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La ciudad entre la nostalgia del pasado y la visión apocalíptica 1 Las grandes ciudades de América Latina —esas Metropolitan galaxies como las definen los urbanistasson hoy escenario recurrente de novelas de proyección apocalíptica donde imperan el caos, la contaminación, el hacinamiento, el deterioro y la ruinificación, el tráfico congestionado, la inseguridad y la violencia. En ellas pululan personajes errantes, marginales o marginados —“huérfanos de vocación” al decir de Roberto Bolaño— oscilando entre la angustia, la desesperación o la resignación. En el deterioro progresivo y en su prematuro desgaste, las grandes capitales, las megapolis de crecimiento acelerado y descontrolado, se aparecen en desorden inhumano plagado de contradicciones, donde lujo, marginalidad y pobreza conviven bajo tensión en barrios diferenciados en forma drástica. La “jungla de asfalto” aúna rascacielos y guetos de ricos propietarios protegidos por barreras, códigos y guardias privadas, con cinturones de miseria y barriadas que recogen el éxodo rural o la propia marginalidad que genera la ciudad. En esta nueva realidad se ahogan los signos del proyecto que todavía puede adivinarse en los restos de los barrios históricos coloniales y en los trazados de las reformas de fines del siglo XIX. Con cierto regodeo de notas hiperbólicas se despliega una panoplia novelesca de México DF a Buenos Aires, pasando por La Habana, Caracas, Medellín, Lima o Santiago que ha ido cancelando en forma progresiva las perspectivas de la ciudad modélica y optimista del pasado para reflejar otra realidad. En su crecimiento arbitrario, ruidoso y confuso, ya no se reconoce el sosegado pasado colonial o el entusiasmado ingreso a la modernidad finisecular del siglo XIX, simbolizado en el trazado de grandes paseos y bulevares, como el Paseo de la Reforma en ciudad México dispuesto en 1864 por Maximiliano siguiendo el modelo de la avenida Louise de Bruselas, el Prado en La Habana, la calle Corrientes en Buenos Aires o la transformación de Santiago de Chile que 1 Este ensayo es la última versión de un work in progress sobre el tema de la ciudad en la narrativa latinoamericana del que se han ido publicando capítulos en libros colectivos y en Del topos al logos. Propuestas de geopoética (Iberoamericana, 2006). En recientes congresos en las Universidades de Caen, Rouan y Navarra se ha continuado esta investigación de la que el texto que sigue ofrece nuevas perspectivas, felizmente inconclusas.

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La ciudad entre la nostalgia del pasado y la visión apocalíptica 1

Las grandes ciudades de América Latina —esas Metropolitan galaxies como las

definen los urbanistas— son hoy escenario recurrente de novelas de proyección apocalíptica donde imperan el caos, la contaminación, el hacinamiento, el deterioro y la ruinificación, el tráfico congestionado, la inseguridad y la violencia. En ellas pululan personajes errantes, marginales o marginados —“huérfanos de vocación” al decir de Roberto Bolaño— oscilando entre la angustia, la desesperación o la resignación. En el deterioro progresivo y en su prematuro desgaste, las grandes capitales, las megapolis de crecimiento acelerado y descontrolado, se aparecen en desorden inhumano plagado de contradicciones, donde lujo, marginalidad y pobreza conviven bajo tensión en barrios diferenciados en forma drástica. La “jungla de asfalto” aúna rascacielos y guetos de ricos propietarios protegidos por barreras, códigos y guardias privadas, con cinturones de miseria y barriadas que recogen el éxodo rural o la propia marginalidad que genera la ciudad. En esta nueva realidad se ahogan los signos del proyecto que todavía puede adivinarse en los restos de los barrios históricos coloniales y en los trazados de las reformas de fines del siglo XIX.

Con cierto regodeo de notas hiperbólicas se despliega una panoplia novelesca de México DF a Buenos Aires, pasando por La Habana, Caracas, Medellín, Lima o Santiago que ha ido cancelando en forma progresiva las perspectivas de la ciudad modélica y optimista del pasado para reflejar otra realidad. En su crecimiento arbitrario, ruidoso y confuso, ya no se reconoce el sosegado pasado colonial o el entusiasmado ingreso a la modernidad finisecular del siglo XIX, simbolizado en el trazado de grandes paseos y bulevares, como el Paseo de la Reforma en ciudad México dispuesto en 1864 por Maximiliano siguiendo el modelo de la avenida Louise de Bruselas, el Prado en La Habana, la calle Corrientes en Buenos Aires o la transformación de Santiago de Chile que

1 Este ensayo es la última versión de un work in progress sobre el tema de la ciudad en la narrativa latinoamericana del que se han ido publicando capítulos en libros colectivos y en Del topos al logos. Propuestas de geopoética (Iberoamericana, 2006). En recientes congresos en las Universidades de Caen, Rouan y Navarra se ha continuado esta investigación de la que el texto que sigue ofrece nuevas perspectivas, felizmente inconclusas.

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saluda el poeta Rubén Darío en1886: “En América Latina, es la ciudad más soberbia”, su “lujo es cegador”.

Ciudades, finalmente, donde el espacio oclusivo y alienante desmiente el viejo adagio medieval italiano “l’aria della città rende liberi” cuando en pleno quatroccento los monarcas sueñan con ciudades nuevas, como proyecta el urbanista utópico Leon Battista Alberti en De re Aedificatoria (1452), mientras Antonio Averlino (llamado “Filarete”) propone en Trattato (1465) la ciudad ideal y más bien fantástica de Sforzinda que debería edificarse sobre una tierra fértil en pleno campo y donde sería posible vivir como en la Jauja de la tradición popular. Ciudades que inspiran el impecable trazado de la capital de Utopía (1516) de Tomás Moro y la Cittá del sole (1623) de Tomás de Campanella.

Tráfico congestionado, dificultades de transporte, contaminación y degradación del medio ambiente niegan en América Latina las notas optimistas del progreso con las que la ciudad del futuro se proyectó en los planos visionarios de urbanistas y utopistas. Queda lejos la Arcadia de la ciudad colonial, su trazado geométrico y las evocaciones, entre románticas y costumbristas, propuestas en la literatura en la idealizada visión de Bernardo de Balbuena en Grandeza mexicana (1604), por Sarmiento (Recuerdos de provincia, 1850) o Ricardo Palma en Tradiciones peruanas, (1889–1908).

Y quedan todavía más lejos, las antiguas capitales prehispánicas como Tenochtitlán y el Cuzco, concebidas como “ombligos” del mundo a modo y semejanza del cosmos, representadas en las cuatro esquinas de sus plazas y el emplazamiento de sus templos, modelo que la América hispánica heredó y lo hizo suyo en la variedad connotativa de planificadores, en los proyectos de arquitectos y paisajistas, en el ensalzamiento del recinto cerrado de la casa y del abierto de la plaza pública2. Pero, sobre todo, en la superposición de culturas en el mismo lugar, entendiendo como lugar la fusión del orden natural y el humano en un centro significado por una experiencia individual o colectiva. En el Zócalo de Ciudad México, ese lugar sagrado de encuentros, cargado de imágenes míticas prehispánicas, se levantan la Catedral y el Palacio Nacional coloniales y se anuncia la época moderna. Plaza de las Tres Culturas se llama a Tlatelolco, otro punto clave de la capital mexicana, en honor a esa condición demiúrgica que le ha valido el sobrenombre de la “ciudad con tres ombligos”.

2 La importancia de la plaza pública ha sido objeto de una copiosa bibliografía. Entre otras, “La plaza pública: un espacio para la cultura”, Culturas Vol,V; Nº4, Paris, UNESCO 1978.

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La línea de sombra, anuncio del colapso de la modernidad

Si bien la modernidad fue portadora de una fe en el porvenir, la ciencia y el progreso y durante un par de siglos la humanidad confió en el futuro y en la utopía para la erradicación de todos los males que la aquejaban, desde mediados del siglo XIX se empezaron a escuchar voces anunciando la “decadencia” y las buenas perspectivas se fueron ensombreciendo. Es “la línea de sombra” trazada a partir de las visiones de Lautreamont que “revelan la mirada descentrada y profundamente poética con la que Maldoror escudriña, descifra y enjuicia en Los Cantos los desmanes de esta sociedad” (Giraldi, 2010: 296). Luego vendría Nietzsche y sus visiones apocalípticas, La decadencia de Occidente de Osvald Spengler, “los escapes de gas del cerebro mundial” denunciados por Karl Kraus, las anti-utopías o utopías negativas de Jack London (El talón de hierro, 1907) y Zamiatin (Nosotros, 1920), el “abismo de la historia” al que se asoma la “enferma civilización europea” que observa Paul Valery, textos que abren las compuertas al pesimismo y a las visiones catastrofistas que han regresado con fuerza en las últimas décadas. Todas ellas favorecidas por la amenaza nuclear, primero, y luego por los diagnósticos medioambientales, el llamado fin de las utopías, la crisis de los “grandes relatos” de la historia en la que se ha solazado el post-modernismo y, de un lustro a esta parte, viviendo los vaivenes de una crisis económica y financiera que estremece a buena parte del mundo llamado desarrollado. Sobre todos planea el ángel que anuncia el Apocalipsis. Un ángel que se ceba en las grandes ciudades, donde los signos del “fin del mundo” mejor parecen encarnarse.

Esta puesta en escena de los avatares del imaginario apocalíptico está presente en la literatura latinoamericana, tanto en la poesía —basta pensar en Pax de Rubén Darío; Ecuatorial de Vicente Huidobro; Fin del mundo de Pablo Neruda; Apocalipsis (1965) de Ernesto Cardenal y Apocalipsis XX de Sara de Ibáñez— como en la ficción donde el intertexto bíblico es citado con cierta fruición por Mario Vargas Llosa en La guerra del fin del mundo (1981) y Julio Cortázar en “Apocalipsis de Solemtiname” (1976). Lo hace profético Gabriel García Márquez cuando en Cien años de soledad (1967) Macondo es sometido al juicio final, a la destrucción y es arrasado. Este reflejo también es evidente en las hiperbólicas provocaciones, cargadas de blasfemias, del conjunto de la obra de Fernando Vallejo, especialmente en El desbarrancadero (2011) y La puta de Babilonia (2007) y en la obra póstuma de Roberto Bolaño, 2666 (2004) donde la visión se extiende a todo el siglo XX y se abate sobre el mundo entero a partir de

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la ciudad fronteriza entre México y Estados Unidos de Santa Teresa, donde los tres 6 del título evocan el imperio de la Bestia del Apocalipsis de San Juan.

Si para unos estos motivos ejemplifican el discurso sobre el colapso de la modernidad latinoamericana (Julio Ortega) y para otros son el sustrato de contra-representaciones de la historia (Marco Kunz), nos interesa en este ensayo escudriñar las tramas teleológicas y la presencia de esos motivos en la narrativa urbana.

La derrota del urbanista

En América Latina la relación del escritor con la ciudad parece no haber tenido otra escapatoria que la de quedar atrapado en la espiral de la infamia que se hunde en el corazón de la urbe que habita. “La ciudad entró en la literatura hispanoamericana por los caminos del desarraigo nativo y coincidiendo con el modernismo”, aseguró Luis Alberto Sánchez en su estudio pionero sobre el Proceso y contenido de la novela hispano-americana de 1953 (Sánchez 1968:527). La ciudad se va convirtiendo en forma gradual en un ser vivo, feroz y monstruoso, encarnación de un Apocalipsis que llega en forma anticipada sobre una tierra devastada. “Semidesarrollada, nacida ya en ruinas, —diagnostica Esperanza López Parada— invivible pero ampliamente poblada, multiplicada hasta el hacinamiento, contaminada y anónima, resulta difícil orientarse en un espacio como el suyo, que cambia a cada hora” (2007: 223). La consecuencia es la provisionalidad, la irregularidad o el desorden, su constante y su ley. Camaleónicas, el rimo vertiginoso con que se alteran las hace incapaces para incorporar a sus ciudadanos. La ciudad crece de modo patológico, se desborda como un tumor.

Si se compara esta perspectiva con la que se ha dado en la narrativa norteamericana se percibe una diferencia. En principio, Nueva York es una “hermosa mujer de boca cruel” que deberá un día ser tapada por “un polvo que aniquile a sus habitantes”, como pregona Theodore Dreiser en My City (1929), o aniquilada por un terremoto en 2050, según la profecía de Edgar Allan Poe en Mellonta Tauta (1850). En La conversación de Eiros y Charmion (1839), Poe va más allá al invocar el Apocalipsis de la Biblia como vaticinio ineludible de la destrucción total por el fuego. Es más, todas las ciudades deberían tener “la capacidad de purificarse por el fuego o por la ruina cada medio siglo”, porque de no ser así se convierten irremediablemente “en las guaridas hereditarias de

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sabandijas y pestes”, según diagnostica Nathalie Hawthorne en The Marble Faun (1860).

Sin embargo, el escritor norteamericano cree, al mismo tiempo, que “la ciudad es la esperanza de la democracia” (Frederick C.Howe) o saluda el progreso del “tren aéreo” y de los tranvías como hace, a riesgo de parecer ingenuo, el poeta Walt Withman. Divididos entre un retorno abierto a la naturaleza y a una vida en pequeñas comunidades, como proponen Nature (1836) de Emerson y Walden (1854) de Thoreau y los valores del progreso en que creen la mayoría, los poetas y novelistas critican las grandes ciudades no por demasiado civilizadas, sino por no serlo suficientemente. Un futuro esperanzado puede habitarlas. John Dos Passos apostará a la visión caleidoscópica para convertir a la ciudad en protagonista en Manhattan transfer (1925), modelo que tendrá seguidores en América Latina

Por el contrario, el narrador latinoamericano difícilmente apuesta al mito civilizador de integración y consolidación del espacio urbano. Nada parece detener el progresivo deterioro de las grandes capitales, amenazadas por las dramáticas contradicciones que albergan en su seno desde su propia fundación. Ciudades que acumulan proyectos utópicos no realizados y mitos degradados, proyectos visionarios de urbanistas y desarrollo espontáneo de barriadas, conviviendo entre nostálgicas miradas al pasado y catastróficas visiones del futuro. Ciudades donde se disimula la inconfortable relación entre la elite intelectual y la pobreza que la rodea, donde la mala conciencia de vivir en barrios privilegiados se trasciende en la exaltación del valor simbólico de la memoria urbana de zonas históricas rehabilitadas y áreas residenciales tradicionales.

Ciudades que proclaman la derrota del urbanista y sus proyectos por la aparición de la noche a la mañana de barrios espontáneos, no controlados, donde el aparente desorden de la naturaleza toma su revancha contra toda planificación. Apenas queda el recurso del humor que propone Alfredo Bryce Echenique en Un mundo para Julius (1970) para Lima o Juan Villoro en Materia dispuesta (1997) para México. En otros casos, el refugio nostálgico en el pasado que representan los grandes caserones, esas “casas quinta” amenazadas por promotores y especuladores inmobiliarios se transforman en la obsesiva temática de novelas como Con las primeras luces (1966) de Carlos Martínez Moreno y Coronación (1957) Este domingo (1966) y El obsceno pájaro de la noche (1970) de José Donoso. En su extravío del “espíritu de ciudad”, Manuel Mujica Láinez también se refugia en La casa (1954), una noble mansión de la calle Florida de Buenos Aires que mientras la demuelen, cuenta la historia de sus muros. Del mismo modo, la casa se convierte en prolongación de la conciencia del protagonista en

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Sangre patricia (1902) del venezolano Manuel Díaz-Rodríguez. Tulio siente que “el alma de la casa empezó de súbito a vivir para él, con vida poderosa y múltiple.” Por ello, las autoras de La casa paterna. Escritura y nación en Costa Rica (1993) sostienen que “en el mundo de la ciudad, cada vez más despersonalizado y riesgoso, aparece la casa como último reducto del idilio”, aunque añadan: “Pero este asilo también se ve amenazado por el paso del tiempo, por la historia”3.

En la eclosión de la literatura urbana que desestructura las visiones jerarquizadas y concéntricas del centro y sus ensanches modernistas surgen puntos focales deconstruidos en barrios, suburbios y en la variedad de poblaciones “espontáneas” —villas miseria, favelas, callampas, cantegriles, etc.— que forman los cinturones de pobreza o son “islas” en el propio centro de la ciudad. Las sórdidas barriadas de Quito de En las calles (1935) de Jorge Icaza, la capital anónima de Al pie de la ciudad (1958) del colombiano Manuel Mejía Vallejo hecha de las oleadas del éxodo campesino, los “barrios de latas” de Lima, donde pululan los anti-héroes de Enrique Congrains Martin en No una, sino muchas muertes (1967), son ejemplos de este progresivo “descentramiento” urbano reflejado en la narrativa.

Buenos Aires de “gran aldea” a Babel

Tomemos el ejemplo de Buenos Aires. En Amalia (1850) de José Mármol, la capital de la Argentina sometida por la dictadura de Rosas es “un desierto, un cementerio de vivos”, donde civilización y barbarie se estructuran en campos semánticos antinómicos, cuando no maniqueos, en el propio territorio urbano. Casi cincuenta años después, la ciudad patricia de Mármol, se ha transformado en una flamante cosmópolis (como la define Rubén Darío), presunta Atenas del Plata o París de las pampas, como pretenden otros.

Sin embargo, está asediada por la especulación y embriagada por la facilidad para hacer y deshacer fortunas que diseña con tintes casi autobiográficos Julián Martel en La bolsa (1890). Por esa misma ciudad que ha perdido bajo el aluvión inmigratorio su carácter de “gran aldea” (La gran aldea,1884, titula Lucio V. López su nostálgica mirada por la sociedad criolla), se pasea el protagonista de

3 Flora Ovares, Margarita Rojas, Carlos Santander y María Elena Carballo, La casa paterna. Escritura y nación en Costa Rica, San José, Editorial de la Universidad de Costa Rica, 1993, p,.275. Esta obra constituye un excelente ejemplo de “topo análisis” del espacio significado por la literatura.

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Sin rumbo (1884) de Eugenio Cambaceres: “En un anhelo de movimiento, en un deseo, en una necesidad de ruido y de tumulto, vagaba por las calles más centrales”.

La ciudad cosmopolita sucumbirá a la “amenaza babilónica”. Aunque lo había anunciado Sarmiento en Facundo (1845) —“Buenos Aires, la Babilonia americana”— es Héctor Pedro Blomberg en los relatos Las puertas de Babel (1920) donde construye “un panorama torvo” de la capital porteña, en el que se reflejan “el espejismo de tierras remotas” y los “restos de naufragios de la voluntad y de la ilusión” de los hombres, cuyos desechos “el mar arroja a los puertos” y donde la ciudad es “la confidente de hombres solitarios, cuyo rezongo anida en sus corazones y los llena de una incurable desazón” (Soto 1959: IV).

Detrás de esta representación de la gran urbe se va delineando la oposición entre el “país visible” y el “invisible” con que Eduardo Mallea en Historia de una pasión argentina (1937) plantea la dicotomía esencial argentina: una capital-puerto mirando hacia el otro lado del Atlántico y un país silencioso (¿o silenciado?) detrás. Una imagen negativa de la capital que resume en La bahía del silencio (1940) al afirmar que Buenos Aires “era la ciudad sin gloria”.

La ciudad, esa “prostituta enamorada de sus rufianes”

La gran urbe, de la que la capital porteña es paradigma en América del Sur, estalla en la proyección subterránea de la antiutopía de Roberto Arlt. En Los siete locos (1929) y en Los lanzallamas (1931) la ciudad caleidoscópica se asimila a “una prostituta enamorada de sus rufianes y de sus bandidos”, dicho lo cual el autor concluye: “Esto no puede seguir así”. Condenada a su proyectada destrucción, sobre ella se proyecta la ciudad imaginada por el arquitecto Balder en El amor brujo (1932): una Buenos Aires de acero y cristal.

Estos seres exaltados que afirman querer transformar el mundo de un gesto revolucionario, poseídos, dueños de verdades absolutas y tajantes, sectas y grupos que se organizan para robar, matar o fundar “prostíbulos perfectos”, saben que su proyecto está condenado de antemano. No es extraño, entonces, que concluya diciendo en Los lanzallamas que “la revolución es imposible en América Latina”, porque el hombre está marcado por una fatalidad: el hombre “finalmente es oprimido por su prójimo o esclaviza a los otros”, aunque prometa vagamente que: “Después vendrá el anarquismo” (Arlt 1963: 149).

En este contexto, no llama la atención que la verdadera propuesta sea “inaugurar el imperio de la Mentira, de las magníficas mentiras” como sugiere el

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Astrólogo (1963: 102) o afirmar que : “La felicidad de la humanidad sólo puede apoyarse en la mentira metafísica” (1963:140), esos “milagros apócrifos” que, manteniendo en la más absoluta ignorancia a la gran mayoría, aseguran el retorno de la edad de oro y el buen gobierno por parte de una minoría esclarecida, porque “aquel que encuentre la mentira que necesita la multitud será el Rey del Mundo” (1963: 151).

El proyecto subversivo no está basado únicamente en “la ensalada rusa” de una revolución de notas ambiguas, que puede ser tanto bolchevique como fascista, y cuya meta es la creación de un “hombre soberbio, hermoso, inexorable que domina las multitudes”(1963:52), Príncipe de la Sapiencia de sospechoso parentesco con el superhombre de Nietzsche. Sin embargo, detrás de la propuesta maquiavélica de El Mayor –atraer “desorbitados” a una secta de apariencia bolchevique para crear un ficticio cuerpo revolucionario que permita dar un golpe de estado militar e instalar una dictadura –se descubre el talento premonitorio y visionario de Arlt. ¿Cuantos golpes de estado se han dado en América Latina con esa excusa? Una premonición que lleva a una observación no menos pertinente: la eficacia del bastón en la espalda de los pueblos está basada en la cuestión de “apoderarse del alma de una generación” (1963:143).

En otros casos —irónico presagio de lo que sucedería no muchos años después en los campos europeos— la experimentación científica se pretende poner al servicio de la revolución social. Cultivo de microbios de la peste bubónica y el cólera asiático, fábrica de gases asfixiantes, anuncian una especie de “holocausto”, apenas teóricamente justificado por la admirada interrogante de El Astrólogo: “¿Sabe usted cuantos asesinatos cuesta el triunfo de un Lenin o de un Mussolini? A la gente no le interesa eso. ¿Por qué no le interesa? Porque Lenin y Mussolini triunfaron. Eso es lo esencial, lo que justifica toda causa injusta o justa” 1963:134). En el “llamado del camino tenebroso” en el que se embarcan personajes como Balder o Erdosain, lo que importa es la subversión de las leyes de lo “bello” y de la “decencia”, la demolición de la “visión del hombre honesto” heredada del siglo XIX, esa violación del sentido común: “Yo quiero violar la ley del sentido común,” el anunciado cross a la mandíbula de la advertencia inicial de Arlt en Los lanzallamas.

Visiones de Babel en la “tierra de nadie”

Casi todas las capitales latinoamericanas son la Tierra de nadie (1941), como titula Juan Carlos Onetti una de las primeras novelas urbanas rioplatenses

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contemporáneas. Allí se refugian solitarios y desarraigados y en la libertad del anonimato se disimulan las derrotas cotidianas. En sus meandros subterráneos, sucedáneos del infierno, descienden años después los antihéroes de Leopoldo Marechal, especialmente en el viaje de Adán a Cacodelphia (Adánbuenosayres, 1948) y de Ernesto Sábato en su Informe para ciegos (Sobre héroes y tumbas, 1961). El subterráneo llega a ser el revés de la ciudad de la superficie, lugar por excelencia de las apariencias. Allí se concentran los miedos ligados a la angustia urbana y se disimulan zonas secretas ignoradas por la ciudad y se agazapan amenazas no identificadas, sombras y peligros.

En efecto, la ciudad propicia un descenso cotidiano al infierno –la “ciudad oscura” de Cacodelfia– como propone Marechal. Entre mito y parodia, entre ficción alegórica, irónico y presuntuoso pastiche metafísico, Adánbuenosayre narra el viaje iniciático del protagonista Adán a través del barrio de Villa Crespo, peregrinaje suburbano que incluye un descenso a un purgatorio (¿o infierno?), reverso subterráneo de la capital porteña, ese “archipiélago de hombres islas”, esa ciudad que está todavía por hacerse: “la tristeza del barro que pide un alma”.

Ernesto Sábato, en Sobre héroes y tumbas (1961), aborda Buenos Aires como una ciudad que no es la verdadera capital de un país sino “una Babilonia desestructurada”, nada menos que seis millones de argentinos, españoles, italianos, vascos, alemanes, húngaros, rusos, polacos, yugoslavos, checos, sirios, libaneses, lituanos, griegos y ucranianos. Sábato se pregunta con indisimulada ironía, “‘lo nacional’. ¡Dios mío! ¿Qué era lo nacional?” (Sábato 1964: 139). En este caso, si la Argentina aparece como “un país inexistente” es porque “nada tiene importancia para uno”, “aunque la peste diezme una región de la India”, y no porque “nunca sucedan cosas”, como cree Bruno, uno de los personajes claves de ese desarraigo urbano. ¿Como escapar, pues, de la realidad cotidiana de un Buenos Aires semejante? Desde su infancia, la heroína Alejandra habla de irse a la China o al Amazonas y propone a Martín recorrer “países salvajes”. Se trata de “irse lejos”, “irse de esta ciudad inmunda” a “un lugar lejano, a un lugar donde no conociera a nadie”.

Babel es el símbolo de cada ciudad —nos dice H.A.Murena— Figura de la razón triunfante sobre la naturaleza, “la ciudad embriaga con sueños de titanismo” (Murena 2002: 418). La ciudad, encarnación del lucro, intereses y usura, animaliza mediante la mecanización y el dominio, ya que “si favorece una contigüidad de apariencia protectora, en el fondo obscena, persiguió al amor que ha debido hacerse furtivo. Si despierta pasajeras ilusiones, que se suceden una a otra, expulsó la esperanza” (2002: 419). La ciudad —en resumen— es un

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instrumento de tortura: lo útil como desgracia radical. “El mundo concluye cotidianamente en un desastre. Es el fin del mundo lo que la vida vive. El apocalipsis: de eso huimos en razonable máquinas enloquecidas” (2002: 419).

Con el paso de los años, la imagen apocalíptica de Buenos Aires no mejora. A todo lo más se esfumina en una trama urbana apartada de “la geometría racional”, cuyo enroscamiento de recorridos en las barriadas y villas miseria, construye un laberinto cerrado e indescifrable en el que no es aconsejable aventurarse —como sugiere César Aira en La villa (2001).

En un caso extremo, Sergio Chejfec en El aire (1992) aborda el espacio de los baldíos en los centros urbanos, lugares deshabitados que rompen la continuidad de la ciudad, para exaltarlos como el “no lugar” por excelencia. Gracias a ello, sostiene en Boca de lobo (2000) que “no puede llamarse ciudad el lugar donde uno se pone a caminar y encuentra solamente ruinas maltrechas y tierra abandonada, como tampoco se puede llamar campo este territorio señalado por la improvisación y la indolencia” (Chejfec 2000: 119). La solución no es edificar en esos baldíos, ya que “todo lo que se edifica es una promesa de ruina” y habitar casas significa ocupar ruinas (2000:17). La transformación urbana queda reducida a metáforas del deterioro y la demolición.

Caracas, entre el asfalto y el infierno

Otras capitales latinoamericanas enfrentan una similar desestructuración. En esta perspectiva, Caracas no es otra que la violencia y el caos urbano descrito con un cierta insistencia en la novelística de Adriano González León y Salvador Garmendia, como lo había sido su suburbio de prostíbulos, pulperías e inquilinatos en Campeones (1939), de Guillermo Meneses. Las veinticuatro horas de la vida del guerrillero Andrés Barazarte en cumplimiento de una misión a través de Caracas permiten a González León dar en País portátil (1968) una visión palpitante y frenética de una jungla de asfalto que ya había proyectado en un relato anterior, Asfaltoinfierno (1963), donde la ciudad, una vez más, es sinónimo de ese infierno con el que se la asocia tradicionalmente. Una esquina, un rostro cruzado al pasar, frases fragmentadas escuchadas sin querer permiten un juego de planos en el tiempo y en el espacio que se superpone al presente.

Caracas es su propio pasado, las zonas rurales que la rodean, las barriadas que la ciernen, su ausencia de centro, el atasco permanente de sus calles: “Media hora para atravesar Sabana Grande, media hora para un poco más de siete cuadras” (González León 1968: 12). El calidoscopio de una urbe que no termina

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de cuajar en una capital estable de direcciones y perspectivas definidas permite este juego permanente de planos que recuerda, por su temática central, a la novela Gestos (1963) de Severo Sarduy, ese viaje de una bomba a través de La Habana sometida por la dictadura de Batista.

Caracas es también la “ciudad circular” de Largo (1968) de José Balza, esa ciudad cuya expresión es “laberíntica”, como la define el protagonista, y cuya historia desea que le “gire alrededor, que me circunde”. “El auto avanza hacia el sur y he aquí, laberíntica, la expresión de la ciudad” (Balza 1968:72). Sin embargo, aunque nacido en Caracas, su protagonista “no conoce la evolución de su propia ciudad”, y al conducir un automóvil por sus avenidas se extravía para decirse que “quiero que gire a mi alrededor, que me circunde, la historia de mi ciudad” (1968: 92).

Pero quien se aparece como el escritor emblemático de Caracas –el que mejor “ha robado la magia literaria de la gran ciudad”– es Salvador Garmendia. En Los pequeños seres (1959), Los habitantes (1961), Día de ceniza (1963) y La mala vida (1968) capta la angustia y la barbarie del hombre perdido en los laberintos de la inmensa capital heterogénea, polarizada y violenta, pero no por ello menos atractiva. Garmendia domina el sermo urbanus y conoce bien los subterráneos y las miserias físicas y morales de la metrópoli venezolana. Ha captado la angustia, la melancolía y la barbarie del hombre perdido en los laberintos urbanos, cuya magia ha “robado” con eficacia literaria. Esa angustia se traduce en el andar sin pausa y sin objeto por las calles del personaje central de Los pequeños seres, Mateo Martán: ¡Andar! las calles se suceden sin tregua, disímiles, cada una dispuesta para conducir la vida que bulle en medio de su cauce. Atravesar aceras rebosantes, mezclarse a las manadas impacientes que esperan para cruzar la calle, escurrirse por entre los cuerpos que obstruyen las esquinas. Moverse sin objeto en la estridencia y el fragor…(Garmendia 1959: 123).

Lima, “saturada de pretérito”

Lima es “la horrible”, como la bautiza Sebastián Salazar Bondy, aún ejerciendo ese rol abusivamente tutelar y centralista de capital que vive abstraída de la realidad lacerante del resto del Perú. “Los limeños viven saturados de pretérito” —considera en Lima la horrible, 1964— Alienados, nostálgicos, miran hacia atrás, alimentando la falacia de un pasado noble que anula los intentos presentes y paraliza cualquier proyección de porvenir. El sentimiento de pérdida de un pasado

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señorial lo asocia a la reivindicación de una “utopía del pasado”. La ciudad es percibida como espacio de una extraviada nostalgia, fundamentalmente anacrónica. Cuando Lima ofrece su rostro amable es porque está impregnada por la nostalgia de un mundo apacible y provinciano, salvaguardado en un barrio, como es el caso de Barranco en La casa de cartón (1928) de Martín Adán.

“Perú es Lima, Lima es el Jirón de la Unión; el Jirón de la Unión es el Palais Concert, la confitería limeña donde se reúnen en la belle époque la buena sociedad, los intelectuales y los dirigentes políticos”, como propone Abraham Valdelomar en La ciudad muerta (1911). Una ciudad que ya anuncia en Duque (1934) de José Luis Canseco la visión sesgada y crítica de un “perro fiel”, el Duque que da nombre a la novela, de una sociedad limeña cuyo protagonista, un efebo de vieja familia, oscila entre la homosexualidad y los amores de una joven de la buena sociedad.

Sin embargo, desde Una lima que se va (1921) de José Gálvez, la ciudad muestra sus patéticas grietas. La diversificación de estilos que la narrativa de los sesenta propició tuvo otras expresiones urbanas originales. Atenido a un realismo escueto, sin barroquismos o excesos, Lima es también el espacio desolado de Los gallinazos sin plumas (1955) de Julio Ramón Ribeyro o el escenario de un deambular sin rumbo de los cuentos de Oswaldo Reynoso, aunque intenten convencerse de la necesidad de un centro: Julio Ramón Ribeyro refleja la vida de Lima, privilegiando la de los seres marginales, outsiders, delincuentes o pobres desarraigados que campean en los relatos de Los gallinazos sin plumas (1955) y Las botellas y los hombres (1964). Sin estridencias, Ribeyro fue construyendo un mundo donde los “niños bien” de la sociedad limeña, como Ludo el protagonista de Los geniecillos dominicales (1965), se codean con el lumpenaje de los ambientes “barriobajeros” del puerto de El Callao, pero, sobre todo, acumulan experiencias iniciáticas de formación.

Desde entonces, el deterioro de Lima ha sido progresivo e ineluctable. Deterioro que lleva a Jorge Eduardo Benavides en El año que rompí contigo (2003) a calificar Lima como “capital mundial de la desesperanza”. El protagonista recorre los barrios “ulcerados que eran el pulso de nuestro moribundo país”, camina en grupos “evitando los charcos pestilentes, los gruñidos de los perros, las miradas intransigentes de los mayores” (Benavides 2003: 135). En esos barrios —“peruvian dream de los provincianos”—“empieza el Perú real, qué profundo ni qué ocho cuartos; la miseria profunda, los cerros arenosos y la tierra estéril donde se levantan las casuchas de esteras que parecen cuarteaduras

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hediondas en la superficie del terreno, el gentío paupérrimo que bulle en sus entrañas” (2003: 214).

En Colombia, barrios transformados en auténticos focos de violencia donde imperan el narcotráfico, clanes y “tribus” suburbanas, fraccionan la centralidad neocolonial y la modernidad apenas asimilada de Medellín o Bogotá. La virgen de los sicarios (1994) y El desbarrancadero (2001) de Fernando Vallejo y Rosario Tijeras (1999) de Jorge Franco Ramos, para la primera, y Scorpio City (1998) de Mario Mendoza, para la segunda, alejan definitivamente la ciudad de la Arcadia de sus barrios apacibles. Violencia real y latente, perceptible en la sensación que resume la protagonista de Satanás (2002) de Mario Mendoza cuando vaga por la ciudad de “calle en calle, confundida entre la multitud de indigentes y alucinados que recorren la ciudad durante horas interminables y que suelen pernoctar en potreros baldíos, en caserones abandonados, en parques poco concurridos o debajo de los puentes en guaridas improvisadas y malolientes” (Mendoza 2002: 283). La violencia que se instaura es más social que política, más cercana de la gratuita indiferencia con que se la contempla en la pantalla de televisión o de un video-juego que del proyecto revolucionario con que pudo intentar legitimarse en el pasado.

Ciudades que se caen a pedazos

La visión apocalíptica se prolonga en los autores jóvenes contemporáneos. Por eso, Jorge Peveroni —nacido en 1969— puede exclamar en forma implacable en El exilio según Nicolás (2004): “Este país se fue al carajo, al cuarto mundo, Roberto. No quiero estar en una ciudad que se cae a pedazos, con gente fea por todas partes, con tipos frustrados y vencidos, con viejos amigos que se destruyen de a poquito” (Peveroni 2004:25). Sin embargo, se sospecha que detrás de la única salida que se avizora: irse del país, emigrar, acechan otras nostalgias por descubrir. No se olvida tan fácilmente la ciudad en que se ha nacido y crecido, Montevideo, por muy ruinosa que se la describa; maldición y condena que ha perseguido a poetas y escritores de todas latitudes y a la que no escapan los uruguayos viviendo fuera de fronteras.

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Por su parte el malogrado Andrés Caicedo4 exclama "Maldita sea. Cali es

una ciudad que espera, pero no le abre las puertas a los desesperados”. Una ciudad que se torna en calabozo, para sentirse preso toda su vida. Así se verá, rodeado de caníbales, ángeles y adolescentes perdidos. Cali será su recurrencia eterna, hasta su suicidio. La obra de Caicedo tiene el aire ardiente de esa ciudad del occidente colombiano, que aparece reinventada con sus motivos apocalípticos y se puebla de adolescentes inadaptados que buscan su identidad a lo largo de noches sin fortuna.

La Habana: un realismo sucio que parece fantástico

Lejos de la alegre musicalidad y la fiesta del lenguaje de Guillermo Cabrera Infante y de la embellecida “ciudad de las columnas” de Alejo Carpentier, La Habana que proponen Pedro Juan Gutiérrez, Leonardo Padura, Abilio Estévez y Ronaldo Menéndez se centra en el deterioro y el proceso de “ruinificación” de sus edificios más emblemáticos. “Existe un sentimiento de dislocación y anacronismo debido al contraste entre la opulencia y belleza de los edificios y su estado ruinoso” —anota Ángel Esteban (2007: 150)— al punto que la construcción textual del lugar, puede implicar la construcción simbólica de un territorio interior, auténtico espacio poético donde, aunque La Habana parezca “una ciudad bombardeada”, no deja de ser seductora.

No lo es, sin embargo, en Trilogía sucia de La Habana (2002) de Pedro Juan Gutiérrez donde Centro Habana “convulsiona y es como una gran cueva húmeda y mugrienta, rebosante a mierda, ratas y cucarachas” (Gutiérrez 2002: 73). En esos edificios ruinosos, los olores de las deyecciones de pollos y puercos atraen cucarachas y ratas suben desde los sótanos por los tragantes pluviales de edificios ruinosos, auténtico microcosmo de la putrefacción. Se trata, por lo tanto, de sobrevivir entre los escombros, en el medio de la decadencia y entre las ruinas. Sin embargo, muchos de esos edificios cuyo interior es “un laberinto increíble de

4 Caicedo nació en Cali el 29 de septiembre de 1951 en el seno de una familia burguesa, la clase que criticará siempre. El sabía que nada podía hacer contra el sistema, entonces se dedicó a sabotearlo desde la cultura no oficial; y se valió del teatro, el cine, la novela, el cuento, el lenguaje irreverente, la poesía desinhibida, las drogas. Andrés no quería pasar la frontera de la juventud, y faltaba poco para la tarde del 4 de marzo de 1977 en que 60 pastillas de Seconal cumplieron su obsesión de saber que vivir más de 25 años era una vergüenza. Se lo había dicho un día a sus amigos, y a partir de ese momento comenzó a preparar su inmortalidad.

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trozos de escaleras sin barandas, oscuridad, olor a rancio y a cucarachas y a mierda fresca” (Gutiérrez 1998:83), tienen fachadas de “bancos sólidos y eficaces” que imitan las imponentes de Boston y Filadelfia de los años treinta. El tono apocalíptico de la obra de Gutiérrez culmina en el diluvio de connotaciones bíblicas del final de El rey de la Habana (1999) lleno de alusiones alegóricas a una suerte de maldición divina.

“La gente se ha quitado la careta —afirma Pedro Juan Gutiérrez en Carne de perro (2005)—. Nada de apariencias. Ahora es la época del caos y el vértigo. Garras y colmillos, al borde del precipicio”. Por su parte, Leonardo Padura recorre una Habana nocturna provistode la linterna de la literatura policial de su detective Mario Conde, tras la que se adivina un ineludible trasfondo social.

La Habana de Ronaldo Menéndez en Las bestias (2006) y en Río Quibú (2008) se cae a pedazos y provoca en el protagonista de Las bestias, el profesor Claudio Cañizares, “un odio del tamaño de toda la ciudad”, odio por el país entero para el que no necesita establecer una causa tangible, aunque precise que odia el barrio en el que le ha tocado vivir porque en “cada esquina hay un bulto de negros, cogitabundos, escandalosos, impúdicos bajo el sol del Caribe” (Menéndez 2006: 21). Su barrio es promiscuo como “la isla pequeña y promiscua”, esa “isla chica que es infierno grande” —se dirá— denunciando “la bola de tedio de los últimos diez años” marcado por “una dictadura con un incurable delirio de persecución”.

En un paisaje urbano de vitrinas entre feas o inaccesibles, líneas telefónicas imperfectas, desde “la esquina de la nada cotidiana” es fácil imaginar por qué todo el mundo está criando un puerco, “una máquina de devorar todo lo que no fuera su propio cuerpo”. La cría del cerdo en una bañera, engordarlo con sobras que debe procurarse en un mundo donde todos crían cerdos se convierte en la obsesiva preocupación de un profesor que se va degradando para descubrir que “el camino es más importante que el fin”. Recuerda la frase final de un film ruso: “De qué sirve el camino, si no conduce al templo”, para comprobar que no es necesario el templo o, dicho de otro modo, que el camino es el templo (2006: 98).

La situación no mejora en Río Quibú (2008) donde “el barrio es una circunferencia cuyo centro está en todas partes y cuyo perímetro se traslada al infinito”. En los márgenes del Quibú y sus aguas nauseabundas los vecinos se dedican a la confección de balsas en las que los isleño se fugan a un más allá que sobrepasa el perímetro en “busca de la tierra que nadie les ha prometido” (Menéndez 2008: 25). En este barrio que no parece peligroso, sino que “es un lugar peligroso”, edificado a las orillas de un río de aguas pútridas, sus habitantes

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no crían cerdos para comerlos, sino cocodrilos. Sin embargo, los cocodrilos no integran el Menú Insular que todos aspiran comer, sino que hacen desaparecer los últimos despojos de seres humanos que han pagado por las balsas con las que piensan huir de la isla y que han terminado siendo asesinados para elaborar con sus carnes sabrosos guisos. “Maceran la carne en naranja agria, ajos y laurel, y luego la fríen con manteca de puerco o la asan”, explica con delectación el Gordo (2008: 110), mientras el protagonista comprueba como le resulta maravilloso que aquella ciudad siempre pudiera estar peor. Cada día peor, suerte de moraleja para una triste fábula donde el realismo de tan crudo y descarnado parece fantástico.

Desastres ideológicos y económicos, amenazas de inanición y búsquedas de soluciones individuales caracterizan un período del que la narrativa se propone dejar la más contundente y variada crónica, muchas veces invisible en la prensa nacional. Piezas como El rey de La Habana (1999) y Trilogía sucia de La Habana (1998) de Pedro Juan Gutierrez, relatos como los de Rumba Palace (1995) y la novela corta Perversiones en el Prado (1999), de Miguel Mejides, novelas de alto vuelo literario e indudable calidad estética como Tuyo es el reino (1997) y, sobre todo, Los palacios distantes (2002), de Abilio Estévez, cuentos del apocalisis social y humano como los del volumen La Habana elegante (1995), de Arturo Arango, novelas de la desesperanza como El cándido paseante (2001) de Jorge Angel Pérez o Silencios (1999) de Karla Suárez, más otra infinidad de narraciones quizás demasiado cargadas de marginales, prostitutas, arribistas, mendigos, emigrantes (balseros que se van y “gusanos” que regresan), locos, drogadictos y sobre todo homosexuales, de personajes marcados por el escepticismo, la sordidez y la decepción más amarga –la multiplicación del desencanto— reflejan la crónica de un período de mutaciones profundas y hacen del espacio urbano, muchas veces descrito con minuciosidad, un maremagnum caótico y un anuncio del cercano apocalipsis hacia el que se mueven personajes destrozados, en ocasiones definitivamente insalvables, muy distintos de los que promueve la propaganda oficial.

México DF: “el monstruo más hermoso del mundo”

Pero ninguna capital latinoamericana ofrece una imagen literaria más apocalíptica que México. La antigua Tenochtitlán —“La Ciudad de los Palacios”— se ha transformado en “el monstruo más hermoso del mundo”. Su extensión, esa “mancha urbana” con que los topógrafos aéreos definen la visión desde el aire de

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Tokio, Los Ángeles, Sao Paulo o México DF, la hace inabarcable, con un centro esfuminado en la distancia y vaciado de contenido. Desde Ojerosa y pintada (1960) de Agustín Yáñez; la trepidante obra, entre periodística y literaria, de Luís Spota (1945–1985); La región más transparente (1958) y Cristóbal nonato (1987) de Carlos Fuentes a José Trigo (1966) de Fernando del Paso y Espectáculo del año dos mil (1981) y La leyenda de los soles (1993) de Homero Aridjis, la compleja pluralidad de México se percibe, no en el jocundo estallido de la concentrada intensidad cultural que la caracteriza, sino en los contrastes que genera el difícil diálogo entre tradición y modernidad. “El aire transparente” que ensalzara Humboldt y sobre el que ironiza Fuentes en La región más transparente, es hoy una atmósfera contaminada e irrespirable?= a la que todos se resignan.

En Ojerosa y pintada, Agustín Yáñez encarna la ciudad como una mujer con ojeras de trasnochadora y maquillada con exageración. Visión descontrolada a través de un taxista, cuyo oído registra las voces de la ciudad y la de los pasajeros que suben y bajan del automóvil, en un texto fragmentario, auténtico registro “magnetofónico” de la polifonía reinante. El ritmo de la ciudad, la convivencia estrepitosa de una multitud, la mezcla y el contraste de tipos humanos que la habitan, otorga a la narración una impronta particular. Las características de la gran ciudad, sin llegar a la imagen laberíntica, caótica o absolutamente fragmentada de la narrativa contemporánea, traslada su desorden al mismo relato (Arias 2005: 78).

En Cristóbal nonato, Fuentes propone una suerte de novela de anticipación plagada de signos milenaristas. El protagonista ha sido concebido el 6 de enero de 1992 y nacerá a la medianoche del 12 de octubre de 1992, en directa alusión a los 500 años del descubrimiento de América. Su relato como “nonato” se publica en 1987, cinco años antes de los eventos que relata, por lo cual, Fuentes se permite imaginar en un lenguaje liberado, una ciudad de México caótica e infernal, marcada para siempre por el terremoto del 19 de septiembre de 1985, ya que “la imagen de la Ciudad es desde hoy su destino”. “En México nos va mal”, dice Ángel, el padre del protagonista. “Esto es una tautología” —responde su esposa— “México es para que nos vaya mal”. La ciudad no es otra que una acumulación de metáforas sobre la utopía que no fue, del mito degradado en la dura vida cotidiana: “ciudad reflexión de la furia”, “ciudad del fracaso ansiado”, “ciudad perra”, “ciudad famélica”, “ciudad lepra y cólera hundida”, como la llama sucesiva y obsesivamente Carlos Fuentes. En resumen, como escribe Gustavo Saínz en Gazapo (1965): “¡Pinche ciudad!… Qué fea es!”.

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En Dulcinea encantada (1992) de Angelina Muniz Huberman, una mujer

sentada en el asiento trasero de un automóvil que rueda en el interminable Periférico del Sur de ciudad México sufre una intensa revelación interior. Respirando los gases tóxicos de ruidosos tubos de escape y ante un paisaje de fábricas con sucias chimeneas, edificios despintados y barrios miserables que desfila ante sus ojos, descubre una ciudad que parece de pesadilla. México es la estación terminal de un viaje a través de la historia que confluye hacia un anuncio explícito del Apocalipsis. Fragmentos del libro de la Biblia sobre los últimos días son citados y la propia novela se divide en capítulos titulados como los “siete sellos” del Apocalipsis, adelantando el trasfondo de muerte y resurrección en que se resume.

Los personajes del colombiano Eduardo García Aguilar viajan por el mundo entero (El viaje triunfal, 1993) y recalan en México DF. en Urbes luminosas (1991). En la intertextualidad propuesta entre ambos textos, anuncia que su obra será “algo nuevo”, ya que “el mundo de hoy se fragmenta, todo estallará: mi obra será el testimonio de ese desmoronamiento” (García Aguilar 1993:143). La visión de la ciudad de México desde el piso 28 de la Torre Latinoamericana, anuncia ese estallido. En la ciudad contemplada como “una amiga silenciosa y cómplice” (1993:141) en el relato “Crónica de la urbe luminosa”, se descubren destellos de incendios lejanos, mientras una placa metálica de esmog baja al atardecer sobre sus avenidas y calles. En ese momento, la Torre cimbra, se inclina y empieza a elevarse hacia el cielo, convertida en un cohete. El “viaje triunfal” de García Aguilar termina en esa “urbe luminosa” de bíblica connotación.

La ciudad de México también se representa como un “purgatorio de ángeles caídos” (Elena Poniatowska); como basurero del sistema capitalista global (José Joaquín Blanco); mancha urbana que carece de confines y cuya identidad es redefinida en un vértigo de sincretismo (Juan Villoro); y nueva Calcuta y laboratorio de la extinción de la especie (Carlos Monsiváis).

Esta obsesión por reescribir la ciudad, una y otra vez, muestra algo de su poder seductor, al que debe unírsele la monstruosidad de sus magnitudes (Arias 2007: 39). Por eso es posible preguntarse con Monsiváis: “¿Qué es la ciudad de México? ¿Un complot, el bienaventurado cielo de la explosión demográfica, el fin de un país? ¿Es condena, expiación o rito iniciático que desemboca en la imposible madurez?” (1979, 312).

La ciudad como espacio vivo provisto de una lógica propia llega a organizar y dirigir los destinos de sus habitantes. “La ciudad también se sirve de nosotros como si fuéramos fieles excrecencias suyas —afirma Blanco en La ciudad

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enemiga (1997: 57)— y nos envuelve en conflictos que son suyos, y que creemos equivocadamente nuestros”.

Lejos del distrito federal de México, la Santa Teresa de 2666 (2004) de Roberto Bolaño —donde apenas se disimula Ciudad Juárez— nos recuerda como en el límite de la frontera, la ciudad, en lugar de liberarse a partir de los encuentros y cruzamientos que propicia, se vuelve impune para la discriminación y el crimen. Santa Teresa —que ya aparecía mencionada en Los detectives salvajes (1998)— encarna esa suerte de “mal absoluto” que reflejan los asesinatos impunes de mujeres que se suceden sin interrupción ni esclarecimiento desde 1993 y que le han dado la triste fama internacional de Ciudad Juárez, “basural de la historia”. En 2666 culmina la indagación de Bolaño sobre ese mal del siglo que había iniciado en Estrella distante (1996) y Nocturno de Chile (2000), mal que se puede remontar genealógicamente al Tercer Reich, como sugiere Florence Olivier (Olivier 2007: 32).

Los seres de la noche

La noche agrava los males urbanos. Así surgen apasionantes infiernos que cobran en la noche una dimensión alucinatoria. “Escalera del infierno; bajar en las noches por el jirón Belén y el bulevar Quinca es descender al subsuelo. Visite nuestros subterráneos.” En estas primeras líneas de la novela El testamento de la tormenta (1997) del peruano Mario Wong, cuya introducción se titula “Ciudad irreal”, se anuncia la tónica de una literatura que usa la ciudad, esas “flores de cemento y neón”, como el escenario propicio para el desencadenamiento de pasiones contenidas, “sucumbiendo a la fascinación de la noche”. A “Los ocupantes de la noche” consagra Beatriz Sarlo una de las Instantáneas (1996) que ha publicado sobre “los medios, ciudad y costumbres en el fin de siglo”. Borrachos, vagabundos, niños de “la calle”, seres que, por una razón u otra, han iniciado una “deriva por el paisaje” pueblan la noche. “Un saber de la ciudad y de cómo se sobrevive en la ciudad es necesario para derivar por ella” (Sarlo 1996:80), comprueba para recordar que detrás de los “ocupadores nocturnos” está un Buenos Aires cada vez más deteriorado, alienada e insegura, lejos del mito y el “fervor” y de aquella Misteriosa Buenos Aires (1950) que desmenuzara en evocativas crónicas Manuel Mujica Laínez. “Lo que quise hacer, cuando escribí Misteriosa Buenos Aires, es darle a esta ciudad mía mitos que la comunicaran con las grandes ciudades del mundo” —confesó el autor a María Esther Vázquez

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(1983: 64), ya que la consideraba hasta ese momento una aldea perdida en el extremo de América.

En un capítulo estremecedor de El corredor nocturno (2005) de Hugo Burel —“La puerta roja”— el protagonista recorre los pasadizos en diagonal y estrechos túneles de edificios ruinosos para desembocar en un cabaret que parece surgido de una película norteamericana de clase B en blanco y negro de los años cuarenta, situado en la zona oscura, pobre y ruinosa de la Ciudad Vieja de Montevideo. Allí revive desconcertado imágenes de su despertar sexual en un show que rememora una escena de su infancia: la mujer que desde un balcón vecino entreabre sus piernas para sumirlo en el vértigo y la negrura de su pubis.

En esos subsuelos pueden conservarse fragmentos de la memoria como el desordenado amontonamiento de películas enlatadas que descubre el protagonista de Tanda de cuatro con Laura (2002) de Carlos Cortés al descender por una escalera de caracol hasta una bodega húmeda malamente iluminada y de allí a otros pisos del subsuelo de un cine abandonado.

En la circulación compulsiva por las calles de Bogotá, Scorpio City (2002) de Mario Mendoza se fijan las Estaciones de un vertiginoso via crucis que, más que una aproximación gozosa a la ciudad, sirve para trazar “itinerarios preferenciales” y “consagra estaciones recurrentes, impone un ritmo y una dirección que a la vez configuran y desfiguran el espacio” (Semilla Durán 2007: 56). En ese deambular, el protagonista desciende uno a uno los escalones de una degradación progresiva para descubrir que Bogotá abriga en su seno múltiples ciudades subterráneas. Bogotá, la “ciudad apocalíptica de las mil heridas” es “la ciudad travesti de maquillajes incomprensibles” y la ciudad venenosa que se ensaña con los que no la comprenden. Sin embargo, el narrador afirma alborozado que “llevaré tu veneno en las entrañas con la más completa jovialidad” (Mendoza 2002: 171).

Por la noche se revelan las lacras que el día esconde detrás de los muros lacerados por el deterioro en esa Trilogía sucia de la Habana (1998) que describe con morbosa delectación Pedro Juan Gutiérrez. De noche, Los palacios distantes (2002) de Abilio Estévez adquieren la pátina dorada de la melancolía que la luz diurna no puede revelar. Una nocturnidad que transcurre desde la medianoche al nostálgico amanecer de Habanecer (2005) de Luis Manuel García en el largo y minutado periplo (las páginas tienen en su margen cada uno de los minutos a los que corresponde la narración) de un deambular urbano de veinticuatro horas. Al modo del Dublín del Ulises de James Joyce, Habanecer nos sumerge en una Habana deteriorada pero jocunda, siempre vital y exultante.

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En el progresivo descenso nocturno de la narrativa urbana contemporánea,

el chileno Pedro Lemebel en La esquina es mi corazón (1995), subtitulada Crónica urbana, va todavía más lejos al proponer una visita a la nocturnidad de parques, baños públicos, bares donde se forjan citas equívocas, esquinas del sexo efímero, en una serie de “crónicas” y descarnadas viñetas sobre un Santiago de Chile casi clandestino, apenas disimulado en la diurnidad. Un descenso en el que reincide con clara vocación provocadora Juan Pablo Sutherland en Ángeles negros (1994). Con ritmo de videoclip, contradictorio y caótico, el Santiago nocturno se ofrece como una ciudad de sexualidades alternativas y de centros estallados en el seno de una mega–ciudad desarticulada.

Margarita Rojas ha consagrado un estudio a la errancia —generalmente nocturna— donde se recorren calles y barrios que la noche revela en sus facetas más sombrías. En La ciudad y la noche. La nueva narrativa latinoamericana (2006) desfilan los anti-héroes que en su continuo vagar trazan “las coordenadas de un espacio dentro del cual se intenta dar sentido a un nuevo proyecto de identidad individual y, al mismo tiempo, se dibuja un mapa que deviene alegoría social” (Rojas 2006: 8), dando razón al dicho “no somos nosotros los que habitamos los lugares, sino que ellos nos habitan a nosotros”.

Espacios de simbiosis y amalgamas

Al final de este rápido recorrido, ¿qué surge de estas obras y de la visión que nos da la narrativa latinoamericana de sus ciudades laceradas, con motivos apocalípticos tan explícitos?

Para comprenderlo hay que partir de una evidencia. En tanto que lugar activo, la ciudad es un “espacio socialmente construido” (Dembicz 2000: 29) que influye, transcurre y evoluciona con la propia vida del individuo o de la colectividad. Al ser el resultado de la fusión del orden natural y el humano, como centro significativo de una experiencia individual y colectiva y como elemento constitutivo de grupos societarios, el significado del lugar citadino es inseparable de la conciencia del que lo percibe y siente. El hombre y el lugar en que vive se construyen mutuamente y, por lo tanto, las nociones de sitio, espacio, paisaje, horizonte o las representaciones territoriales (nación, región, comarca, sitio, pago, barrio, plaza, calle o esquina) aunque cuantitativas y racionalizadas a primera vista, reflejan siempre un juicio de valor.

“Las formas físicas de la ciudad son constituyentes principales de la imagen que vamos a formarnos de la misma” —recuerda José Carlos Rovira— cuya

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reducción clasificatoria resume en las siguientes representaciones: el recorrido (calles, avenidas, líneas de transporte en superficie), tránsitos que trazan itinerarios; los límites que separan un espacio de otro, ríos, desniveles, viaductos y vías férreas; los barrios individualizados, cuya interiorización subjetiva permite diferenciarlos por notas características; los nodos, esos puntos estratégicos que permiten trazar el plano personal en el cual nos movemos (una plaza, encrucijadas de calles o avenidas, una terraza de encuentro); y, finalmente, los hitos con los cuales fijamos los referentes de la ciudad: monumentos, un café, un comercio emblemático, una estatua…(Rovira 2005:21).

Sin llegar al extremo del flanneur Baudelaire cuando sugería que las ciudades cambian con más velocidad que el corazón de un hombre, porque todo paisaje urbano se construye sobre la base de la propia vida que la puebla, es evidente que la representación urbana se filtra y se distorsiona a través de mecanismos que transforman toda percepción exterior en experiencia síquica y hacen de todo espacio, un espacio experimental. Si un cierto tipo de espacio urbano invita a los “topo análisis” del “espacio feliz” que propone Gaston Bachelard, Hernán Neira se pregunta si la urbe contemporánea, especialmente la latinoamericana, en la medida en que ha perdido su dimensión comunitaria de polis, no se ha convertido en un “espacio infeliz” donde se han eliminado los vínculos morales y la vecindad es pura contigüidad (Neira 2004: 103–118).

El catastrofismo como fiesta

Sin embargo, una urbe donde se cumplen Los rituales del caos (1995) —como titula Carlos Monsiváis sus crónicas sobre México DF— puede llegar a seducir y “la verdadera y falsa condición apocalíptica” que ostenta provocar el “encanto de muchos”. “La demasiada gente”, invita al “catastrofismo como fiesta”. En resumen, se dice, a modo de declaración de amor por su ciudad: “No hay peor pesadilla que la que nos excluye”. Tal vez ahí está la clave de un juicio final vivido como una suerte de happening, donde la ciudad puede recuperar sus notas más atractivas.

En la misma dirección, Juan Villoro afirma que “los capitalinos somos expertos en el deterioro […] Amamos un terrible escenario, cuyos defectos atribuimos a un tiempo pretérito: en la cultura urbana, los desastres existen ante todo como flasback, son la herida mítica que hemos podido superar. El resultado puede ser monstruoso, pero resulta entrañablemente nuestro” (Villoro 2003:52).

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Ese “ser nuestro” está presente en otros autores. Homero Aridjis se inscribe

en la tradición de los escritores seducidos por la hipertrofia de los conglomerados urbanos, por lo que convierte a México en la ciudad emblemática del apocalipsis, no del descrito por la Biblia, pero si por el que encarna los males de la sociedad contemporánea. El protagonista de La leyenda de los soles (1993), Juan de Góngora, conduce al lector por las calles de una ciudad de atmósfera irrespirable, contaminada hasta la asfixia, entre el barullo de un tráfico paralizante y rodeado de inseguridad y violencia. Su meta —al modo como lo hiciera en el siglo XIX el pintor José María Velasco— es pintar el Valle de México. A diferencia de aquel y el luminoso paisaje que reflejó en sus cuadros, Góngora se sumerge en un “horizonte cafetoso”, para comprobar como “la nata de la contaminación rodeaba a la ciudad como si una enorme taza de café se le hubiera echado encima” (Aridjis 1993: 163). El sol se reduce a un resplandor blancuzco con algo de “una clara de huevo podrida” (1993:212).

Si el pintor sólo intenta reflejar esa gama cromática de tonos asqueantes, no puede dejar de respirar un aire donde la putrefacción y las miasmas lo empapan todo. “La ciudad apestaba” —se dice (1993:42)—para proyectar imágenes de exagerada y exasperada virulencia, donde el metro es “una jaula humana”, más bien un “ataúd rodante” (1993:32) que conduce a la estación terminal de Mictlan que no es otro que el nombre del país de los muertos según la mitología azteca. Hay algo de provocación, pero también de regusto y complacencia en esa “estética de lo feo” que se consagra en páginas donde la ciudad agoniza de los males de una postmodernidad mal asumida, pero, sobre todo, cumpliendo los designios de una antigua profecía azteca: la del fin del ciclo del Quinto Sol.

El Quinto Sol morirá con un terremoto en el año 2027, cuyos temblores previos van pautando los capítulos de la novela. El lector no puede olvidar el terremoto de 1985 que destruyó parte de la ciudad de México y de cuyas secuelas, el país todavía no se ha recuperado y que, sin lugar a dudas, han inspirado a Aridjis esta epopeya de las “ruinas contemporáneas” de una ciudad que sufre “una enfermedad del futuro ya presente en sus monumentos y avenidas” (1993:127). Entretanto se lo vive como un desafío y con indisimulada complicidad.

México DF puede vivirse como “patria emocional” incluso por escritores extranjeros. Rodrigo Fresán reemplaza en Mantra (2001) su Buenos Aires de origen por esa ciudad “monstruosa y épica al mismo tiempo” y Tununa Mercado en Estado de memoria (2008) descubre al regresar a la Argentina tras su exilio que vive con la nostalgia de México, añorando la ciudad, productos alimenticios y

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especies. Se ha transformado en una argenmex que sale a la calle en “estado de memoria”.

Lo mismo sucede con el encanto que provocan las ruinas en Cuba, esa “poética de los escombros y estética de la desolación” de que habla Françoise Moulin Civil (2006: 121-137), esa airada exclamación de Pedro Juan Gutiérrez: “se cae a pedazos, pero es hermosa esta cabrona ciudad donde he amado y odiado tanto”. En el centro de estos escenarios descalabrados, sus héroes desajustados, no dejan de identificarse con sus “lugares” que aman y maldicen al mismo tiempo: “Necesitaba mi barrio. Sus calles; el paisaje de edificios y casas de otras épocas. Los bares con su bullicio de copas y borrachos que esperaban el final del día acodados en sus mesones” (Taibo, 275).

Algo parecido sucede en La noche es virgen (1997) de Jaime Bayly. El protagonista Gabriel Barrios, mira Miraflores como parte de “una ciudad perdida y sin futuro” (Bayly 1997:83) donde proliferan “carros que son vejestorios, huecos descomunales, grotescos edificios, bancos cerrados, cafés demasiado iluminados […] las putas y las ratas mirándose” (1997:173). Sin embargo, se dice que es “su ciudad” y que “la quiere así”. En todo caso, se dice : “si no te gusta, arráncate a Miami” (1997: 173).

El propio Mendoza, tras la catastrófica visión de Bogotá de Scorpio City, reflexiona y se dice: “pienso en una gigantesca ciudad-caos que produce una literatura-rap: giros, canciones, retorcimientos, ritmos veloces, convulsiones y respiraciones agitadas que se toman la escritura. Esta sería una magnífica experiencia: buscar una palabra que venga de un cuerpo desestabilizado” (Mendoza 2002: 168).

A partir de esta perspectiva y al salir de un largo período de urbanofobia más o menos reflexiva, la ciudad —considerada como espacio de anonimato y soledad, agobio masificado y contaminación—recupera sus virtudes más secretas y propone una aventura en la que su propio caos se transforma en objeto estético. Lejos de considerar sus discontinuidades y contradicciones, su tejido urbano roto y quebradizo, su Otredad intratable, “la ciudad, que según sus enemigos derrota al individuo porque debilita sus convicciones, altera su sistema nervioso, erosiona su vida” (Bolaños 1996:8), nos ofrece una perspectiva inédita.

Poetas, escritores, pintores y fotógrafos entienden que la enjundia poética de la calle está en “la verdad de su desorden, en la parte de calamidad y desolación que contiene”, un “territorio agreste donde leer las tensiones de la Alteridad, del desarraigo y la pérdida” (1996:9), sugerente derivación del catastrofismo convertido en ideal estético que refleja la narrativa. Se habla de la ciudad como

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una obra de arte, museo viviente y cambiante que plantea interrogantes sobre sus finalidades y esencias.

La atracción por el sentido del sinsentido de “les villes énormes” —de las que ya hablaba Baudelaire— inspiran una prosa poética capaz de adaptarse a los “sobresaltos de la conciencia”, cruzamiento de innombrables relaciones que invitan a errancias y desplazamientos y proponen multiplicidad de intercambios. La ciudad se entiende así como experiencia múltiple de “una permanente superposición de la forma y el sentido” (Payot 1996:81). Porque hay que aprender a leer una ciudad en el “texto/textura” que proponen las calles y avenidas de sus urbanistas, pero también como “espacio de aglomeración” que se autogenera fuera de todo control para darle al conjunto simbólico un “sentido común”, un mundo de significaciones suficiente para permitir tanto la reconstrucción de espacios de origen, como la recuperación de un lugar privilegiado del “habitar”.

“La ciudad es un estado de ánimo”—recuerda María Bolaños— para resaltar la fascinación que el lugar como verdad y como motivo ejerce sobre nuestro tiempo. El lugar, ese “punto de mira ideal desde el que enfilar todas las búsquedas” permite el ensalzamiento de sus notas más apocalípticas. Las megalópolis por detrás de su cartografía y el espacio físico que configuran, de sus agitadas notas predatorias, invitan a desarrollar tramas de imaginación y memoria que parecían precozmente extenuadas.

Escenario por excelencia de la multicularidad

Por otra parte, la gran ciudad se ha transformado en el escenario por excelencia de la sociedad multicultural. Las metrópolis, las llamadas mega capitales o ciudades globales identificadas a veces con una “jungla de asfalto”, verdadera “selva humana”, ya no son sólo una compleja condensación de realidad y memoria, de historia fijada selectivamente en museos, monumentos y nomenclatura de calles, sino también una actualidad permanente que contiene el mundo en sus límites. En las capitales de América Latina se da el surgimiento de nuevos mosaicos culturales. En barrios y hasta en calles que se pueden individualizar sin dificultad se conservan fragmentos de las culturas de origen, “diasporizadas” por la emigración masiva, pero reencontradas en las comunidades que se reconstruyen en la periferia del tejido urbano. Bolivianos y paraguayos en Buenos Aires; peruanos en Santiago de Chile, colombianos en Caracas, salvadoreños en México D. F. En densas zonas de eclosión espontánea se preservan, muchas veces gracias a la pobreza crítica que las condena a la marginalidad, elementos en vía de

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desaparición en otras áreas modernizadas de esas mismas ciudades. Barrios que se identifican con etnias, verdaderos guetos culturales, proliferan, marcando diferencias tajantes entre ellos mismos.

Nuevas fronteras (lo que metafóricamente podrían ser “fronteras asimétricas”) se han instalado en el interior de la ciudad y se desdibujan en la multiplicación de circuitos transterritoriales de personas, ideas y costumbres. Estos cambios generan “ansiedad e insatisfacción”5 y producen una descolocación (dis-locación) que unos —los dueños tradicionales del territorio nacional— perciben como una “invasión” y otros —minorías de todo tipo, excluidos y extranjeros— sienten tanto como un desplazamiento hacia la marginalidad a la que son relegados, como una oportunidad para un discurso alternativo y disidente. Un discurso que ha convertido en simbólicamente centrales a figuras socialmente periféricas.

En ese espacio ciudadano se gesta el impulso de creación y el nuevo equilibrio de la literatura excéntrica, es decir, esa literatura que surge fuera del centro, oblicua y marginal, desajustada en relación a lo que son las atribuciones que se le asignan como misión. Instalados en la fragilidad de las zonas intermedias, los creadores buscan un espacio donde integrar una sensibilidad aguzada en un mundo que maneja otros valores y que por ello los empuja fuera del sistema.

La ficción latinoamericana ha sido capaz de redimensionar la pérdida noción de genius loci y de sentar las bases de una nueva “arquitectura espiritual”. Sobre los escombros de la ciudad ideal y sus detritus, jadeando bajo la atmósfera velada por el smog, el espacio urbano sigue siendo, pese a todo, el lugar metafórico y privilegiado de la fundación por la palabra de los nuevos mundos del imaginario. El Apocalipsis, sin quererlo, ha propiciado este renovado encuentro, aunque el futuro siga siendo —como siempre— incierto.

Ω

5 Etienne Balibar y Immanuel Wallerstein en Race, nation, classe. Les identités ambigües (Paris, Editions la Découverte, 1990) hablan de la ansiedad e insatisfacción que ha generado la nueva “categoría” de inmigración, en tanto que sustitutiva de la noción de raza y factor de desagregación de la “conciencia de clase”.

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