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VENGO CON LA CORDILLERA AL MAR

(Los migrantes aymaras en Iquique)

Julián González R.

Diciembre de 1988 - Iquique-ChileFundación Crear

www.crear.cl

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CONtENIDO

Introducción ................................................................. 7

La Partida ................................................................... 11

La Llegada ................................................................. 17

La “Acomodá”. .......................................................... 20

La Conquista .............................................................. 24

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PRESENtACIONUN BREVE CUENTO DEL HERMANO QUE SE

QUEDA Y DEL HERMANO QUE SE VA

(Una referencia sobre el tema de los aymaras)

Hay un viejo cuento de la tradición oral aymara, que hemos escuchado en más de una comunidad, que habla de tres hermanos, los que en algún momento de sus vidas se ven obligados a buscar nuevas alternativas de existencia. Ellos discuten de la manera en que siempre lo hacen: sin gritos, sin miradas de odio, pensando en las miles de formas para combinar en una decisión el pasado, el presente y el futuro.

Entre los tres hermanos deciden que uno de ellos migre a la ciudad, buscando el bullente comercio, el dinero, la calle pavimentada, la seguridad social y la posibilidad de que los hijos lleguen a estudiar a una universidad. El segundo hermano toma la decisión de migrar hacia los valles costeños, buscando asegurar la buena tierra, los pastizales, el mejor clima, la abundancia de agua, la variedad de semillas y la cercanía de la ciudad para vender los productos agropecuarios.

Por último, el hermano menor opta por quedarse a vivir en la comunidad, insistiendo en agrandar la tropa de llamos y alpacos, continuar con los pequeños cultivos, pastoreando y celebrando a sus Mallkus y Apachetas, así como seguir con el Wayño de sus Waris (floreo de las vicuñas).

Lo relevante de esta historia es que, en ella subyace no sólo el mérito literario, sino una memoria colectiva que nos

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indica la dinámica con que los aymaras están respondiendo a la nueva situación histórica en que viven.

La decisión de los tres hermanos cumple, de una manera ingeniosa, el viejo patrón de la verticalidad andina. Cada hermano vivirá en un piso ecológico diferente. Uno en la alta cordillera, otro en el valle y el último en la costa. Con ello se están asegurando acceso a los distintos recursos productivos, materiales, humanos y culturales que existen en cada piso.

El que está en la ciudad, proporcionará a sus restantes hermanos y familiares, la habitación y la comida necesarios cada vez que hay un viaje hasta la ciudad; en su casa habrá siempre una pieza que servirá de bodega para guardar los productos que se traen desde arriba. Este hermano será el apoderado de todos los sobrinos que se vengan a estudiar a Iquique. En suma, él será el contacto o el intermediario entre la comunidad y la ciudad.

Aquel hermano que decidió emigrar hacia los valles será el encargado de proporcionar las frescas hortalizas, las semillas necesarias para el cultivo familiar ubicado en la parte alto-andina, tendrá también la responsabilidad de tener los pastizales para cuando el hermano, en época de costeo, llegue con el ganado. Por último, el hermano que se quedó a vivir en la comunidad, en la parte más cordillerana, será el encargado de proporcionar las carnes y los cueros, estar permanentemente cuidando el ganado de toda la familia, en especial de aquéllos que no están, debe tener siempre la casa lista para el retorno de los otros familiares, sea para recibirlos en las fiestas o por si las cosas no se les dieron como ellos pensaron.

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El hermano que se quedó arriba es, por decirlo de alguna manera, el vínculo fuerte con la propia cultura andina, es el que permite que sus hermanos, pese a la ausencia, sigan conservando su lugar para ofrendar a la Pachamama y para seguir recibiendo de ella los favores; es el contacto con el Yatiri, es el responsable de marcar el ganado, limpiar los canales y acequias y es el encargado de reavivar en sus hermanos lejanos, el recuerdo de que ellos también tienen responsabilidades que cumplir en la comunidad. Por el hermano que está arriba, los que están en valles y costa no pueden olvidarse que son aymaras.

En el texto que ustedes tendrán el agrado de leer, Julián González, sociólogo de CREAR, expone con fluidez y amenidad parte de este problema; comienza por las razones y motivos de la triste partida del aymara que se viene a la ciudad, es decir, aquel momento en que los tres hermanos deciden tomar caminos diferentes, partida que significa que uno de ellos viene a reconquistar lo propio, pero también puede pensarse que viene a conquistar lo desconocido. Sigue, luego, con la llegada, es decir, los desafíos a que se ve enfrentado el aymara que llega. El análisis continúa con la acomodá, es decir, cómo el recién llegado se las ingenia para sobrevivir entre el desprecio, la discriminación y la burla. Finalmente, se plantea la conquista, es decir, la inserción del aymara en la modernidad, tratando de buscar sitio para vivir, organizándose para defender sus derechos, así como buscando los canales para dar vida a su vocación de grupo.

Julián González sostiene que el problema de los aymaras en Iquique deber ser analizado en su contexto, es decir, no puede ser entendido como un grupo de rostros morenos que deambulan en distintas partes de la ciudad; ellos forman

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parte de un vasto grupo cultural que, pese a todo, se niega a desaparecer y que sigue vinculado a sus comunidades y a su cultura.

Y justo es reconocer que, cuando el primero de nosotros llegó por estas tierras, ellos ya estaban. Ellos fueron los primeros habitantes de El Morro, de Chanavaya, de Pabellón de Pica y cuanta caleta y sitio productivo haya por estos lados. La reconstrucción democrática de nuestra región debe pasar, como sostiene Julián González, por que los aymaras sean un actor social importante.

Espero que al terminar de leer este trabajo, estemos de acuerdo en lo importante que es el tema. Vale.

Juan Podestá Arzubiaga

Antropólogo Cultural

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VENGO CON LA CORDILLERA AL MAR

(Los migrantes aymaras en Iquique)

LA PARtIDA

“Ya me voy yendo, ¡ay! Palomita, me voy, me voy...”

Los vemos por todas partes, hombres, mujeres, jóvenes y adultos: en el mercado, silenciosos y atentos comerciando en sus puestos de verduras o detrás del mostrador de una carnicería; en alguna modesta sastrería en una callecita de la ciudad; los sábados en la noche por Amunátegui con Tarapacá, con juvenil ánimo festivo; los fines de semana ‘paseando su soledad’ en la Plaza Prat.

Los encontramos de repente manejando un taxi por el centro; en el terminal agropecuario; o de cargadores en la Zofri (Zona Franca); en cualquier almacencito de barrio donde comparten tranquilos las viviendas con otros pobladores.

En fin, los vemos en la fiesta de La Tirana con sus familias, atendiendo humeantes puestos de comida típica: kalapurka, tortilla de quinoa, pisara, chuipe o sopaipillas para peregrinos y bailarines; o también haciendo sonar potentes bandas de bronces con acordes autóctonos, para danzantes de alguna sociedad de bailes que los contrata para la sagrada ocasión.

Sí. No pasan desapercibidos en nuestra ciudad sus rostros morenos, de pómulos anchos y de rasgos indígenas. Sus

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ojos oscuros y achinaditos ‘golpean’ inconfundibles nuestra mirada occidentalista: son los aymaras del norte, que colorean la fisonomía popular de la Primera Región de Chile y de Iquique en particular.

Si preguntamos de dónde provienen, resonarán nombres que a los afuerinos les suenan exóticos y hermosos (que sí lo son evidentemente), pero a nosotros de tanto escucharlos se nos hacen familiares y no nos dicen nada: Camiña, Tarapacá, Poroma; Cultane, Sibaya, Coscaya, Cariquima, Cancosa, Lirima... Palabras autóctonas que representan tantos lugares casi perdidos pero reales, sumergidos en el interior árido y hermoso de nuestra provincia.

Pero los aymaras tienen su propia historia. No son de aparición reciente en nuestra sociedad regional. Más aún, cuando las huestes de Diego de Almagro pasaron hacia el sur del mundo por estas tierras en son de conquista, allá por el 1500, ellos estaban desde mucho antes humanizando la cordillera hasta el mar, pasando por los fértiles oasis de valles intermedios.

No podemos negar su inteligente creatividad y organización de entonces, que supo relacionar con un perfecto modelo de control vertical los diferentes pisos ecológicos desde el altiplano hasta la costa, aprovechando los ríos intermedios de valles precordilleranos, realizando algo inédito en la historia humana: ¡la cultura de los Andes!, cuyas obras materiales y simbólicas aún perduran como la férrea configuración de petroglifos y pictografías en nuestra zona andina; o la colorida artesanía e instrumentos autóctonos, tejidos, quenas, charangos que causan el asombro de todos.

Cultura fructífera, además, abundante en alimentos y recursos que lograron producir en el árido paisaje andino

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(ganadería auquénida, textilería, agricultura de altura y valles, canales, terrazas, alimentos propios: quinoa, papa, hortalizas, chuño, maíz) y lo más importante, sabiamente administrado en una reciprocidad de relaciones, socio-políticas, culturales y de parentesco.

Arajj Saya y Manqha Saya, las comunidades de arriba y las comunidades de abajo, el oriente y el occidente. Sol naciente y oscuridad poniente donde van a descansar las energías creadoras de los dioses andinos. Así también han dividido el territorio, los pisos ecológicos y la organización comunal, con sus markas centrales, pueblos “madres” administrativo-religiosos, y sus ayllus circundantes en que los andinos han convivido solidarios y en paz.

Tal ha sido su cosmovisión original, su percepción sagrada de las cosas: Pachamama y Mallku, la santa madre tierra y el dios-tata cerro con sus nieves que dan la vida, su identidad cultural al decir de los especialistas.

Identidad cultural o fuerza generadora, que ha fecundado de sentido un programa de solución integral, un bienestar emancipador del hombre y la naturaleza, que hoy no se da íntegro pero queda como fértil precedente.

En fin, hay que contar con ellos si queremos entender con profundidad nuestra cultura nortina y “chilena”.

Ya vemos, es larga la historia de los aymaras. Sin pretender adentrarnos en la impresionante situación precolombina, o en el momento cuando el imperio incaico llegó por esta zona (70 años antes de los españoles), expandiendo el Tawantinsuyo, respetuoso de la organización económica de la sociedad aymara: nada más como referencia diremos

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que la historia que nos interesa va desde Tupac Amaru hasta la familia Amaro de la población O’Higgins.

Desde las primeras rebeliones a fines del siglo XVIII contra el conquistador extranjero, cuando estaba vivo el prestigio de las autoridades administrativo-religiosas caciques y kurakas (dirigidas desde el Cusco Andino, con sus aliados tarapaqueños, los hermanos Tupac, Tomás, Dámaso Katari; o Julián Aiben y las rebeliones de Codpa, Atacama, Camiña o Pica), pasando por la protesta silenciosa contra la iglesia colonial y los capitalistas del salitre en el siglo XIX; hasta llegar a los centros de residentes organizados hoy en Iquique.

Vinieron las primeras batallas perdidas: en un comienzo había sido la conquista de los españoles que deseaban hacerse ricos rápida y fácilmente explotando la minería de la plata en Huantajaya o Potosí, al costo de usarlos como mano de obra y romper el equilibrio que los aymaras construyeron social y ecológicamente.

Después fue la lucha irredenta contra la iglesia colonial que, desde sus doctrinas en Pica, Sibaya o Camiña, en vano trató de erradicar sus idolatrías y religiosidad autóctona, obligándolos a camuflar sus símbolos rituales dentro de la ortodoxia cristiana como sucede hasta hoy en las ceremonias de la cordillera.

Posteriormente, llegó la etapa republicana, con el surgimiento del Estado nacional y con ella también la imposición económica de los industriales salitreros, obligando a los andinos a integrarse como mano de obra barata para las faenas más pesadas en la extracción del “oro blanco”; o reorientando su diversificada agricultura de autoconsumo alimentario hacia el monocultivo de la

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producción forrajera... “exclusivamente” para los mulares del desierto.

Perdiendo con ello, claro, la sofisticada tecnología simbólica, práctica y sagrada, con su sistema de herramientas y rituales, pero eficaces en el mundo agrocéntrico andino, que giraba en torno al conocimiento de finos procesos productivos, manejo de suelos, plantas, climas, mitos y leyendas, en una palabra: su sabiduría.

Por último, ha sido la partida (forzosa) de comuneros que básicamente desde mediados de este siglo, abandonan sus erosionadas tierras y ganados en busca de mejoras económicas soñadas de conseguir fácilmente en la ciudad.

O bien, impulsados en estas últimas décadas por el deseo de que sus hijos no sufran las penurias que ellos han soportado tras largos años de dominación y pobreza, ilusionados con que sus descendientes obtengan un “cartoncito” en el sistema educacional para ganarse la vida más cómodos.

Aunque con ello sea mínima la retribución que reciban en sus cansadas vidas; y aunque a la larga sean pocos los jóvenes que logran terminar exitosamente una carrera técnico-profesional (desertando del estudio por razones económicas o de discriminación) y se vean obligados a vivir un nomadismo urbano: de ciudad en ciudad, de peguita en peguita, de exclusión en exclusión.

Debidamente concientizados (niños y adultos) por los profesores enviados por la Secretaría Regional de Educación, que llegaron a la cordillera transmitiendo la consigna chilenizadora del último quinceño. “Convenciéndolos” de que su cultura es atrasada, primitiva; que no vale la pena seguir hablando el idioma de sus abuelos; que sus

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costumbres tradicionales pertenecen a la barbarie y la in-civilización, como ya sucede en Bolivia les dicen; que la felicidad y el desarrollo están en la ciudad, en la urbanidad chilena.

Así se ha tratado de despojar a los aymaras de su cultura, economía y religión, con un simple expediente político-económico impuesto por los poderosos de la sociedad, lo que, en buen romance, se llama etnocidio (en palabras de algún buen defensor de los derechos humanos, o de la Naciones Unidas).

Sin embargo, siempre han quedado vivos sus impulsos libertarios. No se entregan tan fácilmente al afán nacionalista y desculturizante los indígenas nortinos; están vencidos, pero no derrotados (o derrotados pero no vencidos si se quiere, de acuerdo a la frase de moda este año).

Ha sido dura esta etapa final de la desintegración andina, como señalan antropólogos e investigadores.

Agudizada más encima por las sectas pentecostales que invaden hoy los andes con mensajes salvíficos y que brutalmente erradican sus “idolatrías”, rompiendo santos y altares en sus barrocas y antiquísimas parroquias. No importa si para esto es necesario “ofrecerles” un nuevo paraíso de salud y felicidad a costa de romper los últimos y débiles soportes culturales que daban sentido a su vida social.

Un etnocidio más no se nota, diría algún pastor evangélico en su diario examen de conciencia frente al Señor. La cosa es que se “salven” y conviertan, cancelando eso sí religiosamente el diezmo con el cual obtengo mi alimento

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material, para servir como profeta del Señor, claro... y con el cual pago letras del auto y la bencina para bajar más rápido y cómodo a la ciudad, sin llenarme de polvo...

En fin, larga y triste ha sido la agonía de los aymaras, lo que hace decir a muchos que experimentan un verdadero holocausto cultural, justificado por los discursos de “progreso”, “democracia”, “civilización”, manejados por las elites estatales que desean cubrir su imposición económica y política sobre los desfavorecidos del sistema.

Así, se ha desmoronado lentamente el edificio social que habían construido desde mucho antes de la llegada del q’ara, del blanco invasor, y no les queda más que lanzarse a la ciudad donde está el “bienestar” hoy.

Ya son pocos los que quedan en la cordillera pastoreando con esfuerzo sus tropas de llamos y alpacas, por cerros y punas, masticando su porción de coquita para resistir mejor la altura; o trabajando firmes en faenas colectivas las múltiples necesidades de la comunidad: construcción de casas, de chacras, canales, cuidado de animales. Ya son muy pocos arriba.

Desde la cordillera al puerto, ese ha sido su sendero en estos siglos, rematando en las últimas décadas. O como podría parafrasear algún aymara recordando a los queridos “Jaivas”: “vengo con la cordillera al mar...”.

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LA LLEGADA

“Hemos llegado cantando y bailando, desde la precordillera...”

Pero este difícil proceso no ha terminado con la partida y la emigración a la ciudad. Más duros han sido los esfuerzos que debieron realizar los “ex campesinos” para lograr sobrevivir en el competitivo ámbito urbano. Forzosos son sus derroteros en este ambiente occidentalizado (occidentalizado en su ambición económica, que no tan claramente en su cultura, entiéndase), donde la vida siempre ha sido una tenaz lucha para los sectores más modestos.

No sólo tienen que enfrentar la ironía del habitante urbano, que los mira despectivo desde su altura blanca y occidental (según ellos creen), sino que deben pasar “ritos de pasaje” en este ambiente modernizado, en que hasta las palabras se ordenan según un código diferente al que hablaban en la cordillera, y que es motivo de burla para los recién llegados y los jóvenes en especial.

También la segregación económica, o su falta de estudios y credenciales los empuja a aceptar los puestos más bajos del sistema, mal remunerados cuando no, sencillamente explotados, sin consideración de derechos humanos ni nada que se le parezca.

O si no, preguntemos a muchas empleadas domésticas que han sido despedidas sin derecho a pataleo, luego de dos meses de trabajar sin imposiciones, y que habían sido “encargadas” por una señora de clase media-media a alguna amiga, que tuvo la suerte de ir de paseo un domingo a un “pueblecito” del interior. O escuchemos a

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un Cornelio Vilca, un Cirilo Mamani, un Patrocinio Mollo, un Emiliano Vilches, referirse a sus dolorosos recorridos tras la mezquina peguita con que la sociedad les coquetea siempre.

De este modo, tres o cuatro generaciones en esta segunda mitad del siglo, han probado cómo los aymaras aprenden claves del “éxito” en la ciudad, cómo van descubriendo las artes del comercio, del pequeño empleo de albañil, de cargador, de mozo de restaurante pobre. Por último, de cómo conseguir un terrenito loteado a precio mínimo en algún sector eriazo de la ciudad (que con el tiempo se ha convertido en población).

Después de tanto ensayo y error se aprende y finalmente se domina este nuevo espacio de cemento y asfalto iquiqueño (de madera y asfalto mejor dicho).

Se van aprendiendo las mañas sociales urbanas, así como alguna vez el niño aprendió las maniobras agrícolas en la cordillera y que hoy desprecia como trabajo poco digno, según relata su madre. Y los andinos demuestran que su ancestral espíritu de adaptación también funciona acá en el tráfago urbano.

De este modo, vemos a un Felino Quispe, contador titulado en el Instituto Comercial de la ciudad (hoy ejemplo de empleado público), una Justina Mamani, comerciante que arrienda su puesto de frutas en el mercado central; pasando por un Rusio Moscoso, agricultor de Alto Molle, propietario de algunas hectáreas que le permiten hacerse un sueldo estrecho, mínimo y suficiente para educar con sacrificio a sus hijos, o una Urbelinda Challapa, empleada

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doméstica “contenta” al fin y al cabo con el humanitario trato de su patrona, piadosa señora de Iquique.

Así van sobreviviendo los aymaras emigrados, poco a poco se van abriendo su senderito en la densa “cordillera humana” de la costa.

Poco a poco, despacito, comienzan a escucharse en Iquique las estrofas de antiguos cantos de sus andadurías en la cordillera, o cuando llegaban a participar invitados al carnaval en algún ayllu cercano a su comunidad: “hamos llegado cantando y bailando, desde la precordillera...”.

LA “ACOMODá”.

“Y todo eso, por medio peso...”

Con paciencia se puede conseguir un pedacito de Pachamama en la ciudad, podría ser el pensamiento de algunos andinos después de “traquetear” en Iquique y las ciudades costeras del norte.

La lucha por la sobrevivencia de tres o cuatro generaciones, después de vender, arrendar o abandonar sus tierras cordilleranas, hace que vuelvan a confiar en las divinidades autóctonas, las cuales les permiten permanecer en este nuevo “piso ecológico” urbano.

De alguna manera, el bienestar básico conseguido en la ciudad se debe a la bondad de Pachamama, a quien en todo momento se mantiene presente aunque sea en el pensamiento; porque “ella sabe” que acá en la ciudad no podrían realizar las costumbres como corresponde en su ambiente natural andino.

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Si no, ¿cómo explicar la devoción con que los emigrados retornan todos los años a las tradicionales celebraciones de sus Santos Patronos en cada pueblo cordillerano?; ¿o a la celebración de una costumbre autóctona acompañada de un sacrificio de llamo, la huilancha, en homenaje a la Pachamama, ahí donde ellos cargan las pilas para seguir la lucha al retornar a la ciudad, y donde se comprometen con la tierra que los vio nacer, estrechando y renovando lazos de parentesco?.

Es una manera de agradecer por el bienestar conseguido en Iquique y una manera de solicitar que el próximo año siga siendo próspero, “que sea buena la hora” como suelen decir. Allí se come, se toma, se baila y se invocan los espíritus naturales directamente.

Es el centro del mundo que se recupera en sus núcleos más íntimos y sagrados otra vez; de allí ha brotado la vida y en esa fuente ha de beberse permanentemente si se quiere vivir con prosperidad y paz.

Tal la mitología andina, antigua pero poderosa, ahí radica su fuerza de sobrevivencia como grupo y como etnia.

Si no vamos a celebrar nuestras costumbres, dirán, no tenemos suerte en la ciudad, como es comprobado por muchos que luego de entusiasmados “matrimonios” con la modernidad, les empieza a ir mal y se desencantan de ella como de una ingrata mujer, para volver a los brazos de sus símbolos telúricos.

Es la ocasión, además, donde el señor cura representante de la autoridad religiosa oficial, realza la celebración designándose a subir con su bendición esta única vez al año, por ser una ocasión especial de mutuo reconocimiento.

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Es bueno mantener esta alianza con el enviado de la religión conquistadora dicen, enviado del tata dios también; y es bueno para éste a la vez ver “crecer” su feligresía.

No importa que poco caso le hagan los andinos al sacerdote y sus sermones, de no tomar trago en la fiesta y darle mejor un carácter “religioso”, que es lo que realmente significaría.

No importa; al final, él termina comprendiendo que para el aymara y su dialéctica sui generis, es una visión global que resuelve integradamente los contrarios (lo que es sí es no a la vez, el pasado está en el futuro, lo de adentro es lo de afuera), para el andino, las dos cosas van juntas y no le crean problemas de conciencia.

El toma y celebra a la vez, reza y dilapida festivamente; su embriaguez es una manera de ofrendar la fecundidad sagrada de las divinidades, de Pachamama y de Tata Malku. No hay pecado en eso.

Así también el campesino entiende el significado de la fiesta, como una reproducción ritual de la misma comunidad que renace cada año, y sale de la pequeña iglesia del pueblo hasta la plaza a bailar y brindar respetuosamente con el señor alférez, en las puertas mismas del templo. ¡Felicidades, hermanito!

Pero volvamos a la suerte que se tiene en la ciudad, donde después de todo todavía es posible sobrevivir. La fiesta en el pueblo ha terminado y se regresa a Iquique o sus alrededores, donde con mayor o menor fortuna se encuentra el trabajo para la sobrevivencia familiar.

No en vano muchos emigrados han podido comprar pequeñas hectáreas en “Alto Hospicio” o “Alto Molle”, a 10 kilómetros fuera del radio urbano, donde el salitre que

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entrega la tierra pampina entrega generosa su producción de hortalizas, rábanos, lechugas, cebolla, repollos, zanahorias y hasta duraznos, y siguen practicando una agricultura que provee de verduras frescas a los iquiqueños; y a ellos de un sueldito más o menos estable.

Otros, luego de ingentes esfuerzos han logrado comprar su camionetita e iniciar una infatigable labor de fletero, que poco a poco permite acumular un mínimo para iniciar algún negocio que ayuda a la familia.

O bien instalarse con una pequeña sastrería después de un intensivo curso de corte y confección en algún Instituto de Capacitación Técnica (que dicho sea de paso son desaprovechados por muchos jóvenes urbanos “condicionados” a elegir sólo trabajos tradicionales, albañiles, juniors, mozos, obreros del Plan de Empleo Mínimo, cuando los encuentran ¡en el disminuido mercado laboral!).

O, por último, están también los aymaras más adultos, los emigrados antiguos, que desde hace 20, 25 o más años, ya están viviendo en Iquique bien instalados con su casa propia, modesta pero segura.

Y ello producto como funcionario municipal, de Vialidad, Corporación Nacional Forestal u otra repartición fiscal (que los acepta por su conocimiento del terreno en zonas áridas, así como los antiguos ingenieros del salitre los contrataban por su “ojo clínico” para descubrir vetas), actividad que les permite ahorrar lo suficiente para el bienestar de sus numerosas familias.

Así, la ciudad cuenta ya para siempre con un inconfundible contingente de caras morenas en sus actividades más

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visibles, en las ferias, en los pequeños empleos de servicios. En fin, un nuevo actor social, dicho en jerga sociológica.

Y más aún, no falta un aymara profesional (excepción que confirma la regla en verdad) que labora en el departamento de contabilidad de alguna empresa de servicios, o en la misma Zona Franca (Zofri), demostrando que también a ese nivel puede prosperar, si se lo propone y tiene suerte.

Algunos descendientes de los Ayavire o de los Choque pueden decir: sigamos cantando ahora levantando más la voz, nuestras estrofas aprendidas en el interior: “y todo eso, por medio peso!...”

LA CONQUIStA

“Costeñita bonita, con tu boquita pintada...”

La cosa es que los andinos, siguen rebelándose a la modernidad, a la revolución tecnológica que la falsa promesa del profesor les contó, a la prosperidad fácil de sueldos, autos y lujos cómodos. Siguen siendo aymaras, modestos, originales, calladitos aparentemente pero visibles en el mundo popular de nuestra provincia del norte.

Chile es más amplio de lo que creíamos y la región también, como vemos.

Poco a poco aquéllos con mayor capacidad dirigente van impulsando la creación de organizaciones familiares y comunitarias, representantes de los pueblos de que provienen.

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Así, todas las semanas en algún barrio modesto de Iquique nos encontramos con la celebración de platos únicos o fiestas de beneficio para reunir fondos para la construcción de obras de adelanto en las comunidades, no siendo la menos importante la refacción del templo de la iglesia, significativo lugar del reencuentro anual.

Y extrañamente hermoso, resulta escuchar en estas fiestas en plena ciudad, los sones profundos de bandas, trombones y trompetas improvisadas entre parientes y amigos que con extraordinaria facilidad armonizan trotes, huainos y cumbias llenas del íntimo sentimiento aymara.

O una comparsa de zampoñas, batería incluida, que remece hasta la madrugada toda la calle Lincoyán, Colo-Colo, Los Lilenes o Las Magnolias, u otra cuadra de la población O’Higgins, o de la población Caupolicán, sector generoso en población de antiguos emigrados, o bien en la “Rubén Godoy” donde están radicándose en etapas más recientes los nuevos aymaras. Todo esto con la aprobación entre curiosa y alegre del resto del vecindario que también festeja su fin de semana popular.

El deporte sigue siendo otra actividad preferida siempre en la cordillera y éste sirve también para organizar eventos de sana rivalidad entre pueblos, donde la juventud se reencuentra, convive, “pincha”, pololea y se reconoce como par.

Cuadrangulares, mini-campeonatos en alguna canchita vistosa del sector circundante de la ciudad, periódicamente les recuerdan a los iquiqueños que ellos son emigrados de los pueblos del interior, y que así se reproducen sus lazos étnicos.

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Lleguemos a un fin de semana cualquiera en el centro de la ciudad, un sábado en la noche por calle Tarapacá pasadito de Barros Arana, o un local de la Sociedad de Artesanos. Mucha gente morena, jóvenes y adultos se apropian del sector pacíficamente, con ánimo de fiesta, con ganas de bailar sus ritmos andinos.

Ya empieza a sonar la orquesta contratada desde Arica, con animadas cumbias y potentes equipos amplificadores en el salón semivacío aún, que por momentos pone nervioso a los organizadores apostados firmes en la puerta para evitar los “colados”; aunque en el fondo saben que, como siempre les va a ir bien y se reunirán los fondos necesarios para la obra en que se está trabajando.

Esperemos que la muchedumbre amontonada en pequeños grupos en la calle, se decida pronto a pagar su entrada con derecho a una bebida, y pasar al salón.

Cuesta que comience la alegría, recién tipo 12 de la noche el local abruptamente se ha llenado; como que esperan en ese momento “intermedio” para iniciar el ritual, momento ambiguo, ni sábado ni domingo, tratando de pasar desapercibidos tal vez, ni indios ni ciudadanos.

Y se desborda por fin la alegría: grupos de amigos(as) en las mesas cargadas de botellas y vasos generosos invitaciones a servirse otro y otro trago más. Salud compadre, salud negrita...

Reconocimiento de antiguas rencillas y reconciliaciones, aunque no falta el porfiado que quiere pelear, y lo consigue algunas veces contrariando las reiteradas recomendaciones de los organizadores de no provocar problemas. Pero, en fin, pasa el bochorno y la alegría continúa.

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La música aumenta en intensidad y ritmo, el golpe de la batería es preciso, los sones andinos son irresistibles.

“Pastorcita linda pastorcita...!”, canta pícaro al unísono de la orquesta un muchacho de transpirado rostro, casi en la cara de su morena acompañante que sólo sonríe coquetona, apretujados ambos en medio de la multitud, semi-ahogados, pero felices, liberados en su sentimiento en medio de una pista que más parece lata de sardina que espacio para realizar ágiles figuras bailables, como a los jóvenes les gusta lucir.

Pero bueno, la noche se tiene que agotar y llega la madrugada; algún borrachito todavía quiere continuar la celebración y se resiste a regresar a su casa en la población O’Higgins, o de Alto Hospicio, o la Caupolicán. Finalmente, cede a los cansados consejos de su compadre y retorna a descansar y a soñar con lindas pastorcitas citadinas, pero aymaras.

Es dura la jornada que mañana comienza, dirán, hay mucho que trabajar para que el próximo mes tengamos el billete y podamos subir a Cariquima, Limacsiña o Sibaya, a celebrar la fiesta del pueblo, que será patrocinada por el alférez con comida y trago gratis, sin pedir la cuenta, salvo la desinteresada contribución que podamos hacer solidarizando con el responsable, y que sea bonita la fiesta.

Numerosa es la red que finalmente constituyen los aymaras, articulados por relaciones de parentesco y compadrazgo, reforzando su identidad luego de tantos y dolorosos proceso de exclusión, lo que ha llevado a algunos a hablar de resistencia cultural.

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En el fondo son únicamente las relaciones de reciprocidad, profundas e inconscientes, ancestrales como sus abuelos, que resurgen en la ciudad.

Ahí están los centros de residentes con sus actividades semanales; las fiestas típicas que reúnen entusiasmada a la juventud en bailes sabatinos, con efusivas manifestaciones al son de las irresistibles chichas emitidas por “Sonido 5”.

Los eventos deportivos entre pueblos “hijos de...”; la red de amigos de los jóvenes, los pololeos entre pares, los matrimonios andinos, los bautizos entre ellos; todo esto, nos señala que los aymaras no han sido derrotados y siguen presentes en una sociedad que ha tratado inútilmente de diluirlos, de hacerlos desaparecer como raza, como etnia.

Pero Chile, es más amplio de lo que creemos, y la región también.

Ellos han conquistado limpiamente un espacio, aunque a muchos no les guste la idea. Pacíficamente, sin violencias, sin odios, sin batallas sangrientas, los aymaras han rearticulado una convivencia urbana.

La hegemonía cultural nacionalista, el blanqueo chilenizante que gobierno tras gobierno han querido imponer (con más énfasis en este último quincenio obviamente), no se ha cumplido.

Ahí están los andinos, acomodados en la “moderna” ciudad-puerto llena de equipos electrónicos, televisores en colores, doble-cassetteras, de los cuales ellos felices hacen uso, por supuesto, a su estilo.

El mundo de la cultura popular, tan insistentemente reivindicado pero nunca del todo aclarado, tiene

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definitivamente otro componente que debemos reconocer, tanto o más original que el resto del pueblo nortino.

La memoria colectiva sigue fuerte en ellos (tal como en los bailarines de La Tirana o los “morrinos”, o los ex-pampinos, o los pescadores artesanales, hijos legítimos de los antiguos changos).

Es cuestión de ver cómo en las casas aymaras de Iquique siguen usándose ancestrales piedras para moler el máis y hacer sabrosas humitas con sabor a Andes, o leña traída desde la cordillera y que reemplaza al esquivo gas licuado cuando falta plata.

Es cosa de observar en alguna playa apartada de la ciudad un caluroso día de febrero, cómo muchos andinos se reúnen fraternales y realizan un huilancha con motivo del Entierro del Carnaval, su carnaval autóctono, repitiendo lo que sus parientes están celebrando ese verano en la cordillera, reconciliándose con las divinidades fundantes de su religión de la tierra (del agua en este caso).

Los aymaras han conquistado la ciudad después de tantos siglos de discriminación y exclusión en que trataron de conquistarlos a ellos; más aún, en el último tiempo se han levantado organizaciones étnicas propias, autónomas, que los representan y luchan por sus derechos.

Qué importa si estos dirigentes han surgido desde la cordillera, cargados de múltiples problemas (venta de sus aguas, tierras, ganado, alimentación, salud) o si son antiguos emigrados urbanizados que miran intelectualmente la realidad de los Andes y luchan por que los problemas se resuelvan acá en la ciudad, “donde se corta el queso”, en

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la gobernación o la municipalidad, centros administrativos del Estado.

Muchos tendrán que decir estas organizaciones en el futuro, ¡qué duda cabe!, pese a sus dificultades de constitución, pues muchos son los problemas (e injusticias) que están sin pagarse a los andinos. La sociedad chilena habrá de cumplir su deuda histórica entonces.

Sin embargo, hasta ahora a los aymaras la política no les ha interesado mayormente, tal vez como una protesta más, como una forma de huelga social frente a una sociedad que no los ha sabido reconocer.

Pero es hora de que las cosas cambien, como anuncia la primavera que se vive en el país y la región, aunque a los aymaras no podemos nosotros enseñarles la dirección de ese cambio.

Ellos han aprendido cómo recomponer sus intereses. Acompañados de Pachamama descubren cómo hacer productivo el espacio social en que les toca permanecer, aunque ese espacio ya no tenga nieves, ni bofedales, ni ganado, ni cóndores, ni huallatas, y sea ahora un “espacio marino”.

No importa.

En fin, ahí están los emigrados andinos poblando Iquique sin dejarse capturar todavía, o quizás nunca, ni teórica, ni política, ni prácticamente. Siguen siendo rebeldes a la pretendida hegemonía nacionalista y etnocida de estos años, así como lo fueron a la hegemonía integracionista, destructiva, o revolucionaria de otros grupos dominantes en la historia del país.

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No hay caso, habrá que contar con los nuevos vecinos andinos, más aún, aprender a convivir, a compartir este espacio con ellos a ver si así aprenden a contar con nosotros como aliados, y no sólo en el estratégico silencio que hasta ahora les ha permitido seguir rebelándose frente al q’ara; e incluso, conquistar culturalmente su ciudad.

Es una cuestión de tolerancia, necesaria en la crisis de ideologías que muchos señalan.

No vaya a ser cosa que por nuestra dejación, ceguera o soberbia mestizo occidental, ellos refuercen en cambio el renacer andino a la manera de la insurrección de Tupac Amaru anunciada por la mitología.

No olvidemos que según algunos “andinistas” ellos esperan el Pachacutec, el vuelco de la historia, y ahora le correspondería a las culturas milenarias de América reemplazar al decadente occidente (del cual somos hijos, ilegítimos o no) que no supo dar respuesta a la felicidad del hombre.

Pero bueno, eso sería hilar demasiado fino. Sin contagiarnos de mitología, quedémonos ahora solamente con el reconocimiento de nuestros hermanos andinos, en la lucha que comienza a dar el pueblo de Chile y trabajemos juntos por la democratización necesaria en nuestra patria.