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PREFACIO PARA OTRO TIEMPO EL MUNDO no encuentra reposo. No ha abandonado la esperanza de encontrar un camino mejor para hacer realidad la promesa central de la democracia: reconocer y equipar el genio constructor del hombre y de la mujer comunes. La ambición que motiva esta búsqueda no es tan sólo el deseo de una mayor igualdad; es la exigencia de una vida mayor. Una vida de esta naturaleza debe garantizarle al pueblo algo más que una prosperidad y una independencia modestas, más que el alivio para los extremos de la pobreza, el trabajo duro y la opresión, aunque estos objetivos sigan estando hoy fuera del alcance de la mayoría de los seres humanos. También debe ofrecerles un ascenso hacia la experiencia de la autoposesión y la auto construcción, que ha desempeñado un papel central en el entorno cristiano, romántico y liberal de nuestras ideologías seculares de emancipación. Durante mucho tiempo, la cultura popular romántica de todo el mundo -con sus fórmulas de engaño e inspiración- y lo que sobrevive de estas ideologías liberales y socialistas se han unido para prender fuego al mundo entero. Sin embargo, la izquierda no ha podido cumplir con su responsabilidad de continuar esta obra transformadora. De hecho, la izquierda está perdida. El propósito de este libro no es denunciar ni explicar esta desorientación. Es proponer una forma de superarla. En la actualidad hay en el mundo dos izquierdas principales. Una izquierda recalcitrante trata de desacelerar la marcha hacia los mercados y la globalización sin ofrecer alternativa alguna. Su propósito es des acelerar esa marcha en aras de su base histórica, especialmente la fuerza laboral organizada establecida en los sectores de la industria intensivos en capital. Esta parte de la sociedad -un sector de la población que se está reduciendo en casi todas las sociedades contemporáneas- ha llegado a ser concebida y a concebirse a sí misma como el repositorio de los intereses de una facción, más que como la portadora de los intereses universales de la humanidad.

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PREFACIO PARA OTRO TIEMPO

EL MUNDO no encuentra reposo. No ha abandonado la esperanza de encontrar un camino mejor para hacer realidad la promesa central de la democracia: reconocer y equipar el genio constructor del hombre y de la mujer comunes. La ambición que motiva esta búsqueda no es tan sólo el deseo de una mayor igualdad; es la exigencia de una vida mayor. Una vida de esta naturaleza debe garantizarle al pueblo algo más que una prosperidad y una independencia modestas, más que el alivio para los extremos de la pobreza, el trabajo duro y la opresión, aunque estos objetivos sigan estando hoy fuera del alcance de la mayoría de los seres humanos. También debe ofrecerles un ascenso hacia la experiencia de la autoposesión y la auto construcción, que ha desempeñado un papel central en el entorno cristiano, romántico y liberal de nuestras ideologías seculares de emancipación.

Durante mucho tiempo, la cultura popular romántica de todo el mundo -con sus fórmulas de engaño e inspiración- y lo que sobrevive de estas ideologías liberales y socialistas se han unido para prender fuego al mundo entero. Sin embargo, la izquierda no ha podido cumplir con su responsabilidad de continuar esta obra transformadora. De hecho, la izquierda está perdida. El propósito de este libro no es denunciar ni explicar esta desorientación. Es proponer una forma de superarla.

En la actualidad hay en el mundo dos izquierdas principales. Una izquierda recalcitrante trata de desacelerar la marcha hacia los mercados y la globalización sin ofrecer alternativa alguna. Su propósito es des acelerar esa marcha en aras de su base histórica, especialmente la fuerza laboral organizada establecida en los sectores de la industria intensivos en capital. Esta parte de la sociedad -un sector de la población que se está reduciendo en casi todas las sociedades contemporáneas- ha llegado a ser concebida y a concebirse a sí misma como el repositorio de los intereses de una facción, más que como la portadora de los intereses universales de la humanidad.

Otra izquierda que ya ha claudicado acepta la economía de mercado en su forma actual y la globalización con su dirección vigente como algo inevitable y hasta beneficioso. Quiere humanizarlas. Con este fin, practica la redistribución compensatoria mediante políticas de tributación y transferencia. No tiene otro programa que el de sus adversarios conservadores, al que le aporta un descuento humanizador.

Necesitamos una tercera izquierda, decidida a democratizar la economía de mercado ya profundizar la democracia. Esa izquierda reconstructiva, hoy ausente, se propondría firmemente dar un nuevo sentido a la globalización con el fin de hacer del mundo un lugar más seguro para la convivencia de una pluralidad de poderes y visiones, donde puedan llevarse a cabo los experimentos nacionales de los que en gran medida depende nuestro éxito en el logro de la inclusión, la oportunidad y un potencial mayores. Esta izquierda propondría la reorganización de la economía de mercado como el marco para un crecimiento económico con inclusión social. En la prosecución de este objetivo trabajaría con miras a la coexistencia experimental de diferentes

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regímenes de propiedad privada y social, así como de diferentes formas de relación entre el gobierno y las empresas, dentro de la misma economía de mercado. Defendería un sistema de educación pública que equipe, informe y libere la mente mediante un método de enseñanza que sea a la vez analítico, dialéctico (que opere por el contraste entre diferentes puntos de vista) y cooperativo. Insistiría en hacer coincidir la gestión local de las escuelas con los estándares nacionales de inversión y calidad. No permitiría que nuestros intereses morales en la cohesión social y la solidaridad se basaran exclusivamente en transferencias monetarias ordenadas por el Estado como redistribución compensatoria y retrospectiva. Afirmaría, en cambio, el principio de que todos deberían compartir, en cierta manera y en algún momento, la responsabilidad de ocuparse de las personas más allá de su propia familia. Una izquierda como ésta se comprometería además a construir una democracia que sirviera a nuestros principales intereses morales y materiales más que las versiones de la democracia existentes en la actualidad. Esta versión profundizada de la democracia adoptaría medidas que elevarían la temperatura de la política -el nivel de compromiso cívico- y que acelerarían el ritmo de la política -la facilidad para resolver el impasse-o Con tales medidas, las sociedades contemporáneas tendrían la posibilidad de volverse más diferenciadas según su concepción de sus intereses y sus ideales, en vez de continuar hundiéndose en una voluntad impotente y furiosa de diferenciarse. Debilitaría la relación de dependencia del cambio respecto a la crisis. Como resultado, les facilitaría el camino a las innovaciones políticas e institucionales necesarias para afianzar el crecimiento económico con inclusión social. Este libro esboza y defiende un programa para la izquierda definida por estas ambiciones.

En la actualidad, la base intelectual para una izquierda de estas características sólo existe de manera fragmentaria, como una expectativa. Este libro tiene como uno de los puntos de partida de su argumentación el repudio de muchas de las premisas de las teorías sociales -el marxismo, en primer lugar- que más han influido sobre la izquierda a lo largo de los últimos 150 años. Más aun, nuestra argumentación parte de una idea que rara vez fue adoptada por dichas teorías: la importancia práctica de la alianza entre la política transformadora y el pensamiento programático.

No basta con reunir pequeñas ideas prácticas acerca de los pasos a seguir en cada ámbito de la práctica social y la política pública. También es importante insistir en la necesidad de grandes ideas sobre la dirección que es preciso tomar. Delimitar una ruta y definir cómo comenzar el viaje: ése es el don mayor de la imaginación institucional, la imaginación de alternativas a la práctica transforrnadora.

Para proveer hoy este don, la teoría no puede conformarse con los modelos de pensamiento acerca de la sociedad y la historia que siguen rodeándonos por todas partes. No puede permitir que la idea de las alternativas institucionales quede enredada en los presupuestos que dier?n forma a gran parte de la teoría social clásica: que existe un repertorio cerrado de alternativas institucionales en la historia (como "feudalismo" o "capitalismo"); que cada una de tales alternativas forma un sistema indivisible que se mantiene o cae como un todo; que hay fuerzas que actúan como leyes -que el pueblo no puede controlar y apenas entiende- impulsando la sucesión histórica de dichos sistemas institucionales. No obstante, la teoría tampoco puede

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aceptar pasivamente la negación o trivialización de un cambio estructural y una discontinuidad en las prácticas dominantes de las ciencias sociales.

La alternativa de la izquierda requiere una imaginación programática que necesita, a su vez, una teoría. En cierto sentido, esta teoría aún no existe, o al menos no existe como un cuerpo de ideas ampliamente comprendido y aceptado. La izquierda no puede esperar a que una teoría de esta naturaleza surja, se desarrolle y resulte persuasiva. La izquierda debe prefigurar esta orientación intelectual tanto en su práctica como en sus propuestas.

Desde la primera edición de este libro (bajo el título de WhatShouldtheLeftPropose? [¿Qué debería proponer la izquierda?]), se han producido tres acontecimientos que profundizaron la necesidad de un programa como el descripto y agudizaron su enfoque.

El primer fenómeno es la crisis financiera y económica mundial. El aspecto más desconcertante de la discusión en torno a la crisis es la pobreza de ideas que la animan. Un keynesianismo disminuido y momificado ha actuado como la luz opaca bajo la cual tratamos de comprender y dominar el colapso.

En el mundo del Atlántico Norte, el debate sobre la crisis ha estado dominado por preocupaciones significativas, pero relativamente limitadas y superficiales: el rescate de los bancos quebrados, la regulación de los mercados financieros y la adopción de políticas fiscales y monetarias expansionistas. Hay otros tres problemas fundamentales que quedaron excluidos de la discusión: la necesidad de enfrentar y superar desequilibrios estructurales en la economía mundial, la oportunidad de dar nueva forma a los ordenamientos que dominan la relación entre finanzas y producción y la importancia de operar sobre la conexión entre recuperación y re distribución.

A cada uno de estos problemas más profundos podemos darle una respuesta que reduzca al mínimo el cambio en la manera vigente de organizar una economía de mercado. Pero también podríamos aprovechar el problema como una ocasión de convertir la economía de mercado en un vehículo más efectivo de un crecimiento económico inclusivo. La tarea y la oportunidad de la izquierda re constructiva, hoy ausente, sería dar respuesta a lo segundo y combatir lo primero.

Con las formas actuales de organización de la economía de mercado, la producción se autofinancia en gran medida con los beneficios retenidos por las empresas. ¿Cuál es entonces la utilidad de todo el dinero acumulado en los bancos y en los mercados bursátiles? Se supone que ese dinero está destinado a financiar la producción y el consumo. En realidad, las finanzas, tal como están organizadas en la actualidad, tienen una relación episódica u oblicua con la agenda productiva de la sociedad. Permitimos que gran parte del potencial productivo del ahorro se derroche en un casino financiero.

La regulación de los mercados financieros podría ser el comienzo de un intento más amplio de rediseñar la relación entre las finanzas y la producción, de modo tal que una parte mucho mayor de los ahorros a largo plazo tuviera un uso productivo. Una reforma de este tipo podría, a su vez,

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impulsar una mayor experimentación con las formas institucionales de la economía de mercado, con el consiguiente beneficio de mayor inclusión y oportunidades.

La recuperación y la redistribución pueden avanzar juntas. En Estados Unidos, epicentro de la crisis actual, la expansión de un mercado de consumo masivo durante la segunda mitad del siglo XX no se vio acompañada de una redistribución permanente y progresiva de la renta y la riqueza. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial hubo un período de redistribución progresiva. En las últimas décadas del siglo XX, en cambio, el país fue testigo de una fuerte concentración de renta y riqueza.

¿Cómo pudo hacerse compatible esta concentración con los requerimientos del consumo masivo? Parte de la respuesta a esta pregunta está en un aumento marcado del endeudamiento de las familias, que se hizo posible merced al uso de viviendas sobrevaluadas como garantía. Una seudodemocratización del crédito -una democracia de crédito en lugar de una democracia de posesión de la propiedad- ocupó el lugar de una redistribución progresiva de la renta y la riqueza. La crisis ofrece la oportunidad de rechazar este frágil reemplazo y de insistir en el vínculo entre recuperación y redistribución. Una re distribución efectiva y duradera debería resultar más de una ampliación de las oportunidades económicas y educativas obtenida mediante la innovación institucional, que de políticas impositivas y programas de transferencia. La cuestión central es influir sobre la distribución original de la riqueza y la renta reorganizando la economía de mercado -y no sólo tratar de corregir, cuando los hechos ya se han producido, los efectos de la organización actual del mercado-.

Si la izquierda tiene una propuesta, la crisis será su momento. Si la izquierda no logra desarrollar un programa, la crisis confirmará su fracaso, tanto intelectual como político.

Un segundo acontecimiento fue un cambio de dirección en el país más poderoso del mundo. Estados Unidos está experimentando uno de sus periódicos momentos de inflexión. Tal vez la nueva administración se mueva dentro de un horizonte muy restringido de ideas y ambiciones. Abajo la sociedad reclama impacientemente acciones que vayan más allá de lo que pueden abarcar esas ideas y ambiciones.

Una de las condiciones que hicieron posible el prolongado predominio conservador en la política estadounidense de la segunda mitad del siglo xx fue el fracaso del Partido Demócrata -partido tradicional de los progresistas- en la formulación de un programa convincente que diera continuidad al de Franklin Roosevelt: un programa capaz de responder a las necesidades y aspiraciones de la mayoría de la clase trabajadora blanca. En el marco de esta carencia de alternativas, otro presupuesto fue el éxito de los conservadores en la combinación de concesiones a los intereses materiales de las clases adineradas con propuestas que apelaban a la ansiedad moral de las clases pobres y endeudadas.

Éste era el momento para que apareciera una posición progresista que rompiera con las dos principales tradiciones de la política progresista en la historia estadounidense. La primera era la tradición de la defensa de la propiedad en pequeña escala y la pequeña empresa contra el poder económico concentrado. La segunda era la tradición de aceptación y regulación de la gran

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empresa por parte de un gobierno nacional fuerte. La piedra angular de la tercera tradición sería la innovación en los ordenamientos institucionales que definen tanto el mercado como la democracia.

Tal avance requeriría un cambio de conciencia y a la vez una reforma de las instituciones. Dicho cambio forzaría a los estadounidenses a dar fin a la exención de experimentalismo que tradicionalmente le han otorgado a sus instituciones. Demandaría que dejaran de cometer el pecado de idolatría institucional que ha contaminado su cultura política: la creencia de que en el momento de fundar la república descubrieron la fórmula fundamental de una sociedad libre; de que esta fórmula sólo necesita ajustes periódicos cuando se encuentra bajo la presión de dificultades como una amenaza externa o el malestar económico; de que el resto de la humanidad debe adaptarse a esta fórmula o quedarse atrás.

¿Dónde está hoy en Estados Unidos la izquierda que pueda hablar con la voz de la alternativa ausente?

Tal vez el tercer acontecimiento que se produjo en los años siguientes a la publicación original de este libro sea menos dramático que los otros dos. Sin embargo, no es menos significativo en cuanto a sus consecuencias para el mundo y sus implicancias para la izquierda. Se trata del poder cada vez mayor, la auto conciencia y la acción conjunta de cuatro países: China, India, Rusia y Brasil. Juntos, representan en la actualidad cerca del 15% del PBI del mundo, más del 40% de la población mundial y más de un cuarto de la masa terrestre del planeta.

¿Seguirán resignándose a las formas actuales de la economía de mercado y al curso establecido de la globalización? ¿O se rebelarán, inspirando -en virtud de sus iniciativas- una política mundial que ostente la impronta de la alternativa de la izquierda?

El régimen económico y político internacional construido al terminar la Segunda Guerra Mundial y durante la segunda mitad del siglo xx ha tendido a estrechar el espectro de posibilidades institucionales que le impone al mundo. Los partidarios de este régimen no han esperado la convergencia institucional descripta y profetizada por las ideas dominantes. Han luchado para establecer y acelerar la convergencia institucional como condición, tanto para una economía mundial abierta como para la paz y la seguridad entre los Estados.

No obstante, la humanidad, tiene razones para resistirse a la fórmula que desearían imponerle. El logro de los fines que hoy gozan de mayor autoridad, incluyendo el objetivo del crecimiento económico con inclusión social, exige que ampliemos el conjunto limitado de alternativas institucionales que se ofrecen actualmente. Quienes buscan aplicar una fórmula institucional en nombre de la apertura económica y la seguridad política se arriesgan a convertir a los enemigos de la fórmula en adversarios de la seguridad y la apertura.

El exponente más claro de este problema es la evolución del régimen de comercio internacional. Bajo el patrocinio de la Organización Mundial de Comercio, el régimen ha evolucionado hacia maximalismo institucional: la imposición a los países que comercian no sólo de un compromiso

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con una economía de mercado sino también de la conformidad con una variante particular de la economía de mercado. Por ejemplo, las normas restrictivas incorporadas cada vez en mayor número a los acuerdos de comercio proscriben, catalogándolas de "subsidios': casi todas las formas de coordinación estratégica entre los gobiernos y las empresas. Estas mismas formas de coordinación fueron las que usaron los países ricos de hoy -con la única posible excepción de Gran Bretaña- para hacerse ricos.

De manera similar, y tomando otro ejemplo entre muchos, esas normas incluyen en su definición de una economía de mercado un sistema de propiedad intelectual-el sistema de patentes-, que representa un invento relativamente reciente y que amenaza con dejar muchas de las tecnologías de mayor valor para la humanidad en manos de un número reducido de empresas privadas multinacionales. Es de interés público ensayar y desarrollar otras formas de alentar, financiar y organizar la innovación tecnológica. Tales ordenamientos ya no estarían basados en los métodos de propiedad exclusiva de las leyes de patente.

El comercio mundial abierto no necesita estar organizado tal como lo está en la actualidad. Prueba de ello es el minimalismo institucional que caracterizó al régimen anterior del Acuerdo General sobre Comercio y Aranceles (GATT). El principio rector de esa gestión previa fue hacer coincidir un máximo de apertura económica con un mínimo de normas que fijaran limitaciones, especialmente normas referidas a la manera de organizar una economía de mercado. Los países del grupo BRlC (Brasil, Rusia, India, China) tienen más de un interés en común para establecer un minimalismo institucional como base del libre comercio mundial; también tienen el poder de comenzar a actuar en ese sentido.

En todo el mundo, los pueblos quieren que haya más -y no menos- espacio para alternativas, para contrastes, para divergencia, para experimentos, para herejías. No obtendrán lo que desean sin reconstruir los ordenamientos económicos y políticos internacionales en pro de un mayor pluralismo de poder y de visión.

Un esfuerzo tal encuentra un aliado natural en el potencial de resistencia que los países del grupo BRlC recién han comenzado a explorar. La alternativa de la izquierda ofrecería una perspectivadesde la cual interpretar ese potencial. La asociación de la alternativa de la izquierda con una resistencia a la fórmula por parte de China, India, Rusia y Brasil podría colaborar a convertir esta alternativa en una herejía universalizadora, más que en un conjunto de herejías locales, nacionales. Tendría el efecto de establecer la alternativa como un movimiento en la política mundial.

En China, India, Rusia y Brasil -cada país un mundo en sí mismo y, por esa única razón, sede natural de resistencia- la voluntad de resistir se ha visto inhibida, si bien nunca suprimida en su totalidad, por un colapso de la imaginación. En China y Rusia, el fracaso de la imaginación se vio agravado por una negación de la democracia. En los cuatro países, así como en gran parte del mundo, ha resultado imposible actuar sobre el vínculo entre la reconstrucción nacional y el pluralismo internacional sin rechazar las ideas que emanan de las autoridades, tanto académicas como

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políticas y económicas, de las democracias del Atlántico Norte. El servilismo intelectual que sigue prevaleciendo en cada uno de los países del grupo BRIC es la causa sorprendente e inmediata de su resignación al actual orden mundial.

La asociación de los intereses nacionales de estos cuatro países con la alternativa de la izquierda cambiaría la situación del mundo de manera decisiva. Es una asociación que depende de una combinación de pensamiento y política, de teoría y práctica.

Cuando en la actualidad se hacen propuestas de reconstrucción social como las que presentamos en este libro, distantes del orden establecido, se tiende a vedas como interesantes pero también utópicas. Si, por el contrario, las propuestas son cercanas a lo existente, las personas se verán tentadas a decir que son factibles pero triviales. En el clima de opinión reinante, todo lo que pueda proponerse como alternativa tiene grandes posibilidades de ser descartado como utópico o trivial.

Este falso dilema surge de una comprensión errónea de la tarea de la imaginación pro gramática como instrumento de una política transformadora. No se trata de planes de acción detallados, se trata de trayectorias. No es arquitectura, es música. Los dos aspectos más importantes de una propuesta son determinar una dirección y definir los primeros pasos con los cuales podemos movemos en esa dirección, partiendo de donde estamos. Es posible formular cualquier propuesta que merezca ser pensada, ya sea en puntos relativamente cercanos o relativamente lejanos al estado actual de las cosas.

La trayectoria es más relevante que la cercanía respecto de las circunstancias presentes excepto para emprender la segunda tarea en importancia dentro del pensamiento programático: la elección de los pasos siguientes. Lo posible que importa no es el horizonte extravagante de posibilidades, sino lo posible inmediato: lo accesible con los materiales disponibles, desplegados en pos del movimiento en la dirección deseada.

El falso dilema que aqueja a nuestros argumentos programáticos se ve ahora fortalecido por otro problema. Hemos dejado de creer en las narraciones históricas universales que pretendían explicar cómo y por qué los grandes sistemas de organización y conciencia cambian a lo largo de la historia. Las ciencias sociales positivas contemporáneas, con su impulso irresistible de racionalizar los ordenamientos vigentes, no nos brindan una comprensión del cambio estructural que resulte de alguna utilidad. Se nos niega una visión más clara y volvemos entonces a un estándar bastardeado de realismo: la cercanía a lo existente. Según este estándar, una propuesta es realista en tanto permanece cercana a la manera en que la sociedad está organizada hoy.

La parálisis de la imaginación pro gramática alienta la creencia errónea de que lo mejor, que podemos esperar es un matrimonio entre la flexibilidad económica al estilo estadounidense y la protección social al estilo europeo, dentro del reducido espectro de opciones institucionales disponibles hoy en el mundo. El repertorio de estas opciones se ha convertido en el destino de las sociedades contemporáneas. Ampliar ese repertorio es rebelarse contra este destino.

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El núcleo de lo que significa ser de izquierda hoy debe ser la insistencia en esta rebelión, en pro de un intento por darles a los hombres y a las mujeres comunes la oportunidad de una vida mayor.

LA DICTADURA DE LA FALTA DE ALTERNATIVAS

El mundo está sometido al yugo de la dictadura de la falta de alternativas. Si bien las ideas, por sí mismas, no pueden derrocar esta dictadura, tampoco es posible derrocarla sin ideas.

En todo el mundo, los pueblos se quejan de que las políticas nacionales no les ofrecen alternativas reales; reclaman, en particular, alternativas que revitalicen, que renueven el significado y la eficacia de la antigua idea progresista de mejores oportunidades para todos: la oportunidad de asegurar las necesidades tanto morales como materiales de la vida; la oportunidad de trabajar y de ser atendido cuando no se pueda trabajar; la oportunidad de participar en los asuntos de la comunidad y la sociedad; la oportunidad de dar a nuestra vida un sentido valioso a nuestros propios ojos.

¿Es posible sugerir un camino a seguir sin extendernos demasiado? ¿Y hacerlo poniendo de manifiesto tanto las similitudes como las diferencias entre el camino a seguir por las naciones ricas y el sugerido para las naciones pobres? En mi opinión, es posible y, sí lo es, debe poder hacerse en pocas páginas.

En la actualidad, muchos países están regidos por gobernantes que quisieran ser Franklin Roosevelt y no saben cómo. Muchos otros están gobernados por individuos que satisfacen tanto los intereses de las corporaciones como los resentimientos desesperados e invertidos de una clase trabajadora mayoritaria, que se siente abandonada y traicionada por los aspirantes a Roosevelt. Los autodenominados progresistas aparecen en la escena de la historia contemporánea como humanizadores de lo inevitable: su programa se ha convertido en el programa de sus adversarios conservadores, con concesiones cada vez menores. Presentan la claudicación disfrazándola de síntesis, por ejemplo, de cohesión social y flexibilidad económica. Las "terceras vías" que proponen son la primera vía endulzada: el edulcorante de la política social compensatoria y del seguro social como reparación por el fracaso en el logro de un aumento significativo de las oportunidades.

Las calamitosas aventuras ideológicas del siglo xx se han agotado. No ha aparecido ninguna ideología global que posea la autoridad universal del liberalismo clásico o del socialismo para reemplazadas y para impugnar los ordenamientos que se asocian actualmente con las democracias ricas del Atlántico Norte y con las ideas que emanan de sus universidades. Con este sorprendente silencio del intelecto, con esta consolidación del predominio estadounidense, un orden agitado ha descendido sobre el mundo.

Las guerras son locales: son expediciones punitivas emprendidas por la única superpotencia restante contra quienes la desafían o son producto de la opresión extrema y la resistencia desesperada en países divididos que se encuentran bajo el yugo de gobiernos despóticos. En vista de los recursos de gestión económica dentro de los países y de la coordinación económica entre

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ellos, no parece probable que se produzca un colapso económico cuya magnitud pueda aproximarse a la del desastre de los años treinta.

Los grandes teóricos sociales de Europa -Karl Marx, el primero de ellos- identificaron la dinámica interna de las sociedades -la revelación de los conflictos ineludibles y de las oportunidades perdidas- como la causa inmediata de su transformación. Estos pensadores estaban equivocados. La guerra y el colapso económico han sido los principales impulsores del cambio; fue la catástrofe -imprevista y descontrolada-lo que operó la reforma.

La imaginación tiene la tarea de hacer la obra de la crisis sin que haya crisis. No obstante, la elevada cultura académica de las naciones ricas, con su deslumbrante prestigio y su influencia internacionales, ha caído bajo el control de tres corrientes de pensamiento que contribuyen a evitar que esta tarea se lleve a cabo. Los partidarios de estas tres tendencias suelen considerarse adversarios y rivales; pero, de hecho, son socios. En las ciencias sociales -especialmente en la más poderosa de ellas: la economía- reina la racionalización: la explicación del funcionamiento de la sociedad contemporánea se convierte en una reivindicación de la superioridad o de la necesidad de los ordenamientos establecidos en la actualidad en las naciones ricas. En los discursos normativos de filosofía política y teoría jurídica, la humanización lleva la voz de mando: la justificación de prácticas como la redistribución compensatoria por parte del Estado o la idealización del derecho como repositorio de políticas y principios impersonales que les harían la vida menos dura a los más pobres o a los más débiles. Las teorías más admiradas de la justicia dan una pátina de apología metafísica a las prácticas de tributación y transferencia redistributivas que adoptaron las socialdemocracias conservadoras actuales. De esta manera, los humanizadores esperan suavizar lo que ya no saben cómo cambiar o rehacer. En las humanidades, el escapismo está a la orden del día: la conciencia da una vuelta en una montaña rusa de aventuras, desconectada del rediseño de la vida práctica. Nos enseñan a cantar encadenados. La complicidad silenciosa, de estas tendencias racionalizadoras, humanizadoras y escapistas en la cultura universitaria deja abierto el campo para formas de pensamiento político práctico tan deficientes en comprensión como despojadas de esperanza.

En Estados Unidos, el Partido Demócrata, instrumento habitual del progresismo estadounidense, no ha logrado producir una secuela práctica y atractiva para el programa de Roosevelt, ni reemplazar la ruina económica y la guerra mundial como alicientes para la reforma. La mayor parte de la clase trabajadora blanca del país cree que las políticas que favorecen los demócratas -en tanto dichas políticas se diferencian en alguna medida de las que defienden los republicanos- son producto de una conspiración entre una parte de los ricos y gran parte de los pobres, orientada a promover los intereses morales de los primeros y los intereses materiales de los segundos a expensas de sus propios valores y ventajas. En el reducido activismo gubernamental que favorecen los presuntos progresistas, esta mayoría ve muy poco que atiendan sus intereses y mucho que ofenden sus ideales -especialmente en la medida en que han apostatado de la religión de la familia-. Es mejor mitigar sus pérdidas achicando el gobierno federal.

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El resultado del divorcio en el poder dominante mundial entre la mayoría de la clase trabajadora blanca -grupo que se ve a sí mismo como la "clase media" - y sus presuntos defensores es funesto para el mundo entero. Tiene el efecto de agravar una circunstancia sin precedentes en la historia moderna. Cuando -durante el episodio previo de globalización del siglo XIX- Gran Bretaña y otros poderes europeos ejercían un dominio menos total que el que hoy ostenta Estados Unidos, los debates ideológicos que se escuchaban en todo el mundo se reflejaban -de hecho, se consolidaban- dentro de los países más avanzados. Ahora el poder hegemónico no está en comunión imaginativa con el resto de la humanidad. Sus líderes, sus pensadores, su población miran hacia afuera y ven un mundo que seguirá siendo peligroso, pobre y carente de libertad a menos que se oriente hacia la misma fórmula institucional con la que creen haber sido bendecidos.

El resto de la humanidad, colmado de admiración por la exuberancia material y por el espacio personal de que gozan los estadounidenses, responde con imprecaciones, dejando entrever el pensamiento de que en última instancia se debe optar por la guerra si la claudicación es el requisito para la paz. Las creencias dominantes del pueblo estadounidense -que todo es posible, que los grandes problemas pueden resolverse si se los desmenuza y se los enfrenta uno por uno, que hombres y mujeres tienen en su interior, individual y colectivamente, el genio creador necesario para elaborar tales soluciones- no tienen en la actualidad una expresión práctica adecuada.

La parte más rica y más libre del mundo le ha mostrado dos caras al resto de la humanidad. La socialdemocracia europea pareció brindar una alternativa a la dureza del modelo estadounidense; si el mundo pudiera votar, quizás votaría convertirse en Suecia más que en Estados Unidos, una Suecia imaginaria. Entretanto, sin embargo, la socialdemocracia histórica ha perdido el corazón. Bajo la apariencia de un esfuerzo por conciliar la protección social de estilo europeo con la flexibilidad económica de estilo estadounidense, la socialdemocracia ha abandonado, uno a uno, muchos de sus rasgos tradicionales y se ha retirado a la defensa desesperada de un nivel elevado de derechos sociales.

Esta visión mutilada de la socialdemocracia ni siquiera puede enfrentar los problemas de las sociedades europeas contemporáneas ni cargar con el peso de las esperanzas de la humanidad. En la misma Europa, los antiguos progresistas aparecen como sobrios partidarios de las ideas de sus oponentes neoliberales. En muchos países, sus propuestas de reforma son repudiadas por una base social a la cual no se le ofrecen alternativas reales, y a la que las autoridades políticas y académicas le dicen que tales alternativas son inexistentes.

Cuando nos volvemos hacia el mundo que está fuera del refugio de relativa libertad y prosperidad del Atlántico Norte, sólo vemos fragmentos de alternativas factibles y atractivas, que no están expresadas en ningún proyecto -o familia de proyectos- que pudiera resultar atrayente para el resto de la humanidad. Entre los países en desarrollo que han logrado mayores éxitos en las décadas recientes se encuentran los dos más populosos: China e India. Cada uno de ellos ha logrado mantener cierto grado de resistencia a las fórmulas universales que dispensan las elites

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del Atlántico Norrte y, en particular, Washington, Wall Street y las universidades de Estados Unidos. Cada uno de ellos se ha propuesto integrarse a la economía global en términos que les permitan organizar su vida nacional y orientar su desarrollo económico a su manera.

Sin embargo, en el gran país que ha sido el más fértil en materia de innovaciones institucionales -Chína-, el alcance y el desarrollo de tales innovaciones han permanecido subordinados a la defensa de un gobierno unipartidario. El papel que podría haber desempeñado un conjunto alternativo de ideas ha sido ocupado por actitudes genuflexas hacia la ortodoxia muerta, heredada del marxismo, y la fascinación por la nueva ortodoxia importada de la economía de mercado, tal como la entienden en las capitales políticas, financieras y académicas del Atlántico Norte. En India, con su democracia defectuosa, pero vibrante, la resistencia a esta ortodoxia importada ha tomado principalmente la forma difusa de la lentitud y la concesión, como si la cuestión fuera tomarse tiempo para recorrer un sendero que no tiene escapatoria. La región del mundo que demostró ser más dócil a las recomendaciones del Norte -América Latina- ha sufrido un descenso catastrófico en su posición relativa.

Históricamente se ha demostrado que la obediencia rara vez da buenos resultados; lo que obtiene dividendos es la rebeldía. No obstante, todavía carece de respuesta la pregunta referida al rumbo que debería tomar dicha rebeldía para impulsar las promesas de la democracia. Vemos en el mundo una ortodoxia político-económica universal desafiada por una serie de herejías locales. Sin embargo, sólo una herejía universalizadora tendría la posibilidad de contrarrestar una ortodoxia universal. Si la herejía es meramente local, tanto en su carácter como en su contenido, es muy probable que se la abandone ante el primer signo de dificultades o presiones. Si la herejía local logra resistir, su resistencia puede llegar a depender de una forma de vida consentida religiosamente, que no comulgue con los ideales democráticos y experimentalistas que defienden los progresistas.

Una herejía universalizadora parece ser el antídoto indispensable contra la ortodoxia universal en mercados y gobiernos tan resistida ahora en el mundo entero, ya sea en Francia y Alemania o en Rusia, Brasil y Sudáfrica. Las razones no son sólo prácticas. Las causas del descontento -la primera de las cuales es no haber podido cimentar el crecimiento económico en una ampliación significativa de las oportunidades- son universales. Por otra parte, las formas establecidas de responder a ese descontento son exiguas e ineficaces. El repertorio de alternativas institucionales y políticas disponibles para la organización de la vida económica, social y política es hoy muy limitado. Si en cualquier región del mundo -rica o pobre- pudiéramos progresar en la expansión de este repertorio institucional y en la consolidación del progreso práctico con miras a ampliar las oportunidades, tal progreso podría tener implicancias para todos los países.

El intento de lograr crecimiento económico con inclusión social se combina fácilmente con la búsqueda de propuestas que sean más que soluciones locales a problemas locales. Prepara la mente para una herejía universalizadora. Sin embargo, no poder cimentar el progreso práctico en una ampliación sostenida de las oportunidades no es la única fuente de la infelicidad actual. Hay otra fuente poderosa de descontento: la queja de que la ortodoxia no permite que los países o las

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regiones del mundo desarrollen sus diferentes formas de vida y sus ideales de civilización, negándoles la oportunidad de albergarlos en maneras diferenciadas de organizar la sociedad. La ortodoxia exige una convergencia de todos los países hacia las instituciones y las prácticas establecidas hoy en el Atlántico Norte, así como una convergencia dentro de ese mismo mundo; parece, por lo tanto, el enemigo de diferencias profundas de experiencia y visión. A diferencia de la búsqueda de crecimiento con inclusión, el reclamo de pluralismo parece incompatible con una alternativa política y económica que alega ser generalizada en su relevancia y en su alcance.

No lo es. La apariencia de una paradoja se disuelve cuando se hacen explícitas dos premisas. La primera es que un pluralismo no calificado -una apertura a cualquier forma de vida nacional, cualquiera que sea su grado de despotismo y desigualdad- no puede formar parte del objetivo. La meta debería ser un pluralismo calificado: construir un mundo de democracias en el que se delega al individuo el poder de participar tanto como de disentir. No hay una interpretación única, no controvertida, de lo que es una sociedad democrática o de qué puede llegar a ser. Los ideales democráticos deben poder desarrollarse en sentidos diferentes, hasta enfrentados y, de hecho, si se desarrollan, es así como deben hacerlo. Bajo una democracia, las diferencias más importantes son las que están en el futuro, más que las que hemos heredado del pasado. Bajo una democracia, la profecía habla más alto que la memoria.

La segunda premisa es que el reducido repertorio de soluciones institucionales que la humanidad tiene hoya su alcance -las formas existentes de la democracia política, de la economía de mercado y de las sociedades civiles libres- no ofrece las herramientas necesarias para desarrollar la diferencia nacional con una forma compatible con los ideales democráticos. Puede ofrecerlas un conjunto particular de innovaciones en la organización de las políticas, las economías y las sociedades contemporáneas. Este conjunto de innovaciones -gran parte del programa progresista que hoy debe promoverse en todo el mundo- define una puerta de entrada estrecha que la humanidad debe atravesar si ha de fortalecer su capacidad de crear diferencias sobre la base de la democracia. Este manifiesto esperanzado se propone describir esta puerta de entrada y la manera en que podrían encararla tanto las naciones ricas como las pobres.

Sin embargo, no podemos comprender este camino a seguir a menos que captemos primero la naturaleza de los obstáculos que debemos enfrentar y las fuerzas y las oportunidades con las que podemos contar para recorrerlo.

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LA DESORIENTACIÓN DE LA IZQUIERDA

HAY EN LA ACTUALIDAD cuatro motivos para la desorientación de la izquierda: la carencia de una alternativa, la carencia de una idea de mundo, la carencia de un agente y la carencia de una crisis. Enfrentar cada una de estas deficiencias de manera clara y directa es comenzar a ver cómo pueden abordarse. Es comenzar a redefinir qué debería proponer la izquierda.

La izquierda carece de una alternativa. El "dirigismo" no es el camino: la idea -ya desacreditada- de que el gobierno dirija la economía se ha tornado aún más irrelevante debido al rumbo del cambio hacia una economía basada en el conocimiento. La redistribución compensatoria no es suficiente: no es suficiente para contrarrestar las enormes presiones hacia la desigualdad, la inseguridad y la exclusión resultantes de la segmentación jerárquica de la economía, que crece incesantemente y es insuficiente para abordar los problemas de desconexión social y de menosprecio personal, que están mucho más allá de los límites de la redistribución compensatoria.

La izquierda parece hoy incapaz de manifestar qué debería defender, al margen de una economía dirigida por el gobierno o una re distribución que atenúe las inequidades y las inseguridades. Si afirma su actitud crítica hacia los ordenamiento s establecidos, parece estar remontándose al "estatismo': Si se da por satisfecha con la defensa conservadora de los derechos sociales tradicionales financiada por la tributación redistributiva y el gasto público, parece reducir drásticamente el alcance de sus ambiciones, convirtiéndolas en rehenes de restricciones al crecimiento económico y a las finanzas públicas que no sabe cómo suavizar.

La izquierda carece de un conjunto de ideas base con las que repensar e incrementar el reducido bagaje de concepciones y ordenamientos institucionales al que hoy están sujetas las sociedades contemporáneas. Las tendencias dominantes en todo el campo de las ciencias sociales contemporáneas -racionalización, humanización y escapismo- conspiran para desarmar a la imaginación en su lucha por desafiar y repensar los ordenamientos establecidos.

En las ciencias sociales predomina la racionalización: maneras de explicar los ordenarnientos existentes que parecen validar su carácter natural y necesario. Las ideas sobre alternativas estructurales que heredamos de las teorías sociales clásicas como el marxismo permanecen enredadas en el cuerpo en descomposición de los presupuestos necesitaristas. Hace mucho que estos presupuestos han dejado de ser creíbles: que hay una lista reducida de opciones institucionales para las sociedades humanas, tales como "feudalismo' o "capitalismo"; que cada una de estas opciones representa un sistema indivisible, cuyos elementos surgen o caen todos juntos; que la sucesión de dichos sistemas es impulsada por leyes históricas irresistibles.

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El rechazo de estas creencias deterministas por las ciencias sociales contemporáneas no ha llevado a una radicalización de las concepciones que inspiraban la teoría social europea clásica: que la sociedad no es dada sino que se construye; que las estructuras de la sociedad y la cultura son una especie de lucha congelada, ya que surgen, en verdad, de la restricción y la interrupción de la contienda práctica o espiritual; que nuestros intereses e identidades siguen siendo rehenes de las prácticas y los ordenamientos que, de hecho, los representan y que al cambiar estas prácticas y estos ordenamientos nos obligamos a reinterpretar los intereses y las identidades en pos de los cuales nos propusimos reformar la sociedad.

No hay duda de que las ciencias sociales positivas se complacen en explorar la facilidad con que una sociedad se adapta a las "soluciones menos que óptimas" o con que una economía queda atrapada en un equilibrio que suprime la producción. Sin embargo, los mismos instrumentos con los que examinan las imperfecciones nos niegan los medios con los cuales imaginar alternativas. Su engaño principal consiste en afirmar que la experiencia demuestra con el tiempo qué es más efectivo y qué lo es menos, apartando lo menos efectivo mediante un proceso de selección implacable casi darwiniano. La teoría de la convergencia -la idea de que las sociedades y economías contemporáneas convergen hacia un conjunto similar de prácticas e instituciones, las mejores a su alcance, en un embudo histórico de variaciones sociales que se angosta cada vez más- no es sino la variante extrema de esta tendencia racionalizadora.

En las disciplinas normativas de la filosofía política y el pensamiento legal predomina la humanización. La idea es endulzar un mundo que no podemos o no queremos reconstruir. Esta humanización tiene hoy dos especies principales. Una es la redistribución compensatoria por medio de la tributación y la transferencia. Constituye el rasgo fundamental del acuerdo institucional e ideológico que define el horizonte histórico de la socialdemocracia. Muchas de las teorías contemporáneas de la justicia que gozan de mayor influencia buscan dar prestigio filosófico a estas prácticas redistributivas. El aparente carácter abstracto de estas teorías -su pretensión de trascender la circunstancia histórica en la que se aplican- oculta su claudicación ante las limitaciones del acuerdo del siglo xx del que surgió la socialdemocracia contemporánea.

La otra especie de humanización es la concepción del derecho como un repositorio de principios impersonales de derecho así como de políticas orientadas al interés público. Si describimos el derecho en los mejores términos posibles -en términos de concepciones ideales-, tenemos la esperanza de disminuir la influencia de los intereses privilegiados y de defender a los grupos con menores posibilidades de haber sido representados en las políticas legislativas. Los estilos dominantes de jurisprudencia teorizan esta idealización del derecho como principio y como política.

El efecto práctico de las tendencias humanizadoras en las disciplinas normativas es que estas disciplinas quedan del lado de la aceptación del acuerdo institucional vigente, corregido por las enmiendas prescriptas, más que del lado de su reconstrucción. Es negamos los recursos para desarrollar la imaginación práctica de alternativas.

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En las humanidades predominan las tendencias escapistas. Su característica principal es incitar a aventuras de la conciencia desconectadas de la reforma práctica de la sociedad. En la cultura moderna, la funesta división de caminos entre la modernidad y la izquierda es el antecedente inmediato de este divorcio. Al amparo de esta desconexión entre nuestros proyectos para la sociedad y nuestros proyectos para el yo, privatizamos lo sublime, relegando al espacio interior de la conciencia y el deseo nuestro proyecto transformador más ambicioso y considerando la política como el terreno de modestas decencias y eficiencias.

El mensaje secreto es que la política debería achicarse para que los individuos puedan agrandarse. La política, sin embargo, no puede achicarse sin que el resultado sea disminuir a las personas. El deseo, por naturaleza propia, se expresa en las relaciones; el impulso fuerte busca su expresión en las formas de la vida común. Si la política se vuelve fría, también lo hará la conciencia, a menos que conserve su calor bajo la forma autodestructiva del narcisismo.

Los defensores de las tendencias racionalizado ras, humanizadoras y escapistas que dominan las ciencias sociales y las humanidades se conciben entre sí como adversarios. De hecho, son aliados en la tarea de desarticular la imaginación transformadora.

La izquierda carece de un agente: una base central cuyos intereses y aspiraciones pueda querer representar. Su base social tradicional era el trabajo organizado de la industria intensiva en capital: el "proletariado' de Marx. A los ojos de la sociedad así como a sus propios ojos, este grupo ha llegado a aparecer como uno más de los grupos de interés, con intereses egoístas y parciales, más que como el portador de los intereses universales de la sociedad. En casi todos los países del mundo es una parte en retroceso de la población, cuyo destino está atado a la suerte de la producción masiva tradicional, en permanente caída. En la mayoría de los paísesen desarrollo sigue siendo una parte relativamente privilegiada.

A los líderes de la izquierda les ha parecido que la única alternativa a mantener una conexión especial con esta base gravosa era prescindir de toda base social definida y simplemente apelar a la totalidad de la misma. No han podido rescatar la idea de una relación especial con la clase trabajadora de la lealtad más limitada que adoptó la doctrina heredada. Los apoyaron en este fracaso tanto la desilusión como el cálculo: la creencia en una relación uno a uno entre los proyectos históricos y los intereses de grupo pertenece a la tradición desacreditada del pensamiento determinista.

La izquierda no sólo carece de una alternativa, una idea de mundo y una base social; también carece de una crisis. En oposición a otro principio fundamental del pensamiento social clásico, en la historia moderna el cambio social ha sido impulsado por los traumas externos de la guerra y el colapso económico, más que por las contradicciones internas de las sociedades contemporáneas. Las instituciones políticas y económicas de estas sociedades mantienen una gran distancia entre nuestras actividades ordinarias de preservación del contexto y nuestras actividades extraordinarias de transformación del contexto; por ende, siguen haciendo que la transformación dependa de la calamidad. El acuerdo institucional e ideológico que define a la socialdemocracia de

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hoy fue forjado en el yunque del colapso económico de los años treinta y de la guerra mundial que le siguió.

La crisis eleva la temperatura de la política y ayuda a derretir definiciones congeladas de interés e identidad. Sin crisis, la política se vuelve fría y el cálculo -como dependencia de las concepciones tradicionales de intereses e ideales- reina soberano. Sin la ayuda de la crisis, la izquierda parece condenada a una operación de contención: suavizar las consecuencias sociales del programa de sus adversarios conservadores.

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LA REORIENTACIÓN DE LA IZQUIERDA

EXISTE, SIN EMBARGO, UNA ALTERNATIVA; un conjunto de ideas sobre las que podemos apoyamos para imaginar esa alternativa; existen fuerzas sociales reales que pueden ser sus bases; hay una manera de prescindir de la crisis como condición de posibilidad del cambio,' aprovechando al mismo tiempo las oportunidades transformadoras que nos ofrece nuestra circunstancia.

Lo distintivo de esta alternativa es que cirnenta la inclusión social y el empoderamiento individual en las instituciones de la vida política, económica y social. No basta con humanizar el mundo social; es necesario cambiado. Cambiado significa involucrarse, una vez más, en el esfuerzo de dar una nueva forma a la producción y a la política, del que la socialdemocracia se retiró cuando comenzó a constituirse el acuerdo de mediados del siglo xx que define su horizonte actual. Significa tomar las formas institucionales conocidas de la economía de mercado, la democracia representativa y la sociedad civil libre como un subconjunto de un conjunto mucho más amplio de posibilidades institucionales. Significa rechazar el contraste entre la orientación del mercado y el dirigismo gubernamental como el eje que organiza nuestras contiendas ideológicas y reemplazado por el contraste entre las maneras de organizar el pluralismo económico, político y social. Significa cimentar una tendencia a mayor igualdad e inclusión en la lógica organizada del crecimiento económico y la innovación tecnológica, más que hacerlas depender de la re distribución retrospectiva por medio de la tributación y la transferencia. Significa democratizar la economía de mercado innovando en los ordenamientos que la definen, más que limitarse a regularlo tal como es actualmente o a compensar sus desigualdades mediante transferencias posteriores. Significa radicalizar la lógica experimental del mercado radicalizando la lógica económica de la re combinación libre de los factores de producción, dentro de un marco incuestionable de transacciones de mercado. El objetivo es una libertad más profunda para renovar y recombinar los ordenamientos que constituyen el entorno institucional de producción e intercambio, permitiendo que dentro de la misma economía coexistan experimentalmente regímenes alternativos de propiedad y contrato. Significa hacer del mejoramiento de la capacidad el objetivo primordial de la política social. Un fortalecimiento de esta naturaleza progresaría en virtud de una forma de educación orientada al desarrollo de capacidades genéricas conceptuales y prácticas más que del dominio de habilidades específicas de cada tarea. Avanzaría también mediante la generalización del principio de herencia social, asegurándole a cada individuo una participación mínima en los recursos a los que puede recurrir en momentos cruciales de su vida. Significa promover esta

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democratización de la economía de mercado en el contexto de una organización práctica de solidaridad social y una profundización de la democracia política. Significa no reducir jamás la solidaridad social a meras transferencias monetarias. La solidaridad social debe apoyarse, en cambio, en la única base segura que puede tener: la responsabilidad directa de cada uno por los demás. Tal responsabilidad puede materializarse a través del principio de que cada adulto sin discapacidades ocupe un puesto dentro de la economía solidaria -esa parte de la economía en la que cada uno cuida del otro- así como en el sistema de producción. Significa establecer las instituciones de una política democrática de alta energía: una política que eleve permanentemente el nivel de participación popular organizada en la política, involucre a la base social tanto como a los partidos en la resolución rápida y decisiva del impasse entre las ramas políticas del gobierno, equipe al gobierno para rescatar a las personas de situaciones de desventaja arraigadas y localizadas de las que no puede salir con los medios normales de la iniciativa política y económica, brinde a determinados sectores o localidades la opción de salir del régimen legal general y de desarrollar imágenes divergentes del futuro social, y combine las características de la democracia directa y la democracia representativa.

El impulso rector de esta izquierda no es la atenuación redistributiva de la desigualdad y la inclusión; es el fortalecimiento de los poderes y la ampliación de las oportunidades de las que disfrutan los hombres y las mujeres comunes, sobre la base de la reorganización, parte por parte pero acumulativa, del Estado y de la economía. Su consigna no es la humanización de la sociedad; es la divinización de la humanidad. Su pensamiento más íntimo es que el futuro le pertenece a la fuerza política que represente de manera más verosímil la causa de la imaginación constructiva: el poder de todos de participar en la creación incesante de lo nuevo.

La izquierda puede ser fiel a sus aspiraciones sólo si lo nuevo que propone tiene una forma tal que permita que todos participen en su construcción, en lugar de dejar este poder constructivo en manos de las elites aventajadas. Y sólo puede alcanzar el éxito en esta tarea si aprende a repensar y a dar nueva forma a los ordenamientos institucionales para la producción, la política y la vida social, cuya persistencia, permanencia y autoridad ha consentido siempre la socialdemocracia convencional. Una alternativa tal es, por lo tanto, equidistante tanto de una izquierda nostálgica de orientación estatal como de una versión desteñida, todo menos neoliberal, de la socialdemocracia.

Esta alternativa se destaca por los instrumentos institucionales aplicables en un amplio espectro de sociedades contemporáneas, ricas y pobres. La necesidad de adaptar su diseño a numerosas y diversas circunstancias nacionales no desmiente el amplio alcance de su pertinencia y su atractivo. La misma aplicabilidad general de estos instrumentos ayuda a explicar la posibilidad así como la necesidad de una herejía universalizadora capaz de contrarrestar la ortodoxia universalizadora disponible hoy en todo el mundo en nombre de los mercados y la globalización.

Este carácter general tiene una raíz tripartita. La primera raíz es la similitud en la experiencia de las sociedades contemporáneas después de muchas generaciones de rivalidad, emulación e imitación, tanto práctica como espiritual, entre naciones y Estados. La segunda es el carácter muy restringido

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del conjunto de herramientas ideológicas e institucionales disponibles para construir alternativas. La tercera es la autoridad casi irresistible de la que dispone actualmente un único conjunto de creencias revolucionarias en todo el mundo: creencias que prometen la liberación del sometimiento, de la pobreza y del trabajo duro y una vida mayor para el hombre y la mujer comunes.

Hay cinco ideas institucionales que definen la dirección que debería defender la izquierda hoy.

La primera idea institucional es que la rebelión nacional contra la ortodoxia política y económica global depende para su éxito de ciertas condiciones prácticas. Estas condiciones incluyen niveles de ahorro interno más elevados de los que podría justificar una concepción limitada de la dinámica del crecimiento económico; la insistencia en encontrar ordenamientos que ajusten la relación entre ahorro y producción tanto dentro como fuera de los mercados de capital como están organizados en la actualidad (una insistencia bajo la premisa de reconocer que esta relación es tanto variable como sensible a su entorno institucional); la preferencia por una recaudación tributaria elevada y la voluntad de lograda aun a costa de una imposición al consumo regresiva y orientada a las transacciones. El objetivo mayor es una movilización más plena de los recursos nacionales: una economía de guerra sin guerra.

La segunda idea institucional es la visión de la política social como una política referida al empoderamiento ya la capacidad. A partir de esta idea surge el compromiso con una forma de educación temprana y permanente dirigida al desarrollo de un núcleo de habilidades genéricas conceptuales y prácticas. En las sociedades extremadamente injustas no basta con garantizar niveles básicos de inversión y calidad educativa; es vital asegurarles oportunidades especiales a los jóvenes talentoso s, a los trabajadores y a las personas carente s de herencia. El objetivo inicial de este uso de la educación como antídoto para la pérdida de poder es ampliar la síntesis actual de clase y meritocracia. El objetivo siguiente es disolver las clases por medio de una radicalización de la meritocracia. La ambición última es subordinar la meritocracia a una visión más amplia de la solidaridad inclusiva y la oportunidad, que se afirme en la realidad de las incontrolables disparidades del talento innato.

La tercera idea institucional es la democratización de la economía de mercado. No basta con regular el mercado o compensar retrospectivamente sus inequidades. Es necesario reorganizarlo para que se convierta en una realidad mejor para más personas y de muchas más maneras. No es probable que para alcanzar este objetivo sea suficiente el modelo estadounidense de regulación a distancia de las empresas por parte del gobierno, ni tampoco el modelo del noreste asiático, en que la formulación centralizada de la política comercial e industrial está a cargo de un aparato burocrático. La tarea a realizar residirá en el uso del poder del Estado, no para suprimir o equilibrar el mercado, sino para crear las condiciones para la organización de más mercados, estructurados de maneras más variadas-en última instancia, con regímenes diferenciados de propiedad y contrato- y capaces de coexistir experimentalmente dentro de la misma economía nacional y global.

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La democratización del mercado requiere iniciativas que amplíen el acceso a los recursos y las oportunidades productivos. Exige una tendencia ascendente en las remuneraciones al trabajo. Es incompatible con cualquier estrategia de crecimiento económico basada en una disminución de la parte del ingreso nacional que corresponde a sueldos y salarios.

El objetivo es producir una serie de brechas reiteradas en las restricciones al crecimiento económico. Cada una de estas brechas produce un desequilibrio que invita a nuevas brechas en otro aspecto de la economía en el campo de la oferta o de la demanda. Son preferibles las brechas y los desequilibrios que conllevan una tendencia hacia la inclusión económica y la ampliación de las posibilidades; ayudan a hacer más grande a la gente.

Las intervenciones progresivas en las restricciones a la economía del lado de la oferta se mueven en una escala entre una ambición menor y una mayor. La ambición menor reside en ampliar el acceso al crédito, a la tecnología, a la experiencia y a los mercados, especialmente en pro de la multitud de empresarios pequeños o potenciales que en toda economía contemporánea representan una fuente ampliamente subutilizada de iniciativa constructiva.

Su ambición mayor es la difusión de los métodos más avanzados de producción, más allá del terreno favorecido donde suelen florecer tales métodos. Gobierno y sociedad deben trabajar para democratizar la economía de mercado de manera que también enfrente los peligros y aproveche las oportunidades resultantes de un cambio trascendental en la organización de la producción. Esta forma de producción caracterizada por el debilitamiento del contraste entre supervisión y ejecución, por la atenuación de las barreras entre roles de trabajo especializados, por la mezcla de cooperación y competencia en las mismas áreas y por el trabajo en equipo como aprendizaje colectivo e innovación permanente, ¿quedará confinada a una vanguardia privilegiada en comunión con vanguardias del mismo tipo en el mundo pero vinculada débilmente con la sociedad de su país? ¿O lograrán gobiernos y sociedades crear las condiciones para la difusión de estas prácticas experimentales avanzadas en gran parte de la economía y la sociedad, fortaleciendo así en gran medida los poderes y las oportunidades de los hombres y las mujeres comunes?

Tales intervenciones progresivas en el campo de la oferta deberían estar acompañadas de iniciativas que reviertan el prolongado descenso de la participación del trabajo en el ingreso nacional y el antiguo aumento de la desigualdad dentro de la fuerza laboral, que ha asediado a un amplio espectro de países contemporáneos ricos y en desarrollo. En este proceso, deben también fortalecer las intervenciones del lado de la oferta rescatando de la zona gris de la economía informal o ilegal a los cientos de millones de trabajadores -a menudo la mayoría de los trabajadores en algunos de los países más populosos del mundo- que carecen actualmente de empleos legales.

Estas medidas deberán tener en cuenta qué es lo que resulta más efectivo en los diferentes niveles de las fuerzas laborales -remuneradas y equipadas de manera muy desigual- existentes hoy en el mundo. Por ejemplo, la participación en las ganancias puede comenzar a aplicarse a los trabajadores con mayores ventajas y luego extenderse a sectores cada vez más grandes de la

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población económicamente activa. Un régimen de derecho laboral que fortalezca el poder de los trabajadores organizados para representar los intereses de los no organizados en sus sectores puede resultar más efectivo en el nivel medio de la jerarquía salarial. En los niveles más bajos de dicha jerarquía la mejor solución puede ser otorgar directamente subsidios para el empleo y la capacitación de los trabajadores de salarios bajos y sin calificación, así como eliminar todas las cargas salariales y los impuestos.

Ninguna de estas iniciativas es inflacionaria en sí misma. Combinadas y en el contexto del proyecto más amplio de democratización y empoderamiento del que forman parte, prometen fortalecer los derechos y poderes del sector trabajador, y generar aumentos sostenibles en las remuneraciones al trabajo hasta el límite del crecimiento de la productividad laboral e incluso más allá.

Una cuarta idea institucional es la negativa a considerar que las transferencias de dinero en efectivo son base suficiente para la solidaridad social. La solidaridad social debe basarse también en la responsabilidad universal de ocuparse de los demás. En principio, todos aquellos que son física y mentalmente capaces deben realizar -además de su trabajo regular- una tarea solidaria que los lleve más allá de los límites de la familia. Para cumplir con esta responsabilidad, es necesario organizar a la sociedad civil -o bien la sociedad misma debe organizarse- por fuera del gobierno y del mercado. Una forma de legislación que no sea privada ni pública puede proveer las oportunidades y los instrumentos para que la sociedad civil lleve a cabo esta tarea.

Una quinta idea institucional es la concepción de una política democrática de alta energía. El empoderamiento, tanto educativo como económico, del trabajador y del ciudadano individual, la democratización de la economía de mercado y el establecimiento de una solidaridad social basada en la práctica de la responsabilidad social requieren una profundización de la democracia para sostenerse y ser tomadas seriamente, No es suficiente con una democracia adormilada, que se despierta de vez en cuando si se produce una crisis militar o económica.

Una política democrática de alta energía como la que hemos descripto es tanto una expresión de la mayor libertad que el programa de la izquierda está buscando como una condición para el avance en los otros cuatro temas. Requiere un aumento permanente y organizado del nivel de compromiso cívico; una preferencia por ordenamientos constitucionales que rompan rápidamente el punto muerto entre las ramas políticas del gobierno (cuando hay un régimen de separación de poderes) y que involucre a las bases sociales en general en esta ruptura del impasse; innovaciones que hagan coincidir la posibilidad de opciones decisivas en la política nacional con divergencias y disenso experimentales de largo alcance -apelaciones al futuro- en determinados lugares del territorio nacional o determinados sectores de la economía nacional; una determinación de rescatar a la gente -mediante garantías de herencia social o de ingresos mínimos, así como mediante la intervención correctiva de una rama del gobierno especialmente diseñada y equipada para este fin- de circunstancias de desventaja o exclusión de las que no puede escapar por sus propios medios; un avance continuado en el esfuerzo de combinar características de la democracia representativa y la democracia directa.

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Una democracia profundizada, de alta energía, no busca reemplazar al mundo real de intereses y de individuos portadores de intereses por un ciudadano altruista y por el omnívoro escenario de la vida pública. No es una huida hacia el purismo y la fantasía republicanos. Su objetivo es fortalecer nuestros poderes ordinarios, ampliar el alcance de nuestra solidaridad y nuestras ambiciones ordinarias e intensificar nuestra experiencia ordinaria. Trata de lograrlo acortando la distancia entre las acciones ordinarias que podemos dar por sentadas en contextos institucionales e ideológicos y las iniciativas extraordinarias por las cuales desafiamos y cambiamos partes de esos contextos. Tiene un agente y un beneficiario que son uno y el mismo: lo real, el individuo frágil, egoísta y anhelante en persona, víctima de la circunstancia, a quien ninguna circunstancia puede limitar total ni definitivamente.

La construcción imaginativa de una alternativa marcada por estos cinco compromisos temáticos requiere un conjunto de ideas base. Podemos encontrar tales ideas como teoría social y filosofía sistemáticas. Sin embargo, llegaremos a desarrollarlas con mayor frecuencia y certeza examinando nuestras prácticas de explicación y argumentación. El punto central es rescatar las concepciones de alternativas estructurales y discontinuidad estructural del bagaje de presupuestos deterministas que las agobiaba en la teoría social clásica, repudiando al mismo tiempo la alianza entre la racionalización, la humanización y el escapismo del pensamiento contemporáneo.

La historia de las ideas sociales modernas nos ha llevado a asociar erróneamente el cambio en etapas con el descreimiento respecto de la reconstrucción institucional y un compromiso con tal reconstrucción con la fe en el cambio repentino y sistémico.

La expresión más importante de este prejuicio es el contraste supuestamente integral entre dos estilos de política. Un estilo es revolucionario: busca la sustitución total de un orden institucional por otro, bajo la guía de líderes polémicos apoyados por mayorías energizadas en circunstancias de crisis nacional. El otro estilo es reformista: sus preocupaciones son la redistribución marginal o las concesiones a las inquietudes morales y religiosas, negociadas por políticos profesionales entre intereses organizados, en tiempos en que todo sigue igual.

Ahora es necesario mezclar desordenadamente estas categorías, asociando el cambio fragmentario y gradual, pero aun así acumulativo, con la ambición transformadora. Para mezcladas en la práctica, primero debemos mezcladas en el pensamiento. La principal expresión de esta mezcla es un estilo de política que desafía el contraste entre revolución y reforma y, por lo tanto, ejemplifica la práctica de la reforma revolucionaria. Una política así lleva a cabo el cambio estructural de la única manera en que generalmente puede llevarse a cabo un cambio de este tipo: parte por parte y paso a paso. Combina la negociación entre las minorías organizadas con la movilización de las mayorías desorganizadas. Y prescinde de la calamidad como condición que habilita el cambio. Debe estar preparada y fundamentada por una forma de entender y usar la economía política y el análisis legal como variedades de imaginación institucional.

¿Qué fuerzas sociales verdaderas pueden ocupar el espacio que dejó libre la fuerza laboral industrial organizada como base central de la izquierda? Un proyecto como éste requiere

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protagonistas, pero no los que desempeñaron el papel estelar en las narraciones tradicionales de la izquierda. No sólo serán diferentes las identidades de estos agentes, también deberá cambiar el sentido en que son agentes, la relación entre proyecto y agencia. Consideremos a los dos agentes más importantes: la clase trabajadora y el Estado nación.

No es posible seguir equiparando a la clase trabajadora con el proletariado industrial, la fuerza laboral sindicalizada con el trabajo en la industria intensiva en capital. En todos los países del mundo, la gran mayoría de quienes tienen que trabajar por un salario deben hacerla fuera de los límites de ese tipo de industria, en negocios con capitales bajos, en servicios sin equipamiento, a menudo en las sombras de la ilegalidad, sin ningún derecho y con pocas esperanzas. Sus ojos, no obstante, están dirigidos hacia arriba, hacia aquellos que en todo el mundo están desarrollando una nueva cultura de autoayuda e iniciativa. Su enfoque, tanto en los países pobres como en los ricos, es pequeño burgués más que proletario. Su ambición más firme es combinar una medida de prosperidad con un mínimo de independencia, incluyendo el deseo de desarrollar la subjetividad, de tener una plena vida de conciencia, lucha y esfuerzo, como los personajes de las películas. Es habitual que -por defecto, dada la pobreza de ordenamientos alternativos para la organización de la vida económica- identifiquen estas aspiraciones con negocios familiares en pequeña escala, tradicionales y aislados.

El Estado nación no será para siempre -aunque todavía lo es hoy- el protagonista predominante de la historia del mundo: el terreno preferido para el desarrollo de diferencias colectivas así como para la conducción de rivalidades colectivas. El Estado nación quiere ser diferente, sin saber cómo. Su pueblo quiere ver las imágenes características de una asociación posible y deseable encarnadas en prácticas e instituciones nacionales diferenciadas.

La nación es una forma de especialización moral dentro de la humanidad, justificada, en un mundo de democracias, por la creencia de que la humanidad sólo puede desarrollar sus poderes y su potencial si lo hace en direcciones divergentes. Si sólo se interesa por la preservación de la diferencia heredada, no tarda en verse atormentado por el conflicto entre el deseo de retener la forma de vida heredada y la necesidad de imitar: imitar a las naciones prósperas para alcanzar un éxito mayor y sobrevivir mejor en la rivalidad mundial de los Estados. En última instancia, la habilidad colectiva de crear una nueva diferencia resulta más importante que la capacidad colectiva de prolongar la vida de la antigua diferencia.

Las formas de organización política, económica y social disponibles en el mundo actual son un instrumento demasiado limitado para el desarrollo de la originalidad colectiva. No basta con doblegarse ante la diferencia colectiva establecida; es necesario profundizar la diferencia colectiva existente radicalizando la lógica institucional de la experimentación económica y política.

Los trabajadores que quieren valerse por sí mismos y las naciones que quieren elegir sus propios caminos son las fuerzas principales que deben estar representadas en las propuestas de la izquierda. Sin embargo, el sentido de la relación entre sus intereses y estas propuestas es radicalmente diferente del sentido que la teoría marxista asigna a los intereses de clase. Según

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esta teoría, cuanto más amplio es el espectro y más aguda la intensidad de los conflictos de clase, menor es el espacio para la duda o la discusión del contenido objetivo de los intereses de clase en conflicto. La lucha hará caer las máscaras y la derrota política proveerá la corrección conveniente para cualquier malentendido.

La verdad sobre los intereses y los proyectos, sin embargo, es exactamente lo opuesto a lo que implica esta descripción. Los intereses de las naciones o de clase parecerán tener un contenido claro cuando el conflicto bulla bajo la superficie más que cuando explote. No obstante, a medida que la lucha se amplíe y se intensifique esta apariencia de naturalidad se disipará. La pregunta ¿cuáles son mis intereses como miembro de esta clase o de esta nación? parecerá inseparable de la pregunta ¿en qué sentidos diversos podría alterarse este mundo y cómo cambiarían mi identidad y mis intereses en cada uno de esos mundos modificados? La idea de que los intereses de grupo tienen un contenido directo y objetivo es sólo una ilusión cuyo atractivo depende de la contención o interrupción del conflicto práctico y visionario.

La izquierda, como partido de la transformación, debe convertir la ambigüedad del contenido de los intereses de grupo en oportunidad. Debe actuar basándose en la concepción de que siempre hay dos maneras de definir y defender cualquier interés de grupo determinado. Una es institucionalmente conservadora y socialmente exclusiva: considera el nicho actual del grupo en la economía y la sociedad como destino final y define a los grupos más cercanos en el espacio social como rivales. Otra es socialmente solidaria e institucionalmente transformadora: trata a los grupos contiguos en el espacio social como aliados reales o potenciales y defiende las reformas que convierten estas alianzas efímeras en combinaciones duraderas de intereses e identidades. La izquierda siempre debe tender a preferir los enfoques solidarios y reconstructivos, a considerados el reverso de sus propuestas programáticas para la sociedad en general.

La implicancia de esta tendencia para la defensa de los intereses de la clase trabajadora puede ser suficientemente clara, en sentido negativo y en general, si es que no lo es en sentido afirmativo y en particular. Es incompatible con cualquier clase de insistencia en parapetar a la fuerza laboral en el reducto cada vez más pequeño de la producción masiva tradicional. Requiere el uso activo de los poderes del gobierno para difundir prácticas productivas avanzadas y experimentales en toda la economía.

¿Qué implica, sin embargo, tal tendencia a los enfoques solidarios y reconstructivos para la definición y la defensa de los intereses de la nación entera? Significa que un país ponga al tope de su lista de preocupaciones la movilización de los recursos nacionales -los niveles de ahorro y los superávit fiscales- lo que le permitirá resistir y rebelarse. Que comprenda la manera en que la herejía nacional depende en última instancia del pluralismo global para poder avanzar. Que se niegue a aceptar la concepción de que la globalización -tanto como la economía de mercado- se presenta en condiciones de "tómalo o déjalo" y que lo único que podemos hacer es tomarla en mayor o en menor medida y en sus propios términos en lugar de plantearla en términos diferentes. Y que funcione juntamente con otros poderes que comparten el mismo enfoque en cuanto a reformar los ordenamientos económicos globales y dar nueva forma a las realidades

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políticas mundiales. En la actualidad, estos ordenamiento s y realidades sacrifican el pluralismo experimental al dogma único y al poder imperial.

La izquierda carece de una crisis. Parte de su objetivo programático debe ser crear instituciones y prácticas -tanto intelectuales como sociales- que reduzcan la dependencia del cambio respecto de la calamidad y que hagan de la transformación algo intrínseco a la vida social. Lo que la teoría social clásica interpretó erróneamente como un rasgo de la experiencia histórica -la existencia de una dinámica inherente de transformación- es, de hecho, un objetivo. Es un objetivo valioso por derecho propio porque expresa el dominio sobre el contexto de un agente que puede participar plenamente en un mundo sin cederle sus poderes de resistencia y trascendencia. También debe ser apreciado por su conexión causal con dos grupos de posturas que el programa de la izquierda siempre debe tratar de conciliar: el progreso práctico de la sociedad mediante el crecimiento económico y la innovación tecnológica y la emancipación del individuo respecto de la división social y la jerarquía arraigadas.

No podemos seguir presuponiendo -como creían los liberales y los socialistas del siglo XIX, hechizados por un dogma que hoy ya no resulta creíble- que las condiciones institucionales del progreso material convergen natural y necesariamente con los requerimientos institucionales para la emancipación de los individuos de la división social y la jerarquía establecidas. Sería igualmente erróneo, sin embargo, suponer que estos dos grupos de condiciones están necesariamente en conflicto. La izquierda debe tratar de identificar la zona de intersección de ambos grupos de condiciones; debe tratar de hacer avanzar a la sociedad en esa zona.

Una característica de la zona de intersección es que allí las prácticas tienen la propiedad de ser extremadamente susceptibles a la revisión: exponiéndose más abiertamente a la revisión, se van asemejando menos a objetos naturales. Se asemejan más a nosotros. Facilitan la participación en las re combinaciones de personas y recursos que son vitales para el progreso práctico. Someten a un escrutinio y una presión más intensos los ordenamientos de los que dependen todas las jerarquías estables de privilegios.

Hay, sin embargo, una paradoja que entorpece el esfuerzo de establecer instituciones que atenúen la dependencia del cambio respecto de la crisis. ¿Cómo es posible que surjan tales innovaciones sin la ayuda de una crisis previa? ¿Cómo puede la izquierda romper este ignorado círculo vicioso de dependencia de la calamidad en las circunstancias reales del presente?

La respuesta reside en el descubrimiento de crisis disfrazadas, no en las grandes catástrofes de la guerra y la ruina económica, sino en las tragedias ocultas de la angustia individual, el miedo, la inseguridad y la incapacidad, repetidas muchos millones de veces en la vida de la sociedad contemporánea. Incluso en los países más ricos del mundo actual hay una mayoría de trabajadores que se sienten, y de hecho lo están, en peligro. Tal vez estén protegidos de los extremos de la pobreza y el abandono. Sin embargo, siguen excluidos de los sectores favorecidos de la economía en los que se encuentran cada vez más concentrados la renta, la riqueza, el poder y la diversión.

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Si no están desempleados, temen perder el empleo que tienen. Si viven en un país -por ejemplo, en una socialdemocracia europea- que posee un contrato social bien desarrollado, tienen buenas razones para creer que el contrato será roto, no una vez, sino una y otra vez, en nombre de la necesidad económica des cripta como competencia y globalización. Si viven en algún otro lugar -especialmente en los grandes países en desarrollo- es probable que no encuentren una fuerza política con la disposición y la capacidad para brindarles tanto una seguridad económica básica como mayores oportunidades económicas y educativas.

Casi todos se sienten abandonados. Casi todos creen ser outsiders, mirando por la ventana desde afuera la fiesta que transcurre adentro. La flexibilidad -consigna de la ortodoxia de los mercados y de la globalización- es interpretada correctamente como una palabra en clave que designa la generalización de la inseguridad. Los partidos que pretenden tener una conexión histórica con la izquierda parecen oscilar entre una colaboración avergonzada con este programa de inseguridad -abrigando la esperanza de que a través del crecimiento se generarán recursos que puedan ser redirigidos hacia el gasto social-, y una defensa desganada y debilitada de los contratos sociales tradicionales.

Este temor justificado por la simple realidad, más fuerte que cualquier esperanza, que envenena las actitudes hacia el outsider y expresa un desperdicio inmenso e irredento de energía, es equivalente a una crisis. Perdura, casi siempre silenciosamente, en la mente de los individuos. Encuentra su expresión perversa en el apoyo ocasional a partidos populistas y nacionalistas de derecha. Es el problema. Pero para la izquierda es también la oportunidad.

La forma conocida y poco creíble que adopta la crisis es esta simple frase: ¡vamos a crear empleo! Sin embargo, las personas comprenden -o no tardan en descubrir-que los gobiernos no pueden crear empleo directamente a menos que sea empleo en el sector público, excepto a la manera anacrónica y limitada de la movilización forzada del trabajo: grupos reclutados y financiados en tiempos de emergencia nacional. Así pues, la promesa vana de crear empleo es una forma errónea de dar la respuesta indispensable a la crisis oculta: un camino a seguir productivista y democratizador, que basa el compromiso social en la recuperación económica, la innovación y la reconstrucción, que promueve los proyectos sociales y económicos diseñando y construyendo las instituciones de una política democrática de alta energía. El principio práctico de esta izquierda será que humanizaremos sólo en la medida en que generemos energía.

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DOS CONCEPCIONES DE LA IZQUIERDA

¿QUÉ SIGNIFICA ser de izquierda hoy? Una idea preexistente debe hacerse realidad en una nueva circunstancia mediante un nuevo proyecto. El nuevo proyecto requiere a su vez la reinvención de la idea preexistente.

Hay dos concepciones de la izquierda que deberían luchar ahora por la supremacía. Una expresa la orientación de la socialdemocracia conservadora en lo institucional y su continuo retroceso respecto de la ambición transformadora, tanto en los países ricos como en los pobres. La otra anima, profundiza y generaliza una dirección programática como la que esbozamos en estas páginas.

Se impone la primera de estas dos concepciones, aunque entre sus partidarios hay pocos que la reconozcan por lo que es. Tiene dos partes: sólo una de ellas suele presentarse explícitamente; la otra suele permanecer en las sombras.

La parte que se presenta de manera explícita es el compromiso con una mayor igualdad de recursos y de oportunidades en la vida, que se alcanzarán principalmente a través de la redistribución compensatoria por tributación y transferencia. La tarea principal de tal re distribución hoyes atenuar el efecto de la segmentación jerárquica de la economía sobre los ingresos; la preocupación principal se refiere a la desigualdad de ingresos y de estándares de vida. El aparente extremismo del compromiso con una mayor igualdad coexiste con la mezquindad del resultado que persigue -una mayor igualdad de ingresos- y con los medios que prefiere -la corrección retrospectiva mediante el uso de transferencias gubernamentales-.

La parte de esta concepción dominante de la izquierda que queda en las sombras es la aceptación del entorno institucional de la vida económica y política. Los experimentos en rediseño institucional están asociados con las calamitosas aventuras políticas del siglo xx. El punto es endulzar lo que ya no sabemos cómo repensar ni cómo re diseñar. Según esta concepción, si hay grandes cambios institucionales para hacer, no sabemos cuáles son. Si supiéramos, tal vez seríamos, de todos modos, impotentes para producidos y sería muy prudente de nuestra parte tener en cuenta los peligros de cualquier intento de introducir tales cambios.

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Muchas de las filosofías políticas más influyentes de hoy teorizan sobre la combinación del igualitarismo redistributivo con el escepticismo o el conservadurismo institucional. De esta manera, le confieren a la socialdemocracia un halo filosófico. Los filósofos están de acuerdo en su mayor parte acerca del punto final: la rectificación del liberalismo clásico por parte de la socialdemocracia redistributiva y conservadora en lo institucional. Sólo están en desacuerdo acerca del punto de partida: ¿con qué vocabulario se expresa mejor este dogma puritano y resignado? ¿Qué presupuestos lo fundamentan mejor? ¿Cómo es posible hacer pasar este procedimiento decorativo por pensamiento?

Tal vez resulte extraño que un igualitarismo redistributivo -de posible apariencia radical cuando se lo formula de manera abstracta- coexista con una aceptación cobarde de los ordenamientos establecidos. La aparente contradicción, sin embargo, revela el verdadero resultado: los ordenamientos indiscutidos e inmodificados ponen al igualitarismo teórico en el lugar que le corresponde. La medida de igualdad económica que en verdad puede producirse es la medida compatible con estos ordenamientos. Sabemos por experiencia histórica que los derechos sociales funcionan, pero funcionan mejor para empoderar que para crear igualdad. En la medida en que creen igualdad, su efecto estará subordinado a las reformas que puedan ampliar las oportunidades económicas y educativas.

El igualitarismo teórico y extremo de esta concepción de la tarea de la izquierda, con su enfoque simplista en la circunstancia material, actúa como premio consuelo. No podemos crecer; entonces permítasenos ser más iguales. Esta sustitución revierte la relación que existe entre un aumento de los poderes humanos y el compromiso de disminuir inequidades extremas y arraigadas, de circunstancias tanto como de oportunidades. El mejor motivo para superar estas desigualdades es lograr que todos puedan aumentar esos poderes. Sabemos que poco es el bien que estaremos haciendo a cambio de un cierto daño si nuestros esfuerzos por moderar las desigualdades sólo sirven para que nos sea más fácil tolerar la disminución de nuestros poderes.

La concepción alternativa de lo que significa ser de izquierda reemplaza ambos elementos de este falso igualitarismo. En el lugar del conservadurismo institucional y el escepticismo pone una sucesión de cambios institucionales y una práctica de experimentación institucional. El punto es rechazar la opción entre un cambio institucional total y la humanización de los ordenamientos establecidos a través de la re distribución económica y la idealización legal. El proyecto que toma el lugar de esta opción inaceptable es la democratización del mercado, la profundización de la democracia y el empoderamiento del individuo. La práctica que toma su lugar debilita el contraste entre el compromiso en un mundo y la acción para cambiar el mundo, de modo tal que nos permita cuestionar y transformar, al mismo tiempo que nos comprometemos.

El objetivo primordial que persiguen esta práctica y este proyecto es hacemos crecer individual y colectivamente y hacemos más iguales, tanto en circunstancia como en oportunidad, sólo en la medida en que la desigualdad nos empequeñece y nos confina. El objetivo no es tanto humanizar a la sociedad como divinizar a la humanidad: traemos a nuestro propio ser haciéndonos más divinos.

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En su sentido más primitivo, este impulso de divinizar a la humanidad es el esfuerzo por equipar nuestra energía constructiva, disminuyendo el contraste entre la intensidad de nuestras aspiraciones y la mezquindad en la que despilfarramos nuestras vidas. El poeta Wordsworth describió el problema en su escrito crítico "TheConvention of Cintra'; pero no sugirió una posible solución:

[L]as pasiones de los hombres (es decir, el alma de la sensibilidad que reside en el corazón del hombre) -en todas las disputas, en todas las contiendas, en todas las búsquedas, en todos los placeres, en todos los empleos que el hombre busca o a los que es impulsado trascienden de manera inconmensurable sus objetos. La verdadera desdicha de la humanidad consiste en esto; no en el fracaso de la mente humana, sino en que el curso y las exigencias de la acción y de la vida se correspondan tan rara vez con la dignidad y la intensidad de los designios humanos: por lo tanto, lo que languidece lentamente es dejado de lado y denostado con demasiada facilidad. 1

Hay, sin embargo, una solución, por lo menos hasta cierto punto y en cierto sentido. Exige un conjunto de cambios permanentes en la organización de la sociedad así como en la orientación de la conciencia. Sus beneficios se relacionan con nuestros intereses más fundamentales. Primero, con nuestro interés material por aliviar la carga de pobreza, trabajo duro y enfermedad que pesa sobre la vida humana; aligera este peso desarrollando esas formas de cooperación que son más receptivas a la innovación permanente. Segundo, con nuestro interés social en liberar nuestras relaciones cooperativas de las restricciones sobre la división social y la jerarquía predeterminadas. TerTerceTercero, con nuestro interés moral en

Tercero, con nuestro interés moral en crear circunstancias que nos permitan hacer coincidir las exigencias contrapuestas de la autoconstrucción: vivir entre los otros sin cederles nuestra autoposesión. Cuarto, con nuestro interés intelectual y espiritual en ordenar la sociedad y la cultura de manera tal que podamos ser al mismo tiempo insiders y outsiders, y comprometemos sin claudicar.

El aumento de los poderes humanos, individuales y colectivos, que deberíamos buscar y valorar es la combinación de estos cuatro intereses. Los protagonistas y beneficiarios son hombres y mujeres

ordinarios más que una elite de héroes, genios y santos.

El ideal de igualdad tiene un papel doble en una concepción de estas características: el de presupuesto y el de exigencia práctica. Como presupuesto, igualdad significa que todos somos capaces de crecer y ser más divinos: las divisiones dentro de la humanidad son superficiales y efímeras. Las clases o naciones particulares pueden introducir nuevas concepciones, invenciones u

1 William Wordsworth, "The Convention of Cintra'; en The PraseWarksaf William Wardswarth, ed. de W J. B. Owen y [ane Worthington Srnyser, Oxford, Oxford University Press, 1974, vol. 1, p. 39.

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ordenamientas cuyo valor se aplique a toda la humanidad. La particularidad, sin embargo, estará entonces vinculada con el plan, más que con el mensaje.

Como requisito práctico, igualdad significa evitar los extremos de privilegios y privaciones: evitar que la transmisión familiar hereditaria de las ventajas y desventajas económicas y educativas

moldee de manera decisiva las oportunidades de vida de los individuos. Significa también establecer límites para los beneficios que puedan acumularse como resultado de dotaciones heredadas intelectuales y físicas. ¿Cuánto y con qué criterio? La medida no será otra más que la evaluación -en la circunstancia de vida- del peli-

evaluación –en la circunstancia de vida- del peligro de quedar atrapado en un privilegio que se sustenta a sí mismo respecto de los beneficios de la flexibilidad, el oportunismo, el experimento libre del proyecto de democratización y divinización.

Una evaluación tal tendrá todas las características controvertidas y paradójicas de acción e intención en contexto. Cualquier intento de consolidar una rígida igualdad de circunstancia o de adoptar como principio rector la preferencia por algún ordenamiento que dé como resultado el mayor beneficio para los menos privilegiados será representativo de un rumbo erróneo. Un intento de esta naturaleza pervierte el esfuerzo que con justicia debería ubicarse en el núcleo de un programa de la izquierda: la lucha de engrandecer lo común, sin dar nada por sentado y rediseñando todo, pero siempre poco a poco y paso a paso.

Hay un área en la que la combinación de estos impulsos alcanza mayor significación y claridad: la reforma de los acuerdos que definen la democracia. La reimaginación y reconstrucción institucional de la democracia representa más que otro contexto para experimentar en pro de la grandeza; reorganiza el área de la vida social que más influye en los términos sobre los que podemos reorganizar todas las otras áreas.

El proyecto de desarrollar una democracia de alta energía es común a las propuestas que debería adoptar la izquierda hoy para los países más ricos y más pobres. Ilustra en sus aspectos más generales la naturaleza de la unión entre los dos elementos que integran la segunda concepción de la izquierda: la práctica del experimentalismo institucional y el compromiso de hacer crecer a la gente común y la experiencia común, confiriendo mayor alcance y más instrumentos a su intensidad oculta.

Vista desde esta concepción, la democracia no se relaciona sólo con el auto gobierno popular y su conciliación con los derechos individuales. La democracia también se relaciona con la creación permanente de lo nuevo. Las prácticas colectivas para esta creación permanente de lo nuevo son un punto al que confluyen nuestros intereses más básicos: nuestro interés material en el progreso práctico, nuestro interés social en subvertir la predestinación por clase y cultura, nuestro interés moral en la conciliación de las condiciones conflictivas de la auto afirmación individual y nuestro interés espiritual en el compromiso sin claudicación.

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Hay cinco temas que se combinan tanto en la idea como en la construcción institucional de una democracia como la descripta.

El primer tema es el desarrollo de ordenamientos que favorezcan un nivel intensificado, sostenido y organizado de compromiso popular con la política. La política con contenido estructural, receptiva a la práctica repetida de la reforma radical sin necesidad de una crisis, debe ser una política de alta temperatura. Para ser fértil en relación con la causa de la democracia y con el programa de la izquierda, la política de alta temperatura debe ser institucionalizada, más que antiinstitucional o extrainstitucional. Para alcanzar este fin, los ordenamientos políticos deben favorecer todo régimen electoral que aliente el desarrollo de partidos políticos fuertes, con perfiles programáticos bien definidos. Deben asegurarles a los partidos políticos y a los movimientos sociales organizados un acceso más libre ajos medios de comunicación masivos, especialmente la televisión y la radio. Y deben debilitar la influencia del dinero en la política, por ejemplo, aportando los fondos para el financiamiento público de las campañas políticas y restringiendo tanto como sea posible el uso electoral de recursos privados. En particular, deben prohibir el uso de fondos privados para la compra de tiempo en los medios de comunicación.

El segundo tema es la tendencia hacia la rápida resolución del impasse entre las ramas de los gobiernos y la participación de la base social en dicha resolución. El objetivo sería convertir el gobierno constitucional en una máquina para acelerar la política, no para hacerla más lenta. Esto adquiere particular importancia cuando los ordenamientos constitucionales establecen un gobierno dividido, como sucede bajo un régimen presidencialista al estilo estadounidense. La solución es entonces diseñar medios que preserven la fuerza plebiscitaria de la elección directa de un presidente poderoso en un gran Estado federal, dándole al régimen al mismo tiempo mecanismos para salir rápidamente del punto muerto sobre la base de la participación popular: amplios plebiscitos programáticos acordados por ambas ramas políticas y elecciones anticipadas convocadas por cualquiera de las dos ramas políticas. Cuando se rompa el impasse, tales mecanismos también ayudarán a elevar el nivel de temperatura en la política nacional.

Un sistema puramente parlamentario, sin separación de poderes, no parece necesitar herramientas para romper un impasse. Sin embargo, un sistema de esa naturaleza puede sufrir del equivalente funcional a la práctica programada de hacer más lenta la política que suele acompañar a los gobiernos con división de poderes: si la sociedad está organizada de manera muy despareja, el desarrollo real de la política puede degenerar en una negociación no concluyente entre poderosos intereses organizados. El remedio es insistir en iniciativas que eleven el nivel de movilización política organizada. Es difundir en sectores más amplios de la sociedad prácticas avanzadas de producción y aprendizaje, y no permitir que permanezcan encerradas en vanguardias aisladas. Y es establecer la solidaridad social sobre la base de una responsabilidad universal de ocuparse de los demás.

El tercer tema es la determinación de rescatar a las personas de circunstancias de desventaja o de exclusión arraigadas, de las que no puedan escapar con los medios de acción económica y política

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a su alcance. Debería perseguirse este objetivo como una acción de efecto correctivo tanto como afirmativo.

En su aspecto correctivo, el objetivo debería promoverse mediante el establecimiento de una rama del gobierno (en al caso de la separación de poderes) o de una agencia del Estado (cuando no haya tal separación) dotada tanto de los recursos prácticos como de la legitimidad política para emprender una tarea para la cual los tradicionales Poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial no resultan adecuados. La tarea es intervenir en organizaciones y prácticas sociales particulares que se hayan convertido en pequeñas fortalezas de despotismo, y reconstruidas.

En su aspecto afirmativo, el objetivo debería cumplirse asegurándole a cada individuo una participación básica en los recursos tan pronto como la riqueza de la sociedad -libre de toda tolerancia ante desigualdades extremas de circunstancia y de oportunidad-lo permita. Esta participación mínima tendrá la forma de un ingresomínimo garantizado o de una herencia social garantizada, dependiendo de las circunstancias y del resultado de la experiencia. Dicha herencia sería una cuenta de dotación social, consistente en recursos cobrables que el individuo podría retirar en momentos decisivos de su vida. La herencia garantizada mínima aumentaría de acuerdo con dos criterios compensatorios de reconocimiento especial por logros demostrados y resarcimiento especial por discapacidad demostrada.

A medida que la fuerza del privilegio de clase se desvanezca, la sociedad deberá proceder con cautela para no reforzar excesivamente las ventajas que ya son consecuencia de dotaciones naturales desiguales. Debería hacerlo sin adoptar una fórmula dogmática. Por el contrario, debería multiplicar el espectro de excelencias reconocidas y someter a un escrutinio escéptico las razones prácticas para recompensar una determinada excelencia por el supuesto beneficio a la sociedad (recordando que la expresión de tal excelencia probablemente sea fuente tanto de gozo como de poder, sin que resulte necesario inducirla más aun). Debe evaluar el motivo de la recompensa que sobreviva a dicho escrutinio respecto del daño que la profundización de la desigualdad de dotación preexistente por la consecuente desigualdad de recompensa puede causarle a la textura de la solidaridad social.

"Contra los talentos superiores de otro -escribíó Goethe- la única defensa es el amor:' El equivalente más cercano al amor en la frialdad exterior de la vida social es la organización práctica de la responsabilidad de cuidar de los demás, alimentada por el desarrollo paciente de la habilidad de imaginar la experiencia de otros individuos. Fundamentar e inspirar esa habilidad debe ser una de las mayores preocupaciones de la educación en un sistema democrático.

El cuarto tema es el compromiso a aumentar las oportunidades para la divergencia experimental en determinados lugares y sectores. No hay una simple relación inversa entre una habilidadreforzada para hacer elecciones decisivas en política nacional y una mayor capacidad de movimiento por parte de ciertas localidades o sectores en sentidos que divergen de tales opciones. Podemos lograr un aumento de ambas habilidades, pero sólo si renovamos los ordenamiento s institucionales que organizan las relaciones entre las partes de un Estado nacional.

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Es en el interés de todos que, a medida que una sociedad recorre un cierto camino, alienta el desarrollo de fuertes contrastes con el futuro que ha elegido en manera provisoria. De este modo se minimizan los riesgos.

A este efecto deberíamos libramos del prejuicio de que todos los sectores y las localidades deben disfrutar del mismo poder constante de variación experimental. Si en un lugar o sector se manifiesta un apoyo fuerte y amplio por excluirse de algún aspecto del régimen legal general y probar algo totalmente diferente, debe permitirse el experimento, aun si le impone un costo al todo colectivo. Debe ser permitido siempre y cuando la libertad de excluirse esté sujeta a evaluación y confirmación posteriores en la política nacional y siempre que no se la use para establecer nuevas exclusiones y desventajas, protegidas contra un desafío efectivo.

El quinto tema es el esfuerzo por combinar -cada vez en mayor medida- rasgos de la democracia representativa y de la democracia directa, incluso en Estados de gran tamaño. La democracia directa no suplanta a la democracia representativa; la enriquece. Este quinto tema refuerza el primero: la intensificación de la movilización política organizada. Más aun, fortalece el sentido de agencia que la izquierda debería querer alimentar en todo el espectro de la vida social.

Es posible promover la combinación de democracia representativa y democracia directa mediante el compromiso directo de comunidades locales en la formulación y puesta en práctica depolíticas locales por fuera de la estructura del gobierno local (por ejemplo, mediante un sistema de asociaciones vecinales), mediante la participación popular organizada en decisiones nacionales ylocales acerca de la medida de variación experimental permitida en la organización de empresas, en los regímenes de contrato y propiedad y, por lo tanto, en los términos en que se asigna y se recompensa capital, y mediante el uso ocasional de amplios plebiscitos programáticos precedidos por debates nacionales.

Una democracia de alta energía caracterizada por estas cinco ambiciones nunca surgirá simplemente porque un grupo selecto de ideólogos logre persuadir a una nación de sus virtudes. Sólo podrá establecerse cuando las personas lleguen a comprender que necesitan una democracia como ésa si han de alcanzar la transformación social)" económica que desean. Deben querer un empoderamiento mayor, muchas más oportunidades que las que disfrutan hoy. Deben comprender que no pueden Iograrlas dentro del chaleco de fuerza de las instituciones políticas establecidas. No es de sorprenderse que la necesidad de una política democrática de alta energía sea más visible en los países aún en formación, que sufran desigualdades extremas de oportunidad y que se doblegan bajo el peso de instituciones importadas o impuestas. Una vida mayor para el hombre y la mujer comunes es lo que las personas quieren y es precisamente lo que les está negado.

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CÁLCULO Y PROFECÍA

EL AVANCE DE ALTERNATIVAS como las que hemos des cripta sería equivalente a una revolución universal. Los prejuicios del pensamiento de los siglos XIX y XX nos habituaron a asociar la idea de revolución con un cambio repentino, violento y total. La revolución mundial resultante de la promoción de dichas alternativas, en cambio, sería una transformación gradual, por etapas, en términos generales pacífica. Sin embargo, la transformación sería revolucionaria por varias razones. Derrocaría la dictadura de la falta de alternativas en la que vivimos hoy, atravesando los límites de la serie restringida de ordenamientos para la organización práctica de la sociedad que es nuestra experiencia más vívida de un destino colectivo. Combinaría, como lo hace todo cambio revolucionario, una transformación política y una religiosa: un cambio tanto en las instituciones que rigen nuestra vida como en las ideas acerca de la humanidad encarnadas en estas instituciones. La señal más importante de haber obtenido el éxito sería la disminución de la relación de dependencia del cambio respecto a la crisis.

Nuestra dificultad para reconocer alternativas revolucionarias cuando nos enfrentamos a ellas es consecuencia directa del hábito de confundir los caminos a seguir con planes de acción detallados. Hay un falso dilema que paraliza el pensamiento pro gramático. Una propuesta alejada de la manera en que hoy se hacen las cosas se ridiculiza, calificándola de interesante pero utópica. Una propuesta cercana a las prácticas establecidas se descarta como realizable pero trivial. En ausencia de una concepción creíble de transformación estructural, recurrimos a un falso criterio de realismo político: la proximidad a lo existente. Somos incapaces de ver loque es, en verdad, un argumento pro gramático: la visión de un rumbo y de los pasos siguientes. A medida que cambiamos en los hechos o reconsideramos de manera imaginaria nuestras prácticas y ordenamientos, revisamos también nuestra concepción de nuestros intereses e ideales. Este pensar de abajo hacia arriba y de adentro hacia afuera deja a la vista la ambigüedad que existe en medio del dogma y la oportunidad que existe en medio de la limitación.

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La idea de alternativas sociales permanece atrapada en el cadáver -que se va descomponiendo lentamente- de las grandes narraciones evolutivas de los últimos doscientos años de pensamiento social, con sus ideas, ahora increíbles, sobre sistemas indivisibles que se suceden unos a otros obedeciendo leyes inexorables. En dichas narraciones se han basado las formas de pensamientoracionalizadoras, humanizadoras y escapistas establecidas en las ciencias sociales y las humanidades contemporáneas. Estas tendencias de pensamiento nos han negado una base sobre la cual pensar programáticamente. No debemos esperar a que esa base nos sea provista por una transformación en la teoría; deberíamos construirla sobre la marcha, disciplinados por nuestros esfuerzos por definir y dar los pasos siguientes.

Un conjunto de propuestas como éstas es un precipitarse: ir más allá no sólo de la manera en que están organizadas nuestras sociedades contemporáneas, sino también de lo que nuestra comprensión nos permite decir con certeza. Debe extraer energía y autoridad de dos tipos diferenciados de llamados: uno, calculador; el otro, visionario.

El llamado calculador es a la clase reconocida y a los intereses nacionales. De estos intereses, los dos más poderosos son la exigencia pequeño burguesa de una condición de prosperidad e independencia modestas, identificadas a menudo con las formas tradicionales de la pequeña empresa o la independencia profesional, yel deseo universal de mantener y desarrollar la diferenciación nacional, identificada generalmente con la soberanía nacional. Hoy no es posible hacer realidad esos dos tipos de intereses, ni en los países ricos ni en los pobres, sin cambiar las prácticas y las instituciones que han actuado hasta ahora como vehículos de dichos intereses. Sin embargo, no es posible rediseñar estos vehículos sin revisar la concepción que se tiene de ellos.

El llamado profético es a una visión de las oportunidades humanas no materializadas. No es necesario que nadie invente esta profecía. Ya aparece expresada en la cultura popular romántica aceptada en todo el mundo. La trama de esta cultura consiste en variaciones sentimentales que siguen un mismo patrón, basadas en temas de la cultura del alto romanticismo occidental, que alcanza su expresión más plena en la novela europea. Los protagonistas se encuentran a sí mismos y a la vez se desarrollan en la lucha contra su destino social. Si bien no logran modificar la situación, logran cambiarse a sí mismos. Descubren que albergan infinitos dentro de sí; se elevan a una vida mayor. No son seres tan comunes, después de todo; no son los infelices títeres que parecían en un principio.

En un sentido, esta profecía está dirigida al deseo de poseer bienes materiales: el deseo de consumir y de disfrutar de una exuberancia de lo material. Franklin Roosevelt dijo que si pudiera poner un libro en las manos de cada niño ruso, ese libro sería el catálogo de Sears Roebuck. No obstante, si acumular cosas fuera una alternativa a conectarse con las personas, las oportunidades ofrecidas por un están dar de vida más elevado también podrían actuar como pasaje a la experimentación con un espectro más amplio de poderes y posibilidades humanas.

En otro sentido, esta profecía expresa una esperanza más elevada. Es la esperanza de que la sociedad reconocerá y alimentará el genio constructor de los hombres y las mujeres comunes;

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deque, como resultado, los problemas aparentemente insolubles cederán, uno tras otro, al ingenio intrépido; de que la pesadilla del esquema rígido de la jerarquía y la división social que paralizanuestros esfuerzos por alcanzar el autodesarrollo y la cooperación desaparecerá merced a la reforma de la sociedad y de la cultura; y de que ninguno de nosotros tendrá, por lo tanto, que escoger entre rendirse al dominio de otros y el aislamiento respecto al otro, o entre involucrarse en un mundo particular en los términos de éste y preservar la última palabra, de juicio y resistencia, para nosotros mismos.

La base de estas esperanzas es una idea acerca de nosotros mismos: la idea de que somos más grandes que todos los mundos particulares, sociales y culturales que construimos y habitamos; de que son finitos respecto de nosotros y de que somos infinitos respecto de ellos. Siempre hay más en nosotros -en cada uno de nosotros individualmente así como en todos nosotros colectivamente- de lo que puede haber en ellos.

No hay un orden social que pueda albergar de manera definitiva el espíritu humano así entendido. No obstante, un orden será mejor que otro si disminuye el precio de sujeción que debemos pagar por tener acceso unos a los otros. Un orden será mejor que otro si multiplica las posibilidades de su propia revisión, atenuando así la diferencia entre actuar dentro de él, en sus propios términos, y juzgado desde afuera, en nuestros propios términos. Un orden será mejor que otro si nos permite alejar el foco de las vidas de lo que es reproducible, desplazándolo hacia lo que aún no se presta a la reproducción: a la creación perpetua de lo nuevo. El mensaje de esta profecía no es la humanización de la sociedad sino la divinización de la humanidad.

Es un mensaje tanto enigmático como impotente en tanto se mantenga desconectado de las fuerzas impulsoras de la sociedad y despojado de ideas acerca de los pasos siguientes que debe tomar. Sin embargo, en posesión de esas conexiones y esas ideas, sus capacidades subversivas y re constructivas se tornan casi irresistibles.

Tras las aventuras institucionales e ideológicas del siglo XX, con su terrible historial de opresión en nombre de la redención,gran parte de la humanidad puede tener motivos para desconfiar de las propuestas para reorganizar la sociedad. Tal vez prefiera resignarse a obtener pequeñas victorias en la defensa de antiguos derechos o en el logro de nuevas ventajas. La disciplina de los intereses y las ideas dominantes se ha aliado con un escepticismo que se disfraza de realismo, y así ha creado en todo el mundo una apariencia de cierre.

Sin embargo, este sentido de un fin de las contiendas ideológicas e institucionales es una ilusión alimentada por la falta de imaginación. Las interdependencias del mundo abren oportunidades para la reconstrucción al mismo tiempo que imponen obstáculos a las desviaciones del sendero correcto. El significado de cualquier experimento nacional identificado como el portador defectuoso de un mensaje poderoso sobre alternativas puede resonar ahora en todo el mundo con velocidad asombrosa. Los actos de rebeldía que parecen imposibles pueden, una vez llevados a cabo, parecer inevitables.

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Durante más de doscientos años, una visión de la capacidad de los hombres y las mujeres comunes para elevarse -no sólo para volverse más ricos y más libres, sino también más grandes- se ha unido a la contienda salvaje entre Estados, clases e ideologías y a la fuerza intensificadora de nuestras invenciones mecánicas y organizacionales para prender fuego al mundo entero. A nuestros ojos incrédulos, incapaces de discernir su brillo bajo esta forma desconocida, la llama puede parecer casi extinguida o visible apenas como reacción, terror y fantasía. No obstante, volverá a arder, con una luz mayor. Son ahora nuestras ideas y nuestras acciones las que deben definir con qué propósito.

POSFACIO: PREFACIO A LA EDICIÓN ALEMANA

ESTE LIBRO es una propuesta para cambiar el mundo y cada una de sus partes, ya mismo, mediante una serie de pasos que llevarían adelante el programa histórico de la izquierda. Lo llevarían adelante reinventándolo. Si bien esta argumentación se extiende al mundo entero, tiene un significado especial para Europa y para Alemania.

La socialdemocracia europea ha representado, a los ojos de gran parte de la humanidad, una alternativa al modelo de vida social y económica establecido en Estados Unidos. Esta alternativa aún ejerce un enorme atractivo, incluso después de haber sido vaciada cada vez más de contenido diferenciador en su propio terreno. Es de interés para toda la humanidad, tanto como para Europa, que las naciones europeas sigan encarnando para todo el mundo la imagen del camino alternativo. Están dejando de hacerlo.

La socialdemocracia europea ha retrocedido hasta la defensa desesperada de un nivel elevado de derechos sociales, cediendo uno por uno muchos de sus rasgos más distintivos, tanto buenos como malos. Los ideólogos de esta retirada han tratado de disfrazada como una síntesis entre la protección social al estilo europeo y la flexibilidad económica al estilo estadounidense.

Hay ahora dos izquierdas europeas. Una de ellas acepta este retroceso, con diligencia o con resignación. La otra trata de que sea más lento, pero tiene pocas esperanzas de revertido. Estos dos cuerpos de opinión son adversarios, pero también son aliados, cómplices en el mismo achicamiento -costoso e innecesario- de las ambiciones históricas de la izquierda. Europa necesita otra izquierda. Europa necesita otra izquierda.

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Se trata de una izquierda que no podrá llevar a cabo su tarea dentro de los límites del acuerdo institucional e ideológico que definió a la socialdemocracia en el transcurso del siglo xx.La piedra angular de ese acuerdo fue abandonar los intentos de re diseñar la política y la producción. La izquierda dejó de lado esos esfuerzos a cambio de un poder fuerte para moderar la desigualdad y la inseguridad mediante derechos sociales y políticas de redistribución. La socialdemocracia europea se enfrenta con problemas que no pueden resolverse dentro de los límites de este acuerdo.

Es necesario que tanto el crecimiento económico como la inclusión social estén basados en un acceso más amplio a las prácticas y a los sectores avanzados de la producción. Sin este acceso másamplio, el crecimiento económico y la inclusión social seguirán dependiendo de medidas compensatorias. Estas medidas ofrecen un antídoto insuficiente para las profundas desigualdades y exclusiones que resultan de la división entre las partes más avanzadas y las más atrasadas de cada economía nacional.

Es necesario establecer la solidaridad social en la base de la responsabilidad real de las personas de ocuparse unas de otras, más allá de la esfera familiar. Sin una conexión directa como ésta, la solidaridad social deberá seguir dependiendo del vínculo inadecuado del dinero.

Es necesario dar a los hombres y a las mujeres comunes una oportunidad mejor de vivir una vida mayor. Sin esta oportunidad, la guerra será para algunos el terrible instrumento que les permita elevarse por sobre "la prolongada pequeñez de la vida': La paz amenazará con traer aturdimiento y menoscabo.

En el marco de esas restricciones, ni siquiera es posible completar la parte de la tarea que la socialdemocracia europea puede comenzar a realizar dentro de los límites de las institucionesestablecidas. La izquierda europea debe emprender dos tareas que actuarían como puente entre lo que debe hacerse ahora y loque debería hacerse a continuación: el esfuerzo de abordar los problemas enumerados en los párrafos precedentes.

El primero de esos puentes es la reorientación de la economía política. El mero keynesianismo no es hoy la respuesta -si es que alguna vez lo fue- a la ilusión de la falsa ortodoxia, cuya supremacía en las finanzas públicas de Europa se vio sacudida pero no quebrada por la crisis de 2008-2009. Los problemas europeos de reconstrucción económica y de oportunidad económica no pueden ser resueltos por una política de dinero fácil. Sin embargo, los sacrificios necesarios para lograr un realismo fiscal tampoco deberían utilizarse -como ha sucedido reiteradamente en Europa- al servicio de los intereses y los caprichos de los mercados de capitales. El margen de maniobra adicional que han creado los gobiernos mediante el sacrificio fiscal y la disciplina monetaria debería usarse, en cambio, para modificar las mismas instituciones financieras. Por ejemplo, debería recurrirse a un capital público de riesgo, conducido de acuerdocon principios de mercado descentralizados y competitivos, que movilice parte de los ahorros acumulados de la sociedad en los sistemas de pensión, de seguros y bancarios, para invertir en empresas incipientes y brindar a

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grupos de trabajadores y empresarios los medios tecnológicos y financieros necesarios para innovar.

El segundo de estos puentes es la reforma radical de los servicios de educación, salud y bienestar social. Los europeos deberían negarse a elegir entre la provisión masiva y estandarizada de servicios públicos de baja calidad de manos de burocracias gubernamentales y la privatización de los servicios públicos en favor de empresas orientadas al lucro. Debe ser parte del papel del Estado capacitar, equipar y financiar a nuevos grupos y empresas de la sociedad civil para que participen en el re diseño de tales servicios. Además de monitorear a los proveedores de servicios e intervenir cuando incurran en defectos o excesos, el gobierno debería experimentar con aquello que es nuevo y difícil en la provisión de servicios públicos. Cuando opere de manera directa, debería funcionaren el límite superior de calidad, no el inferior. Debería tener un enfoque revolucionario de los servicios públicos.

Lo que vincula todos estos proyectos -tanto los que pueden comenzar a lograrse dentro de los límites del marco histórico de la socialdemocracia europea como los que ya están comenzando fuera de esos límites- es un desplazamiento tanto en el método como en la visión. El desplazamiento en el método es el esfuerzo de renovar y aumentar el repertorio de ordenamientos institucionales que hoy definen a las democracias representativas, a las economías de mercado y a las sociedades civiles libres en el mundo rico del Atlántico Norte. El desplazamiento de la visión es poner el foco en la construcción de las personas más que en su mera salvaguarda.

El llamado central de un programa como éste para el rediseño de Europa debe ser una un llamado a un ideal de energía constructiva incesante. El mayor logro histórico de la socialdemocracia europea -el conjunto de medidas de protección social que ha brindado al ciudadano y al trabajador comunes- debería ponerse al servicio de este proyecto de empoderamiento y de liberación.

La socialdemocracia europea no puede llevar a cabo esta tarea dentro de los límites del acuerdo que le dio forma. La tarea que debe realizarse exige exactamente lo que ese acuerdo abandonó: la reorganización de la vida económica y, en última instancia, de la vida política. No basta con el alivio, es necesaria una reconstrucción.

Más aun, la promoción de un proyecto de esta naturaleza implica una reversión del principio que ha regido hasta ahora el desarrollo de la Unión Europea. Según ese principio, todo aquello que se relacione con la organización de la sociedad y de la economía se está centralizando cada vez más en Bruselas. Todo lo referente a la dotación económica o educativa del individuo sigue siendo prerrogativa de los Estados miembro o de comunidades locales.

Para que el programa de la otra izquierda pueda prosperar en Europa, este principio debería revertirse por completo. La principal responsabilidad del gobierno de la Unión sería garantizar atodos los ciudadanos las dotaciones económicas y educativas necesarias para elevados y fortalecer su capacidad de iniciativa. Los niveles nacionales y subnacionales de la Unión, en

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cambio, gozarían de un amplio espectro para la experimentación con formas de organización social y económica.

Ninguna de las dos izquierdas europeas existentes está a la altura de esta tarea; está fuera del horizonte de sus creencias, actitudes y experiencia. Europa tendría que crear otra izquierda: una izquierda equipada con una idea clara de alternativas, liberada por fin del prejuicio decimonónico de que las alternativas aparecen, si es que lo hacen, como el reemplazo repentino y revolucionario de un sistema (el "capitalismo") por otro (el "socialismo"). En verdad, esta fantasía se ha convertido en una excusa para que suceda lo contrario. Si el verdadero cambio es un cambio total, y el cambio total es inaccesible o peligroso, lo único que podemos hacer es humanizar un mundo que ya no sabemos cómo reimaginar o rediseñar.

Hay una base social potencial para esta izquierda reconstructiva. Tendría que reunir a los huérfanos del acuerdo socialdemócrata clásico -ya sean pequeños burgueses o pobres- ya algunos de los intereses organizados pero debilitados que formaron la base histórica de la socialdemocracia europea. También tendría que revertir el mayor error cometido por la izquierda europea en el siglo XIX y comienzos del siglo XX, un error estratégico y programático a la vez: identificar a la pequeña burguesía como su adversario.

Hoy, tanto en Europa como en el resto del mundo, la mayoría de los hombres y las mujeres alimenta el anhelo de prosperidad e independencia modestas que se han asociado tradicionalmente con la clase de los pequeños comerciantes. La tarea de la izquierda no es oponerse a ellos ni repudiar sus aspiraciones, sino ayudados a diseñar los ordenamientos y acuerdos que rescatarían estas ambiciones de su estrecha dependencia de las formas tradicionales de la propiedad independiente en pequeña escala y del egoísmo familiar.

Construir una base social de estas características representa para la izquierda europea un logro difícil pero indispensable. Exige que una visión de posibilidades no materializadas venga en auxilio del frío cálculo de los intereses de clase. Exige que la angustia por la inseguridad económica que se está extendiendo por Europa no degenere en una contienda entre insiders y outsiders, en la que probablemente ambos pierdan.

Hay una dificultad que supera a todas las otras en el logro de este cambio. El pensamiento social moderno, incluyendo las tradiciones intelectuales que han ejercido mayor influencia sobre la izquierda, ha buscado en una lógica del desarrollo y la transformación supuestamente inmanentes a la historia -un destino no elegido- la fuente necesaria y suficiente de oportunidades de cambio. La teoría de la sociedad y de la historia formulada por Marx fue tan sólo el ejemplo más importante. Estas ideas, sin embargo, eran erróneas. Los impulsos inmediatos más poderosos hacia la reconstrucción social han sido principalmente el resultado de traumas externos, del colapso económico y de la guerra. No hay parte del mundo donde esta verdad haya sido más evidente que en Europa.

El rumbo que propongo en este libro tiene como uno de sus objetivos principales hacer que el cambio dependa menos de la crisis. El problema es que las innovaciones institucionales e

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ideológicas que promoverían este objetivo son, en sí mismas, difíciles de llevar a cabo sin la ayuda del trauma. El miedo a la inseguridad económica puede no resultar suficiente para reemplazar losterribles acontecimientos que en el pasado europeo llevaron a la transformación a costa de tanto sufrimiento.

Es por esto que no resulta suficiente el cálculo de intereses en una política de desilusión. Es necesario encender la política: elevar el nivel de movilización popular permanente y combinar los lenguajes del interés y de la visión. No todos en Europa han olvidado cómo llevar a cabo esta operación: la derecha ha de mostrado repetidamente que sabe cómo hacerlo aprovechando el miedo. Será más difícil para la izquierda hacerlo aprovechando la esperanza. No obstante, es lo que la izquierda debe hacer si ha de emprender la tarea.

Plantear en estos términos el problema de la reorientación de la izquierda europea es procurar que trascienda el ámbito de la política partidaria. No es simplemente una contienda sobre instituciones y preconceptos; es también una lucha sobre la personalidad y la experiencia. Por lo tanto, debe llevarse a cabo en todos los ámbitos de la cultura y la vida social, así como en todos los aspectos de la política.

Un principio de la filosofía liberal clásica es la división absoluta entre lo correcto y lo bueno en la vida pública. Según esta concepción, el orden legal de una sociedad libre debería ser tan imparcial como sea posible ante visiones contrapuestas de lo bueno. Es una idea falsa. Ningún ordenamiento de la vida social -ya sea a través de instituciones o de prácticas- puede ser neutral entre formas de experiencia; todo ordenamiento de esta naturaleza alentará ciertas variedades de experiencia y desalentará otras. El espejismo de la neutralidad sirve a los intereses y a las creencias arraigadas bajo el régimen actual. Entorpece el camino del reemplazante verdadero y vital de esta peligrosa ilusión: la apertura a la experiencia ajena, a la invención, a la resistencia, a la reconstrucción, incluyendo la reconstrucción de los ordenamiento s institucionales que definen una democracia, un mercado y una sociedad civil libre.

Al comenzar La guerra y la paz de Tolstói, Pierre Bezukhov mira el cielo y ve el cometa Halley: presagio de la invasión napoleónica y, con ella, de la tormenta que arrancará a las personas de las apáticas rutinas en las que recorren sus vidas como sonámbulos. ¿Qué sucede cuando -ya sea para bien o para mal- nuestras vidas caen en uno de esos intervalos prolongados entre una visita del cometa y otra?

Todos deberíamos rebelamos contra la necesidad del cometa. Para los europeos y para la izquierda europea como agente de auto transformación, el significado está claro. Deben rechazar la opción entre un achicamiento humanitario de su foco en la paz y una ampliación salvaje de sus visiones en la guerra. Deben tratar de acortar, en toda área de la sociedad y la cultura, la distancia entre los movimientos ordinarios que hacemos dentro del orden social y cultural establecido, y los movimientos extraordinarios con los cuales cambiamos las piezas de este orden. Deben desarrollar una política que se mueva fuera de las dos categorías históricas: la de una política movilizadora de mayorías cargadas de energía, bien o mal conducida por la unión de líderes y catástrofes hacia la

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reconstrucción de la vida social, y la de una política desmovilizada de acuerdos y desencantos. Deben profundizar la política democrática combinando rasgos de la democracia representativa y la democracia directa. Deben radicalizar la libertad de combinar personas, ideas y cosas -la promesa central de una economía de mercado- y convertir esa libertad también en una libertad para reinventar las instituciones que definen lo que es una economía de mercado. Deben, sobre todo, tratar de equipar la vida común con las herramientas para dejar de ser tan común.

Este libro se dirige a Alemania y su futuro. Defiende una visión de mayores posibilidades en un país cuyos líderes y pensadores defienden y encarnan una visión disminuida de la nación y susperspectivas.

Ha transcurrido poco tiempo desde que se produjeron los acontecimientos que llevaron al despilfarro de la oportunidad transformadora de la reunificación. Era una oportunidad de reconstruir el Oeste a través de su reencuentro con el Este. En cambio, se convirtió en una ocasión para que las elites de una parte del país sobornaran a las personas de la otra parte para que se mantuvieran en la postración y la pasividad.

Durante los años en que se produjo este episodio calamitoso y revelador de la historia alemana, la intelligentsia nacional traicionó a Alemania. No traicionó a Alemania apoyando el modo particular en que el Oeste se relacionaba con el Este; muchos luchaban por alcanzar algo mejor. Traicionó a Alemania porque no aprovechó la oportunidad de definir y construir un futuro diferente para el país, compatible con las realidades de Europa y del mundo.

La izquierda alemana, dentro y fuera de los partidos políticos de izquierda y centroizquierda, está dividida de la manera que hemos descripto al referimos a Europa en su conjunto. Tiempo atrás, algunos de los pensadores y de los filósofos políticos más influyentes del país adoptaron la costumbre de promover el liberalismo angloestadounidense y una socialdemocracia sumisa y atrofiada, con un vocabulario hegeliano-marxista, utilizando las palabras debatallas ideológicas que habían terminado mucho tiempo atrás para disfrazar nuevas claudicaciones.

Sin embargo, Alemania no necesita permanecer sujeta a la dictadura de la falta de alternativas imperante en el mundo. Existen rasgos en la vida nacional del país, en la organización de su economía, en la estructura de su sociedad y en el carácter de su cultura que otorgan una relevancia particular a la propuesta presentada en este libro.

El corazón de la vitalidad económica de Alemania no reside en un puñado de empresas gigantescas que emplean una fracción mínima de la fuerza de trabajo alemana. Reside en innumerables pequeñas y medianas empresas, en la extensa periferia de subcontratación y de servicios que ha surgido en torno a esta actividad productiva descentralizada, siguiendo las antiguas tradiciones del trabajo artesanal que sostienen esta economía, con hábitos de disciplina y de auto sacrificio que no se han perdido totalmente y con la profundidad de conocimientos y habilidades de la que sigue disfrutando la nación, a pesar de la calidad deficiente de gran parte de la educación en Alemania.

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La pregunta es: ¿cómo usará Alemania este legado histórico? ¿Su destino seguirá atado al futuro de las industrias de producción masiva, que están en decadencia? ¿O se reinventará siguiendo el modelo de las prácticas experimentalistas que se han vuelto primordiales para el progreso económico -la mezcla de cooperación y competencia, la moderación de la especialización extrema, la redefinición de la producción como innovación permanente y el uso de operaciones que hemos aprendido a reproducir-, expresadas en fórmulas que a su vez se materializan en máquinas, para poder desplazar más tiempo y con más energía hacia las actividades que aún no pueden repetirse? ¿Seguirán sus fortalezas y sus oportunidades encerradas dentro de una vanguardia aislada, vinculada débilmente con otros sectores de la economía?

Los alemanes no podrán dar respuestas afirmativas a estas preguntas sin emprender, tanto en su política como en su economía, la reconstrucción del orden económico y de las formas de relación entre el gobierno y la empresa privada. La regulación a distancia de las empresas por parte del gobierno y del régimen tradicional de propiedad y contrato son tan insuficientes para lograr este objetivo como la economía dirigida por el gobierno y la supresión del mercado. La izquierda en Alemania, al igual que en todas partes, debería proponerse reorganizar la economía de mercado, de manera que las oportunidades económicas estuvieran al alcance de más individuos de maneras más numerosas, en lugar de limitarse a regulada o de compensar mediante la re distribución retrospectiva las desigualdades y las inseguridades causadas por el accionar del mercado.

En todos los países del mundo, la mayor parte de las personas trabajan fuera de las grandes organizaciones. En algunos países, en particular en las socialdemocracias de los países escandinavos, los ordenamientos de la vida política y económica han permitido que los grandes intereses organizados del trabajo y las empresas, bajo la mirada vigilante del Estado, representen de manera relativamente creíble, además de los intereses de sus propios miembros, los de aquellos que no están organizados. En la mayoría de los países, nadie supone que las grandes organizaciones son algo distinto de lo que parecen: herramientas organizacionales de los insiders, atemorizados o codiciosos, que tratan de resistir contra todos los outsiders.

Lo que distingue a Alemania en este sentido es que las grandes organizaciones retienen algún grado de legitimidad. No obstante, no presentan ninguno de los rasgos de orientación solidaria -responsabilidad hacia los outsiders- que podría justificar su poder y su autoridad. Por lo tanto, el país necesita liberarse de su férreo control. El objetivo no es afirmar el poder de un mercado de flotación libre. Es atacar, mediante una reorganización de la economía y la política, las divisiones entre insiders y outsiders. La consigna debe ser dotaciones que aseguren oportunidades y capacidad para todos, más que privilegios para algunos.

La cultura alemana se ha caracterizado siempre por oscilar entre extremos de subjetividad romántica y de rebelión y una claudicación resignada ante el mundo tal cual es. El extremo antirromántico de esta polaridad es el que hoy domina, con una furia reivindicativa, la vida cultural del pueblo alemán. Muchos intelectuales alemanes destacados han visto en este desplazamiento un signo encomiable de maduración. Sin embargo, es un signo de claudicación. El país entero ha

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sido inducido a confundir desilusión con realismo. Se le ha enseñado a olvidar que los mundanos no son capaces de cambiar el mundo.

En el transcurso de su traumática historia nacional, los alemanes nunca deberían haberse conformado con cantar encadenados. Lo mejor es cantar libres de cadenas. Sin embargo, es mejor cantar encadenados que no cantar; la liberación, que nunca es completa, no puede proseguir sin el canto.

La solución a este problema no es un regreso al polo romántico de la alternancia entre romanticismo y antirromanticismo enla cultura alemana. La solución es atacar la alternancia en sí misma y restablecer la poesía de la visión que hay en el interior de la prosa de la realidad.

Un defecto fundamental del romanticismo en todas sus formas, pero especialmente en sus manifestaciones políticas, es su falta de esperanza en lo que respecta a la estructura y a la repetición. Según la concepción romántica, el espíritu, el sentimiento y la vida auténticos sólo pueden existir en interludios de rebeldía contra la repetición, encarnada en actitudes compulsivas del carácter -la forma endurecida de un ser- o en las reglas de las instituciones -la forma endurecida de una sociedad-.

A diferencia de las concepciones romántica y antirromántica, podemos cambiar nuestra relación con los ordenamientos de la sociedad y la cultura. Podemos crear un mundo social y cultural que nos permita involucrarnos sin ceder nuestros poderes de resistencia y trascendencia. Es un proyecto de dimensiones y se remite a una antigua historia: en lenguaje cristiano, que el espíritu se encarne en el mundo, en vez de flotar incorpóreo sobre él. Formulada en términos tan abstractos, es una historia que podría parecer casi vacía, Sin embargo, en un contexto histórico particular puede adquirir un contenido programático definido, asociado con la lucha por el modo de materializar nuestros intereses confeso s y nuestros ideales profesados.

La respuesta promisoria a los peligros y las ilusiones del romanticismo político no es -como las elites políticas, empresariales e intelectuales de la Alemania contemporánea tratan de hacer creer a los alemanes- buscar refugio en lo ordinario, que sólo la falta de imaginación puede hacer tolerable. Es cambiar el mundo, nuestro mundo, parte por parte. No podemos cambiar el mundo sin cambiar nuestras ideas.

El lector debería comprender que este libro es tan sólo una parte reducida de un programa intelectual de grandes dimensiones: unalucha contra el destino a través del pensamiento, un esfuerzo de dar nuevo significado y nueva vida a los proyectos de liberación individual y social que han sacudido y conmovido al mundo durante los últimos doscientos años, una lucha por imaginar las formas que pueden y deberían tomar esos proyectos si es que han de tener algún futuro.

He elaborado este programa intelectual construyendo una alternativa radical al marxismo en la teoría social," reformulando el pensamiento jurídico como instrumento de la imaginación institucional.' proponiendo alternativas institucionales particulares para la organización dela economía y del Estado," y desarrollando una concepción filosófica de la naturaleza y la humanidad

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en la que la historia está abierta, la novedad es posible y la divinización de la humanidad es más importante que la humanización de la sociedad.

Este cuerpo de pensamiento no reconoce influencia mayor que la influencia de la filosofía alemana, a excepción de la influencia aun mayor del cristianismo. Este libro puede caer en oídos sordos en la Alemania de hoy. En él, sin embargo, un extranjero se dirige a los lectores alemanes en nombre de los ideales universales y con ayuda de las ideas alemanas.

Pertenezco a la generación de 1968 que tuvo en todo el mundo la esperanza de dar nueva forma a la sociedad según el modelo de la imaginación. He tratado de aprender de la desilusión y de la derrota, pero no he perdido la esperanza. "Si el necio persistiera en su necedad -escribió William Blake- se volvería sabio.”