la chica del lunar

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La chica del lunar Silvia Márquez

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Historia por entregas publicada semana a semana en el blog Las últimas palabras.

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Page 1: La chica del lunar

La chica del lunar

Silvia Márquez

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Nota de la autora

Si has llegado hasta aquí probablemente sepas ya qué es esto de La chica del lunar. Por si no lo sabes, sin embargo, te lo explicaré en un momentito para que puedas seguir leyendo sabiendo a qué te enfrentas o, por qué no, para que dejes de perder el tiempo si no es lo que andabas buscando.

La chica del lunar no es una novela. Ni siquiera una corta. Tampoco es un relato. No es sino una historia por entregas que fui tejiendo en mi blog semana a semana, siguiendo a pies juntillas las instrucciones de los lectores, que elegieron mediante una encuesta al final de cada capitulo cómo querían que continuara la cosa.

Ahora, que ya estás avisado, dejo a tu elección el seguir leyendo o no. ¿Qué dices? ¿Nos vemos en el primer capítulo?

Lee La chica del lunar y muchas más cosas en Las últimas palabras, mi blog.

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Aquí está de nuevo, como cada

mañana a eso de las siete y media, si no se ha dormido, mirándome, legañosa, la chica del lunar. No es alta ni baja, gorda ni flaca, rubia ni morena, guapa ni fea. Lo único que la hace distinta de cualquier otra chica vulgar sin nada especial es un lunar a lo Marilyn Monroe. Pero al otro lado. Y más grande. Y junto a la aleta derecha de la nariz. Nada que ver con el suyo, vamos. Por lo menos no tiene pelos. Todavía. La chica del lunar y su peca calva se niegan a darme los buenos días desde el otro lado del espejo; no están de humor. Yo tampoco.

Mi lunar y yo tenemos que estar a las ocho y media, gracias a mi licenciatura en historia del arte, en el Café Lito, una granja de mala muerte en la que hago de todo menos tomar café durante las cuatro horas que paso trabajando allí cada mañana. Soy una chica con suerte y contactos; mi jefa es vecina de mi tía. Aparte de un sueldo miserable a final de mes, este hecho no me ha traído más que charlas por parte de mi familia. Porque lo que es un contrato, no me ha traído.

Charlas, como os decía, sí. Sobre la suerte que tengo de tener un trabajo -precario, mal pagado e ilegal, me pregunto cuál de las tres cosas me hace más feliz- y, sobre todo, sobre lo importante de no hacer quedar mal a mi tía, que acaba de cerrar la terraza sin consentimiento expreso de la escalera y está a un solo voto en la próxima reunión de vecinos de ser denunciada por la comunidad. De momento mi jefa está de su parte. De momento. Cuánta responsabilidad para una chica tan normal.

Yo no canto en la ducha pero el vecino de abajo sí. Es como dar rienda suelta a un disc jockey loco y decirle que te ponga lo que le dé la gana. Hoy me sorprende con Chiquitita, de Abba. Lo acompaño mentalmente hasta el final del estribillo y salgo de la bañera, que el agua caliente está en las últimas. Café, tostadas, secador, tejanos, camiseta y a correr, que llego tarde y la suerte de la terraza de mi tía está en mis manos.

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Mi jefa me gruñe en respuesta a mis buenos días. No me sorprende en absoluto su falta de simpatía, pero tiemblo al verle la cara. Esas ojeras no presagian nada bueno. Efectivamente, antes de servir el primer café ya me entero de que no ha podido pegar ojo. Ha vuelto a pasar. Mi tía, con la que duerme pared con pared, ha vuelto a traer a su ex a casa. Y no, lo que le ha impedido dormir no ha sido lo que sea que hayan estado haciendo despiertos (de lo cuál, gracias a Dios, nunca me han llegado detalles); es que él ronca como un oso. Y mi jefa está de mal humor. Por su culpa. Hoy va a tocar esmerarse, por mi tía y su terraza y por no oír la murga de mi madre como llegue a sus oídos una sola queja absurda sobre el desempeño de mis labores durante la mañana de hoy.

Un chasquear de dedos desde el final de la barra me hace dirigir hacia allá la mirada. Siempre ignoro a los maleducados; me ha pillado con la guardia baja. No me sorprendo al encontrarme con un hombre mirándome por encima del periódico que estaba leyendo. Está en su mismo sitio de cada mañana, con su pelo engominado hacia atrás, intentando ocultar esa calva incipiente que, por no ser visible para el propio calvo en el espejo, debe de pensar que pasa desapercibida al mundo. Supongo que también pensará que todos creemos que es un Rolex lo que lleva en la muñeca y que, casualmente, apareció allí después de un viaje a China del que ya se cuidó de hablarnos largo y tendido para que viéramos que era un hombre de mundo y posibles. Se trata del abogado gilipollas, según mi bautizo, y del señor abogado, según el de mi jefa, que gusta de darle coba cada mañana para convencerle de que, tal y como él mismo piensa, arreglar divorcios desde un despacho le hace mejor que cualquiera de nosotros y, por lo tanto, contar con su presencia en su humilde local es para ella todo un honor. Un honor de exactamente veintidós euros, que es la cantidad justa que se deja en un mes. Mi sueldo de un día.

— ¿Y mi café?

Es el típico tío que piensa que el mundo gira a su alrededor y que, por lo tanto, deberías olvidar todo lo que tenías que hacer nada más verle para rendirte a sus deseos, lo cual no es el caso nunca, pero hoy menos porque ni siquiera le había visto. Me giro hacia la cafetera, sin decir palabra.

—Descafeinado, ¿eh?—me grita desde el final de la barra, intentando hacerse oír por encima del ruido del molinillo de café—¡Y no me lo hagas como el de ayer, que era todo agua!

Miro a mi alrededor con la esperanza de que la terraza de mi tía siga todavía a salvo. No hay peligro, la jefa está atendiendo la mesa del fondo y con el jaleo del molinillo no se ha enterado de nada. Cuando me doy cuenta estoy delante del molinillo del café de verdad, dispuesta  a impartir justicia y devolver al abogado gilipollas el mal karma que trae al mundo en forma de taza de café rebosante de cafeína.

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Mi instinto justiciero me obliga a

cargar la cafetera, “clac-clac”, dos veces, con café puro arábica. Es lo que pone en el envase pero yo no sé ni qué pinta tiene eso porque, desde que llegué aquí, esa lata se ha rellenado siempre con café barato. Y a juzgar por la edad aparente de ésta, no parece que se trate de una nueva costumbre.

Mientras lavo unas cucharas en el fregadero me recreo en la observación de cada sorbo que da a su café el abogado gilipollas, sin sospechar siquiera una venganza a su estupidez que, no por no ser fría, estaba siendo menos disfrutada.

Satisfecha con la simple idea de verlo llegar mañana, tras una larga noche de insomnio, tan ojeroso como ha aparecido hoy mi jefa, el mundo se me antoja un lugar mucho mejor y consigo terminar la jornada sin echarle los perros a ningún cliente.

Orgullosa de haber sobrevivido a los efectos secundarios que podían tener sobre la vida ajena las ojeras de mi jefa, vuelvo a convertirme en la anónima chica del lunar al pisar de nuevo la calle y empezar a caminar entre un montón de desconocidos hacia casa de mis padres. La mía está más cerca. Bastante. Como a mitad de camino, pero en dirección contraria. No hay en este mundo una razón lo suficientemente poderosa como para hacerme renunciar a la comida de mi madre. Y mi sueldo de ejecutiva no puede sino empujarme a disfrutar de sus creaciones culinarias también en mi casa a la hora de cenar. En el bolso llevo el tupper de anoche. Dios tenga en su Gloria al inventor del microondas (si es que está muerto).

Pese a ser fan incondicional de la cocina de la mujer que me trajo al mundo, sigo sin entender por qué unas lentejas son un plato idóneo para un caluroso día de verano. Más aún cuando se trata de las sobras de ayer. Las sobras de las sobras de ayer, puesto que las de hoy son las que no cupieron en el tupper de la cena.

A mi protesta -hecha con cariño-, mi madre responde que no sabe de qué me quejo, si siempre hay para mí un plato caliente en su mesa (sobre todo en verano), que, además, las

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lentejas tienen mucho hierro y, por último, que haga el favor de fregarle mejor los cacharros que me llevo, que el último tiene tanta grasa que parece que lo haya lavado con aceite.

Para cuando termina tengo ya la última cucharada en la boca. Mientras intento compensar la temperatura infernal de las lentejas con una tajada de sandía, más propia de esta época del año, me dice que esta tarde tengo que hacer de canguro de Predator, el perro de mi hermano, que no ha despegado el culo del suelo de la cocina desde que le di el último trozo de chorizo mientras mi madre le daba un agüilla a la fiambrera grasienta. Teniendo en cuenta que se trata de una rata blanca de menos de un kilo, quizás  tres trozos de chorizo hayan sido una cantidad excesiva. No parece que le haya sentado mal. Porque interpreto esa babilla que le cae como un indicio de apetito voraz del bicho -que si le diera otra rodaja se habría comido su propio peso en chorizo-; si no es por eso, malo.

A mi protesta -hecha con menos cariño que la anterior- mi madre responde, básicamente, lo mismo que antes, pero sin mencionar el hierro. Para compensar esto último añade que ayudar un poquito es lo menos que puedo hacer, después de comer todos los días en su casa y vivir gratis en el piso de mi abuela. Cuando pienso que ha terminado de humillarme, recordándome lo miserable de mi vida, pone la guinda mencionando de nuevo la gran suerte que tengo de tener una tía como la mía, sin la que no habría sido capaz de encontrar un miserable trabajo. Desde luego, gracias a ella he encontrado uno de esos. Por si fuera poca desgracia la mía, esto le recuerda que tengo que llevarle a mi jefa una crema que por lo visto es una maravilla y que mi tía le había comprado por encargo en Internet. No puede ser mañana, al parecer es un asunto de vida o muerte. No sé si esa cara tiene mucho arreglo, pero en fin…

De camino a casa intento que Predator haga sus cosas en cuanto cacho de hierba encuentro a mi paso. Dos. Nada. Reflexiono sobre los reproches de mi madre, que tengo treinta años, una carrera de adorno, un trabajo de mierda y un piso prestado desde que mi abuela se fue a vivir con mi tía -la misma tía que ha puesto una jefa ojerosa y malhumorada en mi vida-. Quizás la solución a parte de mis problemas pase por asegurarse de que mi abuela duerme cada noche en casa de mi tía, y no en la mía, cuando se enfada con ella, como hoy. Así mi jefa podría dormir tranquila, ya que mi ex-tío no es bien recibido en mi familia y sus pernoctaciones clandestinas son un secreto tía-sobrina.

Predator parece encontrar más atractiva para dejar un recuerdo de su paso por este mundo la terraza del Café Lito. Rezo por que mi jefa no nos vea en este preciso instante. Miro de reojo hacia el interior del local con la esperanza de ver sin ser vista. Ni rastro de ella. De repente, una figura, aparentemente humana, se dirige hacía mí desde la portería colindante con el bar. Maldición. Es ella.

Le tiendo la bolsa con la crema milagrosa de mi tía, con la esperanza de que, cegada por la emoción, no vea a Predator, que sigue agachado, concentrado en lo suyo, detrás de mí. Para mi sorpresa no hace ni puñetero caso ni del chucho ni de la crema. Sólo tiene ojos para mí.

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— ¡Ay! ¡Lauri!

Lauri soy yo. Mejor dicho, es el nombre por el que detesto que me llamen. He conseguido enmendar a mi madre a la hora de utilizarlo, pero mi tía lo ha usado siempre y mi jefa se ha contagiado de su mala costumbre.

— ¡El señor abogado!

Señala hacia el portal de arriba. Una ambulancia termina de  cerrar sus puertas e inicia la maniobra para salir pitando, con sirena y todo. No acabo de entender qué es lo que está pasando.

Que se nos muere, me dice. El corazón. Que tenía la tensión por las nubes y con la vida que llevaba esto ya se veía venir. Que ya era mala suerte que pasara ahora que había empezado a cuidarse…

¡Ay! ¡Que lo he matado! Me quedo más blanca que Predator. Incapaz de reaccionar, permanezco allí, con el brazo extendido y la crema milagrosa balanceándose bajo él, dentro de su bolsa. ¡Soy una asesina!

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Mi jefa se percata de repente

de la bolsita que pende de mi mano y, como si despertara de un trance, vuelve en sí misma y reorienta su atención a las cosas realmente importantes de la vida.

— ¿Ésta es la crema que me ha comprado tu tía?

Todo en este mundo es una cuestión de prioridades; que le

den morcilla al señor abogado y sus veintidós euros mensuales, que ella se va a deshacer de todas sus arrugas, ojeras y manchas con un producto milagroso que le va a devolver la juventud perdida en algún siglo anterior. Lo que no sé es lo que piensa hacer con el exceso de pellejo resultante del proceso. Como el tarrito no venga con una aguja para hacerse con él un moño en el cogote le veo mala solución al asunto.

Por suerte, la dichosa crema eclipsa la presencia de Predator, ya, de por sí, escasa, y, después de cazar la bolsa al vuelo, cual halcón apresando un ratón de campo, mi jefa da media vuelta y se va. No alcanzo a oír frase ni gruñido de despedida y a punto estoy de castigar su mala educación abandonando las dos ridículas cagarrutillas del perro en la terraza pero mi elevado sentido del civismo y del decoro me obliga a recogerlas.

Con las cacas en una mano y Predator en la otra me dirijo a la papelera más cercana. No consigo llegar al objetivo sin ser interceptada por el portero, que comenta la jugada con una vecina a la que también sirvo el desayuno todas las mañanas.

— ¡Nena! —el portero me coge del brazo derecho y la vecina ataca. Él, que me ha visto recoger las cacas de Predator, me suelta al ver que no es el perro lo que llevo en esa misma mano— ¿te has enterado?

Me he enterado y lo saben de sobra.

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—El abogado del quinto —me dice, acercándose hasta encontrarse a escasos centímetros con la mirada curiosa de Predator, que descansa entre mi pecho y mi antebrazo.

— ¿Se sabe dónde será el funeral? —le interrumpo porque, debido a mi escasa actividad homicida hasta día de hoy, no estoy muy puesta en la gestión emocional de los momentos posteriores al delito y tengo las lágrimas en los ojos, amenazando con echarse a rodar mejillas abajo y delatarme claramente.

—Pero ¿qué dices, chiquilla?  —me miran los dos perplejos, pero esta vez es él el que habla — ¿ya lo quieres matar?

—Mala hierba ya se sabe… —ella se vuelve a pronunciar— con ése no hay quien acabe. Bueno —dice desviando su mirada fugazmente a una chica rubia y llorosa que acaba de salir del bar de mi jefa y se dirige hacia nosotros—, a lo mejor sí…

Portero y vecina, poco amigos los dos de la crítica al prójimo, se miran con complicidad y se ríen por lo bajini. Se trata de la secretaria nueva, con la que las malas lenguas aseguran que tiene un affaire. Mi jefa -poseedora de una de las lenguas más viperinas del barrio- es firme defensora de esta teoría, que ya planteó el primer día que la chica bajó a desayunar con nosotras.

Después de enterarme del hospital al que se han llevado a la víctima, ya no sé si mía o de la secretaria, dejo a mis informadores haciendo cábalas sobre qué debía de estar haciendo para sufrir un infarto y me voy a casa. Decido ir mañana al salir de trabajar, dispuesta a lavar mi conciencia por la parte de culpa que yo hubiera podido tener en el susto del abogado, adúltero y gilipollas de nuevo, ahora que sé que seguramente no corre peligro su vida, y menos aún por culpa mía.

Sexo, mentiras y cafeína. Bien podría ser el título de una película. Un hombre. Plano medio del abogado gilipollas. Tres mujeres. Primer plano de su señora, con cara de tener la mosca detrás de la oreja. Barrido a primer plano de la secretaria y, antes de darme tiempo de aparecer como última mujer de la historia, ésta última se hace con el papel protagonista indiscutible echándose a llorar desconsoladamente junto a la puerta de entrada al edificio. No me ha dejado ni aparecer como extra, la tía avariciosa.

Como soy más blanda que rencorosa me acerco para preguntarle si está bien. Es obvio que no, pero de alguna manera tengo que dirigirme a ella. Sólo consigo que se arranque por pucheritos con más alegría y que el pobre Predator empiece a lloriquear al verlo. Es un bicho muy empático. Para salir de la incómoda situación de mirar cómo llora sin hacer nada doy un paso más hasta convertir la situación, además de incómoda, en embarazosa, y la abrazo, traicionada por algún instinto que preferiría no tener. Por lo menos, los lametones de la minúscula lengüecita de Predator consiguen sacarle una sonrisa y veo una luz al final del

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túnel para poder escapar a esta escena que el portero y la vecina contemplan con tal descaro y alegría que sólo una bolsa de palomitas sería capaz de completar su felicidad.

De repente, se me acerca al oído y, todavía entre sollozos, me hace una terrible pregunta.

— ¿Te puedo pedir un favor?

Parece que no va a haber forma humana de tirar las dichosas cacas a la papelera.

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Va a tener razón mi madre

cuando dice que, a pesar de mi mal genio, de buena parezco tonta. Personalmente prefiero la opinión de mi abuela, que dice que soy más buena que el pan y que ese geniecillo mío no engaña a nadie. Como veis, el mensaje es exactamente el mismo pero, en vez de ofender, hace que te lo tomes casi como un cumplido y te vayas hasta contenta. Es una maestra de la dialéctica.

Buena o tonta, la cuestión es que, cuando quiero darme cuenta, estoy escuchando ya las peticiones de la secretaria, a la que, en algún momento, supongo, he debido de decirle que pidiera por esa boquita. Que muchas gracias por darle esto a Fernando, que ya sabía ella que detrás de aquella cara tan seria había una buena persona. Esto es una nota, Fernando debe de ser el abogado gilipollas y ella es ya la tercera persona que me llama borde y, encima, pidiéndome un favor. Me voy de allí dándole la razón a mi madre. Tonta. La palabra es tonta.

A punto estoy de tirar a Predator a la papelera y llevarme sus cacas a casa. Por suerte, rectifico a tiempo y la cosa no tiene más consecuencias que la resultante taquicardia del pobre perro, que no deja de martillearme el antebrazo hasta un par de manzanas después.

Paso la tarde angustiada a partes iguales por mi visita al día siguiente al abogado gilipollas en el hospital y porque de repente recuerdo que, con perdón del desayuno de hoy, la cena será la cuarta comida consecutiva a base de lentejas en los dos últimos días. Ningún acontecimiento digno de mención hasta la hora de dormir. Ningún acontecimiento digno de mención durante la mañana del día siguiente; mi jefa no presenta mejoría epidérmica facial significativa. No significativa tampoco; esa crema es un timo.

Pregunto en la floristería si tienen algún ramo pocho o a punto de caducar. Me dicen con la amabilidad justa que sólo tienen género de calidad. Les respondo entonces que necesito algo para no aparecer por el hospital con las manos vacías pero que, en realidad, el enfermo tampoco me importa mucho. Al final me acaban cobrando diez euros por un ramo como el que les pedí al principio. Salgo de allí con la sensación de haber sido claramente estafada

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pero logro calmar mi sed de venganza pensando que como, en principio, no tengo intención de volver a sacar a la psicópata que hay en mí, mi sentido de la culpabilidad no me obligará a volver por allí. Si es por mí, se van a arruinar. Habiendo hecho justicia en mi cabeza, me voy más tranquila.

Con mis flores feas pongo por fin mis pies en el hospital. En el ascensor intento ocultarlas a las miradas de mis compañeros de viaje, armado cada uno de ellos con un ramo de dimensiones descomunales, a cual más poblado y colorido. Algo muy gordo habrán hecho. No hay nada como la mala conciencia. Que se lo digan a los floristas. Segunda planta. Timbre y apertura de puertas. Pasillo. Habitación 212. Allá voy. Tomo aire y llamo con los nudillos. Nada. Empujo lentamente la puerta hasta lograr asomar la nariz por la apertura. Sólo una de las dos camas está ocupada.

—Perdone —no sé si el señor me ha visto u oído pero, en cualquier caso, no me hace ni puñetero caso—… ¡perdone! —ahora sí, se lleva la mano al pecho mientras me mira con cara de susto; a punto estoy de correr a por otro ramo de flores—estoy buscando al abog… —¡Sooo! Quieta parada, que ya me embalaba y por mucha flor que trajera, llamar gilipollas al enfermo iba a dar al traste con mis planes de lavado de conciencia. El abuelo fuerza la vista para oírme mejor (por si cuela). Finalmente decido abreviar para adelantar camino— ¡a Fernando! ¿Fernando?

El abuelo pone cara de no enterarse de gran cosa. Una cabeza asoma de pronto de la puerta abierta que hay a mi izquierda, la del baño.

—¡Hombre! —es Fernando. Sorprendido y, en apariencia, gratamente. Viste un pijama azul celeste con detalles en marino y su pelo, sin la gomina que le dotaba de consistencia, apenas logra empañar ligeramente los brillos de su cuero cabelludo bajo los fluorescentes de la habitación.

—Soy…

—Sí, sí, la camarera borde —dice desde dentro, mientras tira de la cadena. No sé por qué no le tiro las flores a la cara al escucharlo, pero cuando vuelve a aparecer por la puerta del baño soy incapaz de reaccionar. Al verme la cara se ríe—… me presento: soy el abogado gilipollas… —y me tiende la mano. No entiendo nada. Él se sigue riendo— Si me has traído hasta flores —se asoma al ramo—…  o algo parecido…

Al salir del ascensor debo de haber aparecido, por algún tipo de error cósmico, en un universo paralelo, ya que ni yo recuerdo haberle hecho partícipe de mi pésima opinión sobre él ni, mucho menos, se parece este tío al abogado gilipollas de mi mundo real.

—Como parecía que al final no te ibas a morir…

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Si he sido capaz de pronunciar esta frase, sin que mi cerebro se molestara en filtrar su contenido antes de mandar la orden a mi aparato fonador, ¿quién dice que no le he llamado gilipollas a la cara en algún momento? Intento deshacerme de las flores dejándolas sobre la mesilla. Me deshago de ellas y del reloj que había encima de ella. A la mierda el Rolex. Ahora es cuando aparece de nuevo el abogado gilipollas…

Pues no. Y no sólo eso, sino que Fernando se vuelve a reír como si le fuera la vida en ello. Que de Rolex nada, que era de imitación barata. Me pregunto si este hombre tiene poderes o si, realmente, he vuelto a pensar en voz alta. En un arranque de sinceridad confiesa que ni siquiera había ido a China, sino que se lo había encargado a su cuñado el verano pasado. Hay que ser cutre… Llevada por la misma actitud que él, decido sincerarme yo también y confieso que soy la presunta culpable de su homicidio imprudente por mala praxis, negligencia en el desempeño de mis funciones y agravado todo ello por mi situación irregular en el puesto de trabajo. Me dice que menos películas de abogados, que lo que acabo de decir no tiene pies ni cabeza y que, si así hubiera sido, sólo podría estarme agradecido porque este susto le había cambiado la vida. Que había visto la luz, que su vida no iba a ninguna parte y que era, a día de hoy, un hombre nuevo. Me llama cariño, me coge la mano y, antes de que pueda reaccionar, un grito a mis espaldas me pone los pelos de punta. Este último hecho es aprovechado por la responsable del mismo, que me agarra un puñado de ellos con cada mano mientras repasa, a voz en grito y uno por uno, todos y cada uno de los adjetivos calificativos femeninos. Menos bonita.

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Mi primer impulso es

arrancarle uno por uno todos los mechones de pelo que su resistencia me permita, sin embargo, del mismo modo que el abogado gilipollas ha mutado en un ser encantador, una servidora parece haber recibido un chute de paciencia infinita y mi reacción acaba no siendo otra que tratar de poner paz en el asunto, aun sin saber por qué tenía yo a una mujer histérica insultándome y tirándome del

pelo. Mi intento fallido de conciliación con la señora se pule la dosis entera de paciencia, que, después de todo, ha resultado no ser infinita, y la agarro por los pelos a la altura de la sien, que es lo que me pilla más a mano y además sé, por experiencia vital, que ahí duele; crecer con hermanos mayores acaba siendo muy útil en la vida.

Mi contraataque no contribuye a mejorar la situación, como era de esperar, pero por lo menos me ayuda a liberar tensiones. Aprovecho la oportunidad y hago desfilar por mi mente el recuerdo de mi jefa, mi trabajo de mierda y el empacho de lentejas que mi cuerpo lleva dos días soportando. Mi ira se acrecienta con cada uno de estos pensamientos y en la descarga ciega de la misma me pasa por alto que la loca de mi agresora ha dejado de atacarme y está gritando a Fernando, inclinada sobre la cama.

— ¡Cariño! —va a resultar ser su mujer, después de todo. ¿Y por qué me pega?— ¡Ay! ¡Cariño!

Le suelto el pelo, porque empezaba a estar en una postura un pelín forzada y porque parece que el marido de la señora no acaba de encontrarse bien. Su mano sobre el corazón, su cara de angustia y los extraños sonidos guturales que emergen de las profundidades de su garganta me llevan a pensar que la cosa no va bien y que la loca va a tener que acabar comprando un ramo para compensar su actuación, en el mejor de los casos, o una corona de flores si no viene rápido alguien que ponga remedio al asunto.

Los gritos alertan a dos enfermeras, un celador y, por fin, cuando menos falta hace, un médico que, encima, resulta no ser cardiólogo, sino ginecólogo, que siempre viene bien en

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caso de infarto. Ya no hace falta, y no porque haya caído fulminado por un ataque al corazón provocado por la pelea a muerte entre su mujer y la camarera que le servía el desayuno todas las mañanas, sino porque, una vez captada nuestra atención, deja de fingir y vuelve a su posición inicial, recostado sobre el cabezal de su cama.

Pese a la falsa alarma, el personal sanitario no tarda ni dos segundos en sacarnos a empujones de allí, puesto que la máquina conectada al abuelo con el que Fernando comparte habitación lleva pitando a quinientos decibelios desde que, aplaudiendo y acompañando su entusiasmo con un repetitivo y enfático movimiento de cabeza, éste último empezara a gritar “¡Pelea, pelea!”. Aprovecho la confusión para dar al abogado la nota de su secretaria y salgo al pasillo, ayudada por el fornido celador que me me arrastra de mi brazo izquierdo.

La mujer del abogado, pese a sacar más partido que mi jefa a los productos de cosmética facial, presenta, debido al disgusto y al llanto que lo sigue, unas bolsas considerables bajo sus ojos hinchados, de los que parten dos torrentes de lágrimas negras, consecuencia directa ésta del uso de la cosmética a la que me acabo de referir. Me mira por última vez y sale corriendo pasillo adelante, llorando desconsoladamente, hasta meterse en un lavabo a desahogarse a gusto y a limpiarse los churretes a salvo de las miradas de los allí presentes.

Cuando llego a casa me encuentro a mi abuela esperándome sentada en la escalera. Mal rollo. Tal y como sospechaba se ha vuelto a pelear con mi tía y, para no verla, viene a mi casa y se pelea conmigo. Y yo que sabía que hoy tenía médico y le había grabado la novela. Sin que yo abra la boca me cae la bronca, totalmente inmerecida. Desconecto mientras me pregunto por qué todas las mujeres, con arrugas o sin ellas, con las que me he cruzado hoy, han acabado descargando su ira injustamente contra mí. Vuelvo a la Tierra cuando me dice que a qué estoy esperando. Que abra la puerta.

La crema milagrosa parece no serlo tanto y su único efecto sobre el cutis de mi jefa es una pátina oleosa que hace que la mujer brille con luz propia. Si a ello le sumamos que las discusiones familiares pueden llevar a que mi tía lleve a casa a su ex esta noche, se puede liar parda como mi abuela se quede conmigo a dormir. Está claro que por una parte o por otra voy a recibir, ahora la pregunta es de quién prefiero que venga la cosa.

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Venga de quien venga la bronca

voy a salir perdiendo. No soy capaz de decidirme por ninguna de ellas, así que opto por postergarla lo máximo posible y dejo pasar a mi abuela, que está que echa humo. Le pongo la novela para tranquilizarla. Afortunadamente, mi idea funciona; el culebrón tiene el mismo efecto sobre ella que los dardos tranquilizantes sobre los bichos de los documentales de la siesta.

Conmovida al ver que me he acordado de ella y le he grabado su chute diario de traiciones, amoríos y frases empalagosas, y, quizás, gracias también a que Luis Fernando y Casandra han hecho por fin las paces tras descubrir que su relación estaba siendo boicoteada por la madre de él, a mi abuela no sólo se le pasa su enfado con el mundo sino que insiste en hacerme la cena, argumentando que me estoy quedando en los huesos desde que vivo sola y que a saber de qué clase de porquerías me alimento. En lo primero miente como una bellaca, ya que es obvio para todo el mundo que últimamente estoy más sanota, según palabras textuales de mi abuelo paterno. Intento sacarla de su error en lo que respecta a mi dieta y le digo que no se preocupe, que me alimenta mi madre. Me mira fijamente. Que por eso. Como en la nevera no hay más que un limón seco mi abuela saquea la de la vecina. Que hay confianza, dice. Que cuando ella necesite algo siempre podrá pedírmelo a mí. A menos que necesite potaje de lentejas no creo poder devolverle nunca el favor.

El gazpacho de mi abuela hace más llevadero el dolor de espalda resultante de pasar la noche en el sofá. Dejo abierta la ventana del salón y la puerta del lavadero para que corra un poco de aire y, de paso, alimentar a toda la colonia de mosquitos del barrio.

Con un litro menos de sangre en el cuerpo me dispongo a afrontar una nueva jornada laboral, con la emoción añadida de no saber si los ronquidos del ex de mi tía habrán desvelado a mi jefa esta noche. Miedo es la palabra. Me arrastro hasta el bar y me tomo dos cafés con leche y dos cruasanes que pago religiosamente. La buena noticia es que los ronquidos no han despertado a mi jefa, la mala es que, si no lo han hecho, es porque no han dormido en toda la noche. Espero que se lo hayan pasado muy bien porque las consecuencias en la próxima reunión de vecinos amenazan con ser terribles. No es justo que la única que vele por la supervivencia de la terraza cubierta de mi tía sea yo, que ni me va ni me viene. Mi jefa está que trina. Las cosas no pueden ir peor.

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Sí que pueden. Con los mismos pelos que la dejé ayer por la tarde hace su aparición la mujer de Fernando. Se sienta al final de la barra, en el mismo sitio que solía ocupar cada mañana su marido. Por fin levanta la vista en busca de alguien que le atienda y se topa con mi mirada atónita. Ella no parece menos sorprendida.

— ¿Qué haces aquí? —tono agresivo, curioso y confuso a partes iguales.

—Trabajo aquí —me modero en mi respuesta, que no es éste el mejor lugar para acabar agarrada a los pelos de una desconocida, por muy loca que ésta esté. Mi jefa no está mucho mejor de la cabeza y, en cuanto acabe de comerse el bocadillo de jamón que desayuna cada día en la cocina, le faltará tiempo para salir a controlarme. No digamos ya si encima oye jaleo en la sala.

—Lauri, ¿verdad?

Asiento sin más mientras me pregunto cómo ha averiguado mi nombre cuando ni siquiera su marido lo ha llegado a saber nunca. Y menos aún en su forma de diminutivo odioso.

—Pónme un café, Lauri —tonito irritante, ahora. Me dirijo a la cafetera—. Descafeinado.

Hago un cálculo rápido y me sale que con lo que me queda del sueldo del mes puedo comprar aún once ramos de flores y medio; descafeinado se lo va a hacer Rita, ya iré a verla al hospital si hace falta. Con mi mejor sonrisa falsa le llevo el café.

—Sacarina —lo pide borde pero contenida, como si  estuviese haciendo un esfuerzo titánico por no escupirme su ira -y quizás también su saliva- a la cara. Pierde su mirada furiosa en la taza de café, hincha la nariz y, finalmente, me hace dar un salto mortal hacia atrás, ya que a la cantidad incontable de decibelios que escapa por su boca le acompaña un gesto brusco, alargando el brazo y ofreciéndome algo que, por ser movido hacia adelante y hacia atrás a una velocidad vertiginosa, no logro identificar.

—Conque osito, ¿eh? —cara de póquer. ¿De qué me está hablando ahora? — ¿Creías que no me iba a enterar? ¿Que soy idiota?

Consigo atrapar al vuelo lo que sostiene en la mano, que tiene pinta de no ser otra cosa que la famosa nota de la secretaria.

“Osito, espero que estés bien.

No podemos seguir así. Necesito verte. Llámame.

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Te quiero,

Lauri”

Osito. El amor tiene efectos devastadores sobre el cerebro humano. ¿Cómo, si no, se explica que una persona se deje llamar así por otra? Y voluntariamente. Está claro que esta mujer me ha tomado por quien no soy. Inútil intentar hacerle ver su error, está en pleno sermón moralista sobre la poca vergüenza que hay que tener para romper un matrimonio y bla, bla, bla… Raro me parece que mi jefa no haya salido al oír los gritos. Por la puerta entreabierta de la cocina asoma un móvil; la muy petarda está grabando la bronca, a saber si para chantajearme o para disfrutarla luego con el portero y la vecina. Esta vez sí, las cosas  no pueden ir peor.

Error de nuevo. Por la puerta entra la secretaria de Fernando. Ignora a la mujer de su osito y, contra todo pronóstico, no me pide un cortado, como suele hacer cada mañana, sino explicaciones. Bronca en estéreo. No sé por qué; ni me molesto en escuchar sus reproches. El mundo me está tratando muy injustamente y necesito mi pequeña dosis de venganza.

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Ya se me han hinchado las narices.

Sin decir palabra señalo a la secretaria. No digo nada, simplemente me limito a dirigir mi dedo índice y el resto del brazo derecho hacia su cara. Cuando mi respuesta silenciosa consigue que dejen de chillar como verduleras llega mi momento. Miro fijamente a la otra loca, la mujer de Fernando.

—Lauri  —pausa dramática. Disfruto de su cara mientras ata cabos y levanta las cejas, pidiendo confirmación a sus conclusiones—. Sí. La del osito.

Ahí las dejo. Me tomaría una tila para relajarme pero, como las infusiones me dan asco, me preparo un café y me lo bebo disfrutando del ingenio humano a la hora de insultar a sus semejantes. Mi jefa sigue documentando los hechos. De ésta o me echa o me sube el sueldo.

De las pocas frases con sujeto y predicado, con verbo y todo, que salen por esas boquitas, deduzco que Fernando ha dado puerta a su secre, en lo laboral y en lo sentimental, y que ella, a saber por qué, ha pensado que yo había tenido algo que ver en su decisión.

A mi jefa se le acaba la batería del móvil y despacha a las dos despechadas. A pelearse, a la calle. Me lanza una mirada cargada de intención, aunque desconozco cuál. El resto de la mañana transcurre tranquila; comparados con la bronca de primera hora, hasta los clientes más desquiciantes se me antojan aburridos. Intento engañar al aburrimiento recordando el cúmulo de circunstancias que han desembocado en la situación actual. Mi poca tolerancia a la estupidez humana, el infarto de Fernando justo el mismo día que me decido a tomarme la justicia por mi mano y servirle un chute de cafeína en el desayuno, mi sentido de la culpabilidad, mi bondad desmesurada a la hora de entregar la nota de la secretaria, la mala suerte de ser vista -y agredida- por la mujer del enfermo, la coincidencia de que la querida de éste se llamara también Lauri… si el universo se había tomado tantas molestias para traerme hasta aquí debía de haber una muy buena razón. Mi suerte estaba a punto de cambiar. Lo presentía. A veces me sorprendo de la facilidad con que, algunos días -los menos- soy capaz de ver cosas positivas donde, claramente, no las hay.

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Hoy como en casa. En la mía. Todo lo mía que puede considerarse una casa heredada, en vida, de mi abuela, después de que en pleno familiar se decidiera que ésta no podía seguir viviendo sola, y no por problemas de salud, que la mujer está como un toro, sino porque a última hora se había descubierto que los resfriados recurrentes de los últimos tiempos se debían a caminar descalza por los helados suelos de terrazo en las noches de invierno sin que ni ella misma fuera consciente de ello. Sonambulismo senil, nos dijeron. Pues será eso, porque mi abuela siempre ha dormido como un bendito.

Llego a casa, mía o no, y me encuentro conque mi abuela no sólo no se ha ido sino que ha hecho más gazpacho, una tortilla y tiene en la nevera una sandía como la cabeza de mi tío Pablo. Criminal. Cómo sabe lo que me gusta, la bandida. Tanto peloteo me escama. Indago discretamente durante la comida, que en cuanto empiece la novela mi abuela no está para nadie. Sin atreverme a profundizar claramente en el asunto me atrevería a decir que su intención es librarse de su hija, volviendo a su casa y compartiéndola con una servidora.

Luis Fernando y Casandra han vuelto a reñir, esta vez por culpa del hermanastro de ella. La cosa no pinta bien y temo por las consecuencias de dicha ruptura en mi propia vida, que mi abuela estaba de muy buen humor desde que se reconciliaran ayer por la tarde. Me ha parecido ver que torcía el gesto y, además, no sólo no me ha ofrecido café -aunque la casa sea, al menos en teoría, mía-, sino que me lo ha reclamado a mí, bruscamente, en el primer bloque de anuncios.

Vuelvo al sofá con los cafés, el edulcorante para ella, el azúcar para mí, la pastilla del azúcar, para ella, y una torrija, también para ella. Que si le gustan por qué no se las va a hacer, aunque no sea temporada. Yo le digo que eso es una tontería, que los dulces no crecen en los árboles y que por qué no se los va a poder hacer cuando ella quiera. Que porque las torrijas sólo se comen en Semana Santa, que si soy tonta. Nada, que la mujer quería bronca y seguirle la corriente sólo la ha cabreado más. La próxima vez, directa a la yugular.

Después de oírle murmurar, aun masticando la torrija, algunas de las palabras que me había dirigido en el hospital la mujer de Fernando, esta vez dirigidas a la madre de Casandra, asumo que debo tomar de una vez por todas las riendas de mi vida; agarro el móvil y, de forma tan discreta como cobarde, me dirijo al recibidor para escribir un SMS a mi tía: “si quieres conservar tu terraza cubierta, llévate a la yaya o…”. Timbrazo. Del susto mando el móvil a hacer puñetas.

— ¿Quién?

El uno por ciento de la actividad cerebral que mi abuela no estaba destinando al culebrón de la tarde es el encargado de dar respuesta a la puerta. De mandarme abrirla, mejor dicho. Para no tentar a la suerte, ni a su paciencia, lo hago ipso facto.

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Me encuentro con un hombre de mediana edad, moreno, vestido con bermudas y camiseta. No con bermudas de hilo y camiseta divina, con las bermudas y la camiseta que se pondría cualquiera un sábado por la mañana de zafarrancho de limpieza. Las sandalias permiten apreciar la silueta, recortada en blanco nuclear sobre el color canela de las pantorrillas, de unos calcetines que debieron de acompañar al sujeto en cuestión en alguna mañana de asueto al sol, tomando un aperitivo quizás, puesto que esa curvita de la felicidad que se manifiesta bajo su camiseta me hace sospechar que es el tipo de persona que no perdona la cañita del mediodía, acompañada de cualquiera de sus posibles satélites en forma de tapa, sean éstas patatas, olivas, gambas o cualquier otro posible habitante de la pizarra de un bar. Me sonríe. Le miro de soslayo. Desde que se quitara el disfraz de abogado, la presencia de Fernando me desconcierta cada vez más.

— ¿Qué haces tú aquí?

¿De dónde narices ha sacado mi dirección?

—Hola.

Percibo una presencia a mi espalda. Mi abuela debe de haber olido el culebrón que se esconde tras la aparición de Fernando y no ha dudado en abandonar a Casandra y compañía.

—Vengo a proponerte algo.

Me mete en un lío de miedo, sin conocerme de nada se planta en la puerta de mi casa y, con toda la cara del mundo, dice que quiere proponerme algo. ¿Quién se ha creído que es? Un plato de torrijas aparece por mi derecha y avanza hasta interponerse entre Fernando y yo.

—Las he hecho yo misma. Coja una.

Contemplando la sonrisa de Fernando mientras mastica una torrija ante la mirada satisfecha de mi abuela asumo que soy una simple espectadora en mi vida. Esto tiene que cambiar.

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¿A quién quiero engañar? Mi

vida no va a cambiar así, de repente, sólo porque yo lo quiera, y la verdad, no me apetece lo más mínimo ponerme a trabajar en serio para conseguirlo. En pleno julio. Qué pereza. Rendida a mi destino, cualquiera que éste sea, dejo pasar a Fernando y le conduzco hasta el sofá. Mi abuela nos sigue como si de nuestra sombra se tratara.

Con el plato de torrijas sobre la mesa de centro me parece que lo más adecuado, según las normas de cortesía de cualquier manual de urbanidad, es ofrecer un café para acompañarlas. Mi abuela también se apunta. Por mucha sacarina que le ponga, como no le eche también una pastilla para la tensión no sé yo si este abuso de cafeína no nos traerá todavía un susto.

Para cuando vuelvo con los cafés mi abuela ya ha puesto a Fernando al día de la novela desde sus orígenes. Le rescato, sentándome entre los dos. Inicia una conversación digna también del mismo manual de buenos modales que me ha llevado a hacerle un café. No me interesa lo más mínimo nada de lo que me dice, y que el calor nos va a matar es algo que ya sé y de cuyos efectos no me va a librar el hablar de ello.

—Querías proponerme algo.

Le corto el rollo porque si no voy a acabar teniéndoles que preparar la cena. Se confirman mis sospechas sobre la atención fingida de mi abuela a la novela de sus amores. No sólo no ha proferido por lo bajini ninguna frase injuriosa contra ninguno de los personajes sino que, al dar yo el pistoletazo de salida a la conversación en la que se va a poder enterar por fin de lo que sea que haya traído a Fernando a esta casa, deja momentáneamente de masticar, al tiempo que dedica una fugaz y poco sutil mirada de reojo a nuestra posición.

—Sí. Bueno, yo… verás…

El volumen de la tele baja, como por arte de magia, a medida que Fernando empieza a titubear… la cosa promete y mi abuela no está dispuesta a perdérselo.

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—No te preocupes, yaya. Nos vamos al balcón, que no te dejamos ver la novela.

Si las miradas matasen habría caído fulminada allí mismo. Saco a Fernando al balcón, no sin miedo de escuchar alguna propuesta embarazosa que me haga arrepentirme de haberle regalado un momento de intimidad a salvo de las orejas de mi abuela. Saca un paquete de tabaco de un bolsillo de sus bermudas y me ofrece uno. Además de sana soy pobre, así que, por suerte, nunca me ha dado por probarlo. En realidad, la sola idea de hacerlo me repulsa bastante. Rechazo su ofrecimiento con un movimiento de cabeza.

—Haces bien  —dice mientras enciende su cigarro. Luego tose—. Yo tampoco debería hacerlo —vuelve a toser—. Por lo menos, pasarme al de liar; tal y como está la cosa, con la diferencia igual me da para una mutua, que falta me va a hacer.

Sí, sí, seguro que una mutua va a a recibir con los brazos abiertos a un carretero tuberculoso como él. Y acabadito de salir de un susto cardiovascular. Se lo van a disputar, vamos.

Me explica que llevaba muchos años engañándose a sí mismo. Que, en realidad, siempre ha estado ciego. Habla apoyado en la barandilla sobre sus antebrazos, mirando pensativamente al horizonte más lejano, en el que tiende la vecina del bloque de enfrente, canturreando en su lavadero. Que, habiendo dinero, siempre había pensado que todo iba bien, pero que, gracias a haber visto la muerte de cerca, ha comprendido que la vida es mucho más que eso y, de lo importante, él no tenía nada en la suya.

— ¿Y tu mujer?  —por sus gestos mientras inspira profundamente la última calada a su cigarro me parece entender que ése era uno de sus grandes problemas— ¿Y Lauri?

Se acabó. Con las dos. A su mujer hacía mucho tiempo que no la soportaba, pero reconoce que no se merecía una mentira como la que había vivido los últimos años. Lo de Lauri acabó de arreglar las cosas. Tampoco se lo merecía, pobre.

—Se acabaron las mentiras en mi vida. Voy a volver a empezar desde cero.

Dicho esto saca unas llaves del bolsillo izquierdo del pantalón y me las tiende. Ay.

— ¿Qué? —es todo lo que alcanzo a decir ante su reclamación de respuesta. Respuesta, ¿a qué?

—Hasta ahora he usado las leyes para sacar dinero, para mis clientes y, sobre todo, para mí —mensaje incompleto, ¿qué tiene que ver eso con las llaves?—. Ahora vivo aquí.

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Dice esto último levantando las llaves entre el índice y el pulgar de la mano derecha. Mi cara debe de ser un poema.

—Y trabajo —se apresura a decir, viendo claramente que no había transmitido el mensaje completo y que, así, cojo, daba pie a equívoco—. Hay mucho cabrón en este mundo y alguien tiene que pararles los pies. Estas son las llaves del antiguo piso de mi tía Remedios. Es lo único que tengo ahora. Mañana le daré una manita de pintura y lo dejaré tan apañado como pueda. Pasado empiezo.

— ¿En plan justiciero?

Fernando sonríe y asiente. Por mucho que ahorre con el tabaco de liar, con lo que saque de su proyecto no sé yo ni si podrá vivir. A todo esto sigo sin saber qué pinto yo en sus planes y, sea lo que sea, por qué yo, si apenas me conoce.

—En plan justiciero. Ricos no nos haremos —¿haremos?—, pero verás como tu vida te lo agradece.

Las llaves vuelan a cámara lenta en mi dirección, no sé si de este o del otro lado de la barandilla. Me apresuro a cazarlas al vuelo ante el vértigo que me produce imaginármelas siquiera en su caída al vacío.

—Si quieres, mañana allí a las nueve. Jornada completa, sueldo aceptable y contrato. La dirección está en el llavero.

Y se va. Mi abuela le saluda mientras atraviesa el comedor. Luego me mira, interrogante. Jornada completa, sí, ¿haciendo qué? Yo no soy abogada. Y no puedo dejar mi trabajo, mi tía me matará. Una voz resuena en mi cabeza “sueeeeldo aceptaaaable”. Suena como el viento. Repite esto mismo un par de veces y, viéndome dudar, prosigue “¡contraaaaaaaato! ¡contraaaaato!”.  No sé qué hacer. Fernando es un tío muy raro. “¡Contrato, joder!”. A la voz se le ha acabado la paciencia. Veo a Fernando cruzar la calle y girarse para mirar hacia el balcón.

—¡Necesito un ayudante!

Grita, haciéndose un megáfono con las manos. Otra vez parece que oiga mis pensamientos. Sonríe y se va.

Una presencia con moño se manifiesta a mi espalda.

— ¿Has reñido con el muchacho?24

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La inocente pregunta de mi abuela

no es más que el pistoletazo de salida a un tercer grado del que logro escaquearme hábilmente desviando la mirada hacia la tele, en la que Casandra y Luis Fernando vuelven a atravesar un momento crítico en su relación, como todos los que han vivido desde que empezó la serie, vaya. Que quién era ese muchacho, que si hacía mucho que me rondaba, que si me había respetado… vamos,

que no tengo yo bastante con lo mío como para ponerme a tontear con Fernando que, además, de muchacho nada, que pasaba seguro de los cuarenta y quién sabe si de los siguientes también.

Dejo a mi abuela amorrada a la tele y me voy a dar una vuelta, que necesito airearme para pensar con claridad. Ante mí se abre un horizonte nuevo, hasta ahora completamente desconocido: jornada completa, contrato y sueldo decente. Ciencia ficción para mi cerebro, que siempre había creído que la posibilidad de combinar esas tres palabras en una sola frase era similar a la de encontrarse a un autoestopista venusiano vestido de faralaes de vuelta de la playa. Si la frase hubiera mencionado también horario laboral atractivo y beneficios sociales, la cosa del extraterrestre flamenco le habría sacado dos cabezas en lo que a verosimilitud respectaba.

¿Cómo decir que no? Y ¿cómo decírselo a mi jefa? Seguía teniendo en su mano el poderoso arma de la terraza de mi tía. Le iba a faltar tiempo para ir a denunciar su cerramiento y hacérselo quitar. Algo en el interior de mi bolso empieza a vibrar, haciéndome esas cosquillas entre gustosas y angustiantes en el muslo. Como si me hubiera oído pensar; es mi tía.

—¡Hola, sobri!

¿Sobri? ¿No tiene bastante con llamarme Lauri? ¿A qué viene ahora ese apelativo tan novedoso como ridículo? Me escama tanto peloteo, porque lo que viene después tampoco es más normal que su saludo. No puedo decir que mi tía sea una borde pero la risita tonta y el tonito ñoño no suelen acompañar su discurso si no es para hacer el imbécil. Que por qué no nos tomamos un café, que hace mucho que no hablamos. ¡Ay!, ¿Qué habré hecho ya?

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Me siento en la terraza del bar en el que he quedado con mi tía, pariente de tercer grado, creo, al ser la hermana de mi madre. Hermana pequeña. Puede parecer un matiz insignificante pero no lo es; la mayor tiene quince años más y es más rancia que mi jefa y más antigua que mi abuela, ahí es nada. Por suerte se quedó en el pueblo y hay que soportarla lo justo para que se te corte la digestión de los turrones de vez en cuando.

Un café solo. Y van cinco. Entre esto y los nervios de la charla que presiento que está por llegar por iniciativa propia de mi tía y de la que vendrá después de decirle que dejo el trabajo quizás no sea mala idea sisar a mi abuela alguna de sus pastillas para la tensión. Mi tía asoma tras la esquina y se dirige hacia mí, evitando el contacto visual directo después de hacer un breve gesto de saludo desde lejos. Al agacharse para darme dos besos se le engancha el bolso en el reposabrazos de la silla.

—¡Coño ya!

Se deshace de la silla bruscamente. Entre el golpe y su invocación genital atraemos la atención de nuestra terraza y de la del bar de al lado. Mal pinta la cosa. Se sienta y me sorprende con un «¡Calor! ¡Que ver! ¡Cosa más…!». Por haberle visto hacerlo toda la vida no es el hecho de comerse la mitad de las palabras lo que me llama la atención; ha hablado siempre así y siempre la hemos entendido, quizás por ser una costumbre familiar. Mi madre también lo hace, sobre todo cuando habla con ella. Seguir una conversación entre las dos supone todo un ejercicio de creatividad para una mente no entrenada. Cuando has crecido con la mitad de las palabras necesarias llega un momento en que ni echas en falta las demás. Lo que sí echo de menos es alguna puyita de bienvenida. Siempre preceden a las broncas de mi tía. Llega la camarera.

—Una… —hace ver que tira una caña. Su interlocutora, aún más fan de la economía del lenguaje que ella, separa índice y pulgar unos tres centímetros mientras mira a mi tía, ésta niega. La camarera coloca entonces la palma de su mano derecha unos treinta centímetros por encima de la de la izquierda, mi tía asiente. Asentimiento también de la chica, que se va y vuelve al cabo de dos minutos con una jarra de medio litro de cerveza. Y luego dirán que el ser humano sólo utiliza el diez por ciento de su cerebro.

Hasta después del primer trago, de unos treinta centilitros, según calculo, mi tía no se arranca con insultos e improperios variados, en tipo, grado e intensidad, dirigidos, ¡oh, maravilla!, hacia mi jefa. Después se disculpa, no por las injurias e improperios, cuya totalidad comparto y aplaudo, sino porque resulta que la tipa le ha llamado hace cosa de una hora para decirle que su sobrina ha decidido empezar a trabajar y que dónde iba a estar ella mejor que con su tía. Que me dijera que mañana ya no hacía falta que fuera. Así. Sin más.

La vida me sonríe tanto que estoy a punto de explotar de emoción. Ahora la cuestión es, ¿cómo gestiono semejante buenaventura?

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Reconozco que se me pasa por la

cabeza la idea de aprovecharme del sentimiento de culpabilidad de mi tía. Se siente responsable de haberme puesto en las manos de semejante bicho despiadado y de haberme presionado para no dejarle en mal lugar. Después de aprovecharse de mí y de la situación, mi jefa no tuvo ningún tipo de reparo a la hora de darme la patada para colocar a su sobrina. No sé de qué me sorprendo; es una

historia que se repite a lo largo y ancho de este país desde el inicio de los tiempos. Así nos va. Finalmente me apiado de mi tía y le cuento la verdad: que, aunque no lo sepa, nos ha hecho un favor, que me han ofrecido otro trabajo y que, dejándola creer que ha ganado, la muy tonta se dará por satisfecha y no nos tocará más las narices. La terraza de mi tía está a salvo. Las cosas empiezan a ponerse en su sitio.

Mi tía se toma otra jarra para celebrarlo. En un arranque de locura me pido el sexto café del día, de algo hay que morirse. Con un litro de cerveza en el cuerpo y la alegría de las últimas noticias, acaba invitándome de motu propio; saber beber no es tan importante como saber no hacerlo. Sobre todo en algunos momentos.

00:00: De pequeña me daba miedo esta hora porque en alguna parte había oído que era la hora de las brujas. A mí las brujas plin. Los vampiros eran otra historia. Y salían a esa hora. Porque sí. Por suerte he madurado y ya no creo en esas cosas pero, por alguna razón que desconozco, no soy capaz de apartar la vista de un reloj digital cuando marca las doce de la noche. Es como si algo terrible fuera a suceder si apartara la mirada y, justo en ese momento,  el último cero se convirtiera en un uno. Qué horror.

00:01 El mundo sigue en su sitio y yo sigo viva, gracias a mi paciencia a la hora de mirar fijamente un reloj durante cincuenta y dos segundos sin pestañear. Si no veo cómo cambia la hora las consecuencias pueden ser terribles, más que nada porque me pasaría la noche pensando en cuáles podrían ser éstas y no pegaría ojo; no sería la primera vez.

00:05 Repaso mentalmente el itinerario hasta el piso-despacho de Fernando. Está lejos pero lo que más preocupa no es eso, sino el territorio desconocido en el que me tendré que

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adentrar para llegar hasta allí. Me inquieta no saber qué me voy a encontrar exactamente en un sitio nuevo. Del barrio sólo sé que no es de gente de pasta. Los que viven allí llegaron, precisamente, en busca de ella. Para trabajar, vamos. Dinero no sobraba en el vecindario pero, ¿y dónde sí?

00:15 Sigo con el repaso a la ruta de mañana. Me doy la vuelta hacia la derecha.

00:30 Sospechas fundadas de que ésta va a ser una larga noche. Mi abuela no ha querido volver con mi tía, así que está ocupando mi cama, lo que me obliga a dormir en la única superficie horizontal más blanda que una tabla de planchar que hay en toda la casa: el sofá. Skay, verano mediterráneo y mosquitos. Las sospechas van cobrando valor, más aún si añadimos los seis cafés del día y que, encima, estoy nerviosa por mi nuevo trabajo.

00:35 Una presencia itinerante a mi espalda me hace girarme rápidamente. El sonambulismo de mi abuela me va a matar.

02:00 Es oficial. No puedo dormir.

08:00 Agotada. Me voy a trabajar.

En el metro me siento donde me da la gana porque la gente no va en mi dirección; todos van hacia el centro. Dormito hasta que mi sexto sentido me alerta de que ha llegado mi parada. Sigo el plano que he dibujado para no perderme. Número siete, aquí es. Primero segunda. Timbre. La puerta emite un zumbido infernal. Sin más saludo que ése entro en el portal. Huele a estofado de arroz. En julio. Podría ser cosa de mi madre. Subo  hasta el primero por las escaleras, ya que tampoco hay otra manera de hacerlo. La segunda puerta está abierta y, claramente, el arroz está siendo cocinado allí. Entro en el piso. El recibidor está sumido en una inquietante penumbra. Sé que no está vacío porque percibo objetos diversos a mi alrededor del mismo modo que percibo a mi abuela caminando dormida por mi casa, pero mis ojos no consiguen acostumbrarse a la falta de luz hasta después de tropezar con algo metálico que resuena a lo largo de su trayecto por el pasillo tras recibir una patada accidental.

Una cabeza asoma por la puerta de la cocina, en medio del pasillo.

—Sabía que vendrías —la voz de Fernando suena simpática.

Mientras recojo el trasto volador, que ha resultado no ser otra cosa que una lámpara vieja, en algún momento dorada y reluciente, pese a que cueste imaginarlo dado su triste estado actual, suena el timbre.

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—¿Puedes abrir?

En el rellano, sobre el felpudo, me mira atónita la mujer de Fernando. La misma que casi me dejó calva a tirones en el hospital.

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Más atónita que ella le mira una

servidora. La sorpresa no me hace bajar la guardia, aún tengo fresca en mi memoria la desagradable y dolorosa sensación de sentir todos los pelos de las patillas luchando por no ser arrancados de sus respectivos folículos pilosos de manos de una loca histérica. Recibo sus buenos días con la mejor posición de guardia que mi cinturón blanco-amarillo de taekwondo me permite.

—Buenos días  —respondo todavía con las rodillas semiflexionadas y mirando de medio lado a mi atacante potencial.

—Venía a traer esto a Fernando —sacude ligeramente una bolsa de plástico que lleva en la mano izquierda.

—¡Brigitte! —una voz recorre el pasillo desde la cocina. Igual que sucediera cuando entrara yo al piso, escaso minuto antes, una cabeza emerge de una puerta y saluda, de lo más simpático— ¡pasa, pasa! Estoy haciendo café…

Brigitte, para nada parecida a la famosa actriz saliendo en biquini del agua del mar -más que nada porque ésa era Ursula Andress, con la que siempre confundo a la Bardot-, no sé si por mimetismo o por convencimiento, pone la misma cara de circunstancias que sospecho que tengo yo misma. Me hago a un lado y la invito a pasar con un gesto del brazo que me queda libre, el otro sigue aferrado al pomo de la puerta.

Camino tras ella hasta la cocina. Pese a ir vestida de Brigitte, entendiendo esto último como un indicador de sofisticación, glamour y elegancia, mucho sospecho que sin ese vestido ceñido, para nada favorecedor, la señora no dejaría de ser una Concha, Remedios o María, injustamente infravaloradas por su abundancia pero separadas únicamente de  las Brigittes por un atuendo a menudo más llamativo por lo desacertado que por lo estiloso. Encontramos a Fernando sirviendo los cafés junto a un enorme plato de churros que corona la mesa de la cocina.

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—Hay que coger fuerzas, que nos espera un día duro —dice, al verme la cara. Tengo la sensación de no hacer últimamente otra cosa que comer y beber—. No son torrijas pero te aseguro que en cuanto a calorías estarán ahí ahí. Los he pedido con mucho azúcar —eso es verdad. Doy fe. De las tres cosas: no son torrijas, tienen calorías a cascoporro y apenas asoman las puntas de la mayoría de ellos bajo la montaña de azúcar en la que están enterrados. Aparentemente Fernando se ha tomado muy en serio su cambio radical de actitud ante la vida y sus semejantes. No hay más que sinceridad en sus palabras —Bri, coge tú también, que seguro que lo vas a necesitar.

—Supongo que no pretenderás que me quede a pintar —se apresura a responder.

—No, mujer, pero seguro que te espera un día duro en la tienda.

—Boutique —aclara, mirándome directamente. Se me antoja asombrosamente parecida a mi tía Asun, orgullosa propietaria de una mercería junto al mercado, embutida en la boda de mi primo en un vestido peligrosamente ajustado. Peligrosamente para el ojo de algún invitado cercano, potencial receptor de alguno de sus corchetes en caso de estallido fortuito debido a la expansión natural del cuerpo humano, especialmente la parte superior del tronco, ante la manía que tienen algunos individuos de respirar a intervalos regulares—. Bueno, cogeré uno.

Dice esto último como quien accede a las súplicas de alguien que le pide un esfuerzo sobrehumano para algo que no lo merece. Escoge un churrito que asoma, al pie de la montaña, bajo un blanco manto de glucosa en grano. Como de los icebergs, no sabes nunca lo que puedes esperar de un churro sepultado en azúcar. Que qué churro más grande. Que como ya lo ha tocado no lo va a volver a dejar en el plato. Mucho me temo que la cosa acabe como el Titanic y el vestido termine cediendo por cualquier costura, en el mejor de los casos, a los efectos de un iceberg de churrería. Por lo menos estamos en tierra firme y, previsiblemente, no se teme por la vida de nadie.

Los churros, como todo, están mejor mojados en café. Estando mojando el segundo en la taza se levanta Brigitte, tras beberse su café hirviendo en dos tragos sin perjuicio aparente para su esófago, puesto que no sólo no le corren dos lágrimas por las mejillas sino que habla con total normalidad.

—Bueno. Yo me voy.

Se despide de Fernando con dos besos, iniciativa de él, y, de mí, con otros dos, no tanto por deseo expreso de ninguna de nosotras como por convención social que decidimos no romper para no incomodar a la otra. Sigo mojando churros hasta que vuelve Fernando de la puerta de la calle.

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—¿Bri? —pregunto con el segundo bocado a mi cuarto churro viajando de muela en muela—¿Por qué no Gitte? Suena a queso— sonríe de medio lado.

—Se llama Brígida. Cualquier cosa suena mejor que su nombre real y, aunque Bri no le apasiona, lo tolera. Aprovechando que su madre trabajó en Francia en sus años mozos incorpora su influencia gabacha en tan distinguido nombre, rotulado en tipografía caligráfica junto al ya consabido término boutique en un letrero de metacrilato.

Comemos en silencio durante un par de churros.

—¿Qué? ¿Contenta? —pregunta por fin.

Le hago entender que sí, aunque, la verdad, sigo sin tener ni idea de qué me depara mi vida laboral con mi nuevo jefe. En cualquier caso no puede ser peor que la anterior. Le hago saber la última de mi ex-jefa y le recuerdo el espíritu justiciero con el que se aventuraba en esta nueva etapa en su vida. Vuelve a sonreír de medio lado. Su pregunta a mi recordatorio me plantea un nuevo dilema en mi vida.

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Mastico pensativamente el churro

que ocupa a mis muelas en este momento, el quinto de mi segundo desayuno de la mañana; parece que los cambios en mi rutina me dan hambre. Sopeso los pros y los contras de cada posible opción o, lo que es lo mismo, en cuál de ellas se encuentra el equilibrio perfecto entre la satisfacción de mi sed de venganza y el sentido de la culpabilidad que me puede dar la lata si me paso en mi escarmiento al bicho de mi ex jefa.

Antes de poder atacar a mi sexta víctima sufro una regresión involuntaria a mi adolescencia y me planto en plena clase de filosofía. «En la mesura está la virtud». ¡Ay, Aristóteles! Qué buenos ratos pasé jugando al ahorcado con sus filosofadas de fondo. ¿Qué habrá sido de Alfonso? Con toda seguridad, el profesor más aburrido que he sufrido en la vida. Era majo pero en sus clases la mesura brillaba por su ausencia; un radical del sopor. Aun así consiguió, de puro cansino que era, que algunos de sus mensajes se acabaran acomodando en algún rincón de mi cerebro, como éste, dispuestos a esperar pacientemente la ocasión adecuada para saltar de su escondrijo como un resorte y ayudarme a conducir mi vida en la dirección adecuada. De algún otro recoveco cerebral emergió también un  «conócete a ti mismo». ¡Cuánta sabiduría junta, repentina e inesperada! Y yo en plena digestión… Me conozco perfectamente y sé que, si hay algo que no soy, es una virtuosa. No sé qué tiene Fernando en mente pero, por mí, puede hacer que la mala pécora de mi antigua jefa desee no haber nacido.

Una maliciosa sonrisa eleva la comisura derecha de los labios de Fernando carrillo arriba y empuja, además, la ceja del mismo lado hasta formar tres arrugas en forma de uve invertida sobre ella. Dicho así puede parecer una mueca extraña pero os aseguro que, sólo de imaginar lo que pasaba por la mente de una persona con semejante expresión de sádico en faena, puedo sentir la felicidad fluir por mis venas. O quizás sea el azúcar de los churros.

—¡Pues hala! —dice por fin, dando una palmada y saltando de la silla—¡A trabajar!

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Contra todo pronóstico, en vez de darme un afilador y un cuchillo jamonero me alcanza un rollo de cinta de carrocero.

—Empezaremos por el comedor  —sigue con el brazo extendido—. Pero yo que tú me cambiaría primero.

Si algo había mencionado el día anterior al hablar del trabajo había sido, precisamente, que habría que pintar. Y lo había oído. Y, lo que es más grave, lo había entendido. Ni siquiera podría ampararme en un olvido del asunto, simplemente ni había pensado en traer ropa de faena. Empezaba bien mi primer día de trabajo. Eso le pasaba por no hacerme primero un psicotécnico.

Salgo del lavabo con un polo de marca que me llega por las rodillas. Quizás no sea lo más apropiado para pintar, teniendo en cuenta que toda la ropa que traía yo puesta no valía, en conjunto, ni la mitad que la camiseta que Fernando me ha prestado como playero-mono de trabajo. Claro que el siete que tiene a la altura de la axila hace que sea una prenda más apta para hacer trapos que para salir a la calle, así que como ropa de trabajo no sólo hace el apaño sino que me convierte en la pintora más glamourosa que se haya visto sobre la faz de la Tierra. Lástima que la cinta de carrocero con la que cierro chapuceramente el roto de la sisa, por el que corro el riesgo de perder una teta en el trasiego del pintar, me quite buena parte del encanto.

Yo tarareo en la ducha, cierto, pero tengo la delicadeza de guardarme mi falta de oído para mí y procuro no torturar a nadie con mi canto, a menos que me caiga muy mal. O Fernando no me soporta o no comparte mi planteamiento de respeto al prójimo, porque canta con todas sus fuerzas la bachata que atraviesa como si fuera de mantequilla el suelo bajo nuestros pies, única separación entre nosotros y lo que aparentemente es una discoteca salsera de horario matinal. ¿Un after hours latino? ¿Un vecino sordo? ¿Un vecino hortera? ¿Un gilipollas, en cualquier caso, vecino o no? Pronto dejan de importarme estas pequeñas cuestiones sin importancia sobre la naturaleza de sea quien sea el responsable de la música que me taladra los oídos, porque Fernando se me acerca bailando, parando al ritmo de la música para dedicar todas sus energías al berrear en los tramos de letra que conoce. El pánico se apodera de mí. Y éste, ¿qué quiere ahora? Si piensa que una es tan ligerita de cascos como su anterior secretaria lo tiene claro. ¿Será posible que no me toque un solo jefe normal en la vida? Pero, espera, ni siquiera es mi jefe todavía. Llevo aquí casi una hora y, aparte de haber recibido una sobredosis de churros y otra más que probable de estofado de arroz, ya que el bailarín intercala su cante y su danza con los soplidos a una cucharada de estofado, sigo sin saber en qué consiste mi nuevo trabajo, cuánto voy a cobrar y, mucho menos, he olido siquiera el contrato.

Se me planta delante y me ofrece la cuchara. ¿Qué hacer, por Dios?

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Dije ya que las alteraciones en

mi rutina parecían abrirme el apetito, ¿verdad? Confirmo la hipótesis. El conocimiento empírico que me da la experiencia de haberme jalado medio kilo de churros como segundo desayuno, tras las tostadas que ya traía en pleno proceso digestivo desde casa, apunta a que así era. A medio camino de la cucharada de guiso de arroz que Fernando me ofrece, doy fe de que mi teoría era válida. Y ni

siquiera recuerdo haber ordenado a mi cuerpo abrir la boca e inclinarme hacia la cuchara, pero ha pasado de mí y ha actuado por iniciativa propia. La cosa es más grave de lo que en un principio parecía.

Mientras yo reflexiono sobre mi apetito nervioso y degusto esmeradamente el guiso que, pese no a ser yo muy de cuchara, ha conseguido conquistarme, Fernando se dirige hacia la puerta sin dejar de bailar. Tres breves timbrazos llevan a plantear la, a priori, razonable hipótesis de encontrarse con alguien al otro lado. De nuevo los hechos nos dan la razón. Junto a los doscientos decibelios adicionales al volumen ya excesivo de la música del vecino de abajo, al abrir, nuestros sentidos nos regalan también la visión de un chico bajo el quicio de la puerta. Le dice a Fernando algo que no alcanzo a oír y, al verme, comienza a gritar sin previo aviso.

—¿Estás fundido, men? Tremendo pollo el que trajiste y no me dijiste nada—diría que habla español, pero debo de tener la misma cara que la primera vez que fui a Londres, sin más inglés que el del instituto—… ¿y quieres especular con el baile? Esta jeva no va a fijarse en un patón como tú…

Dicho esto se me acerca. Sospecho que se ha referido a mí todo el rato pero como no he rascado bola de lo que ha dicho, tendré que fiarme de mi intuición, que estoy en racha con las hipótesis.

—¿Qué bola? —me dice finalmente, a metro escaso de mí— Bonito pulover, ¿me das una bala?

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Como me mira fijamente desvío mi mirada hacia Fernando en busca de ayuda.

—Me presento, soy Wilson, profesor de casino.

Vuelvo a pedir socorro a mi nuevo jefe, que sigue bailando y riendo, haciendo más bien poco caso a mi petición de auxilio. Wilson sigue con sus ojos clavados en los míos. Unos ojos extrañamente claros para un mulato. Le dan un aire muy resultón pero claramente insuficiente para superar el rechazo que su actitud de latin lover me produce.

—No te canses, Roberto —dice por fin Fernando—. Me parece que es poco salsera.

Roberto, que resulta no ser otro que el hasta ahora conocido como Wilson, borra su exagerada sonrisa de su cara y, como si fuera un globo, de un suspiro deja escapar a su personaje; recupera la postura y la expresión de una persona normal y vuelve en su propio yo. Y deja de mirarme como si hubiera visto un ángel.

—¿Roberto? —pregunto, en un intento de averiguar de una vez quién es y qué está pasando aquí.

—Sí. Mi nombre es Roberto —con el personaje ha desaparecido también el acento cubano y, hasta el momento, soy capaz de descifrar la totalidad del mensaje.

—¿Y Wilson? ¿Es un nombre típico de Cuba?

—Lo es más Roberto pero aquí Wilson suena más exótico. A la gente le parece más cubano que mi nombre real —igual que su anterior acento, ahora desaparecido, y que ha dado paso a un marcado acento catalán—. Roberto Boixadé, ¿quién quiere un profesor de salsa de La Seu d’Urgell? —le miro, entre apenada y perpleja, aunque el tipo sea un jeta de cuidado—De abuela cubana, eso sí. Que el color es de verdad, ¿eh? —dice esto último frotándose el brazo con la mano derecha, para que vea que es un mulato auténtico—Entonces —dice por fin—, ¿seguro que no quieres aprender salsa?

Se marca un meneo de caderas como último recurso para arañar una alumna más al mundo. Niego con la cabeza. Se encoge de hombros y da media vuelta.

—Yo venía a por el CD que te dejé ayer, que tengo una alumna en casa, brode —le dice a Fernando, que ya le esperaba junto a la puerta con él en la mano—. ¡Chévere! —vuelve a meterse en su disfraz de salsero y desaparece por las escaleras.

Otra sorpresa más. Parece que el mundo se está volviendo loco a mi alrededor. Cambios, cambios; muchos cambios. Fernando me mira con una sonrisa divertida, ¿me habrá

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contratado para reírse? Porque no ha parado de hacerlo desde que he llegado, durante el rato que no ha pasado cebándome como a un cochino, claro. Dudas, dudas; muchas dudas. ¿Qué me depara mi futuro más inmediato?

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—¿Y mi contrato?

Fernando abre los ojos más de lo habitual al tiempo que eleva las cejas. Levanta el índice de su mano derecha y se dirige a un escritorio que hay arrinconado en una esquina, sepultado por otro montón de cosas que permanecen allí, junto con él, protegidas por el mismo plástico translúcido de la pintura que seguro acabará salpicando aquí y allá si

finalmente, entre potajes y vecinos, terminamos pintando algún día.

—Haces bien en recordármelo —dice mientras viene hacia mí, ya con los papeles que ha sacado del cajón en la mano—. No hay que fiarse de nadie. Menos aún de un abogado.

Me tiende el contrato con una sonrisa sincera en la cara. Una lágrima de felicidad recorre mi mejilla izquierda al acabar de leerlo y comprobar que, efectivamente, se trata de un contrato indefinido a jornada completa y con un sueldo más que decente para el tipo de trabajo. Aunque, a decir verdad, lo que no me ha contado, ni viene especificado en el escrito, es, precisamente, en qué consiste el trabajo.

—El comedor de empresa abre de dos a tres. El menú incluye postre y café pero se aceptan pastitas, galletas y bizcochos. Si son caseros el chef y gerente de la empresa se compromete a amenizar la sobremesa con su natural talento para el cante y el baile. Si se trata de torrijas directamente hará la ola. La abajo firmante se compromete a asistir a un servidor en su día a día, tareas todas ellas completamente legales —no debo de parecer muy convencida porque de repente añade una pequeña matización—. Y no menos decentes.

Poseída por algún tipo de espíritu hippy me lanzo a los brazos de Fernando, que se me antoja tierno, ingenuo y encantador a partes iguales. Ya en pleno abrazo, inocente, eso sí, vuelvo en mí misma. No sé por qué he hecho esto. Me separo de él ipso facto y empiezo a colocar cinta de carrocero de manera compulsiva. En cinco minutos he cubierto ya los zócalos y los enchufes del salón. A falta de un solo interruptor por tapar empiezo a buscar desesperadamente algo más que poder proteger de la pintura y de mi estupidez. ¿Será posible? ¿Se puede saber qué me ha pasado? ¿Por qué he hecho semejante tontería? ¿Estaré

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mutando, como Fernando? Le miro de reojo; afortunadamente él parece tan incómodo como yo. Caigo de golpe en que, después de todo, sigo sin haber firmado el contrato. Corro a por él, lo firmo con nombre, apellidos, DNI y garabato y se lo planto delante de las narices. Balbuceo una disculpa a mi bochornosa e inapropiada actuación de antes.

—Nada, nada  —le quita importancia y para cambiar de tema me señala unos botes de pintura que hay junto a la puerta de entrada—… ¡hala! ¡cuando quieras! —dice, riéndose— Yo tengo que salir un momento. Enseguida vuelvo.

Se va y me deja preparando la pintura. Hay una radio más vieja que yo junto a la cubeta. No hay un solo enchufe libre. Con un poco de suerte tendrá pilas. La enciendo y compruebo que, efectivamente, funciona. Giro el dial y paro en la primera emisora que consigo oír con una nitidez aceptable. La dejo de fondo mientras me hago con un rodillo para ponerme manos a la obra. Por fin encuentro uno sobre el mármol de la cocina. Lo mojo en la pintura y empiezo a extenderla por la pared. Algo en mi cerebro me dice que escuche la voz que sale de la radio.

—Me llamo Piscis.

No sé por qué tiene mi cerebro empeño en que escuche a Piscis cuando nunca le han interesado estas cosas. Por hoy ya me ha hecho hacer bastantes cosas estúpidas. Quizás por eso, porque ya considero cubierto el cupo del día, decido hacerle caso con la esperanza de no tener que arrepentirme después. Total, ¿qué puede pasar?

—Dime, Piscis. ¿Qué quieres saber?

—Verás, es que no llamo para mí —creo que mi cerebro estaba en lo cierto desde el primer momento en que oyó a Piscis. No era la primera vez que la escuchaba, aunque no era capaz de identificarla pese a serme terriblemente familiar. ¿De quién era aquella voz? ¡Dios! ¿De quién?

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No es una voz que haya escuchado

un par de veces. La he escuchado hablar enfadada, la he escuchado hablar contenta y, sobre todo, la he escuchado con ganas de darle en la boca con la mano vuelta, de lo cual le ha salvado el hecho de ser, normalmente, una servidora tremendamente pacífica más allá de las paredes de su cráneo, que hacen de frontera natural entre el mundo real y el que a una le gustaría que

fuera. ¡Cuántos conservan sus dientes gracias a ese centímetro escaso de hueso que separa a mi verdadero yo de sus cobardes acciones! En fin, si de algún modo no he escuchado nunca hablar a aquella voz es, precisamente, como en este momento. La voz está asustada, titubea y apenas suena con la fuerza suficiente como para poder ser oída con claridad.

—Perdona, Piscis, ¿puedes acercarte un poco más al teléfono para que te podamos oír mejor?—¡Sí, sí! —el nerviosismo de la voz aumenta y carraspea a un volúmen tan inhumano que distorsiona. Justo igual que hace Fernando siempre que tiene un micrófono a mano, lo mismo le da que se trate del teléfono o del interfono; cualquier oportunidad es buena para dejarte sorda—Perdona, sí. Ejem  —por si había sobrevivido algún tímpano entre la audiencia, vuelve a atacar—. Llamaba por el amor.—Perfecto, Piscis. A ver —hace una pausa mientras va echando cartas sobre la mesa—… veo que llevas mucho tiempo solo…¿Cómo? Si aún está fresca la tinta de la firma de su divorcio. Espero que, por lo menos, la llamada haya sido gratuita y no le estén cobrando con taxímetro la tomadura de pelo.—¡No, no! ¡El amor de mi amigo!—¡Ah! Es verdad —dice la vidente—, que llamabas para preguntar por otra persona… —me parece oír una risilla ahogada, pero viniendo de semejante trasto no me atrevo a asegurarlo. Mientras recoge la tirada de cartas y se vuelve a preparar para la de su amigo, la vidente sigue hablando, no tanto por interés en la vida de Fernando como por evitar los silencios en el programa—Y dime, Piscis, ¿qué signo es tu amigo?—Piscis.—Anda, ¿cómo tú?  —como si hubiera tantos signos. Digo yo que tampoco es una casualidad tan asombrosa.

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—No, no; yo soy capricornio, que soy de agosto.

Yo no soy muy de horóscopos pero sé perfectamente que los capricornio no son de agosto. Y no por afición astrológica, sino porque la vecina plasta de mi mejor amiga en el momento álgido de la edad del pavo lo era. Primero era plasta y después capricornio. Y si había algo de lo que estaba orgullosa era de haber nacido la noche de Reyes porque, según decía, tenía el doble de regalos. Yo pienso que sería más bien al revés y que por una cosa o por otra acabaría teniendo, a lo sumo, uno o dos regalos más que cualquier otro niño, y que, con una sencilla división, cualquiera podría ver que le tocaban menos regalos por celebración que a los demás. Pero la muchacha era más capricornio que inteligente. Mucho más, ya que calculo que la inteligencia no debía de llegar hasta unos ocho adjetivos después. Puede que nueve.La adivina sabe tan bien como yo, seguramente por otros medios, que Fernando está equivocado. De ahí su silencio hasta que, por fin, decide sacarle de su error.

—Pero Piscis —responde, golpeando la mesa con el borde de la baraja de cartas—, entonces tú no eres capricornio; eres leo —menos mal que llamaba por el amor y no por una crisis de identidad—. Puede que virgo —lo dicho.—Ay, no sé —se defiende Fernando—. Es que yo no creo en estas cosas.Esta vez sí que se cuelan unos segundos de silencio a la vidente. Finalmente hace la pregunta que todos nos hacemos.—¿Y por qué has llamado?—Porque mi amigo no lo haría.—Ah —la voz de la adivina encuentra rápidamente una explicación lógica a los hechos—, que es tímido —se adivina una sonrisa al final de la frase.—No. Es que tampoco cree  —si la vidente cobra al mismo precio los silencios que la cháchara, desde luego, está haciendo un buen negocio—. Querría saber si le va a ir bien con una persona que acaba de conocer.—Vamos a ver —vuelve a echar las cartas—… es una persona que ha conocido a través de un amigo común, ¿verdad?—No, no —la mujer está en racha—. Es del trabajo.Ay. Miedo me da el “amigo” de Fernando y su “persona del trabajo”. Pero, bien mirado, a mí hace mucho que me conoce. No puedo ser yo. ¿O sí? Él ha cambiado radicalmente y yo no había cruzado con él más de dos frases seguidas hasta ahora. ¡Ay, Dios! Que Fernando se ha enamorado de mí. A saber si he sido yo el motivo de la ruptura de su matrimonio y de su affair con su secretaria… ya decía yo que era todo demasiado bonito. El contrato que quiere este hombre es aún más indefinido que el que acabo de firmar. Para lo bueno y para lo malo. Hasta que la muerte nos separe. Y ese olor a quemado que viene de la cocina no puede sino acabar de arreglar las cosas. A hacer puñetas el guiso de arroz, con lo bueno que había salido.

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Por puro instinto de

supervivencia me dirijo a la cocina a apagar los fogones y burlar así al caprichoso destino que me había colocado dos amenazas mortales en una misma mañana y me condenaba a acabar mis días calcinada o, en el mejor de los casos, digerida por mis propios jugos gástricos al saber que, a falta de ese arroz que tanto prometía, no les iba a echar nada a la hora de comer. Lo que no se esperaba este destino mío tan puñetero era que en un del todo

inesperado giro de los acontecimientos reuniera el valor suficiente para dirigirme con paso firme a la cocina y poner fin a la amenaza de incendio con un simple giro de muñeca de noventa grados hacia la izquierda. De la muerte inminente a la salvación en cero coma un segundos. ¡Chúpate ésa!Tras ver la muerte de cerca el culebrón de Fernando, su amigo imaginario y esa “persona del trabajo” en la que está tan interesado, se me antoja una nimiedad y en cuanto oigo a la locutora cantar el número de teléfono de la emisora no me lo pienso dos veces y lo marco en el móvil. Así, fuera del horario de mi tarifa, que la vida son dos días y hay que vivirlos intensamente.

—Para ti, que nos escuchas cada mañana, o que nos descubres hoy, quizás conducido por tu destino a este momento decisivo en tu vida. Para ti, que necesitas una pequeña ayuda antes de tomar esa decisión tan importante. Para ti, seas quien seas, se encuentra con nosotros la maestra Coral, dispuesta a aconsejarte para que puedas caminar con paso firme por la senda correcta de la vida.

Mientras espero con el auricular pegado a la oreja derecha, oigo, por la libre, a la locutora captando llamadas y, por la ocupada, una irritante música de espera que sólo baja de volúmen para dejar oír la voz de la tal maestra Coral intentando convencerme de que llame a su consulta privada, desde la cual me atenderá personalmente por la módica cantidad de un euro con veinte céntimos el minuto. Uno con cincuenta siete para red móvil. También Visa. Cuando ya estoy a punto de colgar una joven voz masculina llega desde el otro extremo de la línea.

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—Radio Albor —no dice nada más. Permanece allí callado hasta que mis dos segundos de silencio le conminan a repetir—. Radio Albor, buenos días.

Así, sí.

—Buenos días. Llamaba para hablar con Fernando.

—Me parece que se equivoca, señora—señora—. Aquí no hay ningún Fernando.

—Uy, perdona —me apresuro a disculparme—. Quería decir con Piscis.

—¿Con Piscis? Lo siento pero no le puedo pasar con otro oyente. Si espera un minuto la maestra Coral le atenderá enseguida.

—Es que soy la “persona del trabajo”  —acentúo las comillas, tanto tonal como gestualmente, en un intento de hacerle ver la importancia del asunto—por la que pregunta Piscis, ¿me entiendes?

—Lo lamento, señora, pero, aunque sea usted la novia de Piscis, ya le he dicho que no puedo… —de repente su discurso se interrumpe y oigo un claro susurro de alguien que, oliéndose el culebrón, le ordena que me ponga en antena. Por fin algo de sentido común.

—Buenos días —esta vez es la locutora—, amiga. Nos dice nuestro compañero que eres la novia de Piscis. ¿Cómo te llamas?

El simplismo de la gente a la hora de sacar conclusiones precipitadas y   adelantar acontecimientos me pone enferma. ¿Cuándo ha hablado Piscis de novia?

—Perdone —interrumpe Fernando—, pero es que yo no tengo novia.

—Es verdad  —responde la locutora con voz cansina—… que es la novia de su amigo, ¿verdad?

—No, no —esta vez me defiendo yo misma—. No soy la novia de nadie. Soy la “persona del trabajo” de la que hablaban —vuelvo a entrecomillar enfáticamente.

—Muy bien, muy bien —la maestra Coral se apunta a la conversación, un pelín impaciente al ver que la cosa empieza a complicarse y allí nadie pone orden—. ¿Cómo te llamas?

—Eeeem —me ha pillado en la pregunta más fácil—… soy… Escorpio.43

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—Muy bien, Escorpio —va a por faena y empieza a repartir cartas a diestro y siniestro sin darnos opción a meter baza, ya que apenas toma aire entre frase y frase—. Pues yo lo veo muy bien, ¿eh? Sois dos signos de agua y tenéis las mismas estructuras internas. Además, las cartas me dicen claramente que vuestra relación tiene un futuro muy bonito y…

Y nada, que yo no he llamado para escuchar a esta señora.

—No, no, qué va. Si Piscis es leo, ya lo dijo usted antes.

—O virgo —replica Fernando.

—Eso. O virgo. A saber entonces lo negro que sería nuestro destino. Mejor lo dejamos y… y eso.

—Entonces, amiga Escorpio, ¿no quieres conocer tu destino? —no, no quiero, pero, antes de darme opción a responder, Fernando reclama la lectura del suyo, que allí nadie parece hacerle mucho caso.

—Perdone, maestra Coral, pero me gustaría que me dijera qué futuro tiene mi amigo con esa persona que le comentaba.

¿Cómo?

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Pero, ¿realmente se está tomando

tantas molestias para interesarse por las disposiciones de Eros en la vida de un amigo? Yo, personalmente, soy más de dejar estas cosas en manos femeninas y confiar las cuestiones amorosas a Afrodita, que los hombres en este tema son un desastre, aunque mucho me temo que cualquier día de estos van a poner a un señor con traje al frente del Olimpo y ni la mismísima Afrodita va a ser capaz de echarme

un cable en el amor sin el visto bueno de Bruselas. Traicionando a mis principios me veo obligada a refugiarme en los brazos de Venus si no quiero acabar siendo la tía solterona de los sobrinos que todavía no tengo. Aunque tampoco sé yo.

Desconozco a quién prefiere encomendarse Fernando para estos menesteres; al parecer, considera que una simple baraja de cartas está tan capacitada para decidir su destino amoroso  como la propia Afrodita en sus buenos tiempos. Insensato.

—Ahora mismo, Piscis —la maestra Coral se agarra a la petición de Fernando como si le fuera la vida en ello. Ella está allí para echar lar cartas. Gratis, cierto, pero todo sea por arrastrar a futuros clientes a su línea de pago. Y entre el culebrón de la vida del tal Piscis y la chica que ha llamado para hablar con él, allí se está hablando de todo menos de sus artes adivinatorias—. Por lo que veo se trata de una persona mayor, ¿verdad?

—¿Quién? ¿mi amigo? No, no, qué va.

—No. La otra persona. Es mayor que tu amigo.

—¡Uy, no! ¡Qué va!

—Pues aquí hay una tercera persona, ¿eh? Hay otra mujer.

—¿Otra? —ya salí, y hasta la tal maestra Coral ha sabido ver desde la distancia que llevo fatal los años.

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—Sí, sí. La de tu amigo y otra.

—No, no. Es un chico —la adivina debe de haberse hecho ya un lío con todos los datos que ha recibido en una sola llamada y permanece en silencio intentando cuadrar lo que lleva de predicción en la nueva situación—. La persona, digo. Son dos chicos.

—¡Ah! ¡ah! ¡aaaaah! —exclama ella—Eso lo explica todo… ya decía yo, que tal y como me salían el ahorcado, el loco y la muerte había algo que no me cuadraba  —yo no sé si le cuadrará o no pero lo que está claro es que lo de Romeo y Julieta pintaba bastante menos trágico que la historia del amigo de Fernando—. Es que una no es tan moderna, ¿sabes? —intenta disculpar su falta de acierto aunque lo único que consigue hacer es hundirse más en el barro y demostrar que, pese a tener más cara que espalda, lo que no tiene son dos dedos de frente—y no me acuerdo nunca de los jeis, que también son personas —hace una pausa en la que combina de forma magistral una risita nerviosa inicial con un brutal carraspeo digno de un jubilado tuberculoso. Le ha faltado escupir—. Pues nada, oye, las cartas lo dicen clarísimo; lánzate sin miedo, ¿eh?

—¿Sí? ¿me lanzo?

Me decido por fin a colgar el teléfono porque está claro que yo no pinto nada en esa historia y la puedo seguir perfectamente por la radio. Fernando, llevado por la emoción del momento, ha olvidado a su amigo imaginario y se ha implicado directamente en la que, desde un principio, había sido una consulta sobre su vida amorosa. ¿Fernando? ¿gay? Si es el hombre menos mariquita sobre la faz de la Tierra. Lo sé. Este último comentario sería digno de la mismísima maestra Coral pero… ¿Fernando? ¿Casado con una mujer y amante de otra? Cierto que ahora mismo es ya un feliz divorciado sin ningún tipo de atadura con el sexo contrario pero me cuesta imaginarle con otro hombre. Antes lo habría esperado de Roberto… ¡ay, Dios!

—Parece que hemos perdido a Escorpio —la locutora se deja oír de nuevo.

—¡Ay! ¡Laura! Muchas gracias, ¿eh? Adiós —es toda la despedida de Fernando antes de colgar y empezar a subir corriendo las escaleras, a juzgar por el ritmo y la intensidad con la que oigo sus pasos acercarse desde el portal.

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Después de escuchar el culebrón

radiofónico, la pintura del rodillo está más seca que el desierto de Arizona. Ha formado una costra en la superficie y guarda más parecido con el tronco de alguna extraña especie de árbol blanco que con cualquier herramienta de bricolaje. Cuando oigo las llaves de Fernando en la cerradura de la puerta, un acto reflejo, tan inesperado como absurdo, me hace

girar sobre mí misma y ponerme a pintar como si me fuera la vida en ello. En el estado en que se encuentra la pintura lo único que consigo es estucar la pared, distribuyendo pegotes de pintura seca allá por donde paso.

—Laura.

Fernando hace ya unos segundos que ha abierto la puerta, aunque permanece aún debajo del marco de ésta, mirándome mover el rodillo arriba y abajo frenéticamente.

—¿Sí? —respondo distraídamente, como si no le hubiera oído llegar y justo reparara en su presencia. Ridículo, sí, pero mi cuerpo no siempre se rige por la misma lógica aplastante que mi cerebro, lo cual es un gran impedimento a la hora de llevar una vida mínimamente ordenada, no digamos ya satisfactoria, sobre todo en lo que a mis relaciones sociales respecta.

—Tenemos que hablar.

A mí no me hace falta ni una pareja para ponerme a temblar al escuchar esta frase. Me preparo para finalizar la etapa laboral más breve de mi vida y quién sabe si también de la historia de la humanidad; intuyo que mi recién estrenado jefe supone, ayudado por mi estelar intervención radiofónica, que soy tonta rematada, ya que, aunque las tareas que me ha asignado hasta el momento no requieren una especial inteligencia, el espontáneo estucado con el que le estoy decorando el despacho hace dudar a cualquiera de mi capacidad y no puede sino confirmar sus sospechas.

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Se sienta en lo que deduzco que es un sofá, puesto que no lo he visto sin el plástico blanco que lo recubre, y da unas palmaditas sobre el asiento para indicarme que le acompañe. Sin soltar mi rodillo me dirijo hacia allí.

—Te lo iba a decir antes o después —empieza diciendo—, ya que no sólo no es ya ningún secreto sino que es a ti a quien debo mi nueva vida.

—Sí, sí; ya me lo dijiste. Lo que no sabía era que era tan nueva —especial protagonismo para el tan, que enfatizo subiendo sensiblemente el tono de voz—. No me extraña que te diera un infarto con tanta novedad junta: dejas al mismo tiempo a tu mujer y a tu amante, cierras el despacho y sales del armario. Guárdate algo de acción para el resto de tu vida, que aún eres joven para morirte.

Se toma a guasa mi comentario, suelta una risotada y se queda visiblemente más relajado. Me contagio de su estado; esto no tiene pinta de acabar en despido.

—Bueno, no tan joven, no tan joven —me guiña un ojo pero no me aclara su edad, así que sigo sin poder ubicarlo con precisión en algún punto concreto entre los cuarenta y los cincuenta años—. De todas maneras, la salida del armario no ha sido una consecuencia de todo lo demás, sino más bien al contrario. Intenté convencerme de que el problema era mi mujer o, mejor dicho, mi relación con ella. De que lo que necesitaba era otra mujer que me hiciera sentir vivo en mi relación —niega con la cabeza—. Pero no. La relación que me ha hecho sentir realmente vivo no se ha consolidado todavía, aunque mis sospechas tengo de que está a punto de hacerlo, y lo va a hacer con la persona más inesperada.

—¿Roberto?

Se mea de risa al oír mi pregunta.

—¿Roberto? ¡Qué dices! Qué va, qué va…

Levanto las cejas en un gesto que pretende dar pie a que me desvele de una vez quién es el Romeo que le ha hecho cambiar su vida de arriba a abajo cuando menos lo esperaba.

—Teníamos una venganza pendiente, ¿verdad?

Sonríe maliciosamente. ¿Venganza? Como no se refiera a mi ex jefa no sé de qué me está hablando, pero ¿qué puede tener ella que ver en todo esto? Nada, seguro. ¿O sí?

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—¿Cómo?

Pestañeo mientras intento reubicarme en la conversación, que ha cambiado radicalmente de rumbo conducida por un Fernando que, sospecho, ninguna intención tiene de decirme quién ha sido el hombre que le ha robado el corazón.

—Una venganza  —sonríe—. Un castigo hiperbólico, según tus propias palabras, a las fechorías de tu antigua jefa.

Venganza. Castigo. ¡Hiperbólico! Estas palabras acarician mis oídos como si de música celestial se tratara, atraviesan mis tímpanos y recorren todo el camino hasta mi cerebro, que responde de forma automática elevando las comisuras de mis labios como quien levanta un telón, ¿quién dice que la felicidad no existe?

 —Te escucho.

Me arrellano en el sofá y cruzo los brazos, preparándome para disfrutar de unos deliciosos minutos degustando el sabor dulce de la venganza, aun cuando ésta no se haya materializado todavía.

—Necesito tu colaboración. ¿Con qué podemos amenazar a Gloria?

Gloria es el nombre que aparece en el carné de identidad de mi ex-jefa. Lo sé porque tanto el portero de la finca a la que pertenece el bar como mi tía la llaman así, por lo menos, a la cara, aunque me consta que también se la conoce por otros nombres, como «el bicho», en el caso de mi tía siempre que se refiere a ella cuando ésta no está presente, o  «la bicha», cuando quien habla de ella es el portero, claramente sensibilizado con la importancia del uso de un lenguaje no sexista a la hora de construir una sociedad en la que los hijos e hijas de aquellos que se los puedan permitir puedan gozar de la vida en igualdad de oportunidades.

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¿Con qué podemos amenazarle? Tenía a Fernando por una persona más pacífica o, por lo menos, más civilizada. Pensaba que, por muy hiperbólico que fuera el castigo, no entraba en nuestros planes un ataque violento, como el que me dedicó Brigitte, la ex-mujer de Fernando, al intentar con todas sus fuerzas arrancarme a tirones todo el pelo a medio camino entre mis orejas y mi coronilla. Viniendo de un abogado, esperaba un plan más refinado, elegante, maquiavélico, retorcido… algo tan siniestro que hubiera hecho desear a nuestra víctima un buen susto de los tradicionales, de esos que acaban en una sala de urgencias con el cuerpo un poco dolorido pero la mente tranquila al saber que ya pasó y que, por lo menos, estamos vivos para contarlo. Esperaba un plan espeluznante, sí, pero legal. ¿Con qué podríamos amenazarle?

—Pues no sé… ¿con un bate?

Se me acerca lentamente y posa con delicadeza su mano sobre mi rodilla.

—Sin que nos encierren en la cárcel, quería decir. Estaba pensando en algo más —busca la palabra correcta con la mirada puesta en el techo—… civilizado. No sé si me entiendes.

Pues no, no me equivocaba; los planes de Fernando no pasaban por pegarse con nadie. Si algo sabe un abogado es, precisamente, cómo sortear los impedimentos legales a la hora de conseguir lo que quieres. En nuestro caso, con no cometer un delito bastará para vengarnos a gusto, que es lo que queremos, así que fuera el bate. Además, ¿de dónde íbamos a sacar un bate de béisbol, si aquí todo el mundo juega a fútbol?

—Todo el mundo esconde algo, ¿no crees? ¿no hay nada que tu jefa no quisiera que saliera a la luz? ¿alguna verdad incómoda?

Pongo mi mejor cara de «ni idea». Cierto es que el café que hay dentro de la lata de «puro arábica» es, en realidad, café del malo con el que la rellena siempre, pero no creo que sea el tipo de secreto que busca Fernando y decido callármelo para no recibir otro comentario sarcástico por su parte.

—Algo. Lo que sea… ¿nada?  —niego con la cabeza—Todo el mundo tiene algo de porquería debajo de la alfombra. Creo que mi amigo Alfonso nos podrá ayudar.

—¿Tu amigo Alfonso? ¿Qué Alfonso?

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Fernando está en algún lugar

muy lejano al que el nombre de su querido amigo le ha llevado. Mira fijamente la horrorosa lámpara del techo que, quizás por eso mismo, por fea, se ha librado de ser envuelta en un plástico translúcido, como todo lo que nos rodea, y permanece allí, desprotegida, desafiando con su inmaculada fealdad a las salpicaduras de pintura.

Mi jefe juguetea con los bajos de sus bermudas, absorto en lo que sea que esté pensando.

—¿Qué Alfonso? —repito.

—¿Habrá arroz para tres? ¿Tú qué crees?

—Hombre —la respuesta es, claramente, afirmativa. Hay arroz para tres. Y para cinco, si quiere, también, si podemos aprovechar aunque sólo sea la mitad de la olla que, calculo, habrá sobrevivido a la alegría de los fogones después de que se pasara el guiso. La cuestión es, más bien, si me apetece que invite a alguien a comer, teniendo en cuenta que no llevo más que una camiseta larga. De marca, cierto, pero totalmente impresentable para un extraño—… sí, claro. Pero si va a venir, avísame, para vestirme de persona normal.

Se ríe. Se ríe mucho y, por fin, me da una palmadita en la rodilla.

—¡Hay que ver cómo sois las mujeres! —no doy crédito al comentario de Fernando, ni por su generalización sobre el sexo femenino ni, mucho menos, por haberme incluido a mí en el cliché de la mujer esclava de su coquetería; mi madre siempre dice que parezco un espantapájaros—Tú tranquila, que yo te aviso, pero ya te digo que por Alfonso no tienes que preocuparte…

—¿Por?

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—Ya lo verás. Es un personaje, ¿cómo lo diría? —pregunta teatralmente, volviendo a buscar inspiración en la lámpara—… peculiar. Su aspecto es —nueva pausa—… ¡peculiar!  —repite, encogiéndose de hombros.

—Lo pillo. Es Alfonso “el peculiar”, ¿lo adivino?

—Podría serlo, pero no; todo el mundo le llama “el Chungo” —puso cara de interesante al decir esto último.

El Chungo. Supongo que todo abogado conoce a uno de estos, ¿para qué, si no, están los abogados? Chungos de barrio, chungos de despacho, chungos perturbados mentales, chungos a secas… y para cada uno de ellos hay un abogado, como hecho a medida, especialista en defender aquello a lo que el chungo en cuestión tenga por costumbre dedicarse, ya sea esto romper farolas o desfalcar sociedades, pasando por asesinar en serie a sangre fría a cualquier colectivo al que el tipo en cuestión tenga ojeriza. Claro que, habiéndose dedicado Fernando a los divorcios, no sé muy bien a qué categoría de chungo puede pertenecer nuestro hombre. Digo yo que, pasándose media vida en el juzgado, punto de encuentro de toda clase de chusma, y con ese nombre, lo más fácil es que se trate de un ratero miserable al que no le importe ensuciarse las manos por dos duros. O eso, o un psicópata asesino deseando recibir un encargo de este tipo por puro placer.

—Y —me arranco en un intento de averiguar con qué clase de espécimen voy a compartir mi guiso de arroz—… ¿nos va a cobrar mucho?

Fernando me mira extrañado.

—No, claro que no —respiro aliviada porque, no sé él, pero una servidora no tiene ni un duro—. Nada.

Mi suspiro de alivio se corta en seco y retengo el aire que quedaba aún por salir en mis pulmones. Nos saldrá gratis pero no estoy segura de querer asociarme con alguien que se dedique a llevar a cabo venganzas ajenas por hobby.

—¿Nada? —pregunto sin saber muy bien por qué.

—No —responde y carraspea sonoramente—. Me debe un favor.

Dicho esto último, se levanta del sofá, marca un número de teléfono en su móvil y se enciende un cigarro mientras espera que respondan al otro lado.

—¿Alfonso? —le oigo decir por fin en su camino hacia la cocina.52

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Paseo como un león enjaulado por la limitada zona transitable del comedor. ¿Dónde me he metido? Fernando no tarda en colgar de nuevo el teléfono.

—Vete arreglando ya —dice nada más salir de la cocina—. Está por la zona. Llegará en diez minutos.

Me encierro en el baño para recuperar a la Laura de siempre y, tras meterme en mis vaqueros y mi camiseta, vuelvo a ser yo misma. Llaman a la puerta. No veo a Fernando por ninguna parte. Vuelven a llamar, esta vez con insistencia. Me asomo a la mirilla… ¡Dios!

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Si el Chungo hace honor a su

nombre no hay duda alguna de que, ahora mismo, lo único que nos separa es una puerta, gracias a la mirilla de la cual puedo asegurar, antes de conocerle, que el individuo va a conseguir impresionarme. En realidad, ya lo ha hecho. En un vistazo rápido me hago una idea aproximada, bastante acertada, me temo, de lo que me espera tras abrir la puerta. Esa melena pobre de pelos rubios, en la mayoría de los casos, a

los cuales únicamente la grasa acumulada logra dotar de un cierto brillo, esa barba distribuida de forma desigual, tanto en densidad como en longitud, a lo largo de la mandíbula, y ese bigote prácticamente inexistente, salvo por una fina hilera de pelos, recortados, eso sí, perfilando el labio superior, hacen que, a primera vista, me parezca un hombre descuidado. Su extrema delgadez le da un aspecto poco saludable y su desparpajo a la hora de hurgarse los dientes con la uña del dedo meñique confirma mis sospechas de que, saludable o no, este señor lo que es es un cerdo.

El cerdo se impacienta ante mi tardanza y sin previo aviso me suelta un timbrazo a bocajarro que espero que no tenga mayores consecuencias que el grito de similar intensidad que delata mi presencia.

—¿Puedes abrir, por favor?— Fernando se hace oír desde la otra punta del piso.

Abro la puerta. El cerdo, como era de esperar, lleva puesto el uniforme de marrano, con su camiseta de tirantes con lamparón a juego con el de los pantalones. Unas uñas demasiado largas asoman tras los bajos acampanados de estos.

—Hola —muevo los labios pero, en realidad, ningún sonido sale de ellos.

—Buenos días  —saluda educadamente, con dicción perfecta y pose digna de un mayordomo inglés—. Tengo una cita con el Sr. Paneque.

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No tengo ni idea del apellido de Fernando ni, mucho menos, de si quiero que este personaje pase de la puerta.

 —Disculpe —dice por fin, viendo que no me decido a preguntar—. No me he presentado. Mi nombre es Alfonso Cuerda.

Extiende su brazo derecho, ofreciéndome la mano al tiempo que me muestra, con una sonrisa, los dientes que se ha estado hurgando con ella. Intento pensar en cosas bonitas mientras sostengo el encaje de manos y le hago pasar al salón.

—¡Fernandito! —exclama, abriendo los brazos. Me alegro de no estar en la piel de mi jefe. Después de aporrearse las espaldas en señal de cariño y estima llega para mí la hora de las presentaciones. Por suerte, Alfonso se da por satisfecho con el encaje de manos de antes y no hay entre nosotros más contacto que el visual.

—La comida está lista  —anuncia Fernando. Excusa perfecta para lavarme las manos, después de tocar a Alfonso, hasta borrarme las huellas dactilares. Cuando llego a la cocina están los dos sentados a la mesa. La comida está servida; sólo falto yo.

—Entiendo —dice el Chungo. Al parecer, Fernando le ha estado poniendo al corriente de la situación para poder llevar a cabo nuestros planes de venganza—. Necesitaré conocer todos los detalles sobre el objetivo.

—Sobre tu ex-jefa —aclara Fernando.

Le explico su vida y milagros, empezando por su odioso carácter, siguiendo por su afición por maltratar al prójimo y agarrarse a la más mínima debilidad de cada uno para abusar de él y concluyendo con todas las habladurías, críticas y rumores que, a través del portero, me han llegado sobre ella. No dejo tampoco de explicarle la relación que la une a mi tía y el chantaje que ésta sufre por su parte con respecto al cerramiento de su terraza, única razón por la que he soportado durante tanto tiempo una situación laboral tan injusta. El Chungo se limita a asentir tras cada una de mis aportaciones, sin dejar de comer a ritmo ágil y constante con la mirada fija en el plato.

—¿Hay postre? —alcanza a preguntar, por fin, después de acabar yo de hablar sobre “el objetivo” y él de comerse el arroz.

Fernando se disculpa diciendo que no ha tenido tiempo de preparar la tarta que tenía pensada pero que, si quiere, quedan porras del desayuno, aunque están frías. Al Chungo le parece perfecto. Rechaza el café argumentando que le mancha los dientes y se lleva puestas las porras, que, por lo visto, tiene prisa.

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—Tendréis noticias mías —es su frase de despedida. Tras ella, desaparece por la puerta de la cocina con un cucurucho de porras bajo el brazo.

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Hace ya una semana que el

Chungo desapareció de nuestras vidas con su cucurucho de porras bajo el brazo. El pintar se acabó pronto; es lo bueno que tienen los pisos pequeños, que compensan la falta de espacio con la rapidez con la que se acaba cualquier tarea en ellos: se pintan rápido, se limpian en un rato y, a menos que estén habitados por el mismísimo Diógenes, no permiten acumular

muchos trastos. Finiquitado el asunto de la brocha se acabó el ejercicio físico en lo estrictamente profesional y los churros y los guisos de Fernando habrían comenzado a aposentarse en mi trasero como borracho de codo en barra si no fuera porque Roberto, el vecino de abajo, profesor de salsa de abuela cubana y oriundo de La Seu d’Urgell, ha tomado por costumbre utilizarme como dancing partner, como él mismo me llama. En realidad, mi cargo se corresponde más con el título de «ejemplo viviente», por supuesto, de lo que no tienen que hacer sus alumnos a la hora de bailar si quieren evitar el ridículo.

Ya casi me había olvidado del dichoso Chungo y empezaba a preguntarme por qué le llamarían así cuando, a la vista estaba, era, además de un guarro (sobrenombre por el que estoy segura que también debe de ser conocido), un blando o un vago, puesto que si no no se explicaba que siete días después de encargarle la venganza de mi ex-jefa siguiéramos sin tener aquellas noticias suyas que él mismo nos había prometido. Ya casi me había olvidado, repito, pero, estando a punto de entrar en el portal de casa de vuelta de una dura jornada de trabajo, me llama la atención la figura de una mujer que se acerca corriendo desde la lejanía. A una velocidad considerable, a juzgar por la rapidez con la que aumenta de tamaño a medida que pasan los segundos. En la mano agita un periódico. Mi tía, la loca.

Llega resollando como un caballo asmático. Como no puede articular palabra sin riesgo de ahogamiento señala enfática y repetidamente una noticia en el periódico gratuito del barrio que, si no deja de mover, me va a ser totalmente imposible leer. Se lo arranco de las manos para enterarme de una vez de lo que sea que quiera decirme. «La mafia china siembra el terror entre los comercios del vecindario». ¿Los chinos? Mucho me extraña. En cualquier caso, ¿por qué se ha pegado mi tía semejante carrera para enseñarme esto? La miro con cara de no entender nada. En su desesperación por no ser capaz de explicarse de viva voz insiste en aporrear el periódico hasta casi tirarlo al suelo. Vuelvo a mirar y reconozco, por fin, algo

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que llama mi atención: la foto del artículo no es otra que la de la persiana del Café Lito cerrada a cal y canto. Sigo leyendo:

G.M., propietaria de un negocio de hostelería, se ha visto obligada a cerrar su local debido a las presiones de una organización criminal asiática que pretendía hacerse con su restaurante. Ante la negativa de la propietaria a la propuesta de

compra de su negocio por parte de la banda a un precio ridículo, los malhechores, que, según G.M., planeaban hacerse con el control comercial del barrio,

amenazaron con quemarle el local si no se dejaba convencer por las buenas. Viendo que no daba su brazo a torcer, destrozaron el bazar chino de la esquina,

tras lo cual volvieron para exigirle una cantidad de dinero a cambio de su protección, oferta que había declinado el dueño del bazar, al que ya veía cómo le había ido. «Ya no puedo más», nos dice entre lágrimas G.M., que, por miedo a represalias, prefiere permanecer en el anonimato, «¿adónde vamos a llegar?».

Pues sí, parece que El Chungo no era un apelativo gratuito después de todo. Pero, ¿qué pintan los chinos en todo esto? ¿son amigos del Chungo? ¿le debían algún favor? ¿o realmente está siendo el barrio víctima de una oleada de violencia y extorsión asiática? Y, sobre todo, ¿por qué tanto interés en un bar de mierda como el Lito?

Mi tía empieza a recuperarse y consigue decirme, no sin dejar de jadear, que Gloria (G.M.) ha ido a verla a su casa (es decir, ha cruzado el rellano, en zapatillas y todo) para decirle que, por su parte, no solo no había problema en que mantuviera el cerramiento ilegal de su terraza sino que iba a interceder a su favor en la próxima reunión de la comunidad de vecinos para que se archivara la causa. En la escalera de mi tía son así, no tienen ni puñetera idea de lo que dicen pero, oye, por lo menos, que suene bonito y elegante, aunque no tenga sentido. Así pues, parecía que «la causa» tenía los días contados y mi tía iba a poder descansar por fin tranquila sin temor a las represalias de su vecina la bicha ante cualquier cosa que pudiera molestarla. Me cuenta también que le ha pedido que me pregunte si quiero volver a trabajar en el Lito, con contrato, por supuesto.

No doy crédito a lo que estoy oyendo. ¿Me pide que vuelva? No sé si me extraña más que mi ex-jefa haya sido capaz de tragarse el orgullo de esa manera o que haya tenido la cara dura de hacerlo después de cómo se portó conmigo. ¿Por qué me pide esto ahora? ¿y los chinos? ¿no había cerrado el bar? No entiendo absolutamente nada y no creo que sea capaz de pegar ojo si nadie me lo aclara.

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Mi tía tampoco entiende nada de

lo que está pasando, así que no protesta demasiado cuando la dejo frente al portal de casa recuperándose de la carrera con la única excusa de ir a investigar por mi cuenta el asunto. Dice que aprovechará para ver a mi abuela, que, a base de gazpachos y tortillas, ha conquistado mi estómago y, con él, mi corazón y, lo que más le interesaba, su derecho a recuperar una parte de su

piso, en concreto la que ha sido siempre su habitación, relegándome a mí al cuarto del fondo. El fin justifica los medios, por dulces que estos sean, y, con ellos, la tripa que estoy echando desde que todas mis comidas tienen dos platos y postre.

Estoy tan intrigada por averiguar qué se cuece por mi antiguo barrio de trabajo y qué pintan los chinos en todo ello que en vez ir andando, como siempre, decido tirar la casa por la ventana y plantarme allí en metro, que tengo trabajo con contrato y todo. Un día es un día.

Llego al barrio en un santiamén. Todo está como siempre, con la excepción del Café Lito, cerrado a cal y canto, y del Bazar Próspero, que tiene las lunas rotas y remendadas con cinta americana. A duras penas dejan ver una parte de la sección decoración, que queda coja y deslucida a falta de esos objetos que, pese a ser nombrados adornos, fueron creados con la única finalidad de alterar el buen chi de cualquier hogar. A la izquierda del boquete central del escaparate quedan visibles los jardines zen y, a la derecha, un gato dorado saluda sin descanso al mundo exterior en un intento de llamar la atención de algún transeúnte que lo rescate y se lo lleve de aquel horrible sitio. Del Sr. Próspero apenas asoma la cabeza tras el mostrador, tal es su abatimiento, sentado con los hombros caídos sobre un taburete de plástico. ¿Qué le digo yo a este hombre para sonsacarle sin levantar sospechas?

—Hola —no es muy original pero puede que funcione.

—¡Hola! —el Sr. Próspero me responde poniéndose en pie de un respingo y dedicándome su mejor sonrisa. De momento voy bien.

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—Quería —miro a mi alrededor en busca de algo que, puestos a tener que comprar, necesite o, por lo menos, no sea muy caro—… quería… —me mira expectante pero manteniendo la sonrisa ante la perspectiva de una venta—¡cinta americana! —digo por fin, mirando hacia el remiendo del escaparate.

—¡Ah!

—Es resistente, ¿no? —señalo ya sin disimulo a la que mantiene la luna más o menos de una pieza.

—Sí, sí; muy resistente. Mira —ahora es él quien me muestra el apaño de los cristales.

—Ya veo, ya. Por cierto, ¿qué ha pasado?

Aquí la cosa se tuerce y el Sr. Próspero comienza a ser poseído por la mala leche que le produce el recordar lo sucedido. Desconozco si usa el mandarín o el cantonés pero entiendo perfectamente lo que está diciendo. Si el lenguaje del amor es universal el del cabreo no lo es menos. Vuelve en sí tras un par de frases y decide ponerme al corriente de los hechos con un breve resumen más políticamente correcto que la sarta de barbaridades que acaba de salir por esa boquita suya.

—Gamberro de barrio. Ataque racista con bate de béisbol. Mira  —y señala un bate que descansa tras el mostrador, apoyado contra una estantería ocupada por mecheros, relojes y gafas de sol.

—¿Gamberro de barrio?  —repito. El Sr. Próspero asiente con convicción—¿No mafia china?

Abre los ojos como platos.

—¡No! ¡No! —mira alrededor para asegurarse de estar fuera de peligro—¡Mafia china no! Mafia china —reproduce el gesto de cortar el cuello—. Gamberro racista —yo permanezco quieta sin entender por qué mi ex-jefa se iba a inventar toda la historia de la mafia sin ningún motivo—Cinta americana, ¿sí? —me extiende un rollo—Muy resistente.

Salgo de allí entendiendo todavía menos las cosas que cuando entré y con dos euros menos y un rollo de cinta americana que no necesito para nada. De repente, una mano me agarra del brazo derecho.

—¡Niña! —me repongo del susto y veo que se trata del portero de la finca del bar— ¿ya te has enterado?

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No va a hacer falta tirarle mucho de la lengua para ponerme al día. La cuestión es si me conviene decirle lo que sé y dejo de saber al respecto. Al fin y al cabo, no sé del lado de quién estará este hombre, ¿de mi ex-jefa? ¿del chino? ¿del gamberro racista?

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—¿Enterarme?   —le echo

teatro al asunto, que no sospeche que tengo información al respecto, aunque sea poca—¿de qué?

Me mira con desconfianza, como si no me acabara de creer. Nunca se me ha dado bien actuar y todo el mundo me ha pillado siempre en mis mentiras. La causa de ambas cosas es que soy, por lo general, bastante sincera, así que, como he mentido mas bien poco, me han

descubierto pocas veces y no me he ganado una fama de embustera demasiado importante. A ver si la suerte está hoy de mi parte y consigo colársela al portero, que me mira de soslayo, sopesando cada detalle de mi expresión en un intento de averiguar si realmente no sé de qué me está hablando.

—¿Qué? ¿de compras? —pregunta trampa. Por suerte, los dos euros que me he gastado en comprar una cinta americana que no necesitaba para nada parece que, después de todo, sí que van a haber estado bien empleados.

—Sí —respondo agitando la bolsa—. He comprado esto porque tengo que —¿para qué se usa la cinta americana, aparte de para remendar escaparates?—… tengo que —yo sólo la he visto utilizar en las películas para amordazar a gente, no sé qué podría hacer yo con ella—… pegar una cosa.

—Ya —no parece muy convencido con mi explicación pero, al fin y al cabo, ¿a él qué más le da?; ha venido a chismorrear, su razón de existir, y no va a dejar que nada le estropee su plan de tarde—. ¿No has visto cómo les han dejado el escaparate a los chinos?

Me giro en la dirección en que señala su barbilla.

—Sí. Ya lo he visto  —respondo con indiferencia—. El barrio está fatal, ¿eh? Cada vez peor  —lo mejor es alimentar su sed de cotilleo; seguro que está deseando ponerse a despotricar de quién sea. A ver a quién le va a tocar esta vez.

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—No —dice en un susurro mientras vuelve a posar su mano sobre mi antebrazo. Echa una mirada furtiva a su alrededor y se me acerca un poco más—. Esta vez no han sido los de siempre —ya sabía yo que la mejor opción era hacerse la tonta—. Ha sido la bicha.

—¿Cómo? —no salgo de mi asombro ante la afirmación del portero.

—Sí —dice haciéndome un gesto para que baje el tono—. Gloria. Tu antigua jefa.

—Sí, sí. Ya te había entendido —asiente mientras me mira atentamente desde detrás de sus gafas metálicas, los ojos brillantes de emoción al poder dar noticias frescas sobre las malas acciones de otra persona. Es más bicha el portero que mi ex-jefa—. Sólo que no me imagino a mi jefa rompiendo cristales por ahí con un bate de béisbol —el portero ladea la cabeza.

—¿Un bate de béisbol? —demasiada información. Ya me he colado y me ha pillado de lleno— ¿Cómo sabes tú eso? —le he chafado los detalles sobre el asunto y mucho me temo que eso sí que no me lo va a perdonar. Son siempre la parte más suculenta a la hora de explicar una historia. Seguro que había planificado ya cómo me los iba a contar, dándole mucha emoción al asunto. El pánico se hace patente en mi cara.

—Bueno —improvisar y actuar al mismo tiempo; demasiado para alguien que no sabe ni mentir ni actuar—… ¿con qué más se rompen los escaparates? Para eso están los bates, ¿no?

—Que ya has hablado con el chino, vamos.

—Pues sí —ya no tiene sentido seguir mintiendo. A menos que quiera seguir hundiéndome en el barro hasta desaparecer.

—¿Y qué te ha dicho? —no parece excesivamente disgustado, quizás porque ahora es él el que va a recibir información fresca de primera mano.

—Que ha sido un gamberro racista.

—¿Un gamberro racista? —la emoción vuelve a hacer brillar sus ojos—¡Ja! —le he vuelto a dar pie para que me explique su versión y eso ha eclipsado a mi pequeña mentira—¡Ha sido Gloria! —se encoge al darse cuenta de que ha hablado demasiado fuerte y vuelve al susurro— La he visto con mis propios ojos. Ella no lo sabe, claro, pero vi perfectamente cómo salía de su coche la otra noche. Al principio no la reconocí porque iba disfrazada. Se había vestido de chico, con ropa muy ancha. Lleva unos vaqueros y una sudadera  —hizo una breve pausa para recordar más detalles—. ¡Ah! ¡Y una gorra! ¡Y unas gafas de sol! —si con aquello pretendía pasar desapercibida en una noche de verano, desde luego, no lo había

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conseguido—Luego se acercó al bazar, hizo la pintada sobre la puerta, rompió las lunas y volvió a meterse en el coche para salir pitando.

—¿Pintada? —el Sr. Próspero no me había dicho nada al respecto.

—¿No te lo ha dicho el chino? —parecía extrañado—Había una pintada con spray en la puerta de entrada: «CHINOS FUERA».

Muy original, desde luego, no era el mensaje. Pero sí efectivo a la hora de simular un ataque racista, aunque ¿quién se mete con los chinos? Habiendo un colmado paquistaní en la esquina de enfrente y un locutorio sudamericano sólo un poco más abajo en la calle el asunto era bastante curioso. Solían ser los primeros en recibir y, en este caso, nadie les había atacado.

—Pero, ¿por qué iba ella a hacer algo así? —el portero volvió a sonreír. Aún tenía más material.

—El otro día recibió una visita —¿una visita?—. De un hombre —¿un hombre? ¿mi jefa?—Un hombre bien vestido. Llevaba traje y corbata. Algo pasó entonces; Gloria estaba alterada después de que se fuera.

¿Un hombre bien vestido? ¿Con traje y corbata? ¿El Chungo? No, no podía ser…

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Un hombre bien vestido. En el

Lito entraban con cierta frecuencia algunos de esos. Con traje y corbata. Abogados estirados, en su mayoría, engominados, algunos de ellos, y con cierta educación a la hora de dirigirse a los demás mortales, los menos. Fernando mismo había formado parte en su día de los dos primeros grupos, antes de convertirse en un abogado defensor de las causas justas y al que, por lo tanto, ninguna

falta le hacía ya engominarse los cuatro pelos tristes que le atravesaban la calva desde la parte alta de la frente -muy, muy alta, a más de medio camino desde las cejas a la coronilla-, ni llevar traje ni, mucho menos, lucir ese reloj de imitación de marca cara que daba el pego ante cualquier profano en el oficio de la relojería. Podría haberse tratado de cualquiera de ellos aunque, hasta donde yo había podido ver mientras estuve trabajando allí, ninguno consiguió nunca alterar a mi jefa, como parecía ser el caso que nos ocupaba. Y no por no haberse empleado a fondo; el perfil medio correspondía un hombre de mediana edad, maleducado, machista, prepotente y, en cualquier caso, desagradable. Poco le importaba todo esto a ella mientras pagaran, cosa que, desgraciadamente, todos solían hacer. Toda su relación con ellos se limitaba a poner la mano a la hora de cobrar. Para todo lo demás ya estaba yo.

—¿Un abogado? —la probabilidad de que se tratara de uno de ellos es elevada, dada la concentración de despachos y bufetuchos en la zona.

—No, no —responde el portero, quien, como yo, reconoce a un abogado al primer golpe de vista. No es un colectivo que despierte muchas simpatías en ninguno de los dos, en su caso porque suelen seguir la estela del mocho mojado como Dorothy el camino de baldosas amarillas; no importa lo escondido e inaccesible que esté el último rincón fregado y húmedo, siempre hay un abogado que encuentra la manera de llegar hasta él y ponerse a pasear de lado a lado del mismo, sin salirse de los bordes, mientras mantiene al teléfono alguna importante conversación con algún colega del gremio.

—¿Vendedor de seguros? —niega con la cabeza—¿representante de bebidas alcohólicas? —tampoco—¿de café? —misma respuesta. Se me acaban los colectivos trajeados.

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—Era un chico joven. Rubio.

—¿Un mormón? —raro verlos desparejados, son como la Guardia Civil del lejano oeste, sin tricornio ni bigote pero armados hasta los dientes con una Biblia y bolígrafos en el bolsillo de su camisa blanca e impoluta. Eso y una gran sonrisa.

—Que no —el portero se impacienta ante mi empeño en despojar al hombre desconocido de su halo de misterio al embutirlo como sea en alguno de los subconjuntos de clientes que solían poblar el bar de mi antigua jefa enfundados en un traje—. Éste era diferente. Había una maldad distinta en sus ojos. Más sincera.

—¿Un tío muy flaco? —decido no perder más el tiempo y asegurarme de que, tal y como apuntan todos los indicios, se trata del Chungo. El portero asiente—¿Con el pelo largo?

—Llevaba una coleta baja. Baja y pobre. No me gustan los hombres con coleta. Menos aún si tienen cara de ratón, como éste. No me gustan, no me gustan.

Una insistente vibración en mi bolso, seguida de una melodía que jamás debí haber escogido para el móvil, me lleva a interrumpir la opinión del portero sobre los hombres con coleta y cara de ratón. Es Fernando. Me alejo unos pasos y contesto a la llamada.

—Ya está —es toda su respuesta a mi saludo.

—¿Ya está, qué? —soy su secretaria, su asistente personal -aunque no lo ponga en ninguna parte- y el conejillo de indias que prueba cada una de sus nuevas recetas, pero no creo que la telepatía sea un don necesario para desempeñar ninguna de esas labores, por lo menos no si hay un poquito de colaboración por la otra parte. Qué menos que luchar un poco contra esa tendencia del ser humano a la economía del lenguaje, que para algo tenemos cuerdas vocales. Vamos, digo yo.

—Me ha llamado Alfonso.

—¿Quién?

—Mi amigo Alfonso. ¿No te acuerdas? Comió con nosotros el primer día. El día de… —sí, sí, el día del guiso de arroz. Lo recuerdo.

—¿El Chungo?

—El mismo. Que ya ha cumplido.

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—¿Que ya ha cumplido? ¿Y en qué ha consistido la venganza, si puede saberse? —a ver si ha hecho algo más, aparte de lo que me ha dicho el portero, porque si no, además de fría, esta venganza me sabe más bien sosa.

—Ha hablado con Gloria —sí, sí, ya lo sé, pero ¿para qué?—Ahora le toca mover ficha a ella.

—Bueno, ya lo ha hecho. Ha ido a ver a mi tía y le ha dicho que, por su parte, no había problema en mantener el cerramiento de su terraza y, lo que es más asombroso todavía, que si quiero volver a trabajar para ella no tengo más que decirlo. Con contrato —el silencio se hace al otro lado de la línea. Intuyo que Fernando me ha cogido cariño y no le hace ninguna gracia la propuesta de la bicha—. No voy a aceptar, por supuesto.

—¡Ésa es mi niña!  —no me equivocaba. Y no negaré que me alegra oírle decir eso, ni tampoco que no he podido evitar el dejar de sentir aquella antipatía profunda que me llevó a servirle un fatal chute de cafeína como venganza a la mala educación de su antiguo yo.

En fin. Se confirma que el hombre misterioso no era otro que el Chungo pero, si mi ex-jefa ha sucumbido a sus amenazas, chantaje o lo que sea, y ha movido ficha, tal y como dice Fernando, ¿por qué ha cerrado el bar? y, sobre todo, ¿por qué se ha dado a la violencia gratuita? ¿al gamberrismo más despreciable? ¿al vandalismo salvaje?

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Me despido de Fernando sin más

novedad que la confirmación sobre la identidad del hombre misterioso con cara de ratón. El Chungo se ha puesto un traje y se ha presentado en el Lito para hablar con mi antigua jefa. Lo que le haya dicho continúa siendo un misterio. ¿Qué le habrá dicho para que cerrara el bar y se pusiera a romper escaparates con un bate de béisbol? Si alguien puede darme más

información, sin duda se trata del portero. Y lo tengo delante de mis narices, con el ceño fruncido y la ceja derecha levantada, mosqueado e intrigado a partes iguales porque sospecha que yo sé algo que no le he contado.

—¿Que Gloria ha hablado con tu tía?

¿Qué decía yo? Por suerte se ha quedado con esa parte de la conversación y no con la palabra venganza, que temía haber pronunciado con demasiada alegría y que, de haberla oído, habría disparado la sed de conocimientos del portero hasta no dejarme ir sin desembuchar todo cuanto supiera al respecto. Me he librado por los pelos.

—Sí —respondo, intentando parecer tan sorprendida como cuando me enteré de ello—. Le ha dicho que puedo volver a trabajar con ella, ¿te lo puedes creer? —no sé si se lo cree o no pero me mira con tal desconfianza que creo que lo mejor va a ser iniciar una maniobra de retirada lo antes posible. Un último intento de sacarle algún dato más y me largo—¿Qué le habrá dicho el tío del traje? ¿eh? ¿qué le habrá dicho?

No tiene ni idea. De haberlo sabido no habría podido resistir a la tentación de contármelo. En lugar de eso, me dice que tiene que irse y se vuelve a meter en el portal. Aquí no hay nada más que rascar. Vuelvo a casa caminando inmersa en un mar de preguntas sin respuesta. Lo de mi ex-jefa y los escaparates no parece tener ningún sentido. Cuando me doy cuenta ya casi he llegado a casa. Suele pasarme cuando voy distraída, siempre vuelvo al mundo real al llegar al parque de la esquina. Por llamarle de alguna manera porque, en realidad, no es más que un par de columpios en el lugar que hasta el año pasado ocupaba

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una casa vieja. Eso y un par de matojos silvestres han hecho que la zona haya sido declarada zona verde por el Ayuntamiento.

El coche que tengo justo al lado arranca inesperadamente y me llevo un susto que a punto está de costarme un disgusto. Miro por instinto al responsable y no puedo creer lo que veo: ¡el Chungo!

—¡Eh! —intento llamar su atención, sin éxito—¡Eh! —aporreo la ventanilla y , ahora sí, me ve y pone la misma cara de susto que tenía yo hace unos segundos. Lejos de parar, parece tener prisa por alejarse de allí. No estoy dispuesta a dejar que se vaya y quedarme sin saber qué fue lo que le dijo a Gloria. Ni corta ni perezosa abro la puerta del copiloto y me cuelo en el coche.

—Pero, ¿qué haces? —me grita. Salimos de allí quemando rueda.

—¿Qué haces tú? ¡Que nos vamos a matar! —se salta un semáforo y sigue conduciendo como un loco. En el próximo que pillemos en rojo me bajo. Si se para, claro—¿Se puede saber que le has dicho a mi ex-jefa? —voy al grano por si a partir de ahora le da por respetar las normas de circulación. Contra todo pronóstico no sólo no se salta el siguiente semáforo para incorporarse a la calle principal sino que se desvía por una callecita hasta llegar a la parte de atrás del mercado municipal, desierto a estas horas. Para el coche.

—Si te lo digo, ¿te irás?

Un pelín brusco para mi gusto, pero sí, claro, me iré. No tengo ningún interés en quedarme con él para sufrir quién sabe qué horrible accidente de tráfico. Asiento, convencida.

—Pues le he dicho lo mismo que digo siempre. Que se asegurara de arreglar todos sus asuntos en las próximas cuarenta y ocho horas, que teníamos cierta información que podría incomodarla y que, por supuesto, teníamos pruebas para incriminarla en algo que no le gustaría que saliera a la luz. Que había alguien que no estaba contento con ella y estaba dispuesto a hacer lo que fuese necesario para poner las cosas en su sitio si ella no se portaba como era debido. Todos tenemos secretos, así que siempre funciona. ¿Te vas ya?

Sí, claro, me voy ya. No puedo evitar fijarme en los cables que cuelgan por debajo del volante. Es un coche bastante viejo pero, aun así, podría estar mejor cuidado.

—Y como digas algo de esto te puedes aplicar tú también el cuento de tu ex-jefa.

¡Mierda! ¡Soy cómplice de un robo! En mi prisa por bajar me llevo por delante un contenedor de basura. Me froto el hombro mientras miro cómo el coche se aleja a toda prisa.

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Sábado por la mañana. Ataco el

fin de semana con unos buñuelos de mi abuela, que sigue en plan pelota para que no ponga pegas a nuestra etapa de compañeras de piso. Bien sabe que es más fácil llevarme por donde quiera si estoy de buen humor. Los buñuelos me ponen de muy buen humor. A partir del quinto alcanzo un estado de beatitud tal que pocas cosas hay que me niegue a hacer si se me piden con un poco de educación. Mucha mano izquierda es

lo que tiene mi abuela. Eso, y muy mala idea también. La muy malvada ha esperado a tenerme con la panza llena para decirme «Laurita, guapa, se me ha acabado el celo gordo ese gris» -para los mortales: cinta americana- «¿no sabrás tú dónde puedo comprar más?». En plena digestión, y conmovida por su candidez, a falta de más sangre que pululando por mi cerebro pueda hacerme ver que aquello no es más que una hábil maniobra, mis palabras se adelantan a mis pensamientos y cuando quiero darme cuenta ya me estoy ofreciendo para ir a comprar los rollos de celo de ese gordo y gris que ella quisiera. Faltaría más. Lo siniestro de su sonrisa no puede sino confirmar mis sospechas de que, una vez más, me la ha vuelto a colar.

Con el mal humor de quien se sabe engañado -y de forma merecida- recorro el camino hasta el Bazar Próspero, donde, contra todo pronóstico, no encuentro al Sr. Próspero sino a su señora. Con cara de muy pocos amigos, todo sea dicho. Raro. Raro porque si su marido es un hombre amable, muy amable, de hecho, la Sra. Próspero es un dechado de cortesía, afabilidad y simpatía. Menos hoy, que, al parecer, se ha levantado con el pie izquierdo. Mete los rollos de cinta americana en una bolsa de plástico, de forma poco delicada, casi violenta, y me ladra un «cuatro euro» que me hace sentir como la causa de su mal humor. Culpable de sea lo que sea que haya sacado a esa Mrs. Hyde oriental a la luz. Este bazar respira hoy muy mal chi.

Le doy un billete de diez y, mientras coge el cambio de la caja, también como me pasó hace no mucho durante la conversación con mi abuela, oigo como unas palabras salen de forma completamente inesperada de mi boca. La Sra. Próspero y yo nos enteramos al mismo tiempo de lo que dicen ya que, como ya he dicho, se han saltado todos los filtros. Las acogemos de forma distinta, eso sí. Ella se pone roja de ira y yo blanca del susto.

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—¿Cómo que si sabemos ya quién rompió cristales?

Sí, ésa era exactamente la pregunta. Al parecer, mi cerebro ha decidido, sin consultarme, que arriesgarse a lo tonto para averiguar algún insignificante detalle más sobre el misterioso caso de los escaparates rotos era una buena idea. Agua y harina y aceite para freír. Con semejante digestión lenta iba a ser todo lo necesario para acabar con mi paz espiritual de un fin de semana de verano, si no con mi vida entera, puesto que la Sra. Próspero no parece haberse tomado muy bien mi atrevimiento.

—¡Tú sí sabes quién rompió cristales! —los gritos suben de volumen y atraen la mirada de algún que otro curioso transeúnte que, por suerte o por desgracia -aún no conozco el desenlace de los acontecimientos-, no se atreve a parar—¡Te manda tu jefa Gloria!, ¿verdad? —la señora se confunde. No sólo no me manda ella sino que ni siquiera es mi jefa. Poco chismorrea esta gente o, si no, se habrían enterado de que ya no trabajo allí. Lo que dice después de esto es un misterio para mí por la forma, ya que no acabo de dominar el chino, pero hasta en plena digestión soy capaz de entender que se está acordando de la familia de alguien. Me atrevería a decir que de la de Gloria, aunque sospecho que la mía tampoco acaba de salir bien parada—¡Dile que ladrona ahora no dé problema! ¡Antes ginseng bien! ¡ahora no le gusta! ¡Antes no gustaba a nosotros! ¡Ahora no tenemos culpa! ¡Culpa suya!

Me deja allí, sola y sin entender palabra de lo que ha dicho. Tras una estantería aparece el Sr. Próspero y, después de comprobar que su mujer y sus gritos se han metido en el almacén, se acerca al mostrador y me mira, consciente de que no he entendido nada.

—Gloria guardaba ginseng para nosotros en su bar. Nosotros no podemos vender aquí. Una vez vino inspector y nos puso multa gorda. Gloria guardaba en almacén y nosotros vendíamos a amigos —me suena algo la historia, más que nada de haber visto cajas que yo siempre pensé que eran de rábanos, aunque no dejó nunca de sorprenderme que jamás se echaran a ninguno de los platos del Lito—. Nosotros sabíamos que Gloria vendía algunos a amigos suyos  —me lanza una mirada cómplice que no acabo de descifrar. Ante mi ingenuidad, suspira—. Gran dragón de fuego dormido, ya sabes —pues no, sigo sin saber—… dragón dormido  —dice bajando el brazo desde su antebrazo—… ¡Gran dragón de fuego! —y su antebrazo sube de repente, girando vigorosamente sobre la articulación del codo.

—¡Aaaaah! —ahora sí. Gran dragón de fuego, claro. Ahora entendía también aquel sigiloso tráfico de paquetitos con algunos señores que aparecían por el Lito de vez en cuando.

—¿Sí? —levanta las cejas para asegurarse—Algunos hombres necesitan, a veces, y nosotros hacíamos vista gorda porque era un favor suyo, pero última vez no era ginseng. Nosotros teníamos un encargo de amigo. No ginseng. No hacía falta a él. Jengibre chino  —dice, meneando la cabeza en un gesto de fatalidad—. Muy bueno pero amigo de Gloria

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necesitaba ginseng y no funcionaba —me mira para asegurarse de que le sigo—. ¡Claro que no! ¡Era jengibre! ¡No hay gran dragón de fuego con jengibre! ¡Sólo garganta de fuego!

No está bien reírse de la desgracia ajena pero sólo de imaginarme la escena, con cualquiera de los habituales de los paquetitos supuestamente discretos de Gloria hartándose de jengibre ante la desesperación de ver que el gran dragón de fuego no aparecía por ninguna parte, me dan ganas de reír. Y no me corto un pelo. La risa se me escapa desde lo más profundo de la garganta, intentando camuflarla primero entre toses falsas, pero dejándola fluir libre después, al comprobar que era imposible disimular aquello. La risa cómplice del Sr. Próspero me acaba de relajar y nos carcajeamos juntos de la garganta de fuego de la pobre víctima. Cuando damos por concluida la sesión de risoterapia él añade sólo un par de frases más antes de correr a reunirse con su mujer en la trastienda.

—Ahora amigo de Gloria con alergia a jengibre en el hospital. Yo no puedo denunciar ni Gloria puede denunciar, pero sí romper escaparate.

Y se larga. Con la tontería me han dejado allí sola y nadie me ha devuelto el cambio. Me llevo tres rollos más de cinta americana para saldar la deuda. ¿Para qué querrá mi abuela la cinta americana?

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Agosto. La ciudad se vacía

siempre por estas fechas como un tubo de pasta de dientes. De golpe y a chorro. Estoy segura de que muchas de las personas que salen de ella en verano ni siquiera querían hacerlo, simplemente estaban en el camino de toda la gente que sí quería. Y a toda prisa. Como las ondas provocadas por una piedra lanzada a un estanque, cada vez más hacia afuera: imposible

regresar al centro; estabas en medio. Te jodes.

Lo bueno del mes estrella del verano es que la ciudad, turistas aparte, parece puesta para ti y los cuatro gatos pobretones que, como tú, no han podido largarse. Aunque la familia gatuna no ha parado de aumentar en los últimos años, la verdad. La experiencia ha perdido el toque íntimo de hace unos años al mismo tiempo que crecía el sentimiento de grupo entre los que se quedaban. La desgracia une y parece que molesta menos compartir tu espacio vital con alguien que, por lo menos, no ha venido expresamente desde muy lejos sólo para robarte esa atención especial que tu ciudad te presta pon un solo mes al año y, lo que es peor, disfrutar con ello.

Todavía es temprano y el calor no aprieta tanto como para obligarme a buscar el aire acondicionado del metro; apetece disfrutar del sol todavía piadoso de la mañana con una cañita fresquita en la terracita de un bar, sabiendo que un par de horas más tarde no habrá cerveza que valga que te haga soportar el calor de mediodía. ¿Será demasiado temprano para empezar a darle al alcohol? Qué más da, es agosto.

La terraza del bar de la esquina, a medio camino entre el Lito y el Bazar Próspero, se me antoja el lugar perfecto para mi refrigerio matutino y me planto allí con mis cinco rollos de cinta americana dispuesta a vivir la vida a lo loco.

—Una caña, por favor —respondo al camarero—. ¡Y unas olivas!

Ya se me escapaba cuando de repente me han venido a la mente. A falta de embarazo no querría yo levantarme mañana con una verruga verde en forma de aceituna rellena en plena

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jeta, compitiendo con mi lunar por el protagonismo en mi cara de chica del montón. Cuando mi aperitivo mañanero aterriza en mi mesa no puedo evitar fijarme en que todo el mundo a mi alrededor está tomando café con leche. A mi plin. Con el primer trago bajándome por la garganta reconozco una figura familiar acercándose desde el Lito. A punto estoy de escupir la cerveza a las señoras de la mesa de al lado, y no porque las barbaridades que están diciendo sean motivo para hacerlo, que también, sino porque esa figura humanoide que se aproxima no es otra de la de Gloria, la bicha.

Me pongo a rebuscar en la bolsa de plástico en la que la Sra. Próspero ha metido los dos rollos de cinta americana que quería comprar y a la que yo he añadido otros tres por valor del cambio de la compra que nunca me fue devuelto. Dejo de hacerlo cuando veo que dos pies que reconozco perfectamente se perfilan junto a las patas de la silla, que es lo único que mi posición me permite ver.

—¡Hombre, Gloria! —más falsa y no nazco, aunque me temo que mi sonrisa de pega no engaña a nadie.

—Hola, Laura —la suya no es mejor, tampoco a mí me va a convencer de que ese estiramiento de labios quiere decir que se alegra de verme—. ¿Cómo estás? —como si le importara lo más mínimo. En su vida se ha dignado esta mala pécora a dirigirme una sonrisa; no cuela que sea precisamente ahora, después de echarme de mala manera y a traición, cuando, de repente, le apetezca.

—Pues muy bien, la verdad —ahora sí, soy sincera al doscientos por cien; cuanto más feliz parezca a ojos de Gloria más le comerá la rabia al verlo y tener que pedirme de palabra que vuelva a trabajar con ella, aunque yo aún no haya sido capaz de averiguar qué la ha llevado a hacerlo. Hay todavía algo que se me escapa sobre la visita del Chungo—¿Y tú?

—Bieeeeen —prolonga la e más de lo que sería normal en cualquier persona. Eso y el breve silencio que sucede a su respuesta dicen a gritos que miente como una bellaca, cosa que ya sé—… sí, sí, muy bien. Muy bien —y la confirmación me llega en forma de reafirmación del embuste mediante veloces monosílabos—. Oye, que me estaba preguntando si querrías volver al Lito.

Bajada de pantalones antológica. Saboreo el momento arrellanándome en mi silla. Me siento tentada de poner la guinda a la experiencia con un sorbo de cerveza, pero, qué le vamos a hacer, una es demasiado educada y considerada como para eso. Me limito a invitarla a proseguir con una malvada sonrisa, esta vez sí, sincera.

—Que mi sobrina… que… bueno, que no me vendría mal una mano, que ya sabes cómo se pone esto en verano.

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Sí, sí, se pone imposible, sobre todo porque todas las oficinas de alrededor cierran y con ellas se va el noventa por ciento de la clientela del Lito. Excusa perfecta para obligarme a mí también a tomarme unas forzosas vacaciones, no pagadas, por supuesto, hasta la llegada de septiembre y nuestros clientes en pleno proceso depresivo. La vida me pone en bandeja la posibilidad de disfrutar en vivo y en directo de la venganza sobre mi jefa que nunca podré agradecer bastante a Fernando. ¿Debo portarme bien o sabrá el destino perdonarme un poco de mala leche, aunque sólo sea por una vez?

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Gloria debe de haber interpretado

mi maliciosa sonrisa como lo que es; precisamente eso. Maliciosa y poco discreta, que será lo peor para ella, puesto que está claro que me estoy regocijando de la humillación que le supone pedirme que vuelva a trabajar a su barucho. Después de haberme echado. Y mejorándome las condiciones. Y sin tener ella ningún interés en volver a

emplearme. Ni yo en volver, claro. No sé si se le cabrearía más tener que volver a contratarme u oírme rechazar su oferta. Ahora lo veremos.

—Sí, sí, esto se pone imposible en verano —¡qué narices! ¡pues claro que le voy a dar un sorbo a mi cañita mañanera!, antes de que se me caliente—… pero ¿tanto como para cerrar el Lito, Gloria? ¿qué ha pasado? ¿no trabaja bien tu sobrina? ¿eh? —vuelvo a darle otro tiento a mi aperitivo—¿o es que no era tan mala en mi trabajo, después de todo? —ya me he animado y, de pie y todo, acompaño mis frases con un vigoroso ir y venir de mi brazo derecho y del vaso, ya medio vacío, que sostiene.

Gloria enrojece de ira y rabia pero se muerde la lengua y no hace ningún comentario.

—¿Qué pasa? ¿eh? ¿qué pasa?  —me oigo pero no me reconozco. Al parecer hay una pequeña persona rencorosa y muy enfadada instalada en el puente de mando de mi cerebro. Miedo me da que no pare a tiempo y acabe haciendo alguna locura, porque yo si que no tengo ya ninguna capacidad de decisión sobre sus actos—Tienes miedo de que todos sepamos lo que tienes que esconder, ¿verdad? —noto clavadas en mí las miradas de todas las personas en un radio de cincuenta metros pero me da exactamente igual. Es oficial, estoy poseída por un espíritu vengativo que no parará hasta haber hecho justicia con mi antigua jefa o, lo que es lo mismo, hasta hundirla en el lodo—¿Tanto miedo como para romper escaparates? ¿eh?

Algo he tocado en la mente de Gloria que hace que le cambie la cara radicalmente y pase de la rabia contenida a los pucheritos en milésimas de segundo.

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—¿Eh? —su reacción ha sido demasiado rápida como para conseguir que la loca que pilota ahora mismo mi cuerpo pudiera parar a tiempo su batería de preguntas, pero mientras hacía ésta última ya sabía perfectamente que estaba fuera de lugar. Mi ex jefa se arranca por fin con un llanto profundo y sincero y, desde luego, del todo inesperado. Dice algo pero soy incapaz de descifrar el mensaje. De golpe y porrazo me veo rodeada por los brazos de la bicha, y no para pegarme, según parece, sino para buscar consuelo en mí a esa desgracia que todavía no he sido capaz de identificar pero que, al parecer, la está destrozando. Debería estar disfrutando como un camello pero no puedo evitar sentir lástima por ella. Soy una blanda. ¿Qué voy a hacer? La abrazaré yo también, que no se diga que soy un ser insensible al dolor ajeno, por muy merecido que éste sea.

—¡Ay! Mi Yi… —es lo primero que alcanzo a entender de las últimas frases que han salido por su boca. Con ésta última, dicha en un suspiro, ha acabado colocando su cara sobre mi hombro.

—¿Yi?

—No me hagas caso —responde por fin, tras volver a suspirar y al tiempo que me daba un golpecito en la cadera.

—¿Yi gran dragón de fuego? —a estas alturas de la película no me voy a quedar en ascuas por saber si a quien se refiere es al Sr. Próspero. Lo que me faltaba por oír: la bicha y el chino de la esquina. Si se enterara el portero iba a explotar de pura felicidad. ¿Habría un chisme más suculento a este lado del Llobregat? Del todo imposible. Una de las personas con más antipatías despertadas por kilómetro cuadrado con el señor más encantador del barrio. Ambos casados. Una exótica historia de amor. Adulterio interracial. Un caramelito para la chismorrería del portero. Gloria me mira de repente con desconfianza; sólo me falta un escenita de celos y una guantada de postre—¿El del bazar?

—Sí, Lauri, sí. El del bazar  —dirige hacia allí su mirada y me parece ver su silueta recortada contra la luz del interior de su tienda llena de cachivaches—. Mi gran dragón de fuego.

Mi ex jefa enamorada de un portento sexual asiático atiborrado de ginseng. Y yo consolándola en su desamor. Lo que hay que ver.

—Pero ¿qué pasa? ¿que te ha dejado? ¿o qué?

—¿Dejarme? Para eso tendría que haberme tenido primero, ¿no crees?

Conque es una historia de amor no correspondido… o un amor aún no declarado, quizás… o tal vez no haya amor sino deseo salvaje corriendo desatado por las venas de los dos… o sólo

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por las de ella, quién sabe. En cualquier caso, ¿a mi qué más me da? Debería largarme ahora que ya he visto a mi antigua jefa hundida en la miseria emocional más absoluta, por poco o nada que haya tenido que ver mi intento de venganza en ello, así que, ¿a qué estoy esperando? ¿no me iré a ablandar ahora? ¿o sí?

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Abrumada por la situación, por

lo sorprendente de esa relación, consumada o no, entre Gloria y el Sr. Próspero -Yi Gran Dragón de Fuego, me temo, a partir de ahora, para la parte de mi cerebro que se encargue de conservar los recuerdos que yo me empeño en olvidar- y, sobre todo, por los sentimientos encontrados que me produce ver sufrir a mi antigua jefa al más puro estilo culebrón

venezolano, algún mecanismo de defensa de mi organismo me lleva a huir de allí, cobardemente, por una simple cuestión de salud mental.

—Bueno, yo  —me oigo decir con voz dubitativa—… es que me tengo que ir…

—Sí, guapa, sí —los ojos vidriosos de Gloria dan un significado muy distinto a esas mismas palabras que tantas veces me había dicho antes cargadas de mala leche—; no llegues tarde por mi culpa —me agarra del brazo y me planta dos sonoros besos—. Me alegro de haberte visto.

Le dedico una última sonrisa y echo a andar. Ya está. He podido ver con mis propios ojos el sufrimiento de Gloria, por poco que haya tenido mi venganza que ver en ello. Me puedo dar por satisfecha; se ha hecho justicia. Por fin. Sí. Entonces, ¿por qué no estoy satisfecha? ¿por qué no puedo apartar esa sensación desagradable que no me deja disfrutar mi venganza? ¿por qué tengo el estómago encogido? Será, quizás, porque en el fondo sé que el dejar a la bicha allí plantada con su pena no ha tenido tanto que ver con mi dureza de espíritu -cosa que, hasta la fecha, no tengo noticia de tener- como con mi blandenguería antológica, famosa, si no en el mundo entero, en la escasa parte de él que me he podido permitir recorrer con mis no menos antológicos y famosos escasos ingresos. Soy una blanda, sí. Y eso es algo que me corroe por dentro, ya que mi blandura es proporcional a mi mala leche, que es mucha. Malas noticias porque es una combinación que no me permite repartir toda la justicia que este mundo necesita, que no es poca, sin sentir un mínimo de remordimientos. Sé que no debo hacerlo pero no puedo evitar echar una última mirada a Gloria antes de doblar la esquina. Allí está, en el mismo lugar exacto en que me he despedido de ella. Frotándose esos ojos tristones, desprovistos de todo el odio que solía emanar de ellos,

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mirando en dirección al Bazar Próspero. Vuelvo a ver la persiana bajada del Lito pasar junto a mí. ¿Vuelvo? Sí, porque antes de que pueda darme cuenta de que la pequeña persona vengativa y rencorosa al mando de mi cerebro ha mutado en un ser patético, incapaz de llevar a cabo, por una vez en su vida, una justa venganza hasta sus últimas consecuencias, ésta ha tomado ya las riendas de mi aparato locomotor y ha echado a andar en dirección a la víctima de la que no ha podido evitar compadecerse en el último instante. Cobarde.

—Emmm —Gloria sigue de espaldas a mí, mirando al bazar regentado por el responsable de su mal de amores—… hola

—Uy —la saco de su ensimismamiento, quién sabe si de alguna tórrida fantasía en el pasillo del menaje de cocina, entre las sartenes y las espumaderas, retozando sobre un mullido montón de bayetas y servilletas de papel—. ¿No te ibas?

—No —lamentablemente—. He recordado que había quedado más tarde de lo que pensaba.

Atribuyo su expresión al agradecimiento por haber vuelto a interesarme por ella y sus sentimientos pero quizás no sea más que el reflejo de un fugaz recuerdo de su revolcón en el pasillo de los cacharros de cocina.

—Nada —digo—, que si te puedo ayudar en alguna cosa, ya sabes.

—Uy, no  —se ríe, vete a saber de qué—. No te preocupes. Eres demasiado joven para hacerte una idea de la situación.

La miro con cara de «si lo sé no vuelvo a consolarte, bruja» y debe de captar el mensaje porque enseguida intenta enmendar su intervención.

—Que los mayores somos muy complicados, quiero decir. Ya lo verás cuando llegues.

Francamente, no me parece que el mensaje haya variado en lo más mínimo pero, por lo menos, me queda claro que la intención no era mala. Ella misma debe de sospechar que no ha arreglado mucho la cosa y, finalmente, se decide a contarme sus penas, aunque sólo sea por no meter más la pata.

—No responde a mis mensajes —dice, compungida.

Si todo el problema es ése no creo que sea nada que cualquier quinceañera no sea capaz de comprender e, incluso, aconsejarle al respecto.

—Y no sé por qué.80

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—¿Porque le robas el ginseng? —hablo, desgraciadamente, más deprisa de lo que pienso. Es una de mis no virtudes. Mi abuela siempre dice que, salvo excepciones, la gente no tiene defectos sino carencias de virtud y, si ella lo dice, sin duda será verdad. Y, con toda la gente que hay en el mundo, no voy a ser yo una excepción, más con la cantidad de energúmenos que andan sueltos por él. La bicha me mira, perdiendo por un instante ese aire de ternura e indefensión que me ha hecho volver sobre mis pasos. Sin duda no le ha hecho gracia mi conversación con el Sr. Próspero—¿No?

—¿Qué más te ha dicho?

—Nada —respondo, no sin sentir un reflejo de aquel pánico que me invadía a veces durante mis jornadas en el Lito, especialmente si ella no había dormido bien aquella noche.

—Conque te ha dicho que le robab pero no te ha hablado de sus mensajes. Ni de las poesías que me enviaba escondidas entre el ginseng. Ni de las ganas que decía que tenía de verme. ¿Verdad que no te ha hablado de eso? ¿eh? ¿verdad?

¿Poesía? ¿el Sr. Próspero? No se puede decir que sepa mucho de él pero, la verdad, no me parece que tenga una vena artística muy marcada. Y literaria mucho menos, a menos que le mandara las poesías en chino, claro está, en cuyo caso ni yo ni, mucho menos, mi ex jefa, estaríamos en condiciones de apreciar, no ya la calidad de las composiciones, sino el significado más básico del mensaje. Justo entonces aparece la silueta de Yi Gran Dragón de Fuego recortada contra la luz blanca de los fluorescentes del bazar. Permanece allí, mirándonos, no sé si sorprendido o no, hasta que la Sra. Próspero le atiza con el palo de la escoba que después le entrega con gesto autoritario. Lo vemos desaparecer por la izquierda mientras barre el pasillo de los utensilios de cocina en el que Gloria fantaseaba con la pasión desatada de su amor oriental. La verdad, le veo poco futuro a esta relación. Si antes de empezar ya están así, la cosa no puede ir mucho mejor. ¿Debería decírselo?

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Si alguien me hubiera dicho, no ya

hace cinco años, ni seis meses, sino sólo dos horas antes de este preciso instante, que hoy me iba a encontrar hablando de amoríos con la víbora de mi antigua jefa, no le habría creído. Menos aún si me dijera que los amoríos no iban a ser, para más INRI, míos (lo cual habría supuesto sin duda una gran sorpresa para mí misma, puesto que los romances pululan por mi vida del mismo modo

que lo hace el dinero: con poca frecuencia y menos impacto). Pero aquí estoy yo, viviendo una mañana de sábado de lo más atípico, enterándome por boca de la persona que más odio me ha hecho generar por minuto a lo largo de mi todavía corta vida, de las sacudidas con las que el caprichoso de Eros estaba maltratando su pobre corazón de pécora. Lo gracioso es que no sólo no me estoy riendo en su cara, como sería no sólo lógico sino, a todas luces, justo, sino que ante tal desdicha amorosa, una que es, además de blanda, empática (o gilipollas, que en este caso viene a ser lo mismo), se está planteando echarle un cable, aunque sólo sea para que el karma, el destino o cualquiera que sea la fuerza que rija secretamente nuestras vidas, se vea tan en deuda conmigo que no pueda sino colmarme de felicidad absoluta por el resto de mis días.

Movida por tan altruista motivación, y aun viendo que su historia de amor está condenada al fracaso, me dispongo a aportar mi granito de arena para que de todo esto acabe saliendo un romance digno de las teclas de la mismísima Corín Tellado.

—Y dices que no contesta a tus mensajes —retomo la conversación con esta frase de la que conozco perfectamente la respuesta, ya que ha sido ella misma la que me ha dado la información. La bicha niega. No, no los contesta—¿Has probado a llamarlo por teléfono?

Su cara transmite a la perfección sus pensamientos: «eres tonta, niña». Vale, vale; tenía que preguntarlo. Así que el Sr. Próspero le ha mandado mensajes presuntamente tórridos y delicadas poesías camufladas en las cajas de ginseng pero a la hora de la verdad se ha rajado. Y no lo culpo, la verdad. Lo que no entiendo es por qué una persona aparentemente normal y hasta con cierta simpatía y encanto personal podría haberse planteado siquiera por un momento un affair con Gloria. Dada la reincidencia en el asunto descartaría al alcohol como desencadenante de los hechos; Yi no parece tener problemas con la bebida. Como

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mucho se le habrá puesto algo pocho el lagarto del licor de los chupitos y le haya sentado regular pero de ahí a tirarle los tejos en plan Romeo oriental hay un trecho largo.

—Pero habéis hablado en persona de ello, ¿no?

Que no. Que ni en persona ni por teléfono. Que su Yi es demasiado tímido para decirle a la cara lo que le cuenta en sus preciosos y delicados poemas y en sus más escuetos SMS. Y que no tiene tampoco la más mínima intención de poner en peligro el matrimonio de su amorcito, por poco satisfactorio y menos feliz que éste sea, presentándose por las buenas en el negocio que le da de comer. Que si, encima, se enteraran sus antepasados, iban a atravesar el mundo sobre un dragón nacarado y se iban a presentar aquí todos a ajustar cuentas tras la deshonra de su familia y no sé qué chorradas más. La paro porque se embala y no quiero ni imaginar a dónde puede ir a parar su discurso. A ver si la que empina el codo en esta historia va a ser, después de todo, ella, y se ha montado una película que ya querría Spielberg para su próximo taquillazo. ¿Seguro que no se lo habrá imaginado todo?

—¿Me podrías enseñar algún mensaje de esos? —hay que asegurarse. Ya sé que es algo muy personal pero lo mismo esta tía está loca y estoy haciendo el imbécil—Quizás te pueda ayudar pero antes necesitaría saber ante qué estamos.

Gloria duda. Lógico. Yo no le dejo leer mis mensajes a nadie. Considero que es algo privado entre la persona que me lo envió y yo. Poco importa el contenido. Iba dirigido a mí, por insignificante que fuera. Y ahí debe quedar para siempre. Cuando ya pienso que se va a negar saca el móvil del bolso. Busca torpemente entre su contenido y me lo planta delante.

«Gloria divina, ángel de fuego, te daría mi corazón pero sabes que no puedo»

Como poesía, pobre, desde luego. No le convence mucho mi reacción y me enseña otro:

«Quisiera ser un guerrero de terracota para no sentir mi alma rota. Tu belleza delicada es la luz de mi vida gris»

Como no mejore entre el ginseng estos ripios tienen de poético lo que yo de chica dura. Y en el último no se ha tomado ni la molestia de cerrar con alguna rima fácil; ¿qué hay más fácil de rimar que un adjetivo de los típicos? Podría haber dicho «te hace parecer un hada» o cualquier cosa por el estilo. Pese a todo, no me había parecido durante mi conversación con él, que el Sr. Próspero tuviera un discurso tan fluido. Si se saltaba los artículos al hablar no creo que fuera capaz de escribir un texto correctamente.

—Llámalo —digo de repente. De hecho, se trata más bien de una orden. Y, lo que es más sorprendente, es cumplida. Gloria marca y deja sonar el teléfono. Ocho tonos. Nada—Espera —vuelvo a decir, mientras saco el móvil y tecleo el número que aún aparece en su

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pantalla. Le pido que cuelgue, hago un poco de tiempo y llamo desde mi teléfono. A los dos tonos ya hay vida al otro lado.

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Resulta un pelín sospechoso que

Yi no haya contestado a la llamada de Gloria y sí a la de un número desconocido. Muchas ganas de hablar con ella no debe de tener, hecho que para mí ya es más que suficiente para no llamar a una persona. Hay pocas cosas tan molestas como un pesado que no sabe ver que molesta. Sólo hay algo peor, y más triste, que uno de esos: uno que no quiere verlo y prefiere

vivir en la feliz ignorancia de creerse tolerado, ya que no directamente querido.

Le tiendo el móvil a Gloria, quien acto seguido se aleja de mí para poder mantener una cierta privacidad en su conversación. Sólo espero que no se enrolle mucho, que una no es rica. Empieza a caminar calle arriba y abajo y, por no quedarme sola en mitad de la acera, me acerco a un banco bajo a un árbol y me siento con la esperanza de no calentar durante mucho rato el asiento.

Con la tontería se me ha hecho casi la hora del vermut y sigo fuera de casa. El dichoso encargo de la cinta americana de mi abuela se está alargando y ésta es muy capaz de hacerme uno de sus potajes especiales como venganza justiciera por hacerla esperar. Potaje canicular lo llama mi hermano. Es una especie de tradición no reconocida que acompaña a mi familia desde que tengo uso de razón. No hay verano al que le falte un potaje, guiso, cocido, estofado o sopa rondando el punto de ebullición. No en mi casa. Y hoy, no sabría decir por qué, tiene toda la pinta de ser el día estrella de este mes de julio.

A Gloria se la ve calentita, y no debido a las temperaturas típicas de estas alturas del año ni a su pasión desatada por el Sr. Próspero, ya que la conversación que mantiene con su Gran Dragón de Fuego no parece especialmente cariñosa, a juzgar por el tono y los aspavientos con que acompaña sus intervenciones.

De repente algo, llamémosle premonición, sexto sentido o, simplemente, el quinto, ya que lo que me lleva a prestar atención a lo que sucede a mi espalda no es sino mi sentido del oído, que me informa de que esa voz que se va acercando no es del todo ajena a la situación en la que me encuentro, me invita a poner la antena.

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—Pero Gloria, amor mío —primer dato, coincidencia o no, que me hace sospechar que la cosa me puede interesar—, amor nuestro es imposible.

Segundo dato; mucha casualidad me parece a mí que dos Glorias estén viviendo en este mismo momento y lugar un amor imposible con una persona con dificultades para articular un discurso en condiciones en nuestro idioma. Sólo hay un pequeño detalle que no me acaba de cuadrar; esa voz no me recuerda nada al Sr. Próspero, aunque no me resulta del todo infamiliar. Espero a que acabe de pasar de largo y dirijo hacia allí mi mirada, tan discretamente como puedo, para ver confirmadas mis sospechas y comprobar que no es otro que Próspero Jr. el que acaba de pasar junto a mí, chapurreando chapuceramente una lengua que domina a la perfección.

El engaño, puesto que está claro que pretende hacerse pasar por su padre, desposee al chaval de aquella inocencia que desprendía hace no tantos potajes veraniegos. El engaño y los años, claro, que la adolescencia es sabido que despoja a las criaturas de candidez, simpatía y ternura para hacer sitio suficiente para embutir en un cuerpo poco más grande que el del año anterior semejante cantidad de tontería, antipatía y granos.

El impostor camina a paso ligero hacia el bazar, sin dejar de mirar hacia atrás en un intento por saber si ha colado su actuación o si Gloria le ha descubierto o, por lo menos, sospecha algo. Debe de satisfacerle la reacción de mi ex jefa porque ríe maliciosamente antes de desaparecer en el pasillo de papelería del negocio paterno. Ahora la pregunta es ¿por qué? ¿qué ha llevado a mini Yi a hacerse pasar por su padre ante Gloria? Apuesto a que no hay más razón que la pura diversión de tomar el pelo al prójimo, más aún si no se trata de un personaje muy querido -como es el caso de la bicha- al que se puede poner en evidencia fácilmente. Poco importa que sea hiriendo la excasa sensibilidad que esa persona pueda tener. Esas cosas no se ven así antes de los veinte.

Gloria se dirije hacia mí con gesto abatido. Me tiende el móvil y me da las gracias tras esos ojos vidriosos que me han llevado a tratar de ayudar a la persona que parecía habitar tras ellos y toda la mala leche que normalmente desprendían. Que Yi le había pedido que no lo llamara más. Que su amor, aunque sincero, era imposible, que se debía a su familia y quería poner distancia para intentar minimizar el sufrimiento que sus sentimientos hacia ella le provocaba. La del talento para la poesía va a ser, después de todo, ella, puesto que no soy capaz de imaginar cómo Próspero Jr. puede haberle dicho todo eso omitiendo artículos, pronombres y, por supuesto, subjuntivos.

Abro la boca con intención de ponerla al día de la gran mentira en la que vive pero me detengo a tiempo. Al fin y al cabo, ¿qué sentido tiene hacerla sufrir inútilmente? Aunque, por otra parte, ¿no se merece el mocoso un escarmiento?

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El hijo del Sr. Próspero ha

demostrado ser un auténtico hooligan oriental del amor o, cuando menos, del respeto por las emociones ajenas. Mucho me parece que la bicha, con todo lo malo que tiene, se ha convertido en el objetivo de las bromas y la diversión de éste y su pandilla de amigos, quién sabe si por algún tipo de ajuste de cuentas del destino para equilibrar el karma

cósmico o algo por estilo. Pues bien, no seré yo quien ponga en peligro la estabilidad del universo; vete tú a saber si lo del Big Bang no empezó por algo parecido, que al final las cosas más tontas son las que acaban teniendo las consecuencias más terribles. Así sea, pues; habrá que decirle, entonces, que la historia de su Gran dragón de fuego, sea cuál sea la que ella piense que tiene, es totalmente falsa. Que no sólo no va a haber nada con Yi sino que, a la postre, la cosa no ha pasado de ser en ningún momento un entretenimiento de preadolescentes. Cruel, cierto, pero cósmicamente justo. Ya se encargará la vida de devolverle la jugada al pequeño terrorista de los sentimientos del prójimo.

—Creo que deberías olvidar esta historia, Gloria  —sus ojitos llorosos me miran con expresión confundida—. Me temo que no es Yi el que te manda ripios sobre guerreros de terracota y eso, sino su hijo.

La expresión confundida va desapareciendo progresivamente, al tiempo que emerge, de las profundidades de ese ser perverso que nunca ha dejado de ser, la bicha. En todo su esplendor. Entrecerrando los ojos, hinchando las narices y apretando los dientes en un conjunto de movimientos perfectamente sincronizados para ocasionar en el espectador, en este caso yo, el efecto deseado: el pánico.

—¿Qué?

Me hago pequeñita, como solía pasarme siempre que, estando trabajando para ella, asomaba siquiera un pelo su verdadera naturaleza.

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—Que le he oído pasar por detrás de mí mientras tú hablabas por teléfono y, por lo que he podido escuchar, creo que estaba hablando contigo.  «Gloria, amor mío, amor nuestro es imposible»  —no sé si ha sido buena idea repetir la frase del impostor que le acaba de romper el corazón pero, ahora, ya es demasiado tarde.

Mi antigua jefa lanza una mirada de odio sincero al bazar y, contra todo pronóstico, echa a andar en dirección contraria. Y vuelvo a quedarme sola, plantada como una idiota en medio de la acera. Pues nada, adiós. Yo me vuelvo a mi casa, que mi abuela estará con la comida casi puesta y no querría hacerla esperar. Por mi bien.

Abro la puerta y, efectivamente, tal y como me temía, el potaje canicular me espera, humeante, sobre la mesa del comedor. Justo a tiempo para escaldarme el esófago. Algo malo habré hecho para que el destino me castigue también a mí de esta manera. ¿Será que no debería haberle contado lo de Próspero Jr. A Gloria?

—A comer —no tiene sentido seguir pensando en ello y el tono utilizado por mi abuela en lo que constituye su saludo de bienvenida no deja lugar a dudas; «siéntate o atente a las consecuencias». Obedezco, claro.

Un litro de agua fría y un café solo, caliente, más tarde, una irritante musiquilla me saca bruscamente de la fase de adormecimiento de esa siesta que apenas había empezado a disfrutar, con la fabulosa nana que constituyen de fondo los diálogos de una peli de sobremesa, a ser posible, basada en hechos reales, como la de hoy. El móvil, claro. Ese invento sin el que dicen que vivíamos tan bien pero del que ahora nadie tiene narices de prescindir. Todavía con el susto en el cuerpo miro la pantalla: ¿Fernando? ¿en sábado?

—¿Sí?

—Hola guapa  —no hay duda de que mi relación con Fernando ha mejorado muchísimo desde que trabajo para él pero, por muy majo que sea, no acabo de acostumbrarme a este trato tan familiar; al fin y al cabo, no deja de ser mi jefe—, ¿qué haces?

Mi humor de recién levantada (aunque, técnicamente, no me hubiera acostado) me impulsa a decirle que estaba echando una merecida siesta pero, por educación, termino respondiéndole que no estaba haciendo nada, lo cual tampoco es mentira.

—Perdona que te moleste en sábado —continúa—pero es que necesito pedirte un favor —carraspea, incómodo. No sé lo que quiere pero parece algo gordo, incluso abusivo, por su actitud—¿te va bien quedar ahora? Preferiría explicártelo en persona.

Lo que decía, muy gorda tiene que ser la cosa si no le parece apropiado hablar de ello por teléfono.

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—¿Ahora, Fernando?

Al nombre de Fernando mi abuela hace ese gesto despreocupado tan característico de «no me interesa lo que estés diciendo y por lo tanto no estoy poniendo la antena, así que voy a quedarme quietecita, mirando a la nada, completamente inmóvil con la oreja bien orientada hacia ti para no perderme un solo detalle de tu conversación, aunque tú pensarás que estoy sumida en mis pensamientos con la vista perdida en la penumbra del pasillo». En cualquier momento pegará un brinco y soltará alguna frase metida con calzador a propósito de mi conversación, que la conozco.

—¿Es el muchacho? —pregunta de repente—Dile que esta tarde voy a hacer torrijas.

—¿Torrijas? —se oye de repente al otro lado de la línea—¿Es tu abuela? Dile que me paso por allí en una horita. Así hablamos.

Hala, que hasta luego y adiós. Ya me han organizado la tarde sin pedirme consejo ni, mucho menos, permiso. ¿Qué hago ahora?

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La verdad es que no tenía ningún

plan para esta tarde, ni bueno ni malo, pero habría preferido mil veces el sopor de una calurosa tarde de verano sin nada que hacer a recibir a mi jefe con torrijas caseras de mi abuela. Como casi todos sabemos, la vida es dura y a veces te guarda golpes como éste. Cuando ya creo que no hay nada que pueda acabar de estropear lo que queda de día, una mano me tira del lateral de la camiseta. A su sutil

llamada de atención sigue un no menos delicado gesto con la cabeza. Traducción: «andando, que las torrijas no se van a hacer solas y por más inútil que seas en la cocina algo encontraré para mandarte». A la orden.

Efectivamente. No puede decirse que las dichosas torrijas tengan mucha complicación, y menos aún para mi abuela, así que deduzco que no han sido más que una oportuna excusa para encasquetarme a mí el fregoteo de los platos que, hoy, le tocaba a ella. Termino en un plis de lavar las tazas del café, los platos de la comida y la olla del potaje pero, cada vez que doy por finalizada mi misión con el simbólico gesto de cerrar el grifo, un nuevo cacharro, sea éste una cuchara, unas pinzas o un plato, aterriza en el fregadero. No creo en las casualidades, así que empiezo a hartarme de la vocación tocanarices de mi abuela en el día de hoy.

Tal y como amenazó, Fernando se presenta en casa apenas una hora después de su llamada. Abre la maestra torrijera.

—Hola, joven —saluda—. Pase, pase.

Fernando entra, sonriendo pero barriendo el comedor con la mirada en mi busca. Al verme se relaja y recupera esa habitual tranquilidad suya tan cargante, a veces.

—Bueno, ¿qué pasa? —pregunto, tras saludar.

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—¿No le vas a ofrecer un café? —pregunta bruscamente mi abuela sin importarle lo más mínimo haber dejado a Fernando con la boca abierta, dispuesto a responderme.

—Perdona, Fernando —digo, mirándola a ella—. ¿Quieres un café?

—Sí, gracias.

Y, antes de que pueda dar un solo paso, mi abuela se sienta en su sillón frente a la tele.

—El mío ya sabes cómo lo quiero.

Fin de la conversación. Que haga yo los cafés. Con lo que no cuenta es con que Fernando me siga a mí a la cocina en vez de sentarse junto a ella en el sofá. Desde allí no va a poder oír nada. A veces, la vida te compensa por su dureza con pequeños grandes momentos como éste.

—Mmm —dice Fernando al ver el plato de torrijas—… ¡qué buena pinta!

—Bueno, qué. ¿Me vas a decir ya qué es lo que me tienes que pedir?

Borra su despreocupada sonrisa y acompaña su vuelta al mundo real con un gesto de disgusto y alargando el brazo hacia el plato de la merienda.

—Verás —comienza—… se trata del Chungo.

—¿El Chungo? —tuerzo el gesto. La última vez que lo vi me echó del coche. Me había subido sin permiso, cierto, pero, ¿cómo iba yo a saber que lo estaba robando? Soy una chica de barrio pero honrada, como la mayoría de mis vecinos.

—Me debía un favor y por ello se encargó de ajustar cuentas con Gloria pero, al parecer, le ha salido un pequeño contratiempo…

—¿Con el coche robado? —interrumpo.

—¿Cómo?  —por su expresión se ve claramente que no tiene ni idea de qué le estoy hablando.

—El del otro día  —total, tampoco tiene mucho sentido ocultarle esta información a una persona que acaba de   encargar una venganza, por justa y poco sanguinaria que ésta haya sido—… me obligó a bajarme y no hacer más preguntas.

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Me mira durante unos segundos durante los que parece que esté siempre a punto de decir algo. Hasta que decide zanjar el asunto y seguir con lo suyo.

—No quiero saberlo  —resuelve con rapidez—. La cuestión: que a raíz de nuestro trabajito —dice, entrecomillando el trabajito—le ha surgido un pequeño contratiempo con la mafia china.

—¿Qué? —por más que haya ido bajando el volumen a medida que avanzaba en su frase he podido oír perfectamente las dos últimas palabras—¿Con la mafia china?

Percibo una presencia con moño a mi espalda, tal y como tantas veces me ha pasado ya, siempre cuando menos la espero. Lo que no sé es cuánto tiempo lleva ahí. Quizás sólo desde mi última exclamación; mi abuela es un ser velocísimo cuando algún motivo de peso -como un incendio o una conversación ajena- le obliga a ello.

—¿Qué tienen que ver los chinos con la bicha? —conforme voy formulando mi pregunta me vienen un montón de cosas en común entre ellos, como un Gran dragón de fuego, un montón de poemillas amorosos de pésima calidad o un almacén clandestino de ginseng junto a la cocina del Lito—¿Y qué quieres de mí?

—Que lo acojas unos días.

—¿Qué? ¿Al Chungo? Y, ¿por qué no lo haces tú?

—Tengo un escape en casa  —dice con abatimiento, seguramente fingido—. No quieras saber cómo está todo…

El gorgoteo del café al hervir irrumpe en la conversación, impidiéndome pensar.

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—¡Niña!  —la presencia con

moño se manifiesta verbalmente, por fin, con un grito que  a punto está de hacerme mandar la cafetera a hacer puñetas de un manotazo—¡Que ya ha subido el café!

Apago el fuego y la retiro sobre la encimera.

—¡Niña! —otro grito. ¿Qué le pasa hoy a esta mujer? —No apagues el fuego, que me tendrás que calentar la leche.

Resoplo. Aún tengo la petición de Fernando revoloteando sobre mi cabeza. Que si puedo acoger al Chungo unos días. Que lo persigue la mafia china. Que, pobrecito, qué va a hacer y, sobre todo, que él tiene un escape de agua y no lo puede acoger en su casa. Ya. Claro.

—Bueno, ¿qué? —pregunta nerviosamente Fernando mientras pongo al fuego un cazo con leche.

Vuelvo a resoplar. Mi abuela nos mira a los dos, alternativamente. A la tercera vez que pone en mí su mirada, decido quitarme el problema de encima.

—Mira —digo, por fin, después de un tercer resoplido—, ¡pregúntale a ella!

Ella mira mi mano extendida en su dirección y, sin inmutarse, pregunta.

—¿Que me pregunte qué?

Hala majo, apáñate tú con mi abuela, que, al fin y al cabo, es la dueña del piso.

—Nada  —comienza a decir—… un amigo, que necesita quedarse unos días en casa de alguien y…

—¿Qué? ¿Es de fuera? Porque yo el extranjero no lo entiendo —interrumpe.93

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—No, no, qué va. Es de aquí.

—Y entonces  —responde ella—, ¿está pintando la casa o qué? Porque aquí cuando pintamos no nos vamos de casa.

No puedo evitar sonreír viendo cómo Fernando se las ve directamente con mi abuela. Menuda es ella.

—¿O es que le persigue la policía o algo?

—No, no, señora. ¡Uy! ¡la policía! —se ríe, nervioso—¡qué va!

Sí, sí, claro; ¡qué locura! El Chungo perseguido por la policía…

—Le persiguen los chinos —digo yo, un poco harta ya de tanta pregunta.

—¿Los chinos? —la mujer quiere asegurarse— Pues dile que venga.

—¡La mafia china, abuela!

—No sabes lo mierda que es el celo ése que me has traído —anda, con qué me sale ahora. ¿En serio la palabra mafia no le dice  nada?—. Pues que sepas que no te lo pienso pagar.

—Abuela, la mafia. ¡La mafia!

—Sí, sí —va diciendo mientras asiente como el que da la razón a un tonto—. Pero no te lo voy a pagar. Cuatro rollos.

Así me agradece la mujer que dedique mi mañana del sábado a comprar la cinta americana que necesita a saber para qué. Y de mi propio bolsillo.

—Que venga, que venga —repite—. Llámalo y dile que venga.

Fernando obedece (porque lo de mi abuela ha sido una orden) y, tras dos breves frases, cuelga. Dos segundos después suena el interfono. Dirijo a Fernando una mirada de incredulidad. Estaba esperando en el portal. ¿Tan seguro estaba de que le iba a decir que sí?

—Niña —dice mi abuela—. Están llamando.

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Esperamos los tres en el recibidor a que suba el huésped. De pronto, me asalta una duda.

—Y, ¿dónde va a dormir?

Cuando termino de pronunciar la frase ya lo tenemos en el rellano, con su pinta zarrapastrosa y una maleta reluciente de color gris perla.

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Aquí está el Chungo, plantado en

medio del rellano en todo su esplendor. En realidad, lo único esplendoroso en esa estampa es la maleta. Una maleta de un gris perla nacarado totalmente insospechado en un individuo como él, en el que lo más parecido a esa aureola de luz resplandeciente que desprende su equipaje es el brillo grasiento de su pelo sucio.

—Conque los chinos, ¿eh?

Ésa es mi abuela, que igual que te hace unas torrijas con pan de ayer te saluda con la frase que le da la gana. El Chungo se enconge de hombros y sonríe como un niño tímido de visita en casa de la familia lejana del pueblo. Tímido. Ya. Mi abuela lo hace pasar y lo mira de arriba a abajo.

—Pero —dice mientras lo repasa sin disimulo—… ¿los chinos de aquí o los de allá? Porque… ¿no habrás venido fugitivo desde tan lejos en un contenedor de esos de los barcos?

Olé mi abuela, que en dos frases ha dicho clarito y sin tapujos lo que todos llevamos una vida pensando al mirar al Chungo: gorrino.

—Anda, pasa y báñate, que falta te hace. ¿Te gustan las torrijas? Coge una toalla del armario del lavabo.

Tres frases en seis metros. Unidas entre ellas únicamente por el aire que mi abuela ha ido soltando ininterrumpidamente por su boca desde que empezara a pronunciar la primera hasta poner el punto final de la tercera al cerrar la puerta del baño. Porque, lo que es otra cosa en común, no tienen.

Los ojos láser de mi abuela han pasado del análisis, y posterior verbalización despiadada de las conclusiones del mismo, de la concentración de mugre por centímetro cuadrado de

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Chungo a las conjeturas, aún por verbalizar, sobre el contenido de su misteriosa maleta, que, a todo esto, sigue, huérfana de dueño, en medio del comedor. Qué cotilla es, madre mía.

—Se estará enfriendo el café, ¿no, niña?

Ya me ha pillado pillándola in fraganti en período de observación de su presa, en este caso la maleta, y eso, por experiencia lo sé, no le gusta nada. Cazador cazado o, lo que es lo mismo, «niña, trae la merienda». A buen entendedor… palabras que se ahorra mi abuela y yo que aparezco de vuelta por la puerta de la cocina con su café con leche y el plato de torrijas. La sonrisa de triunfo que asoma bajo su nariz desaparece por completo cuando vuelvo a meterme en la cocina seguida por Fernando. Por segunda vez se ha quedado inesperadamente sola en el sofá cuando esperaba tener al lado a mi jefe para sonsacarle información, ¿sobre qué? Ni idea, ¿y qué mas da?

—¿Qué? —le digo a Fernando mientras remuevo mi café—¿Contento? Ya me has colocado al Chungo. Porque no esperarás que me crea que tienes un escape en casa…

—No, mujer —bebe para intentar ocultar la risa que le escapa por la comisura de los labios; otro al que pillo en sus maldades—¡ay!

Mi risotada ante la quemadura de mi jefe concide con una mirada fugaz de mi querida abuela. No es su típica mirada de entromisión descarada en una conversación ajena (si fuera así estaría plantada, sin ningún tipo de pudor, entre Fernando y yo), tampoco es esa expresión tan suya de ensimismamiento mal fingido que adopta cuando quiere hacer creer que no está prestando atención a lo que hablas con otra persona porque está sumida en sus pensamientos. No, es una vulgar y corriente mirada de «no, no me ha visto». La poco convincente cara de disimulo de quien respira aliviado después de creerse descubierto. ¿Qué está tramando?

Fernando me pregunta, sin hablar, qué es lo que pasa, que me ve muy interesada por lo que pasa en el comedor, que según piensa, es absolutamente nada. Le hago señas para que continúe con la conversación. Con la que sea, que se trata sólo de dar confianza a mi abuela para que siga haciendo eso que sabe que no debe hacer, sea lo que sea, y poder enterarme yo, claro.

Pongo su misma cara de estar muy concentrada en mis cosas mientras Fernando habla, no sé de qué, y también alguna que otra vez la de «no, no me ha visto», que la puñetera es muy rápid cuando quiere y a punto ha estado de pillarme asomada a la puerta intentando ver qué narices estaba haciendo.

De repente, cuando menos pendiente estoy de ella, después de uno de esos momentos en los que a punto ha estado de pillarme en plena operación de espionaje, un golpe suena en el

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comedor. Una silenciosa exclamación de sorpresa (silenciosa, sí, de las que no necesitan palabras, puesto que con la cara de susto queda todo clarito), una puerta que se abre con rapidez y un señor sin mugre envuelto en una toalla floreada bajo la puerta del baño.

En vista de la combinación de objetos,  personajes, sonidos -o falta de ellos- y reacciones mi única duda es ¿qué puñetas hay en la dichosa maleta?

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—¡Pero, señora!

El Chungo se indigna bajo la puerta del baño. Se prodiga lo justito en aspavientos porque la toalla en la que sale envuelto  a duras penas le da la vuelta completa y necesita ambas manos para no dar un espectáculo bochornoso en exceso para un público con el que aún no tiene la confianza suficiente. Mi abuela mira alternativamente la

maleta abierta, como si ella no hubiera tenido nada que ver en ello, y la cara de su huésped, que, todo sea dicho, ha mejorado bastante después de la ducha. Tras un par de idas y venidas de un punto a otro, su mirada se fija, por fin, a los pies del Chungo y el charco que bajo ellos se está formando.

—¿No ves que me lo estás poniendo todo perdido?

La mejor defensa es un buen ataque. Ataque que consigue desestabilizar a su adversario durante unos instantes pero, ni mucho menos, dejarlo fuera de combate, que el Chungo parece un chico muy vivido.

—Pero… ¡señora! —vuelve a decir, sin salir de su asombro—¡que me acaba usted de abrir la maleta!

Mi abuela vuelve a mirar el cuerpo del delito. En el suelo yace la maleta, abierta de par en par, con sus tripas desparramadas por el suelo. Ante la evidencia no se molesta ni en negar los hechos.

—Y ¿qué clase de persona no lleva ropa en su equipaje? —recurre de nuevo a la técnica ofensiva—Ni una muda. ¿Tu madre no te enseñó que hay que cambiarse los calzoncillos todos los días?

Esta vez, ni siquiera el Chungo parece haber vivido lo suficiente como para sobreponerse a las tácticas de guerra de mi abuela que, sin duda, le lleva muchos años de ventaja.

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—Eso sí, para tus juguetes no te ha faltado sitio en la maleta, ¿se puede saber qué es todo esto? —señala con un movimiento de brazo el contenido de la dichosa maleta, que ha ido rodando por el suelo hasta ocupar medio comedor.

Nuestro invitado se adentra en el comedor sin dejar de sujetar la toalla mientras recoge el su equipaje y lo va metiendo de nuevo en la maleta.

—Son matrioskas, señora. ¿No lo ve? —dice sin dejar de agacharse para recoger cada una de ellas.

—¿Matrioskas? —pregunta ella, agachándose quejosamente para recoger una que había ido a parar a sus pies—Esto es una muñeca de ésas que se abren y…

—¡No! —exclama el hombre toalla mientras se la quita de las manos—¡Éstas no se abren!

Mi abuela lo mira, entre asustada y ofendida.

—Que sí que se abren.

—Éstas no —repite.

—Pues te han engañado, que lo sepas, porque se han abierto de toda la vida. ¿Dónde las has comprado?  —aprovecha el silencio de su interlocutor para buscar una respuesta por su cuenta— ¡Ah! Claro… que no las has comprado. Se las has robado a los chinos  —el Chungo la mira de reojo mientras cierra la cremallera de la maleta—. Pues qué quieres que te diga, chico, que eres más tonto que una mata de habas, porque ahora estás aquí escondido por haberte llevado algo que no es tuyo y que, además de no servir para nada, es defectuoso. ¿Cómo se te ocurre robar en los veinte duros?

El pobre Chungo permanece callado junto a su maleta, sin dar crédito a la situación. Mi abuela camina hasta el rincón, en el que, tras la cortina, descansa una matrioska que ha pasado desapercibida a la mirada nerviosa de su dueño.

—Pero son bonitas —dice admirándola, a la altura de sus ojos. Después se dirige al mueble y la deja sobre la tele—. Quedará muy bien aquí.

Nuestro huésped remojado hace ademán de protestar pero una mirada de mi abuela no deja que la cosa pase de ahí.

—En la cocina hay un mocho —dice para poner punto y final a la conversación—. Cuando acabes de fregar lo que has ensuciado merendamos. Tú —ésa soy yo—, haz otra cafetera.

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Obedecemos y, por un momento, nuestras miradas se cruzan en la cocina. No sabe el pobre Chungo dónde se se ha metido, aunque creo que mucho lo sospecha ya. ¿Le compensará esconderse de los chinos bajo el mismo techo que mi abuela? Y, sobre todo, ¿me conviene a mí dar refugio a un ladrón de matrioskas rellenas de algo lo suficientemente atractivo como para jugarse la vida por ello?

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De nuevo me acompaña Fernando

a preparar el segundo café de la tarde, el tercero si contamos el inmediatamente posterior al postre. Me persigue como un perrito faldero con la esperanza de que le caiga algo suculento en la cocina.

—¿Quieres una torrija? —pregunto, un poco agobiada por su insistente presencia.

Se lleva la mano al estómago con una mueca de empacho. Parece que no era eso lo que buscaba en su persecución cual sombra de mi persona. Suspiro mientras contemplo el trajín del Chungo fregoteando el suelo del baño.

—¿Qué? —dice Fernando después de mi segunda exhalación, esta vez en forma de resoplido.

—Nada —miento como una bellaca, por supuesto, como casi todo el mundo al responder a esta pregunta. No es necesaria su insistencia, y él lo sabe, para que acabe contándole lo que me preocupa, así que espera en silencio a que me decida a desembuchar—. Que sin comerlo ni beberlo me voy a meter en un lío, ya lo verás.

El café empieza a hervir y nos hace a todos partícipes de ello a gorgoteo vivo, justo cuando Fernando empieza a responder a mi temerosa frase. Aunque entre el café y su empeño por no ser escuchado por nadie más no entiendo ni una sola palabra de lo que me dice.

—¡Niña! —grita mi abuela desde el balcón— ¿No oyes que está subiendo el café?

A este paso, si no me mata la mafia china en represalia por el asilo a uno de sus enemigos me matará el estrés de vivir con esta mujer. Ya voy, ya. Retiro la cafetera del fuego con una más que justificada sensación de dejà vu. Esto ya lo he vivido. Tres veces en menos de dos horas; como para no tenerla.

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Fernando sigue susurrando y yo sigo sin entenderle. Ante la perspectiva, más que razonable, de pescar algún dato no dicho para sus oídos, mi abuela se acerca a la cocina como quien no quiere la cosa y se entretiene ante el plato de torrijas, como eligiendo un ejemplar de exposición, ni muy tostado ni muy blando, ni soso ni excesivamente azucarado. Finalmente opto por mirarla sin disimulo con la esperanza de que se dé por enterada y abandone la cocina y su actitud de espía. O de vecina cotilla. Pero no hay suerte y, pese a captar el mensaje, puesto que ni a los espías ni a las vecinas cotillas les suelen pasar desapercibidos estos detalles, me sostiene la mirada mientras muerde una torrija en actitud desafiante.

—¿Qué? —dice por fin, con la boca llena.

—¡Que nos vamos a meter en un follón, abuela! —ya está, ya han conseguido que me altere— que las muñecas no están vacías ¿o acaso crees que las ha cogido para decorar su casa?

Fernando gesticula aparatosamente en un intento de hacerme callar o, por lo menos, bajar el volumen. Se asoma al salón para ver si su amigo sigue con las tareas de limpieza, pero la fregona permanece extrañamente inmóvil, como si hubieran congelado la imagen del Chungo armado de mocho y lejía y permaneciera así, en foto fija, mientras una voz en off relatara la importancia del momento: «el Chungo permanece quieto, petrificado, prácticamente inerte, agazapado entre la maleza, agudizando sus sentidos para captar cualquier información que le permita conocer las intenciones de su enemigo. Mientras tanto, Laura, futura jefa de la manada, discute con la actual líder sobre la aceptación o no del intruso que se ha adentrado en su territorio y que puede acabar suponiendo una amenaza para el grupo». Estoy segura de haber escuchado esa misma narración en una tarde de siesta de documental de naturaleza. El cerebro almacena información a lo loco y luego intenta hacértela pasar por útil sacándola a la luz cuando menos te lo esperas. Lo gracioso es que el momento escogido para sacarla del rincón más recóndito de mi subconsciente le viene que ni pintado porque describe la escena perfectamente.

—¿Y tú te crees que soy tonta? —esta vez ha tenido la decencia de tragar primero y hablar después— ¿o piensas que con lo fea que es esa muñeca se va quedar para siempre ahí, encima de la tele?

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Después de meterse en la boca el

último bocado de su torrija, mi abuela gira sobre sí misma y se echa a andar hacia el comedor chupándose los dedos. El Chungo ha acabado de sacarle brillo al suelo del baño y se dirige a ella con el cubo y la fregona en actitud sumisa. Con un gesto de cabeza le indica que lo saque al lavadero y él avanza hacia nosotros como si no fuésemos un obstáculo para llegar a su objetivo. Nos

apartamos ante la amenaza que supone un cubo lleno de agua y lejía en manos inexpertas, que el Chungo tendrá mucha maña para los puentes pero no se lo ve muy ducho en las tareas domésticas.

Pasa por nuestro lado como si no estuviéramos allí. Yo creo que la convivencia con mi abuela durante la última media hora le ha traumatizado, porque la expresión de su cara no recuerda siquiera al Chungo que conocí en casa de Fernando, no digamos ya al ladrón de coches con el que me las vi la última vez que coincidí con él. A este paso se entrega voluntariamente a los chinos. Fernando lo agarra por el brazo en su camino de vuelta al comedor.

—Alfonso  —le susurra al tiempo que estira suavemente de su brazo en un intento de retenerlo. Él le devuelve una mirada desde su cabecita gacha—. Ven aquí, anda —lo arrastra hasta el taburete de fórmica que asoma bajo la mesa de la cocina y lo sienta en él—. ¿Se puede saber de qué va todo esto?

—Que le había dejado el baño hecho una pocilga. Si tiene razón la señora… —aún no sé si este hombre ha desarrollado un Síndrome de Estocolmo precoz hacia mi abuela o si, simplemente, nos está tomando el pelo para escaquearse de las explicaciones que Fernando le reclama.

—Lo de los chinos, Alfonso, lo de los chinos, que no somos idiotas —me parece que no soy la única que contempla la posibilidad de una tomadura de pelo. El Chungo suspira y cede a la presión del interrogatorio.

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—En realidad es una cosa muy tonta —dice abriendo los brazos.

—Sí, tonta, tonta, pero aquí estamos todos escondidos protegiéndote de la mafia china… —no me he podido callar. Alfonso me mira y se le escapa una media sonrisa.

—Si me persiguieran esos aquí iba a estar yo… —¿Cómo?

—¿No te persigue la mafia china? —No salgo de mi asombro. ¿Quién le busca, entonces?

—Pues espero que no, porque entonces sí que tenemos un problema —hace una pausa y empieza a mover en círculos el índice de su mano derecha—. Todos —a mi cara de pánico le sigue una mueca -suya- de suficiencia, lástima y desdén, todo en uno—. Tranquila —me dice en un tono a juego con la expresión de su cara—, que la cosa es mucho más simple.

Y se vuelve a callar. En lo mejor. Encima vamos a tener que rogarle que siga hablando. Fernando le da un manotazo y con una elevación de mandíbula le ordena que desembuche.

—Pues nada, que aproveché lo de la tal Gloria para saldar una pequeña deuda pendiente —se ríe maliciosamente pero ni Fernando ni yo estamos para muchas bromas y vuelve enseguida a su confesión—. Así que, ya que la tenía agarrada de donde duele, le pedí que me hiciera un favorcillo y llevara a cabo mi pequeña venganza.

—Y le rompiera el escaparate al Sr. Próspero, ¿no? —las palabras salen de mi boca pero no soy consciente de ello hasta que se adentran por mis oídos y mis tímpanos transmiten el mensaje a mi cerebro. ¿Eso lo he dicho yo?

—¿Y tú cómo sabes eso? —ahora le toca sorprenderse a él. Y a Fernando, que no debe de entender cómo, habiendo organizado él todo el tinglado de la venganza, es el único que no se ha enterado de nada.

—Una, que tiene sus contactos —yo  también sé ponerme chula y prepotente. Alfonso y Fernando me miran de la misma manera que miraba yo a éste último cuando interrumpía su confesión—. El portero —aclaro—. La vio disfrazada y rompiendo el escaparate a batazo limpio. Luego hizo la pintada y se fue corriendo.

El Chungo se reía, Fernando seguía sin entender nada.

—¿Pintada?

—Chinos fuera —respondo. La risa del Chungo sube de volumen e intensidad—. El que no sabe lo que ha pasado es el Sr. Próspero, que primero se tragó lo del ataque racista pero

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ahora está convencido de que el asunto no ha sido sino una rabieta de Gloria porque el ginseng que le robaba le sentó mal a uno de sus amigos.

—¿Le robaba ginseng? —pregunta con incredulidad Fernando.

—Sí. Se lo guardaba en el almacén del Lito y se cobraba el favor en especies para sus amigos menos fogosos, ya sabéis…  —carcajada general, a la que yo misma me acabo uniendo alegremente. Al cabo de un rato caigo en que seguimos sin saber cómo acabó el Chungo perseguido por los chinos.

—¿Y entonces? —digo—¿Por qué te persiguen? ¿Y quién?

—Un amigo del Sr. Próspero —entrecomilla el amigos—que, por una módica cantidad, se encarga de protegerlo… No, ya sé que lo parece pero no es de la mafia, sólo un aficionadillo. Lo que pasa es que no pude evitar llevarme sin querer esa maleta en un descuido suyo… —pone carita de niño bueno.

—¿Y qué hay dentro de las muñecas? —pregunta Fernando.

—Ni idea —responde él encogiéndose de hombros—. Aún no he tenido tiempo de mirarlo.

Sin decir palabra nos dirigimos los tres al comedor dispuestos a averiguar en qué consiste el botín del Chungo. Demasiado tarde. No hay ni rastro de la maleta, de la muñeca que había sobre la tele ni, por supuesto, de mi abuela.

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Nos miramos los tres y, sin mucha

esperanza -ninguna- buscamos por el piso a mi abuela y la dichosa maleta cargada hasta los topes de matrioskas sorpresa de las que, como de las croquetas de los bares, se desconoce el auéntico valor hasta el último momento, cuando ya las tienes despanzurradas en el plato o, en el peor de los casos, en la boca, lo cual es,  a veces,  demasiado tarde. Nada. Como si se las hubiera tragado

la tierra. Espero que no sea también demasiado tarde para mi abuela cuando la encontremos o, lo que es lo mismo, que no se tope con el propietario de la maleta antes de que demos nosotros con ella.

¿Dónde habrá ido estar mujer? Mientras el Chungo se viste camino de lado a lado del comedor intentando adivinar las intenciones de la madre de mi madre. A ver, ¿qué haría mi madre en su lugar? No coger la maleta. Eso no me ayuda. ¿Qué haría si, por una de esas cosas de la vida, hubiera decidido llevársela? Entregarla a la policía, seguro. Ya sé dónde no tenemos que molestarnos en buscar a mi abuela. No hay ser en este mundo más opuesto a ella que mi propia madre.

En fin, quedarse en casa es la única manera de asegurarse un fracaso, así que bajamos a la calle y empezamos a deambular sin rumbo fijo por el barrio. Procuramos, eso sí, pasarnos por el top five de los lugares con mayor poder de convocatoria para los mayores: el ambulatorio, la farmacia, el centro cívico, la granja heladería que engancha con su chocolate a la población jubilada en invierno y con helados sin azúcar en verano y los bancos de la plaza donde se comen estos últimos. Los de la sombra, claro.

Mi abuela no está en ninguno de ellos. Malo. Algo muy gordo está tramando. Eso, o la han capturado los chinos y está siendo interogada a la luz de un flexo. Justo después de descartar esta última posibilidad, no sabría decir por qué, como salido de mis pensamientos un niño chino atraviesa corriendo la plazoleta desde una de sus esquinas y, al llegar a la opuesta, tira a la papelera un paquete, mira a su alrededor y vuelve coriendo por donde ha venido. Sospechoso. Muy sospechoso. ¿Se puede saber por qué les ha dado ahora a todos los chinos por hacer cosas raras, con lo normales y discretos que han sido siempre? ¿Se estarán acostumbrando a la alimentación occidental? ¿Será el exceso de ajo acumulado en las

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comidas durante las dos o tres generaciones que llevan en este país lo que les lleva a comportarse de esa manera? ¿Será que, después de todo, la dieta mediteránea hace que se les vaya un poco la olla? Igual con tanto rollito de primavera acabamos nosotros desarrollando algo de sentido común y quién sabe si la sensibilidad artística suficiente como para poder llamar a un plato hormiga sube árbol. Sublime.

Mientras estoy sumida en mis cavilaciones sobre la adapción al medio de la inmigración china desde la década de los noventa, Manolín, que andaba, como siempre,  revolviendo papeleras por la plaza, ha debido de considerar también sospechoso el comportamiento del retoño orental y ha corrido a la papelera de la esquina a la que éste ha tirado el paquete. Antes de tener tiempo de llamarlo siquiera, Manolín echa a correr calle abajo. Me quedo clavada al suelo mientras lo veo alejarse hasta que gira la cabeza para ver si le sigo. ¿Está huyendo de mí? Sospechoso. Muy sospechoso. ¡A por él!

Un chino comportándose de manera extraña, un occidental que, cosa rara, no sólo no se me ha enganchado para explicarme su vida, como suele hacer sino que ni squiera me ha saludado y, lo que aún me escama más, intenta deshacerse de mí. Corriendo. Aquí pasa algo y me parece que mi abuela tiene algo que ver. Los chicos ya han echado a correr tras él pero cuesta abajo y con sus piernas Manolín les va a dar esquinazo en un plis.

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Miro a mi alrededor en busca de

inspiración para alguna idea brillante que me permita atrapar a Manolín y el paquete que ha rescatado de la papelera y que sospecho que nos llevará hasta mi abuela. Una corazonada. Manolín. Cuesta abajo. ¿Cómo conseguirlo? De repente mis ojos se posan sobre el objeto más maravilloso del mundo. El mejor invento de la humanidad desde la rueda: un cacharro que incorpora

dos. Una bici, claro. El dueño no puede andar muy lejos porque nadie en su sano juicio deja una bici sin atar en este país. No hay tiempo que perder; a por ella. Muerta de vergüenza me subo y empiezo a pedalear. La voy a devolver, claro, pero eso nadie lo sabe y no es lo primero que te viene a la mente al ver a alguien montarse en bici ajena sin permiso de su dueño.

Cuesta abajo no tardo más de diez segundos en adelantar a Fernando y al Chungo, que corren a más no poder tan rápido como sus piernas, sus años y su cansancio les permiten. Me ven pasar con asombro, no sé si por el hecho de ser adelantados por mí en una bici que hasta el momento no tenía o por el de llevar a un señor persiguiéndome y gritando barbaridades desde lo alto de la calle. Siento mucho este acceso de delincuencia callejera pero era una cuestión de vida o muerte, ¿qué podía hacer, si no? El chirriar de los frenos de la bici al detenerse bruscamente eclipsan por completo los gritos de mi perseguidor. Manolín ha entrado en la panadería degustación que hay junto al colegio. ¿Cómo no se me ha ocurrido buscar ahí? Dejo la bici en el suelo y hago gestos a la víctima de mi breve vida criminal de que ahí le dejo lo suyo, y que perdone. Si no me parte la cara puedo darme por satisfecha.

Entro en la panadería y encuentro, tal y como sospechaba, a mi abuela frente a un café con leche. Tal y como esperaba también está Manolín a su lado, todavía de pie, mirando con deseo el expositor de pastas recién hechas que lo está llamando a gritos. Cuánta ruindad la de mi abuela; aprovecharse de la necesidad ajena para comprar con una merienda los peligrosos servicios de un compinche de fechorías. Porque lo que ha hecho, estoy segura, es pedir un rescate por la maleta, y ha utilizado a Manolín para el intercambio. Mi abuela, esa gran desconocida. Qué decepción.

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Para mi asombro, Manolín saca de un monedero roñoso de su bolsillo de atrás un billete de veinte euros y paga dos cafés con leche, un chucho de crema y un cruasán de mantequilla. Pone éste último junto al café de mi abuela y se sienta frente a ella. Frente a ella y la dichosa maleta, que asoma el asa tras la mesa. Ahora sí que no entiendo nada. Fernando y el Chungo tampoco, al parecer, a juzgar por su cara de asombro mientras contemplan la escena tras de mí, resoplando mientras intentan recobrar el aliento. El señor de la bici recoge lo que es suyo y, afortunadamente, deja mi castigo en manos del karma; habiéndose tratado de un préstamo por una buena causa confío en que la justicia cósmica no se pase demasiado conmigo, que bastante tengo ya con mi vida actual.

Mi abuela fija su mirada sobre nosotros. Nos ha visto, es obvio, pero su rostro no muestra un ápice de sorpresa, preocupación ni, mucho menos, culpa. Muy al contrario, parece estar retándonos. Desafiándonos a atrevernos a dar un paso más y dirigirnos hacia ella, su compinche y su botín. ¿Qué se supone que tenemos que hacer ahora? Esto está lleno de gente que no dudará en atizar a tres individuos que se abalanzan sobre una anciana indefensa para robarle su maleta. ¿Dialogar? ¿Llamar a la policía? ¿Llorar, sin más?

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Mi abuela materna me sostiene la

mirada como el mismísimo Clint Eastwood en pleno duelo al sol. Solo que ella no es el bueno y a mis espaldas el feo y el malo siguen resoplando como caballos después de su persecución tras Manolín. Parece que no me queda otra que encarnar el papel que el destino ha guardado para mí en esta película, el del bueno, claro está, así que sin vacilar doy mis primeros pasos hacia la que lleva un

rato largo reclamando su protagonismo como la mala de este western mediterráneo al que se me antoja parecida esta tarde de mi vida, por lejos que estemos del desierto de Almería: mi abuela.

A mi primer paso en su dirección toda su reacción es un ligerísimo movimiento ascendiente de su ceja derecha. Un gesto prácticamente imperceptible para cualquier persona ajena a mi familia, pero no para nosotros; ese ligero desplazamiento de la ceja ha acompañado a los míos durante generaciones. Donde nadie es capaz de apreciar nada, nosotros vemos claramente el peligro. El peligro de esa reacción ha punto de tener lugar. Lo que no somos capaces de predecir es por dónde nos saldrá el pariente de turno. Ahí, cada uno tiene que fiarse de su propio instinto. Y el mío me dice que me ande con ojo porque tratándose de la madre de mi madre la cosa se puede poner muy fea en un abrir y cerrar de ojos. Literalmente.

Continúo avanzando en su dirección. Con éste ya van dos pasos y, sumándole a este hecho mi mirada fija en sus profundos ojos azules (porque, a saber por qué, mi abuela es la única persona con ojos azules en la familia), le dejo bien clarito que ni me intimida su actitud ni se lo voy a poner nada fácil a la hora de salirse con la suya. Esa maleta, aunque robada, es del Chungo, que para eso se ha molestado en robarla. Y me atrevería a decir que se va a ver metido en un buen lío si no es capaz de devolverla o, por lo menos, deshacerse de su contenido en su propio beneficio. Es lo que tiene el hampa, un amor desmedido por lo ajeno hasta que consigue a cambio de ello una suma lo suficientemente razonable como para soportar su pérdida. ¡Ay! El dinero, que todo lo cura…

La mano de mi abuela sigue aferrada al asa de la maleta. Lo único que ha variado al respecto en los últimos segundos es ese ligero movimiento de vaivén con que la acompaña,

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como diciéndome «aquí tienes tu maletita, niña. Ven a buscarla si te atreves». Si me atrevo. Como para enfatizar el tono burlón de su gesto, con la otra mano comienza a remover su café con leche. Para rematarlo le da un mordisco al cruasán. Sin apartar ni por un segundo su mirada de mí. Menuda provocación. Allá voy.

Cuarto paso hacia ella. Manolín devora con avidez su chucho, como si la cosa no fuera con él. Pobre Manolín. La vida no ha sido justa con él. Desde que tengo recuerdo ha sido siempre ese personaje del barrio que, aunque inofensivo, algo me decía que tenía que evitar como modelo a seguir. Casi siempre solitario, algunas veces ridiculizado por los críos que jugaban en la calle, pero nunca agresivo, más allá de los cuatro gritos con los que respondía a las burlas de aquellos vándalos, claro, que era inofensivo pero no tonto. Pobre Manolín.

Quinto paso. El último antes de parar por fuerza mi marcha, que ya he llegado a la altura de su mesa. Lo único que me separa de mi abuela y esa maleta gris metalizado que mece con insolencia. Manolín se revuelve en su silla y levanta levemente el culo de su asiento para desplazarla un poquito hacia la derecha, lo justo para volver a sentarse, apoyando todo su peso sobre mi pie izquierdo, sobre el que ha ido a descansar la pata trasera. Una mueca de dolor, claramente visible para todos, muy lejos del gesto familiar de mi abuela, me atraviesa el rostro. Por primera vez desde que inicié mi ofensiva en este duelo de vaqueras que mantengo con mi abuela puedo ver el asa de la maleta libre de manos que la sujeten. Ahora o nunca. ¿Quién dijo dolor?

Con un esfuerzo sobrehumano logro alcanzar el dichoso asa y tiro de ella con fuerza. La maleta se desplaza como la seda sobre las baldosas de la panadería y, en un segundo, la tengo junto a mí. Como a cámara lenta, para dotar de un poco de épica a mi hazaña, me veo a mí misma lanzando mi botín hacia atrás, en dirección al feo y el malo, que siguen resoplando junto a la puerta.

—¡Corred!

Así como mis movimientos y mi orden han tenido lugar a una velocidad inusualmente lenta, la ejecución de ésta última se ha llevado a cabo con una rapidez nunca sospechada en mis compañeros después de oírlos resollar. Ahora la pregunta es: ¿hacia dónde huir?

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Fernando y el Chungo han

resultado ser dos compinches de lo más obediente y han salido pitando hacia adelante, sin pararse a mirar siquiera si venía un coche. Les ha salvado de la muerte segura el estar en pleno verano y ser, encima, sábado, puesto que a esta hora cualquier día entre semana durante el curso escolar esta calle es un no parar de coches yendo y viniendo para cargar o descargar niños en el colegio

de la esquina. Cualquier coche familiar, monovolumen o, peor aún, cuatro por cuatro -que también los hay en este barrio, a saber por qué- de esos que alteran con su caótico ir y venir la tranquilidad de la calle los habría hecho fosfatina. Fosfatina. ¿Qué narices será eso?

La cuestión es que están sanos y salvos del otro lado de la calle, cosa de la que yo aún no puedo presumir. A ojos de todo el mundo no somos más que tres chorizos que acaban de birlarle la maleta a una venerable ancianita. ¿De verdad? ¿En este barrio en el que no puedes tirarte un pedo sin que se entere todo el vecindario? ¿En el mismo barrio en el que mi familia y yo hemos vivido desde el inicio de los tiempos? Aquí todo el mundo sabe quién es quién, por supuesto saben quién es mi abuela y, por supuesto también, la relación que me une con ella. Y, conociéndonos a las dos, ya no me extraña tanto la falta de reacción de la parroquia de la panadería. A mi abuela no le roba nadie. A menos que ella se deje, claro está.

Un forastero, como gusta mi señora abuela llamar a los visitantes ocasionales del vecindario, que no está en antecedentes y, por tanto, sí que se ha quedado con la versión de la pandilla de chorizos que asaltan sin piedad a una pobre pensionista, sale hasta la puerta de la panadería y grita en dirección de los fugitivos: «¡Eh! ¡Al ladrón!».

No sé a cuál de los dos se refiere pero a Anselmo, que está sentado a la fresca de las cuatro y media de la tarde de un caluroso día de agosto fumando a escondidas -según cree-  en un banco junto al que en este mismo instante pasan la maleta y sus conductores, le falta tiempo para alargar el garrote con un leve y veloz movimiento de la mano del que sólo es capaz quien lleva toda una vida liándose los cigarrillos. Si encima lo hace a escondidas, estamos ante un virtuoso digital. Lo más. Consecuencia inmediata: de narices al suelo. Los dos.

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—¡Malandrines!

¿En serio les ha llamado eso? Debe de haberle parecido poca cosa incluso a él porque, ni corto ni perezoso, agarra el bastón de madera con el que yo siempre lo he conocido y se lía a golpes con ellos. Esta vez sí: fosfatina. El agresor va mirando hacia nuestra posición como pidiendo permiso para parar, cosa que no acabo de comprender. De pronto, la víctima del robo, mi único antepasado vivo con moño, le hace un gesto con la mano.

—Déjalos, Anselmo  —dice elevando el tono para hacerse oír, que el pobre Anselmo es durillo de oído. Y, como si hubiera apretado un botón, Anselmo se para, agarra la maleta, amenaza por última vez con el bastón en alto a Fernando y al Chungo y viene hacia aquí—. Muchas gracias, Anselmo —le dice al recibir de éste la maleta de la discordia—. Estoy bien.

A mí no me dirige la palabra y, con una única mirada cargada de intención, abre ceremoniosamente la cremallera de la maleta y me muestra su contenido, que no es otra cosa que un vacío absoluto. ¡No hay nada!

—Pero…

Esto es todo lo que alcanzo a decir, para su regocijo, todo sea dicho, que la señora está que no cabe en ella de gozo al ver cómo he caído de lleno en su trampa.

—¿Qué esperabas? ¿Que te pusiera en bandeja de plata una maleta llena y me la dejara robar? Qué poquito conoces a tu abuela, que es vieja pero no tonta.

—Pero —yo sí que parezco tonta, que no soy capaz de salir de la dichosa conjunción—… ¿dónde están?

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—¿Tú qué crees?  —pregunta

mi abuela.

La verdad, ni puñetera idea. Mi vida, que ha sido siempre más bien aburrida tirando a sosa, parece haberse vuelto loca últimamente para obsequiarme con situaciones absurdas o surrealistas a porrillo. Yo, que pasaba mis días yendo y viniendo del trabajo a casa sin más

novedad que una queja diaria nueva sobre mi jefa, he pasado en el último mes por el susto de haber casi matado por sobredosis de cafeína en el café de la mañana a un cliente que acabó convirtiéndose en mi nuevo jefe. He presenciado   la transformación personal de éste después de colaborar -también involuntariamente- en la ruptura de su matrimonio y su posterior salida del armario. Sin comerlo ni beberlo he sido cómplice en el robo un de un vehículo en plena calle a manos del Chungo, un curioso personaje que debía un favor a Fernando y que ha acabado fregando el baño de mi abuela después de pedirle asilo político en su huída de la mafia china, a la que había birlado una maleta repleta de sospechosas matrioskas de no menos sospechoso relleno con la que, mira tú por dónde, ha desaparecido mi abuela. Y pese a haber dado con la madre de mi madre y su maleta, las que no aparecen por ningún lado son las dichosas muñecas rusas. Miedo me da cómo pueda acabar todo esto.

—Pues… no sé.

Repaso mentalmente los últimos acontecimientos y, de repente, caigo. El niño chino que atravesó corriendo la plazoleta para tirar un paquete en la papelera de la esquina de ésta. Manolín, recogiendo con la velocidad del rayo el mismo paquete y corriendo calle abajo para entregárselo a mi abuela durante una merienda a base de chuchos y croissants de mantequilla.

—¿Qué hay en el paquete? —pregunto de repente, señalando al interior de la panadería, en la que Manolín sigue dando cuenta de la merendola, masticando parsimoniosamente su bollo mojado en café con leche mientras una gota de éste le resbala por la barbilla.

—¿Tú qué crees? —vuelve a decir ella. La verdad, esta actitud suya empieza a molestarme.115

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—¿Entonces…? —señalo esta vez hacia el otro lado, dirección en la cual se encuentra el bazar Próspero, de donde salió la dichosa maleta. Mi abuela asiente, condescendiente—Pero… ¿no…?

Creo que ya había comentado la tendencia de mi familia -de la cual, por suerte o por desgracia, formo parte- a comunicarse mediante frases incompletas que, para maravilla de extraños, son suficientes para entendernos perfectamente en nuestro día a día. Mi abuela niega con la cabeza, respondiendo así a mi pregunta, que no era otra que si no tenía miedo de que el amigo del Sr. Próspero, propietario primero de las matrioskas, tomara represalias contra ella después de saber a quién había pagado un rescate por ellas. No hay de qué preocuparse. La respuesta de mi abuela lo ha dejado claro, puesto que el mensaje último de ese simple movimiento de cabeza no era otro que «tu abuela no es tonta y ha tomado todas las medidas necesarias para asegurarse de que el dueño de la maleta no sepa quién le ha revendido sus propias muñecas. ¿O te crees que soy tonta?».

Pues no. No creo ni he creído nunca, ni por un instante, que mi abuela fuera tonta. Ni en un pelo, vamos.

—Y, ¿entonces…? —mi pregunta está también muy clara para ella.

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—¿Y eso qué más da?  —es

la última respuesta de mi abuela antes de dar un pasito girando sobre sí misma para darse la vuelta y volver a sentarse frente a Manolín, que sigue a lo suyo, moja que moja el chucho en el café con leche.

—¿Que qué más da?  —¡habráse visto!—¿Cómo que qué más da?

Mi abuela alza la vista de su merienda para mirarme con toda la calma del mundo.

—Pues eso, que qué más da. ¿Para qué quiero saber yo lo que había dentro de las muñequitas?  —abre mucho los ojos y sacude la cabeza mientras sostiene su próximo bocado en la mano derecha—para nada —y se dedica ella también a mojar su merienda en la taza. Sólo hay una explicación a tanto silencio.

—Que no lo sabes, vamos —me juego lo que sea a que no tiene ni idea.

—Pues no. No lo sé. Ya te he dicho que no me hace ninguna falta mas que para meterme en otro lío —vuelve a hacer una pausa para mirarme de la misma manera que antes—. Lo que podía sacar de ellas ya lo tengo. Lo que tuvieran dentro no es asunto mío.

Olé mi abuela. Le ha faltado tiempo para robar una maleta ya robada llena a saber de qué pero, oye, de chafardera no la podrá tachar nadie, que si las muñecas no son suyas -para lo que quiere- tampoco es ella nadie para andar hurgando en su interior. ¿Cómo habrá conseguido venderlas por el buen pellizco que, a juzgar por cómo miraba el paquete, parece heber sacado? Por un momento estoy tentada de preguntarle cómo lo ha hecho pero mi experiencia me dice que me va a salir con eso de que ella ha pasado una guerra y una posguerra que fue aún peor que la anterior y que, si después de aquello aún tuvo fuerzas para venirse a la ciudad a deslomarse para sacar a su familia adelante, no iba a ser el asunto de las muñequitas, como ella las llama, lo más difícil que hubiera hecho en la vida. Como sé que, además, tiene razón, ahorro saliva y me limito a negar con resignación mientras doy

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media vuelta y vuelvo a la calle, donde Fernando y el Chungo se recuperan de la somanta de palos recibida del bastón de Anselmo.

Pasan los días sin más novedad sobre las dichosas matrioskas y la semana transcurre en la más absoluta calma. Donde digo calma podría decir sopor sin miedo a exagerar ni siquiera un poquito porque la verdad es que el nuevo negocio de Fernando no es que marche viento en popa; los abogados se ganan bien la vida representando a ricachones y chorizos, que son los que tienen el dinero en este mundo y que a menudo son, además, las mismas personas. Lo del despacho de abogados para pobres está muy bien para luchar contra el mal y la injusticia social, que también son más o menos la misma cosa, pero no sé si le dará de comer a él, no digamos ya a mí en calidad de asistente. ¿Asistente para qué? Miedo me da la potencial brevedad de mi contrato indefinido.

Para mi sorpresa me encuentro el viernes con mi abuela al abrir la puerta del despacho-casa de Fernando después de oír el timbre. No espera ni a que le pregunte qué hace ella allí y pasa al salón-recepción-sala de espera.

—Toma  —son sus primeras palabras después de atravesar la puerta y las pronuncia tendiéndome un juego de llaves. Me la quedo mirando extrañada y de medio lado, que con mi abuela nunca se sabe.

—¿Son las llaves de casa? ¿Te vas a casa de la tía?

—No —y ya. Con eso debe de pensar que he tenido suficiente. Debería recordarle que yo no he pasado ninguna guerra y que las circunstancias de la vida no me han obligado a espabilar tanto como a ella. Debe de haber caído ella misma en la cuenta de todo esto porque no tarda más de cinco segundos en continuar—Toma —repite.

Cojo las llaves. Levanto la ceja derecha; estas llaves me suenan. Y mucho.

—¿Son…?  —volvemos a la comunicación típica de la familia. Mi abuela entiende perfectamente mi pregunta, por supuesto.

—Sí.

—Pero…

—Pero nada. Te dije que ya saqué lo que quería del asunto. Eso es para ti.

Fernando aparece en el comedor secándose las manos en un paño de cocina; ya casi está la comida.

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—Y éste te puede ayudar —dice señalándolo con la barbilla. Fernando no entiende de qué va la cosa y me mira a la espera de una aclaración.

—¿Quieres trabajar para mí?  —le pregunto sonriendo y mostrándole el juego de llaves, igual que hiciera él cuando me ofreció trabajo—Necesitaré un cocinero. Yo no sé hacer un huevo frito y el Lito, además, tiene un almacén generoso en el que bien cabrán una mesa y unas sillas para atender a tus clientes, cuando los haya.

Fernando sonríe sinceramente.

—¿En el Lito? ¿Tú y yo? ¿Como en los viejos tiempos?—espera mi confirmación, que le llega en forma de feliz asentimiento—Encantado, jefa.

Mi abuela se sonríe y vuelve sobre sus pasos para irse por donde ha venido. Antes de que se cierre la puerta Fernando aún tiene tiempo de decir una última cosa:

—¡Pero usted me tiene que enseñar a hacer sus torrijas!

De sobra sé que ella no tiene ninguna intención de darle a nadie la receta secreta de sus torrijas, igual que no me dirá nunca cómo ha conseguido que Gloria le traspase el negocio y se limitará a mencionar la guerra, la posguerra y todo lo que vino después, pero igual de segura estoy de que encontrará cada día un momento para pasarse por el nuevo Lito y quejarse de la cosa más tonta mientras se toma un café con su nieta. Y con Manolín, claro.

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