la comuna de bello nº 0. año 1/ nº 0/ 2013

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Revista literaria digital editada por la Fundación Casa Nacional de las Letras Andrés Bello. Ministerio del Poder Popular para la Cultura Caracas-Venezuela www.casabello.gob.ve [email protected]

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gerbasi

sumario]

[créditos]

William OsunaPresidente FCNLAB

la comuna de BelloDaniel MolinaDirector

Luis Enrique BelmonteEditor Invitado

Ximena H. YarzaCorrector

Ánghela MendozaDiseñador

Enrique Hernández D’JesúsÁnghela MendozaFotografías

Depósito Legal

ISNN

Vicente Gerbasi. Fotografía cortesía de:Enrique Hernández-D’JesúsImagen de portada

En proceso

En proceso

[Editorial] Luis Enrique Belmonte

[Preparativos de viaje] Adalber Salas Hernández

[Regresar a la casa del padre] Gina Saraceni

[Entre dos noches] Arturo Gutiérrez Plaza

[Viaje a la aldea del ave quinquina]Luis Alberto Crespo

[Viaje a la primera edad]Miguel Nieves

[Viaje a las regiones solariegas]Isaías Cañizález Ángel

[Viaje con paraguas y aguacero]Benito Mieses

[Viajar por arte de sol] Julio Borromé

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Vicente Gerbasi¿Conozco, acaso, el rumbo de mis pasos?

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[Una carta en el camino] Alejandro Castro

[Otro viaje a Canoabo] Gonzalo Fragui

[Tráfico] Rafael Castillo Zapata

[Encuentros cercanos en Río de Janeiro] Daniel Molina

[Reunión de los amigos] Gustavo Pereira

[El último viaje] Enrique Hernández-D’Jesús

[La eternidad y un día más] Valenthina Fuentes M.

[Un viajero memorioso] Vicente Gerbasi

[El documento más serio]Vicente Gerbasi

[Epílogo]

Vicente Gerbasi (Canoabo, 1913-Caracas, 1992) es una figura tutelar, lu-minosa y benefactora de la poesía venezolana. Su poesía fecunda, mag-nética y hechizada continúa siendo bitácora y fuente inagotable para quien quiera adentrarse en la fronda psíquica del hombre americano contemporáneo. Los libros Mi padre, el inmigrante (1945), Los espacios cálidos (1952) y Diamante fúnebre (1991) son hitos indiscutibles de la más alta poesía escrita en Hispanoamérica.

Al cumplirse cien años del nacimiento de Gerbasi, quisimos rendirle un homenaje que sirviera a la vez como pivote para un nuevo acercamiento a su poesía. En este primer número de La Comuna de Bello, Revista de Poesía, nos propusimos indagar cómo resonaba actualmen-te el legado de Gerbasi en varias generaciones de poetas venezolanos. Y cuando hablamos del legado de Gerbasi nos referimos, con absoluta certeza, a su poesía, pero también a su periplo vital, a la carga históri-ca y afectiva que transmitió su existencia. Resulta irrefutable el efecto benéfico y generoso del legado gerbasiano en los poetas venezolanos que iniciaron su andadura poética durante las décadas de los sesenta, setenta y ochenta. Pero entre las últimas promociones de poetas, la re-cepción del legado de Gerbasi fue, al inicio de este proyecto, una incóg-nita. Pensábamos que cierto olvido reciente habría podido alejar a las nuevas generaciones de la poesía y el pensamiento poético de Gerbasi. A este descuido en la difusión del legado gerbasiano, podríamos agre-gar el acartonamiento escolar que se le impuso, el desplazamiento del referente del paisaje en las poéticas finiseculares o la dimensión mítica-fundacional de la propuesta gerbasiana. Éste último aspecto, refrendado por buena parte de las aproximaciones críticas a la obra de Gerbasi, nos transmite la noción general de un poeta alucinado que funda y habita un espacio mítico, selvático, encantado, ancestral. Un poeta con raigambre

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en un lar, en la noche primordial, en la memoria del padre o en la casa de la infancia. Y aunque estas nociones no son necesariamente desacerta-das, la clave para proponer una lectura actualizada y complementaria del legado gerbasiano surgió precisamente de los poetas más jóvenes aquí convocados. Muchos sintieron, al principio, un reverencial retraimiento, dada la carga totémica que se le ha asignado a la figura de Gerbasi y to-mando en cuenta lo exuberante y abrumador de su imaginario poético, repleto de paisajes frondosos, relámpagos, artificios sinestésicos, ani-males, árboles y flores, elementos casi desconocidos o poco resonantes entre los poetas que nacieron y crecieron con la impronta del caos y el desamparo urbano. Partiendo de la visión de los poetas que no conocie-ron a Gerbasi ni recibieron el salutífero influjo de su presencia, surgió la clave que guía y estructura este primer número de La Comuna de Bello, Revista de Poesía. Y esta clave dice así: la poesía de Gerbasi no proviene ni resuena por la certeza de quien habita un espacio, sino más bien es el resultado de quien se sabe lanzado a la intemperie y acude constante-mente a la reconstrucción memorística de ese espacio para encontrar un asidero, un refugio provisorio que le permita continuar su travesía por el mundo. En pocas palabras: más que un habitante, Gerbasi fue un viajero. La pulsión de viaje fue el resorte secreto de su vida y de su producción poética, y la memoria recurrente del espacio mítico, su Canoabo natal, fue una compensación al sentimiento de desamparo e incertidumbre del que desconoce el rumbo de sus pasos.

El maravilloso viaje de Vicente Gerbasi comienza cuando sale de Canoabo a los diez años, atravesando la intrincada selva de Urama sobre su burro negro. Al salir de la encantada fronda natal, se dirige a Puerto Cabello para embarcarse a Europa en un barco que, curiosamente, se llamaba Venezuela. Y pasa por las islas Azores, Barcelona, Marsella, Nápoles,

Vibonati, Torino y Cámpora hasta llegar a Florencia. En esta excursión iniciática, el asombrado Gerbasi registra, por primera vez en su vida, la carretera, el automóvil, los helados, el teatro, la imagen de Chaplin, los marineros, un barco iluminado y festivo, el olor del mar, el horizonte oceánico, el sabor de las cerezas, el vuelo de un zepelín, las ovejas, los sembradíos de trigo, el golfo de Policastro, los Apeninos, la lengua pater-na, el paisaje de sus ancestros. Años después, tras la muerte de su padre, Gerbasi volverá a Venezuela. Y a partir de entonces, los sellos aduaneros de muchas ciudades se imprimirán en su pasaporte: Valencia, Caracas, México D.F, Bogotá, Ginebra, Santiago de Chile, Puerto Príncipe, Jeru-salén, Copenhague, Varsovia y otras más. Pero es que Gerbasi no sólo era un viajero físico, sino que, a través de su poesía, fue un temerario psiconauta que realizó excursiones psíquicas a través de la misteriosa fronda de la memoria y el subconsciente. Es éste el Vicente Gerbasi que queremos proponer para este homenaje. Por eso optamos por darle a este primer número de La Comuna de Bello, Revista de Poesía, el título de “El maravilloso viaje de Vicente Gerbasi”, parafraseando aquel delicioso libro escrito por Selma Lagerlöf, El maravilloso viaje de Nils Holgersson. Intuimos que este hermoso libro, que narra las peripecias viajeras de un niño que recorre la geografía sueca volando sobre el lomo de un ganso doméstico, fue un texto querido y frecuentado por Vicente Gerbasi.

En las páginas que siguen encontraremos textos que dia-logan con poemas de Gerbasi. Cada uno de los textos está escrito por un poeta y nos sirve de entrada o motivo de viaje para adentrarnos en distintos parajes de la singladura gerbasiana. Adalber Salas nos prepara para la experiencia viajera, al proponer que la poesía de Gerbasi no exis-te en un espacio dado, sino más bien por el espacio o la distancia que separa. También nos señala que el viaje es un acto de imaginación, y que

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el viajero necesita palabras para transitar. Gina Saraceni nos describe la revelación que significó para ella la siguiente frase: “Io sono un poeta ita-liano”. Arturo Gutiérrez Plaza propone un viaje entre dos noches a través de la lectura de Mi padre, el inmigrante. Luis Alberto Crespo, a partir del recuerdo de un viaje a Canoabo, nos invita a aguzar el oído para intentar escuchar el canto del ave quinquina. Con Miguel Nieves viajaremos a la primera edad. Isaías Cañizález nos sellará el pasaporte de salida para via-jar hasta las regiones solariegas de Los espacios cálidos. Benito Mieses, paraguas en mano (porque se avecina un aguacero) nos recuerda cierta doble vertiente del arte de Gerbasi. Julio Borromé promueve un viaje, por medio del relámpago que oscurece, hacia zonas en claroscuro de la aldea gerbasiana. Alejandro Castro remite una carta a Vicente, escrita desde una noche desolada. Gonzalo Fragui nos habla de otro Vicente más pugilístico. Rafael Castillo Zapata recuerda el origen del célebre ver-so gerbasiano en la propuesta literaria del grupo Tráfico. Daniel Molina propone un espectral encuentro entre Vicente Gerbasi y Vinicius de Mo-raes, ambos nacidos el mismo año. Gustavo Pereira escribe unas líneas para los amigos que fueron acogidos por el poeta de Canoabo. Enrique Hernández D’Jesús nos entrega una nota sobre el último viaje de Gerbasi. Valenthina Fuentes traza una imagen de la escritura gerbasiana como frontera entre la vivacidad de una experiencia y su pérdida.

Para cerrar esta presentación o check-in viajero, no quisiéra-mos pasar por alto una importantísima cuestión que tiene que ver direc-tamente con la fauna gerbasiana. Como sabemos, en la poesía de Ger-basi abundan numerosos animales: cunaguaros, burros, toros salvajes, soisolas, loros, guacamayas, panteras, gallos, gatos, serpientes, vacas, gavilanes, conejos, lagartijas, colibríes, venados, hormigas, cocuyos, avis-pas, escarabajos, mariposas, perros, caracoles, arañas, búhos, caballos,

etc. En este contexto, resulta un asunto muy arduo intentar definir cuál podría ser el animal tutelar o ancestral de Gerbasi, partiendo del hecho irrebatible de que cada uno de nosotros tiene un animal ancestral. De esta forma, y asumiendo no pocos riesgos, proponemos al conejo como el animal tutelar de Vicente Gerbasi. En efecto, su poesía está recorrida por conejos que aparecen y desaparecen entre la fronda. Canoabo es tierra de conejos. El conejo es un animal de presagios. Se supone que por las noches vive en la luna y durante el día recorre mundos geórgicos, elu-sivos, campestres. El Conejo es un símbolo profundo de la fecundidad, la ligereza, la diligencia, lo sorpresivo, lo furtivo. Y así como Nils Holgersson voló sobre un ganso, los invitamos a recorrer la poesía de Vicente Gerbasi siguiendo la huella de sus conejos.

Luis Enrique Belmonte

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[Preparativos de viaje]Vicente Gerbasi:

el viaje se mide en palabras

José Lezama LimaEl viaje es apenas un movimiento de la imaginación

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“Existo por razones del espacio”: este verso escueto, lapidario, es el prime-ro de un corto poema de Vicente Gerbasi titulado sencillamente “Razón de ser”. Es uno de esos textos que cualquier lector, experimentado o despre-venido, apresurado o cuidadoso, puede pasar por alto. Es una especie de pequeña roca, parcialmente cubierta por el polvo, en medio del poemario Retumba como un sótano del cielo.1 Resulta sencillo obviarlo: carece de las dimensiones -y las pretensiones- de otros poemas más sólidos, más llama-tivos de Gerbasi, como el monolítico Mi padre, el inmigrante. Así, cualquier caminante podría simplemente pisar el poema con la mirada sin siquiera sentirlo. Pero si se detiene, se inclina a examinarlo, lo toma entre las manos y sopla la tierra que lo encubre, notará que su primer verso es una declaración que sirve también de piedra angular para toda una poética.

“Existo por razones del espacio”. Hay algo brutal en esa afir-mación. En ella, alguien se resigna a existir por un designio ajeno. Pero tan ajeno, que ni siquiera se trata de una voluntad personal, del deseo de otro; antes bien, se trata de la existencia planteada y vivida como consecuencia inevitable de una instancia completamente objetiva: la dimensión espacial. Quien habla en ese verso existe como resultado del espacio, como su pro-ducto lógico e implacable. Esa misma certeza recorre, bajo distintas formas, toda la obra poética de Gerbasi, formulada una vez tras otra, como una ob-sesión. O como un destino.

El espacio está para ser atravesado. Quien existe por él, tam-bién existe para él, con el fin de abordarlo, explorarlo, fatigar su superficie, la piel correosa de un animal gigantesco, antiguo, siempre desconocido. La distancia que nos espera, igualmente nos define. Es por ello que en el poe-ma “Los beduinos”, perteneciente a la colección Poesía de viajes, Gerbasi toma a los habitantes del desierto y los hace erguirse en medio de esas regiones desoladas, encarnándolas:

Ellos son los puntos cardinales,sin un árbol, sin una nube, de pie en sus aniversarios astrales,de pie, siempre de pie, porque saben que ellos también serán arena.

1 Todos los extractos de poemas pertenecientes a la obra de Gerbasi provienen de: Vicente Gerbasi. Obra Poética. Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1986.

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Siempre de pie, siempre en movimiento, siempre llevados por la pasión exacta de las latitudes y las longitudes. Estos beduinos son mucho más que sí mismos: son los puntos cardinales, el espacio en su estado más puro, como ese hombre que habla en Razón de ser, ese que los reconoce como sus semejantes más íntimos, como su prójimo. El por-qué de su nomadismo está claro: se saben pasajeros, transitorios, y no solamente han hecho las paces con ello, sino que se han fundido comple-tamente con ese hecho, volviéndolo su modus vivendi.

La obra de Gerbasi se funda en una interrogación de la dis-tancia, en un otear insistente que nunca se retira de los cuerpos, los pai-sajes, la tierra multiforme. Por ello está repleta de preguntas, formuladas aquí y allá como al vuelo, pero siempre refiriéndose a lo mismo: ¿qué hacemos aquí?, ¿de dónde venimos, cómo llegamos?, ¿qué es esta tierra que nos recibe? La desaparición de los seres humanos y sus obras, tra-gados por sus propios pasos, es el misterio que la fascina e imanta. Y es precisamente una pregunta lo que nos entrega el poema “La llanura”, del libro Por arte de sol:

¿Dónde está la vivienda del hombre?Más allá de esta llanura, otras llanuras, otras nubes y otras aves rojas,y más lejos los oscuros ríosque avanzan por el silencio de la tierra.

En efecto, ¿dónde se encuentra tal vivienda? ¿Dónde se afian-za el hogar del ser humano? ¿A qué terruño se aferra, quizás ya cansada de esperar? Tras la pregunta, sólo está el paisaje, calmado, impasible, ajeno a toda angustia. El paisaje sin techos, pues él mismo es la intemperie. El paisaje sin lengua, que nada necesita comprender, de nada necesita protegerse con palabras. El paisaje que se basta a sí mismo. Llanuras, nubes, ríos, algunas aves como signos de una ortografía absurda.

La vivienda del hombre no está. Nunca ha estado. Esta suerte de condena, sin juez ni verdugo, vertebra cada uno de estos libros. Otras poéticas que también se estiran sobre los mapas y hacen del viaje su pa-tria, carecen en muchas ocasiones de un sentido de desamparo compa-rable. Vale la pena pensar en esas palabras que pueden encontrarse en Anabase, de Saint-John Perse: “Chemins du monde, l’un vous suit. Autorité

sur tous les signes de la terre”2. Impresiona esa seguridad contundente. Ese viajero pareciera poseer una cualidad casi numinosa, llevando en sus bol-sillos y bajo la lengua todos los signos de la tierra. Es capaz de reconocer lo que encuentra a su paso, designarlo, clasificarlo y, sí, dominarlo. Es dueño de los signos, las llaves supuestas de la existencia.

Pero a este versículo de Saint-John Perse podríamos oponer otra de las muchas interrogantes de Gerbasi, en esta ocasión pertenecien-te al texto “El caminante”, de Los espacios cálidos: “¿De dónde vengo ves-tido de soledad para recorrer la tierra?”. Aquel andariego que atraviesa las páginas de Anabase no se debe a la misma estirpe de este caminante, cuyo único linaje es el desamparo. Su origen está vedado; su sino, recorrer la tierra, es infinito. Se halla, por decirlo de algún modo, atrapado entre dos olvidos. Por eso su única vestimenta posible es la soledad: ella lo arropa, le dicta sus límites más íntimos.

El hombre, aquí, está dejado a su soledad. Incluso, podría de-cirse, su soledad es su camino. Íngrimo, carece de signos para amaestrar un entorno hostil. Ha naufragado, en todo sentido. Y ello desde el primer poemario de nuestro autor, Vigilia del náufrago. En el texto que da título al conjunto puede leerse:

Abandonado a los límites:rosa de los vientos incendiada de ásperas ciudades,relojes sin minuteros, descoloridos de graznidos y lloviznas,descienden, sin rumbo ni refugio, a mis climas abandonados.

En estos versos pareciera haber una contradicción. Los lími-tes que restringen al hablante, que lo atan ferozmente, cuajan en una serie de imágenes de gran amplitud. En los últimos tres versos pasamos por ciudades, sufrimos precipitaciones inclementes, andamos por pa-rajes abandonados, perdemos el rumbo y la noción del tiempo. ¿Cómo puede ser esta amplitud lo que constriña al hablante? Pero es que de eso se trata, precisamente, la soledad en esta obra: una soledad que no

2 “Caminos del mundo, hay uno que os sigue. Autoridad sobre todos los signos de la tierra”. Saint-John Perse, Anabase. París, Éditions Gallimard, 1972. La traducción es mía.

“”Todos somos inmigrantes en este mundo.

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conoce el encierro, que condena a la distancia. Una soledad salvaje, que obliga a caminar y caminar bajo el agua estancada del cielo.

Toda estación, en el viaje interminable de este yo que va de poema en poema, implica el encuentro con todo tipo de no lugares, como sucede en “La soledad después de las ciudades”, perteneciente al libro Bosque doliente:

Y yo venía de las ciudades, de los puertos, de los túneles,de las inútiles divisiones territoriales, y me acerqué a las paredes, a las ventanas, a los perros de la noche,y todo estaba cerrado como en los cementerios.

El nómada, el ser humano por excelencia, se enfrenta a mucho más que una naturaleza afásica, incomprensiblemente vasta: la misma otredad que la caracteriza, se contagia también a las obras del hombre. Paredes, ventanas, calles, túneles, todo ello vuelto ruina antes de serlo verdaderamente. Las divisiones territoriales se revelan inútiles, en la medida en que demarcan un espacio que es uniformemente ajeno. No importa si se trata de regiones indómitas o producto del trabajo del hombre: las razones del espacio son siempre inhumanas.

Me he referido a estos sitios como no lugares, tomando pres-tado un concepto bellamente diseñado por Marc Augé. Conviene, pues, que sea él mismo quien lo explique, como lo hace en este pasaje de su libro El viaje imposible:

yo había sugerido que el no lugar es lo contrario del lugar, un es-pacio en el que quien lo atraviesa no puede interpretar nada ni sobre su propia identidad (sobre su relación consigo mismo), ni sobre sus relaciones con los demás o, más generalmente, sobre las relaciones entre unos y otros, ni a fortiori, sobre su historia común.3

3 Marc Augé. El viaje imposible. Barcelona, Editorial Gedisa, 2008. Traducción de Alberto L. Bixio.

Los no lugares serían, entonces, zonas de extrema ilegibili-dad. Quien pasa por ellas no puede llevar a cabo el acto fundamental de reconocimiento que vuelve habitable el espacio; en cambio, se encuen-tra enfrentado con una superficie impermeable, sin historia, herencia o legado. Estas áreas, que Augé encontró en nuestras ciudades hipertro-fiadas, han acompañado al ser humano desde sus primeros días. No sería exagerado describir la historia como un esfuerzo por convertir los no lugares en lugares habitables, por hacer legible lo ilegible.

Pero el yo que habla en la poesía de Gerbasi está fundamen-talmente incapacitado para realizar esta operación. Existe por razones del espacio: esto es irrevocable. Y lo declara con la mayor contundencia en los primeros versos de Mi padre, el inmigrante:

Venimos de la noche y hacia la noche vamos.Atrás queda la tierra envuelta en sus vapores,donde vive el almendro, el niño y el leopardo.Atrás quedan los días, con lagos, nieves, renos, con volcanes adustos, con selvas hechizadasdonde moran las sombras azules del espanto.

De nosotros, el pasar. Nuestro único patrimonio es el tránsito. Llegar de la desaparición e ir hacia ella, sólo eso nos es dado. Atrás es la ins-tancia indeterminada a donde queda relegado nuestro vivir, cada pieza de este mundo que hayamos podido recolectar. Pero ese atrás es tan remoto, que hasta el espanto queda en él. No llevamos nada a nuestra desaparición. Apenas la soledad que vestimos.

La noche de Gerbasi recuerda a la noche de otro poeta, más vie-jo pero no más antiguo: Empédocles de Agrigento. En la parte primera de su conocido y fragmentado poema, dice: “Noche: la de ojos en peregrinación, la desierta”4. La noche como ámbito de los viajes que conducen, necesariamen-te, a la última deserción.

Entre una noche interminable y otra noche interminable, el ser huma-no. Y del mismo modo que los beduinos encarnaron distancias inconmensurables

4 Los presocráticos. Edición y traducción de Juan David García-Bacca. México, Fondo de Cultura Económica, 2009.

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hace varios poemas, en el célebre texto Mi padre, el inmigrante es la figura paterna la que se torna ejemplar, conjugando en sí el destino trashumante de todos nosotros:

Tú venías, y el mundo estaba debajo de tus pasos,y debajo de tus noches, y debajo de tus soledades.[...]Tú, el viajero, el insomne, el descontento, el que levantaba las manos hacia los relámpagos, el que veía pasar las bahíascomo la orilla serena y brumosa de la tristeza.

El rumor frío de descampado acompaña y acompasa el andar de este hombre, insomne, descontento, condenado a moverse, al que hablan es-tos versos del poema VIII. Ver pasar, dejar atrás: no queda otra opción. De la misma forma que los parajes naturales se confunden con los artificiales en una misma extrañeza, la geografía externa se mezcla con la íntima en una misma soledad. Ese tú paterno, que también es el yo del hablante, está irrevocable-mente extraviado dentro y fuera de sí mismo. Ese tú que resulta igualmente un nosotros, y que nos repite constantemente: todos somos inmigrantes en este mundo. Así, también, el poema III de este mismo poemario:

Y siempre el hombre solo, bajo el sol y los truenos,perseguido por voces y látigos y dientes.El hombre siempre solo, con su mirada, suya,con sus recuerdos, suyos, y con sus manos, suyas.El hombre interrogando a sus calladas sombras.

El cuerpo, amenazado y perseguido, es lo único que tiene el viajero, el caminante que sólo sabe caminar. La anatomía es la caligrafía de su soledad. Pero su travesía no carece de objetivo, incluso si termina en la desaparición. De nuevo se hace patente la importancia que tiene el acto de preguntar en esta poética. El hombre, inmerso en su soledad, va interrogan-do a sus calladas sombras. El viaje carece de fin, pero no de finalidad: hay un deseo de saber, de inquirir, que podemos pensar consustancial a esa soledad que articula el camino. Una incógnita puede sostener toda una vida.

El viajero interpela el entorno hostil que lo acompaña. Dirige su voz al espacio, aunque éste sea mudo, aunque no haya respuesta posi-ble. Pero es que las respuestas no dan de comer, no empujan ni animan.

Una respuesta es el fin de una búsqueda. Una respuesta nos disfraza de muerte. En la obra de Gerbasi se halla esta certeza. Casi diría: esta fe. Pareciera repetir aquellas palabras que Andrée Chedid dejó en Sobre-vi-vencia de soles -o mejor, se deja repetir por ellas-: “Hostil a las verdades del eclipse, el poeta sólo se preocupa por el hombre a la búsqueda de su rostro hundido”5. Y es que cada pregunta formulada en esta obra, explícita o tácitamente, reelabora una misma cuestión: la identidad. Ese rostro hun-dido es el objetivo del viajero, aunque sepa que nunca lo alcanzará, que tendrá que conformarse con esa soledad que se ha sedimentado sobre su piel, que se ha vuelto costra, que le ha labrado otro rostro:

Y voy por mí mismo como una soledad que se escuchara, como una soledad entre las horas,como una resonancia de paredes,de túneles, de sombras y pedruscos.Ando como el que va por su destinooyendo un clima oscuro de relojes,de manos, de preguntas, de papeles, de ensangrentados cuervos y cordeles.

Estas líneas de “En las salinas de Zipaquirá” -que se halla en el libro Círculos del trueno-, nos permiten comprender lo que esta sole-dad entrega, como un don apenas soportable, al viajero, al yo. Gracias a ella, se vuelve una suerte de caja de resonancia, donde se multiplican los ecos de todo lo que sucede a su alrededor. El tránsito inevitable, llevado a cabo como el que va por su destino, lo obliga a amasar este conjunto disímil de personas, sucesos, imágenes, sonidos, olores y sensaciones de todo tipo. Lo amasa, sí, y a esa materia le da la forma del poema.

Ya que este nómada, que escribe versos, viaja en ellos tam-bién, lleva sobre sus hombros una herencia de soledades, que ha querido registrar sílaba a sílaba. El ser humano no es sólo el ser humano: es un misterio que se interroga por su propia naturaleza, por sus orígenes, por la carencia que lo signa. Y el padre no es sólo el padre: es una puerta que, al abrirse, conduce a una multitud de antepasados desconocidos:

5 Andrée Chedid. Sobre-vivencia de soles. Caracas, Ediciones Vertiente Continua, 1985. Traducción de Alfredo Silva Estrada.

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Mis soledadesno pertenecen a mi memoria,sino a mis antepasados

Su soledad es soledades, formulada en plural con mayor niti-dez, pues es el resultado de una adición, la suma dolorosa de las genera-ciones íntimamente desahuciadas que lo precedieron. Bien lo condensa “Día”, este poema perteneciente a Edades perdidas. El viajero se interna en estas soledades porque son lo único reconocible. La tierra es ininte-ligible, pero no así ese andar solo, que le permite escucharse. Es decir, aprender a recibir lo que le han dejado antepasados, desconocidos en su mayoría. “El proverbio europeo es falso; viajar no es ‘morir un poco’ sino ejercitarse en el arte de desprenderse para así, ya ligeros, aprender a recibir.”6 , dice Octavio Paz en su prólogo a Sendas de Oku. Sin ese des-prendimiento, sin el caminar solitario, es imposible oír las voces del viaje. Voces que se agolpan en la sangre y coagulan en poemas:

Y estoy aquí buscando las respuestas de mi sangre,los signos solitarios que me hieren,mis huellas que me siguen en la tierra,mis huellas que vienen de tu vida,padre mío, padre de mi pesadumbre.Y de mi poesía.

Es así como termina la parte XXV de Mi padre, el inmigrante. Las corrientes subterráneas de esa sangre desembocan en el poema. El pulso vagabundo, acostumbrado ya a los paisajes más insólitos, dicta el ritmo de cada verso. Estos textos vienen de muy lejos: son el fruto de los andares de quien habla en ellos -físicos o metafóricos, siempre reales-, pero también producto del ir y venir inagotable de los antepasados, de esos hombres y mujeres perdidos en la penumbra de las venas.

Los poemas vienen desde allá, pero su viaje no termina al ser escritos. Apenas se detienen para tomar aliento. Porque el poema es la

6 Octavio Paz. La tradición del haikú. Prólogo a Sendas de Oku, de Matsuo Basho. México, Fondo de Cultura Económica, 2005. Versión de Octavio Paz y Eikichi Hayashiya.

distancia, pero también el encuentro. Vienen de desconocidos y hacia des-conocidos van. “El poema está solo. Está solo y de camino. El que lo escri-be queda entregado a él.”7, escribió Paul Celan, también él sentenciado a moverse sin cesar, en El meridiano. Cada poemario prolonga esta trave-sía siempre inconclusa: sigue su camino en cada uno de sus lectores. El viaje es un acto de imaginación, pues el viajero necesita de las palabras para transitar. Palabras para encender la luz en los hoteles que llama ho-gar. Palabras para domesticar las sombras del camino.

El viajero se mira las manos y sabe que con ellas escribe poe-mas que no le pertenecen por completo, ni a él ni a su soledad. Poemas que son para la errancia:

Hay lejanías mortales en las rayas de la mano,en las venas del corazón.

“Espacio secreto” se titulan, significativamente, estos versos de Los espacios cálidos. Gerbasi podría haber escrito: mi poesía existe por razones del espacio. En efecto, estos textos existen por una nece-sidad implacable de ahondar en la dimensión espacial, de otear un ho-rizonte que siempre se renueva. Fueron escritos como si se tratara de trazos de un mapa. Miden el viaje interminable con palabras.

7 Paul Celan. “El meridiano”. En Obras completas. Madrid, Editorial Trotta, 2007. Traducción de José Luis Reina Palazón.

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Viaje en avión

Sin establecer diferencias entre un pez volador y nuestra navedejamos abajoárboles y casasy subimos como un dardosilbantepor las nubeshasta quedarnos dormidosviendo un mar de gallinaspolaresponiendo huevos sobre las nubes.

De Los colores ocultos (1985)

Día

Mis soledadesno pertenecen a mi memoria,sino a mis antepasadosque vieron volarun gavilánalrededor del díaen el cielode las montañas.Cumbres que se iluminancon el alba.Nubes delgadasentre rocas de búhos.Me alegro al amanecerporque descubro el mundoen los ojos de un pájaro.

De Edades perdidas (1981)

Fiesta en Isla Negra. De Pablo Neruda a Vicente Gerbasi. Chile, 1959. Imagen de archivo.

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Los beduinos

Cuando los chacales pasan con lenta ira,grises de penumbra,cabizbajos en el hambre,llorando como seres del infierno,mordiendo la nadacon afilados dientesenrojecidos por las llamasque levanta el amanecer,huyendo en un día de la eternidad,en un allí infinito de amarillo y fuego,en medio del tiempo del sol y de la arena,los beduinos se arrodillan y besan el desierto.El camello los acompaña en su adusto silencio, confundido con las ondulaciones de ese mundo.De pie, ellos dicen:“Cuando Dios creó el mundo, Él tomó el viento y con el viento Él hizolos beduinos. Después Él tomó una flecha, y con la flecha Él hizo elcaballo. Después Él tomó el barro, y con el barro Él hizo el asno. En fin,por pura conmiseración, Él tomó el estiércol del asno, y con el estiércoldel asno Él hizo los campesinos y los ciudadanos”.

Así los beduinos son como el jamsín,el viento del sur y del esteque levanta demonios de arenaen las horas caniculares del alma,cuando las mujeres ocultan su rostroentre paños negrospara que en nosotros el sol sea más ardiente.Lejos están las ciudades blancas, los rumbos de la canela y el azafrán.No hay ni lunes ni jueves, ni un día de fiesta.Sólo el viento en que lloran los muertos,el viento que dispersa a los beduinos,que los lleva con sus tiendas negras,hechas con pelambre de cabra negra.Apenas un tenso diálogo

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Fiesta en Isla Negra. De Pablo Neruda a Vicente Gerbasi. Chile, 1959. Imagen de archivo.

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existe entre su nacimiento y su muerte,entre el amanecer y la caída de la nocheque vuelve a encender las arenasen un misterio rojo de horizontes.Ellos son los puntos cardinales,sin un árbol, sin una nube,de pie en sus aniversarios astrales,de pie, siempre de pie,porque saben que ellos también serán arena.Viajan de confín en confín,rodeados de animales,de generación en generación,de siglo en siglo,y cuando se les ve entre las rocas,sus ojos son de halcones,como si hubieran volado con la arenapor el viento.Yo he estado en algunas de sus tiendas,en medio de tapices, colchones, cojines,enseres de cocina y flautas pastoriles.Me han ofrecido café,molido al son de sus tambores.De pie, cada uno de ellos era un silencio grave,en su larga túnica de mercaderes de estrellas.Alejaron a las mujeresde la presencia del extranjero.Pero una mujer joven,con su rostro oculto,me ofreció agua de cisterna.En sus ojos negrosvi el fulgor de un amor peligroso,y la muerte como arena del desierto.

Callejuelas orientales

Con sombras de inviernovan mis soledadespor pétreas callejuelas orientales.

Todo está tranquilo entre los harapos que mueven fantasmas de frío en el viento.

Hay siempre un gato negro de ojos verdes.

El vendedor de castañas asadasasa castañaspara estar junto al fuego,sin hacer nada,como el que vende alfombras persas.

A esa hora entro a un hospital,leo la atormentada palabra “silencio”,pero en ese silencio hay niños llorandoy un ensangrentado silencio de algodones.

Y en esa hora en que me asomo a las ventanas a ver cipreses y lejanas ventanas ojivales,mi propio silencio es un largo corredor de llantoque gravita tenso entre los padres y los hijos.

De Poesía de viajes (1968)

“”La distancia que nos espera, igualmente nos define.

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IX

He visto el esqueleto de un santoque vivió a orillas del Mar Muertoentre grandes vasijas de arcilladonde se guardaron textos sagrados.

Él me hunde en el silenciode la eternidad.Los huesos de sus manos están juntos.

Debiera ofrendarle una flor.Debiera decirle una oración.Debiera hacerle unas preguntas.Pero me detengo ante élcomo a orillas de un abismo.

Soy el aire secode esas grutasque se abren junto al desierto.

Me debo al agua de mi sed.Busco la miel de abejas salvajes.Me devora la nochecuando llega el chacal.

Pero en mis ojos caben los astrosy yo quisiera estar en los ojos de los que descifran papiros, oyendo tempestades en la Biblia, viendo la roca por donde baja la sangre de los corderos sacrificados.

Ruedo las piedras de esta región dura en busca de un plato, de una copa de este santo, pero sólo encuentro el miedo de una lagartija bajo el sol.Él vivía,igual que ahora, en mi soledad.

De Olivos de eternidad (1961)

El caminante

Desconozco los bosques de canela,pero en ellos veo el sol de la tardetemblar como una música,como un espacio del corazónpara el que el tiempo ha reservado sus abejas.

Sólo los bambúes tienen un silencio azulpara brillar en el confín del día.

¿De dónde vengo vestido de soledad para recorrer la tierra?

Oí los gallos en cada una de las horas de los muertos.Encontré las viviendas después de la lluvia de la noche,dispersas entre redondos árboles rojos.

¿Escondo acaso el mundo en mis sentidos?

He visto un leopardo dormido entre juncos,en el mediodía del año,cuando comienza a iluminarse la tristeza.

Vi el entierro de un niño bajar de la montañacuando las liebres huían entre las yerbas solares.Vi una madre cubrirse el rostro con sus cabellos para siempre.

¿Hacia dónde he de guiar mis pasosque dejaron atrás graneros húmedos y brillantes,lumbres con guitarras en las fiestas labriegas?

El tiempo aún no me detiene.Hay una tempestad reservada a mis huesos,un relámpago en los cañaverales nocturnos.

Buscaré una bella ciudad al amanecer, aún con luces en los parques,como una reminiscencia donde duermen las golondrinas.Pasaré el umbral de una antigua casa de piedradonde los niños festejan la muerte.

De Los espacios cálidos (1952)

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[Regresar a la casa del padre]Io sono un poeta italiano

(Memoria mínima de Vicente Gerbasi)

Vicente GerbasiVienen de ti mi afán y mis palabras

Ilustración: Vicente Gerbasi.

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En el año 1992, cuando tenía dos años de haber regresado de estu-diar mi pregrado en Bologna, conocí a Vicente Gerbasi en la sede de la Revista Nacional de Cultura. Me lo presentó Salvador Tenreiro, quien de entrada le dijo cuál era mi origen. Cuando el poeta me dio la mano, pronunció las siguientes palabras: “Io sono un poeta italiano”.

Esta frase, dicha en la lengua del padre inmigrante, resue-na todavía en mi memoria y constituye la única imagen que tengo de Gerbasi, a quien no volví a ver más nunca. Su rostro y su figura son esa voz que me aprieta la mano para entregarme su lengua.

El tiempo ha señalado la importancia que esa sentencia tuvo para mí, y que la convirtió en una clave de lectura de su obra, una señal de cómo y desde dónde tenía que recorrer su poesía. Con los años fui entendiendo que el momento del saludo, ese instante en que dos personas se estrechan la mano y dicen quiénes son, es también un momento de confesión y reconocimiento. Así sucedió con Gerbasi esa tarde lejana en que me entregó su identidad de poeta italiano.

Su voz y el idioma de su voz resuenan en mi memoria como la declaración de alguien que asume la deuda con el origen y la certifica enunciándola en italiano. Gerbasi, a través de la frase “Io sono un poeta italiano”, reescribió, en un segundo y con pocas pala-bras, Mi padre, el inmigrante, libro sobre los modos de responder a una herencia recibida y de invertirla en la palabra: “Siempre te en-cuentro, oigo tu voz /en mi hora más secreta”, “padre de mi soledad. / Y de mi poesía”. Legado que le otorga el acceso a la poesía y lo inscri-be en la lengua del padre: la única que le otorga a la vez la posibilidad de decir “yo” y la de ser poeta.

“La poesía es el medio por el cual le ha sido dado al hombre legar su documento más serio”, dice Gerbasi. Y eso fue la poesía para él: un medio para decir gracias y para regresar a la casa del padre.

Gina Saraceni

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Viaje en tren

El tren viajaba de Florenciahacia el sur.Pasaban pueblos, iglesias, campanarios de piedra.Los olivos se plateaban con el airey los viñedos maduraban su color morado.Las siembras de alcachofa iban hasta el confín.Los perros pastores hacían nebulosas de ovejas en las colinas.Mi tío Antonio había ido a Florencia a buscarme, sin decirmeque dejaría el colegio.Ondulaban los trigales hacia la muerte de mi padre.En los trigales había amapolas.Se iba cerrando el día con nubes de pájaros.En un huerto con higueras una campesina llevaba a su niñoen el brazo izquierdo y con la mano derechaconducía el aradoarrastrado por un buey.Mientras el tren rodabahacia la nochey se iluminaban ciudades y pueblos,mi tío Antonio permanecía callado.No me dijo que mi padre había muerto.

De Los colores ocultos (1985)

XXVIII

Tú, que me lanzaste sobre la tierra y hacia la nada,desde el círculo incendiado de tus experiencias,desde todas las puertas cerradas,desde las calles perdidas,desde los perros que aúllan frente a los cadáveres,desde los puertos que inflamansus alcoholes en la noche,desde la pobreza que va huyendo en las callejuelas,desde las mañanas, desde aquel cielo de samaritanas,desde aquellos cerezos temblorosos, a cuya sombra mi madreesperó que yo viniese de ticomo el sencillo regalo de un pobre;tú, junto a ella, levantas mi sombraen los valles de mi propio corazón.

De Mi padre, el inmigrante (1945)

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ello“”‘La poesía es el medio por el cual le ha sido dado

al hombre legar su documento más serio’, dice Gerbasi. Y eso fue la poesía para él: un medio para decir gracias y para regresar a la casa del padre.

Io sono un poeta italiano. Acrílico sobre canvas. De la serie: Cardíograma azul. Mariela Casal.

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[Entre dos noches]

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Vicente Gerbasi nace en 1913, en un pequeño pueblo del estado Ca-rabobo, llamado Canoabo, el cual gracias a la proyección y vigencia de su obra poética alcanzará connotaciones de espacio mítico dentro del imaginario de la poesía venezolana contemporánea1. Hijo de inmigrantes italianos, oriundos de Vibonati, aldea ubicada al pie de los Apeninos, vi-virá en su Canoabo natal hasta los diez años, edad en la que es enviado a Italia por sus padres para realizar sus estudios de primaria y secunda-ria. Debido a la muerte de su progenitor vuelve a Canoabo en 1929 y tras breves estadías en Valencia, Caracas y México retorna a Venezuela en 1936, una vez fallecido el dictador Juan Vicente Gómez. Ya residen-ciado en Caracas participará activamente como uno de los principales fundadores y promotores del grupo Viernes2 y de la revista homónima, de la cual fue su primer director. Bajo el influjo de las prédicas poéticas propugnadas por dicha agrupación, iniciará su actividad poética. Testi-monio de ello son sus dos primeros libros de poesía Vigilia del náufrago (1937) y Bosque doliente (1940), los cuales se inscriben plenamente en las búsquedas estéticas renovadoras impulsadas por este grupo, dentro de la tradición poética venezolana, atentas al legado del romanticismo alemán y sus derivaciones vanguardistas y cercanas a las concepciones de dos poetas chilenos muy cercanos a la experiencia “viernista”: Hum-berto Díaz Casanueva y Rosamel del Valle.

En Mi padre, el inmigrante (1945), su quinto poemario, con-siderado su libro capital -junto a Los espacios cálidos (1954)-, también encontraremos esos elementos que podríamos calificar, dentro del cur-so histórico de la poesía venezolana, de estirpe “viernista”. Entre ellos estarían: la invocación de la imagen pura (sin necesarios términos de re-lación), el mayor uso del símbolo, los matices surrealistas, el rescate del

1 Su muerte ocurrirá en Caracas, en 1992.

2 Agrupación poética surgida en 1936, que tuvo una importante actuación en el ámbito poético venezolano hasta su desintegración en 1941, constituida inicialmente por poetas de distintas generaciones. Entre ellos estaban Ángel Miguel Queremel (1899-1939), Luis Fernando Álvarez (1901-1952), Pablo Rojas Guardia (1909-1978), José Ramón Heredia (1900-1987) y Rafael Olivares Figueroa (1893-1972), que ya tenían cierta trayectoria, junto a jóvenes escritores como Vicente Gerbasi (1913-1992), Otto de Sola (1912-1975), Óscar Rojas Jiménez (1910-¿?) y Pascual Venegas Filardo (1911-2003), que apenas comenzaban su actividad literaria.

mundo onírico, la preeminencia de lo subjetivo, así como la acentuada preocupación filosófica y existencial. Sin embargo, en este libro conflu-yen también -y principalísimamente- los determinantes de una indaga-toria poética más personal, aquellos que procuran un lenguaje capaz de expresar el asombro ante el misterio de la existencia como experiencia afín al de la exploración del mundo natural más propio y cercano, repre-sentado por su natal Canoabo y por la geografía de sus ancestros; bús-queda que encuentra claros antecedentes en su libro inmediatamente anterior Poemas de la noche y de la tierra (1943).

En Mi padre, el inmigrante (largo poema constituido por 30 cantos en verso libre y de extensión variable), Gerbasi recrea en un lengua-je introspectivo, imaginativo, exuberante y sensorial, cierta tradición poé-tica venezolana que explora en el paisaje elementos identitarios que tocan la cualidad ontológica del habitante de la zona tórrida. Por ello, la crítica ha visto en este libro una línea de continuidad con la Silva a la agricultura de Andrés Bello y la Silva criolla de Francisco Lazo Martí (tradición poética ve-nezolana inspirada, como diría Juan Liscano, en “el alma de nuestro paisa-je”).3, categorizando la obra de Gerbasi como aquella que ha alcanzado el mayor grado de apropiación y subjetivización de la naturaleza venezolana, en tanto espacio de lo mágico, misterioso y telúrico que da consistencia y entidad al ser que habita en ella. El poema presenta como núcleo gene-rador la figura del padre, de quien el mismo poeta nos dice a manera de epígrafe y homenaje introductorio, lo siguiente:

Mi padre, Juan Bautista Gerbasi, cuya vida es el motivo de este poema, nació en una aldea viñatera de Italia, a orillas del Mar Ti-rreno, y murió en Canoabo, pequeño pueblo venezolano escondi-do en una agreste comarca del estado Carabobo.

Gerbasi encuentra como motivo para la elaboración del dis-curso poético, en este libro, el dolor provocado por la muerte del padre como impulso configurador de un cúmulo de símbolos referidos a la na-turaleza y al mundo telúrico representado por esa tierra virgen venezo-lana. El grado de idealización del entorno natural es tal, que el mundo

3 Juan Liscano. “Un clásico venezolano”. Apéndice a Mi padre, el inmigrante. Caracas: Monte Ávila Editores, 1986: 78.

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subjetivo del poeta, con toda la carga afectiva asociada al padre, pasa a ser expresado por la misma naturaleza. Ella se convierte en el elemento protagónico del discurso. Sobre este punto Francisco Pérez Perdomo ha señalado que “la figura casi mítica del padre es el estímulo que opera en el poeta para comunicar su emoción frente al paisaje, el que viene a ser, en última instancia, el tema o elemento anecdótico del poema”4. Sin embargo, tal como señaláramos con anterioridad, el proceso de con-formación de este específico universo simbólico encuentra en Mi padre, el inmigrante un punto de convergencia en que se reiteran, reflejan y amplifican elementos ya presentes en sus poemarios anteriores, que re-aparecerán con insistencia en el resto de su producción poética. A modo de ilustración de lo dicho, acudamos a algunos ejemplos, de sus primeros libros, donde ya se comienza a hacer manifiesta la recurrencia a símbolos como la noche, la muerte, el padre, el hijo, el viajero y la aldea, especial-mente característicos de su devenir lírico: “He atravesado el silencio que palidece / en las estatuas de las fuentes, / donde el agua de la noche se enfría con la orilla de la muerte” (“Recuerdo para el hijo no nacido aún”, Vigilia del náufrago); “Y yo venía de las ciudades, de los puertos, de los túneles, / de las inútiles divisiones territoriales, / y me acerqué a las paredes, a las ventanas, a los perros de la noche, / y todo estaba cerrado / como en los cementerios” (“En la soledad después de las ciu-dades”, Bosque doliente); “Y miro en la tristeza / la aldea que soporta silenciosa / su bíblica pobreza, / como hermana amorosa / de la eterna colina rumorosa” (“V”, Liras); “El viejo ha enterrado sus anillos de oro, / sus pipas europeas. El viejo está dormido, / oigo pasar el viento sobre su vida extinta, / como silbos ardientes entre colinas yermas. // Hablaba de la oveja, del durazno y las viñas, / de las horas de invierno con pinos que-jumbrosos, / de noches junto al fuego, de lobos en la nieve, / de flautas de pastores bajo la primavera” (“El sueño del viejo”, Poemas de la noche y de la tierra).

Ahora bien, si en efecto desde sus inicios Gerbasi va constru-yendo lentamente un universo simbólico, común a toda su obra, donde

4 Francisco Pérez Perdomo. “Una posición frente a la poesía de Vicente Gerbasi”. Apéndice a Vicente Gerbasi. Antología poética. 1943-1978. Caracas: Monte Ávila Editores, 1980: 360.

el paisaje, los recuerdos de infancia, las figuras familiares y los temas como la muerte, el tiempo y la existencia, se convierten en ejes esen-ciales y en temas permanentes del “yo poético”, es necesario advertir también la emergencia de algunos de los aspectos que singularizan este poemario y que enfatizan su importancia, con respecto al conjunto. Al-gunos de ellos serían: la acertada compenetración del mundo subjetivo del hablante lírico con su entorno natural, superando el riesgo que supo-ne la adopción de un tono artificioso o impostado (presente en otros de sus poemarios); la construcción progresiva de un espacio textual de con-trastes espacio-temporales, producto de una serie de desdoblamientos: Padre-hijo, Europa-América, noche-día, vida-muerte; la existencia de un claro hilo conductor (la invocación al padre), como elemento que sopor-ta la tensión de toda su estructura (30 cantos); el sentido rítmico y la musicalidad de todo el poema, logrado a partir del uso de reiteraciones, enumeraciones y aliteraciones; la capacidad de proyectar el discurso del “hijo” o del “padre” al discurso del “hombre” en un sentido metafísico, asociado a problemas existenciales como la vida, la muerte y el tiempo -aspecto que es caracterizado por el poeta, cuando dice: “Relámpago extasiado entre dos noches, / pez que nada entre nubes vespertinas, / palpitación del brillo, memoria aprisionada, / tembloroso nenúfar sobre la oscura nada, / sueño frente a la sombra: eso somos”-.

En un intento de aproximación al poema, Pedro Díaz Seijas ha señalado la existencia de varios bloques que van organizando la es-tructura semántica del texto:

Así por ejemplo, en primer lugar: el hombre y el tiempo, que al-canza hasta la sexta estancia. Luego el paisaje de origen del padre, en función del recuerdo del hijo, que va de la séptima estancia hasta la número doce. Desde la estancia XIII hasta la XIX, el poeta canta la viva presencia del padre en su retiro campesino de inmi-grante, poblada de misterios y de una absorbente fuerza telúrica. Desde la estancia número veinte hasta la veintiséis, se refiere al hombre venezolano, como recio fruto de la tierra. Las estancias veintisiete hasta el final, contienen invocación del hijo al padre en la búsqueda de su destino en el mundo5.

5 Pedro Díaz Seijas. Hacia una lectura crítica de la obra de Vicente Gerbasi y de otros poetas venezolanos. Caracas: Academia Venezolana correspondiente de la

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Así también habría que advertir el modo en que el poema se va tejiendo en un extenso contrapunteo entre dos leitmotiv, uno de orden general: “Venimos de la noche y hacia la noche vamos”; y otro par-ticular, que va sufriendo variantes a lo largo del poema, pero que tiene como núcleo la relación “Padre-hijo-poesía”. En los cantos I, II, V, XXV y XXX se repite el verso “Venimos de la noche y hacia la noche vamos”, de evidente raigambre mística y connotación existencial. De igual forma, en los cantos IV, VI, VII, VIII, XI, XII, XIII, XIX y XXV encontramos versos que muestran diversas variantes de la relación “Padre-hijo-poesía”. Veamos: “Padre mío, padre de mi huracán. Y de mi poesía.” (IV); “padre del remo, padre del pesado saco, / padre de la cólera y el canto.” (VI); “padre mío, padre del trigo, padre de la pobreza. / Y de mi poesía.” (VII); “Padre mío, padre de mi universal angustia. / Y de mi poesía.” (VIII); “Padre de mis huellas, / padre de mi tristeza nocturna. / Y de mi poesía.” (XI); “Padre de mi soledad. / Y de mi poesía.” (XII); “Padre mío, padre de mis sombras. / Y de mi poesía.” (XIII); “Padre mío, padre de mi sangre. / Y de mi poesía.” (XIX); “padre mío, padre de mi pesadumbre. / Y de mi poesía.” (XXV).

Pero hay otros dos aspectos dignos de mención, relaciona-dos con estos dos leitmotiv. En primer lugar, el constatar que de los 932 versos, distribuidos en 30 cantos, la sentencia “Venimos de la noche y hacia la noche vamos” siempre que aparece, está encabezando uno de los cantos, a excepción del canto XXV donde ocupa el verso 28, sien-do además ésta la única estancia donde ambos leitmotiv se encuentran presentes. Asimismo, observamos que la relación “Padre-hijo-poesía” aparece en 9 oportunidades, cerrando siempre alguno de los cantos, sin repetirse nunca en la misma forma. En segundo término, descubrimos el diálogo entre un yo plural (nosotros), que abre y cierra el discurso (pues el canto XXX posee un solo verso) y un yo en primera persona del sin-gular que alude al padre y a la poesía (Padre mío-Y de mi poesía), en un intento por sintetizar la relación entre el referente (padre) y el espacio textual desde el que éste es referido (el poema). De esta manera, el poe-ma se construye sobre una permanente dialéctica entre el afuera y el adentro, entre lo colectivo y lo propio, lo plural y lo singular. Algunos procedimientos donde se evidencia tal dinámica estructural, podrían ser: la subjetivización de los objetos y de la naturaleza; el uso frecuente de

Real Española, 1989: 20.

sinestesias; la apropiación del espacio como ente activo del discurso; los continuos desdoblamientos del yo, en el paisaje y el padre; la creación de un espacio mítico que se nutre de referentes históricos que, a su vez, han sido mitificados, como el Tirano Aguirre (canto IV) o de personajes mitológicos como Prometeo, asociados a la figura del padre (“Por ti yo soy el hombre, el portador del fuego”, canto VI), etc.

Por todos estos aportes, entre otros que aquí no cabe seña-lar, Mi padre, el inmigrante constituye, sin duda, un hito fundamental en la historia de la poesía venezolana y en el acontecer poético hispanoa-mericano del siglo XX.

Arturo Gutiérrez Plaza

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I

Venimos de la noche y hacia la noche vamos.Atrás queda la tierra envuelta en sus vapores,donde vive el almendro, el niño y el leopardo.Atrás quedan los días, con lagos, nieves, renos,con volcanes adustos, con selvas hechizadasdonde moran las sombras azules del espanto.Atrás quedan las tumbas al pie de los cipreses,solos en la tristeza de lejanas estrellas.Atrás quedan las glorias como antorchas que apaganráfagas seculares.Atrás quedan las puertas quejándose en el viento.Atrás queda la angustia con espejos celestes.Atrás el tiempo queda como drama en el hombre:engendrador de vida, engendrador de muerte.El tiempo que levanta y desgasta columnas,y murmura en las olas milenarias del mar.Atrás queda la luz bañando las montañas,los parques de los niños y los blancos altares.Pero también la noche con ciudades dolientes,la noche cotidiana, la que no es noche aún,sino descanso breve que tiembla en las luciérnagaso pasa por las almas con golpes de agonía.La noche que desciende de nuevo hacia la luz,despertando las flores en valles taciturnos,refrescando el regazo del agua en las montañas,lanzando los caballos hacia azules riberas,mientras la eternidad, entre luces de oro,avanza silenciosa por prados siderales.

III

Relámpago extasiado entre dos noches,pez que nada entre nubes vespertinas,palpitación del brillo, memoria aprisionada,tembloroso nenúfar sobre la oscura nada,sueño frente a la sombra: eso somos.Por el agua estancada va taciturno el día,doblegando los juncos hacia barcas de olvido.El alma silenciosa en las violetas tiembla.¿No somos un secreto guardado por las horas?Mirad cómo en el césped de la tardela mirada es un brillo de azahares,cómo se esconde el seren el suspiro leve de las frondas.Algo se cierra siempre en torno a nuestra frente.El frío de las piedras corre por nuestra sangre.Un susurrar de nardo desciende por los valles.Y siempre el hombre solo, bajo el sol y los truenos,perseguido por voces y látigos y dientes.El hombre siempre solo, con su mirada, suya,con sus recuerdos, suyos, y con sus manos, suyas.El hombre interrogando a sus calladas sombras.Escucha: yo te llamo desde mis soledades,desde mis suspirantes comarcas de palmeras,abiertas a los signos luminosos del cielo.El viento se te enreda con nieblas siderales,y te detiene al pie de negros abedules.Venados de luna van corriendopor la antigua memoria,y en tu silencio caen llamas del corazón.

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VIII

Cuando tú venías, venías hacia la muerte, porque así son nuestros pasos en los días:hacia las montañas detenidas en los crepúsculos;hacia las ciudades que esperan la noche con luto y alegría,tostando el pan, preparando dramas en los aposentos,derramando rojo vino en las penumbras;hacia los puertos donde las barcasdan descanso a los vagabundos;hacia los pequeños caminos rojos,donde nos duele el cuerpo del asno,donde nos duelen los pies del mendigo,donde nos duele el canto de la triste quinquina;hacia nuestra futura vivienda,con el susurro leve del naranjoa cuya sombra estaremos en la mirada del hijo,como en una hora del cielo,del presentimiento y de la angustia.Tú venías, y el mundo estaba debajo de tus pasos,y debajo de tus noches, y debajo de tus soledades.Sí, tu existencia había creado sus cielos huracanados,sus aguas tumultuosas, sus nubladas lejanías,y las tempestades agitaban los mares de tu corazóncon truenos y estrellas caídasen las oscuras soledades del alma,con naufragios y voces de mujeresperdidas en la extensión de las olas y los países.Soñabas con fantasmales buques en la sombra,esos que llevan banderas de lutoy viajan hacia los puertos de podridos aceitesy antiguos desperdicios.Y la furia levantaba ondas en la oscuridad de tu muerte,perseguida por brillos lunares, como una oleaginosa superficie negracon vuelo de lentas aves relucientes,ahí donde los astros gotean sus azules licores,en ese espacio del misterio devorador,con islas iluminadas en nuestra soledad.Tu juventud llamaba a las ciudades del mundo, a los vientos que soplan contra viejas murallas,a la gente que vive en las oscuras minas,a marinos que yacen bajo cruces del mar.Tú, el viajero, el insomne, el descontento,el que levantaba las manos hacia los relámpagos,el que veía pasar las bahíascomo la orilla serena y brumosa de la tristeza.

Sabías soportar las lejanías, siempre tan del corazón.Sabías llegar.Y eras ahí el anónimo, el oscuro, el devorado,tendido en las noches calientes,como los sacos, como los barriles,a la orilla de los grandes navíos.Un campesino te daba una copa de aguardiente.Y aún era la noche oscura como un temblor, salvaje como las patas, las uñas y los dientes de tigre.La noche, la noche llena de rumores de tamarindos,de cocoteros movidos por una brisaque te devolvía a otro tiempo,al tiempo de tu aldea con campanas,de tus mares del veranocon barcarolas cerca del amanecer.Tú estabas dormido bajo las estrellas de otro mundo.Padre mío, padre de mi universal angustia.Y de mi poesía.

XVII

Ahí te acogían, y ahí estaba tu noche.Tú venías, venías con tu vida y tus recuerdos,con tu voz y tus pequeños papeles amarillos,con tu alegría y tus angustias,pero nadie sabía de dónde venías.Sonaban las guitarras en la sombra de tu corazón,y había aguardiente que incendia las venascon forma de relámpago sobre un turbio galopar de caballos.Y el joropo en el arpa te agitaba una nueva melodía,y había una nueva tristeza para ti, y una nueva alegría.Aquella gente era tu gente.Un día te ibas con ella en el fragor de una guerra civil.

De Mi padre, el inmigrante (1945)

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“”Gerbasi recrea en un lenguaje introspectivo, imaginativo, exuberante y sensorial, cierta

tradición poética venezolana que explora en el paisaje elementos identitarios que tocan la cualidad

ontológica del habitante de la zona tórrida.

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[Viaje a la aldea del

Gerbasi y la eternidad del ave quinquinaave quinquina]

Era por Montalbán. Durante montes y valles y ciertos poblados que se escondían para que no los viéramos, demoraba Aguirre (una o dos ca-lles, techos de distinta pobrecía y mazos de jardines muy a la manera de las pinturas de José Antonio Alcántara o de Rafael Monasterios) con ese nombre que mal recuerda el paso del cojo terrible de vascongada, sólo que el derrotero enderezó hacia unas colinas peludas de matorral y pastizales en busca de Canoabo, oculto al fondo de una montaña de apretada fronda y temblorosa luz de helechales y la sombra larga de los jabillos, los robles y los fornidos ceibos, tras los cuales atisbaba alguna casa o alero de fortuna. “¿Qué suena así allí adentro, poeta?”, preguntó el viajero que le servía de cómplice y hoy pergeña esta melancolía. “Es el ave quinquina”, respondió una voz cascada y a tropiezos. Era Gerbasi, Vicente Gerbasi, que ofrecía su palabra creadora al villorrio que se apres-taba a exaltarlo como hijo de su suelo e inventor de su añoranza.

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Fotografía: Enrique Hernández-D’Jesús.

El ave no existía. Se había ilusionado en la espesura y gemía en alguna de las largas imágenes de Mi padre, el inmigrante, aquel efusi-vo poema hímnico de ajustados endecasílabos blancos que aproximara la costa del Tirreno a la del mar de la Venezuela del norte y amistara la oveja y el trigo de la provincia de Salerno a los cafetales y el cacao del municipio carabobeño. No sé ahora si hubo alondra en la conversación, ni si se alborotó el mirlo de la Campania de la Italia solar mientras el poeta y su confidente inquirían sobre la inteligencia de la poesía de la infancia aldeana y la poesía de la adolescencia europea a cada vuelta del camino que derivaba entre los sembradíos y “las hojas sudorosas”.

La aldea se retardaba en medio de sembradíos y oficios mu-chos. Todo lucía un vestido de fiesta: desde las fachadas hasta la ropa de los viandantes y contemplativos. La modernidad maculaba la semblanza labradora y pastoril del estrecho vallado. Ululaba el motor a inyección y la sonaja de los altoparlantes en lugar de la música del turpial y el pito del cristofué. ¿Por qué insistía la tela blanca en cubrir los cuerpos? ¿Qué pintor de paredes y portones quiso ornar al pueblo con el tinte de las tardes y le puso cielo hasta a los mismos zócalos? El perro abundaba, a ratos hirsuto, casi siempre mendigo y la cabra de rostro semita de Um-berto Saba (ese Gerbasi genovés) triscaba al lado de la gallina de pareja invención sabánica en una corraleja, menos real que evocada, a la que el poeta canoabeño circuía con su memoria, tan próxima a su casa de haber nacido.

Esa mañana de la nostalgia, la plaza, esto es, el alma colec-tiva, prestó su umbría zona tórrida a los arrieros y a los vendedores de jardines y sembradíos. El dril y el poliéster compartían un variopinto em-brollo de amarillo y púrpura, de blanco y sepia. Todo era un comercio de cantos y estrofas, de sentimiento y risa. Enfrente, se alzaban la iglesia y las campanas. El ojo del cielo miraba la vida de Canoabo.

El poeta surgió de la penumbra del auto como de la espesura de un destino. Su voz cascada se escuchó entre las últimas labranzas, la lluvia de la flor del bucare y los penachos de la paja guinea. Su presencia avanzaba ahora hacia la nave central de la casa de Cristo. El rumor de afue-ra se escondía en las oquedades de los bancos de rezar y rogar, los nichos de los habitantes de la gloria y detrás de los altares de estuco y oro falso.

Entonces ocurrió una ceremonia en nada semejante al ritual del rosario, el responso y el sacrificio colectivo de la misa: al pie de Jesús, que mostraba su corazón con la mano, Gerbasi se detuvo en medio de

“”El ave no existía. Se había ilusionado en la espesura

y gemía en alguna de las largas imágenes de Mi padre, el inmigrante.

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una feligresía que confundía su obediencia católica con el fervor por la poesía y por su creador, la familiaridad y el recuerdo.

A estas horas de esa añoranza, la realidad y la memoria se buscan en un azar en nada bretoniano, en absoluto objetivo: la lejanía de aquella vez haría inane esta escritura si cometiera mudanzas de nom-bres y asuntos desde el fondo del olvido hasta la soledad de su decir. Sólo persiste, a más de las figuras de yeso y cedro del santoral, el rostro uno y bastante del pueblo reunido en la iglesia. No es imposible suponer que el recién llegado preguntara a su compañero de viaje qué habría de suceder después, cómo sería esa mañana en ese instante y más tarde y quién sería luego él mismo detenido allí entre la multitud como una esta-tua vestida con ropa de funcionario. Alguien (¿quién?) guardaba consigo un ejemplar de Los espacios cálidos, el libro del regreso a la inocencia, al trueno de los tigres en la montaña, al chubasco que borraba la naturale-za con la bruma y el agua, a la fragancia del azahar del cafeto visitando las casas y el suspiro, a la sombra del padre y al fulgor de la madre, al asno, al oso, a unas tijeras hundidas en la tierra entera para conjurar la centella, al río delgado como un pañuelo, al cementerio donde nadie tiene ya nombre y apellido, a la selva de Urama y su enorme flor verde, al amarillo de la naranja, a los animales de Umberto Saba, al arcoíris en los ojos de los niños y a todo el absoluto, de una a otra página, bajo una luz de conejos.

Gerbasi recibió de la mano del ser sin nombre ni apariencia el breve ejemplar y determinó que el milagro le señalara la página que había deseado leer para cumplir con esa verdad de utopía que es la lec-tura de un poema dirigido a los hombres de este mundo y de su historia. Entonces, Canoabo habló a los suyos y más allá de su intemperie de me-diodía y de verdores:

Te amo infancia, te amo,porque aún me guardas un césped con cabras,tardes con cielos de cometasy racimos de frutos en los pesados ramajes.

Te amo infancia, te amoporque me regalas la lluviaque hace crecer los riachuelos de mi aldeaporque le diste a mis ojos un arcoíris sobre las colinas.

La voz del poeta y del poema cruzó la nave central de la iglesia y fue a decírsela a los campesinos y labriegos en la plaza y en cada pecho que encontraba. Los altavoces prodigaban las imágenes de “penumbra de bam-bú y helecho”, de los naranjos del padre, del horno donde la madre hacía el pan y su dulzura y de la pureza que era “pobre como un juguete campesino”.

Gerbasi fue ese día la aldea y su memoria para siempre. Cuando el sábado moría supo, una vez más, que su poema era menos una escritura que el vivir que lo contiene y explica. “Yo soy Canoabo”, confesó mucho después en una página de lectura pública. Hoy es su eter-nidad, como el alma del mundo que perdura en el canto del ave quinqui-na, aquí, más allá, no se sabe dónde, junto a la sombra.

Luis Alberto Crespo

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El ave no existía. Se había ilusionado en la espesura y gemía en alguna de las largas imágenes de

Mi padre, el inmigrante.

Los oriundos del Paraíso

Los oriundos del Paraíso inventaron las orquídeas que mueven el silencio de las horas. Los oriundos del Paraíso hicieron de un rubí el ave que nos acostumbra a la tristeza del Orinoco sombrío. Los oriundos del Paraíso lanzaron las más bellas mariposas que vuelan entre las ramas de los viejos cafetales de Canoabo. ¿Y qué es Canoabo? ¿Quiénes lo hicieron? Lo hicieron los oriundos del Paraíso. Allá donde toda la vastedad suena en los montes.

De Los oriundos del Paraíso (Obra póstuma, 1994)

Cactos

En las tierras del verano, enrojecidas por la caída del sol,los cactos ensimisman sus espinas en la soledad.El alma cae en la veneración siguiendo el vuelo lento de un aveque busca sitio para el reposo.¿Cuándo llegué a esta geografía desmoronadacomo un antiguo templo que ahora espera los astros?Detenidos están los años en estas lomasdonde la melancolía vuelve a serel resplandor lejano de la tarde.

De Por arte de sol (1958)

Fotografía: Ánghela Mendoza.

[Viaje a la primera edad]Los espacios sagrados

Ramón Palomares

—¿Y qué vas a hacer ahora? –me dijeron los gallos–,

ya nosotros nos vamos, ya te dejamos, aquí no nos vamos a estar

Vicente Gerbasi es el poeta de la aldea y de la noche, pero sobre todo de la infancia. Se posa sobre la temprana edad del padre para buscar su propio ombligo. En ella recupera la voz de los encuentros turbios. En ella reside la sombra del tiempo que es la niñez: una nostálgica esperanza que viaja en espiral.

Cierto es que un vaivén de identidades delinea su tránsito incesante por la noche enaltecida. La pulsión del retorno a los huesos de la tierra parece mención obligada. Sin embargo, en la sensación que al niño maravilla hallamos un núcleo importante de su poética. Parece que esa manera de mirarlo todo por primera vez se le quedó acurrucada en los pliegues de sus versos.

Con la gallardía que significa hablar desde la inocencia y para la inocencia, circuló su mutación hacia la infancia cuando en 1952 publi-ca Los espacios cálidos. Allí canta desde lo simple, en los humores de su aldea, desde su lejana terredad. En este libro da testimonio de ese viaje hacia su propio ser. La evocación de los sentidos consiente su inalterable condición de alucinado.

La infancia está en el árbol, en el río, en el misterio, en los espacios sagrados que la naturaleza arropa. El origen melancólico, silves-tre, provinciano, se asoma con frecuencia entre el relámpago y el burro al que bañaban juntos. Son elementos que cierta estética reconoce demo-dé por cándidos y resabidos. A fin de cuenta es la presencia cristalina del gallo que sigue quebrando nuestras madrugadas en esta urbana ciudad.

Miguel Nieves

Vicente Gerbasi niño. Imagen de archivo.

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Los asombros puros

Menciono el alba con mi perroque, en el patio de la casa,perseguía mariposas tornasoladas, rojas, azules,como alucinaciones.Pero las mariposas negraspermanecían prendidas a los techos,inmóviles por muchos días,hasta el advenimiento de las lluvias.Había entonces oscuridad en mi corazón,y veía las puertas viejas,las escoriaciones de los muros,y en las revistas que leía mi padre,veía relámpagos sobre ovejasdesbandadas entre rocas.Eran viejas historias de lejanas tierras de olivares.Ah, pero en la renegrida cocina se encendía la leña,y se enrojecían en las paredes los brillantes grumos de hollín.El gato miraba algo, allá, entre los crisantemos,fijamente, hasta que un trueno oscurecía las montañas.Así mi edad reconocía las tinieblas.

De Por arte de sol (1958)

Los niños

Para ellos la tarde ha reservado una luz eternaen la fronda cambiante de los parques.Para ellos vuelan en círculo las aves del día,y una música nace precediendo la nochede las calladas colinas.Ellos han visto el arcoíris en el fondo del valle,donde el año ha dado a los árboles un denso tinte rojo,donde las nubes organizan la fulgurante coronación de un rey.Ellos conocen el movimiento de las flores,el rumbo de los insectos,la desaparición lenta de la luz entre las yerbas.

En sus ojos se va ocultando el día con el canto de las cigarras.Ellos viven dentro del secreto del mundo,

como dentro de la música de un arpa.En su alegría la tarde mueve sus últimos ramajes,y ellos comienzan a sentir que la noche nace de su corazón.

La casa de mi infancia

Por la arena de la noche galopaba un jinete sin cabeza.Al fondo de una iglesia blancay más lejos la colina del calvario donde duermen los mendigos.Veía correr un río de apretujados conejos blancos en la sombra.Oía el viento de los fuegos fatuos,el rumor de las calaveras en los rincones de los cactos, voces oscuras reunidas en los corredores.En mi aposento ardía una lámpara de aceite al pie de un Cristo ensangrentado.Colgaban murciélagos del techo, sombras con alas de murciélagos,rumores de cielo raso,lentos rumores de espesa tela nocturna.Yo veía con los ojos de la sombra, con los ojos de las hojas,con los ojos de las grandes rocas frías de la noche.El Tirano Aguirre lanzaba bolas de fuego en la comarca de los toros salvajes,en las plantaciones de tabaco,entre los espantapájaros con sombreros de paja.Mis hermanas habían dejado una tijera abierta en el patio de la casapara que las brujas cayeran entre los tulipanes,bajo los naranjos, donde los relámpagos iluminan vitrales de llanto.Mi aldea estaba sola en la noche, mi casa estaba sola en medio de los tamarindos y las palmas,y el jinete sin cabeza galopaba hacia el fondo,hacia los juncales del río,donde las primeras lumbres se dispersan en los grillos.Las casas comenzaban a salir de la sombra,de las casas comenzaban a salir los ancianos.Había un mendigo dormido de perfil, con barba de nube en el aire de la aurora.

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Te amo, infancia

Te amo, infancia, te amoporque aún me guardas un césped con cabras,tardes con cielos de cometasy racimos de frutas en los pesados ramajes.

Te amo, infancia, te amoporque me regalaste la lluviaque hace crecer los riachuelos de mi aldea,porque le diste a mis ojos un arcoíris sobre las colinas.

¿Aún existen los naranjosque plantó mi padre en el patio de la casa,el horno donde mi madre hacía el pany doradas roscas con azúcar y canela?

¿Recuerdas nuestro perro que jugandome mordía las piernas y las manos?Nacían puntos de sangre, un pequeño dolor,pero todo pasaba pronto con el sabor de las guayabas.

Te amo, infancia, te amoporque eras pobre como un juguete campesino,porque traías los Reyes Magos por la ventana.

Un día llevaste a la puerta de mi casaun hombre de barba que hacía bailar un oso a golpes de tambor,y otro día le dijiste a mi padre que me regalara un asno negro.

¿Recuerdas que tú y yo lo bañábamos en el río?¿Recuerdas que había una penumbra de bambú y helecho?

Te amo, infancia, te amoporque me ponías triste cuando estaba enfermo,cuando mi madre me hablaba de su tierra lejana.

¿Recuerdas? Una vez me mostraste un eclipse a las diez de la mañanay las aves volvieron a dormir.

¿Existe aún aquel niño sin parientesque un día bajó de la montañay me pidió el pan que yo comía en la plaza de la aldea?

Te amo, infancia, te amoporque me dabas panales de miel en la casa de la escuela,porque me llevabas al sitio donde vivían las vacas.

Te amo, infancia, te amoporque me regalaste mi aldea con su torre,y sus días de fiesta con toros y jinetes y cintasy globos de papel y guitarras campesinasque encendían las primeras estrellas más allá de los árboles.

Te amo, infancia, te amoporque te recuerdo a cada instante,en el comienzo del día y a la caída de la noche,en el sabor del pan,en el juego de mis hijos,en las horas duras de mis pasos,en la lejanía de mi madreque está hecha a tu imagen y semejanzaen la proximidad de mis huesos.

De Los espacios cálidos (1952)

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Fotografía: Enrique Hernández-D’Jesús.

[Viaje a las regiones solariegas]

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Hace sesenta y dos años se publicó, bajo el sello de Ediciones Mar Caribe, uno de los poemarios más extraordinarios que jamás se haya escrito en la literatura venezolana. No exagero al señalar que esa maravillosa obra permi-tió abrir un nuevo horizonte para nuestras letras, no sólo por su valor me-ramente literario, sino también en el sentido cultural más pleno. Nunca an-tes se había sentido con mayor fuerza una voz poética capaz de eclipsar, en pleno día, los caprichosos velámenes de la infancia y la memoria: atmósfera lírica donde el poeta y su entorno son una misma representación mítica. La nostalgia como elemento articulador de un tiempo en donde: “El amanecer tiene un olor de mujer despeinada que sale del mar” (“Nuevo día”).

Me refiero con suma responsabilidad a Los espacios cálidos, de Vicente Gerbasi. Esta hermosa prefiguración de los sentidos, de la búsqueda incesante de una transparencia donde la metáfora es un natural respaldo del lenguaje, en cuya inmensidad la figura proteica de los animales intercambia estados de ánimo con la vida misma: “Comenzó mi soledad bajo unos árbo-les de follaje negro / donde se escondía el crepúsculo con siete gatos blan-cos” (“Nacimiento de la melancolía”).

Los versos que componen esta obra no vacilan a la hora de acampar frente a los más sublimes sentimientos; es decir, están diseñados como un particular testimonio que recrea, con honestidad y transparencia, esa pérdida irreparable que está signada por el paso del tiempo. Sin embar-go, y esto es otro aporte significativo que permanece a lo largo de su estruc-tura temática, la vitalidad de esa palabra toma para sí, la fuerza sobrenatural de la poesía, y ello le permite inferir interrogantes que ponen en tensión el dictamen riguroso del destino: “¿He oído, acaso, los muertos ocultos entre viejas cerámicas?” (“Post merídiem”).

La sempiterna presencia de lo fantasmagórico, en la poesía de Gerbasi, no es producto de las modas ni mucho menos una invención artifi-ciosa. Su recurrente anuncio señalando lo sobrenatural como un escenario donde late de forma constante lo atemporal, es producto de su origen. Las gentes que venimos del campo estamos siempre escuchando, viendo o las dos cosas, a esos seres que físicamente se han ido pero que permanecen en las cosas, en los lugares.

No es necesario el amparo de la oscuridad ni la presencia del am-biente aterrador para que tal encuentro se produzca. Es una condición innata de esas tierras de las que también somos parte: “Los disfrazados de muerte / cabalgan por oscuras colinas” (“Martes de carnaval”). La muerte es un caballo errante en los campos y muchos difuntos suelen negarse a ese dictamen, al menos, mientras la poesía le insufla ese hálito de eternidad terrenal.

Los espacios cálidos permanece y permanecerá en el centro del quehacer literario venezolano, porque Gerbasi tiene ese mismo don de la ubicuidad que permite descubrirlo, leerlo, releerlo y ser valorado por di-versas generaciones de toda América Latina. Una afirmación que se pone de manifiesto cuando, con mucha alegría, vemos que esas voces -jóvenes-, usan fervorosamente sus versos como epígrafes. Vale, entonces, la ocasión para rendirle tributo a ese eterno caminante de la luz.

Isaías Cañizález Ángel

[Viaje a las regiones solariegas]El caminante de la luz

Vicente Gerbasi

Vine con zapatos de campesino,con yerbas en los bolsillos,

con la costumbre de hablar con los animales,y de mirar largamente las noches estrelladas

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Nacimiento de la melancolía

Lentamente fui despertando en una luz de conejos,frente a un tinajero de rostro de piedra y mojada barba de helechos,seguido por un perro que hacía volar los gallosy saltar los fuegos fatuos de la noche.

Todo se iniciaba en secreto:el olor del cacao en los patios crepusculares,los rojos navíos celestes,la campana en el pescuezo de los asnos,el hollín en las paredes de la cocina,la araña en el dibujo sideral de los rincones.

Comenzó mi soledad bajo unos árboles de follaje negrodonde se escondía el crepúsculo con siete gatos blancos.

Alrededor ascendían los girasolesy detrás de los árboles rojos anidaban las serpientes.¿Había una cigarra cantando en la penumbra de mis ojos?

Los ramajes de la tarde caían sobre los caballosy una llanura tendía una luz amarilla para las casas de palma.Había una comarca de nubes donde dormían los tigres.

Todo se iniciaba en secreto:el sabor del chocolate,Tío Conejo entre los árboles lunares,el paso del jinete sin cabeza por la calle de la noche,el brillo del murciélago en la sombra.

Lentamente todas las mañanas eran nuevas,con una ardilla que se escondía en la manga de mi camisa,con una cometa sobre la colina de las cruces,con un viento de arena cruzado por un río,bajo la sombra azul de los bambúes.

Yo iniciaba la era de las aves migratorias,de los horizontes fluviales,de las oscuridades diurnas en el fondo de los juncos.

¿Qué guardaba el agua en su movimiento de penumbra y miedo?¿Dónde comenzaba aquel día de naranjo y trueno?

No había límites para las horas,sino la aparición de alguna mariposa lenta,de un negro rumor de lluvia en las montañas.

Yo iniciaba la era de los rostros.Todos se reunían bajo la lluvia y los relámpagos.Mi padre me sonreía con su pipa entre los dientes.Mi madre tenía los ojos tristes como si mirara un bosque lejano.

Mis hermanas tenían criznejas y grandes lazos rojos.Había un anciano de barba blanca que nos hablaba de los animales.¿Había oído, acaso, el nacimiento de la noche en las guitarras?

Yo iniciaba la era de las puertas.Había puertas para los hombres y puertas para los caballos,y puertas para los muertos,y vi que las hormigas abrían puertas en la tierra,y que las aves abrían puertas en los árboles,y que la noche cerraba las puertas de las casas.

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Post merídiem

Estoy solo en medio de una luz de caña amarga,como una estatua de la muerte,cuando las cigarras inician nuestra soledad.

¿He descubierto, acaso, el secreto de la tierra,mirando las vacas como nubes de equinoccioentre las anchas hojas del tabaco?

¿He oído, acaso, los muertos ocultos entre viejas cerámicas?

Hay un escarabajo de ardiente metal volando en mis sentidos,un clima de bambú para el silbo de la serpiente,un agua estancada donde una joven labriega recoge flores bermejas.

¿Quién habita esta comarca de dispersas arboledas,de resonancia de fuego, de semillas que estallan,de hormigas que recorren la tarde?

No se apaga este día que sostiene el fulgor de las colinas,el vuelo de los gavilanes en el azul del sol,los barnices vegetales,la ira del toro que muge en los confines.

No se apaga este día de tierra de cementerio antiguo, de roca reverberante,de insecto que vuela por la orilla de mis ojos,de tortuga que mueve la cabeza hacia el agua. No se apaga este día.No se apaga esta soledad.Sobre mi cabeza vuelan lentos cuervos de este día.

Documento de los sentidos

He aquí un propósito de alucinado,un paso más a orillas del abismo,hacia el fondo agreste de la música,donde duerme una pastora rodeada de yerbas del año.Hacer el relámpago sobre materiales de sombra,iluminar hongos en rincones forestales,despertar el agua en su silencio de serpientes azules.

He aquí que soy un habitante del sonido, de la humedad, del hueso,en un espacio turbio de mercado,donde se derraman las manzanas y las piñas,donde brilla el ojo de la sardina.

Había dejado atrás a mis padres recogiendo bellotas en el crepúsculo,vistiendo espantapájaros en una luz de confín.Mis hijos vinieron en la sombra pastoreando conejos,recogiendo estrellas en el césped.

¿Dónde estaba yo cuando descubrí la músicaque hace desbordar las flores del día como en un espejo?Mi edad había iniciado una cacería de venados bajo las palmas,había guiado el entierro de un labriegohacia el paraje lúcido de las cigarras.

¿Hacia dónde iba yo cruzando las noches del bambúy la luz de los gavilanes?

Entré a la ciudad oyendo las campanas,mirando las ventanas abiertas en un mes claro.

El perfil resume a los arcángeles,despierta estatuas en el crepúsculo.La ciudad después de la lluviaen el espejo oscuro de los mendigos.

He aquí un propósito de alucinado:fundar un espacio de lumbres, de escarabajos, de rostrosen el documento de los sentidos.

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En el fondo forestal del día

El acto simple de la araña que teje una estrella en la penumbra,el paso elástico del gato hacia la mariposa,la mano que resbala por la espalda tibia del caballo,el olor sideral de la flor de café,el sabor azul de la vainilla,me detienen en el fondo del día.

Hay un resplandor cóncavo de helechos,una resonancia de insectos,una presencia cambiante del agua en los rincones pétreos.Reconozco aquí mi edad hecha de sonidos silvestres,de lumbre de orquídea,de cálido espacio forestal,donde el pájaro carpintero hace sonar el tiempo.

Aquí el atardecer inventa una roja pedrería,una constelación de luciérnagas,una caída de hojas lúcidas hacia los sentidos,hacia el fondo del día,donde se encantan mis huesos agrestes.

De Los espacios cálidos (1952)

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Ilustración: Vicente Gerbasi.

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[Viaje con paraguas

Gerbasi y su doble vertientey aguacero]

Recuerdo que leí por primera vez, a mediados de los setenta, la obra del poeta Vicente Gerbasi, por un regalo que me hiciera mi tío Juvenal López Ruiz, extraordinario mentor intelectual en mi juventud, que trabajaba como jefe de redacción de la Revista Nacional de Cultura, en el tiempo en que el poeta la dirigía.

Sus textos fueron un encantamiento para mí, y casi podía visualizar algunas de sus imágenes por su ductilidad plástica. El poeta vertía, en sus palabras, pinceladas sobre la página blanca. La luz, con sus variaciones de claridades y oscuridades, densidades, colores, imágenes que no sólo sonaban con el ruido encantatorio de su palabra, sino que de alguna manera vibraban en mi retina:

“Comenzó mi soledad bajo unos árboles de follajes negros donde se escondía el crespúsculo con siete gatos blancos”.

“¿Qué guardaba el agua en su movimiento de penumbra y miedo?”.

“¿Dónde comenzaba aquel día de naranjo y trueno?”.

“Una llanura tendía una luz amarilla para las casas de palma”. “Yo veía con los ojos de la sombra / con los ojos de las hojas, / con los ojos de las grandes rocas frías de la noche”.

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se escondía el crespúsculo con siete gatos blancos”.

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“Venimos de la noche y hacia la noche vamos”.

“Descanso breve que tiembla en las luciérnagas”.

“Como torrente negro, como aerolito azul”.

“Con la luz se abrían los pavorreales / se iban por paredes blancas hacia otra dimensión de flores”.

Estas imágenes tomadas casi al azar eran las que me ha-cían intuir esa conexión del poeta con la plástica. Luego, en los prime-ros ochenta, lo vi en la Galería del Ateneo de Caracas, bautizada con el nombre de uno de sus libros, Los Espacios Cálidos, dirigida por el Catire Hernández D’ Jesús. Nosotros asistíamos al recital, autoinvitados como parte del grupo Aguacero, nacido en la UCV y ácrata por naturaleza, y le entregamos un paraguas al poeta en la mesa de la lectura, porque un aguacero iba a caer. Mientras leíamos un manifiesto de los setenta poe-tas menos conocidos de Caracas, llovían caramelos sobre los asistentes y los grafitis mancillaban la blancura de la Galería: “Basta de cultura con paltó”. El Catire inmortalizó esa imagen del poeta a través del ojo de su cámara, una foto de corte surrealista o de una manifestación dadá. Nue-va intuición de su conexión con la plástica.

Mucho tiempo después, al final de los noventa, recibí de la mano del Catire Hernández D’ Jesús el libro Gerbasi, del trazo y la palabra, donde aparecen cien o más dibujos y retratos realizados por el poeta y en lo que podía ya constatar su trazo, su gesto. Entre los retratos realizados recuerdo mucho uno de Ludovico Silva, ese filósofo de nuestro marxismo. Lo que fue intuición en su palabra se hizo patente, el poeta poseía ade-más de su maravilloso verbo una gestualidad impresionante, el trazo de un buen dibujante. Otro poseído por la doble vertiente: poesía y plástica.

Benito Mieses

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Jóvenes iracundos

Los jóvenes iracundos recorren las calles de una vieja ciudad empedradadonde las cantinas se anunciancon racimos de uvade metal dorado.(De noche las brujasbarren cartas de enamorados).Los jóvenes iracundos visitan sótanos del vino,salen a las plazas con la melena al viento,llevan zarcillos y collaresde colmillos caninos.Algunos tienen pesadumbre mística en sus túnicas blancas.Se les unen muchachas en trajes de ballet.Todos juntos se bañan en las fuentes públicas desalojando a los pájaros.

De Retumba como un sótano del cielo (1977)

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La gran aventura

Los parasoles, umbelas, rayan de coloreslos días de junioy las más bellas rubias en bikinialteran la serenidad del maren la plenitud del siglocon fotografías de astronautas,habiendo yo pasado los cincuenta años,de viaje en viaje, oliendo extraños perfumesen las puestas de sol,un tanto desamparado como un timonelempeñado en usar corbataen presencia de esqueletos;multigrafiado en ademanes respetuososy en el fondo coléricopor no haber salido a cazar tigrescon un sombrero de corcho;rutinario en la contemplación de escarabajosy animales miméticosal pasar del sol entre los árboles;sentado en una vieja iglesiaante la benevolencia de los Santos,parecidos algunos a mis abuelos;apesadumbrado en un escenario giratorioa la manera de Chaplinque siempre pierde el panentre la distracción y las persecuciones;corriendo en una pesadillacomo en un museo de armas;perdido en el castillo de Hamlet,viendo pasar por el mar raras banderas;cuando hubiera sido mejor usar la vaqueríacomo profesión, y ponerle nombre de estrellasa los animales jóvenes.

De Poesía de viajes (1968)

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Fotografía: Enrique Hernández-D’Jesús.

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[Viajar por arte de sol]Vicente Gerbasi, el relámpago que oscurece

La aldea y la infancia tienen un destino fundador en la poesía de Vicente Gerbasi (1913-1992). Desde estos suelos nutricios la metáfora siempre ha parecido de una vigorosidad insospechada, cuando no enigmática. De modo que es incorporada a menudo a un ambiente íntimo de la memo-ria del poeta, como un pariente luminoso siempre a punto de despertar situaciones mágicas. “A los que cazaban ciervos en pantanos / bajo un sol de antiguos hielos”. Mucho antes de la redacción de Cien años de sole-dad (1966), Vicente Gerbasi abordaba el motivo del realismo mágico en un poemario de escasa circulación en Venezuela: Por arte de sol (1958).

En estos poemas, Gerbasi introduce de nuevo los grandes motivos de su poética: la aldea, la infancia, Canoabo, la noche, la casa, el patio, la muerte, los animales, la geografía espiritual y telúrica, los pa-rientes. Dichos motivos han alcanzado un poder expresivo, una significa-ción y una luminiscencia que habrá de llevarnos a la soledad del poeta; a esa tristeza creadora que en su mente despierta las emociones más profundas. El poeta ve y siente como es su imperioso destino solar, la naturaleza en todo su misterio y asombro. La poesía de Gerbasi conec-tada y relacionada con Canoabo quizá sea cosa que naciera de pronto con la infancia, y acaso la naturaleza y los parientes son acaeceres de una memoria salida de los orígenes. Es en la mirada primigenia donde se hace evidente el pensamiento poético de Gerbasi, a fuerza de estar en los estados contemplativos de “un “tiempo remoto y “un tiempo pre-sente”. En el pensamiento poético se entrelaza la metáfora, se fusionan los componentes materiales y anímicos del poeta, dejado en su soledad.

Vicente Gerbasi en Por arte de sol describe su oscuridad poé-tica como resultado de una vocación de hermetismo, de lenguaje barroco, ornamental, modernista como lo ha señalado Ludovico Silva. Pero pudié-ramos rastrear el sentido simbolista de su poesía. En este sentido sus poe-mas son el testimonio de una experiencia del lenguaje, pero sobre todo

“”En este sentido sus poemas son el testimonio de una

experiencia del lenguaje, pero sobre todo son el

umbral de oscurecer alumbrando la vida

familiar de su aldea.

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son el umbral de oscurecer alumbrando la vida familiar de su aldea. La memoria del poeta está mezclada con esa concepción narrativa de sus parientes y su infancia. No obstante, permanecen vinculados a la existen-cia de la naturaleza. El niño Gerbasi contempla el resplandor de la oscu-ridad que se pone en este mundo estando ora rojo, ora amarillo. El gallo, el río, el colibrí, la llanura, las casas, el aire, están determinados por un color. Este color es movimiento y representación de un símbolo idiomá-tico, táctil, acústico y álmico. Esta fauna animada por la conciencia lúcida del poeta constituye también las raíces comunes de la infancia frente a todo olvido. Pues corresponde subsumir la memoria del suelo nutricio y trascender el umbral de la pura contemplación hasta integrarse al “reino solar”. De allí que el poeta prefiera las imágenes y figuras resplandecien-tes, alucinantes y calidoscópicas: “gallos anaranjados”, “hechizo de un eclipse”, “sol de colibríes”, “fogones celestes”, “flor solar”, “fuegos ocul-tos”, “lento fluir de luciérnagas”, “una luz de lechugas y colmenas”, “vi-viendas de astros”, “solo en una soledad de gallos / encendidos al borde de las charcas”, “melancolía solar”. Estas imágenes surgen de la natura-leza bajo el asombro espiritual y el ahondamiento de la metafísica de las cosas. Vicente Gerbasi explora lo raizal y lo mítico con una visión familiar de las pequeñas cosas, de su pueblo, de la existencia del ser humano y su misterio. “Oscuro es nuestro origen / en el tiempo primero de los astros”.

Julio Borromé

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“”Mucho antes de la redacción de Cien años de soledad (1966), Vicente Gerbasi abordaba el motivo del realismo mágico en un poemario de escasa circulación en Venezuela: Por arte de sol (1958).

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Año terrestre

A Rafael José Álvarez

En la contemplación crecen los girasoles, los muros son un blanco silencio de cal,un silencio de sol que mueve avispas lentas. Y uno tras otro, los balaustres de las ventanas hacen la calle, ordenan los aleros, las breves sombras,las puertas verdes de la soledad.Esta es mi vieja calle donde se comercia café y cacao, donde volamos grandes cometas de colorescomo aves que perdieron un paraíso.Calle de puro deslumbramiento en la arena, donde los perros persiguen un galloen el desolado mediodía.Y ahí cerca, la sombra de un ancho tamarindo, la frescura que detiene el tiempo bajo los nidos,que detiene la memoria en un rumbo de blancas nubesmás allá de la torre de la iglesia,sola en el ámbito de mi edad.Un anciano duerme en un banco de la plaza rodeado de bellos animales.Los niños están todos en la pequeña escuela de mapas manchados por las goteras,y se oye el nombre de las letras como amuletos, como almendras de palmeras,como piedras azules pulidas por el río.Y desde el fondo de los bambúes las mujeres traen canastas de ropa limpiaque tienden entre naranjos para que la mueva el vientode las tres de la tarde.¿Y qué hacer en medio de esta lamentación de avesocultas en la fronda?¿Iremos entre las resplandecientes hojas de plátano donde se desnudan las mujeres?En el césped nos muerden hormigas rojas, y entre las ramas descubrimos las rosas-de-montañacomo astros nuevos cubiertos de coleópteros.Desde la orilla de los helechos miramos el mundo con su colina verde que reúne a los cazadores.Esperan el sol-de-los-venados, cuando las aguas del río se tiñen de arcoíris,

y una llovizna con solda a los árboles fulgores de vidrio.Y así vemos el año, y el año pasado, y los años de la infancia,nacer día a día con las últimas estrellas entre los mangos,suspendidos en el cielo como diferentes astros de luz pálida.Los días que se inician entre las cabezas de las vacas, en una penumbra de moscas.Los días que se inician en las oscuras cocinas con olor a café.Los días que se inician entre mujeres que van a buscar agua en vasijas de tierra morada.Los días que se inician contemplando los silabarios.Los días que se inician enrollando una zaranda.Los días que se inician mirando gatos recién nacidos.Los días que se inician después de oscuras lluvias, cuando el río crecido arrastra carameras.El día, el día igual en sus palmeras solares, en espacios de lagartijas, en los nombres de las casas de comercio,en el viejo Cristóbal que peina su barba blancapara que la mueva una brisa de cigarras,en el maestro de escuela que sale con sus alumnosa hablar de las malangas.¿Cuándo se inició este año?¿Cuándo pasaron los Reyes Magosbajo el estrellado cielo de la aldea?Recuerdo ahora los desnudos árboles de totumo, con sus redondos frutos, como grandes árboles de Navidad.Los iluminaba el crepúsculo y así llegaban las fiestas, y después de las fiestas, silenciosas tardes de tristeza,cuando me quedaba mirando las arañasen ciertos oscuros rincones de mi casa.Así es el año, como una clara tarde del corazón, como la calle donde se comercia café y cacao,como las afueras de la aldea,donde la soisola canta allá por las arboledas.

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El patio

Encontré mis parientes en una casa de paredes simples.Vestían lienzos veraniegoscomo preparados para cosechar maíz.Los iluminaba el fulgor del patio, bajo los naranjos oscuros de avisperos.Encontré mis parientes en un diálogo sobre frutos,de perfil ante un horno,junto a un perro quieto como un pedestal.Y arriba, las flores del bucareque caían como pequeños gallos anaranjadosen el resplandor.Tejían, trasegaban café en sacos ásperos,revisaban sueños,agregaban tejas a la casa.Los días tenían contornos de claveles,altas montañas donde vivían las fieras.Puro resplandor.Y los ademanes de mis parienteshacían un cuento en la casa.Pasaban entre los pilares blancos,mataban escarabajos,se detenían a mirar los crepúsculos,cuando la ropa tendida se levantaba en el viento.Entonces yo iba a visitar la vacay la veía acostarse en la penumbracomo en el hechizo de un eclipse.

Noche

El espeso color de las casas viejas en la noche,sus pequeñas ventanas de madera carcomidadonde saltan los gatos, el canto simple de las aves nocturnasal volar por las palmeras:he aquí una dimensión del almadespués de la lluvia,cuando la luna comienza a iluminar médanos de nubesdetrás de la colina de las cruces.Y llevaban cruces los que cantaban en la tarde.La procesión cerró la nochecon luminarias que entraban a la iglesia.También las pequeñas casas se han cerradoy en los almendrones aún brilla la lluvia.Es un tiempo de árboles inmóvilesen la arena húmeda de la calle,donde el agua ondulante de la tardese llevaba nuestros barcos de papel.

De Por arte de sol (1958)

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[Una carta en el

Gerbasi y su doble vertientecamino]

Estimado Vicente Gerbasi:Sé que en mí se interrumpe la estirpe, que soy la fractura

entre el pasado y el porvenir, que no vine al mundo para darle hijos a nadie. Por eso, cuando mi padre me mira, está mirando su propia muerte. Pero “estoy aquí -como usted- buscando las respuestas de mi sangre”, la sangre que he derramado, tantas veces, fuera de sitio, espesa sangre yerma. Sé que en mí se interrumpe la estirpe y eso espero: no volver, no volver ni en el canto de los grillos, ni en la sombra del zamuro, ni en la palabra. Humedezco mi pluma de pájaro amargo con la saliva pubertad de las horas nuevas, yo que no tengo patria, ni amada infancia, ni cielo constelado. Yo, que voy hacia la noche aunque no sé de dónde vengo, no llevo las respuestas en la sangre sino la intemperie: el poema simboliza la orfandad. Usted habla de hombres que son dueños de su mirada, de sus recuerdos y de sus manos. Yo hablo de los hombres que rezan con labios de barro, los que cargan el peso de un montón de escombros en la memoria, los que tienen unas manos que no les pertenecen. Usted habla de su padre, el inmigrante, con palabras que son llamaradas, que son relámpagos, que son cometas. Mi padre, en cambio, cuya vida no será el motivo de ningún poema, nació en Porlamar y murió en mí, pequeño escritor venezolano, escondido sin más. Usted habla de aldeas y comarcas y pastores y caballos y puertos y vendimias. Yo sobrevivo en una ciudad que no conozco. ¿Cómo puedo dialogar con la vastedad de su aliento? Pensé que nos encontraríamos en la noche, poeta, pero usted es nocturnidad de canto, de astral lontananza, de animales magníficos y terciopelo. Yo aguardo la noche, durmiendo de día, para pasarle la lengua torcida a las cicatrices de todas las humillaciones que sufrimos en el nombre del padre.

Alejandro Castro

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Agonía

No me diferencio de la agoníaporque agonizo en un cangrejo,en una persona, en una estrella.

Porque yo agonizo permanentemente,ya la agonía tiene en mí un ritmo de silencio,como una caída de hojas,como las ráfagas de la brisa que barren un epitafio.

Cují

Me someto a la soledad de un cují, árbol empecinado,lobo enjuto, gris-verde-gris,con dientes y espinasy pezuñas como de vidrio oscuro.Indiferente al huracán, a las torturas solares,esqueleto prometeico.

De Retumba como un sótano del cielo (1977)

“”Yo aguardo la noche, durmiendo de día, para pasarle la lengua torcida a las cicatrices de todas las humillaciones que sufrimos en el nombre del padre.

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Hay muchas maneras de estar muerto

No quiero explicarme por qué mis ojospueden ver este castillo cubierto de hiedrasde verde muy oscuro y solitariobajo los astros de los búhos,ni por qué mis ojos pueden detenersea ver caer la nieve durante tanto tiempo,hasta que arropa todos los muertosy los deja allí con sus vestidurasde diferentes colores en el hielo.Mi padre fue enterrado en el trópico,en Canoabo, y sus ojos, por tanto, no se helaron,pero sí, tal vez, tuvieron que ver con otras cosasmuy distintas al frío,sin duda, con culebras que perforan la tierray silban a orillas de los muertoscomo a la margen de un lagode juncales remotos y relámpagos.Hay diferentes maneras de estar muerto,aún estando vivo en medio de los planetas,con nuestra cara semejante a la tierrafotografiada desde Géminis 13,viendo nuestros propios ojosrodeados de huesos,un poco más arriba de los dientes;ensimismados en los ojos de los pescadosque nos miran en las pescaderías iluminadas.Hay muchas maneras de estar muertoy siempre nos es dado tomar nuestro cráneoy ponerlo a reposar al borde de la tumbao llevarlo al gran salón de baile,como tal vez lo hizo Hamlet,mientras Ofelia se ponía un velo de luna nevada,ay, de luna nevada entre los abedules.

De: Poesía de viajes (1968)

Yo aguardo la noche, durmiendo de día, para pasarle la lengua torcida a las cicatrices de todas las humillaciones que sufrimos en el nombre del padre.

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Fotografía: Enrique Hernández-D’Jesús.

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[Otro viaje a Canoabo] Vi-cen-te

Al poeta Vicente Gerbasi le gustaba tomarse los tragos en su pueblo, Canoabo. El poeta llevaba un sombrerito para pasar inadvertido porque no le gustaba la fama ni los autógrafos, a pesar de ser muy reconocido por la crítica.

Un día, el poeta está con un amigo tomando en una bodeguita, cerca de la plaza del pueblo, y llega una caravana de carros. Todo el mundo grita: “Vi-cen-te, Vi-cen-te”. El poeta piensa que lo han descubierto, trata de huir y le pide al amigo que averigüe qué es lo que está pasando. El amigo se dirige a los celebrantes y pregunta a qué Vi-cen-te se refieren.

Un señor responde casi indignado: —¿Acaso no sabes que Vicente Paúl Rondón acaba de ganar el título mundial de boxeo?

Gonzalo Fragui

Los huesos de mi padre

Los huesos de mi padre se perdieronen el osario comúnde Canoabo. Valle de grandes hojas lluviosas,de insectos que vuelan como abanicosy montañas que le dan la vuelta al díay a la noche de los astros.Los huesos de mi padrese perdieron en el osario del Universo,entre las piedras preciosas de Diosvistas desde la selva mágicahasta la auroraque reinventa todos los coloresy el vuelo de las avesabriendo sus ojosen el sueño del paraíso.Los huesos de mi padre suenancon su color marfily se van pareciendo a mis propios huesoshechos de silencio eterno.

De Los colores ocultos (1985)

Canoabo

El cielo tiene grandes gallinas blancas que flotan sobre un silencio de árboles.En los patios caen chorros grises de granos de caféy su rumor es el rumor de la tarde.Hay vacas lentas en las calles con yerbas,donde se reúnen niños desnudosen torno a la vendedora de conservas de piña,donde un anciano vuela una cometa de seda rojacon una ancha cola como un arcoíris.Es cierto, el arcoíris anduvo ayer por las colinas húmedas.Los sentidos brillaban en las frutas moradas del cacao.Estuvimos mirando largo tiempo los pavos reales.En ellos la tarde inicia una tristeza solar.

De Los espacios cálidos (1952)

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“”El poeta llevaba un sombrerito para pasar inadvertido.

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[Tráfico] Venimos de la noche y hacia la calle vamos

De pronto nos pareció que nos pesaba la noche de la que habíamos bebido, la noche de los grandes magos oficiantes de nuestra poesía primera. Nos habíamos alzado en contra de unos modales líricos que ya nada nos decían ni nos importaban. Desdeñosos, necesitábamos una consigna que arropara, como una bandera flamante, la precariedad de nuestra ira. Y elegi-mos un verso. Un verso portentoso de uno de los poemas más grandes de nuestra lengua. Y lo sacrificamos. Lo robamos para anteponerlo como estandarte a nuestros parapetos de insurgentes desmedidos, un poco para escarnecerlo en un rapto de provocación y desacato, y un poco, también, para no desprendernos del todo de la savia de sus venenos míticos, empujados como estábamos por las circunstancias hacia un descampado insólito que llamamos, entonces, a falta de mejor palabra, calle, como por no dejar y sin saber muy bien hacia dónde ni cómo ni por qué ni para qué nos dirigíamos.

Rafael castillo Zapata

Ilustraciones: Vicente Gerbasi.

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En la luz de las avenidas

Estoy solo en el sol de la ciudad,en el resplandor de los altos muros y las ventanas,entre la multitud que avanza en la música,como hacia un crepúsculo.

Caen ramajes en las avenidasy las hojas tiemblan con el aire del año,con el fulgor que precede a la nochey enciende las fuentes en sus verdes espacios.

Veo los niños agrupados frente a los juguetes de las vitrinas.Ellos organizan un paraje en una hora clara:una campiña con trenes, pequeñas vacas entre las gramíneas,una huerta donde las aves cantan en la palma de las manos.

Veo los mendigos de negras barbas regresar del fondo de otros tiempos,hacia las callejuelas, hacia las puertas del pan.Sobre sus harapos cae el sonido de una campana.En su melancolía resuena la voz de los vendedores de frutas,el paso de las bellas mujeres en los espejos,cuando la ciudad oscurece y brillaen un suave olor de panadería.

De Los espacios cálidos (1952)

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“”Necesitábamos una consigna que arropara, como una bandera

flamante, la precariedad de nuestra ira. Y elegimos un verso. Un verso

portentoso de uno de los poemas más grandes de nuestra lengua.

Y lo sacrificamos.

Imagen digital: Homero Hernández.

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[Encuentros cercanos en

Vicente y Vinicius, antología de Spoon RíoRío de Janeiro]

Llegaba el año de 1963, Bill Evans venía con la sed de los que corren por más heroína. Graba en un estudio de Nueva York una pieza de Alex North, que luego llamaron El tema de amor de Spartacus, la película de Stanley Kubrick. El experimento consistió en grabar en una pista la pieza, luego dos pistas más y parecían tres pianos. Eran tres.

Sábado 19 de octubre del 2013. Sonó el timbre y Gilda abrió la puerta, dijo con alegría despierta: ¡Vicente!, dio tres besos al estilo ca-rioca. Vicente estaba de punta en blanco, sostenía un hermoso paraguas de madera con la mano izquierda y quitó de inmediato un sombrero de paja-toquilla con gentil agrado. Pasó hasta la sala comedor, Gilda hizo un gesto con la mirada y apuntó hacia el cuarto de baño, Vicente sonrió y llegó hasta el arco. Miró a un hombre dentro de la bañera, estaba desnu-do, fumaba y tumbaba la ceniza en un cenicero de cristal, lleno a medias de colillas, a medias de memorias. Flotaba un conejo de hule que de in-mediato sonó varias veces, como campanilla de hotel, porque con la otra mano sostenía el cigarro que temblaba como la hoja dentro de la máqui-na de escribir. Entró Gilda con una botella sobre una bandeja redonda de metal, Vinicius con el humo en la boca dijo: “el mejor amigo del hombre es un perro embotellado”. Después de dos whiskys, Vicente sonriente y gozoso, afirmó “te dije que me alcanzarías”. Vinicius hablaba sin parar: los cazadores toman su piel y la tienden al viento como una constelación. Flotan telas en el viento de la sombra. Vicente descubre hojas, laúdes, pisa salamandras, en su mirada florece la astromelia. El viejo Gerbasi re-cordó el encuentro de Vinicius con Orson Welles, cuando el vate recitó de memoria todos los diálogos del Ciudadano Kane. Y Vinicius no paraba: en los patios caen chorros grises de granos de café y su rumor es el rumor de la tarde. Los sentidos brillaban en las frutas moradas del cacao. Sé que vengo de una avenida de tamarindos, profundas panaderías donde el hombre amasa la pasta de la noche, humedad que resplandece en los

sentidos con olor de ostras abiertas. Vicente volvió la mirada sobre Vi-nicius, vio la emoción de aquel joven que siendo cónsul en Los Ángeles asistió por treinta noches seguidas a ver a una cantante llamada Billie Holiday, que arañaba en una pulsa de estremecimiento toda su vitalidad. Y nada que paraba Vinicius: el tiempo detiene aquí un sonido de guarura salobre y ofrece una absorta soledad en la luz de los racimos de dátiles. En un momento los dos fijaron la mirada sobre la botella vacía. Vinicius sonó de nuevo el conejo de hule y llegó Gilda con otra botella sobre la bandeja de metal redonda. Vicente se apresuró y apretó el botón de pause de una videograbadora. La imagen quedó congelada: Vinicius, Gil-da y Vicente. Pero Vicente salió del cuarto de baño, como huyendo. No quería que Consuelo le reclamara. En la sala comedor sonaba Bill Evans. Fueron tres y habían pasado cien años.

Daniel Molina

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Adolescencia en la playa

No volveré a verte acostada en la playa, tú que me besabasacercando lentamente tu cuerpoa mi cuerpo.Gata, tus ojos verdes eran solitarios en mis ojos.Bellos eran tus senos y tus muslos y la noche fosforescente en las olas del mar.No volveré a verte, gata arenosa.

De Edades perdidas (1981)

Malangas

Las malangas contorsionan el dibujo de sus hojasen la luz verde de un yo acuático.Configuran espacios de serpientesy se hunden en un firmamento de luciérnagas hipnóticas.

Al amanecer emergen de las brumas bajo lentas lluvias equinocciales y protegen las orquídeasocultas como luces tímidas.

En las malangas se anunciael sonido de la selva, azul, negra,áurea de relámpagos,y entre sus hojasla cabeza del puma mira el tiempo.Ellas enredan los dibujos de sus hojas en mi almay perduran en la memoria igual que todo instanteque va precediendo la muerte.

De Retumba como un sótano del cielo (1977)

Nuevo día

Recordamos vagamente el mar al amanecer.La luz tiene color de sardinas.Las calles van hacia las redes, hacia la penumbra donde se balancean los veleros sobre lentos colores de algas.El amanecer tiene un color de mujer despeinada que sale del mar.Una resaca aún oscura trae caracoles y el día nos devuelve el cuerpo de la mujerque está hecho para recostarnos blandamente sobre la arena.

De Los espacios cálidos (1952)

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“”En un momento los dos fijaron la mirada sobre la botella vacía. Vinicius sonó de nuevo el conejo de hule.

Ilustración: Vicente Gerbasi.

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[Reunión de los

El Gerbasi que no conocíamigos]

Conservo entre mis libros, cual preciado avío, la edición príncipe de Vigilia del náufrago que hace veinticinco años me enviara Vicente Gerbasi con un poeta amigo. El poemario, empalidecido por el tiempo, preserva sin embargo el mismo aire de complicidad, la misma hondura iluminada de su creador. Publicado por la Editorial Élite en 1937, mi primera sorpresa ante él, aunque ya conocía sus textos, fue hallarme con un prólogo de Ángel Miguel Queremel y un dibujo del entonces joven pintor Héctor Poleo que acompaña el poema Canto al milicia-no, dedicado a un venezolano caído en la guerra civil española.

Creo ser de los pocos entre los compañeros de nuestra generación privado del honor de haber co-nocido a Gerbasi. No por la diferencia de edades, ni por imperdonable omisión mía, ni por culpa de nadie, sino porque pasé la vida lejos del mundo intelectual de Caracas, y cuando no, porque Vicente vivió mucho tiempo fuera de Venezuela como embajador, justo cuando yo cursaba estudios en la capital. Y después, porque habien-do regresado él, a mi vez ya me había vuelto a la costa de mar en donde he estado siempre. Nunca llegué, ni siquiera, a verle.

Ahora que han pasado todos estos años, tan sentida privación me parece inusitada. Desde que leí de niño preadolescente Mi padre, el inmigrante fui recurrente lector de su obra, al punto de considerar a este poemario, junto con Los espacios cálidos, referencias nodales de nuestra poesía y de la gran poesía.

Supe desde siempre que Vicente acogía con generoso corazón a los jóvenes poetas de entonces, muchos de ellos distantes de su credo estético y político, y mientras dirigió la Revista Nacional de Cultura alentó y tuvo a su lado a entrañables amigos míos que le amaron con devoción filial.

Guardo con próvido celo también en mis recuerdos algunos versos y poemas suyos, como aquel del segundo canto de Mi padre, el inmigrante: “El corazón es una secreta soledad”.

Gustavo Pereira

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Ilustraciones: Vicente Gerbasi.

Fotografía: Ánghela Mendoza.

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Reunión de mis amigos muertos

En mi alma se refugian mis amigos muertos,como en una vieja casa con dibujos en sepia.

Los buques suenan la tristeza de sus sirenasen la niebla del invierno nórdicososteniendo en un movimiento de aves acuáticas.

Comienzo a convocarme a lo largo de mis díasy termino envuelto en una bufanda oscura,entre la lámpara y el espejo,entre el invierno y la soledadque grita en la pesadumbre como una foca.Y mi rostro se enmarca en su penumbra de museo,junto al retrato de mi abuelo,de barba blanca y chaleco con leontina.Su mirada se mueve lentamentehacia mis viajes interplanetarios.

En mi alma hay viejas sillasdonde se sientan mis amigos muertos,hay cortinas rotas de belleza,botellas de alcohol con barcos en miniatura,libros de Selma Lagerloff.

Están allí en silencio,igual a otros retratos profundos de nostalgia,Andrés Eloy Blanco, Luis Fernando Álvarez,Julián Padrón, Jacinto Fombona Pachano,Ángel Miguel Queremel, Pepe Napolitano,Raúl Oyarzábal, Gonzalo Carnevali.Mi alma suena como un corofrente a sus abedules y gaviotas. Y llega Mariano Picón Salascon la mirada distantehacia las sirenas de los buques,y le digo: Mariano, sentémonos a ver caer la nieveallá por la memoria.

Y todos juntos, como retratos,presidimos el silencio de la nieve.

De Poesía de viajes (1968)

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ello“”Vicente acogía con generoso

corazón a los jóvenes poetas de entonces, muchos de ellos distantes de su credo estético

y político, y mientras dirigió la Revista Nacional de Cultura alentó

y tuvo a su lado a entrañables amigos míos que le amaron

con devoción filial.

Fotografías: Enrique Hernández-D’Jesús.

[El último Vicente Gerbasi detenido en la memoria

viaje]Viene de las colinas de Mi padre, el inmigrante, de sus sueños y reali-dades. Y viene de la noche y hacia la noche va. Vicente Gerbasi se cubre con su paraguas, se pone su sombrero blanco. Anda de encantamiento en encantamiento. Observando la distancia de la sombra, vinculado a la naturaleza, a la realidad y a lo maravilloso. El trópico barroco, el subcons-ciente barroco, el barroquismo onírico, lo real maravilloso, y la mezcla de la nostalgia del paisaje italiano, de las pinturas de Fray Angélico, se conjugan con el alma florentina, con las costumbres de sus padres, con los mitos, con los aparecidos, la culebra, los pasos de Lope de Aguirre, la piedra, la vida resonante. Las cosas visibles, la belleza solemne, el gallo decapitado, encajan en la necesidad de expresarse, de crear el lengua-je mágico-religioso, maravilloso, imaginario, subconsciente, fantástico, cada palabra con sus emociones, es la poesía del trópico onírico.

Vicente Gerbasi frecuentaba en el año 58 al poeta chileno en Isla Negra. Mantenían una relación muy fraternal. Contaba que una tarde, estando en casa de Neruda, tocaron a la puerta. Se trataba de un joven poeta que quería que Neruda leyera sus poemas. Neruda lo hizo pasar. Le dijo que se sentara. Él siguió bebiendo su whisky. “A Pablo le gustaba que yo lo visitara, porque siempre le llevaba una o dos bote-llas de buen whisky”, decía Vicente. El joven poeta miraba a Neruda con asombro. Y él seguía conversando con Vicente. Después, Neruda lo vio a los ojos y, terriblemente, le dijo: “¿Por qué escribes poesía, si la poesía

Fotografía: Enrique Hernández-D’Jesús.

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no sirve para nada?”. Un silencio. Pasó un rato más, y Pablo leyó algunos poemas del joven. Después le preguntó si quería tomarse una copa de vino. Esta invitación significaba que el joven poeta era un poeta.

La muerte representa, para el poeta, los límites abiertos de su ya conocido verso: “Venimos de la noche y hacia la noche vamos”. Es el encadenamiento posible con Dios, sobrevive en los abismos de la angustia, en la conjugación del desdichado por la muerte de la amada. La devoción a toda una vida juntos, la unidad del ser viviente. Una identi-ficación propiamente excepcional: la comunión. Sin embargo, la pérdida de Consuelo es su propia muerte: “se ha muerto en mi muerte”. El poeta se siente íngrimo y solo.

La muerte de la esposadeja el vacío atávico,el vacío de todas las cosasabandonadas,el vacío de estar vivoy estar muerto.Uno cae en otro dolor.Consuelo se ha muerto en mi muerte.

Vicente me dijo, refiriéndose a Diamante fúnebre: “Poeta, yo ya no podré leer este libro porque me hace llorar”. Días después, le pre-gunté si estaba escribiendo poesía. Me contestó: “Sigo aporreado por la muerte de Consuelo. Me hace falta la casa. Me hace falta su compañía. Tengo un vacío, un vacío en el cual uno se muere íngrimo y solo”.

Es la madrugada del 28 de diciembre. Me llama Kristen para decirme que Vicente murió. Vicente murió a los 26 minutos del día de los Inocentes: “El más inocente de los inocentes”. Por la tarde del día domingo 27, le dijo a su enfermera: “Ana, usted se ha dado cuenta que María Antonieta está paseándose por el cuarto”. “¿Y quién es María An-tonieta?”, preguntó Ana. Vicente le dijo: “La muerte”. Era la primera vez

Enrique Hernández-D’Jesús

Gota de agua

Oigo resonancias de mi muerteen la gota de agua que suenaen el sótano sombrío.Me debato en la erosión de mi imagen, en el relámpago de mis sentidosenmarañados entre hojas de helechos gigantes,como en un cuadro del Aduanero.Huyo de la nada como un conejo perseguido por un gato montés.Procuro salirme de la gota de agua,pero me aprisiona en el sótanodonde lentamente retumbasu sonido eterno.

De Retumba como un sótano del cielo (1977)

que hablaba de la muerte. Vicente le tenía miedo, y mucho miedo, a la muerte, pero cuando le dijo a Ana “La muerte”, lo dijo con una tranquili-dad única. Ya había dejado de pelear con la muerte. Era la visita de María Antonieta, era su primer encuentro. Vicente nunca entendió la muerte de Consuelo, la muerte de su gran compañera. Consuelo siempre estaba allí a su lado. La veía en Beatriz, en Gonzalo, en Claudia, en Kristen, en Marianne, y en Ana.

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[La eternidad La muerte es un diamante fúnebre

y un día más]No sé si estamos cerca

o si una distancia eternanos separa

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El último de los poemarios de Vicente Gerbasi, Diamante fúnebre (1991), fue el primero de sus libros al que me acerqué por entero. Creo que no hay otra forma de conocer a un poeta más que leyendo por completo alguna de sus obras, adentrarnos en ella como totalidad, y luego, poco a poco, el resto. No podría decir, sin embargo, que conozco su poesía en profundidad, pero creo que ahora me encuentro más cerca. Se me dirá: más cerca de qué. Un escritor puede darnos o no la sensación de una intimidad, de compartir un espacio reducido, una vivencia, un secreto. Con frecuencia, es por esta intimidad que volvemos a él, y es de este modo que alcanzamos cercanía.

Antes, había leído alguno de los textos que lo han convertido, en Venezuela, en un poeta imposible de obviar en la historia de nuestra literatura. Tuve entonces una noción fragmentaria y escolar de su poesía. Sin duda reco-nocí un dominio del lenguaje, una vitalidad propia, la riqueza de sus figuras, hermosos artificios. Diamante fúnebre parece otra cosa. Es un libro profun-damente sentido, como es de esperar de un libro erigido en la imagen de una muerte, de una muy específica. Pues, aunque Mi padre, el inmigrante (1945) tiene un mismo origen, está concebido de una forma claramente distinta. Está hecho quizás con una escritura que quiere lucir, que pretende algo, pretende ser literatura. Diamante fúnebre ya no tiene que demostrar un dominio. La es-critura se decanta, está un poco despojada, desnuda, como si ya no quedaran energías para escribir de más. Gerbasi no deja por esto de recurrir a sus viejas imágenes, a su memoria agreste, pueblerina, de animales que lo siguen, de una infancia lejana; pero ahora aparecen de una forma más sintética, como si el aliento tuviera que contenerse.

Diamante fúnebre es el duelo de un escritor, como la Cámara lú-cida para Roland Barthes, es su último duelo. El duelo en un silencio que se transforma poco a poco en lenguaje, en el que algo emerge, muy preciso. Ese algo no son sólo restos de una muerte, son también las imágenes de toda su poesía anterior tamizadas por los años y la fuerza de una pérdida. Tal como en Mi padre, el inmigrante, esa pérdida tiene un rostro y podemos hallar en sus poemas fragmentos de un retrato: una figura incompleta y borrosa, una figura que pierde sus referentes y comienza a ser literatura, creación.

Si algo nos ofrece la poesía de Gerbasi es la imagen de la escritu-ra como frontera entre la vivacidad de una experiencia y su pérdida. Su poe-sía manifiesta la idea de que la palabra puede ser justamente esa frontera: la marca por la que advertimos lo ausente. ¿Es esa la noche de la que venimos y hacia la que iremos? Palabra, por la que conocemos la dicha y el dolor de una oscuridad. Palabra, noche, brillo oscuro, diamante fúnebre: “¿Fue la noche / en

que mi esposa / comenzó a morir? / ¿Fue la noche de siempre?”. El poema se realiza como presencia tachada, ya vivida, ya lejana, ya imposible. La palabra se articula doblemente como sustituto, como ausencia (señala una distancia) y como erotismo (creación, nueva vitalidad). La escritura se nos presenta en la paradoja de un cuerpo surgido de la desaparición, pues el poema ha nacido de una falta. Encontramos así una imagen doble: por una parte sabemos que hay algo que ya no se podrá recuperar; por otra parte, su escritura nos coloca ante el lenguaje como sedimento, celebración y reelaboración de su experiencia.

La infancia y el paisaje también se borran en la escritura de Ger-basi, como parte de un pasado, de algo que ya no está, barridos por la veloci-dad de su desgaste, por su desaparición. Pero es justamente por esta ausencia que infancia y paisaje surgen luego en la potencia renovada del lenguaje, como composición, como invención, a menudo idealizados y siempre independien-tes, como algo que no se parece a nada más. En Los espacios cálidos (1952) esto queda manifiesto, incluso podríamos decir que se trata de una infancia-paisa-je, que no podemos separarlos. Allí los poemas se conforman en el invento de un pasado, pero de un pasado que se está creando ahora como lenguaje. El principio de su escritura poética sigue siendo el mismo: una desolación, el desamparo ante algo que ha quedado atrás y la invención como recuerdo.

Esta manera de concebir la poesía parece atravesar gran parte de la escritura de Gerbasi. Pero es en Diamante fúnebre donde quizás se expresa con mayor intensidad la emergencia del lenguaje a partir de una falta. Pues, aunque esta forma de acercarse a la escritura atraviesa o circunda el resto de su poesía, fácilmente queda oculta tras el desarrollo de una visión exaltada del poema como tensión entre la realidad y la invención, como memoria y cele-bración. En este último de sus libros es la pérdida lo que sujeta. La pérdida sos-tiene y excede la escritura. Surge la duda y el silencio: “Sólo oraciones / se oyen en el curso / del río. […] Tú y yo / permanecemos / callados / bajo un cielo / de hojas que vuelan”. Así el poema se abre a la pura contemplación, a la mirada.

Desde este libro podemos leer hacia atrás la poesía de Gerbasi y hallar el fundamento de una obra erigida en la imagen primordial de la deso-lación. Desde aquí nace precisamente el esplendor del poema, pues la muerte es un diamante fúnebre.

Valenthina Fuentes M.

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gerbasiHojas

Qué silencio tan profundo se oye en tu muerte. Se abre el arcoíris en la soledad de la tarde. Sólo oraciones se oyen en el curso del río. El agua habla con las piedras. Tú y yo permanecemos callados bajo un cielo de hojas que vuelan.

Distancia o cercanía

No sé si estamos cerca o si una distancia eterna nos separa. Nuestro diálogo no se muere y en su espacio brillan muy cerca de nuestras manos las estrellas de Jerusalén. Hay un silencio para cada olivo. En Florencia comprabas un traje bordado con flores de almendro. Pero la casa era nuestro principio y nuestro fin. Ahora está sola. No sé si estamos cerca o si una distancia eterna nos separa.

gerbasiEl ave misteriosa

Un ave nocturna estuvo dando vueltas en mi dormitorio, alumbrado por un reflejo de la calle. Después de girar una eternidad se posó en una rama solitaria de mi sueño. ¿Cuándo fue esa noche del tiempo triste? ¿Fue la noche en que mi esposa comenzó a morir? ¿Fue la noche de siempre?

Semana Santa

Tenebrario encendido entre los rostros. La sangre de Su Frente en el ardor violeta de la lumbre. Veo la lanza azul en el costado, una nube de fuego por el cielo y una lluvia de luces en lo oscuro.

Vacío

Cuando yo me encontré con tu agoníayo vi que estabas sola con tu muertemientras que yo contigo agonizaba.Conmigo estaban Jacobsen y Rilke,que saben que uno vive con su viday muere lentamente con su muerte.Pero nunca pensé que te murierasy que tu muerte fuera el gran vacíodonde me estoy hundiendo con mi vida.

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OraciónEn nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo ruego que mi esposa Consuelo, quien murió el 3 de abril de 1990 y que en mi casa era la mujer de los helechos, pueda ahora cultivar un jardín del Paraíso. Tendrá toda la luz de la Santísima Trinidad, la claridad del comienzo y la claridad del fin en la flor de los almendros. Yo te regalaré, Consuelo, las orquídeas de los ríos de Venezuela, las flores moradas de los llanos lluviosos. Nuestros hijos te darán los lirios de Fra Angelico. Todos los ángeles te convocarán a una colina azul y tú podrás cultivar todas las flores y darme las primeras cerezas del Universo.

De Diamante fúnebre (1991)

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Fotografía: Ánghela Mendoza.

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Yo por ejemplo, como ser humano también ten-go mi infancia prehistórica, y mi infancia prehis-tórica tengo que contarla. Mi infancia prehistóri-ca, casi prediluviana o muy parecida a la creación que aparece en el Génesis.

Mi pueblo, Canoabo, cuando yo nací, en 1913, y más allá hasta que alcancé los ocho años, más o menos, mi pueblo, Canoabo, era realmente un rincón del Paraíso Terrenal. ¿Y por qué? Porque no estaba contaminado por nada. Era un pequeño valle rodeado de altas monta-ñas, con caminos rojos, montañas con selvas. Mi pueblo era un Edén, un paraíso, era un pequeño valle rodeado por caminos rojos, donde vivían todos los animales de la fauna venezolana y toda la flora venezolana.

Yo comencé a tener conocimiento de mí mismo, de mi existencia, rodeado de un

[Un viajero memorioso]ambiente que no había sido contaminado por nada, porque Canoabo estaba incomunicado del resto del mundo, la única comunicación que tenía Canoabo con el resto del mundo era un camino mular que iba de Canoabo a Bejuma y otro cami-no mular que iba de Canoabo a Urama, que era el pueblo que conectaba el occidente del país coste-ro con Puerto Cabello, que era el principal puerto después de La Guaira. Para ir de Canoabo a Urama había que pasar por una sabana y por una selva donde vivían millares de monos titíes, donde vivía la danta, el tigre, el cachicamo y así, en todos los alrededores de mi pueblo, en las montañas rodea-das de haciendas de café, de cacao o de selvas de árboles tremendos, incluso hasta el árbol candelo que sube como ciento cincuenta o doscientos me-tros por encima de los demás árboles.

Canoabo es una especie de gran an-fiteatro de montañas, de selvas, y en el medio del valle, un pequeño pueblo con una placita, una iglesia pintada de blanco. Detrás de la iglesia una colina con tres cruces que simbolizan el cal-vario. Yo siempre he dicho que ahí duermen los limosneros y ahí dormían los limosneros cuando yo era niño. Dormían al pie de las cruces del cal-vario. Eso me emociona mucho y es por eso que siempre recuerdo la pobreza, que además ha es-tado siempre junto a mí casi toda la vida. Yo soy un proletario de la clase media, además sufrí la gran crisis económica mundial de la década de

los años treinta. Pero volviendo a mi pueblo, mi pueblo era un jardín zoológico, era una selva ve-nezolana. No tenía escuela privada. Gómez no se ocupó de ponerle a Canoabo una escuela públi-ca porque Canoabo no tenía salida, sino caminos mulares que iban uno a Bejuma y otro a Urama. El pueblo tenía algunas calles entrecruzadas. La principal se llamaba Calle Real o calle Caramaca-te, que daba a la iglesia pintada de blanco, con su pequeño campanario. De mi casa, que era la antepenúltima, a la iglesia no había sino tres cua-dras. Las casas estaban pintadas de amarillo, de azul, de blanco, de verde.

El río Capa era el principal que baja-ba de la montaña. Tenía el agua muy fría, muy fresca, en fin, límpida. Tenía tres grandes pozos. Uno era el Salto del Diablo que caía de unas ro-cas y formaba un pozo inmenso, umbroso, por-que se levantaban grandes árboles allí, donde se veían nadar carpas, guabinas, sardinas y en cuyo fondo reposaban cangrejos y camarones. Otro era el Don Ramón y uno que está más abajo, que estaba a una cuadra y media o a dos cuadras de donde estaba mi casa que se llamaba El Remoli-no Bueno. Mi padre me llevaba todos los días a las cinco de la mañana. Él iba con una escopeta al hombro y yo con mis zapatos o alpargatas. Yo usaba zapatos, pero para qué me iba a poner za-patos, iba sin nada, iba descalzo. Mi padre iba con chancletas, él se las quitaba. En esa época estaba

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muy pequeño, el río me llegaba por el ombligo, después fui creciendo. Era un río muy caudaloso pero tranquilo. Cuando estos ríos se ponían bra-vos arrasaban con gran parte del valle.

Mi padre y yo pasábamos mucho tiempo juntos. No sé de qué hablábamos. Yo qui-siera tener una memoria prodigiosa para saber de qué hablábamos mi padre y yo. Mi padre, que es una figura casi mitológica para mí. Ese es un ser mitológico. Yo creo que Mi padre, el inmigrante no lo hice con esa intención. No, lo hice como un ser humano. Pero ahora, ya a los setenta y tres años que tengo, mi padre se ha convertido en un ser mitológico. Y yo creo que así debe de ser todo porque aquí ya viene la gran mitología. Todos los griegos, los romanos, hicieron con sus padres, con sus parientes, con sus tíos la gran mitología griega y la gran mitología romana. Pero como nosotros creemos en un Dios único no podemos crear los dioses. Pero sí, realmente al fin y al cabo el padre es un ser mitológico.

Mi fantasma primordial fue el Tirano Aguirre. Pero hay un fantasma que me fabricó mi madre, y una compañera nuestra que se llama Irene Manganelli. Éramos varios niños en la casa. Yo era el mayor. Mi mamá, que se llamaba María Federico Pifano de Gerbasi, e Irene Manganelli de Furiati, hicieron entre las dos un muñeco de paja,

le bordaron los ojos, le bordaron las pestañas, le hicieron una nariz de trapo, le pusieron un som-brero viejo de mi padre, lo vistieron con un traje de mi padre, le pusieron zapatos de mi padre, y entre las piernas le pusieron un machete con un racimo de cambures. Lo sentaron al pie del naranjo en el fondo de la casa, y sobre el muñeco ese, terrible, le pusieron una lámpara de carburo, y aquel muñeco extraordinario fue mi fantasma. Me asustó, me ha asustado, y me sigue asustando toda la vida. Es un fantasma permanente. Yo no veo fantasmas ni en avión, ni en un buque, ni en la orilla del mar. Veo los fantasmas en ciertos lugares especiales.

En Canoabo había unas montañas donde había fuegos fatuos. Los fuegos fatuos que salen en la montaña El Agua, cerca de Canoabo. No tienen nada que ver con el Tirano Aguirre. Y que son fuegos fatuos de verdad, porque parece que ahí hubo un cementerio indio. Y se forman bo-las de fuego que dan vueltas y vueltas y después se convierten en los espantos del pueblo. Eso lo veía yo desde el patio de mi casa cuando era niño. En Canoabo hay muchos fuegos fatuos, demasiados fuegos fatuos. Los fuegos fatuos con la fantasía se convierten en los fantasmas, en leyendas, cuentos.

La salida del pueblo ocurrió en un amanecer lluvioso, con esa lluvia tropical que cae en Canoabo y en toda esa zona del occidente de

Carabobo y del estado Yaracuy. A lo largo de toda la sabana y la selva de Urama que pasa-mos, mi madre iba sentada de medio lado sobre una mula, como se usaba antes, con una som-brilla. Mi padre iba en su caballo y yo iba en mi burro que me había regalado mi padre cuando yo tenía como seis años, en el cual me paseaba todos los días por todo Canoabo, dándole una vuelta al pueblo y dándole vueltas a las calles y saludando a toda la gente que me saludaba. Los ríos habían crecido mucho, porque había llovido durante la noche y nosotros tuvimos que esperar que bajara el río Capa para pasar el río. Mientras tanto se me olvidaba decir que mis hermanas, una tenía nueve años, otra te-nía siete, otra tenía seis y otra tenía cuatro, iban cada una en un burrito y tres o cuatro hombres nos cuidaban. Así pasamos la sabana de Canoa-bo que da hacia Urama y entramos en la selva.

Cuando pasamos por la selva ha-bían tantos monos titíes que prácticamente nos hicieron sufrir y nos hicieron reír, porque nos ti-raban palos y uno tiró un coco y se lo pegó a un peón de los que iban con nosotros. En el medio de la selva había un caney donde nos paramos a descansar. Un caney largo con una cocina en-negrecida por el humo y luego unos horcones a los cuales se amarraron las bestias. Parecía que mi padre había ordenado que nos hicieran al-muerzo, lógico, es decir, un sancocho de carne

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y cachapas con queso de mano. Entonces segui-mos viendo aquella selva intrincada, las raíces de los árboles parecían animales prediluvianos. Había un barranco de una gran profundidad, en cuyo fondo sonaba un río de la América eterna, de esta geografía tremenda, americana que se va erosionando lentamente y que va hundien-do su cauce. La selva, como toda nuestra selva tropical es sorprendente. Las lianas, las flores, las orquídeas hacen un ornamento barroco y yo más bien diría surrealista. Cuando salimos de la selva entramos a un paisaje verde con unos sa-manes espaciados y ahí mismo estaba Urama. Allí en Urama vi por primera vez la carretera. Nunca había visto una carretera, ni siquiera una bicicleta, porque en Canoabo no había bi-cicletas. En Canoabo no había ni siquiera una carreta de caballos. Una carreta que tenía un señor la puso en el corredor de su casa, puso una tienda que le puso el nombre “La Carreta”. Entonces nosotros veíamos la carreta como una pieza del Museo del Transporte.

Al rato llegaron dos automóviles descapotados. Vi por primera vez el automóvil. Ahí habían negocios para arrieros que llevaban mercancía de Canoabo y otros pueblos de por ahí cerca hacia Puerto Cabello y viceversa. Yo me sentí feliz cuando me monté en el automó-vil. Yo los había visto únicamente en revistas y además, como iba descapotado, iba viendo el paisaje y mi padre se sentaba siempre al lado

mío. Mi mamá se fue en otro automóvil con una parte de mis hermanas y mi padre se que-dó conmigo y otra parte de mis hermanas. Pa-samos por El Palito y nos encontramos con el mar. Era la primera vez que veía el mar. Sobre el mar estaban unos barcos pesqueros, unos vele-ros, un buque grande de carga. El ferrocarril de Valencia a Puerto Cabello, nunca lo había visto tampoco. Era el mismo tren que iba de La Guai-ra a Caracas, luego pasaba por Valencia y por último llegaba a Puerto Cabello. Eran dos com-pañías que se dividían las dos cosas, pero éste era el ferrocarril de Valencia a Puerto Cabello. Primera vez que veía el ferrocarril. Me pareció un juguete, una maravilla, una preciosura por-que todavía no había juguetes, es decir, trenes como juguetes no existían.

Llegamos a Puerto Cabello y a mí me pareció Nueva York. Llegamos al hotel Uni-versal. Yo no vi el cuarto que me correspondía y subí a la azotea. El hotel Universal tenía dos pi-sos. Subí para ver. Vi como era la ciudad, como se veía desde arriba, y como el hotel era de dos pisos se veía la mayor parte de Puerto Cabello, porque casi todas las casas eran de un sólo piso. Ahí me encontré otra vez con mi propia gen-te. Al mirar hacia abajo vi un inmenso terreno donde llegaban arrieros que traían y llevaban mercancía de Puerto Cabello a otros pueblos y entre los burros, las mulas, los caballos, había unas ovejas. ¿Qué hacían esas ovejas ahí? No

sé, pero estaban ahí seguramente porque las habían traído de otros países para trasportarlas a una región de Venezuela, para adaptarlas a Venezuela. Yo tampoco había visto ovejas has-ta ese momento. Las había visto en las revistas que traía mi padre de Italia.

Mi padre me dijo luego: “Vicente, vamos ahora a ver el barco en el cual vamos a salir mañana”. Él siempre me llevaba de la mano. Llegamos al muelle y el barco me pareció más grande que Puerto Cabello, porque estaba todo iluminado, además había una orquesta que es-taba tocando música y aquello me pareció tan extraordinario, un barco con tantas luces, con tantas ventanas, con tantos pisos, porque nin-gún edificio de Puerto Cabello tenía tantos pisos como ese barco. Eran cuatro, cinco o seis pisos. Tenía dos chimeneas. Era un barco viejo italia-no. Por cierto, vi que en la proa decía Venezue-la. Mira, me dijo mi padre, el barco que nos va a llevar a Italia se llama Venezuela. Yo me quedé asombrado. Oí la música, vi la gente que subía y bajaba las escaleras. Vi a los marineros, aquellos uniformes que nunca había visto de marinos, de capitanes, de oficiales de marina, todo eso me pareció realmente un mundo distinto, comple-tamente encantador, subyugante. Parecía un sueño, más que todo un sueño. “Creo que estoy soñando”, le dije a mi padre. “Yo creo que yo estoy soñando. Estoy soñando con las revistas que usted manda a traer de Italia, la Domenica

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del Corriere y otras”. “No, no, no estás soñando. Estás viendo el barco en el cual nos vamos para Italia”, me dijo mi padre.

El barco salió con música, ilumina-do, con muchas banderas. Mis hermanas co-rrían por los puentes, subían y bajaban las esca-leras. Yo no recuerdo si en ese barco había un bar. Pero lo cierto es que me daba la impresión de que todo el mundo estaba rascado. No sé si era por el vaivén de las olas o alguien tenía una mula guardada o había un bar que yo no vi. Seguramente había un bar, tenía que haberlo.

Yo me sentaba en los rollos de me-cate que había en la proa y ahí pasaba horas viendo el mar y por fin llegamos a las islas Azo-res. Ahí me di cuenta que yo era un ser contem-plativo. Esas islas al atardecer eran rosadas y yo vi que eran bellas, que estaban solas y pasaban, y que el mar era muy grande, que el universo era inmenso, que aquellas islas estaban ahí con su belleza y su soledad. Pasaban los días, pasa-ban las tardes, y volvían los atardeceres.

Cuando yo llegué a Italia tenía diez años y llegué a sexto grado. Mi papá y mi mamá nos enseñaban el italiano, a pesar de que mi pa-dre dijo: “En mi casa no se habla el italiano sino

el español, porque aquí estamos en Venezuela y no en Italia”. Ellos lógicamente me enseñaban el italiano, porque pensaron siempre que toda la familia debía ir a Italia a conocer su país y a educarme. Y con eso me hicieron un bien infi-nito, porque si no hubiera estado en Vibonati, en Cámpora, después cuatro años en Florencia, yo sería un analfabeta. No tendría noción del mundo, estaría triste, no hubiera hecho nada. Tal vez, por otra parte, la situación económica en que cayó el mundo entero, y por supuesto Venezuela, no me hubiera permitido a mí estu-diar y yo me hubiera convertido en aquel pul-pero de Canoabo que estaba rascaíto y viejito, bebiéndose su roncito, y no hubiera hecho una obra poética ni nada.

“[Un viajero memorioso]

[gerbasianas]

Vicente Gerbasi

[inédito]

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En materia poética pura, porque no podemos mezclar la poesía con la religión, ni con la literatura siquiera, los poetas no son unos literatos, so-mos existenciales, somos como filósofos, pero en primer término, el poe-ta tiene que trabajar con el arte que se llama arte poético. ¿Qué significa el arte poético? Significa construir todo un mundo sensorial, de visiones, intuiciones, de preocupaciones metafísicas, filosóficas, sobre todo esté-ticas y organizarlas en un lenguaje que se reduzca a un arte poética.

La imaginación es una droga, el martirio de la imaginación es mi droga. Yo soy un poeta rural venezolano, con una formación florentina en mi infancia y parte de la adolescencia. Salgo de la selva y vuelvo a la selva vene-zolana, y me encuentro con ese mundo tan primario donde uno sabe que una serpiente coral siendo tan bella puede matarlo a uno en un segundo. Y por los caminos y por un campo cualquiera uno se encuentra con un ciempiés. Es un asombro lo que ocurre en el mundo tropical ¿eso no es una droga?

Yo le tengo miedo a la palabra Palabra. Nunca he usado en un poema la palabra Palabra. La palabra Palabra no significa absolutamente nada. ¿Qué quiere decir la palabra Palabra?, nada. No es un objeto, no es un pensa-miento. Hay muchos poetas que caen contra el suelo cuando usan la palabra Palabra.

Yo le pido a Dios todos los días que me permita hacer una buena poesía, que me permita escribir una buena poesía. Este pensamiento forma parte de mis oraciones. Es una oración sistemática que pido por la salud de mi mujer, de mis hijos, de mis nietos, de mi yerno, de mis nueras, de mis amigos, de mis parientes. Que no haya guerras en el mundo, que haya paz en la tierra. Que aquí en Venezuela no haya más golpes de Estado. Que no haya cataclis-mos, esas son mis oraciones. Y que yo pueda escribir una gran poesía, una buena poesía.

Creo que el mayor problema del poeta es el de su autentici-dad, y por consiguiente, el de la autenticidad de su poesía. Un poema sólo es auténtico y es bueno cuando antes de ser escrito ha existido en el alma del poeta. Porque el poema debe existir. El poema no se inventa. El poema que existe por un proceso de vivencias ofrecidas por la realidad, posee validez universal y humana, por cuanto todo lo que nace del alma humana es humano y es universal.

El “instante”, siempre tan revelador en su relámpago, las fos-forescencias oníricas extrañamente organizadas en los abismos psíqui-cos, las presencias cotidianas, las cosas que ven los ojos, siempre tan necesarias para la formación de la materia poética, las visiones, las intui-ciones, todo esto forma al poeta. Y la poesía es el lenguaje íntimamente identificado con el mundo del poeta.

El poeta es un ser en estado de rebelión porque el terror le obliga a ello. Su única defensa es la expresión aunque sepa que nunca dejará de ser un desamparado. Por eso el poeta se mete dentro de sí mismo con el Universo y se angustia. Tal vez esta angustia sea lo que lo convierta en un alucinado.

El trabajo fundamental del poeta es descubrir su propio ser, des-entrañar su propia alma, poner en evidencia, con todo el poder de sus senti-dos, las experiencias que yacen en la luz y la sombra de sus abismos psíquicos.

Pero el poeta no puede adquirir el dominio del lenguaje sin adqui-rir el dominio de sí mismo, de sus experiencias, de sus vivencias. Es necesaria una luminosa vigilia hacia adentro para que nos sea posible explorar nuestras regiones sumergidas y pobladas de vivencias. Hay abismos en el alma a los que es difícil llegar. Tal vez el sueño nos conduzca a ellos en momentos en que maduros relámpagos nos sobrecogen.

La unidad del poema es su toque de magia.

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[El documentomás serio]

El universo le produce al poeta sobresalto, terror, pero acep-ta este sobresalto. En el deseo de expresarse radica la condición demo-níaca del poeta, porque la expresión es el puente que el poeta tiende entre el universo y el hombre. La palabra poética es una rebelión contra el misterio.

¿Cómo dar una opinión clara y concreta sobre la poesía, acer-ca de lo que es realmente la poesía? Esto no lo ha hecho nadie. Ni los más grandes poetas, ni los más grandes críticos. Porque los mismos grandes poetas, que son dueños de la sabiduría poética, no sabrían explicar los medios de que se valen para estructurar un poema, y mucho menos sa-brían hablar del fenómeno que tan misteriosamente los impulsa a com-poner ese algo que se llama poema.

Vamos viviendo y creemos que nos vamos olvidando. En ver-dad el tiempo cumple en nosotros su maravillosa obra de destrucción y creación, pero aún lo destruido se queda en nosotros. Y lo que nosotros creemos olvidado no es sino una vaga nostalgia dolorosa, una penumbra, una ceniza, que puede llegar a reconstituirse y arder en nosotros como un relámpago. Todo lo que ha descendido a lo más profundo y oscuro de nuestro ser, regresa en forma de síntesis, en forma de relámpago.

Nos debemos a tantas energías ocultas, a tantas fuerzas des-tructoras y creadoras, a tantos impulsos desconocidos, que debemos procurar acercarnos cada vez más a ellos a fin de aclararlos en nuestra existencia que anda tan dispersa y tan lejos de nuestro verdadero fin.

En el ser humano el olvido absoluto no existe. Lo que llamamos olvido es el miedo de lo que se puede perder. Lo que aparentemente se ha olvidado solamente se ha alejado de nosotros o se ha hundido tan profun-damente en nuestro abismo psíquico que la conciencia difícilmente puede

recuperarlo. Pero siempre queda en nosotros una resonancia, un eco de lo que se cree haber olvidado. Recuerdos, experiencias, imágenes, im-presiones, visiones, que se han alejado de nuestra memoria y hundido en lo más oscuro de nuestro ser, nos sorprenden de pronto en el sue-ño, enriquecidos por una magia íntima y misteriosa. Todo hombre lleva secretamente el mundo de sus sueños, formados casi todos por el eco de remotos acontecimientos de su vida. Los sueños luchan oscuramente contra el olvido en defensa de la integración del hombre.

El misterioso símbolo de la flor azul que llevó a Novalis al en-cantamiento, dirigiéndolo al reino de la noche y de la visión mística, aún da su luz al corazón humano, y es muy posible que esa luz se haga cada vez más radiante porque el corazón del hombre sigue hundiéndose en un secreto anhelo, en esa densa y transparente potencia que nos lleva de la vigilia al sueño, del sueño a una íntima creación. Al fin el alma no es sino una flor azul, cuya infinita fragancia embriaga y dirige nuestra existencia.

La poesía es el medio por el cual le ha sido dado al hombre legar su documento más serio.

La poesía es un trabajo arduo. En primer término uno no sabe cuándo comienza un poema. Uno se sienta en la silla con el papel en blanco, a veces saltan poemas como una liebre, como del sombrero de copa de un prestidigitador.

Vicente Gerbasi

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[Conejo]

[epílogo]

Ilustración: Vicente Gerbasi.

Corre, corre conejo por la nieve,que no te alcance el viento de la nieve.Te amparo por instantes del olvido,pero no olvides que la nieve cae,y su belleza cae con la muerte.

[epílogo]