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LA BIBLIA DE LOSCAÍDOS

Tomo 1 del testamento deSombra

Fernando Trujillo Sanz

KINDLE EDITION

Copyright © 2011 FernandoTrujillo Sanz

http://www.facebook.com/[email protected]

Edición y correciónNieves García Bautista

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Diseño de portadaJavier Charro

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TOMO 1 DELTESTAMENTO DE

SOMBRA

Habrá quien opine que lasandanzas de un asesino no merecenser incluidas en estas crónicas. Perosolo yo, que poseo una visión global,estoy en disposición de saber quéacontecimientos deben ser narrados.Y la historia del vampiro llamadoSombra tendrá el hueco que lecorresponde.

Es mi deber advertir que no esposible leer el presente tomo sinconocer los hechos narrados en elTomo 0 de La Biblia de los Caídos, elorigen de estás crónicas y el puntode partida de toda esta historia.

Aquí comienza la historia de

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Sombra, el asesino.

Ramsey.

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VERSÍCULO 1

—Suelta ese crucifijo, anormal —gruñó Julio, lanzando un zarpazo a lasmanos de su compañero.

Óscar retrocedió para esquivar elgolpe mientras aferraba con másfuerza la cruz de plata que habíarobado en una iglesia poco antes deacudir allí. Era grande, pesada yestaba recargada con profusión dedetalles ornamentales.

—Nunca he visto a un vampiro —dijo con un leve temblor en la voz—.Tener un crucifijo me da confianza.

Julio carraspeó. El sonido rebotóentre las paredes curvadas del andén.Eran las tres de la madrugada y laestación de metro de San Bernardo

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estaba desierta.—No eres creyente —se burló—.

No te servirá de nada. Pero no temas,los vampiros no beben sangre deidiotas. Tengo entendido que lesproduce diarrea. Se cagan patas abajo.

Óscar no se dejó provocar nidesvió la atención de las manos de sucompañero. Sabía que esperaba unaoportunidad para arrebatarle la cruz.Julio podía ser muy molesto cuando seaburría. En el último trabajo que lesencargaron, les tocó escoltar a una delas chicas del jefe. Tuvieron queesperar en el coche cerca de cuatrohoras mientras la mujer se probabatoda la ropa de un centro comercial.Julio no paró de incordiarle concualquier pretexto. Y ahora, en aquelsolitario andén, no había mucho quehacer.

Además, él sí tenía miedo. Nopodía admitirlo abiertamente porque

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eso no ofrecía una buena imagen enalguien de su profesión. Se supone quenada puede asustar a un matón asueldo, y normalmente ese era el caso,pero no esta vez, no cuando se tratabade un...

—¡Cerrad el pico de una vez! ¡Losdos! —gruñó Emilio, el jefe.

Los dos guardaespaldasobedecieron. Irguieron sus musculososcuerpos y aguardaron. En esoinvertían la mayor parte del tiempo, enesperar. Emilio era un jefe razonable,quizás demasiado para ser elcabecilla de una red de tráfico dedrogas que introducía toda clase desustancias ilegales en Madrid.Hablaba mucho. En opinión de Óscar,Emilio sobreestimaba el poder de lapalabra y la conversación, lo cualdejaba poco lugar para la acciónintimidatoria, que era la especialidadde los dos guardaespaldas. Como

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consecuencia, tenían bastante tiempolibre, que Óscar invertía en elgimnasio. Curiosamente, ahora quedaba menos palizas a los morosos,estaba más fuerte que nunca. Quédesperdicio.

En cambio, con su anterior jefe,las cosas eran muy diferentes. Allícuando alguien se pasaba de la raya,Óscar se encargaba de señalarle alinsensato su error, de un mododoloroso, por supuesto, porque si no,se corría el riesgo de que el pobreinfeliz no aprendiera la lección.

—No creo que venga —dijo Julio—. En cualquier caso, sea o no unvampiro, es un impuntual.

Emilio consultó el reloj.—Esperaremos —dijo el jefe—.

Su reputación es intachable. Es elmejor, nunca falla, y siempre cumplesu palabra. Si se ha comprometido avenir, vendrá.

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Óscar se preguntó cómo el jefesabía tanto del vampiro. No es quefigurara en las páginas amarillas,precisamente, aunque en realidad,ningún asesino a sueldo lo hacía.

Julio se había ofrecido para hacerel trabajo él mismo, asegurando queentre él y Óscar podrían liquidar alobjetivo sin problemas. Óscar se pusobastante nervioso cuando se enteró delatrevimiento de su estúpidocompañero, que por supuesto no habíacontado con su opinión antes de abrirla bocaza. Por fortuna, Emilio era unhombre sensato y desestimó la oferta,les aseguró que ya tenía al hombreindicado para el trabajo. Óscarsuspiró aliviado. Una cosa eraproteger al jefe por la calle, intimidara algún camello que se pasara de laraya, y dar alguna que otra paliza aquien se retrasara en un pago, peromatar a una persona, asesinarla asangre fría, era algo muy diferente.

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Hacen falta algo más que músculospara lograrlo; es necesario talento,inteligencia, y otras cualidades queseguro que Julio no tenía. Tal vez elbocazas de su compañero podríaliquidar a un delincuente vulgar, en lacalle, a solas y sin un plan complejo.Pero se trataba de matar a un juez y deeso solo puede ocuparse unprofesional.

Óscar consiguió mantener lacompostura cuando Emilio les dijoque iba a contratar a un vampiro. Nosonrió ni frunció el ceño, ni preguntósi había oído bien. Por el contrario, semantuvo serio y esperó a que el jefeexplicara que había sido una broma.

Pero no lo era.Óscar había oído rumores en las

calles sobre vampiros, demonios yotras criaturas. Estupideces. La gentedice cualquier cosa cuando estádrogada o para asustar a los demás.

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También se hablaba de fantasmas,ángeles y toda clase de figurassobrenaturales muy poco originales.Incluso oyó una vez una leyenda sobreun hombre que no tenía alma. Menudabasura. Óscar se estaba cansando delidiar con tanta chusma en su trabajo,a veces incluso a pesar del dinero queganaba. Estaba ahorrando y calculabaque en un par de años, o tal vez tres,podría salir de aquel asquerosomundo.

Sin embargo, su jefe sí creía enesas historias, al menos, en losvampiros. Cuando les explicó quetenía a un asesino infalible y que setrataba del reputado Sombra, Óscar nopudo evitar sorprenderse. Aquelnombre le sonaba, estaba seguro deque lo había oído antes y en más deuna ocasión. La incertidumbre de norecordar más datos le llevó a robar elcrucifijo, por si acaso.

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Julio le dio una patada a una lataabollada, que fue rodando con unmolesto chirrido hasta caer en las víasdel metro. Dos ratas salieroncorriendo entre los raíles.

—¿No puedes estarte quieto? —lereprendió el jefe.

Julio se encogió de hombros.—A lo mejor el ruido asusta a los

vampiros.Un periódico que descansaba

sobre un banco se elevó en el aire yosciló en un baile lento y pausado. Elpanel electrónico que mostraba elnombre de la estación parpadeó. De laoscura boca del túnel surgió humo, talvez niebla. El aire susurró.

—La verdad es que el ruido nonos asusta. —Se giraron. Había unhombre justo detrás de Julio, con unasonrisa turbia en la cara—. Lo ciertoes que los que asustamos somos

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nosotros.Julio dio un paso atrás,

sobresaltado. El recién llegado era unhombre bien parecido, de cabellocastaño, un poco más largo de lo quedictaba la moda, pero que le conferíacierto aire rebelde y atractivo.Calzaba unas llamativas deportivas decolor rojo, vaqueros gastados y unacamisa de cuadros por fuera delpantalón, formando un conjunto muyinformal. Medía metro ochenta, más omenos, y aunque no estaba ni la mitadde fuerte que los fornidosguardaespaldas de Emilio, seadivinaba cierto tono muscular y bienproporcionado.

—Tú debes de ser Sombra —dijoEmilio.

—El mismo —confirmó el asesino—. Mis disculpas por el retraso. Otroasunto reclamaba mi atención.

Se movía con aire despreocupado,

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despacio, pero sin dejar de pasear. AÓscar le llamó la atención que tuvierala piel bronceada, le había imaginadotan pálido como una hoja de papel. Apesar de que fuera un vampiro y unasesino implacable, su aspecto no leimpresionó. No aparentaba más detreinta años, pocos para un auténticoprofesional, a menos, claro, que deverdad fuera inmortal. Lo cierto eraque contemplarle estaba disipando susmiedos, empezaba a creer que no setrataba de un vampiro.

—Tengo un trabajo para ti. —Eljefe chasqueó los dedos.

Óscar sacó un sobre condocumentación y se lo tendió aSombra, pero la atención del vampirose había dirigido a otra parte.

—Bonita cruz —dijo. Alargó lamano y acarició los bordes plateadoscon el dedo índice—. Es una cruzpresbiteriana. Su diseño está basado

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en las cruces celtas medievales deIrlanda y Gran Bretaña. Representauna doctrina protestante del siglo XVI,una opción religiosa interesante.

—Yo no... —Óscar se quedómomentáneamente sin palabras—. ¿Note desagrada?

—¿A mí? —se extrañó el vampiro—. Yo tengo tres, de oro.

—¿Podemos centrarnos en losnegocios? —dijo Emilio.

—Desde luego. —Sombra tomó elsobre y extrajo la documentación. Larepasó con mucha rapidez, un par desegundos por página—. Un juez... Noes una petición habitual.

—¿Ya has leído todo el informe?—preguntó Óscar un tanto asombrado.

—Leo muy deprisa —aseguróSombra.

Óscar no le creyó. Estaba claroque era un fanfarrón. Sintió el impulso

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de preguntarle algún dato concretopara desenmascararle, pero supusoque al jefe no le gustaría la idea. Elvampiro retomó sus andarestranquilos, deslizándose entre ellos,silencioso, echando algún vistazoesporádico a las páginas del informe.

—¿Algún problema? —quisosaber el jefe.

—En absoluto —contestó Sombra—. Entiendo que este caballero hainterferido en tus negocios y quiereslibrarte de él.

—Tu tarea es matar y los motivosno te interesan —dijo Emilio—. O almenos eso es lo que dicen de ti. Eso yque nunca fallas.

El vampiro se detuvo. Quedó deespaldas a ellos, mirando las vías delmetro.

—Puedes estar seguro de que yono fallo jamás. La pregunta era por

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simple curiosidad profesional.Emilio suspiró.—Es un juez muy testarudo. No

quiere aceptar un soborno y eso que lehe ofrecido una cantidad más querazonable... Es una de esas personascon moral, no las soporto. Haencarcelado a varios miembros de miorganización y se ha convertido en unaamenaza para mi red de tráfico dedrogas. Lo quiero muerto. Si eres tanbueno como se dice, puedes fijar elprecio que te convenga.

—Ya veo. Es una gran oferta, sinduda —dijo Sombra aún mirando a laoscuridad del túnel—. Claro queasesinar a un juez no será fácil.Provocará una investigación...

—¿Y eso qué más te da? —leinterrumpió Óscar—. ¿No eres unvampiro?

—Lo soy —dijo Sombra sin

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volverse.—Entonces no tendrás problemas

en matarle —siguió Óscar—. A no serque te hayas inventado esa chorradapara cobrar más pasta y dar miedo alos demás.

Sombra se volvió, le miródirectamente a los ojos.

—¿Te doy miedo?Óscar dejó la cruz en el suelo y

sacó su pistola.—No. Y no creo que seas un

vampiro —dijo mientras le apuntabadirectamente al pecho—. Más bieneres un fantoche.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Julio. Su forzudo compañeroretrocedió un paso.

—Guarda el arma —le ordenó eljefe.

Óscar no obedeció.

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—¿Por qué? Si es un vampiro deverdad, la bala no le hará nada. ¿Noes así?

Sombra empezó a andar hacia él,con una sonrisa encogida en loslabios. Se acercaba despacio,zigzagueando.

—Cierto, una bala no puededetenerme.

—¿Te has vuelto loco? —preguntóJulio.

—No lo hagas —insistió el jefe.El vampiro se acercó más,

siempre mirando directamente aÓscar.

—Quieres apretar el gatillo,¿verdad? Lo veo en tus ojos. —Sombra comenzó a caminar encírculos alrededor de Óscar, quemantenía el cañón apuntándole en todomomento—. Tienes dudas, deseasdispararme y averiguar si de verdad

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soy o no un vampiro. Suponías que elcrucifijo te protegería de mí, pero hascomprobado que no y eso te ha puestonervioso.

Sombra aceleró un poco el paso,estrechando un poco el círculo concada vuelta. Julio y Emilio le pedían aÓscar que bajara el arma, pero elguardaespaldas no les hacía caso.

—¡Retrocede! —gritó Óscar. Unagota de sudor resbaló por la mejilla.La pistola empezó a temblar en susmanos—. Dispararé, te lo advierto.

El asesino aumentó la velocidad.—Veo que eres un hombre muy

fuerte y musculoso. Si no soy unvampiro, no deberías necesitar esapistola para reducirme. Como puedesver, estoy desarmado. —Sombrasacudió su camisa de cuadros parahacer patente que no ocultaba nada.Siguió girando. Pasaba delante deJulio y Emilio cada vez más rápido,

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siempre bajo la amenaza del cañón deÓscar—. Pero no guardas la pistola.El miedo te domina.

Óscar estiró un poco el brazo.Ahora la pistola estaba a menos de unpalmo del pecho de Sombra. La manole temblaba.

—¡Te he dicho que retrocedas!—¿Por qué iba a hacerlo? La bala

no puede conmigo. Vamos, dispara ycompruébalo. No me pasará nada.

—¡Baja el arma, imbécil! —gritóJulio.

—¡Dejad de dar vueltas! —ordenóEmilio.

Sin detener su movimientoalrededor de Óscar, Sombra separólos brazos y colocó su pecho a uncentímetro escaso del cañón de lapistola.

—Así, justo en el corazón —dijo.El guardaespaldas, que continuaba

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girando al ritmo de Sombra paramantenerle encañonado, empezó asentirse confuso y mareado—. Manténel pulso, no tiembles tanto. Muchomejor así... Ahora dispara, acabemoscon esto.

—¡Tú te lo has buscado!—Hazlo —dijo Sombra, con

suavidad, casi en un susurro—. Noseas cobarde, vence tu miedo.¡Dispara!

Sombra sonrió y mostró loscolmillos. Se inclinó un poco haciadelante.

Óscar apretó el gatillo. Un disparoatronador resonó en el andén y quedóahogado por la punzada de un gemido.El corazón de Óscar latíadescontrolado. Cuando su manotemblorosa se abrió, la pistolahumeante rebotó contra el suelo.

—¿Qué has hecho? —gritó

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Emilio.Óscar aún no lo entendía. Hacía un

instante que Sombra le provocabadelante de él, rozando la pistola con elpecho, y de repente ya no estaba.

—Te dije que no me pasaría nada—susurró el vampiro al oído deÓscar, desde su espalda.

Emilio se agachó junto a Julio, queyacía en el suelo con una manchaoscura que empapaba su jersey. Eldisparo le había alcanzado en elcuello. Intentaba hablar, pero soloemitía sonidos incomprensibles,asfixiados por las pequeñas burbujasrojas que emanaban de sus labios.

—¡Maldito estúpido! —gruñóEmilio—. ¡Te ordené guardar el arma!

Julio convulsionó y le salió unborbotón de sangre por la boca. Lacabeza cayó inerte sobre su hombro.

Óscar estaba horrorizado. No

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podía creer lo que había hecho. Habíamatado a una persona y todo por culpade ese asqueroso...

Un golpe le obligó a doblar larodilla. Su brazo se retorció haciaatrás y el codo crujió con un dolorinsoportable. Sombra apareció denuevo ante él, con los colmillosextendidos, blancos y afilados,hermosos, terribles. Le mordió en elhombro del brazo que había mantenidoileso. Óscar aulló. Después sintió uncorte en el vientre. Cayó al suelo ynotó algo húmedo y caliente queresbalaba hacia las piernas.

Vio las zapatillas rojas de Sombraalejándose, despacio y sin prisa.

—¿Qué estás haciendo? —dijoEmilio, alarmado, desenfundando suarma.

—¿Otra pistola? —El vampiroavanzaba tranquilo y despreocupado.

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—¡Ya basta! Le has dado sumerecido a ese estúpido. —Emilio leapuntó—. El trato sigue en pie. Eljuez...

Óscar solo consiguió ver unborrón. El vampiro se colocó sobre eljefe en un movimiento apenasperceptible. Con un mordisco learrancó de cuajo la mano que sosteníael arma. Emilio abrió la boca y losojos en una máscara de estupor ante lavisión del muñón sanguinolento. Setambaleó hasta caer de rodillas. Lasangre manaba abundantemente,derramándose sobre el sucio suelo delandén.

El vampiro escupió la mano queaún sostenía la pistola. Su mandíbulaestaba manchada de rojo. Se agachósobre Emilio y clavó los colmillos enel cuello. Los ojos de Emilioapuntaron directamente a Óscarmientras el vampiro sorbía con

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ansiedad. El muñón se agitabadescontrolado, regando el suelo desangre.

Después de varios segundoseternos, Sombra soltó el cuerpo deEmilio, que se desplomó sobre uncharco purpúreo.

—¿Por... qué? —preguntó Óscaragonizando.

El vampiro se acercó hacia él.—No estoy interesado en el trato

—dijo Sombra—. El dinero no era elproblema, como habrás podidodeducir. No quiero matar a ese juez. Yla verdad es que no quiero que nadielo haga.

Puso su mano alrededor del cuellode Óscar y levantó un poco la cabezapara que pudiera verle mejor.

—Pero... eres un asesino... asueldo —murmuró el indefensoguardaespaldas.

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—Lo soy, pero este caso esdiferente. Verás, ese juez que queríaisque matara es mi hermano.

Óscar palideció.—Tu... reputación...—¡Oh, eso! Tampoco es un

problema. Hay dos formas demantener una reputación intachable.La primera es no fallar nunca, algoque se me da bastante bien. Lasegunda es para situaciones comoesta. Cuando no cumplo con lo que seespera de mí, nadie sale con vida y asíno pueden ensuciar mi fama, niextender rumores que alejen aposibles clientes. Lo entiendes,¿verdad?

Claro que lo entendía y demasiadobien.

—Piedad... Puedo unirme a ti...convertirme.

El vampiro acarició su barbilla.

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Abrió la boca, como previendo unsabroso placer, y un rojo brillantegoteó de sus colmillos.

—Otra oferta interesante —dijocon gesto reflexivo—.Desgraciadamente para ti, eresdemasiado feo para ser vampiro. Serequiere cierto estilo. Además, laconversión es prácticamenteimposible. Eso de que solo basta conmorder es un mito, como las cruces.Lo que por cierto me recuerda...Toma, sostenlo. —Sombra tomó elcrucifijo y lo colocó en el regazo delmoribundo—. Tal vez te proporcionealgún consuelo.

Lo último que Óscar vio fuerondos afilados colmillos cayendoimplacables sobre él, y lo último quesintió fueron dos punzadas atroces enel cuello.

Después, todo fue frío yoscuridad. Ninguna luz, como siempre

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había creído.

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VERSÍCULO 2

Saltar la tapia del cementerioresultó más complicado de lo quePablo esperaba. Ya no era ningúnjovenzuelo.

Resbaló por el muro de piedra yaterrizó en mala postura, se torció eltobillo.

—¡Qué asco de trabajo! —farfulló.

Caía una lluvia suave, fina, deesas que lo empapan todo. La pálidaluz de la luna se fundía con elresplandor amarillento y artificial delas farolas, creando tonalidadesdeprimentes.

Pablo masajeó el tobillo. Le dolía,

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pero no parecía nada serio, no estabainflamado. Se levantó, acomodó lamochila que llevaba a la espalda yestudió el muro de nuevo. No era muyalto, casi alcanzaba la parte de arribacon un salto. El problema era él, susobrepeso, los más de cincuenta añosque tenía que alzar hasta el otro lado yla ausencia total de ejercicio físico enlas últimas décadas.

Encontró un punto mejor para laescalada, un poco a la derecha, fueradel haz de luz derramado por lafarola. Encajó el pie derecho en unpequeño socavón y trepó hasta tocarla parte de arriba con las manos. Elagua resbalaba por la piedra y caíaincesante sobre él. Palpó con lasmanos hasta encontrar un agarraderofirme. Cuando por fin estuvo sentadosobre la tapia, se había quedado sinaliento, y tuvo que permanecer allíunos minutos recuperándose.

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Al caer en el lado del cementerio,le atravesó un aguijonazo en el tobillo.Maldijo.

Pablo avanzó entre las tumbas concuidado de no tropezar, alumbrando elresbaladizo camino con una linterna.Estaba muy oscuro. La nochedifuminaba los contornos de lascruces y las lápidas que le rodeaban.La lluvia tintineaba en los charcos. Alpasar junto a un árbol, Pablo escuchóun débil aleteo.

La mochila cada vez pesaba más,obligándole a caminar encorvado. Sealegró de arrojarla al suelo en cuantollegó a su destino. Estaba en unpequeño montículo cercado porarbustos, con una cruz de maderaclavada en la parte más elevada.

Pablo sacó la pala de la mochila.Retiró su cabello hacia atrás y se secóla frente lo mejor que pudo. Empezó acavar. Enterró la punta de la pala y

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luego la pisó con fuerza. Retiró unapaletada de barro arrojándola a unlado. El principio fue bastante fácil,pero la tierra estaba cada vez másdura. El agua seguía cayendo en suespalda, mezclándose con el sudor.Pablo tenía frío.

La pala se partió. El mango, hechode madera, se quebró bajo aquellapresión incesante. Pablo tuvo quearrodillarse y seguir cavando con laplancha metálica, el agujero aúnestaba a la mitad. Pronto, Pabloestuvo cubierto de barro y con losdedos doloridos.

—¡Qué asco de trabajo!Algo más tarde se detuvo. Ya no

podía más. Le ardían sus manos deoficinista, acomodadas al manejo deun bolígrafo o un ratón y poco más. Lalluvia y el frío no hacían sinoempeorarlo todo.

Pablo examinó el agujero, cerró un

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ojo y sopesó. Tal vez fuera suficiente.Sacó la caja de plata de la mochila yla arrastró hasta el agujero.Demasiado pequeño, una de lasesquinas sobresalía demasiado.Tendría que cavar más. La madreque...

—Tranquilo, ya estoy aquí.Pablo se sobresaltó al oír una voz

justo detrás de su oreja. Resbaló, cayóde lado, rodó hasta quedar boca arribacon el agua salpicando su cara.

Un hombre le contemplabaarropado por las sombras. El pelomojado le caía sobre el rostro. APablo le llamó la atención que notuviera una sola mota de barro en susplayeras azules.

—¿Sombra? —preguntó Pablo.—Ese soy yo —contestó el

vampiro.Pablo se sentó con dificultad y,

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con mayor esfuerzo aún, se levantó. Sehabía puesto perdido de barro.

—Iba a dejarte toda lainformación necesaria según elprotocolo que me han explicado —dijo Pablo—. Tenemos un objetivoque queremos que elimines.

Sombra asintió. Caminó sobre elbarro sin dejar huellas ni mancharse.Sacó la caja de plata del agujero.

—Hay mucho trabajo últimamente—dijo distraído. Acarició lacerradura de la caja, que se abrió conun chasquido—. Vayamos bajo eseárbol. Es molesto leer bajo la lluvia.

Pablo le siguió. Se sintió torpeenterrando los pies en el barromientras el vampiro se deslizabasobre él. No caía agua bajo las ramas,alguna gota suelta a lo sumo, perotampoco había un resquicio para laluz. Pablo apenas distinguía el rostrode Sombra, no estaba seguro de si le

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miraba directamente, y por supuesto,no podía ver su expresión.

Oía las hojas pasando,doblándose, deslizándose unas sobreotras. Le impresionó que Sombrapudiera leer en la oscuridad.

—Una información muy completa—dijo el vampiro—. Me gusta, teconfiere un aire profesional. Tefelicito, es una presentaciónimpecable. ¿Quién requiere misservicios con tanta diligencia?

—Mi jefe desea permanecer en elanonimato —contestó Pablo.

—Y yo deseo justo lo contrario.Pablo se removió incómodo.

Seguía empapado y el frío le estabaprovocando una leve tiritona.

—No es eso lo que dicen de ti. Sesupone que solo necesitas lainformación de la víctima.

—No creas todos los rumores que

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corren por ahí.La silueta del vampiro permanecía

inmóvil, apenas perceptible en lastinieblas.

—¿En serio? También dicen quenunca fallas —apuntó Pablo.

—Eso sí es cierto.—Me alegro, porque te hemos

escogido por tu reputación. Nadiemejor que tú para matar.

—Ya veo. En honor a la verdad, tediré que normalmente no indago sobrequién me contrata porque no es asuntomío ni me importan sus motivos. Esoes así para matar escoria normal ycorriente.

—Entiendo que con escoria terefieres a seres humanos.

—Con algunas excepciones, peroveo que captas la idea. —El vampirose acercó un poco. Pablo se mantuvoen su sitio, sin disimular el malestar

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que sentía por el dolor de sus manos yel tobillo torcido. Sombra no llegó atocarle—. Matar seres humanos,normales y corrientes, no suponeninguna complicación, tiene su precioy punto. Pero este objetivo es muydistinto y no me cabe duda de que losabes.

—Lo sé. —Pablo frotó su manoderecha. Un hilillo de sangre manó deun pequeño corte y resbaló por sumuñeca—. Pero la identidad de mijefe no es relevante para que desmuerte a la víctima.

Sombra dio otro paso, silencioso,y se quedó a un palmo escaso de lacara de Pablo.

—Eso lo decidiré yo. Tengo misnormas —susurró—. Veo quetiemblas. No, no te defiendas. Sé quees por el frío y tal vez por el esfuerzode cargar con ese cuerpo tan gordo.Hay que cuidarse, Pablito. —El

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vampiro se desplazó con pasoslaterales, rodeando a Pablo en círculoy confundiéndose con las tinieblas. Lalluvia seguía cayendo sobre el árbol—. También veo que no tienes miedo,aquí, a solas conmigo, con unvampiro, un depredador, un asesino. Yen un cementerio. Qué curioso.

Pablo esperó a que Sombraestuviera a su espalda para hablar.

—Tu reputación me protege. Soyun cliente.

—Mientes. —El vampirocompletó el círculo, se detuvo ante él—. Tus ojos te delatan, incluso en laoscuridad, sin apenas poder verme. Tuvoz, tu respiración, todo encaja. Notiene nada que ver con mi reputación.Realmente no sientes miedo. La razónes obvia. Ya has tratado con vampirosantes. ¿Me equivoco? No lo creo.Como poco, estás al corriente del ladosobrenatural del mundo, como dirían

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los humanos. —Pablo no respondió.Sombra retomó sus desplazamientoscirculares—. Por eso quiero conocera tu jefe. Sé que solo eres un peón. Noaprecio en ti cualidades más allá delas humanas, no puedes ser unvampiro o un hombre lobo, porejemplo. Al principio pensé que erasun mago, pero lo descarté en seguida.Ningún mago descuidaría de esamanera su forma física. Tu jefe es muylisto al utilizarte, está ocultando suidentidad al enviarte a ti. Eso medesagrada y no es bueno que pierda mibuen humor, Pablito.

—Si no vas a aceptar el trabajo,mejor me marcho —repuso Pablo—.Estoy empapado y tengo frío. Nopuedo revelar la identidad de mi jefe.

—Lo voy a aceptar, sientocuriosidad —aseguró el vampiro—. Yes un auténtico reto. Pero tengo queasegurarme de que no estoy trabajando

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para un ángel. Me dan asco, comopodrás imaginar.

—¿No te basta saber quién es elobjetivo para deducir que no puedeser un ángel?

—Lo cierto es que sí, pero teníaque desquitarme. En general, me gustaque la gente sepa por qué la destripo.Es una manía mía. Pasemos al asuntodel precio.

—El importe está especificado enlos documentos. Es muy elevado.Seguro que supera el de tus anteriorescontratos.

Sombra agitó los papeles en sumano.

—Me parece una cantidaddecente... para el primer pago —dijoel vampiro—. Quiero el doble. Seguroque tu enigmático jefe te ha autorizadoa negociar las cuestiones económicas.

—Es demasiado.

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—¿Esa es toda tu argumentación?—Sombra le miró, se pasó la manopor su largo flequillo—. Bien pues yodigo que no lo es. Te toca. Vamos,muéstrate elocuente.

—Puedo incrementar el importehasta llegar a...

—¡Mal! —le interrumpió elasesino—. Has cedido demasiadorápido. Así no se negocia, Pablito. Noeres tan bueno como pensaba. Oh, losé, el dinero no es tan importante. Esoes lo que delata tu actitud. Podríaspagar más. Tu jefe solo quiere que mecontrates, estabas predispuesto arendirte.

—Eso no es cierto. Yo...—Y ahora vuelves a mentir. Ya

deberías saber que no puedes. Estoabre una línea de pensamientointeresante. ¿Contaría con ello tu jefe?¿Sabría que yo leería tus intenciones?De ser así, estoy justo donde él quiere

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que esté. Claro que también puede serirrelevante. ¿Tú qué opinas?

Pablo se sintió un pocodesconcertado.

—Pues yo...—No importa —le volvió a cortar

Sombra—. No puedes saber si tu jefete utiliza o no, no lo intentes. Claroque yo en tu lugar me aseguraría parafuturos encargos.

El vampiro se paró delante dePablo e inclinó levemente la cabeza.Tenía algo en las manos que Pablo nopodía ver en la oscuridad.

—¿Ya hemos terminado? —preguntó Pablo.

—Casi —respondió Sombra—.No te robaré mucho más tiempo,Pablito. Me caes bien. Otrosmensajeros que han venido acontratarme han montado toda clase deespectáculos desagradables. Alguno

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hasta se ha meado encima. Un asco.Pero tú te has comportado muy bien,muy digno, sin titubear. Tu jefe puedeestar orgulloso. Y tu mujer también.Has cumplido con tu trabajo a laperfección. Incluso tu hija, Natalia,debería saber lo bien que se haportado su papá. —Pablo palideció.El vampiro siguió hablando—. Esapreciosa niña de diez años deberíapresumir en el colegio del magníficopadre que tiene, de cómo se enfrentaincluso con un vampiro. Claro que alo mejor los demás niños no la creen yle pegan. Podrían desfigurarle esebello rostro, con esos ojos verdes tangrandes. Las desgracias ocurren. Suautoestima se resentiría y ya nosacaría tan buenas notas, ni se le daríatan bien la pintura. Aunque si te soysincero, ese último cuadro que pintó,el del barco pirata, es una bazofia.Los colores...

—¡Ya basta! —Esta vez fue Pablo

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el que le interrumpió con la vozquebrada por el miedo—. ¿Cómopuedes saber todo eso de mi familia?¡Nunca nos habíamos visto!

—Tranquilo, Pablito. No hay quegritar en los cementerios, despertarása los muertos. Lo he sabido del mismomodo que he sabido tu nombre.

Pablo cayó en la cuenta de que nose había presentado. Pero eso le dabalo mismo, tenía que averiguar si sufamilia corría algún peligro. Su jefe lehabía dejado bien claro que eso eraimposible. Sin embargo, el vampiroconocía detalles privados acerca desu mujer y su hija.

—¿Cómo has sabido todo eso? —repitió forzándose a hablar en tonobajo.

—Mucho mejor así. Pensé que unhombre tan bien informado como tú losabría. Verás, algunos vampiros, comoyo, podemos leer la mente. Es un

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talento poco habitual, que solodominamos unos cuantosprivilegiados.

—¿Qué?... No tenía ni idea... No...No me...

—Relájate, Pablito, calma. —Sombra se situó junto a él y le pasó lamano por los hombros—. Respirahondo... Eso es, ya está... Una bromitade nada y casi te da un ataque. Esperoque me perdones. La verdad es que nopuedo leer la mente, ni ningúnvampiro que yo sepa, claro que yo nole sé todo. El caso es que te robé lacartera. —Sombra la agitó en el aire.Pablo se apresuró a cogerla yexaminar su interior—. No te herobado el dinero si es lo que tepreocupa. Unas fotos muy bonitas, porcierto. La de tu hija pintando el cuadroes la que más me gusta.

—¡Maldito hijo de...El vampiro le agarró la muñeca y

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la retorció. Pablo cayó al suelo derodillas.

—Cuidadito, Pablo. No tengohambre, pero no me provoques. —Lesacó a rastras de debajo del árbol y learrojó al suelo. Pablo cayó sobre elbarro, boca abajo—. Ahoraescúchame bien. —Sombra le levantóla cabeza tirando del pelo. Pablogimió, escupió tierra—. Ves esa cruzde madera, ¿verdad?, donde estabascavando. Mañana enterrarás una cajacon el primer pago, el que figura en eldocumento que me has entregado. Aldía siguiente enterrarás otra caja, conel mismo importe. Y cuando termine eltrabajo una tercera. Y lo harás túsolito. No quiero ver más que tucuerpo gordinflón por aquí o lolamentarás. ¿Lo has entendido?

Pablo agitó la cabeza.—Sí... pero eso es el triple... —

dijo con mucho esfuerzo, empapado

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por la lluvia y tragando arena—. Nosé si mi jefe lo aprobará.

—Pues más te vale —le advirtióel vampiro—. Si no tengo ese dinero,me ocuparé de tu familia. Lo primeroque haré será arrancarte los párpadospara obligarte a ver cómo lasdesangro. Me las comeré mientras aúnestén vivas. Puede que las muerda enlas piernas. ¿Sabes para qué? Para nodañar su garganta, para que puedanllorar y suplicar mientras las devorolentamente. La agonía de sus vocesserá lo último que llegue a tus oídos.

—No lo hagas, por favor —suplicó Pablo.

—Es fácil evitarlo. Paga.Sombra le soltó. La cabeza de

Pablo se estrelló una vez más contrael barro.

—Lo haré. Pero a lo mejor tengoque poner de mi propio dinero. Me

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obligarás a hipotecar la casa.—No haberte mezclado conmigo o

con vampiros —replicó el asesino—.Tampoco es fácil lo que me habéispedido. Estoy razonablemente segurode que no se ha hecho nunca. Hematado a toda clase de personas yseres, pero nunca he asesinado a unsanto, a uno de verdad, de los queestán en sintonía con Dios.

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VERSÍCULO 3

La música fluía por toda la casa.Las notas surgían del piano, en elsalón, con naturalidad. Se fundían enacordes y melodías que transitabanpor todos los estados de ánimo, desdela más profunda soledad hasta el calorde una amistosa conversación entreamigos.

Susana no pulsaba las teclas, lasacariciaba en un baile de dedosperfectamente sincronizados, guiadospor el sentimiento. Tocaba con losojos cerrados porque no necesitabamirar la partitura, se la sabía dememoria.

Cuando acabó la pieza, se sintiósatisfecha y relajada. Entonces,

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escuchó unas palmadas a su espalda.—Una interpretación excelente —

dijo una voz que conocía. Susana nose volvió—. Tu técnica me asombra.

—Tú siempre encuentras algo dequé quejarte —replicó ella en tonocansado—, algún detalle que criticar.

—No son críticas, sonobservaciones para que mejores,consejos.

Eso no impedía que Susana odiaraaquellas observaciones. Podíasoportarlas de cualquier persona, perono de él. Un vampiro no es unapersona. Permaneció dándole laespalda, de todos modos no podríaverle si él no quería. Seguramenteestaría oculto en alguna esquina, alamparo de una sombra, entre lascortinas, puede que en el techo. Eraimposible saberlo.

—Vamos, dilo —le instó Susana

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—. Indica en qué he fallado. Nopuedes resistirlo.

Finalmente se giró. Sombra estabasentado en el sofá, sonreía. El pelo lecaía casi hasta los hombros y elflequillo ocultaba parcialmente su ojoderecho. Llevaba una camisa decuadros y unas playeras, comosiempre, nunca le había visto con untraje. Con todo, y muy a su pesar, nopudo negar su atractivo. No eraespecialmente guapo, pero tenía...algo.

—Esta vez, no —dijo el vampiro—. Has estado impecable. Nuncahabía disfrutado tanto de un nocturnode Chopin. Tu mano izquierda hatocado las secuencias de corcheas a laperfección durante toda la pieza. Laúltima vez te apresuraste un poco alfinal. Y tu mano derecha se ha movidocon total libertad entre las frases deonce, veinte y veintidós notas. Ha sido

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digno de un profesional.Eso pensaba ella. Pero se resistía

a creer que Sombra estuvierasatisfecho del todo. Su oído devampiro era muy superior al suyo,ambos lo sabían, pero ella no leconsideraba alguien con quiencompararse. Ni siquiera aunque fueranfamilia.

—Si de verdad no añades nada —dijo ella—, yo sí que me quedaréasombrada.

Sombra separó las manos.—No tengo nada que criticar, no

me has dado opción. Lo juro por lomás sagrado. Únicamente...

Lo sabía. Siempre había algo. Lohabía hecho a la perfección, ambos losabían, pero eso no importaba. Si nohabía nada mal, se lo inventaría. Lacuestión era dejar constancia de suasquerosa superioridad, esa era la

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esencia de Sombra.—Únicamente, ¿qué? —le cortó

ella—. Suéltalo de una vez. Venga,escupe tu reproche, me da igual, estoyacostumbrada.

El vampiro la miró sin variar suexpresión.

—No es ningún reproche, ya te lohe dicho. Solo quería llamar tuatención sobre el piano. —Sombra seacercó a su lado en un suspiro. Pulsóuna tecla—. ¿Lo ves? Esto no es un la,es un la sostenido. Está ligeramentedesafinado. Bájalo un semitono yquedará perfecto.

—¡Bájalo tú, que tanto sabes depianos!

Susana se levantó. No se molestóen comprobar si efectivamente elpiano estaba desafinado. Seguro queasí era o Sombra no lo habría dicho.Debería sentirse molesta por no

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haberlo comprobado antes de tocar,pero lo que en realidad le enfadabaera que Sombra se hubiera dadocuenta y ella no.

—Espera un segundo —dijo elvampiro. Susana se detuvo en lapuerta del salón—. Te pediría queretiraras el espejo del pasillo, el de laentrada. Cuando venga Eva, no creoque sea bueno que pregunte por qué nome reflejo en él. ¿O has cambiado deopinión respecto a contarle quién soy?

—¡No! —repuso Susana—. Ni sete ocurra decírselo nunca. Solo tienequince años. ¿De verdad quieresdecirle quién es su tío en realidad?

—Esa decisión te corresponde ati. Eres su madre.

—Por supuesto que mecorresponde a mí y sigo pensado lomismo. Eva no lo sabrá. ¿Quierescontarle también a qué te dedicas?¿Esa es tu idea de cómo educar a una

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adolescente? ¿Le contarías cómoasesinas?

—No me gusta mentir —reflexionó Sombra—. Pero en esepunto estamos de acuerdo. Ya sabesque por Eva haría cualquier cosa.

Eso era cierto y otra de lasrazones por las que odiaba a Sombra.Cuando Eva tenía cinco años, elvampiro salvó a la niña de caersedesde un quinto piso. Un día ventoso,justo antes de ir a trabajar y con laniña aun en brazos, Susana salió a laterraza a coger al gato, que estabaescarbando en los tiestos y poniéndolotodo perdido de tierra. Un repentinogolpe de viento la cogió despreveniday la desestabilizó, provocando queresbalara con la tierra esparcida porel suelo. Susana perdió el equilibrio yse precipitó sobre la barandilla quedaba al exterior. La niña se le escapóde los brazos. Llegó a verla caer al

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vacío, agitando las manos con los ojosy la boca abiertos. Sombra aparecióde repente y la atrapó. Se quedócolgando boca abajo, aferrando lapequeña mano de Eva, y sujeto por lospies a la barandilla. Susana oyó losgritos de su pequeña, llamándola,muerta de miedo. Amanecía. Cuandoel sol se abrió paso entre las nubes, laespalda del vampiro empezó aexpulsar humo. Los gritos de Sombrase unieron a los de su hija, losahogaron por completo. Susana nuncahabía pensado que una gargantapudiera producir unos alaridos tanespantosos, jamás los olvidaría.Sombra resistió hasta que Susanaconsiguió tomar a su hija y ponerla asalvo. Luego se estrelló contra elsuelo. Susana le vio arrastrarse hastauna alcantarilla y desaparecer en suinterior. Pasaron tres años hasta que levolvieron a ver.

Por eso Susana consentía en

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mantener el contacto. Al principio, ledio las gracias de corazón. Su hijavivía gracias a él, pero era unvampiro. Mataba a la gente, ¡pordinero! El odio fue creciendo en suinterior con el paso del tiempo.Intentaba reprimirlo por haber salvadoa su pequeña, algo que nunca podríapagarle, pero sus sentimientos noatendían a razones. No podía aceptarplenamente a un asesino, así quecuando Sombra pasaba largosperiodos de tiempo sin visitarles, sealegraba.

—Si le dices la verdad, si se teocurre contarle que eres un asesino, tejuro que no la volverás a ver.

—No lo haré, tienes mi palabra.—Quitaré el espejo —dijo ella—.

Tu hermano llegará pronto, norevuelvas nada.

Susana salió del salón.

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Esteban odiaba llegar a casa de

noche. Significaba que había pasadootro día más apartado de su familia,sepultado por el trabajo.

Se limpió los pies en el felpudoaunque no estaban sucios. Eracomplicado mancharlos cuando nopisaba el mundo. Su trayecto diario lellevaba del garaje de su casa al deltrabajo, y ni siquiera tenía tiempo parasalir a comer fuera. Sus pisadas selimitaban a su casa, al coche y a laoficina.

Esteban pateaba el felpudomecánicamente, guiado por la rutina,mientras abría la puerta con la llave.Siguiendo esa misma rutina, colgó suabrigo en el ropero de la entrada, dejóel maletín en el suelo y se miró en un

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espejo de cuerpo entero con el marcode madera. Allí se aflojó el nudo de lacorbata mientras anunciaba:

—¡Ya estoy en casa!—Bienvenido —susurró una voz.Sonó justo detrás de él, muy cerca.

Sintió el aliento sobre su nuca, unaliento frío.

—¡La madre que... ! —sesobresaltó Esteban.

En el espejo no se reflejaba nadie,estaba él solo, con cara de susto. Sevolvió. Había un hombre a un palmoescaso de distancia, sonriendo.

—No pronuncies el nombre denuestra madre en vano —dijo elvampiro.

—¡Sombra! —Esteban le abrazócon fuerza. El vampiro palmeó suespalda—. Me alegro de verte. Cuántotiempo. —Le soltó y se retiró un pocopara observar mejor a su hermano—.

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Odio ver cómo te conservas, me hacesentir viejo. Y nunca me acostumbraréa lo del espejo.

—Ni yo. Me cuesta muchopeinarme.

—Muy gracioso. Ven, vamos atomar una copa. Hace mucho que nohablamos. —Esteban le llevó al salón.Tomó dos vasos y una botella dewhisky. Sombra dio un sorbo e hizo ungesto de aprobación—. Y hablando denuestra madre. Deberías llamarla. Ellay papá me preguntan siempre por ti.

El rostro de Sombra se oscureció.—Lo haré.Esteban sabía que no lo haría. Era

uno de los temas más delicados parasu hermano vampiro. Hacía años queSombra no veía a sus padres y eso eracomprensible. No podría explicar porqué era más joven que su hermanomenor. Pero llamarles por teléfono no

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debería suponer ningún problema.Los dos hermanos habían

acordado mentir a sus padres. Lescontaron que Sombra tenía un nuevotrabajo en Japón y que no podríaregresar a España en mucho tiempo.Esteban no imaginó que su hermanorompería todo contacto con ellos.Discutieron sobre ello una vez, solouna. Fue la única ocasión en que vio aSombra enfurecido y se le quitaron lasganas de volver a verle en ese estado.Al principio sospechó que tenía algoque ver con su nueva naturaleza, peroeso no explicaba que mantuviera elcontacto con él y su familia. Y no lecabía la menor duda de que Sombrales quería mucho a todos, a él, a suspadres, a su hija, incluso a su mujer,aunque Susana no se lo pusiera nadafácil.

Algo especial tenía que justificarque Sombra no llamara a sus padres.

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Tal vez le dolía demasiadorelacionarse con ellos. De todosmodos, nunca lo sabría, dado que suhermano no era dado a discutir eseasunto. Tampoco le gustaba hablar desu vida anterior a la conversión. Nomiraba fotos de cuando era joven, decuando era humano.

Por eso les había prohibido atodos emplear su verdadero nombre.Él decía que era para protegerles,para que no les pudieran relacionarnunca, y es posible que fuera cierto,pero solo era parte de la verdad. Sucambio de nombre también era unintento de borrar completamente supasado.

—Al menos podrías darme unteléfono en el que localizarte —sugirió Esteban.

Ese era otro punto que habíancomentado varias veces. La respuestade Sombra tampoco varió en esta

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ocasión.—Nada me gustaría más, pero

sabes que no puedo hacerlo —dijo—.Es por vuestra seguridad. Si algo maloos sucede, no temas, lo sabré yacudiré a tiempo de impedirlo.

Esteban se recostó en el sofá y sesirvió otra copa. Sombra le imitó.

—No todo han de ser malasnoticias, ¿sabes? Puedo querer hablarcontigo para compartir una buenanoticia, contarte las excelentes notasque ha sacado Eva o un casoimportante que haya resuelto.

El vampiro asintió.—Lo sé. Y me encantaría que

fuera de otra manera, pero esimposible. Mi condición no esreversible, no tiene sentido discutirlo.

Esteban captó la tristeza en laspalabras de su hermano. Se arrepintióde haber iniciado la conversación con

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el mismo tema de siempre, pero notenía muchas opciones. Sabía queSombra quería hablar de su familia,de Eva en particular, a la que adoraba,pero a Esteban también le gustaríasaber más de su hermano, impedir quese fuera convirtiendo en un extrañoque les visitaba de vez en cuando.Cada vez había menos en él delhermano mayor que siempre fue.

Paradójicamente, los hermanos sellevaban mejor desde que Sombra seconvirtió en un vampiro. Antes notenían una relación especialmentebuena. El último contacto quemantuvieron siendo ambos humanosfue una riña que a punto estuvo determinar en golpes. Sombra le quitó lanovia que Esteban tenía por aquelentonces, una mujer morena, preciosa,con un tatuaje en forma de florenroscada en la muñeca derecha. Aúnse acordaba de su excepcionalbelleza. Llevaba ocho meses saliendo

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con ella y llegó a pensar que algún díase casarían. Entonces su hermanomayor se entrometió y se la arrebató.Le odió por ello. No le bastaba conser el mayor, el primogénito y elfavorito de sus padres, también teníaque robarle a su chica. No era unsecreto que Sombra siempre habíasido más atractivo que él, peroEsteban se consideraba másinteligente y más maduro. Sinembargo, la chica prefirió al hermanomayor. Después de aquella pelea,Sombra desapareció por dos años.Cuando volvió a verle ya era unvampiro y Esteban acababa deconocer a Susana.

Al principio tuvo miedo de supropio hermano. No fue fácil aceptarque los vampiros existían y queSombra era uno de ellos. Nunca supocómo sucedió, ni qué fue de su antiguanovia. Le costó tiempo asimilar lanueva situación y tuvo un verdadero

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problema cuando Susana se enteró. Sumujer nunca le quiso cerca de ellos,hasta que Sombra salvó a Eva.

Ver a su hermano siempre le hacíarecordar. Probablemente porque seconservaba exactamente igual, con elmismo aspecto joven, de treinta años.Esteban ahora tenía cuarenta y cinco,apenas le quedaba pelo en la cabeza,había engordado y el estrés deltrabajo había hecho mella en su rostro,en forma de profundas arrugas quesumaban más años de los que tenía.Sombra, en cambio, estaba impecable.Había algo nuevo en él, algoindescriptible que le confería unmagnetismo especial, un nuevoatractivo. Tal vez fuera simplesugestión por saber que era inmortal.

—Te veo un poco cansado —dijoSombra—. ¿Problemas en lajudicatura?

—Mucho trabajo, demasiado —

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contestó Esteban, contento de alejar laconversación de la familia—. Lalabor de un juez nunca termina. ¿Cómote va a ti?

—Igual que a ti, por lo visto.Se quedaron en silencio. Esteban

sabía a qué se dedicaba su hermano,con lo que su respuesta tenía unasimplicaciones muy serias en las queprefería no pensar. Arrinconaba en sumente la idea de que su hermanomataba gente..., por dinero.

—Algún día me jubilaré —suspiróEsteban.

—¿Tanto trabajo tienes? —preguntó Sombra—. Antes te gustabamucho...

—Me hago mayor —explicó eljuez—. Es una sensación que tú nopuedes comprender.

El vampiro meneó la cabeza y sesirvió otra copa.

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—Es cierto. Ni siquiera laentendía cuando era humano, claro quenunca fui demasiado mayor. ¿Siguescon casos de tráfico de drogas?

Esteban asintió.—Nunca se terminan —dijo con

pesar—. Y eso que ha caído elcabecilla de una de las mayores redesde narcotráfico de España.

—¿Un tal Emilio no sé qué? Algohe leído en los periódicos —dijo elvampiro—. Creo que murió en elmetro, si no recuerdo mal.

A Esteban le extrañó que suhermano estuviera al corriente de esosasuntos y más le extrañó que Sombrano recordara los detalles, ya que teníamuy buena memoria.

—Sí, le arrojaron a la vía, a él y ados matones... ¡Espera un momento!—Esteban dejó el vaso sobre la mesa,miró a su hermano directamente a los

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ojos—. ¿Por qué me preguntas sobreesto? Tú no has tenido nada que ver,¿verdad?

—Pues claro que no. —Sombra sellevó las manos al pecho—. Solo meintereso por tu trabajo. ¿Te he mentidoalguna vez?

Esteban dudó, pero solo unsegundo. Confiaba en su hermano yera cierto que no le había mentidonunca desde que se había convertido.Ni siquiera le ocultó el hecho de serun vampiro y un asesino.

—Perdona, es que...—No pasa nada —repuso Sombra.

Así era su hermano, nunca se enfadabao casi nunca—. El caso es que en elmundillo en el que me muevo me llegaalgún rumor de vez en cuando. Tal vezdeberíais tomaros unas vacaciones.

—¿Por qué? Es mi trabajo y estoyhaciendo progresos. Desmantelar

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redes de narcotráfico es una granlabor para todo el país. Estoyorgulloso de ello.

—Y yo lo estoy de ti, perotambién me preocupo. Verás, esa genteno se detendrá ante nada.

—Ya lo sé —dijo el juez muytranquilo—. Han intentadosobornarme en más de una ocasión.

—La cosa podría ir a más.—¿Qué insinúas? ¿Que alguien va

a matarme?—No quiero ponerme dramático,

pero es una posibilidad —dijo elvampiro—. Por eso quería pedirte quete alejaras de esto por un tiempo.Podrías pedir una excedencia o algoasí...

—¡Pues claro! —se rio Esteban—. Podríamos irnos un año o dos avivir fuera, al Caribe, que hace buentiempo. Como la hipoteca se paga sola

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y todo es tan barato...—El dinero no es un problema. Yo

te lo puedo dar.El rostro de Esteban se tensó.—Dios mío, hablas en serio, ¿no?

—Sombra no dijo nada, pero Estebanleyó perfectamente su expresión—.¡No! No puedo hacer eso. No sé qué teasusta, hermano, pero esta es mi casay la de mi familia. Eva tiene aquí susamigos y su vida. Y no voy aabandonar mis responsabilidades. Yocreo en la labor que desempeño.

Se preparó para una réplica durade Sombra.

—Lo imaginaba —dijo el vampiromuy tranquilo—. No pretendía quetomaras una decisión, solo que loconsideraras.

—A lo mejor es por tu... trabajo.Piensas que todo el mundo resuelvesus diferencias matando a los demás,

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pero no es el caso.—Es posible —repuso Sombra—.

Pero piénsalo, hazlo por mí. Y siaccedes no quiero que el dinero sea unimpedimento. Tengo de sobra y quierodároslo, de verdad.

—Pero nosotros no lo queremos—intervino Susana entrando en elsalón. Llevaba un albornoz y el pelomojado. Era obvio que acababa desalir de la ducha. Esteban la besó, lehizo un hueco a su lado, en el sofá.Ella se sentó y le dio un trago a lacopa de Esteban—. A saber de dóndelo habrás sacado, dinero manchado desangre...

—Susana, no empecemos...—No importa, hermano —le cortó

Sombra—. No tiene sentido negar laverdad. Sí, el dinero está manchado,como tú dices, pero son mis manos lasque están sucias, no las vuestras.

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Susana bufó, dio otro trago largo,agitó el pelo mojado sobre su espalda.

—¿Eso cambia algo? Aceptardinero de un asesino sería aprobar esaconducta.

—Susana, él no es un asesinocomo los demás —intervino Esteban—. Él tiene que hacerlo...

—¿Para vivir? —terminó ella—.Mentira. Podría matar mucho menos.Él está orgulloso de su modo de vida,de su... talento —escupió.

Sombra se mantuvo relajado entodo momento.

—Tú misma lo has dicho —dijo elvampiro—. Seguiré matando. Queaceptes o no el dinero no lo cambiará.Y el dinero no va a desaparecer.Tómalo, haz algo bueno con él.

Susana se removió, se sacudió elbrazo que su marido había posadosobre sus hombros.

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—He dicho que no. Podemosganarnos la vida honradamente.

Esteban notó que su mujer secontenía. Estaba muy enfadada. Sepreguntó si habría discutido conSombra antes de que él llegara.

—No lo dudo —dijo el vampiro—. Pero ¿has pensado en Eva? Laestás privando de un dinero quepodría beneficiarla mucho, ahora y enel futuro. ¿Por qué negarle eso a tuhija?

—Porque el dinero no lo es todo.También tiene que aprender valores ynosotros debemos ser un ejemplo paraella.

—Ella no tendría por qué saber dedónde ha salido el dinero —insistióSombra—. Puedes contarle que lo hasganado invirtiendo en cualquier cosa.

—Yo no miento a mi hija —dijoSusana, mostrando claramente su

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irritación.—Entonces le habrás contado

quién soy en realidad, ¿verdad?Susana no respondió. Su rostro se

encendió de rabia. Esteban supo quedebía intentar rebajar la tensión.

—Es un tema complicado,hermano. Dejémoslo de momento. Yoentiendo tu preocupación por nosotrosy te lo agradezco, de verdad.

—Eso ya es algo —afirmóSombra.

—No me mires así, no lo soporto—dijo Susana—. Sé lo que estáspensando. Tú crees que soloaceptamos tu ayuda cuando nos vienebien, como cuando salvaste a Eva, yque otras veces te rechazamos porqueyo lo quiero así. Esteban esdemasiado bueno contigo para negartenada. Pero no es personal, Sombra. Yotambién veo lo que sientes por Eva.

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Es... tu trabajo. No se puede criar auna niña de ese modo. A lo mejor yano puedes entenderlo, no sé quéimplicaciones tiene el vampirismo enlas relaciones.

—Ya te he demostrado cómo meafecta respecto a vosotros. No deberíaimportaros nada más.

—Pero importa, Sombra —siguióella—. Nuestros actos importan, dejanhuella. Y los tuyos no son tolerables.Te propongo algo. ¿Quieresayudarnos? Gana el dinero de maneralegal, honesta y entonces lo aceptaréencantada. Ni siquiera tienes quedejar de matar, solo conseguir otrométodo alternativo de ganar dinero.

—¿Piensas que puedo echar uncurrículo en una empresa y asistir auna entrevista?

—Pienso que eres muy inteligentey que puedes esforzarte, pero no loharás, ¿verdad? Claro que no, porque

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te gusta matar. Ese es el auténticoproblema.

—Hago lo que sé hacer. No haynada malo en que me guste.

Susana asintió con tristeza.—Y aun así no entiendes por qué

no puedo aceptar tu dinero.—Por supuesto que no —dijo

Sombra—. En primer lugar, noolvides que alguien me lo pide y mecontrata. Si yo me negara, otro asesinomataría al objetivo. Pero la verdaderarazón por la que mis víctimas muerenes por sus diferencias con los que mecontratan y que a mí no me incumben.¿Culpas a un soldado por matar en unaguerra? No, sabes que se lo hanordenado y que esas órdenes son laconsecuencia de un conflicto, que esel causante de la guerra.

—¿Te estás comparando a unsoldado? ¿Así es como te ves?

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—No, es solo para explicar miopinión. Lo cierto es que yo meconsidero mil veces mejor. Nuncapodré matar tanto como vuestrasguerras, ni exterminaré animales parallevar abrigos, por ejemplo. Ni harélas barbaridades que le hacéis alplaneta. Es vuestro odio el causantede todo. Si de verdad buscas unmonstruo no tienes que mirarme a mí.Los tienes mucho más cerca. ¿Sabíasque los vampiros no se matan entreellos? Ni un solo vampiro ha muerto amanos de un semejante desde hacemás de dos mil años. A ver cuándoconseguís vosotros dejar las guerras,o que millones de niños dejen demorir desnutridos mientras tú y unospocos gozáis de todos los lujosimaginables. Así que si os vais aseguir matando, yo me seguiréaprovechando porque tengo quehacerlo para vivir, y sí, tambiénporque disfruto. Pero sobre todo,

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porque soy condenadamente bueno.Esteban conocía la opinión de

Sombra, no debería haberlesorprendido escucharla de nuevo.Pero en esta ocasión había algodiferente. Su forma de referirse a loshumanos enfatizaba más que él no loera. Antes no se expresaba así, suspalabras no le alejaban tanto de laespecie humana.

Susana no se dio por vencida.—Estás empleando los males de

mundo para justificarte, tomando unproblema universal, como el hambredel mundo para defender tu posición.Pero no funciona. Aunque hay ciertaverdad en tus palabras, eso no cambiael hecho de que eres capaz de coger aotro ser humano y extinguir su vida,verle morir entre tus brazos,seguramente incluso escuchar sussúplicas... y disfrutar al mismotiempo. No me creo que cuando matas

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a una pobre víctima estés pensando enel hambre del continente africano. Esoes algo que te dices más tarde paravernos como monstruos, para nosentirte mal.

—Mi visión del mundo...—¡Basta! —le cortó ella—. Eres

un asesino. Y yo decido cómo educara mi hija, nadie más. —Susana le diouna palmada a Esteban dando aentender que él también. El juezasintió sin decir nada para nointerrumpirla—. Y se acabó ladiscusión.

—Por supuesto —convino Sombra—. Ya te he dicho que nuncainterferiría entre vosotros. Solo tratode ayudar. Pero necesito pediros algo,un favor simple que no os costará.

Susana puso mala cara. Estebanapretó su mano.

—Está bien. Te debemos mucho,

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Sombra. Intentaré hacerte ese favor,pero no nos pidas que nos mudemos.

—Es infinitamente más sencillo.Solo quiero que colguéis un cuadro.

Esteban y Susana se miraron.—¿Eso es todo? —preguntó el

juez.—Hay algo más —dijo Susana—.

Seguro que no es un cuadro normal.¿Qué tiene ese cuadro de especial?

—No es un cuadro normal, tienesrazón —admitió el vampiro—.Contiene una runa, un símbolo. Nonecesitáis saber qué significa. Osprometo que no notaréis nada extraño,será como un cuadro corriente. Peroyo me sentiré mejor si lo tenéis. Porfavor, aceptadlo.

—De acuerdo —dijo Susana trasunos segundos de vacilación.

El vampiro fue a una esquina delsalón, detrás del piano. Regresó con

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el cuadro en las manos y se lo tendió ala pareja.

—No veo ningún símbolo —dijoEsteban.

—Está camuflado en el dibujo —aclaró Sombra.

—Es bastante feo —observóSusana—. Buscaré un lugar en el queno se vea mucho. Tal vez ahí, al ladode la ventana.

—No —dijo Sombra—. Tiene queestar en la entrada de la casa. Podríasponerlo en lugar del espejo. Así notienes que quitarlo cuando yo venga.

Susana endureció su expresión.—Como este símbolo nos traiga

alguna consecuencia...—No lo hará, te lo prometo. Solo

me avisará a mí si tenéis algúnproblema. Eso es todo.

—Está bien, lo colgaré mañana —

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dijo Esteban.—Así me quedo más tranquilo —

dijo Sombra.—Han descubierto tu identidad,

¿no es eso? —preguntó Susana.—No. Te aseguro que nadie

conoce mi verdadero nombre.—Entonces, ¿qué pasa? Ese es el

problema de andar entre asesinos ydelincuentes. Nada bueno puede salirde esto.

—¡Ya basta! —dijo Esteban—.No vamos a volver a lo mismo. Essolo un cuadro.

—Está bien —dijo Susana—.Colgaré el maldito cuadro, pero noquiero más ayudas por tu parte. ¿Estáclaro?

Sombra acarició su barbilla congesto pensativo.

—Entonces hay algo que debería

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confesarte.—¡Lo sabía! —dijo Susana en

tono triunfal—. Siempre hay algo máscontigo. ¿Qué has hecho Sombra?

—Fue mientras esperaba a mihermano... Afiné tu piano.

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VERSÍCULO 4

Un monje descendió por laescalera de piedra tan rápido como leera posible. Las pisadas resonabanentre los muros de la iglesia, en lomás profundo de sus entrañas, dondedescansaba una estancia de cuyaexistencia muy pocos teníanconocimiento.

Portaba un pesado candelabro contres velas a punto de consumirse. Lacera resbalaba por su grueso soportecentral, goteaba de vez en cuando.

El monje llegó a una puerta demadera antigua y resquebrajada,carcomida por la humedad en lasesquinas. La llave giró con dificultad,la cerradura se abrió con un chasquido

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seco, chirriaron los goznes.La luz oscilante de las velas

despejó la estancia, ahuyentando laoscuridad lo suficiente para descubriruna figura arrodillada en el suelodelante de un libro. El monje inclinólevemente la cabeza y aguardó.

Pasó el tiempo.El padre Jorge por fin se levantó,

con el apoyo de su bastón, y se acercóal monje caminando lentamente.Demasiados años en este mundo parasu desgastado cuerpo.

—Mis estudios han concluido porhoy.

—No quería interrumpirle, padre—dijo el monje—. Tengo uncomunicado de uno de sus hermanos.

—Léemelo mientras subimos, hijomío, y permite que me apoye en tubrazo.

El monje esperó a que el padre

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Jorge se aferrara a su brazo izquierdoantes de salir y cerrar la cámara. Ensu interior solo había libros. Tomos deuna antigüedad incalculable, hechosde todos los materiales imaginables,la mayoría gruesos, con tapas duras ypolvorientas. Se apilaban enestanterías amoldadas a la formaredonda de la estancia, que se alzabamuchos metros, tantos como recorríala escalera circular por la que iban aascender. El monje no sabía cómo elpadre Jorge era capaz de alcanzar laparte alta de las estanterías, la queestaba a varios metros sobre sucabeza.

—Sus hermanos están inquietos,padre —le informó el monje.Acomodaba el paso al lento ritmo delanciano—. Consideran que estáempleando un tiempo excesivo enestudiar al Gris y su posible cura.Alguno incluso cuestiona laconveniencia de seguir confesándole.

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—¿Es todo? —preguntó el padreJorge.

—No. Pero si me lo permite, megustaría añadir que más gentecomparte esa inquietud en esta iglesia,padre. Desde que conoció al Gris, nohace más que estudiar en esa cámara.Su salud se resiente, lo noto.

El padre Jorge jadeó.—Mi salud durará hasta que

llegue mi hora y ese momento lodecidirá nuestro señor. Mientras tanto,debo confiar en mi instinto. El Gris,aquel que no tiene alma, estárelacionado de algún modo con losacontecimientos más importantes delos últimos tiempos, lo presiento.Debe ser curado.

El monje guardó silencio duranteunos cuantos escalones, no se atrevíaa contradecir al padre Jorge. Podíaaconsejarle, expresarle una opinión,pero una vez que se pronunciaba sobre

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un asunto, no podía llevarle lacontraria a un hombre santo.

—Algunos de sus hermanos —dijoel monje tras unos segundos— estánconsiderando venir a Madrid ainvestigar la muerte de Samael. Hayuno en particular, un santo de quien notenía conocimiento, que llama laatención sobre un hecho singular. Viveen París y hace referencia a unapresencia extraña en la torre Eiffel. Setrata, según él, de algo nuevo, quenunca antes había sentido, y queescapa a la percepción de la gentenormal. Es su condición de santo loque le permite detectarlo. Otroshermanos no parecen considerar esepunto como prioritario...

—Yo sí. —El padre Jorge sedetuvo. El monje no supo si estabacansado o era debido a la noticia—.Ese hermano de París, ¿tienes sunombre? —El monje asintió—.

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Excelente. Tendré que comunicarmecon él. Su hallazgo es de la máximaimportancia, tengo que asegurarme deque esa presencia es la misma que hecaptado yo aquí, en Madrid. De serasí, podría ser algo demasiado grande,incluso para nosotros...

Se quedó mirando al muro con losojos desenfocados. El monje esperópacientemente a que el padre Jorgereanudara el ascenso.

La planta central de la iglesiaestaba desierta. Era muy tarde, casimedianoche, y ya se habían retiradotodos los feligreses. Caminaron ensilencio por el pasillo central. Elsonido del bastón del padre Jorgellenaba el vacío de la pequeña iglesia,acompañado por el susurro de surespiración entrecortada. El monjesospechaba que la agitación del padreJorge era debida a las noticias de sushermanos, no al esfuerzo físico de

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subir las escaleras. Se trataba de unhombre mayor, y aunque nadie conocíasu edad exacta, no podía tener menosde ochenta años a juzgar por suaspecto. Aun así, le había vistomuchas veces subir por la largasucesión de peldaños de piedra, sinayuda, salvo la que le proporcionabael bastón.

La puerta de la iglesia se abrió enese momento, dejando que el frío de lanoche invadiera el interior. El padreJorge y el monje se detuvieron.Alguien entró, cerró la puerta ycaminó hacia ellos. Era un hombrealto, de hombros anchos y posturarecta.

Saludó con un ademán.—Es algo tarde para una visita,

hijo mío —dijo el padre Jorge.El monje conocía al recién

llegado. Se llamaba Javier Arnao, unempresario de considerable éxito y un

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firme creyente, que hacía muchos añosque trataba con el padre Jorge. Comotodos los asiduos a su iglesia, elempresario adivinaba algo especial enel anciano, pero no sabía que setrataba de un santo, un santo auténtico,de los que perciben a Dios. Nisiquiera la iglesia tenía conocimientode la existencia de los santos.

—No he podido venir antes, padre—explicó Javier—. Y no he queridoesperar a mañana. Me arriesgaba aque los negocios volvieran a absorbermi tiempo por completo. Creo queusted querrá conocer la noticia que letraigo cuanto antes.

El monje entendió el problema. Alpadre Jorge no se le podía enviar uncorreo electrónico o llamarle almóvil. Si se quería contactar con éltenía que ser en persona y comprendíaque un hombre de la posición deJavier estuviera muy ocupado como

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para hacerlo durante el día.—Te ruego que seas breve, hijo

mío —dijo el padre Jorge—. Otrosasuntos reclaman mi atención.

—Desde luego, padre —dijoJavier—. Verá, hay un problema conel edificio de la calle Serrano. Voy atener que venderlo.

El monje vio cómo cambiaba elrostro del padre Jorge.

—¿Cómo es eso, hijo mío?—No he podido evitarlo —aclaró

Javier. Se le veía inquieto—. Lapresión ha sido brutal. Unanegociación durísima en la que heestado a punto de perder una de misempresas. He hecho cuanto he podido,consciente de que ese lugar esimportante para usted, padre. Pero nohe podido conservarlo. Son muchaslas personas que se quedarían sinempleo si no cedo, por no hablar de

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los accionistas, que quieren vender.—Comprendo —dijo el padre

Jorge. El monje empezó apreocuparse. Aquella debía de ser unamala noticia para turbar de ese modoal santo—. ¿Puedo saber quién es elcomprador?

—Es Mario Tancredo —dijoJavier—. Naturalmente, se escuda enun mediador, pero yo conozco suorganización lo suficiente. Es unhombre implacable, muy temido en elmundo de los negocios, se rumoreaque nunca ha fracasado en unaoperación. Contaba con la mayor partede las acciones de una de misempresas y podía haberla absorbido,de hecho creía que esa era suintención, pero al final ofrecióretirarse a cambio del edificio de lacalle Serrano y alguna que otracondición insignificante. Confieso queno lo comprendo.

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—No te apures —le dijo el padreJorge—. Me consta que habrás hechotodo lo posible y tú mismo lo hasdicho, te has preocupado porconservar los empleos de tu gente.Has obrado bien, hijo.

Se notaba el pesar que arrastrabanlas palabras del padre Jorge. El monjeno dudaba de la versión de Javier.Tiempo atrás había sido un tipomezquino y egoísta, pero el padreJorge le cambió, llegó hasta el fondode su ser. Javier Arnao dio un girocompleto a su vida y a sus negocios,se alejó de prácticas abusivas o pocoéticas, y mejoró en general. Tambiéncolaboró mucho con la iglesia desdeentonces, con generosas donaciones.Incluso creó una fundación de ayuda alos huérfanos con el padre Jorge.

—Siento no haber podido hacermás —dijo el empresario.

El padre Jorge se acercó a él.

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—Estoy orgulloso de ti, lo sabes,¿verdad? —El santo puso una manosobre el brazo de Javier. Elempresario asintió—. Me gustaríavisitar el edificio de la calle Serranouna última vez antes del traspaso.¿Podemos ir mañana?

Era una petición sorprendente. Elmonje no la hubiera creído si se lohubieran contado. El padre Jorge casinunca abandonaba la iglesia, y en lasrarísimas ocasiones en que lo hacía,era para ocuparse de asuntos de grantranscendencia.

—Puedo acompañarle por la tarde—dijo Javier—. Por la mañana tengoque supervisar un depósitoimportantísimo. Me entregan dosdiamantes únicos de valorincalculable.

—Por la tarde entonces.Se despidieron. Javier Arnao se

alejó con los hombros un poco caídos.

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El monje entendió que no le habíasido agradable transmitir aquellanoticia.

—¿Puedo preguntarle algo, padre?El santo inclinó la cabeza a modo

de afirmación.—Quieres saber qué hay en ese

terreno.—Es que no considero oportuno

que salga de la iglesia, padre —explicó el monje.

—Debo hacerlo. Tengo queconfirmar si está relacionado con elhallazgo de mi hermano en París...

Una cristalera saltó en pedazos. Elestruendo cortó la conversación deraíz. Cuando los dos hombres alzaronla vista, vieron una pequeña lluvia decristales derramarse desde la partesuperior de la iglesia. Otra cristalera,que estaba situada enfrente, tambiénreventó. Algo la atravesó desde el

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exterior. Una a una, las pocasvidrieras de la pequeña iglesia sefueron rompiendo. Por suerte, el santoy el monje estaban en el pasillocentral y los fragmentos de cristal noles cayeron encima. Escucharongolpes pesados entre los bancos demadera. El monje se agachó entre dosque tenía a la derecha y después selevantó con un ladrillo en las manos.

—¿Qué es esto? —dijo atónito—.¿Vandalismo?

—No —respondió el padre Jorge—. No es eso. Hay alguien ahí fuera.

—¡Espéreme!El monje corrió a su lado. Le

ofreció el brazo de nuevo, pero elpadre Jorge lo rechazó. Nada másabrir la puerta, descubrieron cuál erael problema. Varios centinelasacudieron corriendo a la entrada de laiglesia. Se colocaron alrededor delpadre Jorge, preparados para

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protegerle de cualquier amenaza.Una pequeña escalera se extendía

desde la puerta de la iglesia. Al finalhabía un hombre, oculto por la sombrade un árbol, situado de modo que laluz de las farolas permitiera ver solosu silueta. Su brazo derecho estabaextendido, hacia arriba, fuera de laprotección de las sombras, y en sumano aprisionaba el cuello de Javier.El empresario daba patadas en el aire,luchando por llevar oxígeno a suspulmones.

—Volved dentro —ordenó elanciano—. Este asunto me conciernesolo a mí.

El monje obedeció de mala gana.Entró en la iglesia pero se quedó justodetrás de la puerta, observando, sinperder de vista al padre Jorge ni alextraño sujeto que estrangulaba aJavier. Los centinelas dudaron algomás de tiempo, pero al final

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retrocedieron hasta la entrada.El intruso abandonó el cobijo de

las sombras y se acercó al primerescalón, arrastrando al empresario sinesfuerzo. Tenía que serextraordinariamente fuerte. Se detuvosin llegar a pisar la escalera. Tenía elpelo largo, le rozaba los hombros.Vestía una camisa holgada, por fuerade los vaqueros, y calzaba unasplayeras muy llamativas. Inclinó lacabeza para mirar fijamente al padreJorge. La sonrisa que lucía hasta esemomento desapreció para dar lugar auna mueca.

—Si no me equivoco —dijo elpadre Jorge—, tu problema esconmigo, no con el hombre que estásestrangulando.

El desconocido se sorprendió.—Impresionante —dijo—. No

creía eso de que nadie puede hablarantes que un santo, pero es cierto. Una

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cualidad elegante, digna de miadmiración. No creo necesariorecalcar que si no mantiene a raya alos centinelas, me veré obligado acerrar la mano izquierda, hasta que lacabeza de este hombre se separe de sucuerpo. —El padre Jorge asintió—. Ysí, está en lo cierto. Mi problema escon usted. Aunque debo puntualizarque en realidad yo no tengo ningúnproblema. Usted sí que lo tiene,padre... Así es como le llaman, ¿no?Padre.

—Puedes llamarme como quieras,hijo. No cambiará la esencia denuestra confrontación.

—Estoy de acuerdo, padre. Sinembargo, soy de la opinión de que lasformas correctas facilitan lacomprensión mutua. Yo, por ejemplo,no me he disculpado por mi forma dereclamar su atención. Verá, no meseducía la idea de llamar a la puerta,

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pero a la vez quería asegurarme deque me tomara en serio. Me imaginoque unos cristales rotos no serán ungran trastorno, espero... Intento seroriginal, lo confieso. Mi nombre esSombra, por cierto. Una presentaciónadecuada es indispensable. El suyo yalo conozco, padre Jorge.

—Así es —dijo el santo—. Sinembargo, Sombra no es tu nombre, noconcuerda con tu alma. Imagino que loadquiriste tras convertirte en vampiro,para ocultar tu identidad,probablemente. De ser ese el caso,sigo sin conocer tu nombre, y por tantono puedo considerar tu presentacióncomo adecuada.

El monje se estremeció alescuchar que el agresor era unvampiro. No podía dejar que el padreJorge se enfrentara solo a un ser tanpeligroso. Debían hacer algo, loscentinelas tendrían que salir y acabar

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con ese tal Sombra, pero el santo leshabía dicho claramente que no seinmiscuyeran.

El vampiro se estaba tomando sutiempo para contestar. Javier gemía, ala vez que agarraba la muñeca de suagresor con las dos manos, intentandoizar su cuerpo y reducir de ese modola presión sobre su cuello.

—Una deducción muy perspicaz—repuso el vampiro—. Me gusta lagente inteligente. Por eso entenderá,padre, que no puedo revelar miverdadera identidad. Con Sombrahabrá de bastar. Ve usted mucho parahaberse dado cuenta tan pronto de micondición inmortal.

—Veo muchas cosas, hijo. Porejemplo, que el motivo de tu presenciano guarda relación con el hombre queestás estrangulando. Te pido que leliberes. Es a mí a quien quieres.

Sombra agitó un poco a Javier. La

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cara del empresario se estabatornando azulada.

—Lo haré encantado —dijoSombra—. Únicamente tiene quedescender por esa escalera, salir de laiglesia y venir hasta mí, solo porsupuesto. De nada sirve fingir que nosabemos qué ocurrirá, padre. Hevenido a matarle. ¿Por qué retrasar loinevitable?

—Es aventurado adelantaracontecimientos —repuso el padreJorge—. El futuro siempre es incierto.De todos modos, me temo que misactos están supeditados a los deseosde Dios, no a los tuyos, hijo.

El vampiro miró hacia otro lado,acariciando su barbilla con gestoreflexivo.

—No es una mala evasiva —concedió—. Recurrir a Dios en susargumentaciones le confiere ventaja,padre. Aunque de verdad esté en

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contacto con él, como aseguran, yo no,y no puedo rebatir los supuestosplanes de Dios porque solo usted losconoce.

—¿Cambiaría algo si tuvieras lacerteza de que no miento ni tergiversonada?

—Buena pregunta. No, nada enabsoluto. He aceptado el contrato ytengo que matarle. Volviendo al temade este hombre, creo que le haré caso.Lo soltaré como muestra de mi respetopor usted, padre. A cambio solo pidoque prolongue un poco nuestra charla.

El padre Jorge cambió el peso delcuerpo de una pierna a otra. Miró alvampiro y asintió.

Sombra abrió la mano. JavierArnao se desplomó con un gemido yretrocedió asustado, aspirando todo elaire que le era posible. Miró al padreJorge. El santo hizo un ademán con lacabeza y el empresario se alejó

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corriendo.—Una buena acción por tu parte,

hijo —dijo el anciano—. Ese es elcamino.

—Mi camino, padre, se hacruzado con el suyo. No sé a quién haincordiado para que me contraten,pero tiene que haber sido alguienimportante. Usted sabrá.

El monje tuvo ganas de gritar. Elpadre Jorge no había hecho nada maloa nadie, jamás. Sintió ganas degritárselo a ese vampiro asqueroso.Las personas a las que el santo habíaproporcionado consuelo u orientacióna lo largo de su vida eran incontables.Había participado en innumerablescausas benéficas a favor de lasociedad sin pedir nada a cambio, deun modo completamente altruista. Eraun ejemplo para los demás, un modeloa imitar. El monje no tenía ningunaduda de que el mundo mejoraría si

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hubiera más gente como él, o queaspirara a ser como él. Tampoco teníaninguna duda de que solo alguienesencialmente maligno podría querermatar a un santo.

Y sin embargo no estaba asustado.Quizá porque el padre Jorge semantenía imperturbable, plantandocara al vampiro sin mostrar temor,como debía ser teniendo a Dios de suparte. El monje sentía el calor delorgullo recorriendo su interior al ver aaquel anciano enfrentarse a unasesino, a uno de los peoresdepredadores que existían. Tenía unafe absoluta en el santo y estabaconvencido de que enviaría al infiernoa esa aberración de la naturaleza queno podía mostrarse a la luz del sol.

—No conozco en profundidad lasenda del mal —dijo el padre Jorge—. Mis humildes pasos discurren enotra dirección. Y reconozco que no sé

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quién puede desear mi muerte.El vampiro permanecía inmóvil.

Desde que había liberado a Javierparecía una estatua, solo sus labios semovían al hablar.

—De modo que asume que sumuerte es algo malo. Se cierra a otrasposibilidades. Curioso... Parece queno tiene miedo, padre. Me pregunto sies por su fe en Dios o por esoscentinelas que le acompañan. Sé quenadie ha matado a un santo desde haceal menos un milenio, y también sé quéle sucedió a ese pobre desgraciado,cómo se consumió su alma en uninstante. Un buen mecanismo dedefensa...

—Dios nos quiere en este mundo,nos necesita para servirle y cumplirsus designios. El que mata a un santove su alma consumida en un fugazsuspiro.

—El problema es que mi alma no

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se puede consumir. Es lo que tiene lainmortalidad. Pero seguro que ya losabe, padre, un hombre de suposición... Y aun así, continúa sintener miedo. No creo que dude de miscapacidades como asesino, no es taningenuo. No, debe ser otra cosa...Creo, padre, que se siente a salvo ensu iglesia. Apuesto a que no piensasalir de ella de noche, solo de día.

El padre Jorge describió un arcocon la cabeza, admiró el cielonocturno.

—Mis obligaciones con Diosguiarán mis pasos, no tú, hijo.Cumpliré mi cometido, y si micometido me lleva fuera de estaiglesia durante la noche, así será.

—De eso estoy seguro —afirmó elvampiro—. Yo me encargaré de quesu cometido le arrastre fuera de esosmuros, y de noche, naturalmente. Nopodrá evitarme, padre. Verá, en

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realidad podría esperar. Para mí, unmes, un año o una década no son nada.Tengo la eternidad por delante. Podríaacechar desde uno de esos tejadoshasta que saliera, pero mi cliente esmortal, me temo. Fijó un plazo. Asíque tendré que persuadirle para quesalga a tomar el aire nocturno.

—Te repito, hijo, que eso no estáen tu mano, ni en la mía.

—Lo veremos, padre. Voy aempezar por una técnica sencilla, peroefectiva. Primero me encargaré de susfeligreses más fieles y devotos. Lesmataré uno a uno hasta que cambie deopinión. A menos que prefieraresolver esta cuestión aquí y ahora.

—Accedería encantado, hijo, perono puedo. Me requieren asuntos cuyaimportancia nos supera a ti y a mí. Nopuedo desatenderlos. Podría, tal vez,encontrar un hueco más adelante, siconservas las vidas de esas personas

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que no están implicadas en este trance.—Lamentándolo mucho, eso no va

a ser posible. Mis asuntos pueden o noser tan transcendentes como los suyospadre, pero soy un profesional y tengouna reputación que defender. Respectoa esos pobres inocentes, está en sumano salvarles, no en la mía.

—¿De verdad no sientes nada alarrebatarles sus vidas, hijo?

El vampiro, que había comenzadoa darse la vuelta, se detuvo y miró denuevo al santo.

—Ni siquiera creo que usted lopueda entender, padre. No importa queperciba o no a Dios. Usted es mortal,con un entendimiento limitado. Mellevaría mucho tiempo intentarexplicarle mi punto de vista, perodigamos que antes o después todosvan a morir. Es la finalidad de suexistencia, la única certeza que tienenlos mortales desde que nacen. ¿Qué

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más da el modo? Ya que van a morir,que me sirvan de algo.

—¿Nunca consideraste pensar ensus vidas en lugar de su muerte?

—Ya le he dicho que esadiscusión llevaría mucho tiempo yambos tenemos ocupaciones queatender —dijo el vampiro alejándose—. Celebro haberle conocido, padre.Es usted un mortal inteligente a sumanera. Pero no vacilaré cuandoextinga su vida. Saldrá de esa iglesiade noche, se lo aseguro.

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VERSÍCULO 5

La discoteca estaba abarrotada. Lamúsica retumbaba rítmicamente,inundando la totalidad del local. Losjóvenes obedecían su ritmo y melodía,se estremecían entre sus notas, sedejaban llevar. Sacudían sus cuerposen la pista de baile, apretados unoscontra otros, dando pequeños saltos,agitando la cabeza, vibrando.

Estaba oscuro. Una esfera enormereflejaba una débil luz multicolorsobre los jóvenes. Eva se contoneabaen el centro de la pista. El pelo botabasobre su cabeza, a veces cubriendo sucara por completo, otras cayendosobre los hombros y la espalda.

Se dio cuenta de que un chico la

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miraba. No era el que a ella legustaba, así que no le devolvió lasonrisa. Siguió bailando.

Al cabo de un tiempo se sintióalgo cansada. Sudaba y tenía sed.Pagó una fortuna por un simplerefresco y se lo bebió en pocossegundos. Al terminarlo seguíateniendo sed. Se había pasado toda latarde bailando. Debería haberse idohacía una hora, con sus amigas, perohabía preferido quedarse un poco más,esperando a que él apareciera, elchico que siempre se quedabamirando embobada y que nunca teníael valor de saludar siquiera. Unatímida sonrisa era cuanto se habíaatrevido a ofrecerle por ahora.

Seguro que él pensaba que ella noera más que una cría, otra boba quesuspiraba por él. Él era mayor, almenos tendría diecisiete años, y lomás probable era que tuviese novia.

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Demasiado guapo y demasiado altopara no tenerla. Nunca bailaba, sequedaba de pie, hierático, como unaestatua hermosa y perfecta. Su sonrisa,su boca...

Eva se dio cuenta de lo tarde queera. Casi las once y media. Y debíaestar en casa a las once. Sus padres leconsentían pasarse un poco de la hora,pero nunca llegar más tarde de lamedia noche.

Le llevó una eternidad recoger lacazadora del ropero y abrirse pasoentre la marea de jóvenes hasta lasalida. El aire de Madrid se enroscó asu alrededor de repente, enfriando elsudor de su cuerpo. Eva tiritó.Acomodó la escasa solapa de lacazadora a su cuello, metió las manosen los bolsillos y apretó los dientes.Siempre era igual al pasar delsofocante ambiente de la discoteca ala frescura de la noche.

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Llegó al metro jadeando por lacarrera y estuvo a punto de resbalar ycaerse por las escaleras. Aún lezumbaban los oídos por la música dela discoteca. Vio que eran las docemenos diez en el reloj del andénmientras esperaba el próximo tren. Yano podía evitar llegar tarde, así que lomejor sería prepararse para lainevitable bronca.

Buscó una excusa decente mientraslas estaciones se sucedían, una que nohubiera empelado ya. Pero al llegar asu parada, no se le había ocurridonada. Su padre estaría en la puerta, notendría tiempo ni de sacar la llave delbolso. Su madre era un poco máscomprensiva, aunque en la cuestión delas salidas nocturnas tendían a estarde acuerdo con más frecuencia de laque Eva desearía. Y lo peor era que supadre solía imponer su criterio, uncriterio arcaico y deformado por suprofesión de juez. Había visto tantos

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casos de agresiones y violaciones ensu trabajo, que se pensaba que lascalles estaban atestadas depervertidos y delincuentes, que unachica de quince años no podía andarsola...

Unas pisadas resonaron en elpasillo. Eva se percató de que nohabía nadie más y aún estaba lejos dela salida del metro. Se sintió un pocotonta al mirar hacia atrás, por encimade su hombro. Dos chicos caminabanen su dirección, a varios metros dedistancia. Aparentaban algo más deveinte años. No recordaba haberlosvisto en su vagón.

Apretó un poco el paso, esperandoque no se notara. En las escalerasmecánicas decidió subir los escalonesandando con mayor rapidez. No seatrevía a mirar atrás, pero ya no lesoía. Seguramente estaba reaccionandoexageradamente, como consecuencia

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del miedo que su padre le habíametido en el cuerpo.

Cuando llegaba al final de laescalera, se arriesgó a mirar haciaatrás. Los dos chicos estaban al fondo,parados, mirando algo en el móvil deuno de ellos. Eva suspiró aliviada.

Entonces su espalda tropezó conalgo.

Se giró con dificultad y se topócon una sonrisa siniestra, de esas queno vaticinan nada bueno, queacompañan a unos ojos demasiadoabiertos y demasiado tétricos. Nadiedebería sonreír sin cerrar un poco losojos.

Era un chico muy alto. La agarrópor los hombros. Eva se removióinstintivamente y chilló. El chico lepropinó tal bofetada que la cabeza seladeó bruscamente hacia un lado, lamejilla se le encendió por el golpe. Elasaltante le cubrió la boca con la

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mano y comenzó a arrastrarla hacia unpasillo más pequeño y apartado. Losdos chicos que la seguían no tardaronen unirse a su compinche.

Eva pataleaba y daba codazos,luchaba en vano por liberarse.

—Es mejor que te relajes ymantengas la boca cerrada, niña —ledijo uno inclinándose sobre ella.

Eva dejó de moverse, estabarodeada. El que la sujetaba por laespalda retiró la mano de su boca,lentamente, preparado para volver ataparla si intentaba gritar.

—Bien. Ahora quítate esacazadora y saca la pasta. ¡Deprisa!

—P-Pero... yo...La dieron otra bofetada. El que la

sujetaba por los hombros la sacudió.—Esta niña es tonta. Tendré que

hacerlo yo.

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Eva se sintió completamenteimpotente e indefensa. La sentaron enel suelo y empezaron a quitarle lacazadora. Quería darles lo quequerían y que se marcharan, pero nocontrolaba su propio cuerpo, estabademasiado asustada. Notaba tirones enlos brazos y empujones por todoslados.

—Lo tengo, vámonos.—Un momento... Oye, no está mal

la cría.Eva estaba tirada en el suelo con

la cara dolorida por los golpes. Soloveía tres pares de pies frente a ella.Ya tenían lo que querían, ¿por qué nose largaban? Entonces sintió algo quemultiplicó su miedo hasta el infinito.

—No tenemos tiempo para eso —gruñó uno de sus asaltantes.

Eva saltó involuntariamente. Unamano le estaba apretando el trasero,

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con fuerza, recorriendo sus nalgas deun modo obsceno y asqueroso.

—Se resiste —rio otro.Cayeron sobre ella. Oyó cómo

rasgaban su camisa. Notó manospalpando todo su cuerpo. Eravagamente consciente de estarresistiéndose, de revolverse comopodía, pero no era suficiente. Elpánico aceleró su corazón.

Le estrujaban los pechos conviolencia, le hacían daño. También laspiernas. Oía risas y jadeos, lallamaron puta en varias ocasiones. Lasmanos empezaron a buscar sucinturón, a acercarse demasiado a suzona íntima. Eva deseó desmayarse,no estar consciente ante lo que seavecinaba.

De pronto escuchó un fuerte golpe,juraría que en la pared de enfrente.Había menos manos sobre ella.Después, un gemido. Alguien gritó. Ya

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estaba libre, nadie la sujetaba. Evaabrió los ojos.

Un hombre retorció el brazo deuno de los chicos, le obligó adoblarse, a aplastar la cara contra elsuelo. Otro de los agresores estabatumbado en el suelo, inconsciente. Eltercero se abalanzó sobre su salvador,por la espalda.

—¡Cuidado! —le advirtió Eva.El hombre no soltó al que

mantenía contra el suelo. Movió elbrazo libre hacia atrás y golpeó altercer chico, que cayó desplomado.Entonces el hombre se volvió y Evapudo verle. Le conocía.

—¡Sombra!Su tío la miró y sonrió.—No te muevas —susurró al

agonizante chico—. Si se te ocurrelevantarte, juro que lo lamentarás. —Corrió junto a su sobrina, la abrazó y

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palpó sus extremidades—. ¿Estásbien? Dime. ¿Te han hecho algo?

—No —dijo ella conteniendo laslágrimas a duras penas—. Pero ibana... Me quitaban la ropa... Metocaban...

—Ya está bien, ya pasó. —Sombra la apretó contra su pecho—.Tranquila.

—Todo ha quedado en un sustogracias a ti, tío.

—Esa es mi chica. Solo alguienfuerte se repone tan pronto de unaexperiencia como esta. Lo que merecuerda... Ven.

Sombra agarró al tercer chico, alúnico que quedaba consciente, por lospelos de la cabeza. Tiró y le obligó amirar a Eva.

Ella le devolvió la mirada. Aúntenía un poco de miedo, pero estabaempezando a sentir rabia por las

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terribles imágenes que se formaban ensu mente, en las que tres chicosabusaban de ella brutalmente,ignorando sus súplicas, riendo yllamándola...

—Este cerdo me llamó puta —dijo con la voz quebrada.

Aún le costaba sostener su mirada.—Vaya, vaya —dijo Sombra—.

Tengo entendido que le has robado, túy tus amiguitos, tres contra una chica.Qué valientes.

—Yo solo quería el dinero —dijoel chico—. Yo no iba a hacerle nada,lo juro.

—¡Mentira! Me sujetabas comolos demás. No le creas, tío. Comopoco colaboraba con sus amigos.

—Era un juego —se defendió elchico—. Solo necesitaba dinero.

—Ah, bueno —dijo Sombra.Apretó la mano, tiró más fuerte del

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pelo. El chico chilló—. Si solo erapor dinero, estás disculpado. Dehecho..., mira, me has convencido. —Sombra sacó un billete de cien euros—. Esto es para ti. ¿Es suficiente?¿No? ¿Qué tal otro? ¿Y otro más? —El chico asintió. Una lágrima resbalódesde su ojo izquierdo—. Bien.Trescientos. Si solo era por dinero, yaestá arreglado. —Sombra le metió lostres billetes en la boca, bien dentro—.Si escupes alguno te meteré otra cosaen la boca, algo de tamaño suficientecomo para dislocar tu mandíbula.Ahora, vas a coger la cazadora de misobrina y se la vas a dar condelicadeza.

El ladrón se levantó, recogió lacazadora del suelo y se la tendió aEva. Los billetes asomaban entre suslabios, llenos de babas. Sombra lesujetaba por el cuello en todomomento. Eva cogió la cazadora.

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—El siguiente paso —dijoSombra— es una disculpa. Creo quehas llamado puta a mi sobrina... Nooigo la disculpa. —El maleante sellevó la mano a la boca. Sombra leapretó el cuello—. Ah, ah, ¿qué te hedicho de sacarte los billetes...? Veoque lo has entendido. Sigo esperandola disculpa.

El chico masticó los billetes conla boca abierta. Se atragantó y tosió,le costó bastante tragárselos.

—Lo siento mucho —dijo con voztemblorosa. Eva le fulminó con lamirada—. No quería hacerte daño...

—¡Embustero! ¡Me estabaisforzando! ¡Os oía reíros mientras me...

—Lo has intentado —dijo Sombrainterrumpiéndola. A Eva le costabacontener el llanto—. Pero como ves,tus disculpas no son aceptadas. Vamosa la última parte. Separa las piernas.¡Que las separes, vamos! No te

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conviene enfadarme. Así está bien. —Sombra miró a su sobrina—. Tu turno,cariño. Dale bien fuerte, justo en...¡Eso es! —El chico se encogió por lapatada, pero Sombra le mantuvoerguido—. No está mal. Pero prestaatención, cariño. ¿Ves su respiración?No se asfixia. Eso significa que no lehas dado donde apuntabas, que estáfingiendo. Habrá contraído la piernaen el último momento. No importa,prueba otra vez. Y, tú, separa más laspiernas. ¡Más! Perfecto.

Esta vez Eva acertó de lleno. Elladrón se dobló, se llevó las rodillasal pecho, abrió la boca al máximo y sepuso rojo. En un momento dado tomóaire, parecía que se recuperaba, perovolvió a sufrir problemas paraconseguir oxígeno en los pulmones.

Eva le vio agonizar y se sintió unpoco mejor, pero no demasiado. A élse le pasaría el dolor en unos minutos,

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mientras que el daño que pensabancausarle a ella le podría haber dejadosecuelas de por vida.

Esperaron un poco.—Bien, ya estás recuperado —

dijo Sombra zarandeándole un poco—. Te falta una patada. Una por cadamiembro de la pandilla. Como eres elúnico consciente, te llevas las tres túsolito. Y tienes suerte de que cuente laprimera, la que falló.

Eva contempló un segundo el tristedespojo humano que su tío sujetabapor la nuca, su aspecto era lamentable.Por alguna razón que no entendía, noquiso golpearle de nuevo.

—No quiero hacerlo, tío.—Gracias... —murmuró el chico.—Por supuesto que no, cariño. Y

no lo harás —dijo Sombra en tonodulce—. Eso es porque eres una granpersona. Contaba con ello. Pero,

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¿sabes una cosa? A esta escoria no leimportaba lo buena persona que eres yes probable que dentro de unos días ounos meses tampoco lo importe lobuena persona que sea otra chica quecamine sola por el metro. Por eso voya asegurarme de que no se olvide deeste encuentro. La tercera patada se ladaré yo. Tú no quieres ver esto,cariño. Vete ahí, a la vuelta de laesquina, yo voy enseguida.

Eva obedeció. Se alejó con pasotambaleante, dobló la esquina y seapoyó en la pared. Escuchó el golpe.Hubo un grito muy alto, agudo, peromurió enseguida. Entonces llegó denuevo la lucha por conseguir aire. Sutío se reunió con ella mientras aún seescuchaban los lamentos.

Le abrazó con todas sus fuerzas yrompió a llorar en su pecho. Sombrale acarició la cabeza hasta queterminó de desahogarse. Al salir, la

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condujo hasta el bar del hotel queestaba enfrente de la boca de metro, ypidió un chocolate caliente.

—Esto te tranquilizará. No esconveniente que tus padres te vean asíde nerviosa.

—¡Cielo santo! ¡Mis padres!—Yo me encargo de ellos —dijo

Sombra—. Dame tu móvil y termina elchocolate, te sentará bien.

Había llamadas perdidas de sucasa y del móvil de su padre. Evaescuchó a su tío mintiendodescaradamente. Se le daba bien,porque su voz no temblaba nimostraba inseguridad. Podía oír lasprotestas de su padre desde dondeestaba sentada.

—¿Quieres calmarte? —dijoSombra—. No sabía que la películaera tan larga... ¿Qué querías quehiciera? La otra noche no pude verla,

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¿recuerdas?... Le mentí, le dije que oslo había dicho a vosotros... Que sí,pesado... No quiere ponerse... Porquetiene miedo de tus broncas, señor juezque nunca hace nada malo... Enseguidala llevo a casa. Y como se os ocurraregañarla por algo que es culpa mía laraptaré... En cuanto nos acabemos laspalomitas.

Colgó y le devolvió el móvil aEva.

—¿Estaban muy enfadados?—Lo normal. Ya conoces a tu

padre, pero no te preocupes, meculparán a mí, tu madre estaráencantada de hacerlo.

Aquello no le sonó muy bien aEva. Tomó un sorbo de chocolate.Estaba espeso y humeaba.

—A lo mejor debería decirles laverdad. No quiero que mamá seenfade contigo.

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—Si lo haces, no te dejarán salirhasta que cumplas los cuarenta —dijosu tío—. Has tenido mala suerte. Aveces pasa. Lo que tienes que hacer esaprender y tener más cuidado, no irsola por el metro a estas horas. Peroquedarte encerrada en casa yamargada no es la solución. Hay quevivir.

Eva bebió en silencio, admirandotodavía más a su tío. Le gustaba estarcon él y no entendía por qué a sumadre le caía tan mal. Había algoentre ellos que les distanciaba y ellano entendía qué podía ser. Sombra erael familiar más divertido que tenía. Lehabía enseñado de todo, porque detodo sabía. Incluso bailaba bien. Yahora encima había descubierto queera fuerte y que la protegía. Y ademásera guapo. Solo le fallaba que era unviejo de más de cuarenta años, aunquesolo aparentara treinta. Lo quesiempre le hacía pensar...

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—¿Puedo preguntarte algo, tío?—Pues claro —contestó Sombra.—Eres mayor que papá, pero

pareces bastante más joven.Sombra sonrió.—Ya te lo he dicho, tengo la

suerte de mantenerme muy bien. Nodurará, por desgracia. El tiempo pasapara todos. Además, el problema es tupadre, que se conserva muy mal. Espor su trabajo. La judicatura conllevauna gran responsabilidad, de muchoestrés, y tu padre se lo toma muy enserio. También se preocupa por ti ypor tu madre. Todo eso envejecemucho. Si yo tuviera hijos estaríarepleto de canas, o sin pelo, que espeor.

Sonaba razonable. Lo que Eva noentendía era por qué Sombra no estabacasado. Seguro que las mujeresmayores estaban locas por él. Quizá

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su trabajo era un impedimento. Eva nosabía qué hacía exactamente unmarchante de arte, pero viajabamucho, durante largos periodos detiempo a veces, y así debía de sercomplicado mantener una relación.

—¿Y qué hay de tu nombreverdadero? ¿Nunca me lo vas a decir?

—Nunca. Es un nombre horrible,lo odio —dijo con una muecadesagradable—. Y ahora déjame quete eche un vistazo. —Tomó su caracon delicadeza, la volvió a amboslados—. Seguramente te saldrá unmoratón en el lado derecho. Tendrásque usar maquillaje.

Eva asintió.—¿Por qué me hicieron eso, tío?

¿Por qué hay gente así?Sombra suavizó la expresión de su

cara.—No tiene nada que ver contigo,

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cielo. Hay gente que apesta, siemprela habrá. Es parte de la condiciónhumana. No merece la pena esforzarseen entender a la escoria, solo hay queevitarlos. Y eso me recuerda que nollevas la pulsera que te regalé.

A Eva le extrañó ese últimocomentario. ¿Qué importancia podíatener una pulsera?

—¿Esa que tenía ese símbolo tanraro dibujado en una piedra lisa?

—Esa. Te dije que no te laquitaras nunca.

—Pero, tío. Es que... es un pocofea. No pega con mi ropa.

—Puedes llevarla por dentro de lablusa, sin que se vea. Hazlo por mí,cariño. Créeme si te digo que esesímbolo trae suerte.

—Está bien... —repuso Eva demala gana—. Solo porque tú me lopides. Y como espante a algún chico,

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te dejaré de hablar.—Genial. Una última cosa. Me

voy de viaje y necesito que mi sobrinafavorita me haga un favor mañana.

—¿Otro viaje de negocios?—Sí. Tengo que ir a Berlín, a

evaluar una nueva colección decuadros...

—Vale, vale. ¿Qué tengo quehacer?

—Es bien sencillo. Solo tienesque ir al banco que está al lado de tuinstituto, ¿vale? —Ella asintió.Sombra siguió con la explicación—.Pues lo único que tienes que hacer esentrar a primera hora y entregar estesobre a algún empleado.

Se lo dio. Era un sobre marrónanodino, con un nombre escrito en elanverso.

—¿Y ya está?

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—Sí. Se lo entregarán al dueñodel banco. Hemos hecho algún queotro negocio juntos.

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VERSÍCULO 6

Era una noche perfecta, sin luna niluz, de esas que celebran losdepredadores nocturnos.

Sombra sonrió. Le envolvía unaoscuridad impenetrable, secundadapor los sonidos del cementerio. Habíamurciélagos planeando en círculos,ratas correteando entre las tumbasagrietadas, gatos encaramados a losárboles... y un vampiro.

Sombra enterró las manos en latierra, al pie de la cruz de madera, yexcavó, en silencio, alerta en todomomento a su entorno. Enseguidaacumuló un montón de tierra apilado aun lado. El agujero no era demasiadoprofundo, pero era más negro que la

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noche. Aun así, el vampiro no tuvoproblemas para distinguir unasuperficie metálica en el fondo.

Extrajo la caja y la abrió, contó eldinero de su interior. Estaba todo.

—¿El pago por otro trabajo,Sombra?

La voz sonó cerca, demasiadopara que él no hubiera advertido supresencia. Muy pocos seres deberíanser capaces de aproximarse tanto.Sombra sabía que no vería a nadie alvolverse, pero lo hizo igualmente,sacó los colmillos en un acto reflejo.

—Estás muy ocupadoúltimamente.

Ahora sonó mucho más lejos,elevada. Seguramente desde lo alto deun árbol. Sombra no logró ubicar aldueño de aquella voz.

—Supongo que por eso me tienesabandonada.

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Había cambiado de posición denuevo, sin que él viera nada. Entoncesapareció, se mostró justo delante deél. Sombra retiró los colmillos.

—¿No te alegras de verme? Quédecepción...

—Claro que me alegro —contestóSombra.

No se alegraba, los dos lo sabían,como también sabían que él debíaresponder del modo en que lo habíahecho.

Vela era un poco más alta queSombra y más esbelta. Tenía loscolmillos más afilados que Sombrahabía visto nunca, blancos ybrillantes, tan hermosos como letales.

—Hace tiempo que no me cuentasde tu vida, Sombra —dijo ella. Sucuerpo se fundía con la negrura. Unmortal no podría distinguirla—. Hetenido que venir a tu escondrijo para

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encontrarte. Imaginaba que andaríascon alguno de tus tratos. ¿Siguesmatando por dinero?

—Tengo que ganarme la vida dealgún modo.

—Los demás vampiros noaprueban tus actividades, Sombra,piensan que llamas demasiado laatención, pero a mí no me molesta. Megusta tu estilo. Mientras sigas a micargo no tienes por qué preocuparte.

El mensaje era obvio: Sombracontinuaba trabajando como asesinoporque Vela lo permitía.

—Hablando de eso —dijo Sombra—. Hiciste un gran trabajo conmigo,pero creo que ya estoy preparado parair por libre.

Vela se acercó, le acarició elpecho con suavidad, luego el hombro,la espalda. Él se dejó, no se volviócuando ella se colocó detrás.

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—Sombra, cariño, me encantaría,pero no puedo. Tengo unaresponsabilidad.

—¿Consideras que no estoypreparado?

Sonó más duro de lo que debería,de lo que se había propuesto.

—¿Estás enfadado? —Velapestañeó, juntó los labios de un modoirresistible—. Eres un buen vampiro,Sombra, uno de los mejores, peroapenas llevas quince años comoinmortal. Es muy pronto para ti, aúntienes que aprender mucho más. —Acercó su rostro y bajó el tono de voz—. Y yo tengo que enseñarte.

—¿Quieres que me enfrente a unvampiro de cien años para que veasque no soy ningún debilucho?Tráemelo y verás.

—Cuidado, Sombra. —Los ojosde Vela brillaron. Se mordió el labio

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inferior—. Es la última vez que teadvierto sobre esto. No vuelvas ahablar de medirte con otro vampiro.Nadie puede matar a un vampiro bajola pena más cruel que puedasimaginar. No lo olvides.

Era difícil de olvidar. Uno de lasprimeras lecciones que aprendían losvampiros nada más ser convertidosera que no se toleran las peleas entreellos, bajo ninguna circunstancia. Unaregla que provenía de mucho tiempoatrás, milenios, desde los tiempos enque podían caminar a la luz del sol.Un vampiro se saltó esa norma unavez. No le mataron, pero decidieroncastigarle para que los demásaprendieran con su ejemplo.

El vampiro seguía encerrado enuna torre muy estrecha, de formacilíndrica, repleta de runas y símbolosde reclusión, de espacio tan reducidoque el prisionero apenas podía

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separar los brazos del cuerpo un parde centímetros, y por supuesto nopodía sentarse ni tumbarse, solopermanecer de pie. Todas lasmañanas, el techo de la torre se abríadurante quince segundos y el solincidía directamente sobre su cabeza.Sombra conocía el tormento que el solcausa en la piel de un vampiro porexperiencia propia, de cuando salvó aEva de caer al vacío, y no podíaimaginar lo que supondría sufrir esatortura día tras día durante milenios, ypor toda la eternidad, ya que elcondenado nunca sería puesto enlibertad.

Todos los vampiros reciénconvertidos eran llevados acontemplar el castigo, para recordarel destino que les aguardaba si osabanacabar con la vida de uno de lossuyos. En los últimos tiempos lanorma se estaba endureciendo. Ya noera suficiente con no matar a otro

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vampiro, tampoco se le podía negarayuda.

Eran reglas básicas, propias dequienes se enfrentan a la extinción.Hubo un tiempo en que eran losdueños del mundo, los únicosinmortales de origen no divino, y losmás poderosos. Los ángeles llegaron atemerles y les impusieron la pena deno poder soportar la luz del sol. Lasdemás criaturas inferiores seaprovecharon, se rebelaron contraellos y se liberaron.

Lo peor de todo fue un efectosecundario del que tardaron en darsecuenta, inesperado, según se cree, yaque no era la intención de los ángelescuando impusieron su condena, peroque igualmente surgió y tuvoconsecuencias devastadoras en ellos.Desde aquel entonces, cada vez eramás complicado convertir a unhumano. La situación fue emporando

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con los siglos y ahora se había llegadoa un punto en que era casi imposibleconvertir a alguien. Había supuestostrucos para conseguirlo, pero nadiepodía confirmarlos. Los conflictos conlas razas inferiores como hombres-lobo, magos, y por supuestocentinelas, nunca cesaron, y lapoblación de los vampiros fuedisminuyendo. Por pocos quemurieran, no podían reponerse, no ensu totalidad al menos, mientras que losmortales seguían procreando, y loshombres-lobo seguían mordiendo yganando miembros para sus apestosasmanadas.

Se creía que Sombra era elvampiro más joven de Madrid, tal vezincluso de España, y eso no era unabuena referencia de su situación.

—Conozco la pena por matar a unvampiro —dijo Sombra—. Era unaforma de hablar, no una declaración

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expresa de intenciones. Solo queríarecalcar que estoy preparado, puedeslibrarme de tu dominio.

Ella inclinó la cabeza hacia atrás yagitó su melena.

—Eso debo decidirlo yo —dijo—. Y decido que no lo estás.

Se esperaba esa respuesta. Velaera su dueña, su creadora, y solo ellapodía dar por concluido suentrenamiento. Pero Sombrasospechaba que no lo haría nunca.Vela era muy poderosa y su posiciónhabía mejorado sustancialmentecuando convirtió a Sombra. Ahoragozaba de una excelente reputación ypuede que aspirara incluso al puestode líder.

Cuando un vampiro convertía a unhumano, se formaba un vínculoespecial entre ellos, uno que solo elcreador podía romper. Sombra lopercibía, pero desconocía el alcance

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de dicho vínculo. Si hubieraconvertido a alguien él mismo podríasaberlo, pero no era el caso. Habíaoído que ese vínculo podía extendersea los nuevos vampiros, de modo quesi Sombra convertía a alguienmientras siguiera ligado a Vela,indirectamente le estaría beneficiandoa ella y a nadie más. Nadie habíaconvertido a Vela, ella era uno de losvampiros originales, de los que fueroncreados al inicio de los tiempos.

—¿Puedo saber en qué basas tudecisión? —preguntó.

—Hay muchas razones —dijo ella—. Pero lo peor de todo es tu apegopor los mortales. Mientras sigasaferrado a tu familia no podrás serconsiderado un verdadero vampiro.Nadie tarda más de unos meses encortar los lazos, en darse cuenta de sucondición superior e inmortal. Tú nohas llegado a ese punto.

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—Tal vez sea porque soy másinteligente que los demás —repusoSombra—. Precisamente porque medoy cuenta de mi inmortalidad, de quetengo la eternidad por delante, puedoseguir con mi familia. ¿Cuánto tiempopueden vivir? ¿Cincuenta años más?¿Ochenta en el caso de Eva? ¿Qué sonochenta años para nosotros? Apenasun suspiro.

—Tu razonamiento demuestra tuignorancia. No es culpa tuya, cariño,aún eres muy joven. ¿Has pensado queocurrirá si tu dulce sobrina tienehijos? Tu familia seguirá viviendo y tudebilidad por ellos te mantendrá enesta situación. —Sombra iba areplicar, pero ella se lo impidió conun gesto—. Te estoy permitiendo quecontinúes a su lado, pero mi pacienciatiene un límite, te lo advierto. Lo idealsería que tú mismo acabaras con esevínculo absurdo, aunque puede quealgún día me obligues a darte un

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empujón.Sombra apretó los puños y retiró

un tanto el labio superior.—Ni se te ocurra acercarte a

ellos, te lo advierto. Si les tocas...Vela soltó una carcajada suave.—Sombra, cariño, mi asesino

favorito, no te pongas de esa manera.—Se acercó a él, le acarició labarbilla, juntó los labios y los dejó amenos de un centímetro de los suyos—. Te he dicho que de momento no meimporta. No les deseo ningún mal ymenos a tu hermano, el juez máshonrado de este país. Apuesto a que elbueno de Esteban no me ha olvidado.Seguirá pensando en mí...

Sombra la apartó y dio un pasoatrás.

—Ni lo sueñes. Está felizmentecasado. Ya no se acuerda de ti.

—Lo dudo mucho.

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Era probable que así fuera. Velafue novia de Esteban hacía muchotiempo, hasta que él se interpuso entreellos y se la arrebató a su hermano, oeso creyó. En realidad fue ella la quecambió de opinión y prefirió aSombra. En su momento no supo laverdadera razón. Sombra era elhermano más favorecido, siempre sele habían dado mejor las mujeres quea Esteban. Cuando vio la nueva noviaque tenía su hermano pequeño sevolvió loco de celos. Vela era unamujer muy hermosa, distinguida, conun atractivo irresistible, una vozseductora y una silueta espectacular.Se enamoró locamente de ella. Y fueeso lo que le abrió las puertas almundo de los vampiros.

Una de las teorías más aceptadasen torno a la conversión era que solofuncionaba cuando la víctima estabafuertemente ligada al vampiro, cuandoentregaba su alma voluntariamente, es

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decir, cuando estaba enamorada.Naturalmente, con eso no bastaba,pero era un requisito imprescindible.Se decía que solo había una o dosexcepciones, pero que desde hacíaquinientos años todos los conversoshabían estado enamorados de susrespectivos vampiros. Por esotambién tenían la norma de convertir apersonas con un cierto atractivo,jóvenes y en torno a los treinta años.Aquello tenía el inconveniente de queuna vez convertidos, los reciéncreados vampiros pasaban por unestado de odio puro al darse cuenta deque habían sido engañados, de que lapersona que amaban no lescorrespondía y había estado jugandocon ellos. Sombra al menos secontentó con saber que había salvadoa su hermano, ya que de no haber sidoél, Vela habría convertido a Esteban.Por eso no podía dejar que Velapensara que Esteban seguía loco por

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ella, si no, podría tratar de convertirlea él también, aunque ya era mayorpara el patrón que buscaban.

—Pues no dudes tanto. Estebanestá enamorado de su mujer y norompería su familia por nadie. Nisiquiera por ti, Vela, aunque te cuestecreerlo.

—A ti te cuesta creerlo —repusoella muy tranquila.

—No quiero hacerlo, Vela, pero sino me queda más remedio, lucharé,contra quien sea. Si alguien toca a mifamilia, lo mataré. Me da igual elcastigo, y si por un momento intuyoque me vais a capturar, romperé lapágina. No aconsejo que me pongáis aprueba en eso.

Ella se acercó de nuevo y sonrió,puso una mano a cada lado de sucabeza. Sombra se resistió lo quepudo, pero era más fuerte que él. Ellale besó con fuerza, apretó sus labios

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fríos y carnosos contra los suyos, leacarició el pelo de la nuca. Sombranotó cómo algo se encendía en suinterior en contra de su voluntad, unfuego que trepó por su espalda, que seenroscó en su cuello y le hizoestremecer.

—A eso me refería, cariño —dijoella junto a su oreja—. Aún no estáspreparado. —Le soltó—. Y a mí nopuedes engañarme. Tienes valor, perono me has olvidado, no puedes. Y séque no te atreverías a romper unapágina de la Biblia de los Caídos. Note apures, cuando llegue el momentome la entregarás voluntariamente, nisiquiera tendré que pedírtela.

Lo cierto era que Sombra nopensaba romper la página que poseía,pero no era por la razón que Velasuponía. Naturalmente, estaba alcorriente de la supuesta importanciade ese libro. La leyenda relataba que

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la Biblia de los Caídos fue el origende la guerra en el cielo. Dios y Satánse pelearon por ella, y en el forcejeose rompió, las páginas cayeron almundo y se perdieron en suinmensidad. Ahora todos luchaban porrecuperarlas, por descubrir el secretoque se oculta en su interior, un secretocapaz de originar una guerra en elcielo.

Todo eso era muy bonito, pero aSombra no le reportaba ningúnbeneficio directo. No se molestaba endarle vueltas a si era o no verdad laleyenda, aunque era innegable queaquel libro encerraba algo muypoderoso. Las runas, y sus increíblesefectos, provenían de la Biblia de losCaídos, de las páginas que habíansido recuperadas. A Sombra no legustaban, no se sentía cómododependiendo de unos garabatos que noterminaba de comprender. Por eso nose había molestado en aprender los

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trazos, prefería que otros los grabaranpara él.

Lo verdaderamente importante eraque todo el mundo ambicionaba laspáginas de la Biblia de los Caídos, yeso las confería un valor incalculable,al margen del secreto que albergaran.Sombra había aprendido muchotiempo atrás que lo más valioso era loque los demás necesitaban, aquellopor lo que estaban dispuestos a pagarcualquier precio.

—Aún no me has contado para quéhas venido a verme.

Ella asintió y le miró divertida.—Tienes razón, siempre me

entretengo hablando contigo. —Velase puso seria—. Tengo que advertirtede que hasta nueva orden, no puedessalir de Madrid, y es mejor quetermines pronto tus asuntos. Es muyprobable que te reclame en breve.

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—¿Por qué? ¿Qué ha pasado?—Tal vez haya llegado el

momento que tanto tiempo llevamosesperando. —Hizo una pausa. Lacuriosidad de Sombra creció derepente, pero el vampiro se contuvo,esperó a que ella se explicara—. Hamuerto un ángel. Bueno, en realidad,le han matado.

—¿Un demonio?—No, un mortal.—¡Imposible! —repuso Sombra

—. Nadie puede matar a un ángel.Solo un demonio, y no uno cualquiera,solo uno de los caídos podría hacerlo.Es otro de tus juegos, pero no meengañarás.

—No imagino qué crees queconseguiría mintiendo con esto —dijoVela un tanto decepcionada—. Mesorprende que no hayas oído el rumor.Céntrate porque es verdad. Ha

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ocurrido, y ha sido aquí, en Madrid.Como comprenderás, nos interesamucho saber cómo han matado aquienes nos impusieron la debilidad ala luz del sol.

Sombra no pudo contener suasombro. La noticia era demasiadoimportante para todo el mundo, peroen especial para los vampiros, porrazones obvias.

—¿Se sabe quién ha sido?—Sí, aquel que no tiene alma. ¿Le

conoces?—He oído hablar de él. Se

cuentan cosas muy extrañas de esetipo, algunas son difíciles de creer.Pensaba que eran exageraciones,cuentos.

—Pues no lo son —dijo Vela, quehabía adoptado un tono autoritario—.Aquel que no tiene alma ha matado aun ángel. Aún no sabemos cómo, pero

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lo más importante es que lo ha hecho.En cuanto se enteraron, los

vampiros quisieron averiguar cómohabía sido posible tal hazaña. Sombrapodía entenderlo. Si descubrían elmodo de matar ángeles podríanforzarles a devolverles la inmunidadcontra el sol o a que dejaran de tenerimpedimentos para convertir a máshumanos. Si lo conseguían, se abriríauna nueva etapa para ellos.

—Acabaré mi trabajo y estaré a tudisposición, Vela. Te lo aseguro.

—Eso no me basta. Si te requieroantes, dejarás lo que estés haciendo.Nada es más importante.

—Lo sé.—No. Crees que lo sabes, pero no

es así —aseguró ella—. Tú no sabesqué es caminar a la luz del sol siendoun vampiro, no puedes saber qué sesiente cuando te arrebatan eso, pasar

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de ser los más poderosos a quedarrelegados a una posición defensiva.¡Nosotros!

—Me queda claro, de verdad —dijo Sombra—. Tal vez no hayaexperimentado nada de eso, pero séque si nos hicieron eso en el pasado,podrían castigarnos de nuevo de otramanera diferente, tal vez peor. Lesodio tanto como tú, Vela, y me tendrása tu lado cuando llegue el momento.

—Excelente. —Se notaba queVela estaba satisfecha con la reacciónde Sombra—. Termina tus asuntosdeprisa. Pronto saldremos de caza.

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VERSÍCULO 7

Javier Arnao se despertaba muytemprano, a las seis de la madrugada.Tenía un millón de asuntos que atendersiempre, como correspondía a unempresario de éxito.

Cada mañana se daba una duchacon el agua templada, tirando a fría,porque era lo mejor para despejarse, yluego desayunaba en exceso, muchabollería y mucho café, una de susdebilidades. Alternaba los bollos conrápidos vistazos a su pequeño portátil,en el que consultaba la cotización dela bolsa y otras noticias financieras.Evitaba entrar en su cuenta de correo.Eso lo dejaba para cuando estuvieracómodamente instalado en su

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despacho.Aquella mañana, sin embargo, no

acudió a la oficina. Tenía un asuntoimportante que supervisar, una entregaespecial que le obligaba a trabajar ensábado. Le indicó a su chófer ladirección.

—Buenos días, señor Arnao —lesaludó el director del banco nada másllegar.

Javier le estrechó la mano. Eldirector era un empleadoextremadamente eficiente. Hasta elúltimo céntimo de la sucursal estabacontabilizado por su mente analítica.Siempre lucía un aspecto impecable,un detalle que trasladaba a todo ellocal.

—Buenos días —respondió Javierechando un vistazo general—. Megustaría terminar cuanto antes.¿Llegaron los diamantes?

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—Por supuesto, fue ayer mismo.Pasemos a mi despacho y le pondré alcorriente.

Javier le siguió. Habían recibidodos de los diamantes amarillos másgrandes del mundo, cuyo valor eraincalculable, y estaban guardados enla cámara acorazada de la sucursal. Setrataba de una estancia construida abase de hormigón armado y cementofundido, ubicaba a diez metros deprofundidad.

El director le lanzó una miradaincómoda.

—Antes de comenzar con losdetalles, tal vez quiera echar unvistazo a esto.

Javier cogió el sobre que letendía. Llevaba su nombre escrito.

—¿De dónde ha salido?—Me lo dio una muchacha esta

mañana —explicó el director—.

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Insistió en que se lo entregara a sudueño y luego se marchó deprisa. Nolo he abierto.

Javier rasgó el sobre, impacientepor la curiosidad. No imaginaba quiénpodía ser la joven mensajera, perosupuso que hallaría la respuesta en elcontenido del sobre.

Solo había una fotografía. Y eramás que suficiente.

El rostro de Javier se contrajo porla sorpresa. Tragó saliva.

—¿Puedo acceder a la cámara deseguridad? —preguntó de repente.

El director se sorprendió muchopor la reacción.

—¿Malas noticias?—Véalo usted mismo. —Javier

dejó el documento sobre la mesa conun fuerte manotazo.

El director entendió la

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consternación de Javier y sesorprendió todavía más.

—Es imposible —aseguró.—Comprobémoslo.Fueron a toda prisa hacia la

cámara de seguridad. La fotografíamostraba el contenedor donde seguardaban los diamantes. Estabaabierto y vacío.

Los dedos del director temblabanmientras introducía el código deseguridad. La enorme puertaacorazada se abrió, deslizando a unlado las más de diez toneladas depeso distribuidas de forma circular.

El contenedor estaba abierto justodelante de ellos, ligeramente torcido ala derecha, exactamente como figurabaen la fotografía. Ni rastro de losdiamantes. Javier no podía creerlo.No había ningún boquete en la pared,ningún desperfecto, nada que

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explicara cómo alguien había podidoentrar y robar las joyas.

La puerta se cerró de golpe. Javieroyó un golpe a su espalda y se volvió.El director yacía en el suelo,inconsciente. ¿Qué había pasado? Sepuso nervioso, miró a un lado, luegoal otro, tuvo que apoyarse en la paredpara no caer al suelo. No veía nada...

—No terminé mi charla contigo laotra noche.

Conocía esa voz vagamente, perono había nadie allí, estaba a solas conel director. Era imposible. ¿Se estaríavolviendo loco?

Entonces vio una sombra en unrincón, donde la luz proyectada desdela lámpara del techo apenasalcanzaba. Allí había alguien, unasilueta con forma humana, ahora ladistinguía con claridad.

—¿Quién eres?

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—¿No me recuerdas? —Elhombre emergió de la esquina y semostró a la luz. Javier tuvo ganas degritar—. Después de haberteestrangulado a los pies de una iglesiapensaba que no me olvidarías.

—¿Qué quieres? ¿Cómo hasentrado aquí? ¿Y los diamantes?

—Calma, calma, demasiadaspreguntas.

Javier Arnao no podía calmarse,era imposible. Aquel individuo lehabía sostenido en el aire con una solamano, sin pestañear siquiera, mientrashablaba con el padre Jorge. Poseíauna fuerza sobrehumana y ahora estabaatrapado allí con él, a su merced. Seforzó a recordar la conversación conel anciano, pero el miedo no leayudaba, y se dio cuenta de que solohabía captado fragmentos aislados.Mientras luchaba por no serestrangulado, sus oídos se habían

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taponado en más de una ocasión. Peroalgo quedó, una explicación quejustificaba la fuerza de aquelindividuo. Y también recordó unnombre.

—¿Sombra?Javier escuchó algo, un leve

susurro apenas audible. Sombra semovió o eso le pareció. Fue como unparpadeo. Estaba delante de él, y unafracción de segundo después, seguíaahí, pero con algún cambio en supostura.

—Veo que tu memoria funcionadespués de todo —dijo Sombra—.Respecto a las otras preguntas, te diréque no puedo explicarte cómo heentrado, me temo que no locomprenderías. Y los diamantes estándonde deberían.

Javier se volvió. Efectivamentelas dos piedras preciosas descansabanen el interior del contendor, donde

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solo había aire hacía un instante.Entonces creyó entender qué habíapasado. Se giró de nuevo.

Sombra estaba ahí, justo enfrentede él, a un palmo escaso, silencioso yserio.

—Sí, los he devuelto hace unmomento, sin que me vieras.

Javier dio un paso atrás.—¿Has venido a robarlos?—Entonces, ¿por qué los devuelvo

al contenedor? El miedo no te dejarazonar. Es comprensible, lo he vistoen numerosas ocasiones. Deberíascontrolar la respiración.

—N-No entiendo nada. —Javierse llevó las manos a la cabeza.

—Yo te lo explicaré, es bastantesencillo. He venido a matarte. —Sombra comenzó a pasear de un ladoa otro. Su calzado deportivo parecíano tocar el suelo—. Por si no lo

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captaste con claridad cuando hablabacon el bueno del padre Jorge, soy unvampiro, y la luz del sol no me sientanada bien. Necesitaba traerte aquídentro, donde podemos estar solos y aoscuras. No me llevaré los diamantes,no me interesa que confundan el móvildel asesinato. Aunque entiendo queese detalle a ti no te importe lo másmínimo.

Javier estaba asustado, pero notanto como debería al escuchar que leiban a matar allí mismo. Algo en elvampiro le confundía, tal vez la formatan natural con la que se expresaba.No mostraba una actitud amenazadora,ni su aspecto era el que imaginaba enun asesino. Únicamente el contenidode sus palabras revelaba susintenciones.

—¿Por qué vas a matarnos? ¿Quéte hemos hecho?

El vampiro seguía desplazándose

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por la cámara de seguridad segúnhablaba, a veces con las manoscogidas a la espalda, otrasacariciando su barbilla, pero siempreen movimiento, un movimiento lento ycalculador.

—¿Matarnos? No, no. Me heexplicado mal. Solo voy a matarte a ti.El director no me sirve para nada.

—¿Es para... alimentarte?—No. Bueno, es una ventaja

añadida, pero no me metería de día enun banco para eso. Puedo cazar denoche.

El miedo creció en el interior deJavier.

—Entonces es por mí, es algopersonal.

—He venido a por ti, sí, pero noes personal. Se trata de negocios. Soyun profesional y mato por dinero.

—¿Alguien te ha pagado por

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acabar conmigo?—No, con el padre Jorge —dijo

Sombra—. Entiendo que no veas larelación. Verás, ese buen hombre tienela mala costumbre de no salir de suiglesia y de noche está muy bienguardada por los centinelas. De día,claro está, no puedo ocuparme de élcomo debería. Así que me he vistoobligado a tomar medidas.

Javier Arnao no podía comprenderque alguien quisiera matar al padreJorge, a una de las mejores personasque había en el mundo.

—Me matarás para obligarle asalir, pero no servirá de nada. La misase celebrará dentro de la iglesia y noacudirá a mi entierro, que por otraparte sería de día. Es un plan absurdo.

—No lo es —dijo Sombra,secamente.

Se hizo un pequeño silencio.

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Javier empleó la pausa parareflexionar, y funcionó, comprendió elverdadero plan del vampiro.

—Es un chantaje. Piensas seguirmatando a la gente que conoce hastaque acceda a salir de la iglesia por lanoche. Lo que no entiendo es por quéme cuentas todo esto. Si vas a acabarconmigo, ¿por qué no lo haces y yaestá?

—Esa es una pregunta interesante.Hay dos razones principales. Laprimera es que me gusta que lavíctima, que no es lo mismo que lapresa, sepa por qué voy a poner fin asu vida. Reconozco que hay algo enlos últimos instantes de una personaque me atrae, sus reacciones, susexpresiones. Se descubre una parteíntima que nadie más ve, que nisiquiera ellos mismos conocen. En tucaso, puedo afirmar que no lo hacesmal por ahora, controlas tu miedo lo

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suficiente como para no lloriquear, nihacer súplicas absurdas, no tedesmoronas. Lo normal es que la gentebusque algún modo de salvarse.Algunos me atacan. Un gran error, porcierto, porque solo acelera el final yles priva de alguna ventaja que ahorate comentaré. Otros intentansobornarme. Celebro que estetampoco sea tu caso. Imagino que hascomprendido que no tiene muchosentido ofrecer dinero a quien se hallaen la caja fuerte de un banco.Finalmente unos pocos intentanhacerme ver que estoy equivocado,que mis actos son malos y que nodebería hacerlo. Reconozco algunaintervención bastante creativa en esteúltimo grupo. Menciones al infierno yla salvación de mi alma...

—Has dicho que no he perdidouna ventaja. ¿Cuál?

—Una importante, que además es

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la segunda razón de que te cuente todoesto. Te voy a permitir hacer unallamada. Podrás despedirte de quienquieras. Será breve, pero tendrás laocasión de transmitir tus últimaspalabras.

Javier no entendía nada.—¿Me permitirás llamar a mi

mujer?—Naturalmente. La familia es lo

más importante de todo. —Sombrasacó un móvil y se lo lanzó. Javier loatrapó al vuelo—. Será una llamadacorta, así que escoge bien tuspalabras. Si sucumbes al miedo ytratas de llamar a la policía, pedirayuda o revelar lo que está a punto desucederte, tu muerte será lenta ybrutal. Y corres el peligro deenfadarme y que decida acabar conalgún miembro de tu familia.

—Aquí dentro no hay cobertura —dijo estudiando el móvil, en cuya

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parte trasera lucía un extraño símbolo.—Para ese teléfono sí la hay —le

aseguró Sombra—. Te recomiendoque hables sin que se note qué estápasando. Cuando vean las noticias,entenderán el motivo de tu llamada.Tenlo presente.

Javier siguió el consejo. Eraevidente que el vampiro había estadoen esta situación en incontablesocasiones y que la controlaba a laperfección. Además, entre el terrorque dominaba su mente, brillaba lacerteza de que no había nada quepudiera hacer para reducir al vampiroy escapar. Se concentró en la llamadamás difícil de toda su vida, una quejamás imaginó que tendría que hacer.

Su mujer contestó a la primera.Javier agradeció que no estuviera sinbatería o fuera de cobertura.

No pudo reprimir el impulso dedecirle que la quería nada más oír su

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voz. Ella se extrañó, pero él logrótranquilizarla. Le dijo que estaba en elaeropuerto, que había surgido un viajede negocios ineludible y que no sabíacuándo regresaría. Separó el móvilcuando se le hizo un nudo en lagarganta y creyó que iba a llorar.Luego se disculpó por varios erroresdel pasado, entre otros por no haberledado un hijo. A partir de ese puntoella supo que algo iba mal. Él repitióque la quería y...

El teléfono desapareció de sumano.

—Es la hora —dijo Sombra—. Lohas hecho bien, lo tendré en cuenta.

Fue rápido, y por lo que JavierArnao sintió en los últimos momentosde su vida, sin dolor.

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VERSÍCULO 8

La gente inundaba las calles. Lospuestos exhibían sus mercancías, de lomás variadas, y los mercaderes lasanunciaban a voces, garantizaban sucalidad con frases hechas y las vestíande precios bajos, difíciles de resistir.

Los compradores y curiosospaseaban, miraban, se empujaban unosa otros, deambulaban entre losdiferentes puestos y compraban.

Así transcurrían los domingos enel rastro de Cascorro, el mercadillopor excelencia de Madrid. Unconglomerado de calles, colmado decientos de puestos, por los quediscurrían miles de personas,incluidos los turistas atraídos por el

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ambiente del comercio, lo artesanal,la ganga y la oportunidad.

Se podía encontrar un poco detodo menos comida y animales. Ropa,libros, productos electrónicos,muebles, películas... La lista erainterminable. Todo se pagaba a buenprecio y en metálico. En cierto modo,el intercambio recordaba a la épocade los trueques, y así era en algunosaspectos, especialmente en ciertosentornos ocultos.

En una de las callejuelasadyacentes, una muy estrecha a la queapenas llegaba la luz del sol, habíauna tienda. Parecía una más a simplevista, pero no lo era. Los transeúntesobservaban brevemente las extrañasfiguras de madera que decoraban elescaparate, los gatos que se retorcíanentre ellas, y seguían caminando sinmostrar interés por los extrañosobjetos.

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De vez en cuando alguien entrabaen la tienda, y salía al poco tiempo,escandalizado por los precios. Ytambién de vez en cuando alguiencompraba, alguien que sabía qué sevendía en realidad en aquella casa deaspecto sucio y destartalado, alguienque necesitaba lo que allí se ofrecía.

La tienda era únicamente elescaparate, porque dentro, la casa eramucho más que eso. Había un sótano,húmedo y descuidado,insuficientemente iluminado por la luzoscilante de cuatro velas negras. En elsuelo, justo en el centro, había unsímbolo grabado. Debajo de esesímbolo se extendía un corredorsubterráneo y maloliente, en bastantepeor estado de conservación que lapropia casa, que comunicaba con lared de alcantarillado de Madrid.

Sombra llegó caminando por élcon su habitual ritmo tranquilo,

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envuelto en la penumbra y el hedorque emanaba de las aguas residuales.Le dio una patada a una rata que pasóante él. Echó un último vistazo,penetrando en la oscuridad con suvisión de vampiro, y golpeó el techoencima de su cabeza.

Escuchó un sonido suave, un rocesobre la piedra, y supo que alguienestaba repasando el símbolo en laparte de arriba. Una sección cuadradadel techo se deslizó sin apenas hacerruido.

Sombra vio asomarse el rostrodelgado de un niño, parcialmentecubierto por una capucha. No loreconoció.

—¿Un vampiro? —preguntó elmuchacho.

Sombra asintió.—¿Algún problema?—Ninguno.

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Se retiró. En un segundo escaso,Sombra ascendió por las oxidadasbarras de hierro que sobresalían de lapared y servían de peldaños. El chicosubió corriendo hasta la puerta deentrada al sótano y la cerró sellándolacon otro símbolo, uno que Sombrasabía que estaba destinado a bloquearla luz del sol. Era una medidainnecesaria allí abajo, pero quedemostraba la seriedad con quetrataban a sus clientes.

Así eran los brujos, los mayorescomerciantes del mundo oculto.Gracias a ellos, había un momento ylugar en el que había una tregua quetodos respetaban. Los domingos,durante el rastro, solo se comerciaba.Las diferencias se dejaban aparte. Yasí sucedía en todas las grandesciudades del mundo. Cada una tenía unmercadillo en el que los brujosllevaban a cabo sus negocios y dondeno se permitían peleas ni

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enfrentamientos.El muchacho regresó al lado de

Sombra, hizo una reverencia y le mirócon el brillo de la expectación en losojos. Era delgado hasta el extremo, ylucía una tez pálida, enfermiza y sucia.Se cubría con una especie de manta ocapa, rasgada en diversos puntos yforrada de múltiples remiendos, quehacía juego con sus botas agujereadas.Las manos estaban parcialmenteenvueltas en pañuelos descoloridos.Aparentaba doce años.

—¿No eres demasiado joven? —preguntó el vampiro.

—Sin duda lo soy —repuso elmuchacho con humildad, agachando unpoco la cabeza—. Pero me haninstruido bien. Puedo atender elnegocio en ausencia de missuperiores.

—Eso espero. Primero quierodevolver este teléfono móvil.

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Se lo lanzó al chico. El pequeñobrujo lo atrapó en el aire.

—Observo que está modificadopara disponer de cobertura encualquier parte —dijo tras repasar laruna grabada en la parte trasera—.¿Puedo transmitir a mi jefe tusatisfacción por el uso deldispositivo?

—Puedes.Los brujos parecían un

departamento de atención al cliente.Siempre preocupados por lasatisfacción de sus productos, como sise pudiera recurrir a otros paraconseguir lo mismo.

—Es una gran alivio saberlo —dijo el muchacho—. Si puedo servirteen algo más...

—Necesito una runa concreta, unaque me grabaron en un cuadro, peroque dure más de una semana.

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—A tu disposición. Necesitaríasaber de qué runa se trata. —Sombrale entregó un papel con lasespecificaciones. El muchacho loestudió con atención, se encorvó sobreel documento y murmuró. Al vampirole disgustaba el idioma particular delos brujos, aunque no lo entendía.Nadie salvo ellos lo hablaba—. Esuna runa de protección. Un diseñocomplejo. Me temo que su duraciónestá optimizada. Una semana es elmáximo.

—Eso ya lo sé —dijo Sombra entono cortante. Le disgustaba tratar conun chaval sobre las runas, un tema queno dominaba—. Pero no es suficiente.Necesito alargar ese plazo, quiero unasolución y no me sobra el tiempo.Ponle precio y terminemos cuantoantes.

De eso se trataba siempre, era laesencia de los brujos, el servicio y el

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precio.—Si me concedes un minuto

consultaré el catálogo. —El muchachocogió un libro que parecía a punto dedeshacerse de una estanteríapolvorienta, atornillada a la pared.Pasó las páginas y leyó, musitó variasfrases. A Sombra no le gustó el tonoque creyó percibir—. Creo haberhallado una solución satisfactoria alproblema. La duración, en este casoconcreto, está relacionada con eltamaño de la runa. Si prescindimosdel cuadro y la dibujamos en la pared,obtendríamos el efecto deseado,prologaríamos la duración. Podría ir agrabarla...

—No me interesa —sentenció elvampiro—. Tiene que estar camufladaen un cuadro y del mismo tamaño.Podría aumentar un poco ladimensión, pero no demasiado.

El brujo enarcó una ceja. El

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vampiro permaneció impasible.—Desgraciadamente, no veo el

modo de que eso sea posible —dijo elmuchacho.

—Si estás empleando un nuevométodo para regatear e inflar elprecio, te recomiendo que loreconsideres —le advirtió Sombra,que empezó a caminar en círculos,silencioso—. Tengo dinero, lo que notengo es tiempo. No tengo nada contralos brujos y estoy al corriente de latregua. Sin duda, esa es la razón deque un mocoso como tú esté plantadoante mí sin el menor temblor en sucuerpo esmirriado. Pero la tregua solodura lo que dura el rastro. Luego seacabó, luego estaré más enfadado y noserá tan fácil tratar conmigo.

—Lo entiendo perfectamente...—No, no lo entiendes —siguió

Sombra—. Tu jefe, o uno de losvuestros, me vendió ese cuadro y me

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garantizó su correcto funcionamiento.Y ahora ponen a un crío al frente.Hicimos un trato y voy a ampliarlo.Soy un buen cliente, puedescomprobarlo revisando las cuentas, séque registráis hasta la mínimatransacción comercial. Ahora, estecliente está lejos de quedar satisfechoy eso no es bueno para el negocio. Terecomiendo que vayas a buscar a unadulto, a alguien que sepa más deestos condenados símbolos y quetenga una predisposición másadecuada. ¿Me he explicado conclaridad?

El término adulto producía unasensación extraña en la boca deSombra cuando se trataba de brujos.Para ellos un adulto era un chaval dequince años, dado que todos losbrujos eran niños. No había uno soloque llegara a los dieciséis.

—Nada más lejos de mi intención

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que contrariarte —aseguró el brujo—.Pero mi conocimiento sobre esa clasede runas es insuperable. Un adulto tediría exactamente lo mismo.

—Entonces tienes un graveproblema, chico. Porque nadie seacordó de advertirme de ese detallecuando compré la runa, pero sí seacordaron de cobrar un buen precio,según recuerdo. Si no hay nadie máscon quien tratar, tú eres elresponsable. Y si piensas que por serun crío insignificante voy a tenercontemplaciones, estás muy...

—¡Jaque! ¿Qué te ha parecido,Tedd? —dijo una voz inocente yjovial.

Sombra se puso en tensióninmediatamente. Buscó el origen deaquella voz.

—Esa reina no durará mucho,Todd —dijo alguien de avanzad edad.

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El vampiro los vio bajo la tenueluz de una vela, junto a la paredopuesta, en una ubicación en la que nohabía nadie cuando él entró en laestancia. Estaban sentados a amboslados de una mesa sobre la quedescansaba un tablero de ajedrez. Laspiezas eran figuras de dragones,pequeñas las que representaban a lospeones, y más grandes las de laspiezas principales. El rey era la mayorde todas.

Los contrincantes formaban unapareja singular. El primero era unniño, de nueve o diez años, delgado,con abundante pelo moreno, de rostrovivaz y juguetón. Su oponente era unanciano con la piel plegada enprofundas arrugas. El pelo largo ycanoso estaba recogido en una coletaque caía hasta la mitad de la espalda.Tenía un bastón negro apoyado sobrela pierna. No se parecían en nada,salvo en el color de los ojos. Ambos

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lucían un tono violeta brillante yluminoso.

—¿De dónde habéis salidovosotros dos? —preguntó Sombra.

—Lo correcto sería detener lapartida, Tedd —dijo el niñolevantando la vista del tablero yposándola en el anciano—. El asesinonos ha hecho una pregunta. Y de todosmodos estás a punto de perder.

—Ni lo sueñes, Todd —repusoTedd. El anciano siguió estudiando eltablero—. Te llevo una torre deventaja. Esto no ha acabado. Peroestás en lo cierto respecto al asesino.

Sombra dudó. La alusión a suprofesión no le gustó en absoluto.Demostraba que le conocían, pero élno les había visto nunca. Estaba endesventaja y eso le irritaba. Además,no podía olvidar que se encontrabanbajo la protección de la tregua.

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De lo que estaba razonablementeseguro era de que no eran brujos. Novestían como tristes pordioseros, porno hablar de que el anciano debía detener noventa años como poco, yademás había algo especial en ellos,algo que Sombra no podía precisar,pero que era tan evidente como sussonoros nombres.

—Escuchadme bien, pareja. No sécómo habéis llegado hasta aquí ni meimporta, pero estáis molestando.Coged vuestro tablero de ajedrez ycontinuad la partida en otra parte.

—¿Has oído eso, Todd? —preguntó Tedd. El anciano despegó susojos violetas del tablero y agarró elbastón—. El asesino nos trata condesdén, no nos respeta, ni tampoco anuestra partida. Dile cuántos añosllevamos con ella.

—No te alteres, Tedd —dijoTodd. El niño se bajó de su butaca,

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corrió al lado de Tedd y le permitióque se apoyara en él—. Es normal quese muestre algo enfadado. Después detodo hemos interrumpido su amenazaal pobre brujo. Y no nos conoce.Cambiará de opinión. A lo mejordeberíamos presentarnos.

—Ya sé vuestros nombres —dijoSombra—. Lo que no entiendo es quéhacéis aquí y por qué no me habláisdirectamente.

El pequeño brujo se acercó alvampiro.

—Me permito aconsejarte que noles enfades. No conviene...

—No necesito tus consejos, chico—le cortó Sombra.

Le enojaba lo absurdo de lasituación. Y seguía perdiendo eltiempo.

Tedd y Todd caminaron despacio.El niño acomodaba su paso al del

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anciano, que avanzaba encorvado,apoyado sobre su bastón. Miraban lasparedes como si buscaran algo en lasmugrientas estanterías, sin dirigirse nial vampiro ni al brujo en ningúnmomento.

—Se me queda la boca seca, Tedd—dijo Todd—. No me importaríaechar un trago.

—Pensaba exactamente lo mismo,Todd —dijo Tedd—. Pero no veonada adecuado por ninguna parte.

El brujo se separó de Sombra atoda velocidad. Sacudió las telarañasde un mueble de madera, sacó unabotella de whisky y sirvió dos vasos.Se los llevó a la pareja de jugadoresde ajedrez. Por alguna razón, aSombra no le produjo la menorsorpresa ver a un crío de diez añosapurar el whisky de un trago yrelamerse con el rostro iluminado porla satisfacción.

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—Una bebida excelente, Tedd —dijo Todd. El niño esperó a que elanciano diera un sorbo—. Ahora creoque puedes explicar al asesino cuántoadmiramos su trabajo.

El anciano se limpió sus arrugadoslabios con el dorso de la mano.

—No está mal, Todd —concedióTedd mirando el vaso—. Pero creoque deberías ser tú el que le dijeraque hizo un trabajo impecable en elbanco al acabar con aquel empresario.

Sombra estaba desconcertado,pero empezaba a interesarse por lapareja. Quería averiguar cómo sabíantanto de él.

—Ya veo. De modo que ya hasalido en las noticias que ha muertoJavier Arnao y de algún modo habéisdeducido que estoy implicado. Sisabéis tanto de mí, estaréis alcorriente de que no me sobra lapaciencia.

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—No me gusta su tono, Todd —dijo Tedd, levantando el bastón ydándole un par de vueltas sobre sucabeza—. No es amable. Percibo eseaire condescendiente de los vampiros,se cree superior. Me desagrada lagente sin educación. ¡Y eso que solohemos venido a ayudarle!

—Con cuidado, Tedd —dijo Todd—. No debes excitarte. Es mejor quenos sentemos. Verás, el asesino soloestá intrigado. Le explicaré que laausencia de sangre nos llevó a deducirque un vampiro había sido elresponsable de aquel asesinato.

—Eso no es exacto, Todd —puntualizó Tedd—. Lo deduje yo solo,no fuimos los dos.

—Ciertamente, Tedd —convinoTodd—. Pero hay muchos vampiros,¿recuerdas? Yo fui el que se fijó en elestilo inconfundible de nuestroquerido asesino.

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El pequeño brujo seguía laconversación atentamente. Sus ojossaltaban del niño al anciano, como enun partido de tenis. Parecíapreocupado por algo. Sombra se diocuenta de que aquellos dos nuncamiraban a nadie salvo a ellos mismos,sus ojos violetas jamás se cruzabancon los del vampiro o los del brujo.

El niño acompañó al anciano devuelta a la butaca. Luego colocó labotella de whisky y los vasos sobre eltablero de ajedrez, con cuidado de nomover las piezas. Apuró otro vaso yse sirvió de nuevo.

Sombra estaba bastante confusorespecto a la pareja. La tregua leimpedía recurrir a la intimidaciónfísica, aunque tampoco era una ideaque le sedujera. Tedd y Todd sabíandemasiado, no podían estar allí porcoincidencia. Se le ocurrió unaposible manera de presionarles, un

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tanto absurda, pero no perdía nada porprobar.

—Eh, tú —le dijo al brujo—.Consígueme un vaso. —El muchachoobedeció, le entregó un vaso traslimpiarlo con un pañuelo que Sombraprefirió no ver de dónde había sacado.El vampiro se acercó a la mesa deajedrez—. Seguro que no os importaque beba con vosotros.

—A mí, desde luego que no, Tedd—dijo Todd. El crío llenó su vaso unavez más—. No sé si a ti te incomodaque el asesino nos acompañe.

—Yo no tengo inconveniente,Todd —contestó Tedd—. No puedoresistirme a una petición tan educada.En todo caso, es a nuestro anfitrión alque podría incomodarle. Después detodo, la bebida es suya.

Sombra agarró la botella. Los ojosde Tedd y Todd brillaron.

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—Es un placer invitarle a beber—se apresuró a decir el brujo, con unleve temblor.

El brillo de los ojos violetas delos jugadores de ajedrez desapareció.A Sombra no le gustó nada ese detalle.Bebió, pero no dejó de vigilarles enningún momento. Con o sin tregua,nadie le iba a sorprender.

—No es gran cosa —dijo Sombracon desaprobación—. Una cosechapobre. Es escocés, pero solo ha sidodestilado una vez y han añadido algúnotro cereal a la cebada malteada.Maíz, si no me equivoco. Los heprobado mejores.

—El asesino entiende de licores,Tedd —dijo Todd muy animado.

Sombra habló rápido,adelantándose a la réplica delanciano, que seguro estaba a punto dedar. Ya le había quedado claro elcurioso modo de expresarse que

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tenían.—Ya está bien de comedias —

dijo con dureza—. No sé cuál esvuestro juego, pero o empezáis ahablar claro, o partiré ese malditotablero y se acabó vuestra partida.

El brujo ahogó un gemido.—Estoy confundido, Todd —dijo

Tedd—. Nunca pensé que no nosexpresáramos con claridad. ¿Acaso nohemos dicho que queríamos ayudarle?

El niño asintió enérgicamente.—Desde luego que sí, Tedd —dijo

Todd—. Debe de ser un malentendido.Nuestro amigo se impacienta y yoquiero continuar la partida. No tedejaré escapar ahora que estásderrotado. Pero hay un inconveniente.Nuestra conversación debemantenerse en privado, no podemoshablar en presencia de gente que noesté directamente involucrada.

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Sombra no entendió a qué sereferían. Iba a protestar, pero...

—Ya me voy —dijo el brujo a suespalda—. Os dejaré a solas y nadieos interrumpirá.

Salió de la habitación y cerró lapuerta.

—Todo está dispuesto, Tedd —dijo Todd dando un pequeño salto enla banqueta—. Explica a nuestroamigo que tenemos el cuadro quenecesita, con una runa que puede durarun año.

—¿De modo que el brujo meengañaba? —preguntó el vampiro—.¿Se puede alargar la duración?

—No te explicas bien, Todd —dijo Tedd. El anciano le señaló con elbastón—. El asesino sacaconclusiones equivocadas. Piensa queel brujo mentía y no es así. No sabeque esta runa la hemos grabado

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nosotros, no los brujos.—Culpa mía, Tedd —dijo Todd

—. Debería haberlo mencionado.Tampoco le hemos contado al asesinoque tenemos un obsequio especialpara él, algo que encontrará muy útil.

Sombra lo dudaba, pero habíadecidido seguirles el juego, dejarleshablar a ver qué descubría de ellos.Aunque tuviera que soportar que no ledirigieran la palabra a éldirectamente.

—¿Y qué obsequio es ese?—Díselo, Tedd —pidió Todd, muy

excitado—. Explícale que nuestramáxima preocupación es ayudar anuestros amigos.

—Así es, Todd —asintió Tedd—.La felicidad de nuestros amigos esnuestra prioridad. Y en este caso, nopodemos dejar pasar la ocasión deofrecerle al asesino un tatuaje. Una

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runa de protección insuperable.—Sois muy amables, pero sé

cuidarme solo, gracias —dijo Sombradecepcionado.

—Ahora eres tú el que se explicamal, Tedd —le reprendió Todd—. Nole has dicho que el tatuaje no es paraél. Es para su adorable sobrina.

Sombra se quedó completamenteinmóvil. Conocían su identidad, susecreto. Esos dos extraños sabíanquién era y que tenía familia. ¿Cómopodía ser posible? Se alarmó,consideró en matarles allí mismo.Luego cambió de idea. Nadie sería tanestúpido de quedarse a solas con él yrevelarle que conocían todos sussecretos sin algún medio deprotección. Y esos dos parecíancualquier cosa menos estúpidos.Además, tenía la certeza de que noquerían que nadie más lo supiera, poreso habían despedido al brujo antes

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de hablar.—Se ha quedado sin habla, Todd

—dijo Tedd—. Yo esperaba algúntipo de agradecimiento. Esa pulseraque lleva su sobrina no está mal, perono es nada en comparación con la runaque puede tatuarse.

—No sé cómo sabéis tanto de mí—admitió Sombra—. Pero no voy agrabar una runa a mi sobrina. Lasrunas causan un tormentoindescriptible sobre la piel, inclusopueden matar.

—Aún no se fía de nosotros, Tedd—dijo Todd. El niño parpadeó y susjóvenes ojos violetas se iluminaron—.O puede que finja. Aunque lo que hadicho de las runas es cierto, él sabeperfectamente por qué en el caso de susobrina no causarán ningún daño.

Desde luego lo sabía. Lo que noimaginaba era que alguien másestuviera al corriente. Sombra estaba

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impresionado.—Bien. Es obvio que sois mucho

más de lo que parecéis, pero no somosamigos. Si de verdad podéisconseguirme esas runas y demostrarmesu utilidad, supongo que exigiréis unpago a cambio.

—¿Qué hacemos mal, Todd? —preguntó Tedd, molesto. El viejogolpeó el suelo con el bastón variasveces mientras hablaba—. ¿Hemoslanzado alguna amenaza? ¿Algúninsulto? ¿No hemos sido correctosdesde el principio? ¿No le hemosaclarado desde el primer momentoque veníamos a ayudarle? ¿Por qué nose fía de nosotros? Si no quierenuestra ayuda, no se la daremos.Detesto a la gente ingrata.

Sombra lo pensó un instante.—Es cierto que no me habéis

amenazado ni nada por el estilo —admitió el vampiro—. Pero nadie da

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nada gratis.—Ahí lo tienes, Tedd —dijo Todd

—. No es algo personal contranosotros. Es que no es un asesinoconfiado, eso es todo. Para que sesienta mejor, podemos ofrecerle quenos corresponda con un pequeñofavor, algo insignificante para él. Asíno se sentirá en deuda con nosotros.

Sombra aplaudió en su interior elmodo en el que habían conducido laconversación para que él se ofrecieraa pagar. Pues no le cabía duda de queese supuesto favor era el precio quetendrían las runas. El vampiro sentíaque estaba a punto de averiguar quéperseguían en realidad Tedd y Todd.

—Si está en mi mano, meencantará ayudaros en la medida demis posibilidades. ¿Qué favor es eseque podría haceros?

—Esa es la actitud, Todd —dijoTedd. El anciano mostró una sonrisa

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inmensa—. Da gusto tener amigos taneducados. Me sorprende, sin embargo,que no intuya la naturaleza del favorque podría concedernos. ¿Qué sedebería esperar de un asesino que nofuese matar a alguien?

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VERSÍCULO 9

Llegaban tarde. Jaime y sucompañero debían haber entregado lamercancía en su destino hacía un parde horas. Ya debería estarconduciendo a casa, de vuelta con sumujer y su pequeño hijo. Pero en vezde estar jugueteando con su bebé deseis meses, se hallaba atrapado enmedio de un atasco considerable.

Su compañero leía distraído elMarca, un periódico deportivo,mientras él conducía el camión. Jaimedetestaba la lluvia, y aún más losatascos, pero cuando se juntaban losdos, le entraban ganas de gritar.

Llevaban diez minutoscompletamente parados. Los demás

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vehículos protestaban con el ruidososonido del claxon. Como si sirvierade algo. Cambió de emisora muchasveces. Nunca encontraba música a sugusto cuando estaba de mal humor.

—El Real Madrid ha vuelto aperder —se quejó su compañero,pasando una página—. Inútiles. Quehan jugado muchos partidos estasemana, dicen. Con lo que ganandeberían jugar uno cada día. A esosles querría ver yo cargando ydescargando, verían lo que es estarcansado...

Siguió murmurando. Jaime no leprestó atención. No le gustaba elfútbol, que por desgracia era el únicotema de conversación posible con sucompañero. Intentó distraerse mirandopor la ventanilla.

Tras diez años trabajando comotransportista ya debería estaracostumbrado a sobrellevar los

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atascos. Sería más fácil con otrocompañero, pero le había tocado elmás aburrido del mundo. Los deporteseran lo único que le interesaba.

—Y van y fichan a ese negado —siguió maldiciendo su compañero.

Luego profirió una blasfemiarepugnante. Jaime iba a preguntarlequé le había perturbado tanto, pero elcoche de delante se movió. El tráficofluía de nuevo. Metió la primera yaceleró, el camión se puso enmovimiento.

Llovía bastante y el sol se habíaretirado hacía una hora. La visibilidadera mala. Jaime condujo con cuidado.Pasaron junto a dos coches bastantedestrozados que habían chocado en uncruce. La gente conducía de pena,cada vez que caían cuatro gotas seproducía un accidente, y eso en elcentro de Madrid era garantía de unatasco monumental. La policía dirigía

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el tráfico, dando pasoalternativamente a las dos calles quese cruzaban, intentando restituir lanormalidad. Les llevaría bastantetiempo conseguirlo. La fila de cochesera interminable.

Un par de manzanas más lejos yano se percibía el atasco. Jaime serelajó un poco. La lluvia no paraba decaer, tintineaba sobre el cristal de lasventanillas y lo empapaba todo. Seríaun auténtico fastidio descargar en esascondiciones.

Ya estaban cerca. Torcieron poruna calle de solo dos carriles. Jaimedecidió llamar a su mujer parapreguntar por el niño. A lo mejorconseguía oírle balbucear un poco,porque estaba claro que ya no le veríadespierto. Eran las ocho y media, yera imposible que llegara a casa antesde las diez, y eso si todo iba normal apartir de ese momento. El niño se

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acostaba a las nueve, nueve y mediacomo muy tarde.

—¿Dónde estás? —preguntó sumujer.

Jaime sujetó el teléfono contra laoreja. Debería usar el dispositivo demanos libres, pero le disgustaba quesu compañero escuchara toda laconversación.

—Ha habido complicaciones.Llegaré tarde.

—Qué faena.—Dímelo a mí, que todavía tengo

que descargar la mercancía. ¿Cómoestá mi pequeño hombrecito?

—Un poco revoltoso. Hacomido...

—¡Eh! ¿Qué haces? —leinterrumpió su compañero—. No tedesvíes, que tardaremos más.

—Ahora te llamo, nena. —Jaime

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colgó. Detuvo el camión y miró a sucompañero de mala gana—. ¿Se puedesaber qué mosca te ha picado?

—No te metas por ahí. Daremosun rodeo enorme. Conozco estasasquerosas callejuelas.

—¿Es que no ves la señal? —preguntó Jaime—. La calle estácortada por obras.

Había un triangulo en el suelo yunos cuantos conos naranjas quecortaban la calle.

—¿Tú ves algún obrero?No se veía a nadie.—No, ya habrán terminado por

hoy.—Pues eso —dijo su compañero

—. Me bajo, quito los conos, pasamosel camión y los vuelvo a poner.

—No.Jaime puso el camión en marcha y

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tomó la desviación obligatoria.—Pero si no se ve ningún agujero

ni nada. Eres la leche. Llegaremosmás tarde todavía, joder.

—A lo mejor las obras son másadelante y luego la carretera estácortada. No quiero tener que salirmarcha atrás y perder más tiempo, nimeterme en líos por ahorrarme quinceminutos.

—Hubiéramos llegado antes.Ahora tardaremos...

—Pues la próxima vez conducestú.

La discusión quedó zanjada. Jaimevolvió a llamar a su mujer, pero nollegó a hablar con ella. El móvil se lecayó al suelo.

Había un tipo en medio de lacalle, de espaldas al camión. Jaimepisó el freno con los dos pies. Elhombre se tambaleó un poco pero no

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se apartó ni se volvió. ¿Cómo eraposible que no oyera al camión? ¿Yqué hacía en medio de la calzada?Quizá fuera un borracho.

Los neumáticos chirriaron. Elcompañero de Jaime salió despedidohacia adelante y se golpeó la cabezacon el cristal. Las hojas del periódicose esparcieron por la cabina delcamión. No podría detener el camióna tiempo. El corazón de Jaime sedisparó. Tiró del freno de mano.Logró disminuir la velocidad, peroaún no era suficiente. Una de lasruedas patinó al atravesar un charco.

El golpe fue bastante fuerte. Jaimecontempló horrorizado cómo laespalda del desconocido se curvabahacia atrás, sobre el capó, para luegodesaparecer al caer al asfalto. Almenos el camión terminó de detenersey no le pasó por encima.

Su compañero estaba inconsciente,

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no sangraba, ni se apreciaba quetuviese ninguna herida seria. A Jaimele temblaba todo el cuerpo cuandobajó de la cabina. ¿Y si había matadoa aquel hombre? Tuvo que apoyarseen el camión para no derrumbarse porla presión.

La lluvia le empapó de inmediato.Avanzó dos pasos. No quería ir, perotenía que hacerlo. En aquel instantehubiera vendido su alma al diablopara volver unos minutos atrás en eltiempo y poder evitar el atropello. Alfinal se obligó a continuar. El hombrepodría estar vivo y necesitar ayuda.Rezó para que así fuera.

Lo primero que vio fueron laspiernas sobresaliendo de debajo delcamión, empapadas, con una playerasverdes un tanto extravagantes. Uno delos faros estaba roto y el parachoquesdelantero yacía en el suelo, abollado.El capó se había combado por el

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impacto. Jaime se agachó junto alcuerpo sin saber si debía tocarlo. Eraun hombre joven, con el pelo largo,vestido con una camisa de cuadros. Sealarmó al no ver subir y bajar elpecho. Cayó de rodillas junto a élpara sacarle del charco en el que sehallaba.

Y entonces el desconocido selevantó.

Fue tan rápido que lo primero quepensó fue que estaba teniendoalucinaciones.

—No te preocupes por mí —dijoel hombre con toda la serenidad delmundo—. Me encuentroperfectamente.

—¿C-Como...? Yo... No... —Jaimenunca había estado tan confundido.Sacudió la cabeza—. ¿No te heatropellado?

—Lo has hecho —respondió el

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desconocido—. Un buen golpe. Notienes más que echar un vistazo alfrontal de tu camión.

Jaime lo hizo. Nada habíacambiado, pero necesitaba verlo denuevo. Aquel hombre no podía estarde pie como si nada. Era imposible.

—Se trata de un truco.No se le ocurría cuál podía ser,

pero era la única explicación queasomaba en su cabeza.

—Te lo voy a decir solo una vez—dijo el hombre agachándose,apoyando las manos en las rodillas—.No lo entenderás nunca, así que miconsejo es que lo olvides o tevolverás loco, pero es cosa tuya.Ahora ven, levántate. Te vas a calarhasta los huesos en ese charco.

Jaime tomó su mano y permitióque le ayudara a incorporarse. Sesentía profundamente desorientado,

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pero al menos no había matado anadie.

—Yo... Lo siento...—No importa. Abre la puerta de

atrás. Tienes que hacer algo para mí.—¿Qué?—No me obligues a repetirlo.Jaime tuvo miedo. Había algo

amenazador en aquel individuo. Noera su aspecto, tampoco su voz,hablaba con mucha tranquilidad.Puede que fueran sus ojos. Su pelomojado los cubría casi por competo,pero se adivinaba un brillo peligroso.Caminó hasta la parte de atrás,seguido de cerca por el desconocido,cuyos pasos no sonaban al pisar loscharcos.

Abrió la puerta.—Toma esto —dijo el hombre. Le

dio un bate de béisbol a Jaime—.Destrózalo todo.

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Jaime asintió. Le tembló la manoal coger el bate. No entendíaabsolutamente nada, pero sabía de unmodo inexplicable que llevarle lacontraria sería un tremendo error.

—¿Todas las cajas? —preguntó.—Todas.Subió al camión. Alzó el bate con

las dos manos y vaciló. El hombre lemidió con la mirada, una mirada quele hizo sentir más frío que la lluviaque empapaba sus ropas.

Golpeó con todas sus fuerzas,destrozó la mercancía quetransportaba, una caja tras otra, bajoel intenso escrutinio del desconocido,que seguía fuera, bajo la lluvia,impasible.

Al terminar estaba jadeando.—Bien —dijo con aprobación el

hombre—. Una cosa más. Quiero quevayas a tu destino y cuentes lo que ha

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pasado. Puedes omitir el atropello ono, lo dejo a tu elección, pero tienesque entregar este mensaje literalmente.¿Me has entendido?

—Sí.Cada vez tenía más miedo.El desconocido le dio el mensaje

en un papel y le obligó a repetirlopara asegurarse de que lo habíamemorizado, a pesar de ser bastantecorto.

—Si omites una sola palabra o noentregas el mensaje tal y como te hedicho, lo sabré.

Jaime no lo dudó ni por uninstante. Y consideró que era laamenaza más seria que habíaescuchado en toda su vida.

—Lo haré. Lo prometo.—Excelente. Te falta una caja.Juraría que las había destrozado

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todas. Jaime se volvió al fondo delcamión. No vio ninguna caja intacta.Rebuscó entre los pedazos con el bate,temiendo enfadar a aquel hombre,pero no encontró nada.

—Yo no veo ningu...Dejó la frase a medias. El

desconocido había desaparecido.

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VERSÍCULO 10

Hacía frío en el interior de laiglesia.

Se filtraba por las lonas quecubrían las ventanas de la partesuperior, las que había destrozado elvampiro para atraer al padre Jorge alexterior. La lluvia rebotaba contraellas incesantemente, empapándolas,formando goteras.

El padre Jorge no parecía sentir elfrío en sus viejos huesos, caminabacon paso resuelto, golpeando con subastón. Un cura salió a su encuentro,se plantó delante de él y le miró enrespetuoso silencio.

—Habla, hijo.

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—No puede salir, padre —dijo elcura con humildad—. El sol se retiróhace ya varias horas.

El padre Jorge le miró, tenía unaexpresión dulce y comprensiva. Alcura le pareció uno de los peorescrímenes imaginables que alguienquisiera causar daño a aquel hombresanto.

—No puedo quedarme, hijo. Mishermanos deben saber lo que hedescubierto.

El anciano agitó un poco elenorme libro que llevaba en la mano.Un volumen grueso, con las tapas decuero, antiguo y desgastado, rasgadoen algunos puntos del lomo. Un tomoque el monje conocía bien porque lohabía visto muchas veces, siempre enmanos del padre Jorge o de algún otrosanto. Se decía que nadie más podíaleerlos.

—Lo siento mucho, padre —dijo

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el cura—. No puede salir de noche.Seguro que sus hermanos puedenesperar a mañana para que lestransmita esa información.

Una de las lonas que cubría lacristalera rota se soltó por unaesquina. El viento aulló al invadir elinterior de la pequeña iglesia y elagua cayó sobre los bancos demadera.

—Mañana oficiaré la misa enhonor de Javier Arnao—le recordó elpadre Jorge—. Y después acompañaréa su familia al cementerio. Asistiré alsepelio.

El cura sabía lo importante queaquello era para el anciano. El padreJorge había sentido un profundo pesaral enterarse de cómo el vampiro habíamatado al empresario en su propiacámara de seguridad. El cura vio laexpresión en el rostro del santo, eltemblor en sus arrugados labios, y

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supo que se sintió culpable.—La pérdida de Javier ha sido

una tragedia, padre. Pero si sale estanoche, el vampiro le atrapará ymañana no podrá oficiar ninguna misa.Vaya después del entierro, por latarde, antes de que se oculte el sol.

—Eso no es posible —se resistióel anciano—. Mis asuntos y los de mishermanos son demasiado importantespara consentir que nadie losentorpezca. Se trata de la Biblia delos Caídos, hijo. Guardo una relaciónde sus páginas y he hallado una nueva.Mis hermanos deben saberlo. Si algome sucediera...

—El vampiro no le cogerá, padre.Es imposible.

El padre Jorge asintió y tomó aire,como si estuviera tremendamentefatigado.

—No es solo por el vampiro.

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Podría llegar el fin de mi existencia.El cura entendió el problema. A

pesar de que el padre Jorge era sinduda muy mayor, estaba convencidode que su hora tardaría en llegar. Sinembargo, cualquier información sobrela Biblia de los Caídos era prioritaria,pues el mayor de los secretosreposaba en sus páginas. Era unsecreto que convertía cualquier otracosa en insignificante, incluso la vidade un santo, un secreto tras el quetodos andaban y por el que todo elmundo mataba. Así se lo habíaexplicado el padre Jorge. No existíaamenaza alguna capaz de disuadir alsanto de que no se comunicara con sushermanos.

Y los santos solo se comunicabanla información relevante en persona.Ni teléfonos, ni correos electrónicos,ni nada parecido. Se citaban ycontemplaban sus propias almas en

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comunión con Dios antes de hablar.Era una característica que nadie eracapaz de emular, que les hacía únicose inconfundibles.

—Si de verdad es tan urgente,padre, puedo entregar yo su libro, opuede enviar a alguien, si lo prefiere.Pero no va a salir de la iglesia denoche.

—Tengo que hacerlo en persona—insistió el padre Jorge—. Mimisión no debe retrasarse. Y tú nopuedes detenerme, hijo, lo siento.

Echó a andar de nuevo,lentamente, acariciando las piedrasdel suelo con su bastón. Estaba muycerca de la puerta.

El cura se puso de nuevo a sulado.

—Es cierto, padre. No puedoretenerle. Pero ellos sí. —Señaló doshombres apostados junto a la salida.

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El cura inclinó levemente la cabeza,avergonzado—. Lo siento mucho. Losenvían sus hermanos, estánpreocupados por usted. Esos doscentinelas no le permitirán salir, no sesepararán de usted y no consentirán aese vampiro poner un solo pie dentrode la iglesia.

—Mis hermanos...Las puertas de la iglesia se

abrieron de golpe. El viento sacudióel escaso pelo del padre Jorge. Unhombre entró apresuradamente, casicorriendo, pero no llegó a dar dospasos. Los dos centinelas le redujeronen un instante. Uno de ellos le sujetócontra el suelo, mientras que el otroalzó un martillo.

—La iglesia está cerrada a estashoras de la noche. ¿Quién eres?

El recién llegado se alarmó al veraquella arma tan grande justo encimade su cabeza. Era un hombre alto y

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delgado, de unos cuarenta años, deojos grandes y asustadizos.

—¡No, por favor! —chillóaterrorizado.

Trató de cubrir su rostro con lasmanos, pero el centinela que lesujetaba le tenía inmovilizado.

—¡Tu nombre! —ordenó el quesujetaba el martillo.

—¡Jaime! ¡Me llamo Jaime! —dijo el recién llegado con la vozquebrada—. Tengo que ver al padreJorge... Es por un mensaje...

El centinela le levantó sujetándolepor el cuello, le giró hacia la puerta.

—Nadie puede ver al padre Jorge.Largo de aquí...

—¡Espera! —El santo llegó hastaellos—. Suéltale, es inofensivo, loveo en su alma.

El centinela obedeció.

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Jaime se giró, se acercó al ancianoy al cura. Entonces adoptó una muecaextraña. De repente se puso muynervioso y se llevó las manos a lagarganta, con los ojos abiertos allímite.

—Habla, hijo. Yo soy el padre,Jorge.

—No pued... ¡Ahora sí puedohablar! —dijo aliviado—. Tengo unmensaje urgente para usted. Soy untransportista, venía a entregar lasnuevas cristaleras para su iglesia,pero tuve un percance.

—Tranquilo, hijo. Habladespacio. Tómate tu tiempo.

—Gracias. —Jaime hizo unapausa y respiró hondo—. Lo que tengoque contar no es nada fácil. Pero él medijo que usted lo entendería.

Relató el atropello de aquelextraño individuo y todo lo que

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sucedió desde entonces. Le contó aaquel anciano de aspecto amablecómo el miedo se adueñó de su serdesde el primer instante, se esforzó almáximo por darle todos los detallesque su memoria había guardado.

—Me obligó a destrozar lascristaleras con un bate de béisbol. Yme transmitió un mensaje para usted.Dijo exactamente: «Este mensajeroestá vivo como muestra de mi buenavoluntad. Le espero mañana fuera dela iglesia, al caer el sol. Es su últimaoportunidad de salvar a susfeligreses». No me dijo su nombre,pero...

—No te preocupes, sé de quién setrata.

—¿Lo he hecho bien? —preguntóel transportista con el semblantepálido por el miedo—. ¿Está todo enorden?

—Perfectamente —dijo el padre

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Jorge.—Gracias, señor —contestó el

transportista—. Ese hombre meadvirtió. Me dijo que si no leentregaba a usted el mensaje meencontraría, y nunca he tenido másmiedo de nadie, se lo juro. No quierovolver a ver a ese...

—No tienes de qué preocuparte —le aseguró el anciano posando la manosobre su hombro. El transportista setranquilizó—. Ese hombre ya no temolestará más. Ahora, ve tranquilo,hijo.

Jaime lo hizo. Se despidió y salióde la iglesia visiblemente calmado.Los centinelas cerraron las puertasinmediatamente.

—¿Por qué lo habrá hecho? —preguntó el cura—. ¿Por qué habrároto las cristaleras?

—Para enviarnos varios mensajes

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—contestó el santo—. Primero, el quetransmiten las palabras de ese pobretransportista. El vampiro nosdemuestra su control de la situación alresaltar que ha perdonado la vida delmensajero, pero ha tomado la deJavier Arnao, así reafirma susuperioridad. Las cristaleras lasemplea para decirnos que podríadestruir la iglesia y para mostrar sudesprecio. Eso es lo que creo.

—Entonces es muy arrogante —razonó el cura—. Esa será superdición. No tiene ningunaposibilidad de apresarle.

—Sí la tiene —repuso el padreJorge.

—¿Cómo dice?—Voy a ir a su encuentro —

contestó el anciano.—No puede hacer eso. Solo tiene

que esperar a que los centinelas le

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cacen.El padre Jorge adoptó una

expresión triste.—Ese vampiro está retrasando

mis asuntos y matando a inocentes. Nopuedo consentirlo.

—Padre, esa no es la solución.Comprendo su pesar por la muerte deJavier, pero no le ayudará si elvampiro le mata, ni resolverá susasuntos. En la iglesia está protegidoen todo momento. No puede salir denoche. Debe aguardar a que maten alvampiro.

—Entonces, más vale queencuentren al vampiro en el plazo deun día —dijo muy serio el padre Jorge—. Mañana oficiaré la misa de Javiery luego asistiré a su entierro. Pero novoy a cargar con más muertesinocentes a mi espalda. Al caer lanoche, si no habéis dado con él, saldréa enfrentarme con el vampiro.

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VERSÍCULO 11

La luz era tenue y agradable, elvino, exquisito.

John Wayne acaba de coser abalazos a otro vaquero. Susana nosabía quién era la víctima, hacíatiempo que había perdido el hilo de lapelícula, abstraída por el ritmo casimusical que la lluvia tocaba contra laspersianas del salón. Tenía los piesdescalzos sobre el sofá, cubiertos poruna manta. En la mesa descansabanlos restos de una pizza tamañofamiliar.

Se acurrucó contra su marido yronroneó. Esteban pasó el brazo porlos hombros de su mujer, distraído, ysiguió absorto en la trama de aquel

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clásico del oeste que ya había visto almenos diez veces.

Ella se apretó más contra él, leacarició el pelo.

—Eva está dormida —susurró ensu oreja.

—Sí —contestó élmecánicamente.

Susana deslizó su mano por elmuslo de Esteban con suavidad,trazando pequeños círculos, cada vezmás arriba. Le besó en el cuello.

El siguiente disparo de JohnWayne se hizo en el más absolutosilencio. Esteban había quitado elsonido de la televisión.

—De modo que estás juguetona...Ella sonrió y parpadeó.—Puede.—Uhmm... El caso es que es un

peliculón. No sé si merece la pena...

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Ella fingió pegarle con un cojín.Él se lo arrebató y lo lanzó lejos, y laobligó a recostarse en el sofá. Se pusosobre ella y se besaron, se apretaronel uno contra el otro, se acariciarondonde sabían que al otro más legustaba.

—Si nos damos prisa —dijoEsteban con una mueca pensativa—,podemos terminar a tiempo de ver eltiroteo final de la película.

—Más le vale que no, señoría —le advirtió Susana, y le golpeó conotro cojín—. Como se le ocurrasiquiera... ¡Sombra!

Esteban se sobresaltó por el grito.Se incorporó hasta quedar sentado enel sofá. Su hermano estaba de pie allímismo, a un metro escaso. Silencioso,como siempre.

—Maldita sea, Sombra —dijoEsteban—. ¿Es que no puedes llamara la puerta?

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Susana se abrochó la blusamientras atravesaba al vampiro conuna de sus miradas más feroces, unaque Esteban conocía muy bien y queno prometía nada bueno.

—¿Cómo te atreves a irrumpir asíen nuestra casa? —resopló Susana.Sombra no contestó, sino que aguardópacientemente a que terminara laexplosión de la mujer—. No meimporta que seas de la familia. ¡Estano es tu casa! No puedes destrozarnuestra intimidad de esa manera. ¡Ysécate antes de entrar! Lo estasponiendo todo perdido.

Esteban se dio cuenta en esemomento de que Sombra estabaempapado. Tenía el pelo hacia atrás,pegado a la cabeza, resaltando susafilados rasgos. Los ojosresplandecían de un modo siniestro.Casi le costó reconocer a su hermano,un hermano que nunca envejecía, que

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siempre conservaba el mismo aspectopor más años que pasaran.

—Lo siento mucho —dijo elvampiro—. No era mi intenciónmolestar, pero no podía esperar.Tengo poco tiempo.

—¿Te ha pasado algo? —sepreocupó Esteban.

Acostumbraba a medir a la gentecon un simple vistazo. En su faceta dejuez, Esteban había observado aincontables delincuentes y a genteinocente también. Parte de sucometido era dictar sentencias quesellaban el futuro de las personas. Eneste caso, se sintió incapaz dedescifrar la expresión de su hermano.Solo supo que no le había visto nuncaasí con anterioridad.

Y aquella incertidumbre acentuabasu habitual preocupación por Sombra.Después de todo era un asesino,mataba personas. Era lógico que

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quisieran acabar con él. En un rincónde la mente de Esteban, siempre habíauna pequeña sensación de alarma quele advertía de que algún día alguienmataría a su hermano.

—Estoy bien —dijo Sombra.—Nosotros también lo estábamos

antes de tu visita —se quejó Susanacon tono irónico—. ¿Se puede saberqué has hecho? ¿A quién has matadoesta vez?

—¡Susana! —la reprendióEsteban.

—¿Qué? Si le aceptamos como es,¿por qué no podemos hablar de suocupación? —Estaba furiosa—. Él tepregunta por tus juicios. Así que yome intereso por su trabajo. ¿Qué talvan esos encarguitos? ¿Vienes acontarnos cómo has mordido a otro?

La situación era insostenible.Esteban pensaba que su mujer tenía

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razón, pero solo en parte. Sombra eraun vampiro, era diferente, y era unmiembro de la familia, le gustara o no.Demasiado complicado.

—Él no es como los demás —dijo—. Ya hemos discutido...

—Ella tiene razón, hermano —leinterrumpió Sombra—. Nada buenopuede salir de mi relación convosotros. He venido a despedirme.

Nadie habló durante un tiempo.—No, no puedes irte —dijo

Esteban—. Eres mi hermano. Tú hashecho mucho por nosotros, no puedesandar por ahí solo. Yo... yo te quiero.

—Y yo a ti —dijo Sombra—. Atodos vosotros, y a ti también, Susana.Pero entiendo tu postura. Yo pensaríaigual de estar en tu lugar. No me miresasí. No miento, nunca lo hago.¿Puedes recordar una sola vez en quete haya dicho una mentira?

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Susana no contestó. Estabaclaramente impactada por la noticia.

—¿Qué ha pasado, Sombra? —preguntó Esteban—. ¿Qué hacambiado para que tomes esadeterminación? Me debes unaexplicación.

El vampiro se acercó a él y pusolas manos sobre sus hombros.

—Te debo mucho más que eso,hermano. —dijo—. Por aceptarme yno renegar de mí. Pero por desgraciano puedo explicártelo, esta vez no.

—¡Cielo santo! ¡El pintor! ¿Lemataste tú?

Sombra se extrañó.—¿De qué estás hablando?—Esta mañana han encontrado la

cabeza de Santana, un pintor famoso,clavada en el tridente de la plaza deNeptuno —explicó Esteban—. ¿Deverdad no lo has visto en las noticias?

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No tenía una gota de sangre. Por Dios,dime que no has sido tú.

El vampiro apretó un poco sushombros.

—Te juro que no. Es la primeranoticia que tengo. Pero dime una cosa,¿estás seguro de su identidad? ¿EraSantana?

—Completamente seguro. ¿Porqué?

—Por nada —dijo Sombra.Le soltó y retrocedió un paso con

gesto reflexivo. Esteban no sabía quépasaba, pero estaba seguro de que suhermano le ocultaba algo y de quehabía sido sincero al negar estarimplicado en esa muerte.

—Sombra, tal vez me precipité —dijo Susana. Su voz había cambiado,sonaba mucho más suave—. Sé lo queEsteban y mi hija sienten por ti. Y yomisma sé que te debemos la vida de

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Eva, algo que nunca te podréagradecer lo suficiente... ¡Déjameterminar! Es cierto que no apruebo tuvocación de asesino, no puedo, essuperior a mí. Pero también sé que esano es la solución. Somos tu familia,debemos encontrar un equilibrio, unmodo de relacionarnos sin que nosafecte. Si desapareces del todo,causarás otro tipo de dolor, diferente,pero no más llevadero.

—Agradezco tu sinceridad —dijoel vampiro—. Imagino cuánto te habrácostado pronunciar esas palabras.Pero ambos sabemos que este díallegaría. Es lo mejor para todos.

—No estoy de acuerdo —serebeló Esteban—. A lo mejordebemos vernos menos, con algún tipode normas, una vez cada seis meses.Joder, no lo sé, pero esto no es... —Sequedó quieto, estudió a su hermano yvio algo—. ¡Maldita sea! Estás en

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algún aprieto y crees que puedesmorir, ¿verdad?

—Es posible que eso suceda.Susana no pudo disimular su

asombro. Era evidente que ni siquierahabía considerado esa posibilidad.

—¿Quién te persigue?—Nadie me persigue a mí —

contestó Sombra—. Yo soy eldepredador, no la presa.

—Entonces es por la víctima —reflexionó Esteban—. Vas a intentarmatar a alguien que a lo mejor tesupera. ¿Por qué?

—Porque acepté el contrato.Porque esto es lo que soy y lo quehago. Y porque yo nunca fallo ni meecho atrás. Se trata de él o yo. Uno delos dos morirá.

Lo dijo con frialdad, sosteniendola mirada de ambos sin inmutarse, conuna determinación inquebrantable,

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imposible de rebatir. Esteban locomprendió del todo en ese momento.Sombra mataría a su víctima o moriríaen el intento. Y nada en el mundopodría cambiar ese hecho. Su hermanonunca se detendría y solo fallaría unavez en toda su vida, la vez queacabara con su propia existencia.

Le invadió la tristeza.—¿Quién es la víctima? Debe de

ser alguien muy fuerte.—No puedo decírtelo. Y vosotros

no queréis saberlo.—Está decidido entonces —

concluyó Susana. También había pesaren su voz, como en la de su marido—.No has venido a discutirlo, solo ainformarnos.

Sombra asintió.—Y a pediros algo. Quiero que

aceptéis este dinero. Conocéis suprocedencia, no os mentiré. Si no lo

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queréis, os ruego que se lo entreguéisa Eva algún día, cuando consideréisque es correcto, y si os parece bien, lepodéis decir que es un regalo de sutío. Veo tu rechazo, Susana, y locomprendo. No quieres dineromanchado de sangre, pero no lo miresde ese modo. El dinero está aquí y lasvíctimas no van a resucitar.Considéralo como un dinero queproviene de tu cuñado, de alguien quete quiere y que no tiene nada más queofrecerte. Si aun así no te convenzo,por lo menos podéis guardarlo por sisurgiera una emergencia. No hay nadamalo en eso.

En ese instante a Esteban le costócreer que su hermano fuera un asesinoimplacable. Se alegró de la reacciónde su mujer.

Susana se levantó, se acercó aSombra y cogió el maletín que letendía.

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—Lo guardaremos. Y si decidimosno dárselo a Eva, te prometo que seráporque he encontrado otro modo deque ella sepa cuánto le quería su tío.

El vampiro asintió de nuevo.—He cambiado el cuadro de la

entrada, el que os dejé la última vez.No os causará ningún problema...

—Ese cuadro me da igual —dijoEsteban—. Prométeme que tendráscuidado y que te pondrás en contactoconmigo si puedes. Algo debes poderhacer, una carta, un correoelectrónico, una llamada... ¡algo!Aunque sea una vez al año.

—Lo intentaré —dijo Sombra,sosteniendo la mirada de su hermano—. Me gustaría despedirme de Eva,verla una última vez. A solas, si osparece bien.

Susana y Esteban se miraron.—Por supuesto —dijo ella tras un

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segundo escaso—. Está en su cuarto.Tendrás que despertarla.

—Gracias. Después de esta noche,no os volveré a molestar —dijoSombra—. Os quiero.

Susana se interpuso en su camino.El vampiro la observó extrañado. Ellale abrazó con fuerza, sin importarleque estuviera mojado.

—Nunca pensé que llegaría adecir algo así —confesó y tragó saliva—. No sé a quién persigues, peromátalo, Sombra. Eres el mejor.

—¡Puta!—¡No te resistas! ¡Zorra!—¡Te gustará!Eran tres tipos en total. Estaban a

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su alrededor, por todas partes.Intentaba moverse, pero no podía. Lasujetaban con fuerza y la golpeaban, learrancaban la ropa con brusquedad,entre carcajadas asquerosas ydepravadas.

—¡Puta!Otra bofetada. Ahora estaba

completamente desnuda e indefensa.Uno de ellos se puso encima y laaplastó con el peso de su cuerpo,mientras jadeaba de un modoexagerado y grotesco. Sintió un alientocaliente, húmedo y repugnante cercade su cara. Ella chilló y suplicó,resbalaron las lágrimas por su rostro.

—¡Puta!Agarraron sus tobillos con mucha

fuerza y le separaron las piernas conun brusco tirón sin que ella pudieraevitarlo. Hizo un último intentodesesperado de sacudirse de encimaal agresor, pero no funcionó.

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—¡Guarra!Entonces sintió un dolor

desgarrador abriéndose paso dentrode ella. Gritó con todas sus fuerzas...

Y se incorporó hasta quedarsentada. Estaba en su habitación,sudaba, podía escuchar los aceleradoslatidos de su corazón. Se dio cuentade que alguien la abrazaba y lesusurraba al oído mientras la mecíacon suavidad.

—Solo era una pesadilla. Yapasó...

Aturdida aún por la pesadilla, Evano sabía quién la sostenía en susbrazos, pero eso no importaba. Allí seencontraba bien, protegida. Lasterribles imágenes de aquel mal sueñoproducían chispazos en sus nervios.Quería expulsarlas, mandarlas alinfierno.

—Tranquila... Estás a salvo.

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Continuó aferrada a esa voz que laalejaba del peligro. Se hubieraquedado así durante horas.

Entonces dos manos la sujetaronpor los hombros y vio el rostro de sutío ante ella, con una dulce sonrisa.Sombra le pasó la mano por lospómulos para limpiarle las lágrimas.

—¡Oh, tío! Estaba otra vez en elmetro, con aquellos hombres...

—Solo era un mal recuerdo. Noestabas allí. Y ya nunca más temolestarán.

Eva enterró de nuevo la cara en elpecho de su tío y volvió a llorar.Sombra la acarició, esperópacientemente a que se calmara.

—Si no hubiera sido por ti, tío...—No lo pienses más. Tú eres mi

chica, una mujer fuerte, y estoyorgulloso de ti, de cómo les hicistefrente.

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Se sorbió la nariz. Luegocomprendió que era de noche y seextrañó de que su tío estuviera en sucuarto.

—¿Por qué has venido a verme tantarde?

—Ha surgido un imprevisto.Tengo que marcharme y queríadespedirme antes.

La noticia le puso triste. Ahoramás que nunca, necesitaba saber quesu tío velaba por ella.

—¿Mucho tiempo?—Es por negocios. Tengo que

viajar y no sé cuándo regresaré.—¿No puedes hacer los negocios

esos desde aquí?—Por desgracia, no.De repente sintió algo molesto en

la tripa. Se levantó el pijama y vio unextraño símbolo dibujado cerca de la

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cintura, un poco hacia la derecha.—Es un tatuaje —explicó Sombra.—¿Me lo has hecho tú?—Sí. Dejará de escocer muy

pronto. ¿Te gusta?No se parecía a ningún tatuaje que

hubiera visto antes. No estaba mal.—Está chulo —dijo algo

confundida—. ¿Significa algo?—Significa que eres la persona

más importante del mundo para tu tío.Te traerá suerte, y además, es undiseño original. Te garantizo quenadie más tendrá otro igual.

Aquello sonó bien. Por algunarazón le hizo sentir única.

—Es raro.—Es mi regalo de despedida,

sustituye al colgante que te di. Peropuedo quitártelo, si lo prefieres.

—¡No! Me gusta. Me lo quedo.

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¿Vendrás a verme cuando puedas?—En cuanto me sea posible, tienes

mi palabra. Ahora acuéstate y duerme.No te preocupes por tus padres, acabode hablar con ellos. Y recuerda lo quesiempre te he dicho. Eres especial. Nodejes que nunca nadie te haga pensarlo contrario.

Le dio un beso en la frente y lacubrió con la manta.

Eva no tuvo más pesadillas esanoche.

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VERSÍCULO 12

Los rayos de sol acariciaron laiglesia al amanecer, calentando susfrías piedras, que aún estabanhúmedas por la lluvia que las habíabañado durante toda la noche.

El padre Jorge abrió las puertasdel templo y respiró hondo. Ante él seabría una mañana mustia, con unatriste tarea por delante. Dentro depoco oficiaría la misa de JavierArnao, uno de los feligreses másdevotos y más queridos de lacongregación, un gran hombre. Y lamejor forma que se le ocurría dehonrarle, era asegurarse de que todoestuviera en perfecto estado.

Ordenó limpiar el interior de la

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iglesia, que se había ensuciado con latormenta. Repasaron la instalacióneléctrica, los micrófonos, las luces.Encendieron algunos radiadoreseléctricos y colocaron bien las lonasque tapaban las cristaleras rotas paralograr un ambiente acogedor en elinterior, un espacio que en pocashoras se llenaría de dolor y pesar.

Los primeros amigos y familiaresllegaron a partir de las once de lamañana. Se quedaron a las puertas dela iglesia, conversando, esperando alos demás. Iban vestidos de negro ensu mayoría; los hombres, con trajes;las mujeres, con vestidos que cubríanhombros, brazos y rodillas.

El padre Jorge bajó la escaleraque había a la entrada de la iglesia ycaminó entre ellos, compartiendo sudolor y sus palabras, ofreciendoconsuelo donde lo veía necesario, yrecordando los aspectos célebres de

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la vida de Javier Arnao cuando laocasión lo propiciaba.

El día era bonito y soleado, enclaro contraste con el ánimo de losasistentes a la misa. Las escasassonrisas que se asomaban eranforzadas por la cortesía.

El coche fúnebre llegó media horadespués. Era uno de esos vehículosalargados, negros y sombríos. Variaspersonas se colocaron en la parte deatrás, a recibir el ataúd. Sus rostrosestaban serios, petrificados. El padreJorge supuso que eran los familiaresmás cercanos, aunque solo reconocióal hermano pequeño de Javier.Cargaron el ataúd sobre los hombros,tres a cada lado, y ascendieron por laescalera, hacia el interior de laiglesia, arropados por los demásasistentes.

El padre Jorge entró el primero.Los portadores transportaron el

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féretro lentamente por el pasillocentral. Lo depositaroncuidadosamente sobre un soportepreparado a tal efecto, al fondo de laiglesia, donde todo el mundo pudieraverlo, delante del pedestal tras el queaguardaba el padre Jorge paraconducir la misa.

La puerta de la iglesia se cerrócon un eco que sonó a muerte ydesolación. Los familiares y amigosfueron tomando asiento en lospequeños y gastados bancos demadera. Muchos estaban cogidos de lamano.

El padre Jorge esperó a que todoel mundo estuviera sentado. Dio unosgolpecitos en el micrófono paracerciorarse de que estaba conectado ycomenzó.

—Queridos hermanos...No pudo decir nada más.

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La tapa del ataúd reventó en esepreciso instante y una figura surgió desu interior, una figura rápida ysilenciosa, que llegó hasta el padreJorge de un salto. Se colocó detrás deél y le rodeó el cuello con la mano.

El padre Jorge lo reconoció en elacto.

—Buenos días, padre —dijoSombra sujetándole con fuerza—.Apuesto a que no esperaba verme dedía. —Hubo gritos. Algunos de lospresentes se levantaron—. Lerecomiendo que les mandepermanecer en sus asientos opresenciará una escena que lamentaráen lo más profundo de su ser.

—Ellos no tienen culpa de nada—dijo el santo—. Me quieres a mí.

—Eso lo sé yo y lo sabe usted —repuso el vampiro—. Explíqueselo aellos y nos ahorraremos muertesinnecesarias.

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Sombra le permitió alcanzar elmicrófono. El padre Jorge habló, rogóa los asistentes que permanecieran ensus asientos. Sus palabras surtieronefecto y todos le obedecieron, a pesardel miedo que emanaba de sus pálidosrostros, sus ojos abiertos y sus manostemblorosas.

—Esta vez he podido hablar antesde que usted me lo permitiera, padre—susurró el vampiro—. ¿Será queesa misteriosa imposición solofunciona la primera vez? —Sombraapretó el cuello del anciano y leobligó a alzar la vista—. Imagino quéestá pensando y tiene razón. Pero leadvierto: si alguien intenta llegar hastalas lonas que cubren las cristaleras yretirarlas para que entre el sol, morirámucha gente, y puedo hacerlo condolor, con mucho dolor.

—No será necesario, hijo. Nadade esto lo es. Pensaba acudir a nuestra

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cita de esta noche.—No lo pongo en duda, padre.

Pero hubiera estado fuertementeprotegido.

Un monje apareció corriendo porun lateral. Se abalanzó sobre elvampiro mientras gritaba una plegaria.El padre Jorge notó que su cuelloquedó libre, escuchó un golpe seco yvolvió a sentir la mano del vampiroestrangulándole, todo en menos de unsegundo. El cuerpo del monje yacía asus pies, boca abajo, inerte, con lacabeza girada completamente ymirando al techo con los ojos aúnabiertos.

—A esto me refería —dijo elvampiro—. De noche hubiésemostenido más intromisiones de susamigos los centinelas.

El padre Jorge suspiró.—¿Tanto significa mi muerte para

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ti, hijo?—En realidad, para mí no, para

otra persona —dijo Sombra—.Recuerde que solo soy un mandado. Sino hubiera sido yo, habría sido otro.Debería haberme tomado en serio,padre, y no prestar tanta atención a susobligaciones. Es muy difícil cumplircon ellas estando muerto.

—Hice lo que debía. Pero no sepuede tener todo en esta vida. Ayerterminé mi cometido y finalicé algomucho más importante que mi propiaexistencia.

—Me alegro por usted. Pero si nose hubiera dejado engañar por mispalabras, podría haber deducido misverdaderas intenciones, que no eranobligarle a salir de la iglesia, sinotodo lo contrario.

—Tus palabras no me engañaron,hijo. Fue tu alma, tu interior. Incluso túeres capaz de obrar bien, y me consta

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que ya lo has hecho. Todo esto esparte de un plan superior.

—He oído eso con anterioridad —dijo Sombra—. Y la verdad es quenunca me ha importado si es cierto ono. Personalmente, prefiero pensarque yo soy responsable de mi propiodestino, pero entiendo que a usted leconsuele esa creencia.

—Es mucho más que una creencia.—Lo que usted diga. Nunca niego

consuelo a una víctima. —El vampiroacercó su cabeza al cuello delanciano. El padre Jorge sintió unaliento frío sobre su nuca—. Ha sidoun placer conocerle, padre.

Una mujer se levantó y señaló aSombra. Era mayor, le temblaban lasmejillas por la rabia.

—¿Por qué haces esto? ¡Suelta alpadre Jorge ahora mismo, asesino!

El vampiro la miró.

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—Esto es entre el anciano y yo.No lo convierta en asunto suyotambién, señora.

—Respeta sus vidas, hijo —rogóel padre Jorge.

La mujer se acercó al pedestal conpaso tembloroso. Algunas personas lallamaron, le pidieron que regresara albanco y que no se involucrara, peroella no hizo caso. Se detuvo a un parde pasos de ellos.

—No lo hagas —suplicó alvampiro—. Ya has matado a un cura.¿No es suficiente?

—No —repuso Sombra—. No esuna cuestión de cantidad. Vuelva a susitio.

—No lo haré —dijo la mujer,obstinada—. Tómame a mí en sulugar. Libérale y mátame a mí.

Sombra tapó la boca del padreJorge antes de que pudiera decir nada.

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Alzó la cabeza y centró su atención enla mujer.

—Muestra usted un valorimpresionante —dijo con admiración—. No es frecuente que alguienofrezca su vida para salvar la de otro.Solo he visto a un padre y a una madreintentar un intercambio y sacrificarsepor su hijo. Pero usted no es hija delbueno del padre Jorge. ¿Por qué lohace?

—Porque él lo merece —repusola mujer—. El mundo necesita a gentecomo él.

—¿En serio? En ese caso, no debetemer nada. Este hombre es un santo ysu número siempre es constante. Otronacerá en alguna parte parareemplazarle. Nunca aumentan nidisminuyen. Dígaselo, padre.

Apartó la mano de la boca delanciano, pero la dejó cerca.

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—Es cierto, hija mía. No debeshacer ese trato...

Sombra le cubrió de nuevo laboca.

—¿Y bien? —preguntó mirando denuevo a la señora—. Su argumentoacaba de derrumbarse. ¿Siguequeriendo dar su vida por la de unhombre que ha vivido más de cienaños?

—Por supuesto —repuso ella—.Es lo correcto, algo que un asesino nopuede entender. Una persona decente...

—¿Y no será otra la razón? —soltó el vampiro—. Está ustedexcesivamente delgada. Le tiemblanlas manos y su piel y sus uñaspresentan un color poco saludable. Ysus ojos... Sí, tiene un problema muyserio. Le sorprendería mi capacidadpara valorar la salud humana. Apuestoa que es un cáncer y en fase terminal.Su hora está próxima y quiere

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despedirse con un halo de gloria.La mujer bajó la vista.—Respeta su vida —dijo el padre

Jorge—. Ella no tiene nada que ver.—Ya lo ve, señora —dijo Sombra

—. El padre Jorge no está de acuerdo.—Yo he tenido una vida larga —

siguió el santo.—Demasiado para mi gusto —

dijo el vampiro—. Es hora de acabarcon ella.

Le mordió con una rapidez brutal,enterró los colmillos en el cuello delanciano. Le sujetaba la cabeza y elhombro mientras la sangre brotaba ysalpicaba el suelo. Se escuchó uncrujido. El cuerpo del padre Jorge sedesplomó sobre el del monje, mientrasla cabeza colgaba de la boca deSombra. El vampiro la cogió y lalanzó a su espalda, para terminarrebotando contra una cruz de mármol.

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La gente comenzó a gritar. Selevantaron y corrieron hacia la puertade la iglesia, empujándose yayudándose al mismo tiempo. Sedetuvieron de golpe a pocos metros dela salida.

Sombra ya estaba allí, apoyadosobre la puerta con la mandíbulamanchada de sangre, goteando.

—Nadie va a salir de aquí —dijo—. Esto aún no ha terminado.

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VERSÍCULO 13

Soplaba una brisa ligera entre lastumbas. De esas que acarician losrostros con suavidad, removiendo loscabellos y las prendas de vestirholgadas, susurrando en los rinconesmás apartados.

Sombra llegó al cementerio alcaer la noche. Caminó hasta elmontículo de tierra, como siempre queterminaba un trabajo, saboreando losolores y sonidos de un lugar en el quelos mortales enterraban a sussemejantes, un sitio que para él ya nosignificaba nada.

No vio ninguna huella alrededorde la cruz de madera. Y eso no legustó. El último pago debería estar

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enterrado según lo acordado o habríarepresalias. Sombra recordaba aPablo, aquel hombre mayor y gordoque le había encargado el asesinato.El vampiro había sido muy explícitocon él respecto a las consecuencias deno pagar. Tal vez no le había tomadoen serio. Gran error.

Sombra no acostumbraba aproferir amenazas en vano. Sureputación de infalibilidad no selimitaba a la víctima en cuestión,también se extendía al cobro y a losplazos. Y Sombra se preocupabamucho de cuidar su reputación, pueslo contrario no sería bueno para elnegocio. Él siempre cumplía su partedel trato y exigía lo mismo delcontratante, ya que si no, podríaextenderse el rumor de que con él sepodía jugar o negociar. Fue lo que lesucedió una vez, tras su finalizar sutercer trabajo. El pagador, un sujetodesagradable apodado el inglés,

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consideró que la víctima no habíasufrido lo suficiente y exigió unareducción de la tarifa. El vampiro nodiscutió. Acabó con losguardaespaldas que le acompañaban,con todos menos con uno. Al que dejóvivo le dio el dinero que le habíanadelantado como pago por matar alinglés.

El guardaespaldas aceptó.—Presta atención —le dijo

Sombra hablando despacio—. Si tujefe, el inglés, no sufre tanto comoconsidera que debería haber sufrido lavíctima, me enfadaré. Si su agonía nodura un mínimo de dos días, meenfadaré. Y si no te ocupas de que estahistoria sea conocida, me enfadaré. Sime enfado, iré a por ti. Tendré queemplear mi tiempo en encontrarte, ypara no considerar que lo hemalgastado cuando podría estarocupándome de otros asuntos, te

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mataré de un modo ejemplar.Y se marchó.Sombra no ganó un solo céntimo

con aquel encargo, pero obtuvo algo acambio, algo que no se puedecomprar. Mejoró considerablementesu reputación y nunca más tuvoproblemas con los pagos.

Hasta tal vez el día de hoy.Sombra cavó el agujero. La caja

de plata no estaba.Se enfadó.—Te pones muy mono cuando te

cabreas.Era Vela, por supuesto. Debería

haberlo imaginado. No podía verla,pero era ella. ¿Quién si no?

—No estoy de humor.—Eso ya lo veo. Tus ojos brillan.

Tienes esa expresión severa,implacable, propia de un inmortal, de

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alguien superior. Ahora mismo eresmás hermoso que cuando te alimentas.Tu atractivo ha crecido, me gustas...

La caja de plata salió volando deun árbol que estaba a la derecha,aterrizó en la tierra y resbaló hastaquedar justo a los pies de Sombra. Elvampiro giró la cabeza en la direcciónopuesta.

Allí estaba ella, sonriendo a unmetro escaso de distancia, tanpeligrosa como la misma muerte.

—Reconozco que no me esperabaque fueras tú quien me hubieracontratado —dijo Sombra—. No creíaque quisieras ocultarte tras un mortal.Los consideras inferiores.

Vela se sentó a su lado—Precisamente por eso lo hice,

para que no sospecharas. ¿No admirasmi genio? —Sombra no contestó—.Oh, no te apures. El dinero está

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dentro. Puedes comprobarlo. Conozcola seriedad con que te tomas tutrabajo, aunque sea un rasgo un tantoinfantil, en mi opinión.

Sombra no tocó la caja de plata.—¿Infantil?—Sí. Tu orgullo te domina. Estás

demasiado preocupado por tureputación, por que los demás sepanque eres el mejor. Y no me digas quees por el negocio. Lo haces por ti. Aquien de verdad quieres convencer deque eres infalible es a ti mismo. Losvampiros no tenemos nada quedemostrar a los humanos. Aún tengotanto que enseñarte...

Vela suspiró, inclinando la cabezahacia atrás y dejando que su melenacubriera la espalda, juntando loslabios sin que llegaran a tocarse. Eraun gesto que realzaba su belleza y ellalo sabía. Estaba jugando con Sombra.

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—Pues a pesar de mi orgullo y micarácter infantil, siempre consigo miobjetivo.

—Matando humanos —puntualizóella.

—Un santo no es un humanocorriente.

—Es cierto, pero has tenido suerte—dijo Vela sin mirarle directamente.

Sombra contuvo las ganas dereplicar, de señalar que había trazadoun plan perfecto y que lo habíaejecutado sin un solo fallo. Sin dudaella lo sabía, pero no opinaba igual

—Reconozco que tienes valor,Sombra. Muy pocos vampiros seatreverían a actuar a la luz del sol. Porcierto, ¿cómo saliste de la iglesia?

—Esperé a que anocheciera. Tuveque matar a varias personas hasta queentendieron que pasarían el resto deldía encerrados allí conmigo.

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—Como te decía, fue un planingenioso para sorprender al santo,pero también fue una estupidez.

—¿Crees que hubiera sido mejorintentarlo de noche, cuando estáprotegido?

—Hubiera sido mejor pedir ayuda—dijo ella.

—¿Por eso viniste a verme? ¿Paraasegurarte de que cumpliera tuencargo y te pidiera ayuda?

Vela soltó una pequeña carcajada.—No, cielo, no. Eres demasiado

orgulloso para pedir ayuda. Encualquier caso, como ya te he dicho,tuviste suerte. ¿No te preocupaba quealguien abriera el ataúd en medio dela calle?

—¿Con qué frecuencia ocurreeso? Siempre hay que asumir algúnriesgo. Así resulta todo más excitante.

Ella asintió de un modo que

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dejaba claro que esperaba esarespuesta.

—¿Qué habrías hecho si hubierahabido centinelas en la iglesia?

—De día no estarían de guardia. Ysolo habría dos como mucho. Leshubiera vencido.

—De noche tal vez hubierasacabado con ellos, pero de día esdudoso. Los centinelas no sonestúpidos. No hubieran luchadocontigo. Habrían ido a destapar laslonas para que entrara la luz y nohabrías podido detenerlos a todos.

—Discrepo. Solo serían un par.—Pero hubieran sido más, mi

querido niño. —Vela se enroscó en subrazo y apoyó la cabeza sobre suhombro—. Como mínimo, cinco, si nohubieran tenido que atender otrosasuntos...

Sombra lo vio claro en ese

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preciso momento.—¡Fuiste tú! Tú mataste a Santana

para que los centinelas fueran ainvestigar por la mañana.

Debería haberlo imaginado desdeel momento en que su hermano lehabló de esa muerte, pero estabademasiado concentrado en el planpara matar al padre Jorge. Santana, elfamoso pintor, era también uncentinela y Vela sabía que su asesinatoles mantendría inevitablementeocupados, sobre todo de día, cuandoun vampiro no es una amenaza.

—Pues claro que fui yo.¿Pensabas que la fortuna te habíasonreído? Deberías alegrarte de quevele por ti. Agradece que descubrieratu plan y me ocupara de tapar loshuecos. Eres demasiado temerario,Sombra.

La reprimenda no le molestó. Veladisfrazaba sus intenciones con sus

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jugueteos y su apariencia de estarseduciéndole, pero a pesar de suspalabras, Sombra estaba seguro deque ella admiraba su proceder. Muypocos vampiros se habrían atrevido aasaltar una iglesia a la luz del día, talvez ninguno. Y hacerlo de nocheimplicaría una especie de guerraabierta contra los centinelas, algo queno les convenía.

Lo que sí molestó al vampiro fueque Vela hubiera deducido su plan. Talvez lo había logrado por ese vínculoque les unía, que le ligaba a ella porhaberle convertido. Se sintió desnudo.Y tampoco fue un plato de buen gustoque ella hubiera encontrado un posiblefallo. Le había utilizado, como si fueraun juguete que...

Una alarma se encendió en elinterior de Sombra. Allí había más delo que le había dicho. Recordó que ensu momento le pareció extraño que le

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encargaran la muerte de un santo.—¿Por qué lo hiciste a través del

humano? Podías habérmelo pedido...—Es obvio que no quería que

supieras que era yo quien tecontrataba.

Una evasiva. Vela seguía jugando.—De acuerdo —dijo él—.

Intentaré deducirlo. Sé que matar a unsanto no tiene sentido. Otro nace en sulugar. Así que este debía de tener algoen particular que te molestaba.

—Al contrario. Había algo en elpadre Jorge que me gustaba. Piensa,esfuérzate más.

—Entonces es por los vampiros.No quieren que provoquemos a losángeles innecesariamente y sé que estáprohibido matar a un santo. Me loencargaste para hacerlo al margen delos demás, para ocultar tusintenciones.

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Vela le dio unas palmadas en laespalda.

—Eso está mejor. Te estásacercando, pero te falta un detalle. Teasigné este trabajo, mi queridoaprendiz, para que cargaras con laculpa si salía mal.

—Y para apuntarte el tanto, ahoraque ha salido bien.

—Exacto.A Sombra no le sorprendió tanta

franqueza. No podía hacer nada alrespecto y era el modo que ellaempleaba para recordarle susuperioridad y su domino sobre él.Después de todo, ella también eraorgullosa.

Se encontraba en una situacióndelicada. Vela podía denunciarle a lacomunidad de vampiros y le daríancaza. Acabarían con él. Si no lo habíahecho ya, era porque tenía otros

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planes, que con toda seguridad no leagradarían en absoluto.

—Me la has jugado bien.—No temas, no es lo que crees.

No te delataré.Sombra no se tranquilizó.—Entonces, ¿qué quieres?—¿Recuerdas que hablamos de

aquel que no tiene alma?—Sí, el Gris. ¿Qué pinta él en

todo esto? ¡Un momento! Es el quemató al ángel... Aun así, no entiendo...

—Deja que te explique —dijoVela—. Resulta que es un ser único,con varios problemas serios. Uno deesos problemas le obliga a cogerprestada el alma de otro para poderconfesarse. Tiene que hacerlo cadacierto tiempo o morirá. Además, no lepuede confesar cualquiera, tiene quesentir el abrazo de Dios en suinterior...

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—Y le tiene que confesar un santo—terminó Sombra.

—Exacto. El padre Jorge era suconfesor particular. Estaba muyinteresado en ayudarle con su pequeñoproblema de ausencia de alma.

—Sigo sin entenderlo —admitióSombra—. Si el Gris mató a un ángel,yo le veo como el mejor aliado quepodíamos soñar. ¿Por qué cabrearle?

—Porque se niega a revelar elsecreto —dijo Vela—. Va diciendoque no fue él quien mató al ángel, perosabemos que miente.

—¿Y si dice la verdad? Si lohubiera hecho, los ángeles habríanacabado con él.

Vela sacudió la cabeza.—Piensa un poco más. Si ha

matado a uno, tal vez tenga o sepaalgo que le permite medirse con ellos.Sea como sea, tenemos que averiguar

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su secreto.—Entiendo. Pero no veo por qué

tanto rodeo. Podemos atraparle yobligarle a hablar. Conozco un par detrucos que le soltarán la lengua.

—No es tan sencillo, Sombra. Nole conoces, no se trata de un hombrecorriente. Aunque le atrapáramos nohablaría si no quisiera, y tampocopuedes intimidarle con tus truquitos.Eso está muy bien con los humanos,pero el Gris es especial. Se dice queno tiene sentimientos, así que no lepodrás amenazar con nada salvo consu propia vida. Y descubriría el farol.Si hay alguien que no queremos vermuerto en estos momentos esprecisamente aquel que no tiene alma.En esta ocasión necesitamos unenfoque diferente.

—Pero matar a su confesor noresuelve nada. Hay más santos.

—Pero muy pocos —se apresuró a

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recalcar Vela.—¿Quieres que los mate a todos?—No, Sombra. Ya te he dicho que

hay que ser más sutil. Por suerte, elGris es un hombre inteligente.Entenderá que si hemos matado a uno,podemos matarlos a todos. Y al ser elpadre Jorge el elegido, sabrá que leenviamos un mensaje a él. Con uno essuficiente. Lo que cuenta es laamenaza. Así estará más predispuestoa hablar con nosotros.

Y si conseguían el secreto delGris, sería ella la que se encargaría dellevarlo ante los demás vampiros. AsíVela ganaría respeto entre los suyos ypodría aspirar a ser la líder, lo que deverdad ambicionaba.

Mientras, él seguiría siendo unsimple peón que se encarga deltrabajo sucio. Tendría que pensar enalgo para cambiar su situación, perode momento no se le ocurría nada.

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Mejor no darle muestras a Vela de suintención de traicionarla en cuantotuviera la ocasión.

—Me alegro de que estéscontenta, Vela, y de que tu plan vayatan bien. Eres una maquinadoratemible. Me rindo ante ti. Entiendoque ya no soy necesario ni hay nadiemás que matar. Ve con los demásvampiros y disfruta de tu éxito. No meimporta.

—Entiendes mal. Aún te necesito.—¿Qué? —dijo Sombra sin

disimular su enfado.—Pensé que era evidente —dijo

Vela acariciando su rostro—. Al Grisno le gustará lo que has hecho. Esonos ahorrará tener que buscarle. Anteso después, Sombra, el Gris irá a porti.

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EPÍLOGO

Anochecía. La luna estaba ocultapor las nubes, pero se podía presentirsu resplandor a través de la suciacristalera que recorría el centro deltecho.

Estaban en una nave industrialabandonaba, entre las placas de yesolaminadas que delimitaban lasantiguas oficinas. Había una mesaalargada y metálica, sobre la quedescansaban dos grandes maletas conlas más modernas cerraduras.

Jesús y sus dos hombres estaban aun lado de la mesa. Raúl se habíasituado enfrente, también escoltadopor dos corpulentos guardaespaldas.Así habían acordado realizar la venta.

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—Muestra la mercancía —exigióJesús—. Quiero echarle un vistazo.

Raúl giró su maleta de modo queJesús pudiera ver su contenido cuandola abriera.

—Por supuesto —dijo—. Noencontrarás nada mejor.

Una colección de bolsas deplástico transparente, cuidadosamenteamontonadas, quedó a la vista cuandose alzó la tapa de la maleta. Estabanrellenas de polvo gris claro: laheroína.

Jesús no se fiaba de nadie. Enaquel negocio no existían los amigos,menos cuando se iba a desembolsaruna cantidad de dinero tan grande a unnuevo proveedor. Era la primera vezque hacía tratos con Raúl y esoaumentaba su desconfianza. Casi todoel mundo intentaba sacar másbeneficio del que correspondía,sustituyendo la droga por otra

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sustancia en algunas de las bolsas,mintiendo sobre su pureza,adulterándola... La lista de tretas erainterminable.

—Quiero comprobarla —dijo enun tono que no dejaba lugar a ladiscusión.

Raúl asintió.—No hay problema. Enseña el

dinero y podrás hacerlo.Jesús hizo un gesto con la cabeza.

Uno de sus hombres abrió la maleta ymostró los fajos de billetes tan biencolocados como las bolsas de heroína.

—Ahí no está todo —apuntó Raúltras un rápido vistazo.

—Está la mitad —repuso Jesús—.En cuanto hayamos comprobado ladroga, verás otra maleta igual que estasobre la mesa.

Raúl hizo una mueca, pero estuvoconforme.

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—De acuerdo, pero no quierojugarretas extrañas —advirtió. Cogióuna de las bolsas de heroína—. Aquítienes.

—Prefiero escoger la bolsa yomismo, si no te importa.

Se miraron. Hubo un momento detensión.

—Desde luego —dijo finalmenteRaúl, empujando la maleta—. Sírvetetú mismo.

Jesús removió las bolsas deplástico, sacó una de las que estabanal fondo y se la pasó a su hombre. Elguardaespaldas cortó la bolsa con unanavaja pequeña, tomó una pequeñamuestra con el dedo y se la metió en laboca.

—Parece buena, jefe.—Pero no lo es —dijo alguien

más.Los seis traficantes cruzaron una

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mirada de alarma.—¿Quién ha dicho eso? —

preguntó Jesús.Uno de sus hombres cerró

rápidamente la maleta del dinero y laarrastró hacia él. Los guardaespaldasde Raúl hicieron lo propio con laheroína.

—He sido yo.Un hombre salió de la esquina más

alejada de la estancia. Caminabalentamente, sin hacer ruido. Los cuatromatones le apuntaron con sus armas.Cuando estuvo bajo la luz delfluorescente, se vio que no llevabanada en las manos. No parecíanervioso por las cuatro pistolas que leencañonaban. Llevaba unos vaquerosdesgastados y unas playeras amarillas,bastante chillonas, tenía el pelocastaño y largo, rozando los hombros.

—¿Qué es esto? —preguntó Jesús

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—. Acordamos traer solo doshombres como escolta. Si es untruco...

—No es de los míos —leinterrumpió Raúl—. No le había vistonunca.

—En efecto —dijo el desconocido—. No soy de los suyos, ni de lostuyos tampoco. Me llamo Sombra ysolo he venido a hacer una pequeñademostración. No voy armado, no hayrazón para alarmarse.

Jesús miró a Raúl, que se encogióde hombros.

—Te estás jugando la vida, amigo.—¿Qué mierda de nombre es

Sombra? —preguntó Jesús, que aún nosabía qué pensar.

—Un apodo, obviamente —contestó Sombra, indiferente.

Llegó hasta la mesa.

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—Espera un segundo —dijo Raúl—. Me suena ese apodo. Es el de unasesino a sueldo o eso he oído. Unocaro.

—Uno que nunca falla —dijoSombra—. Pero no voy a matar anadie, lo he prometido. Y yo siemprecumplo mi palabra.

—Eso me parece muy bien, señorasesino a sueldo —dijo Jesús—.Ahora será mejor que te larguesmientras puedas.

—No te conviene en absoluto —repuso Sombra—. He venido a decirteque esa droga es falsa. Te estántimando, señor traficante de heroína.

Jesús fulminó a Raúl con lamirada. Las pistolas cambiaron deobjetivo con un movimiento rápido,los matones reaccionaron apuntándoseentre ellos.

—¿Qué? —bufó Raúl—. ¡Eso es

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absurdo! ¿Cómo te atreves?—¿Es cierto? —preguntó Jesús

muy serio.—Por supuesto —contestó

Sombra—. ¿Qué gano mintiendo eneso?

—Te la estás jugando —amenazóRaúl—. ¿Cómo podrías saber que laheroína no es auténtica?

—Eso es irrelevante —repusoSombra.

Raúl se puso tenso.—Está mintiendo —le dijo a Jesús

—. Tu hombre lo ha comprobado.Puedes meterte un chute y verás queno has saboreado una heroína mejoren tu puta vida.

—Yo no pienso meterme esamierda, jefe —dijo el matón que habíacatado la droga—. Si el tío raro tienerazón, a saber qué veneno me estarémetiendo en el cuerpo.

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—Yo lo haré —se ofreció Sombra—. Así nadie tiene que arriesgarse. Esuna solución perfecta. Si no os gustael resultado, me podéis acribillar. Tú,Jesús, comprobarás si lo que he dichoes cierto. Y tú, Raúl, no tienes nadaque temer si tu droga es tan buenacomo dices. Todos ganamos.

—Me parece bien —dijo Jesús.—Y a mí —dijo Raúl—. No tengo

nada que ocultar. Yo soy un hombre denegocios íntegro.

—Excelente —dijo Sombra—. Sihacéis el favor de bajar las armas, mepondré a ello ahora mismo.

Raúl y Jesús hicieron un gesto asus hombres, que bajaron las pistolas,pero no las enfundaron.

Sombra alargó la mano y cogióuna bolsa de heroína. Uno de losmatones de Raúl se adelantó.

—Eso no se toca sin permiso.

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Lanzó un puñetazo. Sombra elevóla mano izquierda y detuvo el golpesin apenas moverse, atrapó el puñodel guardaespaldas en pleno vuelo yapretó. El hombre cayó de rodillas,suplicó, se le escapó un grito y sequejó del dolor. A pesar de ser unauténtico mastodonte de más de cienkilos de músculo, Sombra le manejócon facilidad, con una sola mano, sinni siquiera dedicarle una mirada.

—No vuelvas a tocarme. —Apretó más. El hombre chilló. Sombrale dio una patada en la cara y lo dejóinconsciente—. ¿Por dónde iba? Ah,sí, la prueba. ¿Puedo? —añadióseñalando la droga.

Raúl asintió, deslizó una mirada asu guardaespaldas y luego se centró denuevo en Sombra. El asesino extrajola droga y la calentó sobre unacuchara.

—Con esa dosis podrías matar a

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un elefante —le advirtió Raúl.—Tanto mejor para ti —dijo

Sombra—. Yo muero y tú demuestrasla pureza de tu mercancía.

Raúl se encogió de hombros.Sombra llenó la jeringuilla hasta

el límite, dejó a la vista su brazoizquierdo y se inyectó la droga delantede todos los presentes, dejando que lovieran con toda claridad.

—Ya está hecho.—Te quedan segundos de vida,

imbécil —dijo Raúl con desprecio.—Si es heroína, sí —repuso

Sombra.Apoyó las manos en la mesa y

sonrió. Les miró a todos de uno enuno.

—No es posible —dijo Raúlpasado un rato.

Sombra le miró.

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—Yo diría que sí es posible.Luego abrió el maletín con el

dinero, sacó tres fajos y empezó ahacer malabarismos con ellos. Jesúsapretó los puños mientras veía sudinero pasar de una mano a otra conuna coordinación y precisiónabsolutas.

—Mi droga es de la mejor calidad—dijo Raúl al advertir la mirada deJesús. Tenía un hombre menos y lasituación se estaba poniendo muydifícil por momentos—. Te lo juro.

—¿Y cómo explicas eso?Jesús señaló a Sombra, que

continuaba añadiendo fajos a suejercicio de malabarismo. Cincomontones de dinero, sujetos por unagoma, bailaban entre las manos deSombra.

—Qué bueno soy.—Me has intentado engañar —

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dijo Jesús—. Eso no lo tolero.—¡No! —gritó Raúl.Jesús fue más rápido. Desenfundó

su arma y disparó. Le alcanzó a Raúlen el pecho, que cayó al suelo,seguido medio segundo después por suguardaespaldas, que había sidoacribillado por los matones de Jesús.

Sombra dejó el dinero sobre lamaleta.

—Supongo que quieres un pagopor haberme avisado de esta trampa—dijo Jesús guardando su arma—. Telo mereces. ¿Cuánto quieres?

—Ya me han pagado, no tepreocupes —contestó Sombra—. Yonunca hago nada gratis.

—¿En serio?—Sí. Buen disparo, por cierto.

Ahora tengo que irme. Pero antes... —Se agachó junto a Raúl, que aún noestaba muerto. Tenía el jersey

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empapado, le salía sangre por la bocay apenas podía respirar. Le quedabamuy poco de vida—. Antes de quemueras quiero decirte algo. Es que megusta que la gente sepa por qué muere.—Hizo una pausa, acercó la bocahasta casi rozar la oreja de Raúl ysusurró—: Recuerdos de Tedd y Todd.

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MÁS TOMOS DE LABIBLIA DE LOS

CAÍDOS

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OTRAS OBRAS DELAUTOR

NOTA:Todas las novelas estándisponibles en formato impresomediante la modalidad de impresiónbajo demanda.

La prisión de Black Rock

El secreto de Tedd y Todd(precuela de La prisión de BlackRock)

Situada 10 años antes de BlackRock, comparte varios personajes y esuna historia cerrada y conclusiva.Altamente recomendable si te gusta la

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saga de La Prisión de Black Rock.

Sal de mis sueños

El secreto del tío Óscar

La Guerra de los Cielos

La última jugada

A continuación un avance con elprimer capítulo del tomo 1 deltestamento del Gris.

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TOMO 1 DELTESTAMENTO DEL

GRIS(La Biblia de los Caídos)

VERSÍCULO 1

Bruno movía la cabeza yolfateaba, mientras arrugaba la narizinvoluntariamente. Un olor agresivo ypenetrante, capaz de asfixiar a unhombre adulto, se extendía por toda laestancia.

Suspiró con resignación.—¡Tenemos una emergencia, nena!

—gritó.

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—Te toca a ti —contestó Tamaraentrando en el salón.

Tamara llevaba la cena sobre unabandeja roja con el estampado deMickey Mouse. Esquivó al pequeñoDavid, que gateaba en la alfombraentre el arsenal de juguetes y metrallade piezas descolocadas a los queapenas prestaba atención, y se sentóen el sofá.

—¿Cómo es posible que no temoleste este pestazo?

—Se acostumbra una —dijo ella.Cambió de canal con el mando adistancia—. Cuanto más tardes peorserá. Y no te librarás esta vez.Empieza mi serie favorita.

—Está bien. Allá voy —dijoBruno recabando fuerzas—. Ven aquí,pequeño marrano. —Cogió al bebépor las axilas y le alzó hasta que susojos quedaron a la misma altura. Elolor le envolvió de inmediato—.

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¿Quién es el mocoso más cochino detodos? —Le dio una vuelta en el aire—. ¿Y quién es el más guapo?

Apretó sus labios con suavidadsobre el cuello de su hijo y sopló. Elbebé le devolvió una sonrisadeliciosa. Bruno no tenía claro si erapor el tacto de los labios y el calor desu aliento, o por el sonido queproducía, pero la pedorretafuncionaba. Al Niño le encantaba y aél se le caía la baba al verle sonreír.

Pero ni siquiera la sonrisa de suhijo de trece meses le ayudaba asoportar el olor.

—No me dejáis ver la tele —protestó Tamara—. Echaos a un lado.

—Vamos a dejar a mamá que veasu serie romántica —dijo Brunohaciendo una mueca al bebé—, que sino, ya sabes cómo se pone.

Llevaba al Niño boca abajo como

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si estuviera volando. Silbaba,imitando sin mucho éxito el sonido delviento. El bebé sonreía, agitaba losbrazos y pataleaba.

Bruno se detuvo en la puerta delsalón.

—Y los pañales están...—En el segundo cajón de la

cómoda —recitó Tamara sin despegarlos ojos de la pantalla.

—Ya lo sabía.Por fin se quedó sola. Unos

minutos de paz. El capítulo de hoy eraapasionante. La protagonista acababade descubrir que su marido laengañaba con la nueva y jovenabogada que había contratado la firmaen la que trabajaba, bastante típico,pero igualmente emocionante. Tamaraquería ver cuál iba a ser su reacción.Esperaba que le mandara al infierno yse quedara con todo. ¡Por cerdo! Si

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no...La televisión se apagó en ese

momento. Tamara bufó. Se levantópara ver si se había soltado el cable.El televisor volvió a encenderse,aunque no mostraba ninguna imagen,solo una nube de puntos negros yblancos y el sonido de la estática. Sevolvió a apagar.

El cable estaba bien, no se habíasoltado. Tamara apretó el mando adistancia varias veces, pulsó losbotones de la televisión manualmente.Nada. Solo restaba una cosa porhacer.

—¡Bruno! ¿Has terminado decambiar al Niño? ¡La tele se ha vueltoa estropear!

No obtuvo respuesta. Cruzó elpasillo andando deprisa, no queríaperderse el resto del episodio. Lapuerta de la habitación del bebéestaba cerrada, pero le llegaba la voz

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de su marido hablando con elpequeño. Por lo visto, le estabarelatando una pelea entre Spiderman yotro superhéroe que ella no conocía.Seguramente por eso no le había oídocuando le llamó.

—Echa un vistazo a la tele, anda.Yo me ocupo de...

La frase murió en su boca con ungorgoteo. Al abrir la puerta, habíaentrado de nuevo en el salón, no en lahabitación del bebé. Aquello no teníasentido. Miró a su alrededor, tocó loscojines del sofá, el espejo quecolgaba de la pared, la televisión quecontinuaba apagada. Todo era real,sólido, como debía ser. ¿Se estaríavolviendo loca? Debía de habersedesorientado de alguna manera.

Volvió a salir al pasillo. Esta vezavanzó despacio, asegurándose de queno se giraba sin darse cuenta, lo que lehizo sentirse estúpida. Entonces

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reparó en que ya no escuchaba aBruno ni al bebé y se le aceleró elcorazón.

—¡Bruno! ¿Dónde estás? ¡Bruno!La puerta de la habitación del

pequeño David se abrió. Bruno salióal pasillo como una exhalación.

—¿Qué pasa? —dijo muypreocupado—. Me has asustado.

A Tamara le temblaban las manos.—Yo... No lo sé... Me he

mareado...Él la abrazó.—¿Te encuentras mal? ¿Te llevo al

médico?—No, estoy bien. Ha sido algo

momentáneo, no me hagas caso.No se atrevía a contarle lo que

creía haber vivido. Y no merecía lapena, pronto lo olvidaría ella también.No era más que una bobada.

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—¡Dios mío! El Niño. ¿Le hasdejado solo?

—Tranquila. Está en la cuna. Ya lehabía cambiado. Estábamos a punto dederrotar al malvado Doctor Octopus.Vamos a por el pequeño Spiderm...

La cuna estaba vacía.—Dijiste que estaba en la cuna.

Por Dios no pongas esa cara. ¡Meestás asustando! ¿Dónde está David?

—¡Estaba en la cuna! ¡Lo juro!—¡Pues ya no está!Ambos temblaban y gritaban. Sus

respiraciones estaban casi tanaceleradas como sus corazones.

—Tiene que estar por aquí —dijoBruno al borde de la histeria.

Tamara ya estaba abriendo elarmario. Gritaba el nombre de su hijosin cesar, arrojaba la ropa y losjuguetes a un lado, sin

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contemplaciones.—¡Maldita sea! ¿Cómo es

posible?—Tiene que haber salido mientras

hablábamos en el pasillo —dijoBruno.

—Pero si no anda, solo gatea. Nopuede salir de la cuna. ¡Es solo unbebé!

Bruno vio un fuego en los ojos desu mujer que nunca había visto antes.

—Te lo juro por lo más sagrado.Le dejé dentro de la cuna.

—Registremos la casa —rugióTamara saliendo de la habitación.

No descansaría hasta repasar hastael último centímetro de la casa. Entróen la habitación de matrimonio, queera la más cercana. David no estabadebajo de la cama, ni en los armarios,ni detrás de la puerta, ni entre lasalmohadas, ni...

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La desesperación se estabaapoderando de ella. Tenía miedo. Unmiedo tan intenso que le dolía. Unmiedo que la estaba haciendoenloquecer. Por su mente desfiló todaclase de imágenes aterradoras.Lesiones de bebés, secuestros y cosasmucho peores.

—¡Tamara! ¡Ven, deprisa!La voz de Bruno provenía del

salón.—¿Le has encontrado? —preguntó

casi sin respiración tras abrir de unportazo—. ¿Dónde estaba? ¡Dime quele has encontrado!

Pero sabía que no.—Más o menos —balbuceó él.No fue lo extraño de esa respuesta

lo que paralizó completamente aTamara. Fue la expresión de sumarido, el tono de voz tan irreal quehabía empleado.

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—¿Cómo que más o menos?Bruno levantó un pie y lo mantuvo

en el aire unos segundos. Luego loposó un poco a la derecha, lo volvió alevantar. Después dio un pequeñosalto a un lado, con la cara pálida demiedo. Miró al suelo con unaexpresión indescriptible y levantó lavista de nuevo.

—E-Está ahí..., aquí..., no está.—Bruno, me estás preocupando de

verdad. ¿Qué demonios...—¡No! ¡Para! ¡No te muevas! —

Tamara se quedó quieta sin entenderuna palabra—. ¡Retrocede o lepisarás!

Su marido había perdidocompletamente el juicio. Tenía elrostro desencajado, su voz vibraba yse entrecortaba, confundía laspalabras.

—Bruno no sé qué te pasa, pero

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tienes que calmarte. Tenemos quebuscar a David.

—M-Mira.Era obvio que Bruno no era capaz

de hablar. Señaló con el dedo. Ellamiró, y cuando lo vio, se cayó alsuelo.

En la imagen del espejo estabaDavid, su hijo de trece meses,gateando, justo entre ellos dos.Tamara miró al suelo y no vio nada.Volvió a mirar el espejo. Allí estaba.Era él, su pequeño, parecía asustadopero no lloraba.

—¡Cielo santo! ¿Qué es esto?Pasó la mano por el lugar que

ocupaba su hijo en la imagen delespejo. No notó absolutamente nada.Ahora todo daba vueltas. Estabaperdiendo la razón, lo sabía, nopodría soportarlo. Solo quedó unaidea en su cabeza.

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—Tengo que sacarle de ahí —dijomientras se levantaba. Bruno estabacompletamente petrificadocontemplando la imagen de espejo—.¡Ya voy, David, cielo! ¡Mamá va abuscarte!

Solo pudo dar un paso.El espejo reventó en pedazos

mucho antes de que lo alcanzara. Losfragmentos volaron, se esparcieronpor el suelo, rebotaron contra lasparedes y el suelo.

Tamara se desmayó.

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Table of ContentsTOMO 1 DEL TESTAMENTODE SOMBRAVERSÍCULO 1VERSÍCULO 2VERSÍCULO 3VERSÍCULO 4VERSÍCULO 5VERSÍCULO 6VERSÍCULO 7VERSÍCULO 8VERSÍCULO 9VERSÍCULO 10VERSÍCULO 11VERSÍCULO 12VERSÍCULO 13EPÍLOGOMÁS TOMOS DE LA BIBLIADE LOS CAÍDOSCONTACTO CON EL AUTORLA TIENDA DE TEDD Y TODDOTRAS OBRAS DEL AUTOR

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