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Junio-julio 2014 I Publicación bimestral de la Editorial Grupo Destiempos I ISSN: 2007-7483 I Reservas de Derechos al Uso Exlusivo: 04-2013-101814413100-1021 I 39

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Junio-julio 2014 I Publicación bimestral de la Editorial Grupo Destiempos IISSN: 2007-7483 I Reservas de Derechos al Uso Exlusivo: 04-2013-101814413100-1021 I

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Revista destiempos N°39

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Belén Nasini Jasiner

La fatiga y el agotamiento poseían su cuerpo. Los terribles recuerdos inundaban su mente. Demasiado recientes la tierra y la sangre, también el oscuro sacrificio y el penoso viaje de regreso. Sus fuerzas estaban prácticamente agotadas. Arrastraba su ánimo por los suelos, trayéndolo tras de sí a los tirones, sometiendo a la más dura de las pruebas a su vejada voluntad.

Cada paso que daba lo alejaba un poco más de la fatídica guerra que había puesto fin a la vida de tantos de sus valerosos amigos. Muchos de ellos habían muerto en combate. Y otros tantos habían perecido en el trayecto de regreso. Pero él aún vivía. Y sus pies, aunque cansados, todavía lo obedecían.

Divisó su hogar a lo lejos. Se alzaba intemporal frente a sus ojos, resplandeciente bajo la luz de la aurora. Las columnas que sostenían su techumbre lucían más robustas que nunca y los bajorrelieves que decoraban su fachada se apreciaban en toda su riqueza. Entonces pensó que el esplendor de aquel ostentoso edificio contrastaba graciosamente con su penoso estado. Pero pronto sería, una vez más, digno rey de su palacio.

De pronto la estática majestuosidad de aquella deslumbrante imagen se quebró con la estridencia de un grito: “¡Señora! ¡Señora! ¡El rey ha vuelto! ¡El rey ya está aquí!”. Al oír estas palabras sintió que su vista se nublaba, pues las lágrimas inundaban sus ojos, y que el corazón le latía con tanta fuerza que tuvo que llevarse las manos al pecho para contenerlo dentro de sí. Las antaño vigorosas piernas entonces le flaquearon y hubo de arrojarse al suelo a esperar que los suyos acudieran en su ayuda.

“¡Amado esposo mío!”, exclamó su mujer mientras se acercaba a toda velocidad. “¡Por fin has regresado! ¡Has vuelto! ¡Ya estás aquí! ¡Has sobrevivido! ¡No te imaginas cuánto te he echado de menos! ¡Y también tus hijos! ¡Qué contentos van a ponerse cuando te vean! ¡Oh, dichosa de mí!”. Y él no pudo más que sonreír, pues, finalmente, sus hazañas eran coronadas con la felicidad. “Los esclavos te conducirán hasta el interior de la casa y allí te prepararé un relajante baño para que olvides tus penas y sientas otra vez el calor del hogar”, prometió ella.

Sus dos mejores servidores se aproximaron tímidamente, pero él asintió con la cabeza y ellos, perdiendo su timidez pero conservando su

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respeto, lo tomaron por debajo de los hombros con delicadeza, lo levantaron del suelo y lo llevaron con mucho cuidado y paciencia hasta el interior de su morada. Ellos estaban francamente contentos de volver a ver a su amo con vida y él, a su vez, de comprobar que sus antiguos hombres continuaban siéndole aún tan fieles. Entonces, habiendo comido y bebido todo lo que las sirvientas le trajeron, se dirigió al baño donde lo aguardaba su mujer.

Sus dulces palabras pausadas retumbaron en la habitación de altos techos: “Acércate, esposo mío, deja que estas manos que antaño te acariciaron hoy te desnuden y laven tus heridas. Permite que estos dedos, que tantas veces hurgaron placenteramente en tu piel, desprendan los jirones de tus descocidas vestimentas endurecidas por la sangre seca”. La reacción no se hizo esperar. Se aproximó a su mujer, se arrodillo junto a ella, tomó ambas manos entre las suyas y las besó sentidamente. Aún podía recordar sus caricias y sus besos, y también el roce de su piel húmeda, que tantas veces había anhelado durante el asedio.

Las manos de ella se soltaron de las de su esposo y comenzaron a trabajar con notable destreza. Primero desataron los nudos que le sujetaban la rotosa túnica de lino. Después arrancaron, con suaves tironcitos indoloros, los pedazos de tela que se habían quedado pegados a la piel. Y entonces, una vez más, él estuvo desnudo frente a su amada esposa.

Su cuerpo presentaba numerosas cicatrices y también heridas aún abiertas. Sangre vieja y manchas de barro cubrían irregularmente su piel. Su trabada espalda imponente, la anchura de sus brazos fornidos y sus piernas marcadas testimoniaban la fortaleza y el poderío del que aquel hombre había hecho gala hace apenas unos cortos años.

Ella lo guió hasta el interior de la bañera. Una vez sumergido en el agua tibia comenzó a frotarlo suavemente con una delicada esponja empapada de un jabón espumoso que exhalaba un exquisito perfume a flores. Mientras se endulzaban sus sentidos, espió a su mujer de reojo, que, tras sus espaldas, estaba agachada sobre la tina insinuando sus encantos. Su rosada piel era aún tersa y sus pequeños pechos se mantenían todavía firmes. Entonces, envuelto en aquella nube placentera, no pudo evitar desearla: “¡Oh, amor mío, tu belleza se conserva intacta! ¡Ven aquí! ¡Quítate la ropa! ¡Sumérgete conmigo!”.

Aflojó primero el adornado cinturón que le ceñía el vestido, luego desprendió el dorado broche que lo sujetaba y, por fin, el fino peplo se deslizó lentamente por su cuerpo hasta detenerse sobre el suelo. Sus pequeños pies se liberaron del enredo de la seda y marcharon hasta el agua, seguidos por su esbelta y graciosa figura… Pronto estuvo entre los

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brazos de su marido que la palpó y la besó, hasta que, satisfechas sus manos y su lengua, se unió a ella por última vez.

Entonces ella abandonó sigilosamente la bañera al tiempo que él lloraba en silencio. De felicidad: porque había sobrevivido a la guerra y al viaje de regreso; porque había vuelto a ver su hogar y a los suyos; porque el amor que sentía hacia su esposa se mantenía incólume. Pero también de tristeza: porque la sangre filial había manchado sus manos; porque pronto pagaría por su horroroso crimen; y, sobre todo, porque su mujer sería el frágil objeto sobre el que se desataría la venganza de sus hijos.

Entonces, en un desesperado intento por salvar al menos a su queridísima esposa del espantoso sino, estiró los brazos hasta el suelo para recoger sus desparramadas vestimentas. Se enjugó las lágrimas con el peplo de seda y, tomándolo entre los dedos de su mano izquierda, lo hundió en el agua para apretarlo sobre su pecho. Mientras tanto, con la derecha que temblaba imperceptiblemente, presionó con fuerza el broche sobre su cuello, hasta que sintió que su carne cedía al impulso.

Cuando ella volvió con los artilugios para consumar el crimen, horrorizada, alcanzó ver el tono rojizo del agua. Conocedora por la desgracia de que el amor de su esposo era el más puro e incondicional de todos, lanzó un grito de dolor y, mientras maldecía las falsas promesas de su amante Egisto y su propia ingenuidad, blandió sus armas contra sí misma, se desplomó sobre la bañera y el agua tiñó de rojo su rostro sumergido.