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1 LA CRISIS DEL ESTADO LIBERAL 1. Panorama general del reinado de Alfonso XIII. Intentos de modernización. El regeneracionismo. Crisis y quiebra del sistema de la Restauración. La guerra de Marruecos (1902-1923) Intentos de modernización. El regeneracionismo El 17 de mayo de 1902, Alfonso XIII se disponía a jurar la constitución. El nuevo rey, a diferencia de su padre y de su madre, ansioso por ejercer, mostraba una actitud decididamente intervencionista en los asuntos políticos. Había que sacar al país de la decadencia. Aquel mismo año vería la luz la versión definitiva del libro de Joaquín Costa « Oligarquía y caciquismo » : en él parecía preciso acabar con la corrupción, ¿sería el monarca el « cirujano de hierro» preciso? A su modo, el nuevo rey encarnaba una versión del regeneracionismo. Entretanto, el reino se encontraba inmerso en una serie de transformaciones que se acelerarían en los años posteriores y que provocaron gravísismos conflictos sociales y políticos, más relacionados con una modernización desequilibrada que con el estancamiento que denunciaban los intelectuales. Inmerso aún en la conmoción del 98, el nuevo reinado encaraba múltiples y graves problemas, especialmente tres: - Las condiciones fraudulentas en que había derivado el régimen basado en la constitución de 1876 generadoras de una conflictividad social creciente. - La cuestión de los nacionalismos, en particular de la « cuestión catalana ».. - Las guerras coloniales (Marruecos). A comienzos de siglo lo que atrajó la atención de la vida política fue la cuestión religiosa. El mundo progresista acusaba a la Iglesia como responsable de la decadencia. El clericalismo, es decir, la injerencia de los medios eclesiásticos en los asuntos estatales y su predominio sobre la cultura de los españoles, se convirtió en objeto de polémica. La Iglesia por su parte entendía que las razones de la decadencia no estaban en la religión y el clericalismo sino, por el contrario, en el racionalismo y la impiedad. Sería en torno a la cuestión religiosa como se generaría en España la política de masas pero, de momento, la Iglesia garantizaría el mantenimiento de su situación privilegiada. La decadencia también fue leída en clave educativa. La derrota del 98 sería la consecuencia lógica para un pueblo que habría dado la espalda a la ciencia y a la cultura. En el discurso regeneracionista de Joaquín Costa aparecía, una y otra vez, el « escuela y despensa ». La realidad era incuestionable: en 1901 el analfabetismo aún alcanzaba al 56% de la población. El debate sobre la educación se hallaba vinculado a la polémica acerca del clericalismo. Con estas polémicas de fondo, el país se enfrentaba a una intensa conflictividad social y al creciente problema nacionalista. Desde 1895 existía el PNV (Partido Nacionalista Vasco) con una actitud ultracatólica y antiliberal. Mayor relieve político presentaba el movimiento catalanista, desde 1901 con apoyo electoral (paralelo al alcanzado por el republicanismo) gracias a la Lliga Regionalista. Esta se mostraba partidaria de una federación española donde cada región pudiera desarrollar su particular personalidad histórica. Coincide esta eclosión nacionalista en el País Vasco y Cataluña con la consolidación de la idea de Castilla como « esencia de España ». Este españolismo encontró su interpretación más radical en el Ejército. Con graves problemas y bajo sospecha tras su actuación en la guerra de Cuba, se erigió en el paladín de las posiciones más centralistas.

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LA CRISIS DEL ESTADO LIBERAL 1. Panorama general del reinado de Alfonso XIII. Intentos de modernización. El regeneracionismo. Crisis y quiebra del sistema de la Restauración. La guerra de Marruecos (1902-1923) Intentos de modernización. El regeneracionismo El 17 de mayo de 1902, Alfonso XIII se disponía a jurar la constitución. El nuevo rey, a diferencia de su padre y de su madre, ansioso por ejercer, mostraba una actitud decididamente intervencionista en los asuntos políticos. Había que sacar al país de la decadencia. Aquel mismo año vería la luz la versión definitiva del libro de Joaquín Costa « Oligarquía y caciquismo » : en él parecía preciso acabar con la corrupción, ¿sería el monarca el « cirujano de hierro» preciso? A su modo, el nuevo rey encarnaba una versión del regeneracionismo. Entretanto, el reino se encontraba inmerso en una serie de transformaciones que se acelerarían en los años posteriores y que provocaron gravísismos conflictos sociales y políticos, más relacionados con una modernización desequilibrada que con el estancamiento que denunciaban los intelectuales. Inmerso aún en la conmoción del 98, el nuevo reinado encaraba múltiples y graves problemas, especialmente tres:

- Las condiciones fraudulentas en que había derivado el régimen basado en la constitución de 1876 generadoras de una conflictividad social creciente.

- La cuestión de los nacionalismos, en particular de la « cuestión catalana ».. - Las guerras coloniales (Marruecos).

A comienzos de siglo lo que atrajó la atención de la vida política fue la cuestión religiosa. El mundo progresista acusaba a la Iglesia como responsable de la decadencia. El clericalismo, es decir, la injerencia de los medios eclesiásticos en los asuntos estatales y su predominio sobre la cultura de los españoles, se convirtió en objeto de polémica. La Iglesia por su parte entendía que las razones de la decadencia no estaban en la religión y el clericalismo sino, por el contrario, en el racionalismo y la impiedad. Sería en torno a la cuestión religiosa como se generaría en España la política de masas pero, de momento, la Iglesia garantizaría el mantenimiento de su situación privilegiada. La decadencia también fue leída en clave educativa. La derrota del 98 sería la consecuencia lógica para un pueblo que habría dado la espalda a la ciencia y a la cultura. En el discurso regeneracionista de Joaquín Costa aparecía, una y otra vez, el « escuela y despensa ». La realidad era incuestionable: en 1901 el analfabetismo aún alcanzaba al 56% de la población. El debate sobre la educación se hallaba vinculado a la polémica acerca del clericalismo. Con estas polémicas de fondo, el país se enfrentaba a una intensa conflictividad social y al creciente problema nacionalista. Desde 1895 existía el PNV (Partido Nacionalista Vasco) con una actitud ultracatólica y antiliberal. Mayor relieve político presentaba el movimiento catalanista, desde 1901 con apoyo electoral (paralelo al alcanzado por el republicanismo) gracias a la Lliga Regionalista. Esta se mostraba partidaria de una federación española donde cada región pudiera desarrollar su particular personalidad histórica. Coincide esta eclosión nacionalista en el País Vasco y Cataluña con la consolidación de la idea de Castilla como « esencia de España ». Este españolismo encontró su interpretación más radical en el Ejército. Con graves problemas y bajo sospecha tras su actuación en la guerra de Cuba, se erigió en el paladín de las posiciones más centralistas.

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El problema nacionalista, cada vez más encrespado, se iba a vincular en el peor escenario posible, Cataluña, con los otros dos grandes problemas del momento, la conflictividad social y el problema colonial. El resultado sería un estallido de malestar que acabó con los primeros intentos regeneradores del sistema desde dentro: la Semana Trágica de Barcelona (26 a 31 de julio de 1909). Ante la delicada situación en Marruecos, el gobierno de Maura llamó a filas a los reservistas catalanes. La impopularidad de la medida desencadenó la convocatoria de una huelga general en Barcelona y otros puntos de Cataluña como medida de protesta que, de inmediato, dio paso a un violento motín anticlerical, sin precedentes desde 1835. Se produjeron asesinatos, profanaciones y, sobre todo, quema de iglesias, conventos y otros edificios religiosos, Debieron arder alrededor de un tercio de los edificios religiosos de Barcelona, convertida en la « ciudad quemada ». Entre los agitadores, debemos situar al anarquismo catalán y a los republicanos radicales. No obstante, la agitación, sin programa, se agotó pronto. El día 30 la protesta estaba prácticamente liquidada, dejando tras de sí más de un centenar de muertos. Inmediatamente, se puso en marcha el aparato represor: en agosto se produjeron varias ejecuciones pero en el centro de la represión se situaría, por su honda significación, la figura de Francisco Ferrer y Guardia. Era Ferrer un republicano, masón y librepensador que se fue acercando al discurso anarquista. Interesado en la educación y con medios económicos, fundó la experiencia pedagógica conocida como Escuela Moderna en Barcelona, provocando el recelo de las instituciones eclesiásticas. En 1909 fue acusado, juzgado, condenado y ejecutado (13 de octubre de 1909) como instigador de la Semana Trágica, siendo casi con seguridad inocente de aquello de lo que se le acusaba. Es de destacar que el impacto por este atropello judicial no se produjera en España sino en el exterior. En Europa se veía a Ferrer como un innovador educativo inmolado por la eterna barbarie inquisitorial. La ola de protestas suscitó una inesperada crisis política. El rey, alarmado, acepto la dimisión de Maura, que no pretendía ser más que protocolaria. El liberal Segismundo Moret fue llamado a formar gobierno. A partir de entonces, Maura, indignado, anunció una « implacable hostilidad » contra el que consideraba insolidario partido liberal. La Semana Trágica se cobraba una notable presa política totalmente inesperada: a los pocos días de la ejecución de Ferrer, la caída de Maura suponía un sensible debilitamiento de la relación entre los partidos del turno de la que no se recuperarían jamás. La caída de Maura suponía el fracaso del primero de los intentos del sistema de la Restauración por regenerarse luego del Desastre. Caía con Maura el intento de regeneración desde el ámbito conservador. Su gran valedor, Antonio Maura, se había marcado como objetivo central de su acción de gobierno la lucha contra el caciquismo. Era preciso para moralizar al régimen y para movilizar la administración con la intención de implicar a la sociedad con el sistema político. Era la esencia de su proyecto de « revolución desde arriba ». En consecuencia, era preciso para ganar para el sistema a eso que J. Costa denominaba la « masa neutra ». Procedió Maura a la reforma de la ley electoral, pasando el voto a ser obligatorio y eliminando el nombramiento gubernamental de la presidencia de las mesas electorales. Era una ley anticaciquil pero cuya eficacia resultaría limitada: aumentó las dificultades para el fraude en las ciudades pero en el campo el poder de los caciques permaneció. En su debe, los liberales siempre objetaron a Maura su clericalismo. Es cierto que no era contrario a la formación de una amplia plataforma social que, vertebrada por el catolicismo, cerrara filas con el sistema contra sus crecientes enemigos. La oposición al maurismo se hizo patente ante su proyecto antiterrorista, obligándole a retirarlo. Pero cuando esa oposición alcanzo su cénit fue con la campaña en defensa de Ferrer, polularizada a través del célebre ¡Maura, no! del que, como hemos visto, también se terminó sirviendo el rey.

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Caído Maura y con la vuelta de los liberales al poder, éstos también intentaron, desde su perspectiva, la regeneración del sistema. La aproximación de Moret al republicanismo llevó al rey a aproximarse a otro lider liberal y a depositar en él su confianza. Para sorpresa general, Alfonso XIII se decantó por José Canalejas. Abogado gallego, Canalejas era, como Maura, un político brillante pero menos altivo y más simpático. Al igual que Maura, era un católico practicante y un trabajador incansable. El rey vio en él una opción para acercar la creciente oleada de sentimientos democratizadores al régimen, mediante una legislación efectiva. Canalejas se esforzaría por « nacionalizar » la monarquía para acercarla al modelo de las « repúblicas coronadas » pero, para ello, necesitaba del concurso del rey dada la ausencia de una base social fuerte tras su partido. Este afán nacionalizador se percibe ya en la llamada « Ley del candado » (diciembre, 1910). Se pretendía con ella evitar el asentamiento de nuevos religiosos en España. La ley abrió una nueva crisis con la Santa Sede. A la postre, la ley sólo fue viable para un plazo de dos años. Transcurrido este plazo, el número de religiosos seguiría creciendo. Por otro lado, el gobierno de Canalejas hizo realidad viejas reivindicaciones izquierdistas en dos temas: impuestos indirectos y servicio militar. Una ley de 1911 suprimió el odiado impuesto de consumos. Igualmente, en 1912 se abolió la redención en metálico del servicio militar, que pasó a ser obligatorio para todos los varones. En el verano de 1912 reaparecieron las demandas catalanistas. Canalejas se mostró dispuesto a aceptar alguna fórmula descentralizadora que se encarnaría en el proyecto de Mancomunidad para Cataluña. Durante el proceso de su tramitación parlamentaria, el 12 de noviembre de 1912, el anarquista Manuel Pardiñas asesinó al presidente en la Puerta del Sol de Madrid: estaba mirando el escaparate de una librería sin compañía de escoltas. Será el gobierno de Eduardo Dato quien aprobaría la Ley de la Mancomunidad en 1914. En noviembre de 1909, en plena campaña contra Maura tras la ejecución de Ferrer, se alcanzó la conjunción republicano-socialista, lo que supuso la incorporación del socialismo a la vida parlamentaria: Pablo Iglesias se presentó a los comicios de 1910 por Madrid, alcanzando por vez primera un escaño para la representación del movimiento obrero en España. Mientras el otro gran sector del movimiento obrero, el anarquista, asistía al inicio entre sus filas del sindicalismo revolucionario (más tarde conocido como anarcosindicalismo). Entre 1910 y 1911 se configuró en Barcelona la CNT (Confederación Nacional del Trabajo). No resulta sorprendente pues que los años de gobierno de Canalejas contemplaran una fuerte conflictividad. Tras la desaparición de Canalejas se sucedieron los gobiernos de Romanones (liberal) y de Dato (conservador). Bajo su gobierno, España asistiría a la llegada del cataclismo internacional que supondría el estallido de la Gran Guerra; con él, el escenario, tanto interior como exterior, cambiaría para siempre. Crisis y quiebra del sistema de la Restauración Como para otros muchos lugares del mundo y a pesar de su neutralidad, el impacto de la Primera Guerra Mundial en España resultaría decisivo sobre su evolución histórica. Ante el estallido del conflicto, el gobierno español se apresuró a declarar oficialmente su neutralidad. Alfonso XIII respaldó plenamente la postura adoptada por su gabinete. Conviene recordar al respecto la delicada situación del monarca con su madre germana y su esposa británica. La neutralidad suponía una rémora para los intentos de abandonar la atonía diplomática que hacía tiempo caracterizaba a la política exterior española. Pero era preciso no entrar en el

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conflicto dada la impotencia de nuestro ejército y la enorme división interna entre los españoles, escindidos entre « aliadófilos » y « germanófilos » (lo que contrastaba con las « uniones sagradas » producidas en países beligerantes como Alemania o Francia). La germanofilia española, más que proclividad a las potencias centrales, manifestaba su animadversión hacia lo británico y lo francés. Para los aliadófilos, se trataba de una lucha moral. De ahí el destacado papel desempeñado por los intelectuales en la defensa de esta postura. El violento debate ponía de manifiesto le profunda división espiritual existente entre los españoles. A lo largo de la guerra se produciría un conato de participación cuando los submarinos alemanes hundieron mercantes españoles. El gobierno de Romanones preparó la ruptura de relaciones con Alemania pero se encontró con múltiples resistencias y tuvo que dimitir (abril de 1917). Desde entonces, Madrid se limitó a enviar a Berlín impotentes notas de protesta que no podían ocultar la humillación. Como no podía ser de otro modo, la guerra también tendría, para España, trascendentales consecuencias económicas. De entrada, el conflicto dislocó el comercio internacional. En este escenario, pronto se constataron las ventajas que podían derivarse para los países neutrales. La riqueza sobrevenida, repartida desigualmente, se va a superponer a las transformaciones previas, acelerándolas hasta producir nuevos conflictos. Dos hechos, derivados de la guerra, facilitarían la vertebración de la economía española :la nacionalización de nuestra economia (mediante el rescate de buena parte de la deuda, hasta entonces en manos extranjeras) y el impulso decisivo experimentado por la banca. Las importaciones se derrumbaron; por el contrario, la demanda de productos españoles (por países, como los beligerantes, competidores con España hasta entonces) se multiplicó. Cabe destacar, en cualquier caso, que se multiplicó más el valor que el volumen de las exportaciones. De este modo se pudo alcanzar una balanza comercial excepcionalmente positiva. El Banco de España vio crecer sus reservas de oro de 674 millones de pesetas en 1913 a 2500 en 1917. Sin embargo, todas estas ventajas debían enfrentarse con una inexcusable contrapartida: la brutal tendencia inflacionista: los precios, en 1920, se situarían un 223% por encima de los de 1914. Elló originó una corriente migratoria que desencajó los débiles cimientos de la economía española. En resumen, se vio favorecidp el capitalismo industrial y financiero, produciéndose un incremento de la renta per cápita. Pero, en paralelo, se produjo un proceso de pauperización de las clases medias y populares que provocó, desde 1916, un incremento de la conflictividad social. Desde 1917 se fue perdiendo el rigor presupuestario a la vez que se incrementaba la inflación, produciendo una grave alteración de los precios. El alza de la curva de salarios siempre estuvo distante de la de los precios. El incremento salarial, por otro lado, fue desigual, perjudicando claramente a las actividades campesinas, azuzando el conflicto. A este escenario de conflictividad creciente se le uniría, agravándolo, una derivada de él como fue la cuestión militar. A lo largo de aquellos meses se habían constituido la llamadas juntas de defensa, expresión del malestar reinante en los cuarteles. La inflación estaba castigando con dureza a sus salarios y los militares, encargados del control del orden público, eran conscientes de su importancia. La institución, con graves deficiencias, precisaba de una reforma urgente pero cualquier intento en este sentido chocaba con múltiples y poderosas resistencias. Al principio Alfonso XIII recibió con agrado la formación de las juntas pero, desde los acontecimientos de Rusia en marzo de 1917, apreció la dimensión de amenaza potencial que contenían. Fue por ello por lo que la Corona pidió al gobierno su disolución. Los militares contraatacaron. El 1 de junio de 1917 reclamaron el reconocimiento de las juntas. El rey, muy

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alarmado, cedió. Es más: El nuevo gobierno, presidido por E. Dato, subió el sueldo de los militares. En cierta medida el éxito de la desobediencia militar inició la subordinación de la vida política a las exigencias de los militares que desembocaría en la dictadura de Primo de Rivera. Desde fuera, los enemigos del sistema, leyeron la pugna entre gobierno y ejército como una ocasión. Catalanistas, republicanos, socialistas o anarquistas se pusieron en marcha. La oleada revolucionaria que ahora se iniciaba contaría con los mismos elementos que más tarde en 1930 aunque en esta ocasión se adelantaron los catalanistas al convocar una asamblea de parlamentarios que pusiera en marcha las reformas necesarias. El 19 de julio se reunieron unos setenta diputados. Maura rehusó la invitación de la Lliga: tras la conexión entre el catalanismo y Maura se escondía la posibilidad de conectar a la asamblea con las juntas de defensa, lo que podría abrir una vía revolucionaria factible. Pero Maura prefirió esperar la llamada del rey. La única alternativa posible pasaba ya por movilizar al obrerismo. Este maduraba una intentona en forma de huelga general, aprovechando el hondo malestar popular por las subidas de precios. Desde 1916, UGT y CNT venían colaborando. En 1917, el movimiento obrero estaba más unido que nunca. Desde el poder, conscientes de la amenaza, se intento provocar al movimiento obrero con la intención de abocarle a una huelga intempestiva que asustara a la burguesía y fuera liquidada por el ejército. Los resultados terminaron ajustándose a estos deseos. La huelga general, iniciada el 13 de agosto fue « un desastre desde el principio » (Moreno Salvadó) carente como estaba de apoyo rural y militar. La protesta alcanzó cierto éxito en Madrid, Barcelona y Vizcaya (durante una semana) y más aún en Asturias (durante un mes). Factor clave iba a resultar la conducta que siguieran los junteros: en el momento decisivo, optaron por convertirse en los represores del movimiento y los soldados obedecieron. En conjunto, se produjeron unos ochenta muertos según cifras oficiales, probablemente entre el doble y el triple en realidad. Los líderes socialistas, conscientes de la falta de solidez de la acción, no supieron detener el proceso. La falta de coordinación y, sobre todo, de objetivos comunes, hizo imposible que se dieran las circunstancias concurrentes aquel mismo año en Rusia. En este sentido, la neutralidad ante la guerra resultó decisiva. El fracaso de 1917 desinfló cualquier intentona posterior. Pero aquellos acontecimientos abrieron también el definitivo recelo entre el aparato político del régimen y la casta militar, lo que terminó por estallar en 1923. En los años posteriores, los gobiernos vivieron sometidos a una gran inestabilidad pues, acabada la guerra, España tuvo que hacer frente a una intensa contracción económica. Agotada la vía de la revolución política, se mantuvo una intensísima agitación social, con el mito bolchevique como catalizador. Quien más empeño pondría serían los anarquistas. Desde el fin de la guerra en 1918 y hasta 1921 se asiste al llamado Trienio bolchevique, con una gran actividad anarquista, sobre todo en Cataluña y Andalucía. El resultado de este cénit del poder de la CNT se pudo apreciar en Barcelona donde comenzó una brutal espiral de violencia que se prolongaría durante tres años. A principios de 1919 estalló la huelga en la compañía eléctrica La Canadiense, que duraría 44 días, quedando el suministro interrumpido. Hubo que negociar con los huelguistas que alcanzaron muchas de sus reivindicaciones. Era un triunfo histórico del sindicalismo. Pero los sectores radicales de ambas partes dinamitaron el acuerdo, a lo que siguió una intensa represión. Los empresarios, con crueldad, recurrieron al « lock-out ». Por otro lado, promovieron acciones violentas de represión de los atentados anarquistas mediante sicarios contratados. Estas conductas irregulares eran alentadas desde la Capitanía. En aquellos años se produjeron en Barcelona más de quinientos asesinatos, con proyecciones en otros lugares (como el asesinato del presidente Dato en Madrid en 1921). Así y todo, el sistema dinástico, una vez pasado el huracán revolucionario de 1918-1921, dio muestras de recuperación. En estas condiciones, todo iba quedando reducido, para sus rivales, a la esperanza de un golpe de estado. Pero el Ejército también presentaba sus disensiones, en principio establecidas por la fisura entre junteros y africanistas, lo que se agravó seriamente por los acontecimientos acaecidos en Marruecos. Se mantenía la presencia

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española allí, a pesar de la manifiesta impopularidad, por una mezcla de orgullo y de cumplimiento de los compromisos internacionales. Los gastos resultaban muy cuantiosos (tanto humanos como materiales) y, por el contrario, las ventajas obtenidas escasas. La situación empeoró de modo alarmante con la campaña que acabó en el desastre de Annual. El general Fernández Silvestre arriesgó en exceso en la planificación de la campaña, lo que dio como resultado que quedara cercado en Annual. El balance fue desolador: murieron unos diez mil hombres, entre ellos el propio general (23 de julio de 1921). Pronto se recuperó el territorio perdido pero las consecuencias políticas fueron enormes: cayó el gobierno en curso (presidido por Allendesalazar) y se inició la cuestión de las « responsabilidades » que dominaría los últimos meses del reinado. Se constituyó una comisión de investigación que debería abrir un expediente, el célebre « expediente Picasso » (por su presidente, el general Juan Picasso) donde se esclarecerían las irregularidades cometidas. Se cernía, además, el riesgo de vinculación de la Casa Real con la desastrosa camapaña (se habían producido contactos entre el monarca y el general Fernández Silvestre, amigo personal de Alfonso XIII, en los días previos al desastre). Desde palacio, hacía algún tiempo que se barajaba una salida autoritaria a aquella coyuntura política pues el rey se hallaba conmocionado desde los acontecimientos acaecidos en Rusia en 1917. Además, su proximidad a los entornos católicos se había acrecentado: en 1919 había consagrado a España al Sagrado Corazón de Jesús al inaugurar el templo sito en el Cerro de los Angeles. Como telón de fondo gravitaban las « responsabilidades » acerca de lo ocurrido en Annual. El último gobierno constitucional fue presidido por el liberal Manuel García Prieto quien manifestó deseos de poner en marcha una reforma constitucional. Pero quedaba claro que el régimen había ido perdiendo coherencia: entre 1917 y 1923 se produjeron 23 crisis totales y 30 crisis parciales de gobierno. Era natural concluir que la situación se acercaba a la de un Estado a la deriva; no obstante, también los contrarios al sistema exhibían una notable debilidad. En los días previos a la publicación de las conclusiones derivcadas del « expediente Picasso », se produjo el pronunciamiento del general Miguel Primo de Rivera en Cataluña (13 de septiembre de 1923). Como apunta Moreno Salvadó: «En realidad (...) Primo de Rivera no derrocó al último gobierno constitucional, sino que se limitó exclusivamente a llenar un vacío que había existido desde 1917».

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2. La Dictadura del general Primo de Rivera Encontramos, detrás del pronunciamiento de 1923, varios condicionantes y un precipitante. Entre aquellos, cabe señalar la crisis estructural del Estado de la Restauración, la presencia crónica de interferencias militares en la vida política, con ese «pretorianismo» creciente desde 1917 o el grave problema del deterioro del orden público, en especial en Barcelona, que corría peligro de convertirse en permanente. El precipìtante no sería otro sino la cuestión de las «responsabilidades» por la catástrofe de Annual, que había envenenado la vida política durante los dos años previos al golpe. Nos encontramos ante la primera intervención corporativa del Ejército que, a diferencia de lo habitual en el siglo XIX, no entrega el poder a ninguna fuerza política, dando paso a un régimen pretoriano, el Directorio Militar. En aquel contexto europeo se produjeron golpes parecidos (Portugal, Grecia, Polonia...) que presentan un acusado contraste con el origen civil del fascismo. No obstante, el régimen de Primo de Rivera guardaría alguna semejanza con éste: su rechazo a la democracia, el afán por liquidar la militancia obrera o el apoyo a unas clases medias asustadas por la amenaza revolucionaria. Tras el fin de la Primera Guerra Mundial se asistió a una crisis con inmediatas repercusiones sociales. Aunque había empezado a superarse en 1922, en 1923 se asistió a un rebrote de conflictividad que, como apunta González Calleja, allanó el camino a la Dictadura. Esa conflictividad era muy notoria en Barcelona. En ese momento, Primo de Rivera, marqués de Estella, como capitán general de Cataluña, era el árbitro del orden público en el Principado. Su intransigencia en este tema le enfrentó de forma irreversible con el último gobierno constitucional. Todo ello se producía bajo el influjo de lo ocurrido en el otoño de 1922 en Italia: la marcha sobre Roma y el acceso al poder de los fascistas con Mussolini, generó una oleada de actitudes antiliberales. Por otra parte, los intentos reformistas de los últimos gobiernos parlamentarios chocaron con la falta de apoyo de las instancias del poder, incluida la Corona. La proyectada sesión para el 1 de cotubre de 1923en la que se habría de presentar el informe de la comisión de responsabilidades fue el aldabonazo definitivo. Como era de imaginar, al día siguiente del triunfo del golpe de estado, los archivos de la comisión fueron incautados por los militares. Si el problema de las responsabilidades resultó el desencadenante del golpe, también influyeron en su gestación los diversos intentos de solución a los problemas corporativos de la milicia. El recorte producido en los presupuestos del Ejército hizo posible el acercamiento y la acción común entre los dos grande grupos, hasta entonces enfrentados, de intereses castrenses existentes en el ejército español. Ahora, junteros y africanistas tenían un motivo de queja común. A lo largo del verano de 1923 Primo de Rivera se entrevistó con una serie de generales próximos al rey (entre ellos con Sanjurjo). Las diversas tendencias dentro de la milicia combinaron sus esfuerzos, viendo en Primo al único caudillo posible. Se había alcanzado el necesario equilibrio entre junteros, africanistas y militares de palacio. El 7 de septiembre, los generales más cercanos al rey (el llamado «Cuadrilátero») dieron el visto bueno a la ejecución del golpe. El movimiento, previsto para el 15 de septiembre, se adelantó al día 13 para rentabilizar la indignación producida por la celebración de la «Diada». El monarca, en San Sebastián, fue avisado por Primo de Rivera la noche del 12 al 13. Al amanecer se decretó el estado de guerra en las cuatro provincias catalanas. El presidente García Prieto intentaba contactar telefónicamente con Alfonso XIII infructuosamente. Mientras, consultó a las diferentes capitanías recibiendo respuestas desalentadoras: sólo podría contar con la Armada y con la Artillería. Al final, el presidente y el rey hablaron: Alfonso XIII le expresó su voluntad de consultar a sus asesores militares. García Prieto entendió el mensaje, renunciando de inmediato. Más tarde, el rey comunicó que aprobaba la conducta de Primo pero que debía meditar la fórmula para salir de la crisis. Ello enojó al marqués de Estella que amenazó con dar al golpe un «carácter violento». Bajo esta amenaza, el rey otorgó el poder a Primo hacia la una y cuarto del mediodía.

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Entretanto, en Barcelona, el general había hecho público un manifiesto en el que exponía los motivos del golpe. Al día siguiente fue publicado en numerosos medios de comunicación. Primo llegó a Madrid el día 15 y formó gobierno publicando la Gaceta la disolución del Congreso de los Diputados y de la parte electiva del Senado. Más allá del grado de connivencia del monarca con el golpe, las razones del éxito del mismo deben situarse en la audacia de Primo de Rivera, en la indiferencia de la opinión pública y en la inoperancia de un gobierno huérfano de apoyos. Entre los sectores políticos ajenos al régimen, algunos saludaron a la nueva dictadura como una «medida quirúrgica»: la Lliga, la Iglesia, las organizaciones patronales. En el mundo sindical, se apreciaron dos actitudes muy dispares: comunistas y anarquistas mostraron su rechazo al golpe, mientras que la UGT optaría por la colaboración durante la fase inicial de la dictadura. El mismo día 15 se hizo pública la composición del Directorio militar (compuesto por nueve miembros). El nuevo dictador dio a su acción un carácter provisional, afirmando que en noventa días se retiraría de la escena, pero para principios de 1924 la idea de la dictadura provisional se descartó. A partir de diciembre de 1925, el Directorio militar daría paso al Directorio civil, convertido en consejo de ministros. Se iniciaba entonces la segunda fase de la Dictadura a lo largo de la cual los miembros del partido del régimen, la Unión Patriótica (UP) ocuparían cargos en ayuntamientos y diputaciones dotando al sistema de cierta base civil. Mito y realidad de la «cirugía de hierro» La gestión de los problemas castrenses fue uno de los mayores problemas para el dictador. En general, la política de ascensos resultaría arbitraria y contradictoria generando enemistades del régimen con los perjudicados. Tampoco acercó a Primo a sus compañeros de armas el progresivo descenso en el presupuesto militar del Estado (tras el final de la guerra en Marruecos en 1925 se vería reducido en un 30%). Dentro de su lógica regeneracionista, notable preocupación por la educación: se potenció la enseñanza primaria mientras aumentaba sensiblemente el número de universitarios. La Ciudad Universitaria de Madrid, prueba de este incremento, se puso en marcha desde 1929. Serían los estudiantes junto con artilleros y abogados, los primeros rebeldes contra la Dictadura. Las protestas empezaron desde 1925 arreciando en 1929, llegándose a la clausura de la universidad Central. Primo cedió pero la hostilidad se mantuvo hasta el final del régimen. También las cuestiones religiosas desempeñaron un papel relevante durante la dictadura. El general era contrario al laicismo y a la libertad de cultos, potenciando la «tutela moral» de la sociedad española por parte de la Iglesia católica. Ben Ami ha resaltado la importancia de esta postura como antecedente del nacionalcatolicismo franquista. En esta cuestión, claro está, desempeñaba un papel fundamental la defensa de la religión católica. Al contrario de lo que pudiera suponerse por los apoyos iniciales al pronunciamiento de destacados sectores del nacionalismo periférico., la supuesta reactivación de la vida regional quedó pronto en letra muerta pues en el Directorio se impuso una acusada tendencia centralista. Desde octubre de 1923 se estableció la educación exclusivamente en castellano. En enero de 1924 desaparecieron las diputaciones provinciales con lo que la Mancomunidad se evaporó el 20 de marzo. Con ello se alcanzó la definitiva ruptura entre la Lliga y la Dictadura. Otra cuestión capital y saldada con mayor fortuna fue la marroquí. Durante unos meses se mantuvo una actitud de continuismo. En esos momentos, parecía apreciarse en Primo, procedente del mundo juntero, un cierto abandonismo en la cuestión. Primo llegó a sondear al embajador británico acerca de una posible permuta de Gibraltar por Ceuta. No obstante, a comienzos de 1925, cambiando de actitud, el dictador empezó a madurar el proyecto de

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desembarco. Se alcanzó un acuerdo con Francia firmado en París el 25 de julio. En septiembre se puso en marcha el operativo que llevó, el día 8, al desembarco de Alhucemas. La «República del Rif» se desmoronó. Para finales de 1926, España controlaba todo el litoral marroquí, desde Argelia hasta Tánger. El notable éxito cosechado en África influyó en el paso al Directorio civil así como en el intento del régimen por institucionalizarse, aprovechando la popularidad obtenida por el triunfo. La institucionalización de la Dictadura En septiembre de 1923 un R. Decreto disolvió los ayuntamientos dando paso a Juntas de Vocales asociados. El Directorio sería el encargado del nombramiento de los alcaldes en las localidades de más de cien mil habitantes. Desde abril de 1924 se puso en marcha el Estatuto Municipal, con afán autonomista y de regeneración de la vida pública. Se preveía la elección por sufragio universal de dos tercios de los concejales. Todo ello ayudó a sanear las cuentas municipales pero no supuso el deseado final del caciquismo. En el fondo, todos estos cambios lo que hiceron fue encumbrar al aparato del partido fundado por el régimen, la Unión Patriótica en el que, paradójicamente, se insertaron muchos elementos provenientes del tinglado caciquil. Las previstas elecciones nunca se celebraron. Cuando el problema marroquí entró en vía de solución, Primo abordó la posibilidad de establecer un parlamento corporativo al estilo del italiano. El 4 de septiembre de 1926, el Comité Central de la Unión Patriótica solicitó que se constituyera el parlamento para lo que se pedía un plebiscito de apoyo al dictador. Se puso en marcha una amplia campaña de propaganda. El plebiscito se celebró entre el 11 y el 13 de septiembre de 1926. Alcanzó un apoyó cercano a un tercio de la población lo que le dio un holgado triunfo (dado que la participación se situó en torno a un 50%). Era el voto de agradecimiento a Primo de Rivera tanto por el éxito en África como por el clima de bonanza sociolaboral. Se constituyó una Asamblea Nacional para elaborar un anteproyecto constitucional, posible salida política al régimen dictatorial. La apertura de la asamblea se produjo el 11 de octubre de 1927. En definitiva, se pretendía acabar con la dimensión de provisionalidad del régimen para dar paso a uno nuevo, de naturaleza autoritaria y estable. El rey se mostraba receloso pero aceptó. Una gran mayoría de los asambleístas nunca habían participado en Cortes. En julio de 1928 el dictador sugirió una nueva constitución; el rey aparecía como jefe del ejecutivo. El Consejo del Reino (émulo del Gran Consejo Fascista italiano) adquiría amplísimos poderes legislativos en detrimento de las Cortes. Se aceptaría la libertad de conciencia pero no la práctica pública de un culto que no fuera el católico. El Estado seguiría siendo confesional. El proyecto suscitó fuertes resistencias entre los liberales y dudas en el monarca. Se atisbaba el fracaso, precisamente cuando rebrotaban los problemas políticos y se iniciaba la crisis financiera. Con anterioridad, el régimen había puesto en marcha su política laboral, en apariencia, próxima al fascismo pero, realmente, mucho más de corte socialcatólico. En 1926 se instituía la Organización Nacional Corporativa en la que se preveía la constitución de comités paritarios. Esta organización tuvo una implantación muy desigual. Es cierto que redujo la conflictividad y que las relaciones laborales mejoraron. Pero con la degradación de la situación económica desde 1927 los conflictos volvieron a aumentar, con una vuelta a la represión. Por su parte, las asociaciones patronales torpedearon cuanto pudieron a los comités paritarios. La Dictadura se cimentó sociopolíticamente en la Unión Patriótica como partido católico de movilización. Desde 1924, la organización alcanzó un carácter nacional. La UP no tenía una ideología propia, pretendía ser apolítica y unir a todos los españoles de «buena voluntad» en torno a la «Religión, la Patria y la Monarquía». Nunca pasó de ser una organización de apoyo al régimen. Como apunta Gónzález Calleja, «la UP no fue, a diferencia del Partido Fascista italiano, un partido para la toma del poder, sino un medio para conservarlo».

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Evolucion económica Tras la Primera Guerra Mundial, la contracción de la economía provocó la consolidación de una economía nacionalista. La Dictadura amplió esta tendencia avanzando por la senda del proteccionismo económico y de la autarquía. Se asistió a un fuerte dirigismo del sistema productivo. A pesar de todo ello, durante la Dictadura, la economía española experimntó un notable crecimiento. Entre 1922 y 1930, el PIB aumentó más de un 4% anual . No obstante, para el final del periodo, el producto per cápita no alcanzaba más que el 66% de la media de la Europa occidental. Este progreso económico resultó muy desigual. Así la agricultura, principal sector productivo del país, creció a un ritmo inferior (en torno a la mitad). A partir de 1929, los efectos inflacionistas del intenso gasto público empezaron a provocar graves problemas. Los salarios bajaron un 3% entre 1925 y 1930 lo que perjudicó notablemente a las clases trabajadoras. Frente a un campo esencialmente descuidado (la Dictadura no se planteó la conveniencia de una reforma agraria), se asistió a un proceso de industrialización gracias al crecimiento de la construcción, a la electrificación así como al programa inversor del propio régimen. Fueron años que asistieron a un notable crecimiento en la demanda de energía, lo que dio protagonismo el sector eléctrico y llevó, en 1927, a la constitución del monopolio de petróleos (CAMPSA), aunque era una empresa privada. En 1926 se puso en marcha un programa de infraestructuras para diez años (aunque sólo se mantuvo cuatro). Especial énfasis mereció el desarrollo de los ferrocarriles y el sistema hidroeléctrico. Lógicamente el gasto público fue produciendo déficit, recurriéndose a la emisión de deuda que se fue comiendo la capacidad de maniobra del gobierno (para 1930 el pago de la deuda se correpondía con el 27% de total de gastos del Estado). Se recurrió al incremento de la presión fiscal que se convirtió en un factor más para la disolución del régimen. De la caída de la Dictadura al advenimiento de la República En el declive de la Dictadura encontramos la convergencía de las tres ramas de la conspiración: la constitucionalista, la artillera y la republicana. Primo era muy consciente de su debilidad política. A comienzos de 1930 realizó una consulta a los mandos militares. Las ambiguas respuestas recibidas revelaban la sustancial pérdida de apoyos. En medio de una situación económica que empezaba a complicarse, con la clase intelectual y estudiantil en contra, el distador decidió presentar su dimisión al rey el 27 de enero. El dictador decidió exiliarse en Francia, donde, enfermo de diabetes y desengañado murió en marzo de ese mismo año. La Dictadura de Primo de Rivera fue como un «cambio sin cambio», intento incompleto y a la postre frustrado, de acompasar el desarrollo político con la evolución modernizadora de la economía y de la sociedad. No hay duda del fracaso de este primer intento de modernización autoritaria del país, con duraderas consecuencias en la evolución española del siglo XX. El rey, temeroso de la suerte que pudiera correr la Corona ante la apertura de un proceso constituyente, abrió el camino al gobierno del general Dámaso Berenguer (popularmente conocido como la «Dictablanda») en medio de un inoperante continuismo. Para Ortega y Gasset, aquella era la política del «aquí no ha pasado nada». El rey se hallaba ya a remolque de la situación. El propio Berenguer admitió que España era como una botella de champán a punto de estallar. Y estalló. En 1930 se asistió a una movilización política acelerada y acumulativa. El número de manifestaciones públicas experimentó un incremento espectacular.

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Los monárquicos liberales dieron un paso importante abandonando a la Monarquía. Le devolvían ahora al rey la moneda por su conducta de 1923. Por otro lado, se movilizaron los intelectuales. Ortega y Gasset asumió la portavocía, con su célebre artículo de prensa («El error Berenguer» publicado en «El Sol» el 15 de noviembre de 1930, que concluía con el ilustrativo «Delenda est Monarchia»). En agosto de 1930 todas las fuerzas antimonárquicas hicieron causa común con el Pacto de San Sebastián. Se constituyó un comité revolucionario como «gobierno provisional» de la República. Se volvió a intentar una solución de fuerza: como en 1917, la cosa salió mal. El 12 de diciembre, algunos militares (con Fermín Galán y Angel García Hernández a la cabeza) se sublevaron en Jaca. Sin otros apoyos, pagaron cara su precipitación, El día previsto y dada las circunstancias, no se declaró la huelga. Fue un fiasco en toda regla. En enero de 1931 se convocaron elecciones a Cortes, con una fuerte inhibición, lo que provosó la caída de Berenguer. Se constituyó un nuevo gobierno el 18 de febrero con el almirante J.B. Aznar. Se convocaron elecciones municipales para el 12 de abril, en busca de un nuevo encasillado, con provinciales previstas para el 3 de mayo y parlamentarias para el 7 y el 14 de junio. Las municipales fueron entendidas por todo el mundo como un plebiscito a la Corona. Las listas dinásticas obtuvieron mayor número de concejalías pero en la mayoría de las capitales de provincia -en 45 de 52- triunfaron las listas republicano-socialistas. Alfonso XIII mostró alguna resistencia (hizo consultas con el director de la Guardia Civil). No obstante, con la República ya proclamada, Romanones negoció, la tarde del 14 de abril, la salida del rey. El monarca manifestó por escrito su abandono del trono para evitar un derramamiento de sangre. Aquella noche partió camino de un destierro que, desde Cartagena le llevaría a Francia, para instalarse definitivamente en Roma donde moriría (febrero de 1941). Unas horas antes, en la madrileña Puerta del Sol había sido proclamada la II República española.

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LA SEGUNDA REPÚBLICA A la monarquía española no la derumbó una guerra, como esencialmente ocurrió en Rusia, sino su incapacidad para ofrecer a los españoles una transición desde un régimen oligárquico y caciquil a otro reformista y democrático. La vía insurreccional fracasó en Jaca. Cuatro meses después unas elecciones municipales se convirtieron en un plebiscito entre Monarquía y República. Alfonso XIII se marchó: se iniciaba una nueva etapa republicana. El suicidio de la Monarquía había empezado al abrazar el golpe de Primo de Rivera en 1923 y se había acelerado durante los últimos años de la Dictadura, cuando el dictador se negó a devolver el poder al régimen parlamentario y el rey no pudo frenarle, lo que consolidó de forma definitiva la identificación entre monarca y dictador. Caído éste era cosa de tiempo la caída de aquel. La sociedad española pareció recibir esperanzada los nuevos tiempos.

1. La Segunda República: la constitución de 1931 y el bienio reformista

Pero no todos estaban igual de esperanzados. La Iglesia vivió el advenimiento de la República como una desgracia. Tampoco le agradaba a los grandes terratenientes o a los industriales y financieros. Todo ello se reflejó en la sensible fuga de capitales producida a lo largo del período abril-julio de 1931.

El comité revolucionario pasó a convertirse, tras el éxito electoral, en gobierno provisional de la República. Con Alcalá Zamora como presidente formaban parte del nuevo gobierno Miguel Maura (Gobernación), Alejandro Lerroux (Estado), Manuel Azaña (Guerra), Marcelino Domingo (Instrucción Pública), Fernando de los Ríos (Justicia), Indalecio Prieto (Hacienda) y Francisco Largo Caballero (Trabajo). De inmediato, los símbolos nacionales fueron modificados: la bandera, el himno... Este primer ejecutivo republicano gobernó a golpe de decreto. Ya antes de la constitución de las Cortes constituyentes, había aprobado la Ley de Reforma Militar y los decretos de Largo Caballero sobre las relaciones laborales. Tal proyecto reformista encarnaba, como apunta J. Casanova, «una transformación política y social que barrería la estructura caciquil y el poder de las instituciones militar y eclesiástica». Ese era el objetivo, para el que el socialismo, bien es verdad que con grandes desencuentros internos, mostraría un indudable espíritu de autorrenuncia. La Iglesia comprendió pronto lo que estaba en juego. El 1 de mayo, el cardenal primado, Pedro Segura publicó una pastoral elogiando a Alfonso XIII (contra los consejos de prudencia emitidos por Roma través del nuncio). Se iniciaba así el conflicto con el gobierno que terminaría por expulsarlo de España. El 30 de septiembre, presionado por el Vaticano, renunciaría a su sede. Pero si algo de aquellos días habría de tener repercusiones notables para la suerte de la República eso sería la explosión de ira anticlerical del 11 de mayo. El día 10, unos derechistas hicieron sonar en Madrid la «Marcha Real». Pronto, un grupo de indignados se dirigió a la sede de ABC y ante Gobernación, lo que se saldó con dos muertes. Al día siguiente, se produjo la quema de iglesias, conventos y colegios religiosos sin que Maura lograra que sus compañeros de gabinete autorizasen la intervención de la Guardia Civil. Esta violencia contra los símbolos del catolicismo apenas se repetiría durante la República en paz (salvo en Asturias en el 34). Lo más parecido, la «Semana Trágica» había tenido lugar durante la Monarquía y había resultado mucho más grave. Empero, los católicos lo vivieron como un primer asalto contra la Iglesia, con consecuencias desastrosas para el futuro republicano. Para el 28 de junio se convocaron las elecciones a Cortes constituyentes. Según el decreto convocante, habría una sola cámara. Tendrían derecho al sufragio los varones de más de 23

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años (aunque las mujeres podrían ser candidatas). El sistema establecido, que benficiaba a las coaliciones, dio ventaja esta vez a la coalición republicano-socialista. Por primera vez hubo en España unas elecciones libres y limpias. Ante la convocatoria, las derechas se encontraban muy desunidas. Por un lado por que el cambio de régimen se había producido con gran rapidez pero también, por que lo interpretaban de manera diferente, generando estrategias de oposición dispares. Así se asiste aquí al origen de las derechas catastrofistas y accidentalistas. Las primeras rechazaban la nueva realidad de la que creían que sólo se podría salir mediante un golpe de fuerza. Frente a esta visión, otra derecha, más posibilista y cuya plataforma social se asentaba en la capacidad movilizadora del catolicismo, creia que la situación era meramente accidental y que participando de las reglas del régimen republicano podría recuperarse la situación perdida. Con los resultados electorales, el PSOE alcanzaba 115 escaños, convirtiéndose en la fuerza política mayoritaria. Sólo 28 de los 470 asambleístas había participado en la cortes de la Monarquía. Por primera vez hubo presencia femenina: la de las republicanas Clara Campoamor y Victoria Kent y la de la socialista Margarita Nelken. Abierta oficialmente la legislatura (14 de julio), el gobierno provisional pasó a convertirse en el primero ordinario de la República. En aquella nueva España llaman poderosamente la atención dos aspectos la muy reducida presencia pública que aún tenían tanto el fascismo como el comunismo (aunque sí la tuviera un poderoso movimiento anarcosindicalista) y el escaso peso legislativo alcanzado por sectores amplios y sobre todo poderosos de la sociedad. No podría, en cualquier caso, aducirse para ello falta de legitimidad. la abstención se situó en un 30%. Constituídas las Cortes, se inició el proceso para la elaboración de la constitución. Se creó una comisión, presidida por el socialista Jiménez de Asúa. Por espacio de veinte días, el proyecto que presentó la comisión fue debatido (entre el 28 de agosto y el 1 de diciembre) en largas sesiones. La constitución de 1931 se compone de 10 títulos, con un total de 125 artículos. Habría de convertirse en un documento muy polémico, bastante polarizado ideológicamente y alejado del sentir de una parte importante de la sociedad. Siendo todo ello cierto no lo es menos que configuraba una democracia muy avanzada (con aspectos, como el reconocimiento del derecho femenino al sufragio, por entonces apenas presente en muchos otros países). En el título I se aborda la organización territorial del Estado. Se propuso no una república federal sino lo que se llamó «Estado integral». Se determinaron qué cuestiones eran de exclusiva competencia del Estado, auqellas del Estado que podían gestionar las regiones y, por último, las materias susceptibles de legislación y gestion regionales «conforme a lo que dispongan los respectivos estatutos». La iniciativa para crear la «región autónoma» correspondía a las provincias. Si se diseñaban esas previstas regiones autónomas, los conflictos de competencias serían resueltos por el Tribunal de Garantías Constitucionales. Siendo el tema apuntado conflictivo, mucho más resultaría la cuestión religiosa, repartida entre los artículos 3, 26 y 48. El primero separaba Iglesia y Estado; el segundo establecía el estatuto de las confesiones religiosas y en el 48 se desarrollaba el núcleo de la cuestión educativa. Por el artículo 26 queda liquidada la financiación del clero, se disolvían las órdenes con cuarto voto (como los jesuitas) y se les prohibía ejercer la industria, el comercio y la enseñanza. La constitución también confería validez jurídica al matrimonio civil y legalizaba el divorcio. Por otro lado, el artículo 44 establecía: «toda la riqueza del país, fuera quien fuera su dueño, está subordinada a los intereses de la economía nacional». La aprobación de los artículos religiosos del proyecto constitucional levantaron ampollas. Alcalá Zamora y M. Maura dimitieron. Azaña fue propuesto como nuevo presidente del gobierno, tomando posesión el 15 de octubre. En este nuevo gobierno ya no hubo miembros del partido radical : Lerroux se negó a continuar si en el gobierno seguía habiendo socialistas. Pero Azaña optó por estos: para él resultaba esencial la incorporación al régimen de las clases trabajadoras.

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La constitución fue finalmente aprobada con 368 votos a favor y ninguno en contra, dada la ausencia de los diputados conservadores, dato muy elocuente. Sea como fuere, se iniciaban para el gobierno, meses de una profunda actividad legislativa. Todavía como ministro de Guerra, Azaña puso en marcha la reforma del Ejército. Se encontró un ejército obsoleto, con un exceso de mandos, lo que lastraba el presupuesto. Salvo las tropas de África, el grado de preparación era insuficiente. Se estableció en principio el juramento de fidelidad a la República ; después se abordó el problema del exceso de oficiales, enviando una parte notable de ellos a la reserva. Se redujo el número de academias militares. Por otro decreto de mayo de 1931 se establecía el acceso a los destinos por estricta antigüedad, revisando los ascensos por méritos obtenidos durante la Dictadura. La reforma fue duramente combatida: se acusó a Azaña de querer triturar al Ejército. Este reforma, de cualquier modo, no alejó al Ejército del control del orden público, cuestión que, al no variar en sus métodos brutales «minó muy pronto el prestigio del régimen republicano» (J. Casanova). No en balde, el poder militar continuó desempeñando órganos muy destacados en la administración del Estado. La otra institución tradicional que chocaba con todo intento de establecer la primacía civil era la Iglesia. En mayo de 1933 se aprobó por fin la Ley de Confesiones y Congregaciones religiosas, que los obispos consideraron como un «claro ultraje a los derechos divinos de la Iglesia». La ruptura no se materializó pues antes del vencimiento del plazo de ejecución, las izquierdas ya habían perdido las elecciones. Entre primaria y secundaria, la Iglesia impartía clase a unos trescientos setenta mil alumnos. En los centros publicos de primaria había unos veinte mil pero cerca de un millón de niños no estaban escolarizados. El director general de enseñanza, R. Llopis, calculó que España necesitaría unas veintisete mil escuelas más. A tanto no se pudo llegar, pero sí a abrir en tres años diez mil escuelas nuevas dotadas con diez mil profesores más. Sin duda, el más espectacular esfuerzo educativo realizado, en tan poco tiempo, en la historia de España. En paralelo, para paliar el analfabetismo de los adultos, se pusieron en marcha las Misiones Pedagógicas. Su patronato estuvo presidido por un insigne institucionista, M. B. Cossío y en ellas colaboraron artistas y escritores como M. Machado, P. Salinas o F. García Lorca. Catalulña puso en marcha el proceso, contemplado por la constitución, para obtener su autonomía. Por un decreto de abril de 1931 quedó restablecida la Generalitat de Cataluña. El Estatuto de Nuria sería aprobado por las cortes españolas el 9 de septiembre de 1932. Tanto castellano como catalán serían lenguas oficiales en el Principado. El gobierno catalán sería «agente» de Madrid en materia de orden público, justicia, enseñanza y fomento. El parlamento regional legislaria en otras materias (administración local, sanidad...) En materia laboral, el ministro Largo Caballero pusó en marcha los jurados mixtos (ley de noviembre de 1931), encargados de ajustar los contratos de trabajo y de vigilar su cumplimiento. Ello fue afianzado por la Ley de Contratos de Trabajo en que se establecían las condiciones de rescisión de los mismos, protegiéndose el derecho de huelga. Al amparo de estas medidas, la UGT (en concreto la FNTT, Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra) aumentó su distancia de la CNT. Las medidas era innovadoras pero su cumplimiento dependía en buena medida del grado de compromiso de los diferentes gobernadores civiles con el nuevo régimen. El corolario a la voluntad reformista en el campo vino de la mano de la Reforma agraria. Como apunta E. Malefakis «el control de la tierra significaba el control de la principal fuente de riqueza nacional y determinaba la posición social de la mayoría de la población». No había soluciones fáciles. a la secular impaciencia de un mayoría se opondría la feroz resistencia de una minoría rica y poderosa. Por ello la reforma toparía con todo tipo de dificultades, no podría resolverse y se convertiría en uno de los factores determinantes de la guerra civil. En el fondo, subyacían tres tipos de problemas: el más conocido, el problema de los latifundios y de la enorme masa jornalera no propietaria ; por otro lado, el de los minifundios con propietarios precarios y, finalmente, la enorme variedad existente de tipos de arriendos.

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Pero el drama se cernía muy especialmente en la primera cuestión, que generaba una amplía bolsa de paro estructural, condenada al hambre y semillero, en consecuencia, para el ideario anarquista. En marzo de 1932, el ministro de Agricultura, Marcelino Domingo presentó un proyecto. Afirmaba perseguir tres finalidades: evitar el paro rural, distribuir la tierra y racionalizar la economía agraria. Se diseñaba el IRA (Instituto para la Reforma Agraria) para la puesta en marcha de la ley pero con unos recursos económicos muy limitados. De inmediato, los propietarios lo obstruirían mediante todo tipo de recursos administrativos y judiciales. Sólo después del fracaso del golpe de Sanjurjo (agosto de 1932) el gobierno decidió dar el paso y aprobar la ley (9 de septiembre de 1932). A pesar de las grandes expectativas suscitadas, el alcance de la reforma agraria fue muy limitado. En realidad, los republicanos de izquierda y el propio Azaña estaban poco interesados: temían, con razón, la reacción de los propietarios y los posibles efectos respecto a la transformación social del campo español. No obstante a lo que se terminaría asistiendo fue a una peligrosisíma polarización entre la frustración jornalera y la indignación propietaria. A lo largo del verano de 1931 se asistió a un notable incremento de la conflictividad. Quedaba claro que la Guardia Civil no era apropiada para las formas propias de la protesta urbana. Por ello surgió la Guardia de Asalto, cuerpo policial creado el 30 de enero de 1932. Frente a la conflictividad obrera se alzaba la sorda desobediencia de los propietarios de la tierra y de los empresarios ante la nueva legislación laboral. El problema en el campo terminaría estallando en una especie de «Semana Trágica» desde el 31 de diciembre al 5 de enero de 1932. Los sucesos de Castilblanco (Badajoz) el 31 de diciembre, con un campesino y cuatro guardias muertos y de Arnedo (La Rioja) el 5 de enero con once muertos tuvieron consecuencias: Azaña destituyó a Sanjurjo como director de la Guardia Civil mientras éste culpaba de lo ocurrido a los socialistas. A comienzos de 1933, la agitación volvió a aumentar con la convocatoria anarquista de huelga general. Las dificultades se concentraron en Andalucía. En Casas Viejas (Cádiz) la República iba a encontrarse con su tragedia: en total, veintidós activistas muertos y tres guardias. En los días posteriores, decenas de campesinos serían arrestados y torturados. Por su lado, el anarquismo se distanció plenamente del régimen; por el suyo, las derechas encontraron el arma para hostigar a la República. El 28 de febrero de 1933 se fundó en Madrid la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas) bajo el liderazgo de José María Gil Robles. Supo el abogado salmantino aprovechar el estrecho vínculo existente en la sociedad española entre religión y propiedad. La CEDA iniciaba su singladura política con un ideario claro: defender a la religión, combatir la legislación republicana y revisar la constitución. No obstante, antes de que esto fuera cuajando, un sector del Ejército ya había intentado poner en marcha una primera respuesta desde sus posturas «catastrofistas». Desde su destitución, Sanjurjo vinculado con las tramas conspirativas. El levantamiento se produjo el 10 de agosto de 1932. En Sevilla, Sanjurjo consiguió levantar a la guarnición declarando el estado de guerra. Pero fuera de Sevilla, el movimiento no encontró eco. El general fue detenido y Azaña contempló con claridad que no debían generarse mártires: aunque fue condenado a muerte, su pena fue conmutada por la de cadena perpétua. La reacción republicana se visualizó en su radicalización legislativa : fue entonces cuando se aprobaron, simultáneamente, el estatuto de Catluña y la Ley de Reforma Agraria. 1933 iba a ser un año muy complicado para la joven República. Si Casas Viejas fue, de entrada, un serio revés, enseguida surgió la eclosión fascista, con los ecos de lo ocurrido en Berlín, la oposición creciente de la CEDA, los problemas económicos en aumento (sobre todo el incremento del paro). Tan complicado sería el año que, a finales del mismo, republicanos y socialistas ya no estarían en el poder.

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Entre 1931 y 1932 fue apareciendo un fascismo «residual» (E. González Calleja). Figura destacada de este primer fascismo fue Ramiro Ledesma. Fueron probablemente miembros de la oligarquía financiera vasca quienes vincularon a su grupo con otros grupos de derecha radical como el de Onésimo Redondo en Valladolid. Entre ambos surgió un primer grupo fascista, las JONS (Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista) desde el 10 de octubre de 1931. Es perceptible la sombra de los monárquicos detrás de la aparición de Falange Española. Su líder sería el hijo del dictador, José Antonio Primo de Rivera, El 29 de octubre de 1933 tuvo luger el acto fundacional de Falange en el Teatro de la Comedia de Madrid. Allí se definió como «españolista» pero se fijó, significativamente el acto en el aniversario de la Marcha fascista sobre Roma. La extrema derecha presionaría a Ledesma para alcanzar la fusión entre JONS y Falange hasta que, el 15 de febrero de 1934 se unieron en FE de las JONS. No obstante, las diferencias personales e ideológicas entre José Antonio y Ramiro Ledesma eran ostensibles. Recibieron dinero de los monárquicos pero, de todos modos, siguieron siendo una organización minúscula hasta la primavera de 1936. En realidad, no era fácil el desarrollo del fascismo en España. Nuestro país no tenía una masa de excombatientes, como Italia y Alemania, caldo de cultivo para el fenómeno allí donde triunfó. Tampoco aquí las consecuencias económicas del «crak» del 29 fueron tan graves. Además, los grandes núcleos conservadores de poder en España eran Iglesia y Ejército y no estaban demasiado interesados en la irrupción de una derecha civil autónoma. Lo que se generaría, en beneficio de éstos, no sería un partido fascista compacto sino, más bien, «una tradición político-cultural contrarrevolucionaria» (González Calleja). Si el fascismo avanzaba con dificultad, tampoco resultaba demasiado significativa la presencia del comunismo. En las elecciones de 1931, no consiguió representación. Sólo la guerra y la ayuda soviética catalizarán su protagonismo político. En septiembre de 1933 Alcalá Zamora retiró la presidencia a Azaña, encargando a Lerroux la formación de gobierno. El 7 de octubre cayó el gobierno Lerroux. El intento, por parte de Martínez Barrio, por recomponer la coalición republicano-socialista fracasó. En consecuencia, el 9 de octubre fueron disueltas las Cortes, convocándose elecciones para el 19 de noviembre y el 3 de diciembre. La gran novedad sería la aparición del voto femenino. A estos comicios, prácticamente a la inversa que en 1931, acudieron las derechas unidas y las izquierdas separadas. Fue una campaña con una importante dimensión propagandística, con mucho dinero invertido. El triunfo correspondió a los radicales y a la CEDA. Influyeron diversos factores: la propia ley electoral, el abstencionismo anarquista, un deslizamiento hacia posturas conservadoras del electorado. No fue, desde luego, fruto exclusivamente de la presencia del voto femenino (si bien tenía una mayoritaria orientación conservadora). El bienio reformista daba paso al radical-cedista (también llamado en ocasiones como «bienio negro»). 2. La Segunda República. El bienio radical-cedista. La Revolución de 1934. Las elecciones de 1936

La CEDA fue el partido más votado y obtuvo 115 escaños. Los radicales 104, los socialistas bajaron de 115 a 58. La derecha no republicana pasaba de unos 40 diputados a unos 200 y la izquierda bajaba de unos 250 al centenar. Era un parlamento muy fragmentado, donde alcanzar la estabilidad política habría de resultar muy difícil. Alcalá Zamora pidió a Lerroux la formación de un gobierno estrictamente republicano. La CEDA colaboraría. La apertura de las Cortes se produjo en diciembre. A finales de ese mismo mes, la CNT pusó en marcha una insurrección que alcanzó su máxima expresión en Zaragoza. Contando todos los focos del levantamiento (sobre todo en Aragón y La Rioja) murieron unos 75 insurrectos y 15 miembros de las fuerzas del orden. Las cárceles se iban llenando. Nada más fracasar la intentona anarquista, una sector del socialismo decidió tomar esa misma senda. Al salir del gobierno en 1933 entendieron que su aproximación al mundo burgués desde 1931 había fracasado. Esa sensación había empezado desde la primavera de

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1933 ante la lentitud en la aplicación de la Reforma Agraria. Además, flotaba en el aire la conmoción por lo acontecido en Alemania. Lerroux afirmaba querer «centrar la República» pero se encontraba muy presionado por la derecha no republicana. Gil Robles lo advertía con claridad: o se rectificaba o la CEDA se haría con el poder. En principio, se presionó para impedir la aplicación de la Ley de Confesiones, lo que se consiguió: los colegios católicos siguieron funcionando y se pagó al clero. Pronto surgieron las reclamaciones en materia laboral: se modificó la ley de Términos Municipales, se bajaron los salarios... En febrero de 1934 se produjo la primera crisis gubernamental en torno a la petición de amnistía para los implicados en el golpe de Sanjurjo. Se aprobó el 20 de abril (incluyendo también a implicados en la insurrección anarquista de diciembre); también se benefició de ella Calvo Sotelo que pudo volver de su exilio francés. Parecía que Calvo y su grupo se fusionarían con Falange pero José Antonio se opuso a ello. La inestabilidad gubernamental (fruto, entre otras cosas, del paulatino debilitamiento del partido radical) corrió en paralelo, entre la primavera y el verano de 1934, con una creciente movilización de muy diversa índole. El paro iba en aumento: se situaba según los datos oficiales en un 18%, pero, en realidad, era bastante mayor. En el campo, la FETT planteó movilizaciones ante la parálisis de la Reforma Agraria. Se produjeron más de una decena de muertos y el gobierno aprovechó para debilitar cuanto pudo al sindicato. (llegando a interpretar la huelga como «conflicto revolucionario»). Las presiones de la CEDA eran cada vez más intensas: en septiembre, Gil Robles anunció que su partido debería entrar en el gobierno provocando una nueva crisis gubernamental. En el siguiente gabinete, de nuevo con Lerroux, tres ministros de la CEDA. Con ello se encendieron todas la alarmas. Los socialistas pusieron en marcha la insurrección revolucionaria. El día 5 de octubre, huelga general en Cataluña (con la inhibición de la CNT) y el presidente Companys proclamó el «Estado catalán dentro de la República Federal Española». Pero el Ejército controló la ciudad y la Generalitat se rindió. En la refriega se produjo casi medio centenar de muertos. En otros lugares, como Madrid, la convocatoria de huelga tuvo escaso éxito. El desarrollo del movimiento si iba a ser mucho más intenso en Asturias, donde se produjo un serio intento de revolución social..Fue el Principado el único lugar en que se consiguió fraguar la alianza del movimiento obrero: al grito UHP («Uníos, hermanos proletarios») se unieron la UGT, la CNT y los comunistas. Además contaban con la ventaja de su acceso a armamento. Los revolucionarios, alzados desde la noche del 5 al 6 de octubre, consiguieron controlar Avilés, Gijon e incluso Oviedo. Costó varias semanas al Ejército controlar la situación, llevándose para ello cuerpos de legionarios y regulares desde África. El general Franco coordinaria las tareas para acabar con el movimiento y reprimirlo. Al término de la revolución asturiana, habían perdido la vida unas mil cien personas entre los insurrectos y unos trescientos miembros de las fuerzas del orden. La represión fue brutal y masiva, con abundante empleo de la tortura. El fracaso de la revolución de octubre resulta comprensible. Salvo en Asturias fue un movimiento minoritario y mal organizado, que no contó, salvo allí, de la fundamental colaboración anarquista. Se ha planteado por algunos autores (especialmente por Pío Moa) que la revolución de octubre de 1934 fue algo así como el primer acto de la guerra civil, intentando con ello descargar sobre la izquierda la responsabilidad última de la tragedia fratricida. Ello pretende poner en el mismo plano una insurrección obrera, es decir surgida desde fuera del Estado, con una sublevación militar puesta en marcha por una parte de las propias Fuerzas Armadas del Estado, lo que resulta insostenible. Más áun, el fracaso anarquista primero en 1933 y el socialista después en 1934, harían casi imposible cualquier intentona posterior, desmontando la supuesta inminencia de una revolución en la primavera del 36, principal coartada del golpe de 1936.

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Derrotada la revolución de octubre, la CEDA fue radicalizándose, aumentando su perfil autoritario como demostró toda una oleada legislativa antirreformista. La dureza de la represión fue agotando definitivamente la credibilidad del partido radical. Desde mayo de 1935 el país pasó a estar gobernado por un nuevo gobierno, presidido por Lerroux con mayoría de ministros cedistas, incluido Gil Robles en la cartera de Guerra. Fue entonces cuando se puso en marcha, realmente, la «rectificación» de la República: la Reforma Agraria fue paralizada, los militares más antirrepublicanos fueron nombrados para puestos clave: Franco se convirtió en el Jefe del Estado Mayor del Ejército. Los últimos meses de 1935 asistieron a dos nuevas crisis de gobierno. Para la última, en diciembre, Gil Robles creyó que era el momento para su acceso al poder pero el presidente Alcalá Zamora lo bloqueó. Intentaba ganar tiempo para tratar de configurar una base centrista que interponer entre la CEDA y las izquierdas de cara a una convocatoria electoral a medio plazo. Pero estas intenciones estaban muy alejadas de la realidad. El gobierno de Portela apenas duró un mes. El 7 de enero de 1936 se disolvían las Cortes. Ante la nueva convocatoria electoral, republicanos y socialistas alcanzaron un acuerdo: el Pacto del Frente Popular (15 de enero) al que los socialistas accedieron con dos condiciones: ellos, en caso de triunfo, no accederían al gobierno como en 1931 y la coalición habría de incluir a los comunistas (ahora invitados desde Moscú a la participación en frentes populares en la política de las democracias occidentales). Los comicios, celebrados el 16 de febero, dieron el triunfo al Frente, lo que algunos interpretaron como una vuelta a la situación de 1931 pero todo había cambiado mucho. Los radicales se desintegraron (pasaron de 103 escaños a 4). Las derechas también perdieron mucho peso parlamentario: para ellas se iniciaba el tránsito de unas elecciones libres a un golpe de estado. La campaña fue muy intensa, las elecciones limpias y la participación la más alta del período republicano (72%). La victoria del Frente en votos fue ajustada pero el sistema electoral le concedió una amplia mayoría en escaños. Personalidades significativas como Lerroux o José Antonio no obtuvieron acta de diputado. Consciente de la amenaza y antes de las elecciones, Gil Robles especuló con la posibilidad de desencadenar un golpe militar. De nuevo, tras los comicios, inetntó que se declarase el estado de guerra. Entre el 17 y el 19 las posibilidades de golpe existieron aunque algunos mandos (como Franco) se inhibieron no viendo la situación madura. Lo que si quedó claro era la escisión en el seno del Ejército. Alcalá Zamora encargó a Azaña formar gobierno, estrictamente republicano y, por tanto, con escaso peso parlamentario. Buena parte de la lucha política desarrollada durante aquella primavera se dirimiría en la calle. Pero hacer de esa violencia vía inexcusble hacia el conflicto civil no resulta admisible. El conflicto social alcanzó también una notable intensidad en el campo. La FETT organizó una ocupación masiva de fincas, sobre todo en Extremadura, Andalucía y La Mancha. Según Malefakis, entre marzo y julio de 1936, se distrubuyó siete veces mas tierra que durante los cinco años anteriores. Todo ello iba amedrentando cada vez más a las gentes «de orden». En cualquier caso, resulta a todas luces exagerado afirmar, como hace S. Payne, que aquel fuera el momento «más acusado de desorden civil en España». Lo que si es cierto es que la amenaza al orden social se percibía ahora con más intensidad que en el pasado. La violencia, además, se visualizó más a través de atentados en los que las víctimas eran personas conocidas. Por otro lado, la clase política no ayudó a pacificar los ánimos. Como apunta González Calleja: «la Guerra Civil se declaró antes en el Parlamento que en la calle». Otro factor importante en la convulsión de aquellos meses fue la parálisis sufrida por las Cortes, como consecuencia de la crisis presidencial. Nadie quería que Alcalá Zamora continuara en la presidencia, siendo destituido por las Cortes. Era pues necesario nombrar a un nuevo presidente de la República. Azaña, el elegido, aspiraba a ello pues confiaba en la

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formación de un gobierno nuevamente de coalición entre republicanos y socialistas. El 10 de mayo Azaña fue nombrado como nuevo presidente de la República pero su deseado gobierno de coalición no cuajó, ante la resistencia de la UGT de Largo Caballero y a pesar de los intentos de I. Prieto, quien debería haber presidido ese gobierno. Azaña tuvo que recurrir, con Casares Quiroga, de nuevo a un gobierno tan sólo de republicanos. Mientras, al otro lado del espectro ideológico, la CEDA se acercaba definitivamente a posiciones de fuerza. Las elecciones de febrero parecían haber acabado con el «accidentalismo». Desde entonces, Gil Robles y Calvo Sotelo participaron de una similar violencia verbal en el Parlamento. La clave, en definitiva, iba a pasar por la actitud del Ejército. A pesar de que Azaña desplazó a los mandos más sospechosos, la organización de la conspiración se desarrollaría, a través de la UME (Unión Militar Española). El 8 de marzo, en una reunión de generales en Madrid, se acordó que el moviento lo encabezaría Sanjurjo. Durante el mes de abril, el general Mola empezó la planificación del golpe. Desde su primera instrucción, dejo clara la necesidad de que la acción fuera acampañada de una violenta represión, recibiendo lentamente adhesiones. A comienzos de junio y a pesar de las reticencias de José Antonio, Falange se sumó al complot. El día 10 de julio quien se comprometía con el golpe era Renovación Española y su líder, Calvo Sotelo. El día 12 de julio fue asesinado en Madrid el teniente de la guardia de asalto José Castillo, socialista, amenazado desde hacia tiempo por los falangistas. Horas después, en represalia, algunos de sus compañeros fueron en busca de Gil Robles, al no encontrarlo, se dirigieron a casa de Calvo Sotelo. A la mañana siguiente, su cadáver apareció en la puerta del cementerio de la Almudena. La desaparición de Calvo Sotelo y la forma en que se produjo aceleraron la conspiración y terminaron de decidir a bastantes indecisos. Los dos entierros, el día 14, simbolizaron dramáticamente la división de España: a escasos metros y horas de distancia, a uno se le despidió con los puños en alto; al otro, al más puro estilo fascista. En este último, las palabras de despedida de A. Goicoechea se convirtieron en una metáfora de la inminente guerra civil. Al término de ambos actos, se produjeron diversos incidentes que arrojaron un saldo de cinco muertos y unos treinta heridos. El 16 de julio todo estaba preparado y la tarde del 17 el golpe de estado se desencadenó. Su éxito tan sólo parcial daría paso, para desgracia de los españoles, en unas semanas, a la guerra civil. Como bien señala J. Casanova «el golpe de muerte a la República se lo dieron desde dentro». Fue pues en julio de 1936 y no en octubre de 1934 o en la primavera de 1936 cuando comenzó la guerra civil.

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LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA (1936-39) Los acontecimientos que conforman la guerra civil española constituyen un tema apasionante que ha suscitado un enorme interés tanto en España como fuera de ella, en el momento en que tuvieron lugat y, a posteriori, en la producción historiográfica. El conflicto presentaba hondas razones internas. Con razón afirmó Azaña que los grandes problemas que arrastraba España (el problema de los nacionalismos, la sed de tierras, la injusticia social, la nunca resuelta relación entre la Iglesia y el Estado, los desajustes militares, el profundo atraso cultural y científico...) no los había creado la República. Pero ésta, en su afán por ponerles solución, los activó. Este proceso de activación añadió a los citados problemas, estructurales, otros, coyunturales. No obstante, no debemos olvidar que, en combinación con lo anterior, la guerra civil estuvo muy pronto condicionada (sino determinada) por poderosos factores externos, derivados de la convulsa situación política, social, económica y cultural de la Europa de entreguerras. Así y todo, en su desencadenamiento es, indiscutiblemente autóctona. No podemos decir lo mismo acerca de su desenlace. Entre las diversas razones por las que el conflicto resulta tan apasionante no es la menor las numerosas polémicas que aún le salpican y que empiezan con el propio levantamiento. A la hora de su justificación, el principal argumento esgrimido ha sido el de evitar el triunfo de una inminente revolución comunista. Dada su supuesta inminenecia, resulta sorprendente que, hasta la fecha, no se haya podido aportar prueba documental alguna de tal conspiración. Más plausible parece que, paradójicamente, fuera el «Alzamiento» el que, por reacción, determinara la aparición de una revolución social improvisada y heterogénea. Algunos buscan una especie de «vía de en medio», conscientes de la endeblez de la primera posición pero refractarios a las dimensiones ideológicas de la segunda. Es el caso de A. Beevor, autor de una de las últimas monografías sobre el conflicto. Para él no había tal riesgo de revolución pero si el afán de los alzados por «restaurar la ley y el orden». 1. La guerra civil. La sublevación militar y el estallido de la guerra. El desarrollo del conflicto: etapas y evolución en las dos zonas Desencadenado el golpe, la imprudente tranquilidad del gobierno de Casares se vería compensada por el desvanecimiento de la confianza mantenida por los golpistas en un triunfo rápido. Si bien consiguieron imponerse en buena parte de la España rural, fracasaron en casi todas las grandes ciudades. Puede afirmarse, como hacía J. Aróstegui, que se había alcanzado un «equilibrio de incapacidades». Una de las pocas ciudades controladas por los golpistas fue Sevilla, gracias a la astucia y a la brutalidad del general Queipo de Llano. Muy dura iba a resultar la lucha en Barcelona y en Madrid. En Barcelona la sublevación se inició el día 19 a la espera de la llegada, desde Mallorca, del general Goded. La acción conjunta de la G. Civil, las fuerzas de la Generalitat y de los anarquistas consiguieron controlar la situación. El día 20 el golpe había fracasado. La refriega costó en la Ciudad Condal la vida a unas 450 personas. En Madrid, el alzado general J. Fanjul se hizo fuerte con tropa y unos quinientos falangistas en el cuartel de la Montaña. Cercado por milicianos, la caída del cuartel fue seguida de un baño de sangre, con un centenar de muertos. Fanjul, detenido, fue juzgado, condenado y ejecutado en agosto. La matanza madrileña ya desoló la conciencia de alguno de los líderes republicanos.

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Zaragoza resultaba de gran importancia para los sublevados pues su control permitiría el dominio del valle del Ebro y el control de las columnas que desde Cataluña iban a dirigirse a Madrid. Cabanellas supo engañar a los republicanos y mantener a la capital aragonesa del lado golpista. A finales de julio, la suerte estaba ya echada. Allí donde el golpe había triunfado regó de sangre las calles para cortar toda posible resistencia. No había sido el Ejército en bloque el sublevado. De los 18 generales con mando de división se sublevaron cuatro: Cabanellas, Queipo, Goded y Franco. Entre los generales de brigada se alzaron 14 de 56. En la Armada, una parte de la oficialidad pretendió sublevarse pero fue controlada por la marinería. En las incipientes fuerzas aéreas, la lealtad republicana fue casi absoluta, aunque no se supo dar un empleo adecuado a estas ventajas. Sin duda el segmento de las Fuerzas Armadas más activo a favor del golpe fue el de los oficiales. La República se enfrentaba al problema del desmoronamiento del Estado como consecuencia del éxito parcial del golpe. Los golpistas se encontraban con la angustia de que su activo fundamental, el ejército de África, no podía operar en la península. El día 19 de julio, Franco ya estaba en Tetuán, iniciando lo que Preston ha denominado «la forja de un generalísimo». Se enfrentaba al dilema que pudo desbaratar el golpe en unos días ¿cómo trasladar al ejército de África a la península? Franco recurrió, a título personal y con éxito rotundo, a la decisiva ayuda italiana y alemana. El día 25, Berlín puso en marcha la operación «Fuego Mágico»: cazas, bombarderos y aviones de transporte alemanes trasladarían a las tropas a la península. También Roma decidió colaborar. Franco podía respirar tranquilo: las potencias fascistas le salvaban del fracaso. El 7 de agosto, Franco y el ejército de África ya estaban en Sevilla. En el Norte, Mola, con la ayuda de los voluntarios carlistas, habían controlado toda la zona del Ebro y consolidado el control de Zaragoza. Desde Burgos puso en marcha las columnas que marcharían para intentar ocupar Madrid desde los pasos del Sistema Central. El mismo día en que Mola se instaló en Burgos (20 de julio) murió en Portugal Sanjurjo en el avión que debía trasladarse a España para hacerse cargo de la dirección del golpe. La muerte de Sanjurjo, con Goded y Fanjul detenidos (y en breve fusilados) obligó a reorganizar los planes de los rebeldes. El día 21 Mola convenció a Cabanellas para que presidiera la Junta de Defensa Nacional. Puesto en marcha el conflicto, Mola ya había establecido el «modus operandi»: «Sembrar el terror (...) eliminando sin escrúpulos a todos los que no piensen como nosotros». En consecuencia, el golpe puso en marcha una maquinaria terrorífica, aniquilando físicamente al enemigo en la vanguardia y también en la retaguardia. El desprecio a los derechos humanos se convirtió en una constante. Por ello entre julio y septiembre de 1936 se asistió a las cifras más elevadas de asesinatos en la zona rebelde. A los elegidos en las «sacas» se les «paseaba» de madrugada hasta el amanecer y se les ejecutaba a la luz de los faros de los vehículos. Los muertos eran tantos que en muchos lugares el cementerio se quedó pequeño, habiendo de abrirse fosas comunes. Al otro lado, conmocionado por lo ocurrido, Casares dimitió el mismo 18 de julio por la noche. Martínez Barrio tomó el relevo aquella madrugada en la que intentó alcanzar una solución pactada por vía telefónica con Mola y Franco sin éxito. Tras su fracaso, la mañana siguiente fue José Giral quien formó gobierno. El nuevo presidente tomó una decisión fundamental: ordenó armar a los militantes obreros y republicanos. Con ello neutralizó el golpe en muchos lugares pero perdió el control de un proceso revolucionario que, durante meses, dislocaría el esfuerzo de guerra republicano y daría oportunidad al ejercicio del «terror rojo».La respuesta contra los sublevados que fracasaron fue brutal. En Barcelona, Goded y casi un centenar de jefes y oficiales sublevados fueron ejecutados en los meses posteriores. En estos casos hubo juicio y sentencia pero en otros muchos no. Las «sacas» de aquel otoño een Madrid serían muy graves. Entre las víctimas se encontraban sobre todo políticos conservadores, militares y eclesiásticos. Se publicaba la «necesidad» de derramar sangre para combatir a los «fascistas» y consolidar la revolución. Nadie ofrecía una respuesta contundente ante estos desmanes.

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Más del 50% de todos los asesinados en Cataluña durante la guerra (más de ocho mil), lo fueron hasta el 30 de septiembre de 1936, cifra que alcanza el 70% si la extendemos hasta el 31 de diciembre de ese mismo año. A partir de finales del otoño y superado el tremendo baldón de Paracuellos, la represión republicana empezó a ser controlada y se congeló. Aparte de la deblacle moral que suponía, esta violencia desatada causó un enorme perjuicio a la causa republicana, al dañar gravemente su imagen en el exterior. El «terror rojo» pasó a ser como una losa en los esfuerzos de la República por obtener el tan necesario apoyo internacional, mientras que el «terror azul», previo, más cuantioso y en absoluto fruto de ningún descontrol, pasaba desapercibido. En Madrid había periodístas extranjeros pero no (al menos, al principio), en los pueblos de Andalucía o Extremadura. Como Franco ante Berlín y Roma, Giral solicitó ayuda ante el gobierno francés para comprar armas. París puso en marcha un plan de ayuda pero la noticia se filtró e inmeditamente la prensa y los partidos conservadores galos lograron su paralización. Sería la actitud de Londres quien terminó por inclinar la balanza. Presionaron a París y el gobierno francés declaró (25 de julio) que no intervendría, Era el punto de partida de la farsa de la «No Intervención». Desde Sevilla, Franco ordenó el avance del ejército de África por Andalucía, para pasar por Extremadura y penetrar en dirección a Madrid por el oeste. Desde principios de agosto se puso en marcha lo que F. Espinosa ha denominado «columna de la muerte». Los pueblos por los que fue pasando fueron conociendo la catadura del «terror azul». El día 14, las tropas de Yagüe alcanzarón Badajoz. Aparte de los asesinatos indiscriminados en las calles, se reunió a un grupo de prisioneros en la plaza de toros. Allí, en la madrugada, se efectuarían las ejecuciones masivas, huelga decir que sin que mediara juicio ni sentencia. Según el citado autor, la columna ejecutó a más de 6600 personas en un conjunto de 85 localidades. Badajoz supuso la primera aparición de la barbarie franquista en el prensa internacional Sensibles a ello, los golpistas ya no permitirían el paso de la prensa a los lugares ocupados hasta 48 horas después de la ocupación. El 26 de agosto, Franco se instaló en Cáceres. Mientras sus tropas avanzaban por la carretera de Extremadura en dirección a Madrid, ordenó que se desviasen habia Toledo. En ella, el coronel Moscardó se había hecho fuerte en el Alcázar frente al asedio miliciano. El franquismo forjaría un mito en torno a la defensa del Alcázar y, por ende, en torno a la gloria de quien decidió salvarlo. Franco pudo hacerse la foto que deseaba aunque eso supusiera dar oxígeno a Madrid, para estupor de italianos y alemanes. A estas alturas del conflicto, en que el golpe había derivado en guerra, la destrucción del adversario cobró prioridad absoluta. La irrupción de lo sagrado no hizo sino incrementar la violencia: la bendijo por un lado y no hizo sino atizar aún más la ira contra el clero por el otro. La represión rebelde tuvo un carácter selectivo: los primeros en caer serían las autoridades políticas y sindicales. Si no se encontraba a las personas en cuestión, la represión se ejercía sobre los familiares. Tras ser elevado a la Jefatura del Estado en Burgos el 1 de octubre, Franco se instaló en Salamanca. Allí, el día 12 de octubre se celebraron los actos del Día de la Raza en la universidad con la presencia del rector, M. de Unamuno. En los discursos, se produjo un grave enfrentamiento entre el escritor y las autoridades franquistas asistentes. Encañonado, Unamuno salió rumbo de un arresto domiciliario que no abandonaría hasta su muerte en diciembre. Poca simpatía mostraba el mundo del Alzamiento hacia lo que denominaban «falsos intelectuales». Buena prueba de ello fue la intensidad con que ejercieron la represión entre el colectivo docente (tanto durante la guerra como en la postguerra). Varios centenares de maestros fueron ejecutados, sin juicio ni sentencia, durante las primeras semanas de la guerra. Muchos de los verdugos eran miembros de familias «de orden», de la elite social. En el caso de Granada, la voz conspícua de García Lorca ya había apuntado que en la ciudad «se agita actualmente la peor burguesía de España» . El poeta, que estaba en Madrid, partió para Granada a las horas del asesinato de Calvo Sotelo. Se alojó allí, en casa de los Rosales, una familia falangista. De allí le sacaron el 16 de agosto para llevarlo a Gobernación (la misma

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mañana en que fue ejecutado su cuñado, M. Fernández, antiguo alcalde de la ciudad). Fue allí donde se recibió la orden para la ejecución del poeta. García Lorca debió de ser asesinado el día 19 entre Alfacar y Víznar, en compañía de un maestro y dos banderilleros. Gibson ha constatado un mínimo de dos mil ejecuciones en el cementerio de Granada (sobre todo en agosto de 1936). En el otro bando, la represión era un fenómeno mucho más caótico, incontrolado, aunque no siempre. En ocasiones, el frenesí de la violencia republicana se alimentaba del miedo (los rebeldes «avisaban» de sus intenciones para cuando tomaran el lugar). Esto es muy notorio en el caso de Madrid, luego del conocimiento de la conducta obervada por la «columna de la muerte». Es cierto que hubo voces en contra de esta violencia (algo casi inexistente en el bando contrario) pero para algunos las circunstancias resultaban propicias. Con la excepción de Madrid, cuya cima represiva se produjo en otoño, la mayoría de la represión en zona republicana se produjo en verano, cebándose con políticos conservadores, militares y clero. A finales de agosto, intentando frenar todo aquello, aparecieron los primeros tribunales especiales pero aún así siguieron produciéndose múltiples «paseos» sin garantías jurídicas. El «terror rojo» se templó desde finales de noviembre de 1936 hasta el primer trimestre de 1939, en que volvió a incrementarse la violencia perpetrada por un ejército derrotado, desesperado y en fuga. Si un grupo de la sociedad simboliza la represión roja ese es el clero. Sólo en Cataluña (y las áreas de Valencia y Aragón adscritas a sedes eclesiásticas catalanas) fueron liquidados casi 2500 eclesiásticos, aproximadamente un tercio del total de víctimas de la Iglesia en toda España. Fue en la localidad oscense de Barbastro donde se perpetró la mayor matanza religiosa. Fue notorio en ella (como en otras muchas) el protagonismo de las columnas anarquistas catalanas pero también de los comités aragoneses. Alrededor de cien personas fueron asesinadas en Barbastro a comienzos de agosto. Muchos eran jóvenes novicios que estaban terminando sus estudios. En Madrid actuaron diversas «checas» con sus múltiples «paseos», aunque la «Causa General» durante el franquismo lo agrandaría inmoral y groseramente. Hubo «sacas» importantes (finales de agosto y finales de octubre) pero los sucesos acontecidos en Paracuellos-Torrejón se convirtieron en la gran masacre del bando republicano, irreptible por lo extraordinario de las circunstancias que concurrieron en ella. Ante la evacuación de la capital por el gobierno republicano dada la proximidad del ejército de África, se constituyó una Junta de Defensa encargada de defender Madrid. Madrid empezó a ser bombardeado con una población reclusa entre las cinco y diez mil personas. Se puso en marcha la evacuación de los presos supuestamente por razones de seguridad. Pero entre los días 7 y 8 de noviembre, unos dos mil fueron conducidos a Paracuellos y fusilados. A partir del día 4 de diciembre, un nuevo director de prisiones, el anarquista Melchor Rodríguez, consiguió parar aquella locura. En conjunto, aquellas sacas de noviembre segaron unas 2500 vidas. Parece cada vez más clara la participación de agentes de la NKVD (los servicios de inteligencia soviéticos) en aquellos tremendos acontecimientos aunque ello no exime de responsabilidades españolas. Lo que si parece fuera de toda duda es la ignorancia del gobierno acerca de tales actos. En el ámbito de la represión republica en el Levante ocupa un lugar especial José Antonio. El líder falangista se encontraba, en el momento del golpe, preso en la cárcel de Alicante. Franco mostró poco interés por negociar algún canje con las autoridades republicanas (algo que sí se produjo en otros casos). Juzgado, José Antonio fue condenado a muerte y ejecutado en la madrugada del 20 de noviembre. Es necesario resaltar que en el marco de la violencia «roja» encontramos muy pocas víctimas femeninas (incluso entre el clero). Nada parecido a la saña demostrada en el bando contrario (acompañada con frecuencia de un evidente sadismo sexual). En medio de esta vorágine destructiva y enloquecida, la Iglesia española no mostró dudas. La inmensa mayoría de sus ministros ofrecieron su bendición a los golpistas desde el principio.

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Según el cardenal Gomá, en fecha tan temprana como el 13 de agosto, la sublevación fue «providencial». El obispo de Salamanca, Pla y Deniel, destacó pronto como ideológo de la «Cruzada». El 30 de septiembre publicó su célebre pastoral «Las dos ciudades» . Para él aquella era una «cruzada por la religión, por la patria y por la civilización». Aspecto especialmente lamentable de la conducta observada por la Iglesia fue su complicidad con la brutal represión rebelde. Silencio que en ocasiones fue pura delación o participación activa. El éxito del apoyo de la Iglesia y su manifiesta rentabilidad propagandística, animó a los militares, que en sus primeras arengas al alzarse no aludían a ello en absoluto, a adornar sus discursos con referencias a Dios y a la religión. Mientras, la Iglesia en zona «roja» pagaría las consecuencias con un total de más de seis mil eclesiásticos asesinados. A principios de noviembre de 1936 nadie esperaba que Madrid pudiera resistir. Ausente el gobierno, la Junta de Defensa, bajo la presidencia del general Miaja y con el teniente coronel Vicente Rojo como organizador, preparó la defensa de la capital. Rojo, como lo define su nieto y biográfo, se consideraba «católico, militar y patriota». El éxito en la defensa de Madrid le auparía a la dirección militar de la República. En septiembre de 1937 ascendería a general. En octubre de 1936 se constituyeron las primeras «brigadas mixtas», embrión de lo que sería el Ejército Popular de la República. Para entonces ya estaba presente la ayuda soviética, tanto en material como en asesores. A finales de octubre empezaron los bombardeos sobre Madrid. El 2 de noviembre, las tropas rebeldes ocupaban Móstoles o Pinto, el 4 Leganés y Getafe. Los ataques sobre Madrid, muy intensos sobre todo en la línea Casa de Campo- Ciudad Universitaria consiguieron ser frenados. A ello ayudó el impacto moral que para Madrid supuso la llegada de los primeros voluntarios de las Brigadas Internacionales. A lo largo de noviembre se combatió ferozamente (en ocasiones planta por planta en los edificios, como luego ocurriría en Stalingrado). Ante la parálisis del ataque, Franco decidió someter a Madrid a un intenso bombardeo. Por primera vez en la historia, una gran ciudad fue bombardeada. Para finales del mes, la batalla se convirtió en asedio. La capital, inesperadamente, no cayó. Franco decidió cambiar de estrategia, dando paso a una guerra de desgaste. Su superioridad material, avalada por el desequilibrio de apoyos exteriores, le concedía la iniciativa militar, lo que llevaría, tras otros dos años de destrucción y dolor para los españoles , hasta la victoria. Del impasse producido por la resistencia de Madrid empezó a salirse con la campaña que llevó a la caída de Málaga en manos de los rebeldes (8 de febrero de 1937) protagonizada sobre todo por fuerzas fascistas italianas.Ya para entonces Franco había puesto en marcha ataques sobre Madrid con la intención de cerrar aún más a la capital. El primero fue la denominada batalla del Jarama (enero-febrero). Franco no ocultaba su deseo de aprovechar esta guerra lenta para acompañarla «por una limpieza sistemática». El caudillo sublevado era muy consciente, para desarrollar esta intención, de lo inmutable y favorable que le resultaba el panorama internacional. Tras el Jarama, los soblevados lanzaron otro ataque, por el NE, en Guadalajara (marzo). Los italianos en esta ocasión fracasaron. Tras el escaso éxito de las maniobras en torno a Madrid, Franco abandonó las acciones sobre la capital poniendo su atención en la ocupación del Norte minero e industrial. La ofensiva del Norte se inició el 31 de marzo de 1937. La Legión Condor (escuadrilla aérea alemana, enviada por Hitler desde otoño de 1936) actuó con intensidad. El mismo día en que comenzó la campaña, bombardeó Elorrio y Durango. Unos días más tarde, el objetivo fue un símbolo vasco, Guernica (26 de abril). Se habló de dos mil muertos pero las investigaciones más recientes sitúan el número de víctimas mortales entre 250 y 300. Poco después y a través del célebre cuadro de Picasso, Guernica se convirtió en símbolo universal contra la barbarie. Los vascos retrocedieron hasta el llamado «cinturón de hierro» de Bilbao, también bombardeado. El 18 de junio se decidió que la defensa era inviable y el 19 se rindió la ciudad. El siguiente objetivo sería Santander. Para tratar de impedirlo y por vez primera, el Ejército

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Popular varió su estrategia: en julio lanzó una ofensiva de distracción con dos intenciones: oxigenar el saturado frente del Norte e intentar aflojar el asedio sobre Madrid. Es la conocida como batalla de Brunete (del 6 al 30 de julio). Al principio se avanzó ampliamente en las líneas enemigas pero pronto la incursión pudo ser contrarrestada bajo el intenso calor del verano castellano. El Ejército Popular acusaba su escasez de mandos intermedios (esenciales para coordinar ofensivas) aunque quizá la clave deba buscarse en el manifiesto desequilibrio en el aire, con una neta superioridad franquista, de aqui en adelante, como apunta A. Viñas «la clave de la guerra». Acabada la batalla de Brunete, los rebeldes continuaron sus acciones en el Norte, ocupando Santander. El siguiente paso sería Asturias. Pero de nuevo, los republicanos iniciaron otra maniobra de distracción, esta vez la denominada batalla de Belchite. El objetivo era recuperar Zaragoza. No pudo ser: aunque los republicanos tomaron Belchite el precio fue muy elevado. Los rebeldes ni siquieran detuvieron sus acciones en el Norte. En octubre Asturias quedó ocupada. Todo el peso industrial y minero de la España septentrional obraría ya a favor de Franco. Antes de que los rebeldes volvieran sobre Madrid, la República intentó una tercera ofensiva, la más exitosa, sobre Teruel, iniciada el 15 de diciembre de 1937. Tras intensos combates bajo la nieve se avanzó hacia la capital, ocupada el 7 de enero de 1938 (fue la única capital de provincia recuperada por el Ejército Popular durante toda la guerra). Ello alteró profundamente a Franco que puso en marcha el contraataque. La ciudad fue recuperada por los rebeldes el 22 de febrero. El éxito republicano había resultado efímero. El ministro Indalecio Prieto, muy afectado, presentó su dimisión al presidente Negrín que no la aceptó. Beevor considera a Teruel «el mayor desastre republicano de toda la guerra». La conversión en derrota de lo que había sido un primer y modesto triunfo minó gravemente la moral republicana, cuando la escasez de alimentos estaba empezando a sentirse en la retaguardia. Pronto las lentejas, las «píldoras del doctor Negrín», se iban a hacer tristemente célebres. El fracaso militar y el derrumbe anímico republicanos facilitaron a Franco la ruptura de la España enemiga en dos cuando sus tropas alcanzaron el Mediterráneo en Vinaroz (15 de abril de 1938). Entretanto, Cataluña y muy especialmente Barcelona fueron inmisericordemente bombardeadas (las acciones más graves sobre Barcelona se produjeron entre el 16 y el 18 de marzo con unos mil muertos, victímas de la aviación italiana con base en Mallorca). Acabada la guerra, las autoridades franquistas eliminaron en el Registro Civil los tomos con las partidas de defunción. Era momento propicio para acabar la contienda pero Franco continuaba obcecado con la «purificación» del país y, en paralelo, con su elevación indiscutible. En consecuencia, en vez de lanzar un ataque rápido y decisivo sobre Barcelona, ordenó marchar, para sorpresa general, sobre Valencia. Incluso para la historiografía franquista honesta resulta inexplicable. Resulta notorio y esto lo corrobora que para Franco guerra larga era sinónimo de victoria total. La ofensiva sobre Levante fue un auténtico fiasco militar que pone en entredicho la supuesta competencia militar de Franco. Para cuando los rebeldes pretendían entrar en Valencia, la República puso en marcha su último órdago: en la madrugada del 24 al 25 de julio, las tropas republicanas cruzaron el Ebro. Se iniciaba la batalla del Ebro, la batalla más larga y más dura de la guerra. Se pretendía restaurar la continuidad territorial de la España republicana. Casi todos los mandos del Ejército Popular en la batalla eran ya comunistas. Como otras veces antes, rápido avance en las líneas enemigas, pronto frenado y después contrarrestado. La batalla se prolongaría hasta mediados de noviembre con un ejército popular prácticamente sin aviación. Entretanto, Europa erea ajena a todo aquello ante la crisis diplomática suscitada por el problema de Checoslovaquia. La derrota en el Ebro (y las consecuencias del Pacto de Múnich como veremos) minaron definitivamente la capacidad de resistencia republicana. Al final, Franco presentó ante Cataluña a unos 340.000 hombres. Enfrente sólo le esperaban 90.000. El final estaba servido pero no por ello las últimas semanas iban a ser menos agónicas. En menos de un mes, Cataluña fue

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ocupada. Barcelona cayó el 26 de enero de 1939. La represión contra la capital del separatismo y del anarquismo resultaría atroz. En los primeros días luego de la «liberación« de Barcelona se produjeron unos diez mil asesinatos. Camino de la frontera, los que huían fueron barridos por la aviación italiana y alemana. Inicialmente, Francia decidió cerrar las fronteras y no autorizar el paso a los miles de refugiados. Al final se abrieron, cruzando casi medio millón de personas. El día 13 de febrero Franco hizo pública la Ley de Responsabilidades Políticas que remontaba hasta el 1 de octubre de 1934. Londres y París se sintieron ya libres para reconocer al nuevo régimen en España y Azaña dimitió como presidente de la República. Tan sólo unos días después el golpe del coronel Casado (5 de marzo) puso fin a la resistencia de Madrid. Creía el militar que, entre colegas de armas, podría negociar con Franco unas condiciones honrosas para la rendición y sobre todo minimizar la venganza del vencedor. La suya demostró ser una cándida ingenuidad. Al final, los rebeldes entraron en Madrid el 28 de marzo. Ya sólo restaba, prácticamente, el último episodio dramático de la guerra : unas quince mil personas se encontraban desesperadas en Alicante esperando un barco que las evacuara. Los barcos, no llegaron pero las tropas italianas sí. Muchos prefirieron suicidarse arrojándose al mar, otros fueron asesinados, la mayoría fue camino de los campos de concentración franquistas. El 1 de abril, Franco firmaba en Burgos el último parte de guerra, el de la victoria. Ello no supunía que los españoles hubieran recuperado la paz. El 8 de agosto se publicaba la Ley de la Jefatura del Estado por la que Franco adquiría un poder prácticamente omnímodo, siendo responsable, exclusivamente, ante Dios y ante la Historia. A lo largo del conflicto, en la España republicana, la heterogeneidad política contribuyó a bloquear toda política de unidad frente a los sublevados. Además pesó sobre ella, prácticamente desde el principio la «No Intervención» derivado en aislamiento, es decir en una manifiesta desventaja internacional. El ya citado gobierno Giral se mantuvo en el poder hasta el 4 de septiembre de 1936. Entonces fue sustituido por el gobierno de Largo Caballero, primer y único gobierno español dirigido por un dirigente obrero y también el primer gobierno occidental del que pasaron a formar parte ministros comunistas. Largo presidió la costosa reconstrucción del Estado republicano. A partir de la caída de Málaga se desataron las luchas políticas y militares que llevaron a la República a los hechos de mayo. Caído Largo Caballero, formaría gobierno el Dr. Juan Negrín, el eminente fisiólogo canario. Negrín fue presidente por decisión expresa de Azaña y no tanto, como se ha sugerido, por imposición del PCE o de Moscú. Negrín manifestó una gran solidez e integridad en su gestión aunque, a la postre, resistir no se convirtiera en vencer. Las zonas donde fracasó el golpe y los anarquistas presentaron un protagonismo crucial en los primeros meses (Cataluña-Aragón), asumieron un liderazgo tendente, por un lado, al desarrollo de una intensa represión y por otro, al proceso colectivizador tanto en la industria como en el campo. Todo ello, aunque en ocasiones derivó en situaciones de justicia social, se convirtió en un serio trastorno para el esfuerzo de guerra republicano. Los intentos de Largo de que su gobierno fuera de «unidad nacional» llevaron a presionar a los anarquistas para que participaran de él. Extraordinario dilema. Al final y ante lo que parecía iba ser la caída de Madrid, entraron en el gobierno (4 de noviembre de 1936). Entre ellos se encontraba Federica Montseny, nombrada ministra de Sanidad y Asistencia Social, que se convirtió en la primera ministra de la historia de España. Fue precisamente el éxito en la defensa de Madrid y el comienzo de la llegada de la imprescindible ayuda soviética lo que hizo que fuera creciendo el prestigio de los comunistas y del PCE. Aunque Largo convirtió a la República en bando competitivo, tras el caos de los meses iniciales, las tensiones políticas fueron creciendo. Sería en Barcelona donde el conflicto acabó por estallar, entre quienes anteponían la victoria en la guerra a la revolución social y los que se obcecaban en desarrollarlas en paralelo. El vehículo de todo ello fueron los enfrentamentos acontecidos entre el 3 y el 8 de mayo de 1937 en la Ciudad Condal. Se enfrentaban anarquistas y algunos sectores del mundo sindical contra republicanos,

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comunistas y buena parte del socialismo. En aquellas violentas jornadas se produjeron unos cuatrocientos muertos. Fue tras la conmoción de estos hechos cuando Azaña entregó el testigo a Negrín (hasta entonces ministro de Hacienda con Largo). Los sindicatos quedaron fuera del nuevo gobierno. Negrín inició su gestión restableciendo el orden en Cataluña. Unos meses después, disolvió el Consejo de Aragón (desde su origen bajo orientación anarquista). El aspecto más sombrío de su gestión se produciría con la persecución al POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista). Los soviéticos, siguiendo las órdenes de Stalin, abogaban por su liquidación, acusándoles de los sucesos de mayo. Andreu Nin, su lider, fue detenido en Barcelona y trasladado a Madrid donde se le hizo desaparecer. Su cadáver nunca se encontró. Lo más probable es que se convirtiera en víctima de la acción de los agentes de la NKVD en España. Negrín y su gobierno nunca ofrecieron una explicación convicente de lo ocurrido. Acaso temía, como apunta G. Jackson, arriesgar la inexcusable ayuda soviética. Todo parece indicar que se encubrió bastante, incluso es posible que el gobierno no conociera con exactitud lo ocurrido, lo que obviamente no le exime de una grave responsabilidad. Desapareció más gente, sobre todo trotkistas. Frente al espionaje franquista, el nuevo gobierno creó el SIM (Servicio de Investigación Militar) en agosto de 1937. Fue eficaz ante el espionaje rival pero también sirvió a los perversos fines de los agentes soviéticos. Negrín acaso fue más tolerante de lo debido con ciertas conductas execrables pero su margen de maniobra era, desde luego, muy estrecho. El nuevo gobierno dio solidez e intentó insuflar esperanza a la lucha aunque sabía bien que su única oportunidad pasaba por romper el yugo letal de la «No Intervención». En octubre de 1937, el gobierno republicano se trasladó de Valencia a Barcelona. En la capital catalana se asistiría a una nueva crisis a raíz del cese de I. Prieto como ministro de Guerra, después de que éste adoptara una postura abiertamente derrotista (derrotismo del que hacia bastante tiempo participaba el propio Azaña, consciente de que la derrota llegaría inexorablemente si no había ayuda francobritánica, como de hecho ocurriría). Negrín, empero, sostuvo su inquebrantable voluntad de resistir. En la remodelación del gabinete, Negrín se ocupó también de Defensa y presentó un programa, los llamados trece puntos, explicando las razones por las que la República sostenía la guerra. Alguna esperanza se atisbó con los iniciales éxitos en el Ebro y la concesión de un crédito por parte de la URSS. Todo ello coincidió con el desencadenamiento de la crisis checa. Parecía que la guerra en Europa estallaría, modificándo por completo el panorama en el tablero español. Nunca pareció más razonable que entonces el «resistir es vencer» de Negrín. La aternativa, además, dada la actitud de Franco, sólo podía ser una rendición incondicional seguida de una espantosa represión (a diferencia de otros muchos, Negrín siempre entendió perfectamente la verdadera y última intención del general). En septiembre, Negrín anunció en Ginebra la retirada de las Brigadas Internacionales. Todo quedaba pendiente de la actitud de Londres (dado que París, muy alarmado, se mostraba más colaborador). Poco duró la esperanza: el 30 de septiembre, en Múnich, Hitler, Mussolini, Chamberlain y Daladier sacrificaron a Checoslovaquia (sin escucharla tan siquiera) y, por extensión, a la República española. Toda expectativa de guerra pronta en Europa quedó disipada (auqnue la paz no durararía ni un año). Puesto que, en paralelo, el Ebro se había convertido en sinónimo de derrota, se comprende el desplome anímico republicano. El hambre creciente, el miedo y la desilusión erosionaron todo afán de resistencia, lo que propició el golpe de Casado. La evolución que, durante la guerra, conoció la España sublevada fue muy distinta. En ella fue más sencillo alcanzar un mando único, tanto político como militar. Desde el 1 de octubre de 1936, Franco se convirtió en «Jefe del Gobierno del Estado español», algo que sus compañeros, entonces, entendieron como algo provisional. El proceso para la confirmación de su absoluto dominio personal se desarrollaría entre el año 37 y el año 38. Franco, en los primeros meses de la guerra, había visto facilitado su ascenso por un cúmulo de circunstancias, algunas (como las muertes de Calvo Sotelo, Sanjurjo, Goded, José Antonio o Mola) fruto del azar y otras de su intervención (el decisivo apoyo germanoitaliano se le prestó a él). Como apunta J. Casanova, Franco jugó sus cartas con «destreza y ambición». El único de sus compañeros que mostró alguna perspicacia fue Cabanellas. Cuando se le entregó la jefatura única, éste afirmó: «ustedes no saben lo que han

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hecho». Consciente del eficaz y sobrevenido apoyo de la Iglesia, Franco empezó a hacer alarde de una profunda religiosidad. Desde entonces y hasta su muerte oiría misa a diario. No obstante, hasta abril de 1937, este proceso de gestación del «Caudillo» topó con alguna dificultad. Una parte del carlismo no terminaba de someterse a su mando personal. Estos desencuentos concluyeron con el exilio de Manuel Fal Conde, la cabeza del carlismo discrepante. En Falange ocurrió algo similar. En ausencia de José Antonio, crearon una Junta de Mando Provisional a cargo de Manuel Hedilla, un hombre leal a José Antonio. Las disensiones en el seno del partido fueron aprovechadas por Franco y por Serrano Suñer (su cuñado) para imponer, el 19 de abril, el decreto de unificación. Falange y el Requeté se unían para constituir Falange Española Tradicionalista y de las JONS. Hedilla intentó movilizar a Falange pero fue arrestado con otros disidentes. Dos meses después se enfrentó a un consejo de guerra que le sentenció a la pena capital. Franco la conmutó: pasó cuatro años en prisión y su significación política se desintegró. Ya convenientemente domesticada, la Falange resultó favorecida en la estructura de la nueva fuerza política. Por su parte, desde la comisión de Cultura y Enseñanza de la Junta Técnica de Estado, José María Pemán emprendió una brutal represión de los maestros nacionales. El objetivo no era otro sino ir hacia un rápido restablecimiento de la enseñanza religiosa. Con el primer gobierno formado por Franco (30 de enero de 1938) ya se distribuyeron cuidadosamente las cuotas de poder entre lo que se llamaría «familias» del régimen (militares, monárquicos, falangistas o carlistas). Este sistema de reparto (con cuotas crecientes o decrecientes en el tiempo) y el control personal absoluto del general se mantendrían incólumes hasta el final de la Dictadura. Nunca habría una mujer en ninguno de sus numerosos gabinetes y siempre se exigiría fidelidad al «mando» (es decir, al dictador). La España franquista iniciaba un doble proceso: de fascistización por una parte (que duraría hasta el inicio de las derrotas de la Alemania nazi) y de restauración de la vida religiosa que, con mayor o menor intensidad, duraría las cuatro décadas de dictadura. Durante cierto tiempo, la España de Franco entendió a fascismo y catolicismo como perfectamente compatibles. El 7 de julio de 1938, con gélido cinismo, la legislación del nuevo régimen restablecía la pena de muerte. Pronto se entendieron las ventajas que ofrecía la entrada de lo sagrado en escena. La unión de Religión y patriotismo reforzaba la unidad y daba legitimidad a la carnicería emprendida en el verano de 1936. El momento culminante en el sostenimiento ideológico de la causa franquista por parte de la Iglesia llegó con la «Carta colectiva del episcopado español a los obispos del mundo entero». Su origen se encuentre en la reacción internacional suscitada por el bombardeo de Guernica. Quedaba claro algo que había ocurrido desde el primer día: en la España de Franco, que decía hacer suyo el discurso de la cristiandad, se asesinaba masivamente sin piedad ni justicia alguna. El general, muy preocupado por la imagen de su régimen, llamó al cardenal Gomá y le pidió un escrito de apoyo. Solicito, el cardenal cumplió. El 1 de julio de 1937 fue publicada con la firma de 43 obispos y 5 vicarios. Se trata de una versión maniquea y manipuladora del conflicto. Según el escrito, lo que califica de «revolución antiespañola y anticristiana», llevaría asesinados a más de «300.000 seglares». Junto a esta descomunal exageración encontramos un descomunal silencio acerca de otra violencia cuyas cifras podrían haber concretado más puesto que la veían a diario: la perpetrada por aquel bando a quienes estaban apoyando ante el mundo. El valioso favor sería convenientemente compensado. La Iglesia no quiso saber nada de perdón o de mediación para acabar con el horror de la guerra. El obispo de Madrid-Alcalá, Eijo y Garay, lo expresó con claridad : la mediación era «absurda» porque « transigir con el liberalismo democrático, absolutamente marxista, sería traicionar a los mártires». 2. La dimensión política e internacional del conflicto. Las consecuencias de la guerra.

El escenario internacional afectó de forma decisiva a la duración, curso y desenlace de la guerra civil española, un conflicto que, no obstante, había tenido un inicio netamente autóctono. Como ya vimos, en el tránsito del golpe de estado a la guerra civil, ningún país mostró interés en parar el proceso. Berlín y Roma se decantaron de inmediato a favor de Franco, mientras

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Londres, aterrado por intensos recelos anticomunistas, presionó a París para que abandonara su tímido intervencionismo inicial en favor de la República. En este contexto, se diseño la farsa de la «No Intervención», desde el principio yugo letal para el régimen republicano. La ayuda soviética tardó en llegar. Moscú se adhirió, en el verano de 1936, a la «No Intervención» y, en su deseo por aproximarse a las democracias occidentales, hubiera preferido que fueran otros quienes ayudaran al gobierno de Madrid. No obstante, ante el escandaloso engaño diplomático y dada la inminencia aparente del fin de la República, Stalin no la dejó caer. Su ayuda, el «escudo» de la República (A. Viñas), le permitió aguantar desde noviembre de 1936. Para entonces, la aparente neutralidad británica no era más que pura hipocresía. Washington, distante, mantenía la neutralidad. Sólo la republica mejicana apoyó, abiertamente y desde el principio, a la república española. La «No Intervención» partió de París. Francia intentó, al menos, obstaculizar toda posible ayuda a Franco. Fue el Reino Unido quien apostó resueltamente por la neutralidad benévola con Franco. Para E. Moradiellos por dos razones: creyeron que la República no sería capaz de frenar la amenaza revolucionaria y además, entendieron que podrían manejar a Franco, en el que creyeron ver, esto si con razón, más a un contrarrevolucionario que a un fascista. Como el propio W. Churchill terminaría por reconocer, la «No Intervención» no sería más que «un complicado sistema de embustes oficiales». A finales de agosto de 1936, de los 27 estados europeos todos menos Suiza (por imperativo constitucional) había firmado la «No Intervención». La vigilaría una comisión, constituida en Londres el 9 de septiembre. De la permanente violación italogermana del acuerdo, Londres estaría puntualmente informado. Como meses más tarde escribió el embajador estadounidense en Madrid: «Me da la impresión de que hace meses que se tomó la decisión de sacrificar la democracia en España en beneficio de la paz en Europa». Hitler consideró que apoyar a Franco favorecía a su política exterior. Derrotar a Francia sería más fácil con una España anticomunista. En Roma también interesaba debilitar a París y ganar un aliado en el Mediterráneo occidental. Menos conocida, pero también importante, fue la ayuda portuguesa a los rebeldes. Los primeros barcos soviéticos con armamento llegaron a Cartagena entre el 4 y el 15 de octubre de 1936. La ayuda era demasiado tardía ya para aportar expectativas de triunfo, a la postre sólo serviría para prolongar la capacidad de resistencia. Desde entonces, la ayuda sería abonada mediante el uso de las reservas del Banco de España. Casi a la par que las primera armas soviéticas, llegaron a la península las Brigadas Internacionales. La dimensión internacional del conflicto español aumentaba. El 18 de noviembre de 1936 Berlín y Roma reconocieron al gobierno de Franco y enviaron a sus embajadores a Salamanca. Casi a la par se produjo el envio de la Legión Condor, compuesta por unos 140 aviones en 4 escuadrillas. Parecía claro que el III Reich se mostraba decidido a elevar su apuesta. Era mucho más que una mera reacción al envío de ayuda soviética a la República. La ayuda italiana iba a ser incluso más numerosa. Mussolini creo el CTV (Corpo di Troppe Volunture) con unos 40.000 hombres. En su conjunto los italianos llegaron a reunir unos 75.000 soldados. Italia no llegaría a recuperarse del esfuerzo militar que le supuso su intensa intervención en la guerra española. En cuanto a la financiación de la guerra por ambos bandos, apunta J. Casanova que «la República gastó tanto dinero para perder la guerra como los franquistas para ganarla». La República se financió mediante sus reservas de oro y divisas. Franco, que no contaba con tal activo, mediante créditos italianos y alemanes. Dadas sus desfavorables circunstancias, con similar capital gastado, la República recibió menos armamento, de peor calidad y muy heterogéneo. La República manejó el tesoro del Banco de España que equivalía a unos 805 millones de dólares. Se trataba de un muy estimable nivel de reservas, fruto en gran medida de las acumulaciones producidas durante la Primera Guerra Mundial. A comienzos de la guerra, para abastecerse de armas, se hicieron unos primeros envíos de oro a París. Ya con el gobierno Largo Caballero y con Negrín como ministro de Hacienda, se inició la evacuación de las

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reservas de oro (en virtud de un decreto de 13 de septiembre de 1936). El destino del oro sería el puerto de Cartagena. La intención era canalizar la ayuda desde Francia. Pero como consecuencia de la «No Intervención» y de la decisión soviética de ayudar a la República, Moscú se ofreció a hacerse cargo, en depósito, de la reservas del Banco de España, a cambio de asegurar el envío de armas. Los navíos con el tesoro zarparon de Cartagena el 25 de octubre rumbo a Odessa. El oro llegaría a Moscú a principios de noviembre. El embajador español, Pascua, lo había hecho el 7 de octubre. Desde febrero de 1937 se iniciaron las primeras ventas de oro para comprar armas. Los precios, tanto del oro como de las armas, se establecieron en dólares. Mucho se ha hablado de lo elevado de los precios pero no había alternativa, se consensuaban previamente y lo que se podía encontrar en el mercado negro (al que la República hubo de acudir desesperada) era mucho peor y aún más caro. Mientras todo esto ocurría, los círculos financieros occidentales ya habían mostrado su hostilidad para con la República bloqueando activos invertidos por esta en sus entidades. Los créditos alemanes para la financiación franquista de la guerra ascendieron a unos 240 millones de dólares aproximadamente ; los italianos se situaron entre los 415 y los 450 millones. Una condición impuesta por los prestamistas (especialmente por los alemanes) fue el incremento de las exportaciones de materias primas (sobre todo minerales) hacia Alemania e Italia. Por supuesto el capital español también colaboró: Juan March aportó 15 millones de libras esterlinas y el rey Alfonso XIII (desde su exilio italiano) alrededor de diez millones de dólares. La ayuda soviética conoció dificultades en el otoño de 1937. En un momento crítico del conflicto, se asiste a una sensible reducción de los suministros rusos. Parece que este giro en la conducta de Moscú se relaciona con la oleada de terror desencadenada por Stalin por entonces. Tampoco debe ser ajeno a él el desencadenamiento del conflicto chino-japonés, que obligó a Stalin a intervenir (dado que precisaba a China como «tapón» ante una potencial agresión japonesa contra la URSS). El ritmo de la ayuda militar soviética a la República no se recuperaría hasta noviembre de 1938. Para entonces la guerra estaba ya perdida.

Al producirse la cuestión austríaca, París, muy preocupado, pareció salirse del guión de la «No Intervención». Negrín vio en ello una oportunidad, viajando a París para entrevistarse con el nuevo gobierno francés. Se consiguió la reapertura de la frontera el 17 de marzo de 1938. En cualquier caso, este atisbo de esperanza duró los días que Hitler tardó en ocupar Austria. En Inglaterra la actitud pacificadora y de concesiones a Alemania e Italia (la llamada «política de apaciguamiento») se vio fortalecida con la llegada al poder de N. Chamberlain. Ante las presiones de Londres, París volvió a cerrar su frontera con España el 13 de junio. La combates en el Ebro corrieron en paralelo con la siguiente crisis en Europa, la desencadenada por Berlín con sus aspiraciones expansionistas sobre Checoslovaquia. Se vivió como la última esperanza para la República. El pacto de Múnich determinó definitivamente que París y Londres no se saldrían de la pauta establecida. Además, dadas las nuevas circunstancias, Moscú tendría que reconsiderar su política ante la indiscutible amenaza que suponía el acuerdo de la Alemania nazi con las demás potencias occidentales. Como bien entendió Mussolini: «con la conquista de Praga hemos capturado prácticamente Barcelona». Intentando entretener cuanto más tiempo posible a Hitler en España, Stalin incrementó su esfuerzo colaborador a finales de 1938 pero ello ya no resultaría operativo para la República. Desde el principio, su suerte había quedado ligada a los particulares, sutiles y cambiantes intereses de las potencias. Por el contrario, Franco, se encontró en todo momento con aliados poderosos y constantes que le convirtieron en la opción ganadora. Al término del conflicto, las consecuencias de la guerra resultaron pavorosas. Había sido una horrenda guerra de destrucción y exterminio que dejó heridas muy duraderas en la sociedad española, nunca cicatrizadas del todo.

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En su conjunto, las víctimas mortales debieron situarse cerca de las seiscientas mil (lejos pues de aquella idea, mitificada, que elevaba la cifra hasta el millón). Siendo la cifra terrible, acaso lo sea mucho más el volumen de victimas originadas por la guerra, pero como consecuencia de la espantosa represión ejercida por ambos bandos. Al estudiar esta cuestión, de inmediato se constata lo anteriormente apuntado: las cicatrices perduran. Muchas provincias estan pendientes de investigación o tan sólo medio estudiadas, precisamente allí donde menos voluntad política ha habido para el esclarecimiento de la verdad histórica. En 1999 apareció un trabajo global sobre el fenómeno de la represión, coordinado por S. Juliá: en él se apuntaba para la represión franquista (estudiadas por completo 24 provincias y 5 parcialmente) unas cifras de 72.527 y 8.568, es decir, un total de 81.095, incluyendo la represión durante la guerra y en la postguerra. Para la represión republicana (sobre un total de 22 provincias) se arrojaba un dato de 37.843. Desde 1999 y al hilo de la dinámica suscitada en torno a la denominada «memoria histórica», nuestros conocimiento sobre el tema han aumentado sensiblemente, si bien, como apunta F. Espinosa, «es mucho lo que nos queda por saber», En su reciente libro «Violencia roja y azul. España 1936-1950» (2010), Espinosa ha recopilado los datos de las últimas investigaciones : para la zona franquista (durante la guerra) aún con algunos datos incompletos, se alcanzan 130,199 personas y para la republicana 49.272. Es decir, los cifras han crecido sensiblemente y es probable que aún se conozcan futuros reajustes al alza, aunque no sean demasiado cuantiosos. A ello hay que añadir la todavía más execrable represión franquista de postguerra. Beevor la sitúa entre 35.000 y 50.000. Con ello, el total de la represión franquista se situaría en el entorno de las 200.000 personas. A los muertos, bien en combate, bien fruto de la atroz represión, hay que añadir la enorme población reclusa al término de la contienda, que se acercaba al medio millón de personas, desperdigados, en condiciones infrahumanas, entre cárceles y campos de concentración, La represión de postguerra, pero también el frío y las enfermedades, diezmarían con dureza a este colectivo. En paralelo a la destrucción humana se sitúa la destrucción material. El punto de convergencía de ambas se encontró, por vez primera de modo sistemático en la historia de la guerra, en los bombardeos de las poblaciones civiles. Según J.M. Solé y J. Villaroya, los bombardeos provocaron unas once mil muertes (de ellas, en torno a 2500 en Barcelona). La aviación republicana provocaría unas mil hasta la primavera de 1938 en que su capacidad ofensiva desapareció. A la destrucción, a los muertos y a los presos, hay que añadir una enorme masa de exiliados. Unos doscientos mil volvieron para convertirse, en su mayoría, en presos. Al exilio, largo exilio marcharían unas cuatrocientas mil personas. Conviene no olvidar también a aquellos que, permaneciendo en España, apenas intervendrían desde entonces en su vida pública. Es lo que se ha denominado «exilio interior» (como, por ejemplo, Vicente Aleixandre) Si gravísimas fueron las consecuencias de la guerra, no menos lo fueron las de la paz. Con el fin de la contienda no llegó la necesaria reconciliación. El régimen vencedor perseveró en el permanente recuerdo de las dos Españas, vencedora y vencida. Ilustrativo resulta su empeño (sostenido hasta el final) en celebrar el 18 de julio, no el 1 de abril. Muy revelador. Las torpes decisiones adoptadas en materia socioeconómica unido al afán por perpetuar la fractura entre los españoles determinó durante años el mantenimiento de una sociedad fracturada y pauperizada. A los años de la guerra siguieron los años del hambre. España sólo recuperaría sus niveles de producción y su renta per cápita de 1936 bien entrada la década de los cincuenta. Las cartillas de racionamiento de los productos básicos acompañarían a los españoles hasta 1952. Aquellos «años del hambre» lo fueron también de injusticia social, aislamiento internacional y corrupción (alimentada por el propio régimen y por el extenso mercado negro generado por las circunstancias). En último término, cabe preguntarse por las razones de la victoria franquista: el bando rebelde contaba con las mejores tropas ya organizadas desde el principio, disponía de poderosos apoyos económicos, el cimiento ideológico y propagandístico de la Iglesia católica y

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los vientos internacionales soplaban a su favor. En estas condiciones, no se podía perder. En definitiva, como apunta J. Casanova, «La victoria de Franco fue también la victoria de Hitler y de Mussolini. Y la derrota de la República una derrota para las democracias».

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ESPAÑA DURANTE EL FRANQUISMO

1. El franquismo. Evolución política, económica y social hasta 1959

- El «nuevo Estado» La peculiaridad fundamental del franquismo radica en haberse estructurado en el transcurso de la Guerra civil. Este peculiar inicio marcó a las instituciones, la orientación política y la propia concepción del poder. Por otro lado, el indispensable apoyo italiano y alemán favoreció la imitación del modelo fascista y totalitario. Por último, un rasgo inalterado durante todo el proceso y que justifica el empleo del término «franquista» es el «inoxidable poder personal de Franco» (Di Febo-Juliá, p. 10). Sería durante los difíciles momentos del conflicto cuando la España «nacional» fue dando el salto desde el estado «campamental» a una organización estatal y administrativa. El artífice de esta transformación sería Ramón Serrano Suñer, el «cuñadísimo» (casado con una hermana de Carmen Polo, la esposa de Franco). El acto que realmente determinó la creación del nuevo Estado fue la creación del partido único. La unificación «providencial» se presenta como continuación natural de las diversas etapas patriótico-religiosas de la España imperial. El 19 de abril de 1937 Franco firmaba el decreto de unificación por el que quedaba constituida la Falange Española Tradicionalista de las JONS (FET de las JONS). La nueva entidad política era, como partido único, asimilable a otros totalitarismos pero con la sensible diferencia de haber sido creada desde arriba por un jefe que la utilizaría como instrumento para consolidar su poder. Como apunta B. de Riquer, el franquismo fue «en un sentido laxo, el fascismo español» (B. de Riquer, p. 15), no obstante, con notables peculiaridades y una evidente evolución a lo largo de su muy dilatada existencia. La Falange sería, desde el principio, un instrumento muy valioso aunque con el tiempo sufriría las consecuencias de la heterogeneidad ideológica que había acompañado a su conversión en partido único. Los estatutos definían a Franco como el «Supremo Caudillo del Movimiento», quien tan sólo habría de responder por sus actos y decisiones «ante Dios y ante la Historia»..En los primeros años se le fue dando al partido, bajo la égida de Serrano, un acusado sesgo fascista. No obstante, este proceso debía responder a las exigecnias de equilibrio respecto a los otros grandes pilares que habían hecho posible el triunfo en la Guerra Civil, es decir el Ejército y la Iglesia, así como a la consolidación del caudillaje de Franco. El 30 de enero de 1938, en Burgos, se constituyó el primer gobierno del régimen. Franco se asignaba el poder constituyente, que mantendría a lo largo de toda la dictadura. En marzo de ese año se aprobaba el Fuero del Trabajo (fruto de la creciente influencia del fascismo italiano). En él se prohibía la huelga (como delito de «lesa patria»). Simultáneamente, se producía el desmantelamiento del Estado laico y de las reformas republicanas: se abolían los estatutos de autonomía,. se suprimía la libertad de cultos, el divorcio... Terminada la guerra, el 19 de mayo de 1939 se produjo en Madrid el Desfile de la Victoria. Al término del mismo, Franco recibió la máxima distinción militar; la cruz laureada de San Fernando. Al día siguiente, en la iglesia de Santa Bárbara, Franco ofreció su espada victoriosa. Mediante este acto se renovaba la antigua alianza entre el Trono y el Altar, redefiniendo confesionalmente al nuevo Estado. En medio de este ambiente de exaltación, el 18 de julio, quedó constituido como fiesta nacional. De inmediato, la recatolización del país afectó directamente a la enseñanza. Los estudiantes quedarían encuadrados en un sindicato (SEU) dirigido por Falange. La censura estricta impuesta por la Ley de Prensa (1938) perduraría hasta 1966. El franquismo se

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mostraría, sobre todo en sus inicios, muy agresivo con el mundo intelectual, en tanto que lo entendía como sinónimo de pensamiento laico. Cuando el Eje (Alemania-Italia-Japón) inició el viaje inexorable hacia la derrota, el régimen viró hacia posiciones menos fascistizadas hasta alcanzar en su desarrollo legislativo el Fuero de los Españoles (17 de julio de 1945) fachada legalista y edulcorante de la fórmula de «democracia orgánica». Se trataba de una relación de derechos que no iba acompañada de ninguna garantía para su ejercicio. Con todo, tras aquel nuevo régimen, lo que subyacía era la sociedad de la inmediata postguerra, una sociedad reprimida, recluida en un tiempo de forzado silencio, en la que la persecución de los «rojos» fue planteada como una necesidad social. - Represión, intervencionismo, autarquía y pobreza Los tres pilares del nuevo Estado, Ejército, Iglesia y Movimiento (Falange) se mostraron unánimes en su deseo de aniquilar todo resto del pasado liberal republicano. España viviría hasta el 7 de abril de 1948 (es decir, hasta nueve años después de acabada la contienda) bajo el estado de guerra declarado por los sublevados diez días después del golpe de julio de 1936. Como apunta R. Fraser «la represión era la expresión coercitiva de toda una victoria política, militar, social, económica, ideológica y cultural». La sistemática represión no dejaba de ser un elemento esencial en la construcción del nuevo Estado. Su finalidad no era, para Di Febo-Juliá, sino «una depuración masiva de los vencidos hasta erradicar por completo todo lo que los vencedores tenían como causa del desvío de la nación» (p. 33). En cifras, aquelló representó el exilio para medio millón de españoles ; el campo de concentración o la cárcel para unos trescientos mil (de los cuales unos quince mil morirían en ellos a causa de sus terribles condiciones) y el paredón (después del 1 de abril de 1939) para, al menos, otros cincuenta mil. Como apuntó J.P. Fusi (y quizá sus cifras sean algo benévolas) «hubo unos diez fusilados todos y cada uno de los días de los siete años comprendidos entre 1939 y 1945». Especial saña y brutalidad, teñida de tintes sádicos, se aplicó sobre las reclusas; incluso se les llegaron a retirar sus hijos, entregados en adopción contra su voluntad a familias «decentes». Se abrieron expedientes administrativos a decenas de miles de españoles que llevaron aparejada la pérdida del empleo, fuertes multas o la incautación de sus bienes. Todo ello se llevo a cabo en un clima de delación y sospecha, en medio de una excepcionalidad interminable. Especial violencia se mostró con el colectivo docente: fueron sancionados de una u otra forma uno de cada cuatro maestros (B. de Riquer, p. 147). Similar purga se efectuó en la Enseñanza Media y en la Universidad. Para Franco, del liberalismo procedían los dos grandes males de España: la democracia y la lucha de clases, algo en lo que la Iglesia asentía, por lo que nunca se manifestó, públicamente y como institución, contra la represión política franquista tan brutalmente distante de los principios esenciales del Evangelio. La economía fue entendida, en los primeros años del régimen, como un gigantesco sindicato de productores. A la Iglesia y al Ejército este planteamiento de corte fascista no les agradaba pero había que convivir en los días de los éxitos de Hitler. Fue aquella la época en la que Falange alcanzó cerca del millón de afiliados. La autarquía sería, por tanto, una opción voluntaria de los dirigentes franquistas en el marco de un proyecto político totalitario que aspiraba a la independencia económica del país. Se establecieron precios tasados para los productos lo que provocó la aparición de un voluminoso mercado negro, el célebre «estraperlo». Lógicamente, aquello perjudicaría gravemente a la mayoría de la población aunque no es menos cierto que generó grandes

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beneficios para aquellos que estaban en condiciones de poder burlar los controles, lo que generó una nueva elite sustentada en la ilegalidad y en la inmoralidad. Todo ello ocurría a la vez que se asistía a un terrible descenso de los salarios agrícolas en medio de la indefensión campesina. Por otro lado, esta funesta dinámica provocó un dramático descenso en la producción de alimentos. En estas catastróficas condiciones, el racionamiento terminó por convertirse en necesidad (estaría vigente desde mayo de 1939 hasta mayo de 1952). Intervencionismo y autarquía rigieron también en la política industrial. Tal situación vino a suponer una quiebra del lento pero sostenido crecimiento industrial español a lo largo del primer tercio del siglo XX. Su fase más deprimida se corresponde con la décad de los cuarenta, con un rotundo fracado de las políticas económicas aplicadas. Ante este desolador panorama no sorprende que la renta per cápita del año 1935 sólo alcanzara a recuperarse en 1954. Fue la década de los cuarenta la única de claro retroceso del nivel de bienestar de la población a largo plazo. - De la neutralidad a la neutralidad pasando por la no beligerancia El predominio interior de Falange y los deslumbrantes éxitos militares del Eje hicieron crecer el entusiasmo por Alemania e Italia en el seno del régimen. Algunas decisiones incluso se habían adelantado: el 7 de abril de 1939 España se adhiere al Pacto Antikomitern y poco después, el 9 de mayo, abandona la Sociedad de Naciones. A los pocos meses de acabada la contienda, la Falange pone en marcha un programa para la completa fascistización del Estado pero la cautela de Franco, la desastrosa situación interior, las dudas (cuando no la oposición) de otros elementos del régimen así como el penoso estado del Ejército invitaron al mantenimiento de la neutralidad (4 de septiembre de 1939) ante el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Bien es verdad que, desde el primer momento, se trató de una neutralidad claramente benévola hacia el Eje. Los espectaculares éxitos del III Reich al inicio del conflicto fueron saludados con entusiasmo. El dictador, exultante, estaba cada vez más tentado para entrar en el conflicto. Por ello dio el paso hacia la declaración de «no beligerancia» (12 de junio de 1940). Desde las jefaturas provinciales de Falange se pedía abiertamente a Franco la entrada en la guerra. Se produjo en junio un ofrecimiento español para entrar en la guerra a cambio de alimentos, material bélico así como la concesión de Gibraltar, el Marruecos francés y el Oranesado. Berlín despreció el ofrecimiento. Si bien la cuestión estaba prácticamente zanjada, volvió a ser debatida en la célebre entrevista mantenida por Hitler y Franco en Hendaya (23 de octubre de 1940). Después, durante décadas, la propaganda franquista vendería la entrevista como una prueba de la habilidad y la prudencia de Franco, falacia desmentida contundentemente por la documentación tanto alemana como italiana. A pesar del sinsabor de no participar de la gloria nazi (y de no poder apropiarse del suculento bocado previsto), la simpatía por la causa del Eje continuó y encontró ocasión de manifestarse cuando Hitler decidió lanzar la «Operación Barbarroja» contra la URSS. Era la oportunidad de colaborar: Franco envió al frente oriental a la División Azul, cuerpo que actuó en el asedio de Leningrado, Allí acudirían unos cuarenta y cinco mil hombres, no todos ellos voluntarios. Con el transcurso de la guerra, el pragmático Franco iría evolucionando. El dictador quedó impresionado ante un doble acontecimiento casi coincidente en el tiempo: la resistencia soviética ante la hasta entonces imparable invasión nazi y la entrada de EEUU en el conflicto tras Pearl Harbour. Los meses siguientes asistieron a un sutil repliegue en sus posiciones que terminaría por hacerse elocuente al destituir a Serrano como ministro de Asuntos Exteriores (septiembre de 1942). A partir de entonces se puso en marcha un indisimulado esfuerzo de aproximación a los más que probables vencedores (sobre todo a Washington) así como al Vaticano. En estas nuevas condiciones, el intento del falangismo integrista por culminar su revolución totalitaria quedaba aparcado.

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Con los desembarcos aliados en suelo europeo, España volvió a la neutralidad (octubre, 1943). Unas semanas antes, se había repatriado lo que quedaba de División Azul. Franco se apresuró a a declarar que su régimen no era fascista ni naz sino exclusivamente español. Empezaron a exaltarse los valores de los otros puntales que sustentaban su heterogéneo régimen: el catolicismo y el anticomunismo de su Ejército. Tras esta nueva posición se ocultaba el temor a las amenazas aliadas en el sentido de cortar suministros esenciales a España (petróleo, carbón...) Mientras esto ocurría en el exterior, el régimen venía haciendo frente en el interior, desde el final de la Guerra Civil, a una sórdida y sangrienta lucha guerrillera, que se saldaría con unos cinco mil activistas muertos junto a unos quinientos guardias civiles. La historia de esta lucha presenta tres etapas diferenciadas: hasta 1944 fue poco intensa y fue protagonizada por quienes no aceptaron al nuevo régimen (en buena medida impelidos por la brutal represión). Mayor intensidad tuvo entre 1944 y 1947 con el estímulo que representó el triunfo aliado. Son los años del apogeo en la acción del «makis» (término importado de la resistencia francesa al nazismo) . Por último, de 1948 a 1950 se asiste a una fase de extinción del fenómeno, básicamente, por la frustración ante la falta de apoyo exterior para el derrocamiento del franquismo y por la inconexión entre la acción de las partidas en el interior y las elites de los partidos opositores al régimen en el exilio. - La hegemonía católica (1945-1959) El régimen de Franco se erigió como un corte radical con el pasado: especie de dictadura cesarista sin ningún tipo de limitación temporal o de condición. Era claro que precisaba dotarse de algún tipo de legislación constituyente. En los años del predominio falangista, Serrano preparó un primer proyecto de Ley de Organización del Estado, algo cercano a una constitución de corte fascista. Pero el dictador no mostró demasiado interés: en primer lugar por su permanente recelo hacia todo lo que pudiera suponer el más mínimo menoscabo para su poder personal pero también por el desagradable recuerdo que suponía para él la experiencia constituyente de la época de Primo de Rivera. No obstante, era obvio que habría que dotar al Estado del algún organismo representativo de las insttiuciones. El 17 de julio de 1742 se aprobaba la Ley Constitutiva de Cortes. A esta ley se añadiría (22 de octubre de 1945) la de Referéndum Nacional. La Jefatura correspondía al «Caudillo de España», quien debía proponer a las Cortes la persona oportuna para sucederle. En cualquier caso, Franco se reservaba el derecho de poder revocar el nombramiento. La Ley además, atribuía al dictador la jefatura vitalicia en un momento en que, tanto en el interior como en el exterior, cobraba fuerza la posibilidad de la restauración de la Monarquía. No se tomaría mucha prisa en cerrar el marco constitucional: la Ley de Principios del Movimiento no vería la luz hasta el 17 de mayo de 1958 y la Ley Orgánica del Estado hasta el 1 de enero de 1967. Ante el final de la contienda mundial y ante los vencedores, el régimen hubo de lucir un nuevo semblante si deseaba sobrevivir. La propaganda y la prensa (hasta entonces plenamente controladas por Falange) pasan a ser competencia de Educación. En aquella tesitura, en que algunos mandos militares presionaron sobre Franco para la restauración de la Monarquía, se fue produciendo el ascenso de los católicos para desfascistizar el régimen. Desaparecen los saludos fascistas mientras aumentan los rasgos «nacionales». Desde 1947, las monedas incorporan el «Caudillo por la gracia de Dios» mientras el dictador va eliminando las antes numerosas expresiones fascistas para hacer suyo el sesgo católico del movimiento español. En este crítico momento, la Iglesia prestó un importantísimo apoyo al régimen en su intento de reincorporación a la nueva Europa. Ello tenía sus precios. En materia educativa, el creciente poder del catolicismo se hizo muy patente. Con este predominio, los manuales fueron perdiendo la agresividad fascista de los primeros años. En 1951 aparecería el célebre catecismo del padre Ripalda, todo un signo de los nuevos tiempos.

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Con la firma del Concordato con la Santa Sede (27 de agosto de 1953) se asiste al reconocimiento bilateral del nacionalcatolicismo, legitimando la imagen confesional del régimen. En virtud de lo acordado.,la enseñanza quedaba sujeta al dogma y la moral de la Iglesia católica. Por su parte, ésta sacralizaba el carisma del Caudillo (los sacerdotes elevarían preces por él diariamente). Se asistía a un triunfo mutuo: el de Roma y el de Franco. El de 1956 resultó ser, como apunta B. de Riquer, un año crítico para el gobierno del dictador, puesto que en él se manifestaron cinco elementos que condiconaron el porvenir del régimen: la inesperada e indeseada independencia de Marruecos, el inicio del tenso debate acerca de la necesidad de institucionalizar el Estado franquista, el estallido de una nueva oleada de conflictividad obrera, la clara percepción de que la quiebra financiera del Estado hacia inaplazable un cambio de política económica y la crisis universitaria. - La difícil coyuntura exterior y los intentos de la oposición La institucionalización del Estado se estaba produciendo en condiciones de penuria en el interior y de aislamiento en el exterior. Ante el hundimiento del fascismo y del nazismo, los aliados vencedores debían decidir qué hacer con el régimen de Franco. Frente a posturas más intervencionistas (como la del presidente Roosevelt hasta su muerte o la del equipo del Foreig Office) se terminó imponiendo (claramente beneficada por los rápidos cambios en el panorama internacional a raiz del inicio de la «Guerra Fría») la tesis defendida por Churchill: a Franco debería sucederle la restauración de la Monarquía pero tal paso debería producirse sin la intervención de los aliados. Franco no agradaba en absoluto a Churchill pero, en aquel contexto, los aliados entendieron aventurado arriesgarse a una transición en España que pudiera llevar a alguna ventaja comunista o a una guerra civil (como ocurrió en Grecia). En consecuencia, España, ya abandonada ante el golpe de 1936 por las democracias occidentales, volvía a serlo en función de los intereses del momento. En cualquier caso, el régimen debía colaborar y mostrarse dócil con los vencedores. Como apuntó el asesor del dictador, Luis Carrero Blanco, en un famoso informe a Franco de aquellos días, no era sino el momento de «orden, unidad y aguantar». Los aliados fueron fieles a su política de presión y rechazo de la España franquista pero sin intervención. Significativamente, en una nota tripartita (4 de marzo de 1946), EEUU, Reino Unido y Francia si bien condenaban el régimen, declaraban su voluntad de no intervenir. Es revelador que se trate de la primera nota de carácter internacional emitida por los vencedores en la que la URSS ya no figura entre los firmantes. En pocos meses, el mundo había cambiado sensiblemente y España no sería el lugar donde menos se acusaron las consecuencias. Ello no quiere decir que se aplaudiera a la España franquista y a su dictador. El 12 de diciembre de 1946 una resolución de las Naciones Unidas consideraba al régimen de Franco como «fascista» e «impuesto por la fuerza». En consecuencia, se recomendaba la exclusión de España de todos los organismos de la ONU asi como se instaba a sus países miembros a retirar a sus embajadores de Madrid. La mayoría así lo haría. Tan sólo continuaron abiertas las legaciones de Portugal, Irlanda, Suiza y Argentina así como la nunciatura apostólica. En este dificilísimo momento, resultó crucial el apoyo del gobierno argentino de J. D. Perón para el abastecimiento de trigo (octubre de 1946). El panorama era muy sombrío, si bien el gobierno supo jugar la carta del orgullo nacional y sobre todo, de cara al interior, del recuerdo de la guerra. Paradójicamente, y no mediando la temida intervención militar aliada, la política de aislamiento terminaría por fortalecer a Franco en el interior: la gran manifestación de apoyo y adhesión (9 de diciembre de 1946) mostró los apoyos con los que contaba. Tampoco ayudó demasiado el aislamiento a la búsqueda de acuerdos entre la oposición

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antifranquista. A la postre, Truman aprobó una propuesta para normalizar las relaciones con España. Se abría el lento camino hacia el pleno reconocimiento internacional. La guerra de Corea, al intensificar la «Guerra Fría», acabaría por inclinar la balanza. En marzo de 1951 ya había de nuevo embajador de EEUU en Madrid. Franco respiraría por fin aliviado cuando el 26 de septiembre de 1953 y tan sólo unas semanas después de firmar el Concordato con la Santa Sede, se alcanzó un acuerdo hispanonorteamericano, claramente desigual y con dejación de soberanía por parte española. Los estadounidenses obtenían licencia para instalar bases militares en suelo español con capacidad de decisión unilateral. Podían además introducir armas nucleares sim que existiera ningún tipo de reciprocidad defensiva. En realidad, la España de Franco no podía negociar de igual a igual: sólo cabía aceptar y sin rechistar lo que ofrecieran pues si bien los intereses españoles se verían notablemente perjudicados, los del régimen no. Al fin, Franco había alcanzado los avales que necesitaba: el Vaticano y sobre todo, Estados Unidos. Con el padrinazgo estadounidense, España fue pronto readmitida en el concierto internacional: el 14 de diciembre de 1955, la ONU aceptaba a España como país miembro de pleno derecho. Era el fin definitivo de la crítica etapa del aislamiento. La supervivencia del régimen significó el fracaso de todos los afanes de la amplia y diversa oposición antifranquista. Avalado por la voluntad aliada de que se restaurase la Monarquía en España, el heredero a la Corona, D. Juan de Borbón (hijo de Alfonso XIII, fallecido en Roma en 1941) hizo publicó el Manifiesto de Lausana cuando la guerra mundial tocaba a su fin (19 de marzo de 1945), exponiendo su denuncia del régimen franquista al que acusaba de estar inspirado por el totalitarismo. El documento generó serios temores en el interior motivó por el cual muchos, incluso contra su voluntad, cerraron filas en torno a Franco. A ello hay que añadir que la opisición se hallaba dividida en torno a dos legitimidades de naturaleza excluyente: la monárquica y la republicana. El asunto era, ciertamente, muy espinoso. Aunque un sector del socialismo en el exilio terminó por alcanzar un acuerdo con los monárquicos (San Juan de Luz, agosto de 1948) para entonces la oportunidad había pasado: estaba claro que los aliados no iban a expulsar a Franco y el miedo en el interior había hecho cerrar filas en torno al dictador. Además, por entonces la acción guerrillera estaba llegando a su definitivo agotamiento. Consciente del acercamiento entre Madrid y Washington, D. Juan claudicó: alcanzó un acuerdo con Franco para confiarle la educación de su hijo en España. - La lenta salida de la autarquía A finales de los años cuarenta era ya muy claro el absoluto fracaso de la política económica puesta en marcha al término de la Guerra Civil. Era necesario promover cambios profundos aprovechando que, en el exterior, los problemas parecían despejarse. Se inició así una tímida apertura económica en la que, no obstante, no se abandonó el discurso acerca de las excelencias de la autarquía. La apertura hacia el capitalismo internacional sería lenta. El objetivo sería alcanzar un rápido crecimiento industrial aprovechando la favorable coyuntura determinada por la liberalización del comercio internacional y los grandes flujos migratorios tras la Segunda Guerra Mundial. En los años cincuenta, el PIB asistiría a un descenso del peso del sector primario y a un paralelo crecimiento del sector industrial. Este crecimiento, en una primera fase modesto, serviría de plataforma, con su notable aceleración en los años sesenta, a las grandes transformaciones sociales de esta década. La década de los cincuenta asistió a una subida sostenida de la renta nacional y de la renta per cápita, sobrepasando, a mediados de la década, los valores anteriores a la guerra.

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El notable incremento de la actividad industrial llevó aparejado un fuerte incremento de las importaciones. En ello empezó a sentirse el peso de la ayuda norteamericana. Estos cambios económicos tenían lugar en medio de una sociedad que no terminaba de superar sus miedos de la década anterior. El hogar era el centro social de la vida de aquella España donde la mujer quedaba constreñida a la crianza y educación de sus hijos y a la permanente tutela varonil (del padre, del marido). Por otra parte, los esfuerzos proselitistas realizados por el régimen se mostraron (hacia mediados de la década de los cincuenta) totalmente baldíos. En el fondo, el esfuerzo no había sido demasiado intenso: el régimen era muy consciente de que se había erigido sobre el sufrimiento de media España y que la otra media, o bien ya le era afín o bien, con amedrentarla quizá fuera suficiente. Entre 1939 y 1959 transcurrieron veinte años, según B. de Riquer «totalmente desperdiciados, casi perdidos» (p. 470). Se había sacrificado el bienestar de los españoles a una política de defensa a ultranza del régimen, aún a costa de acentuar el atraso económico, social y cultural del país respeto a Europa. En este sentido, los años cincuenta deben interpretarse más como un largo final de la postguerra por tener en ellos más influencia la herencia de la guerra que la nueva situación española e internacional. El 1 de abril de 1959 Franco inauguró el faraónico Valle de los Caídos. Era la culminación de la pretensión de sacralizar la guerra. Parecía como si el régimen tan sólo deseara hacer las paces con los vencidos que ya estaban muertos.

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2. El Franquismo. Evolución política, económica y social hasta 1975

- Estado autoritario y cambio social (1957-1969)

A partir del fin del aislamiento internacional, el tiempo comenzó a trabajar a favor de Franco, iniciándose un largo período de estabilidad política que duraría hasta 1969. Para mediados de la década de los cincuenta se fue formando una nueva elite de burócratas con el proyecto de nacionalizar la administración del Estado y liberalizar la economía. Ello coincide con la primera convulsión producida (1956) por la irrupción en la realidad sociopolítica de las nuevas generaciones, aquellas integradas por personas que no habían protagonizado la Guerra Civil. El régimen trabajaría para que el crecimiento económico y la mejora del nivel de vida acallaran la protesta. Al fin, sería todo lo contrario. La nueva elite provenía de los altos cargos de la Administración y fue aupándose a cargos fundamentales hasta alcanzar su apogeo con el llamado gobierno «monocolor» de 1969, para luego eclipsarse tras el asesinato de Carrero Blanco, su más firme valedor. Muchos de ellos se integraban en el Opus Dei. Fueron los popularmente conocidos como «tecnócratas». Su auge y su caída llenan la última etapa del franquismo. Frente a ellos, al servicio de los «inmovilistas» como el propio Carrero, los llamados «reformistas», como Fraga o Solís. Si, como vimos, 1956 había sido un año crítico para el régimen, en 1957 los desequilibrios llevaron al país al borde de la bancarrota. En febrero, Franco procedió a una intensa remodelación del gobierno con lo que cerraba la reforma iniciada con la remodelación de febrero de 1856. De la mano de Carrero Blanco, Laureano López Rodó se hizo cargo de la Secretaría General Técnica, adscrita al ministerio de la Presidencia, bajo Carrero. El objetivo era reformar la administración como plataforma básica para el desarrollo económico, sin que ello afectara a los fundamentos políticos sobre los que se apoyaba el sistema. La entrada de los tecnócratas suponía el declive de los anteriormente dominantes propagandistas católicos. Pronto empezaron a ponerse en marcha medidas sensibles: se introdujeron cambios ostensibles en los presupuestos, desdecendiendo el de defensa e incrementando el de Fomento. Confirmada la reforma administrativa, se precisaba la institucionalización del Estado por medio de una ley que hiciera de Constitución. Por ello, se fue incrementando la presión sobre el Jefe del Estado para que procediera a designar a su sucesor. El 22 de noviembre de 1966, la Ley Orgánica del Estado era «aclamada» en las Cortes. Sometida a referéndum nacional el 14 de diciembre de 1966 fue entendido como un plebiscito en favor de Franco. Aprobada por abrumadora mayoría, la ley quedaba aprobada el 10 de enero de 1967. Fue presentada como la base legal de una amplia democratización lo que no dejaba de resultar irónico en un país donde sólo había un partido político legal y donde los derechos de reunión y asociación no estaban reconocidos, mientras que el de expresión estaba constreñido por una recien aprobada Ley de Prensa (1966) que se jactaba de liberalizadora. Dos años después, el 22 de julio de 1969, fue designado como sucesor a título de Rey D. Juan Carlos de Borbón. La monarquía sería «instaurada» no «restaurada» y siempre basándose en los Principios del Movimiento Nacional. De esta forma, quedaba prefigurada para el futuro una monarquía autoritaria ideada por los políticos del Opus para garantizar la continuidad de las instituciones consagradas por la Ley Orgánica del Estado. En materia económica, el nuevo equipo estaba dispuesto a llevar adelante las recomendaciones de la OCDE y del Banco Mundial. El 21 de julio de 1959 se aprobó el Decreto de Ordenación Económica, conocido como «Plan de Estabilización». Se iniciaba un proceso de amplia liberalización económica que, además, dada la penuria financiera del Estado, invitaba a imponer una intensa congelación salarial. En coherencia con estas intenciones, España fue integrándose en los diversos organismos económicos y financieros internacionales (OCDE, FMI).

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Se flexibilizó la entrada de capital extranjero. Ya en 1957 se procedió a una primera devaluación de la peseta con la que se deseaba aumentar la competitividad de la producción española en los mercados internacionales, aumentar las exportaciones, reducir las importaciones y, por ende, reducir el déficit en la balanza comnercial. Con el Plan de Estabilización se intensificó la medida mediante una nueva devaluación algo sobre lo que se volvería en 1967. En consecuencia, se llevó a cabo, escalonadamente, un intenso reajuste monetario. Todo aquel conjunto de medidas suponía, ahora sí, el definitivo final de la autarquía. El PIB pasó en dos años de retroceder un 0,5% en 1960 a crecer un 7% en 1962. Era el espectacular preludio de un período de crecimiento intenso y sostenido. No obstante, ello fue más fruto de la favorable coyuntura internacional que de los proyectos interiores (como se demostraría cuando áquella se agotase). Sea como fuere, nadie puede negar la expansión económica, a un ritmo de un 7% anual entre 1960 y 1974, con dos breves recesiones (1967 y 1970) en las que, de todos modos, se superó el 4%. Con todo y a pesar de los enormes esfuerzos devaluadores, el volumen de las exportaciones nunca llegó a cubrir el montante de las importaciones. Se pudo evitar el estrangulamiento contable gracias a las remesas enviadas por los emigrantes empleados en el extranjero, los crecientes ingresos turísticos y las importaciones de capital. De este modo, el crecimiento económico quedaba completamente supeditado a la coyuntura externa, a pesar de que el régimen gustaba de vender la idea del «milagro español» que atribuía a la eficaz gestión gubernamental. Acabamos de aludir a que uno de los pilares de aquello era el éxodo laboral al extranjero: algo más de un millón de campesinos abandonaron la agricultura en los años cincuenta y otros dos a lo largo de la década siguiente. Esta abundancia de mano de obra resultaría, en sus diversos despliegues (interior y extewrior), clave para el desarrollo económico. El primer gran flujo migratorio marchó mayoritariamente al extranjero, convirtiéndose en fuente esencial para la entrada de divisas. Luego empezó el flujo de mano de obra del campo a la ciudad, clave para el desarrollo industrial español. Esta transferencia demográfica inició el despoblamiento de amplias zonas del interior peninsular y llenó las grandes ciudades (Madrid, Barcelona, Bilbao) de barriadas humildes en medio de una notable improvisación y de una descontrolada especulación urbanística. Todas estas intensas modificaciones económicas fueron produciendo también sensibles cambios sociales y culturales. Fue surgiendo, impulsado por el relevo generacional, un creciente afán por superar el dilema vencedores/vencidos tozudamente sostenido desde el final de la contienda. El proceso fue lento y se vería salpicado por múltiples obstaculos. Unos primeros resultados pudieron apreciarse con la celebración de los «coloquios de Múnich» (1962). El régimen, hipersensible, se sintió amenazado y puso en marcha un intensa campaña de propaganda contra los que bautizó como «Contubernio de Múnich», entendido como mera injerencia en los asuntos internos de España por un grupo de conspiradores. Desde comienzos de los cincuenta reaparecieron las movilizaciones en la calle. Un gran hito en este sentido representaron las huelgas de la minería asturiana (1962-63) que coincidieron con las alteraciones vinculadas con el «Contubernio». Estas serían las últimas reivindicaciones esencialmente defensivas. Después y de modo permanente, la conflictividad irá creciendo y, simultáneamente, politizándose. A través de las elecciones sindicales se fueron introduciendo las «Comisiones Obreras». Fue precisamente en Asturias, al calor de la conflictividad de 1962 donde se originaron. El 20 de diciembre de 1964 se celebró la su primera asamblea en Barcelona. Por otra parte, desde 1959, había aparecido el fenómeno terrorista en el País Vasco, con la aparición de la banda ETA (Euzkadi ta Askatasuna, Libertad para Euzkadi). La respuesta del régimen no sería otra que la mera intensificación de la represión. En los años sesenta, se permitió un cierto aperturismo con la nueva Ley de Prensa o «Ley Fraga» (1966). Con ella quedaba suprimida la censura previa. Fue aprobada, no obstante,

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contra el parecer de Carrero, quien la creía peligrosa y de los tecnócratas, que la estimaban innecesaria. Pronto aparecerían, en cualquier caso, sus limitaciones. La protesta estudiantil siguió su curso : el 7 de febrero de 1967 se produjo la primera huelga general universitaria en toda España. Al año siguiente se cerraron las universidades de Madrid y de Barcelona. Ante las múltiples protestas, el ministro de Educación, Lora Tamayo fue sustituido por el tecnócrata Villar Palasí. Pero la protesta continuó: una consecuencia de ello fue la muerte de Enrique Ruano (enero, 1969) una de las causas que llevaron al estado de excepción decretado ese año. Junto a su tentación represiva, el régimen combinaba conductas propagandísticas. La más sonada sería la de los «veinticinco años de paz» (1964) dirigida por Fraga. Sorprendió a este afán la réplica del abad de Montserrat («veintinco años de victoria») muy crítico con la posición del gobierno en lo que se convirtió en la primera crítica abierta de un miembro señalado de la Iglesia española al régimen (por ello se vería obligado a abandonar la abadía y España). La citada protesta supuso el inicio del alejamiento del régimen y del mundo católico. Para el dictador era una situación incomprensible. El creciente divorcio se debió, sobre todo, a dos razones: el cambio generacional en el sacerdocio y las nuevas directrices emanadas del Concilio Vaticano II. En consecuencia, el mundo católico se fue aproximando al mundo obrero. Con la elección del nuevo papa, Pablo VI, serán nombrados nuevos obispos, menos dispuestos a plegarse al franquismo, liderados por V. Enrique y Tarancón (desde 1972, presidente de la Conferencia Episcopal española). En vista del cariz que tomaron los acontecimientos, se tomó incluso la insólita medida (desde agosto de 1968) de habilitar una prisión para sacerdotes en Zamora. - La crisis final del régimen (1969-1975) Durante los años sesenta se fueron desarrollando los larvados conflictos entre los diferentes sectores del componían el franquismo, Ello derivó en una creciente tensión política y a la postre en parálisis gubernamental desde 1969. Todo ello tuvo lugar en medio de un crecimiento permanente de la oposición: el 24 de enero de 1969 el poder, acorralado, declaró el estado de excepción en toda España, en lo que se percibía un claro temor al contagio de acontecimientos como los del inmediato mayo parisino del año anterior. Dentro del debate político en que se hallaba sumido el régimen, ello significaba la desautorización para los reformistas. Se ha suscitado una intensa polémica historiográfica acerca del grado de movilización o de pasividad de la sociedad española en aquel momento. Aunque es innegable que hubo una amplia pasividad entre la mayoría, no es menos cierto que coexistía con una conflictividad política y social creciente. En paralelo, empezó a crecer entre la clase política franquista una cierta sensación de debilidad. Aquel verano estalló el «caso Matesa» . Varios ministros (vinculados al Opus Dei) se vieron salpicados por el escándalo. Era la oportunidad que necesitaban los vilipendidados reformistas para contraatacar; Fraga y Solís intentaron aprovecharlo para desgastar a los tecnócratas. Al final el dictador resolvió: el 29 de octubre de 1969 componía un nuevo gobierno, integrado mayoritariamente por tecnócratas (diez ministros), el llamado «gobierno monocolor». Los más críticos, Fraga y Solís así como Castiella (que llevaba una línea diplomática dura en Exteriores, para desagrado de Carrero), fueron cesados. En aquel momento, nadie podría prever que la solución dada a la crisis gubernamental marcaría el inicio de la crisis final del régimen. El alejamiento del tradicional «equilibrio de las familias» para refundar el sistema sobre una legitimidad basada en la eficacia, resultaba contradictorio. Ello convivía con el insoluble problema, que ocasionó una fractura grave en el interior del aparato de poder, de la pugna entre «continuistas» y «aperturistas». Si aquellos presentaban diferencias entre los tradicionalistas y los tecnócratas, estos no le iban a la zaga, con diversas corrientes (la de Fraga, la de Herrero Tejedor, la de los democristianos...). Además, en estos últimos años, del

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continuismo fue desgajándose un núcleo duro, que empezó a ser conocido como el «búnker» y que se situaba en el inmediato entorno familiar del dictador. El principal éxito de este «búnker» sería el enlace matrimonial entre Alfonso de Borbón, primo hermano de D. Juan Carlos y Mº del Carmen Martínez Bordiú, nieta mayor de Franco (1972). Hasta el final este enlace sería un elemento de incertidumbre en el proceso de sucesión. Entre 1970 y 1973 los problemas se multiplican: enfrentamiento con parte de la jerarquía eclesiástica, intensificación de la actividad terrorista, creciente movimiento de protesta... A raíz de todo ello, la represión se recrudece: cierre del diario «Madrid», detención de buena parte de la cúpula de Comisiones Obreras (1972). La actividad terrorista también hacia su aportación a aquella crisis orgánica del Estado. En relación con ella se puso en marcha el proceso de Burgos ante el que, con la intención de exhibir fortaleza, el régimen se tuvo que enfrentar con una oleada de protestas dentro y fuera de España. El gobierno se mostraba cada vez más débil y buena prueba es su conducta diplomática: hubo de transigir con las imposiciones estadounidenses para la renovación del acuerdo bilateral y aflojar la tensión con Londres a propósito del contencioso de Gibraltar. Ante este cúmulo de adversidades, Carrero intentó retomar la iniciativa, formándose un nuevo gobierno con él como presidente (Franco quedaría exclusivamente como Jefe de Estado). Poco iba a durar el intento: el 20 de diciembre de 1973 ETA acabó con la vida del almirante Carrero. Con él desaparecía el acariciado proyecto de una monarquía autoritaria que, muerto Franco, tutelaría él. Es dudoso que hubiera podido pilotar con éxito tal nave pero, sin él, quedó claro que nadie podría. El «búnker» posicionó adecuadamente a Arias Navarro como nuevo jefe de gobierno. Con este relevo y desaparecido su máximo valedor, se asistió al fin del predominio de los tecnócratas del Opus. En un discurso ante las Cortes, Arias llamó a la participación. Es la esencia de lo que se denominó «espíritu del 12 de febrero». El presidente, con notable inconcreción, habló de continuar la «continuidad perfectiva» del régimen. Su ofrecimiento fue aplaudido por los aperturistas pero rechazado por la oposición democrática, que lo consideró continuista e impreciso. De nuevo, el poder insistió en emplear la represión para intentare neutralizar su manifiesta debilidad política. En marzo de 1974 eran ejecutados S. Puig Antich y H. Chez. Eran las primeras ejecuciones políticas en once años (desde la de J. Grimau en 1963). El régimen se preparaba para terminar como había empezado: matando. Quedaba claro hasta dónde podían llegar los temerosos intentos aperturistas. Pronto aparecieron en el panorama nuevos sobresaltos: el 24 de abril se produce en Portugal la «revolución de los claveles». En julio era la dictadura de los coroneles en Grecia la que caía. En el interior, de nuevo ETA ensombrecía el panorama: en septiembre, el atentado de la calle del Correo provocaba más de una decena de muertes civiles. El «búnker» alcanzaba sus más altas cotas de irritación. Todas estas convulsiones políticas estaban teniendo lugar en paralelo con el estallido de una grave crisis económica, la «crisis del petróleo». Los gobiernos de Arias (antes y después de la muerte de Franco) se mostrarían impotentes ante una situación económica cada vez más deteriorada. La estabilización, que tan buenos resultados había ofrecido en los años anteiores, tenía un notable talón de Aquiles: hacia depender a la economía española de la marcha de la europea. Antes, ésta era muy expansiva, ahora, de repente, se trocó recesiva. A ello hay que añadir un factor esencial: la enorme dependencia energética de España. Increíblemente, no se tomaron medidas drásticas para reducir el consumo ni se diseñó una política de estímulo al ahorro energético. La inflación empezó a dispararse, algo con lo que también colaboró la subida salarial (debido al temor gubernamental al posible incremento de la ya muy considerable conflictividad social y laboral). España viviría años de recesión e inflación combinadas.

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En medio de este cúmulo de dificultades, los primeros años setenta asistieron a la aparición de un lento movimiento hacia la transición democrática, oscilando en torno a dos tendencias: continuismo-aperturismo. La oposición democrática fue cristalizando en torno a dos procesos diferentes y, en parte, rivales: en julio de 1974 surgía la «Junta Democrática» (compuesta por el PCE, PSP y algunos grupos monárquicos), con un programa que apostaba abiertamente por la ruptura. En junio de 1975, con iniciativa del PSOE apareció la «Plataforma de Convergencia Democrática» (a la que se incorporaron otros sectores de izquierda como el MC y la ORT, así como otras fuerzas disidentes del régimen), menos explícitamente rupturista. No obstante, ambas se fusionarían en la «Coordinadora Democrática», polularmente conocida como «Plata-Junta» en marzo de 1976, es decir en el inicio de la Transción. También debe destacarse el papel clave de la Iglesia en esta deslegitimacion final del régimen. Entretanto, la espiral de violencia terrorista provocaría la creciente tensión final. Un consejo de guerra contra miembros de los diferentes grupos se saldó con once penas de muerte, dando lugar a una gran oleada de protestas tanto dentro como fuera de España. Al final el decrépito dictador conmutó seis penas pero ratificó cinco, dos contra miembros de ETA y tres para miembros del FRAP. Los cinco fueron fusilados el 27 de septiembre de 1975, convirtiéndose en las últimas víctimas de la pena capital en España. La indignación generalizada se extendió por el mundo. El propio pontífice, Pablo VI condenó la acción. El brutal régimen volvía a sus principios. Sin embargo, el gobierno parecía sentirse agraviado e incomprendido. El 1 de octubre se celebró un gran acto de adhesión al dictador en la plaza de Oriente de Madrid. Sería su último discurso en público. Lo que allí pronunció demostró hasta qué punto sus ideas estaban ya tan ancladas al pasado como él. Entretanto, llegó el último gran disgusto internacional. La cuestión saharaui. Marruecos, consciente del sesgo terminal que presentaba la dictadura franquista, decidió poner en liza la «marcha verde» para presionar de cara a la obtención del control del Sahara español. El 14 de diciembre de 1975 (una semana antes de la muerte de Franco) se firmó el Pacto Tripartito de Madrid: España se retiraba de su antigua colonia y cedía la administración a Marruecos y Mauritania quienes se comprometían a respetar la voluntad saharaui. Era un final harto elocuente del grado de debilidad diplomática del moribundo régimen. Se consagraba la vergonzosa entrega mientras agonizaba aquel militar que antaño había anhelado la construcción de un gran imperio español en África. El 15 de octubre, Franco sufrió un infarto, el día 30 se pasaron los poderes al príncipe D. Juan Carlos. El dictador ingresó en «La Paz» a principios de noviembre. Allí se prolongaría su larga agonía hasta la madrugada del día 20. Dos días después, Juan Carlos I juraba como rey. El 24 Franco era enterrado en medio de una mezcla de emociones: dolor de unos, alivio de otros y honda preocupación por el porvenir de casi todos.