la cara oculta de edipo

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1 Recuerdo que cuando conocí a Alex me encontraba en una encrucijada, como cuando te encuentras en una cima y tienes una mirada privilegiada, capaz de mirar hacia delante pero también atrás. Tenía cuarenta y cinco años y podía ver el camino por el que había llegado y el que me quedaba por recorrer. Quizá por eso, cuando recuerdo lo que pasó aquella noche,

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Recuerdo que cuando conocí a Alex me encontraba en una encrucijada, como cuando te

encuentras en una cima y tienes una mirada privilegiada, capaz de mirar hacia delante pero

también atrás. Tenía cuarenta y cinco años y podía ver el camino por el que había llegado y

el que me quedaba por recorrer. Quizá por eso, cuando recuerdo lo que pasó aquella noche,

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siempre me resulta difícil saber si era el final o el inicio de algo serio en mi vida, de una

nueva etapa o el último acontecimiento de la vieja, o tal vez eran las dos cosas al mismo

tiempo. Todavía hoy, cuando intento reconstruir, no lo que pasó, aunque también, sino qué

significado tenía, sigo sin tenerlo claro. Pero ahora la sangre ya no ruge como entonces

aunque lamentablemente hay poco tiempo para el perdón y solo algún suave sentimiento

queda todavía en custodia. Conocía muy bien el camino que transitaba a diario y, aunque

despierto, la somnolencia de la cena y la hora hacían que, de vez en cuando, cerrase los ojos

por instantes, en parte arropado por la rutina del trayecto y el hábito de fumar. Recuerdo

que fue solo un breve instante. Justo el tiempo que tardé en bajar la mirada de la carretera

para no apagar la colilla, como casi siempre, fuera del cenicero. Fue suficiente para que al

volver los ojos al frente apareciese un hombre al inicio del trozo de carretera que

iluminaban las luces de cruce del coche, las que habitualmente llevaba puestas. La

repentina aparición me obligó a apretar el pedal del freno tres veces consecutivas, con

fuerza, hasta que conseguí pararlo. El hombre, demostrando una cierta agilidad, se apartó

bruscamente y pudo situarse en el límite del arcén con la cuneta. El coche le sobrepasó

unos metros que recorrió hasta situarse a la altura de la ventanilla delantera del copiloto.

Con el coche frenado, el motor en marcha y los ojos cerrados, suspiré profundamente.

Seguía con las dos manos apretando el volante, como si tuviera miedo de echar a volar.

Abrí los ojos cuando escuché los golpes contra el cristal de la ventana opuesta. Hice un

esfuerzo mental e intenté serenarme y pude volver a la realidad que estaba ocupada casi

totalmente por lo que me pareció, en aquel instante, una cara de hombre. La noche era

negra, con estrellas y sin luna, de manera que los pinos que rodeaban la carretera eran una

sólida mancha oscura y la luz de los faros solo iluminaba un triángulo al frente,

manteniendo en la sombra al hombre, pero pude verle la cara ladeada y pegada al cristal,

percibiendo dos detalles que me situaron. Uno, que era un hombre joven, casi un

muchacho, y dos, que era bastante más alto que mi coche, ya que para poder asomarse a la

ventanilla tenía que estar encorvado. Tuve la intuición de que iba a tener problemas.

Confuso aún, pude confirmar, por la posición que mantenía el hombre pegado al cristal, que

los rasgos de la cara eran inequívocamente de un hombre joven, con el cabello largo. En

aquel momento no es que me importase demasiado y mucho menos venía a cuento, pero se

me ocurrió pensar que en algunos casos es mejor un hombre alto que uno bajito. Casi tan

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rápidamente como se me ocurrió esa tontería me recriminé de pensarla. Sin embargo noté

que intuitivamente tomaba posiciones, como tratando de estar predispuesto a un encuentro

desagradable. Todo lo cual era absurdo y solo podía deberse al cansancio. Había estado

todo el día de reunión en reunión terminando en una aburrida cena de las llamadas de

negocios en la que lo único que había que negociar era decidir el momento adecuado para

hablar con el comité de empresa, presentar la quiebra y terminar algunas operaciones

contables para desviar a pérdidas algunos recursos, dejando el mínimo en caja y en las

cuentas bancarias, habida cuenta que de los trabajadores se haría cargo la Seguridad Social.

No había sido fácil pero al final habíamos encontrado una solución pactada con la mayoría

del comité de empresa. Como casi siempre en estos casos, una solución menos perjudicial

para la mayoría y muy beneficiosa para unos pocos, pero que desatascaba el problema y la

dirección se salía con la suya. La verdad es que había hecho un buen trabajo. Era lo que se

correspondía con los honorarios que me pagaban. Otra gente podría pensar que me había

vendido, pero hasta los sindicatos entendieron que era el mal menor. Sin parar el motor,

volví la mirada hacia la ventanilla y apenas pude ver unos ojos de forma almendrada y

color claro, que podían ser azules, pero también verdes. Por los rasgos aparentaba un

muchacho de unos veinte años. Lo tomé en cuenta y tratando de ponerme en guardia, no sé

si contra aquel joven extraño o contra mí mismo, visualicé mentalmente las secuencias

siguientes. Abriría la ventanilla, le preguntaría hacia dónde iba para decirle que yo iba en

sentido contrario y seguiría mi camino. No era la primera vez y la vida se me estaba

complicando excesivamente en los últimos meses. Era tiempos de incertidumbres, días de

paso, de amores regalados y olvidados baños en el mar. No podía caer en ninguna veleidad.

Venían malos tiempos y tenía que aquilatar cada paso que daba y cerrar espacios por donde

se dispersaban mi tiempo y mi trabajo. Casi al mismo tiempo pensé que llegaba tarde para

ejecutar ese plan. Tenía que haber seguido mi camino como si no lo hubiera visto. Vi los

gestos que hacía con la mano derecha abierta, como saludando en un puerto, desde lo alto

de un barco. Dudé en abrir la puerta o bajar el cristal, pero bajé el cristal de la ventana, por

prudencia y también porque quizá al estar tan pegado el muchacho, la puerta podría

tropezar con su cara al abrirla. Así lo hice y pude oír su voz, un tanto sorda de tono pero

adecuada para la edad que parecía tener. ¿Dónde vas? Antes de contestar, que fue lo

primero que se me ocurrió, me di cuenta de que en aquella escena podía haber un cambio

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de papeles. Lo percibí antes siquiera de saber cual era el suyo; más aun, sin tan solo saber si

yo tenía papel que representar y en este caso cómo debía actuar. La normal pregunta que

todos nos hacemos respecto a qué significa cada cosa o persona que aparece en nuestro

entorno, me la contesté rápidamente respecto al muchacho, al darme cuenta de que me

tuteaba. Creí que con ese dato era suficiente para lo que necesitaba saber. A pesar de que la

situación empezaba a rozar el absurdo, o quizá por ello mismo, me arriesgué y contesté

asumiendo de lleno el que parecía habérseme asignado. Lo hice consciente de que, aunque

también él podía haber tomado la iniciativa y podía marcar el rumbo de la situación, no lo

había hecho. A mi casa. ¿Y tú?, contesté de manera mecánica, como si quisiera condicionar

la respuesta. Me da igual dónde ir. Lo que quiero es irme de aquí. La respuesta que me dio

el muchacho no dejaba margen para mantener alguna duda respecto a lo que podía pasar, y

que era, probablemente, una situación normal, si no fuera por la hora tan insólita. Seguí

expectante unos instantes, ganando tiempo y preparando aceleradamente varias respuestas

para despejarme el camino y salir disparado a dormir. Tuve un momento de confusión.

Primero pensé: qué mala suerte, con el sueño que tengo, tropezar con un muchacho a la

deriva, pero casi al mismo tiempo tuve la inevitable tentación en estos casos, de que tal vez

estaba a la puerta de una aventura. De lo cual me reí a continuación. No era hombre dado a

aventuras, nunca lo había sido, aunque mirándolo bien, ahora, precisamente ahora, una

aventura algo fuerte que me sacudiese y obligase a saltar, a sobrevivir al desalojo de mis

sueños, de una muerte preparada, me vendría bien, me dije, como queriendo tranquilizarme.

En cualquier caso, no era una situación ordinaria y como no sabía muy bien cómo

entenderla, preferí no equivocarme y tomé precauciones. Finalmente, mientras le

preguntaba me cuestioné de qué huiría el muchacho. ¿Qué quieres decir?- interrogué,

cambiando la expresión de la cara y arrugando el entrecejo hasta casi cerrar los ojos, como

si me molestase la oscuridad. El muchacho no pareció arrugarse e insistió, arrimando un

poco más la cara hacia el hueco de la ventanilla del coche. Quiero decir que me lleves

donde quieras. ¿No vas dirección norte?, Ya...Sí, sí, Pues, eso. La situación no dejaba de ser

extraordinaria, no tanto por el diálogo que estaban manteniendo un muchacho de alrededor

de veinte años y un hombre de cuarenta y pico, ni tan solo porque el escenario fuese una

oscura noche de verano en mitad de una carretera cuya población más cercana estaba a diez

kilómetros, sino porque, por un momento, pensé que, casi con total seguridad, aquel

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inesperado encuentro iba a modificar muchas cosas en mi ordenada y sedentaria vida, que,

por otro lado llevaba un ritmo acelerado, sin casi tiempo para saborear cuanto me sucedía.

Tal vez porque apenas tenía sentido pararse a valorarlo, dada la uniformidad de los perfiles

de los hechos que conformaban mi vida, tan monótonos y parecidos. Llevaba ya algunos

años viviendo diez horas acelerado y las catorce restantes con una quietud exasperante.

Estos cambios de ritmo son los que matan. Como si de una premonición se tratase, desde

hacía unos días, venía pensando que la llegada a nuestra existencia de una persona nueva,

en la mayor parte de ocasiones produce, sin apenas darnos cuenta, una reordenación de

muchos aspectos de la vida, hábitos, costumbres, ideas, de manera tal que pareciera que

entramos a vivir en un nuevo mundo, en el que sigue, aparentemente igual todo cuanto

había en el anterior, pero con matices distintos, los suficientes para, aunque sabemos que

son los mismos, respirar un aire distinto y, si nos hace falta, podernos imaginar que vivimos

en un mundo nuevo olvidando mis largas noches sin besos, sin nubes, ni luna, ni

estrellas...en blanco. Como diría mi amiga Julliete, creo que la importancia de algún

elemento del entorno de nuestra vida se aprecia con los cambios que se producen cuando

desaparece o aparece por primera vez. ¿Habría llegado el momento? Se impuso la realidad

del instante y pensé que lo mejor era excusarme de cualquier forma y arrancar el coche que

seguía en marcha con las luces encendidas. Sin embargo, le abrí la puerta. No sin antes

asombrarme del comportamiento semiautomático que estaba teniendo, como si tuviera

memorizado un extraño guión y mi reacción estuviese reiteradamente ensayada. Tuve que

abrir la puerta despacio porque el muchacho no entendió, con la suficiente rapidez, la

acción que iniciaba al inclinarme sobre el asiento del copiloto para abrir, y aun así, a punto

estuvo de caerse de espaldas en el arcén, como consecuencia del pequeño roce que tuve que

hacerle para abrirla. Ninguno de los dos dijo nada, ni yo pedí perdón ni él se quejó. El

mohín que mostró su cara igual podía ser de enfado como de agradecimiento. En aquel

momento, no me preocupé demasiado por entenderlo, fue bastante tiempo después, tratando

de asimilar por qué y dónde había actuado mal, de manera que las circunstancias me

llevasen a donde llegué, cuando pude percibir que en ese preciso momento, al abrir la

puerta del coche, empezó todo lo que posteriormente me iría sucediendo. Solemos ser

bastante simples en las situaciones confusas y apenas encontramos una causa para nuestra

actuación nos quedamos satisfechos, cuando en realidad siempre suelen ser varias las

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causas. Somos la concreción vital de tantas abstracciones que solo pensarlo me da vértigo.

Pero tratar de ordenar cual es la principal y cuales las secundarias resulta demasiado

complejo. Por eso quizá, todavía hoy, muchos psicólogos practican el conductismo y lo

cierto es que les va bien. También era cierto que dejar tirado a un muchacho, en la carretera

o en cualquier otra circunstancia, no iba con mi manera habitual de actuar. Prefería dormir

tranquilo con mi conciencia, bastante exigente, por cierto, aunque alguna vez fuese a costa

de parecer un poco ingenuo y lento. Desde hacía algún tiempo tenía claro que la puesta de

moda de la psicología había tenido un efecto perverso (o puede que sea la causa): el de la

sobrevaloración del yo en una actitud más que de ensimismamiento, de obnubilación

narcisista que lleva, en muchos casos de las relaciones humanas, a la exacerbación de las

diferencias de cada persona respecto a otra. La tendencia, que todavía se amortigua entre

sujetos de una misma cultura, ciudad o familia, sobresale cuando no se dan estos

constructos sociales, despertando las diferencias hasta el racismo, que no se limita, obvia y

únicamente a las diferencias del color de la piel, o las diferentes violencias de género que

existen. El hecho real de que cada niño sea diferente a la hora de nacer y tenga un modo

propio de reaccionar emocionalmente, de actuar y controlar su acción por cuestiones

genéticas, nos hace olvidar la inmediata y continua asunción de aquellos valores que irá

compartiendo el resto de su vida, creando y recreando la sociedad del entorno como espacio

de convivencia y realización personal. La patología, siempre individual, oculta la ontología

que todo hombre, por el hecho de serlo, comparte como ser universal, estadio de la persona

sobre el que necesariamente se asienta lo social, lo colectivo. En tanto en cuanto esto nos

diferencia de los animales, el ser social, la persona, de seguir avanzando esta tendencia,

estaríamos cavando una fosa desde la que volveríamos, a pesar de los avances técnicos, a

los orígenes de la tribu. Lo cierto es que me sonreí mentalmente al observar mis

pensamientos y me detuve en la argumentación que usaba aquel muchacho y me quedé

extrañado al venirme a la memoria que nunca había subido a ningún autoestopista. Lo que

no podría saber nunca con exactitud es qué hubiese sucedido si no llego a abrir la puerta y

arranco el coche dejando al muchacho, como fue mi impulso inicial. Por eso es absurdo que

quince años después siga pensando qué hubiera pasado si no hubiera abierto la puerta del

coche. Una vez la puerta del coche abierta el muchacho cogió con la mano izquierda una

bolsa mediana de deporte que llevaba, mientras que con la derecha, inclinando medio

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cuerpo dentro del coche, levantó el seguro de la puerta de atrás con toda naturalidad. Me

resultó difícil no ver el inició de su pecho, casi hasta los pezones que se marcaban debajo

de la camiseta verde que llevaba sin mangas. El muchacho depositó la bolsa en el asiento

trasero y cerró la puerta, sentándose delante, a mi lado. Observé, por su rostro y ademanes

que era atractivo y me sorprendí a mí mismo dando un paso más y pensando que incluso

podía que fuese arrebatador y voluptuoso. Necesité pensarlo con urgencia para tomar las

medidas preventivas adecuadas y mantener viva la alerta. En aquel momento se me olvidó

una máxima que en ocasiones usaba respecto a que la voluptuosidad estaba en el cerebro

del dueño de los ojos que miran. Antes de decidir arrancar el coche y para completar el

examen del joven, observé que llevaba unos pantalones cortos de lycra, que aunque cubrían

una parte de cintura hacia abajo, casi hasta las rodillas, resaltando a la vez lo que tapaban,

dejaban al descubierto unas piernas bien moldeadas y firmes que terminaban, en unos pies

de medidas normales, calzados con zapatillas de footing, y por el otro con unas nalgas

respingonas que conformaban un trasero perfecto, de acuerdo con mis gustos. Salí de la

contemplación con el bocinazo de un camión que se vio obligado a hacer un zigzag

violento para no llevarse por delante mi coche con los dos dentro. Tuve un lapsus y de

vuelta me di cuenta de que mantenía el motor en marcha y que la radio seguía ofreciendo la

interpretación que hacía un tenor francés del Aria de una Cantata de Telemann. Desconecté

la radio. Hubiera dicho que rl coche no se había movido pero la verdad es que tenía la

mitad de la carrocería en el arcén. Observé que las luces de posición estaban encendidas. El

camionero debía conducir medio dormido ya que las luces debería haberlas visto a

distancia, en aquella noche cerrada sin más luz que un tenue reflejo azulado obscuro de las

estrellas sobre las hojas de los olivos y naranjos. Antes de arrancar, suspire, más bien di un

resoplido, como saliendo de otro trance, me quedó mirando al muchacho que seguía

sentado tranquilo, igual que si todo formara parte de un plan que hubiera estado previsto y

me sonreía, tal vez para darme confianza y serenidad. Me hacía falta. Arranqué el coche y

pregunté, mirando al frente. Bueno, ¿vamos allá? El cruzó los brazos, hizo un mohín y se

arrellanó en el asiento. Cualquiera que hubiese podido observarlo con detenimiento, habría

llegado a la conclusión, atendiendo a la serenidad que desprendían sus ojos, el equilibrio

del conjunto de su cuerpo, el perfil de su cara y la sensualidad de sus manos, que abiertas

parecían querer peinar sus cabellos con los dedos, que era una de esas personas que están

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predestinadas a ser felices, incluso en situaciones retorcidas y tensas, estado de ánimo que

perfectamente se podía confundir con la indiferencia o apatía. Pero quise ir más allá de las

apariencias y pude ver que en aquel momento parecía que viniese de una situación

desagradable y temiera entrar en otra de iguales o peores características. Al muchacho

parecía que le resultaba extraña aquella situación, como si nunca en su vida hubiera

decidido hacer nada y sin embargo no parara de hacer, de ir y venir, como si tuviera una o

varias metas que alcanzar, como si alguien lo llevara de la mano de aquí para allá,

siguiendo un orden tan desconocido que solo a posteriori podría establecerse el guión. Era

muy probable que en alguna ocasión hubiera intentado encontrarlo y que desde hacía

tiempo se dejara llevar. En este sentido pareciera que de nuevo se encontraba en otro vaivén

sin causa aparente. De reojo observé que me miró un instante largo, aprovechando que yo

estaba pendiente de la carretera y luego volvió la mirada al frente, al espacio que

alumbraban los faros del coche y huía desesperado por las ventanas. La luz, que se iba

tragando los árboles sin dar tiempo a observarlos, debió invitarlo a reflexionar sobre su

vida y suscitarle recuerdos no muy agradables, porque arrugó el entrecejo y se ausentó.

Supuse que necesitaba salir de aquellos recuerdos y lo hizo como solemos hacerlo la

mayoría, acudiendo al truco de hablar de algo para intentar forzar al pensamiento que

siguiese detrás de lo que él decía y huir así del recuerdo que le ofrecían las revoltosas

neuronas, como tema de reflexión. ¿Me das un cigarrillo? Fui lento en responderle, justo

porque me pillo pensando en él y no creí que pudiera salirse de su ensimismamiento y tratar

de entrar conmigo en una conversación a dos. Pero hice un esfuerzo, aunque por toda

contestación me limité a hacer un gesto que parecía de asentimiento. Con esta respuesta

dejé pasar unos segundos y saqué del bolsillo derecho de mi chaqueta una cajetilla de

tabaco rubio típicamente americano y le ofrecí un cigarrillo, golpeando el cabezal de la

cajetilla sobre el volante, con tan mala suerte que cayeron dos al suelo y uno quedó medio

fuera de la cajetilla. Ninguno de los dos trató de recoger los caídos y el que asomaba de la

cajetilla el muchacho se lo puso entre el dedo índice y el corazón de la mano izquierda y se

me acercó, en ademán de pedirme fuego, pero el coche atravesaba unas curvas y tal vez le

pareció que no atendía su gesto, pero fue porque estaba mirando al frente. El hecho es que

el muchacho se dio cuenta que el coche llevaba mechero y pulsó para encenderlo. ¿Cómo te

llamas? pregunté, arrellanándome sobre el asiento y aparentando indiferencia. La pregunta

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pretendía romper la concentración de los dos, distender el espacio e introducir un aire

propicio para la comunicación. Supuse que, al igual que yo, también él, aunque aparentaba

lo contrario, estaba pensando en sus cosas a la vez que tratando de adivinar en qué estaría

pensando yo. Todo a la vez. El silencio se prolongó demasiado y se hizo tenso, impersonal

y limpio, únicamente alterado por los extraños dibujos que el humo que despedía su

cigarrillo configuraba en el interior del coche. La respuesta llegó con un tono de

naturalidad, pero que pareció dar un salto sobre una situación que se estaba enfriando

excesivamente. Tuvo un efecto reconfortante y dejó abierto un resquicio para poder seguir

hablando de cualquier cosa que se nos ocurriera. Alex. ¿Y tú? La contestación tuvo mucha

carga en el tono, aunque hubiera sido difícil evaluar con exactitud qué pretendía. Distraído

con la conducción, me quedé en blanco y no supe qué contestar, pero por el rabillo del ojo

observé que Alex se quedó ladeado y mirándome fijamente. No tenía, pues, escapatoria. El

hecho es que su contestación, aunque volvió a dejar colgando una pregunta, como un golpe

seco cerró el espacio abierto, como si alguien extraño hubiese decidido que no era

conveniente que supiéramos demasiado cada uno del otro. Alguien parecía susurrarme que

no debería demostrar tanto interés sobre tantas cosas. Lo que más me molesta, en general y

también en aquella ocasión, es que se supiera qué iba a hacer o a decir. Es como si ni

intimidad estuviera abierta de par en par y antes de que yo tomase una decisión alguien

ajeno estuviera ya valorándola. ¿Tenía, ahora, que contestar lo que se supone que debía,

dando mi nombre a aquel muchacho que vete a saber para qué quería saberlo? Me llamo

Juan, dije con un suspiro, como si al dar el nombre me desprendiese de una buena parte de

mí mismo. Transcurrieron unos minutos, esperando alguna reacción que no llegaba y

aceleré la velocidad moderada que llevaba el coche. Desde los campos parecía emanar una

oscuridad que envolvía la carretera. Las luces del coche iban abriendo paso y conformando

un túnel alto con las ramas de una hilera de eucaliptos que separaban el arcén de la derecha,

de los cultivos. Por la izquierda, allá al fondo se vislumbraba el murallón de una pequeña

cordillera, cuyas faldas plantadas de almendros y algarrobos, llegaban hasta la carretera,

cerrando así la luz azulada y temblorosa que difuminaban las estrellas desde el firmamento.

Alex se había deslizado por el asiento, apoyando las rodillas sobre la guantera delantera y el

short se le había subido hasta casi las ingles. Parecía estar ausente, absorto, mirando todo

cuanto iba poniendo al descubierto la luz de los faros del coche. Inmóvil, sus únicos gestos

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eran los de la mano izquierda acercando el cigarrillo a los labios y separándolo después con

sensualidad, mientras se consumía. Por un instante el coche parecía haberse parado porque

el escenario aunque se movía con la velocidad, iluminado por los faros, era como una foto

fija sin troncos, piedras o cualesquiera otros referentes. Alex rompió el silencio y me dijo,

con alguna intención que se me escapó en aquel momento: Lo que te he dicho es la verdad.

No tengo dónde ir. Estoy de vacaciones. Quiero decir que no me espera nadie y por tanto

me da igual. Lo único que quiero es alejarme de aquí. ¿Comprendes?, Sí, claro. Por el tono

de voz dejé entrever que no entendía nada, creo que porque lo que me había dicho no era lo

que quería escuchar. Como en otras ocasiones, no fui consciente de que, en algunos casos,

no son los hechos observados los que me provocaban emociones que se van consolidando

hasta crear sentimientos, sino que son sentimientos de origen desconocido, los que me

sugieren emociones que despiertan abiertamente cuando encuentro hechos, datos, paisajes o

recuerdos con los que acoplarme, como un guante de seda en una fina y delgada mano. Pero

aquello era razonar. Mi intuición me decía que el muchacho me estaba diciendo, llévame

donde quieras. ¿Qué podía hacer? Si no pasaba algo extraordinario, íbamos directos a mi

casa donde se suponía que estaría Susana, despierta aún, esperando. Incluso mi hija habría

llegado. Me quedé balanceándome sobre la duda que abría aquella frase de Alex. Tampoco

podía ser tan pretencioso de entender a un muchacho que aparentaba tener veinticinco años

menos que yo y que acababa de conocer. El hecho es que me ruboricé a causa de las tres

cosas; por su pretensión, por la diferencia de edad y por estar dudoso sobre algo que parecía

tan evidente. Recordé lo de un buen ataque y le interrogué de forma absurda y supongo que

paternal por el tono. ¿No tienes padres? Apagó el cigarrillo y su mirada, primero de

asombro y después burlona, me confirmó que efectivamente me estaba poniendo nervioso,

y lo que era o me parecía peor, el muchacho se daba cuenta que estaba a punto de caer en el

ridículo más espantoso y a mis años, sobre todo si tratas con un hombre joven,

conjuntamente con el ridículo se suele ser también impertinente. Esperé, como si me

ahogase el tiempo, sus palabras. Me miró enfadado, como cuando de pequeño mi madre me

miraba riñéndome, después de haberme pillado en una travesura. Sí, claro. Pero, ya sabes,

me quieren para ellos, no a mí. ¿Entiendes? Estoy cansado de ser quien soy, porque además

casi siempre coincide con lo que quieren que sea. ¿No crees que a mi edad ya debería

querer ser de la manera que a mí me guste, les guste a los demás o no?, Supongo que sí – le

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dije, y añadí-. Te lo dije porque parece como si huyeras de algo o de alguien. Parece...No.

De nadie. Estaba con una amiga en el camping que hay unos kilómetros atrás. ¿Lo

conoces?-.Y siguió sin esperar la respuesta,- De repente, me di cuenta que ella estaba

enamorándose de mí y me he asustado. Solo eso. Supongo que me he comportado como un

guarro, pero.... Hoy me encuentro raro, muy raro. Ni yo mismo me entiendo. No creas, la

chavala es buena gente, como tantos buenos que sin darse cuenta te fastidian. Yo con estas

cosas no tengo problemas, ¿sabes?, pero no me da la gana, si no estoy enamorado, atender

solo a que me apetezca o no, cuando ella cree otra cosa. ¿Cómo voy a pasarlo bien sabiendo

que, sin querer, la estoy engañando? No entiendo por qué las mujeres creen que con el

reclamo del sexo pueden conquistar a alguien aunque uno solo quiera pasarlo bien, sin estar

enamorado. Me gusta el sexo, sí, pero no me gusta engañar ni que me engañen. Las mujeres

son tan previsibles... Supongo que será porque son pasionales y no hay nada más previsible

que cómo nace y muere una pasión. Me extrañó tanta palabra y en especial aquella última

idea y le pregunte: ¿Y los hombre no? No. Los hombres fantaseamos más; y ¿quién se

atreve a saber cómo empieza y termina una fantasía? Afirmando con la cabeza le di a

entender que quedaba claro y que participaba de su parecer. Subió los pies sobre la guantera

y el cristal. No pudo evitar, ni parecía que quisiera, que el short dejase al descubierto, de

forma exagerada, los muslos. No quise reprimirme y miré por el rabillo del ojo, pero la

carretera no era recta y no quería más sorpresas aquella noche. Así que reprimí el morbo y

seguí mirando al frente, lo cual me obligó a fantasear sobre Alex y sus muslos, hasta que

avergonzado, como si me hubieran pillado robando un libro, recurriendo a que estaba cerca

el cruce por donde tenía que torcer para entrar hacia mi casa, intenté serenarme y centrar la

cuestión en lo que me pareció que debía. Tienes razón. Puede que sean cosas de la edad,

reflexioné con la mirada al frente. Mira, Alex- le dije tratando de recoger el hilo-, en el

próximo cruce tuerzo a la derecha. A unos diez kilómetros tengo mi casa. ¿Comprendes?

Vivo en una urbanización que hay ahí cerca del mar. ¿Te dejo, pues, en el cruce y esperas a

otro coche?, Oye, no tengo dónde ir a esta hora de la noche. No me hagas eso... Lo que

quiero es tan solo llegar a la ciudad y allí ya me las arreglaré. Supongo que faltará todavía

un rato. Es que... ¿Quién va a pasar a esta hora? Anda, llévame. Se me abrieron todas las

dudas posibles y junto a cada una de ellas un camino por el que seguir viviendo lo que

quedaba de noche. Los fui descartando hasta quedarme con la que me pareció que debía

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transitar un hombre de mi edad en una situación como la que se abría en aquel momento y

con un muchacho como Alex a mi lado. Me pareció que el futuro había llegado y de golpe

además. Todo imprevisto por mi culpa pero naturalmente previsible, estaba a la puerta

llamando y tuve la intuición de que el punto final había ya traspasado la línea del presente.

Sin embargo no cerré todas las posibilidades porque no terminaba de tener claro por cuál de

ellas debería salir, y sin saber por qué, dejé varias puertas abiertas para que fuese él quien

apuntase una salida. ¿Qué quieres que haga, entonces? Alex no titubeó ni por un momento.

Me miró con una sonrisa abierta y sin doblez, casi como si exigiera un derecho. Si no

quieres acercarme a la ciudad, porque se te hace tarde, llévame a tu casa a dormir, solo por

esta noche. La propuesta le salió con espontaneidad y tan natural, sin el menor asomo de

zalamería. Lo cual, obviamente me llenó de dudas porque sugería que su ofrecimiento no

tenía nada que ver con el clima que, me parecía a mí, se había establecido entre los dos. Lo

miré entre sorprendido y sonriente. De momento no supe qué responder. Me quedé colgado

y sin saber cómo dejarme caer. El hombre responsable que me gustaba ser, acabó

imponiendo sus criterios, como sucedía en la mayor parte de las ocasiones que me

planteaba la vida. Hasta tal extremo esto era así que mucha gente llegaba a pensar que

realmente era lo que parecía. En esta ocasión lo tenía claro. ¿Cómo iba a presentarme en

casa, en mitad de la noche, con un muchacho desconocido y decirle a mi esposa: aquí

estamos, venimos a dormir? Con el sentido común por delante me resultó fácil encontrar la

solución. No puedes venir a mi casa a dormir. Estoy casado. Lo dije suavemente y como

insinuando que lo lamentaba. Como hay que soltar un no que intenta no herir, casi como si

fuera un sí. En caso contrario Alex podía haber entendido que rechazaba una propuesta que

siempre podría pensar que nunca hizo. Me quedé tenso a la espera. Pero Alex que en aquel

instante parecía que sólo pensaba en dormir en algún sitio para seguir camino a la mañana

siguiente, no quiso reflexionar más y siguió en la línea de la propuesta inicial, si bien

pretendió introducirse en las contradicciones que empezaba a intuir que me paralizaban.

Creo que por diversión. Como un juego, sin medir las consecuencias, si las pudiera haber.

¿Es por ti o por tu esposa? Por aquellos años yo no era consciente de que, en algunas

circunstancias podía ser pusilánime, pero recuerdo que en pocos días, varias personas, en

situaciones muy dispares, me lo habían insinuado, por eso fue como un golpe bajo, con las

defensas bajadas y, de entrada, no entendía nada y como tantas veces me sucedía cuando

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andaba perdido en un diálogo, hice una pregunta para tomar tiempo, ver qué salía e intentar

situarme en buena posición. ¿Qué quieres decir?, pregunté dando un paso más en la línea

que había abierto y que empezaba a gustarme, Quiero decir -siguió Alex-, que si tienes

miedo de tu esposa, porque cuando me vea llegue a intuir algo que todavía no ha pasado, o

es que tienes miedo de mí. Pues mira: en tu casa o fuera de ella, no puede pasar nada de lo

que creo que estás pensando. ¿De qué hablas? pregunté haciéndome el asombrado, aunque

probablemente el no pensó en que me habían sorprendido sus palabras, sino que no sabía

por dónde salir, y aunque quería parecer asombrado, en realidad debía tener cara de idiota.

El hecho es que caí en la cuenta de que estaba al borde de un precipicio y por un instante se

me abrió un paisaje nuevo, no esperado, que ahora me daba cuenta que existía, más bien se

me estaba desvelando. Ahora reconozco que por entonces no era precisamente un

adolescente incauto y virgen en este tipo de trances, pero también es cierto que no te

defiendes igual con cuarenta y pico años por medio que además los llevas cargados a tus

espaldas y apenas dejan asomar la valentía, fuerza y sinceridad, que a los veinte se tienen.

De lo que quieres que pase –insistió Alex. Paré el coche en el arcén, me arrellané en el

asiento, encendí un cigarrillo, ladeé la cabeza, después de soltar la primera bocanada de

humo y le dije, tratando de que no se notase demasiado que estaba nervioso y manteniendo

a la vez de una pose excesivamente autosuficiente, casi como un susurro: Tú estás loco,

Otro error, me dijo agudizando los ojos, como queriendo penetrar más allá de lo que mi

cara mostraba, lo cual debió ser harto difícil pues ni yo mismo sabía en aquel momento qué

hacer ni cómo. Hacía mucho tiempo que no deseaba algo tan fuerte y confuso y a la vez que

desease disimularlo con tanta delicadeza. Me agazapé sobre mí mismo y le dije, dispuesto a

todo, ¿Ah sí? Tal y como supuse Alex andaba también un tanto desorientado y recurrió a la

típica pregunta salvavidas, afirmando, Sí... Confundes a la persona que puede hacer una

locura con un loco. Lo dijo con un tono claramente de defensa, como aceptando que, en

última instancia, pasaría lo que yo quisiera y no parecía desagradarle, pero me dejaba a mí

en una posición, que aunque fuese la habitual, al fin y al cabo era el mayor, pero me

molestaba mucho que fuese tan evidente. Deduje, pues, qué me había puesto en una actitud

que no era habitual en mí, aunque reconozco que en aquella ocasión no me molestaba el

papel de ser suavemente agresor. No era mi forma de iniciar una aproximación. Sabía que

solo sirve con algunas mujeres de carácter fuerte que solo encuentran placer en la sumisión,

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pero no me parecía el caso de Alex. Me costaba sangre y sudor abrir mi intimidad, mucho

más que mi cuerpo y ya se sabe que para penetrar, en todos los sentidos, a una persona,

primero debes acariciar algunos de sus más íntimos sentimientos. En mi caso sin embargo,

una vez bajada la guardia y el recelo, que era la función defensiva que cumplía mi timidez,

una vez desnudo mi cuerpo, desnudaba mis sentimientos y no tenía rincones donde no

penetrase la luz de la mirada amiga. En más de una ocasión, cuando era demasiado tarde

ya, lo había lamentado. Y no escarmentaba, supongo que porque no quería. A posteriori

reconocía que siempre me había salido bien. Algo me decía que a mi edad debía ser más

abierto y explorar cuantas posibilidades se me diesen sin pararme a pensar demasiado en el

futuro, futuro que cada vez lo veía con menos sentido si éste no era como la prolongación

de un presente que por ahora se me iba presentando bien. Pero en numerosas ocasiones ni

encontraba la forma adecuada ni el momento justo. Hubo un silencio de los que se

establecen sin previo pacto ni aviso, parecido a una tregua que se da entre dos contrincantes

por cansancio mutuo y escaso interés en resultar vencedor, y que cada cual aprovecha para

hacer recuento de fuerzas e inspeccionar posiciones, sabiendo que habrá que volver al

ataque, o como cuando los artistas, en el entreacto descansan, fuman y beben a la vez que

repasan mentalmente, la entrada a escena con el siguiente acto. ¿En serio crees que tengo

ese concepto de ti?, Qué más da. La verdad es que no creo que te interese demasiado mi

vida. Así me dijo, y como era natural con ese tipo de frases que resulta dificilísimo saber

hacia dónde y mucho menos qué pretenden, de nuevo busqué tiempo y algo que contestar,

para que no diese la impresión de que estaba desconcertado. Tampoco es que me importase

demasiado lo que pensase él. Terminaba de conocerlo y aunque reconocía que era hermoso

y todos los caminos estaban abiertos, o eso me parecía en un exceso de autoestima o mejor

dicho de vanidad, en realidad prefería seguir el juego sutil que creía que estaba jugando.

Para entonces creía que, sin haberlo hablado con él, las reglas del juego ya estaban claras y

me encontraba muy bien jugando. Avancé posiciones, sin ánimo de avasallar. Sabía que

pese a su juventud lo entendería sin ofenderse. Bueno, sólo trataba de ser amable contigo y

hablar de algo. Debió ser la situación, la hora, un joven hermoso, los dos solos...Nunca

imagine que serías así. ¿Qué pretendes?, me dijo. Y añadió: Eres un hombre casado. En ese

momento, de no haber estado sentado supongo que me hubiese tambaleado y tendría que

haberme apoyado en algo sólido para no caer. El golpe había sido fuerte, pero más aún que

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la contundencia, me afectó el tono casi como de condescendencia, como si sentado varios

metros por encima de mi cabeza, me viese pequeñito, infantil y con una manifiesta

predisposición a perdonar mi travesura y seguir jugando. De repente encontré su flanco

débil y le dije, Ya veo que tienes poca imaginación. Me encontraba embarazado, lo sentía

así, aunque creo que Alex no lo percibía en toda su dimensión, afortunadamente. Lo que en

un principio parecía que iba a ser una línea recta estaba resultando muy quebrada y con

numerosos recovecos a los que atender y por los que me perdía de vez en cuando. Fue

entonces, medio perdido que entendí por qué él no parecía perderse y difícilmente lo pillaba

fuera de juego. Se trataba como si su sentido de la orientación no tuviera un norte y en

consecuencia su brújula siempre marcaba hacia donde debía. Mientras tanto había perdido

la noción del tiempo y el entorno hasta que caí en la cuenta de cómo pasaba el tiempo al

observar que el sol, redondo, grande y blando, con destellos metálicos, estaba saliendo

desde el mar y la noche iba suavizando su oscuridad como una antesala del amanecer el

cual, por el reflejo en el mar que hace de espejo, lo suaviza hasta que, con descaro y

enrojecido por el esfuerzo, de entre las sombras van surgiendo paisajes diversos. En los

aledaños, los surcos de alguna esteva profunda hacían parecer los campos como hojas

rayadas preparadas para escribir los sueños de algún aplicado agricultor en espera del fruto.

Consciente de dónde estaba y con quien, intenté penetrar por otro frente con otra pregunta

de las que sirven para cualquier situación y qué lógicamente apenas sirven para nada, salvo

para ganar, o perder tiempo. ¿No piensas nunca? ¿En qué?, me contestó pillado de

improviso. No sé. En cualquier cosa. En lo que haces, por ejemplo. No sirve de nada.

Cuanto más piensas peor. Además, te puede pasar como al ciempiés. Se puede vivir sin

pensar. Me di cuenta rápidamente que estaba dando tumbos sin saber cómo continuar con el

asedio, que era en aquel momento lo único que tenía claro. ¿Como los animales?, remaché

tratando de ser contundente. Sí. Como lo que deberíamos ser más a menudo. Otra vez me

quería noquear. Decidí hacer una finta y salté la barrera de la cortesía intentando hacerlo

desde una posición de hombre sensato y razonable. ¿Habría olvidado que podía ser su

padre? Oye, por cierto- insistí- deberías bajar los pies. No es por nada, pero me gusta tener

el coche limpio y llevas las zapatillas sucias de barro. Había acertado y se vio sorprendido

con mi cambio brusco replegándose mediante una contestación que lo ponía de nuevo en el

papel inicial de chico autoestopista recogido en una carretera solitaria en medio de la noche

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por un buen hombre al que no conocía. Su contestación, afirmando implícitamente no

ofrecía dudas. Perdona, hombre. Estábamos a quinientos metros del cruce anunciado por mí

y por el que me tenía que desviar. Puse el coche en marcha, y lo aparqué casi de inmediato

a doscientos metros, en un pequeño descampado que había en el ángulo que formaba la

carretera por la que veníamos con la que debía coger para ir a mi casa. De esta manera,

Alex quedó con la puerta cerca de unos matorrales, yo en la misma ralla de la carretera

principal y el coche ligeramente inclinado hacia Alex. Apague las luces de posición y el

motor. Encendí un cigarrillo y le ofrecí otro a Alex. ¿Quieres?, Sí. Espera. Mientras

contestaba, Alex se puso de rodillas sobre su asiento y por entre los apoyacabezas de los

dos asientos delanteros, rozándome, metió medio cuerpo hacia los de atrás, intentando

llegar a la bolsa de deporte que seguía allí, donde él la había puesto al principio. Mientras

hurgaba en la bolsa, buscando algo entre la ropa, volví a observar fijamente el cuerpo

arqueado del muchacho. En esta ocasión, me sorprendí mirando con deseo su cuerpo

esbelto. Fue un momento porque, sin ningún motivo, me dio la impresión que alguien desde

algún punto de la semioscuridad del amanecer nos estaba observando atentamente. Pero no

fue eso lo que me puso nervioso y alterado, fue que estaba seguro que si hubiera alguien

estaría adivinando mis pensamientos. Recuerdo perfectamente que nada sucedió, pero en

aquel momento estaba convencido de que si hubiera habido alguien se habría acercado

recriminándome. Pero estaba lanzado. Quería terminar fuese cual fuese el desenlace que me

esperaba. Corrí mi asiento hacia atrás para ponerlo a la altura del de Alex y como al

descuido dejé la mano derecha sobre su pantorrilla y la mantuve mientras el encontró lo que

buscaba en la mochila. Cuando se sentó mi mano seguía igual pero al cambiar de posición

quedó tocando su muslo. Tenía que notarla, estaba seguro, pero cuando me ofreció lo que

había encontrado en el macuto, una botella mediana de whisky medio vacía, me llegó

todavía un S.O.S, último aviso al que no hice caso. ¿Un trago?, me invitó envuelto en una

sonrisa amplia y fresca. Imposible de observar alguna doblez, por más que intenté

resistirme. Toma un poco, anda. Por aquí no debe haber controles de alcoholemia- dijo,

guiñándome un ojo. Observé que me apetecía que las cosas tomaran las riendas sin

consultarme. ¿Qué hacemos?, se me ocurrió decir mientras seguía con una mano en su

muslo. Bebí un sorbo en la espera, y se la ofrecí. De repente sin dar crédito a lo que oía, me

dijo, Podíamos quedarnos a dormir aquí en el coche. Total está amaneciendo y me largaré

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con el primer vehículo que pase. ¿Te parece? Su crueldad me pareció increíble y a punto

estuve de decirle que se largara, hasta que me fije en su sonrisa cargada de ironía y deseo y

consideré que, por una vez al menos, tenía derecho a violentarlo, y puede que si era lo que

intuía, todo saliese como debía. La verdad es que, en contra de lo que aquel día, en aquel

momento pensé que estaba dispuesto a hacer, tenía claro que estaba derrotado, entregado y

dispuesto a lo que Alex hubiera querido. Creo que en el fondo, incluso hubiese aceptado

llevarlo a mi casa y que hubiera pasado los días de vacaciones que decía tener, allí conmigo

y mi esposa. Una locura que quedó en el aire. Quizá por eso, para mí Alex no fue, como

pudiera parecer, una aventura. En realidad, los hechos y nosotros como sujetos de los

mismos, suelen tener una significación visible, relativamente fácil de entender, pero por el

sustrato, a escasa distancia de la epidermis, aunque oculta, corre siempre hay una

alternativa que tienta y tienta y ofrece otra salida. De ahí que, incluso cuando el tiempo

viene a demostrar que estuvo bien la decisión que tomamos, queda siempre un interrogante

colgado de qué hubiese sucedido con otra decisión posible. Vano intento, después, de saber

qué hubiera pasado. Supongo que este mecanismo mental es el principal responsable de que

nunca seamos totalmente felices. La memoria, en ocasiones, tal casquivana siempre,

incluso nos hace dudar respecto a si tomamos la decisión que creemos o fue otra. Al final

me quedé inmóvil. Tenía la impresión de que tiraban de mis brazos dos percherones, uno de

cada brazo en sentido contrario y que en cualquier momento si uno de los dos no cedía,

podían rajarme por la mitad. Mientras bebía me había puesto de lado en el límite interior

del asiento, subí la mano derecha que seguía en el muslo de Alex, y serenándome di un

paso más. Le cogí la cabeza por la nuca, la acerque hacia mí y conseguí besarlo. Tal vez no

podía pasar más que lo que pasó, el hecho fue que el deseo derribó las pocas defensas que

todavía se mantenían en pié, de manera que Alex se ladeó un poco, nos besamos de nuevo,

con recelo al principio, temerosos quizá de hasta dónde podíamos llegar. Con ansia después

seguimos besándonos. Alex fue bajando por mi pecho hasta llegar a la bragueta, mordiendo

con suavidad y aspirando profundamente, momento que aproveché para abatir mi asiento

hacia atrás y abrir un poco las piernas. Solo fue un momento, porque su habilidad hizo que

no tuviera necesidad de preocuparme, de manera que le agradecí sus mimos acariciándole

la cabeza, cuando el ritmo de Alex lo hacía posible, porque elevaba su posición para

mirarme. Cuando noté por su excitación que con su otra mano estaba cerca de provocarse

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una convulsión, intenté y conseguí que llegásemos al éxtasis los dos a la vez y recordé el

verso: Si no me quieres comer, rózame al menos con tu lengua hasta que mire al cielo de

frente. Después de unos largos minutos de silencio, me pareció que ninguno de los dos

sabía qué hacer o decir. Parecía como si luego de aquella explosión de suave lujuria

estuviera peregrinando por su asombrada y relajada mirada y solo me atreví a acariciar los

contornos de sus mejillas encendidas y me extrañó, dada su juventud, que en su frente

hubiera podido leer un rótulo impreciso, grafiado con una extraña lengua que dijese; no

puedo más. Como si me reprendiese acusándome de buscar un hombre cuando sabía que él

era un niño cruel, burlón y sin ningún miedo a la indecencia de morir. Me abroché el

pantalón, encendí un cigarrillo y pensé que la brisa del mar estaba a nuestro alcance.

¿Quieres que bajemos del coche?, le dije. Alex intentó contestar, pero su voz quedó

ahogada por el chirriar de un coche que frenó de manera brusca en mitad de la carretera

principal. Bajó un joven de unos veintitantos años, vestido de esport, que se acercó a mi

ventanilla. Recuperé el control de mis manos y enderecé la posición de mi cuerpo y pude

oír, como en un sueño. Oigan, para la ciudad, ¿voy bien, recto? Alex, presuroso como

despertándose de un sueño, preguntó antes de que pudiese yo decir nada: ¿Vas a la ciudad?,

Sí. Eso intento, llegar- contesto el conductor. ¿Me llevas? La oscuridad de la noche había

desaparecido y un nuevo día se anunciaba con todo lujo de detalles. Presentí el desenlace y

quise retener la fragancia de su sonrisa, los titubeos de sus ojos y los trazos de sus

caricias.Pero fue en vano. Alex se volvió a mirarme, como agradecido no sé de qué. Me

cogió con ambas manos la cara, y me miró a los ojos. Se acercó despacio y me dio un beso

largo. Recogió la bolsa de deporte, que casi no pudo pasar por entre los asientos y bajando

él y la bolsa, me dijo. !Gracias y suerte¡ Ya fuera del coche, después de rodearlo y antes de

subir al que iba a llevarlo a la ciudad, me saludo con la mano extendida. Prendido de su

mirada no tuve tiempo de mirar su esbelto cuerpo ni su andar de felino, sereno y satisfecho

pero sabía que su sonrisa era tan ancha que había cubierto mi infancia, mi juventud y aun

mi futuro. Tal vez por eso su silueta se me quedo un poco borrosa. Arranqué el coche,

encendí un cigarrillo, conecte la radio y habían terminado la cantata de Telemann. Ahora

era el adagio del concierto para oboe de Marcello el que sonaba. Pero no quise ponerme

sentimental porque un futuro perfectamente previsto y secuenciado me esperaba, y seguí

conduciendo. Faltaba poco para llegar. A Alex no lo he vuelto a ver, pero he tenido

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diversas explicaciones del significado de aquel extraño encuentro, según pasaban los días y

los meses. Durante las siguientes semanas, al despertarme por las mañanas y ponerme

delante del espejo para afeitarme y acicalarme mi cara, llegaba a la conclusión de que,

necesariamente había sido un sueño. Posteriormente, viajando por ciudades y pueblos, me

pareció verlo por la calle, en un bar, en el tren, hasta que llegué a la conclusión de que

debía haber miles y miles de muchachos como Alex, con cuerpos igualmente atractivos,

con sus mismos ojos, sus mismos cabellos castaños hasta media espalda y con la misma

sonrisa. Incluso con la misma ropa y, aunque no me atreví preguntar a ninguno, llamándose

también Alex. Ahora, en la medida de lo posible, mantengo varias versiones y según mi

estado de ánimo, recuerdo una u otra, todas de manera agradable. Almorzando un día con

una compañera del despacho, comenté el parecido, aunque no de qué lo conocía, y me

aclaró que son clones de un modelo diseñado por la moda globalizada. Pero no me hizo

dudar, estoy seguro de que todo lo que recuerdo pasó, al menos eso era lo que mi memoria,

cuidadosamente, guardó y no sé por qué, durante tanto tiempo, se me aparecía mezclado

con mi fantasía. Creo que aquel día, sin preverlo, caminé huyendo hacia un futuro tan

confuso como todo porvenir, quizá buscando mi pasado y tropecé con Alex y puede que

ambos mutásemos o tal vez dimos la vuelta y nos vimos la cara oculta.

Por eso digo que sí; Alex existió.