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la casa del frontón

,i:i sofía buzali

Primera edición 2007

Editorial 2 Líneas

(c) 2007 Editorial Dos Líneas, S.A. de e.v.

Tel. +(5255) 8590.4557

[email protected]

Portada Agustín Estrada

Coordinación editorial Arte 2 Líneas

Prohibida la reproducción total o parcial de est . meoánica, incluso fotocopia o sistem a obra ~n cualqUIer forma electrónica o del editor. a para recuperar mformación sin permiso escrito

ISBN 978 968 936504-4

Printed in México fmpreso en México

Agradezco tI mis padres, porque por ellos, soy qu ¡en soy.

A lnis hermanas por acompailarme en el paso por el mundo.

A Carlos por mostrarme la parte cálida de la vida.

A nús hijos, la razón de la existencia.

A mis nietos por revelanue la felicidad completa.

Agradezco a la amistad y a los maestros que guían el camilla.

Y, al destino qlle siempre te coloca en el lugar donde debes estar.

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'. -. Me apasiona el tema de la memoria.

Escribo para no olvidar,

y para comprender el pasado y el presente de mi vida.

Jugando entre ficción y realidad,

la casa del fron tón está poblada de personajes,

objetos y espacios que habían estado sumergidos

en las aguas del olvido.

Cuando los recuerdos vuelven son como los sueños,

se extraen de la memoria,

salen de un espacio sin tiempo,

no son los que fueron,

ni serán lo que son.

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Fácilmente aceptamos la realidad,

acaso porque intuimos que nada es real.

• Borges

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Decidí escribir este libro por el dolor de tu ausencia. Primero papá, hace ya diez años. Después, tú. El tiempo transcurre, no he podido reemplazar el vacío. El hoyo, profundo, y la nostalgia, inseparables, me acompañan como la misma sombra, inherentes

a mi paso. No encuentro en quién reflejarme. Mi espejo eras tú. En ocasiones, cuando el pesar vuelve, tengo necesidad de

romper con la rutina. Elijo, de la misma forma como lo hacíamos tú y yo, una visita al Museo de Arte Moderno. Tomo un café, fumo un cigarro, visito la sala de exposiciones permanentes. Sa­ludo a Las Dos Fridas, al cuadro de las Soldaderas de Orozco que tanto me gusta. O la obra de aquel hombre magno con rostro de piedra y brazos extendidos, de Siqueiros: Nuestra Imagen Actual. Invariablemente, también visito a La Musa Oonnida de Tamayo, con la luna azul resplandeciendo en el fondo, siempre ahí, en el

mismo lugar, reposando. La Alacena de María Izquierdo con las botellitas de cristal en diversos tonos y juguetes de madera entre las tazas y los platos. Aún conservo el caballito que se balancea en el librero de mi estudio. Me lo regalaste pensando en los juguetes populares que ella siempre pinta.

Mi nueva pasión, Ily, es la fotografía. Trato de visitar cuantas muestras inauguran; por cierto, acabo de comprar La Buena Fama de Álvarez Bravo, esa imagen de la mujer desnuda envuelta en vendas, a la manera de las bailarinas y, recostada boca arriba, so­bre una cobija, que tanto nos impresionó alguna vez.

Sigo teniendo excelentes amistades, que de algún modo alivian tu ausencia. Pero, además de asistir a exhibiciones de

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.. rle, Subasltl, f ~ rí l l, 'onci ' ltoS ... ¿Y el vacío? Nadie imagina la dimensión.

A pesar del sol esplendoroso y el cielo despejado, !liana, me sentía triste. Mirar a papá enfermo me confrontaba con la inminencia de la muerte. La idea de que el fin se aproximaba revoloteaba en mi mente y me deslizaba al pasado, al presente y al futuro, con tal rapidez, corno si el tiempo no existiese. El orga­nismo de papá, no obstante la diálisis, estaba saturado de agua; piernas, estómago, ojeras, todo él deformado. La impotencia ante el sufrimiento del otro, punzaba mi corazón.

Aquella mañana te llamé:

-Vayámonos de pinta. Salgamos del trabajo, por favor, es una necesidad urgente.

-¿Cómo me pides eso ahora? -respondiste- Estoy haciendo los bocetos para la escenografía de El principito.

-Por favor -insistí. -¿A dónde nos vernos?

-No nos caería mal una visita al Museo de Arte Moderno. Inauguraron una exposición sobre dibujos de arte europeo de la primera mitad del siglo XX.

Tras el auricular, silencio; hasta podía imaginar tus pensa­mientos.

-Bien, nos vemos en la entrada en cuarenta minutos.

Entonces yo estaba en el tal1er de Tomás Zurián. Hicimos un arreglo: yo no le cobraba por mi trabajo, él me enseñaba las re­glas sobre restauración y me permitía verlo trabajar. Mi ilusión: montar, algún día, un taller. Le inventé una excusa a Tomás v salí. -

Llegamos al museo, recorrimos la exposición. La museografía era senci1la ya que la muestra por sí misma tenía tal belleza que no necesitaba ningún elemento para adornarla. Los bocetos de Picasso, maravillosos. Pertenecían a la época de las les Demoiselles d' Avignon. Mientras caminábamos te pregunté:

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- Ili I'h , ¿dt, qué pl,üicarún pap ' y méll1li.Í. en los noches de so­

I 'u<1d, entre la bandeja de las medicinas y el humo del WitlstOI1

Ilgllt? Siempre me lo he preguntado. ¿Hablarán de nosotras, del

~ sado, del futuro, de sus días felices, de la vejez? -No sé, a él siempre le ha costado trabajo expresar sus sen­

timientos. O tal vez ahora, al final de sus días, lo pueda lograr.

Aunque te diré, no me lo imagino. Pasamos a la siguiente sala: dibujos de Klee, Rouault, Chagall,

un Fernand Léger cubista, un Mondrian y un boceto esplendoro­

so de una de las obras de Gustav Klimt. Comentamos lo maravilloso que era ver los primeros trazos

e ideas de un artista sobre el papel. Líneas espontáneas, rápidas y, ellos ni siquiera imaginaban que sus lienzos acabarían siendo grandes obras y que algún día pasarían a la posteridad. Me di la vuelta y observé en el muro izquierdo de la segunda parte de la

colección, un Kandinsky. -Mira esa acuarela. Seguramente, es posterior a su primera

pintura abstracta. Te quedaste pensativa un momento y después me comentas-

te: -¡Qué curioso!, el momento más feliz del día, para nuestro pa-

dre, es cuando llega Aarón o alguna figura masculina.

-¡No ahora, hermana, siempre! -Sí, tienes razón, cuando lo visitamos nosotras o alguna otra

mujer, cierra los ojos y se hace el dormido. -Nuestro padre es un personaje pero, cuando lo conoces, hasta

te cae bien. Seguimos nuestro recorrido, observando: un Dubuffet, una

carita de Balthus, un rostro alargado de Modigliaru. -¡Qué cara tan melancólica! Parece que tiene ganas de llorar.

¿De quién será este retrato? Leí: Rostro femenino, París, 1941. Técnica mixta sobre papel. 50

x 35 cms.

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- 1 .. l im.l, 'n la e -dula 11 1 m nct 11(, peru ima ri n 'n I JnO '

qUL' ~ll 11 ¡sI 'Z por desamor. El hombre de , u vida la abandonó pUl' Ira muj 'L

Nl S ~cercá m s al final de la m uestra, b c tos realizados f r ~cultoTes en tre ellos: u Brancusi, Ulla figma fmenina de

<"";1 metti, imagen tan delgada y al gada que p re ría qu e se alía del papel. El boceto de una cultura de Henry M ore, ¿re­

cuerdas? Descubrimos divertidas que tenía la influencia de las figuras p rehispánicas y del Chíl\ Mol.

,\

Com p ramos un refresco y caminamos por el jardín escultóri-co, A lo lejos, scucha a l música del cilíndrero y el bullicio de la gente paseando por el bosque de Chapultepec.

-¿Tienes miedo de que muera papá? -te pregunté, En ese instante, tus ojos se llenaron e l' grimas, -¿Será verdad, Ily, que las lágrimas curan?

Trc s un largo silencio, nos pre n tamo s sobre lo q e nos de­pararía la vida sin éL libres de ata uras, de control. Nos cuestio­namos el hecho referen te a la h rencia. Recuerdo tus palabras:

A r' n será el único que controlará la forhm a de pap á, Inge­nuamente, c nlesté ue era imp sible, pap ' no haría so, dejaáa el testamento en perfecto arde , .

lliana, htviste razón, las cosas sucedier n tan diferentes de cómo las h abía imaginado".

Hablamos de m amá, de nue tras hermanas, nos sentamos en el p sto hasta que un cus todio nos pidió no maltratarlo. Respe­tamos la orden y nos sentamos toman los asiento en una de las pocas bancas del lugar. Me dijiste que t ni' s miedo y que no ima­ginabas tu sentir cuando él muriera, Al finat concluimos en que

cuando papá falleciera nada sería ig a t)', así fue, nada es igual.

Avanzo con Jos afias, la edad, y poco a poco, se aclara el por­

q é de n estro p asado y se alejan las tinieblas, Hoy percibo que detrás d los sucesos del camino existe un orden oculto y, a mt sólo me qued descifrarlo.

ú ltirna noche de llgoni'a - vÍcrne ~

A qudla tarde, 11y, decidí quedarme al lado de papá. Tenía se­l n ta y ocho años, La diabetes había deteriorado sus órganos y

1.1 diálisis ya no desintoxicaba su sangre. La mayor parte del día la pasaba ~n la recámara amarilla frente al ventanal con vista al

jardín y la alberca. Ya no disfrutaba de aquel panorama, papá había perdido el sentido del placer. Veía pasar los minutos y las horas del día sentado en el sillón amarillo, frente al televisor, es­

perando la visita de un amigo o de un familiar. A su lado, la mesa

laterat Ily, ¿la recuerdas?, cada objeto acomodado de manera ob­

sesiva: el inalámbrico, la lista de teléfonos a máquina, enmicada

y clasificada con rayas rojas y azules, el timbre, el control de la televisión, la caja de pañuelos, ros Winston light, y el encendedor

Bíe americano.

Me senté frente a ét observé su rostro cansado, el color de su piet sin vida, seco. Tenía puesto aquel suéter rojo de cashmere

que usaba casi todos los días, impregnado por un sin fin de olo­res. Sostenía el Winston light encendido, que no se fumaba, junto

con las puntas del oxígeno en los orificios de la nariz. Las (:enizas

caían como plumas, dejando a su alrededor, quemaduras sobre la alfombra como huellas de la debilidad.

Nuestro padre el hombre poderoso y de grandes ideas. ¿Re­

cuerdas como hacía alarde de sus empresas? -¡Doy trabajo a dos

mil empleados!- platicaba a quien le preguntaba por sus proezas. Y, por su personalidad seductora y su voz ronca, difícil de olvidar.

Siempre pensamos tú y yo, Ily, que papá tenía cierto parecido a

Marlon Brando interpretando el papel de Don Corleone. Además,

tenía la habilidad de cautivar desde una mesera del Vips, hasta

el presidente de una compañía japonesa, Aunque también podíu

ser agresivo y enérgico, sobre todo con las mujeres. Para et no entraban en el mundo de la inteligencia y, curiosamente, 1 vida

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I 1,

h· habl.1 d do , (>1 ' hija: y un sólo Vilnm: Aar n, el menor. Con su

n d ' imienLo, papá se sintió agraciado por los dioses.

Ahora veía frente a llÚ, a un ser indefenso, débil, con la muerte

rondando a sus espaldas. Esa presencia, la de la muerte, se per­cibía en la atmósfera de la habitación amarilla. Con nostalgia re­

gresan a mi mente las tantas veces que temblé ante él. El miedo a sus regaños me paralizaba el alma. Ignoraba si era amor o compa­

sión, pero a pesar de no saber si él me estaba escuchando, de mi

voz salían historias inventadas para hacerlo sentir bien. Disfruta­ba de aquellas reseñas sobre los amigos que preguntaban por él, o

sobre las personas que lo admiraban y deseaban saber cómo creó

sus empresas. De repente, Ily, papá se sobresaltó, se dejó caer en el sillón, se le fue la respiración. Entró Martha, la enfermera, gritó

su nombre: " ¡Don Samuel! ¡Don Samuel!" Él volvió.

Al poco rato, el médico llegó para revisarlo. Papá contestaba con señas: "Sí", "No." Silencio. Estaba cansado, terriblemente

cansado. Cerró los ojos, se quedó dormido. Presentí. Mi cora­

zón lloró. Eran las dos de la tarde, el doctor decidió permanecer

junto a él. "¿Me quedo?", le pregunté. "Sí, Sarah, será mejor que permanezcas cerca." Nuestros hermanos fueron llegando. Mamá

iba y venía por el pasillo. El desenlace podría ser hoy, mañana, en una semana, en un mes ... Mientras tanto, el tiempo, pausado,

lento. Parecía que los profundos ojos negros de papá prestaban

atención a lo que sucedía cerca de él o probablemente, veía la sombra de la muerte. Se sobresaltó. "¡Es un infarto, aléjense un

poco, salgan de la habitación!", exclamó el médico.

Obedecimos con la cabeza baja, asustados. Después de unos instantes, regresamos a su lado y nos colocamos, uno a uno, a su

alrededor. Todos menos tú, Iliana. El médico nos explicó que en

ocasiones sucede así, lentamente. La respiración baja su ritmo, vienen pequeños infartos y los enfermos se van, vuelven, se van,

vuelven. "El desenlace puede ser lento, ocurrir en un instante. En el C' o de tu padre, Sarah, no lo sabemos. Es el principio del

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I111<1 \." A partir de .Sr' momenlo, me r -'s ign y me d 'j lll'vd por

1" ... sucesos como se iban presentando, sin cuestionar.

11 '0 en ti, By, echaba de menos tu presencia . Inquiete), miraba a papá esperando algún cambio. De repentt\

litro infarto. Murió. No, volvió a respirar. Presentimos que el fin

, e acercaba y, en voz alta, nos fuimos despidiendo. Fue un adiós con amor, compasión, dolor, agradecimiento. Cada uno se afe­

rró a una parte de su cuerpo: a una mano, a un pie, a la cabeza,

;)1 brazo. El contacto de la piel era lo que todos necesitábamos, nunca lo tuvimos. Sí, sí estaba consciente a pesar de la agonía,

ya que constantemente se le llenaban los ojos de lágrimas. ¿Qué nos querría decir? ¿Acaso sentía alegría, humildad, impotencia,

temor, arrepentimiento? ¿O simplemente era su forma de decir­

nos adiós? Estoy segura de que a papá también le hacías falta y le hubiera gustado tenerte junto a todos nosotros. En una esquina de la habitación, mamá permaneció sentada con las manos en­trelazadas, llorando, observando. En esta ocasión, no interfirió.

Siempre lo hacía. No imaginaba mi sentir después de su muerte. Sabía en el fon-

do, que no creía en mí. Era uno de esos dolores que cargaba en el

alma. En los últimos años, logramos tener cierto vínculo o quizá

aceptación uno del otro. Sí, Iliana, pero a su manera. Reconozco que me tendió la mano en los tiempos difíciles y estuvo cerca en

los buenos momentos. Pero él, tú lo sabes, controló todo y a todos

a través del dinero. Nunca logró ver la vida de una manera dis­

tinta. No obstante, tuve siempre la fantasía de que al final, como el hombre inteligente que era, con el orden y la claridad que tenía en sus negocios, iba a repartir la herencia, equitativamente, entre

las mujeres que compartimos su vida. No, I1y, no confió. No cre-

yó en nosotras. Mientras papá agonizaba, la luna, poco a poco, fue asomando.

y la noche se deslizó, suavemente, como una caricia.

Otro infarto. Ya murió. No. Volvió en sí...

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111 Jl' Ids I " al ver la e cna, nos dijo: " D · jcnlll ir, no lo (h~­

l '. gd l 1 's." Pero todos seguimos aferrados a su cuerpo. Cerré ll.l~ ojos. Pensé en la abuela, un tío, otro, y otro hermano. Mamá

C01l1éntó que papá, en las últünas semanas, tuvo deseos de ver

el su madre. ¿Lo estarían llamando? Me estremecí, sospeché que

p,lpá, de igual forma, los miraba.

Iliana, los sirvientes entraron, uno a uno, al cuarto amarillo

para despedirse de papá. Hice la cuenta de los años que lleva­

ban en la casa del frontón: Ul1()5 veinte, otros, treinta. Fieles e

incondicionales, han sido, desde entonces, parte de la familia

y testigos de los vaivenes de nuestra historia. Manuela, la co­

cinera, se paró ante él unos instantes, cerró los ojos y salió.

Mari, la lavandera, se colocó de lado y rezó. Tomás, el chofer,

le dio una palmada en el hombro. Servando, el mozo, le apretó

la mano y salió con la cabeza baja. Rosario, la recamarera, la

más joven,.al acercarse, le acarició el hombro y se retiró con las

lágrimas en los ojos. Siguieron hermanos, primos, tías, nietos.

A todos, papá les dejó una huella. Cada uno tenía una historia

que contar, agradable o dolorosa; así era él, contradictorio,

dual.

Continuamos pendientes de cada suspiro, de cada movi­

miento. Se escuchaba su respiración pesada, lenta. Mi madre

se acercó, se arrodilló y le besó la mano. De repente, otro so­

bresalto. Esperamos que volviera. Ya no regresó. Se fue. Dejó

de respirar. Eran las dos de la maflana del viernes primero del

séptjmo mes.

Abrazamos a mamá.

A lo lejos, se escuchó una voz:

-¡Al suelo!, ¡acuéstenlo en el suelo!, ¡debe estar al nivel del

piso!

Los hombres lo cargaron del sillón amarillo y lo tendieron

sobre el tapete.

-Abran la ventana, rápido. Para que salga el alma.

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lI y, '(J lnn <-,1'. íbp r , ti slwlu 1, .1 rabino l UVll qu tr lf;l ' '"­

~( ;\ 1"1 ' .1 ti cas:'! d I fr 1 tó ,Fue d i ecto al cuarto amariU , 'ie

'>, I1 ló n un rincón y, h sta el alba,l'ezó erca de papá. Com un

\ H rpoin vida 11 podía p rmanecer a 501as, los hombres de b f, rni lid e turnru:Ol1 y orar n p or su alma. L s observaba, sin

('omprender por u é yo, sien o una l ujer , no podí r zar junto

tl ellos. Dejé atrás los sentimientos, 1 s dolores y me m arché e la asa

del frontón. Acompaflan o a mamá se quedó nuestra hermana

número uah·o. Ella, haden c s omiso de la costumbres,

. sentó con los hombres y pidió por el alma que salió pOI la

ventana. El entien:o, como tú bien d bes, se \lev ría a cabo las

primeras horas del domingo. Mientras tanto, papá qu edó en tre

las qucU1adrnas de cigarr s bre la alf mbr I hasta los primeros

minutos de quel anochece:L Ent nces, v ndría la carroza y lo

trasladarían al t 1pl de la comw idad. Lavarían su cuerpo, ori­

ficio por orificio. Así, qu da ía lis to par mpr nder el r corrido

hasta su última morada, Al mirar a la mu rte de f1' nte, heml ana, me di cuenLa d

que no sentí miedo como tantas veces 'magir é. D ormí tranquila .

Aquella noche, no tu ve JUngÚD sueño.

11

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sábruto

E 1 sábado transcurrió entre amigos y recuerdos. En diferentes momentos irrumpí en el cuarto amarillo y me senté frente a él.

La mente, misteriosa, mezclaba sentimientos, épocas, y reto­maba distintos períodos de nuestra vida a su lado.

Apareció la primera estrella. Con pasos rápidos llegaron los hombres del templo cargando la:- camilla. Entraron directamente a la habitación y ordenaron que se marcharan las mujeres. Nos colocamos a lo largo del corredor y al salir, Aarón caminaba a su lado sin alejarse del grupo de hombres que llevaban el cuerpo. Él, el varón, su único hijo, sería a partir de ese instante, el gran protagonista de todas las costumbres del duelo. Mamá y nosotras llorábamos. Tratamos de despedirnos, de tocarlo, pero lo sacaron

con tal prisa que no tuvimos tiempo para acercarnos. La carroza esperaba. Papá dejaba la casa para siempre.

Dieron las nueve. Un largo día, tan largo que parecía que ha­bían transcurrido meses desde su fallecimiento. Daniel y yo nos sentamos en el sofá de la sala. Sentía un dolor que no dolía. Un

sentinúento que nunca había experimentado. Inexplicable. Era la muerte.

La mirada me llevó hacía las fotografías familiares que mamá tenía acomodadas sobre la mesa inglesa en una de las esquinas. El paso de un hombre por el mundo, reducido a papeL ..

Como todo conjunto de fotos, había de diversas épocas. Segu­

ro las recuerdas: la de su boda: papá joven, alegre y, siempre re­saltando, su lunar negro junto a la boca. Mamá parecía una niña. No, no parecía, era una niña. En otra, los dos de pie, abrazados, en el centro de la Plaza de San Marcos rodeados de palomas. Al fondo, la basílica y en lo alto, las cuatro esculturas de los caba­

llos. Erguidos y elegantes recibiendo a millones de visitantes que llegan a Venecia para recorrer canales en góndola y besarse bajo

12

l'II'lH'nte d ILls Suspiros. E~ta otra, la tomaron en París, frente i.1

Id lO'Tl' Eifft'l, los dos de la mano, sonrientes. Observé, con dete­

tli miento, la de su compromiso: papá le estaba dando a mamá un neso en la mejilla. Ella, jovial, inocente, ingenua. Probablemente, nún no tenía marcadas en la palma de su mano las líneas que

predestinan el futuro. ¿Te imaginas, I1y, si en esos momentos uno supiera en qué y cómo terminan los ciclos de la vida? ¡Impo­

sible! Nunca sabremos por cuáles caminos nos lleva el destino de la mano. La de junto, era preciosa, ¡Qué pequeñas! Habíamos na­cido sólo tres hijas: Acapulco, trajes de baño enteros y sentadas

unas sobre las rodillas de papá, otra en los escalones de la orilla de una alberca, pero eso sí, perfectamente peinadas, cabello cor­to, engomado, sin ningún cabello en la frente. Así lo ordenaba

nuestro padre, ni uno solo: "¡Que se les vean los ojos!" En un marco de plata, la familia completa: mamá, nuestras hermanas:

Uno, Yo, Tú, Cuatro, Cinco, Seis y Aarón. ¡Dios mío, ésta fue to­mada hace apenas unos años! Seis hijas mujeres y un varón. No pude evitarlo, las lágrimas brotaron y, en segundos, como una ráfaga de viento, nuestra historia. Me di cuenta de cómo, desde entonces, papá, poco a poco, fue envejeciendo. La transforma­ción se dio, así, de repente. De un hombre fuerte, lleno de vida,

pasó a la dependencia de medicamentos, doctores y máquinas para alargar la existencia. Resignación, sí, en su mirada, y tam­bién tristeza. La más grande de las fotografías dispuesta en el fondo de la mesa, pertenecía a las bodas de oro: papá sentado en el centro, delgado, enfermo y nosotras, de pie, alrededor. ¡Qué elegantes! Vestidas de gala y él, con smoking y corbata de moño. Colocadas por edades: Uno, Yo, después Tú, Cuatro, Cinco y Seis. Nuestro hermano no aparecía en este conjunto. Todas a su alrededor, con nuestras personalidades diversas y caracteres fuertes. Parecíamos seguras, inteligentes. Siempre unidas por hilos de sangre, pero también, por la soledad y el vacío en medio de toda una adversidad. Las apariencias, generalmente, no son

I i

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lo q ut' su ri r 'n, má' allá, 'cond iLi< I ·t ' ll los secrdos, e.'ilLi 11

las angustias .. .

SJ.bes, 11y, cuando platico sobre nuestras hermanas, me encan­ta mencionarlas por orden de aparición. Somos tan numerosas,

que pienso que las personas se confunden con tantos nombres.

Me ha sucedido: ¡Ah! ¿La Cinco es la de los ojos negros, cierto? La Uno es la más callada, ¿no es verdad? ¿La Tres, o sea tú, es la

escenográfa, o es la Seis? ¿Y la pianista, cuál de todas es? Por esta razón, he decidido nombrarlas así. en este relato.

En la foto ovalada, preciosa, estábamos las seis, de pequei1as,

sentadas en la escalera de la casa. Todas con el mismo modelo de vestido con crinolina; el mismo peinado hacía atrás, relamido con

naranja; sólo Seis tiene, sobre las rodillas, un oso de peluche y, ante nosotras, el porvenir incierto ...

En el centro, fotografías de los nietos, en otras, los bisnietos. Suspiré, .con nostalgia. Sobre una mesa, la historia de una fa­

milia y el origen de este micro cosmos: mami:1 y papá. Y pensar

que en pocas horas, éJ se encontraría sepultado para siempre bajo tierra, en la soledad.

Por unos momentos me sentí desmembrada, rota, fragmenta­

da como la Coyolxauhqui. Sabía, en lo más profundo, que a partir

de este momento iría, por el camino, recogiendo los trozos de mi ser para reconstruirlos poco a poco.

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día uno - donlÍngo

d entierro

A .quel domingo desperté en un estado de letargo y me dispuse

.. 1 escoger la ropa para el entierro: pantalón y saco negro, zapa tos cómodos. Con cuidado, elegí la camisa blanca que rasgaría el ra­

bino y que debía usar durante los siete días de duelo. Sin maqui­

llaje, por supuesto, ni joyas. Daniel me acompañaba en cada paso,

en cada sentimiento, al mismo ritmo, pausadamente. Al llegar al templo, Iliana, me acerqué a mamá, le di un beso.

Estaba tranquila. Nuestras hermanas, también se hallaban sere­

nas y eligieron como yo, un saco negro para despedirlo. El cadáver, desde la noche anterior, se encontraba en un cuar­

to de la parte trasera. Los encargados nos autorizaron a verlo por

última vez. Tocó mi turno, y al entrar, miré a papá cubierto con un lienzo

blanco y tendido sobre una plancha de aluminio. Percibí la frialdad

del cuarto donde se encontraba, aislado ya, del lliljverso. Al acercar­

me, contuve las lágrimas. Con cuidado y como si fuera a molestarlo, saqué su mano de entre la sábana, la besé. Estuve ante él unos minu­

tos, se hicieron una eternidad. Me despedí con una profunda triste­za, una parte de mi existencia llegaba a su fin, de la misma manera

que su vida. Estremecida, sentí cómo me dolía el corazón. Al salir

percibí en mi interior un inmenso vacío, tan grande y profundo. Colocaron el féretro en el centro del salón. Nos acomodamos

alrededor, uno a uno, con nuestros pensamientos. Sólo faltabas tú. El rabino pronunció las palabras de despedida, ante un templo

atestado de gente. ¿Qué decía? Verdades y también mentiras.

Por segundos imaginé a un director de cme organizando la escena de una película: La muerte de un padre. Cada miembro dc'

f ,

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la familia en el lugar correspondit-'nte, dispul'sLo l'l1 1I1lél posición

e pecífica para darle impacto al suceso. En fin, lliana, fue uno de esos momentos en que todo parece irreaL ..

Llegó el momento de ir al panteón. Al salir al patio, nos dirigi­mos a los lavabos. Coloqué mis manos bajo la llave de agua para alejar los malos espíritus que pudieran haber estado rondando cerca del cadáver de papá. Al sacudir el agua, sentí hasta las en­trañas, lo que realmente estaba haciendo.

A lo lejos, Ily, escuché una voz: -¡Las mujeres no! ¡Ellas no deben asistir al cementerio!

Nos miramos, hicimos caso omiso al rabino y, decididas, su­bimos a los coches. Nadie impediría que estuviéramos con él en sus últimos momentos, ni la religión misma. Más tarde, nos en­teramos de que en ningún libro sagrado decía que las mujeres no podían asistir a un funeral; ¡éstas eran sólo ideas de los rabinos de la comunidad! Lo imaginé frente a nosotras ordenando:

-¡No les hagan caso, ustedes vengan! Don Samuel era así, siempre hacía su voluntad, le pesara a

quien le pesara. Ily, ¿recuerdas al rabino Shlomo, el cantor amigo de papá?

Pues días más tarde, supe que se subió en el coche de la carroza

para acompañarlo. Dicen que fue cantando durante el trayecto. ¿Te imaginas? con esa voz maravillosa. Imaginé la expresión de nuestro padre: rostro apacible y, esbozando una sonrisa de pla­cer. ¿Sabes? Me gustaría gozar de esa misma suerte a la hora de mi muerte.

Llegamos al panteón. Por supuesto, entraron los hombres por delante. Uno de los rabinos mandó llamar a Aarón: debía seguir el ritual de echar un puñado de tierra en los ojos de papá. El cortejo caminó hasta el sitio en que sería enterrado, justo al costado de la tumba de nuestra abuela. Entre los rezos y los cantos, lo sacaron de la caja. Lo bajaron, lentamente, a la tierra húmeda, al hoyo profun­do, solo, envuelto en una sábana blanca. Un paso atrás, las mujeres.

/6

¡1..)llI.' pequetlO (' insignificante se veía! Observé cómo Jos hombres, uno él uno, tomaban la pala y arrojaban tierra sobre el cuerpo.

¡Y pensar que durante su vida acumuló cosas materiales, creó empresas, invirtió en bienes, terrenos! De todo aquello, nada se llevaba. Al final, otros lo disfrutarían, él lo sabía. Los cantos me conmovían de la misma forma que cuando escuchaba una bella voz en algún concierto. El rabino nos miró y, por compasión, nos pidió también que arrojáramos un puñado de tierra. Fue, her­mana, uno de los momentos más difíciles. Sentí cómo parte de las heridas, de mi esencia, resbalaban entre mis dedos. Imaginé

que quedarían enterradas junto con él. Pero no, se van, regresan. Vuelve el dolor.

Los restos de papá quedaban bajo tierra. Su alma deambularía a lo largo de once meses; ¿Por dónde?, lo ignoraba. Era probable que buscara reposo. Aunque nunca sospeché que tendrían que

pasar muchos años para que su alma hallara la quietud. A la una de la tarde de aquel domingo, volvimos a la casa del

frontón.

regreso del pan teón

Las mujeres que no asistieron al entierro prepararon la casa para el duelo de los siete días. Movieron muebles, guardaron adornos y descolgaron cuadros para que no hubiera en los muros ningu­na imagen. Del mismo modo, los espejos de nuestra casa fueron cubiertos con sábanas para evitar que a través de ellos se apare­ciera una sombra que reflejase el alma de papá e impedir que su espíritu quedase atrapado.

Ellas eligieron el muro de la sala frente a la ventana para colo­car los cojines donde nos acomodaríamos en el suelo con el objeto de recibir las condolencias. Sentados en el piso, cerca de la tierra, al igual que los restos recién enterrados de nuestro padre. Como

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l'S la costum bre: esposa, hiJDs y hermanos. Oc los ocho lwnll.J nos

de papá, quedaban cinco, y una de dos hermanas.

Vaciaron también la estancia y situaron frente a los cojines,

hileras de sillas, una junto a otra, como si estuvieran frente a un

escenario. Efectivamente, Ily, fuimos durante aquellos días, los

principales protagonistas de esa obra de teatro. Al regresar del panteón, la casa estaba repleta de gente. Sentí

un fuerte impacto al ver cómo el interior se había transformado.

El rabino, con su barba larga .hasta el pecho, vestido de negro de arriba abajo, sombrero de media copa y con una navaja en la

mano, nos esperaba para iniciar el ritual del duelo. -y cambiaré vuestras fiestas e11 lloro y todos vuestros cantares en

lamentaciones -escuché que recitaba en voz baja.

A paso lento, caminé recargada del brazo de Daniel. Mamá,

con Aarón; mis hermanas y los tíos se fueron colocando de mayor

a menor, frente al muro. No se escuchaba ruido alguno, sólo la

voz del rabino dando órdenes para dar inicio al ritual.

-Entonces Job se levantó y rasgó su manto. Mamá, con la tristeza en el rostro, levantó la cabeza y con una

mano separó la solapa de su blusa y se la ofreció al rabino.

-Bendito eres tú, Oh, Dios, nuestro Dios, rey del universo, juez de la verdad,- recitaba el rabino en hebreo mientras cortaba la tela.

Su voz, se escuchaba aguda en medio del silencio y del eco de

las rasgaduras. Mamá lloró. Era ahora, una mujer que perdió al

hombre con quien había vivido cincuenta y cuatro años. Perma­

neció a su lado, aunque no sé si en el camino, en algún momento,

hubiera deseado abandonarlo. Siguió el hermano mayor y así sucesivamente, uno a uno fuimos ofreciendo al rabino nuestra

prenda. Cuando llegó mi turno, también le ofrecí el cuello de mi

camisa blanca. Quedé marcada. Sollocé. Y, por último, Aarón,

debido a que era el más chico. Al final, por única ocasión.

El rabino prosiguió a repartir el pan relleno de huevo cocido. Su redondez simboliza la naturaleza cíclica, eterna y continúa de

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l. . I 11 . L()Jl · 1 pOIl n la mano, nos uilllos ~ 'nland(l. . <:lI1UO lo

11Io rdl , \1 bocado se me dtorl> en lél garganta. Mar arÍt', mi hija

l' '1' 'ibill mi angllsLla y con rapidez trajo un vaso de aO-Uil. e It' ,1tÓ. Sentí que me ahogaba, en el mar profundo, sola, abando­

rt.1 Id tras un naufragio después de una tormenta.

Después de la ceremonia, mamá prendió una vela como sím­

bolo del alma y del cuerpo de papá. La flama encendida durante

los siete días, iluminaría el camino de su alma hacia la eternidad.

Imaginé el resplandor de la luna alumbrando el mar y acompa­l1.ando a los navíos en las noches oscuras. Nuestra madre cerró los

ojos por unos instantes. Intuí su plegaria. El inicio de los cantos

rompió el silencio. Fue como escuchar un coro cantar el Réquiem de Verdi.

Ily, había visto esta escenJ un sümúmero de veces, mas ¿ser

parte de ella? Inimaginable.

i r¡

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día dos - lunes

Durante la primera mañana de duelo, desperté, extrañada, y acepté que papá ya no existía. Pensé en lo simple que era la vida. Un día estás, al siguiente ya no existes. Sólo permanecen los re­cuerdos, las palabras ... Imaginé cómo la realidad se iría trans­formando con el tiempo, cómo este mismo momento cuando el

recuerdo se convierte en ayer. La decisión de acatar las tradiciones, me costo mucho trabajo.

Tú y yo lo comentarnos en un sinfín de ocasiones. No lavarse el cabello, no cambiarse la ropa durante siete días, no maquillarse, no cargar dinero, no trabajar, no dar órdenes, no servir a nadie, no hacer .nada placentero. No. No. No. Aunque hubiera una ra­zón, no lo concebía en pleno siglo XXI. Todo lo podía soportar, pero no lavarme el pelo, era una exigencia que sobrepasaba mi respeto a las costumbres. Así que hice caso omiso a las reglas y lo lavé aquella mañana y las siguientes también. Aarón y los tíos se dejaron crecer la barba y el pelo durante treinta días. Para ellos la práctica era mucho más estricta, no había forma de romperla.

Corno tú bien sabes, se reza por el alma tres veces al día: Sha­jrit, Minhá y Arbit. La primera se acostumbra temprano en la ma-11.ana, antes de la salida del sol. La segunda, alrededor de la una de la tarde y, la tercera, antes del anochecer. Aquella mañana del lunes, Daniel y yo llegamos a casa de mamá. La puerta principal estaba abierta de par en par, la calle, atiborrada de coches y cho­feres. A lo lejos, se escuchaban los cantos. Sentí como si estuviera llegando a una casa que no era la mía. Di un paso atrás, no tenía deseos de entrar. Entré.

El primer impacto, Iliana, fue ver a todos esos hombres recién bañados, oliendo a perfume, vestidos de negro. Sus cabezas cu­biertas, los libros en hebreo en sus manos, rezando al unísono, por el alma de nuestro padre.

.lO

M sel té .11 la hilera de los cojines entre uestr h rm n.t nún ero Uno la n ' m . Onc Desd el su lo, escuchi:lbclm $

lt pIe ari s. Obs rv'bamos a los hombre ID ver su uerp), de un lado a otro, al ritmo de 1 s cant s, como 1 vaiv'n de la flama de UJ1<l vela encendida. Tomé uno de 1 s libros en hebr o con tradu Ión al español para saber el significado d 1 s rezos comprender p r qué su sonido m hacía esh' mecer. Al abrirl encontré una de las frases del Kadish:

Exaltado y santzficado ea Tu Ilombre.

Aunque me mate, seguiré confiando C11 Él.

A pie de página ten ía la explicación:

Plegaria para el doliente. Poema a/1117leo que olrecitarlo alivia el d loro COIl. idemdo como un. eco del Libro de Job. E::t-prcsa lu sumí ión del 11OI/lbre

la vohmt(ld de Dios, COIH eiiala el Talmud. Cuando el corazón de unn persona está colmado de dolor Ij e pesar, se alivia ell el regazo ele Dios p1'Ol1uncian.do el Kadish. Todo lo que decide Dios es buen .

Entonces, comprendí por qué me gustaba tanto cuchar e ta plegaria. Aunque sólo Aarón, durante once me es, dos vece al

día, tenía la obligación de recitarla. En otra parte del lib1'O encontré la razón por 1 q ue se r za

durante once meses y no 1 año completo:

El recuerdo de un muerto empieza a des 'anecerse después de do ·c me­

ses. Oscurecer. Al repasar la palabra co la v ' ta, imaginé a papo

d svaneciéndose de mi m.e aria, de mis pensa1l1.Í ntos, d t i alma. Supuse también que olvidaba su voz, 81.1 rostT , ' u· jl>s. P runos instantes recap ité o r la alabra Olvid . ¿Le m nt (R Lt l.a . de 1 ida Il cuerda lo qu Ua d ~s ? Ho " lIi<lnu,

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tl' podría decir que entiendo claramente su sentido, porque ahora que han pasado tantos años, me sigue costando mucho trabajo p(:~nsar en papá y lograr ver su rostro. Por eso, elegí una fotografía para recordarlo: estábamos sólo los dos. Él sentado; yo a su lado, de pie. Permitió en aquella ocasión que le diera un beso. Con una sonrisa, que ocupaba todo su rostro, se dejó fotografiar. Fue en un trasatlántico, un diciembre, d~lrante la gran fiesta para despedir el añ.o. Papá vestido de smoking y corbata de moiío. Yo, con un vestido de gala con los hombros al descubierto, feliz, sonriente. Pareciera que únicamente existíamos en el mundo, él y yo. Si confiara en mi memoria, tendría la imagen de su rostro enfermo, enojado. Esa parte de su sombra no la deseo recordar. Sé que está ahí, en el alma, en el inconsciente, mas quisiera olvidarla. Sólo re­curriendo él la foto de aquel fin de año, logré borrar las dolencias por un rato. Aunque, lly, éstas van quedando más lejanas cada vez. Son como el mal de mnores, el tiempo y la comprensión los van, poco a poco, disipando.

Aquel lunes, recibimos el pésame desde nuestro escenario al nivel del piso. Llegaron amigos que no veíamos en años. Se habían enterado por las numerosas esquelas que salieron en los periódicos. Además, cuando sucede un fallecimiento, se corre la

voz a la velocidad de un rayo. Entre un período de rezos y otro, los rabinos aprovechaban

para hablarnos de las tradiciones y de la religión. No imaginas lo mucho que me molestaba la forma en que los rabinos de la con­gregación interpretaban los sucesos históricos y bíblicos. El mun­do femenino no existe para ellos. No rezan, no hablan, no opinan, no pueden decir palabras de despedida a un padre, las mujeres se reducen a un hom bre, único hacedor y responsa ble de la vida entera. Nosotras nada más somos aptas para cumplir con el mari­do, tener hijos, llevar las tradiciones de la religión, unir, atender y dar de comer a la familia. Cuando empezaban esos comentarios, me escabullía. Nuestras hermanas peleaban y discutían con los

rabinos. Todo era tan difícil, porque papá nos educó de manera distinta. Nos enseñó el mundo desde muy chicas, nos dio estu­dios, idiomas, clases de piano, ballet. ¿Recuerdas? Fuimos de las primeras mujeres de la comunidad en tener una carrera. ¡Ah y también en trabajar! Todo esto, era un caso raro en el mundo fe­menino de nuestra colectividad. Sus palabras llegan a mi memo­ria: FI ¡Si no se cultivan serán unas pendejas y no serán nada en la vida!" Había, por supuesto excepciones, rabinos más modernos que no desechaban a la mujer. Uno de ellos fue el que me instru­yó en los rezos diarios y me regaló el libro de piel roja con letras doradas en la portada que conservo, desde entonces, en el librero junto a mi cama. Aún hoy, me sigue costando el mismo trabajo ponerlo al derecho, ya que, los libros en hebreo se leen de atrás

para adelante. Él me enseñó a interpretar la religión judía desde otra mirada, con cariño y absoluto respeto. Desde entonces, en

lugar de rechazarla, siento mis raíces en lo más profundo. Una semana peculiar. A veces, se está cansada, otras triste:

por momentos, se olvida la razón del porqué está uno ahí. En alguna parte del libro rojo leí que el duelo es para detener la vida por siete días y, así, el cuerpo se acostumbrará, poco a poco, al vacío. ¿Y me acostumbraré a existir sin la presión diaria de las llamadas de mi padre? ¿Aprenderé a vivir sin resentimientos? ¿A

olvidar? ¿A entender? ¿A no juzgarlo? ¿A no esperar su mirada de aprobación? ¿Aprenderé a ser libre? ¿Aprenderé a ser? Pero sabes, Ily, después de su muerte, él siguió entre nosotros, con­trolándolo todo, por muchos años más. Un día tuve un sueño: Papá estaba sentado en una silla de ruedas en las afueras de un

edificio, que no reconocí. Detrás de él, su enfermero. Yo bajé unas escaleras y al verlo me detuve. Él me llamó y apuntando con su

dedo me dijo: ¡Sarah, vístete de hombre! ¡Vístete de hombre!

Desperté. Con los años comprendí lo que el inconsciente trataba de ad··

vertlnnc.

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rontón _ p T sup esl f

M.l- , II \'i 'j( .1T IlI -

1'1 de ', Con ru·i nll/

prnt ino a nli m .nte el Ji do reloj de cad na que me re aló un domi go.

Era e e LS antiguo - que se sa .an 1 s señores elegal tes del l'haleco; apret ndo un botón, se abría la tape y aparecía la cará­lula nÚ1ner mman s. A mis tÜ z añ s aún no sabí lee la h fa. Pap ' ,r enó a n · hermana 111 r q le me enseflara . U 1.a n che me 111 odó a llama. ¿L recu r as, I1y?

-¿Sarah, qu h ra e ? -m pr g n tó. TImp cé a tem "llar, la vista me nubló Sen tí que un liqui o

caliente corrí tre mis piernas y, él lo lejos, escu ~ l a ba u na voz ronca q l.H:") grita a. De 10 nervio , JÚ ¡quiera pude nt nder u' tanto vo ·· ·eraba, S 1 sentí 1 peso de su mano s br la

Olla.

La arca enr jedda me doró much s dí '. P b re de nuestr hermana núm o Uno, trató hasta ] can 'ano de que aprendi -r la 1 i6n; pero , , con :Hsle.' ia, tardé mucho más f emp en

L' render que ualquier n iñ de ü ed' d. o curioso de t do e t fue que cuando le pregunté a nuestra

hermana número Uno si recordaba e.l r loj . e ena que me ha ­bía r galado el s n -Ma , Ella, con cara de asombro, m d.r o:

-¿ el j de cadena? ¿Cuál reloj? Ni que pen é: ¡Sarah ésas, son '61 tus.memorias!

dla tres .~ l1ulrtc~

Ili

11 y, lIega..c:¡t aJ d u t la mañana el te' l' d íc. Tu ro 'tro y ojC6 hin-:lados revelaban el paso del tlant " T dirigist a ma m- ; ~ e abraza~

r n.Jun t a ella n podías ll l'ar. Me acerqu ' .',alr deartucuerpo, p cibí tu extr IDa delgadez. Palpé ,. da na de la vért · bIas. Tuve

la -. ensad6n de qu " la ~ 'palda se te iba él f.1'dgtn ntnr en miJ peda­zos. Por el semblaI t im gin 1 dolor u nlias por la in lerte de nue tro padr . Extrañaba t res neia, n ) imaginas lo feliz qu fui al v t e ellugat: e te cOrr spondí junto" no 'otr . abí ]0

imp rtante qu era para tu alm . estar alú. Cré me, hicim s todo lo posi le para qu salieras antes de a dinica¡ J médic no lo permi­tí . Frágil, n esitabas algunos ías para asimilar la pér ida.

El rabine q e presi ía el rez mal tin e L eró, el mo nento de rasgar tu rop e aproximaba . A retaste mi lraZ(); tus e edos penetr Ton hasté 1 más h nd . Por un moro nto, un silencio ens rdeced r rejn e la ala, ~ mo i la vi e S bubi ra inl ~

Ir m id . Jo, una vez más, lil ración y la voz de aquel h mbre d vot l :le sacudió. Te observé, IvUrabas sil ver" el tía ' in nLir.

M TCocla, omaste hl lugar junt a nosob'ac que, onsternadas, es­e (~1ábamo., or segunda casióo, la plegaria del duelo.

- y cambiaré vuec; tras fíe tas ell liorD y lodos Z" /estros ca 1 tares en la nzCll tado11es.

Lo queramos no, al con Jivir or tantos dias y h ras, 1 ebilldades v manías delatan en lo que la vida l ha e nverti I

Obs rvaba con claridad la nece:idl d d de 'truir el cordón qu' nos unía; parecí, Ílld ~tru tibl . Me cue~ti naba 'i la mu te J ' pap y da ía al rompimi nto. ¿Podríamo d . pren erO( s lll"ll

de tra? ¿In.di idualiza nos? ¿Separarnos?

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L :--; memorias de la casa dd frnnl)n vudven. No tienen tte m­

po, ni espacio. Tampoco poseo la seguridad de que sean ciertas; son sólo las mías, las de Sarah. Todas ellas alrededor de la sombra de un hombre llamado Samuel. Existen ocho verdades, ocho his­torias; inclusive este presente, el de cada una, es distinto.

Al verte aquel día, Iliana, pensé en la interminable lucha por encontrarte a ti misma. Por un período lograbas mantenerte aler­ta, creativa y, cuando alguna situación desequilibraba tu entorno, recaías. Volvías a tener la neces1dad imperiosa de borrarte de la vida, desaparecer. Invariablemente dejabas de comer, hacías ejer­

cicio por horas y horas, o regresabas al hábito de ingerir cantida­des enormes de comida, para después vomitar.

A partir de esa nueva perspectiva del mundo que me tocaba vivir, y aún sin digerir la ausencia del hombre que nos dio la vida, recuerdo cómo sentada en aquellos cojines, el árbol de magnolias desviaba mi atención del momento presente. Algunas flores es­taban aún en botón; otras tan abiertas, que hasta tenía deseos de decirle al jardinero que tomase unas tijeras para cortarlas y poner­las en un jarrón. Las flores blancas tienen el encanto de aquietar el alma. Mientras tanto, las reminiscencias me hacían volver al silen­cio de esas noches en la recámara que compartimos tantos años. Me creías dormida cuando comías chocolates y dulces, mas escuchaba el crujido del papel y el rechinar de tus dientes. El ruido era moles­to, en ocasiones prefería no evidenciar tu secreto. Perennemente, había bajo tu cama papeles e hileras de hormigas cargando las mi­gajas. En las épocas en que tu cuerpo iba en aumento y sentías la ropa ajustada, tLl gran compañero era el mal humor. Solías, además, esconderte, por horas a dibujar y leer. De esta manera, empezaba el ritual de entrar y salir de los baños. Ésa era la peor de las etapas. Yo, escondida detrás de la puerta, me daba cuenta del esfuerzo que hacías para arrojar las grandes cantidades de comida que habías in­

gerido. Te metías el dedo hasta el fondo de la garganta para lograr tu cometido. Con la cara entre pálida y roja de tanto pujo, los ojos

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~ h ''ior ~ IL d )s y L'l 'la bor ~'grio en la bocél,j<lli1b<)s la paIJl1ca dd x-liS. do varias vec€!:>. T atabas de ser h) más silenciosas posible. No

lo lograbas; con el tiempo aprendiste. El siguiente paso, después de vomitar, era cortar, cortar, cortar tiras de papel sanitario y limpiar I taza, el piso, el muro .. . Al mirar las acrobacias que hacías para L'"Iiminar el alimento de tu cuerpo, prefería guardar la comida en el rnío. Tu enfermedad avanzaba; las manías de ocultarla, también. El

cepillo de dientes suplió al dedo para llegar al fondo de la garganta. La regadera recibía los desechos del estómago, pues era más fácil abrir la llave que limpiar el baño. Este rito se repetía varias ocasio­nes durante el día. A gritos me decías:

-¡Cualquier cosa antes que ser obesa! y efectivamente no engordabas. Traté de imitarte, nunca pude. Sentía que las vísceras brota­

ban por la boca y junto con ellas, los ojos. Los laxantes ... jamás entendí cómo tolerabas los espasmos en el estómago. lliana, tú ibas desapareciendo día a día, y yo ocupando más espacio en el universo. Así fue nuestra adolescencia. Con los años comprendí el mundo en el que estabas inmersa; porque en aquellos tiempos, pensaba que eran simples manías.

Había sucesos que acrecentaban la necesidad de aislarte o de comerte las uñas al ras. Recuerdo las ocasiones en que mamá te decía a ti o a alglma de nosotras:

-¿Iliana, qué te pusiste en el cabello? ¡Se ve relamido! ¿Ca -biaste de champú? ¿Por qué permitiste que te cortaran el cabello? ¡El color de la blusa no combina con tu falda! ¿Pagaste por eso tanto dinero? Te verías menos gorda con una falda lisa.

En ese momento, la pierna disparaba tu nerviosismo y te alejaba. para refugiarte entre los libros. Comer, sí. Vomitar, también. Ten! -mas diferentes formas de esquivar los sentimientos. En tu vida a ul·· ta, los Ti tuales te ocasionaron deterioro hormonal. La menstruación se alejó junto con tu feminidad. Simplemente no querías ser.

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