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 do ciento cuarenta y un anos desde su muerte. Ella tenía en Wola u na casita con jardín , pero como allí se es tá constru- yendo un nuevo barrio, le han d ado este piso. De su il ustre tatarabuelo no conserva ningún recuerdo: todo ardió en 1944, en la sublevación de Vars ovia. En Wol a conocía a sus vecinas; aquí, a nadie. Porque a esta casa se mudan gentes del campo, se ve enseguida que son unos puebGrinos . Se equivoca: cas i todos los habitantes del edifi cio son varsovia- nos de pura cepa, pero no importa.) Alguien ha dicho con acierto que este pueblo vive atra- pado por su historia. Qu e nuestra historia ha trabajado de- nodadamente por el eterno éxito de Kraszewski.1 Todas las conversaciones indefectiblemente acaban desembocando en guerras, sublevaciones, revoluciones Precisame nte contr a es as vivencias, experiencias y obsesiones, se ha erigido esta casa. La guerra no construye casas. ésta no ha salido nada mal. Dign a de ver se. Digna i ncluso de envidia. 1 Józef Ignacy Kraszewski 1 8 12-1887 , el má s ~r olí fico e los escri tores pola cos autor de un centenar de novel as histó ricas. EL TIESO Nuestro vehículo corre por la carretera. La s pupilas de sus faros intentan divisar la meta en medio de la oscuri- dad. Sí, la meta ya está cerca: Jeziorany, 20 km. Media hora más y el viaje se habrá acabado. El vehículo quiere al- canzarla, pero corre cada vez más cansado: el viejo trasto no aguanta rutas largas. En el fondo del camión descansa un ataúd. La negra caja está rodeada por unos ángeles cegatos. Lo peor son las curvas: la caja se desplaza y podría aplastar las piernas a los que van sentados en los laterales. Ahora, la carretera se quiebra y vuelve a quebrarse en curvas cerradas en su camino cuesta arriba. El motor aúlla varios tonos más alto que de costumbre, luego le da el hipo, se atraganta y se apaga. Otra avería. De la cabina baja una figura embadurnada. Es Zieja, el conductor. Se mete a rastras bajo el camión en busca de la pieza estro- peada. Desde su eschndite desacredita a este mundo loco. Escupe cuando la grasa recalentada le gotea sobre la cara. Finalmente, reaparece en medio de la carretera para sacu- dirse el polvo y decir: -Nada que hace r. No arrancará. Po déis fumar.

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do ciento cuarenta y un anos desde su muerte. Ella tenía en

Wola una casita con jardín, pero como allí se está constru-

yendo un nuevo barrio, le han dado este piso. De su ilustre

tatarabuelo no conserva ningún recuerdo: todo ardió en

1944, en la sublevación de Varsovia. En Wola conocía a sus

vecinas; aquí, a nadie. Porque a esta casa se mudan gentes

del campo, se ve enseguida que son unos puebGrinos. (Seequivoca: casi todos los habitantes del edificio son varsovia-

nos de pura cepa, pero no importa.)

Alguien ha dicho con acierto que este pueblo vive atra-

pado por su historia. Que nuestra historia ha trabajado de-

nodadamente por el eterno éxito de Kraszewski.1 Todas las

conversaciones indefectiblemente acaban desembocando en

guerras, sublevaciones, revoluciones .. Precisamente contra

esas vivencias, experiencias y obsesiones, se ha erigido esta

casa. La guerra no construye casas. Y ésta no ha salido nada

mal. Digna de verse. Digna incluso de envidia.

1. Józef Ignacy Kraszewski (1812-1887), el más ~r olí fico e los

escritores polacos, autor de un centenar de novelas históricas.

EL TIESO

Nuestro vehículo corre por la carretera. Las pupilas de

sus faros intentan divisar la meta en medio de la oscuri-

dad. Sí, la meta ya está cerca: Jeziorany, 20 km. Media

hora más y el viaje se habrá acabado. El vehículo quiere al-

canzarla, pero corre cada vez más cansado: el viejo trastono aguanta rutas largas.

En el fondo del camión descansa un ataúd.

La negra caja está rodeada por unos ángeles cegatos. >Lo peor son las curvas: la caja se desplaza y podría aplastar

las piernas a los que van sentados en los laterales.

Ahora, la carretera se quiebra y vuelve a quebrarse en

curvas cerradas en su camino cuesta arriba. El motor aúlla

varios tonos más alto que de costumbre, luego le da el

hipo, se atraganta y se apaga. Otra avería. De la cabina

baja una figura embadurnada. Es Zieja, el conductor. Se

mete a rastras bajo el camión en busca de la pieza estro-

peada. Desde su eschndite desacredita a este mundo loco.

Escupe cuando la grasa recalentada le gotea sobre la cara.

Finalmente, reaparece en medio de la carretera para sacu-

dirse el polvo y decir:

-Nada que hacer. No arrancará. Podéis fumar.

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Qué fumar ni que ocho cuartos. ¡Nos dan ganas de

llorar!

Hace apenas dos días había llegado yo a Silesia, a la

mina Alexandra Maria. El tema quese me había encargado

exigía unasonversación con el director de la residencia de

obreros. Lo localicé en su despacho cuando explicaba algo

a seis mocetones a cual más gigantesco. Agucé el oído.El asunto era el siguiente:

Durante una explosión controlada, un inmenso blo-

que de carbón se había desplomado sobre un minero. Su

cuerpo había sido rescatado, pero hecho un amasijo de

carne. Nadie conocía bien al muerto. Llevaba trabajando

en la mina apenas dos semanas. Se ha consultado la ficha

con sus datos personales. Nombre y apellido: Stefan Ka-

nik; edad: dieciocho años. El padre vive en Jeziorany, Ma-

zuria. La dirección ha llamado por teléfono al ayunta-

miento de la localidad. Por él ha sabido que el padre está

paralítico, así que no puede acudir al entierro. Las autori-

dades de Jeziorany piden un favor: ¿No se podría trans-

portar el cuerpo hasta su pueblo? La dirección de la mina

accede, proporciona un vehículo y encarga al jefe de la re-

sidencia de obreros que encuentre a seis hombres que

acompañen el ataúd.

Son estos seis.

Cinco dicen que sí, el sexto que no: no quiere perder

parte del sueldo. Falta uno para completar la comitiva.

¿Puedo ir yo? El director menea la cabeza:kEl sefior redac-

tor en el papel de portador de ataúdes3 ¡Rayos y truenos!,

¡menuda historia! O

Una carretera desierta, un trasto de camión, un am-

biente sin una brizna de aire.

El ataúd.

Con un trapo Zieja se limpia las manos, embadurna-

das de grasa.

-¿Y ahora qué? Teníamos que estar allí por la tarde.

Estamos tumbados a l borde de la cuneta, sobre una

hierba cubierta por una pátina de polvo. Duele el espina-

zo, duelen los pies, los ojos escuecen. El suefio pugna por

unirse a la comitiva. Cálido, ronroneante, insistente.-A dormir, chicos -dice WiSnia con voz suave, y se

acomoda hecho un ovillo.

-¿Que? -vuelve a hablar Zieja-, ¿a dormir?LY que

pasa con aquél?

No es muy amable por su parte que nos lo recuerde.

Golpeado por esta pregunta, el sueño se enfría, retrocedeA

Martirizados por el cansancio, ahora también lo estamos

por la inquietud y la inseguridad, con los ojos fijos en el

cielo, por el que fluye un banco de nubes plateadas. Tene-

mos que tomar una decisión.

Habla WoS:

-Nos quedaremos aquí esta noche. Por la maííana

uno de nosotros irá caminando hasta la ciudad'y traerá un

tractor. N o hay prisa, esto no es una panadería.

Habla Jacek:

-No podemos esperar hasta que se haga de día. Hay

que arreglar el asunto pronto , lo antes posible.

Habla Kostarski:

-¿Y si lo cogemos y lo llevamos a hombros? El mu--chacha no era gran cosa y aún menos ha quedado bajo el

carbón. No pesa tanto. Antes del mediodía habremos aca-

bado.

Es una idea loca, pero es la mejor. A arrimar el hombro

y seguir a pie. Son las primeras horas de la tarde, no quedan

más de quince kilómetros, por supuesto que lo conseguire-

mos. Pero no sólo se trata de esto.l_Acurrucados al borde.de

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la cuneta tras rechazar la primera tentación del suefio, sen-timos con una seguridad escalofriante que sería insoporta-ble permanecer allí, velando aquel cadáver que se encuentracasi encima de nuestras cabezas, en medio de la omnipre-sente oscuridad, de arbustos traicioneramente agazapadosy

del silencio absoluto del horizonte ante nuestros gritos yllamadas. Sí, esa espera del alba, apática pero cargada detensión, nos resultaría insoportable. ¡Más vale ponernos encamino con el ataúd a cuestas! Adoptar u n comportamien-to activo, movernos, hablar, destruir el silencio que emana

1 del baúl negro, demostrar al mundo y a nosotros mismos,' sobre todo a nosotros mismos, nuestra pertenencia al mun-do de los vivos, en el que el intruso es él, el Tieso, esa cria-tura extraña y sin forma que yace en el fondo de una cajaatornillada.

' Al mismo tiempo, nuestra disposición a hacer el es-fuerzo de cargar con él es una especie de homenaje póstu-1, mo que de mala gana le rendimos al muerto para que noslibre de su presencia, insistente, obstinada y cruelJ

Resulta pesada la marcha con el ataúd al hombro. Vis-to desde esta posición, el mundo se reduce a un trozo in-significante: el péndulo de los pies de nuestro predecesor,un pedazo de tierra negra y el péndulo de nuestros pro-

, pios pies. @ tener la vista fija en este paisaje tan pobre,

por un reflejo convoca uno a la imaginación. Sí, el cuerpoestá maniatado, pero jel pensamiento sigue libre!-Si ahora pasa alguien por aquí y nos ve, seguro que

sale corriendog-¿Sabéis?, si empieza a moverse, lo soltamos y salimos

pitando.-Lo importante es que no llueva. Si se empapa se vol-

verá pesado.

No, nada augura lluvia. Hace una tarde calurosa, elcielo, inmenso y límpido, se eleva por encima de la tierradormida que envía al espacio el canto de los grillos y el ta-bleteo rítmico de nuestros pasos.

-Setenta y tres, setenta y cuatro, setenta y cinco -loscuenta Kostarski.

Al llegar a doscientos nos cambiamos de lugar. .Trespasan a la izquierda, los otros tres a la derecha. Y luego,vuelta a cambiar. El borde de la caja, duro y afilado, se en-carna en los músculos del hombro. Hemos dejado la ca-rretera para internarnos en el bosque, vamos por iin cami-no de tierra, más corto, que bordea el lago. En una horano hemos hecho más de tres kilómetros.

i-_iCÓmo es posible? -se pregunta WiSnia-. Un hom-bre muere y en lugar de estar bajo tierra deambula por en-cima de ella y además mortifica a otros. Y no sólo eso.Ellos se mortifican para que él pueda deambular. ¿Cómoes posible?--

-En un sitio leí -dice Jacek- que durante la guerra, enRusia, en los campos de batalla, cuando se fundía la nieveaparecían brazos extendidos hacia arriba. Ibas por un ca-mino y sólo veías la nieve y aquellos brazos. ¿Te das cuen-ta?, sólo eso. g h o m b r e , cuando se acaba, no quiere desa-parecer de la vista de los otros. Es la gente la que se loquita de la vista. Lo entierra para estar tranquila. Él solito

no se apartadad-Como el nuestro -dice WoS-. Si fuera por 61, recorre-ría con nosotros el mundo entero. Bastarla que lo quisiéra-mos llevar. Incluso creo que uno se podría acostumbrar.

-Y tanto -se burla Gruber desde detrás-, i]a gentesiempre carga con algo inútil. Este con una carrera, aquélcon unos conejos, el de más allá con la mujer. Así que no-sotros podemos cargar con él4

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-No hables mal de él porque te dará una patada en la

oreja -advierte WoS.

-No será tan maligno -se tranquiliza Gruber-. Hasta

ahora se ha portado muy bien. Seguramente era un buen

tipo.

@ realidad, no sabemos cómo era. Ninguno de noso-

tros lo ha visto una sola vez. Stefan Kanik, dieciocho años,

muerto en accidente. Nada más. Ahora podemos aíiadir

que pesaba unos sesenta kilos. Un muchacho joven, delga-

do. El resto es un misterio. Mera especulación. Un enig-1 ma que ha adoptado esta forma invisible y desconocida, el

i extrafio, el Tieso, gobierna a seis hombres vivos, se apode-

¡ ra de sus pensamientos, fatiga sus cuerpos y, sumido en

un silencio gélido e impenetrable, acepta su sacrificio de

abnegación, docilidad y aprobación voluntaria de un des-

tino tan caprichosamente formado^

-Si era un buen tipo, no importa sudar -declara WoS-,

pero si era un mal bicho, al agua con él.

¡Cómo era! ¿Acaso es posible saberlo? ¡Seguro que sí!

Lo llevamos a cuestas cinco kilómetros y hemos exhalado

un barril de sudor. De modo que hemos invertido en este

despojo un montón de trabajo, nervios y tranquilidad.

1 @te esfuerzo, esta parte de nosotros, pasa a formar parte

del Tieso, su valor aumenta a nuestros ojos, nos une a él,

nos hermana con él a través de la frontera entre la vida y

la muerte. El desconocimiento mutuo cede. El Tieso se

vuelve nuestrg No lo arrojaremos al agua. Condenados a

su peso cada vez más molesto, cumpliremos nuestra mi-

sión llevándola hasta el final.

El bosque llega hasta la orilla del lago. Vemos un pe-

quefio prado. WoS ordena descanso y empieza a preparar

una hoguera.

Enseguida salta la llama, frívola y lanzada. Nos senta-

mos alrededor del fuego y nos quitamos las camisas moja-

das, que despiden' un olor agrio. A la luz del centelleante

y tembloroso brillo nos vemos los rostros empapados de

sudor, los torsos desnudos y húmedos y las hinchazones

amoratadas que se han formado en nuestros hombros. El

fuego despide calor en ondas conckntricas. Tenemos que

apartarnos. Ahora lo que más cerca se halla del fuego es el

ataúd.

-Hay que apartar el mueble, que si no, se chamuscará

y empezará a apestar -diqe WoS.

Hemos colocado el ataúd un poco más lejos, entre los

arbustos, y Pluta lo ha tapado con ramas que ha recogido.

[Permanecemos sentados alrededor de la hoguera, res-

pirando aún con dificultad, venciendo las acometidas del

sueño y la sensación de irrealidad, calentándonos al fuego

y gozando de la luz tan mágicamente arrancada a la oscu-

ridad. Nos sumimos en un estado de inercia y abandono. 1La noche nos encierra en una celda aislada del mundo, de iotras vidas, de la esperanzaA

Precisamente en este momento oímos un penetrante y

espantado susurro de WiSnia:

-iCdlaos! iAlgo se acerca!

Nos invade una repentina sensación de pánico. Agujas

heladas se nos clavan en la espalda. Sin querer dirigimos las

miradas hacia los arbustos, allí donde estd el ataúd. Jacek

no aguanta más: con la cabeza pegada a la hierba, agotado,

ávido de sueño y embargado por un ataque de terror, em-

pieza a sollozar. Su comportamiento nos hace reaccionar.

El primero en volver en sí es WoS, quien se abalanza sobre

Jacek, lo zarandea y empieza a pegarle. Le propina una pa-

liza tal que el llanto del muchacho se convierte en un ge-

mido monocorde, interrumpido a ratos por prolongados

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suspiros. WoS acaba por soltarlo, se apoya contra el tronco

de un árbol y se ata los cordones de un zapato.

Mientras, las voces que ha distinguido WiSnia resul-

tan cada vez más nítidas, se están acercando a nosotros. Se

oye el fragmento de una melodía, risas y gritos alegres.

Aguzamos el oído. En medio de este desierto d e oscuri-

dad, nuestra caravana encuentra la huella del ser humano.Las voces ya casi están aquí. Finalmente también se distin-

guen unas siluetas. Dos, tres, cinco...Unas muchachas. Seis, siete ..Ocho. Son. . ocho chicas.

Después de las primeras dudas, desconfianzas y vacila-

ciones, se quedaron. A medida que avanzaba la conversa-

ción empezaron a aproximarse al fuego y se fueron sentan-

do a nuestro lado, tan cerca que bastaba con extender el

brazo para abrazarlas. Sentimos bienestar. Después de todo

lo que habíamos pasado aquel día, las largas horas de carre-

tera en un trasto desvencijado, la caminata agotadora y la

batalla contra los nervios, después de todo aquello, o tal

vez en contra de aquello, sentimos bienestar.

-¿De excursión? ¿Igual que nosotras?

-Sí -mintió Gruber-. Hace una noche preciosa, ¿verdad?

-Preciosa. La estoy viviendo con todo mi ser. Como

todos.

-No todos -dijo Gruber-. Hay quien no puede vivir-

la. Ni ahora ni dentro de un rato. Nunca.

Mirábamos a las muchachas. Con vestidos multicolo-

res, con los hombros desnudos, tostadas por el sol y ahora, a

la luz del fuego, despidiendo un brillo ya dorado, ya cobri-

zo, con unas miradas aparentemente indiferentes y sin em-

bargo provocativas y vigilantes a la vez, accesibles e inalcan-

zables,lcontemplaban el fuego, a todas luces rendidas ante

esa atmósfera extraña y un tanto pagana que se apodera de la

gente cuando está junto al fuego en medio de un bosque os-

curo. Al mirar a aquel grupo tan inesperadamente aparecido

sentimos cómo, a través de nuestro aturdimiento, sueño y

cansancio, empezaba a penetrar en nosotros un agradable

calor interior. Deseándolo con toda el alma, al mismo tiem-

po nos kquietaba el peligro que entraí íaba~Todasa cons-trucción en la que se basaba la necesidad y la pertinencia de

todo nuestro gran esfuerzo por alguien que ya no existía se

tambaleaba ahora. ¿Para qué tanto sudor y tanta tensión en

un momento en que se presentaba una ocasión estupenda?

puesto que estábamos unidos con el muerto sólo a través

de sensaciones negativas, ahora que nos habíamos dejado

llevar por la nueva situación, podíamos romper con el Tieso

tan radicalmente que todo intento de seguir cargando con el

ataúd lo consideraríamos una idiotez total y absoluta, como

algo que sólo nos ponía en ridícu10~WoS, que después del incidente con Jacek permqecía

sombrío y callado y no se había unido al flirteo, me llamó

a un lado.

-La cosa pinta mal -susurró-. Se irán tras las faldas

como dos y dos son cuatro. Y si falta uno, no podremos

con la caja. Se puede armar un lío tonto.

Desde la distancia, mientras casi tocábamos los latera-

les del ataúd con las pantorrillas, observábamos la escena

que se desarrollaba en el prado. Seguro que tras las faldas

irían Gruber y Kostarski; Pluta, no. ¿Y Jacek? Era una in-

cógnita. Un muchacho tímido por naturaleza que no em-

pezaría nada antes de que lo hiciese la chica, que se queda-

ría perplejo ante la primera negativa, que se retiraría ante

el primer «no)) emenino. Como debido a esto tenía pocas

ocasiones, se aferraba a la primera que se le presentaba.

-Jacek se irá, fijo, como me llamo WoS -dijo WoS.

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-Vamos hacia el fuego -respondí-, aquí no arreglare-

mos nada.

Regresamos con el grupo. Pluta echaba leíía al fuego.

«¿Recuerdasaquel ototío?)), as chicas cantaban la popular

canción. Nos sentíamos bien, pero al mismo tiempo un

poco raros.lNadie dijo una palabra del a taúd, "pero aquelataúd estaba-allí. Nos diferenciábamos de las muchachas

por el conocimiento de su existencia, de su paralizadora

participación.

1Stefan Kanik, dieciocho años. Alguien que faltaba y

i 4, que, sin embargo, en aquel momento estaba más presente

( 1 que nadie. Bastaba con extender un brazo para abrazar a

una muchacha, pero también bastaba dar cuatro pasos para

inclinarse sobre el ataúd, y entre lo más bello -la vida- y lo

más cruel -la muerte- estábamos no so tr og

Com o el Tieso ese nos era desconocido, con tanta más

facilidad podíamos identificarlo con cualquier muchacho

con que nos hubiéramos topado en algún lugar del mundo.

Sí, era aquél. Seguro que era aquel que estaba de pie delante

de la ventana. Con una camisa de cuadros desabrochada,

miraba los coches que pasaban por la calle, escuchaba el ru-

mor de las conversaciones, observaba a las muchachas que

paseaban por allí y cuyas abombadas faldas levantaba el

viento, dejando al descubierto el blanco de unas enaguas

tan fuertemente almidonadas que se las habría podido co-

locar en el suelo en posición vertical, como se hace con las

gavillas. Y luego salía a la calle para encontrarse con su no-

via, y caminaban juntos, y él le compraba unos caramelos

y una botella de la limonada más cara, El Negrito, y lue-

go ella le compraba fresas, e iban a ver la película Un veruno

con Mónicu en la que una actriz de apellido difícil se des-

nudaba ante un actor de apellido difícil, cosa que la chica

jamás había hecho ante él. Y luego, mientras la besaba en

el parque, por encima de su cabeza y a través de su pelo dis-

plicentemqnte suelto, escrutaba el panorama, a ver si no se

acercaba ningún policía, que le quitaría el carné de alumno

y lo mandaría a la escuela, o querría veinte zlotys, cuando

entre los dos no tenían más de cinco. Y luego la muchacha

decía: ((Tenemos que irnos ya)), pero no se levantaba delbanco; decía: «Vámonos, ya es tarde)),y lo abrazaba todavía

con más fuerza, y él preguntó: «¿Sabescómo se besan las

mariposas?)),y acercó sus pestañas a las mejillas de ella yempezó a moverlas muy deprisa, cosa que debió de hacerle

cosquillas a la chica porque no paraba de reírse.

LA lo' hejor se encontraban a menudo, pero en nuestra

imaginación no había más que aquella imagen ingenua y

banal. Era la única. Y última, porque más tarde sólo vimos

aquello que no nos habría gustado ver, lo que no querría-

mos volver a ver nunca más en la vi daPero cuando rechazarnos esta segunda visión, la mala,

volvimos a sentir bienestar y todo nos proporcionaba ale-

gría: el Leg o, el olor a hierba aplastada, el hecho de que se

hubiesen secado nuestras camisas, el sueño de la tierra, el

sabor de los cigarrillos, el Bosque, los pies descansados, el

polvo de las estrellas, la vida; la vida más que cualquier

otra cosa.

Finalmente reanudamos la marcha. Nos sorprendió el

alba. El sol nos calentaba mientras avanzábamos. Se nos

doblaban las piernas, se nos dormían los brazos y se nos

hinchaban las manos, pero acabamos por llevar al cemen-

terio, a la tumba -este último puerto de nuestras vidas en

el que atracamos una sola vez y de donde ya no volvemos

a echarnos a la mar-, a ese Stefan Kanik, dieciocho años, jmuerto en un trágico accidente, durante una explosión

controlada, aplastado por un bloque de carbón. i