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La Diabla Cuentos
José Joaquín López
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Nota preliminar
Gracias por leer, soy José Joaquín López (Guatemala, 1974) y soy el autor de
estas historias. Este documento contiene los relatos publicados en el 2017 en
www.anecdotario.net, mi página web.
Puedes copiarlos y distribuirlos por cualquier medio, venderlos o hacer obras derivadas, siempre y cuando indiques mi autoría y mi sitio web. Sugiero la siguiente forma:
José Joaquín López – www.anecdotario.net
Índice
Nota preliminar.................................................................................................................................. 2
La Diabla ............................................................................................................................................ 4
Los telépatas ...................................................................................................................................... 6
El club de los suicidas ..................................................................................................................... 10
La niña bombera .............................................................................................................................. 13
El novelista ....................................................................................................................................... 16
Tres cuentos instantáneos ............................................................................................................... 18
Jesús de Nazaret .............................................................................................................................. 20
El premio .......................................................................................................................................... 23
La huída ............................................................................................................................................ 25
La Diabla
Le decían la Diabla porque tenía un tatuaje de un diablito sonriente en la parte
baja de la espalda. Trabajaba como independiente en un prostíbulo popular en el
que las mujeres alquilaban cuarto por día. Se paseaba totalmente desnuda por el
patio central cuando no le caían clientes a su cuarto. Algunos en lugar de sentirse
atraídos pensaban que estaba loca. A las mujeres no les gustaba que se exhibiera y
regaban la bola de que tenía sida.
La Diabla solía alquilar el cuarto número 21, porque decía que ese era su número
de la suerte. La conocí porque llegó como clienta cuando yo trabajaba como
procurador en un bufete de abogados. Tenía problemas con su documento de
identidad, en el que habían puesto mal su nombre. Victoria era su nombre real,
pero vos me podés decir Diabla, me dijo. Hablaba mucho y contaba toda su vida
si no la interrumpían y era amena para contarla.
Tenía 26 años y un hijo de cuatro, que cuidaba su madre. Era de piernas gruesas y
fuertes, tenía pelo negro largo y ojos color café claro. Siempre sonreía. Desde
adolescente era trabajadora sexual, salvo dos años en que estuvo casada con un
piloto de bus urbano. A su marido lo mataron cuando no pagó la extorsión que
cobraba la pandilla. Así que tuvo que volver al trabajo, porque no sabía hacer
otra cosa. Contaba todo esto como si estuviera hablando de otra persona, como
para defenderse del sentimiento. En la calle hay una tiene que ser dura, decía.
—No mirás pues Chepe, ayer un taxista no me quería pagar y le tuve que dar un
pijazo en la cabeza. Y después una es la que los trata mal —llegó contando a
gritos un día—. De gratis una no les va a aguantar lo hediondo. Cuando querás
llegáte y te hago un buen servicio. Vos te mirás limpio.
Uno de los abogados del bufete tenía un contacto en el registro de personas y el
trámite de la Diabla salió en un tiempo aceptable. El último día que llegó al
bufete me pidió entrar al baño, era temprano de la tarde y por distintas diligencias
nadie más iba a llegar, yo estaba solo. Como tardó para salir me acerqué a la
puerta. Estaba llorando, quedo, como no queriendo hacer ruido. Dale Diabla,
llorá, le dije desde afuera, no hay nadie.
Estuvo llorando un par de horas. Salió del baño con los ojos hinchados pero bien
maquillada. Me dijo que ese día cumplía cuatro años de muerto su marido y no
tenía dónde llorar porque a su madre no le gustaba que llorara por el hombre. Se
quedó un rato en silencio y yo solo pude decir que lo sentía. Luego respiró
profundo se levantó y dijo que tenía que ir a trabajar porque las cuentas no se
pagan solas. Muchas gracias Chepito por dejarme llorar, fue lo último que me
dijo antes de irse.
Los telépatas
Hace tres años me quedé sin empleo y decidí darme un par de meses para hacer
lo que más me gusta, que es no hacer nada. Nunca he entendido a la gente que
llena su vida de actividades y corre de un lado a otro para no ir a ninguna parte.
Cerca de mi casa estaba el salón municipal y descubrí que era muy movido. Un
día fui y vi en la programación que los jueves a las siete de la noche se
reunían Los Telépatas.
Por las mañanas estaban los grupos de zumba y de manualidades, que en su
mayoría eran frecuentados por mujeres. Por las tardes estaban el grupo de ajedrez
y el de damas, frecuentado por hombres. Por las noches estaban programadas
actividades varias, y para mi sorpresa, había un taller literario los días martes. No
soy aficionado a los talleres, pero saber que hay gente que se reúne para intentar
literatura en un país tercermundista como el mío era algo alentador.
El grupo de Los Telépatas fue el que me llamó la atención. ¿Quiénes podrían
reunirse ahí? ¿El nombre era sólo una broma o de veras habría gente que creía
ser telépata? La telepatía, por si el lector no lo sabe, es comunicarse a través de la
mente sin necesidad de ningún tipo de lenguaje, inclusive a kilómetros de
distancia. Eso por supuesto, no es posible.
El primer jueves que tuve oportunidad fui a la reunión y procuré llegar temprano
para ver de qué se trataba el asunto. Cuando llegué a la reunión a las seis y media
de la tarde estaba un hombre de unos sesenta años, canoso, con barba de
candado. Le pregunté de qué iba el asunto ahí y me dijo que el mismo nombre
del grupo lo decía Los Telépatas, pero que por ahora no aceptaban nuevos
miembros. Le pregunté entonces si era cierto que se comunicaban por medio de
la mente. Respondió que sí, pero que no me daría más detalles. Le di las gracias y
me retiré, forzar el asunto probablemente no era buena idea.
Comprobé entonces que era cierto, que había un grupo de locos que se
entretenían pensando que podían comunicarse a través de la mente. Bien visto,
no era tan raro, hay gente que cree en extraterrestres, ovnis, ángeles, cielos,
infiernos y milagros. Toda persona que tenga uso de razón puede elegir creer lo
que quiera, desde Santa Clos hasta Mahoma, pasando por supuesto por
Jesucristo.
Pero la intención no es herir las creencias y susceptibilidades de los lectores,
ustedes sabrán perdonar la divagación sin sentido. Permítame el lector continuar.
Uno de los primeros resultados de Google para la palabra telépatas es una banda
de rock argentino. También aparece un artículo de una “revista científica” que
dice que todos somos telépatas, pero que confunde el término porque se refiere a
la interpretación de los gestos y a la deducción lógica que todos los humanos
poseemos y que nos permite interpretar lo que otro piensa. La telepatía es
diferente, porque es el mensaje puro el que se transmite sin ninguna señal de
ningún tipo.
El siguiente jueves por supuesto que volví a ir a la reunión de Los Telépatas.
Estaba el mismo hombre canoso de barba del jueves pasado. Me vio y me
preguntó que qué quería ahora. Le respondí que quería participar y saber de qué
se trataba el grupo. Me respondió con una mirada desconfiada y me dió un
formulario para llenar y me pidió que lo trajera lleno el siguiente jueves. También
me indicó que llevara cien quetzales, que era lo que costaba la membresía del
grupo.
Ahí empezaba a cuadrar todo, era un grupo en el que alguien se aprovechaba de
la gente que quería creer en algo que no fuera o pareciera religión. Nada nuevo.
El formulario hacía preguntas básicas sobre la profesión, nacionalidad y otros
datos generales. Tenía algunas preguntas sobre el concepto de telepatía y
preguntaba directamente si uno creía. Dudé, pero puse que no creía, porque el
hombre canoso ya había percibido mi incredulidad.
Llegué al siguiente jueves también a las seis treinta. Por fin podría conocer a los
frikis que formaban el grupo. El hombre canoso se presentó como el facilitador
Tomás Robinson, y me dijo que no me engañaría, que los intentos telepáticos
muy rara vez terminaban en algo concluyente, pero que las pocas veces que había
sucedido había sido memorable. La última vez había sido a finales del año
pasado, cuando en plena sesión uno de los asistentes había logrado comunicarse
con otro sin ninguna duda. Existe en internet el Journal of Telepathy al que enviaron
la documentación de la experiencia, sin embargo por algún error en la misma no
había sido aceptado. Sonaba muy convincente y contaba con tal detalle la
situación que por un momento le creí.
Uno a uno fueron llegando los demás telépatas. Eran siete hombres y una mujer,
ninguno era menor de cuarenta ni mayor de sesenta. Yo a mis treinticuatro
resultaba ser el más joven. Me fueron presentados y me presentaron. Los que
parecían más compenetrados en la actividad eran un médico de apellido Vargas y
la mujer, una abogada llamada Mercedes. Ella era delgada y atractiva, a sus
cuarenta y cinco resaltaba en el grupo.
Por lo que vi en la primera sesión ninguno estaba totalmente convencido de que
existiera la telepatía, salvo el facilitador Robinson, que era un tipo ameno para
charlar y que además aderezaba la teoría telepática con puntualizaciones
científicas. Después supe que había estudiado física en la universidad y que vivía
de las rentas de su padre. Aparte del médico Vargas y Mercedes la abogada, los
demás no tenían título universitario pero parecían medianamente cultos.
La plática de ese día trató sobre la sinestesia, ese fenómeno que hace que algunas
personas observen colores cuando escuchan música o sientan algún sabor cuando
tocan algo. La charla fue muy amena y al final había panes con pollo y refrescos.
No eran tan frikis como yo supuse y un par de ellos leía literatura de ficción
como yo. No fue un espectáculo raro como el que yo esperaba, era gente común,
era gente normal.
En las siguientes dos sesiones se trataron temas como los agujeros negros y la
predicción de los eclipses. En la cuarta sesión tocó hacer experimentos
telepáticos. No hubo ninguna experiencia telepática. El experimento consistía en
que uno de los asistentes leía mentalmente una carta de un mazo de barajas y
otro que estaba en un salón aparte debía intentar saber cuáles eran. Antes cada
uno se debería concentrar en la imagen y el carácter de la otra persona. La que
leía las cartas era Mercedes y el otro era un profesor de secundaria viudo. El
profesor acertó dos de diez, pero ese número no era suficiente para superar al
azar, según dijo el facilitador Robinson. El experimento no fue concluyente.
Seguí yendo al grupo y tuve un par de citas con Mercedes que no pasaron a más.
En alguna sesión Robinson mencionó que todos nosotros hemos experimentado
alguna forma de telepatía, como cuando nos acordamos de alguien que queremos
justo en el momento en que le pasa algo malo o algo bueno.
Al cabo de tres meses obtuve un trabajo y empecé a faltar a las sesiones. En
alguna sesión a la que falté el experimento telepático estuvo a punto de
convencer a Robinson. Al siguiente día de la última sesión a la que fui, por la
mañana me recordé de que tenía ya casi cuatro meses de no saber de mi papá.
Nos habíamos peleado por algo que no recuerdo ahora, no habrá sido tan
importante, al menos para mí.
Por la noche me llamó mi papá y me dijo que en la siesta de la tarde había soñado
conmigo. Estoy bien papá, le contesté. Me contó que había tenido neumonía y
me asusté, y empecé a interrogarlo nerviosamente sobre todos los síntomas y
medicinas y doctores que había consultado. Pacientemente me respondió a todo.
Luego le conté de mi nuevo trabajo y del grupo de los telépatas. Adiviné su
sonrisa desde el otro lado del teléfono. Le conté que justo había pensado en él
por la mañana. Hablamos durante más de una hora, como teníamos tiempo de
no hacer.
Ya viste —me dijo, poco antes de colgar—, no es bueno andar por ahí como un
sabelotodo engreído. Hay muchas cosas que no sabemos, muchas cosas que no
podemos explicarnos. Como el cariño que te tengo y siempre te tendré, cabrón.
El club de los suicidas
Así decidieron ponerle a su banda de rock unos adolescentes que ensayaban cerca
de mi casa, en casa del baterista. Yo era amigo de su tío Manuel, quien vivía allí, y
a veces miraba partidos de fútbol y tomábamos cerveza en su casa. Carlos se
llamaba el muchacho baterista. Se preocuparon, por insistencia de mi amigo, de
aislar un poco el ruido para no espantar a los vecinos. Tocaban death metal, así que
la advertencia tenía sentido. El nombre de la banda me pareció al principio un
juego adolescente.
El club de los suicidas estaba integrada por cuatro adolescentes y el más grande era
Carlos. El bajista había estudiado en el conservatorio y el guitarrista había
aprendido a tocar en la iglesia de su tío. Había un tecladista que también hacía de
guitarrista según necesitara la canción. Los cuatro eran educados y como Manuel
y yo teníamos diez o doce años más que ellos nos trataban con cierto respeto.
Además a mi amigo le gustaba el metal, así que a veces los acompañaba en el
ensayo. Sus ensayos eran generalmente en las tardes o noches del viernes o
sábado. Se presentaban en algunos festivales abiertos.
Yo no soy seguidor del metal, pero por ellos conocí nombres como Children of
Bodom, Carcass y Cannibal Corpse. A veces coincidían los partidos fútbol por la tele
del sábado con los ensayo de El club de los suicidas. Por acompañar a Manuel a
veces escuchaba un poco del ensayo, pero yo no simpatizaba mucho con esa
música, así que no escuchaba mucho. Me acuerdo de que tocaban una canción de
Britney Spears y me pareció divertido. Era una versión de Children of Bodom,
me explicaba Carlos, a la que le habían añadido un par de riffs de guitarra para
aderezarla a su gusto.
Tocaban en festivales en donde alternaban con otras bandas, y además en
algunos conciertos propios porque rápidamente la banda se hizo de un buen
nombre por la calidad musical de los integrantes. Tenían su propia página web,
por ese tiempo comenzaban las redes sociales y por ahí convocaban a sus
conciertos.
Carlos era el líder natural de la banda. Tenía un buen sentido del ritmo y a veces
por las noches lo lograba escuchar ensayando jazz y hasta salsa, porque no era
purista y le gustaba experimentar. La madre de Carlos se había ido a Estados
Unidos y le enviaba una remesa de dólares para los gastos. El padre por su parte
vivía con otra familia y la relación de Carlos con él no era buena. En la casa solo
vivían él y su tío, mi amigo Manuel.
El club de los suicidas como banda despareció tres años después. El bajista se
peleó porque según él no pasaban de tocar las mismas canciones y el guitarrista
de pronto descubrió que el death metal podía ir en contra de sus principios
religiosos. El tecladista simplemente se aburrió y se unió a un grupo de cumbia,
merengue y salsa en donde ganaba dinero tocando en fiestas los fines de semana.
Carlos intentó varias veces resucitar la idea de los suicidas con otros músicos
pero ningún intento duró más de seis meses. Comenzó a estudiar derecho en la
universidad y sacaba buenas notas, según supe. Me caía bien Carlos, algunas
veces nos acompañaba a ver partidos importantes por la tele a su tío y a mí,
aunque eran pocos porque no era muy aficionado al deporte. Le llegué a tener
cierto aprecio y en un par de ocasiones en que se quedó sin dinero me pidió
prestado. Las dos veces me pagó en la fecha que prometió.
Fuera de la cerveza y la mariguana ocasional Carlos no consumía drogas. La
gente relaciona erróneamente al metal con el abuso de drogas, pero la elección
siempre es personal.
Cuando Carlos cursaba el tercer año de universidad su madre murió de cáncer en
California, donde vivía. Carlos la fue a atender cuatro meses antes del deceso y
según me contaba Manuel se comportó como un hijo ejemplar, atendiendo a su
madre hasta el último minuto.
Regresó mal, en un estado depresivo lamentable. Acudió al psiquiatra y mejoró,
pero nunca volvió a ser el mismo. Su novia intentaba ayudarlo y alegrarlo, pero
nada funcionó.
Una vez lo abordé y le dije que su madre se había ido pero que la vida
continuaba. No entendés, me decía, no es sólo eso. Mi madre se fue y eso fue
triste, pero solo fue el detonante porque yo nací mal. Antes lograba actuar para
vivir en sociedad, pero algo se descompuso dentro de mí, algo que no puedo
explicar y ahora no sé qué hacer. Todo me hace sentir mal. Un día terminaré con
todo.
No supe que decir, no podía entenderlo. Solo le pedí, casi que le rogué por el
aprecio que le tenía, que fuera al psiquiatra y que se ayudara. Sonrió tristemente y
dijo que gracias por preocuparme. Estaré bien algún día, dijo al despedirse.
La situación fue empeorando y Manuel no sabía qué hacer. Varias veces estuvo
internado en un centro psiquiátrico con bonitas instalaciones, gracias al dinero
heredado de su madre. Volvía mejor y yo lo visitaba y hasta hacía bromas y
mirábamos películas y juegos de fútbol. Pero la mejoría no duraba mucho y
volvía a su estado depresivo.
Fueron tres años de mejorías y recaídas hasta que un día Carlos se ahorcó
colgándose de una de las vigas del techo de su casa. Era un final que nos
temíamos con mi amigo, pero siempre de algún modo pareció inevitable. Dejó
una carta para Manuel en la que indicaba que podía compartirla conmigo si
quería. Nos agradecía las atenciones y la amistad, se disculpaba por el hecho de
tener que lidiar con su cuerpo, pero que había previsto todo y que todo estaba
pagado. Nos pidió que borráramos sus cuentas de email y de redes sociales.
Manuel me pidió que fuera yo quien las borrara. Al ingresar a su cuenta de
facebook, queriendo yo encontrar alguna explicación que me dejara tranquilo vi
que su último mensaje había sido en un grupo privado que se llamaba “El Club”.
En mensaje decía que al otro día iba a estar bien, que al fin podría descansar.
Tenía veinte likes. No quise ver más.
La niña bombera
Gaby, una niña de diez años pequeña y delgadita, se levanta temprano en la
mañana del sábado para ir con su mamá a Monjas, Jalapa. El bus se tarda una
hora en llegar desde Jutiapa, donde viven. Es su primer día de entreno con la
brigada infantil de los bomberos; lleva su uniforme nuevo y una gran sonrisa en
el rostro. Le pide a su mamá que le de el asiento de la ventanilla porque quiere
ver cómo pasan las casas y las gentes y cómo se quedan atrás en el camino.
Al llegar mira las ambulancias y el edificio y piensa que algún día irá ella ahí para
ayudar a alguien herido y la gente la va admirar.
Cuando llega la hora del entreno a ella le prueban el casco más pequeño que
tienen pero le queda grande y se le va por un lado. Su mamá la mira divertida.
Los demás niños y el instructor se ríen cuando al primer ejercicio se le cae el
casco. Gaby, le dice el instructor muy serio, usted va a llevar esta manguera hasta
donde está la pared. Tiene que hacerlo lo más rápido posible. La niña toma muy
en serio el ejercicio y logra la aprobación del instructor.
Al finalizar el entrenamiento van a almorzar a la casa de una amiga de su mamá,
que también tiene una hija que va a la brigada infantil. Gaby le cuenta a su mamá
que lo que más le gustó fue entrar a la ambulancia e imaginarse que ella algún día
rescatará al alguien, quizás a una niña, como aquella que se cayó al barranco la
otra vez. Su mamá la mira y sonríe y le acaricia el pelo.
Gaby continuó yendo a la brigada infantil aunque no todos los sábados por las
ocupaciones de su mamá. Le gustaba mucho ir y compartir con las amigas que
había hecho ahí. Le dijo a su mamá que aparte de ser bombera también quería ser
veterinaria.
Cinco años después Gaby está alojada en un hogar del Estado. Su mamá sigue
viviendo en Jutiapa, pero algo sucedió, algo no muy bueno para la niña, y ella
ahora no vive en casa. En ese lugar se reciben a menores de edad que han sufrido
abuso o abandono. Cada vez que puede va a visitarla.
En el hogar las cosas no son buenas. Les dan mala comida, hay monitores que les
pegan a niños y niñas, hay niñas y adolescentes violentas que también les pegan.
Ha habido violaciones sexuales y se dice que a algunas niñas las han prostituido.
Sus amigas a veces la defienden de otras niñas más grandes porque Gaby sigue
siendo chiquita y delgada.
Un siete de marzo por la tarde la situación explota y las niñas se amotinan. El
sector de niños también participa en el motín. Exigen que las dejen de maltratar y
que les den comida en buen estado. Desesperados los monitores abren las
puertas del hogar para que quien quiera escaparse lo haga. Más de cien niños y
niñas corren hacia el pueblo más cercano y hacia el barranco. Gaby no quería
escaparse, pero una amiga la convence y se une a la fuga.
Varias horas después, sin haber comido nada, la policía las atrapa y las reduce. A
algunas las golpean porque se siguen resistiendo. Un policía le toca el trasero a
una de ellas y se ríe. Gaby no se resiste, sólo pide que no le peguen. Las llevan de
regreso al hogar y les dan algo de comer. Algunas desconfían y tiran la comida,
sospechando que les echaron pastillas para dormir. Gaby tenía mucha hambre y
se come todo. La encierran junto a otras cincuenta niñas en un dormitorio y les
dan colchones para dormir en el suelo. Cansada, Gaby se duerme. Sueña que
vuelve a Jutiapa con su mamá y que va de nuevo en bus a la estación de
bomberos de Monjas y que mira por la ventanilla cómo pasan las casas y las
gentes y cómo se quedan atrás en el camino.
A las siete de la mañana se despierta por la bulla de sus compañeras, les dan algo
de desayuno pero Gaby prefiere seguir durmiendo un poco más. Después de
terminar el desayuno las niñas se vuelven a molestar porque siguen encerradas
bajo llave. No se sabe cómo, uno de los colchones agarra fuego y las llamas se
expanden muy rápido. Las niñas empiezan a gritar, a suplicar que las dejen salir.
Una mujer policía les dice que si fueron valientes para escaparse que ahora lo
sean para aguantarse. Algunas desesperadas rompen vidrios. Gaby, aún
somnolienta, se desmaya por el humo y su ropa se incendia.
Ella junto a otras 19 niñas muere en el incendio. La llave para abrir la puerta
nunca apareció, quizás nunca quisieron abrir. Llegan los bomberos y en
ambulancias se llevan al hospital a las que pueden. Ambulancias del seguro social
también apoyan la emergencia. En los hospitales nacionales mueren en los
siguientes días otras 21 niñas a consecuencia de las quemaduras.
En el velorio de Gaby su mamá recuerda ante la cámara de un reportero de
televisión la ilusión de su hija por ser parte de los bomberos y de cómo se le iba
por un lado el casco porque era pequeñita y delgada. El cuerpo de bomberos de
Monjas la despide con honores. Cuando le preguntan por qué Gaby estaba en el
hogar del gobierno y no en su casa, sonríe amargamente y dice que son cosas
personales.
* * *
Este relato está basado en el caso real de Ashely Gabriela Méndez Ramírez que
murió un ocho de marzo de 2017 en la Tragedia del Hogar Seguro Virgen de la
Asunción, en Guatemala. Murieron 40 mujeres menores de edad a causa de un
incendio. La tragedia ha provocado indignación y dolor en la población y se exige
justicia.
El novelista
Cuando publiqué mi primer libro automáticamente me convertí en escritor, es
decir, adquirí el estatus social de escritor. Fui invitado a programas de radio y
televisión, me entrevistaron en prensa y medios de internet y doscientos de mis
seguidores de Twitter retuitearon la presentación del libro. Muy pocos compran
el libro y no todos lo leen, pero el cartelito de escritor ya te lo podés colgar. En
un programa de televisión conocí a Manuel, o Manu, como pedía que le dijeran.
Era un tipo con dinero y roce social, que solía dar las mejores fiestas.
Manu era un tipo de 35 años muy agradable y lo suficientemente culto para no
aburrir a la gente intelectualmente sofisticada. Se dedicaba a comprar y vender
arte plástico, pintura y escultura. Sabía quiénes eran los principales artistas de
varios países latinoamericanos y tenía conocimiento de muchos de los artistas
emergentes. Se hacía amigo de ellos y les compraba colecciones enteras que
después vendía entre sus contactos nacionales y extranjeros.
Para entrar en contacto con la sociedad y los artistas solía dar una gran fiesta
mensual en su casa, ubicada en una zona exclusiva y céntrica. Había buena
comida, buenos vinos y buen whisky, pero no faltaba la cerveza para quien lo
pidiera. Llegaba mucha gente y en las fiestas se hacían contactos y él se encargaba
de organizar grupos de plática y de procurar que todo mundo estuviera bien
atendido. Era un buen anfitrión.
La gente que llegaba se dividía claramente en tres grupos. Los artistas, la gente de
dinero y la gente bonita. Un pintor me dijo que a las mujeres bonitas las
encontraba en agencias de modelos y algunos prostíbulos. Procuraba, eso sí,
como si fuera cosa de diseño, que no desentonaran, así que nunca vi en las fiestas
a mujeres culonas operadas.
En la primera fiesta conocí a Andrea, que para deshacerse de un viejo insistente
me llevó aparte al jardín para platicar. Me lo dijo claro, que no pensara yo que ella
se me estaba insinuando. Me contó una de sus hazañas era haber leído un libro
de más del mil páginas. Le pedí que me contara un poco. La vi entonces relajada,
contándome algunos detalles que le habían gustado, casi sonriendo, orgullosa de
haber terminado el libro y de haberlo comprendido. Resultó ser una buena
lectora, me mencionó varios escritores mexicanos y españoles que había leído.
Coincidimos con algunos autores y la plática resultó muy agradable. Me prometió
leer mi libro. No quiso darme su número de teléfono.
Manu me presentaba con sus amigos como el el escritor del año aunque nunca
leyó mi libro. Me decía que lo había empezado a leer y un par de veces le
pregunté si había llegado a la parte del accidente y me dijo que sí, que le había
gustado. No había ningún accidente en mi novela. Adquirió cien ejemplares de
mi libro y me hizo firmar algunos. Regaló casi todos entre sus amistades con
aficiones literarias. De varios de ellos recibí buenos comentarios por correo
electrónico. A veces lo acompañaba a vender o comprar pinturas, algo en lo que
era insuperable. Después de presentarme como escritor preguntaba por mi
opinión. Si era para comprar, antes habíamos acordado que yo no daría
comentarios muy entusiastas. Si era para vender, yo tenía que alabar a la obra y al
artista pero sin llegar a ser obvio o artificial.
Roberto, me decía, sos bueno con las palabras, solo tenés que ser un poco más
desalmado. La literatura nunca te va a dar dinero, nunca lo ha dado, pero el
estatus de artista-escritor sí que te puede abrir camino.
Me encontré con Andrea varias veces más en casa de Manu, siempre
charlábamos de forma amena. Como puso distancia al principio no hice mucho
por pasar a otro plano. Ella fue la que me sorprendió besándome una vez que
dije de memoria un poema de Benedetti, que me había servido un par de veces
antes. Después de la fiesta fuimos a un motel y luego hicimos un road trip de
cinco días por varios departamentos de Guatemala. Fue la mujer más bonita con
la que he estado. Vimos varios atardeceres juntos en la carretera, en la playa, a la
orilla de un lago. Hicimos el amor muchas veces, hasta el dolor.
Al regresar del road trip ella no quiso decir adiós pero dijo que ya no nos
veríamos, que quería regresar con su novio de toda la vida. Tal vez en algunos
años nos reencontremos, dijo.
Seguí yendo a las fiesta de Manu, aunque poco a poco perdí la motivación.
Después de un año de publicada mi novela, yo ya no era novedad. No escribí
nada durante dos años y mi estatus como escritor bajó de nivel. No me gustaban
los programas de tertulia ni ser un opinador de coyuntura. Perdido el brillo
inicial, las invitaciones a las fiestas se hicieron más escasas, hasta que ya no
existieron.
Yo adquirí un trabajo de nueve a cinco que me permite seguir leyendo y
escribiendo. Aún no sé si publicaré otra novela, pero publico mis cuentos en un
blog cada vez que surge una idea. De vez en cuando llegan comentarios y
correos. Es bueno saber que hay quien lee.
Tres cuentos instantáneos
1. Extraterrestres y nazis
Se cuenta que en Guatemala, en Mazatenango, vivía un hijo de un nazi que vino
huyendo de Alemania. Rudiger era su nombre. Entre sus aficiones estaba la
astronomía y con el tiempo llegó a ser uno de los astrónomos más reputados del
país. Daba conferencias y era invitado a reuniones internacionales en países de
Europa y América.
Cuando estaba por cumplir 40 años, en una visita a Berlín conoció a Alicia, una
española con la que regresó a Guatemala e hizo pareja. Después de un tiempo la
relación fracasó y Rudiger cayó en una depresión.
Seguía estudiando astronomía, pero cuando vio un documental sobre
extraterrestres quedó impresionado. Comenzó a revisar en sus documentos y
halló fotos y vio cosas que nunca había visto antes. Los extraterrestres siempre
estuvieron aquí, viéndonos, observándonos.
Hizo varios ensayos sobre el tema y la gente que lo respetaba lo empezó a
marginar. Lo creyeron loco.
Después de cinco años de estudiar a los extraterrestres determinó que había una
familia de ellos en Zacapa. Lo último que se sabe de Rudiger, según dejó escrito
en su diario, es que los fue a visitar.
Escrito en Filgua el 15 de julio de 2017 a solicitud de Manuel Elías
2. La caída
Nunca me he explicado qué me sucede. Un día estoy bien, contento, y al
siguiente día, casi de la nada comienzan eso deseos oscuros, sobre todo cuando
estoy en el nivel 13, en donde están las oficinas de la empresa de diseño en donde
trabajo.
Me asomo al balcón y pienso en cómo sería terminar de una vez con esa opresión
en el pecho y esa taquicardia que comienza a sofocarme.
El mundo es un lugar hostil, cruel, desalmado. Vos podés ser el siguiente en ser
descartado sin más, te despiden del trabajo por un mal día, te asalta un ladrón, o
te quedás en una balacera entre maras.
¿Qué sentido tiene la vida? ¿Qué sentido tiene continuar si no hay esperanza?
Es tan sólo de lanzarse al espacio vacío y caer, caer lentamente, y pensar en que
ella ya no quiso llamar, me bloqueó en el whatsapp, y que al final todo va a
terminar cuando llegue al fondo, y entonces pienso, al fin descansaré de la
opresión en el pecho y ya no tendré taquicardia. Pero hoy no será, tal vez en otra
ocasión, porque además no tengo la determinación ni la voluntad. La pastilla de
la felicidad que me dio la terapeuta, esa me salvará por hoy.
Escrito en Filgua el 15 de julio de 2017 a solicitud de @_Art3misA
3. Una médica sin fronteras de Guatemala
En una jornada médica me encontré con una doctora muy particular: cojeaba de
la pierna derecha y era atractiva. La cojera no era real, lo noté al principio. La
utilizaba para alejar a los hombres, como una barrera para evitar contacto con los
que siempre andan tras lo que les caiga. Supe que estaba fuera de mi liga así que
no intenté ningún acercamiento. Me trató como un amigo, le correspondí. No
tenía especialidad, pero se llevaba bien con las mujeres y sabía tratarlas. A veces
no sólo la medicina sana, sana también el buen trato del doctor.
Con ella entró una mujer muy golpeada, con un ojo hinchado y moretes en los
brazos. Con ella pasó más de tres horas platicando. Las dos salieron llorando. Al
siguiente día la mujer intentó poner una denuncia en la policía pero no le hicieron
caso. La jornada médica terminó y me quedé con el contacto de Facebook de
ella.
Tiempo después ella compartió un enlace de prensa en donde citaban que una
mujer había sido asesinada por su marido, comentando que ella la había
conocido. Luego de eso cerró su cuenta y no he vuelto a verla por Facebook ni
por ninguna red social.
Escrito en Filgua el 15 de julio de 2017 a solicitud de Lourdes Trigueros.
Estos cuentos fueron escritos en la Feria Internacional del Libro en Guatemala (Filgua) el 15
de julio de 2017 en el stand 40. La dinámica fue que el visitante sugería el título del cuento y
yo tenía que imaginar un cuento breve en cuestión de minutos.
Jesús de Nazaret
Se llamaba Jesús y atendía la farmacia Nazaret. Usaba el pelo largo, era delgado y
tenía barba, la combinación perfecta para que la gente acudiera a la farmacia en
busca no solo de medicina, sino de milagros. El dueño de la farmacia, un
comerciante venido a menos, vio que le podía ser útil para vender más de esas
aguas y polvos milagrosos que no son más que agua azucarada o bicarbonato de
sodio. No se equivocó, llegó a ser un negocio interesante.
Jesús López nunca estuvo interesado en la religión y aunque de niño había hecho
su primera comunión le daba igual que existiera dios o no. Le dio por leer poesía
en la adolescencia y tenía amigos músicos y bohemios; así que se dejó crecer el
pelo después de salir de bachillerato y decidió estudiar letras como carrera
universitaria. Se dejó crecer la barba porque le daba pereza rasurarse todos los
días. Sus padres miraban sus decisiones con preocupación. Cuando cumplió
diecinueve años le dijeron que podía seguir haciendo lo que quisiera de su vida,
pero que debería buscar un trabajo y un lugar donde vivir.
Encontró empleo en la farmacia Nazaret, a pocas cuadras de la casa de sus
padres. Después se mudó al apartamento de su novia y el asunto estaba
arreglado. No se hacía mayor problema con nada y miraba la vida
despreocupado, como si tuviera más fe que los que van a la iglesia todos los fines
de semana. Ganaba poco, pero no tenía más preocupación que procurar la
comida y colaborar en los gastos del apartamento de su novia.
Don Julio se dio cuenta del potencial que tenía el joven Jesús y de la feliz
coincidencia entre el nombre de la farmacia y su nuevo empleado. El resultado
fue inmediato. Todo el mundo quería ir a la farmacia de Jesús de Nazaret, puesto
que era imposible pensar que con ese nombre no hiciera milagros.
El primer milagro de Jesús fue decirle a una anciana que con una cápsula diaria
de lansoprazol podía curar su tos necia, lo cual resultó cierto. La receta estaba en
un cuaderno en el cual don Julio había anotado los remedios y enfermedades más
comunes. Doña Mónica, la anciana que recibió el primer milagro, se encargó de
esparcer la noticia. Había en la colonia un Jesús que curaba de veras y atendía en
la farmacia Nazaret.
Don Julio diseñó un conjunto de frases de autoayuda y de la biblia catalogados
según la edad, sexo y la apariencia de la persona. Las frases más simples se decían
a las personas más sencillas y las frases más elaboradas y con palabras más
rebuscadas a algunas de las personas que parecían tener algún grado universitario.
Don Julio era un buen vendedor y sabía qué decir a cada persona, pero el efecto
que causaba la apariencia de Jesús López le pareció una potencial mina de oro.
Solo en el primer mes las ventas se duplicaron. Don Julio se inventó entonces
unos remedios con títulos como “Agua de Lourdes”, “cápsulas de San Ignacio” y
“Miel de Nazaret”. No eran más que agua azucarada, cápsulas con bicarbonato
de sodio y miel diluida. Eso significó el boom. La gente incluso hacía fila para ser
atendida por el milagroso Jesús de Nazaret.
El juego le pareció divertido a Jesús y negoció con don Julio un 40% de las
ganancias de la farmacia, en lugar de un sueldo fijo. Pronto ganaba más que sus
hermanos mayores que trabajaban en importantes empresas transnacionales.
Nunca se hizo publicidad de la farmacia, nunca Jesús dijo que hacía milagros. La
gente solo creía y ya. ¿Quiénes eran Jesús y don Julio para decidir qué quería
creer la gente?
El grupo de amigos del milagroso mesías le hacía bromas. Le pedían que
transformara el agua en cerveza o que caminara sobre el agua de la playa, o que
resucitara a un borracho.
Pronto la fama de Jesús de Nazaret se extendió a todo el país. Venía gente de los
departamente exclusivamente para ser atendidos por Jesús. La venta del Agua de
Lourdes y la Miel de Nazaret iba muy bien, y además recibían dinero y víveres de
donaciones todos los días. Hasta los ladrones los respetaban, nunca intentaron
asaltar la farmacia.
Nazaret dejó de ser una farmacia y se convirtió en un “centro de orientación”, se
trasladó a una casa de dos niveles y se contrataron empleados. Era un buen
negocio. Los productos también se diversificaron, jarabes de colores, hierbas
milagrosas y pan sin levadura. Como eran vendidos como alimentos y no como
medicinas, no tenían problemas con el ministerio de salud y las autoridades.
Al comenzar el segundo año y ya con el emprendimiento bien asentado, Jesús
decidió ahorrar todo y jubilarse joven, para hacer lo que más le gustaba, que era
no hacer nada. Había aprendido matemáticas financieras con su papá, quien era
catedrático de matemáticas en la universidad. Con algunos cálculos básicos
determinó que en cuatro años más podría retirarse con un capital que le diera una
renta básica suficiente. Se había vuelto vegetariano y fuera de la actividad en
Nazaret no tenía mucho que hacer. Incluso dejó de estudiar letras porque
pensaba que leer por obligación a ciertos autores y pretender ingresar a la
farándula literaria no estaba dentro de sus intereses.
Algunas de las muertes que sucedieron dentro de los enfermos que llegaban a
Nazaret conmovieron a Jesús. Una anciana con cáncer le dijo que ella sabía que
iba a morir, pero que quería pensar que todo lo que le dijera a él era como si se lo
dijera al mismo Jesucristo y que eso la consolaba. Era una señora de pelo blanco,
delgada, con bondadosos ojos negros que lo único que inspiraba era quererla.
Murió un mes después.
Al finalizar el quinto año, cuando Jesús llegó a su meta financiera, que no era
demasiada pero era suficiente, renunció. Don Julio no lo podía creer, ¿qué le
pasaba a un tipo que deja una mina de oro así como así? Ni lento ni perezoso,
consiguió otro joven de pelo largo y barba y lo instruyó antes de que se fuera el
Jesús original.
Por su parte Jesús durante un tiempo no supo qué hacer con el tiempo libre. Se
dedicó a ver películas, a leer libros y a enterarse de los avatares políticos del país.
Se cortó el pelo y la barba y comenzó a usar su primer nombre, Carlos. Y se
perdió hasta el día de hoy en alguna aldea cercana lago de Atitlán junto a
Magdalena, su novia.
El centro de orientación Nazaret tuvo que cerrar al segundo año de que se fue el
Jesús original. La gente no aceptó al nuevo, y algunos le pusieron de apodo El
Anticristo. Algunos de los pacientes supuestamente curados por Jesús de Nazaret,
el original, esperan una segunda venida.
Don Julio entonces volvió a poner la farmacia Nazaret. Espera también la
segunda venida de Jesús, que ya nunca contestó sus llamadas ni volvió por la
colonia. Al fin y al cabo, había sido un milagro encontrarse con él.
El premio
Un día envié un mensaje de texto del celular para participar en un concurso de la
televisión. Ya lo había hecho otras veces y no me había ganado nada, pero enviar
un mensaje de texto no era costoso así que lo envié de nuevo. Gané cien
quetzales y brinqué de alegría. Mis hermanos y mi mamá también lo celebraron,
nunca nadie de nosotros había sido mencionado en la tele ni ganado nada.
Me llamaron por teléfono para verificar mis datos y me dijeron que fuera al canal
de televisión durante la semana para recoger el efectivo. No me preguntaron
dónde vivía, solo me indicaron que no depositaban a cuentas bancarias, que no se
lo darían a nadie más y que me daban dos semanas para ir por él, de lo contrario
me quedaba sin premio.
Vivo en Quetzaltenango y tenía varios años de no visitar la capital y pensé que
sería bueno ir a dar un paseo. En ese entonces trabajaba en un kiosko en un
comercial y decidí ir un jueves, que era mi día de descanso. No había cumplido
todavía los diecinueve años y ganar algo de repente era como un anuncio de que
las cosas podrían mejorar y que algún día lograría ser algo más que un empleado
de comercial al que nadie nota. El destino probablemente me hablaba y me decía
que esto solo era el principio. Fui feliz.
El día en que me fui toda mi familia me fue a despedir al bus, que tomé a las
cinco de la mañana. Hacía mucho frío. La que sonreía más era mi hermana Clara,
de nueve años, a la que me tocó cuidar de bebé, cuando mi mamá se iba a
trabajar. Mi hermano Andrés, de 12 años, ya me había pedido diez quetzales para
comprar una cocacola y unos tortrix.
Programé en el celular mi mejor música para el camino. Vi el amanecer por la
ventanilla, los celajes anaranjados parecían decir que ahora sí, la suerte había
cambiado. Cuando llegué al canal eran las once de la mañana y me recibió una
secretaria malencarada. Parecía estar molesta con todo el mundo. Le dije a qué
iba y me mandó a una ventanilla en la que me dijeron que debía esperar a un tal
Armando, que me daría el premio y me haría una entrevista. ¡Aparte de ganar el
premio, saldría en la tele!
En mi interior pensaba en que si Gloria mi vecina de kiosko me miraba la tele al
fin aceptaría almorzar un día conmigo y platicar. El tal Armando salió apurado,
me llevó casi corriendo a un set, en donde un camarógrafo nos filmó. Me
preguntó frente a la cámara que qué tal me sentía y a quién quería saludar. Dije
que estaba contento, y que saludaba a mis hermanos y a mi mamá en Xela.
Después de eso me sacó deprisa y salí de ahí contento, feliz de haber ganado
algo.
Caminé hacia la calle en donde pasaba el bus de regreso; no quedaba lejos del
canal. Tenía hambre pero quería llevar el billete a casa para enseñárselo a mamá.
Había llevado aparte lo del bus. Subí al bus contento y el viaje lo sentí corto.
Caminando hacia mi casa de regreso de un callejón salió un asaltante que con
cuchillo en mano me dijo que le diera todo mi dinero. Por detrás también había
otro, lo miré cuando volví a ver con la intención de salir corriendo. Me asusté y a
pesar de la rabia seguí el consejo de mamá, de dar el dinero para que no me
lastimen.
Llegué a casa cansado, con hambre y furioso. Mi hermanita abrió y me dijo que
me había visto en la tele y que estaba contenta. Yo le dije que con el premio la
iba a invitar a una pizza y entramos los dos de la mano al pequeño cuarto en
donde vivíamos los cuatro, ubicado en una casa de dos niveles en donde vivían
otro montón de gente y de donde había pensado yo en mis sueños que podíamos
salir si la racha de suerte seguía. A mi hermano le dije que tenía que hacer sencillo
el billete antes de darle sus diez quetzales. Hice unos huevos revueltos y algo de
café para la cena y esperamos junto a mis hermanos que llegara mi mamá del
trabajo. Nos dormimos antes de que llegara.
Pronto me quedé dormido y al siguiente día salí muy temprano para no tener que
contarle a mi mamá que me habían robado el premio.
La huída
Elvira tuvo la mala suerte de nacer en una colonia dominada por la pandilla del
Barrio 18. Se hizo amiga de pandilleros para no tener problemas, pero nunca dejó
de estudiar. No participaba en las actividades de la pandilla, pero era considerada
como parte. Obtenía buenas notas en la escuela y no causaba problemas en casa.
Sin embargo, cuando tenía 16 años, se enamoró de un muchacho de una pandilla
contraria.
Conoció a Jorge en la escuela secundaria; era su compañero de clase. Siempre fue
muy respetuoso y educado, y era también inteligente como ella. Ella pensaba que
era un joven “normal” sin relación con pandillas. Unos meses después de haber
iniciado la relación ella se embarazó. Jorge se la llevó a vivir con él a la casa de
sus padres y entonces se dio cuenta de que era pandillero de la Salvatrucha,
enemiga del barrio 18. No dejó de estudiar, pero se cuidó de no volver a su casa
con su mamá y los dos hermanos con los que vivía.
Nació su hija, a quien llamaron Sandra. Jorge también siguió estudiando; su rol en
la pandilla era recoger el dinero de la “renta”, como llamaban a las extorsiones.
Sus planes dentro de la pandilla era ir a la universidad a estudiar leyes para ser
abogado y ayudar a la causa. Sin embargo, cuando la pequeña Sandra acababa de
cumplir un año, lo mataron a balazos cuando recogía el dinero de una renta
grande. Junto a él, mataron a dos más.
Elvira lloró mucho y no sabía qué hacer. Su madre y hermanos se habían mudado
a otro lugar por amenazas de la pandilla, pero no la recibieron en su nueva casa.
Regresó a vivir a su antigua colonia y se graduó de bachiller. En la colonia donde
vivía no sabían que ella había sido pareja de un pandillero rival y que había tenido
su hija con él. Lo supieron unos meses después y la confrontaron y ella lo negó
todo para ganar tiempo. Sin embargo sus pandilleros vecinos confirmaron quién
era el padre y qué hacía y ella no tuvo más remedio que servir al Barrio 18. La
amenazaron con quitarle a su hija.
Al principio su tarea era únicamente llevar los teléfonos y pasar cobrando renta a
los comercios cercanos. Otra pandillera se quedaba con su hija cuando ella salía.
Luego de que se negó a molestar a una tienda de una viejita, la violaron. Las
violaciones continuaron, en ocasiones mientras su hija dormía en el mismo
cuarto. Jóvenes que ella conocía desde niña y con los que hasta había jugado,
ahora la aterrorizaban.
Un día harta de la situación tomó a su hija y huyó de madrugada en el taxi de un
vecino que prometió no decir nada. Consiguió alojamiento en una iglesia católica
en una colonia sin pandillas y poco después consiguió trabajo en un call center.
Pronto destacó en su trabajo y le dijeron que si estudiaba inglés podría ganar
mejor. Alquiló un pequeño apartamento. Comenzó sus clases muy entusiasmada.
A Sandra la cuidaba una vecina que tenía una guardería pequeña.
Parecía haberse liberado de las garras de la pandilla. Podía comprarse ropa nueva
y podía comer una pizza de vez en cuando con su hija. Se compró un teléfono
inteligente con el que subía fotos a Facebook. Organizó una piñata con los niños
vecinos cuando Sandra cumplió los tres años.
Sin embargo el pasado vuelve. Un miembro de la pandilla de la que huyó
descubrió su perfil en Facebook y la fue a confrontar a Elvira a la salida de su
trabajo. Ella sintió derrumbarse todo a su alrededor, una náusea profunda le
impedía hablar y cuando reaccionó a lo que le estaba diciendo el pandillero, su
instinto fue salir corriendo. Logró huir, pero ahora ya sabían en dónde trabajaba
y probablemente en dónde vivía.
Durante toda la noche no pudo dormir. Caminaba en círculos alrededor de la
mesa del comedor y rezaba avemarías y padrenuestros para calmarse. Huir, pero
¿a dónde? su madre ya no la recibía, no tenía más familia y no tenía amigos que
no fueran pandilleros. Varios de ellos ya habían muerto, además. Supuso que su
perfil de Facebook había sido el delator así que lo borró. Deseó la muerte de los
que la buscaban, pero no se sentía bien de querer eso.
Al día siguiente fue al trabajo a la hora normal, pero a la salida pidió a una
compañera de confianza que viera si no había nadie extraño. No lo hubo ni ese
día ni los días siguientes. Elvira pensaba que tarde o temprano aparecería alguien
a amenazarla o a pedirle renta. No estaba dispuesta a aceptarlo, pero no sabía
bien cómo escapar.
Una semana después apareció a la salida del trabajo uno de sus pocos amigos de
infancia, también pandillero. La abordó y le dijo que no se asustara. Elvirita, le
dijo, no te preocupés mano, ya los vatos que andaban tras de vos los plomearon
la semana pasada. Yo no tengo nada contra vos y no voy a chillarte con nadie.
Seguí echando verga, que vos fuiste de las pocas que logró algo más. Ya no
volveré a aparecerme porque no tengo nada qué hacer aquí.
Se despidió con un abrazo y se fue caminando sin voltear atrás. Elvira caminó
hacia la parada del Transmetro, aturdida, sin saber qué pensar. Al llegar a casa
abrazó fuerte a su hija y esperó a que se durmiera. Cuando Sandrita se durmió
Elvira lloró mucho, sentada en una silla del comedor. No se dio cuenta a qué
hora se quedó dormida apoyando la cabeza sobre sus brazos en la mesa. Al día
siguiente salió a trabajar como todos los días, porque la lucha nunca se acaba.