josÉ saramago o la conciencia de ser...

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JOSÉ SARAMAGO O LA CONCIENCIA DE SER HOMBRE Francisca Moya Universidad de Murcia «Soy hombre y nada de lo humano considero ajeno a mí» se lee en un verso terenciano, que así reza en latín: Homo sum: humani nihil a me alienum puto 1 , idea que se ha convertido en cita paradigmática, en lema del humanismo de todos los tiempos, y que a la vez cuestiona al hombre en lo más profundo de su ser. Comienzo con esta cita porque creo que José Saramago represen- ta a la perfección este ideal de hombre, que ha dado y sigue dando coherencia a su vida, y consistencia a la verdad de su obra literaria, y porque este ideal hace, por otra parte, que los hombres que lo son puedan encontrarse y establecer entre ellos una sintonía, al margen de ideologías y credos. El concepto de hombre que, amenazado en la actualidad, todavía subsiste y habría que salvar, es aquél, como es bien sabido, que con- 1 Terencio, Heautontimorúmenos («El que se atormenta a sí mismo»), v. 77, que es trasunto de otro verso de Menandro, Gnomae monostichoi 1, que traducido al castellano dice así: «siendo hombres, debemos pensar y sentir humanamente»; merece la pena reparar en la fuerza que en latín tiene la expresión y sobre todo en el adjetivo alienum; ciertamente con él se está diciendo que todo lo «humano» es «mío»; que no es del otro. 183

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JOSÉ SARAMAGO O LA CONCIENCIA DE SER HOMBRE

Francisca Moya Universidad de Murcia

«Soy hombre y nada de lo humano considero ajeno a mí» se lee en un verso terenciano, que así reza en latín: Homo sum: humani nihil a me alienum puto1, idea que se ha convertido en cita paradigmática, en lema del humanismo de todos los tiempos, y que a la vez cuestiona al hombre en lo más profundo de su ser.

Comienzo con esta cita porque creo que José Saramago represen­ta a la perfección este ideal de hombre, que ha dado y sigue dando coherencia a su vida, y consistencia a la verdad de su obra literaria, y porque este ideal hace, por otra parte, que los hombres que lo son puedan encontrarse y establecer entre ellos una sintonía, al margen de ideologías y credos.

El concepto de hombre que, amenazado en la actualidad, todavía subsiste y habría que salvar, es aquél, como es bien sabido, que con-

1 Terencio, Heautontimorúmenos («El que se atormenta a sí mismo»), v. 77, que es trasunto de otro verso de Menandro, Gnomae monostichoi 1, que traducido al castellano dice así: «siendo hombres, debemos pensar y sentir humanamente»; merece la pena reparar en la fuerza que en latín tiene la expresión y sobre todo en el adjetivo alienum; ciertamente con él se está diciendo que todo lo «humano» es «mío»; que no es del otro.

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siguió en un largo y fecundo camino el mundo clásico. Si recordamos lo que los clásicos pensaban, comprobamos que para el hombre de Grecia es connatural la valoración del trabajo, la medida, la arete, el reconocimiento de que la vida es lucha, y que el hombre debe culti­var la tolerantia, la patientia2, que no es sino un espíritu de resistencia casi guerrera contra los males incurables o la adversidad; o vemos que el ser hombre significa generosidad, frente a la que se yerguen los peligros de la ambición, la desmesura o la soberbia. Frases como «No mires ya más lejos», «que nadie aspire a ser un dios», «que cada cual mire siempre a su propia medida», «el hombre es un ser efímero» nos hablan de ese conocer al hombre, que pudo formularse en recetas morales tan profundas y necesarias como: «Sé sincero contigo mismo», o «Conócete a ti mismo».

De Grecia nos viene el saber que el hombre es racional y que el pensamiento es constructor de normas nuevas y, lo que es más, que la norma está no fuera del hombre sino dentro de él. Los griegos se preguntaron por el cometido del hombre y, sobre todo, quisieron saber —y supieron— qué es el hombre, y con ello algo tan importante como que hacer el mal es peor que sufrirlo. Por eso descubrieron que el objeto de la educación es hacer al hombre más humano, y que prevalezca el elemento racional sobre el pasional e instintivo, puesto que, al desarrollarse el elemento racional, el hombre conocerá mejor el bien y, por tanto, obrará el bien, y surgirá la humanitas, que une a los hombres entre sí por lazos de comprensión y amor. La esencia de lo humano radica, pues, en la paideia, en la cultura, en saber; y el hom­bre debe, por esa humanitas, conocer su pasado; es el comprehensor de su pasado valioso, pues el hombre está animado por la vigilante memoria histórica.

Del mundo griego procede la conciencia de la igualdad del género humano, sin diferencia entre esclavo y libre. El hombre clásico es tam­bién consciente de que junto a amor, clementia, comitas, debe estar el ideal intelectualista y voluntarista, es decir, la voluntad del hombre que sabe que, dentro de él, está la verdad. La grandeza del hombre frente a la bestia está, además de en la solidaridad o en la humildad, en la conciencia de los límites y en la conciencia de su pequenez; también

2 En griego se dice tlemosyne y es mucho más que la paciencia o resignación cristiana.

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en su soledad pero, como se decía, «hermoso es el peligro», cuando es acicate de superación y el hombre se sitúa en disposición agonal3.

Descubrí que Saramago respondía a esa concepción de hombre hace ya bastantes años, cuando empecé a conocer sus opiniones sobre diversas cuestiones que a todos nos afectan, o su postura ante la vida y el hombre, y cuando comprobé de qué manera defendía la necesidad de hacerse preguntas, como aquella tan crucial de ¿qué hago yo aquí en este mundo? o ¿qué tengo que ver yo con el otro?, o cómo para él era evidente la obligación de actuar, por limitarme a unos pocos ejemplos.

Sus palabras me solían traer a la mente otras preguntas (¿de dónde venimos? ¿qué hacemos o tenemos que hacer aquí? ¿adonde nos dirigimos?), y también otras recomendaciones, que procedían de «lugares» distintos y distantes; y al comprobar que Saramago, que lleva como una gran enseña su ateísmo, y la Iglesia Católica, en sus antípodas, decían algunas cosas similares, me di cuenta de nuevo de que los hombres que lo son pueden estar muy cerca. Hay bastantes ejemplos, y todos tenemos experiencias personales, aunque recordaba entonces, y lo hago ahora, cómo, de modo semejante, salvadas las distancias, podía Francisco de Quevedo en su Defensa de Epicuro esta­blecer tantas semejanzas entre este filósofo griego y el latino Séneca, siendo representantes de filosofías opuestas; eran hombres y mucho de común hay en ellos4.

Saramago, es bien sabido, nunca deja de reflexionar, de hacerse preguntas, las preguntas esenciales, porque ser hombre no es sólo nacer, pasar por la vida y morir; ser hombre es tener conciencia de

3 Sobre el concepto de hombre en el mundo clásico se ha escrito mucho y bueno, pero, para hacer el elenco de notas características, me he servido de una obra, para mí ejemplar, de hace ya bastante años, titulada El concepto del hombre en la antigua Grecia, Madrid, Universidad, 1955, de tres grandes filólogos y maestros, que allí reunían tres magníficos estudios que habían pronunciado como conferencias. Se trata de Manuel F. Galiano, «El concepto del hombre en el pensamiento griego arcaico», Francisco R. Adrados, «El concepto del hombre en la edad ateniense» y José S. Lasso de la Vega, «El concepto del hombre y el Humanismo en la época helenística». Esta obra, que se lee con mucho provecho, ha sido reeditada no hace mucho en Ediciones Clásicas.

4 No entro, en relación a la Iglesia, a cuestiones de dogma, ni en el caso de Quevedo a negar cierta manipulación de nuestro escritor. Me interesa sólo defender que los encuentros son posibles, y que existen coincidencias importantes, aunque no totales.

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que se ha nacido, se vive y se va a morir, y enfrentarse consciente­mente con esa realidad y con otra igualmente importante, que otros hombres están aquí.

Su conciencia de lo humano, su decisión de ser hombre, el hom­bre que lo es (homo sum) y al que nada le es ajeno (humani nihil a me alienum puto), decíamos antes, fundamenta su vida y obra y explica su coherente trayectoria. Cualquier actitud, cualquier palabra, toda su obra responde a lo mismo, y lo vamos a comprobar hoy porque es él quien va a hablar. Por mi parte, me limitaré, en principio, a escoger (trabajo difícil el de la selección) algunos pasajes de textos escritos hace alrededor de treinta años. Pertenecen a sus «Crónicas»5; en ellas buscamos y encontramos esa conciencia de hombre. Nos proporcionan, además, una ventaja añadida, el poder comprobar que el hombre que era entonces es el mismo que es ahora, y que en ellas, sin saberlo, pero quizá intuyéndolo ya Saramago, estaba dibujada su vida y su obra futura.

Vayamos pues, de mano de sus «Crónicas», comprobando su con­ciencia de lo humano.

En «Caer en el cielo»6, crónica repleta de poesía y pensamiento, sustentada en dos soportes firmes, el mundo de la infancia y el campo (que es, como dice, en donde todos deberíamos haber nacido y vivido) están idénticas y distintas las preguntas7 (que yo saco de contexto): ¿Qué ha sido lo que yo no hice? ¿Qué cosas me fueron prometidas y negadas, o dadas y perdidas? ¿Qué viene a hacer aquí este her­moso demonio azul, este vértigo, esta tentación de renuncia, o sólo la rápida consciencta de una dimensión poética que el mundo no aguanta, o no la aguanto yo viviendo en él?... No sé qué hago aquí, y es importante que lo sepa. Pero más importante es hacer.

El hacerse preguntas, dudar, por tanto (habrá que reconocérseme que no son habituales en este mundo de prisas y técnicas), marca —sin explicitarlo él— un camino, un viaje, que debe ser hecho con

5 Destinadas primero a publicaciones periódicas (el diario A Capital y el sema­nario Jornal do Fundño) fueron reunidas posteriormente en Oeste Mundo e do Outro y A Bagagem do Viajante, y aparecieron en 1985 y 1986 en Editorial Caminho. Cito por la traducción de Basilio Losada, De este mundo y del otro y Las maletas del viajero, Barcelona 1997 y 1993 (=1986») respectivamente.

6 En De este mundo y del otro, pp. 36-38. Citaré en lo sucesivo por De este mundo. 7 C/. p. 38.

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conciencia de estarlo haciendo; todo ello representa, de alguna manera, un programa en la mente de nuestro autor, como se ve demostrado en títulos tan sugerentes como Las maletas del viajero, De este mundo y del otro o su Viaje a Portugal.

El viaje es un «género» literario que se remonta, como todo, a Ho­mero y que cuenta con excepcionales ejemplos en la literatura, pero que es, sobre todo, una actitud vital; se camina hacia una meta o un final, pero el trayecto tiene otras muchas paradas, muy significativas, que pueden y deben ser fecundas y aprovechables, porque, dice Sa-ramago, lo mejor de los viajes es exactamente el viaje, la crónica8. Está hablando de «Viajes por mi tierra» {Viagens na minha térra) de Almeida Garret, y está (ahora hablo yo) comenzando a nacer su Viaje a Portugal.

Mis libros, también dirá, nacen y van andando, andando, hasta que dicen se acabó9. ¿También ellos viajan? Sí, y, a su manera, también mueren, aunque resucitan en cada lector.

Pero para Saramago lo importante es hacer, proclamación que aparece explicitada ya en la primera crónica de Las maletas del viajero, titulada «Retrato de antepasados», en estrecha conexión con sus pre­guntas, con la necesidad ineludible de hacerse preguntas: «Entiendo que cada uno de nosotros es, por encima de todo, hijo de sus obras, de lo que va haciendo durante el tiempo en que por aquí anda»10.

No necesita glosa o comentario. Para Saramago, como decían los clásicos, el hombre tiene que hacer, tiene que hacerse, estar haciéndose cada minuto de su vida.

Esta decisión de actuar no le impide, sin embargo, reconocer lo di­fícil que resulta el oficio de vivir, o que el afán que el hombre (algunos hombres) tiene de modificar el mundo se ve enfrente de una realidad, que hay que asumir con humildad (o con la amarga aceptación de la evidencia), a saber, que «el mundo será transformado, pero no por nosotros». No obstante, la reacción no se deja esperar: aquí está de nuevo el hombre, el hombre que duda (luego piensa) y en «Mi subida al Everest» concretará: «En otras palabras y más sencillas» ¿no sere­mos todos nosotros transformadores del mundo? ¿un determinado

8 C/. De este mundo, p. 44. 9 C/. J. Arias, José Saramago: El amor posible, Barcelona 1988, p. 63. 10 C/. Las maletas del viajero, p. 7; en adelante, Las maletas.

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y breve minuto de nuestra existencia, no será nuestra prueba, en vez de todos esos sesenta o setenta años que nos han correspondido en suerte?11.

Aquí, en ese minuto se hace profesión de fe en el hombre, en su papel; sólo que hay que estar atento; un minuto en que el hombre sea tal ya puede justificar una existencia, aunque todos tenemos más de un minuto de esa clase, si tenemos ojos12. No haber alcanzado todavía ese minuto es una buena razón para seguir buscándolo, lo que dirá de otro modo, al referir la hermosa historia del muchacho que quiere alcanzar la cima de un árbol; no sabe si lo consiguió y le parece me­jor así, y de nuevo una frase digna de ser grabada en letras de oro: no haber alcanzado entonces el pináculo es una buena razón para seguir subiendo13. Es esa actitud de lucha, de superación, del hombre clásico, del hombre.

Estas ideas se compadecen bien con la grandeza del oficio de vivir, que no es sino «trabajar siempre, incluso para cosas que no he de ver»14; lo que habla de la generosidad de Saramago, de esa «simpatía universal», tan lejana al egoísmo; él sabe, y dice, que cada uno de nosotros debe ser responsable de todos, como ocurre —cuenta— en el planeta Marte, al que viajó una noche pasando allí diez años, y donde nunca vio que «un marciano se encogiera de hombros»; le gustó Marte; allí no hay guerras; la preocupación de los marcianos es algo tan noble como conocer todos los colores15.

Y en esta idea del trabajo continuo, esforzado y pensando en los demás insiste en otros lugares: La vida no tendría sentido si no fuese, o no debiera ser, un continuado esfuerzo por alcanzar horizontes —aunque estos horizontes no estén ya donde antes los habíamos visto... un horizonte cuya inaccesibilidad niego —porque hacia él voy; esa es la fidelidad a nosotros mismos; no hay otro camino a no ser aquél en el que podemos reconocernos en cada gesto y en cada palabra, el de la obstinada fidelidad a nosotros mismos16.

11 C/. «Mi subida al Everest», en Las maletas, pp. 11-14. 12 Cf. Las maletas, pp. 11-12. 13 Cf. La maletas, p. 14. 14 Cf. «Los personajes errados» en Las maletas, p . 39. 15 Cf. «Un azul para Marte» en De este mundo, pp. 170-172. 16 Cf. «La palabra resistente» en De este mundo, p. 120.

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Recordamos el «sé tú mismo», sé como eres, ideal del hombre griego.

Su reacción ante el mundo que no le gusta es a veces la ironía, que supone aceptar los límites, pero también no desaprovechar o llevar por derroteros inútiles las energías del hombre; «la ironía», dice en un momento determinado, «es la única puerta de salida que me queda, la alternativa a la vehemencia con que tendría yo que interpretar a no sé quién, no sé donde...»17; son cosas de la condición humana y con las limitaciones hay que ser comprensivo.

A Saramago la ironía le sirve como receta de buen médico, en situaciones en que la otra «puerta de salida» tendría que ser la in­dignación.

Ahora bien, todo en su justo medio, pues hay que luchar y hay que ayudar y hay que saber, por ejemplo, dice Saramago, que «la verdad es sólo medio camino, la otra mitad se llama credibilidad. Por eso hay mentiras que pasan por verdades, y verdades que son tenidas por mentiras», sabias ideas dignas de memoria, como lo es la crónica en que se insertan; su título, «No sabía que había que hacerlo»18.

Relata esta crónica los inmensos e inexplicables dolores de un hombre casi incapacitado para andar, un inválido, que por fin accede a enseñar sus pies al médico, pero antes lo hace a su sabio consejero, que así lo había recomendado. Al mostrarlos «Las uñas, amarillas, se curvaban hacia abajo, contorneaban la punta de los dedos y se prolongaban hacia dentro como punteras o dedales córneos»19; al decirle que sólo ése era su mal y preguntarle por qué no las cortaba, respondió: «No sabía que había que hacerlo».

Y ésta es la historia: «le cortaron las uñas. Con alicates. Entre ellas y los cascos de animales no era mucha la diferencia. A fin de cuen­tas, se precisa mucho trabajo para mantener todas las diferencias, para irlas ampliando, poco a poco, a ver si al fin la gente llega a ser humana». Y vuelve a preguntar a su lector, al amigo lector, a todos los lectores: «(¿No es verdad acaso?).

17 C/. «Elogio de la col portuguesa», en Las maletas, p. 51. 18 C/. Las maletas, pp. 52-54, en concreto, p. 52. 19 C/. p. 54.

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Pero de pronto, acontece algo así y nos vemos ante un semejante que no sabe que es preciso defendernos todos los días de la degra­dación. Y no es en uñas en lo que este momento estoy pensando», dice20.

Saramago está recordando la paídeia griega, la educación orientada a hacer hombres.

Aquí sí es preciso callar y dejar espacio para la reflexión, o recordar que la razón, el saber, es lo que separa al hombre de la bestia, y que la educación está para hacer hombres.

La gente tiene que ganarse la condición de humana y tiene que haber otras gentes que colaboren en la tarea; a fin de cuentas todos damos y todos recibimos (nadie es más por ayudar en alguna oca­sión), y esta ayuda supone una mirada al mundo, pero, sobre todo, una mirada a nosotros, e implica buscar remedios a la degradación, armas contra su peligro, y arma por antonomasia es la inteligencia. «No habrá grandes posibilidades de que nos salvemos si no salvamos la inteligencia», la de todos, para todos, «hasta el día en que no hagan falta intelectuales, porque todos lo serán»21.

Yo quería hablar de la conciencia de ser hombre y no sé si lo he conseguido, pero sí sé cómo le atormenta que los hombres —algunos, como los cuatro jinetes a pie22, no sean «sabedores de que nada es más alto que el hombre, cualquier hombre y en cualquier lugar».

Pero será necesario empeñarse en ser hombre, en reconocerse en­trando, con esfuerzo y lucha, en sí mismo (recordamos lo dicho antes: la verdad está en el hombre) pues, dice, Nadie sabe nada de sí antes de la acción en la que tendrá que empeñarse todo él. No conocemos la fuerza del mar hasta que el mar no se mueve. No conocemos el amor antes del amor; la acción es entrar en nosotros mismos, porque el hombre es su ciudad. Érase una vez un hombre que vivía fuera de los muros de la ciudad. Y la ciudad era él mismo. Ciudad de José, si un nombre queremos darle23.

Además, en la peor de las situaciones, en aquellas que sobran razones para el pesimismo, emerge la idea que cimenta existencias:

20 C/. Mi. p. 54. 21 C/. «El odio al intelectual», en Las maletas, pp. 129-132, en 132. 22 C/. «Cuatro jinetes a pie», en Las maletas, pp. 184-188. 23 Cf. «La ciudad» en De este mundo, p. 9.

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estar vivos es ya de por sí una victoria24; estando vivos se puede conseguir ser hombre.

Pero el hombre tiene que mirar al otro, allí se reconoce las más de las veces, mas tendrá que estar dispuesto a saber mirar. Su amigo lector (vemos cómo Saramago actúa, cómo quiere ayudar) tiene que mirar y no escamotear verdades y así conseguirá decir —son sus palabras— «lo que piensa de toda esta comedia de engaños que va siendo nuestra vida».

Saramago, como el clásico Calderón, como tantos otros clásicos han dejado constancia25, tiene ante sus ojos el gran teatro del mundo, en su cara más dolorosa, porque no se trata de que el hombre, mientras vive, representa un papel (el cual ha de representar bien), sino de que el hombre se olvida de la realidad e inventa —pura ficción— la que a él conviene; engaña y es engañado para que sea incapaz de descubrir, nada menos que el sufrimiento, pues los fuegos de artificio (hermosos y teatrales) que contempla, le impiden ver que hay muchas personas a las que se le pueden estar formando al mismo tiempo, «en sus ojos dos lágrimas pesadas y ardientes que condensen un mundo de su­frimiento, de frustración, de energía pisoteada»26.

Está empeñado en hacer hombres a los hombres. Hay que hacerse preguntas; no importa, creo, cuáles sean las respuestas. Él se las hace y, además, duda, y deja al lector la posibilidad de pensar; si éste dice «¡vaya hombre! Nunca había pensado en eso», entonces Saramago se habrá ganado bien el día27. Eso es tener conciencia de ser hombre, así se nos dice que fue Sócrates; los hombres no necesitan dogmas de otros hombres, necesitan ellos mismos sacar a la luz sus pensamientos, pero los hombres, los hombres como Saramago, sí tienen que hacer ese hermoso papel de partera.

Ser hombre significa formar parte de un mundo en que todo está formando parte de ese todo, todo en relación. El amor a la naturaleza, que siente Saramago, tan cercana a esa compasión universal del poeta

24 C/. «Las bondadosas», en De este mundo, p. 34. 25 C/. J. L. Moralejo, «El teatro de la vida: las raíces clásicas de un tema literario»,

en J. Maestre-J. Pascual-L. Charlo (eds.), Humanismo y pervivencia del mundo clásico, II. 1, pp. 191-220.

26 C/. «Los cohetes de lágrimas», en Las maletas, p. 65. 27 C/. p. 48.

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de Mantua, llena muchas de sus páginas, como llena mucho de su vida. Interminable sería si las trajese aquí; valgan de ejemplo estas palabras, que tampoco necesitan las mías: Las tres de la madrugada, tal vez las cuatro. No tardará en llegar el día. Durará aún la noche, pero hay en ella una sospecha de amanecer. Sobre el río comenzará a nacer el albor indeciso que el sol anticipa. Se nota algo más de frío. Desde aquí, se ven las estrellas. Cómo brillan, nítidas, duras y, para nosotros, eternas. Duerme aún la ciudad. Pasa el río, oscuro y profundo, vivo y profanado, con centelleos rápidos en la superficie como aristas luminosas de un cristal negro. Sobre la muralla de pie­dra que defiende la ciudad, nuestras manos aterran ardientemente el mundo28. Su amor a la naturaleza se presenta lleno de vida, auténtico en muchas de sus Crónicas29, como lo hará de modo singular en su Viaje a Portugal.

Y en el mundo cualquier objeto puede estar dotado de vida, de misterio, puede encararse con el hombre y suscitar en él una serie de sensaciones que, a primera vista, podrían ser inimaginables; es el caso del papel de los portalones en Saramago, y yo me pregunto ¿son los portalones los que llenan de vida interior a Saramago o es Saramago el que comunica la vida a los portalones? Creo que mitad y mitad. Pienso que frente a los portalones Saramago, instalado en su momento, como en el eje mismo de la vida, puede mirar, como afirma, hacia el futuro (tengo una fe ciega en el futuro y hacia él se extienden mis manos), sabiendo que no se tiene derecho a ignorar el pasado porque el pasado está lleno de voces que no callan y al otro lado de mi sombra aparece una multitud de sombras que la justifican. Pensar en el pasado, en las vidas que allí vivieron, los supiros y fatigas de los hombres, hace crecer en él un gran sentimiento de humildad30.

Sabios pensamientos y enorme ejemplo para una época que despre­cia, porque no conocer (su pasado) es el mayor de los desprecios.

28 Cf. «Las tres de la madrugada» en De este mundo, pp. 70-71. 29 Sirvan de ejemplo sus Crónicas «Nadie se baña dos veces en el mismo río»

o «Nace en la Sierra de Albarrazín, en España», en De este mundo, pp. 30-32 y 39-41, respectivamente; o lo que leemos en «De cuando me morí vuelto hacia el mar», en Las maletas, p. 25: Había valido la pena levantarse temprano y ver la niebla dispersándose sobre la laguna en copos sueltos, como si el sol, cuidadosamente, los fuera barriendo hasta que no quedó nada entre el agua y el cielo azul.

30 Cf. «¿A dónde dan los portalones?» en Las maletas, pp. 78-80.

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Hay que conocer, conocer desde dentro para hacer propio lo que está fuera de uno. Por eso el hombre debe saber que en un mundo, como el de hoy, de tantas posibilidades informativas, queda aturdido; su natural limitación le impide llegar a todo y, si no se está muy des­pierto, no puede hacer suyo nada; se le intenta privar del pensamiento (¡prohibido pensar!, decimos a veces con amarga ironía; Saramago habla de «pensamiento cero» con más precisión y autoridad); se le impide esbozar una idea que pudiera ser propia; y hay que estar atento. El peligro de la «información» que el hombre recibe es que, con ella, los hombres se creen sabios, sin tener conciencia de que son más ignorantes que nunca y están mucho más manipulados.

Saramago, que reivindica el encuentro entre los hombres (¡cuánto perdemos por no hablar!, dice), sabe del puente de comunicación que se establece entre ellos (en su caso entre escritor y lector) para lo que el escritor primero «tiene que afirmarse en cada palabra que escriba, de tal modo que a la tercera línea se le han acabado los secretos» (es la palabra de verdad) y el lector (por su parte) «no tiene más reme­dio que adoptar una de estas dos actitudes: o sienta al cronista a su mesa, como hace con los amigos, o le da con la puerta en las narices, como se hace con los importunos, dejándolo rasguear desolado la bandurria»; para el encuentro se tiene que sentar a la mesa y así podrá ser oído: Sabré, dice, qué mallas y qué nudos tejen una existencia que no es la mía... y una vez más descubriré, siempre con el mismo asombro, que todas las vidas son extraordinarias, que todas son una hermosa y terrible historia31.

Pero es consciente de que las palabras son limitadas, incapaces de recoger y transmitir el mensaje a ellas confiado; lo dice Saramago de mejor manera: Es este el defecto de las palabras. Partimos de la base de que no hay otro medio de entendernos y explicarnos. Y acabamos descubriendo que nos quedamos en medio de la explicación, y tan lejos de entender, etc.» Y, lo que es más grave, las palabras también impiden las más de las veces que el otro pueda pronunciar las su­yas, y todavía más, no sólo no comunican sino que pueden engañar: Cada palabra es dicha para que no se oiga otra. La palabra, hasta cuando no afirma, se afirma: la palabra no responde ni pregunta:

31 C/. «Navideñamente crónica» en Las maletas, pp. 112-115, en especial 114s.

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encubre. La palabra es la hierba fresca y verde que cubre los dien­tes del pantano. La palabra no muestra. La palabra disfraza, etc.32. Pero afortunadamente existen los ojos y el silencio El silencio es, por definición, lo que no se oye. El silencio escucha, examina, observa, pesa, analiza. El silencio es fecundo. El silencio es la tierra negra y fértil, el humus del ser, la melodía callada bajo la luz solar. Caen sobre él las palabras. Todas las palabras. Las palabras buenas y las malas. El trigo y la cizaña. Pero sólo el trigo da pan33.

El silencio para encontrarse y encontrar al otro. Saramago sabe que sólo es hombre el que se encuentra con el hombre en este viaje de la vida, en que se reconoce en el otro, compañero de camino aunque venga de muy lejos; esta conciencia le hace descubrirnos el papel de los lugares de encuentro:

Una plaza de provincias, una plaza de Lisboa: la misma necesi­dad de espacio libre y abierto donde los hombres puedan hablar y reconocerse unos a otros. Donde puedan contarse, saber cuántos son y cuánto valen, donde los nombres no sean palabras muertas sino que se peguen a rostros vivos. Donde las manos, fraternalmente, se posen en los hombros de los amigos o acaricien lentamente el rostro de la mujer elegida y que nos eligió, sean ellos del otro lado del río o del otro lado del mar34.

La persona que escribe es un hombre que en los hombres piensa. Porque los hombres son la verdadera materia del tiempo, la piedra de encima y la piedra de abajo, la gota de agua que es sangre y también sudor. Porque ellos son el paciente coraje, la larga espera, el esfuerzo sin límites, el dolor aceptado y rechazado35.

32 C/. «Las palabras» en De este mundo, pp. 45-47, y sobre esto mismo «Juegan blancas y ganan» en Las maletas, pp. 99-103.

33 C/. «Las palabras» en De este mundo, p. 47, o lo que leemos en «Viajes por mi tierra» en De este mundo, p. 44: «El silencio de quien reflexiona, de quien se recoge en sí, de quien pesa y mide sus fuerzas. El silencio de quien reflexiona, de quien se encuentra colocado en el arranque de una carretera y convoca las fuerzas preciosas que el viaje le va a exigir».

34 C/. «La plaza» en Las maletas, pp. 125-128, en p. 128. 35 C/. «El tiempo y la paciencia» en Las maletas, pp. 214-216. Merece la pena

destacar su «paciente coraje», que quizá sea la mejor traducción posible del griego tlemosyne, ideal del hombre clásico, y que era, como hemos recordado antes, más que patientia.

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Si mi intención era «descubrir al hombre» en estas crónicas, lo encuentro de modo singular en algunas de sus páginas en las que lo vemos creer casi firmemente en los «cuentos de hadas», en los rela­tos maravillosos, porque, como dice, todo lo maravilloso cabe en el corazón del hombre y, sin duda, Saramago sigue siendo aquel niño de «Historias para niños»36, que decide nada más y nada menos que salvar una flor; para ello tiene que atravesar no sólo el mundo entero, sino hacer cien mil viajes —duros viajes para unos pies descalzos— a la luna, para poder llevarle agua. Sedienta la flor bebe el regalo sal­vador de unas gotas, y, erguida ya, daba su aroma al aire y, como si fuera un roble, presta su sombra al suelo; su pétalo perfumado mostraba todos los colores del arco iris. Este niño, reconocían en la aldea y refiere con admiración Saramago, había salido de allí para hacer (de nuevo «hacer») algo grande, mucho mayor que su tamaño y que todos los tamaños.

Habla el cronista de «moraleja», y ésta es evidente; el amor del niño, que el hombre es, puede, debe, intentar hacer algo grande, y desde luego salvar la flor.

Él ama las flores, lo sabríamos aunque no lo hubiera dicho; a los jóvenes y a todos los que lo son en espíritu les queda el corazón, y es ahí donde hay que guardarla; en eso está la esperanza del mundo37. Estar junto a una flor, como la niña del columpio, es tener el anhelo de otra mano en la de uno38.

El «niño Saramago», su humanidad, tiene que ver no poco con la mirada a las ciudades en contraste con las tierras, pequeñas y cercanas de la infancia; la ciudad se interpone y la fraternidad se ve en peligro; las vivencias de su niñez, todo lo que aprehendió en compañía de sus abuelos (la sabiduría del abuelo Jerónimo, las historias que le contaba, su hermosa despedida de los árboles a los que abrazó antes de morir, el gusto por la vida de su abuela)39 le hace mirar, en principio con recelo, la gran ciudad; también sabe que «el destino de los hombres es contrariar las fuerzas dispersivas que ellos ponen en movimien-

36 C/. Las maletas, pp. 70-74. 37 C/. «Jardín en invierno» en De este mundo, pp. 82-84. 38 C/. «La niña del columpio» en De este mundo, pp. 92-94. 39 C/. «Carta a Josefa, mi abuela» y «Mi abuelo, también» en De este mundo, pp.

21-23 y 24-26.

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to o dentro de ellos se insurgen»; también en la ciudad es posible descubrir otras tierras y hacer renacer la fraternidad, y reiniciar el aprendizaje de los nombres de las personas y de los lugares... pues así tiene que ser para que ninguno muera en vano40. Se trata, sin duda, del pensamiento, racional, que construye.

Sí, asoma aquí de nuevo esa fe en el hombre, que tiene Saramago, fruto de su cabal conocimiento; en el hombre conviven los contrarios, las fuerzas capaces de dispersar, de destruir, pero también las que pueden construir, unir, defender en vez de atacar, amar en vez de odiar, y eso da pie al optimismo.

Fe en el hombre que supone atreverse a provocar la risa de otros hombres, sabiendo, sin embargo, que su palabra se alzará contra la burla de un millón de habitantes; es una historia de hadas, de un lagarto cuya aparición llenó de terror a una ciudad, poniendo en movimiento, contra el lagarto, nada menos que bayonetas y tanques; pero, los milagros existen, «y el lagarto, de repente —por intercesión de las hadas, no se olvide—, se transformó en rosa carmesí, color de sangre, posada sobre el asfalto negro, como una herida en la ciudad. Desconfiados los atacantes vacilaron. La rosa crecía, abría sus pétalos, lavaba con su aroma las fachadas desconchadas de las casas... entonces la rosa se movió rápidamente, se tornó blanca, los pétalos se conviertieron en plumas y alas y alzó el vuelo hacia el cielo azul»41.

La historia es bella pero es más que eso, sin duda. La metamor­fosis del lagarto, la doble metamorfosis, habla de la posibilidad del milagro, la posibilidad de ascender a los cielos desde una situación en que alguien se siente acorralado, sujeto a la reacción feroz de quienes no se han parado a comprender, no han intentado saber qué ocurre, quién es el otro; los tanques contra un lagarto no son más que una terrible metáfora, que habla de violencias sin sentido y, además, desproporcionadas, pero quizá no es metáfora aceptar que sí, que las hadas existen y, que si quieren y las dejamos, actúan.

He dejado para el final la muerte, puesto que, como él dice, vida y muerte son la misma cosa; la realidad de la muerte da sentido a la

40 C/. «Las tierras» en Las maletas, pp. 75-77, en concreto p. 77. 41 C/. «El lagarto» en Las maletas, pp. 87-90.

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vida; carpe diem porque viene la «pálida muerte», decía y sentía Ho­racio42; hay que enfrentarse con ella; ningún hombre es tal hasta que no se ha situado cara a cara con la muerte; así esta realidad puede ser incluso fecunda, puede hasta humanizar43. Con ella se enfrentó conscientemente su abuela ante la mirada tierna y amorosa, descon­certada también, de su nieto ¡El mundo es tan bonito, y me da tanta tristeza morir!44; se enfrentó su abuelo, y por eso se fue despidiendo de los árboles45. Por eso, quizá, Saramago denuncia, sí, denuncia, por los enormes peligros que implica, que esta sociedad nuestra ha tratado de borrar la muerte. Ahora la muerte no se ve, los muertos se llevan al tanatorio y desaparecen. Cuanto menos se vean, más a gusto se siente una sociedad que ha conseguido ocultarla para que no moleste. Pero ahí sigue con su fuerza ineludible46.

Pero muerte y vida son la misma cosa: Con todo, está el camino de la vida, las edades del hombre y hay que pasar de una a otra, dejando la piel como las culebras (es decir «de nuevo nuevos», pero los mismos) y pasando a la edad siguiente. La vida es breve, sentencia, pero en ella cabe mucho más de lo que somos capaces de vivir47. Es el morir y resucitar cada día, a cada instante, de que hablaba Saramago en la sesión de apertura de este Congreso, ayer en Murcia.

Estas cosas y tantas que he tenido que silenciar eran escritas hace casi treinta años48; lo que escribió después, lo que escribirá y lo que dice, dijo y dirá, y, sobre todo, lo que ha hecho y sigue haciendo está con ellas en perfecta armonía, pues ha sabido mantener lo que él mismo proclamaba entonces, a saber, que hay coherencia entre la persona que es, la vida que tiene, la que ha vivido y lo que escribe.

Sus crónicas preludian su obra posterior, la iluminan porque es el hombre el que allí está; siendo así tenía que escribir lo que escribió y hacer lo que ha hecho y seguirá haciendo, en coherencia con su con-

42 C/. Horacio, Odas 14 y 111. 43 Esta opinión mía no la comparte José Saramago, como algunas otras, sobre

las que tuve el privilegio de hablar o discutir. 44 Cf. De este mundo, p. 23. 45 Cf. De este mundo, p. 26. 46 Cf. ¡osé Saramago: el amor posible, p. 82. 47 Cf. De este mundo, p. 34. 48 Salvo lo poco que hemos citado del libro de J. Arias, fosé Saramago: el amor

posible (cf. notas 9 y 46).

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dición, pero esto no lo digo yo; lo dice mejor él y de alguna manera autocorrige esa afirmación suya: «no escribí antes porque no tenía nada que contar».

No, contó mucho y muy grande; lo que no tenía era tiempo; la puerta que se le cerró (no tener trabajo) le abrió un grandioso portalón hacia nosotros, sus lectores, hacia la humanidad toda, con la que tenía un ineludible compromiso. Y él lo sabe, con humildad, pero lo sabe; nuestra Teresa de Ávila decía que la humildad era la verdad.

Pues bien, si echamos una mirada al Discurso pronunciado en Estocolmo cuando recibió el Premio Nobel49, encontramos a la misma persona que había en las Crónicas; está el hombre hijo de su pasa­do, que no olvida quién es, pues aquí está lo que contaba sobre sus abuelos, sobre todo sobre su abuelo, en aquellas lejanas crónicas, y está su mirada a la naturaleza, al río, a las estrellas; el recuerdo de las historias oídas de labios de ese hombre sabio que era Jerónimo, su modo de aceptar la muerte, el retrato de boda de sus padres, etc. Todo lo que escribió y reescribe ahora tenía entonces ya un sentido, que se supiese de dónde vengo y de qué materiales se hizo la persona que comencé siendo y ésta en que poco a poco me he convertido, aunque ahora añade algo, a saber, que al árbol genealógico le faltaba quien le ayudase a sus raíces a penetrar hasta las capas subterráneas más profundas, quien apurase la consistencia y el sabor de sus frutos, quien ampliase y robusteciese su copa para hacer de ella abrigo de aves migratorias y amparo de nidos.

Pero yo creo también que esto mismo lo decía igual, aunque de modo diferente, en aquella primera crónica de Las maletas del viajero, en que afirmaba que cada uno de nosotros es, «por encima de todo, hijo de sus obras, de lo que va haciendo durante el tiempo en que por aquí andas»50.

Por eso es igualmente lógico que sus obras, que sus personajes o «hijos» sean a su vez sus padres; él se reconoce en el Discurso de Estocolmo como «creador de esos personajes y al mismo tiempo

49 Agradezco a mi amigo D. José Luis Santos, que fue Padrino de Saramago en su Investigura de Doctor Honoris causa en la Universidad Politécnica de Valencia, el envío del texto de este Discurso, así como del que pronunció con ocasión de la mencionada Investigura de Doctor.

50 C/. «Retrato de antepasados» en Las maletas, p. 7.

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criatura de ellos»; es la humanitas fecunda, la solidaridad perenne, la creación, el nacer de, con y para el otro. En este duro oficio de vivir, del que hablaba hacía treinta años, reconoce como sus maestros de vida a los personajes que creó, a los que él creía, sin embargo, ir guiando.

Esa simbiosis es perfecta; Saramago escribe, habla de él, pero ese otro él, ese personaje literario, como si otro hombre fuese, «escribirá» a su vez en el alma del autor. Ya sabía antes de escribir su Manual de pintura y caligrafía, que, como proclamaban los griegos, existen los límites; también que había que seguir intentando alcanzar el pináculo, como en la subida al Everest; sin embargo, el mediocre pintor de re­tratos, dice, fue quien le enseñó la honradez de reconocer los límites, pero así pudo aprender que le quedaba la posibilidad de cavar hacia el fondo, hacia las raíces.

De aquellos hombres y mujeres de su infancia, presentes ya en sus Crónicas, aprendió, tras haberlas convertido en figuras de ficción, a ser paciente. Sin duda Saramago esa «paciencia» la vio en ellos vivos, se las otorgó a sus personajes y ellos se la devolvieron multiplicada. Eran ejemplos de dignidad, descubiertos y valorados por quien la tenía a raudales51.

La creencia en lo maravilloso, en los milagros, en los sueños, en todo aquello que excede la pura lógica racional, todo lo que aprendió en su infancia y se mantuvo en el niño que perdura, puede llegar a ser literatura porque existieron sus abuelos; por eso escribió algunas de sus mejores Crónicas y también Memorial del convento. Sí, Saramago lo cree y lo proclama: Además de la conversación de las mujeres son los sueños los que sostienen al mundo en su órbita.

En sus Crónicas, casi por doquier, estaba ya la imperiosa necesidad de actuar, de comprometerse con el otro y con los otros; la sabiduría para él no es estar sentado contemplando el mundo52, y así podría­mos ir releyendo y glosando todo su discurso; pero haré parada para recordar que Saramago sigue insistiendo en una idea repetida en las Crónicas; lo hizo solemnemente en el Discurso que pronunció en Va­lencia al ser investido Doctor Honoris causa, a saber, en sus «obras de

51 C/. Alzado del suelo. 52 C/. La muerte de Ricardo Rris.

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ficción» el lector encuentra (él desea que los lectores encuentren) no sólo al autor, sino al hombre real, la simple, dice, persona que soy. Y añade. No pido más porque es lo máximo que puedo pedir. En sus obras, en sus novelas, teatro y poesía, como en las antiguas Crónicas, están sus pensamientos y de ellos no considera ajenos los sentimientos, sensaciones, anhelos y sueños, sin abdicar de sus responsabilidades; lo que ocurre es que frente a una crónica, como él nos dice, una ficción es la expresión más ambiciosa de una parcela de la humaniad, esto es, su Autor.

En la novela está la vida de un ser humano, la que no podría contar en su propio nombre. Tal vez, dice, porque lo que hay de grande en el ser humano sea demasiado para caber en las palabras.

Y vamos ya a terminar, y lo voy a hacer con algunas de sus palabras del Discurso de Estocolmo:

El aprendiz pensó: «estamos ciegos» y se sentó a escribir el Ensayo sobre la ceguera para recordar a quien lo leyese que usamos perversa­mente la razón cuando humillamos la vida, que la dignidad del ser humano es insultada todos los días por los poderosos de nuestro mundo, que la mentira universal ocupó el lugar de las verdades plurales, que el hombre dejó de respetarse a sí mismo cuando perdió el respeto a su semejante53.

Y continúa: Después el aprendiz, como si intentara exorcizar a los monstruos engendrados por la ceguera de la razón, se puso a escribir la más simple de todas las historias: «Una persona que busca a otra persona», sólo porque ha comprendido que la vida no tiene nada más importante que pedir a un ser humano. El libro se llama Todos los nombres. No escritos, todos nuestros nombres están allí.

Creo que no podría caber mejor y más hermoso final en este reco­rrido que hemos hecho por y con las palabras de Saramago. Gracias, pues, al aprendiz; gracias, creo, podemos dar todos al hombre sabio, que nos dice así, con «aprendiz», que sabio es quien no olvida que el hombre que es hombre no puede nunca dejar el oficio de aprender; no puede, desde luego, si, como hombre, pretende seguir manteniéndose «no ajeno a lo humano».

53 No había escrito esta novela aún, pero su defensa de la dignidad del hombre, tantas veces pisoteada, está, como hemos recordado, en muchas de sus Crónicas.

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