la batalla por jerusalén

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POR JERU LA BATALLA

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Judíos contra árabes, judíos contra judíos, árabes contra árabes... el último capítulo de una batalla de 3000 años. Un reportaje de Témoris Grecko para Esquire Latinoamèrica, publicado en junio de 2010.

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POR JERU SALÉNLA BATALLA

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en las calles de jerusalén Ya no sólo se respira el rencor entre palestinos Y judíos, sino entre los ban-dos radicales de ambos pue-blos Y sus com-patriotas más moderados. judíos ultra-ortodoxos Y musulmanes extremistas buscan impo-ner su leY a cualquierprecio.Texto y fotos: Témoris Grecko

POR JERU SALÉNLA BATALLA

ué maravilla que estás en Jerusalén. ¿Sien-tes la espiritualidad, la energía?”, comen-tó una amiga cuando compartí en mi esta-tus de Facebook que

estaba aquí, la primera vez que vine, en oc-tubre de 2009. “¿De qué diablos está hablan-do?”, pensé. Me encontraba en un hostal palestino de la Ciudad Vieja. Momentos antes, a 40 metros de ahí, había encontra-do una escalera metálica por la que subí a los techos del zoco, el mercado árabe. Dos hombres con fusiles automáticos me mira-ron con desconfianza. Me di cuenta de que protegían una ruta por la que los judíos po-dían moverse sin tener que pasar frente a los vendedores palestinos que, dos metros abajo, murmuraban maldiciones mientras vendían camisetas que mostraban un avión caza y una inscripción que decía: “América, no tengas miedo, Israel te protege.”

El barrio judío de la Ciudad Vieja tiene los edificios más nuevos de los cuatro que hay dentro de sus murallas: los jordanos lo

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arrasaron en 1948 y los israelíes lo reconstruyen desde que con-quistaron la ciudad, en 1967. En cambio, destruyeron las casas del barrio marroquí que había frente al Muro de las Lamentaciones, para construir una plaza donde los judíos lloran la destrucción de su segundo templo por los romanos, ha-ce dos mil años, y rezan porque se constru-ya un tercer templo. ¿Dónde? Detrás de ese mismo muro, donde está la mezquita de Al Aqsa, el tercer lugar más sagrado para los musulmanes. Habría que derribarla.

En marzo, ante la reapertura de una si-nagoga en la Ciudad Vieja (lo que fue inter-pretado como un paso hacia la edificación de ese tercer templo) y el bloqueo de Cisjordania impuesto por el gobierno israelí entre el 11 y 16 de ese mes, los palestinos reac-cionaron con motines tan graves que varios medios anunciaron el inicio de una tercera intifada (insurrección).

Claro que mi amiga y otras personas, que se alojan en hoteles de la parte occidental ( judía) de Jerusalén, pueden ver tan sólo lo que desean y pensar que todo es espiritualidad. La energía de la Ciudad Vieja sin duda es poderosa y, como yo la sentí, doloro-samente negativa. Este espacio de un kilómetro cuadrado es ape-nas un adelanto de los graves conflictos que plagan los 125 km2 del término municipal de Jerusalén (de acuerdo con la demar-cación israelí, que anexó muchas aldeas palestinas que estaban fuera de los límites municipales previos a 1967).

En principio, se enfrentan judíos y árabes: casi la totalidad de los estados miembros de la onu y muchos palestinos quisieran que Jerusalén se convirtiera en capital para Israel y Palestina. No obs-tante, para el proyecto israelí es esencial ocupar la ciudad entera, hacerla su capital “eterna e indivisible”, y reducir todo lo posible la población de origen árabe para asegurarse el control.

Una de las causas del diferendo entre el primer ministro de Is-rael, Benjamín Netanyahu, y el presidente de Estados Unidos, Ba-rack Obama, fue el anuncio de la construcción de mil 600 casas para judíos en la parte oriental de Jerusalén, que es la de mayo-ría palestina. “Los números muestran un esfuerzo concertado de parte del Estado para diluir la población de Jerusalén Oriental”, dice Leora Bechor, del Centro para la Defensa del Individuo Ha-moked, una ong israelí. “Lo vemos con las demoliciones de casas palestinas, con las restricciones a la construcción y otros esfuer-zos para limitar a la población árabe. Esto es parte de una política explícita para mantener una mayoría judía en la ciudad”.

Pero éste no es el único punto de confrontación. En Jerusa-lén Oriental, los fundamentalistas islámicos de la organización Hamás han arrinconado a los seculares del partido laico Fatah. Y en Jerusalén Occidental, los judíos ultraortodoxos sostienen una campaña de tintes violentos para forzar a los judíos mode-rados y seculares a aceptar un modelo de vida estrictamente re-ligioso. Son los episodios más recientes en una telenovela que ha durado ya tres mil años: la batalla por Jerusalén.

POR EL MANDATO DE LA HALAJÁSi Jerusalén es el epicentro de los roces entre tres religiones, la pared occidental de la mezquita de Al Aqsa, o Monte del Tem-plo para los judíos, es el corazón de las luchas religiosas en esta ciudad. De un lado, se aglomeran los musulmanes más radica-les y, del otro, los judíos más extremistas. Estos últimos, antes de construir el tercer templo, tienen que resolver sus diferencias in-ternas. “Hace 15 años, mi marido y yo podíamos rezar juntos en el Muro de las Lamentaciones”, explica Anat Troen, una médi-ca de unos 60 años que vive en Jerusalén desde su adolescencia. “Pero los haredim ( judíos ultraortodoxos) han forzado una se-paración de sexos, pese a lo cual nos siguen hostigando a las mu-jeres, nos tratan como si fuésemos intocables”.

El grupo Mujeres del Muro está formado por devotas judías que celebran ceremonias vistiendo prendas rituales que, según los haredim, son exclusivas de los hombres: talit (una manta que se coloca sobre la cabeza), filacteria (varios cubos de cuero que contienen textos religiosos) y kipá (una pequeña gorra circular). Escandalizados, los ultraortodoxos utilizaron a sus representan-tes en el Knesset (parlamento) para presionar y lograron que la Corte Suprema revirtiera una decisión previa de permitir que las integrantes de ese grupo pudieran vestirse así frente al Muro. La policía tiene órdenes de detenerlas si tratan de hacerlo. Los hare-dim, sin embargo, prefieren encargarse de echarlas: el 16 de mar-zo lanzaron una lluvia de sillas desde el lado masculino (que es cuatro veces más grande que el femenino) contra las mujeres que se reunían. “Había un rabino que nos gritaba con voz de cuervo: ‘¡Miren lo que es ser un judío de verdad!’”, narra Troen.

Muchos judíos moderados han optado por rezar en la pared sur, o en otros sitios donde el peso de los ultraortodoxos es me-nor. Pero ese peso se hace sentir en el resto de la ciudad. En los barrios donde los haredim son mayoría o tienen una presencia significativa, la halajá (ley religiosa judía) rige. Las mujeres de-ben cubrirse el cabello y no mostrar más piel que la del rostro. Sus patrullas de la moral han apedreado mujeres que enseñan los brazos o las piernas, han invadido departamentos para ata-car a chicas que —creen— duermen con hombres sin estar casa-das, y han quemado tiendas que venden reproductores MP4 (que pueden ser usados, dijeron, para mirar imágenes pornográficas). Ynetnews.com, un sitio web de noticias sobre temas judíos, citó a uno de estos vigilantes, Elchanan Blau, de 38 años, quien dijo: “Estas faltas de pureza y modestia ponen en peligro a nuestra co-munidad. Si hace falta fuego para detenerlas, que así sea.”

para el proyecto israelí es esencial ocu-par la ciudad entera, hacerla su capital “eterna e indivisible” y reducir todo lo

posible la población de origen árabe para asegurarse el control de jerusalén.

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El 31 de marzo, por ejemplo, los ultraortodoxos interceptaron un autobús que transitaba por el barrio haredi de Mea Shearim. Golpearon al conductor y obli-garon a los pasajeros a distri-buirse por el vehículo, hombres adelante y mujeres atrás. Un an-tecedente famoso es el de la judía estadounidense Miriam Shear, quien denunció ante la poli-cía que, en noviembre de 2006, cuando se dirigía a rezar en el Muro de las Lamentaciones en un autobús normal (no segre-gado por sexos), los haredim le exigieron irse al fondo; ella se re-husó y ellos la abofetearon, gol-pearon, patearon y arrojaron del transporte. La compañía de au-tobuses Egged, de propiedad estatal, ha cedido a las exigencias ultras y desde hace años da servicios segregados.

En shabbath, el día de descanso, los haredim colocan barrica-das en los accesos a sus barrios para asegurarse de que nadie pa-se en coche: es un periodo en el que se supone que no se deben realizar trabajos, lo que incluye actividades como viajar, encen-der o apagar la luz, y cocinar. Pero no parece que los actos de vio-lencia estén incluidos en la prohibición. Los ultraortodoxos se sienten ofendidos porque hay empresas que no cierran en sha-bbath, y suelen hacer manifestaciones en esos lugares, en las que arrojan piedras y dañan las instalaciones.

Su objetivo es que quien viva en Jerusalén lleve una vida re-ligiosa estricta. Muchos judíos moderados y seculares han res-pondido. El 13 de marzo, unas mil personas se reunieron frente a la residencia del primer ministro para protestar porque el mi-nisterio de transportes rechazó suspender los servicios de au-tobuses segregados, como una concesión a los partidos haredim que forman parte de la coalición de extrema derecha que gobier-na Israel. Aunque no participó en el acto, Tzipi Livni, dirigente del partido de centro-derecha Kadima, el más importante de la oposición, declaró ese día: “No veo esta lucha sólo como algo so-bre el transporte, sino también como una lucha por el carácter de Israel como una nación libre, judía y democrática.”

POR EL MANDATO DE LA SHARÍALos seculares y moderados tampoco lo tienen fácil en la parte pa-lestina de Jerusalén (o Al Quds, “la santa”, como se llama en ára-be). De alguna forma, el partido laico Fatah los representa, pese a sus escándalos de corrupción. Es también el interlocutor pre-ferido por Occidente porque, desde 1993, su fallecido líder Yasir Arafat reconoció el derecho de Israel a existir en paz, y sostiene

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Arriba: Una vista del Muro de las Lamentaciones; al fondo

refulge la mezquita conocida como el Domo de la Roca. Aba-jo: dos escenas de la vida en la

Ciudad Vieja de Jerusalén.

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se consolidó en Cisjordania, al lado del río Jordán. No obstan-te, Hamás también está ganando espacios en Cisjordania, y en particular en Jerusalén Oriental. En las elecciones de enero de 2006, se llevó la totalidad de los seis escaños del parlamento pa-lestino que corresponden a la ciudad.

“Esta victoria es un mensaje de la nación palestina que está unida en apoyo a la yijad [guerra santa islámica]”, dijo entonces Khaled Mashaal, líder de Hamás en el exilio, a una multitud en Sudán. “Nuestra misión es liberar Al Quds [Jerusalén] y purifi-car la mezquita de Al Aqsa. Somos una nación que está dispuesta a pasar hambre y morir antes que vender nuestra fe, nuestra re-ligión y nuestros lugares santos.” ¿Qué tanto es lo que quiere li-berar? Lo dejó claro en una declaración de octubre de 2009: “Al Quds es toda Al Quds, no sólo Abu Dis [un barrio de Jerusalén Oriental]. Los árabes y los musulmanes son los [legítimos] resi-dentes y los sionistas no tienen derechos sobre la ciudad”.

Fue también Mashaal quien llamó a un “día de furia” ( jorna-da de manifestaciones y motines) hace unas semanas: “Damos la alerta por esta acción del enemigo sionista de reconstruir la sina-goga Hurva. Significa la destrucción de la mezquita de Al Aqsa y la construcción del [tercer] templo”, dijo el 15 de marzo.

Haber ganado las elecciones palestinas en Jerusalén Oriental no le da a Hamás autoridad sobre la ciudad, que está bajo control po-liciaco israelí. Sólo en algunos barrios, como el campo de refugia-dos de Shu’fat, donde las instituciones israelíes no tienen interés por entrar, pero tampoco permiten que intervenga la Autoridad

la solución que promueve Naciones Unidas, la de la coexistencia de dos estados, el israelí y el palestino. Hamás, por su lado, es un grupo islamista que no transige en su llamado a destruir Israel.

En el plano interno, Fatah pretende construir un país con ins-tituciones seculares, mientras que Hamás proyecta imponer la sharía, la ley religiosa islámica que establece comportamientos morales estrictos (sobre todo a las mujeres), castigos extremos y la exclusividad de la religión musulmana.

El enfrentamiento entre ambas organizaciones parece ha-ber llegado a un estancamiento en el que Hamás se apoderó por las armas de un pequeño trozo de los territorios palestinos, la franja de Gaza, en la frontera con Egipto, mientras que Fatah

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Ambas fotos: En solidaridad con las familias del barrio de Sheikh Jarrah, estos manifestantes ju-díos piden un alto a la “limpieza étnica” y a la ocupación de los te-rritorios palestinos.

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Nacional Palestina (anp, encabezada por Fatah, un gobierno de transición mientras se erige el Estado palestino), la problemáti-ca social es tal que los militantes de Hamás encuentran un campo fértil para su discurso religioso y antisemita. Aprovechan, tam-bién, para hostigar a las mujeres que no se cubren el cabello y a los jóvenes que organizan concier-tos de hip hop.

EXPULSA A TU PRÓJIMO Por las buenas o por las malas, los palestinos no parecen tener las de ganar en el corto plazo. Ni los ju-díos en el largo plazo, debido al crecimiento demográfico de los árabes. Tal vez el espacio intermedio entre ambos términos sea la oportunidad para los moderados que tratan de crear un espa-cio de paz. Por lo pronto, los pacifistas se manifiestan de manera casi simbólica. Como en el barrio de Sheikh Jarrah, en Jerusalén Oriental, donde cada viernes, decenas de judíos y palestinos se re-únen para protestar contra la política israelí de invasión de la par-te árabe de la ciudad, que es un esfuerzo sistemático y prolongado en el que los ultraortodoxos son la punta de lanza —la infantería que se infiltra y toma posiciones— y la policía los protege.

Fui ahí un miércoles. Encontré a una mujer que vive con su marido—ambos palestinos— en muebles que se están echando a perder en plena calle, sobre la acera opuesta a su casa. Ésta es una construcción de dos plantas que ahora está decorada con banderas israelíes y ocupada por jóvenes haredim.

También en ese lugar hay otra residencia en una situación pecu-liar. Al traspasar la reja de entrada, en el patio de acceso encontré a tres hermosas ancianas y una mujer más joven, sentadas al sol. Guardaban la entrada a la casa, que un juez dividió en dos: per-mitió que la familia palestina Al Kurd, que vive ahí desde 1948, conservara la parte trasera, y otorgó el frente a otro grupo haredi, tres de los cuales nos observaban desde una puerta. Entre ellas y ellos hubo enfrentamientos verbales. “¡Charmuta!” (“putas”, en árabe), gritaban los jóvenes ultraortodoxos. “¡Ladrones!”, con-testaban las mujeres. Era poco, me explicaron los Al Kurd, com-parado con las frecuentes agresiones físicas de los jóvenes contra la familia. En las dos casas siguientes, los moradores han recibi-do órdenes de desalojo en beneficio de grupos judíos.

La disputa tiene que ver con uno de los asuntos centrales del conflicto israelí-palestino: el de los refugiados. En 1948, los judíos derrotaron militarmente a los árabes y 750 mil palestinos tuvie-ron que escapar de lo que hoy es Israel, hacia Jerusalén Oriental, Cisjordania, Gaza y países extranjeros. Sus hogares y tierras fue-ron ocupados por los vencedores. En un hipotético acuerdo de paz, los palestinos querrían que quienes fueron obligados a mar-charse pudieran recuperar sus casas. Israel ha dicho terminan-temente que no. A lo sumo, sugieren algunos, podría pensarse en una compensación económica. Pero no son más que ideas.

También unos 10 mil judíos tuvieron que irse. Muchos menos, pero igualmente perdieron sus propiedades. En 1967, otra guerra le permitió a Israel ocupar Cisjordania, Gaza y el resto de Jeru-salén. Esto abrió la oportunidad para que grupos extremistas ju-díos reclamen la posesión de numerosos inmuebles en Jerusalén Oriental y otras ciudades árabes, supuestamente en representa-ción de sus antiguos dueños. Las familias de Sheikh Jarrah, que en 1948 llegaron ahí tras haber sido despojadas y expulsadas del Israel de hoy, dicen que ésas eran tierras estatales que el gobierno de Jordania (a cargo del territorio entre 1948 y 1967) les entregó cuando se instalaron como refugiadas. Los jueces israelíes están rechazando sus recursos legales. No se les reconoce derecho al-guno, en contraste, de solicitar la devolución de las propiedades que les quitaron cuando las echaron de Israel.

“Es una situación en la que los judíos tienen derecho a deman-dar la posesión de la propiedad judía que quedó al oriente de la línea verde [de alto al fuego en 1948], mientras a los árabes se les prohibe demandar la posesión de sus propiedades en el lado oc-cidental”, explica el historiador israelí Zeev Sternhell, de 75 años, un experto en fascismo con reconocimiento mundial. “Muchos palestinos tienen títulos de propiedad de casas en barrios de Je-rusalén Occidental. Si ésta es una ciudad unida, como dicen las autoridades, ¿sobre qué base moral pueden ellas decidir que lo que se permite a los judíos está prohibido a los árabes?”

“Todo esto es parte de la transferencia lenta de población”, ex-plica Abu Hassan, un periodista palestino que vive en Jerusalén Oriental. “Nos hacen la vida difícil de mil maneras, para que nos cansemos y nos vayamos de aquí.”

Como la policía impide que los manifestantes judíos que las apoyan se acerquen a sus casas, las mujeres de Sheikh

Jarrah salen a la avenida a en-contrarse con ellos.

“nuestra misión es liberar al quds [jerusalén] y purificar la mezquita de al aqsa. somos una nación que está dispuesta a pasar hambre y morir antes que vender nuestros lugares san-tos”, dijo Khaled mashaal, líder de Hamás.

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Es evidente que los servicios en los barrios palestinos son de calidad inferior a los de las zonas judías. Los árabes de esta ciu-dad no son ciudadanos de Israel, sólo tienen tarjetas de residen-te que les permiten moverse por el país y cruzar los puntos de control hacia Cisjordania (los cisjordanos, en cambio, no pue-den visitar Jerusalén). Uno de estos puntos, el de Qalandiya, por el que pasé varias veces, recuerda al cruce internacional entre Tijuana (México) y San Diego (Estados Unidos). Del lado de Je-rusalén al de Cisjordania, se transita casi sin obstáculos. En sen-tido inverso, hay revisiones exhaustivas con rayos X, hace falta mostrar documentos, pasar detectores de metales y cruzar los dedos para que las adolescentes del servicio militar israelí que manejan el sitio estén de buenas. Si no, cierran el cruce duran-te horas o días.

Para conservar la tarjeta deben observar cierto comportamien-to. Si pasan más de tres años fuera de la ciudad, la pierden sin po-sibilidad de recuperarla. Muchos niños árabes no van a la escuela porque hay pocas, están saturadas y quedan lejos, pero si un me-nor de 16 años no se inscribe al curso escolar, pierde el derecho a vivir en Jerusalén. Quienes se casan con palestinos de Cisjorda-nia o Gaza, o con extranjeros, tienen graves problemas porque a sus parejas les niegan los permisos de residencia y, si uno se muda con ellas a otro lugar, le quitan el derecho a regresar a la ciudad. Entre 1967 y 2007, les rescindieron la residencia a ocho mil 558 palestinos. Esta política se agu-dizó en 2008 y sólo en ese año, les qui-taron la residencia

a cuatro mil 577: en 12 meses, echaron a tantos árabes nativos de Jerusalén co-mo en 22 años.

Aunque la población palestina sigue creciendo, la fuerzan a vivir en los mis-mos espacios habitacionales. El Comité Israelí contra las Demoliciones de Ca-sas denunció en 2005 que las autorida-des municipales habían provocado una escasez de 25 mil casas para palestinos, al tiempo que facilitaba el levantamiento de 90 mil para judíos en la zona oriental.

El gobierno sostiene una política de no conceder permisos de construcción a árabes. Cuando éstos se saltan la norma y de todas formas realizan ampliaciones de sus casas, las autoridades las destru-yen. Es el caso de Ibrahim Ahmad Abu el Hawa, un musulmán de 67 años. Cuan-

do lo conocí, en la cima del Monte de los Olivos en noviembre de 2009, acababa de recibir una notificación de la Corte: había per-dido el juicio en su contra por realizar “construcciones ilegales” y tenía que escoger una de tres opciones: pagar una multa de 2 millones 500 mil shaqelim (675 mil dólares), equivalente al do-ble del valor estimado de la casa en cuestión; purgar una pena de cárcel; o destruir el inmueble. “Estoy demasiado viejo y en-fermo para la prisión y no tengo dinero”, me dijo.

SEGURIDAD O APARTHEID“Tú eres extranjero y tienes más derechos que yo, que nací aquí”, se quejó el periodista Abu Hassan. En realidad, los que pueden hacer y deshacer a su antojo son los judíos: cualquiera de ellos, originario del país del mundo más recóndito, puede venir a vivir en donde quiera en Jerusalén. De hecho, reciben incentivos para asentarse en Jerusalén Oriental: exenciones de impuestos y vi-viendas que cuestan la tercera parte que en el sector occidental.

El 8 de junio de 1967, después de que las tropas israelíes ha-bían tomado la ciudad, el ex primer ministro israelí David Ben Gurión adelantaba: “Ahora controlamos Jerusalén, lo que supo-ne uno de los más grandes acontecimientos. Una de las prime-ras cosas que tenemos que hacer es construir barrios, asentar judíos en el barrio judío de la Ciudad Vieja. Si hay casas árabes

vacías, colocaremos a judíos en ellas.”

Israel expandió el término muni-cipal de Jerusalén para incluir en él 28 pueblos árabes de Cisjordania, y se lo anexó (en 1980,

aprobó una ley que establece que es su capital “indivisible”). Ni los palestinos ni la comunidad internacional reconocieron el ac-to: el Consejo de Seguridad de la onu ha emitido varias resolucio-nes exigiendo a Israel que desocupe Gaza y Cisjordania, incluidos Jerusalén Oriental y las poblaciones añadidas.

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israel construyó lo que pretende hacer pasar por una “reja de separación”, que es en realidad un muro de nueve metros de alto, protegido con alambre de púas y sistemas de detección electrónica.

Un policía israelí sacude a dos adolescentes judías que trataron

de cruzar el cordon policial durante la manifestación semanal

en el barrio de Sheikh Jarrah, en Jerusalén Oriental.

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No ocurrió. En 2007, unos 200 mil judíos vivían ya en Jerusalén Oriental, frente a 260 mil palestinos. Sin embargo, los palestinos han pasado de ser el 25 por ciento de la población total de la ciudad en 1967, al 34 por ciento de los 767 mil habitantes en la actualidad. Las estimaciones advierten que, si la tendencia se mantiene, los árabes serán el 40 por ciento en 2020, una tendencia que even-tualmente convertirá a los judíos en minoría. El Plan Municipal de 2004 se proponía alcanzar un balance de 70/30 para mante-ner “una firme mayoría judía en la ciudad”.

Al ocupar Cisjordania, Israel desarrolló una estrategia para consolidar su control sobre ella: a lo largo de las décadas, grupos de colonos judíos han construido asentamientos en Cisjordania. En noviembre de 2008, el periodista Uri Blau, del diario israelí Ha’aretz, publicó documentos secretos del Ministerio de Defensa que indican que un 75 por ciento de esas construcciones fueron realizadas “sin los permisos apropiados o de forma contraria a los permisos emitidos”. Pero ni eso, ni el hecho de que la colonización de territorios ocupados esté prohibida por la legislación interna-cional, impidió que la administración israelí realizara numerosas obras de infraestructura para los colonos, como carreteras, escue-las, sinagogas, yeshivas (escuelas religiosas judías) e incluso es-taciones de policía, que en muchos casos fueron llevadas a cabo, reveló Blau, en tierras privadas pertenecientes a árabes.

A nivel de Jerusalén, este plan llevó a la edificación de dos cír-culos de urbanizaciones judías que encerraron los barrios palesti-nos, separarándolos de Ramala y otras poblaciones de Cisjordania. Como remate, Israel construyó lo que pretende hacer pasar por una simple “reja de separación”, que es en realidad un muro de nueve metros de alto, protegido con alambre de púas y sistemas de detección electrónica. El pretexto fue proteger a los israelíes de ataques terroristas. Pero el trazo de lo que los palestinos deno-minan “muro del apartheid” no sigue la línea verde que divide a Israel de Cisjordania, sino que penetra en el territorio de esta úl-tima, aislando a numerosas comunidades: corta el acceso de los campesinos a sus tierras, de los alumnos a sus escuelas, de los en-fermos a las clínicas, y entorpece gravemente las comunicacio-nes. Se trata de una anexión de facto de esas zonas.

En Jerusalén, la ruta del muro tampoco se ajustó a la línea mu-nicipal demarcada por el propio Israel en 1967: en algunas partes se extiende, para incluir asentamientos judíos, pero en otras se re-trae y deja del lado cisjordano partes del municipio, para excluir algunos barrios de palestinos: dejar fuera a esos árabes es parte de la lucha por mantener la superioridad demográfica.

Y para consolidar este esfuerzo, muchos jóvenes haredim ocu-pan casas en las zonas palestinas que han quedado dentro del área “protegida” por el muro, para disputarlas calle por calle.

El 9 de abril, dos días después de mi visita a Sheikh Jarrah, regre-sé a presenciar la protesta semanal. La policía impedía el paso de los judíos que apoyaban a las familias palestinas, pero éstas salie-ron a encontrarse con ellos, con carteles en árabe que establecían una relación de continuidad entre Deir Yassin (una aldea cuyos

habitantes fueron masacrados por el ejército israelí en 1948) y Sheikh Jarrah, en el sentido de la expulsión de sus habitantes. Los judíos solidarios llevaban pancartas que rezaban “Alto a la limpieza étnica”, “Mujeres palestinas y judías contra el muro del apartheid” y “Jerusalén: dos capitales para dos países”.

La policía arrojaba al piso y arrastraba a quienes se salían del espacio designado. Los haredim se burlaban. “¿Qué es eso de que Jerusalén Oriental es palestina?”, gritaba uno. “¡Ya la hicimos toda judía!” De momento, el balance parece favorecer al gobierno israe-lí, y el crecimiento demográfico a futuro, a los palestinos. Dentro de cada comunidad, este fenómeno también tendrá un impacto poderoso: los fundamentalistas musulmanes y los ultraortodoxos judíos suelen tener familias grandes, de al menos ocho hijos. Las parejas seculares o moderadas, tienen de uno a tres.

“Al Quds es la clave de la paz global”, dice Abu Hassan en tono apocalíptico. “Si no hay paz en Jerusalén, no la tendrá el mundo”. Con el tipo de energía y de espiritualidad que tiene esta ciudad, hasta al más optimista se le estremece la esperanza.

Arriba: Mujeres de la familia pales-tina Al Kurd en la casa que se han

visto obligadas a compartir con ju-díos haredim. Abajo: El municipio semidestruyó la casa de un pales-

tino por no tener permisos.