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LA BESTIA HUMANAAl entrar en el cuarto dej Roubaud sobre lamesa el} an de una libra, el pastel y la botella devino blanco. Pero por la maana, antes de bajar su puesto, la seora Victoria debi cubrir lalumbre de la estufa con tal cantidad de cisco,que el calor era sofocante. El subjefe de estacinabri la ventana y se apoy de codos en ella.Esto suceda en el callejn sin salida de Ams-terdam, en la ltima casa de la derecha, una casaalta en donde la Compaa del Oeste alojaba ciertos empleados suyos. La ventana, que perte-neca un ngulo del abuhardillado techo delquinto piso, daba sobre la estacin, esa extensazanja abierta en el barrio de Europa, cual bruscoensanche del horizonte, que pareca agrandarsems en aquella tarde, con un cielo gris hmedoy tibio de mediados de Febrero, impregnado derayos de sol.Enfrente, y bajo aquel torbellino de lumino-sos rayos, las casas de la calle de Roma se con-fundan y parecan borrarse. A la izquierda, losmuelles cubiertos abran los enormes portonesde cristales ahumados; el de las graneles lneas,inmenso, donde la vista se perda estaba sepa-rado de los otros, ms pequeos, los de Argen-teuil, Yersalles y la Ceinture, por los departa-mentos del correo y de la calefaccin; mientrasque el puente de Europa, la derecha, cortabacon su estrella de hierro la zanja, que se veareaparecer y seguir al otro lado, hasta el tnelde Batigpoiles. Y por debajo de la misma venta-.. na, ocupando todo el vasto campo, las tres doblesvas que salan del puente, se ramificaban, se-parndose en forma de abanico, cuyas varillas demetal, innumerables, iban perderse bajlastechumbres de los almacenes. Los tres puestosde guardaaguja, delante de los arcos del puente,ostentaban sus desnudos jardinillos. Entre laconfusin de vagones y mquinas que llenabanla va, una gran seal roja se destacaba en mediode la plida atmsfera.Durante un momento, interesse Roubaud,comparando, pensando en su estacin del Havre.Cada vez que vena pasar un da en Pars, alo-jndose en casa de la seora Victoria, experimen-taba la nostalgia del oficio. Bajo la marquesinade las grandes lneas, la llegada de un tren deMants haba animado los muelles; y Roubaudsigui con la mirada la mquina de maniobras,una pequea mquina tnder, de tres ruedas ba-jas y apareadas, que comenzaba desengan-char el tren, gil, laboriosa, empujando los va-gones sobre las vas de lo depsitos. Otra m-quina de gran potencia, una mquina de exprs,con dos grandes ruedas devoradoras, esperabasola, arrojando por su chimenea un espeso humonegro, que suba recto, con lentitud en el airetranquilo.Pero toda la atencin de Roubaud se concen-tr en el tren de las tres y veinticinco, con des-tino Caen, lleno de viajeros y que slo es-peraba su mquina. Roubaud no poda distin-guirla, parada al otro lado del puente de Europa;oala no ms pedir va con breves y repetidossilbidos, cual persona que se impacienta. Unapotente voz lanz los espacios cierta orden, yla mquina respondi, por un breve silbido, quese haba enterado. Antes de ponerse en marcha,hubo un silencio; fueron abiertos los purgado-res, y el vapor silb rasando con el suelo en unchorro ensordecedor. Y entonces vi salir delpuente aquella blancura que se aumentaba,arremolinndose como un velln de nieve, lan-zado al travs de los armazones de hierro. Todoun ngulo del espacio estaba blanquecino, mien-tras que las bocanadas de humo de la otra m-quina agrandaban su negro velo. Por detrs, seahogaban prolongados sonidos de bocina, vocesde mando y sacudimientos de las placas gira-torias. Abrise un resquicio, y pudo ver, all,en el fondo, un tren de Versalles y otro deAuteuil, que se cruzaban, ascendente el primeroy descendente el segundo.Cuando Roubaud se iba quitar de la ven-tana, una voz que pronunciaba su nombre lehizo inclinarse y reconoci debajo de l, en elcuarto piso, un joven de unos treinta anos.Enrique Dauvergue, conductor jefe que all vi-va con su padre, jefe adjunto de las grandeslneas, y con sus hermanas, Clara y Sofa, dosrubias de diez y ocho y veinte aos, adorables,que sufragaban los gastos de la casa con losseis mil francos de los dos hombres, en mediode una continua alegra. Oase reir la mayormientras que la menor cantaba, y unos pjarosde las islas, en una jaula, rivalizaban con susgorjeos.Hombre! seor Roubaud, de modo queest ustad en Pars?.... Ah! s, por lo sucedidocon el subprefecto.Apoyado de nuevo en la ventana, explic elsubjefe de estacin, que haba tenido que salirdel Havre aquella misma maana, en el exprsde las seis y cuarenta. Una orden del jefe deexplotacin le llamaba Pars, y acababan desermonearle de lo lindo. Pero todava se dabapor muy contento con no haber perdido el des-tino.Y la seora?pregunt Enrique.La seora haba querido venir tambin, paraciertas compras. Su marido estaba esperndolaen aquel cuarto, cuya llave les volva dar la se-ora Victoria cada viaje, y donde les gustabaalmorzar tranquilos y solos, mientras que labuena mujer estaba presa abajo, en su puestode salubridad Aquel da haban comido un pa-necillo en Mants; pues, ante todo, queran des-embarazarse de sus quehaceres. Pero ya eranlas tres, y el marido se mora de hambre.Enrique, para mostrarse amable, hizo son-riente otra pregunta, levantando la cabeza:Piensa Ud. dormir en Pars?No, no! Ambos se volvan al Havre, aquellamisma noche, por el exprs de las seis y cua-renta. Ya, ya, vacaciones! Slo le molestaban uno para soltarle el toro y enseguidita la pe-rrera.Durante un momento se miraron los doshombres, meneando la cabeza; pero no se en-tendan ya, porque un maldito piano acababade prorrumpir en notas sonoras. Las dos her-manas deban golpearlo un tiempo, riendoalto y excitando los pjaros de las islas. En-tonces el joven, alegrndose su vez, salud yentr en el cuarto. El subjefe se qued solo uninstante, con los ojos fijos en el lugar de dondeparta aquella alegra juvenil. Despus levantlos ojos y vi la mquina, cuyos purgdores es-taban ya cerrados, que el guardaaguja encami-naba hacia el tren de Caen. Los ltimos coposde vapor blanco se perdan entre los enormesremolinos de negro humo que manchaban el cie-lo. Al cabo, retirse tambin sU habitacin.Delante del cuco que marcaba las tres yveinte, Roubaud hizo un gesto desesperado.Cmo diablos poda tardar tanto Severina?Cuando entraba en un almacn, no saba salir.Para engaar el hambre, que le roa el est-mago. se*le ocurri la idea de poner la mesa.Erale familiar aquella vasta pieza de dos venta-nas, que la vez serva de alcoba, de comedor yde cocina, con sus muebles de nogal, su lechocubierto de cretona roja, su alacena, su mesaredonda y su armario normando. Tom de laalacena servilletas, platos, tenedores, cuchillosy dos vasos. Todo estaba limpio como una pa-tena, Gozaba con estos cuidados caseros comosi jugase las comiditas, feliz con la blancuradel lienzo, enamorado de su mujer, y rindoseal pensar en la carcajada que dejara escaparella cuando abriese la puerta, Pero as que hubopuesto sobre un plato el pastel, y colocado cercala botella de vino blanco, inquietse un instantey busc algo con la mirada. Luego sac precipi-tadamente de sus bolsillos dos paquetes olvida-dos, una lata de sardinas y queso de gruyere.Di la media. Roubaud se paseaba lo largoy lo ancho de la estancia, volvindose al me-nor ruido, atento siempre hacia la salida. En suociosa espera detvose ante el espejo y se mir.No envejeca; aproximbase los cuarenta, sinque el color rojo de sus recortados cabellos ame-nazase tomarse blanco. La barba que usaba co-rrida, permaneca espesa y era tambin doradacomo el sol. De mediana estatura, pero muyvigoroso, pagbase bastante de su persona, sa-tisfecho con su cabeza algo plana, su frente bajay su redonda y sangunea cara animada por, dos-gruesos ojos vivos. Juntbanse sus cejas, selln-dole la frente con la marca de los celosos. Comose haba casado con una mujer quien llevabaquince anos, estas frecuentes ojeadas dirigidas los espejos le tranquilizaban.Prodjose un ruido de pasos, y Roubaud co-rri entreabrir la puerta. Pero era una vende-dora de peridicos de la estacin que volva sucasa. Retrocedi hasta la alacena y se puso contemplar una caja de conchas. Conocala per-fectamente; era un regalo que Severima habahecho a la seora Victoria, su nodriza. Y aquelobjeto bast para que toda la historia de sucasamiento se desarrollase en la mente de Rou-baud. Pronto hara tres aos de su boda. Nacidoen el medioda, en Plassans, de un padre carre-tero, salido del servicio con los galones de sar-gento primero, factor mixto mucho tiempo en laestacin de Mants, haba pasado ser factorjefe en la de Barentn: y all era donde habaconocido su querida mujer, cuando ella venade Doinville tomar el tren, en compaa de laseorita Berta, la hija del presidente Grandmo-rin. Severina Auvry no era ms que la hija me-nor de un jardinero, muerto al servicio de losGrandmorin; pero el presidente, padrino y tutorde ella, la mimaba muchsimo, hacindola com-paera de su hija y envindolas juntas al mismocolegio de Rouen. Tena ella tal distincin na-tiva, que durante mucho tiempo limitse Rou-baud desearla de lejos, con la pasin de unobrero afinado "por una delicada alhaja, que lconsideraba preciosa. All se encerraba la nicanovela de su vida, Habras casado con ella sinun cntimo, por el placer de tenerla, y cuandose atrevi al cabo, la realidad sobrepuj el en-sueo: adems de Severina y una dote de diezmil francos, el presidente, retirado hoy, miem-bro del Consejo de Administracin de Ja Com-paa del Oeste, le haba otorgado su proteccin.Desde el da siguiente al de la boda, haba ascen-dido subjefe de la estacin del Havre. Claro esque tena en favor suyo notas de buen empleado,celoso de su destino, puntual, honrado, de limi-tada, pero recta inteligencia; toda lase de cuali-dades excelentes, en fin, que explicaban labuena y pronta acogida dispensada su deman-da y la rapidez de su ascenso; pero l preferacreer que se lo deba todo su esposa. La ado-raba.Cuando abrila caja de sardinas, Roubaudperdi definitivamente la paciencia. La citaestaba sealada para las tres. Dnde podraestar Severina? No le dira que la compra de unpar de botas y media docena de camisas exigieseun da entero. Y como pasara otra vez por de-lante del espejo, observ que sus cejas estabanerizadas y que una sombra arruga surcaba sufrente. Jams haba sospechado de ella en elHavre, pero en Pars se imaginaba toda clase depeligros, de astucias y de faltas. Una oleada desangre se le suba la cabeza; apretbanse suspuos de antiguo mozo de cuadrilla, como cuan-do empujaba vagones. Tornbase el bruto in-consciente de su fuerza, y la habra despedazadoen un rapto de ciego furor.Severina empuj la puerta y se present fres-ca, sonrosada, llena de alegra.Soy yo Ya creeras que me haba per-dido, eh?En el esplendor de los veinticinco aos, mos-trbase alta, esbelta, gentil y gruesa pesar desu dbil esqueleto. No era linda al pronto, consu cara larga y su boca grande adornada deadmirables dientes; pero mirndola bien, seducapor el encanto y la singularidad de sus grandesojos azies brillando bajo una espesa cabelleranegra.Y como su marido, sin responder, continuaseexaminndola, con la mirada vacilante que ellaconoca tan bien, aadi:Oh! he corrido mucho Figrate, impo-sible tomar un mnibus. Entonces, no queriendogastarme el dinero en un coche, he corridomira qu acalorada vengo.Vamos verdijo Roubaud violentamen-teno me vas hacer creer que vienes del Bon-March.Mas en seguida, con infantil gentileza, arro-jse ella al cuello de su marido, tapndole la bocacon su redondeada manita.Feo! feo! cllate Bien sabes que tequiero.Y tal sinceridad se desprenda de todo su sr,que vindola Roubaud ten Cndida, la estrechamorosamente en sus brazos. As concluansiempre todas sus sospechas. Ella se abandona-ba, dejndose acariciar. Roubaud la cubra debesos, que no le devolva, y esto era precisa-mente lo que daba margen su sombra inquie-tad; consideraba aquella muchacha pasiva,profesndole un afecto filial, en que la amanteno se revelaba nunca.i )e modo que habrs desbalijado el Bou-March?S! Te contar...., pero antes comamos.Qu hambre tengo! Ah! escucha, traigo unregalito. Di: Mi regalito.Acercse risuea, rozando su cara, con lamano derecha metida en el bolsillo, donde habaun objeto que no sacaba.Di pronto: Mi regalito.El se rea tambin como un bonachn. Al finse decidi decir:Mi regalito.Era una navaja que acababa de comprarlepara reemplazar otra que Roubaud haba per-dido y estaba llorando haca quince das. Desh-zose Roubaud en exclamaciones, encontrandosoberbia aquella preciosa navaja nueva, con sumango de marfil y su reluciente hoja. En seguidaiba estrenarla, Severina estaba encantada delgozo de su marido, y por broma hizo que lediese un sueldo, para que no se rompiesen susamistades.A comer, comerrepiti ella.No, no!te suplico que no cierres todava. Tengo un ca-lor atroz!Se reuni con l en la ventana, donde perma-neci algunos segundos, apoyada en su hombro,contemplando el vasto campo de la estacin. Porel momento, las columnas de humo haban des-aparecido, el cobrizo disco del sol descendaentre la bruma, espaldas de las casas de lacalle de Roma. Debajo, una mquina de manio-bras arrastraba el tren de Mants, ya formado,que deba salir las cuatro y veinticinco, empu-jndolo lo largo del muelle,bajo la marquesina,y all fu desenganchada. En el fondo, dentrodel sotechado de la Ceinture, los choques detopes anunciaban la repentina preparacin devagones que se iban aadir. Y sola, en mediode las vas, con su maquinista y su fogonero,negros por el polvo del viaje, permaneca inm-vil una pesada mquina del tren mixto, comocansada y sin aliento, no teniendo otro vaporque un dbil hilo de humo que sala de una vl-vula, Estaba esperando que le dejasen expeditala va para volver al depsito de Batignolles.T^na seal roja cruji, borrse, y la mquina em-prendi la marcha.Qu alegres estn las de Davergue!dijoRoubaud quitndose de la ventana.Las oyesgolpear en el piano? Hace poco he visto En-rique y me ha dado memorias para ti.A la mesa, la mesa!grit Severina,Y se apoder de las sardinas empezando de-vorar. Ah! el pan de Mants estaba lejos! Estola trastornaba cuando vena Pars. Estaba ra-diante de felicidad por haber corrido las calles, yconservaba cierta, fiebre de las compras hechasen el Bon-March. De un golpe todas las prima-veras gastaba all sus economas del invierno,prefiriendo comprarlo todo en ese almacn, por-que deca que en l se economizaba el dinero desu viaje. Y, sin perder bocado, no cesaba de ha-blar. Algo confusa y sonrojada, acab por soltarel total de la suma que haba gastado: ms detrescientos francos.Caracoles!dijo Roubaud sobrecogidote despachas bien para ser la mujer de un sub-jefe! Pero no decas que slo ibas comprar me-dia docena de camisas y un par de botinas?Oh! amigo mo, ocasiones nicas! Unaseda rayada deliciosa! un sombrero que esun encanto! enaguas hechas con volantesbordados! Y todo ello por nada, me habracostado doble en el Havre Lo van traer, yavers!Roubaud haba tomado el partido de rerse,tan linda estaba Severina en su alegra, mezcla-da de cierta confusin suplicante. Adems eratan encantadora aquella comidita improvisada,en aquella habitacin donde estaban solos ymucho mejor que en la fonda Ella, que deordinario slo beba agua, se descuidaba, vacian-do su vaso de vino blanco sin darse cuenta. La.lata de sardinas se haba concluido, y metieron'mano al pastel con el hermoso cuchillo nuevo.Aquello u un triunfo; qu bien cortaba!Y tu asunto?pregunt Severina,Mehaces charlar, pero no me dices cmo ha termi-nado eso con el subprefecto.Entonces cont Roubaud la manera que ha-ba tenido de recibirle el jefe de la explotacin.Oh! un jabn de ordago! El se haba defendido,diciendo la verdad pura: cmo aquel sieteme-sino de subprefecto se haba empeado en subircon su perro un coche de primera, cuando ha-ba uno de segunda reservado para los cazado-res y sus animales; y la cuestin que se habasuscitado con tal motivo, y las palabras que secruzaron. En resumen, el jefe le daba la raznpor haber querido hacer respetar la consigna,pero lo terrible era la frase que l mismo confe-saba: No siempre sern Uds. los amos! Supo-nanle republicano. Las discusiones que acaba-ban de sealar los comienzos de la legislaturade 1869 y el sordo temor de las prximas elec-ciones generales tenan al gobierno muy encuidado. De modo, que lo habran destituido se-guramente, sin la buena recomendacin delpresidente Grandmorin. Sin embargo, tuvo quefirmar la carta de excusa, aconsejada y redac-tada por ste xltimo.Severina le interrumpi gritando:Eh? he tenido razn en escribirle y ha-cerle una visita contigo esta maana, antes deque fueras recibir la jabonadura? Ya sabayo que nos sacara del trance.S, te quiere mucho, y tiene vara alta enla Compaa Mira de lo que sirve "el ser unbuen empleado. Ah! no me han regateado loselogios: no es cosa mayor la iniciativa, perobuena conducta, subordinacin, nimo, en fin,todo. Y bien, si no hubieses sido mi mujer y siGrandmorin no hubiese abogado por m, en ra-zn de su amistad contigo, aviado estara yo, memandaran en castigo cualquiera estacin in-significante.Severina tena la mirada fija en el espacio ymurmur como si hablase consigo misma:Oh! ciertamente, es un hombre que tienemucha influencia.Hubo un instante de silencio, y Severina per-maneca con la mirada perdida en el vaco, sincomer. Sin duda recordaba los das de su infan-cia, all abajo, en el castillo de Doinville, cua-tro l iguas de Rouen.Jams conoci su madre. Cuando su padre,el jardinero Aubry. se muri, entraba ella en sustrece anos; y por entonces fu cuando el presi-dente, viudo ya, la retuvo al lado de su hijaBerta, bajo la inspeccin de su hermana, la se-ora de Bonnehon, mujer de un industrial,viuda tambin, quien perteneca hoy el casti-llo. Berta, que la llevaba dos aos, se haba ca-sado dos meses despus que ella con el Sr. La-chesnaye, consejero del tribunal de Rouen, unhombrecillo sec y amarillento. El ao anterioran estaba el presidente la cabeza de aqueltribunal, en su pas, cuando se jubil despusde una brillante carrera. Nacido en 1804, susti-tuto en Digne despus de los acontecimientosde 1830, luego en Fontainebleau, ms tarde enPars, en seguida fiscal en Troyes, abogado ge-neral en Rennes y, por ltimo, primer presiden-te en Rouen. Poseedor de varios millones, eradiputado provincial desde 1855, y le habannombrado comendador de la Legin de honor,el mismo da en que se jubil. Y cuanto de mslejos evocaba ella sus recuerdos, vealo siempretal como la sazn era, rechoncho y slido,muy blanco, con el cabello corto peinado enforma de cepillo, la cinta de barba cortada alrape, sin bigote, con un rostro cuadrado, de se-vera expresin causa de su gruesa nariz y desus ojos de un azul sombro. Haca temblar todoen torno suyo.Roubaud tuvo que levantar la voz y repitidos veces:En qu piensas?Severina se estremeci, sufriendo un ligerotemblor, como sorprendida y sacudida por elmiedo.Pues en nada.Has dejado de comer, no tienes ya hambre?Oh! s Ahora vers.Y vaci el vaso de vino blanco, acabando des-pus el pedazo de pastel que tena en el plato.Pero haban concluido el pan de libra, y no lesquedaba ni un bocado para comer el queso. En-tonces fueron los gritos y las carcajadas, cuan-do, registrndolo todo, encontraron en el fondodel aparador de la seora Victoria un pedazo depan duro. A pesar de que la ventana seguaabierta, el calor continuaba, y aquella mujer,que tena detrs la chimenea, no se refrescaba loms mnimo, ms encarnada y excitada por loimprevisto de aquel alegre almuerzo. A propsitode la seora Victoria. Roubaud volvi ocuparsede Grandmorin: otra que tambin le deba unbuen cirio. Mucliacha seducida cuyo hijo habamuerto, nodriza de Severina que acababa de cos-tarle 1a. vida su madre, ms tarde mujer de unfogonero de la compaa, viva trabajosamente enPars con el fruto de su costura, malgastado porsu marido, cuando el encuentro con su hija deleche haba renovado los antiguos lazos, hacien-do de ella tambin una protegida del presidente,del cual haba obtenido la sazn un puesto enla salubridad, encomendndole la parte de se-oras de uno de los retretes de lujo. La Compa-a no le daba ms que cien francos anuales,pero ella sacaba con las propinas cerca de milcuatrocientos, sin contar el alojamiento, aquelcuarto, donde tambin se calentaba. En fin, unasituacin muy desahogada. Roubaud calculabaque si Pecqueux, el marido, trajese sus dos milochocientos francos de fogonero, entre ventajasy sueldo fijo, en vez de andar de jarana en losdos extremos de la lnea, habran reunido entrelos dos ms de cuatro mil francos, el doble de loque l, subjefe de estacin, ganaba en el Havre.Sin dudapens lno todas las mujeresquerran guardar retretes. Pero no hay oficioridculo.Su hambre devoradora se haba calmado, yahora coman con languidez, cortando el quesoen pequeos pedazos para que durase el festn.Sus palabras tambin se tornaban lentas.A propsito!exclam Roubaudse mehaba olvidado preguntarte por qu hasrehusado al presidente el ir pasar dos tresdas en Doinville?Su mente, con el bienestar de la digestin,acababa de representarse la visita de la maana,muy cerca de la estacin, en el hotel de la calledel Pen; y Roubaud se haba vuelto ver enel severo gabinete, oyndole decir al presidenteque al otro da sala para Doinville. Luego, comocediendo una idea repentina, habales ofrecidotomar aquella misma tarde, con ellos, el exprsde las seis y treinta y llevar enseguida su hija casa de la hermana, la cual deseaba, haca yatiempo, que se la llevasen. Pero Severina habaalegado mil razones que, segn ella, se lo im-pedan.Yo, sabes continu Roubaudno vea malese viaje. T podas haberte quedado all hastael jueves, ya me las habra yo compuesto solo....En nuestra posicin necesitamos de ellos, no esverdad? No ha estado bien rehusar su cumplido,tanto ms, cuanto que pareci que tu negativale causaba un disgusto. Por eso no dej de insis-tir en que aceptases, hasta que me tiraste de lachaqueta. Entonces dije lo que t, pero sin com-prender Y bien! por qu no has querido?Severina hizo un gesto de impaciencia.Acaso puedo dejarte solo?Eso no es una razn Desde que nos ca-samos, en tres aos, has ido dos veces Doin-ville, pasar una semana. Nadie te impeda vol-ver por tercera vez.La molestia de la mujer iba en aumento. Se-verina haba vuelto la cabeza.Bueno, pues ahora no tena gana de ir. Nome vas obligar que haga cosas que me des-agradan.Roubaud abri los brazos como para indicarque l no la obligaba nada. Sin embargo, re-puso:Vamos! t me ocultas algo Qu, te harecibido mal la ltima vez la seora de Bon-nelion?Al! no, la seora de Bonnehon la haba re-cibido siempre muy bien. Era una mujer muyagradable, alta, fuerte, con magnficos cabellosrubios, hermosa todava pesar de sus cincuen-ta y cinco aos. Murmurbase que desde que sequed viuda, y aun en vida de su marido, habatenido menudo el corazn ocupado. Adorban-la en Doinville y ella haca del castillo unamansin de delicias, adonde toda la buena socie-dad de Rouen iba de visita, sobre todo la ma-gistratura, En la magistratura era dondo la se-ora de Bonnehon haba tenido muchos amigos.Entonces, confisalo, los Lachesnaye sonquienes te lian batido el cobre.Era indudable que, desde su casamiento conel seor de Lachesnaye, haba dejado Berta deser para ella lo que vena siendo hasta entonces.No se haba hecho nada buena, esa pobre Berta,tan insignificante con su nariz de remolacha. EnRouen alababan mucho su distincin las seo-ras. Y un marido como el suyo, feo, spero yavaro, pareca ms bien hecho para reflejarseen su mujer hacindola mala. Pero no; Berta sehaba mostrado atenta con su antigua compa-era; sta no tena ningn cargo preciso quedirigirle.Es el presidente quien te desagrada all?Severina, que hasta entonces haba respon-dido lentamente con lnguida voz, sufri otrasacudida de impaciencia.-El! Qu idea!Y continu con entrecortada y nerviosa fra-se. Apenas se le vea. Habase reservado paras, en el parque un pabelln, cuya puerta daba una callejuela desierta. Entraba y sala sinque nadie lo supiese. Ni su misma hermanasupo nunca de cierto el da de su llegada. Elpresidente tomaba un coche en Barentn, y sehaca trasladar Doinville, donde pasaba dasenteros en su pabelln, ignorado de todos. Ah!no era l quien la molestaba all abajo.Te hablo de l, porque me has contadoveinte veces que en tu infancia te daba un miedohorrible.Bah! un miedo horrible! exageras comosiempre Verdad que apaas se rea y que mi-raba tan fijamente con sus abultados ojos, quehaca bajar la cabeza en seguida. He visto mu-chas personas burlarse y no poder dirigirle unapalabra, de tanto como les impona con su granfalga de severo y sabio Pero m no me haregaado nunca, siempre comprend que su flacoera yoOtra vez se entrecortaba su voz y sus ojos seperdan en el vaco.Me acuerdo Cuando era chica y estabajugando con algunas amigas en los paseos, si lapareca, todas se ocultaban, hasta su hija Berta,que siempre tema caer en falta. Yo le esperabatranquila. Pasaba, y al verme all, sonriente, conel hocico levantado, me daba una palmadita enla mejilla Ms tarde, los diez y seis aos,cuando Berta tena que pedirle algo, me daba elencargo de hacerlo. Yo hablaba, sin bajar losojos, y senta como que los suyos me traspasa-ban la piel. Pero me burlaba de eso, porque^es-taba bien segura de conseguir lo que queraAli! s! me acuerdo! me acuerdo! All abajo nohay rincn del parque, ni corredor, ni habitacindel castillo, que yo no vea cerrando los ojos.Callse Severina, Tena los prpados cerra-dos y por su arrebatado semblante pareca co-rrer la impresin de estas cosas pasadas, las co-sas que no deca. Un instante permaneci as,con los labios ligeramente temblorosos por in-voluntario titileo que la estiraba dolorosamenteun extremo de la boca.La verdad es que ha sido muy bueno paratirepuso Roubaud, que acababa da encendersu pipa.No solamente te ha hecho educar como una seorita, sino que ha administrado muybien los cuatro cuartos que tenas ahorrados, yha redondeado la suma, cuando nuestro casa-miento Sin contar con que algo te dejar, loha dicho delante de m.Smurmur Severinaesa casa de laCroix-de-Maufras, esa propiedad, cortada por elcamino de hierro. All se iban algunas veces pasar ocho das Oh! no cuento con nada, losLachesnaye trabajarn para que no me deje unahilacha. Adems, mejor es as; nada, nada!pabia 1 pronunciado estas ltimas palabras convoz tan viva, que su marido no pudo menos deextraarse retirando la pipa de la boca y miran-do Severina con sus redondeados ojos.Ests graciosa! Asegrase que el presi-dente tiene millones, y qu mal habra en quese acordase de su ahijada en el testamento? Na-die se sorprendera de ello y nuestros negociosquedaran lindamente arreglados.Despus, una idea que cruz'por su mente lehizo reir.Temes acaso pasar por hija suya? Por-que ya sabes, el presidente, pesar de su aspec-to fro....."vamos, que se cuchichean ciertas co-sillas. Parece ser que aun en vida de su esposatodas las buenas mujeres pasaban por l. En fin,un mozo que ho.y todava remanga las faldas una mujer Y aunque fueses-hija suya!Severina se haba levantado violentamente,con el rostro inflamado y vacilante su azulmirada, bajo la pesada maza de sus cabellosnegros.Su hija, su hija! No quiero que gastesesas bromas, lo entiendes? Puedo yo ser hijasuya? Me parezco l? Basta ya, hablemosde otra cosa. No quiero ir Doinville, porque noquiero, porque prefiero volverme contigo alHavre.Roubaud movi la cabeza, calmando su mu-jer con un gesto. Bien estaba, puesto que eso leatacaba los nervios ella. Jams la haba vistotan nerviosa, Efectos del vino blanco, sin duda.Deseoso de alcanzar el perdn, cogi la navaja^complacindose en limpiarla cuidadosamente, ypara probar que cortaba como las que sirven paraafeitar, comenz igualarse con ella las uas.Ya son las cuatro y cuartomurmur Se-verina, en pie delante del cuco.Tengo que ha-cer an varios recados Hay que pensar ennuestro tren.Y, como para acabar de calmarse, antes deordenar un poco el cuarto, volvi ponerse decodos en la ventana. El, entonces, soltando lanavaja y la pipa, se quit tambin de la mesa, yse acerc su mujer, estrechndola por detrsdulcemente entre sus brazos. Mantvose as,abrazado ella, apoyando la barba en el hombrode Severina, y unidas las cabezas. Ni uno ni otrose movan, mirndose fijamente.Debajo de ellos, las mquinas de maniobrasiban y venan sin cesar: y oaseles apenas mo-verse, con sus ruedas ensordecidas y su discretosilbido, cual mujeres hacendosas, avisadas yprudentes. Una de ellas pas y desapareci pordebajo del puente de Europa, llevando la co-chera los vagones del tren de Trouville, que aca-baban de ser desenganchados. Y all, al otro ladodel puente, cruzse con otra mquina que venadel depsito, cual solitaria viajera con sus co-bres y sus aceros relucientes, fresca y gallarda,para emprender el viaje. Detvose sta, y pidiva con dos breves silbidos. El guarda aguja laenvi immediatamente su tren, formado ya,bajo la marquesina del muelle de las grandes l-neas. Era el tren de las cuatro y veinticinco,para Dieppe. Una oleada de viajeros se precipi-taba y oase el rodar de las carretillas cargadasde equipajes, en tanto que algunos empleadosempujaban uno uno los calorferos de los co-ches. La mquina y su tnder se haban aproxi-mado al furgn de cabecera, produciendo unsordo choque, y se vi un mozo apretar el tor-nillo de la barra de tiro. El cielo se haba nubla-do por la parte de Batignolles; una bruma cre-puscular envolva las fac: adas lejanas, parecien-do caer ya sobre el amplio abanico formado pol-las vas; mientras que, en medio de esta confu-sin, en lontananza, se cruzaban sin cesar lostrenes de ida y vuelta de la Banlieue y de laCeinture. Al otro lado de las sombras techum-bres de los muelles cubiertos, se elevaban sobrePars, envuelto en sombras, rojas humaredas.No, no, djamemurmur Severina,El le arrojaba su aliento en el cuello, y poco poco, lleg envolverla en una caricia msestrecha, excitado por el calor de aquel cuerpojoven, que tena completamente abrazado. Ellalo embriagaba con su olor, acababa de enloque-cer su deseo arqueando los riones y procurandodesasirse. De un tirn, apartla Roubaud de laventana, cerrando las vidrieras con el codo. Susbocas se haban encontrado, los labios de Rou-baud se deshacan contra los de Severina. Trata-ba de arrastrarla hasta el lecho.No, no; no estamos en nuestra casarepi-ti ella.En este cuarto no, te lo suplico!Severina tambin estaba como embriagada,trastornada de comida y de vino, vibrante toda-va por sus febriles caminatas travs de Pars.Aquella pieza demasiado caldeada, aquella mesadonde estaban los restos del almuercillo impro-visado, lo imprevisto del viaje, que se convertaen partida ntima de placer, todo le encenda lasangre, cubrindola de un sensual estremeci-miento. Y, sin embargo, se resista, arqueadacontra la madera del lecho, como asustada dealgo que no poda sospechar.No, no quiero.El, congestionado, contena sus brutales ma-nos. Se estremeca, y la hubiese deshecho.Tonta, quin lo va saber? Luego arre-glaremos la cama.Habitualmente, abandonbase ella con unadocilidad complaciente, en su casa, en el Havre,despus del almuerzo, cuando l le tocaba elservicio de noche. Pareca no sentir ella placer,pero mostraba un feliz abandono, cierto afectuo-so consentimiento en el placer de l. Y lo queen aqul momento enloqueca Roubaud, erasentirla como nunca la haba posedo, ardiente,convulsa de pasin sensual. El negro reflejo desu cabellera obscureca sus tranquilos ojos azu-les, sus gruesos labios parecan sangrar en eldulce valo de su rostro. Revelbase en aquelmomento una mujer que Roubaud no conoca.Por qu se negaba?Vamos, dime por qu no? Tenemos tiempo.Entonces, con una angustia inexplicable, enun debate interior, en que al parecer, no juzga-ba ella las cosas claramente, cual si se hubieseolvidado de s propia, lanz un grito de dolor,que le hizo l estarse quieto.No, no, djame te lo suplico! No s, meahoga slo el pensarlo en este momento nome parece bien.Los dos se haban cado sentados al borde dela cama. Roubaud se pas la mano por la cara,como para quitarse el calor que lo abrasaba. Alverlo tan prudente, inclinse Severina y le diun sonoro beso en la mejilla, queriendo demos-trarle que no por .eso le amaba menos. As per-manecieron un instante silenciosos para repo-nerse. Roubaud haba cogido la mano derechade su mujer, y jugaba con una vieja sortija deoro, una serpiente de oro con rubes, que llevabaen el mismo dedo que su anillo de bodas. Siem-pre se la haba conocido en el mismo sitio.Es mi serpientedijo Severina con invo-luntaria voz de ensueo, creyendo que l mirabala sortija, y experimentando una imperiosa ne-cesidad de hablar.Me hizo este regalo en laCroix-de-Maufras, cuando cumpl los diez y seisaos.Roubaud levant la cabeza sorprendido.Quin? el presidente?Cuando los ojos de su marido se haba posa-do en los de ella, Severina sinti la brusca sacu-dida del que despierta soando. Not que susmejillas se helaban. Quiso responder, pero nopudo, impedida por la especie de parlisis que laembargaba.Pues siempre me has dicho que fu tu ma-dre quien te dej esta sortija.An poda recoger la frase dejada escaparen un olvido de todo. Habrale bastado echarse reir, fingiendo hablar de broma, Pero se obs-tin inconscientemente, porque no era dueade s.Jams, hijo mo, te he dicho que mi madreme hubiese dejado esta sortija,Roubaud la mir con estraeza palideciendo.Cmo! Que nunca me has dicho eso? Melo has dicho veinte veces! No hay nada maloen que el presidente te haya dado una sortija.Otras cosas te ha dado A qu haberlo ocul-tado? A qu haber mentido, hablndome de tumadre?Yo no he hablado de mi madre, queridomo, te equivocas.Esta obstinacin era imbcil de todo punto.Vease perdida, comprenda que Roubaud leaclaramente en su semblante, y habra queridorehacerse, retirando las palabras pronunciadas;pero ya era tarde, porque sus facciones se das-componan y la confesin se escapaba de todosu ser. El fro de sus mejillas invada todo elrostro, y un titileo nervioso agitaba sus labios.Y l, espantoso, rojo hasta, el punto de parecerque la sangre iba romper sus venas, habalacogido por las muecas y la miraba muy de cer-ca. como para.seguir mejor en el espanto de losojos de Severina, lo que no quera decir en vozalta.Voto Dios!murmur Roubaudvoto Dios!Ella sinti miedo y baj la cabeza para ocul-tar el rostro entre sus brazos, adivinando el pu-etazo. Un hecho pequeo, miserable, insignifi-cante, el olvido de una mentira tratndose deuna sortijilla, acababa de evidenciar la verdad,con slo algunas palabras cambiadas. Y un mi-nuto haba bastado. La tir atravesada en lacama, y descarg sobre ella dos puetazos, sinmirar donde daba. En tres aos no la haba to-cado, y ahora la reventaba, ciego, embriagadode ira, en un exabrupto de bestia, de hombre,cuyas manazas se haban ocupado otras vecesen empujar vagones.Oh, ira de Dios!.... T has dormido conl!.... dormido con l!.... dormido con l!....Y se enfureca ms y ms, descargando unpuetazo cada vez que pronunciaba estas pala-bras. Dij rase que quera introducir sus robus-tos puos en las carnes de aquella mujer.El desecho de un viejo, maldita zorra!....dormido con l!.... dormido con l!....La clera ahogaba su voz, que silbaba, peroque no sala. Entonces solamente oy que ella, pesar de los golpes que amenazaban reventarla,deca que no. No encontraba otra defensa; nega-ba para que no la matase. Y ese grito, esa obsti-nacin en la mentira, acab de enloquecerlo.Confiesa que has dormido con l....No, no!Roubaud se haba apoderado otra vez de ellay la sujetaba entre sus brazos, impidiendo queapoyase la cara contra la colcha, cual dbil serque se oculta. Obligbala mirarle.Confiesa que has dormido con lPero resbalando el cuerpo, escapss Severinay quiso correr hacia la puerta. De un salto la al-canz Roubaud otra vt ez, levant el puo, y fu-rioso, de un solo golpe la tir al suelo contra lamesa. Arrojse l tambin y la cogi por los ca-bellos para clavarle la cabeza en el suelo. Uninstante permanecieron as, cara cara, sin mo-verse ni hablar. Y en medio de aquel espantososilencio, se oan los cantos y las carcajadas delas seoritas de Dauvergue, cuyo piano feliz-mente ahogaba con sus endiablados sonidos elruido de la lucha, Clara estaba cantando cancio-nes de las nias que juegan al corro, y Sofaacompaaba puo cerrado.Confiesa que has dormido con .lElla no se atrevi decir que no, permanecicallada,Confisalo voto Dios! te mato.Habrala matado, claramente lo lea ella enla mirada de su marido. Al caer vi Severina lanavaja abierta sobre la mesa; ahora vea brillarla hoja, y crey que Roubaud alargaba el brazopara cogerla. Un abandono de s propia y detodo se apoder de ella, un irresistible deseo determinar.Pues bien! s, es verdad, djame que mevaya.Entonces, aquello fu abominable. Esta con-fesin que l exiga tan violentamente, acababade herirlo, en plena faz, como una cosa imposi-ble, monstruosa. Parecale que jams habra sos-pechado tamaa infamia. Cogi la cabeza de Se-verina y peg con ella en una pata de la mesa.Ella se resista, y, entonces, agarrndola de loscabellos, la arrastr por el cuarto, tirando lassillas. Cada vez que Severina haca un esfuerzopara levantarse, arrojbala de un solo puetazo,contra el suelo, jadeante, con los dientes apre-tados, encarnizndose de un modo salvaje im-bcil. Empujada la mesa, por poco tira el calor-fero. Algunos pelos teidos de sangre quedaronen un extremo del aparador. Y cuando recobra-ron alientos, ahitos de tanta carnicera, fatigadoel uno de pegar, cansada la otra por tanto golpe,haban llegado junto la cama; ella siempre enel suelo, revolcada; agazapado l sujetndola to-dava por los hombros. As reposaron y respira-ron un poco. Abajo continuaba la msica, y lascarcajadas suban sonoras y distintas.Bruscamente Roubaud levant Severina,apoyndola contra la madera del lecho. Des-pus, de rodillas, apretado ella, pudo hablar.Ya no la pegaba, la torturaba con sus preguntas,1 lijas del insaciable deseo de saber que tena.Con que dormiste con l? grandsima per-dida!.... Repite, repite que lias dormido con eseviejo Y qu edad, eb? muy pequea, muypequea, no es eso?Acababa Severina de romper llorar; sus so-llozos no la permitan responder.Por vida de Dios! quieres decrmelo?....Jugabas ya con l antes de los diez aos, eh?Para eso te criaba, para sus cochineras; dilo,maldita, vuelvo empezar!Ella lloraba, sin poder articular palabra.Roubaud levant la mano y la di otro golpe.Como las tres veces no obtuviese respuesta, ladi de bofetadas, repitiendo la pregunta.A qu edad? Dilo, bribona! Lo dices?Para qu luchar? Yo no tena fuerzas. Ella hubiese sacado el corazn con sus gruesosdedos de antiguo obrero. Y el interrogatoriocontinu. Severina lo deca todo, en tal anonada-miento de vergenza y de miedo,, que sus fra-ses, pronunciadas muy bajo, se oan apenas. Yl, mordido por los atroces celos, se desesperabacon el sufrimiento que le producan las escenasque se representaba. Jams saba bastante, obli-gbala insistir en los detalles-, precisar loshechos. Con el odo pegado los labios de lamiserable mujer, agonizaba ante aquella confe-sin, con el puo amenazador, siempre levan-tado. dispuesto golpear ms, si ella se de-tena.Todo lo pasado en Doinville desfil de nue-YO: la infancia, la juventud. Haba sucedidoentre los matorrales del parque? en la perdidarevuelta de algn corredor del castillo? Pen-saba ya ei ella el presidente, cuando la recogi, la muerte de su jardinero, hacindola educarcon su hija? Eso haba comenzado, de seguro,los das en que las otras nias huan en mediode sus juegos, si l se presentaba; mientras queella, sonriente, con el hocico levantado, espe-raba que la diese, al pasar, una palmadita enla mejilla. Y, ms tarde, si ella osaba hablarlecara cara, si obtena todo de l, no era porquese senta ama, cuando la compraba con sus ba-jezas de mocero, l, tan digno y recto para losdems? Ah! qu cochinada la de ese viejo, ha-cindose besuquear como un abuelo, mirndoladesarrollarse, tentndola, deshonrndola un poco cada instante, sin aguardar que estuviesemadura!Roubaud estaba jadeante.Conque qu edad? reptelo, qu edad?A los diez y seis aos y medio.Mientes!Mentir! para qu? Severina se encogi dehombros con un abandono y un cansancio in-menso.Y la primera vez dnde sucedi eso?En la Croix-de-Maufras.Roubaud titube un segundo, su labios seagitaban y un resplandor amarillento turbabasus ojos.Y si yo quisiese saber lo que te ha hecho?Ella no contest; pero como Roubaud blan-diese el puo, dijo, pasado un instante:No me creeras.Dilo de todos modos No pudo hacernada, eh?Severina contest con un movimiento de ca-beza. Haba acertado. Roubaud, entonces, quisoconocer la escena hasta el fin, descendiendo las palabras crudas y las preguntas inmundas.Ella no desplegaba los labios, continuaba dicien-do que s que no, por seas. Tal vez quedasenlos dos tranquilos, cuando lo hubiese confesadotodo. Pero Roubaud sufra ms con estos detallesque le haban parecido atenuantes. Aproxima-ciones normales, completas, no le habran ator-mentado con visiones tan mortificantes. Aquelextravo lo podra todo, dislacerndole las carnescon la acerada cuchilla de los celos. Ahora, todohaba concluido; ya no vivira, evocando sin ce-sar la execrable imagen.Un sollozo desgarr su garganta.Por vida de Dios! ah! eso no puede ser!no, no! es demasiado! no puede ser!Luego, de repente, la sacudi con violencia.Pero grandsima zorra! por qu te hascasado conmigo? No sabes que es innoble elhaberme engaado de ese modo? Ladronas hayen la crcel, que no tienen tanto sobre su con-ciencia Me despreciabas, no me queras sinduda, eh? Por qu te casaste conmigo?Ella liizo un gesto vago. Acaso se daba cuen-ta ahora? Casndose con l sera dichosa, porquepodra romper con el otro. Tantas cosas hay queno s haran y que se hacen, por ser las ms pru-dentes! No, ella no le quera; y lo que trataba deocultar, era que sin semejante historia, jamshabra consentido en ser su mujer.Quera casarte, verdad? Buena bestia en-contr, eh? Quera casarte para que eso conti-nuara, no? Para tales fines te llev dos veces.Severina hizo un ademn afirmativo.Para eso te convidaba esta vez tambinHasta el fin, entonces, se habran repetido esasobscenidades como se repetirn si no te es-trangulo.Y avanzaba sus convulsas manos para coger-la por el cuello; pero esta vez se rebel ella.Eres injusto, pues que soy yo quien se hanegado ir all. T queras que fuese, y tuveque enfadarme, acurdate Ya ves que yo noquera ms. Estaba concluido todo. Jams hu-biese querido ya.Roubaud comprendi que su mujer deca laverdad; pero no hall en sus 1 palabras el menorconsuelo. El atroz dolor, el pual que tena cla-vado en el corazn, era lo irremediable, como loera cuanto haba sucedido entre ella y aquelhombre. Sufra horriblemente por su impotenciapara poder remediarlo. Sin soltarla todava ha-base aproximado al rostro de Severina; parecafascinado, atrado all, como para encontrar enla sangre de aquellas diminutas venas azules,todo lo que su mujer "le confesaba, y murmuralucinado:I. 3En la Croix-de-Maufras, en el cuarto rojoLo conozco, la ventana da sobre el camino dehierro, la cama est enfrente. Y all, en esa ha-bitacin, ha sido Comprendo que hable dedejarte la casa. Bien la has ganado. Ya podamirar por tus cuartos y dotarte, mereca lapena Un juez, un hombre millonario, tan res-petado. tan instruido, tan elevado! La verdad, sevuelve uno loco. Y dime, si fuese tu padre?Severina, haciendo un esfuerzo, se puso enpie, rechazndolo con un vigor extraordinario,para su debilidad de pobre ser vencido, y pro-test con violencia.No, eso no! Todo lo que quieras menoseso! Pgame, mtame; pero no digas eso, porquemientes!Roubaud conservaba una mano de Severinaentre las suyas.Lo sabes t? Precisamente porque dudas,te sublevas as.Y como ella tratase de retirar la mano, Rou-baud sinti la sortija, la serpiente con cabeza derubes, olvidada en el dedo. Arrancsela y ladeshizo con el tacn sobre los ladrillos, en unnuevo acceso de ira. Luego anduvo de un ladopara otro, mudo, como loco. -Ella J sentada alborde de la cama, le miraba fijamente con susgrandes ojos. Y el terrible silencio dur largorato.El furor de Roubaud no se calmaba. Cuandopareca haberse disipado'un poco volva en se-guida, como la embriaguez, por grandes olea-ctima, y las ltimas palabras quecambiaron con ella en Rouen. A Roubaud loconoca de saludarle casi diariamente, desdo quehaca el servicio del exprs; Severina habalavisto de vez en cuando, pero se haba apartadode ella como de las dems. Sin embargo, enaquel momento, plida y llorosa, con la dulzurade sus ojos azules, le llam la atencin. No acer-taba separar la mirada de Severina, y hubo uninstante en que se pregunt la causa de encon-trarse all l, Roubaud y su mujer; cmo losacontecimientos haban podido reunidos anteaquel coche del crimen, ellos de vuelta de Pa-rs, y l de regreso de Barentin.Oh! lo sdijo en voz alta, interrumpien-do al fogonero.-Precisamente me encontrabayo a la salida del tnel y cre ver algo en eltren que pasaba.Estas palabras causaron grandsima sensa-cin. Todos formaron corroen torno de l. YSantiago tu el primero que sesinti trastornadopor lo que acababa de decir. Por qu hablaba,despus de haberse prometido s propio callar-se? Cun buenas eran las razones que le acon-sejaban el silencio! Y las palabras se le habanescapado inconscientemente, mientras que mi-raba Severina. Esta apart bruscamente elpauelo para fijar sus espantados ojos en San-tiago.Pero el comisario se acerc apresuradamentecon el jefe de estacin. Cmo! qu ha visto usted?Y Santiago, del cual no se apart un puntola mirada de Severina, dijo lo que haba visto: laberlina alumbrada, pasando, en medio de la no-che, todo vapor, y los fugitivos perfiles de losdos hombres, tumbado el uno, con el arma en lamano el otro. Junto su mujer, estaba Roubaudescuchando, fijos sus azorados ojos en Santiago.De modopregunt el comisarioque re-conocera Ud. al asesino?Oh! eso no, no lo creo.Llevaba paletot blusa?No puedo asegurarlo. Figrese Ud., en untren que marcha con la velocidad de ochentakilmetros! imposible.Severina cambi una mirada con Roubaud,el cual se atrevi decir:Efectivamente, habra que tener buenosojos.No importamanifest el seor Caucheesta declaracin es muy importante. El Juez leayudar Ud. ver claro en todo esto SeorLantier y seor Roubaud, denme ustedes exac-tamente sus nombres para las citas^Aquello haba terminado: disolvise poco poco el grupo de curiosos, y el servicio de la es-tacin recobr su habitual actividad. Roubaud,sobre todo, tuvo que correr presenciar la for-macin del mixto de las nueve y cincuenta, queya se iba llenando de viajeros. Haba dado San-tiago un apretn de manos ms vigoroso que deordinario; y ste, que se qued solo con Severi-na, detrs de la mujor de Lebleu, de Pecqueuxy de Filomena, se crey en el deber de acompa-arla hasta la escalera de los empleados, no ha-llando palabras qu decirle, pero sujeto sulado, no obstante, como si algo lo encadenaseall. A la sazn mostrbase el da ms sonrien-te, el sol se presentaba vencedor de las nieblasde la maana, en el pursimo cielo azul; mien-tras que la brisa del mar aumentada su fuerzacon la marea que suba, aportaba su salada fres-cura. Y como se apartase de Severina, medianteuna vulgar palabra de despedida, tropez donuevo con sus rasgados ojos, cuya dulzura y do-lorosa impresin le haban emocionado tanto.Pero sintise un prolongado silbido. EraRoubaud que daba la seal de partida. Contestla mquina con otro no menos prolongado y msestridente, y el tren de las nueve y cincuentacomenz rodar, lentamente al principio, velozdespus, 1 asta que desapareci lo'lejos en me-dio de la dorada polvareda de los rayos del sol.LA BESTIAAquel da, en la segunda semana deel seor Denizet, Juez de instmccion haba.ci-tado nuevamente en su despacho del Palacio deJusticia de Rouen varios testigos importantesde la casa Grandmorin.Haca tres semanas que esta causa estaba dan-do gran ruido. Traa trastornados Roen y a Pa-rs Y los peridicos de oposicin, en la violentacampaa que sostenan contra el Imperio, se ha-ban apoderado de ella como de una maquina deguerra. La proximidad de las elecciones gene-Vales encarnizaba la lucha. En la Cmara se pro-dujeron sendas discusiones: una en que secuti agriamente la validez de los poderesdiputados adictos la persona del emperador, yotra en que se encarnizaron contra la ges-tin econmica del Prefecto del Sena, recla-mando la eleccin de un Consejo municipal. Lacuestin Grandmorin llegaba muy a propositopara continuar la agitacin; circulaban las his-torias ms extraordinarias; los peridicos traantodas las maanas nuevas hiptesis injuriosaspara el Gobierno. De una parte dejabase ,ver que la vctima, un familiar de las Tullerias.antiguo magistrado condecorado con la Leginde Honor y hombre riqusimo, se haba entrega-do maldades de las del peor gnero; de otra,Aquello haba terminado: disolvise poco poco el grupo de curiosos, y el servicio de la es-tacin recobr su habitual actividad. Roubaud,sobre todo, tuvo que correr presenciar la for-macin del mixto de las nueve y cincuenta, queya se iba llenando de viajeros. Haba dado San-tiago un apretn de manos ms vigoroso que deordinario; y ste, que se qued solo con Severi-na, detrs de la mujor de Lebleu, de Pecqueuxy de Filomena, se crey en el deber de acompa-arla hasta la escalera de los empleados, no ha-llando palabras qu decirle, pero sujeto sulado, no obstante, como si algo lo encadenaseall. A la sazn mostrbase el da ms sonrien-te, el sol se presentaba vencedor de las nieblasde la maana, en el pursimo cielo azul; mien-tras que la brisa del mar aumentada su fuerzacon la marea que suba, aportaba su salada fres-cura. Y como se apartase de Severina, medianteuna vulgar palabra de despedida, tropez donuevo con sus rasgados ojos, cuya dulzura y do-lorosa impresin le haban emocionado tanto.Pero sintise un prolongado silbido. EraRoubaud que daba la seal de partida. Contestla mquina con otro no menos prolongado y msestridente, y el tren de las nueve y cincuentacomenz rodar, lentamente al principio, velozdespus, 1 asta que desapareci lo'lejos en me-dio de la dorada polvareda de los rayos del sol.LA BESTIAAquel da, en la segunda semana deel seor Denizet, Juez de mstniccum haba.ci-tado nuevamente en su despacho del Palacio deJusticia de Rouen varios testigos importantesde la casa Grandmorin.Haca tres semanas que esta causa estaba dan-do gran ruido. Traa trastornados Roen y a Pa-rs y los peridicos de oposicin, en la violentacampaa que sostenan contra el Imperio, se ha-ban apoderado de ella como de una maquina deguerra. La proximidad de las elecciones gene-Vales encarnizaba la lucha. En la Cmara se pro-dujeron sendas discusiones: una en que secuti agriamente la validez de los poderesdiputados adictos la persona del emperador, yotra en que se encarnizaron contra la ges-tin econmica del Prefecto del Sena, recla-mando la eleccin de un Consejo municipal. Lacuestin Grandmorin llegaba muy a propositopara continuar la agitacin; circulaban las his-torias ms extraordinarias; los peridicos traantodas las maanas nuevas hiptesis injuriosaspara el Gobierno. De una parte dejabase ,ver que la vctima, un familiar de las Tullerias.antiguo magistrado condecorado con la Leginde Honor y hombre riqusimo, se haba entrega-do maldades de las del peor gnero; de otra,como la instruccin del proceso no liaba dadoresultado prctico alguno, comenzaban acusar la polica y la magistratura de complicidad,diciendo muchos apropsitos de este asesino le-gendario que permaneca ignorado. Si haba mu-cha verdad en estos ataques, no eran por ellomenos duros de soportar.As, pues, el seor Denizet senta perfecta-mente toda la responsabilidad que pesaba sobrel. Este seor se apasionaba tambin tanto mscuanto que tena ambicin 3' esperaba ardiente-mente un negocio de esta importancia paradar luz las altas cualidades de perspicacia yenerga que l se atribua. Hijo de un norman-do que se dedicaba la cra de ganado, haba es-tudiado Derecho en Caen y haba entrado bas-tante tarde en la magistratura, donde su origenhumilde, agravado por una quiebra de su padre,haba entorpecido sus ascensos. Sustituto en Ber-nay, en Dieppe y en el Havre, haba tardado diezaos en llegar ser procurador imperial enPont-Audemer. Luego, enviado Rouen otravez como sustituto, era juez de instruccin hacadiez y ocho meses, los cincuenta aos de edad.Sin fortuna, acosado de necesidades que no po-dan satisfacer sus escasos rendimientos, viva enesa dependencia de la magistratura mal pagada,aceptada nicamente por los espritus medianosy donde las inteligencias se devoran en esperade venderse. El posea una inteligencia muyviva, bien desarrollada y hasta honrada; tenaamor su oficio, embriagado de su omnipoten-cia que le haca en su despacho de juez, dueoabsoluto d la libertad de los dems. El intersera lo nico que correga su pasin; tena tanvivos deseos de ser condecorado y de pasar Pa-rs, que despus de haberse dejado llevar, el pri-mer da de la instruccin, de su amor la verdad,ya no avanzaba ms que con extrema prudencia,tratando de adivinar por todas partes dnde ha-bra una hondonada en cuyo fondo pudiese zo-zobrar su porvenir.Hay que decir que el seor Denizet era pre-venido, pues desde el principio del sumario unamigo le aconsej que fuese Pars al Ministeriode Justicia, All haba hablado largamente conel secretario general, seor Camy-Lamotte, per-sonaje importante que tena gran .prestigio entreel personal, encargado de los nombramientos, yen continuas relaciones con las Tulleras. Era unhombre excelente, que haba comenzado tambinpor ser sustituto, pero que lleg ser diputadoygranoficialdelaLegi0n.de Honor, gracias sus relaciones y su mujer. El asunto le habacado naturalmente entre manos; el procuradorimperial de Rouen, inquieto por este drama cuyavctima era un antiguo magistrado, tuvo la pre-caucin de trasmitirlo al Ministerio, el cual suvez lo haba delegado en su secretario general.Precisamente el seor Camy-Lamotte era anti-guo condiscpulo del presidente Grandmorin,algunos aos ms joven que l, y del cual siguisiendo tan amigo que lo conoca muy fondohasta en sus vicios.I 9LA BESTIA HUMANAAs es que hablaba de la muerte trgica desu amigo con profunda afliccin; manifest alseor Denizet su ardiente deseo por encontraral culpable. No trataba de ocultar que en las Tu-lleras andaba todo el mundo muy disgustadocon aquel formidable clamoreo y hasta se permi-ti recomendarle mucho tacto. En suma, el juezhaba comprendido que hara bien en no apresu-rarse y no haca nada sin obtener previamenteel beneplcito de sus superiores. Habase vuelto Rouen en la seguridad de que, por su parte, elsecretario general haba lanzado agentes, deseosotambin de fa vorecer la instruccin del sumario.Queran conocer la verdad, para ocultarla mejorsi era necesario.Sin embargo, pasaban los das, y el seorDenizet, pesar de sus esfuerzos de paciencia, seirritaba contra los dichos de la prensa. Luegoreapareca el polizonte, olfateando como un buenperro. Arrastrbalo la necesidad de encontrar laverdadera pista, de ser l quien primero topasecon ella, pero dispuesto estaba dejarla si se lomandasen. Y mientras esperaba del Ministeriouna carta, un consejo, una simple indicacin,que ya tardaba en venir, prosegua activamentesu instruccin. Dos tres detenciones se habanverificado sin que hubiesen podido sostenerse.De repente la apertura del testamento del presi-dente Grandmorin despert en l una sospechaque ya haba asomado su cerebro en los pri-meros momentos: la posible culpabilidad delmatrimonio Roubaud. Este testamento, lleno deextraos legados, contena uno, por" el cual Se-verina era instituida legataria de la casa situada-en el lugar denominado Groix-de-Maufras. Des-de aquel momento, el mvil del asesinato, vana-mente buscado hasta entonces, quedaba descu-bierto: el matrimonio Roubaud, conociendo ellegado, haba podido asesinar su bienhechorpara entrar en posesin inmediata. Esta idea leasediaba tanto ms, cuanto que el seor Camy-Lamotte haba hablado especialmente de la mu-jer de Roubaud como habindola conocido enpocas pasadas en casa del presidente cuandoan era muchacha.Pero cuntas inverosimilitudes imposibili-dades materiales y morales! Desde que dirigasus investigaciones por este camino tropezaba ada paso con hechos que daban al traste con su-concepcin de un sumario clsicamente llevado.Nada se aclaraba; la causa primera, que debailuminarlo todo como foco principal, faltaba.Otra pista exista tambin, que el seor De-nizet no haba echado en olvido: la suminis-trada por el mismo Roubaud al decir que bienpudo sabir alguien la berlina en la confusin-que se produjo al partir el tren. Aquel era el fa-moso asesino legendario, imposible de encon-trar, de que hablaban todos los peridicos deoposicin. El esfuerzo de la instruccin haballegado en un principio sealar este hombre,que haba partido en Rouen, y se haba ba-jado en Barentn; pero nada prctico habaresultado; algunos testigos negaban hasta,laposibilidad*fie asaltar una berlina reservada yotros daban seas enteramente contradictorias-Y la pista no pareca conducir nada bueno,cuando el juez, interrogando al guarda-agujaMisard, descubri sin quererlo la dramticaaventura de Cabuche. y Luisita, esa nia que;violada por el presidente, haba ido morir acasa de su buen amigo. Esto fu para l un rayo-de luz; el acta de acusacin clsica se formul ensu cabeza. Todo se encontraba all: amenazas demuerte proferidas por el cantero contra la vc-tima; antecedentes deplorables y una coartadaque se invoc con mala intencin, imposible deprobar. En secreto, en un minuto de inspiracinenrgica, hizo sacar Cabuche la vspera de lacasita que ocupaba en medio de los bosques, es-pecie de cubil perdido donde se haba encontra-do un pantaln manchado de sangre. Y, defen-dindose todava contra la conviccin de queestaba penetrado, prometindose no abandonarla hiptesis relativa al matrimonio Roubaud, seregocijaba ante la idea de que l solo haba te-nido la nariz bastante fina para descubrir el ver-dadero asesino. Para cerciorarse haba citadoaquel da en su gabinete varios testigos inte-rrogados ya, al da siguiente del crimen.El despacho del juez de instruccin daba lacalle de Juana de Arco, en el viejo edificio de-rruido, al lado del antiguo palacio de los duquesde Normanda, transformado hoy en Palacio deJusticia, Aquella extensa y lbrega pieza, situa-da en el piso bajo, estaba alumbrada por una luz.tan opaca que haba que encender una lampara,desde las tres de la tarde en invierno. Empape-lada con un papel verde descolorido, tenia portodo mueblaje dos butacas, cuatro sillas, el escri-torio del juez, la mesa del escribano, y sbre lafra chimenea dos copas de bronce a cada lado deun reloj de mrmol negro. Detrs del escritoriouna puerta daba otra pieza, en la que el juez-ocultaba las personas que quera tener a sudisposicin, mientras que a puerta de entradase abra directamente al ancho corredor adorna-do de banquetas donde aguardaban los testigosDesde la una y media, aunque la cita judicialera las dos, estaban all Roubaud y su mu-jer Llegaban del Havre, apenas haban tenidotiempo de almorzar en una fonda de la GrandeRu. Ambos vestidos de negro; l de levita, yella con traje de seda como una seora, guarda-ban la gravedad algo cansada y triste de unacasa que ha perdido un pariente. Sevenna sehaba sentado en una banqueta, inmvil, caca-da, mientras que, en pie, con las manos unidasen la espalda, se paseaba Roubaud delante deella Pero cada vuelta se encontraban sus mi-radas, y su oculta ansiedad pasaba entoncescomo una sombra por sus mudos semblantes.Aunque les haba colmado de alegra el legadode la Croix-de-Maufras, acababa de reavivar sustemores; pues la familia del presidente, su hija,sobre todo, herida por las extraas pacionestan numerosas que alcanzaban la mitad do lafortuna total, hablaba de atacar el testamento; yLA BESTIA HUMANAla seora de Lachesnaye, empujada por su ma-rido, se mostraba particularmente dura contra SILantigua amiga Severina, quien cargaba con las-ms graves sospechas. Por otra parte, el pensa-miento de una prueba en que Roubaud no habacado en un principio, le mortificaba ahora conun miedo constante: la carta que hizo escribir su mujer para decidir Grandmorin empren-der el viaje, y que seguramente encontraran siste no la haba roto. Felizmente, pasaban losdas sin que nada sucediese; la carta deba habersido inutilizada. Cada nueva cita en el gabinetedel juez de instruccin produca al matrimonio-sudores fros, pesar de su correcta actitud deherederos y testigos.Dieron las dos y se present Santiago, quevena de Pars. Enseguida se acerc Roubaudmuy expansivo y le tendi la mano.Ah! Tambin Ud. le han molestado'?Qu fastidioso se va haciendo este triste asuntaque no concluye nunca!Santiago, al ver Severina, siempre sentada inmvil, acababa de sentarse tambin sin hablarpalabra. Haca tres semanas que un da s y otro-no, en cada uno de sus viajes al Havre, el subjefele colmaba de atenciones. Una vez hasta tuveque quedarse comer. Y junto la joven se es-tremeci en turbacin creciente. Iba desearlatambin? Su corazn palpitaba, sus manos abra-saban al ver solamente la lnea blanca del cuello-ai rededor del escote. Estaba resuelto huir deella en lo sucesivo.Y qu dicen del asunto ese en Pars?re-puso Roubaud Nada nuevo, verdad? No sesabe ni una palabra, ni se sabr nunca..... Hom-bre, venga Ud. dar los buenos das mi mujer.Se lo llev consigo; fu preciso que Santiagose acercara y saludase Severina, cortada, son-riendo con su aire de nio medroso. Esforzbasepor hablar de cosas indiferentes bajo las miradasdel marido y de la mujer, que no se apartaban del, como si hubiesen tratado de leer ms all ande su pensamiento, en las vagas hiptesis quel mismo no se atreva descender. Por qu semostraba tan fro? Por qu trataba de evitar supresencia? Acaso se despertaban sus recuerdos?Acaso eran llamados de nuevo para carearlescon l? Ah, con qu gusto habran conquistadoese nico testigo quien tanto teman! De qubuena gana se hubieran unido l por lazos defraternidad tan estrecha, que le faltara valorpara decir la menor cosa copra ellos!El subjefe, torturado, fu quien volvi alasunto.De modo, pues, que no sospecha Ud. poi-qu razn nos citan? A Ud, qu le parece, habralguna novedad?Santiago tuvo un gesto de indiferencia.Cierto ruido circulaba antes en la estacin tiempo que yo llegaba. Hablaban de una de-tencin.Los Roubaud se extraaron, muy agitados,muy perplejos. Una detencin? Pues si nadieles haba dicho una palabra! Era que iban practicar una detencin que ya haba sido lle-vada cabo? Las preguntas llovan sobre Santia-go. pero l nada ms saba.En aquel momento, en el pasillo, un ruido depasos hizo que Severina volviese la cabeza.Aqu estn Berta y su marido murmur.Eran, en efecto, los Lacliesnaye. Pasaronmuy tiesos delante de los Roubaud, sin que laseora de Lachesnaye tuviese una mirada parasu antigua compaera. Un ujier les introdujoenseguida en el gabinete del juez de instruccin.Yaya, nos armaremos de pacienciadijoRoubaud Nos darn un plantn de lo menosdos horas Sintese usted!Acababa l de colocarse la izquierda de Se-verina, y con la mano haca seal Santiagopara -que se sentara al otro lado, junto ella.Este permaneci an en pie un ra tito. Luego, in-fluido por la mirada dulce y medrosa de Severina,se dej caer sobre el banquillo; y el calor tibioque emanaba de aquella mujer, durante el largotiempo que estuvieron esperando, le fu entu-meciendo lentamente.La instruccin iba empezar ya en el gabine-te del seor Denizet, pues los interrogatorioshaban suministrado materia suficiente para unlegajo enorme, varias resmas de papel, con cu-biertas azules. La justicia haba hecho lo posiblepor seguir la vctima desde su salida de Pars.El seor Vandorpe, jefe de estacin, haba decla-rado l que saba sobre la salida d?l exprs delas seis y treinta: el coche 293, aadido ltimaliora; las pocas palabras cruzadas con Roubaud,quin subi su compartimento un poco antes-de la llegada del presidente Grandmorm; final-mente, la instalacin de ste en su cup, en don-de ciertamente estaba solo. Despus fu interro-gado el conductor del tren, Enrique Dauvergne,sobre lo que haba sucedido en Rouen durante laparada de diez minutos, y nada definitivo pudoafirmar. Haba visto los Roubaud hablandodelante del cup, y crea de veras iue se habanvuelto su coche, cuya portezuela cerrara smduda algn vigilante; pero aquello permane-ca vago, indeciso, enmedio de los apretones dela muchedumbre y la escasa luz de la esta-cin.En cuanto declarar sobre si un hombre, elfamoso asesino oculto, haba podido penetrar enel cup cuando echaba andar el tren, parecalela cosa poco verosmil, aun admitiendo la posi-bilidad; pues ciencia suya, ya dos veces se ha-ba dado un caso igual. Preguntados igualmente-otros empleados del personal de Rouen sobrelos mismos puntos, en lugar de aportar algunaluz, no hicieron ms qu enmaraar las cosas,por sus contestaciones contradictorias. Sm em-bargo, un hecho probado era el apretn de ma-no dado por Roubaud desde el interior del vagnal jefe de estacin de Barentin, estando ste su-bido sobre el estribo: ese jefe de estacin, el se-or Bessire, haba reconocido formalmente la-cosa como exacta, y haba aadido que su colegaestaba solo con su mujer, la cual, medio recos-tada, pareca dormir tranquilamente. Por otra-parte, hasta se lleg investigar qu viajeros ha-ban salido de Pars en el mismo compartimen-to que los Koubaud.Aquel seor y aquella seora, tan gruesos-llegados con retraso, tiempo que iba salir eltren, haban declarado que, como se adormilaronenseguida, nada podan decir; y en cuanto lamujer vestida de negro, muda en su rincn, ha-base desvanecido como una sombra y habasido del todo imposible encontrarla. Finalmente,otros testigos declararon an, la gente menuda,los que haban ayudado establecer la identidadde los viajeros que se haban apeado aquella no-che en Barentn, pues segn probabilidades, allera donde haba bajado el hombre: .haban con-tado los billetes, consiguieron reconocer todoslos viajeros, menos uno, justamente un mocetn,envuelta la cabeza en un pauelo azul, de pale-tot, segn unos, y de blusa al decr de otros;nada ms que sobre ese hombre, desaparecido,desvanecido como un sueo, haba un legajo detrescientas diez piezas, con tal confusin, quecada testimonio era desmentido por otojY el legajo se complicaba an con piezas ju-diciales: el acta de reconocimiento, redactadapor el secretario que el fiscal imperial y el juezde instruccin haban llevado al teatro del cri-men; toda una voluminosa descripcin del sitio-de la va frrea en donde yaca la vctima, de laposicin del cuerpo, del traje, de los objetos en-contrados en los bolsillos y que haban permitidoestablecer la identidad; el informe del mdico,trado tambin, un informe donde, en trminoscientficos, estaba ampliamente descrita la heri-da de la garganta, un espantoso tajo hecho conun instrumento cortante, un cuchillo sin duda;algunos informes ms y otros documentos sobrela traslacin del cadver al hospital de Rouen,sobre el tiempo que haba permanecido all, an-tes que su descomposicin, notablemente pre-matura, hubiese obligado la autoridad quele devolviera la familia. Pero de todo aquelmontn de papelotes, slo quedaban dos trespuntos importantes.Primeramente, en los bolsillos no haban en-contrado el reloj, ni una carteritaen donde debahaber diez billetes de mil francos, cant idad debi-da por el presidente Grandmorin su hermana,la seora de Bonnehon. Habra, pues, parecidoque el mvil del crimen era el robo, no ser poruna sortija adornada de un grueso brillante, en-contrada en un dedo de la vctima. Otro motivoque daba una serie de hiptesis. No tenan, pordesgracia, los nmeros de los billetes del Banco;pero s conocan el reloj, un reloj muy grueso,remontoir, ostentando en una tapa las dos inicia-les del presidente, enlazadas, y al interior unnmero de fabricacin, el nm. 2.516.Luego otropunto importante era el-arma, la navaja em-pleada por el asesino; haba promovido investi-gaciones considerables, lo largo de la va, entrela s malezas de las cercanas, en todas partes, don-de podan haberla tirado; pero todas las pesqui-sas quedaron sin resultado; sin duda el asesinoliaba ocultado la navaja en el mismo hoyo enque haba escondido los billetes y el reloj.Lo nico que haban recogido, unos cienmetros antes de llegar la estacin de Barentm,era la manta de viaje de la vctima, abandonadaall como un objeto comprometedor, y figurabaentre las piezas de conviccin.Cuando los Lachesnaye entraron, el seorDenizet, de pie delante de su despacho, releauno de los primeros interrogatorios que el se-cretario acababa de buscar en el legajo.Era un hombre de estatura baja y bastantegrueso, muy afeitado, y entrecano. Las mejillasespesas, su barba cuadrada y su nariz ancha, te-nan una inmovilidad descolorida, aumentadaan por los prpados pesados medio cados sobregruesos ojos claros. Pero toda la sagacidad deque se crea dotado se haba refugiado eo la boca,una de esas bocas de comediante, dispuesta ahablar siempre de grandes ideales, dotada domovilidad pasmosa y adquiriendo una formasingular en los momentos que empleaba la astu-cia. En general lo que perda era la demasiada fi-neza; era harto perspicaz, jugaba demasiado alescondite con la verdad simple y llana, y eso porun ideal del oficio, persuadido de que sus atri-bucin J-le convertan en un tipo de anatomistamoral, dotado de segunda yista, sumamente es-piritual; adems, no tena nada de tonto.Fu muy amable con la seora de Lachesna-ye, acostumbrado como estaba ser el magistra-do mundano, que frecuentaba la sociedad deBouen y de las fincas vecinas.-Seora, tmese Ud. la molestia de sen-Y l mismo present una silla la joven,una rubia endeblucha, con aire desagradableV fea, vestida de luto. Pero no fu mas quecorts, hasta untante spero, con el seor deLachesnave, rubio tambin y enfermizo, puesaquel hombrecillo, consejero de audiencia desdela edad de treinta y seis aos, condecorado mer-ced la influencia de su suegro y a los serviciosde su padre, magistrado despus, representaba sus ojos la magistratura de favor, la magis-tratura rica, los mediocres que se ponan enevidencia, ciertos de un camino rpido poiggparentesco y su fortuna; mientras que el, pobie,sin proteccin, se vea reducido doblar eterna-mente la espalda en su papel ^ pretendientebajo la piedra, sin cesar suspendida del ascensoAs es. que no le disgustaba hacerle sentir*aquel reducido despacho su omnipotencia elpoder absoluto que tena sobre la libertad detodos, hasta el punto de cambiar con una pala-bra un testigo en acusado y de mandarle encar-celar si se le antojaba. . ,Seorarepuso la ruego me perdone latorture de nuevo con esta dolaros historia^ Semuy bien que desea Ud. tan vivamente como-nosotros que la luz se haga y que el culpablepurgue su crimen. . ,Avis con un signo al secretario, un mucha-cho alto y amarillo, con cara huesuda, y el in-terrogatorio principi.Pero desde las primeras preguntas que hizo su mujer, el seor de Lachesnaye, que sehaba sentado viendo que 110 le invitaban quelo hiciera, trat de sustituirla. Poco poco fuexhalando su mal humor contra el testamentode su suegio. Habase visto! mandas tan nu-merosas, tan importantes, que casi sumaban lamitad de la fortuna, una fortuna de tres millo-nes setecientos mil francos! Y personas des-conocidas en su mayora, mujeres de todasclases y condiciones! Hasta figuraba all unavendedorcilla de violetas, instalada en un por-tal de la calle del Rocher. Era inaceptable; es-peraba que hubiese terminado la instruccincriminal, para ver si no haba posibilidad deque anulasen aquel testamento inmoral.En tanto que se lamentaba as, con los dien-tes apretados, manifestando lo majadero queera, provinciano de pasiones testarudas, hundidoen la avaricia, el seor Denizet le miraba consus gruesos ojos claros, medio cerrados, y su bocaastuta expresaba un desdn celoso hacia ese im-potente que dos millones no satisfacan, y al que,sin duda, vera algn da bajo la prpura su-prema, merced todo aquel dinero.Creo, seor mo, que sera Ud. vencido. Eltestamento slo poda ser atacado en caso de queel total de las mandas fuese mayor que la mitad