—No os preocupéis —replicó elacólito.

Dodin, por su parte, no dijo nada.No había abierto la boca durante todo elviaje, y seguía lamentando la pérdida desu viejo amigo, Galet el Calvo. Galet,del que había sido escudero. Galet, que

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le había armado caballero. Galet, que yano estaba con él.

«¡Vengaré tu muerte!»De vez en cuando acariciaba el

mango de su corta daga —esamisericordia encontrada en Francia quehabía sido su primer trofeo—.Morgennes a menudo le habíapreguntado por ella: «¿De dóndeprocede? ¿Quién te la dio? ¿Fue unniño? ¿Una niña...?».

Dodin siempre había evitadoresponderle. Incluso cuando su relaciónhabía mejorado. Porque en las preguntasde Morgennes había algo que no podíadefinir, una forma de insistir que le daba

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escalofríos. La misma sensación quehabía sentido un día cuando unaserpiente le había rozado el pie. YDodin detestaba a las serpientes y a todolo que se les parecía. Incluidos loscocodrilos. Por eso no tenía ningunasganas de permanecer en Cocodrilópolis,por más que se hubiera convertido enAbu Simbel y estuviera habitada porgente normal.

Después de haber dejado a la mujerde Azim en la orilla, volvió la miradahacia la vaga línea verde que bordeabael acantilado, un poco más al sur,marcando el inicio de la jungla y de losterritorios desconocidos.

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—Busquemos con qué abastecernos—dijo—. Y luego larguémonos a lomosde camello hacia el mar Rojo. Despuésremontaremos hacia Aqaba, y de allíhacia el Pontus Euxinus y luego aJerusalén. No debemos permaneceraquí. Egipto y todos sus dioses, antiguosy nuevos, sus faraones, sus animales, senos echarán encima.

—Sobre todo es Saladino quienpodría echársenos encima —dijo Azim—. Según mis informaciones, haenviado una decena de faluchos ennuestra persecución.

—Razón de más para que noprolonguemos nuestra estancia aquí —

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añadió Dodin.Desde su huida precipitada de El

Cairo, sus cabellos se habían vueltototalmente blancos. Su mirada, su boca,que en otro tiempo daban a su rostro unaexpresión sumamente cruel, parecíanahora marcadas por el agotamiento másque por el odio. Dodin el Salvaje sehabía convertido en Dodin el Fatigado.El derrengado. Estaba tan cansado que,como solía decir: «Ni siquiera sentadome tengo en pie». Dodin no era nada sinGalet. El templario no quería dar vueltasa la pregunta —no ahora—, pero sabíaque un día u otro tendría que responder aella: «¿Qué pasó en El Cairo entre

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Morgennes y Galet? ¿Cómo murióGalet?».

Después de que los hombreshubieran abandonado el falucho, les tocóel turno a los monos. Durante el viaje,los animales se habían relevado en lapopa, en la proa y en la punta del mástilpara desempeñar el papel de vigías, conuna mano sobre los ojos, escrutando elhorizonte para dar la señal de alerta encaso de peligro.

Pero no había habido ningún peligro.Apenas una vaga presencia decocodrilos aquí o allá, pero nadademasiado inquietante.

Una vez en tierra, Frontín se puso a

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bailar saltando de un muelle a otro,trepando al hombro de Azim, volviendoa bajar, tirándole del manto, corriendo aver a Morgennes, escupiéndole al oídoentre chillidos.

—¡Lo siento, Frontín, pero no hablotu lengua!

Azim rió. Guyana les miró, afligida.—Se diría que trata de decirnos

algo.—Si Gargano estuviera aquí, nos

diría qué. Porque pretendía conocer ellenguaje de los animales —añadióMorgennes.

Al oír el nombre de Gargano,Frontín dio unas palmadas e hizo una

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pirueta.—Gargano —repitió Morgennes.Frontín corrió en todas direcciones,

más excitado que nunca. Arengó a losdemás monos, que sujetaron aMorgennes por las calzas, para invitarlea seguirlos. Morgennes abrió los brazosy dijo:

—¡Está bien, está bien! ¡Os sigo!Dejándose guiar por los monos,

atravesó una ciudad sorprendentementedesierta y llegó al pie de una enormeescalinata. Bordeada de estatuas dedioses con cabeza de cocodrilo, laescalera ascendía hacia una catarata quehacía de frontera entre la ciudad y la

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jungla. Los escalones eran tan antiguosque probablemente databan de la épocaheroica en la que los faraones iban adescansar a Cocodrilópolis. Pero undetalle intrigaba a Morgennes. Virutasde madera aparecían esparcidas aquí yallá sobre las losas gigantes. ¿Qué eraaquello? Cogió una entre los dedos y lareconoció enseguida.

—¡Madera de gofer!Una madera extremadamente rara,

que solo salía citada en la Biblia. Setrataba de la madera con la que Noéhabía construido el arca. Y Morgennesya la había visto antes. ¿Dónde? En elmuseo de Manuel Comneno, en

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Bizancio. Recordaba aquella gran sala ylas mazas de los nefilim.

Volviéndose hacia sus compañeros,les dijo:

—Gargano y la Compañía delDragón Blanco han pasado por aquí. Talvez a bordo del Arca de Noé...

—¿Cómo lo sabes? —preguntóDodin.

—Tengo mis fuentes —dijoMorgennes.

Dodin le dirigió una miradasuspicaz, y la tensión aumentó.

—Tal vez tenga una idea —dijoAzim.

Todos callaron para escucharle.

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—¿Sabéis qué hay al otro lado deesta ciudad?

—No.—Sí —dijo Morgennes—. Un gran

vacío. Un blanco inmenso, y tal vez elParaíso. Según Herodoto y Tolomeo,está el Nilo, varios saltos de aguaimportantes, pantanos, y luego... Lasescasas expediciones que se aventurarona adentrarse en este territorio nuncavolvieron. Pero, según Martín de Tiro,el explorador que llegó más lejosremontando el Nilo, allí se encuentranunas gigantescas montañas. Y enparticular la de la Luna, cuyasdimensiones no tienen nada que envidiar

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a las de los montes Caspios.—¿Los montes Caspios? —preguntó

Dodin—. Ahí embarrancó el Arca deNoé. Y ahí también, dice la leyenda, elCielo y la Tierra se tocan. Se afirmaincluso que las inmediaciones del Araratestán defendidas por miríadas dedragones y que en su cima se encuentrauna de las entradas que conducen alParaíso.

Morgennes descartó esas sandecescon un gesto de la mano y declaró:

—¡Pamplinas! Yo lo sé, he estadoallí. Y no había nada de eso.

—¿De verdad? —inquirió Azim—.¿No hay dragones? Es decepcionante...

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—No hay dragones —aseguróMorgennes—. Excepto en pintura.

—¿Y tampoco hay Paraíso? —preguntó Guyana esbozando una sonrisa.

—Sí lo hay, yo lo he encontrado.Pero ha sido en tus brazos —respondióMorgennes abrazándola.

—Qué gentil —replicó ella.—Vosotros dos deberíais pensar en

casaros —dijo Azim.Morgennes y Guyana no

respondieron, pero las sonrisas queintercambiaron eran más expresivas queun consentimiento. Azim ya se veíacelebrando su unión, una uniónciertamente curiosa, que tendría por

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testigos a media docena de monos, unacólito, una mujer y un templario. Perocuando Morgennes y Guyana buscaron aDodin, no lo encontraron por ningunaparte. ¡Había desaparecido! Algunashuellas en el polvo hacían pensar quehabía seguido los pasos de Gargano y laCompañía del Dragón Blanco y se habíainternado en la jungla.

—¿Qué ha ido a hacer? —preguntóGuyana.

—Paciencia, amiga mía —dijoMorgennes—. Lo sabremos muy pronto,porque a partir de mañana, al alba,iremos tras él. Si quiere partir primero,que lo haga. Comprendo que tenga

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necesidad de estar solo, porque aúndebe dar cumplimiento a su duelo.

—Como tú a tus deberes hacia turey...

Guyana le acarició el rostro, cercade la pequeña marca blanca que tenía enel mentón. De pronto Morgennes sintióque aquel roce le quemaba, pero apenasse estremeció.

—He saldado mi deuda con Amaury—dijo pensando en la muerte de Shirkuh—. Ya no le debo nada.

—De todos modos —dijo Azim aGuyana—, él os cree muerta.

—¿Muerta?—Todo el mundo, de Damasco a El

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Cairo, pasando por Jerusalén, os creemuerta. Solo nosotros sabemos quetodavía estáis con vida.

—Sea, pues. Poco me importa estarmuerta, si es para ser la mujer deMorgennes.

Y así, en la dulce quietud de unaciudad desierta, en el crepúsculo,Morgennes y Guyana dieron suconsentimiento bajo un paño de sedanegra que cada uno sostenía con unamano, mientras apretaba con la otra ladel ser amado.

—Que nada os separe nunca, sinoque, al contrario, todo os acerque, tantolas alegrías como las pruebas.

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—Nada nos separará nunca —dijoGuyana—. Ni las alegrías ni laspruebas.

—Ni la muerte —añadióMorgennes.

Inclinándose hacia Guyana, le dio unbeso y luego le soltó la mano paraacariciarle el rostro. ¡Qué suave era supiel! Sentía ganas de llorar. La jovenhabía bajado los párpados, y Morgennesla miraba, tratando de apoderarse de suimagen, como si temiera perderla; opeor, olvidarla.

—Nunca te olvidaré —le dijo—. Telo juro.

Sin responderle, Guyana le devolvió

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los besos, tratando de recuperar la manode Morgennes, secretamente afligida deque la hubiera soltado, ya que veía enello un mal presagio. Manteniendosiempre sobre ellos el paño de sedanegra, que era como el eco de aquelbajo el cual habían permanecidoescondidos en el fondo del pozo dondeestaba Dios, se besaron una y otra vez.

Azim recitó unas oraciones,lamentando no tener a su disposiciónmás que una docena de bastones deincienso para celebrar la unión y alejara los mosquitos. «Habría necesitadodoce mil.» A falta de algo mejor, diodos bastoncillos a su mujer, a su acólito

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y a cada uno de los monos, pidiéndolesque los sostuvieran en el aire, tan rectoscomo pudieran. Las finas columnas dehumo azulado se elevaron directamentehacia el cielo, porque no soplaba ni unapizca de viento. Todo estaba en calma, ydesde las alturas de la antiguaCocodrilópolis, allí donde se extendíala jungla, los rugidos de las bestiassalvajes recordaban a nuestros amigosque solo estaban gozando de una brevetregua. El peligro seguía rondando.

Morgennes, por su parte, escrutabalos diferentes horizontes sin dejar debesar a Guyana. Miraba el cielo y latierra, y veía cómo una gran

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fosforescencia blanca iluminaba lajungla hacia la que habían partidoGargano, la Compañía del DragónBlanco y Dodin, y por donde ellosavanzarían al día siguiente. ¿Qué habíamás al sur? Morgennes recordó lasnumerosas leyendas que Azim le habíacontado sobre esta «Tierra Quemada»,este país primitivo de donde venían las«Aguas de Ninguna Parte» y que erapara los antiguos el País de losDragones.

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En efecto quiero pasar por muerta.

CHRÉTIEN DE TROYES,Cligès

En cuanto salió el sol, ascendieronpor la gran escalinata que conducía delpuerto de Cocodrilópolis a la jungla. Elpequeño grupo avanzaba decidido bajolas miradas de las inmóviles estatuas de

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cocodrilos; no se veía ni rastro de vidaen torno a ellas.

—¿Por qué no hay nadie? —preguntó Guyana inquieta.

—Los habitantes han debido desubir al Arca, para volver al país de laque fue su primera reina —dijoMorgennes, señalando el templo, vacíotambién, de la reina Hatshepsut—. Enotro tiempo fue la reina de Saba.

Azim acarició a Frontín, que sehabía encaramado a su hombro, ydeclaró:

—Tal vez no sea muy prudentecontinuar. Si el propio Garganoconsideraba que este era un lugar

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demasiado peligroso para llevar aFrontín, ¿quiénes somos nosotros paraatrevernos a correr ese riesgo?

—Deberíamos separarnos —dijoMorgennes.

—No —dijo Guyana, apretándole lamano con más fuerza.

—Sin embargo, Morgennes tienerazón —dijo Azim—. Haya lo que hayaahí delante, sin duda no es lugar parauna dama.

—Ni para un religioso —añadiódoctamente el acólito.

—Este no es lugar para nadie —dijoMorgennes—. Por eso iré solo.Vosotros me esperaréis aquí.

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Decidiremos qué debemos hacer a mivuelta.

—¡Mirad! —exclamó el acólito.Con el dedo apuntaba en dirección

al Nilo, detrás de ellos, y másconcretamente en dirección a una decenade faluchos que remontaban el río a granvelocidad.

—¡Los egipcios!—Yo diría más bien los damascenos

—suspiró Azim.—¿Qué vamos a hacer? —preguntó

el acólito.Morgennes se llevó la mano de

Guyana a los labios y depositó un besoen ella. Luego la besó en la frente, la

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estrechó una vez más contra su pecho yle dijo:

—Volverás a bajar esta escalera.—Quiero quedarme contigo.—Esperarás a que los soldados de

Saladino desembarquen. Les dirás quiéneres, y quién era tu padre.

—No te abandonaré.—Chisss —dijo Morgennes—. Es

una orden.—No. No tengo por qué obedecerte.—Es por tu bien —cortó él.Le apartó un mechón de cabellos,

pero una ligera brisa los hizo colgar denuevo sobre su frente. Morgennesesbozó una sonrisa. Aquel mechón

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estaba hecho a imagen de su mujer.Dulce, bella... ¡pero voluntariosa ydecidida!

—Escucha —le dijo—. Lossoldados de Saladino prontodesembarcarán. Si te ven conmigo, nosmatarán a los dos. En cambio, a ti no tematarán. Azim es demasiado importantepara que lo eliminen. Se rendirá y leharán prisionero. Y a vos también —dijo al acólito.

—Dicen que Saladino sabemostrarse clemente con sus adversarios—comentó este último.

—Y si nos interroga, le diremos quemoriste durante la insurrección —

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añadió Azim.—Perfecto —dijo Morgennes.—No —replicó Guyana—. Para mí

la vida no tiene ningún sentido si noestamos juntos.

Viendo que no cedería, Morgennesdecidió confesarle que era él quienhabía matado a su padre. Pero justo enese momento, una voz detrás de ellosgritó:

—¡Él mató a vuestro padre!—¿Cómo? —exclamó Guyana.Todos volvieron la mirada hacia lo

alto de la calzada, por donde bajabaDodin el Salvaje, con una lanza en unamano y un zurrón en la otra.

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—Morgennes mató a Shirkuh —repitió fríamente.

Guyana se volvió hacia Morgennes,con los ojos empañados de lágrimas ylos labios temblorosos.

—¿Es verdad?Morgennes apartó la mirada.

Entonces ella le tocó el mentón y leimploró:

—Pero tú no lo sabías, ¿verdad?¿No sabías que era mi padre?

Morgennes le cogió la mano y laapretó con fuerza, con todo su amor,porque sabía que podía ser la última vezque la estrechaba.

—¿Lo sabías? ¿Lo sabías? —repitió

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Guyana.Pero ya no era una pregunta.

Empezaba a adivinar la verdad.—¡Sí, lo sabías! Pero ¿por qué no

me dijiste nada? ¿Por qué cuando medesperté... ?

—Tuve miedo —confesóMorgennes.

—¿Miedo? Pero ¿de qué?—Miedo de tu reacción. Miedo de

que no me amaras.No pudo acabar la frase. Guyana le

había abofeteado. Notó un fuerte doloren toda su mejilla, una quemadura másdolorosa aún que la de las llamas deFustat.

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—¡Asesino! ¡Mentiroso! ¡Ya no teconozco! ¡Ya no existes para mí! ¡Ymuerta por muerta, consideraré que tútambién estás muerto!

Estalló en sollozos, se ocultó elrostro entre las manos y descendió lospeldaños de la gran escalinata endirección al puerto y a los faluchosegipcios.

—Cuida de ella —dijo Morgennes aAzim—. Tal vez sea mejor así.

—Prometido —dijo Azim abrazandoa Morgennes.

—¡Tenemos que apresurarnos! —exclamó el acólito.

En efecto, un primer falucho acababa

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de arribar a puerto y los soldados yadesembarcaban. El acólito se removíainquieto. En torno a él, los monos —excepto Frontín— saltaban en todasdirecciones, impacientes por largarse deallí.

—¡Marchaos! —dijo Morgennes.Entonces Azim escupió en la cara a

Dodin el Salvaje y volvió hacia el Nilo.Mientras se alejaba, Morgennes vio aFrontín balanceándose en su hombro. Elmonito agitó la mano para decirle adiósy luego se acurrucó contra el cuello deAzim. Parecía muy triste.

Finalmente, Morgennes se acercó aDodin y le dijo:

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—No nos quedemos aquí.Los dos hombres alcanzaron

rápidamente el extremo superior de lagran escalinata, que daba a una enormevía abierta en la jungla, por la cual —ajuzgar por su aspecto— una granembarcación había pasado varios mesesatrás. Probablemente durante la crecidadel Nilo.

Antes de adentrarse en la maleza,Morgennes se volvió por última vezhacia la mujer de su vida,prometiéndose que se reuniría con elladespués de haber expiado su culpa.

Ahí estaba, como una minúscularamita vestida de blanco temblando en

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el aire de la mañana, no a causa de laniebla, sino porque Morgennes lloraba.

Estos eran los últimos recuerdos queMorgennes tenía de Guyana. Se juró quenunca los olvidaría; en ese instante sesentía feliz de tener tan buena memoria,pero también comprendía hasta quépunto era importante olvidar. Porqueesperaba, justamente, que con el tiempoGuyana olvidara. No podía continuarasí, perseguida por el fantasma de unpadre que nunca había conocido. Sinduda, cuando su hija naciera, querríaque conociera a su padre.

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Entonces él volvería.Mientras tanto caminaba entre la

espesura con Dodin. Este último tambiénestaba de un humor sombrío. Mientras seabrían paso entre la maraña de lianas yde ramas que obstaculizaban su avance,Dodin preguntó:

—¿Por qué no me has matado?—¿Debería haberlo hecho?Dodin le dirigió una mirada aviesa.—Es culpa mía que Guyana te haya

abandonado.—Y debo darte las gracias por ello.

Es lo que quería. De todos modos iba adecirle la verdad.

Morgennes apartó una rama, que se

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dobló y luego se partió ante él.—No fue un accidente, ¿verdad? —

prosiguió Dodin atacando con su espadauna liana tan gruesa como el tronco deun árbol—. ¿Encontraste a Galet y ledejaste morir en medio de las llamas?

Morgennes no le respondió. El aireera húmedo y cálido. Diversassustancias se aglutinaban en él, haciendopenoso el simple hecho de respirar.Morgennes y Dodin no podían evitartragar mosquitos, incluso por la nariz.

—Eres un mentiroso y un traidor —balbució Dodin—. Incapaz de ser fiel anada ni a nadie. Traicionaste a Amaury,robándole a su futura mujer. Luego

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mentiste a Guyana sobre su padre. Ydespués dejaste morir a un anciano, unamigo, en medio de las llamas. Dime,¿por qué no me has traicionado?

Morgennes se acercó a Dodin, lesujetó del brazo y se lo torció hastahacerle soltar la espada. Luego la cogióy la abatió contra la gruesa liana queDodin intentaba cortar; la partió de untajo. Finalmente se desembarazó de sucadena, refunfuñando:

—Aquí no me sirve de nada.Conserva tu lanza, yo cogeré tu espada.

—Aún no me has respondido —dijoDodin secándose la frente con la manga—. ¿Por qué no me has matado?

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Morgennes se detuvo y se volvióhacia Dodin.

El desgraciado parecía un miserableinsecto, un guiñapo a punto de sertriturado, aplastado. Se diría que estabaesperando el golpe fatal. ¿Quería morir?

—¿No lo has comprendido aún? —le preguntó Morgennes.

—No, sigo sin comprenderlo. Y yotambién soy como tú. Necesito saber.

Dodin, con la cabeza rodeada de unanube de mosquitos, tenía los ojos rojos,bordeados por grandes cercos negros, ysu camisa estaba empapada de sudor.

—Al igual que no maté a Galet —dijo Morgennes—, no te mataré a ti.

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Pero si se me presentara la oportunidadde salvarte, no lo haría. Tu Dios seencargará de eso.

—¡Estás loco! Creía que éramosamigos. ¿Aún me guardas rencor por lababucha que te cogí en el Krak de losCaballeros? ¡Creía que era una historiaolvidada!

—¿Olvidada? Eso es fácil de decir.De todos modos no se trata de eso.

—Entonces, ¿de qué?Mientras Dodin le escuchaba con los

ojos muy abiertos, Morgennes se locontó todo: su infancia, la llegada delinvierno y de los cinco caballeros, latravesía del río helado, y luego la

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muerte de su padre y de su hermana. Alacabar el relato, estaba tan sudorosocomo Dodin. Este último habíaescuchado con atención, y cuandoMorgennes hubo acabado, exclamó:

—¡Hace tanto tiempo de esto! Casilo había olvidado. Pero sí, es cierto.Estaba allí, lo confieso.

Parecía cansado, abatido, y nisiquiera trataba de espantar a losmosquitos que le atacaban.

—Queda tan lejos —continuó—.Hará unos treinta años. Hacia 1146. Miscamaradas y yo nos dirigíamos a TierraSanta, para combatir al lado de Luis VII.Sagremor el Insumiso, Galet, Jaufré

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Rudel, Reinaldo de Châtillon y yomismo.

—¿Sagremor el Insumiso, elCaballero Bermejo, estaba convosotros?

Dodin inclinó la cabeza, mirándoselos pies, ocultos por las altas hierbas.

—¿Y Jaufré Rudel, el trovador?—Sí. Pero este último descubrió,

una vez llegado a Tierra Santa, queestaba más dotado para rimar y amarque para combatir. Por eso lorecluíamos: ¡para que cantara nuestrasalabanzas! Volvió rápidamente aFrancia, donde, según me han dicho, seconvirtió en trovador.

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—En efecto —dijo Morgennes, querecordaba muy bien a Jaufré Rudel, conquien se había cruzado en Arras—. Pero¿quién es Reinaldo de Chátillon?

—Era nuestro jefe. En esa épocaacababa de entrar en el Temple yllevaba su uniforme. Luego leexpulsaron.

Comprendiendo que ese era elhombre a quien de niño había tomadopor Dios, con su armaduraresplandeciente y su capa adornada conuna cruz, Morgennes preguntó:

—¿Dónde puedo encontrarle?—Con los mahometanos. Le tienen

prisionero desde hace casi veinte años,

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en sus calabozos de Alepo. No sé si leliberarán algún día. Lo detestan. Porotra parte, todo el mundo le odia. Con eltiempo, incluso Galet y yo acabamos poraborrecerle. Es un loco. Un fanáticopeligroso, ávido de gloria y de riquezas.Fue él quien tuvo la idea de aniquilar alos tuyos. ¡Compréndeme, tu padre vivíaen el mayor de los pecados, con unajudía! En la región era un hechoconocido. Antes de encontrarla, tu padreera famoso por su fe. Era un grancaballero. Tu madre debió deembrujarlo.

—¿De modo que era noble? —inquirió Morgennes.

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—Sí. En fin, de la pequeña nobleza.Pero renunció a todo. A su nombre y surango, a sus títulos, honores y riquezas,para comprometerse con esa mujer. ¡Erauna bruja, te digo! Nos había humillado.

—Yo no veo las cosas de este modo—dijo Morgennes, aplastando algunosmosquitos contra su cara.

—No, yo ahora tampoco —dijoDodin—. Ahora ya no. Pero entoncesera joven. Acababa de ser armadocaballero. La vida me abría los brazos,y creía que, purificando la Gaste Forêtde la única judía que vivía allí, hacíauna buena obra. Perdón, Morgennes.Perdón. Todo lo que puedo decirte, si es

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que eso puede ayudarte, es que tu madreprobablemente se encuentre todavía convida.

—Dime lo que sabes.—Reinaldo de Châtillon la secuestró

y la llevó a la fuerza, con nosotros, aTierra Santa. Supongo que seguirá allí,en alguna parte. Hace años que no heoído hablar de ella. Lo último que supees que había vuelto con su familia.

—¿A Tierra Santa?—No, no exactamente. A Arabia.

Pues ella descendía de una antigua tribujudía establecida en las inmediacionesde Medina. Es todo lo que sé. Ahora, siquieres matarme, hazlo. No me

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defenderé.—Te lo he dicho. No seré yo quien

te mate.Morgennes continuó su ruta,

lanzando poderosos golpes con suespada para abrirse camino a través dela jungla, por donde había pasado lo queparecía ser un navío gigantesco. Aquí yallá aparecían árboles derribados, y aúnpodían verse restos de cordajes y derodillos de madera, que probablementehabían servido para hacer avanzar elArca. Pero el bosque ya lo habíarecubierto casi todo, y los rastros nohabrían sido fáciles de seguir paraalguien menos experimentado que

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Morgennes. «¡Qué proyecto de locos! —pensó—. Pero ¿qué buscaban en estaterra incognita? ¿El Paraíso?»

Un espeluznante gruñido se dejó oír,lejos ante ellos. Parecía que todos losleones de la tierra rugían juntos, como siquisieran impedir que se acercaran.Dodin alcanzó a Morgennes.

—¡Es aterrador! Pero al menosparece que ha espantado a losmosquitos. El aire es más fresco.

Efectivamente el aire no era tanpesado y finas gotas de agua habíanreemplazado a los mosquitos. Las gotasse depositaban sobre los dos hombres,añadiéndose al sudor y esponjando sus

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ropas. Ambos se despojaron de suscotas de malla, y con gran sorpresa porsu parte, Morgennes oyó un tintineometálico que respondía, como un eco, alque había emitido su yelmo al caersobre la hierba.

Hurgando en la tierra con las manos,desenterró un esqueleto que aún ibaequipado con una coraza y un viejoescudo, qué parecían datar de la épocaromana.

—Debe tratarse de uno de lossoldados enviados por Nerón en buscade las fuentes del Nilo. Se dice queencontraron pantanos. Probablementemuy cerca de aquí.

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—¡Morgennes! ¡Ven a ver!Morgennes, que se había arrodillado

para observar mejor al soldado romano,se levantó y miró en la dirección que leindicaba Dodin. Una capa de nieblaocultaba la visión, pero podía percibir,viniendo del otro lado, el fragor de unrío cuyas aguas golpeaban contra lasrocas.

—¡Debe de ser por ahí! ¡Adelante!Los dos hombres se sumergieron en

un muro de sombra y bruma, por el queavanzaron durante un buen rato.Finalmente se abrió ante ellos una visiónque habría hecho llorar a los propiosdioses: el Nilo caía desde unos

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inmensos acantilados semejantes aimponentes dragones de piedra. Lasparedes eran tan altas que, a su lado, losárboles más grandes parecían frágilesarbustos.

—La primera de las seis —dijoMorgennes, que recordaba haber leídoque una serie de seis cataratas, cada unamás formidable que la anterior,separaban Cocodrilópolis de lospantanos del Lago Negro, donde seperdía la pista de las fuentes del Nilo.

—¡No me digas —bufó Dodin— quehan conseguido pasar por aquí y hacersubir el Arca hasta lo alto!

—¡Vamos a ver! —dijo Morgennes

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jadeante.—¡Cuidado! —gritó Dodin.Un movimiento en el agua había

atraído su atención. ¡Cocodrilos! Comoinofensivos troncos de árbol, losreptiles dejaban que la deriva losllevara hacia la orilla, en dirección a losdos hombres. Sin embargo, restos depiernas, brazos y torsos, en una mezclade carnes podridas y huesos mediotriturados, hacían pensar que ya sehabían dado un buen festín.

—¿Cuánto tiempo hace que estánahí? —preguntó Dodin, que no movíauna ceja, siguiendo los consejos deMorgennes.

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—Qué lugar más extraño —dijoMorgennes—. Se diría que aquí lostiempos se mezclan. Estos cuerpostienen sin duda varios meses, pero sediría que son de hace solo una semana.En cuanto al bosque, es como si sehubiera repoblado en una noche. Mira,se diría que no ha sufrido por el pasodel Arca...

—¡Es el bosque de los dioses! ¡Nosmatarán!

—No; si quisieran hacerlo ya lohabrían hecho. En cambio, hay algo enlo que estoy de acuerdo contigo: tambiéna mí me parece divino.

Por otra parte, este bosque le

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recordaba a otro, el que había visto ensus sueños en El Cairo. Un bosque queparecía un pantano, hormigueante dereptiles y de mariposas negras yblancas.

—¿Qué hacemos? —preguntóDodin.

—No podemos retroceder sintropezar con los hombres de Saladino.Creo que debemos continuar y encontrara Gargano, Nicéforo, Filomena y losdemás.

—A menos que estén ahí, bajonuestros ojos.

Como para responder a suspreguntas, un cocodrilo salió del agua y

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abrió sus fauces ante ellos. Entre susdientes, Morgennes distinguió un pedazode madera dorado cubierto de tejido; erael brazo de uno de los muñecosfabricados por Filomena, el brazo delcaballero san Jorge.

—Allí —dijo saliendo del fango conun ruido de succión—. Parece que hayuna especie de chimenea excavada en laroca.

Condujo a Dodin al pie de lacascada y le mostró una falla abierta enla piedra, por donde se podía trepar.Dodin le gritó algo, pero el estruendoera tan ensordecedor que Morgennes nooyó nada. Los saltos de agua hacían un

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ruido espantoso y la bruma cegaba a losdos hombres. Caminando a tientas, conDodin cogido a su cinturón, Morgennesllegó hasta las rocas. Una vez allí, buscóuna hendidura donde apuntalar los pies ylas manos, e inició la ascensión delimponente dragón de piedra.

Después de muchos esfuerzos ydesolladuras, Morgennes y Dodinalcanzaron la cima. Los dos hombres sehabían asegurado con ayuda de unacuerda, que Morgennes desató y enrollóalrededor de su torso.

—¡Increíble! —exclamó Dodin.En efecto, la visión a la que tenían el

privilegio de asistir era como uno de

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esos fabulosos cuadros de la naturalezareservados a un puñado de elegidos. Unmar de árboles entrecortado porcataratas envueltas en vapores seelevaba gradualmente hasta el horizonte,culminando en una montaña con la cimanevada, tan resplandeciente que parecíaun diamante. Sobre ella colgaba enequilibrio una luna rojiza y llena, que,por un curioso efecto óptico, amenazabacon caer rodando hasta el mar deverdor. En medio, a mitad de caminoentre la primera catarata y la montaña,una gran mancha marrón se extendíacomo si fuera la lepra apoderándose delbosque.

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—Los Pantanos del Olvido —murmuró Morgennes.

Por fin comprendía por qué nadiehabía encontrado nunca las fuentes delNilo. No era por falta de medios, devoluntad, de suerte o de coraje. No. Erasimplemente porque era imposible.Estaban defendidas por los dioses.

Pero lo más extraordinario, algo quenadie antes que ellos habíacontemplado, era la gran embarcaciónembarrancada en el corazón de lospantanos, volcada hacia un lado, comoun navío caído del cielo.

—¿Dónde está la gente? —preguntóMorgennes—. ¿Dónde están los

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centenares de egipcios que ayudaron atransportarla hasta aquí, y dónde está latripulación?

Dodin colocó la mano sobre los ojosy escrutó el bosque hasta el horizonte.Pero no vio a nadie. En el aire soloresonaban los gritos penetrantes de lospájaros y las bestias salvajes, queconseguían atravesar la densa tela delfragor de las aguas.

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Capítulo VII

Los pantanos de lamemoria

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57

La visión de su espada quebrada levuelve loco de rabia

y lanza el pedazo que conserva en elpuño tan lejos

como puede.

CHRÉTIEN DE TROYES,Erec y Enid

—Pero ¿qué mierda de espada es

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esta? —se indignó Amaury.El rey volvía de la refriega, en la

que la hoja de Crucífera había voladoen pedazos al chocar contra el escudo deun enemigo. Mientras se acercaba aGuillermo para mostrarle el muñón deespada que tenía en la mano, le dijo:

—¡Por mi vida te juro que si algúndía vuelvo a encontrar a Palamedes, leretorceré el cuello con mis p-p-propiasmanos!

Dominado por la ira, Amaury lanzólo que quedaba de Crucífera endirección al campo de batalla y añadió:

—¡Esto no ha ocurrido nunca!—¿Majestad?

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—No quiero p-p-pasar por un reyridículo.

—Pero, majestad, nada podría estarmás lejos de mis intenciones.

—¡Es lo que soy!—¡No, majestad! Han abusado de

vuestra buena fe, y vos os habéismostrado... crédulo.

—Qué importa eso. Tú p-p-prométeme que olvidarás esta escena.

Guillermo guardó silencio uninstante, para dar tiempo a que Amauryse calmara. Luego, al ver que parecíahaberse serenado, le dijo:

—Majestad, cuando me encargasteisque escribiera el relato de vuestra vida,

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me dejasteis bien claro que debía decirla verdad...

—De ningún modo —dijo Amaury—. ¡Solo te pedí que no mintieras! Noes lo mismo. De manera que no estásobligado a contar que una vez más me heencontrado con una espada de p-p-pacotilla en la mano, enfangado en unaexpedición militar que se encamina a laderrota.

—Bien, majestad. Como queráis...Guillermo bajó la cabeza. ¿Cómo

quedaría su Gesta Amauricii si debíaeliminar todos los acontecimientos quemostraran una imagen pocofavorecedora del rey? ¿Cómo resultaría?

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Tampoco podía rebajarse a redactar unode esos cuentos donde todo erainvención. Una de esas sagas queentusiasmaban a los nórdicos.

Recordó las peripecias de esosúltimos meses. Primero el fiasco de laanterior expedición de Amaury a Egipto.Su incapacidad para plantar cara a lospares del reino y a los hospitalarios. Elpillaje de Bilbais. La llegada de Shirkuhy Saladino a El Cairo. El fracaso de lainsurrección, la desaparición deMorgennes y de los conjurados. Y luego,para acabar, el inesperado regreso deese pretendido embajador del PresteJuan y el fabuloso regalo que había

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ofrecido al rey: Crucífera. La antiguaespada de san Jorge. Una hoja quemataba dragones.

Gracias a ella, Manuel Comnenohabía aceptado, muy oportunamente,enviar una poderosa flota para apoyar alas tropas de Amaury en su últimatentativa de conquistar Egipto.

—Crucífera, la espada santa. Pero¿cómo saber si efectivamente lo es? —había preguntado Amaury al recibir estepresente de manos de Palamedes, en lasala del trono de su palacio, enJerusalén.

—Miradla bien, majestad —habíarespondido Palamedes—. La hoja tiene

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forma de llama, escupida por un dragóncuyas fauces son el guardamano, y elcuerpo, la empuñadura de la espada.

—En fin —había dicho Amaury—,si vos lo decís... De t-t-todos modos, loimportante no es que yo os crea, sinoque el emperador de los griegos lo crea.

—¡Lo creerá!Palamedes tenía razón. Por otra

parte, Manuel Comneno estaba más queinteresado en creerlo. Así, después dehaber informado a Amaury de que lasobrina nieta que le había prometido enmatrimonio había desaparecido, le habíaautorizado a conservar la espada de sanJorge. Además, tal como estaba

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previsto, había ordenado a la flotaimperial que alcanzara las costasegipcias y se pusiera bajo el mando deAmaury. Juntos reconquistarían Egipto alos damascenos. Luego, una vezhubieran encontrado de nuevo a susobrina nieta, Amaury se desposaría conella. Y finalmente Manuel Comnenorecibiría de manos de Amaury una de lasmás hermosas piezas que le faltabanpara completar su colección dereliquias: ¡Crucífera!

Pero, para Guillermo de Tiro, estasupuesta Crucífera no valía mucho másque el pretendido rango de embajador,al servicio del Preste Juan, de

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Palamedes. Probablemente era unaespada de gala, forjada apresuradamenteen un zoco de El Cairo para dejar a losmirones con la boca abierta. Y a losreyes...

«No sé qué daría por conocer laverdad de todo esto —dijo Guillermopara sí—. No me sorprendería descubrirque Palamedes no es más que unconspirador interesado únicamente enver cómo Saladino abandona El Cairo, yque, después de haber intrigado para quelos griegos no intervengan, se esfuerzaahora en hacerles venir.»

Pasándose su bastón con cabeza dedragón de una mano a la otra, Guillermo

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volvió a subir la pequeña colina en cuyacima Amaury había hecho levantar sutienda. Desde ese promontorio sedominaba toda la llanura, con Damietadebajo; al sur, el Nilo; al este, eldesierto, y al oeste, de nuevo eldesierto, pero esta vez en manos de losegipcios. Y por tanto, de Saladino.

Guillermo trepó a lo alto de lacolina, con la espalda encorvada y unamano en la cadera. Un punzante dolor enlas rodillas le recordó que envejecía.«Estos ejercicios ya no son propios demi edad. No debería abandonar miscriptorium.»

Un estruendo le hizo estremecer. Una

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catapulta había alcanzado su objetivo:una muralla a la que los francosapuntaban sin descanso desde hacíaocho semanas, con gran irritación de losbizantinos. Estos últimos, mandados porConstantino Colomán, querían lanzar elasalto sin esperar más: «¡Estamosperdiendo tiempo! —se indignabaColomán—. Y eso es, después de losvíveres, lo que más nos falta. ¡Hay quegolpear! ¡Ahora!». Pero el grueso de lastropas de tierra estaba constituido porinfantes y caballeros francos del reinode Jerusalén, y como de costumbre,Amaury trataba de contemporizar;mientras, se entregaba a uno de sus

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pasatiempos favoritos: la construcciónde máquinas de asedio.

—¡Lanzarse al asalto es exponerse agraves p-p-pérdidas! Mientras quesometiendo esta muralla a incesantes b-b-bombardeos, puedo esperar derribarlamanteniéndome a resguardo. Entoncesnuestras tropas ya no tendrán ningunadificultad para p-p-penetrar en laciudad.

—Majestad —decía Colomán—, mepermito recordaros que este lado de laciudad está ocupado por los coptos.

¡Los coptos! Guillermo distinguía,detrás de las altas murallas apenasdañadas de Damieta, las grandes cruces

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doradas de sus iglesias. Una de ellas,alcanzada por una piedra, estaba ahorade través. ¿Cuántas veces los cristianosde Jerusalén habían traicionado a susprimos egipcios desde que Amaury erarey? Sin duda alguna, demasiadas.

De hecho, los coptos habían rototodos los contactos con los francos.

Estos habían establecido sucampamento cerca del puerto deDamieta, adonde Palamedes habíaprometido que llegarían los dragones.Guillermo esbozó una sonrisa. A sumodo, Palamedes no había mentido. Sehabía limitado a no decir toda la verdad.A modo de dragones, fueron

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cuatrocientas naves bizantinas, losdromones, las que acudieron. Es decir,prácticamente la totalidad de la flotaimperial. Largos tubos metálicos, a losque los artesanos habían dado laapariencia de unas fauces de dragón,estaban fijados a la proa de los navíos yescupían fuego sobre las navesadversarias, hacia las que bogaban contoda la fuerza de sus alas; es decir, desus velas.

No había ningún misterio en ello.Como mucho, solo un secreto: el de lacomposición del fuego griego empleadopor los bizantinos. Además, losdragones prometidos habrían llegado de

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todos modos, ya que eran la flotabizantina. Los francos se habían dejadotomar el pelo. Una vez más, habían sidomanipulados. Desde el principio,Guillermo sentía que planeaba unasombra sobre ellos, como si alguienbuscara enfrentar a las diversas fuerzascristianas con las orientales. ¿Quién?¿Con qué objetivo? Guillermo loignoraba. Pero sabía que en la mesa entorno a la cual se habían sentado paraguerrear damascenos, egipcios,bizantinos y francos de Jerusalén y de lacristiandad, alguien más se habíainstalado, de incógnito.

—¡Ilustrísima!

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Guillermo, que se preguntaba quéimportante personaje habría osadoaventurarse en ese barrizal, miróalrededor.

—¡Messire Guillermo!¡Por Dios! ¡Si era él! Desde que

había sido nombrado arzobispo de Tiro,Guillermo tenía serias dificultades paraacostumbrarse al título de «ilustrísima».Miró hacia la parte baja de la colina yvio a Alexis de Beaujeu, que subía haciaél a toda prisa, seguido por una pequeñacuadrilla de hombres armados.

«Dios Todopoderoso —se dijoGuillermo—. ¿Qué pasa ahora?»

—¿Qué ocurre?

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—¡Hay que avisar al rey! —respondió Alexis—. ¡Una desgracia!¡Ha ocurrido una desgracia!

—¡Buen momento para eso! ¿De quédesgracia hablas?

Alexis de Beaujeu se detuvo a laaltura de Guillermo para recuperar elaliento, y solo consiguió balbucir:

—Muerto... ¡Está muerto!—¿Muerto? Pero ¿quién? —

preguntó Guillermo, que de pronto habíapalidecido.

A juzgar por la agitación de Alexis,temía que fuera el heredero del trono:Balduino IV. Pero Alexis balbució:

—¡Omega! Omega...

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—Omega III —dijo Guillermo,aliviado—. ¿Cómo ha ocurrido?

—El animal excavó en la tierra paraacceder a una de las tiendas dondeguardamos las provisiones. Se llenó lapanza...

—Hasta reventar —concluyó porAlexis un joven mercenario llegado deGascuña.

—Bien. Ya veo. Dejadme anunciarla noticia al rey. —Y luego, dando subolsa a Alexis—. Tomad. Tratad deencontrar a otro chucho. Un basset.¡Pardo!

—A vuestras órdenes —dijo Alexis,que al momento partió con sus hombres

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en dirección al campamento, una vastaextensión de tiendas plantadas en elfango.

«Mal asunto —pensó Guillermo—.Muy mal asunto... Si los bizantinos seenteran de que aún tenemos provisionesy de que los perros del rey las saqueancuando nosotros no les damos nada, nosarriesgamos a que se lo tomen muymal.»

Hacía varios días que los bizantinos,que solo habían embarcado víveres paratres meses —lo que parecíaampliamente suficiente para unacampaña de este tipo—, no tenían quellevarse a la boca más que brotes de

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palmera, algunas avellanas y castañas.Por miedo a quedarse él también justode provisiones, Amaury se había negadoa compartir los víveres que llevaba suejército. ¿No rondaba por su mente elpensamiento de que si la carestía seagravaba, los bizantinos se veríanobligados a volver a Constantinopla,dejándoles como únicos vencedores delcombate? ¿No había influido en sudecisión la idea de que si compartía losvíveres, serían no «uno», sino «dos»,los que acabarían padeciendo hambre?

Sí, probablemente esas eran lasideas, un poco locas, que habíangerminado en su mente. Porque aunque

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Amaury era un rey ambicioso, eratambién un rey que confundía con ciertafrecuencia los sueños y la realidad. Así,la obra iniciada por Guillermo separecía cada vez más a la enumeraciónde una larga, muy larga, serie defracasos.

Así era la vida de Amaury. Unasucesión de fracasos, a la que se habíanincorporado numerosos reveses,desengaños y fiascos. Sus únicos éxitosse reducían a Egipto, al que habíaconvertido —durante escasos meses—en un protectorado franco. Y su hijo. Unjoven colmado de cualidades: recto,honesto, valeroso, inteligente. Y

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evidentemente, Guillermo sabía quehabía tenido cierta participación en eseéxito, y se enorgullecía de ello ensecreto.

Pero en el momento en el quellegaba a la tienda real, un estruendo enla llanura le hizo estremecerse.

«¿Otra piedra de catapulta?»No, esta vez era más grave. Un soplo

gigantesco, un calor, una luz, algoextraordinariamente poderoso se habíaproducido en el puerto de Damieta,frente al que la flota bizantina habíaechado el ancla. Una cadena, que corríade un extremo al otro de la entrada delpuerto, impedía que la flota penetrara

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hacia el interior de la ciudad y pudieratomarla al asalto. Hacía meses que elNilo permitía que los egipciosaprovisionaran Damieta. Meses durantelos que estos se habían divertidocontemplando cómo los francos y losbizantinos se esforzaban inútilmente enconquistarles.

Y ahora, desde las murallas delpuerto, los soldados y los marinos deDamieta reían viendo cómo losdromones bizantinos ardían uno trasotro. Uno de los suyos —un tal Taqi—había conseguido introducirse en una delas galeras griegas y utilizar su armacontra ella: ¡el fuego griego! De

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predadoras, las naves bizantinas sehabían convertido en presas. Las velashabían ardido tan rápidamente como sifueran de papel, y el azul de las aguasdel puerto había dado paso al colorpardo de los bizantinos que saltaban desus naves incendiadas. Ya no se veíaagua por ninguna parte; las cabezas delos marinos desaparecían bajo las ratas,que también trataban de escapar de lasllamas.

—¡Majestad! —gritó Guillermo—.¡Majestad!

Amaury salió corriendo como unloco de su tienda, y no necesitó queGuillermo se lo contara para

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comprender lo que había ocurrido. Unincendio estaba haciendo estragos en laflota de sus principales —¡y únicos!—aliados. ¡Había que salvarlos!

—¡Passelande! —gritó Amaury.Un paje le llevó un caballo

ricamente enjaezado.—¡Deséame suerte! —gritó Amaury

a Guillermo mientras montaba.Luego espoleó su montura y bajó por

la colina en dirección a las orillas delNilo, donde estaban amarrados algunosdromones indemnes. Pero ¿por cuántotiempo? Porque el viento ya selevantaba y llevaba hacia los francosolores de carne, madera y velas

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quemadas. Perdidos. Estaban perdidos.Las lágrimas se deslizaron por lasmejillas del rey, que de pronto se sintiómuy cansado. «¡Vamos! ¡Serénate!¡Piensa en tu hermano! ¡Piensa en tupadre!»

Amaury espoleó a Passelande y sedijo: «¡Piensa en tu hijo!».

—¡Por Balduino! ¡Por Balduino!Se llevó la mano al costado para

desenvainar su espada, y recordó que lahabía tirado. Contrariado, mantuvo sumontura al galope, llegó junto a una delas naves bizantinas y lanzó a su caballoen dirección a la pasarela que permitíasubir a bordo —y por donde la

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tripulación desembarcaba aterrorizada.Incapaces de maniobrar, pues el

canal estaba saturado de navíos tratandode huir del incendio que se extendía atodas las embarcaciones de la flotaimperial, los marinos formaban unaoleada continua de personas queimpedían que les socorrieran.

—¡Quedaos en vuestro p-p-puesto!—les gritó Amaury, lanzándolespuntapiés para impedir que huyeran—.¡Y dejadme p-p-pasar!

Pero un coloso nórdico, querespondía al nombre de Kunar Sell (unode los mercenarios formados porColomán, que había pertenecido a la

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guardia personal de Manuel Comneno),se cargó al hombro su pesada hacha ydijo al rey:

—¡Majestad, hay que huir! ¡La flotaestá perdida!

En ese momento, Colomán corrióhacia ellos gritando:

—¡Majestad! ¡Kunar Sell!¡Seguidme, necesito a hombresvalerosos para salvar lo que aún puedeser salvado!

Amaury y Kunar Sell intercambiaronuna mirada y siguieron a Colomán. Eljefe de los bizantinos, que se sentía tancómodo sobre sus naves como en tierrafirme, saltó de un puente a otro hasta

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llegar al centro de la hoguera.—Esos malditos han incendiado el

corazón de la flota. ¡Tenéis queayudarme a reunir al mayor númeroposible de marinos para hundir losnavíos que están más cerca de lasllamas!

—¡Tu hacha! —ordenó Amaury aKunar Sell.

Este miró al rey con expresióndubitativa, pero Colomán gritó:

—¡Haz lo que te dice! ¡Dale tuhacha!

Kunar Sell tendió su pesada hacha aAmaury, que por primera vez pareciósatisfecho del arma que tenía.

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—Toma esto —dijo Colomán aKunar Sell, dándole un sable deabordaje—. Es lo mejor que he podidoencontrar.

Kunar Sell sopesó el sable, marcóunos pasos de esgrima, se dio cuenta deque era de muy mala calidad, se encogióde hombros y fue a unirse a Colomán,que le llamaba:

—¡Por aquí! ¡Por aquí! ¡Bizantinos,conmigo!

Amaury, por su parte, galopódirectamente hacia los navíos máspróximos al puerto egipcio y a sustemibles ballesteros.

—¡A mí, los francos! ¡A mí!

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Solo un puñado de hombres seunieron a él, entre los cuales Amaurydescubrió con alegría a Alexis deBeaujeu.

—¡Qué m-m-magnífica sorpresa! —exclamó.

—Majestad, justamente os buscabapara deciros...

—¡No es el momento! Hay quesalvar la flota.

No había terminado la frase cuandouna viga en llamas cayó entre Alexis y elcaballo de Amaury. Los dos hombressolo consiguieron salvar la vida graciasa sus excelentes reflejos, que leshicieron, a uno, echarse hacia atrás, y al

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otro, encabritar su montura. Unahumareda negra se elevó del barco, queempezó a desintegrarse entre crujidos.

—¡Hundámoslo! —gritó Alexis.—No —dijo Amaury—. Es

demasiado tarde.Seguidos por algunos valientes, los

dos hombres pasaron al puente del barcocontiguo para romper las amarras yenviarlo a pique. Para hacerlo,descendieron a las calas y descargaronviolentos golpes con sus hachas,espadas y lanzas en el casco del navío,confiando en hacerlo zozobrar. Porsuerte, los dromones eran una especie degaleras de casco plano, construidas para

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la navegación costera o fluvial, más quepara alta mar, y no eran demasiadodifíciles de hundir.

Así, un primer navío fue enviado avisitar a los cangrejos antes de quetuviera tiempo de hacer arder a suvecino. Era una primera victoria. Peronecesitarían muchas, muchas más, parasalvar aunque solo fuera una décimaparte de la flota bizantina. Alexis yAmaury tenían la impresión de lucharcontra una epidemia. Como no teníanidea de cómo se extendía el incendio alos demás barcos, trataban de salvar elmáximo de ellos, y esto les aproximabapeligrosamente a las murallas de

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Damieta, donde los ballesteros lesapuntaban con sus armas. Dos dardossalieron disparados. El primero se clavóno muy lejos de ellos, en un banco deremeros, y el otro se perdió en las aguasdel puerto.

«Qué extraña guerra —se dijoAmaury, observando los dromones—.Suerte que no eran verdaderos dragones,porque la derrota habría sido realmentedemasiado humillante.»

Había tanto humo que Amaury yAlexis no veían a dos palmos de su narizy debían mantener constantemente unamano libre para sostener ante su rostroun pedazo de tela empapado en agua.

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Amaury redobló sus esfuerzos, lanzandoviolentos golpes contra los cascos delos barcos que abordaban y ordenando aAlexis y a sus hombres que cortaran loscordajes que unían a las naves entre sí ylanzaran las pasarelas al mar. En cuantoel navío sobre el que se encontrabanempezaba a hundirse, Amaury seaseguraba que su pequeño equipohubiera llegado sano y salvo al barcomás próximo. Luego volvía a montar aPasselande y le hacía retroceder unospasos para tomar impulso y saltar a lanave contigua. ¿Cuántas vecesestuvieron a punto de morir, cercadospor las llamas o atravesados por un

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proyectil? Nadie podría decirlo. En todocaso, lo cierto es que Amaury y Alexisde Beaujeu hicieron algo más quecontribuir a ayudar a Colomán y a KunarSell a proteger la flota bizantina. Lasrelaciones entre el poderoso imperio yel pequeño reino franco de Jerusalén,que amenazaban con envenenarse, sesalvaron gracias a ellos.

Estábamos a finales de otoño delaño de la Encarnación de Nuestro Señorde 1169, y la batalla había acabadoantes incluso de haber empezadorealmente. Damieta se había salvadogracias a la acción de un muchachovaleroso: Taqi ad-Din.

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Amaury volvió al campamentocuando ya era noche cerrada,acompañado únicamente por Alexis deBeaujeu y otro soldado. Los restantesmiembros de su pequeño equipo habíanmuerto, y ellos estaban extenuados,magullados, quemados. Passelande teníalas crines chamuscadas. Después deconfiarlo a un lacayo, Amaury volviólos ojos hacia el Nilo, donde algunosnavíos acababan de consumirse,mientras otros izaban en la lejanía susvelas de supervivientes. Volvían haciaConstantinopla.

—Gracias a vos, majestad —dijoGuillermo, acercándose al rey—, el

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fracaso no ha sido absoluto.Pero Amaury no le respondió.

Lloraba. Para él, los cascos incendiadosde los dromones bizantinos eran comolargos cuerpos de dragones agónicos,que solo encontrarían la paz en losfondos marinos.

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Oía una voz que le llamaba, pero nosabía quién le requería;

pensó que debía de ser un fantasma.

CHRÉTIEN DE TROYES,Lanzarote o El Caballero de la Carreta

Morgennes se agachó, rozó lasuperficie del agua, y luego se llevó lamano a la boca. El agua tenía sabor a

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limón, a tierra ácida.—El Nilo ha iniciado la decrecida

—dijo a Dodin.Pero, cuando se volvió, Dodin ya no

estaba allí. Morgennes se incorporó yescuchó los ruidos del bosque, contodos los sentidos alerta. La naturalezaestaba extrañamente silenciosa, como silos pájaros hubieran olvidado piar, y lasfieras rugir. No se oía nada, excepto unronquido sordo que no le pareció nadatranquilizador.

—¡Dodin! —llamó Morgennes.Nadie respondió, y su grito se

perdió entre la maraña vegetal.Entonces Morgennes contó diez

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latidos de su corazón y volvió sobre suspasos. ¿Cuánto tiempo hacía quecaminaban en esta jungla, en dirección alos pantanos? La luz penetraba condificultad en el sotobosque, y algunosdías eran tan oscuros como las noches.Hacía mucho que Dodin había perdidola noción del tiempo. Pero Morgennes sísabía. Hacía siete semanas y... No, sietedías.

No.Siete meses... Se sentía ligeramente

aturdido; se tocó la frente con la puntade los dedos y murmuró:

—Vaya, pareces cansado...Cansado. Sí. Ambos estaban

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agotados. Pero solo Dodin había dadomuestras de una fatiga extrema.Morgennes, en cambio, estabatotalmente concentrado en su objetivo:alcanzar los pantanos y el navío queyacía en su seno, encontrar a Gargano.El paso de las últimas cataratas habíasido particularmente duro para ambos, yen varias ocasiones Morgennes habíatenido que llevar a Dodin a la espalda.

Pero ¿dónde estaba Dodin?Morgennes rehízo en sentido

contrario parte del trayecto que habíanrecorrido para llegar hasta allí. Sinembargo, como en el Laberinto delDragón, tenía la sensación de que la

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naturaleza había cambiado. Esosárboles, con raíces tan altas y tangruesas que parecían troncos, no estabanahí cuando había llegado, hacía unashoras. Pero ¿era realmente aquí? ¿Obien era unos días antes?

Morgennes ya no lo sabía.Sus fuerzas le abandonaban. Incluso

su memoria, su tan preciosa aliada,parecía haberse esfumado, absorbidapor las innumerables sanguijuelas que lecubrían las piernas. Para verificarla,recordó cada uno de los momentospasados con Guyana, y comprobó conalivio que en lo referente al amor sumemoria permanecía intacta.

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—Lo recuerdo. Sí, lo recuerdo.Morgennes sintió de pronto un vivo

dolor, como si le hubiera alcanzado unrayo. ¡Dodin! ¡Dodin habíadesaparecido hacía varios días, y élhabía partido en su busca!

—¡Vamos, en marcha!Dio unos pasos más en la bruma,

rodeó la enorme higuera ante la queacababa de pasar hacía un instante, y sepreguntó si no había visto ya ese árbolen alguna parte. Pero ¿cuándo?Entonces, al levantar los ojos,distinguió, colgadas en las altas,altísimas ramas del árbol, una decena demarionetas de color gris pálido, varones

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y hembras. Sus miembros sebalanceaban al viento, y el dulce tintineode sus articulaciones componía unaextraña canción que decía: «Comonosotros, como nosotros... Clic, clic,clic... Eres como nosotros... Clic, clic,clic... Te unirás a nosotros, pronto, muypronto...».

«Me estoy volviendo loco —se dijoMorgennes—. Estoy perdiendo la razón.Vamos, reflexionemos. ¿Qué decíansobre estos pantanos? ¿Que en ellos seperdía la memoria?»

—No olvidaré, no olvidaré...«Pero ¿qué hacen estas marionetas

ahí arriba, en los árboles? ¡Por Dios, si

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es evidente! ¡Nadie ha subido acolgarlas! Es solo que como el Niloestaba más alto, mucho, mucho más alto,el Arca navegó sobre ellos, y luegoalguien las lanzó al agua. Entonces sehundieron y quedaron enganchadas enlas ramas.»

Una de las marionetas oscilabapeligrosamente por encima de él; suspies miraban al norte, al este, luego denuevo al norte, luego de nuevo al este...Esta visión macabra le dio escalofríos, yse apoyó en las raíces de un árbolgritando:

—¡Dodin!Pero esta vez era una llamada de

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auxilio. A Morgennes le daba vueltas lacabeza, como si viera el bosque a travésde los ojos del muñeco, con su marinfinito de árboles y, en algún lugar alpie de esta higuera verdosa, al propioMorgennes, que se estaba buscando. Derepente, cuando ya estaba convencido dehaber perdido definitivamente la razón,sonó una melodía. Una dulce y hermosamúsica de órgano.

—Conozco esta música, y conozcoeste órgano... ¡Es el de Filomena! Elórgano con tubos acabados en bocas dedragón que le gustaba tocar a Nicéforocuando nos deteníamos.

Curiosamente, esa música le

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tranquilizó. Parecía dirigirsedirectamente a él, a su alma. Decía:«Ven por aquí. Confía en mí, soy tu guía.Ven y estarás seguro. Por aquí... Aquíestá tu casa».

Morgennes se alejó del árbol, lanzóuna última ojeada a las marionetas ycaminó hacia la música. «¿Y si era unatrampa? ¿Una trampa tendida para queme pierda? ¿Cómo saber si no he caídoya en ella un decena de veces? Lamúsica me aleja del árbol, me atrae consus cantos de sirena y luego seinterrumpe bruscamente, dejándome enmedio de los pantanos. ¿Ha ocurrido esoya? ¿Cuántas veces? ¿Así nos separaron

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a Dodin y a mí? Pero ¿tengo elección, enrealidad?»

Aunque con dudas, Morgennescaminó en dirección a la música.Apenas reconocía el paisaje queatravesaba: árboles demasiado grandes,agotados de tan viejos y que, noteniendo ya un lugar donde morir, sedesplomaban sobre las ramas de otrosmás pequeños. Ramajes entremezcladosque se alimentaban de todos los troncos,absorbiéndose los unos a los otros,aferrándose, arañándose, a la vezcarceleros y prisioneros de sí mismos.Lianas rasgando la oscuridad, llenandolos vacíos que los árboles no habían

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sabido ocupar; musgos, líquenes, setas;un suelo esponjoso, empapado, en el quecostaba mucho esfuerzo avanzar.Tentáculos marronosos, grandestelarañas, de las que no se sabía sihabían sido tejidas por vegetales o poranimales. ¿Tal vez por ambos? Paredesde mosquitos donde los brazos batían elaire, impotentes. «Como tratar de abrirel mar Rojo», pensó Morgennes.

—Necesitaría un milagro. ¡Guyana!¿Por qué te abandoné?

Luego recordó súbitamente que eraella la que había partido. Deberíahaberla retenido. Sujetarla del brazo ydecirle: «No te vayas. Perdón.

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Perdóname. No sé qué ocurrió. Si lohubiera sabido, no habría actuado así.Iba a confesártelo todo, pero no tuvetiempo. ¡Iba a decírtelo todo!».

Por momentos, en su delirio, tenía laimpresión de que eso era lo que habíahecho. Le había hablado, la habíaestrechado entre sus brazos y se lo habíaexplicado todo. Al principio había sidodifícil, pero ella había acabado porescucharle. Y al final le habíaperdonado. Apretándola contra sí, lehabía acariciado los cabellos mientrasle decía: «Vuelve a tu casa. Vuelve conlos tuyos. Ve a Francia, ve a ver aChrétien de Troyes, es mi mejor amigo.

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Espérame en su casa. Cuida de nuestrohijo. ¡Volveré en cuanto pueda!».

Realmente era lo que recordabahaberle dicho.

Después de haber caminado duranteuna eternidad, Morgennes llegó a unvasto claro pantanoso. Los Pantanos dela Memoria, llamados también LagoNegro, a causa del tono lustroso de susaguas, que eran negras como el carbón ydonde nada, ni siquiera las estrellas, sereflejaba. Aquí y allá, un ruido dechapoteo delataba la presencia decocodrilos. Sus cuerpos se fundían tan

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bien con el fango que era casi imposibledistinguirlos. ¿Qué tamaño debían detener? Era difícil saberlo. Pero el últimoque Morgennes y Dodin habían visto,había abierto tanto la boca como paratragarse un caballo.

Además de cocodrilos, el lugar eraun hormiguero de serpientes, que sedeslizaban silenciosamente por lasuperficie del agua. Una de ellas seacercó a Morgennes y pasó por encimade su bota. Extrañamente, no tuvomiedo. Sabía que esta serpiente no leharía ningún daño, igual que sabía quelos cocodrilos le dejarían tranquilo.

¿Tal vez era a causa de la música?

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¿Tendría el poder de adormecer a losreptiles? ¿De arrebatarles cualquierdeseo de atacar? Pero no, Morgennes seengañaba. Porque aquí y allá se veíanosamentas. A juzgar por su estado,algunas debían de estar ahí desde hacíasiglos. Huesos medio roídos,abandonados; islotes formados por unmontón de esqueletos, desorden de cajastorácicas y caos de cráneos con lasórbitas vaciadas. Era imposible dar unpaso en estos pantanos sin hacer crujirun hueso bajo la suela. Este siniestroespectáculo le recordó confusamente aotro, en el patio de un palacio, enJerusalén. De aquello hacía mucho,

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mucho tiempo. Un rey celebraba sucoronación. Y una compañía de teatrohabía llegado en el momento justo pararepresentar una obra que narraba. .. ¡elcombate de un caballero contra undragón! Ahora Morgennes estabaseguro: estos pantanos, el Lago Negro,ocultaban una gruta donde vivía undragón. Llevándose la mano al costado,sujetó la pequeña espada que habíaarrebatado a Dodin y se preparó para elcombate.

Pero aquel no era momento paracombatir. Por otra parte, la músicaseguía sonando, cada vez con mayorclaridad. Tratando de orientarse en ese

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laberinto sin pasadizos, Morgennesdistinguió unas ramas de árbol quesobresalían del agua como si fuesenbrazos pidiendo socorro. El Arca nodebía de estar muy lejos; estabaconvencido. Decenas de luces blancasse encendieron en torno a él. No sabía siestaban cerca o lejos, si eran pequeñas ograndes, pero eran muchas. Flotaban enel aire sin hacer ruido. Curiosamente,esto le llenó de felicidad. Notó unapresencia reconfortante, y recordó a sumadre, había salido a la puerta de supequeña vivienda y le llamaba:«¡Morgennes, ven a comer!».

También llamaba a su hermana, pero

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sin nombrarla.Por cierto, ¿cómo se llamaba?

Morgennes buscó en vano en sumemoria; no lo recordaba. Tambiénhabía olvidado los nombres de suspadres. Pero veía perfectamente a sumadre, sus largos cabellos recogidos enuna trenza que colgaba sobre su espalda,su delantal inmaculado y sus manosdulces y finas, que no eran manos decampesina.

Su padre, con el martillo al hombro,volvía de la forja. Los «¡clang!, ¡clang!,¡clang!» y los «¡ting!, ¡ting!, ¡ting!»habían enmudecido, y solo quedaba elzumbido del hogar, que su padre

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mantenía constantemente encendido.Nunca lo había apagado. Sin que

importara la cantidad de madera quetuviera que introducir en él, nuncapermitía que el fuego se extinguiera.Morgennes esbozó una sonrisa: «¿Quétenía ese fuego que fuera tan particular?¿Por qué era tan valioso?».

De pronto oyó una voz. Era suhermana, que le llamaba:

—¡Morgennes!Miró a derecha e izquierda y

preguntó:—¿Dónde estás?Pero no había nadie. Debía de ser un

fantasma.

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Entonces, desesperado, se puso asilbar la dulce melodía del órgano, loque le dio nuevas fuerzas. Revigorizado,continuó su camino en dirección al Arca.

Unas sombras se dibujaron ante él.Varios hombres y mujeres de piel

oscura, que oscilaba entre el bronce y elnegro, estaban agachados en el agua, conla cabeza baja, en medio de lassanguijuelas. Le recordaron a losadeptos de la secta de los ofitas, a esoscentenares de personas que habíanadorado a la Serpiente bajo la mirada deMorgennes en el templo de Apopis.Tenía la sensación de que aquello habíasucedido en otra vida. ¿Habían acudido

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aquellos hombres en busca de la Cola dela Serpiente?

Morgennes caminó entre ellos,tratando de cruzar su mirada con la suya.Pero sus ojos estaban vacíos. Laslucecitas se movían sobre sus cabezas,iluminándolos un breve instante paradevolverlos enseguida a la sombra.Aunque no eran luces, no. Eran...

Atrapó una, cerró el puño e inclinóla cabeza para observarla. Era unapequeña mariposa blanca. Muerta,aparentemente. Morgennes le soplóencima. Entonces la mariposa se agitósuavemente, se volvió negra, y luegoemprendió el vuelo, sembrando a su

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estela finas nubecillas de un polvo negroy blanco que parpadeaba extrañamente.Morgennes se dio cuenta de que lasluces palpitaban al ritmo de la músicade órgano, que seguía sonando, cada vezmás cerca de él. Tontamente, sin saberpor qué, llamó:

—¿Dodin?—¡Por aquí! —le respondió una voz

aflautada.No era su hermana, sino una voz que

conocía... ¿La de Nicéforo?—¿Nicéforo? —llamó Morgennes.—¿Morgennes? ¡Por aquí!Morgennes corrió, luego tropezó con

un cuerpo y cayó cuan largo era sobre el

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fangal, donde se le hundió la cara.Aunque había abierto la boca paragritar, no pudo proferir ningún sonido;pero lo que vio le horrorizó: cincocaballeros, uno de los cuales llevabauna gran cruz roja sobre su túnicablanca, perseguían a un hombre, a suhija y a su hijo pequeño. El hombre erasu padre. La hija, su hermana. Y elniño...

Morgennes agitó las manos, trató degritar de nuevo, pero solo consiguiótragar más fango. Iba a morir. Todo leoprimía. Se ahogaba.

Sus piernas ya no eran las suyas, susbrazos ya no le pertenecían. Su cabeza,

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apenas. Su campo de visión se reducíapeligrosamente, y sintió una mano fríaque le apretaba el corazón, una manoque decía: «¡Te llevaré al OtroMundo!».

En ese momento, una luz brilló enlas profundidades del pantano. Una luzque se manifestó primero bajo la formade una mano que le acarició la partebaja del rostro. Esa mano era dulce ydecía: «¡Vive! ¡Vive, hermano mío! ¡Teamo, ve!».

Morgennes tendió los brazos haciadelante, tratando de sujetarla. ¿A quiénpertenecía?

Apareció un rostro. El de su

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hermana.Al principio parecía hacer

melindres, entrelazando los dedos anteel vestido, pero luego se echó a reír,como hacía tan a menudo cuando habíahecho una tontería, y exclamó:

—¿No me reconoces? ¿No dicesnada?

—Sí. ¿Qué haces aquí?—Este es el Reino de los Muertos, y

aquí es donde vivo.Era translúcida, y a través de su

cuerpo Morgennes veía el fango de lospantanos.

—Pero...—Siempre te he amado. Por

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desgracia, la vida no quiso quenaciéramos los dos, y yo morí paradejarte vivir. Soy la hermana gemelaque deberías haber tenido.

—¿Mi hermanita gemela? ¡Habríadado mi vida por ti!

—Lo sé.—Perdón —le dijo Morgennes—.

¡Me habría gustado tanto que vivieras!—¡Pero viví! Porque Dios me

permitió volver. Se apiadó de tusufrimiento y del de nuestros padres.Nos permitió estar juntos. La niña quetuvieron después, tu hermanita, ¡era yo!

Acarició fugazmente la cruz debronce que Morgennes llevaba sobre el

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corazón.—¡Estoy delirando! ¿O estoy muerto

yo también? —preguntó Morgennesacercándose a su hermana.

—No. Pero ahora ha llegado para tiel momento de olvidar. ¡Ha llegado elmomento de que vivas!

—¡No sin ti!—¡Que los muertos permanezcan

con los muertos, y los vivos con losvivos! —dijo ella en tono cortante, conel índice levantado en un gestoimperioso.

Luego le rechazó, empujándole conlas dos manos hacia la superficie delpantano, y le dijo:

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—¡Corre, Morgennes, corre!Morgennes sacó fuerzas de flaqueza,

tensó sus músculos y lanzó un grito:—¡Vivir!Y el niño que había corrido en otro

tiempo al otro lado del río, corrió denuevo para salvar la piel. Morgennessintió que tiraban de él hacia lo alto. Seabandonó, se dejó hacer, y luego empujócon los pies, empujó con sus piernas ycon todo su cuerpo; de pronto susfuerzas volvían. Morgennes renacía.

Escupiendo, tosiendo, expectorando,levantó la cabeza y vio a Garganoinclinado sobre él. El gigante le habíasacado del cenagal. Luego lo cogió en

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brazos y lo llevó, chorreando fango, alcampamento del Dragón Blanco.

Morgennes cerró los ojos. ¿No eratodo perfecto? ¿No se había resueltotodo por fin?

El crepitar de un fuego de ramitas ledespertó. Sobreponiéndose a su sopor,abrió los ojos y vio a Gargano, queestaba asando un avestruz, mientrasNicéforo tocaba el órgano. Elinstrumento se encontraba en un estadolamentable y cubierto de limo.

Morgennes buscó el Arca con lamirada. ¡Ahí estaba, casi al alcance de

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la mano! Era una maravilla deproporciones majestuosas, aún másenorme que la catedral más alta.Morgennes tenía la impresión deencontrarse al pie de una montaña. Y depronto lo recordó. La montaña que habíaescalado unos años atrás era, sin duda,el Ararat, el monte en cuya cima deberíade encontrarse el Arca. Pero en elmomento en el que Morgennes se habíaacercado, el Arca había desaparecidode allí; porque, realizando una proezadigna de los constructores de laspirámides, centenares de individuos lahabían arrancado del lugar donde habíaembarrancado.

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—Necesitaré tiempo paracomprender lo que me ha sucedido. Perocreo que he visto un fantasma... Elmismo fantasma que asustó tanto aChrétien en Arras.

Sin dejar de dar vueltas al espetón, ymientras Nicéforo seguía arrancando alórgano algunos dulces lamentos,Gargano declaró:

—¡Benditos sean los caminos que tehan conducido hasta nosotros!

—Precisamente os estababuscando... —dijo Morgennes,pasándose la mano por la mejilla.

—¡Y hemos sido nosotros los que tehemos encontrado! —exclamó Nicéforo.

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—¿Cómo lo conseguisteis?—Las mariposas nos mostraron el

camino.—Hablaremos más tarde, la carne ya

está asada. Pronto podremos comer —dijo Gargano, relamiéndose.

—¿Y tú —inquirió Nicéforo desdeel taburete de su órgano—, cómo noshas encontrado?

—Vuestro rastro no era difícil deseguir, y el destino me había llevadohacia el sur de Egipto. ¡Sumad ambascosas, y aquí estoy!

Nicéforo sonrió; luego volvió una delas páginas de su partitura y siguiótocando.

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—Estas mariposas son realmenteextraordinarias —dijo Gargano,señalando a una de ellas con la punta desu cuchillo—. Se alimentan de las setasque crecen en los árboles. Son uitaverna, una especie muy particular que,según dicen, proporciona lainmortalidad a quien las consume. Perono es cierto. En realidad provocan unamuerte instantánea. La eternidad queproporcionan es la del último reposo.

Nicéforo tocó unos acordesdisonantes, que turbaron a Morgennes.

—¿Qué haces? ¿No sigues tocando?—preguntó.

—Perdón, tenía la cabeza en otra

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parte. Hace días y días que mis dedoscorren por las teclas, y ya no puedo más.

—Os relevaré —propuso Gargano.—No. Come. Has tocado cinco días

y cinco noches seguidos. Ahora soy yoquien debe tomar el relevo. Además ¡yaestoy harto de este manto!

Con un gesto brusco, Nicéforolevantó la capucha que le caía sobre elrostro. Y Morgennes vio entonces queNicéforo no era un hombre, sino unamagnífica joven de rasgossoberbiamente dibujados —bizantinos,para ser precisos.

—¡Por san Jorge! ¡Tendréis queexplicarme esto!

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—No te preocupes —replicóGargano, mientras daba un buen bocadoa un muslo de avestruz—. Es lo queharemos. Pero antes tenemos queabandonar este lugar, este Reino de losMuertos. ¡Por eso tu llegada no podíaser más oportuna!

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Y por eso toda emperatriz, por elevadoque sea su origen,

está recluida en Constantinopla comouna prisionera.

CHRÉTIEN DE TROYES,Cligès

Nicéforo desprendió de sus cabellosel largo broche de oro cuajado de

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diamantes que los mantenía sujetos.Sacudió la cabeza para desenredarlos ylos dejó caer sobre sus hombros.Sedosos y brillantes, eran tan hermososcomo los cabellos de una princesa. Y enrealidad eso eran. Porque Nicéforo nose llamaba Nicéforo, sino MaríaComneno.

—Soy la sobrina nieta del basileode Constantinopla —le confió aMorgennes—. Mi tío abuelo se llamaManuel Comneno. Es el hombre máspoderoso de la ecúmene.

—Le conozco —dijo Morgennes.María asintió con la cabeza y le

dirigió una dulce sonrisa.

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—Lo sé —susurró—. Estaba alcorriente de todo. Antes, antes...

—¿Antes de qué? —preguntóMorgennes.

María Comneno se levantó y con unamplio gesto señaló a la vez el Arca, lospantanos y el órgano que había dejadode tocar.

—¡De todo esto! Debes saber,querido Morgennes, que desde muypequeña solo he tenido una obsesión:ser libre. Siempre me he negado a serrehén de la vida política, un regalo másvalioso que los demás, destinada asellar la amistad de los poderosos.Además, al contrario que mis hermanas

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y primas, no soportaría permanecerencerrada en un gineceo. Pero aparte deun matrimonio concertado, solo mi tíotenía el poder de hacerme salir de él. Yasí, gracias al emperador, después dehaber jurado que siempre iríadisfrazada, pude saborear el placer delos viajes y de la aventura. Por esoquería mostrarle mi agradecimientoofreciéndole su más anhelado sueño: ¡undragón! Sí, concebí el loco proyecto decapturar a una criatura que se remonta ala noche de los tiempos, para que laañadiera a su colección privada y fuerasu más hermoso ornamento.

María pareció perderse en sus

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reflexiones, pero recuperó el hilo de sudiscurso.

—Esta criatura era consideradabenévola por los orientales, y maléficapor los cristianos. Nosotros, queestamos a medio camino, la tenemos porotra cosa, más allá del bien y del mal.

—Creo saber de qué habláis —dijoMorgennes.

—¡Hablo de los dragones! De estemonstruo que la cristiandad, y Roma enparticular, ha perseguido en todo elmundo para erradicarlo y al que losorientales han dado caza por su grasa,sus dientes, su lengua, sus escamas, susgarras o su hígado. El mundo se ha

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vaciado de dragones; ya no puedenencontrarse en ninguna parte. Los únicosindicios que conservamos de ellos sonlos contenidos en los libros, en losrelatos y en algunas pinturas antiguas.Pero al estudiar los textos, me di cuentade que san Jorge ¡no mató al dragón! Leperdonó la vida, y después de haberlepasado en torno al cuello el cinturón dela princesa a la que acababa de rescatar,lo condujo hasta el rey que le habíaencargado que lo venciera. Allí, eldragón fue juzgado, y luego liberado. Demodo que aún vive en estos pantanos, alpie de los Montes de la Luna. Paratransportarlo, necesitaba una nave fuera

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de lo común, de madera de gofer. Ysolamente existe una embarcación comoesa: el Arca de Noé. De hecho, el Arcaya había demostrado que podía contenera un dragón; lo hizo durante el diluvio.Solo ella podía resistir su aliento y suszarpazos. Por eso, poco antes de ir abuscar este órgano del padre deFilomena, me dirigí a recuperar el Arcaen lo alto del Ararat. Mientrasviajábamos, los arsenales de mi tíotrabajaban para poner el Arca encondiciones, lo que les llevó variosaños.

Señaló el Arca de Noé y concluyó:—Hicieron una labor excelente. Con

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ella, disponíamos de una embarcaciónideal para viajar a la tierra de losdragones, es decir, a Abisinia. Unaregión que, mucho antes del islam, lacristiandad y el judaísmo, habíaconocido otro tipo de culto: el delDragón. Sí, Morgennes, era unaexpedición insensata, lo sé; pero elmóvil que la impulsaba era la gratitud,la que yo sentía hacia mi tío. Sabía queteníamos muy pocas posibilidades deéxito, pero, para conseguirlo, contabacon estos fabulosos cebos: este órgano yesta partitura.

—Deberíais seguir tocando —indicóGargano a María Comneno—. Las

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últimas notas casi han dejado deresonar.

—Tienes razón —dijo María.Volvió a tocar, utilizando las teclas

menos deterioradas, aunque de vez encuando determinados tubos dejabanescapar algunas notas falsas.

—Este órgano, como sabes, fuerestaurado por el padre de Filomena.Nuestro proyecto la fascinaba, y estabaentusiasmada con la idea de participaren él.

—¿Dónde está ella ahora? —preguntó Morgennes.

—Nos abandonó hace muchotiempo, cuando pasamos por El Cairo.

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Pero me temo que, en realidad, nostraicionó mucho antes. Porque descubríque en realidad trabajaba para losofitas, y particularmente para uno deellos, Palamedes. Filomena habíatratado de convencerme de que le dierami dragón, pero cuando comprendió queyo nunca cedería, prefirió sabotearlotodo.

Morgennes se levantó, se acercó aMaría Comneno y miró por encima de suhombro.

—Había visto esquemas querepresentaban el Arca, enConstantinopla —dijo—. Ya conocía elórgano. Y esta partitura tampoco me

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resulta desconocida... Es la que vuestrotío me pidió que robara. Se suponía queatraía a los dragones. Siempre pensé queeso era imposible.

—Hasta ahora —le dijo María— noha atraído a ninguno.

—Entonces, ¿por qué seguístocando?

—Porque durante nuestradesgraciada expedición, llamémoslanaufragio, nos dimos cuenta de que, alatravesar estos pantanos, nuestramemoria se borraba. Ningún ser humanonormalmente constituido puede alcanzarlos Montes de la Luna sin perderse a símismo. Y como es imposible pasar por

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la costa oriental...—Sin embargo, recuerdo haber

consultado en Alejandría los trabajos deMarino de Tiro, que inspiraron aTolomeo, y mencionaban estasmontañas, las fuentes del Nilo y la Colade la Serpiente. Incluso se hacíareferencia a estos pantanos, aunque no aesta particularidad.

—¡Y no es extraño! ¡Los que searriesgaron a llegar hasta aquí loolvidaron! En realidad, muy pocosllegaron y pudieron volver. Ciertaspersonas, sin embargo, acuden aquí devez en cuando en el mayor de lossecretos.

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—¿Cazadores de dragones?—No. Artistas y cocineros.Morgennes la miró sorprendido.—Estas setas en forma de pequeña

luna esponjosa que crecen en estospantanos —explicó María— son muyapreciadas por los amantes del té.Cuando se hace una infusión con ellas,dan un sabor especial a esa bebidaconocida como «té de los dragones»,porque se supone que solo los dragonespueden ingerirla sin morir. También sedice que proporciona la inmortalidad,pero no es más que una leyenda. Nadielo ha comprobado nunca.

Morgennes, que había bebido aquel

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té en Constantinopla, no hizo ningúncomentario; pero ahora comprendía porqué había estado a punto de morir portomar una simple taza de té. Lo que nocomprendía era por qué habíasobrevivido. Y por qué ConstantinoColomán bebía ese té cada día.

—Además de por las setas, ¿noestán interesados también en lasmariposas negras y blancas que abundanen estos pantanos?

—Exacto —dijo María—. ¿Cómo losabes?

—Tengo buenas razones para creerque mi padre y uno de sus amigosvinieron a este lugar hace años. Creo

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que se llevaron varias pequeñas setas,así como polvo de mariposa... que luegosirvió para pintar iconos o fue dado eninfusión a ciertas personas, entre ellasmi madre. Pero ¿cómo lo hicieron parano sucumbir a la maldición del pantano?

—¿Tal vez utilizaban una armaduraespecial? Antiguos grabados muestran aAlejandro Magno descendiendo a lasaguas del puerto de Tiro a bordo de unacampana de cristal. Quién sabe, tal vezuna especie de burbuja de cristal,colocada sobre sus cabezas, lesimpidiera respirar el aire emponzoñadode los pantanos.

—¡Fascinante! —exclamó

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Morgennes.—Temo que todo esto ya no esté

hecho para mí —suspiró María—.Nicéforo queda lejos ahora. Lospantanos se lo han tragado. Ya soloquedo yo, María...

Durante un instante pareciódesfallecer; se pasó la mano por lafrente.

—¡Vamos, levantaos princesa! —exclamó Gargano—. Id a comer un pocoy dejad que le cuente a Morgennes cómonos las hemos arreglado para llegarhasta aquí.

María no se lo hizo repetir dosveces; abandonó su asiento y caminó

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hasta el fuego, donde cogió una lonchade avestruz, que atacó con voraz apetito.

—Tienes que comprender —dijoGargano, tocando unos delicadosacordes en el órgano— que, por unarazón que desconocemos, este órgano,que no hemos dejado de tocar desdenuestro naufragio, nos protege de laspérdidas de memoria. Mientras tocamos,seguimos siendo nosotros. De modo quetocamos sin cesar. Por desgracia nosdimos cuenta de ello demasiado tarde, yno pudimos evitar que los habitantes deCocodrilópolis quedaran reducidos alestado de fantasmas. Ahora yerran porestos pantanos. Cuando los primeros se

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vieron afectados por la maldición, losdemás, creyendo que se trataba de unmaleficio lanzado por Filomena, tirarontodas esas marionetas por la borda.

—Las he visto —dijo Morgennes.—Luego muchos de los habitantes de

Cocodrilópolis que habíamos contratadopara que nos acompañaran en laexpedición, y que estaban encantados deservirnos debido a los lazos que lesunían al culto del Dragón, perdieron lacabeza a su vez. Ya no éramos losuficientemente numerosos para manejarel Arca, que se convirtió en nuestraprisión. Y será nuestra tumba si tú no loremedias. Finalmente, cuando

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navegábamos a una cuarta parte denuestra velocidad normal, el Nilo inicióla decrecida. Y así llegó el final.Embarrancamos aquí. No creo quedebamos esperar a la próxima crecida.¡Tenemos que marcharnos de aquí, ydeprisa!

Gargano mostró a Morgennes una delas teclas rotas del órgano, así como untubo medio torcido.

—Está a punto de entregar el alma...—¿Y para eso contáis conmigo? —

preguntó Morgennes.—Sí. Dios te ha puesto en nuestro

camino. Tu memoria es tan excepcionalque si nos dirigimos a los Montes de la

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Luna, que es el camino más corto paraabandonar estos pantanos, tal veztengamos una oportunidad de escapar.Quién sabe, tal vez exista un paso queconduzca a la costa oriental y que nadieha descubierto todavía.

—¿Por qué no me hablasteis devuestros proyectos antes? ¡Habríapodido ayudaros!

—Morgennes, otro destino teaguardaba. Por otra parte, te recuerdoque soñabas con convertirte entemplario y ser armado caballero.Además, debíamos mantener nuestramisión en secreto, porque los ofitas,nuestros peores enemigos, tenían espías

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por todas partes. En Kharezm, en losmontes Caspios, en Constantinopla, enTierra Santa y, por descontado, enEgipto. ¿Crees que ellos, que solosueñan con el Gran Dragón y su regreso,nos habrían dejado llevar a buen términonuestro proyecto? De hecho, ganaron aFilomena para su causa, lo que selló elfracaso de nuestra expedición. Así sudios no acabará nunca en una jaula, en elpalacio de Constantinopla.

Gargano tocó algunos nuevosacordes, que vibraron durante un rato.Luego volvió la cabeza hacia una mujerde mirada apagada, que estabaarrodillada en el fango con las manos

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sobre los muslos.—¿Quién es? —preguntó Morgennes

—. ¿Qué le ocurre?—Es una habitante de

Cocodrilópolis. Se está transformandoen árbol. Es un proceso bastante lento,pero desgraciadamente irreversible.

Tras una indicación de Gargano,Morgennes se acercó a la mujer. Suscabellos y su piel empezaban a adoptarun tono vegetal, teñido de cobrizo. Lajoven mantenía la cabeza baja, y no lalevantó cuando Morgennes le dirigió lapalabra. Al ver que no reaccionaba, latocó con la punta de los dedos.

Estaba tan fría como una planta.

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Entonces se fijó en sus rodillas, que noestaban simplemente posadas sobre elsuelo, sino que se hundían en el fangocomo raíces. Morgennes miró alrededory se dio cuenta de que no era la únicaque se estaba transformando en árbol.Otros tenían los brazos pegados alcuerpo o se retorcían en posturasimposibles. Los cocodrilos no lesatacaban, porque ya no eran sereshumanos.

Morgennes dejó tranquila a la quehabía sido una mujer y se adentró unospasos en el pantano. Arboles que hastaese momento apenas había mirado se leaparecían ahora bajo su verdadero

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aspecto. En sus troncos, sus raíces y susramas, Morgennes veía aquí un brazo,allí una cabeza, y más allá una pierna.Un torso estaba en la base de un tronco.

De pronto Morgennes volvió apensar en Dodin. ¿En qué estado seencontraría? Colocando sus manos entorno a la boca, le llamó una vez más:

—¡Dodin! ¡Dodin!«Vamos —se reprendió a sí mismo

—, es inútil. Probablemente ya norecordará su nombre.»

Dios se había tomado la revancha.Quedaban, en su país de origen, JaufréRudel, y en Oriente, en los calabozos deAlepo, ese misterioso Reinaldo de

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Châtillon, al que tenía intención devisitar un día no muy lejano.

—Siempre que pueda abandonareste pantano...

Morgennes corrió hacia MaríaComneno y le preguntó:

—¿Cómo es posible que a mí no mehaya afectado? ¿Es por mi memoria?¿Por la música?

—Lo ignoro. Pero el simple hechode que hayas llegado hasta aquí y noshayas reconocido prueba que eresalguien especial, Morgennes. Quiénsabe, tal vez seas una especie de dragón.

—No lo encuentro divertido —dijoMorgennes—. Además, me permito

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señalaros que también Gargano y vosestáis aquí. Y que los pantanos meafectan. Pero poco importa. Os sacaréde este lugar. ¿Qué hay que hacerexactamente?

Con gesto cansado, María señaló elórgano y declaró:

—Pronto no podremos sacar ni unasola nota de esta espléndida obra dearte. Este órgano, y no el dragón,debería haberse añadido a la colecciónde mi tío.

Tras inspirar una profunda bocanadadel aire fétido del pantano, prosiguió:

—En algún lugar, más al sur, lospantanos se interrumpen.

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—Y nos hallamos de nuevo en lajungla.

—Sí, de nuevo en la jungla, y allívolvemos a encontrar el Nilo, o almenos uno de sus afluentes. Habrá queremontarlo. Una antigua leyenda árabe,que te contaré si todavía me acuerdo,dice que su curso se vuelve subterráneoy que atraviesa la montaña. Condúcenoshacia el mar Rojo. Solo tú puedessalvarnos.

—Haré todo lo que esté en mismanos.

Morgennes dejó que María volvierajunto a Gargano, y mientras tocaban acuatro manos una melodía sincopada —

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y las mariposas negras y blancasdanzaban al ritmo de la música, creandoen el aire figuras sorprendentes—, seacercó al tronco de un árbol en busca deuna seta.

—Hay algo que me gustaríacomprobar —dijo a media voz.

Encontró una seta del tamaño de unanuez, y después de haber comprobadocon los dedos la blandura de su carne,se la tragó de un bocado.

—¡Si soy un dragón, no moriré!Morgennes cerró los ojos y se

abandonó al tumulto que crecía en él.

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60

Llevas en ti lo que buscas, pero no estácompleto.

Una parte se encuentra en tu cuerpo,la otra está ante ti.

CHRÉTIEN DE TROYES,Filomena

Luego todo sucedió como suhermana le había anunciado.

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Morgennes, María Comneno yGargano consiguieron salir de losPantanos del Olvido, pero no losabandonaron indemnes. Mientrascaminaban en dirección a los Montes dela Luna, de una blancura tandeslumbrante que atravesaba losvapores nauseabundos del pantano,Morgennes recordó lo que acababa devivir.

Pero ¿lo recordó realmente, o losiguió viviendo porque una parte de sualma había permanecido para siempreprisionera en el Lago Negro? Morgennesnunca lo sabría.

En aquel lugar había tenido la

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sensación de estar en contacto con todasu vida, desde el día de su nacimientohasta el de su muerte, e incluso más allá.Lo que «vivió» entonces nunca leabandonaría. Salió de allí transformado.El Morgennes que se salvó de lospantanos no era exactamente el mismoque se había aventurado en ellos.

Después de tragarse la seta,Morgennes había visto cómo caía y sehundía en las aguas del Lago Negro.María Comneno y Gargano habíancorrido hacia él, pero a pesar de susesfuerzos no habían conseguido evitarque se hundiera en el cenagal, en lo másprofundo del pantano.

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Morgennes, que parecía habersedesdoblado, estaba a la vez hundiéndosey asistiendo a los vanos esfuerzos deMaría y Gargano para salvarle. Nosabía qué pensar. En realidad, nopensaba.

En el fondo de las aguas seencontraba su hermana, así como muchasotras personas que no conocía: tal vezsus antepasados, o los muertos delmundo entero.

Su hermana fue hacia él flotando.—Te había dicho que te fueras. Este

no es lugar para los no muertos. Tienesque irte.

—¿Los no muertos?

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—Aún no estás muerto, que yo sepa—le hizo notar su hermana.

—No.—Entonces eres un no muerto.Luego ella le señaló el inmenso

amasijo de sombras de aire antropoideque se aglutinaban en torno a ellos,como flores de diente de león en torno asu pistilo, y le explicó:

—Igual que ellos, nosotros, yo,somos no vivos. Así son las cosas.

—Entonces, ¿estamos en el limbo?—Si quieres verlo así... Me gustaría

explicártelo, pero no podríascomprenderlo.

—Sin embargo, yo te comprendo.

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—Porque no te lo digo todo.Además, no todo Morgennes está aquí.Una parte de ti se ha quedado ahí arriba,en el mundo. Mientras que tú...

—¿Yo? ¿Quién?Una imagen cruzó por la mente de

Morgennes. Volvió a verse, unos añosatrás, en las cocinas de Colomán,tendido sobre su jergón. Cocotte y yoestábamos velándole. Curiosamente,Morgennes también estaba ahí, connosotros. Y se miraba. Luego volvió averse de niño, corriendo junto a suspadres. Volvió a verse sobre la pequeñatumba de su hermana gemela. Finalmentevio un feto, un minúsculo esbozo de ser

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humano, contra el que otro esbozo seacurrucaba. Eran dos. No tenían muchoespacio. Sin embargo, se encontrabanbien. Estaban en el vientre de su madre.

—Tú estás aquí —prosiguió suhermana—. Con nosotros. Pero solo enparte.

—No comprendo.—No hay nada que comprender.

Cuando se está muerto, el tiempo dejade existir. Ya no hay antes ni después.Cuando se está muerto, no es por toda laeternidad. Es desde la eternidad.

Giró sobre sí misma, como unaondina en el fondo de un lago, yprosiguió:

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—Un día sabrás, pero todavía no esel momento. ¿Quieres conocer la fechade tu muerte?

—No. Es algo que no me interesa.—Tienes razón. Carece de todo

interés.—¿Cómo se puede salir de aquí? —

preguntó Morgennes—. Me gustaríapresentarte a mi mujer. Ven conmigo.

—No. Los que están aquí ya nosalen. No echamos en falta la vida. Nodel todo. O no realmente. Estamos entrenosotros, hablamos, conversamos.Tratamos de mejorar nuestra suerte y lavuestra. Y además, estamos al corrientede todo.

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—Pero, de todos modos, debe dehaber un modo de marcharse.

—¿Para hacer qué? Todo está aquí.Y lo que no vemos, nos lo enseñan losárboles.

Le mostró unas raíces entrelazadas,algunas finas como cordones, otras másgruesas que los pilares de una catedral.Esas madejas de raíces conectaban uncontinente a otro, relacionando losrobles de la Gaste Forêt con laspalmeras de Damasco, los tamarindosde El Cairo con los olivos deConstantinopla. Y esos eran solo dosejemplos entre una infinidad.

—Los árboles del mundo entero

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están enlazados por sus raíces. En lasuperficie de la tierra existen algunoslugares, como este, en los que es posiblecomunicarse con los vivos y con losmuertos. ¿Quieres comunicarte?

—No, me gustaría volver a casa.—Y ¿dónde está?—No lo sé muy bien. Tendría que

encontrar a mi mujer para preguntárselo.Ella lo sabe.

La hermana de Morgennes sonrió denuevo y posó un dedo sobre los labiosde su hermano.

—Siempre he estado ahí, contigo,¿lo sabes?

—Creo que sí.

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—Pero ahora voy a dejarte.—Adiós, entonces.Ella le abrazó estrechamente y le

dijo:—No olvides perdonar a Dios, ya

que él me permitió volver junto avosotros.

Morgennes apoyó la cabeza en elpecho de su hermana y susurró:

—Gracias. Y perdón. Perdón,hermanita, por haber vivido y porhaberte abandonado aquí, sola en mediode los muertos.

—De los no vivos.—De los no vivos.—¿Sabes?, también tú estás ahí. En

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parte al menos, ya que los dos estamosligados. Nosotros te murmurábamos aloído todo lo que deberías haberolvidado. Éramos tu memoria, esaincreíble memoria tuya. Y parte de tufuerza también. Pero creo que haces bienen irte. Si te vas, olvidarás. Teconvertirás en un hombre como losdemás. Ya no estaremos ahí paraayudarte.

—Necesito que me ayudes unaúltima vez. Debo atravesar estospantanos.

—Te ayudaré. Te ayudaremos.Estaremos ahí, contigo. Luego, cuandollegues al lindero del bosque, nos

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separaremos. Pero si alguna vez unaburbuja de memoria asciende a lasuperficie de tu mente para liberaralguna información, no tendrás por quépreocuparte. Si tienes intuiciones,premoniciones, será solo porque hoy tehemos dado la respuesta, pero habrátardado un tiempo en llegar. Y ahoraadiós, mi tierno y amado hermano. Teecharé de menos.

—Yo te he echado de menos desdesiempre. Adiós, hermanita.

Morgennes volvió a ascenderbruscamente a la superficie. Se despertóen el pantano, con la cara bajo el agua.María Comneno y Gargano le sujetaron

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y le ayudaron a levantarse. Morgennestosió, escupió. Tenía la boca llena dealgas y barro. Vomitó.

—¿Cómo te sientes? —preguntóMaría Comneno.

—Extraño. Tengo la sensación dehaberme encontrado y luego habermeperdido.

—¡Pues bien, muchacho —le espetóGargano—, puede decirse que tienes unasuerte inagotable! Normalmente nadiesobrevive a la ingestión de estasendemoniadas setas.

Morgennes sonrió débilmente y lemostró los centenares de mariposasnegras y blancas que revoloteaban en

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torno a ellos.—¡Ellas también han sobrevivido!—No es lo mismo —dijo María

Comneno—. Las larvas de las quesurgieron se alimentan de estas setas. Escomo si fueran sus hijos, inmortales.

De pronto, después de haberserehecho, Morgennes les preguntó,alarmado:

—¿Y el órgano?Gargano y María Comneno

intercambiaron una mirada, a la vezsorprendida y horrorizada.

—¡Lo hemos olvidado! —exclamóMaría.

—Cuando te caíste, corrimos hacia

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ti y no pensamos más en él.Los tres amigos miraron el órgano,

que parecía más viejo que nunca.Entonces, como un soldado extenuadoque hubiera montado guardia hasta lallegada del relevo, el viejo órganoentregó su alma. Uno de los tubos deboca de dragón se desprendió delinstrumento y cayó al pantano. Luego fueel soberbio pedalero, un sistema únicoen el mundo, puesto a punto por el padrede Filomena, el que se rompió y cayó asu vez al fango. El resto del órgano sedescompuso justo después.

—Tenemos que marcharnosinmediatamente —dijo Morgennes.

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—¿Marcharnos? —inquirió María.—¿Para hacer qué? —añadió

Gargano. —Bien. Ya veo. Vuestramemoria se está borrando.

Sin perder un instante, Morgennesdesenrolló la cuerda que llevabaalrededor del torso y la ató a María y aGargano.

—Confiad en mí. Quedaos a milado, seguid mis pasos y todo irá bien.

Después de haberse asegurado de lasolidez de los nudos, se dirigió hacia elsur. Por primera vez en su vida debíarealizar un gran esfuerzo para recordar.Para él era a la vez algo nuevo yextraño. Pero no desagradable.

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—Veamos —se dijo—. ¿Por dóndedebemos ir? ¡Ah sí! Por aquí, seguir elresplandor de los Montes de la Luna.

Morgennes dirigió la marcha através de los pantanos sin dejar dehablar. Les decía todo lo que le pasabapor la cabeza, y les hablaba mucho deellos. Le describió a María el atuendoque llevaba la primera vez que seencontraron. Y María lo recordó. Yrememoró las largas veladas pasadascon Gargano bebiendo vino ydiscutiendo. Gargano pretendía conocerel lenguaje de los animales.

—¿Recuerdas a Frontín?—¡Desde luego! —exclamó Gargano

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—. ¡Un condenado bromista! Listo comoel diablo, y de lo más espabilado. Elmejor compañero que haya tenido nunca.

—Entonces, ¿por qué lo dejaste conAzim?

Gargano no recordaba a Azim. Perodijo a Morgennes:

—Supongo que fue justamenteporque le quería. No quería someterlo aalgo así. Amar a alguien también esaceptar abandonarlo. O separarte de él.

Morgennes no hizo ningúncomentario, pero entonces María lepreguntó:

—Te llamaban el «Caballero no séqué», ya no me acuerdo.

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—El «Caballero de la Gallina» —dijo Morgennes sonriendo.

—¿Tenías una gallina? —inquirióMaría.

—Es verdad —dijo Gargano—. Yame acuerdo. Una gallina rojiza muypequeñita, que os quería mucho, a ti y aalguien más...

Ya no recordaba quién era ese«alguien más» a quien la gallina queríatanto. Por otro lado, tampoco seacordaba del nombre del animal. Perorecordó esto:

—Hablábamos mucho de ti, ella yyo. Cada mañana iba a verla, y mesorprendía que siguiera sin poner

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huevos. La pobre estaba aterrorizada.Pero apreciaba que la protegieras. Ytenía un sueño; porque sí, era una gallinaque soñaba.

—¿Y con qué soñaba? —preguntóMorgennes.

—¿De quién estáis hablando? —dijoMaría.

Gargano y Morgennes miraron aMaría. Sus ojos empezaban a velarse.¡Tenían que darse prisa!

—Soñaba —susurró Gargano— conser a los pájaros lo que los caballerosson a los hombres de a pie. ¡Unahermosa ave de presa! ¡Mejor aún, unhalcón peregrino! Era su sueño secreto.

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Morgennes sonrió de nuevo.¿Cocotte un halcón? Bien, por qué no.

Habían avanzado a buen ritmo, y ellindero del bosque se dibujaba yanítidamente ante ellos. Los árboles erantan altos que les ocultaban la cumbre dela montaña, pero seguían percibiendo suluz centelleante, que se abría paso através de la vegetación.

—¡Ya llegamos! —dijo Morgennes—. ¡Resistid, amigos! ¡Resistid!

Tiró de la cuerda para animarles aacelerar el paso. Pero María estabaagotada; parecía apagada. EntoncesMorgennes miró a Gargano y lepreguntó:

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—¿Aún sabes correr?—Desde luego —dijo Gargano.—Llevaré a María a hombros y

haremos el resto del camino a paso decarrera.

—Perfecto —dijo Gargano.Morgennes se acercó a María y se

dispuso a levantarla. Sin embargo, congran sorpresa por su parte, comprobóque era increíblemente pesada. Enrealidad no lo era tanto, pero Morgennesno tenía la fuerza de antes.

—¿Gargano?—¿Quién me llama? —preguntó el

gigante.—¡Necesito tu ayuda!

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—No hay problema —respondió elgigante, que empezaba a tener unaexpresión un poco ida.

Morgennes le pidió que llevara aMaría Comneno a hombros, lo queGargano hizo sin rechistar. Luegocorrieron por los pantanos, procurandoevitar las pozas de agua, saltando porencima de los troncos de árbol,pendientes de no tropezar ni de trabarselos pies en la cuerda que les unía.Finalmente llegaron a la jungla y sepusieron a cubierto bajo los árboles.Los dos hombres estaban sin aliento,pero sanos y salvos.

—¡Lo logramos! —dijo Morgennes.

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Gargano, que recuperaba el alientodoblado en dos, no respondió. Habíadepositado a María a sus pies, dondeesta se había quedado dormida.

—¿Cómo te encuentras? —preguntóMorgennes.

—Creo que estoy bien. Gracias,amigo. Nunca olvidaré lo que acabas dehacer.

—¡Cuento con ello! ¿Y María? —añadió mirándola.

—Creo que una noche de descansole sentará de maravilla. Pero a partir deahora Nicéforo el Grande y toda laCompañía del Dragón Blancopertenecen al pasado.

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El pasado. En ese momentoMorgennes se acordó de...

—¡Dodin!Había gritado tan fuerte que los

pájaros salieron volando asustados delos árboles, y luego se pusieron a trazarcírculos sobre ellos. El propio Garganose sobresaltó.

—¡He olvidado a Dodin! —dijoMorgennes—. ¡Tengo que volver! Nopuedo abandonarle en esos pantanos.

—Si vuelves allí —dijo Garganocon aire sombrío—, no regresarásjamás.

—Escucha —replicó Morgennes—,he reflexionado mucho. En cierto modo,

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Dodin y sus amigos me hicieron lo queyo he hecho a... —Tuvo que hacer unesfuerzo para recordar el nombre—.Guyana. Si no soy capaz de perdonar aDodin, ¿cómo podrá perdonarmeGuyana? ¡Tengo que salvar a Dodin!

Levantó los ojos al cielo y pidióperdón a Dios por haber dudado de Él.

—Morgennes, no vayas. Dodin no lovale...

—Sí, lo vale. Tú, mientras tanto,velarás por María y la llevarás junto aAmaury. Todo lo que os pido es quesigáis el Nilo, cuando lo encontréis.Según los viejos escritos, pasa bajo lamontaña. Allí hay un subterráneo...

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Exploradlo. Quién sabe, tal vezencontréis una ruta que conduzca al marRojo.

Gargano frotó sus grandes manos,tomó aire, contrariado, y declaró:

—No, Morgennes. Te esperaré. Tedoy tres días. Si dentro de tres días nohas vuelto, me iré.

—Muy bien. Oye, Gargano, hay unúltimo favor que quiero pedirte.

—Todo lo que desees.—Sé que es complicado; pero te lo

suplico, encuentra a Guyana. Debe deestar en algún lugar en Egipto,probablemente en El Cairo. Protégela.Sobre todo, protege a su hijo. Está

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embarazada. Es posible que me guarderencor, que esté enfadada conmigo. Demodo que te pido, por favor, que sobretodo no le hables de mí, o te echaría. Nole digas que soy yo quien te ha enviadopara protegerla. Y si es posible, llévalaa casa. Allí tengo un amigo, elpropietario de esa gallina. Se llama...Chrétien de Troyes.

—Te lo prometo —dijo Gargano,escupiendo al suelo.

Luego abrió sus grandes brazos ysonrió ampliamente.

—¡Vaya, así que vas a ser papá!Morgennes habló a Gargano de su

futuro hijo. No tenía ni idea del número

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de días, semanas o meses que habíantranscurrido desde que Guyana habíapartido, pero sabía que su hija debíanacer hacia la Navidad. Dos días antes,si había que creer a los coptos.

—El día en el que la Cabeza y laCola de la Serpiente se besen —murmuró Gargano.

—¿Qué estás diciendo? ¿De quéhablas?

—De una antigua leyenda. Según losofitas, el día en el que la Cabeza y laCola de la Serpiente se besen, el mundotemblará. Se supone que este día anunciala victoria de los Hijos de la Serpiente.Y ese día debe caer justamente dos días

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antes de Navidad, en san Audoeno.Gargano explicó a Morgennes que la

Cabeza y la Cola de la Serpiente eranlos términos empleados por los ofitaspara describir las órbitas de la luna ydel sol.

—Creo que lo sabía —dijoMorgennes—. Azim me había habladode ello.

—¿Quién? —preguntó Gargano.—El nuevo amo de Frontin.—Ah —dijo Gargano—. Ya veo...El gigante parecía un poco triste; de

modo que Morgennes decidió no diferirpor más tiempo su separación. Le pasóla mano por el hombro y le dijo:

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—Hasta dentro de tres días, a mástardar.

—Hasta dentro de tres días —respondió Gargano.

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61

Por la noche, estas piedras preciosasbrillaban con tanta

intensidad que uno creía encontrarse enpleno día,

cuando luce el sol de la mañana.

CHRÉTIEN DE TROYES,Erec y Enid

Morgennes estaba muerto, era

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evidente.Después de haber esperado en vano

más de una semana en el bosque, en ellindero de los pantanos, Garganodecidió partir. María quería esperar unpoco más, pero Gargano le dijo:

—Prometí a Morgennes que velaríapor los suyos. Además, deboacompañaros junto al rey Amaury, alque vuestro tío os prometió.

—¿Mi tío? —preguntó María.Gargano lanzó un profundo suspiro.

Ya hacía varios días que intentabareavivar su memoria, pero María habíaolvidado gran parte de su vida anterior.

—Sois la sobrina nieta de un gran

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emperador. ¿No lo recordáis?—No muy bien —dijo María,

esbozando una tímida sonrisa. —Soñabais con ser libre.

—¿Acaso no lo soy?Gargano parecía azorado. Se sentía

a la vez avergonzado y culpable, porqueechaba en falta a Nicéforo, y María leintimidaba.

De modo que le contó a María cómose habían conocido Nicéforo y él.

«Estaba durmiendo, en mi montaña,en los montes Caspios, cuando unconvoy me pasó por encima. Y si hayalgo que detesto es que interrumpan misueño. Porque apenas hacía seis siglos y

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medio que dormía, cuando para mí unabuena noche de sueño se alarga unos milaños. No hará falta que os diga, pues,que me encontraba de pésimo humorcuando los carros cargados de materialy de víveres me magullaron el cuerpo,obligándome a ponerme de lado paradejarles pasar. Vuestros obreroscreyeron que era un desprendimiento, yyo no hice nada para convencerles de suerror, pero tras adoptar la apariencia deun hombre, fui a interrogarles sobre lasrazones de su presencia en mi dominio.Porque debo confesar que, antes quenada, soy curioso como un hurón...

»—¿Adónde vais? —pregunté a uno

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de los infantes.»—Es un secreto —me respondió

secamente el guardia, que hacía grandesesfuerzos para no parecer impresionado.

»—Humm... —gruñí yo, haciendocrujir las articulaciones de mis dedos.

»Mis manos eran tan enormes —doblaban en tamaño a su cabeza— quevuestros soldados palidecieron yretrocedieron.

»—¿Quién sois vos? —me preguntóuno de ellos, con voz temblorosa.

»—¿Y qué hacéis aquí? —se atrevióa preguntar otro.

»—¡Llevadnos ante vuestro jefe! —exclamó un tercero, envalentonado.

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»—No —repliqué yo—. ¡Llevadmevosotros ante vuestro jefe, u os pesará!

»Y golpeé el suelo con el pie contanta fuerza que toda la tierra tembló enmillas a la redonda. Dos soldadoscorrieron a buscar a Nicéforo, mientraslos demás me rodeaban, teniendo buencuidado de mantenerse a una distanciaprudencial.»

María escuchaba a Gargano. Estabatan fascinada que no le preocupabadiscernir lo verdadero de lo falso.

«Yo me había sentado —prosiguióGargano—, porque todavía estaba enbrazos de Morfeo. Pero apenas habíatenido tiempo de esbozar un bostezo,

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cuando un curioso petimetre se acercó amí. Un jovenzuelo de aire despierto ygentil, que, con las manos apoyadas enlas caderas como un capitán en la proade su barco, inquirió sonriente:

»—Os deseo un buen día, señorgigante. ¿Puedo saber con quién tengo elhonor de hablar?

»"Un buen día." ¡Me había deseadoun buen día! ¡Y me había llamado"señor"! ¡Tenía "el honor" de dirigirse amí! ¡Pardiez! ¡Ese tipo me gustaba!Irguiéndome en toda mi estatura, le tendíla mano para saludarle. Por desgracia,aún medio dormido, había calculado malmis medidas, y cuando me incorporaba

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alcanzaba unos buenos treinta pies delargo.

«Asustados, los humanosretrocedieron, blandiendo sus picas;excepto el doncel, que se limitó ainclinarse hacia atrás para no perdercontacto con mis ojos.

»—¡No quería molestaros! —dijosonriendo, con las manos en torno a laboca.

»Luego me tendió la mano a su vez.»—Me llamo Nicéforo, y soy el jefe

de esta expedición. Encantado deconoceros, señor.

»Le cogí la mano con suavidad,esforzándome al máximo en ser

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delicado, y murmuré:»—Gargano.»—¡Tenéis el mismo nombre que

esta montaña! —dijo Nicéforo,sorprendido.

»Yo me rasqué la cabeza y repliquéen tono melifluo:

»—Es normal, ya que soy yo.»—¡Fantástico, un genio de estos

parajes! —exclamó Nicéforoentusiasmado, sin mostrar ningunasorpresa—. ¿No os placería uniros anosotros? ¡Veréis mundo! ¡Y ademáspagamos bien! ¿Cuántas piedrasqueréis?

»—Es tentador, pero mi noche aún

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no ha acabado —respondí yo—. ¿Nopodríais pasar un poco más tarde,cuando me despierte?

»—¿Cuánto tiempo necesitáis?»—Trescientos de vuestros años.»—Por desgracia, no —respondió

Nicéforo—. Lo lamento, podéiscreerme. ¡Pero puedo proporcionarosbebidas que os calienten la sangre!¡Vamos, venid! Tengo un montón dehermosas historias que contaros. Estoyseguro de que os morís de ganas deoírlas, ¿no es cierto?

»—No sé... —dije yo—. Yaconozco un montón de historias. Misamigas las marmotas y los demás

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animales de la región me las cuentan amillares.

»—¿De modo que conocéis ellenguaje de los animales?

»—A fuerza de oírles discutir, heacabado por aprenderlo.

»—Nos seríais muy útil. ¿Qué puedohacer para convenceros de que meacompañéis?

»Me senté en el suelo, lo que hizotemblar la montaña alrededor nuestro, yapoyé el mentón en la mano paraayudarme a reflexionar.

»—Podría ir, pero tendría que serpor poco tiempo.

»—No tardaremos mucho —

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respondió Nicéforo.»—¿Cuánto tiempo será?»—Una quincena de nuestros años.

¡Tal vez menos!»—¿Y qué pensáis hacer?»Nicéforo señaló la larga hilera de

carros equipados con todo tipo demateriales, así como a los arquitectos,los sabios, los obreros, los soldados ylos artesanos que les acompañaban,luego al centenar de asnos cargados confardos que cerraban el convoy, ydeclaró:

»—Llevarnos el Arca de Noé.»—Está justo al lado —dije—. Un

poco más arriba a vuestra derecha.

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Estropea el paisaje, de esto no cabeduda. Retirarla sería estupendo. Perotendréis que neutralizar a los guardias, yme extrañaría que contemplaran con losbrazos cruzados cómo desmontáis lo quepara ellos es un templo, una preciosareliquia, un objeto de culto.

»—Tengo con qué convencerles —respondió Nicéforo, mostrando un carrocargado de oro—. Y si esto no basta,también tenemos esto otro —añadióseñalando otros seis carros unidos a unlargo tubo que simulaba un dragón yservía para escupir fuego.

»—¿Qué pensáis hacer con el Arca?»—Salvar al último de los dragones.

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»—Ah, entonces está decidido, osacompaño... Me gustan mucho losdragones. Hace tiempo que no he vistoninguno...»

Gargano se detuvo un instante.—Y así fue como Nicéforo y yo nos

encontramos, unos años después de lafundación de la Compañía del DragónBlanco. Luego, después de que el Arcafuera robada, tras un largo y sangrientoasedio durante el cual perecieronmuchos habitantes de los montesCaspios, me uní a la Compañía delDragón Blanco. Le había tomado gusto ala aventura, y decidí acortar mi noche.

Gargano se volvió hacia María y

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explicó:—Pensé que ya recuperaría el

tiempo perdido con una corta siesta, deocho o nueve de vuestros siglos.

—¿Y qué sucedió con el Arcamientras la Compañía del DragónBlanco recorría el mundo en busca delos mejores artistas?

—Varios centenares de artesanos seesforzaron en ponerla de nuevo encondiciones, en los arsenales navalesbizantinos. Luego Nicéforo y yo nosdirigimos al condado de Flandes, dondenos hicieron entrega de un órganomagnífico. Había sido restaurado poruna maestra de los secretos llena de

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talento, llamada Filomena.—¡Vaya fábula! —dijo María

sacudiendo la cabeza—. Mi buenGargano, me resulta difícil creerte.¿Dices que eres una montaña? ¿Y yo fuiun guapo joven que, en realidad, era lasobrina nieta de un emperadorbizantino?

—Ajá...—dijo Gargano.—Pruébalo.—¿Cómo?—Vuelve a recuperar tu tamaño

original.Gargano confesó, con expresión

incómoda:—Es que... He olvidado cómo se

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hace. Esta larga estancia en los pantanosme ha perturbado.

María se encogió de hombros ysonrió. No le creía, aunque paraGargano no era un problema. Sinembargo, tenían que marcharse.Entonces se incorporó, la levantódelicadamente por las caderas y se lacargó sobre los hombros.

—¡En marcha, princesa!—¿Adónde vamos? —preguntó

María.—¡Al Paraíso!Gargano estaba desconcertado por la

nueva personalidad de María. PorqueNicéforo se mostraba tan emprendedor,

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audaz y provocador, como María —quele tuteaba— se mostraba dulce, apacibley reservada. Los dos le gustaban mucho.Pero echaba en falta a Nicéforo.

Para Gargano, la estancia en losPantanos de la Memoria se habíacobrado numerosas víctimas: Nicéforo,los habitantes de Cocodrilópolis y,desde luego, Morgennes. Caminaron,con María sobre los hombros deGargano, durante numerosas jornadas.Una mañana, María oyó el lamento de uncurso de agua, y pidió a Gargano que sedirigiera hacia él.

Habían encontrado uno de losafluentes del poderoso Nilo. Sus aguas

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azules arrastraban pequeñas hojas rojasy amarillas, procedentes de los árbolesque crecían al pie de los Montes de laLuna.

—Sigámoslo —dijo Gargano.Tal como le había dicho Morgennes,

un poco más adelante el Nilo se hundióbajo tierra. Era una visión prodigiosa:justo antes de desaparecer, el divino ríose precipitaba en una falla en forma deboca excavada en la montaña. Estaperforación, adornada en cada uno desus flancos y en su cara principal porgigantescas estatuas de faraones,constituía la última obra construida porlos antiguos habitantes de esta región.

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Estos habían vivido en la época en laque hombres y dragones convivíanapaciblemente, antes de que losejércitos de Roma, Atenas y Alejandríafueran a sembrar cizaña entre ellos.

Ochenta y cinco estatuas de broncecon una altura de unas veinte toesasdominaban el río recordando el poderdel rey Menelik, legendario soberano deesta zona. Gargano tenía la sensación deestar jugando entre las piernas de susprimos mayores. En sus manos,pergaminos, libros e instrumentos demedición reemplazaban a las armas quese encontraban habitualmente en estetipo de estatuas; pues el poder de

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Menelik descansaba en la justicia y elderecho, y no en la fuerza y las armas.Heredero de la reina de Saba, conocidatambién en Egipto bajo el nombre deHatshepsut, Menelik había reinado,hacía mucho tiempo, sobre Tebas ysobre Axum, y se decía que habíadevuelto allí el Arca de la Alianza.

Después de haber tallado unapiragua en un tronco de árbol vaciado,Gargano y María remontaron esteafluente del Nilo en el curso de unperiplo que más parecía un viaje alInfierno que al Paraíso.

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La falla se hundía en la tierra,conduciendo al Nilo a una red decanales subterráneos que parecíanexcavados por titanes. Las altas bóvedasse perdían en la oscuridad, y miríadasde murciélagos pasaban sobre suscabezas lanzando chillidos. Variasveces, María —demasiado asustadapara remar— se acurrucó contraGargano, que se esforzaba en mantenerla piragua a flote.

Finalmente, cuando hacía ya variashoras que navegaban contra corriente,oyeron el fragor de una cascada y seencontraron rodeados por una densaniebla. Las gotas de agua en suspensión

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daban la impresión de una lluviainmóvil, de un aguacero que no caía yque no se detendría nunca.

—¡Qué horror! —exclamó María—.¡Moriremos ahogados!

—No, no —dijo Gargano—; alcontrario, es un buen augurio.

Como no veían nada, se vieronobligados a avanzar lentamente para noarriesgarse a dañar la piragua. Al cabode un momento tropezaron con una roca,luego con otra, y con otra más. Entoncescomprendieron que habían llegado lomás lejos posible en barca. No llegaríanmás allá.

—¡Bajemos! —dijo Gargano.

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—Pero ¿dónde? ¡Hay agua por todaspartes!

—Nadaremos. Quedaos junto a mí.Trataré de trepar por este acantilado.Tal vez haya una salida en lo alto.

Después de haberse colocado aMaría a la espalda y de haberlaasegurado firmemente con ayuda de lacuerda que Morgennes le había dado,Gargano inició la ascensión de estaséptima y última catarata, una cataratade la que nadie había oído hablar jamásy que no aparecía en ningún mapa. Peroel agua había bruñido la piedra, lo quehacía imposible la escalada. Garganosiempre acababa resbalando, y cuando

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no resbalaba, era expulsado por laincreíble cantidad de agua que les caíaencima y que a cada instante amenazabacon tragárselos.

—¡Es como escalar un río! —selamentó cuando, por tercera vez, cayó alpie de la cascada espumeante.

Cada tentativa se saldaba con unfracaso. Aquella era una proeza quenadie podía ejecutar solo.

—Necesitaríamos ayuda —concluyóGargano.

María tuvo una idea al ver a unmurciélago que volaba en picado.Señalándolo, le propuso:

—Tal vez ellos podrían ayudarnos.

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—¡Excelente idea!Luego Gargano se frotó la nariz.—Pero ¿cómo?—Podrían llevarnos.—Pesamos demasiado.—Entonces podrían llevar esta

cuerda hasta la cima y atarla a una roca—dijo desatando la soga con la queGargano la había amarrado a su espalda—. De este modo no nos costará tantoescalar.

—¡Excelente idea!Dicho y hecho... No, aún no estaba

hecho, porque los murciélagos queríannegociar.

—¡Me pregunto quién les habrá

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enseñado a hacer tratos! —sesorprendió María—. ¿Qué quieren?

—Oh, nada que yo no puedaentender. Quieren dormir, y para estoquieren un poco de oscuridad.

—¿Oscuridad? ¡Pero si es lo únicoque hay aquí!

—Parece que no es así —dijoGargano con una amplia sonrisa quedibujó en la negrura de las cuevas unextraño y atemorizador mosaico, ya quesus dientes eran fosforescentes.

—¿Es que hay una salida?—Mejor que eso —prosiguió

Gargano.—¿Mejor?

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—Hay cantidades, montones desalidas, porque estamos en el fondo delcráter de un antiguo volcán.

—No es muy tranquilizador.—Dicen que duerme desde hace

mucho tiempo, pero, sobre todo, que haydecenas de millares de «luces molestas»de las que quieren verse libres.

—¿«Luces molestas»? ¿Y qué eseso?

—Diamantes. Infinidad dediamantes. Los murciélagos quieren quelos cojamos, o al menos que consigamosque dejen de reflejar la luz del exterior.Dicen que los diamantes y la luz lesmolestan para volar.

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María abrazó a Gargano, y el gigantedijo a los murciélagos que aceptaban«librarles» de los diamantes. Si hacíafalta, Gargano provocaría undesprendimiento de tierras que losenterraría. Nada demasiado complicado,al fin y al cabo.

—No tendré más que patear el suelo—explicó.

—¡Por Dios! —dijo María—.Intenta no golpear demasiado fuerte. Notengo ganas de que la montaña sederrumbe, ni de que el volcán sedespierte.

Finalmente, dos grandes murciélagostransportaron la cuerda hasta lo más alto

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de la cascada (que, según lesinformaron, se llamaba Mosioatunya, loque significa: «Humo que gruñe»), yluego tres murciélagos pequeños,elegidos entre los más hábiles, ataron lacuerda a un espolón rocoso.

A continuación, Gargano emprendióde nuevo la ascensión del «Humo quegruñe» ayudándose con la cuerda, entrelos gritos de ánimo de los murciélagos,que volaban en torno a ellos paraofrecerles sus consejos. Incluso así, nofue fácil. Gargano se había puesto unsólido par de guantes; pero la cuerdaestaba tan tensa y el trayecto era tanlargo que a medio camino los guantes se

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rasgaron. Tuvo que terminar sosteniendola cuerda con las manos desnudas, loque le arrancó la piel y algunos gritos dedolor. Apretando los dientes, siguiótrepando, esforzándose en ocultar susufrimiento a María.

Cuando alcanzaron, al cabo de trescuartos de hora de una ascensiónextenuante, el espolón rocoso al queestaba atada la cuerda, María y Garganose felicitaron calurosamente. LuegoGargano se lavó las manos en las aguasdel Nilo, se quitó la camisa y ladesgarró para hacerse unas vendas.Finalmente, después de haberserecuperado de esta dura prueba,

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siguieron a los murciélagos hacia las«luces molestas».

Pasaron por estrechas galerías delcolor de la noche, y luego llegaron a unalba sorprendente. En el seno de grutasinmensas, donde revoloteaban losmurciélagos, millares de diamantesformaban una bóveda celesteabsolutamente pasmosa. Resplandoresde pirita, bloques de platino o de plata,motas de oro o de cobre constituían susastros y sus constelaciones. Gargano yMaría ya no sabían distinguir la zona dearriba de la de abajo. Tenían lasensación de caminar por el cielo, conla cabeza hacia abajo, del otro lado del

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decorado que Dios mostraba a loshombres. Pero si ellos estaban entrebastidores, ¿dónde estaban los cometasy los ángeles que tiraban de ellos enpesados carros de oro?

—¡Qué belleza! ¿Realmentedebemos destruir todas estasmaravillas? —inquirió María, con losojos dilatados de admiración.

—Lo prometí a los murciélagos —dijo Gargano muy a su pesar.

Caminando con los brazos abiertospara no perder el equilibrio, avanzabande cuerpo celeste en cuerpo celeste,adentrándose en parajes de una increíblebelleza. De pronto llegaron a una

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enorme cueva, en el fondo de la cual las«luces molestas» dibujaban formasvagamente humanas.

—Se diría que son hombres —dijoGargano.

—Esto me recuerda algo —dijoMaría temblando de pies a cabeza—.Veámoslo de más cerca.

Una corriente de aire indicaba que lasalida no podía estar lejos. Además, latemperatura había aumentado variosgrados, señal de que la superficie estabacerca. En ese momento, al dejar atrás unastro, tropezaron con un cuerpo.

—¡Mirad! —exclamó Gargano—.¡Un esqueleto!

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María distinguió, tendido en unrincón de la cueva, el cadáver de un serhumano. Iba vestido con viejas ropas deestilo griego. A su lado, en lo queparecía un antepasado de las alforjas,encontró varias hojas de pergaminopegadas entre sí. Cubiertas de escritura.

María les echó una rápida ojeada yestuvo a punto de desmayarse.

—¡Es extraordinario! ¿Sabes quiénes este hombre?

—No. ¿Por qué? ¿Debería?—El rey de los filósofos. ¿Nunca

has oído hablar de Platón?—No —confesó Gargano.—El mito de la caverna, ¿tampoco

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esto te dice nada?—No —repitió Gargano—. Pero ¿no

es extraño que vos lo recordéis?—Tal vez. ¡Pero aún sé hablar

griego! ¡Y latín!María se incorporó y explicó a

Gargano que, según Platón —filósofogriego que había vivido varios siglosantes de Jesucristo—, el mundo no eramás que engaño e ilusión.

—Solo vemos sombras. Sombras demarionetas que espíritus maliciosospasean ante un fuego, y que nosotros, loshumanos, tomamos por la realidad. Nadade lo que nos muestran nuestros sentidoses verdadero. Todo es falso, y tenemos

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más posibilidades de encontrar laverdad en las fábulas que en estapretendida realidad...

Paseó la mirada a su alrededor,tratando de medir ese lugar increíble.

—En su diario, Platón dice que vinoaquí en busca de los últimos, y máspoderosos, dragones. Los dragonesfábula, llamados también draco fictio odragones luna. Se les llama así porquepueden, como la luna, modificar suapariencia. Pero son más fuertes queella, porque no se limitan a una medialuna o a un disco. Pueden adoptarcualquier forma, comprendida la de unpoema, una canción o la de cualquier

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obra de arte.Gargano escuchaba, fascinado.

María se acercó al esqueleto y recogióuna copa, volcada en el suelo junto a él.Mostrándola a Gargano, continuó susexplicaciones:

—Nos encontramos en la gruta queinspiró a Platón su célebre mito de lacaverna. Decidió volver aquí paramorir, bebiendo esta copa de cicuta.Según estos papeles, había descubiertoesta caverna durante una expedicióngeográfica y militar, dirigida porCambises, de la que acabaría siendo elúnico superviviente. Según estospapeles, existe una salida muy cerca de

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nosotros, que da al mar Rojo. Alparecer, hay que atravesar un cementerioy la salida se encuentra justo detrás.

—¿Un cementerio? Pero ¿quiénpuede estar enterrado aquí?

María agitó el fajo de pergaminosbajo las narices de Gargano.

—¡Los dragones!

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Capítulo VIII

Cruzífera

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62

Nadie hubiera podido adivinar, enefecto, que en este lugar

se encontrara una puerta que, cerrada,permanecía

perfectamente oculta y era invisible.

CHRÉTIEN DE TROYES,Cligès

Guillermo de Tiro se encontraba en

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su biblioteca, donde se pasaba los díasconsultando montones de obras desdeque Amaury le había encargado queencontrara a la verdadera Crucífera. Depronto, una sombra cruzó la página queestaba leyendo. Creyendo que su vela sehabía apagado, levantó la cabeza. En esemomento, un viento frío le arañó laespalda, y su sillón y su mesa sepusieron a temblar. Temiendo que unespíritu maligno se hubiera introducidoen la habitación, Guillermo empuñó subastón con cabeza de dragón y lanzó unpotente golpe, que se perdió en el vacío.

—¡Nada!Nada, excepto que acababa de

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derribar su vela. En el momento en elque la llama se apagaba, el suelo seagitó con una violenta sacudida. Tanviolenta que Guillermo tuvo queagarrarse al escritorio para no caer,mientras en torno a él pergaminos,papeles y palimpsestos rodaban fuera desus compartimientos, cajones yestanterías para esparcirse por el sueloen un triste revoltijo.

—Como si no hubiera bastantedesorden —dijo Guillermo en voz altapara tranquilizarse.

Hubo un momento de calma, duranteel cual reinó la oscuridad. Luego unviento helado recorrió la habitación,

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levantó la masa de papeles que yacíansobre el pavimento y los envió girandoen torbellinos alrededor de Guillermo.

—¡Por san Jorge! —exclamó este,aferrándose aún con más fuerza a suescritorio.

Una nueva sacudida sucedió a laprimera, como si esta solo hubiera sidoun aperitivo y la otra, el plato fuerte.Como un cuerpo viejo sometido a unadura prueba, la iglesia de Tiro crujió,gimió, aulló, pero no se rompió. Losmuros se agrietaron, una parte del techose derrumbó, el suelo se entreabrió,pero el armazón resistió el embate.

En la ciudad, a juzgar por los gritos

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que llegaban a oídos de Guillermo, nohabían tenido tanta suerte; los lamentosde los hombres se mezclaban con lossollozos de las mujeres, los berridos delos niños con el estruendo de losedificios, en un anuncio de agonía,miseria y muerte.

—¿El Apocalipsis? —se preguntóGuillermo.

Pero allí, agarrado a su escritorio,no encontraba respuesta. Una nube depolvo lo envolvió, por lo que juzgópreferible no quedarse. Pero ¿adóndepodía ir?

—¡Señor, ilumíname! —rogó,tosiendo.

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Y Dios le respondió. Una fisuraapareció en una de las paredes de suscriptorium, y un hilo, y luego un rayode luz, inundó la habitación.

—¡Aleluya! —exclamó Guillermo.Sin soltar su precioso bastón, se

arrastró hacia la fisura, que no dejaba decrecer, y por donde penetraba,iluminando la habitación, el resplandorde lo que él creyó que era un incendio.Pero aquello no era un incendio. Allí, enuna habitación secreta, había un atril conun libro abierto, ¡un libro en llamas!

Guillermo se estremeció de horror ycorrió a salvar la obra, pero se quemólos dedos al tocarla. Tras recuperar el

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aliento, se persignó y pronunció undoble paternóster. Las sacudidas —coincidencia turbadora— cesaron derepente, y poco a poco volvió la luz.

—¡Milagro! —exclamó Guillermo—. ¡Gracias te sean dadas, a ti, oh DiosTodopoderoso!

Fuera, el sol brillaba con ardorrenovado. Deseoso de hacerse perdonar,el astro volvía a calentar la tierraentumecida por el invierno, expulsandocon sus rayos esa extraña y breve nocheen la que había reinado una lunadiabólica. La Cabeza y la Cola delDragón, después de haberse besado, seseparaban de nuevo. ¿Por cuánto

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tiempo?—Ya lo veremos más tarde —se

dijo Guillermo.Ansioso por estudiar su

descubrimiento, observó el libro enllamas. Un intenso calor se desprendíade él, y cuando Guillermo acercó denuevo la mano, se quemó por segundavez.

—¡Imbécil! —se amonestó a símismo—. Pero ¿por qué el atril no arde?¿Estará hecho de gofer? Dicen que estamadera es resistente al fuego.

Cogiendo una pequeña pluma blancaque oportunamente había ido a posarsesobre su escritorio, Guillermo la lanzó a

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las llamas, donde se carbonizó alinstante.

—Interesante...Sin perder la calma, apoyó el

mentón en su bastón y reflexionó.Entonces se dio cuenta de que el techode la pequeña alcoba no se habíaennegrecido con las llamas del libro, loque era absolutamente inusual.

—Muy interesante.Además, el libro no se consumía.—¡Realmente interesante, sí!Aquel no era un fuego normal.—Probablemente el guardián del

libro...Sus ojos se habían acostumbrado por

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fin a la luz, y Guillermo miró alrededory constató que las paredes, la bóveda yel suelo de la pequeña habitación erancóncavos, como el interior de un huevo.Y lo que era aún más sorprendente,estaban totalmente decoradas. Había unmapa pintado, al estilo antiguo.Guillermo creyó reconocer, a la alturade su cabeza, a su derecha, unarepresentación del Mediterráneo. Dehecho, todo el mundo aparecíadesplegado en él, y Guillermo locontempló durante largos minutos, antesde colocar el dedo sobre su ciudad,Tiro, y de seguir un itinerario punteadoque conducía desde allí hasta... Lydda:

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la ciudad donde había sido inhumadosan Jorge, aunque nadie sabía dóndeexactamente. A pesar de que entretantose habían descubierto varias falsastumbas; por desgracia, ninguna de ellascontenía a Crucífera —suponiendo queesta reposara junto a su difuntopropietario.

Guillermo acababa de descifrar unainscripción en griego, justo sobre Lydda,en los arrabales de la ciudad. Unainscripción misteriosamente adornadacon una cruz.

—¡Por la Santa Iglesia! —exclamó.Cerró los ojos, preguntándose por

qué ahora. ¿Por qué aquí, y por qué él?

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Pues aquel era un descubrimientoincreíble, capaz de dar —por fin— unvuelco a la historia que sería favorablea los francos.

Alejandro Magno, que según laleyenda había ordenado que se fabricarala espada Crucífera siguiendoprocedimientos que, incluso en sustiempos, eran ya muy antiguos ymisteriosos, había llegado en su época aTiro. ¿Era posible que hubiera ordenadoigualmente la edificación de esta extrañaalcoba en forma de huevó y del edificioque ahora hacía de iglesia?

No era imposible.Porque ¿de qué época databa? Los

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cimientos del edificio eran muyanteriores a la venida de Cristo, eso eraevidente. En cuanto a la iglesia de Tiropropiamente dicha, había sido una de lasprimeras de la cristiandad. Hasta elpresente, el templo había resistidobastante bien a la historia y a lasinclemencias del tiempo, pero habíatenido que sufrir, como todos los lugaresde culto de la región, varios saqueos ytentativas de incendio. Que unossacerdotes hubieran decidido, en otrotiempo, emparedar este nicho no teníanada de extraordinario. Probablementehabían querido poner a buen recaudo sustesoros.

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¿Y qué tesoros eran esos? Un mapa yun libro.

El mapa indicaba el emplazamientode la tumba del principal héroe de lacristiandad, y sin duda otras muchascosas; en cuanto al libro...

—Bah —se dijo Guillermovolviendo a abrir los ojos, con una levesonrisa en los labios—. Más tardetendremos todo el tiempo del mundopara estudiarlo en detalle.

Siempre que encontrara un medio deresistir a las llamas... Enseguida volvióa pensar en Morgennes y recordó que yole había contado cómo había cogido, enArras, un espetón al rojo.

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El único problema era queMorgennes estaba muerto.

En ese momento un ruido de cascosde caballos y de puños golpeando contrala puerta resonó en el scriptorium.Guillermo se volvió precipitadamente ycorrió hacia la entrada.

—Sellad esta puerta —ordenó a losacólitos que habían ido a interesarse porsu suerte—. ¡Que la vigilen día y noche!Y que nadie entre en esta habitaciónbajo ningún pretexto.

Hablaba, claro está, de suscriptorium. El asunto era demasiadograve para confiarlo a un subordinado.Sobre todo, debía informar al rey.

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¡Y rápido!Por eso, a pesar de su dolor y con

gran sorpresa de sus administrados, nodio ninguna muestra de pesar ante loshabitantes de la ciudad, duramentecastigados por el seísmo.

Y llegados a este punto, mientrasGuillermo cabalga a galope tendidohacia el Krak de los Caballeros, dondeel rey se ha refugiado —mientrasdesinfectan su palacio—, se impone unparéntesis.

Tengo que hablaros de ese día a lavez funesto y feliz, de ese 23 de

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diciembre de 1169, en el que seprodujeron varios acontecimientos deuna importancia capital para eldesarrollo de nuestra historia. Cuatroacontecimientos de los que realmente esimposible decir cuál se produjo enprimer lugar, y si alguno de ellos fue lacausa de los otros tres.

Antes de comentarlos en detalle,empezaré por enumerarlos rápidamenteen el orden que me plazca, que será, eneste caso, según el número de personasque los vivieron; de mayor a menor.

Primer acontecimiento: un eclipse.Apenas acababan de tocar a terciascuando la luna se tragó al sol. La tierra

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quedó sumergida en la oscuridad durantevarios minutos, durante los cuales elsuelo tembló; y este es el segundoacontecimiento.

Un seísmo de una potenciaconsiderable hizo estragos en TierraSanta, dejando innumerables víctimas ycausando terribles daños, perorespetando a una joven mamá que en esemomento daba a luz a su hijo; y este esel tercer acontecimiento.

Se desarrollaba en El Cairo, dondebajo la docta supervisión de MoisésMaimónides, Guyana sufría para traer asu hijo al mundo. Después de variosdías de agotador esfuerzo, la hija de

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Morgennes nació por fin. MoisésMaimónides, que nunca había asistido aun fenómeno como aquel, explicó tiempodespués que la pequeña Casiopea, trashaber permanecido en el vientre de sumadre durante un tiempo increíble, habíasalido tan rápidamente que parecía quela hubiesen expulsado de un puntapié.

Cuarto y último acontecimiento: enla costa oriental, Gargano habíagolpeado el suelo con el pie.

Pero ¿se había producido todo estotal vez en otro orden, y por qué no, en elinverso al que acabo de enunciar? Cadauno es libre de decidir en uno u otrosentido. Por mi parte, yo no me

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pronunciaré, por más que piense queGargano sufrió la influencia de lasestrellas: las de las bóvedas cuajadas dediamantes cuyos accesos acababa desellar, conforme a la promesa hecha alos murciélagos.

Guillermo no sabía nada de estosdos últimos acontecimientos. Para él,Morgennes y Chawar estaban muertos,igual que Galet el Calvo, Dodin elSalvaje, la «mujer que no existe» y otrosmuchos valerosos personajes cuyosdestinos se habían mezclado al del rey yal suyo propio. El único que no estaba

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muerto, por lo que sabía, era Palamedes,ese estafador que, una vez más, habíatratado de engañarles, a Amaury y a él,para lanzarles contra un Egipto ahorapartidario de Saladino.

Pero siempre quedaba unaesperanza. Porque Saladino no era Nural-Din, el sultán de Damasco. Y dehecho, este último desconfiaba del jovenvisir, cuyo ascenso había sidodemasiado rápido según su opinión yque amenazaba con eclipsar al gloriosolinaje que Nur al-Din y su padre habíantardado tantos años en establecer.

«Pero si tenemos a Crucífera —pensó Guillermo—, todo puede cambiar.

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Si esta espada es realmente la de sanJorge y tiene los fabulosos poderes quelos antiguos le otorgaban, el curso de losacontecimientos puede invertirse. Egiptoaún podría ser reconquistada, siempreque se actúe con discernimiento. ConEgipto en manos de los francos,Damasco no tardará en caer. Y despuésde Damasco, será Bagdad. Los francosya no tendrán nada que temer. Pero, paraesto, primero se necesita un rey, un reycon una autoridad incontestable.Necesitamos a Crucífera.»

Guillermo lanzó su montura a todogalope hacia el levante. Atravesaba loque ya era solo una sucesión de ruinas y

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pueblos devastados, pero no los veía. Suobjetivo era el Krak de los Caballeros,castigado también con dureza por elseísmo.

Le veían pasar como una flecha, sindetenerse. Nunca un caballo había idotan rápido. ¡Parecía el mismísimoDiablo! Los hombres se santiguabanestremeciéndose, seguros de que latierra se había abierto solo para dejarlesalir, y volvían a santiguarse cuando asu estela llegaba —un poco más tarde—un grupo de hombres enmascarados.

Estos preguntaban, en una lengua conun acento marcadamente árabe:

—¿Habéis visto a un jinete? ¿Hacia

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dónde iba?Invariablemente los campesinos

respondían tendiendo el brazo hacia eloriente, hacia el lugar donde se dirigíaGuillermo. «¿Cómo es —se preguntabanlos campesinos— que estos demoniosno saben adónde va su amo?»

Entonces los jinetes —montados enyeguas alazanas de poca alzada,corceles rápidos muy apreciados por losmusulmanes— volvían a marcharse tanrápido como habían llegado, no sincortar antes el brazo a aquel que leshabía indicado el camino, mientrasexplicaban:

—¡Te lo pensarás dos veces antes

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de indicar el camino a nadie que noseamos nosotros! ¡Y procura mantenerquieta la lengua, o te la cortaremostambién!

Así, el temblor de tierra y el paso deGuillermo iban acompañados, para loscampesinos, de una nueva calamidad: unbrazo cortado, cuando hacían falta tantosbrazos.

Guillermo, por su parte, ignorabaque le espiaban. Ya hacía meses quesoldados pertenecientes a una unidad deélite recientemente creada por Saladinole tenían vigilado. Esta unidad sellamaba Yazak, y a su cabeza había sidonombrado, en agradecimiento por sus

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numerosas hazañas, un noble y valerosojoven: Taqi ad-Din.

Taqi, acompañado por un puñado desoldados, entre los cuales se encontrabaTughril —el antiguo guardia de corps deShirkuh—, cabalgaba tras las huellas deGuillermo, esperando que este últimoles condujera hasta Crucífera, que nodebía caer bajo ninguna circunstancia enmanos de los enemigos del islam, ymenos aún en las de los ofitas.

Porque estos —aunque habían sidototalmente aplastados en El Cairo— aúntenían recursos; desde una base secreta,situada en algún lugar del desierto delSinaí, seguían acosando a los

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damascenos. Lo que Saladino ignoraba,sin embargo, e ignoraba igualmenteTaqi, era hasta qué punto los ofitas eranresistentes y capaces de adaptarse.Sobre todo cuando se trataba de un hijo(Palamedes) dispuesto a vengar a supadre, y sobre todo cuando ese hijotenía en su poder a una joven (Filomena)capaz de fabricarle prácticamentecualquier artefacto, una mujer para lacual la mecánica no tenía secretos.

Guillermo tiró de las riendas de sumontura. Con espuma en la boca y laspatas temblorosas, su corcel amenazaba

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con desplomarse de agotamiento.Agitando bajo el cielo su bastón concabeza de dragón, Guillermo esperabaque los vigías del Krak le reconocierany le dejaran acercarse.

El Krak no parecía haber sufridodemasiado. Solo una torre se habíaderrumbado, provocando un corrimientode tierras que había engullido losdescubrimientos efectuados tiempo atráspero que había revelado otros tesoros,surgidos de las entrañas del Yebel al-Teladj, y particularmente nuevasosamentas de dragones.

En medio de estas, Amaury estabadesquiciado. Gesticulaba, chillaba,

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hablaba sin cesar de esa leyenda de lacorte del rey Arturo que pretendía queMerlín había predicho a un rey que lasdesgracias se abatirían sobre él mientrasno se desembarazara de los dosdragones que luchaban bajo loscimientos de su castillo.

—Aquí —tartamudeaba Amaury—,no son dos d-d-dragones los que nosplantean problemas, sino decenas. Losárabes tienen toda la razón cuando dicenque el Krak es como un huesoatravesado en su garganta. ¡Esta montañaes peor que un p-p-pollo! Está infestadade huesecillos, ¿verdad, querido?

Y acto seguido dio un ala de pollo al

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joven chucho que tenía en los brazos.Omega IV se la zampó en un santiamén,y Alfa II, que daba vueltas ladrando alos pies de Amaury, reclamó su parte.

—¡Majestad! —exclamó Guillermo,llevando su montura hacia el rey.

Guillermo seguía blandiendo subastón, para que los arqueros del rey nole eligieran como diana. En esa zona setemía sobre todo a la secta de losasesinos, que cada vez se mostraban másatrevidos.

—Guillermo, ¿qué haces aquí? —preguntó Amaury al verle galopar haciaél.

—¡Un milagro!

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—¡Una calamidad, querrás decir! —¡No, majestad, un milagro! ¡Un milagro,os digo!

Estupefacto, Amaury observó aGuillermo. ¿Acaso el anciano al quehabía elegido para redactar la crónicade su reino y para educar a su hijo sehabía vuelto loco?

A imitación de los mejorescaballeros del reino, Guillermo saltó desu montura incluso antes de que sehubiera parado, pero al tocar tierra rodóvarias veces sobre sí mismo,magullándose seriamente la espalda, laspiernas y los hombros.

—Ya no tengo edad para estas

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tonterías —murmuró para sí, con elcuerpo dolorido.

El rey le ayudó a levantarse y lepreguntó: —Pero ¿qué te ocurre? —¡Tenemos que marcharnos, sin demora!—¿Para ir adónde?

—A Lydda. ¡He encontrado la tumbade san Jorge! ¡Sé dónde se encuentraCrucífera!

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63

No tengáis miedo.

CHRÉTIEN DE TROYES,Guillermo de Inglaterra

¿Qué es un cementerio? Un lugar enel que se duerme.

La palabra «cementerio» procededel latín coemeterium, que a su vezprocede del griego koimeterion, que

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significa: «lugar donde se duerme». Uncementerio es, en suma, un dormitorio.No es sorprendente, por tanto, que paramuchos de mis contemporáneos lamuerte se asocie a un largo y profundosueño, del que uno despertará —aelección—: cuando (1) Él vuelva, (2)para salvar a la patria, (3) en el fin delos tiempos, o bien también, aunque estoes menos glorioso, (4) porque unnigromante le ha forzado a hacerlo. Y noes extraño tampoco que numerosossoberanos hayan deseado que su últimodormitorio rivalizara en belleza con losespléndidos palacios en los que sedesarrolló su vida.

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Así, de las pirámides de Egipto alSanto Sepulcro, pasando por las vastasnecrópolis de Roma y los túmulosfunerarios de Inglaterra, la historia estáplagada de ejemplos de sepulturasmucho más hermosas que las viviendasordinarias.

Porque el más allá de los reyes esmás valioso que el hoy de loscampesinos.

Y después de todo, ¿por qué no?¿Qué hay de indecente en quererdesafiar al tiempo? Contemplando estosmonumentos, el pueblo admira suporvenir, lo que le sobrevivirá. Losfaraones han muerto, pero sus tumbas

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siguen ahí. Jesús sucumbió, pero latumba donde lo enterraron —brevemente, es cierto— puede visitarse.

Otros no tienen tumba. Lógicamente,su fallecimiento es objeto de debate.Porque estar muerto es ser colocado enuna tumba, y a la inversa. Así ocurriócon el aterrador califa de Egipto al-Hakim, o con ciertos imanes adoradospor los chutas. Para vivir siempre, almenos de forma legendaria, es precisoabstenerse de ser enterrado.

Desaparezcamos.O mejor, compartamos el destino de

Alejandro Magno, para quien Tolomeoconstruyó una tumba prodigiosa que

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debía conservar sus restos y que nadieha llegado a descubrir.

¿Qué hay más hermoso que unatumba imaginaria?

¿Una muerte imaginaria?

Amaury galopaba al frente de suscaballeros, con Guillermo y Alexis deBeaujeu pegados a sus talones, tras loscascos de Passelande. Desde que habíaprobado su féretro en el Santo Sepulcro,el rey estaba buscando un epitafio. Algocomo: «Duermo. ¡D-d-dejadme enpaz!».

Pero ir por fin a hollar la tierra de la

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tumba de san Jorge, ¡eso sí que eraexcitante!

—¡Oh, qué c-c-contento estoy! —gritó al paisaje, sin preocuparse por loscampesinos con un brazo cortado conlos que se cruzaba a intervalos regulares—. ¡Apresurémonos! —exclamóespoleando a Passelande.

Alexis de Beaujeu, que montaba aIblis, era el único que no se habíadistanciado, a pesar de la edad avanzadadel semental que le había ofrecidoMorgennes. El resto de los caballeros,debido al peso de sus armaduras, alagotamiento de sus corceles, o a ambascosas a la vez, desaparecían poco a

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poco en el horizonte, ocultos por lasnubes de polvo que levantabanPasselande e Iblis.

—Majestad —dijo Alexis deBeaujeu a Amaury, una vez que lo huboalcanzado—, deberíais reducir lamarcha.

—¡Vaya idea! —exclamó Amaury—. ¿Y eso por qué?

—No querréis llegar solo a estatumba, ¿verdad?

—¿Temes que pueda ofender a sanJorge?

—No, majestad. Solo temo porvuestra vida. Esta región está atestadade espías; no me gustaría que esa tumba

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fuera, además de la de un santo al queadoro, la de mi soberano.

—Gracias, mi buen Alexis, pero esta«tumba», como dices, es demasiadohermosa p-p-para mí. No moriré en ella,lo sé.

—Sire...—Además, no es una «tumba», sino

un sepulcro.—Perdón, sire, no comprendo...—Una «tumba», mi querido Alexis,

es buena para el c-c-común de losmortales. Para ti, para mí, una tumba noes más que un cartel sobre un agujero.¡En cambio, un «se—p-p-pulcro»...!¡Eso da fama a un hombre! Un sepulcro

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es un monumento.Alexis no estaba seguro de haber

captado el matiz. Sobre todo no entendíapor qué el rey se consideraba tan pocodigno de un sepulcro —si era mejor queuna tumba.

Luego pensó en Morgennes, cuyocaballo montaba, el caballo que en otrotiempo había sido la montura deSagremor el Insumiso. Ese mismoSagremor que, hacía mucho tiempo, casien otra vida, había sido su señor. Elprimer caballero al que había servido.«Qué lejos queda todo esto —pensóAlexis—. Qué lejos están los tiempos enlos que, mientras lloraba sobre la tumba

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de mis padres, un fantasma se meapareció para ordenarme que fuera aTierra Santa.»

Alexis había partido al instante,renunciando a todo. Incluida su herencia.Como primogénito debería haberrecibido de su padre un dominiosoberbio, una veintena de burgos, vastosbosques abundantes en caza y unadecena de lagunas. Sin embargo, lohabía abandonado todo y lo habíadejado en manos de su hermano menor;aunque más tarde había descubierto queel fantasma era su propio hermano.

Este se había ocultado bajo unasábana y había sabido encontrar las

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palabras para enviarle a la cruzada,apartándole así de la sucesión. «Quéimporta eso —se decía Alexis—. Diosme quería en Tierra Santa. Y esefantasma, aunque fuera falso, fue elmedio que Dios empleó para darme aconocer Su voluntad. Todo está bien.»

En realidad, aparte de Guillermo deTiro, nadie comprendía mejor a Amauryque Alexis. Pero los dos hombresraramente tenían ocasión de conversar, yahora aún menos que antes, desde queAlexis de Beaujeu habían entrado en laOrden de los Hospitalarios y le habíandestinado al Krak.

Después de varias horas de

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agotadora cabalgada, la pequeña tropallegó a las inmediaciones de Lydda. Laciudad había sufrido mucho, como todala región, por el terremoto. Las fallashabían abierto varios bosquecillos endos, derribando los árboles yescupiendo finas nubes de polvo al aireseco de finales de diciembre. No sepodía respirar sin toser, y durante variosdías una tenue película, mezcla de arenay ceniza, se depositaba sobre todo.Habría que esperar al mes de marzopara que una lluvia torrencial lavaraaquel desastre. Mientras tanto parecíaque estuvieran ante el fin del mundo, conuna sensación de sucio, reforzada por la

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expresión afligida de los miserables conlos que se cruzaban por el camino.

Gentes que tendían los brazos parareclamar un pedazo de pan, unos granosde trigo. El alimento del ganado —lacebada y el mijo— era para ellos unverdadero festín. Viendo que seatiborraban con el pienso de losanimales, conmovido por su miseria,Amaury ordenó que les entregaran laración de los caballos.

Finalmente entraron en Lydda, dondese veían casas derruidas y una largafisura que se extendía desde losarrabales hasta los primeros edificios dela ciudad.

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—Es aquí —dijo Guillermo de Tiro,que trataba de hacer coincidir losrecuerdos del mapa visto en suscriptorium con lo que tenía ante losojos.

—Creía que los antiguos nuncaconstruían sus sepulturas dentro de lasciudades —se sorprendió Amaury.

—Así era —dijo Guillermo—.Como dijo Platón: «En ningún lugar lastumbas, tanto si el monumento funerarioes considerable como si es mínimo,deben ocupar un emplazamiento que seapropio de la cultura». Pero la ciudad hacrecido. Y además, a la muerte de sanJorge, los cristianos que le habían

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tratado prefirieron inhumarle adsanctos, es decir, en el propio seno dela iglesia de Lydda.

Ahora bien, la primera iglesia deLydda había sido construida sobre loscimientos de un antiguo templodedicado, como la gran mezquita deDamasco, a Zeus o Júpiter. AlejandroMagno había ordenado que loedificaran, para de ese modo asegurarsela ayuda del poderoso rey de los dioses.Una buena idea, sin duda, porque enmenos de un año Alejandro habíaconquistado Oriente.

—¡Es aquí! Mirad —dijo Guillermo.Realmente se tendría que estar ciego

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para no ver la pequeña abertura que serecortaba en la tierra, como una fina rajaen medio de la capa de cascotes. Lo quehabía sido enterrado por los añosacababa de salir a la luz debido alterremoto. La hendidura parecía elrastro dejado por la quilla de un barcoque abandonara la playa para hacerse ala mar. A uno y otro lado, una doblemuralla, constituida por las casas que sehabían derrumbado, la bordeaba. De pieen los bordes de la llaga, la multitudmiraba al rey y a sus hombres, queavanzaban a caballo.

Todo estaba silencioso. Ni siquierase escuchaban los relinchos de los

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caballos. Desde lo alto de su funestopedestal, los habitantes de Lydda sepreguntaban qué nueva desgraciaacarrearía esta profanación. Viejaslocas de mirada huraña seguían al rey,con la baba en los labios, murmurandoimprecaciones.

Amaury, que avanzaba bajo susmiradas, no dio orden de ahuyentarlas.

¿Cuánto tiempo hacía que semantenía apartado de las mujeres?Contó con los dedos. Uno, dos, t-t-tres...Hacía seis años que había pedido quelas mantuvieran alejadas de él. Y ahorade nuevo volvía a ver a algunas. Sentíalástima por ellas. Y sobre todo, él

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mismo se sentía miserable. «Solo hereinado sobre medio reino. Solo soymedio rey.»

Lanzó un profundo suspiro y llegó ala entrada del mausoleo. Un círculo depiedra sellaba la abertura. En su frontónse leía: «Memento mori». Es decir, «Noolvides la muerte».

Por una cruel ironía del destino, losárabes llamaban a Amaury «Mori». Así,para un rey tan desamparado como él, eneste instante, esta inscripción podíaleerse como un «No olvides a Amaury».¿Sería esta su tumba?

Apoyó la mano sobre la puerta depiedra; pero no se movió.

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—¡Abrid esto! —ordenó a sushombres, y mandó que atacaran lapesada puerta con el martillo.

Pronto esta cedió, y un estertorsurgió del sepulcro. La mayoría de loshabitantes que les contemplaban desdelos diques de cascotes pusieron pies enpolvorosa. Solo unos pocos sequedaron. No por valentía, sino pordesesperación. ¿Las paredes de suscasuchas se habían mezclado con laspiedras de una tumba? Pues bien, enadelante vivirían aquí. Vivirían ymorirían aquí.

—¡Crucífera, aquí estoy! —murmuró Amaury. Entró el primero en la

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tumba, con una antorcha en la mano.Alexis le siguió, luego Guillermo, y

luego la decena de hombres de laescolta real.

Empezaron bajando una cortaescalera, cuyas paredes estabanadornadas con pinturas querepresentaban el combate, y luego elmartirio, de san Jorge. A la izquierda,san Jorge abandonaba su Capadocianatal —esa región de montañas dondelos habitantes vivían en agujerosexcavados en las paredes rocosas—.Luego san Jorge se ponía al servicio de

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Roma, para combatir a los herejes ahídonde los encontrara. Acababa llegandoa una pequeña ciudad aterrorizada porun dragón, que exigía que cada año ledieran una virgen para devorarla.Cuando ya no quedó ninguna, salvo lahija del rey, este decidió finalmenteenfrentarse a él, y suplicó a san Jorge —que pasaba por allí— que venciera almonstruo.

A la derecha de la pequeña escalerase podía admirar el combate de sanJorge y el dragón, que resultaba ser unadragona. Si atacaba la ciudad, explicabael fresco, era solo porqué sus habitantesle habían robado sus huevos y habían

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matado a su marido. Cegada por eldolor, la infortunada dragona solo hacíaque vengarse. Cuando comprendió sudesgracia, san Jorge sintió piedad, ehizo un pacto con ella. No la mataría,pero a cambio debería convertirse alcristianismo, dejar de atormentar a loshabitantes de la ciudad y devolver laprincesa a su padre.

La dragona aceptó el trato, y paraengañar a los habitantes de la ciudad,incluso se prestó a representar una farsaen la que se la veía, como un perritoatado por una correa, siguiendo a sanJorge al interior de la población, y luegohaciéndose expulsar de ella por todos

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los habitantes con un gran alarde designos de la cruz. Una vez cumplida sutarea, san Jorge partió de nuevo hacialos pantanos del Lago Negro, dondevivía la dragona. Cuando volvió porsegunda vez a la ciudad, les dijo atodos:

—He triunfado.Pero solo era cierto a medias.Más adelante, san Jorge sería

torturado a causa de su religión ymoriría como un mártir. Sus seguidoreshabían construido esta tumba, lo habíanenterrado en ella, y la habían —o esocreían ellos— sellado para siempre.Porque nadie debía saber que en

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realidad san Jorge no había matado aldragón. Si esa información salía a la luz,podía hacerle perder su santidad.

Y para sus adoradores, nadie eramás digno de serlo que él. Porque estoseran, aparte de los coptos (que creíanque san Jorge había matado a sudragón), los ofitas, que sabían que lehabía perdonado la vida.

—Todo esto es extremadamenteinteresante —masculló Guillermo deTiro—. En efecto, para Isidoro deSevilla, un sepulcro «est quod mentemmaneat».

—Habla en francés, p-p-por favor—dijo Amaury—. No hay nada más

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irritante que esos eruditos que seexpresan en latín sin t-t-traducir. ¿Quéquieres p-p-probar? ¿Que sabes latín?Pues bien, ya lo has hecho.

—Perdonadme, sire. A veces larazón se extravía y expresa lo que haaprendido tal como lo ha aprendido.Quería decir que un sepulcro es el lugardonde reside el espíritu, la memoria, delos difuntos. Nada tiene, pues, desorprendente que san Jorge se nosaparezca así, en toda su verdad, en elinterior de su tumba. No podríaencontrarse un lugar más apropiado.

—¡Protegeos! —gritó de pronto unode los caballeros de Amaury.

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Acababan de llegar a una gran sala,bordeada a cada lado por tres pequeñasescaleras, que conducían, cada una, auna gran puerta circular. Al pie de cadauna de las seis escaleras se encontrabaun gong, y cerca del gong, un pesadomartillo de hierro suspendido del techopor una cadena. Si el guardia habíagritado, no era a causa de esta sucesiónde escaleras y de gongs, sino a causa deuna docena de sombras que avanzabansilbando hacia ellos.

—¡Muertos vivientes!—¡Cuidado, huid, deprisa! —gritó

el caballero.—¡Vienen de todas partes! —bramó

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otro.Uno de ellos, viendo una sombra que

caminaba hacia él con el brazo tendido,desenvainó su espada para atravesarla.Pero la sombra le golpeó en el rostrocon tanta violencia que su cabeza girósobre sí misma. Así pudo ver, antes dedesplomarse, cómo Morgennes entrabaen la tumba, con los cabellos y la barbaalborotados.

—¡No ataquéis! —gritó Morgennes.Alexis se volvió hacia él,

sorprendido y feliz a la vez, y exclamó:—¡Te creíamos muerto!

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—¡Siento desengañaros!—Pero ¿de dónde vienes? —le

preguntó Amaury, estupefacto.—¡Del Krak, majestad! —respondió

Morgennes bajando la escalera queconducía al interior de la tumba, yobservando a su paso que san Jorge y eldragón le seguían con la mirada.

Como las sombras se aproximabanpeligrosamente al rey, dos de los máspoderosos caballeros del reinoblandieron sus espadas.

—Formad un círculo en torno al rey—gritó uno de ellos.

—¡No! —bramó Morgennes—. ¡Notengáis miedo! No son enemigas

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nuestras.—¡Traidor! —le gritó otro

caballero.Pero Morgennes se limitó a

encogerse de hombros y corrió asituarse entre las sombras, a las que noparecía temer.

—Veis, él también es un muertoviviente —dijo un templario que sehabía cruzado con Morgennes al pie delKrak.

—No tanto como lo serás tú enbreve —replicó Morgennes.

Efectivamente, una de las sombrasacababa de hacer trizas el escudoadornado con una gran cruz que el

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templario oponía a sus golpes,obligándole a retroceder.

—¡Ayudadme, buenos y nobleshermanos! —clamó este—. ¡Y vos,ilustrísima, qué esperáis para pronunciarvuestro vade retro!

Mientras seis sombras atacaban alos caballeros, Guillermo,desconcertado, miraba a Morgennes enbusca de consejo. Morgennes sacudió lacabeza, mostró la fina daga —unamisericordia— que llevaba enfundada, yluego la gran cruz de bronce que colgabade su cuello, y dijo a Guillermo:

—No toquéis vuestras armas. Nohemos venido aquí como enemigos, sino

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en demanda de perdón. Si san Jorge nosjuzga indignos de su espada, tendremosque aceptarlo. Mientras tanto,mostrémonos rectos e íntegros. Notemamos a la muerte.

—¡Es más fácil decirlo que hacerlo!—exclamó Amaury.

En efecto, aparte de Guillermo,Amaury, Alexis y el propio Morgennes,todos los valerosos caballeros quehabían seguido a su rey hasta aquí yhabían jurado que darían su vida por él,efectivamente la dieron. Las sombrasformaron entonces un pasillo de honor alos cuatro supervivientes, escoltándoloshacia una séptima y última escalera

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situada al fondo de la necrópolis, justofrente a la entrada. Esta escaleratambién estaba precedida por un gong yconducía a una puerta redonda, debronce como las otras seis.

Los cuatro hombres miraron el gongy el martillo, cuya maza tenía forma deluna. En cuanto al gong, mostraba unaserpiente cuya cabeza seguía un largo ysinuoso laberinto hasta morderse lacola.

—Su cabeza tiene el tamaño delmartillo —señaló Alexis de Beaujeu.

—Cierto —dijo Guillermo,acercando el martillo a la cabeza de laserpiente—. Ambos coinciden.

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—Tal vez haya que golpear lacabeza con el martillo.

—¿La cabeza, o la cola? —preguntóMorgennes, recordando la profecía delos ofitas que anunciaba una granconmoción para el día en el que laCabeza y la Cola de la Serpiente sebesaran.

—Son una sola cosa —dijo Alexis.Guillermo de Tiro observó

largamente a Morgennes, que, cubiertode rasguños y heridas y con el cabello yla barba enmarañados, parecía llegadode entre los muertos.

—Pero ¿cómo nos habéisencontrado? —le preguntó—. ¡Se diría

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que salís directamente de los nueveinfiernos!

—No estáis lejos de la verdad. Ibade camino al Krak, donde sabía que seencontraba su majestad, cuando unoscampesinos me informaron de que...

—Vamos —dijo Amaury—. Nomolestes más a Morgennes pidiéndoletantos d-d-detalles. De momentoocupémonos de abrir esta puerta.

Uniendo el gesto a la palabra,Amaury sujetó el grueso martillo y loabatió contra la cabeza de la serpiente.Un atronador sonido resonó en toda latumba, expulsando a las sombras contanta eficacia como si hubiera sonado la

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llamada para la sopa en Saint-Pierre deBeauvais. Como por arte de magia, lacabeza y la cola de la serpiente sesepararon, y el reptil se deslizó sobrelos bordes exteriores del gong dejando ala vista un gran círculo de bronce.

Un sonido sibilante se dejó oírentonces sobre ellos. La puerta delséptimo sótano se había abierto,probablemente basculando en unahendidura situada en el costado. Laescalera dio paso a un pequeño estrado,donde se encontraba un trono. Unesqueleto estaba sentado en él, ¡unesqueleto sin cabeza!

—San Jorge murió decapitado —

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recordó Guillermo a sus trescompañeros, que miraban el esqueletocon ojos desorbitados.

—Solo puede ser él —dijo Alexis—. ¡San Jorge! ¡Sostiene una espada enlas manos! ¡Miradla, se diría que brilla!

—C-c-crucífera—susurró Amaury—. ¡Mi espada!

—No olvidéis, majestad —murmuróMorgennes—, que esta espada no debeser desenvainada en ningún caso paramatar.

Morgennes retenía a Amaurycogiéndole de la mano, y el rey le mirósorprendido.

—¿Y eso por qué?

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—El que vence no puede imponersepor la fuerza. Solo el perdón triunfa.

Parecía tan convencido que eraimposible no creerle. Pero comoAmaury parecía dudar, se volvió haciala entrada del sepulcro, señaló losfrescos dispuestos a lo largo de laescalera y añadió:

—¿Habéis olvidado lo que cuentaesta historia? ¡San Jorge no mató! Nuncapermitiría que un asesino tuviera suespada. Crucífera es una espada santa.Solo puede pertenecer a los máspiadosos caballeros, a los que, como él—dijo señalando al esqueleto—, notienen miedo y saben perdonar.

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Amaury bajó los ojos y declaró:—Estoy de acuerdo con ello.

También es mi filosofía. Porque he p-p-perdido el gusto por la sangre,cualquiera que sea su color; prefiero quelata en un corazón a que sirva paraaliviar la sed de los gusanos de tierra.

—Bien dicho, majestad —aprobóGuillermo.

—Bien y suficientemente. Porque yaes t-t-tiempo de comprobar si soy dignode esta reliquia.

Amaury tendió la mano hacia laempuñadura de Crucífera. Realmente,esta espada no tenía nada que ver con eljuguete que le había dado Palamedes

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poco antes del sitio de Damieta. Era deuna longitud mediana, a medio caminoentre la pesada y larga espada de dosmanos manejada por los caballeros y lade los soldados romanos. Unacanaladura rebajaba la hoja aligerandosu peso, y tenía el extremo y los ladosafilados, lo que permitía golpear depunta y de filo. Finalmente, tenía unaespecie de medalla insertada en laempuñadura, en la que se veía una lunarodeada por una serpiente que se mordíala cola.

Sin saber que se trataba del símbolode los ofitas, Amaury estaba tendiendola mano hacia la espada, cuando

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Morgennes le detuvo:—¡Esperad! ¡No la toquéis!—¿Qué ocurre ahora? —se irritó

Amaury—. Se diría que no tienes muchaprisa por ser armado c-c-caballero.

Morgennes no comentó esta últimaobservación, y se limitó a insistir:

—Pedídsela.—¿Cómo?—Pedid a san Jorge permiso para

utilizar su espada. No se la cojáis. Nosin su consentimiento.

Entonces, mientras Guillermomurmuraba una plegaria por el reposodel alma de san Jorge, Amaury searrodilló junto al esqueleto sin cabeza,

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levantó los ojos y efectuó esta petición:—San Jorge, p-p-permitidme que

tome prestada vuestra espada por el biende todos los hombres y... de todos losanimales, grandes y p-p-pequeños,montaran o no a bordo del Arca deNoé...

Los dedos que sujetaban la espadaaflojaron la presión y Amaury miró asan Jorge. ¿Era una ilusión? ¿Era frutode la fatiga o de la impaciencia? Parecíaque san Jorge había inclinado el torsohacia delante. Amaury cogió aCrucífera, sacó su propia espada de lavaina y la colocó entre los dedos delesqueleto.

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—A cambio, t-t-tomad la mía. Essolo una espada muy vulgar, poco dignade vos... Pero de todos modos me esquerida... Os la confió. Cuidadla.

Dicho esto, los cuatro compañerosvolvieron a bajar por la escalera queconducía a la gran sala, saltaron porencima de sus camaradas muertos en elcombate contra las sombras y sedirigieron hacia la salida de la tumba.

—Tendré que pensar en hacer sellarde nuevo la entrada —dijo Amaury—.En cuanto a ti, querido Morgennes,tendrás que explicarte. ¡Todos te t-t-tenían por muerto!

—En parte es verdad —dijo

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Morgennes.—Por cierto —dijo Guillermo con

una sonrisa—, creo que cuando estemosde vuelta en Tiro, podríais serme dealguna utilidad.

—¿Ah sí? —dijo Morgennes—. ¿Ypara qué?

—Se trata de ayudarme a leer unlibro cuyas páginas arden.

—A fe mía que lo haré si puedo.—No tan rápido —intervino Alexis

—. Primero Morgennes debe contarnosqué le ocurrió después de lainsurrección de El Cairo.

—Esto augura unas interesantesveladas —se entusiasmó Amaury.

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—No sé —replicó Morgennes—.Haré lo que pueda. Pero mi memoria yano es la que era, y temo que...

Se interrumpió bruscamente, porquealguien acababa de entrar en el sepulcrode san Jorge: Taqi ad-Din, seguido delos soldados del Yazak.

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64

Le dice que le ha conferido la más altaorden, con la espada,

que Dios haya hecho y mandado nunca.Es la orden de caballería, que debe ser

sin villanía.

CHRÉTIEN DE TROYES,Perceval o El cuento del Grial

—¡Seguid, seguid! —dijo una voz

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entre la multitud.—¡Queremos saber qué pasó!—P-p-paciencia —dijo el rey—.

¡Lo sabréis todo a su debido tiempo!¡Pero este es momento de celebraciones!¡Viva Morgennes!

—¡Viva Morgennes! —gritó lamultitud.

Doce copas entrechocaron,manchando de vino las manos que lassostenían. Doce copas se dirigieronhacia doce bocas que las vaciaron de untrago; labios orlados con un par debigotes, honrados por una corta barba odistinguidos por un bosque de pelos,todos excepcionalmente bien peinados,

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perfumados, relucientes de mantequilla,y ahora manchados de vino. Estas docebocas pertenecían a los doce caballerosmás famosos del reino: los oncecaballeros invitados por Amaury paraocupar un lugar en torno a la TablaRedonda y el propio Amaury.

Faltaba una decimotercera boca, queAmaury saludó levantando su copa,ahora vacía.

—¡Morgennes!Morgennes se llevó la mano al

pecho y se inclinó hacia delante, con lafrente enrojecida. Después de haberaparecido, en Lydda, perdido de barro ycon la barba enmarañada, ahora iba

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vestido de blanco —símbolo de pureza— adornado de rojo —símbolo de lasangre que debería verter al servicio delrey —. Sus calzas eran negras —comola tierra donde su vida había empezadoy donde acabaría— y su cinturón erablanco, para que nunca olvidaraguardarse de la lujuria. Le habíancortado las uñas, masajeado los dedos yrestregado las manos. Su cuerpo,finalmente, había sido frotado durantelargas horas por jóvenes expertas, quehabían dejado sobre él un poco de suolor.

Morgennes era otro.Pensaba en su padre, en su viaje por

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Tierra Santa, que él se disponía arecorrer de nuevo. Pensaba en su madre,en algún lugar de Arabia. Pensaba en suhermana, cuya querida presencia sentíalatir en lo más profundo de su corazón.Y pensaba en Guyana...

Morgennes levantó los ojos ydistinguió el brillo de las doce copasvueltas hacia él. Brillaban como unacorona de estrellas, de la que él era ladecimotercera y última joya. Entonces elrey dijo:

—¡Honor a ti, Morgennes!—¡Honor a vos, majestad! —

respondió Morgennes.La sala gritó al unísono:

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—¡Viva el rey! ¡Viva Morgennes!Finalmente, después de largas

aclamaciones, Amaury desenvainó aCrucífera, la levantó para mostrarla atodos y luego la devolvió a su vaina. Elmomento era solemne. Todo el mundocallaba, excepto —a los pies de laenorme mesa redonda que Amaury habíatraído de Alejandría— Alfa II y OmegaIV, que se perseguían ladrando.

—¡Chisss...! —dijo Balduino,apretando a Omega contra su cuerpo.

El chucho le mordió el dedo, peroBalduino no reaccionó. No había sentidonada.

—¡Malo! —dijo Balduino, dándole

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un cachete en el hocico.Guillermo de Tiro estaba inquieto.

Era evidente que el niño no habíasentido ningún dolor cuando el perro lehabía mordido.

¿Era normal aquello? Tomando lamano del pequeño príncipe en la suya, laobservó atentamente. Para que Balduinono se diera cuenta de nada, le señaló losdecorados del estrado, donde losartesanos habían reproducido la tumbade san Jorge para explicar cómo Amauryhabía recuperado a Crucífera.

La ceremonia pronto empezaría. Yluego la obra seguiría adelante.

Entonces los codos se enredaron, los

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pechos se rozaron, las piernas seentrechocaron. Un montón de«¡Apartad!», «¡Dejadme pasar!», «¡Noveo nada!», «¿Dónde creéis que estáis?»y «¡Hacedme el favor, sire!» resonaronen un rumor sordo. Un chiquillo de seisaños se deslizó entre las piernas de losmayores, escaló el cuerpo de un obeso,descendió a lo largo de un flacucho yconsiguió escurrirse hasta la primerafila. El chiquillo se llamaba Emmanuel ysolo tenía un sueño: ser armadocaballero. Un sueño imposible, porqueno era noble. Pero qué importaba eso.Hoy, Emmanuel estaba en la gloria. Conlos ojos muy abiertos veía cómo Amaury

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se acercaba a Morgennes.Este se mantenía humildemente

arrodillado. Con la cabeza baja,esperaba el beso de su rey, que estabaocupado fijándole las espuelas.

—¡Que estas espuelas puedanhacerte ardoroso en el servicio de Dios!—declaró Amaury.

Morgennes se estremeció. ¿Sobrequé caballo las estrenaría? Porque él noya tenía montura. Las que había utilizadopara llegar a la tumba de san Jorgehabían entregado el alma, agotadas, eIblis pertenecía ahora a Alexis.

Siguió un siseo familiar: el deCrucífera saliendo de su vaina. Amaury

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enarboló su magnífica espada, lasostuvo un instante en el aire y luego laabatió brutalmente sobre Morgennes. Legolpeó en el lado izquierdo, y luego enel derecho. Violentamente. Sus hombrosencajaron el golpe, apretó los puños ylos dientes, pero no pestañeó.

Entonces el rey le dijo:—¡Levántate, Morgennes, mejor q-

q-que en el pasado!De sus ojos brotó una lágrima. ¡Era

caballero! Con treinta y cinco añoscumplidos. Nunca nadie había sidoarmado a aquella edad. Aquel era unhecho sin precedentes.

Entre la multitud, Emmanuel sonreía

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beatíficamente. Solo tenía seis años,pero ya sabía que acababa de vivir unode los días más hermosos de su vida.

—Majestad —reclamó entonces conuna vocecita muy fina—, ¿nos diréis porfin por qué? ¡Nos lo habíais prometido!La historia de Morgennes. Y la deCrucífera.

La multitud rió de su audacia.Reinaba un humor jovial. Todo el mundoestaba dispuesto a disfrutar al máximode las celebraciones. Amaury, divertidode que un chiquillo le dirigiera lapalabra de forma tan directa, respondió:

—En efecto, lo prometí. ¡P-p-pasoal espectáculo!

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Trovadores que interpretaban lospapeles de Guillermo de Tiro, Amaury,Alexis y Morgennes subieron alescenario donde se había recreado elsepulcro de san Jorge.

Maravillada, la multitud escuchabaal rey, que contaba cómo, cuando sedisponía a pelear con los sarracenos,Morgennes le había prevenido:

—¡Majestad, no! No lo olvidéis; eneste sepulcro, quien luche perecerá.¡Venid conmigo!

Guillermo de Tiro, Amaury y Alexishabían seguido a Morgennes a lo más

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profundo de la tumba, no lejos delesqueleto de san Jorge. Como habíanprevisto, cuando los soldados del Yazakpenetraron en el sepulcro, las sombrasse animaron y se lanzaron sobre ellos.Lógicamente los sarracenos sedefendieron. Y no pudiendo matar a loque ya estaba muerto, fuerondespedazados por las sombras.

Después de que las sombrashubieran dejado fuera de combate a lossarracenos, Morgennes había propuestoal rey que volvieran a Jerusalén.

—Entonces —dijo Amaury a lamultitud pendiente de sus labios—cruzamos aquella extraña refriega en la

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que los muertos se d-d-daban a símismos nuevos camaradas.

Cerró los ojos.—Realmente, me pregunto...

¿Estaban t-t-todos muertos cuandoabandonamos el sepulcro? No estoyseguro. Me pareció ver a un jovenmahometano que reptaba hacia nosotros.Pero no recuerdo que saliera delsepulcro. La última imagen que t-t-tengode él es la de una mano ensangrentadaposada sobre el fresco de la granescalera.

Amaury prometió que enviaría muypronto una expedición para tapiar esesepulcro, después de haberlo vaciado de

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los cadáveres que se encontraban en suinterior. Y sobre todo, prometió enviar aSaladino sus más sinceras condolencias.El joven visir de Egipto aún debíaconsolidar su poder, pero Amaury yapensaba en utilizarlo algún día contraNur al-Din.

La obra acabó con el triunfo deAmaury. Los trovadores fueronovacionados y les pidieron querepitieran la parte en la que Morgennesirrumpía en la tumba para salvar al rey,lo que efectivamente hicieron.

Por fin Morgennes había sidoarmado caballero, y muchas personasfueron a felicitarle. Guillermo de Tiro y

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Alexis de Beaujeu, evidentemente, perotambién Guillermo de Montferrat, Baliánde Ibelín y Reinaldo de Sibon, así comodos de los caballeros con los queMorgennes se había cruzado hacíatiempo en el Krak: Keu de Chènevière yRaimundo de Trípoli, a quien losdamascenos acababan de liberardespués de que se hubiera pagado elrescate.

Todos le dieron sus parabienes y leanimaron a ocupar su lugar en el últimoasiento libre de la Tabla Redonda.

—Caballero —le dijo Alexis deBeaujeu—, me siento feliz de acogerteentre nosotros. ¿Has elegido una divisa?

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—Sí —dijo Morgennes—. «Muertopor muerto.»

—¿Deseas comunicarnos su sentido?—No.—A fe mía que está en su derecho

—dijo Raimundo de Trípoli—. Muchoscaballeros que tienen una hermosadivisa guardan para sí su significado.

—Por no hablar de que además deofrecer una nueva oportunidad al reino—dijo Guillermo de Tiro—, Morgennessalvó a uno de sus compañeros dearmas, Dodin el Salvaje. Hay que darlelas gracias por esta hazaña, que pagómuy cara, si no he entendido mal.

—Contadnos, noble y buen señor —

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dijo una voz.Morgennes dirigió una mirada al

escenario y vio que la decoración querepresentaba el sepulcro de san Jorgehabía sido reemplazada por la de unospantanos. Le había llegado el turno desalir a escena y contar su historia.

—Una vez salido de los Pantanosdel Olvido, sabía que volver allísignificaba arriesgarme a perderme. Sinembargo, había un hombre, en algúnlugar en medio de aquellos pantanos, alque no podía resolverme a abandonar.No se trataba de un hombre cualquiera...

Marcó una pausa y miró a lamultitud.

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La gente le escuchaba, bebía suspalabras, esforzándose tal vez enrememorar al Caballero de la Gallinaque había sido en otro tiempo, pero sinconseguirlo.

Morgennes buscaba a alguien con lamirada.

A Dodin.Cuando le vio, con expresión huraña

y la mirada perdida, sostenido por dostemplarios, Morgennes le saludódiscretamente y continuó con su historia.

—Se trataba de Dodin el Salvaje,con quien Galet el Calvo y yo mismohabíamos prestado grandes servicios asu majestad, durante nuestra estancia en

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El Cairo. Dodin se había perdido en lospantanos. De hecho, creo que, pordesgracia, su alma se encuentra allítodavía, y soy muy consciente de habertraído de vuelta solo su envoltorio.

Nueva pausa de Morgennes. Parecíatener dificultades para continuar. Peroles había prometido contar la historia.Sin embargo, dudaba. ¿Lo recordabatodo? Su memoria ya no era tan fiablecomo en otro tiempo. Se había vueltonormal.

—Caminaba, sin contar las horas nilos días, alimentándome de musgo,raíces y setas. Comía lo que encontraba,sin preguntarme si era bueno o malo.

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Recorrí esos pantanos a lo largo, a loancho y de través. Pero no había formade encontrar a Dodin. Hasta que un día,cuando creía estar arrancando un pocode musgo del tronco de un árbol, me dicuenta de que se trataba de un hombre.¡Era él! La vegetación había empezado aengullirlo. Me había jurado que lesacaría de allí, pero ¿ese tronco eratodavía él? Le llamé, como si su nombrepudiera devolverle a la vida: «¡Dodin!¡Dodin!».

Morgennes gritó, como había hechoen los pantanos del Lago Negro. En lagran sala del palacio, Dodin estalló ensollozos. Los templarios lo

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acompañaron fuera. La multitud sepreguntaba qué había ocurrido.Morgennes continuó con su relato:

—Retiré el musgo del cuerpo deDodin, pero aquello no era suficiente.Había enraizado. ¿Qué podía hacer? Yono llevaba ningún arma encima, pero ensu cintura descubrí una daga. Esta. —Mostró la misericordia—. La cogí yempecé a cortar todo lo que se podíacortar, segando, rascando, cuidando deno tocar las carnes y esforzándome, alcontrario, en no lastimarlas. Después dehaber arrancado todo lo que había devegetal en él, liberé a Dodin, que cayóen mis brazos. Apenas respiraba. Pero

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confiaba en poder sacarle vivo deaquellos pantanos, porque no estabamuerto. Algo humano vivía aún en él. Laprueba fue que su boca se entreabrió,dejando escapar un hilillo de sabia, yme preguntó: «¿Por qué?».

Morgennes calló, pareció buscar ensus recuerdos, y continuó: —«¿Por quéme has abandonado?», me preguntóDodin. ¿Me había reconocido? ¿O bienme tomaba por Dios? Me miraba, conlos ojos entreabiertos, balbuceandopalabras incomprensibles. Entre ellascreí distinguir: «Perdón». ¿Meperdonaba? ¿O me pedía perdón? Encualquier caso, yo le dije: «Soy yo quien

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te pide perdón, igual que perdono aDios, antes de olvidar...». Luego loextraje de su envoltorio de fango, delque salió todo pringoso.

Morgennes marcó una nueva pausa,antes de continuar: —¿Dónde encontréla fuerza para atravesar aquellospantanos? Lo ignoro. Pero sabía quevolver sobre mis pasos, al lugar dondehabía dejado a Gargano y a MaríaComneno, era un suicidio.

—¿Y qué hicisteis? —soltó entoncesEmmanuel, que estaba sentado con laspiernas cruzadas muy cerca deMorgennes.

—Volví hacia Cocodrilópolis.

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Atravesé las seis cataratas queseparaban los pantanos de la antiguaciudad de los ofitas. Luego robé unoscaballos, y crucé el Sinaí para volver aTierra Santa.

—¡Mentiroso! ¡Esto es imposible!—gritó un templario en la sala.

Todos se volvieron hacia él.—¡Fuiste tú quien envenenó a

Dodin! ¡Por culpa tuya se encuentra eneste estado! ¡Lo pagarás!

—¡Basta! —interrumpió el rey—.¡Si hubiera hecho lo que dices,Morgennes no se habría t-t-tomado lamolestia de traer su cuerpo!

—¡Tal vez Morgennes haya

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olvidado, pero nosotros, los templarios,no olvidaremos!

La multitud empezó a abuchearle.Entonces abandonó la sala, seguido portodos los templarios.

—Lo siento mucho —dijo Amaury aMorgennes.

—No es nada —dijo Morgennes,bajando del escenario entre aplausos—.Lo esperaba.

Una vez que hubo vuelto a la sala,donde habían servido un formidablebanquete, Morgennes dijo a Guillermode Tiro y a Amaury:

—De todos modos, me iré. Deboviajar a Arabia, en busca de mi madre.

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Y luego, sobre todo, a mi tierra, enbusca de...

No acabó la frase. Entonces Amauryle dijo:

—Antes de que p-p-partas, tengoalgo que solicitarte. ¡Una última p-p-petición!

—Por este niño —intervinoGuillermo de Tiro, acariciando loscabellos del pequeño Balduino.

Morgennes se arrodilló a los piesdel príncipe y le preguntó:

—¿A qué cima debo acompañarosesta vez, majestad?

—Temo que no sea tan fácil comoescalar las p-p-pirámides —dijo

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Amaury.—Ni tan divertido —añadió

Balduino.—¿De verdad? —preguntó

Morgennes.—Está en juego su vida —le susurró

Guillermo al oído. Viendo la expresióngrave que habían adoptado el rey y sumás próximo consejero, Morgennes selevantó y les dijo: —Afrontaré la muertepara evitársela.

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Post scriptum

Y aquí acaba el cuento.

CHRÉTIEN DE TROYES,Erec y Enid

Alguien llamó a mi puerta.—¿Quién va?—¡Gargano! —dijo una voz

cavernosa.Demasiado sorprendido para

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encontrar una respuesta, estuve a puntode caer de espaldas y corrí a abrir lapuerta de mi scriptorium.

—¡Gargano! ¿De verdad eres tú?El gigante me estrujó hasta

ahogarme.—Es bueno volver a verte —dijo

mirándome fijamente.—¡Entra, entra!Gargano entró bajando la cabeza,

tras él caminaba una mujer de bellezaaltiva junto con una niñita que debía detener unos cuatro años y que merecordaba a alguien, sin que pudieradecir a quién.

—¿No has venido solo? ¿Has traído

Page 1774: La espada de san jorge   david camus

a unas amigas? Has hecho bien.—Te presento a Guyana y a su hija,

Casiopea.—¡Sed bienvenidos a mi humilde

morada!—Nos ha costado muchísimo

encontraros —me dijo Guyana.—Oh —dije yo—. Es que he

viajado mucho. Después de Saint-Pierrede Beauvais, Arras y Troyes, finalmenteme he instalado aquí, en la corte deMaría de Champaña.

Un movimiento a mi espalda atrajomi atención. Era la niña, que seacercaba a la cazoleta donde habíapuesto incienso a quemar.

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—¡Cuidado, está caliente!La niña apartó la mano, pero su

madre me dijo:—No os preocupéis, no se quema

nunca.—¡Ya lo sé! —exclamé—. ¡Ya sé a

quién me recuerda!Gargano me miró poniendo los ojos

en blanco, lo que me incitó a callar.—¿A quién? —me preguntó Guyana.—A san Marcelo... Un santo que

tenía el poder de manipular objetoscalentados al rojo sin quemarse.

Gargano me dirigió una ampliasonrisa. Al parecer, había respondidobien.

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—Y esto, ¿qué es? —preguntóCasiopea, mostrando el huevo queocupaba un lugar de privilegio en miescritorio.

—¿Oh, esto? No es nada, pordesgracia. Lo encontré en los montesCaspios. Puedes tocarlo, si tienescuidado. Pero temo que no llegue aeclosionar nunca. Hace demasiadotiempo...

La niñita cogió el huevo y loacarició con dulzura.

—¡Mirad! —gritó—. ¡Se agrieta!No podía creer lo que veía. Aquello

era un milagro. La cáscara seresquebrajaba. En el interior se

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adivinaba la forma, no de un polluelo,sino de otro pajarillo. ¿Una cría depájaro de presa? Qué extraño...

—¡Cualquiera diría que te estabaesperando! —le dije a la niña.

—Qué bonito —exclamó Guyanaacercándose a su hija—. Ponte recta,Casiopea. Y no lo dejes caer.

—¡Mamá! —exclamó la niñaabriendo unos ojos muy grandes—.¡Tenemos que ponerle un nombre!

La joven me miró.—Pues...—Vamos —insistió la niña—. Y tú,

tío Gargano, ¿no dices nada? ¡Por favor!—¿Por qué no se lo preguntas a su

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propietario? —gruñó Gargano.—¡Oh, sí, sí! —se entusiasmó la

niña.Pude sentir cómo se sonrojaban mis

mejillas, y propuse:—¿Y si lo llamáramos Cocotte?—¿Cocotte? —dijo Guyana—. Este

nombre me parece más apropiado parauna gallina.

—No os equivocáis. Pero para mí esun modo de rendir homenaje a un amigomuy querido, cuya vida —dije posandola mano sobre el manuscrito en el quetrabajaba— me dispongo a relatar.

—¿Y cómo se titula vuestro libro?—me preguntó Guyana mirándolo.

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—Oh, aún no tiene título... —mentí.Y mientras lo decía, guardé mi obra

en un armario, por miedo a que viera lacubierta. Porque le había dado el títulodel libro que leía el guardián de laÚltima Prueba en los montes Caspios:Morgennes.

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Glosarioabds: esclavos negros que formaban

el grueso de las tropas egipcias.basileo: emperador de los griegos.

(Aquí, Manuel Comneno.)besante: moneda de oro o de plata,

de origen bizantino.camocán: tejido grueso que servía

para confeccionar bliares, mantos,cortinajes, mantas, etc.

cefalotafio: cofrecillo destinado aguardar una cabeza cortada.

chrysotriclinos: entre los griegos,sala del trono imperial.

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crisóbula: entre los griegos, acto deley, declaración de privilegio o edictofirmado personalmente por el basileo ysellado con oro.

draconocte: cazador de dragones.dromón: galera bizantina,

maniobrada por remeros,ecumene: superficie habitable de la

tierra.falucho: pequeño barco de vela.gineceo: entre los griegos,

alojamiento reservado a las mujeres.hueste: ejército feudal.misericordia: especie de daga muy

fina, que podía penetrar a través de losdefectos de las armaduras.

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nefilim: en la Biblia, este términodesigna a los gigantes que en otrotiempo poblaron la Tierra.

scriptorium: habitación dondeescribían los monjes.

turcópolos: mercenarios, a menudooriginarios del Próximo Oriente, cuyosservicios eran contratados por lostemplarios o los hospitalarios.

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Índice de lospersonajesprincipales

Al-Adid: califa de Egipto.Alejandro III: Papa.Alexis de Beaujeu: escudero y

luego caballero de la Orden delHospital de San Juan de Jerusalén,amigo de Morgennes.

Alfa II: perro basset de Amaury.Amaury I de Jerusalén: rey de

Jerusalén, padre de Balduino IV.Azim: sacerdote copto, alto

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funcionario egipcio.Balduino IV: joven hijo de Amaury.Chawar: maestre de los ofitas y

visir del califa al-Adid.Chrétien de Troyes : monje y

escritor, amigo de Morgennes y narradorde esta historia.

Cocotte: gallina rojiza, amiga deChrétien de Troyes y de Morgennes.

Constantino Colomán: megaduquebizantino, «maestro de las milicias».

Dodin el Salvaje: caballero de laOrden del Temple.

Felipe: médico y embajadorextraordinario del papa Alejandro III.

Filomena: joven muda, «maestra de

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los secretos».Frontín: monito, amigo de Gargano.Galet el Calvo: maestre del Temple

de Tortosa.Gargano: especie de gigante,

carretero del Dragón Blanco.Gautier de Arras: escritor, rival de

Chrétien de Troyes.Gilberto de Assailly: maestre de la

Orden del Hospital.Grosseteste: obispo de Arras.Guillermo de Tiro: hombre de

Iglesia, diplomático y preceptor deBalduino IV.

Guyana: hija de Leonor deAquitania y de Shirkuh el Voluntarioso,

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apodada «la mujer que no existe».Iblis: caballo de Sagremor el

Insumiso, de Morgennes, y luego deAlexis de Beaujeu.

Ibn al-Waqqar: médico particularde Nur al-Din.

Jaufré Rudel: poeta, rival deChrétien de Troyes.

Kunar Sell: mercenario, guardia decorps de Manuel Comneno.

Manuel Comneno I: emperador delos griegos, basileo de Constantinopla.

María Comneno: sobrina nieta delemperador Manuel Comneno.

María de Champaña: hija deLeonor de Aquitania.

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Masada: comerciante de reliquiasestablecido en Nazaret.

Morgennes: héroe de esta historia.Nicéforo: misterioso personaje de

origen bizantino.Nur al-Din: sultán de Damasco.

Principal enemigo de Amaury.Olivier: esclavo del comerciante de

reliquias Masada.Omega III: perro basset de Amaury,

antecesor de Omega IVPalamedes: misterioso personaje,

pretendido «embajador extraordinario»del no menos misterioso Preste Juan.

Passelande: caballo de Amaury.Poucet: superior de la abadía de

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Saint-Pierre de Beauvais.Sagremor el Insumiso: llamado

también el Caballero Bermejo debido alcolor de su armadura.

Saladino: joven valeroso, sobrinode Shirkuh.

Shirkuh el Voluntarioso : general deNur al-Din. Tío de Saladino. Apodadotambién «el Tuerto» y «el León».

Shyam: cocinera de origen indio,«maestra de las especias»,

Sibila: mujer de Thierry de Alsacia.Sohrawardi: sabio, compañero de

Nur al-Din.Taqi ad-Din Umar: sobrino de

Saladino.

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Thierry de Alsacia: conde deFlandes. Marido de Sibila.

Tughril: guardia de corps deShirkuh, amigo de Taqi y de Saladino.

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BibliografíaEsta bibliografía no coincide con la

del original francés, aunque, siguiendosus pautas, ofrece obras originales otraducidas al castellano, algunasprocedentes de la bibliografía del autor,de fácil acceso en el áreahispanohablante.

Barber, Malcolm, Templarios, lanueva caballería, Martínez Roca,Barcelona, 2001.

Barthélemy, Dominique, Caballeros

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y milagros. Violencia y sacralidad enla sociedad feudal, Universidades deValencia y Granada, 2005.

Bernardo de Claraval, Elogio de lanueva milicia templaría, Siruela,Madrid, 1994.

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Cahen, Claude, Oriente y Occidenteen tiempos de las cruzadas, Fondo deCultura Económica, México, 1989.

Chateaubriand, François-René de,De París a Jerusalén y de Jerusalén aParís, Ediciones del Viento, 2005.

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gótico, Akal, Madrid, 1992.Flori, Jean, La caballería, Alianza,

Madrid, 2005.García de Cortázar, José Ángel, La

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el islam en la Edad Media, Crítica,Barcelona, 1999.

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Izzi, Máximo, Diccionario ilustradode los monstruos, Olañeta, Palma deMallorca, 2000.

Lewis, Bernard, Los árabes en lahistoria, Edhasa, Barcelona, 1996.

Maaluf, Amin, Las cruzadas vistas

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árabe e islámica, Akal, Madrid, 1996.Nerval, Gerard de, Viaje al Oriente ,

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Para más información sobre labibliografía en francés, véase el sitiowww.leromandelacroix.com

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MusicografíaHe escrito mi libro escuchando

Kundun, de Philip Glass, y Conan elBárbaro, de Basile Poledouris.

Para los lectores interesados endescubrir la música de esta época y deestos lugares, recomiendoencarecidamente las obras siguientes:

Le Jeu de Robin et Marion (Adamde la Halle, Ensemble Perceval, bajo ladirección de Guy Robert, en Arion).

Paris Expers Paris (Antoine

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Guerber, Diabolus in Musica, AlphaProductions).

Les Croisades sous le regard del'Orient (Ensemble Al-Kindî, colecciónLe Chant du Monde).

Egypt - Music of the Nile, from thedesert to the sea (colectivo, en Virgin).

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AgradecimientosMi agradecimiento más sincero a

Xavier Richomme por haber dibujado elmapa de Morgennes.

Gracias a todos aquellos y aquellasque me han escrito en el fórum del sitiode internet de mis libros.

Vuestros comentarios y vuestraspalabras de ánimo me han emocionadoprofundamente, y en ocasiones inclusome han con—mocionado. Sin vosotros,mi labor habría sido más dura.

Gracias por haberme ayudado aseguir adelante.

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Espero que volvamos a vernos en:www.leromandelacroix.com o enwww.david-camus.com