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REFLEXIONES TEOLÓGICAS 7 (29-46) ENERO-JUNIO 2011. BOGOTÁ, COLOMBIA - ISSN 2011-1991 Resumen Fecha de recepción: 25 de febrero de 2011 Fecha de aprobación: 20 de marzo de 2011 LA BELLEZA QUE NOS SALVA* Miguel Ángel Estupiñán Medina** La reflexión se sitúa al interior de una estética teológica y pretende considerar la experiencia de sentido que ha de animar la vivencia moral cristiana. Inicia con una aproximación a la crisis moral actual, y contempla la irrupción de la belleza en el rostro histórico del Crucificado-resucitado como posibilidad de reconocer los rasgos claves que han de definir al cristiano. Incluso el mundo del arte posibilita descubrir que la realización auténtica de la dimensión estética del cristianismo está emparentada con una real vivencia del carácter ético que acompaña a la fe. Palabras clave: Experiencia de sentido, moral, belleza, arte. INTRODUCCIÓN El presente trabajo, ofrecido a modo de ensayo debido a la naturaleza de la experiencia que deseo comunicar, constituye una reflexión teológica en torno de la experiencia de sentido que ha de animar la vivencia moral * Trabajo final de investigación para la asignatura de Moral fundamental. ** Licenciado en Teología de la Pontificia Universidad Javeriana, con experiencia en el campo de la pastoral educativa; promueve la denominada via pulchritudinis, un camino de evangeliza-ción y de diálogo en el seno de las culturas, que procura, a partir de la educación en la percep-ción, tender puentes que nos lleven a caminar junto a los no creyentes. Correo electrónico: maem86@ gmail.com

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reflexiones teológicas 7 (29-46) enero-junio 2011. bogotá, colombia - issn 2011-1991

Resumen

Fecha de recepción: 25 de febrero de 2011Fecha de aprobación: 20 de marzo de 2011

La beLLeza que nos saLva*

Miguel Ángel Estupiñán Medina**

La reflexión se sitúa al interior de una estética teológica y pretende considerar la experiencia de sentido que ha de animar la vivencia moral cristiana. Inicia con una aproximación a la crisis moral actual, y contempla la irrupción de la belleza en el rostro histórico del Crucificado-resucitado como posibilidad de reconocer los rasgos claves que han de definir al cristiano. Incluso el mundo del arte posibilita descubrir que la realización auténtica de la dimensión estética del cristianismo está emparentada con una real vivencia del carácter ético que acompaña a la fe.

Palabras clave: Experiencia de sentido, moral, belleza, arte.

IntroduccIón

El presente trabajo, ofrecido a modo de ensayo debido a la naturaleza de la experiencia que deseo comunicar, constituye una reflexión teológica en torno de la experiencia de sentido que ha de animar la vivencia moral

* Trabajo final de investigación para la asignatura de Moral fundamental. ** Licenciado en Teología de la Pontificia Universidad Javeriana, con experiencia en el campo de la pastoral educativa; promueve la denominada via pulchritudinis, un camino de evangeliza-ción y de diálogo en el seno de las culturas, que procura, a partir de la educación en la percep-ción, tender puentes que nos lleven a caminar junto a los no creyentes. Correo electrónico: [email protected]

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cristiana y de los rasgos claves que de ella se desprenden para su posterior profundización.

El horizonte en el cual se enmarcan mis preguntas es el propio de una estética teológica, a saber, la dimensión estética de la revelación; de ahí la posibilidad y validez de concebir el problema de la belleza como categoría ético-teológica nodal del asunto moral que nos compete.

Comienzo con una aproximación a la crisis moral actual, contexto –como veremos– de nuestra reflexión y acción ética. A partir de ella surgen las principales inquietudes que desarrollaremos a lo largo del texto y que desde ya quisiera esbozar de la siguiente forma: con el encuentro con la belleza que salva se abre para nosotros el horizonte de la vivencia moral cristiana y sus exigencias hoy.

Respecto de lo anterior, la experiencia que podemos tener es tratada en el segundo y en el tercer momento: la irrupción de la belleza en el rostro del Crucificado-resucitado y el valor del arte para la fe.

A partir de allí, y habiendo podido distinguir la experiencia de sentido que ha de animar la vivencia moral de los cristianos y cristianas, profundizo en rasgos claves de la misma desde la siguiente claridad: en la vivencia auténtica de la dimensión ética del cristianismo llega a su realización, de igual modo, el carácter estético que le es ineludible.

La negacIón de La beLLeza en eL mundo actuaL: InterpretacIón de La crIsIs moraL contemporánea

La aproximación a la crisis moral actual, con la cual iniciaremos este estudio teológico, podría conducirnos al cadalso de la desesperanza, al lugar desde el cual lo inminente de nuestra caducidad se vuelve, en oca-siones, tortura inaguantable de este mundo de excesos. “¡En él se hacen cosas que ni el hijo de Dios ni el hijo del hombre deben ver jamás!”1

Estas son palabras que Oscar Wilde escribió hace muchos años, para referirse a las negaciones de humanidad, en el presidio de Reading, que pueden actualizarse hoy, al referirnos con tristeza a la gran cárcel que es la situación actual para no pocos seres humanos.

1 Wilde, La balada de la cárcel de Reading, 107.

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En ella, con la negación de la bondad y de la verdad, acontece también la negación trágica de la belleza como posibilidad última, expresión definitiva con la cual quisiéramos recoger los más ocultos anhelos de la existencia humana. A la belleza, tan maltrecha, prodi-garemos nuestra atención; superando el miedo a ser tachados de insen-satos, en ella anhelamos poner nuestras esperanzas y tornar nuestras miradas con el fin de contemplar cómo es crucificada actualmente y cómo, sin razón alguna, sigue siendo apertura a nuevos horizontes, posi-bilidad de algo más, de algo distinto de aquella triste referencia a lo desesperanzador de nuestro contexto, atravesado y permeado hoy por tanta falta de sentido.

Ahora bien, “la verdadera belleza es negada dondequiera que el mal parece triunfar, dondequiera que la violencia y el odio toman el puesto del amor, y la vejación, el de la justicia”.2

Actualmente esto sobreviene toda vez que la dignidad humana, pisoteada hasta sus límites, gime herida entre imágenes desoladoras; cuando ella, sin cesar de advertirnos los alcances del egoísmo, sigue po-niendo en crisis las búsquedas de bienestar particular que, sin importarle, violentan los derechos de millones de personas; cuando el feo espectáculo de las atrocidades a las cuales puede llegar la inhumanidad se hace presente ante nuestros ojos y tantas fotografías, conocidas en los últimos tiempos por un sin número de personas –no siempre con el debido respeto–, más allá de herir sensibilidades, han perdido la fuerza de ser verdadera denuncia en un mundo, que al ver lo vulgar prefiere volver la mirada hacia donde convenga sencillamente para no ser incomodado.

El mal parece triunfar cuando lo anterior no acaece ingenuamente, sin razón alguna, sino cuando lo dramático de la situación es provocado por la monstruosa y egocéntrica estructura del individualismo cultural, estandarte de la sociedad contemporánea; cuando éste pareciese conver-tirse en una criatura de miles de tentáculos que, pretendiendo impedir todo movimiento de éxodo y solidaridad, adormece las conciencias con el soma del consumo y la idolatría de lo efímero.

2 Martini, ¿Qué belleza salvará al mundo?, 27.

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Parece triunfar también cuando la verdad de la dignidad intrínseca e innegable de todo ser humano se ve envuelta por intereses relativos que la asumen o abandonan; cuando la verdad, hecha fría pieza de co-lección de multiplicidad de propuestas divergentes de pensamiento, ha dejado de ser aquella fuerza capaz de orientar desde el bien a quien la busca con sensibilidad viva y éste, al tiempo que pierde ante el mundo aquel poder de atracción y esplendor que le es propio, se ha hecho con-cepto indefinible como exigencia universal para quienes nos vemos tan desesperadamente impedidos para entrar en consenso; cuando, por el contrario, es el egoísmo el que, de tan múltiples maneras se ha vuelto experto en mostrarse excitante, atractivo y “bello”; cuando es lo “estético” el canto de sirena que dirige a miles de barcas contra las rocas del yo absolutizado en la soledad del individuo o en el contexto superficial del grupo.

Y, finalmente, cuando nos hemos hecho incrédulos ante la belleza en su trascendentalidad y “la hemos convertido en una apariencia para poder librarnos de ella sin remordimientos”3; cuando lo bello, como dice Bruno Forte, al ser reducido a bien de consumo, ha pasado a ser espectáculo y ya no apuesta dolorosa4; cuando para poder sobrevivir en medio de la angustia del hoy nos narcotizamos con la mentira de una “belleza falaz, falsa, que ciega y no hace salir al hombre de sí mismo […], una belleza que no despierta la nostalgia por lo indecible, la dispo-nibilidad al ofrecimiento, al abandono de uno mismo, sino que provoca el ansia, la voluntad de poder, de posesión y de mero placer”5; cuando, a consecuencia de lo anterior, el arte es convertido en el bufón de turno, a quien tortura la esclava razón del positivismo económico, haciéndolo instrumento inmanente de enmudecida e intrascendente voz en favor del sometimiento por la publicidad.

Al llegar a este punto, la ansiedad nos circunda y quisiéramos de-nigrar toda palabra sobre el futuro. “Hay épocas en las que el hombre

3 Balthasar, Gloria, 22.4 Forte, La esencia del cristianismo, 148.5 Ratzinger, “La contemplación de la belleza”, Multimedios. Biblioteca Electrónica Cristiana, http://www.multimedios.org/docs/d001310/ (consultado el 6 de mayo de 2008).

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se siente humillado y degradado hasta tal punto ante la profanación y la negación de las formas, que diariamente se ve asaltado por la tentación de desesperar de la dignidad de la existencia y renegar de un mundo que rechaza y destruye su propio ser-imagen”.6 Esta es una de esas épocas.

Entonces nos preguntamos: ¿Qué podrá salvarnos? ¿Qué podrá redimir nuestro ultrajado anhelo de lo excedente? Tres puntos suspensivos siguen al suspiro desconsolado…

Viendo la aridez de la tierra en la cual fue sepultado el cadáver del soldado condenado a muerte, Oscar Wilde, compañero de su amargura durante el tiempo que precedió a su muerte, escribió en su hermosa “Balada de la cárcel”, de Reading:

Piensan que el corazón de un asesino pudriría Cualquier semilla que sembraran.¡No es cierto! La buena tierra de DiosEs más bondadosa de lo que creen los hombresY la rosa roja florecería más roja,Y más blanca la rosa blanca.7

¡Qué más podría haber en el corazón de alguien que en medio de tan cruel situación profiere tales palabras sino la herida indisoluble de la belleza auténtica, percibida en medio del vacío aterrador! ¿Podrá acaso ella misma florecer también hoy en la desolación de este mundo asesino para salvarnos? ¿Podremos nosotros percibirla?

Aunque parezca un tanto extraño, con sus palabras, el poeta irlandés ha sido en cierta forma profeta de la misión que tenemos hoy los cristianos en un mundo trasgredido por la honda crisis moral que evidenciamos, esto es, poner nuevamente de relieve la totalidad, es decir, la verdad, la bondad y la belleza del todo no ideológico, que con su trascendencia, su fuerza unificadora, puede asomarse en el fragmento para redimirlo.

6 Balthasar, Gloria, 28.7 Wilde, La balada de la cárcel de Reading, 97.

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eL encuentro con La beLLeza que saLva

Paradójicamente, en el mundo actual, tan dolorosamente abocado al ni-hilismo, el todo de la belleza que salva se nos revela con todo su poder de excedencia en el hoy de la cruz de Cristo aconteciendo en la historia de quienes, viviendo la audacia –casi inhumana– de hacerse evento de la libertad divina en medio de un sinnúmero de condicionamientos, se convierten en lugar de la manifestación del Crucificado-resucitado. Paradójicamente porque es éste, sin duda, un camino trágico; “he aquí por qué la belleza por la que el mundo será salvado habrá de ser otra dis-tinta a la de todos los sueños y todos los posibles deseos de armonía…”8

Al repasar las situaciones en las cuales tal belleza ha salido a mi encuentro, me hallo inicialmente ante la dificultad de delimitar siste-máticamente el misterio del todo divino que se autocomunica gratuita-mente a sí mismo desde el fragmento de la fragilidad humana. Entonces, evidencio que lo único posible, en un primer momento, es la contem-plación del milagro del cual se intenta dar razón, antes de decir lo que –desde la limitación del lenguaje– llegue a ser fiel a la revelación de Dios, que en la revelación cristológica del amor crucificado llega a su punto culminante como belleza que salva.

“Sin pasar a través de su negación –que es el escandaloso espec-táculo del mal que cubre la tierra– ninguna belleza podrá salvarse y salvar.”9 Cuando ante la bondad humana, en su más auténtico intento de donación, la maldad irrumpe con toda la fuerza de su poder de ne-gación, hiriendo a la persona en su más honda realidad, pero ésta se ve movida desde dentro a seguir existiendo en el extraño éxodo desde sí misma; cuando la impotencia se alza frente a quien pretende asumir su vida desde una verdad liberadora y el contexto sociocultural en el cual vive, aun poniendo ante sus ojos las contradicciones más dolorosas que puedan golpear tan entrañable pretensión, no logra ser obstáculo absoluto frente a su anhelo; cuando la vida de quien desde aquí existe halla, sin embargo, la posibilidad de realizarse gratuitamente en medio de tan

8Forte, La esencia del cristianismo, 153.9 Idem, En el umbral de la belleza, 60.

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abruptas situaciones, al encontrar una puerta hacia la libertad, es la belleza de la revelación divina la que se manifiesta; es ella la que hiere a quien, con mirada atenta, puede hacerse testigo de tan indómita situación.

Este es el lugar del verdadero absurdo, donde el nihilismo puede ser refutado desde dentro; la región oscura para todo iluminismo racional-especulativo; el acontecer de un misterio que ilumina al conocimiento, pero que no puede ser iluminado del todo por él. Nos encontramos en el país de la contemplación, del cual la teología se aparta cuando absolutiza la razón y al cual sólo puede volver por la vía estética inherente a ella, por el único camino en el cual le será posible a los cristianos confesar hoy a Dios como el Dios digno de ser amado, el Dios significativo, en la belleza de su revelación.

Decíamos previamente: ¿Qué podrá salvarnos? ¿Qué podrá redimir nuestro ultrajado anhelo de lo excedente? La respuesta es una: el en-cuentro con esta belleza salvífica.

Desde aquí nos topamos con que la fe no es más que “la experiencia más alta posible en este mundo de la belleza, que vence el dolor y la muerte”10; la percepción de la “forma” de Cristo, que irrumpe como el todo en el fragmento que, más allá de revelarle al ser humano su fragi-lidad, abre para él, hombre y mujer, el horizonte de su más alta dignidad.

Revelada en la irrupción de la gloria divina a la cual nos acercamos, la dignidad de todo ser humano reside en el hecho de ser-imagen; de ser interioridad y, al mismo tiempo, simultánea capacidad de comunicación del ser.11 Este es –según Von Balthasar– el fenómeno primordial: que el ser humano sea, al mismo tiempo, espíritu-presente-así-mismo y posi-bilidad de total expresión.

La profundidad de lo anterior radica en que la persona no es en sí misma el paradigma de su propio ser, sino el movimiento de “convertirse íntegramente, en cuerpo y espíritu, en espejo de Dios, e intentar adquirir aquella trascendencia y aquel poder de irradiación que han de encontrarse en el ser mundano”.12 Lo esencial del ser humano está,

10 Ibid., 84.11 Balthasar, Gloria, 24.12 Ibid., 25.

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pues, en su capacidad de llegar a ser forma, posibilidad de expresión de la belleza de quien, con su encarnación, ha hecho de lo humano la frase de su posible revelación y el evento de la plenitud de lo que llega a ser cuando se expresa el ser y la esencia divinos insertos en la ontología y la estética del ser creados.13

Con la revelación de la belleza divina en la experiencia de cruz de esos en quienes ella adquiere su presente, acontece la revelación de la encarnación del Dios bello en lo humano, de un Dios digno de ser amado, que en la cruz del Crucificado-resucitado se manifiesta en toda la profundidad de su ser trinitario, ya que “la belleza del Abandonado es transgresión, arrebatamiento del sujeto humano hacia la abismal profundidad del misterio divino e irrupción del Dios tres veces santo en la historia de la humanidad y en el corazón de quien cree”.14

Decía Karl Rahner que, por la encarnación, “está abierto para nosotros el misterio de la Trinidad, y sólo allí se nos promete en forma definitiva e históricamente aprehensible el misterio de nuestra parti-cipación divina”.15 Pues bien, por el encuentro con la belleza que salva se abre para nosotros la posibilidad del encuentro con un Dios encarnado como Trinidad, es decir, como “misterio de comunión […] haciendo que, como personas, seamos cada vez más capaces de entrega y de amor”.16

En un mundo de individualismos en el cual el sujeto, al cerrarse a la experiencia trascendental de su ser-imagen, suele levantarse como el paradigma de su propia realización, haciendo del mal la permanente tentación frente a la absolutización de sus búsquedas de bienestar par-ticular, el encuentro con la belleza del amor divino en libre éxodo de sí mismo y transgresión de los condicionamientos de la historia humana se convierte en apertura hacia la lo último y definitivo.

De ahí que la vida cristiana, a partir de la experiencia de sentido que es por sí misma la encarnación del ser interpersonal de Dios, sea motor de la esperanza en el mundo. Al ser en sí misma forma, y estar envuelta

13 Ibid., 31.14 Forte, En el umbral de la belleza, 84.15 Rahner, Curso fundamental sobre la fe, 254.16 Boff, La santísima Trinidad es la mejor comunidad, 91.

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en el milagro que “garantiza el más hermoso desarrollo de una forma espiritual”17, la vocación cristiana está llamada a realizarse siendo ocasión de que la belleza de la revelación divina, belleza que nos salva, irrumpa en un mundo que en pro de lo bello se ha acostumbrado a representar con lo inhumano los extremos de la fealdad. Finalmente, puede decirse que la misión del cristiano sólo ocurre

…cuando deviene efectivamente esa forma querida y fundada por Cristo, en la que lo externo expresa y refleja de un modo creíble para el mundo lo interno, y esto último queda verificado y justificado a través del reflejo externo, con-virtiéndose así en algo digno de ser amado en su radiante belleza.18

eL arte como apertura aL mIsterIo dIvIno

Al ubicarnos en esta exigencia para el cristianismo, de hacerse en el mundo imagen diáfana de la belleza que salva, nos encontramos de repente –mas no de forma casual– con el valor ineludible de la dimensión espiritual que subyace a la experiencia artística. Por ser este trabajo el desarrollo de un planteamiento ético-teológico y partir de la dimensión estética de la fe, la reflexión que llevaremos a cabo en torno del arte pretende conducir a la búsqueda de nuevos accesos hacia la experiencia de sentido que ha de orientar la vivencia moral de los cristianos y con la cual nos hemos encontrado ya, al confesar la revelación de la gloria divina en la irrupción de la belleza del amor crucificado.

Nos decía Juan Pablo II, en su “Carta a los artistas”, que “el arte, incluso más allá de sus expresiones más típicamente religiosas, si es auténtico, tiene una íntima afinidad con el mundo de la fe”19; pues bien, lo anterior está lleno de una profundidad monumental…

Lo artístico, si es genuino, aun desde la independencia que le es propia como lenguaje cultural, se presenta hoy a nuestra experiencia como posibilidad de apertura al misterio de Dios que acontece al interior de

17 Balthasar, Gloria, 31.18 Ibid.19 Juan Pablo II, “Carta a los artistas”, Vatican, http://www.vatican.va, No. 10 (consultado el 6 de mayo de 2008).

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toda persona humana. En cada una de sus formas de expresión, frente a las cuales el cristiano o la cristiana pueden hallarse como autores o intérpretes, reside para nosotros el milagroso riesgo de ser heridos por el dardo de la belleza capaz de llevarnos a encontrar lo mejor de nuestra humanidad, que alcanza su más alta cuota de realización en el com-promiso existencial que ella misma motiva. Esta belleza difiere, sin em-bargo, de otra, que es falsa:

…belleza falsa que, según Ratzinger, ciega y no hace salir al hombre de sí mismo […] que no despierta la nostalgia por lo indecible, la disponibilidad al ofrecimiento, al abandono de uno mismo, sino que provoca el ansia, la voluntad de poder, de posesión y de mero placer.20

Advirtamos que nos referimos a aquel tipo de arte que por la autenticidad de su ejercicio se diferencia radicalmente de tantos esfuerzos que, al servicio del individualismo, contribuyen a la alienación, “inducen falsos modelos y suscitan falsas necesidades, incitando a eliminar la dis-tancia entre deseo y realidad por vía de imposición o de apropiación meramente egoísta y violenta”.21

Hablamos aquí, por el contrario, del arte auténtico con profundo raigambre ético e incluso profético-escatológico22 capaz de movilizarnos a las regiones de esperanza presentes en nuestra persona; del desinteresado acceso a la realidad por el cual los intentos de absolutización se frustran ante la libertad del todo que en el fragmento irrumpe con la potencia de una donación originaria y frente al cual al ser humano “le corresponde la tarea de reconocerlo, de acoger su misteriosa presencia, de dejarse iluminar por la paradoja del mínimo Infinito”.23

La experiencia artística así vivida es, en definitiva, una experiencia interrelacional por la cual se abre, para la persona, un encuentro que

20 Ratzinger, “La contemplación de la belleza”, Multimedios. Biblioteca Electrónica Cristiana, http://www.multimedios.org/docs/d001310/ (consultado el 6 de mayo de 2008).21 Forte, En el umbral de la belleza, 136.22 Para profundizar en tal intuición remito a un texto de Romano Guardini titulado “Sobre la esencia de la obra de arte” (Guardini, Obras, 329).23 Forte, En el umbral de la belleza, 92.

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reactiva y recrea algo en su interioridad.24 Por ella, “lo bello nos viene al encuentro, se hace íntimo, próximo, emparentado con la sustancia misma de nuestro ser”25, y permite conocernos a nosotros mismos, a la realidad del entorno y a aquel totalmente otro frente a quien somos capaces de conocimiento, ya que en la experiencia estética, la belleza, tal y como deviene de la contemplación o de la expresión, se hace forma inestimable de conocimiento. Y éste, al tocar al hombre y a mujer con toda la profundidad de la verdad, exige a la teología y a la pastoral ser nuevamente asumida, si éstas quieren favorecer el actual encuentro de los seres humanos con la hermosura de la fe.26

El arte, entonces, se convierte en lenguaje “sagrado” cuando deviene en evento de la posible comunicación hacia la trascendencia, cuando media entre un posible “exceso” hacia la alteridad divina capaz de poner en juego el conjunto de los dones y talentos del artista y de todo aquel que con la contemplación de la obra se vea dinamizado en lo más auténtico de sí mismo por aquella fuerza creadora que moviliza al “éxodo”.

A partir de aquí se entiende la expresión de Juan Pablo II, según la cual cada persona está llamada a hacer de su vida una obra de arte, una obra maestra27, y que para que ello ocurra, sólo se requiere la docilidad propia del artista con relación a aquel misterio fontal de su inspiración estética, que al ser dominado, lleva a que –por medio del cuerpo del artista– la obra surja como expresión de su ser íntimo y como evocación y apertura al Ser absoluto.

Existe –como vemos– una íntima relación entre la experiencia artística y la dimensión ética de nuestra fe, por la que el ser de cada cristiano y cristiana despliega sus más hondas posibilidades. Sólo situados en una revalorización del carácter estético de la revelación nos será posible

24 Salamanca, La obra de arte, lugar de teofanía, 67.25 Forte, En el umbral de la belleza, 92.26 Ratzinger, “La contemplación de la belleza”, Multimedios. Biblioteca Electrónica Cristiana, http://www.multimedios.org/docs/d001310/ (consultado el 6 de mayo de 2008).27 Juan Pablo II, “Carta a los artistas”, Vatican, http://www.vatican.va, No. 2 (consultado el 6 de mayo de 2008).

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considerar –según profundizaremos a continuación– que en la vivencia ética cristiana (orientada a partir de la experiencia de sentido que es en sí misma la encarnación de un Dios cercano y bello que irrumpe gratuitamente en la condición humana) llega a su realización, de igual manera, la vocación estética de los cristianos.

La reaLIzacIón de La dImensIón estétIca deL creyente

en La vIvencIa étIca Inherente a La fe

Como hemos podido evidenciar hasta el momento, con la contemplación de la belleza divina que sale a nuestro encuentro en el rostro del Cru-cificado-resucitado y hacia la cual podemos encontrar una apertura en el arte en cuanto mediación de trascendencia, se abre para nosotros el acceso a la experiencia de sentido que ha de animar la vivencia ética cristiana. Y para llegar más lejos en la aproximación estético-teológica que hemos venido realizando hasta el momento, con las siguientes líneas trataremos de esbozar algunos de los rasgos constitutivos de la dimensión moral cristiana que de ella se desprenden y algunas de sus más urgentes exigencias para el hoy.

La moral propia del cristianismo es la dinámica por la cual cada creyente está llamado a “adquirir aquella trascendencia y aquel poder de irradiación que han de encontrarse en el ser mundano”.28 Tal es la vía estrecha por la cual los cristianos, tras haber sido alcanzados por el dardo de la hermosura divina encarnada en su historia, pueden hacerse en este mundo evento de la posible revelación de la belleza que salva, dejándose crear y dominar por quien, con su encuentro, llena el corazón de indecible nostalgia de realización.

Ahora bien, como es de notar, la vivencia ética a la cual estamos llamados como cristianos y cristianas, atravesada como lo está por el di-namismo de Dios en cuanto Trinidad, llega a su plenitud al asumir la experiencia de Dios en la profundidad de su ser personal y su relación con nosotros.

28 Balthasar, Gloria, 25.

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Si volvemos sobre los aportes de la teología de la liberación, nos parece acertado que la ética cristiana sea considerada en definitiva como el seguimiento histórico del Hijo que, vivido según el Espíritu, nos lleva a la búsqueda y al cumplimiento de la voluntad del Padre.29 Aquí reside el fundamento de una auténtica moral cristiana, el dinamismo subyacente a esta experiencia estético-ética, la razón por la cual no podemos reducir jamás nuestra vida a la observancia autómata de normas extrínsecas, sino que hayamos de perseguir la realización en nosotros de la esencia misma de Dios en cuanto comunión de amor y “continuo movimiento de éxodo de sí mismo como amor amante; de acogida de sí como amor amado; de regreso a sí y de infinita apertura al otro como Espíritu del amor trinitario”.30

Según Von Balthasar, “el camino de la vivencia de fe como amor es, en sí mismo, estético”31; enmarcado en lo que puede considerarse un momento entusiástico, integra nuestra capacidad de percibir la forma espiritual que nos es propia por la autocomunicación de Dios y de mo-vilizarnos según nuestra apertura a la realización de la misma por vía ética.

Será, entonces, en la auténtica experiencia del amor, en su carácter trinitario, corazón de la moral cristiana, donde la dimensión estética de la revelación llegue a su máxima plenitud; de ahí que en ningún lugar como en la realización ética de los santos puede reflejarse de manera más diáfana la hermosura del amor crucificado que resplandeció en el calvario.

Ahora bien, al detenernos en el fundamento por excelencia de la moral cristiana, consideremos un elemento que le hace posible alcanzar esa autenticidad que le ha de ser propia.

Inherente a la vida cristiana, está la ética; y en el fondo de esta última, el discernimiento. Al ser alcanzados por la belleza que salva, qui-siésemos poder asirla por completo y encontrar de modo absoluto el

29 Novoa, Una perspectiva latinoamericana de la teología moral, 59.30 Forte, La esencia del cristianismo, 91.31 Citado por Novoa, “El arte y la fe son sinónimos. Teología, ética y estética en el diseño ar-quitectónico”, 447.

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placer que perseguimos en medio de las contingencias de nuestra exis-tencia, la total plenitud de nuestro ser-imagen en el que irrumpe en nuestra cotidianidad como el todo en el fragmento.

Sin embargo, la herida del encuentro con Cristo, principio de la fe, más allá de prodigarnos todas las certidumbres que quisiéramos, imprime en nosotros la nostalgia de una vida que para llegar a su realización ha de animar una constante actitud de búsqueda, y nos recuerda con ello la escatología propia de nuestra fe y el estrecho vínculo que la une –como veremos adelante– con la región de la ética.

La búsqueda de la voluntad del Padre, por la cual llegamos a convertirnos en verdaderos seguidores de Cristo, es el centro de la espiritualidad propia de nuestra vivencia moral. Envuelta en la incertidumbre, la complejidad de conocer el camino verdadero en la realización del amor en nuestra vida nos hace necesario discernir. Dice Mifsud que “aquel que se deja guiar por el Espíritu y vive según su inspiración cumple lo más importante del contenido de la ley: el amor a Dios y al prójimo”.32

Pues bien, por el discernimiento hacemos posible la obra del Espíritu creador en nosotros, el arte divino que nos lleva a traslucir a través de nuestro ser-forma la belleza de Cristo, al hacer la voluntad del Padre, y ello nos permite vencer la fuerza del mal que tiende a cerrarnos en nosotros mismos, al pretender triunfar sobre la verdad y el bien. Camino de cada día, “el discernimiento ético es el modo de proceder normal del seguidor de Jesucristo en la vivencia de la realidad cotidiana”.33

Ahora, ante esta actitud de búsqueda que es el discernimiento, apertura existencial a una realización que está siempre por llegar como promesa de excedencia, el seguidor de Cristo identifica además que algo en su interior riñe contra toda pretensión totalitarista que pueda surgir en el camino de la esperanza. Decíamos antes que de la dimensión esca-tológica de nuestra fe surge un lazo inquebrantable que la une al terreno de lo ético. ¡Todo en el cristianismo forma parte de un conjunto integral! De la experiencia de inmediatez respecto del acontecer de Dios, que lleva

32 Mifsud, Moral fundamental: el discernimiento cristiano, 488.33 Ibid., 488.

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a la ontología y la estética propias del creyente a su más alto despliegue, surge el anuncio del Reino como nota constitutiva del actuar moral de los cristianos.

Al asumir la experiencia ética que brota del acontecimiento estético de Dios en cuanto belleza salvífica siempre en movimiento, identificamos que la salvación que ofrece la revelación divina nos moviliza a una libe-ración integral de los diversos ámbitos en los cuales ella misma puede manifestarse y llegar a su realización. Quien ha tenido la experiencia de ser alcanzado por la belleza sentirá, en lo hondo de sí, un movimiento que lo motiva a defender todo lugar de la posible expresión libre de la belleza en el mundo, especialmente aquellos donde el poder negativo del mal ha irrumpido de manera más cruda.

Consecuentemente, del anuncio cristiano del Reino brota la lucha asidua en pro de la justicia como exigencia global, en la cual se recogen las diversas demandas que, a partir del contexto sociocultural en el cual nos encontramos, devienen hoy para la vivencia moral de los cristianos y las cristianas. Sin embargo, explicitemos de manera particular algunos matices que, dada la realidad presente de nuestro mundo, resultan urgentes.

Desde la opción por la justicia propia del anuncio del Reino, los cristianos y las cristianas están llamados a defender de manera acérrima la dignidad intrínseca de cada ser humano. Como hemos podido ver en páginas anteriores, el valor de cada persona reside en la gramática trascendental que le atraviesa al ser su humanidad el evento de la auto-comunicación de Dios mismo, el espacio a través del cual se nos revela libremente a pesar de cualquier posible condicionamiento.

Si la promesa de realización está llegando a ser, en cada ser hu-mano, la frustración de la dignidad humana producida por los diversos sistemas totalitarios, al pisar la fragilidad humana y promover estructuras egocéntricas que impiden contemplar el valor real de cada persona, no puede pasar desapercibida para los creyentes.

Esto es necesario, ante todo, de cara a quienes sufren en este mundo las más agudas condiciones de pobreza, ya que tales personas han de ser estimadas de manera eminente como lugar teológico, humanidad

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abierta mediante la cual el rostro de Dios, en el esplendor de su belleza crucificada y resucitada, puede brillar para el mundo.

Cooperar a que tal milagro se dé –como está llamado a darse en todo ser humano–, es tarea que brota de la experiencia estético-ética propia del cristianismo. Así, en aquellos en quienes la herida del mal social que nos atraviesa es sufrida con mayor dolor, puede reconocerse de manera particular a Dios como el todo de la belleza que irrumpe en medio de la fragilidad del fragmento, revistiéndolo de su más notable dignidad, tal como ocurrió el Viernes Santo en la cruz de Jesús.

“Siempre que la auténtica forma del mundo deviene problemática, son los cristianos quienes han de asumir la responsabilidad de la forma”34, quienes han de poner de manifiesto su dignidad. La protección de esta forma –nos dice también Von Balthasar–, de la que emana la belleza de la existencia humana, está confiada de modo urgente a nuestra vocación. Constituye, pues, misión propia de los cristianos llevar a su más alta realización la experiencia ética inherente a la fe, con todas las exigencias que le son propias en el mundo actual; sólo así podrá ponerse de ma-nifiesto, en el hoy, el esplendor de la forma que en Cristo ha llegado a expresarse como belleza que salvará al mundo.

concLusIón

Al finalizar estas páginas, en las cuales hemos querido abordar –desde la dimensión estético-teológica de nuestra fe– la experiencia de sentido de la vivencia ética cristiana y el tipo de realización moral que de allí se desprende para los creyentes, quisiéramos terminar recogiendo en pocas palabras las claridades encontradas en el itinerario realizado, y con esto, dejar abierto el camino para ulteriores profundizaciones.

Al partir de una aproximación a la realidad contextual que nos rodea, de la cual han surgido las inquietudes que dieron lugar a este ensayo, hemos podido contemplar que en un mundo como el actual, donde la crisis moral ensombrece el panorama de nuestras posibilidades de esperanza, el encuentro con la belleza que irrumpe en la condición

34 Balthasar, Gloria, 30.

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humana, resignificando su dignidad y abriendo el horizonte de su sal-vación, nos permite hallar –de manera profunda– el centro de la vivencia ética a la cual, de cara a este mismo contexto, estamos siendo llamados hoy.

La experiencia de sentido que ha de animar el actuar moral de los cristianos y las cristianas no es otra que la profunda experiencia de un Dios infinitamente cercano al dolor y a la miseria humanas, un Dios de comunión interpersonal que se ha encarnado en nuestra realidad y que en el rostro del Crucificado-resucitado irrumpe con todo su poder de excedencia, como belleza que salva para revelar a los seres humanos su más hondo valor y el camino de su realización.

De este modo, la ética cristiana, que en el arte puede encontrar un valioso estímulo, resulta ser el acontecimiento estético que surge de ser arrebatados por la belleza que salvará al mundo. Y al precisar el dis-cernimiento espiritual, por la incertidumbre en la cual acaecen nuestras vidas, esta experiencia nos lanza a proteger los diversos ámbitos en los cuales ella misma puede revelarse hoy.

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