j.j.rousseau - discurso sobre el origen de la desigualdad

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Discurso sobre el origende la desigualdad entre los hombres

Jean-Jacques Rousseau

Advertencia del autor sobre las notas

Siguiendo mi perezosa costumbre de trabajar a ratosperdidos, he añadido algunas notas a esta obra. Estas no-tas se apartan bastante del asunto algunas veces, por locual no son a propósito para ser leídas al mismo tiempoque el texto. Por esta razón las he relegado al final del Dis-curso, en el cual he procurado seguir del mejor modo posi-ble el camino más recto. Quienes tengan el valor de empe-zar por segunda vez la lectura pueden entretenerse en dis-traer su atención hacia las notas, intentando una ojeadasobre ellas. En cuanto a los demás poco se perdería si nolas leyesen.

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Dedicatoria

A la República de Ginebra

Magníficos, muy honorables y soberanos señores:

Convencido de que sólo al ciudadano virtuoso le es dadoofrecer a su patria aquellos honores que ésta pueda aceptar,trabajo hace treinta años para ser digno de ofreceros un home-naje público; y supliendo en parte esta feliz ocasión lo que misesfuerzos no han podido hacer, he creído que me sería permiti-do atender aquí más al celo que me anima que al derecho quedebiera autorizarme.

Habiendo tenido la dicha de nacer entre vosotros, ¿cómopodría meditar acerca de la igualdad que la naturaleza ha esta-blecido entre los hombres y sobre la desigualdad creada porellos, sin pensar al mismo tiempo en la profunda sabiduría conque una y otra, felizmente combinadas en ese Estado, concu-rren, del modo más aproximado a la ley natural y más favora-ble para la sociedad, al mantenimiento del orden público y a lafelicidad de los particulares? Buscando las mejores máximasque pueda dictar el buen sentido sobre la constitución de ungobierno, he quedado tan asombrado al verlas todas puestas enejecución en el vuestro, que, aun cuando no hubiera nacidodentro de vuestros muros, hubiese creído no poder dispensarmede ofrecer este cuadro de la sociedad humana a aquel de entretodos los pueblos que paréceme poseer las mayores ventajas yhaber prevenido mejor los abusos.

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Si hubiera tenido que escoger el lugar de mi nacimiento,habría elegido una sociedad de una grandeza limitada por laextensión de las facultades humanas, es decir, por la posibili-dad de ser bien gobernada, y en la cual, bastándose cada cual así mismo, nadie hubiera sido obligado a confiar a los demás lasfunciones de que hubiese sido encargado; un Estado en que,conociéndose entre sí todos los particulares, ni las obscurasmaniobras del vicio ni la modestia de la virtud hubieran podidoescapar a las miradas y al juicio del público, y donde el dulcehábito de verse y de tratarse hiciera del amor a la patria, másbien que el amor a la tierra, el amor a los ciudadanos.

Hubiera querido nacer en un país en el cual el soberanoy el pueblo no tuviesen más que un solo y único interés, a finde que los movimientos de la máquina se encaminaran siempreal bien común, y como esto no podría suceder sino en el casode que el pueblo y el soberano fuesen una misma persona,dedúcese que yo habría querido nacer bajo un gobierno de-mocrático sabiamente moderado.

Hubiera querido vivir y morir libre, es decir, de tal ma-nera sometido a las leyes, que ni yo ni nadie hubiese podidosacudir el honroso yugo, ese yugo suave y benéfico que las másaltivas cabezas llevan tanto más dócilmente cuanto que estánhechas para no soportar otro alguno.

Hubiera, pues, querido que nadie en el Estado pudiesepretender hallarse por encima de la ley, y que nadie desde fuerapudiera imponer al Estado su reconocimiento; porque, cual-quiera que sea la constitución de un gobierno, si se encuentraun solo hombre que no esté sometido a la ley, todos los demáshállanse necesariamente a su merced; 1 y si hay un jefe nacio-nal y otro extranjero, cualquiera que sea la división que hagan

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de su autoridad, es imposible que uno y otro sean obedecidos yque el Estado esté bien gobernado.

Yo no hubiera querido vivir en una república de recienteinstitución, por buenas que fuesen sus leyes, temiendo que, noconviniendo a los ciudadanos el gobierno, tal vez constituidode modo distinto al necesario por el momento, o no convinien-do los ciudadanos al nuevo gobierno, el Estado quedase sujetoa quebranto y destrucción casi desde su nacimiento; pues suce-de con la libertad como con los alimentos sólidos y suculentoso los vinos generosos, que son propios para nutrir y fortificarlos temperamentos robustos a ellos habituados, pero que abru-man, dañan y embriagan a los débiles y delicados que no estánacostumbrados a ellos. Los pueblos, una vez habituados a losamos, no pueden ya pasarse sin ellos. Si intentan sacudir elyugo, se alejan tanto más de la libertad cuanto que, confun-diendo con ella una licencia completamente opuesta, sus revo-luciones los entregan casi siempre a seductores que no hacensino recargar sus cadenas. El mismo pueblo romano, modelo detodos los pueblos libres, no se halló en situación de gobernarsea sí mismo al sacudir la opresión de los Tarquinos.2 Envilecidopor la esclavitud y los ignominiosos trabajos que éstos le hab-ían impuesto, el pueblo romano no fue al principio sino un po-pulacho estúpido, que fue necesario conducir y gobernar conmuchísima prudencia a fin de que, acostumbrándose poco apoco a respirar el aire saludable de la libertad, aquellas almasenervadas, o mejor dicho embrutecidas bajo la tiranía, fuesenadquiriendo gradualmente aquella severidad de costumbres yaquella firmeza de carácter que hicieron del romano el másrespetable de todos los pueblos.

Hubiera, pues, buscado para patria mía una feliz y tran-quila república cuya antigüedad se perdiera, en cierto modo, en

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la noche de los tiempos; que no hubiese sufrido otras alteracio-nes que aquellas a propósito para revelar y arraigar en sus habi-tantes el valor y el amor a la patria, y donde los ciudadanos,desde largo tiempo acostumbrados a una sabia independencia,no solamente fuesen libres, mas también dignos de serlo.

Hubiera querido una patria disuadida, por una feliz im-potencia, del feroz espíritu de conquista, y a cubierto, por unaposición todavía más afortunada, del temor de poder ser ellamisma la conquista de otro Estado; una ciudad libre colocadaentre varios pueblos que no tuvieran interés en invadirla, sino,al contrario, que cada uno lo tuviese en impedir a los demásque la invadieran; una república, en fin, que no despertara laambición de sus vecinos y que pudiese fundadamente contarcon su ayuda en caso necesario. Síguese de esto que, en tanfeliz situación, nada habría de temer sino de sí misma, y que sisus ciudadanos se hubieran ejercitado en el uso de las armas,hubiese sido más bien para mantener en ellos ese ardor guerre-ro y ese firme valor que tan bien sientan a la libertad y que ali-mentan su gusto, que por la necesidad de proveer a su propiadefensa.

Hubiera buscado un país donde el derecho de legislarfuese común a todos los ciudadanos, porque ¿quién puede sa-ber mejor que ellos mismos en qué condiciones les convienevivir juntos en una misma sociedad? Pero no hubiera aprobadoplebiscitos semejantes a los usados por el pueblo romano, en elcual los jefes del Estado y los más interesados en su conserva-ción estaban excluidos de las deliberaciones, de las que fre-cuentemente dependía la salud pública, y donde, por una ab-surda inconsecuencia, los magistrados hallábanse privados delos derechos de que disfrutaban los simples ciudadanos.

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Hubiera deseado, al contrario, que, para impedir los pro-yectos interesados y mal concebidos y las innovaciones peli-grosas que perdieron por fin a los atenienses, no tuviera cual-quiera el derecho de preponer caprichosamente nuevas leyes;que este derecho perteneciera solamente a los magistrados; queéstos usasen de él con tanta circunspección, que el pueblo, porsu parte, no fuera menos reservado para otorgar su consenti-miento; y que la promulgación se hiciera con tanta solemnidad,que antes de que la constitución fuese alterada hubiera tiempopara convencerse de que es sobre todo la gran antigüedad delas leyes lo que las hace santas y venerables; que el pueblo me-nosprecia rápidamente las leyes que ve cambiar a diario, y que,acostumbrándose a descuidar las antiguas costumbres so pre-texto de mejores usos, se introducen frecuentemente grandesmales queriendo corregir otros menores.

Hubiera huido, sobre todo, por estar necesariamente malgobernada, de una república donde el pueblo, creyendo poderprescindir de sus magistrados, o concediéndoles sólo una auto-ridad precaria, hubiese guardado para sí, con notoria impruden-cia, la administración de sus asuntos civiles y la ejecución desus propias leyes. Tal debió de ser la grosera constitución delos primeros gobiernos al salir inmediatamente del estado denaturaleza; y ése fue uno de los vicios que perdieron a la re-pública de Atenas.

Pero hubiera elegido la república en donde los particula-res, contentándose con otorgar la sanción de las leyes y condecidir, constituidos en cuerpo y previo informe de los jefes,los asuntos públicos más importantes, estableciesen Tribunalesrespetados, distinguiesen con cuidado las diferentes jurisdic-ciones y eligiesen anualmente para administrar la justicia ygobernar el Estado a los más capaces y a los más íntegros de

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sus conciudadanos; aquella donde, sirviendo de testimonio dela sabiduría del pueblo la virtud de los magistrados, unos yotros se honrasen mutuamente, de suerte que sí alguna vez vi-niesen a turbar la concordia pública funestas desavenencias,aun esos tiempos de ceguedad y de error quedasen señaladoscon testimonios de moderación, de estima recíproca, de uncomún respeto hacia las leyes, presagios y garantías de unareconciliación sincera y perpetua.

Tales son, magníficos, muy honorables y soberanos se-ñores, las ventajas que hubiera deseado en la patria de mi elec-ción. Y si la Providencia hubiese añadido además una posiciónencantadora, un clima moderado, una tierra fértil y el paisajemás delicioso que existiera bajo el cielo, sólo habría deseadoya, para colmar mi ventura, poder gozar de todos estos bienesen el seno de esa patria afortunada, viviendo apaciblemente endulce sociedad con mis conciudadanos y ejerciendo con ellos, asu ejemplo, la humanidad, la amistad y todas las demás virtu-des, para dejar tras mí el honroso recuerdo de un hombre debien y de un honesto y virtuoso patriota.

Si, menos afortunado o tardíamente discreto, me hubieravisto reducido a terminar en otros climas una carrera lánguida yenfermiza, lamentando vanamente el reposo y la paz de que mehabía privado una imprudente juventud, hubiese al menos ali-mentado en mi alma esos mismos sentimientos de los cuales nohubiera podido hacer uso en mi país, y, poseído de un afectotierno y desinteresado hacia mis lejanos conciudadanos, leshabría dirigido desde el fondo de mi corazón, poco más o me-nos, el siguiente discurso:

«Queridos conciudadanos, o mejor, hermanos míos,puesto que así los lazos de la sangre como las leyes nos unen acasi todos: Dulce es para mí no poder pensar en vosotros sin

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pensar al mismo tiempo en todos los bienes de que disfrutáis, ycuyo valor acaso ninguno de vosotros estima tanto como yoque los he perdido. Cuanto más reflexiono sobre vuestro estadopolítico y civil, más difícil me parece que la naturaleza de lascosas humanas pueda permitir la existencia de otro mejor. Entodos los demás gobiernos, cuando se trata de asegurar el ma-yor bien del Estado, todo se limita siempre a proyectos abstrac-tos o, cuando más, a meras posibilidades; para vosotros, encambio, vuestra felicidad ya está hecha: no tenéis mas que dis-frutarla, y para ser perfectamente felices no necesitáis sino con-formaros con serlo. Vuestra soberanía, conquistada o recobradacon la punta de la espada y conservada durante dos siglos afuerza de valor y de prudencia, es por fin plena y universal-mente reconocida. Honrosos tratados fijan vuestros límites,aseguran vuestros derechos y fortalecen vuestra tranquilidad.Vuestra Constitución es excelente, dictada por la razón mássublime y garantida por potencias amigas y respetables; vuestroEstado es tranquilo; no tenéis guerras ni conquistadores quetemer; no tenéis otros amos que las sabias leyes que vosotrosmismos habéis hecho, administradas por íntegros magistradospor vosotros elegidos; no sois ni demasiado ricos para enerva-ros en la molicie y perder en vanos deleites el gusto de la ver-dadera felicidad y de las sólidas virtudes, ni demasiado pobrespara que tengáis necesidad de más socorros extraños de los queos procura vuestra industria; y esa preciosa libertad, que no semantiene en las grandes naciones sino a costa de exorbitantesimpuestos, casi nada os cuesta conservarla.

«¡Que pueda durar siempre, para dicha de sus conciuda-danos y ejemplo de los pueblos, una república tan sabia y afor-tunadamente constituida! He aquí el único voto que tenéis quehacer, el único cuidado que os queda. En adelante, a vosotros

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incumbe, no el hacer vuestra felicidad -vuestros antepasados oshan evitado ese trabajo-, sino el conservarla duraderamentemediante un sabio uso. De vuestra unión perpetua, de vuestraobediencia a las leyes y de vuestro respeto a sus ministros de-pende vuestra conservación. Si queda entre vosotros el menorgermen de acritud o desconfianza, apresuraos a destruirlo comolevadura funesta de donde resultarían tarde o temprano vuestrasdesgracias y la ruina del Estado. Os conjuro a todos vosotros areplegaros en el fondo de vuestro corazón y a consultar la vozsecreta de vuestra conciencia. ¿Conoce alguno de vosotros enel mundo un cuerpo más íntegro, más esclarecido, más respeta-ble que vuestra magistratura? ¿No os dan todos sus miembrosejemplo de moderación, de sencillez de costumbres, de respetoa las leyes y de la más sincera armonía? Otorgad, pues, sin re-servas a tan discretos jefes esa saludable confianza que la razóndebe a la virtud; pensad que vosotros los habéis elegido, quejustifican vuestra elección y que los honores debidos a aquellosque habéis investido de dignidad recaen necesariamente sobrevosotros mismos. Ninguno de vosotros es tan poco ilustradoque pueda ignorar que donde se extingue el vigor de las leyes yla autoridad de sus defensores no puede haber ni seguridad nilibertad para nadie.

¿De qué se trata, pues, entre vosotros sino de hacer debuen grado y con justa confianza lo que estaríais siempre obli-gados a hacer por verdadera conveniencia, por deber y porrazón? Que una culpable y funesta indiferencia por el mante-nimiento de la Constitución no os haga descuidar nunca encaso necesario las sabias advertencias de los más esclarecidos yde los más discretos, sino que la equidad, la moderación, lafirmeza más respetuosa sigan regulando vuestros pasos y mues-tren en vosotros al mundo entero el ejemplo de un pueblo alti-

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vo y modesto, tan celoso de su gloria como de su libertad.Guardaos sobre todo, y éste será mi último consejo, de escu-char perniciosas interpretaciones y discursos envenenados, cu-yos móviles secretos son frecuentemente más peligrosos quelas acciones mismas. Una casa entera despiértase y se sobresal-ta a los primeros ladridos de un buen y fiel guardián que sóloladra cuando se aproximan los ladrones; pero todos odian laimpertinencia de esos ruidosos animales que turban sin cesar elreposo público y cuyas advertencias continuas y fuera de lugarno se dejan oír precisamente cuando son necesarias.»

Y vosotros, magníficos y honorabilísimos señores; voso-tros, dignos y respetables magistrados de un pueblo libre, per-mitidme que os ofrezca en particular mis respetos y atenciones.Si existe en el mundo un rango que pueda enaltecer a quieneslo ocupen, es, sin duda, el que dan el talento y la virtud, aquelde que os habéis hecho dignos y al cual os han elevado vues-tros conciudadanos. Su propio mérito añade al vuestro un nue-vo brillo, y, elegidos por hombres capaces de gobernar a otrospara que los gobernéis a ellos mismos, os considero tan porencima de los demás magistrados, como un pueblo libre, y so-bre todo el que vosotros tenéis el honor de dirigir, se halla, porsus luces y su razón, por encima del populacho de los otrosEstados.

Séame permitido citar un ejemplo del que debieran que-dar más firmes huellas y que siempre vivirá en mi corazón. Norecuerdo nunca sin sentir la más dulce emoción al virtuoso ciu-dadano que me dio el ser y que aleccionó a menudo mi infanciacon el respeto que os era debido. Aun le veo, viviendo del tra-bajo de sus manos y alimentando su alma con las verdades mássublimes. Delante de él, mezclados con las herramientas de suoficio, veo a Tácito, a Plutarco y a Grocio. Veo a su lado a un

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hijo amado recibiendo con poco fruto las tiernas enseñanzasdel mejor de los padres. Pero si los extravíos de una loca juven-tud me hicieron olvidar un tiempo sus sabias lecciones, al fintengo la dicha de experimentar que, por grande que sea la in-clinación hacía el vicio, es difícil que una educación en la cualinterviene el corazón se pierda para siempre.

Tales son, magníficos y honorabilísimos señores, losciudadanos y aun los simples habitantes nacidos en el Estadoque gobernáis; tales, son esos hombres instruidos y sensatossobre los cuales, bajo el nombre de obreros y de pueblo, setienen en las otras naciones ideas tan bajas y tan falsas. Mi pa-dre, lo confieso con alegría, no ocupaba entre sus conciudada-nos un lugar distinguido; era lo que todos son, y tal como era,no hay país en que no hubiese sido solicitado y cultivado sutrato, y aun con fruto, por las personas más honorables. No meincumbe, y gracias al cielo no es necesario, hablaros de lasatenciones que de vosotros pueden esperar hombres de seme-jante excelencia, vuestros iguales así por la educación comopor los derechos de su nacimiento y de la naturaleza; vuestrosinferiores por su voluntad, por la preferencia que deben a vues-tros merecimientos, y que ellos han reconocido, por la cual, avuestra vez, les debéis una especie de reconocimiento. Veo conviva satisfacción con cuánta moderación y condescendenciausáis con ellos de la gravedad propia de los ministros de lasleyes, cómo les devolvéis en estima y consideración la obe-diencia y el respeto que ellos os deben; conducta llena de justi-cia y sabiduría, a propósito para alejar cada vez más el recuer-do de dolorosos acontecimientos que es preciso olvidar para novolverlos a ver nunca; conducta tanto más discreta cuanto queese pueblo justo y generoso se complace en su deber y ama

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naturalmente honraros, y que los más fogosos en sostener susderechos son los más inclinados a respetar los vuestros.

No debe sorprender que los jefes de una sociedad civilamen la gloria y la felicidad; mas ya es bastante para la tranqui-lidad de los hombres que aquellos que se consideran como ma-gistrados o, más bien, como señores de una patria más santa ysublime, den pruebas de algún amor a la patria terrenal que losalimenta. ¡Qué dulce es para mí señalar en nuestro favor unaexcepción tan rara y colocar en el rango de nuestros ciudadanosmás excelentes a esos celosos depositarios de los dogmas sa-grados autorizados por las leyes, a esos venerables pastores dealmas, cuya viva y suave elocuencia hace penetrar tanto mejoren los corazones las máximas del Evangelio, cuanto que ellosmismos empiezan por ponerlas en práctica. Todo el mundosabe con cuánto éxito se cultiva en Ginebra el gran arte de laelocuencia sagrada. Pero harto habituados a oír predicar de unmodo y ver practicar de otro, pocas gentes saben hasta quépunto reinan en nuestro cuerpo sacerdotal el espíritu del cris-tianismo, la santidad de las costumbres, la severidad consigomismo y la dulzura con los demás. Tal vez le esté reservado ala ciudad de Ginebra presentar el ejemplo edificante de unaunión tan perfecta en una sociedad de teólogos y de gentes deletras. Sobre su sabiduría y su moderación, sobre su celosocuidado por la prosperidad del Estado fundamento en gran par-te la esperanza de su eterna tranquilidad, y, sintiendo un placermezclado de asombro y de respeto, observo cuánto horror ma-nifiestan ante las máximas espantosas de esos hombres sagra-dos y bárbaros -de los cuales la Historia ofrece más de unejemplo- que, para sostener los pretendidos derechos de Dios,es decir, sus propios intereses, eran tanto menos avaros de san-

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gre humana cuanto más se envanecían de que la suya seríasiempre respetada.

¿Podía olvidarme de esa encantadora mitad de la Re-pública que hace la felicidad de la otra y cuya dulzura y pru-dencia mantienen la paz y las buenas costumbres? Amables yvirtuosas ciudadanas: el sino de vuestro sexo será siempre go-bernar el nuestro. ¡Felices cuando vuestro casto poder, ejercidosolamente en la unión conyugal, no se hace sentir más que paragloria del Estado y a favor del bienestar público! Así es comogobernaban las mujeres de Esparta, y así merecéis vosotrasgobernar en Ginebra. ¿Qué hombre bárbaro podría resistir a lavoz del honor y de la razón en boca de una tierna esposa? ¿Yquién no despreciaría un vano lujo viendo la sencillez y modes-tia de vuestra compostura, que parece ser, por el brillo que re-cibe de vosotras, la más favorable a la hermosura? A vosotrascorresponde mantener vivo siempre, por vuestro amable o ino-cente imperio y vuestro espíritu insinuante, el amor de las leyesen el Estado y la concordia entre los ciudadanos; unir por me-dio de afortunados matrimonios las familias divididas, y, sobretodo, corregir con la persuasiva dulzura de vuestras lecciones yla gracia sencilla de vuestro trato las extravagancias que nues-tros jóvenes aprenden en el extranjero, de donde, en lugar detantas cosas que podrían aprovecharles, sólo traen consigo, conun tono pueril y ridículos aires aprendidos entre mujeres perdi-das, la admiración de no sé qué grandezas, frívolo desquito dela servidumbre que no valdrá nunca tanto como la augusta li-bertad. Permaneced, pues, siempre las mismas: castas guarda-doras de las costumbres y de los dulces vínculos de la paz, ycontinuad haciendo valer en toda ocasión los derechos del co-razón y de la naturaleza en beneficio del deber y de la virtud.

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Me envanezco de no ser desmentido por los resultadosfundando en tales garantías la esperanza de la felicidad comúnde los ciudadanos y la gloria de la república. Confieso que, contodas esas ventajas, no brillará con ese resplandor con que sealucinan la mayor parte de los ojos, y cuya predilección puerily funesta es el mayor y mortal enemigo de la felicidad y de lalibertad. Que la juventud disoluta vaya a buscar en otras parteslos placeres fáciles y los largos arrepentimientos; que las pre-tendidas personas de buen gusto admiren en otros lugares lagrandeza de los palacios, la ostentación de los trenes, los so-berbios ajuares, la pompa de los espectáculos y todos los refi-namientos de la molicie y el lujo. En Ginebra sólo se hallaránhombres; sin embargo, este espectáculo también tiene su pre-cio, y aquellos que lo busquen bien podrán parangonarse conlos admiradores de esas otras cosas.

Dignaos, magníficos, muy honorables y soberanos seño-res, recibir todos con igual bondad el respetuoso testimonio delcuidado que me tomo por vuestra común prosperidad. Si fuesetan desgraciado que apareciera culpable de algún arrebato in-discreto en esta viva efusión de mi corazón, yo os suplico quelo disculpéis en gracia al tierno afecto de un verdadero patriotay al celo ardoroso y legítimo de un hombre que no aspira a ma-yor felicidad para sí que la de veros a todos dichosos.

Soy con el más profundo respeto, magníficos, muyhonorables y soberanos señores, vuestro muy humilde y muyobediente servidor y conciudadano,

J. J. ROUSSEAU.

Chamberí, 12 de junio de 1754.

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Prefacio

El conocimiento del hombre me parece el más útil y elmenos adelantado de todos los conocimientos humanos 3

, y me atrevo a decir que la inscripción del templo de Del-fos contenía por sí sola un precepto más importante y más difí-cil que todos los gruesos volúmenes de los moralistas. Así,considero el asunto de este DISCURSO 4 como una de lascuestiones más interesantes que la Filosofía pueda proponer ala meditación, y, desgraciadamente para nosotros, como uno delos problemas más espinosos que hayan de resolver los filóso-fos; porque ¿cómo conocer el origen de la desigualdad entre loshombres si no se empieza por conocer a los hombres mismos?¿Y cómo podrá llegar el hombre a verse tal como lo ha forma-do la naturaleza, a través de todos los cambios que la sucesiónde los tiempos y de las cosas ha debido producir en su constitu-ción original, y a distinguir lo que tiene de su propio fondo delo que las circunstancias y sus progresos han cambiado o aña-dido a su estado primitivo? Semejante a la estatua de Glaucos,que el tiempo, el mar y las tempestades habían desfigurado detal modo que menos se parecía a un dios que a una bestia salva-je, el alma humana, modificada en el seno de la sociedad pormil causas que renacen sin cesar, por la adquisición de unamultitud de conocimientos y de errores, por las transformacio-nes ocurridas en la constitución de los cuerpos y por el conti-nuo choque de las pasiones, ha cambiado, por así decir, de apa-riencia, hasta el punto de que apenas puede ser reconocida, yno se encuentra ya, en lugar de un ser obrando siempre con-forme a principios ciertos e invariables, en lugar de la celestial

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y majestuosa simplicidad de que su Autor la había dotado, sinoel disforme contraste de la pasión que cree razonar y del enten-dimiento en delirio.

Pero lo más cruel aún es que todos los progresos de laespecie humana le alejan sin cesar del estado primitivo; cuan-tos más conocimientos nuevos acumulamos, más nos privamosde los medios de adquirir el más importante de todos, y es, encierto sentido, a causa de estudiar al hombre por lo que noshemos colocado en la imposibilidad de conocerlo.

Echase de ver fácilmente que es en estos cambios de laconstitución humana donde precisa buscar el primer origen delas diferencias que separan a los hombres, los cuales, porcomún testimonio, son naturalmente tan iguales entre sí comolo eran los animales de cada especie antes de que diferentescausas físicas introdujeran en algunas las variaciones que enellas observamos. No es concebible, en efecto, que esos prime-ros cambios, de cualquier modo que hayan ocurrido, hayanmudado a la vez y de semejante manera a todos los individuosde la especie, sino que, habiéndose perfeccionado o degeneradounos, y habiendo adquirido cualidades diversas, buenas o ma-las, que no eran inherentes a su naturaleza, los otros permane-cieron más tiempo en su estado original; y tal fue entre loshombres la fuente primera de la desigualdad, que es muchomás fácil demostrarlo así, en general, que señalar con precisiónlas verdaderas causas.

No piensen por esto mis lectores que me envanezco dehaber visto lo que me parece, tan difícil de ver. Yo he comen-zado algunos razonamientos, he aventurado algunas conjeturas,pero menos con la esperanza de resolver la cuestión que con laintención de aclararla y reducirla a su verdadero estado. Otrospodrán fácilmente ir más lejos por el mismo camino, sin que a

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nadie le sea fácil llegar a su término; pues no es ligera empresadistinguir lo que hay de originario y lo que hay de artificial enla naturaleza actual del hombre, y conocer bien su estado, queno existe ya, que acaso no ha existido, que probablemente noexistirá nunca, mas del cual es necesario sin embargo tenerjustas nociones para juzgar acertadamente nuestro estado pre-sente. Haría falta más filosofía de lo que se piensa a quien em-prendiera la tarea de determinar exactamente las precaucionesnecesarias para hacer sólidas observaciones sobre este asunto;y no me parecería indigna de los Aristóteles y Plinios de nues-tro siglo una buena solución del problema siguiente: ¿Qué ex-periencias serían necesarias para llegar a conocer al hombrenatural, y cuáles son los medios de hacer estas experiencias enel seno de la sociedad? Lejos de emprender la solución de esteproblema, me atrevo a responder por anticipado, después dehaber meditado bastante sobre esta cuestión, que los más gran-des filósofos no serán bastante capaces para dirigir esas expe-riencias, ni los más poderosos soberanos para ponerlas, enpráctica, concurso que, por otra parte, no es razonable esperar,sobre todo con la perseverancia e, más bien con la continuidadde inteligencia y de buena voluntad necesaria de una y otraparte para, asegurar el éxito.

Estas investigaciones tan difíciles de hacer y en las cua-les tan poco se ha pensado hasta ahora son, sin embargo, losúnicos medios que nos quedan para resolver una multitud dedificultades que nos impiden el conocimiento de los fundamen-tos reales de la sociedad humana. Es esta ignorancia de la natu-raleza del hombre lo que produce tanta incertidumbre y obscu-ridad sobre la verdadera definición del derecho natural, pues laidea del derecho, dice Burlamaqui, y más aún la del derechonatural, son manifiestamente ideas relativas a la naturaleza del

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hombre. Por consiguiente, continúa, de esta misma naturalezadel hombre, de su constitución y de su estado es necesario de-ducir los principios de esa ciencia.

No sin sorpresa y escándalo se observa el desacuerdoque reina sobre esta importante materia entre los diversos auto-res que de ella han tratado. Entre los escritores más serios, ape-nas si se encuentran dos que manifiesten la misma opinión so-bre este punto. Sin hablar de los filósofos antiguos, que parecese empeñaron en la tarea de contradecirse unos a otros sobrelos principios más fundamentales, los jurisconsultos romanossometen indistintamente el hombre y los demás animales a lamisma ley natural, porque consideran más bien bajo ese nom-bre la ley que la naturaleza se impone a sí misma que la pres-crita por ella, o más bien a causa de la particular acepción conque interpretan esos jurisconsultos la palabra ley, que pareceser la han tomado en este punto como expresión de las relacio-nes generales establecidas por la naturaleza entre todos los se-res animados para su conservación. Los modernos, reconocien-do solamente bajo el nombre de ley una regla prescrita a un sermoral, es decir, inteligente, libre y considerado en sus relacio-nes con otros seres semejantes, limitan consiguientemente lacompetencia de la ley natural tan sólo al animal dotado derazón, es decir, al hombre. Pero como cada uno define esta leya su modo y la fundamenta sobre principios en extremo metafí-sicos, ocurre que, aun entre nosotros, bien pocos se hallan endisposición de comprender esos principios, faltos de poder en-contrarlos por sí mismos. De suerte que todas las definicionesde esos hombres sabios, por otra parte en perenne contradic-ción recíproca, convienen solamente en una cosa: que es impo-sible comprender la ley natural, y por consiguiente obedecerla,sin ser un grandísimo razonador y un profundo metafísico; lo

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cual significa precisamente que los hombres han debido emple-ar para la constitución de la sociedad conocimientos que sedesarrollan trabajosamente, y entre pocas personas, en el senode la sociedad misma.

Conociendo tan poco la naturaleza y discrepando de talmodo sobre el sentido de la palabra ley, difícil sería conveniren una buena definición de la ley natural. He aquí por qué lasdefiniciones que se hallan en los libros, además del defecto deno ser uniformes, tienen el de ser deducidas de diversos cono-cimientos que los hombres no poseen naturalmente y de unasuperioridad que no han podido concebir sino después de habersalido del estado natural. Comiénzase por buscar aquellas re-glas que, por la utilidad común, serían buenas para que loshombres las reconociesen, y al conjunto de estas reglas se lo dael nombre de ley natural, sin otra prueba que el bien que sesupone resultaría de su aplicación universal. He aquí un siste-ma sumamente cómodo de componer definiciones y de explicarla naturaleza de las cosas por conveniencias casi arbitrarias.

Pero en tanto no conozcamos al hombre natural, es vanoque pretendamos determinar la ley que ha recibido o la quemejor conviene a su estado. Lo único que podemos ver muyclaramente a propósito de esta ley es que no sólo es necesario,para que sea ley, que la voluntad de aquel a quien obliga puedasometerse con conocimiento, sino que además es preciso, paraque sea ley natural, que hable inmediatamente por la voz de lanaturaleza.

Dejando, pues, todos los libros científicos, que sólo nosenseñan a ver a los hombres tal como ellos se han ido forman-do, y meditando sobre las primeras y las más simples operacio-nes del alma humana, creo advertir dos principios anteriores ala razón, uno de los cuales nos interesa vivamente para nuestro

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bienestar y el otro nos inspira una repugnancia natural si vemossufrir o perecer a cualquier ser sensible, principalmente a nues-tros semejantes. Del concurso y de la combinación que nuestroespíritu sepa hacer de esos dos principios, sin que sea necesarioañadir el de la sociabilidad, me parece que se derivan todas lasreglas del derecho natural, reglas que la razón se ve precisada aestablecer sobre otros fundamentos cuando ha llegado, por su-cesivos desenvolvimientos, a sofocar la naturaleza.

De este modo, no es necesario hacer del hombre un filó-sofo antes de hacer de él un hombre. Sus deberes hacia sus se-mejantes no le son dictados únicamente por las tardías leccio-nes de la sabiduría, y mientras no resista a los íntimos impulsosde la conmiseración, nunca hará mal alguno a otro hombre, niaun a cualquier ser sensible, salvo el legítimo caso en que,hallándose comprometida su propia conservación, se vea for-zado a darse a sí mismo la preferencia. De esta manera se aca-ban las antiguas controversias sobre la participación de losanimales en la ley natural; pues es claro que, hallándose priva-dos de entendimiento y de libertad, no pueden reconocer estaley; más participando en cierto modo de nuestra naturaleza porla sensibilidad de que se hallan dotados, hay que pensar quetambién deben participar del derecho natural y que el hombretiene hacia ellos alguna especie de obligaciones. Parece ser, enefecto, que si estoy obligado a no hacer ningún mal a mis se-mejantes, es menos por su condición de ser razonable que porsu cualidad de ser sensible, cualidad que, siendo común al ani-mal y al hombre, debe al menos darlo a aquél el derecho de noser maltratado inútilmente por éste.

Este mismo estudio del hombre original, de sus necesi-dades verdaderas y de los principios fundamentales de sus de-beres, es el único medio adecuado que pueda emplearse para

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resolver esa muchedumbre de dificultades que se presentansobre el origen de la desigualdad moral, sobre los verdaderosfundamentos del cuerpo político, sobre los derechos recíprocosde sus miembros y sobre otras mil cuestiones parecidas, tanimportantes como mal aclaradas.

Considerando la sociedad humana con una mirada tran-quila y desinteresada, parece al principio presentar solamente laviolencia de los fuertes y la opresión de los débiles. El espírituse subleva contra la dureza de los unos o deplora la ceguedadde los otros; y como nada hay de tan poca estabilidad entre loshombres como esas relaciones exteriores llamadas debilidad opoderío, riqueza o pobreza, producidas más frecuentemente porel azar que por la sabiduría, parecen las instituciones humanas,a primera vista, fundadas sobre montones de arena movediza;sólo examinándolas de cerca, después de haber apartado el pol-vo y la arena que rodean el edificio, se advierte la base indes-tructible sobre que se alza y apréndese a respetar sus funda-mentos. Ahora bien; sin un serio estudio del hombre, de susfacultades naturales y de sus desenvolvimientos sucesivos, nole llegará nunca a hacer esa diferenciación y a distinguir en elactual estado de las cosas lo que ha hecho la voluntad divina ylo que el arte humano ha pretendido hacer.

Las investigaciones políticas y morales a que da ocasiónla importante cuestión que yo examino son útiles de cualquiermodo, y la historia hipotética de los gobiernos es para el hom-bre una lección instructiva bajo todos conceptos. Considerandolo que hubiéramos llegado a ser abandonados a nosotros mis-mos, debemos aprender a bendecir a aquel cuya mano bien-hechora, corrigiendo nuestras instituciones y dándoles un fun-damento indestructible, ha prevenido los desórdenes que habrí-

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an de resultar y hecho nacer nuestra felicidad de aquellos me-dios que parecían iban a colmar nuestra miseria.

Quem te Deus esse Jussit, et humanaqua parte locatus es in re, Disce 5

PERSIO, sát. III, v. 71.

Discurso

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Voy a hablar del hombre, y el asunto que examino meindica que voy a hablar a los hombres; mas no se proponencuestiones semejantes cuando se teme honrar la verdad. Defen-deré, pues, confiadamente la causa de la humanidad ante lossabios que me invitan, y no quedaré descontento de mí mismosi consigo ser digno de mi objeto y de mis jueces.

Considero en la especie humana dos clases de desigual-dades: una, que yo llamo natural o física porque ha sido insti-tuida por la naturaleza, y que consiste en las diferencias deedad, de salud, de las fuerzas del cuerpo y de las cualidades delespíritu o del alma; otra, que puede llamarse desigualdad moralo política porque depende de una especie de convención y por-que ha sido establecida, o al menos autorizada, con el consen-timiento de los hombres. Esta consiste en los diferentes privile-gios de que algunos disfrutan en perjuicio de otros, como el sermás ricos, más respetados, más poderosos, y hasta el hacerseobedecer.

No puede preguntarse cuál es la fuente de la desigualdadnatural porque la respuesta se encontraría enunciada ya en lasimple definición de la palabra. Menos aún puede buscarse sino habría algún enlace esencial entre una y otra desigualdad,pues esto equivaldría a preguntar en otros términos si los quemandan son necesariamente mejores que lo que obedecen, y sila fuerza del cuerpo o del espíritu, la sabiduría o la virtud, sehallan siempre en los mismos individuos en proporción con supoder o su riqueza; cuestión a propósito quizá para ser disenti-da entre esclavos en presencia de sus amos, pero que no con-viene a hombres razonables y libres que buscan la verdad.

¿De qué se trata, pues, exactamente en este DISCUR-SO? De señalar en el progreso de las cosas el momento en que,sucediendo el derecho a la violencia, a naturaleza quedó some-

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tida a la ley; de explicar por qué encadenamiento de prodigiospudo el fuerte decidirse a servir al débil y el pueblo a comprarun reposo quimérico al precio de una felicidad real.

Todos los filósofos que han examinado los fundamentosde la sociedad han comprendido la necesidad de retrotraer lainvestigación al estado de naturaleza, pero ninguno de ellos hallegado hasta ahí. Unos no han titubeado en suponer en elhombre en tal estado la noción de justo e injusto, sin cuidarsede probar que pudiera haber existido esa noción, ni aun que lofuera útil. Otros han hablado del derecho natural que tiene cadacual de conservar lo que le pertenece, sin explicar qué enten-dían por pertenecer. Otros, atribuyendo primero al más fuertela autoridad sobre el más débil, han hecho nacer en seguida elgobierno, sin pensar en el tiempo que debió transcurrir antes deque el sentido de las palabras autoridad y gobierno pudieraexistir entre los hombres. Todos, en fin, hablando sin cesar denecesidad, de codicia, de opresión, de deseo y de orgullo, hantransferido al estado de naturaleza ideas tomadas de la socie-dad: hablaban del hombre salvaje, y describían al hombre civil.No ha despuntado siquiera en el espíritu de la mayor parte denuestros filósofos la duda de que hubiera existido el estadonatural, cuando es evidente, por la lectura de los libros sagra-dos, que el primer hombre, habiendo recibido directamente deDios reglas y entendimiento, no se hallaba por consiguiente enese estado, y que, concediéndose a las escrituras de Moisés lafe que les debe todo filósofo cristiano, debe negarse que, aunantes del diluvio, se hayan encontrado nunca los hombres en elpuro estado natural, a menos que no hubiesen recaído en él,paradoja muy difícil de defender y completamente imposiblede probar.

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Empecemos, pues, por rechazar todos los hechos, dadoque no se relacionan con la cuestión. No hay que tomar porverdades históricas las investigaciones que puedan emprender-se sobre este asunto, sino solamente por razonamientos hipoté-ticos y condicionales, más adecuados para esclarecer la natura-leza de las cosas que para demostrar su verdadero origen y pa-recidos a los que hacen a diario nuestros físicos sobre la forma-ción del mundo. La religión nos ordena creer que, habiendoDios mismo sacado a los hombres del estado natural inmedia-tamente después de la creación, son desiguales porque Él haquerido que lo fuesen; pero no nos prohíbe hacer conjeturasderivadas únicamente de la naturaleza del hombre y de losanimales que lo rodean acerca de lo que habría sido del génerohumano si hubiera quedado abandonado a sí mismo. He aquí loque se me pide y lo que yo me propongo examinar en esteDISCURSO. Como esta materia abarca al hombre en general,intentaré emplear un lenguaje adecuado para todas las nacio-nes, o mejor, olvidando los tiempos y los lugares, para pensartan sólo en los hombres a quienes hablo, supondré hallarme enel Liceo6 de Atenas repitiendo las lecciones de mis maestros,teniendo por jueces a los Platones y Jenócrates, y al génerohumano por auditorio.

¡Oh tú, hombre, de cualquier país que seas, cualesquieraque sean tus opiniones, escucha! He aquí tu historia tal comohe creído leerla, no en los libros, de tus semejantes, que sonmendaces, sino en la naturaleza, que jamás miento. Todo loque provenga de ella será verdadero; sólo será falso lo que yohaya puesto de mi parte inadvertidamente. Los tiempos de quevoy a hablar están muy lejos ya. ¡Cuánto has cambiado! Por asídecir, es la vida de tu especie la que voy a describirte, según lascualidades que has recibido, que tu educación y tus costumbres

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han podido viciar pero no han podido destruir. Hay, yo lo com-prendo, a una edad en la cual quisiera detenerse el hombre in-dividual; tú buscarás la edad en que desearías se hubiese dete-nido tu especie. Disgustado de tu estado presente por razonesque anuncian a tu posteridad desdichada desazones mayorestodavía, tal vez desearías poder retroceder; este sentimientodebe servir de elogio a tus primeros antepasados, de crítica atus contemporáneos, de espanto para aquellos que tengan ladesgracia de vivir después que tú.

Primera parte

Por importante que sea, para bien juzgar del estado natu-ral del hombre, considerarla desde su origen y examinarle, porasí decir, en el primer embrión de la especie, yo no seguiré suorganización a través de sus desenvolvimientos sucesivos nime detendré tampoco a buscar en el sistema animal lo que hayapodido ser al principio para llegar por último a lo que es. Noexaminaré si, como piensa Aristóteles, sus prolongadas uñasfueron al principio garras ganchudas; si era velludo como unoso, y si, caminando a cuatro pies,7 su mirada, dirigida hacia latierra y limitada a un horizonte de algunos pasos, no indicaba almismo tiempo el carácter y los límites de sus ideas. No podríahacer sobre esta materia sino conjeturas vagas y casi imagina-rias. La anatomía comparada no ha hecho todavía suficientesprogresos y las observaciones de los naturalistas son aún dema-siado inciertas para que pueda establecerse sobre fundamentossemejantes la base de un razonamiento sólido; de modo que,sin recurrir a los conocimientos naturales que poseemos sobreeste punto y sin parar atención en los cambios que han debido

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tener lugar tanto en la conformación interior como en la exte-rior del hombre a medida que aplicaba sus miembros a nuevosusos y se nutría con nuevos alimentos, le supondré constituidode todo tiempo como le veo hoy día, andando en dos pies, sir-viéndose de sus manos como nosotros de las nuestras y mi-diendo con la mirada la infinita extensión del cielo.

Despojando a este ser así constituido de todos los donessobrenaturales que haya podido recibir y de todas las facultadesartificiales que no ha podido adquirir sino mediando largosprogresos; considerándole, en una palabra, tal como ha debidosalir de manos de la naturaleza, veo un animal menos fuerteque unos, menos ágil que otros, pero, en conjunto, el más ven-tajosamente organizado de todos; le veo saciándose bajo unaencina, aplacando su sed en el primer arroyo y hallando su le-cho al pie del mismo árbol que lo ha proporcionado el alimen-to; he ahí sus necesidades satisfechas.

La tierra, abandonada a su fertilidad natural 8 y cubiertade bosques inmensos, que nunca mutiló el hacha, ofrece a cadapaso almacenes y retiros a los animales de toda especie. Dis-persos entre ellos, los hombres observan, imitan su industria,elevándose así hasta el instinto de las bestias, con la ventaja deque, si cada especie sólo posee el suyo propio, el hombre, noteniendo acaso ninguno que le pertenezca, se los apropia todos,se nutre igualmente con la mayor parte de los alimentos 9 quelos otros animales se disputan, y encuentra, por consiguiente,su subsistencia con mayor facilidad que ninguno de ellos.

Acostumbrados desde la infancia a la intemperie deltiempo y al rigor de las estaciones, ejercitados en la fatiga yforzados a defender desnudos y sin armas su vida y su presacontra las bestias feroces, o a escapar de ellas corriendo,fórmanse los hombres un temperamento robusto y casi inalte-

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rable; los hijos, viniendo al mundo con la excelente constitu-ción de sus padres y fortificándola con los mismos ejerciciosque la han producido, adquieren de ese modo todo el vigor deque es capaz la especie humana. La naturaleza procede conellos precisamente como la ley de Esparta con los hijos de losciudadanos:10 hace fuertes y robustos a los bien constituidos ydeja perecer a todos los demás, a diferencia de nuestras socie-dades, donde, el Estado, haciendo que los hijos sean onerosos alos padres, los mata indistintamente antes de su nacimiento.

Siendo el cuerpo del hombre salvaje el único instrumen-to de él conocido, lo emplea en usos diversos, de que son inca-paces los nuestros por falta de ejercicio, y es nuestra industriala que nos arrebata la agilidad y la fuerza que la necesidad loobliga a adquirir. Si hubiera tenido hacha, ¿habría roto con elpuño tan fuertes ramas? Si hubiese tenido honda, ¿lanzaría abrazo con tanta fuerza las piedras? Si hubiera tenido escalera,¿treparía con tanta ligereza por los árboles? Si hubiese tenidocaballos ¿sería tan rápido en la carrera? Dad al hombre civili-zado el tiempo preciso para reunir todas esas máquinas a suderredor: no cabe duda que superará fácilmente al hombre sal-vaje. Mas si queréis ver un combate aún más desigual, poned-los desnudos y desarmados frente a frente, y bien pronto reco-noceréis cuáles son las ventajas de tener continuamente a sudisposición todas sus fuerzas, de estar siempre preparado paracualquier contingencia y de conducirse siempre consigo, porasí decir, todo entero.11

Hobbes pretende que el hombre es naturalmente intrépi-do y ama sólo el ataque y el combate. Un filósofo ilustre pien-sa, al contrario, y Cumberland y Puffendorf así lo aseguran,que nada hay tan tímido como el hombre en el estado natural, yque se halla siempre atemorizado y presto a huir al menor ruido

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que oiga, al menor movimiento que perciba. Acaso suceda asípor lo que se refiere a los objetos que no conoce, y no dudo queno quede aterrado ante los nuevos espectáculos que se ofrecena su vista cuando no puede discernir el bien y el mal físicos quede ellos debe esperar, ni comparar sus fuerzas con los peligrosque tiene que correr; circunstancias raras en el estado de natu-raleza, en el cual todas las cosas marchan de modo tan unifor-me y en el que la faz de la tierra no se halla sujeta a esos cam-bios bruscos y continuos que en ella causan las pasiones y lainconstancia de los pueblos reunidos. Pero el hombre salvaje,viviendo disperso entre los animales y encontrándose desdetemprano en situaciones de medirse con ellos, hace en seguidala comparación, y viendo que si ellos le exceden en fuerza éllos supera en destreza, deja de temerlos ya. Poner a un oso o aun lobo en lucha con un salvaje robusto, ágil e intrépido comolo son todos, armado de piedras y de un buen palo, y veréis queel peligro será cuando menos recíproco, y que después de mu-chas experiencias parecidas, las bestias feroces, que no amanatacarse unas a otras, atacarán con pocas ganas al hombre, quehabrán hallado tan feroz como ellas. Con respecto a los anima-les que tienen realmente más fuerza que él destreza, encuéntra-se frente a ellos en el caso de otras especies más débiles, queno por esto dejan de subsistir; con la ventaja para el hombre deque, no menos ágil que aquéllos para correr y hallando en losárboles refugio casi seguro, puede en todas partes afrontarlos ono, teniendo la elección de la huida o de la lucha. Añadamosque parece ser que ningún animal hace espontáneamente laguerra al hombre, salvo en caso de propia defensa o de unhambre extrema, ni manifiesta contra él esas violentas antipa-tías que parecen anunciar que una especie ha sido destinada porla naturaleza a servir de pasto a las otras.

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He aquí, sin duda, la razón por la cual los negros y lossalvajes se preocupan tan poco de los animales feroces quepueden encontrar en los bosques. Los caribes de Venezuela,entre otros, viven a este respecto en la más completa seguridady sin el menor contratiempo. Aunque anden casi desnudos, diceFrancisco Correal, no dejan de exponerse atrevidamente en losbosques, armados solamente de la flecha y el arco, sin que sehaya oído decir nunca que alguno fuera devorado por las fieras.

Otros enemigos más temibles, contra los cuales no tieneel hombre los mismos medios de defensa, son los achaquesnaturales, la infancia, la vejez y las enfermedades de toda suer-te, tristes signos de nuestra debilidad, cuyos dos primeros soncomunes a todos los animales, mientras que el último es propioprincipalmente del hombre que vive en sociedad. Hasta obser-vo, a propósito de la infancia, que la madre, llevando consigo atodas partes a su hijo, tiene mucha más facilidad para alimen-tarlos que las hembras de diversos animales, forzadas a ir yvenir continua y fatigosamente, de un lado, para buscar su ali-mento; de otro, para amamantar o alimentar a sus crías. Es ver-dad que si la mujer perece, el niño corre bastante el riesgo deperecer con ella; pero este mismo peligro es común a otras cienespecies, cuyos pequeñuelos no se hallan por largo tiempo ensituación de buscar por sí mismos su alimento; y si la infanciaes entre nosotros más larga, siendo la vida más larga también,todo viene a ser poco más o menos igual en este puntos,12 aun-que haya sobre la duración de la primer edad y el número depequeñuelos13 otras reglas que no entran en mi objeto. Entrelos viejos, que accionan y transpiran poco, la necesidad de ali-mentos disminuye con la facultad de adquirirlos, y como lavida salvaje aleja de ellos la gota y los reumatismos, y como lavejez es de todos los males el que menos alivio puede esperar

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de la ayuda humana, se extinguen en fin sin que se advierta quedejan de existir y casi sin darse cuenta ellos mismos.

Respecto de las enfermedades, no repetiré las vanas yfalsas declamaciones de las personas de buena salud contra lamedicina; pero preguntaré si se puede probar con alguna ob-servación sólida que la vida media del hombre es más corta enaquel país donde ese arte se halla descuidado que donde es cul-tivado con más atención. ¿Cómo podría suceder así si nosotrosnos procuramos más enfermedades que la medicina nos pro-porciona remedios? La extrema desigualdad en el modo devivir, el exceso de ociosidad en unos y de trabajo en otros, lafacilidad de excitar y de satisfacer nuestros apetitos y nuestrasensualidad, los alimentos tan apreciados de los ricos, que losnutren de substancias excitantes y los colman de indigestiones;la pésima alimentación de los pobres, de la cual hasta carecenfrecuentemente, carencia que los impulsa, si la ocasión se pre-senta, a atracarse ávidamente; las vigilias, los excesos de todaespecie, los transportes inmoderados de todas las pasiones, lasfatigas y el agotamiento espiritual, los pesares y contrariedadesque se sienten en todas las situaciones, los cuales corroen per-petuamente el alma: he ahí las pruebas funestas de que la ma-yor parte de nuestros males son obra nuestra, casi todos loscuales hubiéramos evitado conservando la manera de vivirsimple, uniforme y solitaria que nos fue prescrita por la natura-leza. Si ella nos ha destinado a ser sanos, me atrevo casi a ase-gurar que el estado de reflexión es un estado contra la naturale-za, y que el hombre que medita es un animal degenerado.Cuando se piensa en la excelente constitución de los salvajes,de aquellos al menos que no hemos echado a perder con nues-tras bebidas fuertes; cuando se sabe que apenas conocen otrasenfermedades que las heridas y la vejez, vese uno muy inclina-

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do a creer que podría hacerse fácilmente la historia de las en-fermedades humanas siguiendo la de las sociedades civiles. Tales por lo menos la opinión de Platón, quien juzga, a propósitode ciertos remedios empleados o aprobados por Podaliro y Ma-caón en el sitio de Troya, que diversas enfermedades que estosremedios hubieron de provocar no eran conocidas entoncesentre los hombres, y Celso refiere que la dieta, tan necesariahoy día, fue inventada por Hipócrates.

Con tan contadas causas de males, el hombre, en el esta-do natural, apenas tiene necesidad de remedio y menos de me-dicina. La especie humana no es a este respecto de peor condi-ción que todas las demás, y fácil es saber por los cazadores siencuentran en sus correrías muchos animales mal conformados.Algunos encuentran animales con grandes heridas perfecta-mente cicatrizadas, con huesos y aun miembros rotos curadossin más cirujano que la acción del tiempo, sin otro régimen quesu vida ordinaria, y que no por no haber sido atormentados conincisiones, envenenados con drogas y extenuados con ayunoshan dejado de quedar perfectamente curados. En fin; por muyútil que sea entre nosotros la medicina bien administrada, no esmenos cierto que si el salvaje enfermo, abandonado a sí mismo,nada tiene que esperar sino de la naturaleza, nada tiene quetemer, en cambio, sino de su mal, lo cual hace con frecuenciaque su situación sea preferible a la nuestra.

Guardémonos, pues, de confundir al hombre salvaje conlos que tenemos ante los ojos. La naturaleza trata a los anima-les abandonados a sus cuidados con una predilección que pare-ce mostrar cuán celosa es de este derecho. El caballo, el gato, eltoro y aun el asno mismo tienen la mayor parte una talla másalta y todos una constitución más robusta, más vigor, más fuer-za y más valor en los bosques que en nuestras casas; pierden la

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mitad de estas cualidades siendo domésticos, y podría decirseque los cuidados que ponemos en tratarlos bien y alimentarlosno dan otro resultado que el de hacerlos degenerar. Así ocurrecon el hombre mismo: al convertirse en sociable y esclavo,vuélvese débil, temeroso, rastrero, y su vida blanda y afemina-do acaba de enervar a la vez su valor y su fuerza. Añadamosque entre la condición salvaje y la doméstica, la diferencia dehombre a hombre debe ser mucho mayor que de bestia a bestia,pues habiendo sido el animal y el hombre igualmente tratadospor la naturaleza, todas las comodidades que el hombre se pro-porcione de más sobre los animales que domestica son otrastantas causas particulares que le hacen degenerar más sensi-blemente.

La desnudez, la falta de habitación y la carencia de todasesas cosas inútiles que tan necesarias creemos no constituyen,por consiguiente, una gran desdicha para esos primeros hom-bres ni un gran obstáculo para su conservación. Si no tienen lapiel velluda, para nada la necesitan en los países cálidos; y enlos climas fríos bien pronto saben apropiarse las de las fierasvencidas; si sólo tienen dos pies para correr, poseen dos brazospara atender a su defensa y a sus necesidades. Sus hijos tal vezandan tarde y penosamente, pero las madres los llevan con fa-cilidad, ventaja de que carecen las demás especies, en las cua-les la madre, cuando es perseguida, se ve obligada a dejarabandonados sus pequeñuelos o a seguir a su paso.14 En fin, amenos de suponer el concurso singular y fortuito de circuns-tancias de que hablaré más adelante, y que podrían muy bienno haber ocurrido nunca, es claro, en todo caso, que el primeroque se hizo vestidos o construyó un alojamiento diose con ellocosas poco necesarias, puesto que hasta entonces se había pa-sado sin ellas, y no se comprende por qué no hubiera podido

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soportar siendo hombre el género de vida que llevaba desde suinfancia.

Solo, ocioso y cerca sieinpre del peligro, el hombre sal-vaje debe gustar de dormir y tener el sueño ligero como losanimales, los cuales, como piensan poco, duermen, por así de-cir, todo el tiempo que no piensan. Siendo su propia conserva-ción casi su único cuidado, las facultades que más debe ejerci-tar son las que tienen por principal objeto el ataque y la defen-sa, bien sea para dominar su presa, bien para guardarse de serla presa de otro animal; y, por el contrario, aquellos órganosque sólo se perfeccionan por la pereza y la sensualidad debenpermanecer en un estado rudimentario que excluya toda suertede delicadeza. Hallándose divididos en este punto sus sentidos,el gusto y el tacto serán de una extrema rudeza; la vista, el olfa-to y el oído, de una extraordinaria agudeza. Tal es el estadoanimal en general, y también, según el testimonio de los viaje-ros, el de los pueblos salvajes. No es, por tanto, de extrañar quelos hotentotes del Cabo de Buena Esperanza descubran a sim-ple vista los barcos en alta mar desde tanta distancia como losholandeses con sus anteojos; ni que los salvajes de Américadescubrieran a los españoles olfateando sus huellas, comohubiesen podido hacer los mejores perros; ni que todas esasnaciones bárbaras soporten sin molestia su desnudez, afinen sugusto a fuerza de pimienta y beban como agua los licores euro-peos.

Hasta aquí sólo he hablado del hombre físico; tratemosahora de considerarlo en su aspecto metafísico y moral.

No veo en cada animal más que una máquina ingeniosadotada de sentidos por la naturaleza para elevarse ella misma yasegurarse hasta cierto punto contra todo aquello que tiende adestruirla o desordenarla. La misma cosa observo precisamente

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en la máquina humana, con la diferencia de que sólo la natura-leza lo ejecuta todo en las operaciones del animal, mientras queel hombre atiende las suyas en calidad de agente libre. Aquélescoge o rechaza por instinto; éste, por un acto de libertad; loque da por resultado que el animal no puede apartarse de laregla que le ha sido prescrita, aun en el caso de que fuese ven-tajoso para él hacerlo, mientras que el hombre se aparta confrecuencia y en su perjuicio. Así sucede que un pichón pereceráde hambre cerca de una fuente colinada de las mejores carnes yun gato sobre montones de frutas o de granos, aunque uno yotro podrían muy bien nutrirse con los alimentos que desdeñan,de intentar ensayarlo; así ocurre que los hombres disolutos seentregan a excesos que les producen la fiebre o la muerte por-que el espíritu corrompe los sentidos y la voluntad habla cuan-do calla la naturaleza.

Todos los animales tienen ideas, puesto que tienen sen-tidos, y aun combinan sus ideas hasta cierto punto; el hombreno se distingue a este respecto del animal más que del más almenos; incluso ciertos filósofos han aventurado que hay algu-nas veces más diferencia entre dos hombres que entre un hom-bre y una bestia. No es, pues, tanto el entendimiento como sucualidad de agente libre lo que constituyó la distinción especí-fica del hombre entre los animales. La naturaleza manda a to-dos los animales, y la bestia obedece. El hombre experimentala misma sensación, pero se reconoce libre de someterse o deresistir, y es sobre todo en la conciencia de esta libertad dondese manifiesta la espiritualidad de su alma. La física explica encierto modo el mecanismo de los sentidos y la formación de lasideas; pero en la facultad de querer o, mejor, de elegir, y en elsentimiento de este poder, sólo se encuentran actos puramente

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espirituales, de los cuales nada se explica por las leyes de lamecánica.

Pero, aun cuando las dificultades que rodean estas cues-tiones dieran lugar para discutir sobre esa diferencia entre elhombre y el animal, hay una cualidad muy específica que losdistingue y sobre la cual no puede haber discusión: es la facul-tad de perfeccionarse, facultad que, ayudada por las circunstan-cias, desarrolla sucesivamente todas las demás, facultad queposee tanto nuestra especie como el individuo; mientras que elanimal es al cabo de algunos meses lo que será toda su vida, ysu especie es al cabo de mil años lo mismo que era el primerode esos mil años. ¿Por qué sólo el hombre es susceptible deconvertirse en imbécil? ¿No es porque vuelve así a su estadoprimitivo y porque, en tanto la bestia, que nada ha adquirido yque nada tiene que perder, permanece siempre con su instinto,el hombre, perdiendo por la vejez o por otros accidentes todo loque su perfectibilidad lo ha proporcionado, cae más bajo que elanimal mismo? Triste sería para nosotros vernos obligados areconocer que esta facultad distintiva y casi ilimitada es lafuente de todas las desdichas del hombre; que ella es quien lesaca a fuerza de tiempo de su condición original, en la cualpasaría tranquilos e inocentes sus días; que ella, produciendocon los siglos sus luces y sus errores, sus vicios y virtudes, lehace al cabo tirano de sí mismo y de la naturaleza.15 Seríahorrible verse obligado a alabar como bienhechor al primeroque enseñó a los habitantes de las orillas del Orinoco el uso deesas tablillas de madera que aplican a las sienes de sus hijos yque les aseguran al menos una parte de su imbecilidad y de sufelicidad original.

El hombre salvaje, entregado por la naturaleza al soloinstinto, o más bien compensado del que acaso le falta con fa-

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cultades capaces de suplir primero a ese instinto y elevarle des-pués a él mismo muy por encima de la propia naturaleza, co-menzará, pues, por las funciones puramente animales.16 Perci-bir y sentir será su primer estado, que le será común con todoslos animales; querer y no querer, desear y tener, serán las pri-meras y casi las únicas operaciones de su alma, hasta que nue-vas circunstancias ocasionen en ella nuevos desenvolvimientos.

Digan lo que quieran los moralistas, el entendimientohumano debe mucho a las pasiones, las cuales, según el comúnsentir, le deben mucho también. Por su actividad se perfeccionanuestra razón; no queremos saber sino porque deseamos gozar,y no puede concebirse por qué un hombre que careciera de de-seos y temores habría de tomarse la molestia de pensar. A suvez, las pasiones se originan de nuestras necesidades, y su pro-greso, de nuestros conocimientos, pues no se puede desear otener las cosas sino por las ideas que sobre ellas se tenga o porel nuevo impulso de la naturaleza. El hombre salvaje, privadode toda suerte de conocimiento, sólo experimenta las pasionesde esta última especie; sus deseos no pasan de sus necesidadesfísicas;17 los únicos bienes que conoce en el mundo son el ali-mento, una hembra y el reposo; los únicos males que teme sonel dolor y el hambre. Digo el dolor y no la muerte, pues el ani-mal nunca sabrá qué cosa es morir; el conocimiento de lamuerte y de sus terrores es una de las primeras adquisicioneshechas por el hombre al apartarse de su condición animal.

Si fuera necesario, fácil me sería apoyar con hechos estesentimiento y demostrar que en todas las naciones del mundolos progresos del espíritu han sido precisamente proporciona-dos a las necesidades que los pueblos habían recibido de lanaturaleza o a las cuales les habían sometido las circunstancias,y, por consiguiente, a las pasiones que los llevaban a satisfacer

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esas necesidades. Mostraría las artes naciendo en Egipto y ex-tendiéndose con el desbordamiento del Nilo; seguiría su pro-greso entre los griegos, donde se las vio brotar, crecer y elevar-se hasta el cielo entre las arenas y las rocas del Ática, sin quepudieran echar raíces en las fértiles orillas del Eurotas.18 Seña-laría que, en general, los pueblos del Norte son más industrio-sos que los del Mediodía, porque no pueden por menos de ser-lo, como si la naturaleza quisiera de este modo igualar las co-sas, dando a los espíritus la fertilidad que niega a la tierra.

Pero, sin recurrir al testimonio de la Historia, ¿quién nove que todo parece alejar del hombre salvaje la tentación y losmedios de dejar de serlo? Su imaginación nada le pinta; su co-razón nada le pide. Sus escasas necesidades se encuentran tanfácilmente a su alcance, y se halla tan lejos del grado de cono-cimientos necesario para desear adquirir otras mayores, que nopuede tener ni previsión ni curiosidad. El espectáculo de lanaturaleza llega a serle indiferente a fuerza de serle familiar; essiempre el mismo orden, siempre son las mismas revoluciones.Carece de aptitud de espíritu para admirar las mayores maravi-llas, y no es en él donde puede buscarse la filosofía que elhombre necesita para saber observar una vez lo que ha vistotodos los días. Su alma, que nada agita, se entrega al sentimien-to único de su existencia actual, sin idea alguna sobre el porve-nir, por cercano que pueda estar, y sus proyectos, limitadoscomo sus miras, apenas se extienden hasta el fin de la jornada.Tal es aún el grado de previsión del caribe: vende por la maña-na su lecho de algodón. y vuelve llorando al atardecer pararecuperarlo, por no haber previsto que lo necesitaría para lanoche cercana.

Cuanto más se medita sobre este asunto, más se ensan-cha a nuestros ojos la distancia entre las puras sensaciones y

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los simples conocimientos; se hace imposible concebir cómoun hombre habría podido franquear tan gran intervalo con sussolas fuerzas, sin el concurso de la comunicación y sin elaguijón de la necesidad. ¡Cuántos siglos quizá habrán transcu-rrido antes de que los hombres hayan podido ver otro fuegoque el del cielo! ¡Cuántos azares diversos habrán necesitadopara aprender los usos más comunes de ese elemento! ¡Cuántasveces le habrán dejado extinguir antes de haber adquirido elarte de reproducirlo! ¡Y cuántas acaso habrá perecido con sudescubridor cada uno de esos secretos! ¿Qué diremos de laagricultura, arte que tanto trabajo y tanta previsión exige, quetanto tiene de otras artes, que evidentemente no es practicablesino en una sociedad al menos empezada, y que no nos sirvetanto a sacar de la tierra alimentos que ella produciría muy biensin esto como a forzarla a satisfacer las preferencias de nuestrogusto?

Pero supongamos que los hombres se hubieran multipli-cado de tal modo que los productos naturales no hubiesen bas-tado para alimentarlos, suposición que, por decirlo de paso,demostraría una gran ventaja para la especie humana en estamanera de vivir; supongamos que, sin fraguas y sin talleres, losinstrumentos de labor hubiesen caído del cielo en manos de lossalvajes; que estos hombres hubiesen vencido el odio mortalque todos sienten contra el trabajo continuo; que hubiesenaprendido a prever tan anticipadamente sus necesidades; quehubieran adivinado cómo es necesario cultivar la tierra, sem-brar los granos y plantar los árboles; que hubiesen descubiertoel arte de moler el trigo y de hacer fermentar la uva, cosas to-das que les ha sido preciso fueran enseñadas por los dioses, afalta de concebir cómo las habrían aprendido por sí mismos;¿quién sería después de esto el hombre bastante insensato para

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fatigarse cultivando un campo que será despojado por el primervenido, hombre o bestia indistintamente, a quien conviniese lacosecha? ¿Y cómo podía decidirse cada cual a consagrar suvida a un penoso trabajo, tanto más seguro de no recoger susfrutos cuanto más sentiría su necesidad? En una palabra:¿cómo esta situación podía decidir a los hombres a cultivar latierra en tanto no estuviera repartida entre ellos, es decir, entanto no hubiese sido destruido el estado natural?

Aun cuando imaginásemos un hombre salvaje tan hábilen el arte de pensar como lo presentan nuestros filósofos; aun-que hiciéramos de él, siguiendo ese ejemplo, un filósofo, des-cubriendo por sí solo las verdades más sublimes, componiendopor medio de razonamientos abstractos máximas de justicia yde razón sacadas del amor al orden en general o de la voluntadconocida de su creador, en una palabra: aunque supusiéramosen su espíritu tantas luces y tanta inteligencia como torpeza yestupidez debe tener y tiene en efecto, ¿qué utilidad sacaría laespecie de toda esta metafísica, que no podía comunicarse yque perecería con el individuo que la hubiera inventado? ¿Quéprogresaría el género humano disperso en los bosques entre losanimales? ¿Y hasta qué punto podrían perfeccionarse e ilustrar-se mutuamente unos hombres que, no teniendo domicilio fijo ninecesidad unos de otros, apenas se encontrarían dos veces ensu vida, sin conocerse y sin hablarse?

Considérese cuantas ideas debemos al uso de la palabra;cuánto ejercita y facilita la gramática las operaciones del espíri-tu; piénsese en las fatigas inconcebibles y en el infinito tiempoque ha debido costar la primera invención de las lenguas; añá-danse estas reflexiones a las precedentes, y se comprenderácuántos millares de siglos han debido necesitarse para desarro-

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llar sucesivamente en el espíritu humano las operaciones deque era capaz.

Séame permitido considerar un instante los problemasdel origen de las lenguas. Podría contentarme con citar o repe-tir las investigaciones que el abate de Condillac ha hecho sobreesta materia, puesto que todos confirman mi opinión y acasome han sugerido la primer idea. Pero el modo como este filóso-fo resuelve las dificultades que él mismo se plantea sobre elorigen de los signos instituidos demuestra que ha supuesto loque yo discuto, a saber, una especie de sociedad ya establecidaentre los inventores del lenguaje, y al referirme a sus reflexio-nes creo que debo añadir las mías para exponer las mis masdificultades bajo el aspecto que conviene a mi objeto. La pri-mera que se presenta es imaginar cómo pudieron ser necesariaslas lenguas, pues no teniendo los hombres ninguna comunica-ción entre sí ni necesidad alguna de ella, no se concibe ni lanecesidad de esa invención ni su posibilidad si no fue indispen-sable. Y aun diría, como muchos otros, que las lenguas hannacido en el comercio doméstico de padres, madres e hijos.Pero, además de que esto no resolvería las objeciones, seríacometer el error de quienes, razonando sobre el estado de natu-raleza, transfieren a éste ideas tomadas de la sociedad; ven a lafamilia reunida en una misma habitación y a sus miembrosobservando entre sí una unión tan íntima y tan permanente co-mo entre nosotros, en que tantos intereses comunes los reúnen;cuando, al contrario, no habiendo en ese estado primitivo nicasas, ni cabañas, ni propiedades de ninguna especie, cada cualse alojaba al azar, y frecuentemente por una sola noche; losmachos y las hembras se ayuntaban fortuitamente, al azar delencuentro, según la ocasión y el deseo, sin que la palabra fueraun intérprete muy necesario para las cosas que tenían que de-

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cirse, y con la misma facilidad se separaban.19 La madre ama-mantaba a los hijos por propia necesidad; después, habiéndoseencariñado con ellos por la costumbre, los alimentaba por lasuya; en cuanto tenían la fuerza necesaria para buscar su ali-mento, no tardaban en abandonar a su madre misma, y comocasi no había otro medio de encontrarse que no perderse devista, bien pronto se hallaban en estado de no reconocerse unosa otros. Observad también que teniendo el niño que explicartodas sus necesidades, y, por tanto, más cosas que decir a lamadre que la madre al niño, debe correr con los mayores gastosde la invención, y que el lenguaje que emplea tiene que ser engran parte su propia obra, lo que multiplica tanto las lenguascomo individuos hay para hablarlas, a lo cual contribuye tam-bién la vida errante y vagabunda, que no deja a ningún idiomael tiempo de adquirir consistencia. Decir que la madre dicta alniño las palabras que habrá de emplear para pedirle tal o cualcosa demuestra cómo se enseñan las lenguas ya formadas, perono enseña cómo se forman.

Supongamos vencida esta primera dificultad; franquee-mos por un momento el espacio inmenso que debió mediarentre el puro estado natural y la necesidad de las lenguas, ybusquemos, suponiéndolas necesarias,20 cómo han podido em-pezar a establecerse. Nueva dificultad, mayor aún que la prece-dente, porque si los hombres han necesitado de la palabra paraaprender a pensar, mayor necesidad han tenido de saber pensarpara descubrir el arte de la palabra; y aunque se comprendieracómo fueron tomados los sonidos de la voz por intérpretesconvencionales de nuestras ideas, siempre quedaría por sabercuáles han podido ser los intérpretes de esa convención para lasideas que, careciendo de un objeto sensible, no podían ser indi-cadas ni por el gesto ni por la voz. De suerte que apenas se

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pueden formular conjeturas soportables sobre el nacimiento deeste arte de comunicar los pensamientos y de establecer uncomercio entre los espíritus, arte sublime que tan lejos se en-cuentra ya de su origen, pero que el filósofo ve todavía a tanprodigiosa distancia de su perfección, que no existe hombrealguno bastante atrevido para asegurar que ésta llegará algúndía, aunque fueran suspendidas en su favor las revolucionesque el tiempo aporta necesariamente, y los prejuicios salierande las Academias o se callasen ante ellas, y éstas pudieran ocu-parse de este espinoso asunto durante siglos enteros y sin inte-rrupción.

El primer lenguaje del hombre, el lenguaje más univer-sal, más enérgico, el único de que hubo necesidad antes de quefuese necesario persuadir a hombres reunidos, fue el grito de lanaturaleza. Como este grito sólo era arrancado por una especiede instinto en las ocasiones apremiantes para implorar ayuda enlos grandes peligros o alivio en los dolores violentos, no era deuso frecuente en el uso ordinario de la vida, en el cual reinansentimientos más moderados. Cuando las ideas de los hombresempezaron a desarrollarse y multiplicarse, estableciéndose en-tre ellos una comunicación más estrecha, buscaron signos másnumerosos y un lenguaje más extenso; multiplicaron las in-flexiones de la voz, acompañándolas de gestos, que, por sunaturaleza, son más expresivos y cuyo sentido depende menosde una determinación anterior. Expresaban, pues, los objetosvisibles y móviles por medio de gestos, y los que hieren el oí-do, por sonidos imitativos; pero como el gesto sólo indica losobjetos presentes o fáciles de escribir y las acciones visibles;como no es de uso universal, porque la obscuridad o la interpo-sición de un cuerpo le hacen inútil, y exige más bien atenciónque no la excita, se pensó, en fin, en substituir el gesto por las

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articulaciones de la voz, que, sin tener la misma relación conciertas ideas, son más adecuadas para representarlas todas co-mo signos instituidos; esa substitución no pudo hacerse sinopor común consentimiento y de modo muy difícil de practicarpara unos hombres cuyos órganos groseros no tenían todavíaningún ejercicio, y más difícil aún de concebir en sí misma,puesto que ese acuerdo unánime debió de ser razonado, y lapalabra parece haber sido muy necesaria para establecer el usode la palabra.

Se debe pensar que las primeras palabras que usaron loshombres tuvieron en su espíritu una significación mucho másextensa que las empleadas en las lenguas ya formadas, y que,ignorando la división de la oración en sus partes constitutivas,dieron al principio a cada palabra el sentido de una proposiciónentera. Cuando empezaron a distinguir el sujeto del atributo yel verbo del nombre substantivo, no fue éste un mediocre es-fuerzo de genio. Los substantivos sólo fueron al principionombres propios; el presente de infinitivo fue el único tiempoverbal; en cuanto a los adjetivos, su noción debió de desenvol-verse muy difícilmente, porque todo adjetivo es un nombreabstracto y las abstracciones son operaciones penosas y poconaturales.

Cada objeto recibió al principio un nombre particular,sin considerar el género y la especie, que esos primeros funda-dores no podían distinguir. Todos los individuos aparecieron asu espíritu aisladamente, como se hallan en el cuadro de la na-turaleza; si una encina se llamaba A, otra se llamaba B, pues laprimer idea que se deduce de dos cosas es que son distintas, yhace falta con frecuencia mucho tiempo para observar lo quetienen de común; de suerte que cuanto más limitados eran losconocimientos, más extensión adquiría el diccionario. Las difi-

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cultades de toda esta nomenclatura no pudieron ser vencidasfácilmente, porque para clasificar a los seres bajo denomina-ciones comunes y genéricas era preciso conocer las propieda-des y las diferencias; eran necesarias observaciones y defini-ciones; es decir, hacía falta la historia natural y la metafísica,mucho más de lo que podían tener los hombres de ese tiempo.

Por otra parte, las ideas generales no pueden introducirseen el espíritu sino con ayuda de las palabras, y el entendimientono las comprende sino por medio de proposiciones. Esta es unade las razones por las cuales los animales no pueden formarsetales ideas ni adquirir nunca la perfectibilidad que de ellas sederiva. Cuando un mono se lanza sin vacilar de una nuez a otra,¿se cree que tiene la idea general de esta clase de fruto y quecompara su arquetipo a esos dos individuos? No, sin duda; perola vista de una de esas nueces evoca en su memoria las sensa-ciones que ha recibido de la otra, y sus ojos, modificados decierta manera, anuncian a su gusto la modificación que va arecibir. Toda idea general es puramente intelectual; por pocoque intervenga la imaginación, la idea se convierte en seguidaen particular. Intentad trazar la imagen de un árbol en general:nunca lo conseguiréis; a pesar vuestro, será necesario ver uno,pequeño o grande, pobre o frondoso, claro u obscuro; y si de-pendiera de vosotros ver solamente lo que es común a todos losárboles, esta imagen no se parecería a ningún árbol. Los serespuramente abstractos se ven de la misma manera o no se con-ciben sino por el razonamiento. La sola definición del triánguloos da la verdadera idea; tan pronto como os figuráis uno envuestro espíritu, es un triángulo determinado y no otro alguno,y no podéis evitar hacer sensibles sus líneas o coloreada la su-perficie. Es, pues, necesario enunciar proporciones; es precisohablar para tener ideas generales, porque tan pronto como la

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imaginación se detiene, el espíritu no trabaja sino con ayudadel razonamiento. Si, por consiguiente, los primeros inventoresdel lenguaje no han podido dar nombres mas que a las ideasque ya tenían, se deduce de aquí que los primeros substantivossólo han podido ser nombres propios.

Pero cuando, por medios que yo no concibo, nuestrosnuevos gramáticos empezaron a extender sus ideas y a genera-lizar sus palabras, la ignorancia de los inventores debió de re-ducir este método a límites muy estrechos, y así como al prin-cipio habían multiplicado con exceso los nombres de los indi-viduos por no conocer los géneros y las especies, despuéshicieron escaso número de especies y de géneros por no haberconsiderado a los seres en todas sus diferencias. Para dar ma-yor impulso a estas divisiones, hubiera hecho falta más expe-riencia y más cultura de las que podían tener, hubiera sido ne-cesario más trabajo y más investigaciones que poder dedicar aesa tarea. Ahora bien; si aún hoy se descubren cada día nuevasespecies, que habían escapado hasta ahora a todas nuestras ob-servaciones, júzguese cuántas debieron substraerse al conoci-miento de unos hombres que sólo consideraban las cosas bajoel primer aspecto. En cuanto a las clases primitivas y a las no-ciones más generales, es superfluo añadir que también debieronde escaparles. ¿Cómo, por ejemplo, habrían imaginado o en-tendido las palabras materia, espíritu, substancia, modo, figu-ra, movimiento, toda vez que a nuestros mismos filósofos, quese sirven de ellas desde tan largo tiempo, cuéstales trabajo en-tenderlas, y dado que, siendo metafísicas las ideas que se aso-cian a esas palabras, no hallarían ningún modelo en la naturale-za?

Me detengo en estos primeros pasos y suplico a mis jue-ces suspendan en este punto la lectura para que consideren,

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solamente sobre la invención de las substantivos físicos, esdecir, sobre la parte de la lengua más fácil de hallar, el caminoque aún le queda para expresar todos los pensamientos de loshombres, para tomar una forma constante, para poder serhablada públicamente e influir sobre la sociedad; les suplicoque reflexionen cuánto tiempo y cuántos conocimientos hansido necesarios para descubrir los números,21 los nombres abs-tractos, los aoristos 22 y todos los tiempos de los verbos, laspartículas, la sintaxis; para unir los razonamientos y construirla lógica del discurso. En cuanto a mí, asustado por las dificul-tades, que se multiplican a cada paso, y convencido de la impo-sibilidad casi demostrada de que las lenguas hayan podido na-cer y establecerse por medios puramente humanos, dejo a quienquiera emprenderla la discusión de este difícil problema: si hasido más necesaria la sociedad ya establecida para la institu-ción de las lenguas, o las lenguas ya inventadas para la consti-tución de la sociedad.

Sea lo que fuere de estos orígenes, se ve cuando menos,en el escaso cuidado puesto por la naturaleza para aproximar alos hombres mediante necesidades mutuas y facilitarles el usode la palabra, cuán poco ha preparado su sociabilidad y quépoco ha puesto de su parte para que se establecieran sus rela-ciones. En efecto; es imposible imaginar por qué en ese estadoprimitivo un hombre tendrá más necesidad de otro hombre queun mono o un lobo de sus semejantes; ni, suponiendo esa nece-sidad, qué motivo podría inducir al otro a acceder; ni tampoco,en este último caso, cómo podrían convenir entre ellos las con-diciones. Bien sé que se repite incesantemente que nada habríasido tan miserable como el hombre en ese estado; mas si esverdad, como creo haberos demostrado, que no pudo hasta mu-chos siglos después tener el deseo y la ocasión de salir de aquel

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estado, habría que acusar a la naturaleza y no a quien ellahubiese constituido de ese modo. Pero, si yo comprendo bienese término de miserable, es una palabra que, o no tiene ningúnsentido, o significa una privación dolorosa o el sufrimiento delcuerpo o del alma. Ahora bien; desearía que se me explicasecuál puede ser el género de miseria de un ser libre cuyo co-razón se halla en paz y el cuerpo en salud. Yo pregunto: de lavida social o natural, ¿cuál está más sujeta a convertirse eninsoportable para quienes las disfrutan? Alrededor nuestro casisólo vemos gentes lamentándose de su existencia y aun algunosque se privan de ella en cuanto está en su poder, no bastandoapenas el concurso de la ley divina y de la humana para conte-ner este desorden. Yo pregunto si alguna vez se ha oído decirque un salvaje en libertad hubiera tan sólo pensado en quejarsede la vida o en darse la muerte. Júzguese, pues, con menos or-gullo de qué lado se halla la verdadera miseria. Al contrario:nada habría sido más miserable que el hombre salvaje deslum-brado por los conocimientos, atormentado por las pasiones yrazonando sobre un estado diferente al suyo. Por una sapientí-sima providencia, las facultades que poseía en potencia no deb-ían desarrollarse sino en las ocasiones de ejercerlas, a fin deque no fueran para él ni superfluas ni onerosas antes de tiempo,ni tardías e inútiles en caso necesario. Tenía en su solo instintocuanto necesitaba para vivir en el estado natural; en la razóncultivada sólo tiene lo que necesita para vivir en sociedad.

Parece a primera vista que en este estado, no teniendolos hombres entre sí ninguna clase de relación moral ni de de-beres conocidos, no podrían ser ni buenos ni malos, ni teníanvicios ni virtudes, a menos que, tomando estas palabras en unsentido físico, se llamen vicios del individuo las cualidades quepueden perjudicar su propia conservación, y virtudes, las que a

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ella puedan contribuir; en este caso, habría que considerar co-mo más virtuoso a quien menos resistiera los meros impulsosde la naturaleza. Pero, sin apartarnos de su sentido ordinario,conviene retener la opinión que podríamos manifestar sobre talsituación y desconfiar de nuestros prejuicios hasta que, la ba-lanza en la mano, se haya examinado si los hombres civilizadosposeen más virtudes que vicios, o si sus virtudes son más ven-tajosas que funestos sus vicios, o si el progreso de sus conoci-mientos constituye una compensación suficiente de los malesque mutuamente se causan a medida que aprenden el bien quedebían hacerse, o si, bien mirado, no se encontrarían en unasituación más feliz no teniendo daño que temer ni bien queesperar de nadie que hallándose sometidos a una dependenciauniversal y obligados a recibir todo de quienes no se obligan adarles nada.

No saquemos la conclusión, como Hobbes, de que, noteniendo ninguna idea de la bondad, el hombre es naturalmentemalo; vicioso, porque no conoce la virtud; que niega siempre asus semejantes los servicios que cree no deberles; que, en vir-tud del derecho que se arroga sobre las cosas que necesita, seimagina insensatamente ser el propietario único del universoentero. Hobbes ha visto muy bien el defecto de todas las defi-niciones modernas del derecho natural; pero las consecuenciasque deduce de la suya demuestran que la toma en un sentido nomenos falso. Razonando sobre los principios que enuncia, esteautor debía decir que, siendo el estado de naturaleza aquel enque el cuidado de nuestra conservación es el menos perjudicialpara la conservación de nuestros semejantes, éste era por con-siguiente el estado más a propósito para la paz y el más conve-niente para el género humano. Pues dice precisamente lo con-trario, por haber hecho entrar, con gran desacierto, en el cuida-

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do de la conservación del hombre salvaje la necesidad de satis-facer una multitud de pasiones que son producto de la sociedady que han hecho necesarias las leyes. El malo, dice, es un niñofuerte. Falta saber si el hombre salvaje, es un niño fuerte. Aun-que ello se concediera, ¿qué se deduciría? Que si, siendo fuerte,este hombre dependía de los demás tanto como siendo débil, nohay ninguna clase de excesos a los que no se entregara; quepegaría a su madre cuando tardase demasiado en darle de ma-mar; que estrangularía a uno de sus pequeños hermanos cuandoestuviese enojado; que mordería al otro en la pierna cuandofuese tropezado o molestado. Pero ser fuerte y dependiente sonsupuestos contradictorios en el estado natural. El hombre esdébil cuando está sometido a dependencia, y es libre antes deser fuerte. Hobbes no ha visto que la misma causa que impide alos salvajes el uso de razón, como pretenden nuestros juriscon-sultos, les impide al mismo tiempo el abuso de sus facultades,como él mismo pretende; de modo que podría decirse que lossalvajes no son malos precisamente porque no saben qué cosaes ser buenos, toda vez que no es el desenvolvimiento de larazón ni el freno de la ley, sino la ignorancia del vicio y la cal-ma de las pasiones, lo que los impide hacer el mal: Tanto plusin illis proficit vitiorum ignoratio, quam in his cognitio virtu-tis.23

Hay además otro principio que Hobbes no ha observado,el cual, habiéndole sido dado al hombre para suavizar en cier-tas circunstancias la ferocidad de su amor propio o su deseo deconservación antes del nacimiento de este amor,24 modera elardor que siente por su bienestar con una innata repugnancia aver sufrir a sus semejantes. No creo que deba temer una con-tradicción concediendo al hombre la única virtud natural que seha visto obligado a reconocer el más furioso detractor de las

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virtudes humanas. Me refiero a la piedad, disposición adecuadaa seres tan débiles y sujetos a tantos males como somos noso-tros; virtud tanto más universal y tanto más útil al hombrecuanto que precede al uso de toda reflexión, y tan natural, quelas bestias mismas dan de ella algunas veces sensibles mues-tras. Sin hablar de la ternura de las madres con sus pequeños yde los peligros que arrostran para protegerlos, obsérvase a dia-rio la repugnancia que experimentan los caballos a pisotear uncuerpo vivo. Un animal no pasa nunca al lado de otro de suespecie muerto sin sentir cierta inquietud; hasta hay animalesque les dan una suerte de sepultura, y los tristes mugidos delganado entrando en el matadero anuncian la impresión querecibe ante el horrible espectáculo que contempla. Con placerse ve al autor de la fábula Las abejas,25 obligado a reconocer alhombre como un ser compasivo y sensible, abandonar su estilofrío y sutil para ofrecernos la patética imagen de un hombreencerrado que ve fuera a una bestia feroz arrancar a un niño debrazos de su madre, triturar con sus mortíferos dientes susdébiles miembros y desgarrar con sus uñas las entrañas palpi-tantes de la criatura. ¡Qué horribles estremecimientos experi-menta ese testigo de un suceso en el cual no interviene su in-terés personal! ¡Qué angustias sufro por no poder prestar auxi-lio alguno a la madre desvanecida y a la expirante criatura!

Tal es el puro movimiento de la naturaleza, anterior atoda reflexión; tal la fuerza de la piedad natural, que las cos-tumbres más depravadas difícilmente pueden destruirla, puestoque se ve a diario en nuestros espectáculos enternecerse y llorarante las desventuras de un infortunado a un tal que, de hallarseen el lugar del tirano, agravaría más aún los tormentos de suenemigo, semejante al sanguinario Sila, tan sensible ante lasdesgracias que él no había causado, o a ese Alejandro de Feres,

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que no osaba asistir a la representación de ninguna tragedia portemor de que se le viera llorar con Andrómaca y con Príamo,mientras escuchaba sin emocionarse los gritos de los ciudada-nos que mandaba degollar todos los días.

Mollissima cordaHumano generi dare se natura fatetur,

Quae lacrymas dedit.26

Mandeville ha comprendido perfectamente que los hom-bres, con toda su moral, hubieran sido siempre unos monstruossi la naturaleza no les hubiese dado la piedad en apoyo de larazón; pero no ha visto que de esta sola cualidad se derivantodas las virtudes sociales que pretende negar a los hombres.En efecto: ¿qué es la generosidad, la clemencia, la humanidad,sino la piedad aplicada a los débiles, a los culpables, o a la es-pecie humana en general? La benevolencia y la misma amistadson, bien miradas, productos de una constante piedad fijada enun objeto particular; pues desear que alguien no sufra, ¿qué essino desear que sea feliz? Aun cuando fuera cierto que la con-miseración es sólo un sentimiento que nos pone en el lugar dequien sufre, sentimiento obscuro y vivo en el salvaje, desarro-llado pero débil en el hombre civilizado, ¿qué importaría esto ala verdad de lo que afirmo, sino para darle más fuerza? Enefecto: la conmiseración será tanto más enérgica cuanto másíntimamente se identifique el animal espectador con el animalpaciente. Ahora bien; es evidente que esta identificación hadebido de ser infinitamente más estrecha en el estado de natu-raleza que en el estado de razonamiento. Es la razón quien en-gendra el amor propio, y la reflexión lo fortifica; ella repliegaal hombre sobre sí mismo; ella le aparta de todo lo que le mo-

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lesta o le aflige. Es la filosofía quien le aísla; por ella dice ensecreto, a la vista de un hombre que sufre: «Muere si quieres;yo estoy seguro.» Sólo los peligros de la sociedad entera turbanel sueño tranquilo del filósofo y le arrancan del lecho. Se puededegollar impunemente a un semejante suyo bajo sus ventanas;no tiene más que taparse los oídos y razonar un poco para im-pedir a la naturaleza que se subleva dentro de él identificarlocon aquel a quien se asesina.27 El hombre salvaje carece de esteadmirable talento; falto de razón y de prudencia, vésele siem-pre entregarse aturdidamente al primer sentimiento de lahumanidad. En los motines, en las contiendas callejeras, acudeel populacho y el hombre prudente se aparta; es la canalla, sonlas mujeres del mercado quienes separan a los combatientes oimpiden a la gente de bien su mutuo exterminio.

Es, por tanto, perfectamente cierto que la piedad es unsentimiento natural que, moderando en cada individuo de suamor a sí mismo, concurre a la mutua conservación de la espe-cie. Ella nos impulsa sin previa reflexión al socorro de aquellosa quienes vemos sufrir; ella substituye en el estado natural a lasleyes, a las costumbres y a la virtud, con la ventaja de que na-die se siente tentado de desobedecer su dulce voz; ella disua-dirá a un salvaje fuerte de quitar a una débil criatura o a unviejo achacoso el alimento que han adquirido penosamente, siespera hallar el suyo en otra parte; ella inspira a todos los hom-bres, en lugar de la sublime máxima de justicia razonadaPórtate con los demás como quieres que se porten contigo, estaotra de bondad natural, acaso menos perfecta, pero mucho másútil que la anterior: Haz tu bien con el menor daño posible paraotro. En una palabra: es en este sentimiento natural, más bienque en los sutiles argumentos, donde hay que buscar la causade la repugnancia que todo hombre siente a obrar mal, aun in-

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dependientemente de los preceptos de la educación. AunqueSócrates y los espíritus de su tiempo puedan adquirir la virtudpor medio del razonamiento, hace tiempo que habría desapare-cido el género humano si su conservación hubiese dependidode quienes lo componen.

Con pasiones tan poco activas y un freno tan saludable,los hombres, más bien feroces que malos, más atentos a poner-se a cubierto del mal que podían recibir que inclinados a hacerdaño a otros, no estaban expuestos a contiendas muy peligro-sas. Como no tenían entre sí ninguna especie de relación; comopor tanto, no conocían la vanidad, ni la consideración, ni laestima, ni el desprecio; como no tenían la menor noción delbien ni del mal, ni alguna idea verdadera de justicia; como mi-raban las violencias que podían recibir como daño fácil de re-parar, y no como una injuria que debe ser castigada, y como nisiquiera pensaban en la venganza, a no ser tal vez maquinal-mente y en el mismo momento, como el perro que muerde lapiedra que se le arroja, sus disputas raramente hubieran tenidocausa más importante que el alimento. Pero veo una más peli-grosa y de la cual voy a tratar.

Entre las pasiones que agitan el corazón humano hayuna, ardiente, impetuosa, que hace a un sexo necesario al otro;terrible pasión que desafía todos los peligros, destruye todoslos obstáculos y más parece, en su furor, propia para aniquilarel género humano que no destinada a conservarlo. ¿Qué seríade los hombres presa de esta rabia desenfrenada y brutal, sinpudor ni continencia, y disputándose cada día sus amores alprecio de su sangre?

Es preciso conceder desde luego que cuanto más violen-tas son las pasiones más necesarias son las leyes; pero, ademásde que los desórdenes y los crímenes que a diario causan esas

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pasiones demuestran demasiado la insuficiencia de las leyes aeste respecto, convendría examinar si estos desórdenes no hannacido con las leyes mismas; porque entonces, aunque fuerancapaces de reprimirlos, lo menos que podría exigírseles es quedetuviesen un mal que sin ellas no existiría.

Empecemos por distinguir en el sentimiento del amor lomoral y lo físico. Lo físico es ese deseo general que impulsa aun sexo a unirse con otro. Lo moral es lo que determina esedeseo y lo fija exclusivamente en un solo objeto, o que, por lomenos, le da hacia ese objeto preferido un mayor grado deenergía. Ahora bien; es fácil ver que lo moral del amor es unsentimiento facticio nacido del uso de la sociedad y elogiadopor las mujeres con suma habilidad y cuidado para implantar suimperio y hacer dominante el sexo que debía obedecer. Comoeste sentimiento está fundado sobre ciertas nociones del méritoy de la belleza que un salvaje no se halla en estado de poseer, ysobre comparaciones que éste no puede hacer, debe de ser casinulo para él; porque del mismo modo que su espíritu no hapodido forjar ideas abstractas de regularidad y de proporción,así su corazón no es tampoco susceptible de sentimiento deadmiración y de amor, los cuales nacen, sin que uno se décuenta, de la aplicación de esas ideas. Únicamente escucha altemperamento que la naturaleza le ha dado, no al gusto que noha podido adquirir, y cualquier mujer le parece buena.

Limitados a la parte física del amor y bastante felices pa-ra ignorar esas preferencias que irritan el sentimiento amorosoy aumentan las dificultades, los hombres deben de sentir menosfrecuentemente y con menor viveza los ardores del tempera-mento, y, por consiguiente, sus disputas deben de ser más rarasy menos crueles. La imaginación, que tantos estragos produceentre nosotros, no habla a esos corazones salvajes; cada uno

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espera tranquilamente los impulsos de la naturaleza, se entregaa ellos sin elección, con mayor placer que furor, y, satisfechasu necesidad, el deseo queda extinguido.

Es, pues, incontestable que así el amor como las demáspasiones no han adquirido sino en la sociedad ese ardor impe-tuoso que tan funestos los hace ser con frecuencia para loshombres. De modo que es en extremo ridículo representar a lossalvajes exterminándose mutuamente y sin cesar por satisfacersu brutalidad, toda vez que esta opinión está en completa con-tradicción con la experiencia, pues los caribes, el pueblo quemenos se ha apartado hasta aquí, entre todos los existentes, delestado natural, son precisamente los más tranquilos en susamores y los menos sujetos a los celos, aunque viven bajo unclima abrasador, que parece dar a sus pasiones una actividadmayor.

Respecto a las consecuencias que podrían deducirse, enciertas especies animales, de las luchas entre machos que entodo tiempo ensangrientan nuestros corrales o hacen retumbarlos bosques en la primavera con sus gritos disputándose lahembra, es necesario empezar por excluir a todas aquellas es-pecies en que la naturaleza ha establecido manifiestamente, porlo que hace al poder relativo de los sexos, distintas relacionesque entre nosotros; así, las peleas entre gallos no constituyenuna inducción para la especie humana. En las especies en quela proporción está mejor observada, estas luchas sólo puedentener por causa la escasez de hembras respecto al número demachos o los intervalos durante los cuales la hembra rehúsaconstantemente ayuntarse con el macho, lo que equivale a laprimer causa; porque si la hembra sólo admite al macho duran-te dos meses al año, es igual que si el número de hembras fuesecinco sextas partes menor. Pero ninguno de estos dos casos es

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aplicable a la especie humana, en la cual el número de las hem-bras excede generalmente al de varones, no habiéndose obser-vado nunca tampoco, ni aun entre los salvajes, que las hembrastengan, como en las otras especies, épocas de celo y de absten-ción. Además, en muchas clases de animales, entrando la espe-cie entera a la vez en mutua efervescencia, sobreviene un mo-mento terrible de común ardor, de tumulto, desorden y comba-te; momento que no existe en la especie humana, porque elamor en ella no es periódico. No puede deducirse, por consi-guiente, de los combates entre ciertos animales por la posesiónde la hembra, que lo mismo sucedería al hombre en el estadonatural; y aunque se pudiera sacar esa conclusión, así comoesas luchas no destruyen esas especies, debe pensarse cuandomenos que no serían más funestas para la nuestra; y aun pareceque no causarían tantos estragos como causan en la sociedad,sobre todo en aquellos países en que, por respetarse todavía lascostumbres, los celos de los amantes y la venganza de los ma-ridos son diario motivo de duelos, crímenes y peores cosas;sociedad en que el deber de una eterna fidelidad sólo sirve paraoriginar adulterios y donde las mismas leyes del honor y lacontinencia extienden necesariamente la corrupción y multipli-can los abortos.

Concluyamos que el hombre salvaje, errante en los bos-ques, sin industria, sin palabra, sin domicilio, sin guerra y sinrelaciones, sin necesidad alguna de sus semejantes, así comosin ningún deseo de perjudicarlos, quizá hasta sin reconocernunca a ninguno individualmente; sujeto a pocas pasiones ybastándose a sí mismo, sólo tenía los sentimientos y las lucespropias de este estado, sólo sentía sus verdaderas necesidades,sólo miraba aquello que le interesaba ver, y su inteligencia noprogresaba más que su vanidad. Si por casualidad hacía algún

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descubrimiento, tanto menos podía comunicarlo cuanto que nireconocía a sus hijos. El arte perecía con el inventor. No habíaeducación ni progreso; las generaciones se multiplicaban in-útilmente, y, partiendo siempre cada una del mismo punto, lossiglos transcurrían en la tosquedad de las primeras edades; laespecie era ya vieja, y el hombre seguía siendo siempre niño.

Si me he extendido tanto tiempo sobre la suposición deesta condición primitiva es porque, siendo necesario destruirantiguos errores y prejuicios, he creído que debía ahondar hastalas raíces para demostrar en el cuadro del verdadero estado denaturaleza cómo la desigualdad, aun natural, está lejos de teneren ese estado la realidad y la influencia que pretenden nuestrosescritores.

En efecto: es fácil ver que, entre las diferencias que dis-tinguen a los hombres, pasan por naturales muchas que sonúnicamente obra de la costumbre y de los diversos géneros devida que llevan los hombres en la sociedad. Así, un tempera-mento fuerte o delicado, la fuerza o la debilidad que de éstedependen, proceden con frecuencia más de la manera ruda oafeminada con que uno ha sido criado que de la constituciónprimitiva del cuerpo. Lo mismo sucede con las fuerzas delespíritu, y no solamente la educación establece diferencias en-tre los espíritus cultivados y los que no lo están, sino que au-menta la que existe entre los primeros en proporción con lacultura, pues si un gigante y un enano van por el mismo cami-no, cada paso que adelanten dará una nueva ventaja al gigante.Ahora bien: si se compara la prodigiosa variedad de educacióny de géneros de vida que reina en los diferentes órdenes delestado civil con la simplicidad y la uniformidad de la vida ani-mal o salvaje, en la cual todos se nutren con los mismos ali-mentos, viven del mismo modo y hacen exactamente las mis-

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mas cosas, se comprenderá entonces cómo la diferencia dehombre a hombre debe ser menor en el estado de naturalezaque en el de sociedad, y cómo la desigualdad natural debe au-mentar en la especie humana por la desigualdad de educación.

Pero aunque la naturaleza afectase en la distribución desus dones tantas diferencias como se pretende, ¿qué ventajasgozarían los más favorecidos en perjuicio de los demás en unestado de cosas que no admitiría casi ninguna especie de rela-ción entre ellos? Donde no hay amor, ¿de qué sirve la belleza?¿De qué sirve el ingenio a gentes que no hablan nunca, y laastucia a los que no tienen negocios? Oigo repetir a cada ins-tante que los más fuertes oprimirían a los débiles; pero explí-queseme qué se quiere decir con la palabra opresión. Unos do-minarían con violencia, otros gemirían sometidos a su capri-cho. He aquí precisamente lo que observo entre nosotros; perono veo cómo puede decirse esto de los hombres salvajes, aquienes difícilmente se haría comprender qué significan servi-dumbre y dominación. Podrá un hombre apoderarse de los fru-tos que otro ha cogido, de la caza que ha matado, de la cavernaque le servía de asilo; pero ¿cómo conseguiría nunca hacerseobedecer y cuáles podrían ser las cadenas de la dependenciaentre unos hombres que nada poseen? Si se me arroja de unárbol, libre estoy para ir a otro; si alguien me molesta en unsitio, ¿quién me impedirá marcharme a otra parte? ¿Hay unhombre de fuerza superior a la mía, y además bastante depra-vado, bastante perezoso, bastante feroz para obligarme a pro-veer a su subsistencia mientras él permanece ocioso? Pues espreciso que se resuelva a no perderme de vista un solo instante,a tenerme cuidadosamente atado durante su sueño por temor aque me escape o le mate; es decir, que se ve obligado a expo-nerse voluntariamente a una fatiga mucho más grande que la

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que quiere evitarse y que la que a mí me causa. Después detodo esto, si su vigilancia afloja un instante, si un ruido impre-visto le hace volver la cabeza, doy veinte pasos en el bosque, ymis cadenas quedan rotas y jamás en su vida vuelve a verme.

Sin necesidad de prolongar inútilmente estos detalles,cada cual debe ver que, no siendo los lazos de la servidumbresino la dependencia mutua de los hombres y de las necesidadesrecíprocas que los unen, es imposible esclavizar a un hombre siantes no se le ha puesto en el caso de no poder prescindir deotro; y como esta situación no existe en el estado natural, todosse hallan libres del yugo, resultando, vana en él la ley del másfuerte.

Después de haber demostrado que la desigualdad apenasse manifiesta en el estado natural y que su influencia es casinula, me falta explicar su origen y sus progresos en los desen-volvimientos sucesivos del espíritu humano. Después de haberdemostrado que la perfectibilidad, las virtudes sociales y lasdemás facultades que el hombre natural había recibido en po-tencia no podían desarrollarse nunca por sí mismas; que paraello necesitaban el concurso fortuito de diferentes causas exter-nas que podían no haber nacido nunca y sin las cuales el hom-bre natural hubiera permanecido eternamente en su condiciónprimitiva, me falta considerar y reunir los diferentes azares quehan podido, echando a perder la especie, perfeccionar la razónhumana; volver malos a los seres haciéndolos sociables, y deun término tan lejano, traer al hombre y al mundo al punto enque los vemos.

Los acontecimientos que voy a describir pueden haberocurrido de diferentes maneras; confieso, pues, que sólo mepuedo decidir en su elección por conjeturas; pero, además deque estas conjeturas se convierten en razones cuando son las

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más probables conclusiones de la naturaleza de las cosas y losúnicos medios de que puede disponerse para descubrir la ver-dad, las consecuencias que quiero deducir de las mías no seránpor ello conjeturales, puesto que sobre los principios que heformulado no podría construirse ningún otro sistema que meproporcione los mismos resultados y del cual pueda sacar lasmismas conclusiones.

Esto me dispensará de extender mis reflexiones sobre elmodo como el lapso de tiempo transcurrido compensa la escasaverosimilitud de los acontecimientos; sobre el sorprendentepoder de las pequeñas causas cuando obran sin descanso; sobrela imposibilidad en que nos hallamos, de un lado, de destruirciertas hipótesis, si del otro no se les puede dar el grado de cer-tidumbre de los hechos; sobre que, dados dos hechos comoreales y habiendo que unirlos por una serie de hechos interme-diarios, desconocidos o considerados como tales, corresponde ala Historia, cuando existe, procurar los hechos que sirven deenlace, o a la Filosofía, en su defecto, determinar los hechosanálogos que pueden enlazarlos; y, en fin, sobre que, en mate-ria de acontecimientos, la analogía reduce los hechos a unnúmero mucho más pequeño de clases diferentes de lo que seimagina. Tengo suficiente con ofrecer estos temas a la conside-ración de mis jueces; me basta con haberme arreglado de modoque los lectores vulgares no tuvieran necesidad de considerar-los.

Segunda parte

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El primer hombre a quien, cercando un terreno, se loocurrió decir esto es mío y halló gentes bastante simples paracreerle fue el verdadero fundador de la sociedad civil. ¡Cuántoscrímenes, guerras, asesinatos; cuántas miserias y horrores habr-ía evitado al género humano aquel que hubiese gritado a sussemejantes, arrancando las estacas de la cerca o cubriendo elfoso: «¡Guardaos de escuchar a este impostor; estáis perdidossi olvidáis que los frutos son de todos y la tierra de nadie!»Pero parece que ya entonces las cosas habían llegado al puntode no poder seguir más como estaban, pues la idea de propie-dad, dependiendo de muchas, otras ideas anteriores que sólopudieron nacer sucesivamente, no se formó de un golpe en elespíritu humano; fueron necesarios ciertos progresos, adquirirciertos conocimientos y cierta industria, transmitirlos y aumen-tarlos de época en época, antes de llegar a ese último límite delestado natural. Tomemos, pues, las cosas desde más lejos yprocuremos reunir en su solo punto de vista y en su orden másnatural esa lenta sucesión de acontecimientos y conocimientos.

El primer sentimiento del hombre fue el de su existen-cia; su primer cuidado, el de su conservación. Los productos dela tierra le proveían de todo, lo necesario; el instinto le llevó ausarlos. El hambre, otros deseos hacíanle experimentar sucesi-vamente diferentes modos de existir, y hubo uno que le invitó aperpetuar su especie; esta ciega inclinación, desprovista de to-do sentimiento del corazón, sólo engendra un acto puramenteanimal; satisfecho el deseo, los dos sexos ya no se reconocían,y el hijo mismo nada era para la madre en cuanto podía pres-cindir de ella.

Tal fue la condición del hombre al nacer; tal fue la vidade un animal limitado al principio a las puras sensaciones,aprovechando apenas los dones que le ofrecía la naturaleza,

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lejos de pensar en arrancarle cosa alguna. Pero bien pronto sur-gieron dificultades; hubo que aprender a vencerlas. La altura delos árboles, que le impedía coger sus frutos; la concurrencia delos animales que intentaban arrebatárselos para alimentarse, yla ferocidad de los que atacaban su propia vida, todo le obligó aaplicarse a los ejercicios corporales; tuvo que hacerse ágil,rápido en la carrera, fuerte en la lucha. Las armas naturales,que son las ramas de los árboles y las piedras, pronto se halla-ron en sus manos. Aprendió a dominar los obstáculos de lanaturaleza, a combatir en caso necesario con los demás anima-les, a disputar a los hombres mismos su subsistencia o a resar-cirse de lo que era preciso ceder al más fuerte.

A medida que se extendió el género humano, los traba-jos se multiplicaron con los hombres. La diferencia de los te-rrenos, de los climas, de las estaciones, pudo forzarlos a esta-blecerla en sus maneras de vivir. Los años estériles, los invier-nos largos y crudos, los ardientes estíos, que todo consumen,exigieron de ellos una nueva industria. En las orillas del mar yde los ríos inventaron el sedal y el anzuelo, y se hicieron pes-cadores e ictiófagos.28 En los bosques construyéronse arcos yflechas, y fueron cazadores y guerreros. En los países fríos secubrieron con las pieles de los animales muertos a sus manos.El rayo, un volcán o cualquier feliz azar les dio a conocer elfuego, nuevo recurso contra el rigor del invierno; aprendieron aconservar este elemento y después a reproducirlo, y, por últi-mo, a preparar con él la carne, que antes devoraban cruda.

Esta reiterada aplicación de seres distintos y de unos aotros debió naturalmente de engendrar en el espíritu del hom-bre la percepción de ciertas relaciones. Esas relaciones, quenosotros expresamos con las palabras grande, pequeño, fuerte,débil, rápido, lento, temeroso, arriesgado y otras ideas semejan-

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tes, produjeron al fin en él una especie de reflexión o más bienuna prudencia maquinal, que le indicaba las precauciones másnecesarias a su seguridad.

Las nuevas luces que resultaron de este desenvolvimien-to aumentaron su superioridad sobre los demás animaleshaciéndosela conocer. Se ejercitó en tenderles lazos, en enga-ñarlos de mil modos, y aunque muchos le superasen en fuerzaen la lucha o en rapidez en la carrera, con el tiempo se hizodueño de los que podían servirle y azote de los que podían per-judicarle. Y así, la primer mirada que se dirigió a sí mismosuscitó el primer movimiento de orgullo; y, sabiendo apenasdistinguir las categorías y viéndose en la primera por su espe-cie, así se preparaba de lejos a pretenderla por su individuo.

Aunque sus semejantes no fueran para él lo que son paranosotros, y aunque no tuviera con ellos mayor comercio quecon los otros animales, no fueron olvidados en sus observacio-nes. Las semejanzas que pudo percibir con el tiempo entreellos, su hembra y él mismo, le hicieron juzgar las que no per-cibía; viendo que todos se conducían como él se hubiera con-ducido en iguales circunstancias, dedujo que su manera de pen-sar y de sentir era enteramente conforme con la suya, y estaimportante verdad, una vez arraigaba en su espíritu, le hizoseguir, por un presentimiento tan seguro y más vivo que ladialéctica, las reglas de conducta que, para ventaja y seguridadsuya, más le convenía observar con ellos.

Instruido por la experiencia de que el amor del bienestares el único móvil de las acciones humanas, pudo distinguir lasraras ocasiones en que, por interés común, debía contar con laayuda de sus semejantes, y aquellas otras, más raras aún, enque la concurrencia debía hacerle desconfiar de ellos. En elprimer caso se unía a ellos en informe rebaño, o cuando más

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por una especie de asociación libre que a nadie obligaba y quesólo duraba el tiempo que la pasajera necesidad que la habíaformado; en el segundo, cada cual buscaba su provecho, bien aviva fuerza si creía ser más fuerte, bien por astucia y habilidadsi sentíase el más débil.

He aquí cómo los hombres pudieron insensiblementeadquirir cierta idea rudimentaria de compromisos mutuos y dela ventaja de cumplirlos, pero sólo en la medida que podía exi-girlos el interés presente y sensible, pues la previsión nada erapara ellos, y, lejos de preocuparse de un lejano futuro, ni si-quiera pensaban en el día siguiente. ¿Tratábase de cazar unciervo? Todos comprendían que para ello debían guardar fiel-mente su puesto; pero si una liebre pasaba al alcance de uno deellos, no cabe duda que la perseguiría sin ningún escrúpulo yque, cogida su presa, se cuidaría muy poco de que no se lesescapase la suya a sus compañeros.

Fácil es comprender que semejantes relaciones no exi-gían un lenguaje mucho más refinado que el de las cornejas olos monos, que se agrupan poco más o menos del mismo modo.Durante mucho tiempo sólo debieron de componer el lenguajeuniversal gritos inarticulados, muchos gestos y algunos ruidosimitativos; unidos a esto en cada región algunos sonidos articu-lados y convencionales, cuyo origen, como ya he dicho, no esmuy fácil de explicar, formáronse lenguas particulares, peroelementales, imperfectas, semejantes aproximadamente a lasque aún tienen diferentes naciones salvajes de hoy día.

Atravieso como una flecha multitudes de siglos, forzadopor el tiempo que transcurre, por la abundancia de cosas que hede decir y por el progreso casi imperceptible de los comienzos,pues tanto más lentos eran para sucederse, tanto más rápidosson para describir.

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Estos primeros progresos pusieron en fin al hombre enestado de hacer otros más rápidos. Cuanto más se esclarecía elespíritu más se perfeccionaba la industria. Bien pronto loshombres, dejando de dormir bajo el primer árbol o de guarecer-se en cavernas, hallaron una especie de hachas de piedra durasy cortantes que sirvieron para cortar la madera, cavar la tierra yconstruir chozas con las ramas de los árboles, que en seguidaaprendieron a endurecer con barro y arcilla. Fue la época deuna primera revolución, que originó el establecimiento y ladiferenciación de las familias e introdujo una especie de pro-piedad, de la cual quizá nacieron ya entonces no pocas discor-dias y luchas. Sin embargo, como los más fuertes fueron contoda seguridad los primeros en construirse viviendas, porquesentíanse capaces de defenderlas, es de creer que los débileshallaron más fácil y más seguro imitarlos que intentar desalo-jarlos de ellas; y en cuanto a los que ya poseían cabañas, nin-guno de ellos debió de intentar apropiarse la de su vecino, me-nos porque no le perteneciera que porque no la necesitaba yporque, además, no podía apoderarse de ella sin exponerse auna viva lucha con la familia que la ocupaba.

Las primeras exteriorizaciones del corazón fueron elefecto de un nuevo estado de cosas que reunía en una habita-ción común a maridos y mujeres, a padres o hijos. El hábito devivir juntos hizo nacer los más dulces sentimientos conocidosde los hombres: el amor conyugal y el amor paternal. Cadafamilia fue una pequeña sociedad, tanto mejor unida cuantoque el afecto recíproco y la libertad eran los únicos vínculos.Entonces fue cuando se estableció la primer diferencia en elmodo de vivir de los dos sexos, que hasta entonces habían vi-vido de la misma manera. Las mujeres hiciéronse más sedenta-rias y se acostumbraron a guardar la cabaña y a cuidar de los

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hijos mientras el hombre iba a buscar la común subsistencia.Con una vida un poco más blanda, los dos sexos empezaron aperder algo de su ferocidad y de su vigor; pero si cada indivi-duo separadamente se halló menos capaz de combatir a las fie-ras, fue en cambio más fácil reunirse para una resistenciacomún.

En este nuevo estado, llevando una vida simple y solita-ria, con necesidades muy limitadas y los instrumentos que habían inventado para atenderlas, los hombres gozaban de unaextremada ociosidad, que emplearon en procurarse diversas,comodidades que sus padres no habían conocido. Este fue elprimer yugo que se impusieron sin pensar y la primer fuente demales que prepararon a sus descendientes; pues, además de queasí continuaron debilitan de su cuerpo y su espíritu, y habiendoperdido esas comodidades, por la costumbre, todo su encanto ydegenerado en verdaderas necesidades, la privación de ellas fuemucho más cruel que agradable era su posesión, y, sin ser felizposeyéndolas, perdiéndolas érase desgraciado.

Se entrevé algo mejor en este punto cómo el uso de lapalabra se estableció o se perfeccionó insensiblemente en elseno de cada familia, y aun se puede conjeturar cómo diversascausas particulares pudieron extender el lenguaje y acelerar suprogreso haciéndole ser más necesario. Grandes inundaciones otemblores de tierra cercaron de aguas o de precipicios las re-giones habitadas; revoluciones del globo desgarraron y corta-ron en islas porciones del continente. Se concibe que entrehombres reunidos de ese modo y forzados a vivir juntos debióde formarse un idioma común, más bien que entre los que erra-ban libremente en los bosques de la tierra firme. Así, es muyprobable que, después de sus primeros ensayos de navegación,los insulares hayan introducido entre nosotros el uso de la pa-

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labra; por lo menos es muy verosímil que la sociedad y las len-guas hayan nacido en las islas y en ellas se hayan perfecciona-do antes de ser conocidas en el continente.

Todo empieza a cambiar de aspecto. Errantes hasta aquíen los bosques, los hombres, habiendo adquirido una situaciónmás estable, van relacionándose lentamente, se reúnen en di-versos agrupamientos y forman en fin en cada región una na-ción particular, unida en sus costumbres y caracteres, no porreglamentos y leyes, sino por el mismo género de vida y dealimentación y por la influencia del clima. Una permanentevecindad no puede dejar de engendrar en fin alguna relaciónentre diferentes familias. Jóvenes de distinto sexo habitan encabañas vecinas; el pasajero comercio que exige la naturalezabien pronto origina otro no menos dulce y más permanente porla mutua frecuentación. Habitúanse a considerar diversos obje-tos y a hacer comparaciones; insensiblemente adquieren ideasde mérito y de belleza que producen sentimientos de preferen-cia. A fuerza de verse, no pueden pasar sin verse todavía. Unsentimiento tierno y dulce se insinúa en el alma, que a la menoroposición se cambia en furor impetuoso; los celos se despiertancon el amor, triunfa la discordia, y la más dulce de las pasionesrecibe sacrificios de sangre humana.

A medida que se suceden las ideas y los sentimientos yel espíritu y el corazón se ejercitan, la especie humana siguedomesticándose, las relaciones se extienden y se estrechan losvínculos. Los hombres se acostumbran a reunirse delante de lascabañas o, al pie de un gran árbol; el canto y la danza, verdade-ros hijos del amor y del ocio, constituyen la diversión o, mejor,la ocupación de los hombres y de las mujeres agrupados yociosos. Cada cual empezó a mirar a los demás y a querer sermirado él mismo, y la estimación pública tuvo un precio. Aquel

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que mejor cantaba o bailaba, o el más hermoso, el más fuerte,el más diestro o el más elocuente, fue el más considerado; yéste fue el primer paso hacia la desigualdad y hacia el vicio almismo tiempo. De estas primeras preferencias nacieron, poruna parte, la vanidad y el desprecio; por otro, la vergüenza y laenvidia, y la fermentación causada por esta nueva levaduraprodujo al fin compuestos fatales para la felicidad y la inocen-cia.

Tan pronto como los hombres empezaron a apreciarsemutuamente y se formó en su espíritu la idea de la considera-ción, todos pretendieron tener el mismo derecho, y no fue posi-ble que faltase para nadie. De aquí nacieron los primeros debe-res de la cortesía, aun entre los salvajes; y de aquí que todainjusticia voluntaria fuera considerada como un ultraje, porquecon el daño que ocasionaba la injuria, el ofendido veía el des-precio de su persona, con frecuencia más insoportable que eldaño mismo. De este modo, como cada cual castigaba el des-precio que se lo había inferido de modo proporcionado a laestima que tenía de sí mismo, las venganzas fueron terribles, ylos hombres, sanguinarios y crueles. He ahí precisamente elgrado a que había llegado la mayoría de los pueblos salvajesque nos son conocidos. Mas, por no haber distinguido suficien-temente las ideas y observado cuán lejos se hallaban ya esospueblos del estado natural, algunos se han precipitado a sacarla conclusión de que el hombre es naturalmente cruel y que esnecesaria la autoridad para dulcificarlo, siendo así que nadahay tan dulce como él en su estado primitivo, cuando, colocadopor la naturaleza a igual distancia de la estupidez de las bestiasque de las nefastas luces del hombre civil, y limitado igualmen-te por el instinto y por la razón a defenderse del mal que leamenaza, la piedad natural le impide, sin ser impelido a ello

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por nada, hacer daño a nadie, ni aun después de haberlo él reci-bido. Porque, según el axioma del sabio Locke, no puede exis-tir agravio donde no hay propiedad.

Pero es preciso señalar que la sociedad empezada y lasrelaciones ya establecidas entre los hombres exigían de éstoscualidades diferentes de las que poseían por su constituciónprimitiva; que, empezando a introducirse la moralidad en lasacciones humanas y siendo cada uno, antes de las leyes, únicojuez y vengador de las ofensas recibidas, la bondad que con-venía al puro estado de naturaleza no era la que convenía a lasociedad naciente; que era necesario que los castigos fueranmás severos a medida que las ocasiones de ofender eran másfrecuentes; que el terror de las venganzas tenía que ocupar ellugar del freno de las leyes. Así, aunque los hombres fuesen yamenos sufridos y la piedad natural ya hubiera experimentadoalguna alteración, este período del desenvolvimiento de lasfacultades humanas, ocupando un justo medio entre la indolen-cia del estado primitivo y la petulante actividad de nuestroamor propio, debió de ser la época más feliz y duradera. Cuan-to más se reflexiona, mejor se comprende que este estado era elmenos sujeto a las revoluciones, el mejor para el hombre,29 delcual no ha debido salir sino por algún funesto azar, que, por elbien común, hubiera debido no acontecer nunca. El ejemplo delos salvajes, hallados casi todos en ese estado, parece confirmarque el género humano estaba hecho para permanecer siempreen él; que ese estado es la verdadera juventud del mundo, y quetodos los progresos ulteriores han sido, en apariencia, otrostantos pasos hacia la perfección del individuo; en realidad,hacia la decrepitud de la especie.

Mientras los hombres se contentaron con sus rústicascabañas; mientras se limitaron a coser sus vestidos de pieles

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con espinas vegetales o de pescado, a adornarse con plumas yconchas, a pintarse el cuerpo de distintos colores, a perfeccio-nar y embellecer sus arcos y sus flechas, a tallar con piedrascortantes canoas de pescadores o rudimentarios instrumentosde música; en una palabra, mientras sólo se aplicaron a trabajosque uno solo podía hacer y a las artes que no requerían el con-curso de varias manos, vivieron libres, sanos, buenos y felicesen la medida en que podían serlo por su naturaleza y siguierondisfrutando de las dulzuras de un trato independiente. Perodesde el instante en que mi hombre tuvo necesidad de la ayudade otro; desde que se advirtió que era útil a uno solo poseerprovisiones por dos, la igualdad desapareció, se introdujo lapropiedad, el trabajo fue necesario y los bosques inmensos setrocaron en rientes campiñas que fue necesario regar con elsudor de los hombres y en las cuales viose bien pronto germi-nar y crecer con las cosechas la esclavitud y la miseria.

La metalurgia y la agricultura fueron las dos artes cuyodesenvolvimiento produjo esta gran revolución. Para el poetason el oro y la plata; más para el filósofo son el hierro y el trigolos que han civilizado a los hombres y perdido al génerohumano. Uno y otro eran desconocidos de los salvajes de Amé-rica, por lo cual han permanecido siempre los mismos; y losdemás pueblos parece que siguieron bárbaros mientras no prac-ticaron más que una sola de estas artes. Precisamente, una delas mejores razones quizá de que Europa haya sido, si no máspronto, mejor y más constantemente ordenada que las otraspartes del mundo es que al mismo tiempo es la más abundanteen hierro y la más fértil en trigo.

Es difícil conjeturar de qué modo han llegado los hom-bres a conocer y emplear el hierro, pues no es de creer quehayan imaginado por sí mismos extraer la materia de la mina y

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darle las preparaciones necesarias para su fusión antes de saberlo que resultaría. Por otra parte, no puede atribuirse este descu-brimiento a un incendio casual, puesto que las minas se formanen lugares áridos y desprovistos de árboles y plantas; de suerteque parece que la naturaleza ha tomado sus precauciones paraocultarnos el fatal secreto. Sólo queda la extraordinaria cir-cunstancia de que un volcán, vomitando materias metálicas enfusión, haya sugerido a los espectadores la idea de imitar estaoperación de la naturaleza; pero es necesario suponer muchovalor y previsión para emprender un trabajo tan penoso y cal-cular desde mucho antes las ventajas que podían obtenerse, yesto sólo es admisible en espíritus más cultivados que lo debíaestar el de los espectadores.

En cuanto a la agricultura, el principio fue conocido mu-cho antes de que se estableciera la práctica, pues no es probableque los hombres, siempre ocupados en sacar de los árboles ylas plantas su subsistencia, hayan tardado mucho tiempo enadvertirlos caminos que sigue la naturaleza para la generaciónde los vegetales; pero su industria no se inclinó probablementehasta muy tarde de este lado, bien porque los árboles, que conla caza y la pesca proveían a su alimento, no necesitaban suscuidados, sea por desconocer el uso del trigo, sea por falta deinstrumentos para cultivarlo, bien por falta de previsión paralas necesidades futuras, sea, en fin, por no haber medios paraimpedir a los demás que se apoderaran del fruto de su trabajo.Cuando ya fueron más industriosos, es de presumir que empe-zaron con piedras afiladas y palos puntiagudos a cultivar algu-nas legumbres o raíces en derredor de sus cabañas, mucho an-tes de saber trabajar el trigo y tener los instrumentos necesariospara el cultivo en grande; sin contar que para entregarse a estalabor y sembrar las tierras es preciso decidirse a perder alguna

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cosa primero para obtener mucho después, previsión grande-mente extraña al espíritu del salvaje, que, como antes he dicho,tiene bastante con pensar por la mañana en sus necesidades dela tarde.

La invención de las otras artes fue, por tanto, necesariapara forzar al género humano a dedicarse a la agricultura. Encuanto hubo necesidad de hombres para fundir y forjar el hie-rro, fueron necesarios otros que los alimentaran. Cuanto mayorfue el número de obreros, menos manos hubo empleadas enproveer a la común subsistencia, sin haber por eso menos bocasque alimentar; y como unos necesitaron alimentos en cambiode su hierro, los otros descubrieron en fin el secreto de emplearel hierro para multiplicar los alimentos. De aquí nacieron, poruna parte, el cultivo y la agricultura; por otra, el arte de trabajarlos metales y multiplicar sus usos.

Del cultivo de las tierras resultó necesariamente su re-parto, y de la propiedad, una vez reconocida, las primeras re-glas de justicia, porque para dar a cada cual lo suyo es necesa-rio que cada uno pueda tener alguna cosa. Por otro lado, loshombres ya habían empezado a pensar en el porvenir, y comotodos tenían algo que perder, no había ninguno que no tuvieraque temer para sí la represalia de los daños que podía causar aotro. Este origen es tanto más natural cuanto que es imposibleconcebir la idea de la propiedad naciente de otro modo que porla mano de obra, pues no se comprende que para apropiarse lascosas que no ha hecho pudiera el hombre poner más que sutrabajo. Es el trabajo únicamente el que, dando derecho al cul-tivador sobre el producto de la tierra que ha trabajado, le daconsiguientemente ese mismo derecho sobre el suelo, por lomenos hasta la cosecha, y así de año en año; lo que, constitu-yendo una posesión continua, se transforma fácilmente en pro-

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piedad. Cuando los antiguos, dice Grocio, dieron a Ceres elepíteto de legisladora y a una fiesta que se celebraba en suhonor el nombre de Temosforia, dieron a entender que el repar-to de las tierras había producido una nueva especie de derecho,es decir, el derecho de propiedad, diferente del que resulta de laley natural.

En esta situación, las cosas hubieran podido permaneceriguales si las aptitudes hubieran sido iguales, y si, por ejemplo,el empleo del hierro y el consumo de los productos alimenti-cios hubieran guardado un equilibrio exacto. Pero la propor-ción, que nada mantenía, bien pronto quedó rota; el más fuertehacía más obra; el más hábil sacaba mejor partido de lo suyo;el más ingenioso hallaba los medios de abreviar su trabajo; ellabrador necesitaba más hierro, o el herrero más trigo; y traba-jando todos igualmente, unos ganaban más mientras otros, ape-nas podían vivir. De este modo, la desigualdad natural se des-envuelve insensiblemente con la de combinación, y las diferen-cias entre los hombres, desarrolladas por las que originan lascircunstancias, hácense más sensibles, más permanentes en susefectos y empiezan a influir en la misma proporción sobre lasuerte de los particulares.

En este punto las cosas, fácil es imaginar el resto. No medetendré a describir la invención sucesiva de las otras artes, elprogreso de las lenguas, la prueba y el empleo de las aptitudes,la desigualdad de las fortunas, el uso y el abuso de las riquezas,ni todos los detalles que siguen a éstos y que cada uno puedefácilmente suponer. Me limitaré solamente a echar una ojeadasobre el género humano colocado en ese nuevo orden de cosas.

He aquí todas nuestras facultades desarrolladas, la me-moria y la imaginación en juego, interesado el amor propio, larazón en actividad y el espíritu casi al término de la perfección

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de que es susceptible. He aquí todas las cualidades naturalespuestas en acción, establecidas la condición y la suerte de cadahombre, no sólo en lo que se refiere a la cantidad de bienes y alpoder de servir o perjudicar, sino en cuanto al espíritu, la belle-za, la fuerza o la destreza, el mérito y las aptitudes. Siendo es-tas cualidades las únicas que podían atraer la consideración,bien pronto fue necesario o tenerlas o fingirlas; fue preciso, porel propio interés, aparecer distinto de lo que en verdad se era.Ser y parecer fueron dos cosas por completo diferentes, y deesta diferencia nacieron la ostentación imponente, la astuciaengañosa y todos los vicios que forman su séquito. Por otraparte, de libre e independiente que era antes el hombre, vedle,por una multitud de nuevas necesidades, sometido, por así de-cir, a la naturaleza entera, y sobre todo a sus semejantes, de loscuales se convierte en esclavo aun siendo su señor: rico, nece-sita de sus servicios; pobre; de su ayuda, y la mediocridad leimpide prescindir de aquéllos. Necesita, por tanto, buscar elmodo de interesarlos en su suerte y hacerles hallar su propiointerés, en realidad o en apariencia, trabajando en provechosuyo; lo cual le hace trapacero y artificioso con unos, imperio-so y duro con otros, y le pone en la necesidad de engañar a to-dos aquellos que necesita, cuando no puede hacerse temer deellos y no encuentra ningún interés en servirlos útilmente. Enfin; la voraz ambición, la pasión por aumentar su relativa for-tuna, menos por una verdadera necesidad que para elevarse porencima de los demás, inspira a todos los hombres una negrainclinación a perjudicarse mutuamente, una secreta envidia,tanto más peligrosa cuanto que, para herir con más seguridad,toma con frecuencia la máscara de la benevolencia; en una pa-labra: de un lado, competencia y rivalidad; de otro, oposiciónde intereses, y siempre el oculto deseo de buscar su provecho aexpensas de los demás. Todos estos males son el primer efecto

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de la propiedad y la inseparable comitiva de la desigualdadnaciente.

Antes de haberse inventado los signos representativos delas riquezas, éstas no podían consistir sino en tierras y en gana-dos, únicos bienes efectivos que los hombres podían poseer.Ahora bien; cuando las heredades crecieron en número y enextensión, hasta el punto de cubrir el suelo entero y de tocarseunas con otras, ya no pudieron extenderse más sitio a expensasde las otras, y los que no poseían ninguna porque la debilidad ola indolencia los había impedido adquirirlas a tiempo, se vieronobligados a recibir o arrebatar de manos de los ricos su subsis-tencia; de aquí empezaron a nacer, según el carácter de cadauno, la dominación y la servidumbre, o la violencia y las rapi-ñas. Los ricos, por su parte, apenas conocieron el placer dedominar, rápidamente desdeñaron los demás, y, sirviéndose desus antiguos esclavos para someter a otros hombres a la servi-dumbre, no pensaron más que en subyugar y esclavizar a susvecinos, semejantes a esos lobos hambrientos que, habiendogustado una vez la carne humana, rechazan todo otro alimentoy sólo quieren devorar hombres.

De este modo, haciendo los más poderosos de sus fuer-zas o los más miserables de sus necesidades una especie dederecho al bien ajeno, equivalente, según ellos, al de propie-dad, la igualdad deshecha fue seguida del más espantoso des-orden; de este modo, las usurpaciones de los ricos, las depreda-ciones de los pobres, las pasiones desenfrenadas de todos, aho-gando la piedad natural y la voz todavía débil de la justicia,hicieron a los hombres avaros, ambiciosos y malvados. Entre elderecho del más fuerte y el del primer ocupante alzábase unperpetuo conflicto, que no se terminaba sino por combates ycrímenes.30 La naciente sociedad cedió la plaza al más horrible

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estado de guerra; el género humano, envilecido y desolado, nopudiendo volver sobre sus pasos ni renunciar a las desgraciadasadquisiciones que había hecho, y no trabajando sino en su vili-pendio, por el abuso de las facultades que le honran, se puso así mismo en vísperas de su ruina.

Attonitus novitate mali, divesque, miserque,Effugere optat opes, et quae modo voverat odit.31

OVID., Metam., lib. XI, v. 127.

No es posible que los hombres no se hayan detenido areflexionar al cabo sobre una situación tan miserable y sobrelas calamidades que los agobiaban. Sobre todo los ricos debie-ron comprender cuán desventajoso era para ellos una guerraperpetua con cuyas consecuencias sólo ellos cargaban y en lacual el riesgo de la vida era común y el de los bienes particular.Por otra parte, cualquiera que fuera el pretexto que pudiesendar a sus usurpaciones, demasiado sabían que sólo descansabansobre un derecho, precario y abusivo, y que, adquiridas por lafuerza, la fuerza podía arrebatárselas sin que tuvieran derecho aquejarse. Aquellos mismos que sólo se habían enriquecido porla industria no podían tampoco ostentar sobre su propiedadmejores títulos. Podrían decir: «Yo he construido este muro; heganado este terreno con mi trabajo.» Pero se les podía contes-tar: «¿Quién os ha dado las piedras? ¿Y en virtud de qué pre-tendéis cobrar a nuestras expensas un trabajo que nosotros noos hemos impuesto? ¿Ignoráis que multitud de hermanos vues-tros perece o sufre por carecer de lo que a vosotros os sobra, yque necesitabais el consentimiento expreso y unánime delgénero humano para apropiaros de la común subsistencia loque excediese de la vuestra?» Desprovisto de razones verdade-

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ras para justificarse y de fuerza suficiente para defenderse;venciendo fácilmente a un particular, pero vencido él mismopor cuadrillas de bandidos; solo contra todos, y no pudiendo, acausa de sus mutuas rivalidades, unirse a sus iguales contra losenemigos unidos por el ansia común del pillaje, el rico, apre-miado por la necesidad, concibió al fin el proyecto más preme-ditado que haya nacido jamás en el espíritu humano: emplearen su provecho las mismas fuerzas de quienes le atacaban,hacer de sus enemigos sus defensores, inspirarles otras máxi-mas y darles otras instituciones que fueran para él tan favora-bles como adverso érale el derecho natural.

Con este fin, después de exponer a sus vecinos el horrorde una situación que los armaba a todos contra todos, que hacíatan onerosas sus propiedades como sus necesidades, y en lacual nadie podía hallar seguridad ni en la pobreza ni en la ri-queza, inventó fácilmente especiosas razones para conducirlosal fin que se proponía. «Unámonos -les dijo- para proteger a losdébiles contra la opresión, contener a los ambiciosos y asegurara cada uno la posesión de lo que le pertenece; hagamos regla-mentos de justicia y de paz que todos estén obligados a obser-var, que no hagan excepción de nadie y que reparen en ciertomodo los caprichos de la fortuna sometiendo igualmente alpoderoso y al débil a deberes recíprocos. En una palabra: enlugar de volver nuestras fuerzas contra nosotros mismos, con-centrémoslas en un poder supremo que nos gobierna con sabiasleyes, que proteja y defienda a todos los miembros de la aso-ciación, rechace a los enemigos comunes y nos mantenga eneterna concordia.»

Mucho menos que la equivalencia de este discurso fuepreciso para decidir a hombres toscos, fáciles de seducir, que,por otra parte, tenían demasiadas cuestiones entre ellos para

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poder prescindir de árbitros, y demasiada avaricia y ambiciónpara poderse pasar sin amos. Todos corrieron al encuentro desus cadenas creyendo asegurar su libertad, pues, con bastanteinteligencia para comprender las ventajas de una instituciónpolítica, carecían de la experiencia necesaria para prevenir suspeligros; los más capaces de prever los abusos eran precisa-mente los que esperaban aprovecharse de ellos, y los mismossabios vieron que era preciso resolverse a sacrificar una partede su libertad para conservar la otra, del mismo modo que unherido se deja cortar un brazo para salvar el resto del cuerpo.

Tal fue o debió de ser el origen de la sociedad y de lasleyes, que dieron nuevas trabas al débil y nuevas fuerzas alrico,32 aniquilaron para siempre la libertad natural, fijaron paratodo tiempo la ley de la propiedad y de la desigualdad, hicieronde una astuta usurpación un derecho irrevocable, y, para prove-cho de unos cuantos ambiciosos, sujetaron a todo el génerohumano al trabajo, a la servidumbre y a la miseria. Fácilmentese ve cómo el establecimiento de una sola sociedad hizo indis-pensable el de todas las demás, y de qué manera, para hacerfrente a fuerzas unidas, fue necesario unirse a la vez. Las so-ciedades, multiplicándose o extendiéndose rápidamente, cu-brieron bien pronto toda la superficie de la tierra, y ya no fueposible hallar un solo rincón en el universo donde se pudieraevadir el yugo y sustraer la cabeza al filo de la espada, con fre-cuencia mal manejada, que cada hombre vio perpetuamentesuspendida encima de su cabeza. Habiéndose convertido así elderecho civil en la regla común de todos los ciudadanos, la leynatural no se conservó sino entre las diversas sociedades, don-de, bajo el nombre de derecho de gentes, fue moderada poralgunas convenciones tácitas para hacer posible el comercio ysuplir a la conmiseración natural, la cual, perdiendo de socie-

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dad en sociedad casi toda la fuerza que tenía de hombre a hom-bre, no reside ya sino en algunas grandes almas cosmopolitasque franquean las barreras imaginarias que separan a los pue-blos y, a ejemplo del Ser soberano que las ha creado, abrazanen su benevolencia a todo el género humano.

Los cuerpos políticos, que siguieron entre sí en el estadonatural, no tardaron en sufrir los mismos inconvenientes quehabían forzado a los particulares a salir de él, y esta situaciónfue más funesta aún entre esos grandes cuerpos que antes entrelos individuos que los componían. De aquí salieron las guerrasnacionales, las batallas, los asesinatos, las represalias, quehacen estremecerse a la naturaleza y ofenden a la razón, y to-dos esos prejuicios horribles que colocan en la categoría de lasvirtudes el honor de derramar sangre humana. Las gentes máshonorables aprendieron a contar entre sus deberes el de dego-llar a sus semejantes; viose en fin a los hombres exterminarse amillares sin saber por qué, y en un solo día se cometían máscrímenes, y más horrores en el asalto de una sola ciudad, queno se hubieran cometido en el estado de naturaleza durantesiglos enteros y en toda la extensión de la tierra. Tales son losprimeros efectos que se observan de la división del génerohumano en diferentes sociedades. Volvamos a sus institucio-nes.

Yo sé que otros han atribuido diferentes orígenes a lassociedades políticas, como las conquistas del más fuerte o launión de los débiles; pero la elección entre estas causas es indi-ferente para lo que quiero dejar asentado. Sin embargo, la queyo he expuesto me parece la más natural por las siguientes ra-zones: Primera: Que, en el primer caso, el derecho de conquis-ta, no siendo un derecho, no ha podido servir de fundamento aotro alguno, pues el conquistador y los pueblos sometidos per-

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manecían siempre en estado de guerra, a menos que la nación,recobrada su plena libertad, no escogiera voluntariamente a suvencedor por su jefe; hasta entonces, sean cualesquiera las ca-pitulaciones que se hubiesen hecho, como sólo descansan sobrela violencia y, por consiguiente, son nulas por ese mismohecho, no puede haber, en esta hipótesis, ni verdadera socie-dad, ni cuerpo político, ni otra ley que la del más fuerte. Se-gunda: Que las palabras fuerte y débil son equívocas en el se-gundo caso; que en el intervalo entre el establecimiento delderecho de propiedad o del primer ocupante y la constituciónde gobiernos políticos, el sentido de esos términos es mejorexpresado por los de pobre y rico, porque, en efecto, un hom-bre no tenía antes de la implantación de las leyes otro medio desometer a sus iguales que el de atacar a sus bienes o el de darleparte de los suyos. Tercera: Que, no teniendo los pobres otracosa que perder sino su libertad, hubieran cometido una granlocura privándose voluntariamente del único bien que les que-daba para no ganar nada en el cambio; que, al contrario, sensi-bles los ricos, por así decir, en todas las partes de sus bienes,era mucho más fácil hacerles daño, por lo cual tenían que to-mar muchas más precauciones para protegerse; y que, por últi-mo, es razonable creer que una cosa ha sido inventada más bienpor aquellos a quienes beneficia que por los que con ella salenperjudicados.

El naciente gobierno no tuvo forma regular y constante.La falta de filosofía y de experiencia sólo dejaba ver las dificul-tades presentes, y no se pensaba en remediar las otras sino amedida que se presentaban. A pesar de todos los esfuerzos delos más sabios legisladores, el estado político permaneciósiempre imperfecto porque era en gran parte la obra del azar, y,mal empezado, al descubrirse con el tiempo sus defectos y su-

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gerir los remedios pertinentes, nunca pudieron corregirse losvicios de su constitución; se le reformaba sin cesar, cuandohubiera sido necesario empezar por renovar el aire y separar losviejos materiales, como hizo Licurgo en Esparta, para construiren su lugar un buen edificio.

La sociedad no consistió al principio más que en algunasconvenciones generales que todos los particulares se compro-metían a observar, de cuyo cumplimiento respondía la comuni-dad ante cada uno de ellos. Fue necesario que la experienciademostrara cuán débil era semejante constitución y cuán fácil alos infractores eludir la prueba o el castigo de las faltas de queel público sólo debía ser testigo y juez; fue preciso que los con-tratiempos y los desórdenes menudeasen continuamente, paraque al fin se pensara en confiar a algunos particulares el peli-groso depósito de la autoridad pública y se encargara a ciertosmagistrados el cuidado de hacer observar las deliberaciones delpueblo; pues decir que los jefes fueron elegidos antes de que laconfederación fuese hecha y que los ministros de la ley existie-ron antes que las leyes mismas, es una suposición que ni si-quiera es permitido combatir seriamente.

Tampoco sería muy razonable creer que los pueblos searrojaron desde el primer momento en brazos de un amo abso-luto, sin condiciones y para siempre, y que el primer medio deatender a la seguridad común imaginado por hombres arrogan-tes o indómitos haya sido precipitarse en la esclavitud. En efec-to: ¿por qué se han dado a sí mismos superiores si no es paraque los defendieran contra la opresión y protegieran sus bienes,sus libertades y sus vidas, que son, por así decir, los elementosconstitutivos de su ser? Ahora bien en las relaciones entre loshombres, lo peor que puede sucederle a uno es verse a discre-ción de otro; ¿no hubiera sido, pues, contra el buen sentido

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abandonar entre las manos de un jefe las únicas cosas para cu-ya conservación necesitaban su auxilio? ¿Qué equivalentehubiera podido ofrecer éste por la concesión de tan magníficoderecho? Y si hubiera osado exigirlo con el pretexto de defen-derlos, ¿no hubiese recibido inmediatamente la respuesta delapólogo: ¿Qué mal nos haría el enemigo? Es, pues, incontesta-ble, y tal es el precepto fundamental de todo derecho político,que los pueblos se han dado jefes para defender su libertad y nopara oprimirlos. Si tenemos un príncipe -decía Plinio a Trajano-es con el fin de que nos preserve de tener un amo.

Los políticos hacen sobre el amor de la libertad los mis-mos sofismas que los filósofos sobre el estado de naturaleza.Por las cosas que ven juzgan cosas muy distintas que no hanvisto, y atribuyen a los hombres una inclinación natural a laesclavitud por la paciencia con que soportan la suya aquellosque tienen ante los ojos, sin pensar que sucede con la libertadcomo con la inocencia y la virtud, cuyo valor no se conocemientras no se gozan, el gusto de las cuales desaparece tanpronto como se han perdido. «Conozco las delicias de tu país -dijo Brasidas a un sátrapa que comparaba la vida de Espartacon la de Persépolis-, pero tú no puedes conocer los placeresdel mío.»

Al modo como un indómito cerril eriza sus crines, hierela tierra con sus cascos y se debate impetuoso con sólo ver elfreno, mientras un caballo domado sufre pacientemente el láti-go y la espuela, el hombre bárbaro no dobla la cabeza al yugo,que el hombre civilizado soporta sin murmurar, y prefiere lamás agitada libertad a una tranquila sujeción. No es, pues, porenvilecimiento de los pueblos sometidos por lo que hay quejuzgar las disposiciones naturales de los hombres en pro o encontra de la servidumbre, sino por los prodigios que han hecho

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todos los pueblos libres para protegerse contra la opresión.Bien sé que los primeros no hacen más que alabar sin cesar lapaz y el reposo de que gozan entre sus hierros y que miserri-mam servitutens pacem appellant;33 pero cuando veo a losotros sacrificar los placeres, el reposo, las riquezas, el poderíoy hasta la vida misma para conservar ese bien único tan des-preciado por los que lo han perdido; cuando veo a unos anima-les nacidos libres y aborreciendo la sumisión romperse la cabe-za contra las rejas de su prisión; cuando veo a muchedumbresde salvajes completamente desnudos desdeñar las voluptuosi-dades europeas, desafiar el hambre, el fuego, el hierro y lamuerte solamente por conservar su independencia, pienso queno corresponde a los esclavos razonar sobre la libertad.

En cuanto a la autoridad paternal, de la cual han hechoderivar algunos el gobierno absoluto y aun la sociedad entera,sin recurrir a las pruebas contrarias de Locke y de Sidney, bastacon indicar que nada hay en el mundo tan lejos del espírituferoz del despotismo como la dulzura de esa autoridad, queatiende más al provecho de quien obedece que a la utilidad delque manda; que, por ley natural, el padre sólo es dueño del hijomientras éste necesita su ayuda; que después de este términoson iguales, y que entonces el hijo, perfectamente independien-te de su padre, sólo le debe respeto, mas no obediencia; porqueel reconocimiento es un deber que hay que cumplir, pero no underecho que se pueda exigir. En lugar de decir que la sociedadcivil se deriva del poder paternal, sería necesario decir, al con-trario, que es de ella de quien ese poder tiene su principal fuer-za. Un individuo no fue reconocido por el padre de varios sinocuando todos permanecieron a su lado. Los bienes del padre, delos cuales él es el verdadero dueño, son los lazos que mantie-nen a los hijos bajo su dependencia, y él puede no darles parte

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en la herencia sino en la medida en que lo hayan merecido porun contimio acatamiento de su voluntad. Ahora bien: lejos depoder esperar los súbditos favor semejante de su déspota, comole pertenecen ellos y las cosas que poseen, o al menos así lopretende aquél, se ven reducidos a recibir como un favor lo queles deja de sus propios bienes; hace justicia cuando los despoja;concede gracia cuando los deja vivir.

Continuando el examen de los hechos desde el punto devista del derecho, no se hallaría más solidez que veracidad enla implantación voluntaria de la tiranía, y sería difícil demostrarla validez de un contrato que sólo obligaría a una de las partes,en el cual se pondría todo de un lado y nada del otro y que sóloredundaría en perjuicio del contrayente. Este odioso sistemaestá muy lejos de ser; aun hoy día, el de los monarcas sabios ybuenos, como puede verse en diversos pasajes de sus edictos, yparticularmente en el siguiente, de un célebre escrito publicadoen 1667 en nombre y por orden de Luis XIV: «No se diga,pues, que el soberano no se halla sujeto a las leyes de su Esta-do, puesto que la proposición contraria es una verdad del dere-cho de gentes, que la lisonja ha atacado algunas veces, peroque los buenos príncipes han defendido siempre como una di-vinidad tutelar de su Estado. ¡Cuánto más legítimo es decir conel sabio Platón que la perfecta felicidad de un reino consiste enque el príncipe sea obedecido de sus súbditos, que él obedezcaa la ley y que la ley sea recta y encaminada siempre al bienpúblico!”34 No me detendré a averiguar si, siendo la libertad lamás noble de las facultades del hombre, no es degradar su natu-raleza ponerse al nivel de las bestias, esclavas de su instinto, yaun ofender al mismo Autor de sus días, el renunciar sin reser-va al más precioso de todos sus dones, el someterse a cometertodos los crímenes que El nos prohíbe, por complacer a un amo

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feroz e insensato, y si aquel Obrero sublime debe sentirse másirritado al ver destruir o al ver deshonrar su obra más hermosa.No apelaré, si se quiere, a la autoridad de Barbeyrac, que decla-ra netamente, según Locke, que nadie puede vender su libertadhasta someterse a un poder arbitrario que lo trata a su capricho,porque -añade- sería vender su propia vida, de la cual uno noes dueño. Preguntaré solamente con qué derecho aquellos queno temen envilecerse a sí mismos hasta ese punto han sometidosu posteridad a la misma ignominia y han renunciado por ella aunos bienes que ésta no debe a su liberalidad y sin los cuales lavida misma es una carga para todos aquellos que son dignos deella.

Puffendorff 35 dice que, del mismo modo que una personatransfiere a otra sus bienes por medio de convenciones y con-tratos, de igual manera puede despojarse de su libertad en favorde alguno. Me parece un malísimo razonamiento, porque, enprimer lugar, los bienes que yo enajeno se convierten para míen cosa completamente extraña, cuyo abuso me es indiferente;pero me importa mucho que no se abuse de mi libertad, y yo nopuedo, sin hacerme culpable del daño que se me obligará ahacer, exponerme a ser instrumento del crimen. En segundolugar, siendo el derecho de propiedad de institución humana,cada uno puede disponer a su antojo de aquello que posee; perono sucede lo mismo con los dones esenciales de la naturaleza,como la vida y la libertad, de los cuales le está permitido a cadauno gozar, mas de los que, al menos es dudoso, nadie tiene elderecho de despojarse. Renunciando a la libertad se degrada elser; renunciando a la vida, se le aniquila en cuanto depende deuno mismo; y como ningún bien temporal puede compensar lafalta de una o de otra, sería ofender al mismo tiempo a la natu-raleza y a la razón renunciar a aquéllas a cualquier precio que

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fuera. Pero aunque se pudiera enajenar la libertad como losbienes propios, la diferencia sería muy grande en cuanto a loshijos, que no disfrutan de los bienes del padre sino por latransmisión de su derecho, mientras que siendo la libertad undon que han recibido de la naturaleza en su calidad de hom-bres, sus progenitores no tienen ningún derecho a despojarlosde ella; de suerte que, de igual manera que hubo de violentarsea la naturaleza para implantar la esclavitud, así ha sido precisocambiarla para perpetuar ese derecho, y los jurisconsultos quedecidieron gravemente que el hijo de una esclava nacería es-clavo resolvieron, en otros términos, que un hombre no nacehombre.

Me parece cierto, pues, que no sólo los gobiernos no hanempezado por el poder arbitrario, que no es sino su corrupción,su último extremo, y que los lleva en fin a la ley única del másfuerte, de la cual fueron al principio su remedio, sino que, aun-que hubieran efectivamente empezado de ese modo, tal poder,siendo por naturaleza ilegítimo, no ha podido servir de funda-mento a las leyes de la sociedad ni, por consiguiente, a la des-igualdad de estado.

Sin entrar hoy en las investigaciones que están por hacertodavía sobre la naturaleza del pacto fundarnental de todo go-bierno, me limito, siguiendo la opinión común, a consideraraquí la fundación del cuerpo político como un verdadero con-trato entre los pueblos y los jefes que eligió para su gobierno,contrato por el cual se obligan las dos partes a la observaciónde las leyes que en él se estipulan y que constituyen los víncu-los de su unión. Habiendo el pueblo, a propósito de las relacio-nes sociales, reunido todas sus voluntades en una sola, todoslos artículos en que se expresa esa voluntad son otras tantasleyes fundamentales que obligan a todos los miembros del Es-

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tado sin excepción, una de las cuales determina la elección y elpoder de los magistrados encargados de velar por la ejecuciónde las otras. Este poder se extiende a todo lo que puede mante-ner la constitución, pero no alcanza a poder cambiarla. Se aña-den además los honores que hacen respetables las leyes y losmagistrados, y para éstos personalmente, prerrogativas que loscompensan de los penosos trabajos que cuesta una buena ad-ministración. El magistrado, a su vez, obligase a no usar el po-der que le ha sido confiado sino conforme a la intención de susmandatarios, a mantener a cada uno en el tranquilo disfrute deaquello que le pertenece, y a anteponer en toda ocasión la útili-dad pública a su interés privado.

Antes de que la experiencia hubiese demostrado o que elconocimiento del corazón humano hubiera hecho prever losinevitables abusos de semejante constitución, debió parecertanto más excelente cuanto que aquellos que estaban encarga-dos de velar por su conservación eran los más interesados enello; pues como la magistratura y sus derechos descansabansolamente sobre las leyes fundamentales, si éstas eran destruí-das los magistrados dejaban de ser legítimos y el pueblo dejabade deberles obediencia, y como la esencia del Estado no estaríaconstituida por el magistrado, sino por la ley, cada cual reco-braría de derecho su libertad natural.

Por poco que se reflexionara atentamente, esto se hallar-ía confirmado por nuevas razones, y por la naturaleza del con-trato se vería que éste no podría ser irrevocable; porque si noexistía un poder superior que pudiera responder de la fidelidadde los contratantes ni forzarlos a cumplir sus compromisosrecíprocos, las partes serían los únicos jueces de su propia cau-sa y cada una tendría siempre el derecho de rescindir el contra-to tan pronto como advirtiera que la otra infringía las condicio-

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nes, o bien cuando éstas dejaran de convenirle. Sobre este prin-cipio parece que puede estar fundado el derecho de abdicar.Ahora bien: a no considerar, como hacemos nosotros, más quela constitución humana, si el magistrado, que detenta, todo elpoder y se apropia todas las ventajas del contrato, tenía el dere-cho de renunciar a la autoridad, con mayor razón el pueblo, quepaga todos los errores de sus jefes, debía tener el derecho derenunciar a la dependencia. Pero las terribles disensiones, losdesórdenes sin fin que traería consigo un poder tan peligroso,demuestran más que ningana otra cosa cómo los gobiernoshumanos necesitaban una base más sólida que la sola razón ycómo era necesario a la tranquilidad pública que interviniera lavoluntad divina para dar a la autoridad soberana un caráctersagrado e inviolable que privara a los súbditos del funesto de-recho de disponer de esa autoridad. Aunque la religión nohubiera producido a los hombres más que este bien, sería sufi-ciente para que todos la amaran y la adoptaran, aun con susabusos, puesto que ahorra mucha más sangre que la derramadapor el fanatismo. Pero sigamos el hilo de nuestra hipótesis.

Las diversas formas de gobierno deben su origen a lasdiferencias más o menos grandes que existían entre los particu-lares en el momento de su institución. ¿Había un hombre emi-nente en poder, en virtud, en riqueza o en crédito? Ese solo fueelegido magistrado, y el Estado fue monárquico. ¿Había algu-nos, aproximadamente iguales entre sí, que excedieran a todoslos demás? Fueron elegidos conjuntamente, y hubo una aristo-cracia. Aquellos cuya fortuna o cuyos talentos eran menos des-proporcionados y que menos se habían apartado del estado na-tural guardaron en común la administración suprema y consti-tuyeron una democracia. El tiempo experimentó cuál de esasformas era la más ventajosa para los hombres. Unos quedaron

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sometidos únicamente a las leyes; otros bien pronto obedecie-ron a los amos. Los ciudadanos quisieron guardar su libertad;los súbditos sólo pensaron en arrebatársela a sus vecinos nopudiendo sufrir que otros gozaran un bien que no disfrutabanellos mismos. En una palabra: en un lado estuvieron las rique-zas y las conquistas; en otro, la felicidad y la virtud.

En estos diversos gobiernos todas las magistraturas fue-ron al principio electivas, y cuando la riqueza no la obtenía, lapreferencia era otorgada al mérito, que concede un ascendientenatural, y a la edad, que da la experiencia en los asuntos y lasangre fría en las deliberaciones. Los ancianos entre los hebre-os, los gerontes de Esparta, el senado de Roma y la misma eti-mología de nuestra palabra seigneur 36 demuestran cuán respe-tada era en otro tiempo la vejez. Cuanto más recaía el nombra-miento en hombres de edad avanzada más frecuentes eran laselecciones y las dificultades se hacían sentir más. Se introduje-ron las intrigas, se formaron las facciones, se agriaron los par-tidos, se encendieron las guerras civiles; en fin, la sangre de losciudadanos fue sacrificada al pretendido honor del Estado, yhalláronse los hombres en vísperas de recaer en la anarquía delos tiempos pasados. La ambición de los poderosos aprovechóestas circunstancias para perpetuar sus cargos en sus familias;el pueblo, acostumbrado ya a la dependencia, al reposo y a lascomodidades de la vida, incapacitado ya para romper sus hie-rros, consintió la agravación de su servidumbre para asegurarsu tranquilidad. Así, los jefes, convertidos en hereditarios, em-pezaron a considerar su magistratura como un bien de familia,a mirarse a sí mismos como propietarios del Estado, del cual noeran al principio sino los empleados; a llamar esclavos a susconciudadanos; a contarlos, como sí fueran animales, en el

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número de las cosas que les pertenecían, y a llamarse a sí mis-mos iguales de los dioses y reyes de reyes.

Si seguimos el progreso de la desigualdad a través de es-tas diversas revoluciones, hallaremos que el establecimiento dela ley y del derecho de propiedad fue su primer término; el se-gundo, la institución de la magistratura; el tercero y último, lamudanza del poder legítimo en poder arbitrario; de suerte queel estado de rico y de pobre fue autorizado por la primer época;el de poderoso y débil, por la segunda; y por la tercera, el deseñor y esclavo, que es el último grado de la desigualdad y eltérmino a que conducen en fin todos los otros, hasta que nuevasrenovaciones disuelven por completo el gobierno o le retrotra-en a su forma legítima.

Para comprender la necesidad de ese progreso no es ne-cesario considerar tanto los motivos de la fundación del cuerpopolítico como la forma que toma en su realización y los incon-venientes que después suscita, pues los vicios que hacen nece-sarias las instituciones sociales son los mismos que hacen in-evitable el abuso; y como, exceptuada solamente Esparta, don-de la ley velaba principalmente por la educación de los niños,donde Licurgo estableció costumbres que casi le dispensabande promulgar leyes, éstas, en general, menos fuertes que laspasiones, contienen a los hombres pero no los cambian, seríafácil demostrar que todo gobierno que, sin corromperse ni alte-rarse, procediera siempre exactamente según el fin de su exis-tencia, habría sido instituido sin necesidad, y que un país enque nadie eludiera el cumplimiento de las leyes ni nadie abusa-ra de la magistratura no tendría necesidad ni de magistrados nide leyes.

Las distinciones políticas engendran necesariamente lasdiferencias civiles. La desigualdad, creciendo entre el pueblo y

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sus jefes, bien pronto se deja sentir entre los particulares, modi-ficándose de mil maneras, según las pasiones, los talentos y lascircunstancias. El magistrado no podría usurpar un poder ilegí-timo sin rodearse de criaturas a su hechura, a las cuales tieneque ceder una parte. Por otro lado, los ciudadanos no se dejanoprimir sino arrastrados por una ciega ambición, y, mirandomás hacia el suelo que hacia el cielo, la dominación les parecemejor que la independencia, y consienten llevar cadenas parapoder imponerlas a su vez. Es muy difícil someter a la obe-diencia a aquel que no busca mandar, y el político más astutono hallaría el modo de sojuzgar a unos hombres que sólo qui-sieran conservar su libertad. Pero la desigualdad se extiende sintrabajo entre las almas ambiciosas y viles, dispuestas siempre acorrer los riesgos de la fortuna y a dominar u obedecer casiindiferentemente, según que la fortuna les sea favorable o ad-versa. Así, sucedió que pudo llegar un tiempo en que el puebloestaba de tal modo fascinado, que sus conductores no teníanmás que decir al más ínfimo de los hombres «¡sé grande tú ytoda tu raza!», para que al instante pareciese grande a todo elmundo y a sus propios ojos y sus descendientes se elevaran amedida que se alejaban de él; cuanto más lejana e incierta erala causa, más aumentaba el efecto; cuantos más holgazanespodían contarse en una familia, más ilustre era.

Si fuera éste el lugar de entrar en tales detalles, explicar-ía fácilmente cómo, aunque no intervenga el gobierno, la des-igualdad de consideración y de autoridad es inevitable entreparticulares 37 tan pronto como, reunidos en una sociedad, seven forzados a compararse entre sí y a tener en cuenta las dife-rencias que encuentran en el trato continuo y recíproco. Estasdiferencias son de varias clases; pero como, en general, la ri-queza, la nobleza, el rango, el poderío o el mérito personal son

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las distinciones principales por las cuales se mide a los hom-bres en la sociedad, probaría que la armonía o el choque deestas fuerzas diversas constituyen la indicación más segura deun Estado bien o mal constituido; haría ver que entre estas cua-tro clases de desigualdad, como las cualidades personales sonel origen de todas las demás, la riqueza es la última y a la cualse reducen al cabo las otras, porque, como es la más inmedia-tamente útil al bienestar y la más fácil de comunicar, de ella sesirven holgadamente los hombres para comprar las restantes,observación que permite juzgar con bastante exactitud en quémedida se ha apartado cada pueblo de su constitución primitivay el camino que ha recorrido hacia el extremo límite de la co-rrupción. Señalaría de qué manera ese deseo universal de repu-tación, de honores y prerrogativas que a todos nos devora, ejer-cita y contrasta los talentos y las fuerzas, cómo excita y multi-plica las pasiones y cómo al convertir a todos los hombres enconcurrentes, rivales o, mejor, enemigos, origina a diario des-gracias, triunfos y catástrofes de toda especie haciendo correrla misma pista a tantos pretendientes. Demostraría que a esteardiente deseo de notabilidad, que a este furor de sobresalir quenos mantiene en continua excitación, debemos lo que hay demejor y peor entre los hombres, nuestras virtudes y nuestrosvicios, nuestras ciencias y nuestros errores, nuestros conquista-dores y filósofos; es decir, una multitud de cosas malas y unescaso número de buenas. Probaría, en fin, que si se ve a unpuñado de poderosos y ricos en la cima de las grandezas y de lafortuna, mientras la muchedumbre se arrastra en la obscuridady en la miseria, es porque los primeros no aprecian las cosas deque disfrutan sino porque los otros están privados de ellas, yque, sin cambiar de situación, dejarían de ser dichosos si elpueblo dejara de ser miserable.

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Pero todos estos detalles constituirían por sí solos la ma-teria de una obra considerable en la cual se pesaran las ventajase inconvenientes de toda forma de gobierno con relación alestado natural y en la que se descubrieran los diferentes aspec-tos bajo los cuales se ha manifestado hasta hoy la desigualdady podría manifestarse en los siglos futuros según la naturalezade los gobiernos y las mudanzas que el tiempo introducirá enellos necesariamente. Se vería a la multitud oprimida en el in-terior por una serie de medidas que ella misma había adoptadopara protegerse contra las amenazas del exterior; se vería agra-varse continuamente la opresión sin que los oprimidos pudieransaber nunca cuándo tendría término ni qué medio legítimo lesquedaba para detenerla; veríanse los derechos de los ciudada-nos y las libertades nacionales extinguirse poco a poco, y lasreclamaciones de los débiles tratadas de murmullos de sedicio-sos; veríase a la política restringir el honor de defender la causacomún a una porción mercenaria del pueblo, de donde se veríasalir la necesidad de impuestos, y al labrador agobiado abando-nar su campo, aun en tiempo de paz, y dejar el arado para ceñirla espada; veríanse nacer las funestas y caprichosas reglas delhonor; veríanse a los defensores de la patria mudarse tarde otemprano en sus enemigos y tener sin cesar un puñal alzadosobre sus conciudadanos, y llegaría un tiempo en que se oiría aéstos decir al opresor de su país:

Pectore si fratris gladium juguloque parentisCondere me jubeas, gravidaeque in viscera partuConjugis, invita peragam tamen omnia dextra.38

LUCANO, lib. I, v. 376.

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De la extrema desigualdad de las condiciones y de lasfortunas; de la diversidad de las pasiones y de los talentos; delas artes inútiles, de las artes perniciosas, de las ciencias frívo-las, saldría muchedumbre de prejuicios igualmente contrarios ala razón, a la felicidad y a la virtud; veríase a los jefes fomen-tar, desuniéndolos, todo lo que puede debilitar a hombres uni-dos, todo lo que puede dar a la sociedad un aspecto de concor-dia aparente y sembrar im germen de discordia real, todo cuan-to puede inspirar a los diferentes órdenes una desconfianzamutua y un odio recíproco por la oposición de sus derechos yde sus intereses, y fortificar por consiguiente el poder que loscontiene a todos.

Del seno de estos desórdenes y revoluciones, el despo-tismo, levantando por grados su odiosa cabeza y devorandocuanto percibiera de bueno y de sano en todas las partes delEstado, llegaría en fin a pisotear las leyes y el pueblo y a esta-blecerse sobre las ruinas de la república. Los tiempos que pre-cedieran a esta última mudanza serían tiempos de trastornos y,calamidades; mas al cabo todo sería devorado por el monstruo,y los pueblos ya no tendrían ni jefes ni leyes, sino tiranos. Des-de este instante dejaría de hablarse de costumbres y de virtud,porque donde reina el despotismo, cui ex honesto nulla estspes39 no sufre ningún otro amo; tan pronto como habla, no hayprobidad ni deber alguno que deba ser consultado, y la másciega obediencia es la única virtud que les queda a los esclavos.

Éste es el último término de la desigualdad, el punto ex-tremo que cierra el círculo y toca el punto de donde hemos par-tido. Aquí es donde los particulares vuelven a ser iguales, por-que ya no son nada y porque, como los súbditos no tienen másley que la voluntad de su señor, ni el señor más regla que suspasiones, las nociones del bien y los principios de la justicia se

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desvanecen de nuevo; aquí todo se reduce a la sola ley del másfuerte, y, por consiguiente, a un nuevo estado de naturalezadiferente de aquel por el cual hemos empezado, en que esteúltimo era el estado natural en su pureza y otro es el fruto de unexceso de corrupción. Pero tan poca diferencia hay, por otraparte, entre estos dos estados, y de tal modo el contrato de go-bierno ha sido aniquilado por el despotismo, que el déspotasólo es el amo mientras es el más fuerte, no pudiendo reclamarnada contra la violencia tan pronto como es expulsado. Elmotín que acaba por estrangular o destrozar al sultán es un actotan jurídico como aquellos por los cuales él disponía la vísperamisma de las vidas y de los bienes de sus súbditos. Sólo lafuerza le sostenía; la fuerza sola le arroja. Todo sucede de esemodo conforme al orden natural, y cualquiera que sea el sucesode estas cortas y frecuentes revoluciones, nadie puede quejarsede la injusticia de otro, sino solamente de su propia impruden-cia o de su infortunio.

Descubriendo y recorriendo los caminos olvidados quehan debido de conducir al hombre del estado natural al estadocivil; restableciendo, junto con las posiciones intermedias queacabo de señalar, las que el tiempo que me apremia me hahecho suprimir o la imaginación no me ha sugerido, el lectoratento quedará asombrado del espacio inmenso que separa esosdos estados. En esta lenta sucesión de cosas hallará la soluciónde una infinidad de problemas de moral y de política que losfilósofos no pueden resolver. Viendo que el género humano deuna época no era el mismo que el de otra, comprenderá la razónpor la cual Diógenes no encontraba al hombre que buscaba, yes porque buscaba un hombre de un tiempo que ya no existía.Catón, pensará, pereció con Roma y la libertad porque no erahombre de su siglo, y el más grande entre los hombres no hizo

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más que asombrar a un mundo que hubiera gobernado quinien-tos años antes. En una palabra: explicará cómo el alma y laspasiones humanas, alterándose insensiblemente, cambian, porasí decir, de naturaleza; por qué nuestras necesidades y nues-tros placeres mudan de objetos con el tiempo; por qué, desapa-reciendo por grados el hombre natural, la sociedad no aparece alos ojos del sabio más que como un amontonamiento de hom-bres artificiales y pasiones ficticias, que son producto de todasesas nuevas relaciones y que carecen de un verdadero funda-mento en la naturaleza.

Lo que la reflexión nos enseña sobre todo eso, la obser-vación lo confirma plenamente: el hombre salvaje y el hombrecivilizado difieren de tal modo por el corazón y por las inclina-ciones, que aquello que constituye la felicidad suprema de unoreduciría al otro a la desesperación. El primero sólo disfruta delreposo y de la libertad, sólo pretende vivir y permanecer ocio-so, y la ataraxia misma del estoico no se aproxima a su profun-da indiferencia por todo lo demás. El ciudadano, por el contra-rio, siempre activo, suda, se agita, se atormenta incesantementebuscando ocupaciones todavía más laboriosas; trabaja hasta lamuerte, y aun corre a ella para poder vivir, o renuncia a la vidapara adquirir la inmortalidad; adula a los poderosos, a quienesodia, y a los ricos, a quienes desprecia, y nada excusa para con-seguir el honor de servirlos; alábase altivamente de su protec-ción y se envanece de su bajeza; y, orgulloso de su esclavitud,habla con desprecio de aquellos que no tienen el honor decompartirla. ¡Qué espectáculo para un caribe los trabajos peno-sos y envidiados de un ministro europeo! ¡Cuántas cruelesmuertes preferiría este indolente salvaje al horror de semejantevida, que frecuentemente ni siquiera el placer de obrar biendulcifica! Mas para que comprendiese el objeto de tantos cui-

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dados sería necesario que estas palabras de poderío y reputa-ción tuvieran en su espíritu cierto sentido; que supiera que hayuna especie de hombres que tienen en mucha estima las mira-das del resto del mundo, que saben ser felices y estar contentosde sí mismos guiándose más por la opinión ajena que por lasuya propia. Tal es, en efecto, la verdadera causa de todas esasdiferencias; el salvaje vive en sí mismo; el hombre sociable,siempre fuera de sí, sólo sabe vivir según la opinión de los de-más, y, por así decir, sólo del juicio ajeno deduce el sentimien-to de su propia existencia. No entra en mi objeto demostrarcómo nace de tal disposición la indiferencia para el bien y parael mal, al tiempo que se hacen tan bellos discursos de moral;cómo, reduciéndose todo a guardar las apariencias, todo seconvierte en cosa falsa y fingida: honor, amistad, virtud, y fre-cuentemente hasta los mismos vicios, de los cuales se halla alfin el secreto de glorificarse; cómo, en una palabra, preguntan-do a los demás lo que somos y no atreviéndonos nunca a inter-rogarnos a nosotros mismos, en medio de tanta filosofía, detanta humanidad, de tanta civilización y máximas sublimes,sólo tenemos un exterior frívolo y engañoso, honor sin virtud,razón sin sabiduría y placer sin felicidad. Tengo suficiente conhaber demostrado que ése no es el estado original del hombre yque sólo el espíritu de la sociedad y la desigualdad que éstaengendra mudan y alteran todas nuestras inclinaciones natura-les.

He intentado explicar el origen y el desarrollo de la des-igualdad, la fundación y los abusos de las sociedades políticas,en cuanto estas cosas pueden deducirse de la naturaleza delhombre por las solas luces de la razón e independientemente delos dogmas sagrados, que otorgan a la autoridad soberana lasanción del derecho divino. De esta exposición se deduce que

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la desigualdad, siendo casi nula en el estado de naturaleza, de-be su fuerza y su acrecentamiento al desarrollo de nuestras fa-cultades y a los progresos del espíritu humano y se hace al cabolegítima por la institución de la propiedad y de las leyes. Dedú-cese también que la desigualdad moral, autorizada únicamentepor el derecho positivo, es contraria al derecho natural siempreque no concuerda en igual proporción con la desigualdad física,distinción que determina de modo suficiente lo que se debepensar a este respecto de la desigualdad que reina en todos lospueblos civilizados, pues va manifiestamente contra la ley de lanaturaleza, de cualquier manera que se la defina, que un niñomande sobre un viejo, que un imbécil dirija a un hombre dis-creto y que un puñado de gentes rebose de cosas superfluasmientras la multitud hambrienta carece de lo necesario. ■

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NOTAS

1 Refiere Herodoto que después del asesinato del falso Esmer-dis, habiéndose reunido los siete libertadores de Persia paradeliberar sobre la forma de gobierno que darían al Estado, Ota-nes se manifestó decididamente por la república, opinión ex-traordinaria en boca de un sátrapa, pues, aparte la pretensiónque tuviera del trono, los poderosos temen más que a la muerteun sistema de gobierno que los fuerce a respetar a los hombres.Como puede suponerse, Otanes no fue escuchado, y viendo quese iba a proceder a la elección de un monarca, él, que no queríani obedecer ni mandar, cedió voluntariamente a los otros suderecho a la corona, pidiendo por toda compensación ser libree independiente, él y toda su posteridad, lo que le fue concedi-do. Aunque Herodoto no nos dijera cuál fue la restricción quese le puso a ese privilegio, sería necesario suponerla; de otromodo, Otanes, no reconociendo ninguna especie de ley y noteniendo que rendir cuentas a nadie, habría sido omnipotente ymás poderoso que el mismo rey. Pero no es presumible que unhombre capaz de contentarse en tal caso con semejante privile-gio fuera capaz de abusar de él. En efecto: no se ha visto queese derecho haya causado nunca ninguna perturbación en elreino, ni por parte del sabio Otanes ni por parte de sus descen-dientes.

2 Tarquino el Soberbio (Lucius Tarquinius Superbus), séptimoy último rey de Roma. Según la tradición, Tarquino consiguióser nombrado rey por la violencia y el asesinato, y su reinado

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fue una oprobiosa tiranía. Su hijo Sexto violó a Lucrecia, mujerde Colatino, sobrino de Tarquino el Soberbio. Colatino y suamigo Bruto juraron vengar el ultraje, y consiguieron que Tar-quino fuera destronado y su familia desterrada. Tarquino huyóde Roma y fue proclamada la República hacia el año 509 a. deJ. C.

3 Desde mi primer paso me apoyo confiadamente en una deesas autoridades respetables para los filósofos, porque proce-den de una razón sólida y sublime que ellos solos saben hallary comprender.

«Por mucho interés que tengamos en conocernos a nosotrosmismos, yo no sé si no conocemos mejor aquello que no so-mos. Provistos por la naturaleza de órganos destinados única-mente a nuestra conservación, sólo los empleamos en recibirlas impresiones exteriores; tratamos solamente de exteriorizar-nos, de existir fuera de nosotros. Demasiado ocupados en mul-tiplicar las funciones de nuestros sentidos y aumentar la dimen-sión exterior de nuestro ser, raramente hacemos uso de ese sen-tido interior que nos reduce a nuestras verdaderas dimensionesy que separa de nosotros lo que nos es extraño. Sin embargo,de este sentido tenemos que servirnos si queremos conocernos;él es el único por el cual podemos juzgarnos. Pero, ¿cómo dar aese sentido toda su actividad y toda su extensión?; ¿cómo apar-tar nuestra alma, en la cual reside, de todas las ilusiones denuestro espíritu? Hemos perdido el hábito de emplearla; hapermanecido sin ejercicio en medio del tumulto de nuestrassensaciones corporales y se ha desecado por el fuego de nues-tras pasiones; el corazón, el espíritu, los sentidos, todo ha tra-

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bajado contra ella.» (HIST. NAT., De la naturaleza del hom-bre.)

4 He aquí en qué términos estaba concebida la cuestión pro-puesta por la Academia de Dijon: Cuál es el origen de la des-igualdad entre los hombres y si está autorizada por la ley na-tural.

El DISCURSO de Rousseau no obtuvo el premio, que fueconcedido a un abate Talbert.

5 «Aprende lo que Dios quiso que fueses y en qué puesto te hacolocado dentro de la sociedad.»

6 Nombre de un paseo de Atenas donde, paseándose, dabaAristóteles sus lecciones. Por eso se los llamó a él y a susdiscípulos «peripatéticos», palabra originaria del verbo griego

[peripatéo] «pasear».

7 . Los cambios que ha podido determinar en la conforma-ción del hombre la larga costumbre de andar en dos pies, lassemejanzas que se observan todavía entre sus brazos y las patasanteriores de los cuadrúpedos, y la consecuencia sacada de sumodo de andar, han podido sugerir dudas sobre cuál podía seren nosotros el más natural. Todos los niños empiezan por andara cuatro pies, y necesitan de nuestro ejemplo y de nuestras lec-ciones para aprender a sostenerse de pie. Hay incluso pueblossalvajes, como los hotentotes, que, abandonando casi por com-pleto a sus hijos, los dejan andar tanto tiempo con las manos,que luego apenas pueden enderezarlos. Igual sucede con loshijos de los caribes. Hay además varios ejemplos de hombrescuadrúpedos, y yo puedo citar, entre otros, el de un niño halla-

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do en 1344 cerca de Hesse, donde había sido alimentado porlobos, y que después decía, en la corte del príncipe Enrique,que si sólo hubiera tenido que contar con su deseo, hubiesepreferido volver entre ellos que vivir entre los hombres. De talmodo se había habituado a caminar como aquellos animales,que fue preciso ponerle piezas de madera que le obligaban atenerse derecho y en equilibrio sobre sus dos pies. Lo mismoocurrió con el niño hallado en 1604 en los bosques de Lituaniay que vivía entre los osos. No daba, dice Condillac, ningunamuestra de razón; andaba con pies y manos, carecía de lenguajearticulado y sólo profería unos sonidos que en nada se parecíana los de un hombre. El pequeño salvaje de Hannóver que hacevarios años fue conducido a la corte de Inglaterra pasaba laspenas del Purgatorio para acostumbrarse a caminar en dos pies,y en 1719 se encontró en los Pirineos a otros dos salvajes quecorrían por las montañas como cuadrúpedos. En cuanto a laobjeción que podía hacerse de que eso es privarle del uso de lasmanos, con las cuales tantas ventajas obtenemos, además deque el ejemplo de los monos demuestra que la mano puedeemplearse de dos maneras, eso probaría solamente que el hom-bre puede dar a sus miembros un empleo más cómodo que elde la naturaleza y no que la naturaleza haya destinado al hom-bre a andar de modo distinto al que ella le enseña.

Pero me parece que hay mejores razones para sostener queel hombre es bípedo. En primer lugar, aunque se demostraraque pudo estar al principio conformado de manera distinta acomo hoy le vemos, y transformarse luego como es, eso nosería suficiente para afirmar que haya sucedido así, porque,después de haber demostrado la posibilidad de ese cambio,sería preciso todavía, antes de admitirlo, demostrar su verosi-militud. Además, si los brazos del hombre parecen haber podi-

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do servirle de piernas en caso necesario, ésa es la única obser-vación favorable a esa hipótesis, contra gran número de otrasque la contradicen. Las principales son que, dada la maneracomo el hombre tiene unida la cabeza al cuerpo, en lugar dedirigir su mirada horizontalmente, como todos los demás ani-males, y como él mismo la dirige andando de pie, hubiera teni-do los ojos, caminando a cuatro pies, directamente fijadoshacia el suelo, situación muy poco favorable para la conserva-ción del individuo; que la cola, de que carece y que para nadanecesita marchando a dos pies, es útil a los cuadrúpedos, nin-guno de los cuales está privado de ella; que los senos de la mu-jer, perfectamente colocados para un bípedo que tiene que teneren brazos a su hijo, estarían tan mal en un cuadrúpedo, queninguno los tiene de esa manera; que siendo las piernas de unaexcesiva altura en proporción con los brazos, por lo cual nosarrastramos sobre las rodillas si andamos a cuatro pies, hubierahecho del hombre un animal desproporcionado y de incómodoandar; que si hubiera sentado el pie como las manos, de plano,hubiese tenido en la pierna una articulación menos, que losotros animales, a saber, la que une el metatarsiano con la tibia,y que pisando sólo con la punta del pie, como parece hubieratenido que hacer, el tarso, sin hablar de los muchos huesos quelo componen, parece demasiado grande para ocupar el lugar delmetatarsiano, y sus articulaciones con el metatarso y la tibiademasiado aproximadas para dar a la pierna humana en estasituación la misma flexibilidad que tienen las de los cuadrúpe-dos. El ejemplo de los niños tomado en una edad en que lasfuerzas naturales no están aún desarrolladas ni los miembrosfortalecidos, nada dice, pues también podría decir yo que losperros no están destinados a caminar porque sólo se arrastranalgunas semanas después de su nacimiento. Los hechos parti-culares tienen todavía poca fuerza contra la práctica universalde todos los hombres, incluso de naciones que, por no habertenido con otras ninguna comunicación, nada podrían haber

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imitado de ellas. Un niño abandonado en un bosque antes deque pudiera andar y amamantado por una bestia seguirá elejemplo de su nodriza ejercitándose en andar como ella; la cos-tumbre le dará facilidades que no habrá recibido de la naturale-za, y así como ciertos mancos llegan a fuerza de ejercicios apoder hacer con los pies todo lo que hacemos con nuestras ma-nos, llegará en fin a emplear las manos como los pies.

8 Si se hallase entre mis lectores algún físico bastante malopara ponerme reparos sobre la suposición de esta fertilidad na-tural de la tierra, me adelanto a contestarlo con el siguientepasaje:

«Como los vegetales sacan para su nutrición mucha mássubstancia del aire y del agua que de la tierra, sucede que alpudrirse devuelven a la tierra más que de ella han sacado; porotra parte, los bosques atraen las lluvias deteniendo los vapo-res. Así, en un bosque que se conservara virgen largo tiempo,la capa de tierra que sirve para la vegetación aumentaría consi-derablemente; pero como los animales restituyen a la tierramenos de lo que sacan de ella y los hombres consumen enor-mes cantidades de madera para el fuego y otros usos, se deduceque la capa de tierra vegetal de un país habitado debe disminuircontinuamente y convertirse en fin en un terreno como el de laArabia Pétrea y tantas otras provincias de Oriente, que es, enefecto, el clima habitado desde tiempo más remoto y en el quesólo se encuentra sal y arena, porque la sal fija de las plantas yanimales queda, mientras las otras partes se volatilizan.»(HIST. NAT., Pruebas de la teoría de la tierra, art. 7.º)

Puede añadirse a esto la prueba práctica de la cantidad deárboles y plantas de todo género de que estaban cubiertas casitodas las islas desiertas descubiertas en estos últimos siglos y el

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hecho que refiero la historia de los inmensos bosques taladospor toda la tierra a medida que se poblaba o civilizaba. Sobreesto hará todavía las tres observaciones siguientes: la primera,que si hay una especie de vegetales que pueden compensar elconsumo de materia vegetal hecho por los animales, según elrazonamiento de Buffón, son los árboles especialmente, cuyascopas y hojas atraen y se apropian mayor cantidad de agua y devapores que las otras plantas; la segunda, que la destrucción delsuelo, es decir, de la substancia necesaria para la vegetación,debe acelerarse en la proporción en que la tierra es más culti-vada, y que los habitantes más industriosos consumen en ma-yor abundancia sus productos de toda especie; la tercera y lamás importante observación es que los frutos de los árbolesproporcionan al animal una alimentación más abundante quelos demás vegetales, experiencia que he hecho yo mismo com-parando los productos de dos terrenos iguales en extensión ycalidad, uno cubierto de castaños y el otro sembrado de trigo.

9 Entre los cuadrúpedos, las dos distinciones más universalesde las especies veraces se derivan, una, de los dientes, y la otra,de la conformación del intestino. Los animales que sólo vivende vegetales tienen todos los dientes planos, como el caballo, elbuey, el, carnero, la liebre; pero los voraces los tienen puntia-gudos, como el gato, el perro, el lobo, el zorro. En cuanto a losintestinos, los frugívoros tienen algunos, como el colon, que nose encuentran en los animales voraces. Parece, pues, que elhombre, que tiene los dientes y los intestinos como los anima-les frugívoros, debía ser naturalmente clasificado en esta clase,y no sólo confirman esta opinión las observaciones anatómicas,sino hasta los monumentos de la antigüedad le son muy favo-rables. «Dicearca -escribe San Jerónimo- refiere en sus libros

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sobre las antigüedades griegas que bajo el reinado de Saturno,cuando la tierra todavía era fértil por sí misma, ningún hombrecomía carne, sino que todos se alimentaban de frutas y de le-gumbres que crecían naturalmente.» (Libro II, adv. Jovinian.)Esta opinión puede ser apoyada con los relatos de varios viaje-ros modernos. Francisco Correal refiere, entre otros, que lamayor parte de los habitantes de las islas Lucayas, que los es-pañoles transportaron a las islas de Cuba, Santo Domingo yotras, murieron por haber comido carne. Por aquí se ve queprescindo de razones que podía hacer valer, porque, siendo lapresa casi la única causa de combate entre animales carniceros,y viviendo los frugívoros entre sí en una paz continua, si laraza humana es de este último género, es claro que hubieratenido más facilidad para subsistir en el estado natural, menosnecesidad y motivo para salir de él.

10 Pueblo de guerreros dominando sobre una masa de290.000 ilotas y rodeado de otros pueblos fuertes y agresivos,los ciudadanos de esparta querían que sus hijos fueran comoellos aguerridos y valerosos. Cuando nacía un niño, los ancia-nos le examinaban inmediatamente, y si le hallaban débil o malconstituido, se le conducía al monte Taigeto, donde era aban-donado.

11 . Todos los conocimientos que exigen reflexión, todosaquellos que no se consiguen sino por el encadenamiento de lasideas y sólo se perfeccionan sucesivamente, parecen hallarsefuera del alcance del hombre salvaje, que carece de comunica-ción con sus semejantes, es decir, del instrumento que sirvepara esta comunicación y de las necesidades que la hacen nece-saria. Su saber y su industria se reducen a saltar, correr, batirse,

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lanzar piedras, trepar por los árboles. Pero si sólo sabe estascosas, las conoce en cambio mucho mejor que nosotros, que notenemos de ellas la misma necesidad, y como dependen única-mente del ejercicio del cuerpo y no son susceptibles de ningunacomunicación ni progreso de un individuo a otro, el primerhombre ha podido ser tan hábil como sus últimos descendien-tes.

Los relatos de los viajeros están llenos de ejemplos de lafuerza y vigor de los hombres en las naciones bárbaras y salva-jes. En ellos no se alaba menos su agilidad que su ligereza, ycomo para observar esas cosas sólo se necesitan ojos, nada im-pide que se dé fe a lo que certifican esos testigos oculares. Alazar saco algunos ejemplos de los primeros libros que tengo amano: «Los hotentotes -dice Kolben- entienden la pesca mejorque los europeos del Cabo. Su habilidad es la misma con la red,el anzuelo o el arpón, igual en las bahías que en los ríos. Nomenos hábilmente cogen los peces con la mano. En la nataciónposeen una destreza incomparable. Su manera de nadar tienealgo de sorprendente y exclusivo. Nadan con el cuerpo derechoy las manos fuera del agua, de modo que parecen caminar porla tierra. En la mayor agitación del mar y cuando las olas for-man montañas, danzan en cierto modo sobre el dorso de lasolas, subiendo y bajando como pedazos de corcho.»

«Los hotentotes -añade el mismo autor- tienen una sorpren-dente agilidad para la caza, y la velocidad de su carrera excedea la imaginación.» Se extraña de que no hagan con más fre-cuencia mal uso de su agilidad, cosa que sucede, sin embargo,como puede verse por el ejemplo que él presenta: «Un marine-ro holandés, al desembarcar en El Cabo, encargó a un hotentote-dice- que lo siguiera a la ciudad con un rollo de tabaco de cer-

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ca de veinte libras. Cuando se hallaron a cierta distancia de lagente, el hotentote preguntó al marinero si sabía correr. «¿Co-rrer? -contestó el marinero-; sí, ya lo creo.» «Vamos a verlo» -replicó el africano, y, huyendo con el tabaco, desapareció casial instante. El marinero, admirado de esta extraordinaria velo-cidad, desistió de perseguirlo y no volvió a ver ni su tabaco nial que lo llevaba.»

«Tienen tan rápida la mirada y tan certera la mano, que loseuropeos no les alcanzan. A cien pasos hacen blanco de unapedrada en una moneda de dos céntimos, y lo más sorprendentees que, en vez de fijar como nosotros la mirada en el blanco,hacen movimientos y contorsiones continuamente. Parece co-mo si una mano invisible condujera la piedra.»

El padre Del Tertre dice sobre los salvajes de las Antillasmás o menos las mismas cosas que acaban de leerse sobre loshotentotes del Cabo de Buena Esperanza. Alaba especialmentesu puntería para cazar con flecha los pájaros al vuelo y su habi-lidad para coger a nado los peces. Los salvajes de la Américaseptentrional no son menos célebres por su fuerza y su destre-za. He aquí un ejemplo que permitirá juzgar las de los indios dela América meridional:

En 1746, un indio de Buenos Aires, habiendo sido condena-do a galeras en Cádiz, propuso al gobernador rescatar su liber-tad exponiendo su vida en una fiesta pública. Prometió atacarsólo al toro más furioso sin otra arma en la mano que una cuer-da, que lo echaría a tierra, que lo ataría por cualquier parte quese le señalara, que lo ensillaría, lo enfrenaría, lo montaría ymontado de esa manera combatiría contra otros dos toros de losmás furiosos que se hicieran salir del toril, y que los mataría enel momento que se le mandase y sin ayuda de nadie. Le fue

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concedido. El indio mantuvo su palabra y llevó a cabo cuantohabía prometido. Sobre la manera como lo hizo y los detallesdel combate puede consultarse el primer tomo de las Observa-ciones sobre la historia natural, de Gautier, de donde ha sidosacado este ejemplo.

12 La duración de la vida de los caballos -dice Buffón- es,como en todas las demás especies de animales, proporcionada ala duración del tiempo de su desarrollo. El hombre, cuyo desa-rrollo dura catorce años, puede vivir seis o siete veces más, esdecir, noventa o cien años. Los ejemplos que pueden presentar-se contrarios a esta regla son tan raros, que no pueden ser con-siderados como una excepción de la cual pudieran sacarse al-gunas consecuencias. Y como el crecimiento de los caballosordinarios es de menor duración que el de los caballos finos,viven también menos tiempo y son viejos desde los quinceaños.» (HISTORIA NATURAL, Del caballo.)

13 Creo ver entre los animales carniceros y frugívoros unadiferencia más general todavía que la señalada en la nota 10ª,puesto que esa diferencia se extiende hasta los pájaros. Consis-te en el número de hijos, que no excede nunca de dos en cadaparto en las especies que sólo viven de vegetales y que ordina-riamente pasa de ese número en los animales voraces. Fácil esa este respecto conocer la voluntad de la naturaleza por elnúmero de las mamas, que sólo son dos en cada hembra de laprimer especie, como la yegua, la vaca, la cabra, la cierva, laoveja, etc., y siempre seis u ocho en las otras hembras, como laperra, la gata, la loba, el tigre hembra, etcétera. La gallina, lapata, la oca, aves voraces; el águila y las hembras del gavilán ydel mochuelo ponen también y empollan gran número de hue-

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vos, lo que no sucede nunca con la paloma, la tórtola y otrasaves que sólo se alimentan con granos, las cuales no ponen niempollan más de dos huevos cada vez. La razón que puededarse de esta diferencia es que los animales que viven sólo dehierbas y plantas, permaneciendo casi todo el día en los pastosy teniendo que emplear mucho tiempo en alimentarse, no podr-ían dedicarse a amamantar muchas crías; en vez que los vora-ces, comiendo en un momento, pueden másfácilmente y conmayor frecuencia atender a sus pequeñuelos y a la caza y repa-rar tan gran cantidad de leche. Claro que podrían hacerse a estomuchos reparos, pero ésta no es la ocasión; tengo suficientecon haber demostrado en esta parte el sistema más general dela naturaleza, sistema que suministra una nueva razón para sa-car al hombre de la clase de los carniceros y clasificarlo entrelas especies frugívoras.

14 Puede haber algunas excepciones, como, por ejemplo, eseanimal de la provincia de Nicaragua, parecido a un zorro, quetiene los pies como las manos de un hombre y que, según Co-rreal, tiene en el vientre una bolsa donde la madre mete a suspequeñuelos cuando se ve en la necesidad de huir. Es, sin duda,el mismo animal que llaman en Méjico tlacuatzin, a cuya hem-bra atribuye Laet una bolsa parecida y para el mismo uso.

Estos datos imprecisos deben de referirse indudablemente al canguro,mamífero marsupial de Australia, que llega a alcanzar, erguido sobre suspatas traseras, hasta dos metros de altura; sus miembros anteriores son muycortos, mientras que los posteriores, mucho más robustos, tienen más deldoble de longitud, por lo que corre a brincos. Las hembras de estos animalestienen, en efecto, una especie de bolsa sobre el vientre, en la cual recogen alos pequeñuelos en caso de peligro. -Nicaragua estaba todavía en tiempo deRousseau bajo la dominación española, formando una provincia de la capi-tanía general de Guatemala. En 1821 conquistó su independencia.

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15 Calculando un autor célebre los bienes y los males de laexistencia y comparando las dos sumas, ha encontrado que laúltima excedía en mucho a la primera, y que, bien mirado, lavida constituía un mal presente para el hombre. No me sor-prende su conclusión. Ha deducido sus razonamientos de laconstitución del hombre civil; si se hubiera remontado hasta elhombre natural, puede creerse que hubiera hallado resultadosmuy diferentes, que hubiese visto que el hombre no sufre sinoaquellos males que él mismo se procura y que hubiera justifi-cado a la naturaleza. No sin trabajo hemos llegado a ser tandesgraciados. Cuando por un lado se consideran los inmensosesfuerzos de los hombres, tantas ciencias profundizadas, tantasantes inventadas, tantas fuerzas empleadas, abismos colmados,montañas allanadas, ríos canalizados, tierras roturadas, lagosdragados, pantanos desecados, construcciones enormes en latierra, el mar cubierto de barcos y marineros; y por otro se in-quieren con un poco de reflexión cuáles son las verdaderasventajas que de todo eso han resultado para la felicidad de laespecie humana, no se puede menos de quedar asombrado de laenorme desproporción que existe entre ambas cosas y deplorarla ceguera del hombre, que, por satisfacer su insensato orgulloy no sé qué vana admiración de sí mismo, corre ardientementetras de todas las miserias de que es susceptible y que la benignanaturaleza había tenido cuidado de apartar de él.

Los hombres son perversos; una triste y continua experien-cia dispensa la prueba. Sin embargo, el hombre es naturalmentebueno; creo haberle demostrado. ¿Qué puede, pues, haberlepervertido sino los cambios ocurridos en su constitución, losprogresos que ha realizado y los conocimientos que ha adquiri-do? Admírese cuanto se quiera la sociedad humana, pero noserá menos cierto que lleva necesariamente a los hombres a

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odiarse entre sí a medida que sus intereses se encuentran, aprestarse en apariencia mutuos servicios y hacerse en realidadtodo el daño imaginable. ¿Qué se puede pensar de un trato enel cual la razón de cada particular le dicta a éste principioscompletamente opuestos a aquellos que la razón pública acon-seja al cuerpo de la sociedad, y en el que cada uno encuentra suprovecho en la desgracia ajena? No existe acaso ningún hom-bre acomodado a quien sus ávidos herederos, y con frecuenciasus propios hijos, no deseen secretamente la muerte; ningúnbarco en el mar cuyo naufragio no fuera una buena noticia paraalgún negociante; ninguna casa que no desee ver ardiendo contodos los papeles guardados en ella algún deudor de mala fe;ningún pueblo que no se regocije de los desastres de sus veci-nos. De modo que hallamos nuestro provecho en el daño denuestros semejantes, y casi siempre la desgracia de uno es cau-sa de la prosperidad de otro. Pero lo más peligroso es que lascalamidades públicas constituyen la esperanza de una multitudde particulares; unos desean que haya enfermedades; otros,mortandad; otros, guerra; otros, hambre. Yo he visto hombreshorribles llorando de dolor por la promesa de un año fértil, y elgrande y funesto incendio de Londres, que costó la vida y losbienes a tantos infortunados, hizo tal vez la fortuna de diez milpersonas. Sé que Montaigne censura al ateniense Demades porhaber hecho castigar a un obrero que, vendiendo muy caros lossarcófagos, obtenía grandes ganancias con la muerte de losciudadanos; pero como la razón que alega Montaigne es queharía falta castigar a todo el mundo, es evidente que confirmalas mías. Penétrese, pues, a través de nuestras superficialesdemostraciones de benevolencia, hasta el fondo de los corazo-nes; reflexiónese sobre lo que es un estado de cosas en quetodos los hombres se ven forzados a acariciarse y destruirse

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mutuamente y donde nacen enemigos por deber y granujas porinterés. Si se me respondo que la sociedad se halla constituidade tal modo que cada hombre gana sirviendo a los demás, re-plicaría que estaría muy bien si no ganase más perjudicándolos.No hay provecho legítimo que no sea superado por el que pue-de obtenerse ilegalmente, y el daño causado, al prójimo essiempre más lucrativo que los servicios. Sólo se trata, pues, deposeer el medio de asegurarse la impunidad, en lo cual emple-an todas sus fuerzas los poderosos, y los débiles toda su astu-cia.

El hombre salvaje, cuando ha comido hállase en paz con lanaturaleza y en amistad con sus semejantes. Si alguna vez tieneque disputar a otro su alimento, no llega nunca a los golpes sinhaber comparado antes la dificultad de vencer con la de hallaren otra parte su subsistencia, y como el orgullo no se mezcla enla lucha, ésta acaba en unos cuantos puñetazos; el vencedorcome, el vencido va a buscar fortuna y todo queda en paz. Perocon el hombre social la cosa es muy distinta. Trátase primerode proveer a lo necesario y después a lo superfluo; luego vie-nen los placeres, y después las riquezas inmensas, y despuéslos esclavos. No hay un solo momento de reposo, y lo más sin-gular es que cuanto menos urgentes y naturales son las necesi-dades más aumentan las pasiones y, peor todavía, el poder desatisfacerlas; de modo que, después de prolongadas prosperi-dades, después de haber devorado enormes tesoros y arruinadoa multitud de hombres, mi héroe acabará por destruir todo has-ta que sea el dueño del universo. Tal es el cuadro moral, si node la vida humana, por lo menos de las pretensiones secretasdel corazón de todo hombre civilizado.

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Comparad sin prevenciones el estado del hombre civil conel del hombre salvaje, e inquirid, si podéis, cuántas nuevaspuertas al dolor y a la muerte ha abierto el primero, además desu maldad, sus necesidades y sus miserias. Si consideráis lostormentos del espíritu que nos consumen, las pasiones violen-tas que nos agobian y agotan, los excesivos trabajos de queestán sobrecargados los pobres, la ociosidad todavía más peli-grosa a que se entregan los ricos, muriendo aquéllos de priva-ciones y éstos de sus excesos; si pensáis en las monstruosasmezcolanzas de los alimentos, en sus perniciosos condimentos,en los géneros corrompidos, las drogas falsificadas, los enga-ños de quienes las venden, los errores de quienes las adminis-tran, en el veneno de las vasijas en que se preparan; si prestáisatención a las enfermedades epidémicas engendradas por elaire corrompido por multitudes de hombres reunidos, en lasque ocasionan la delicadeza de nuestra manera de vivir, el pasoalternativo de nuestras habitaciones al aire libre, el uso de ves-tidos puestos o quitados con poca precaución, y todos aquelloscuidados que nuestra sensualidad excesiva ha convertido encostumbres necesarias, cuya negligencia o privación nos cuestala salud o la vida; si añadís los incendios y los temblores detierra, que, destruyendo ciudades enteras, hacen perecer pormillares a sus habitantes; en una palabra: si juntáis los peligrosque todas esas causas acumulan continuamente sobre nuestrascabezas, comprenderéis entonces cómo la naturaleza nos hacepagar con exceso el desprecio que hemos hecho de sus ense-ñanzas.

No repetiré aquí lo que en otra parte he dicho sobre la gue-rra; pero desearía que las gentes instruidas quisieran u osarandar de una vez al público los detalles de los horrores que secometen en los ejércitos por los proveedores de víveres y los

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administradores de hospitales; se vería que sus maniobras, nadasecretas, por las cuales se derrumban en un instante los másbrillantes ejércitos, hacen perecer más soldados que el fuegoenemigo. No es menos sorprendente el cálculo de los hombresque el mar englute todos los años, sea por el hambre o el escor-buto, los piratas, el fuego o los naufragios. Es claro que hayque poner también en la cuenta de la propiedad establecida, ypor consiguiente de la sociedad, los asesinatos, envenenamien-tos, robos en los caminos, y los castigos mismos de estoscrímenes, castigos necesarios para prevenir mayores males,pero que, costando la vida a uno o más seres por la muerte deun hombre, no dejan de doblar en realidad las pérdidas de laespecie humana. ¡Cuántos medios vergonzosos de impedir elnacimiento de los hombres y defraudar a la naturaleza, sea poresos gustos brutales y depravados que injurian a su más bellaobra, gustos que jamás conocieron ni los salvajes ni los anima-les y que han nacido en los países civilizados de la imaginacióncorrompida; sea por esos abortos secretos, dignos frutos de larelajación y del honor vicioso; sea por el abandono o la muertede una multitud de niños, víctimas de la miseria de sus padres ode la bárbara vergüenza de sus madres; sea, en fin, por la muti-lación de esos infortunados, una parte de cuya existencia y todasu posteridad son consagradas a vanas canciones, o, peor to-davía, a los celos brutales de algunos hombres, mutilación queen este último caso es un doble ultraje a la naturaleza: por eltratamiento de quienes las sufren y por el uso a que se les des-tina!

Pero ¿no hay aún mil casos más frecuentes y peligrosos enque los derechos paternales ofenden abiertamente a la humani-dad? ¡Cuántos talentos perdidos e inclinaciones forzadas por laimprudente violencia de los padres! ¡Cuántos hombres que se

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habrían distinguido en una situación conveniente mueren des-graciados y deshonrados en otra hacia la cual no sentían incli-nación alguna! ¡Cuántos matrimonios felices, aunque desigua-les, han sido deshechos o perturbados, y cuántas castas esposasdeshonradas por este orden de condiciones, en contradiccióncon la naturaleza! ¡Cuántas uniones extravagantes hechas porinterés y reprobadas por el amor y por la razón! ¡Cuántos espo-sos honestos y virtuosos sufren mutuamente su suplicio porhaber sido mal casados! ¡Cuántas jóvenes e infortunadas vícti-mas de la avaricia de sus familias se hunden en el vicio o pasansus tristes días en lágrimas, gimiendo en unos lazos indisolu-bles que el corazón repugna y que sólo el oro ha formado! ¡Fe-lices algunas veces aquellas que el valor y la virtud mismaarrancan a la existencia antes de que una bárbara violencia lasfuerce a pasarla en el crimen o en la desesperación! ¡Perdo-nadme, padres y madres para siempre dignos de lástima! Conpesar avivo vuestros sufrimientos, pero ¡ojalá puedan servir deejemplo eterno y terrible a quienquiera se atreva, en nombremismo de la naturaleza, a violar el más sagrado de sus dere-chos!

Si sólo he hablado de esas uniones mal avenidas que sonobra de nuestra civilización, ¿créese acaso que aquellas quefueron presididas por el amor y la simpatía están exentas deinconvenientes? ¿Qué sería si yo intentara presentar a la espe-cie humana atacada en sus mismas fuentes, y hasta en el mássagrado de todos los vínculos, cuando no se escucha la voz dela naturaleza sino después de haber consultado la fortuna, ycuando, confundiéndose en el desorden social los vicios y lasvirtudes, la continencia se convierte en una precaución criminaly la negativa a dar vida a un semejante en un acto de humani-dad? Pero, sin desgarrar el velo que cubre tantos horrores, con-

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tentémonos nosotros con indicar el mal, al cual otros debenaportar el remedio.

Añádase a todo esto esa cantidad de oficios malsanos queabrevian la existencia o destruyen el organismo, tales como lostrabajos en las minas, las diversas preparaciones de metales, deminerales, el plomo sobre todo; del cobre, del mercurio, delcobalto, del arsénico, del rejalgar; esos otros oficios peligrososque cuestan a diario la vida a muchos obreros, unos plomeros,otros carpinteros, otros albañiles, otros trabajadores de las can-teras; júntense, digo, todos esos objetos, y podrán verse en elestablecimiento y perfección de las sociedades las razones de ladisminución de la especie, cosa que ya ha sido observada pormás de un filósofo.

El lujo, imposible de evitar entre hombres ávidos de suspropias comodidades y de la consideración ajena, acaba enseguida el mal empezado por las sociedades, y, con el pretextode dar de comer a los pobres, que no se debía haber hecho, em-pobrece al resto y despuebla el Estado pronto o tarde.

El lujo es un remedio mucho peor que el mal que pretendecurar, o, mejor, él es el peor de todos los males en cualquierEstado, grande o pequeño, que, por mantener turbas de lacayosy de miserables que él mismo ha hecho, agobia y arruina alcampesino y al ciudadano, semejante a esos vientos ardientesdel Mediodía que, cubriendo la hierba y las verduras de loscampos de insectos devoradores, quitan la subsistencia a losanimales útiles y llevan la penuria y la muerte a todos los luga-res en que se hacen sentir.

De la sociedad y del lujo que ella engendra nacen las artesliberales y mecánicas, el comercio, las letras y todas esas inuti-

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lidades que hacen florecer la industria y enriquecen y pierden alos Estados. La razón de esta decadencia es muy sencilla. Esfácil ver que, por su naturaleza, la agricultura es la menos lu-crativa de todas las artes, porque siendo sus productos de losmás indispensables para el hombre, su precio debe ser propor-cionado a las facultades de los más pobres. Del mismo princi-pio puede deducirse la siguiente regla: que, en general, las artesson lucrativas en razón inversa de su utilidad, y que las másnecesarias son al cabo las más descuidadas. Por donde se ve loque debe pensarse de las verdaderas ventajas de la industria ydel efecto real que resulta de sus progresos.

Tales son las causas sensibles de todas las miserias a queson lanzadas en fin por la opulencia las naciones más admira-das. A medida que la industria y las artes se desarrollan y flo-recen, el campesino, despreciado, cargado de impuestos nece-sarios para el mantenimiento del lujo y condenado a pasar suexistencia entre el trabajo y el hambre, abandona sus tierraspara buscar en las ciudades el pan que debía llevar a ellas.Cuanto más las capitales deslumbran de admiración los ojosestúpidos del pueblo, más habrá que gemir viendo los camposabandonados, las tierras sin cultivar, los grandes caminos inun-dados de desgraciados ciudadanos convertidos en mendigos osalteadores y destinados a acabar un día su miseria en un ester-colero o en el suplicio. Así es como el Estado, enriqueciéndosepor un lado, se debilita y despuebla por otro, y las más podero-sas monarquías, después de grandes esfuerzos para hacerseopulentas y al mismo tiempo desiertas, terminan por ser la pre-sa de las naciones pobres, que sucumben a la funesta tentaciónde invadirlas, y que se enriquecen y debilitan a su vez, hastaque ellas mismas sean invadidas y destruidas por otras.

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Explíquesenos de una vez qué es lo que ha podido produciresas nubes de bárbaros que durante tantos siglos han inundadoa Europa, Asia y África. ¿Eran la industria de sus artes, la sabi-duría de sus leyes, la excelencia de su vida social las causas desu prodigiosa población? Que nuestros sabios tengan la bondadde decirnos por qué, lejos de multiplicarse hasta ese punto, esoshombres feroces y brutales, sin luces, sin freno, sin educación,no se exterminaban mutuamente a cada instante disputándoseel alimento o la caza; que nos expliquen cómo esos miserableshan tenido el atrevimiento de mirar frente a frente a unas gentestan hábiles como nosotros, con tan hermosa disciplina militar,tan bellos códigos y tan sabias leyes; en fin, por qué, despuésque la sociedad se ha perfeccionado en los países del Norte ydespués de tanto trabajo para enseñar a esos hombres sus mu-tuos deberes y el arte de vivir agradable y apaciblemente ensociedad, no se vuelven a ver salir multitudes de hombres co-mo en otro tiempo. Mucho me temo que no salga alguno res-pondiéndome que todas esas grandes cosas, a saber: las artes,las ciencias y las leyes, han sido sabiamente inventadas por loshombres como una peste saludable para prevenir la excesivamultiplicación de la especie, de miedo a que el mundo que nosestá destinado resultara al cabo harto pequeño para sus habitan-tes.

¿Cómo? ¿Es necesario destruir las sociedades, suprimir eltuyo y el mío y volver a vivir en los bosques con los osos?Consecuencia al modo de mis adversarios, que me gusta tantoprever como dejarles la vergüenza de deducirla. ¡Oh vosotros aquienes no ha llegado la voz del cielo y que no reconocéis avuestra especie otro destino que el de acabar en paz esta cortavida; vosotros los que podéis dejar en medio de las ciudadesvuestras funestas adquisiciones, vuestros espíritus inquietos,

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vuestros corazones corrompidos y vuestros deseos desenfrena-dos! ¡Volved a vuestra antigua y primera inocencia, puesto quedepende de vosotros; id a los bosques a perder de vista y olvi-dar los crímenes de vuestros contemporáneos, y no temáis en-vilecer a vuestra especie renunciando a sus luces por renunciara sus vicios! En cuanto a los hombres como yo, cuyas pasioneshan destruido para siempre la sencillez original, que no puedenya alimentarse con hierbas y bellotas, ni prescindir de jefes nide leyes; los que fueron honrados en su primer padre con lec-ciones sobrenaturales; los que verán en la intención de dar a lasacciones humanas una moralidad que no hubiesen adquirido enmucho tiempo la razón de un precepto indiferente en sí mismoe inexplicable en cualquier otro sistema; aquellos, en una pala-bra, que están convencidos de que la voz divina llama a todo elgénero humano a las luces y a la felicidad de las celestialesinteligencias, todos esos intentarán, por el ejercicio de las vir-tudes que se obligan a practicar aprendiendo a conocerlas, me-recer el premio eterno que deben esperar; respetarán los lazossagrados de las sociedades de que son miembros; amarán a sussemejantes y los servirán con todas sus fuerzas; obedeceránescrupulosamente a las leyes y a los hombres que son sus auto-res y ministros; honrarán especialmente a los buenos y sabiospríncipes que sepan prevenir, remediar o atenuar esa multitudde abusos y males pronta siempre a agobiarnos; animarán elcelo de esos dignos jefes enseñándolos sin temor ni adulaciónla grandeza de su empresa y el rigor de sus deberes; pero nopor eso dejarán de despreciar una organización que no puedemantenerse sino mediante la ayuda de tantas gentes respetablesque más frecuentemente se desean que se consiguen, y de lacual, a pesar de todos sus cuidados, nacen a diario más calami-dades reales que aparentes beneficios.

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16 Entre los hombres que conocemos, bien por nosotros mis-mos, bien por los historiadores y viajeros, unos son blancos,otros son negros, otros son rojos; unos llevan el cabello largo,otros tienen sólo lana rizada; unos son velludos casi del todo,otros no tienen ni aun barba. Han existido y acaso existan pue-blos de hombres de talla gigantesca, y, dejando de lado la fábu-la de los pigmeos, que puede muy bien no ser sino pura exage-ración, se sabe que los lapones, especialmente los groenlande-ses, son de talla bastante inferior a la media del hombre. Inclu-so se pretende que hay pueblos enteros en que los hombrestienen cola como los cuadrúpedos. Y, sin conceder una fe exce-siva a los relatos de Herodoto y Ctesias, se puede al menossacar esta conclusión bastante verosímil: que si se hubieranpodido hacer buenas observaciones en esos tiempos antiguos,en que los diversos pueblos seguían costumbres más distintasentre sí que hoy día, se hubiesen observado, tanto en la figuracomo en la conformación del cuerpo, variaciones mucho mássorprendentes. Todos estos hechos, de los cuales es fácil pre-sentar pruebas incontestables, no pueden sorprender sino aaquellos que están acostumbrados a no ver más que los objetosque los rodean y que ignoran los poderosos efectos de las va-riaciones del clima, del aire, de los alimentos, de la manera devivir, de las costumbres en general, y sobre todo la fuerzaasombrosa de las mismas causas cuando obran ininterrumpi-damente sobre una larga serie de generaciones. Hoy que el co-mercio, los viajes y las conquistas aproximan cada vez más alos diversos pueblos y que sus costumbres se confunden sincesar por la frecuente comunicación, se advierte que ciertasdiferencias nacionales se han atenuado; así, por ejemplo, puedeobservar cualquiera que los franceses actuales no tienen yaaquellos cuerpos grandes, blancos y rubios descritos por los

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historiadores latinos, aunque el tiempo, junto con la mezcla defrancos y normandos, blancos y rubios también, hubiera debidorestaurar lo que el frecuente trato con los romanos hubiese po-dido restar a la influencia del clima sobre la constitución natu-ral y el color de los habitantes. Todas estas observaciones acer-ca de las diferencias que mil causas pueden producir y hanproducido en la especie humana me hacen dudar si diversosanimales parecidos a los hombres, considerados como bestiaspor los viajeros sin detenido examen, o a causa de algunas dife-rencias en su conformación exterior, o solamente por que esosanimales no hablaban, no serían, en efecto, verdaderos hom-bres salvajes cuya raza, antiguamente dispersa en los bosques,no hubiera tenido ocasión de desarrollar ninguna de sus facul-tades virtuales, ni adquirir ningún grado de perfección, y sehallaba todavía en el primitivo estado natural. Demos un ejem-plo de lo que quiero decir:

«Encuéntrase en el reino del Congo -dice el traductor de laHistoria de los viajes- gran número de esos animales que enlas Indias orientales llaman orangutanes, los cuales ocupancomo un término medio entre la especie humana y los babui-nos. Battel refiere que en los bosques de Mayomba, en el reinode Loango, se ven dos especies de monstruos, los más grandesde los cuales se llaman pongos y los otros enjocos. Los prime-ros tienen una semejanza exacta con el hombre, pero son mu-cho más robustos y de mayor talla. Tienen un rostro humano,pero los ojos muy hundidos; sus manos, sus mejillas, sus orejasno tienen pelo, excepto las cejas, que son muy largas. Aunquetienen el resto del cuerpo bastante velludo, el pelo no es exce-sivamente espeso, y su color es moreno. En fin, la única parteque los distingue del hombre es la pierna, que carece de panto-rrilla. Andan derechos, sujetándose con la mano el pelo del

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cuello. Viven retirados en los bosques; duermen encima de losárboles y se construyen una especie de techo que los resguardade la lluvia. Su alimento lo constituyen las frutas o nueces sil-vestres; nunca comen carne. Los negros acostumbran, cuandoatraviesan de noche los bosques, encender fuegos; por la ma-ñana, cuando se marchan, observan que los pongos ocupan suplaza alrededor del fuego y no se retiran hasta que se apaga,pues, aunque tienen mucha habilidad, no tienen suficiente, en-tendimiento para entretener el fuego echando leña.

«Caminan a veces en grandes grupos y matan a los negrosque cruzan los bosques. También se arrojan sobre los elefantesque van a pastar a los sitios en que ellos se encuentran, y tantolos molestan a palos o puñetazos, que los obligan a huir lan-zando gritos. Nunca se cogen pongos vivos, porque son tanfuertes, que diez hombres no serían suficientes para coger auno solo; pero los negros cogen gran número de pongos jóve-nes después de haber matado a la madre, a cuyo cuerpo el pe-queño se agarra fuertemente. Cuando muere uno de estos ani-males, los demás cubren su cuerpo con un montón de ramas ode hojas. Purchass cuenta que en las conversaciones que habíatenido con Battel le había oído referir que un pongo le arrebatómi negrito, el cual pasó un mes entero entre esos animales,pues no hacen daño alguno a los hombres que sorprenden, porlo menos cuando éstos no los miran, como había observado elnegrito. Battel no ha descrito la segunda especie de esos mons-truos.

Dapper confirma que el Congo está lleno de esos animalesque llevan en las Indias el nombre de orangutanes, es decir,habitantes de los bosques, y que los africanos llaman quojas-morros. Este animal es tan parecido al hombre -dice-, que a

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algunos viajeros se los ha ocurrido pensar si podía haber nacidode una mujer y un mono, quimera que los mismos negros re-chazan. Uno de esos animales fue transportado a Holanda ypresentado al príncipe de Orango Federico Enrique. Tenía laaltura de un niño de tres años y era de mediano, gordura, perocuadrado y bien proporcionado, muy ágil y vivo, las piernascarnosas y robustas, la parte anterior del cuerpo desnuda, perola posterior cubierta de pelo negro. A primera vista, su caraparecía la de un hombre, pero tenía la nariz aplastada y retorci-da; sus orejas eran también como en la especie humana; lospechos, pues era hembra, redondeados; el ombligo, hundido;los hombros, bien proporcionados; las manos, divididas en de-dos y pulgares; sus pantorrillas y talones, gruesos y carnosos.Andaba con frecuencia derecho sobre sus dos pies, y era capazde alzar y llevar pesos bastante grandes. Cuando quería bebercogía con una mano la tapadera y con la otra tenía el jarro porel culo; después se limpiaba graciosamente los labios. Paradormir ponía la cabeza en un almohadón, tapándose con tantahabilidad, que se le hubiera tomado por un hombre en el lecho.Los negros refieren cosas extrañas sobre este animal; aseguranque no solamente fuerza a las mujeres y a las muchachas, sinoque no teme atacar a hombres armados. En una palabra: haybastante probabilidad de que sea el sátiro de los antiguos. Me-rolla habla seguramente de estos animales cuando cuenta quelos negros cogen algunas veces en sus cacerías hombres y mu-jeres salvajes.»

También se habla de esa especie de animales antropomorfosen el tercer tomo de la misma Historia de los viajes, bajo elnombre de begos y mandriles; mas, para no volver a las ante-riores descripciones, digamos que se encuentran en la descrip-ción de estos supuestos monstruos sorprendentes analogías, con

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la especie humana y diferencias menores que las que podíanseñalarse de hombre a hombre. No se hallan en estos pasajeslas razones en que se fundan los autores para negar a los ani-males en cuestión el nombre de hombres salvajes; pero es fácilcomprender que es a causa de su estupidez y también porqueno hablan, flojas razones para aquellos que saben que, aunqueel órgano de la palabra es natural al hombre, no lo es la palabramisma, y que conocen hasta qué punto su perfectibilidad puedehaber llevado al hombre por encima de su estado original. Elesca o número de líneas que contienen esas descripciones nospermite juzgar qué mal han sido observados esos animales ycon qué prejuicios han sido considerados. Por ejemplo: soncalificados de monstruos, y, sin embargo, se conviene en queengendran. En un lugar, Battel dice que los pongos matan a losnegros cuando éstos cruzan los bosques; en otro, Purchassafirma que no les hacen ningún daño, aun cuando los sorpren-dan, por lo menos si los negros no se paran a mirarlos. Lospongos se reúnen alrededor de las hogueras encendidas por losnegros cuando éstos se retiran, y se marchan a su vez cuando elfuego se apaga. Este es el hecho; he aquí ahora el comentariodel observador: pues, aunque tienen mucha habilidad, no pose-en entendimiento suficiente para mantener el fuego arrojandoleña. Quisiera adivinar cómo Battel, o Purchass su compilador,ha podido saber que la retirada de los pongos es un efecto de suestupidez y no de su voluntad. En un clima como el de Loango,el fuego no es una cosa muy necesaria a los animales, y si losnegros los encienden es más para ahuyentar a las fieras quecontra el frío. Es, pues, muy sencillo que, después de haberestado algún tiempo entreteniéndose con las llamas, o luego dehaberse calentado bien, los pongos se cansen de estar siempreen el mismo sitio y se marchen a buscar su alimento, que exige

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más tiempo que si comieran carne. Por otro lado, se sabe que lamayoría de los animales son naturalmente perezosos y que seresisten a toda clase de cuidados que no son de absoluta nece-sidad. Parece, en fin, muy extraño que los pongos, cuya destre-za y fuerza se alaban, que saben enterrar sus muertos y cons-truirse techos de ramas, no sepan echar leña al fuego. Recuerdoperfectamente haber visto hacer a un mono esta misma manio-bra que se pretende no pueden hacer los pongos; es verdad quemi atención no estaba entonces inclinada de este lado, y quecometí igual falta que reprocho a esos viajeros, descuidandoexaminar si la intención del mono era, en efecto, entretener elfuego o simplemente, como yo creo, imitar la acción de unhembra. Sea lo que fuere, está suficientemente demostrado queel mono no es una variedad del hombre, no sólo porque estáprivado de la facultad de pensar, sino porque es evidente que suespecie carece de la facultad de perfeccionarse, que constituyeel carácter específico de la especie humana, experiencias queparece no haber sido hechas con suficiente atención con elpongo y el orangután para poder sacar la misma conclusión.Habría, sin embargo, un medio por el cual, si el orangután yotros eran de la especie humana, los observadores menos hábi-les podrían asegurarse de ello hasta con demostración práctica;pero, además de que no bastaría para esta experiencia una solageneración, debe pasar por impracticable, porque sería necesa-rio que lo que sólo es mera suposición fuera demostrado ciertoantes de que la prueba corroborativa pudiera ser intentada ino-centemente.

Los juicios precipitados, que no son fruto de una razón es-clarecida, están propensos a caer en el exceso. Nuestros viaje-ros convierten sin reparo en bestias, bajo el nombre de pongos,de mandriles, de orangutanes, a esos mismos seres que los an-

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tiguos, con el nombre de sátiros, faunos y silvanos, hacían di-vinidades. Tal vez, después de investigaciones más exactas, sehalle que no son ni bestias ni dioses, sino hombres. Entro tanto,me parece que debe darse la preferencia sobre estas cuestionesa Merolla, ilustrado religioso, testigo ocular y que, a pesar desu ingenuidad, no dejaba de ser un hombre de espíritu, que noal comerciante Battel, a Dapper, Punchass y demás compilado-res.

¿Qué juicio habrían formulado semejantes observadoressobre el niño hallado en 1694, del que ya he hablado en la nota8.ª, que no daba prueba alguna de razón, andaba a cuatro pies,carecía de lenguaje articulado y emitía unos sonidos en nadaparecidos a los de un hombre? Pasó mucho tiempo, continúa elmismo filósofo que me refiere el hecho, antes de que pudieraproferir algunas palabras. En cuanto pudo hablar se le preguntósobre su primer estado, pero no recordaba mucho más que re-cordamos nosotros de lo que nos ha sucedido en la cuna. Si,desgraciadamente para él, esta criatura hubiera caído en manosde nuestros viajeros, no cabe duda que, después de haber ob-servado su silencio y su estupidez, habrían tornado el partidode dejarlo en los bosques, o bien de encerrarlo en una casa defieras, después de lo cual hubieran hablado sabiamente de él enbonitas relaciones como de una bestia muy curiosa y que separecía mucho al hombre.

Desde hace tres o cuatro siglos los habitantes de Europainundan las otras partes del mundo y publican incesantementenuevas colecciones de viajes y relatos; pero yo estoy persuadi-do de que los únicos hombres que conocemos son los europeos,y aun parece, debido a los prejuicios ridículos, que no se hanextinguido ni entre las gentes de letras, que no hace cada uno,

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bajo el pomposo nombre de estudio del hombre, sino el estudiode los hombres de su país. Los particulares van y vienen de unpueblo a otro, pero la filosofía parece que no viaja; así, la de unpueblo parece poco a propósito para otro. La razón de esto esmanifiesta, al menos por lo que se refiere a las regiones aparta-das; sólo hay cuatro clases de hombres que realicen largos via-jes: los marinos, los comerciantes, los soldados y los misione-ros. Ahora bien; no puede esperarse que las tres clases primerasproporcionen buenos observadores; en cuanto a los últimos,ocupados en una vocación sublime, aunque no estuvieran suje-tos a los prejuicios de su condición como los otros, debe creer-se que no se entregarían voluntariamente a investigaciones queparecen de pura curiosidad y que los distraerían de trabajosmás importantes a que están destinados. Por lo demás, paraenseñar el Evangelio no hace falta más que celo, y Dios pone elresto; mas para estudiar a los hombres son precisas aptitudesque Dios no se compromete a dar a nadie y que no siempre sonpatrimonio de los santos.

No se abre un libro de viajes en que no se vean descripcio-nes de caracteres y costumbres; pero queda uno sorprendidoviendo que esas gentes que tantas cosas han descrito no handicho más que lo que ya sabía cada cual, no han sabido advertiral otro extremo del mundo sino lo que hubieran podido obser-var en su propia calle, y que esos rasgos verdaderos que distin-guen a los pueblos y atraen la mirada de los ojos hechos paraver han escapado casi siempre a los suyos. De aquí ha salidoese bello principio de moral tan rebatido por la turba filosofan-te: que los hombres son iguales en todas partes; que, teniendoen todo lugar las mismas pasiones y los mismos vicios, es per-fectamente inútil tratar de caracterizar a los diferentes pueblos;lo que está tan bien discurrido como si se dijera que no podía

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distinguirse a Juan de Pedro porque ambos tienen nariz, boca yojos.

¿No se verán renacer aquellos tiempos felices en que lospueblos no se mezclaban en la filosofía, en que los Platones,los Tales y los Pitágoras, poseídos de un ardiente deseo de sa-bor, emprendían grandes viajes únicamente para instruirse ysacudir lejos de su patria el yugo de los prejuicios nacionales,aprender a conocer a los hombres por sus semejanzas y por susdiferencias y adquirir esos conocimientos universales que noson de un siglo ni de un país exclusivamente, sino que, por serde todos los tiempos y lugares, constituyen, por así decir, laciencia común de los sabios?

Se admira la munificencia de algunos curiosos que hanhecho o ayudado a hacer, sin reparar en gastos, viajes en Orien-te con sabios y pintores para dibujar las ruinas y descifrar ocopiar las inscripciones; pero apenas concibo cómo en un sigloen que todo el mundo se envanece de bellos conocimientos nose encuentran dos hombres cordialmente unidos, ricos uno endinero y otro en genio, amantes de la gloria y de la inmortali-dad, dispuestos a sacrificar, uno veinte mil escudos de su fortu-na, otro diez años de su vida, en un célebre viaje alrededor delmundo para estudiar, no plantas y piedras, sino a los hombres ylas costumbres, y que, después de tantos siglos empleados enmedir y estudiar la casa, se dispusieran al fin a conocer a losque la habitan.

Los académicos que han recorrido la parte septentrional deEuropa y la meridional de América tenían por objeto visitarlasmás como geómetras que como filósofos. Sin embargo, comoeran a la vez ambas cosas, no pueden mirarse como completa-mente desconocidas las regiones vistas y descritas por los La

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Condamine y los Maupertuis. El lapidario Chardín, que ha via-jado como Platón, no ha dejado nada por decir sobre Persia.China parece haber sido bien observada por los jesuitas. Kemp-fer da una idea pasable de lo poco que ha visto en el Japón.Fuera de estas referencias, no conocemos las Indias orientales,únicamente frecuentadas por europeos más atentos a llenar susbolsas que sus cabezas. El África entera, con sus numerososhabitantes, tan singulares por su carácter como por su color,está todavía sin explorar. La tierra está cubierta de naciones delas cuales no conocemos más que los nombres, ¡y pretendemosjuzgar al género humano! Supongamos un Montesquieu, unBuffón, un Diderot, un Duclos, un D'Alembert, un Condillac uhombres de este temple viajando para instruir a sus compatrio-tas, observando y descubriendo como ellos saben hacerlo Tur-quía, Egipto, Berbería, el imperio de Marruecos, la Guinea, elterritorio de los cafres, el interior de África y sus costas orien-tales, las Malabares, el Mogol, las riberas del Ganges, los rein-os de Siam, de Pegu, de Ava, la China y Tartaria, y especial-mente el Japón; después, en el otro hemisferio, Méjico, Perú,Chile, territorios magallánicos, sin olvidar los Patagones, falsoso verdaderos; Tucumán, Paraguay, si era posible; el Brasil, losCaribes, la Florida y todas las regiones salvajes. Este sería elviaje más importante de todos, el que habría que hacer con lamás extrema atención. Supongamos que estos nuevos Hércules,de regreso de sus excursiones memorables, escribieran holga-damente la historia natural, moral y política de lo que habíanvisto; nosotros mismos veríamos salir un mundo nuevo de supluma y así aprenderíamos a conocer el nuestro. Digo quecuando tales observadores afirmaran que tal animal era unhombre, y de otro que era una bestia, se les podría creer; perosería una gran simpleza conceder el mismo crédito a esos viaje-

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ros incultos, con los cuales se siente algunas veces la intenciónde examinar la misma cuestión que ellos se meten a resolversobre otros animales.

17 Esto me parece de la mayor evidencia y no puedo concebirde dónde hacen nacer nuestros filósofos todas las pasiones queatribuyen al hombre natural. Exceptuadas las puras necesidadesfísicas, que la misma naturaleza exige, todas nuestras restantesnecesidades no son tales sino por la costumbre, con anteriori-dad a la cual no eran tales necesidades, o por nuestros deseos, yno se desea lo que no se conoce. De aquí se deduce que, nodeseando el hombre salvaje más que las cosas conocidas, y noconociendo sino aquello que está a su alcance o es fácil de ad-quirir, nada debe haber tan tranquilo como su alma y tan limi-tado como su espíritu.

18 . Célebre río de la península del Peloponeso, a cuya orillase asentaba Esparta. Los espartanos, después de hacer el ejerci-cio, corrían llenos de sudor y de polvo a bañarse en sus aguas.Las alusiones al Eurotas son muy frecuentes en las tradicionesde Esparta. Cuéntase en una, como ejemplo del carácter de lasmujeres espartanas, que una de ellas, viendo a su hijo huir deun combate, le mató con sus propias manos, exclamando: ¡Lasaguas del Eurotas no corren para los ciervos!»

19 Encuentro en el Gobierno civil de Locke una razón demasia-do especiosa para que me sea permitido ocultarla. «Como el finde la unión entre el macho y la hembra -dice ese filósofo- no essimplemente el de procrear, sino el de propagar la especie, esta

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sociedad debe durar, aun después de la procreación, por lo me-nos tanto tiempo como es necesario para la alimentación y laconservación de los procreados, es decir, hasta que sean capa-ces de proveer por sí mismos a sus necesidades. Esta regla, quela infinita sabiduría del Creador ha establecido sobre todas lasobras de sus manos, vemos que es observada por las criaturasinferiores al hombre constantemente y con exactitud. Entre losanimales que se nutren de hierba la sociedad entre el macho yla hembra no dura más tiempo que cada acto de ayuntamiento,porque, como las mamas de la madre son suficientes para nutrira las crías hasta que éstas son capaces de comer la hierba, elmacho se contenta con engendrar y no se ocupa más despuésde la hembra ni de los pequeñuelos, a cuya subsistencia en na-da puede contribuir. Pero entre los animales carnívoros la so-ciedad dura más tiempo, a causa de que, no pudiendo la madreproveer a su propia subsistencia y a alimentar al mismo tiempoa sus cachorros con su sola presa, que es una manera de ali-mentarse mucho más laboriosa y peligrosa que la herbívora, laasistencia del macho es indispensable para el sostenimiento desu común familia, si puede usarse este término, la cual, mien-tras no pueda ir a buscar alguna presa, no podrá subsistir sin loscuidados del macho y de la hembra. La misma cosa se observaen todas las aves, exceptuados algunos pájaros domésticos quese encuentran en sitios en que la abundancia de alimento eximeal macho del cuidado de alimentar a las crías; se ve que mien-tras las crías en sus nidos tienen necesidad del sustento, el ma-cho y la hembra se lo llevan hasta que los pequeñuelos puedenvolar y proveer a su subsistencia.

«Y en esto consiste, en mi opinión, la principal, si no la úni-ca razón de por qué el macho y la hembra, en el género huma-no, están obligados a una sociedad más duradera que entre las

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demás criaturas. Esta razón es que la mujer es capaz de conce-bir, y ordinariamente queda de nuevo embarazada y pare unnuevo hijo mucho antes de que el precedente esté en situaciónde poder prescindir de la ayuda de sus padres y pueda atenderpor sí mismo a sus necesidades. De este modo, obligado unpadre a cuidar de los hijos que ha engendrado y a hacerlo pormucho tiempo, también está en la obligación de vivir en la so-ciedad conyugal con la misma mujer de quien los ha tenido yde permanecer en esta sociedad mucho más tiempo que lasotras criaturas, cuyos pequeñuelos pueden subsistir por sí mis-mos antes de que llegue la época de una nueva procreación, yel lazo entre macho y hembra se rompe por sí mismo y uno yotro quedan en plena libertad hasta que la época en que acos-tumbran ayuntarse los animales los obligue a escoger nuevoscompañeros. En este punto no se sabría admirar bastante lasabiduría del Creador, que, habiendo dado al hombre cualida-des propias para proveer tanto al porvenir como al presente, haquerido y hecho de manera que la sociedad del hombre duraramucho más tiempo que la del macho y la hembra entre las de-más criaturas, a fin de que la industria del hombre y de la mujerfuera más excitada y sus intereses más unidos, con objeto dehacer provisiones para sus hijos y dejarles hacienda, por nohaber nada más perjudicial para los hijos que una unión inciertay vaga o una disolución fácil y frecuente de la sociedad conyu-gal.»

El mismo amor de la verdad que me ha hecho exponer sin-ceramente esta objeción me excita a acompañarle de algunasobservaciones, si no para resolverla, al menos para aclararla.

1.ª Señalaré en primer lugar que las pruebas morales no tie-nen gran fuerza en materia de física y que sirven más bien para

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justificar hechos existentes que para constatar la existencia realde esos hechos. Ahora bien; tal es el género de pruebas queLocke aduce en el pasaje que he copiado; pues aunque puedaser ventajoso para la especie humana que la unión entre elhombre y la mujer sea permanente, no se deduce que así hayasido establecido por la naturaleza; de otro modo habría quedecir también que ella ha instituido la sociedad civil, las artes,el comercio y cuanto se pretende ser útil a los hombres.

2.ª Ignoro dónde ha hallado Locke que entre los animales depresa la sociedad del macho y la hembra dure más tiempo queentre los herbívoros y que uno ayude al otro a alimentar a lascrías, pues no se ve que el perro, el gato, el oso ni el lobo reco-nozcan a su hembra mejor que el caballo, el carnero, el toro, elciervo y los demás animales cuadrúpedos a la suya. Parece, alcontrario, que si el concurso del macho fuera necesario a lahembra para conservar sus pequeñuelos, esto sucedería sobretodo en las especies que sólo viven de hierbas, porque la hem-bra necesita mucho tiempo para pastar y en este intervalo se veforzada a descuidar sus crías, mientras que una osa o una lobatienen más tiempo para amamantar sus pequeñuelos porquedevoran en un instante su presa. Este razonamiento está con-firmado por el examen del número relativo de mamas y dehijuelos que distingue las especies carniceras de las frugívoras,de lo que he tratado en la nota 14ª. Si esta observación es justay general, como la mujer sólo tiene dos tetas y no da existenciacada vez mas que a un hijo, ésta es una fuerte razón más paradudar que la especie humana sea naturalmente carnicera; desuerte que me parece que para llegar a la conclusión de Lockesería necesario invertir su razonamiento. No tiene más solidezla misma distinción aplicada a las aves; porque ¿quién podráadmitir que la unión del macho y la hembra es más duradera

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entre los buitres y los cuervos que entre las tórtolas? Tenemosdos especies de aves domésticas, el pato y el pichón, que nosdan ejemplo completamente contrario al sistema de ese autor.El pichón, que sólo vive de granos, sigue unido con su hembray juntos alimentan a las crías. El pato, cuya voracidad es cono-cida, no reconoce ni a la hembra ni a sus crías y no ayuda ennada a su sustento, y entre los pollos, especie que no es menoscarnívora, no se ve que el gallo se preocupe poco ni mucho dela pollazón. Si en otras especies el macho comparte con lahembra el cuidado de alimentar los pequeñuelos es porqueéstos, que no pueden volar en seguida ni pueden ser amaman-tados por la madre, están en peores condiciones que loscuadrúpedos para poderse pasar sin la ayuda del padre, mien-tras que a estos últimos les basta con las mamas de la madre,por lo menos durante cierto tiempo.

3.ª Hay mucha incertidumbre sobre el hecho principal quesirve de base a todo el razonamiento de Locke, porque parasaber, como él pretende, si en el puro estado natural la mujerqueda por lo general embarazada de nuevo y da a luz un nuevohijo mucho tiempo antes que el anterior pueda proveer por símismo a sus necesidades, harían falta experiencias que segu-ramente no ha hecho Locke ni nadie puede hacer. La cohabita-ción continua del marido y la mujer es tan propicia a exponersea un nuevo embarazo, que es muy difícil creer que el ayunta-miento fortuito o el impulso único del temperamento produz-can efectos tan frecuentes en el puro estado natural que en el dela sociedad conyugal; esta lentitud acaso contribuiría a hacer alos niños más robustos y podría ser, por otra parte, compensadapor la facultad de concebir prolongada hasta una edad másavanzada en las mujeres que hubieran abusado menos de ellaen su juventud. Respecto a los niños, hay bastantes razones

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para creer que sus fuerzas y órganos se desarrollan más tardeentre nosotros que en el estado primitivo de que hablo. La debi-lidad original que heredan de sus padres, el cuidado que se tie-ne de envolver y torturar sus miembros, la molicie en que secrían y quizá también el uso de leche distinta a la de su madre,todo contraría y retarda en ellos los primeros progresos de lanaturaleza. La aplicación que se les exige sobre mil cosas enlas cuales tienen que tener fija continuamente su atención,mientras que no se da ningún ejercicio a sus fuerzas corporales,puede también trabar considerablemente su crecimiento; demodo que si, en lugar de sobrecargar y fatigar desde el princi-pio sus espíritus de mil maneras, se dejara que ejercitasen sucuerpo en los movimientos continuos que la naturaleza pareceexigirles, es de creer que estarían mucho antes en condición deandar, de accionar y de atender por sí mismos a sus necesida-des.

4.ª En fin, Locke prueba, cuando más, que podría muy bienexistir en el hombre un motivo de seguir unido a la mujercuando ésta tiene un hijo; pero no prueba de ningún modo queha debido unirse a ella antes del parto y durante los nuevo me-ses de su embarazo. Si una mujer es indiferente al hombre du-rante esos nueve meses y si aun llega a no reconocerla, ¿porqué la va a ayudar después del parto?¿Por qué va a ayudarla acriar un niño que no sabe si le pertenece enteramente y cuyonacimiento no ha resuelto ni previsto? Locke supone evidente-mente de qué se trata, pues no es cuestión de saber por qué elhombre sigue unido a la mujer después del alumbramiento,sino por qué se une a ella después de la concepción. Satisfechoel apetito sexual, el hombre no tiene necesidad de la mujer ni lamujer del hombre. Éste no tiene la menor preocupación ni talvez la menor idea de las consecuencias de su acto. Cada uno se

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va por su lado, y no hay la menor razón para suponer que alcabo de nueve meses recuerden haberse conocido, pues estaclase de memoria, por la cual un individuo da su preferencia aotro para el acto de la generación, exige, como pruebo en eltexto, más adelanto o corrupción en el entendimiento humanoque puede concebirse en el estado de animalidad de que aquí setrata. Cualquier mujer puede satisfacer tan bien como la otralos nuevos deseos del hombre, y otro hombre satisfacer a lamisma mujer, suponiendo que sienta el mismo apetito durantela preñez, de lo que puede razonablemente dudarse. Y si en elestado de naturaleza la mujer no siente la pasión amorosa des-pués de la concepción del hijo, la dificultad de su sociedad conel hombre hácese mucho mayor, porque entonces no necesita nidel hombre que la ha fecundado ni de otro alguno. No hay,pues, en el hombre ninguna razón para buscar la misma mujerni en la mujer para buscar el mismo hombre. El razonamientode Locke cae por tierra, y toda la dialéctica de este filósofo nole ha garantido contra la falta que Hobbes y otros han cometi-do. Tenían que explicar un hecho del estado natural, es decir,de un estado en que los hombres vivían aislados, en que ningúnhombre tenía motivo alguno para permanecer al lado de otro, niacaso los hombres de vivir al lado unos de otros, lo que todavíaes peor; y no han pensado en transportarse más allá de los si-glos de la sociedad, es decir, de estos tiempos en que los hom-bres tienen siempre una razón de permanecer unidos y en loscuales tal hombre tiene con frecuencia algún motivo para se-guir al lado de tal hombre o mujer.

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20 . Me guardaré mucho de embarcarme en las reflexionesfilosóficas que habría que hacer sobre las ventajas e inconve-nientes de esta institución de las lenguas. No es a mí a quien sepermite atacar los vulgares errores y el pueblo ilustrado respetademasiado sus prejuicios para soportar con paciencia mis pre-tendidas paradojas. Dejemos, pues, hablar a las gentes a quie-nes no se ha incriminado que osaran algunas veces tomar elpartido de la razón contra la opinión de la multitud. Nec quid-quam felicitati humani generis decederet, si, pulsa tot lingua-rum peste et confusione, unam artem callerent mortales, etsignis, motibus gestibusque, licitum foret quidvis explicare.Nunc vero ita comparatum est, ut animalium quoe vulgo brutacredentur melior longe quam nostra hac in parte videatur con-ditio utpote quae promptius, et forsan felicius, sensus et cogita-tiones suas sine interprete significent, quam ulli queant morta-les, praesertim si peregrino utantur sermone. (Is. Vossius, dePoemat. cant. et viribus rhythmi.)

21 . Platón, demostrando cómo las ideas de la cantidad discre-ta y sus relaciones son necesarias hasta en las menores artes, seburla con razón de los autores de su tiempo, que pretendían quePalamedes había inventado los números en el sitio de Troya,como si, dice el filósofo, Agamenón hubiera podido ignorarhasta entonces cuántas piernas tenía. Se comprende, en efecto,la imposibilidad de que la sociedad y las artes hubieran llegadoa donde se encontraban ya cuando el sitio de Troya si los hom-bres no hubieran usado los números y el cálculo; pero la nece-sidad de conocer los números antes que adquirir otros conoci-mientos hace difícil imaginar su invención. Una vez conocidoel nombre de los números es fácil explicar su sentido y excitarlas ideas que esos nombres representan; mas para inventarlosha sido preciso, antes de haberse familiarizado, por así decir,

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con las meditaciones filosóficas, ejercitarse en conocer a losseres por su sola esencia e independientemente de toda otrapercepción; abstracción muy penosa, muy metafísica, muy po-co natural y sin la cual, no obstante, esas ideas nunca se hubie-ran podido transferir de una especie o género a otro, ni losnúmeros hacerse universales. Un salvaje podía considerar sepa-radamente su pierna derecha y su pierna izquierda, y mirar am-bas bajo la idea indivisible de un par; pero no pensar que teníados, porque, una cosa es la idea representativa, que nos pintaun objeto, y otra la idea numérica, que lo determina. Todavíamenos podía calcular hasta cinco, y aunque poniendo una manosobre otra hubiera podido observar que los dedos se corres-pondían exactamente, estaría lejos de pensar en su igualdadnumérica; no sabía mucho mejor el número de sus dedos que elde sus cabellos, y si, después de haberle hecho comprender quéson los números, alguien le hubiera dicho que en los pies teníaigual número de dedos que en la mano, hubiese quedado segu-ramente sorprendido, al hacer la comparación, viendo que eraverdad.

22 El aoristo es cierto tiempo verbal de la conjugación griega.

23 . «Hasta tal punto les es a ellos más provechosa la igno-rancia de los vicios que a los otros el conocimiento de la vir-tud.» (Justin., Historia, lib. III, cap. II.)

24 No deben confundirse el amor propio y el amor de sí mismo,dos pasiones muy diferentes por su naturaleza y por sus efec-tos. El amor de sí mismo es un sentimiento natural que lleva atodos los animales a velar por su conservación, y que, guiadoen el hombre por la razón y la piedad, produce la humanidad y

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la virtud. El amor propio no es más que un sentimiento relati-vo, ficticio, nacido en la sociedad, que lleva a cada individuo ahacer más caso de sí que de nadie, que inspira a los hombrestodo el mal que se hacen mutuamente y que es la fuente verda-dera del honor.

Dicho esto, sostengo que en nuestro estado primitivo, ennuestro verdadero estado natural, el amor propio no existe,porque, considerándose cada hombre en particular como elúnico espectador que le contempla, como el único ser en eluniverso que se interesa por él, como el juez único de su propiomérito, no es posible que un sentimiento que tiene su origen encomparaciones que él no está en situación de hacer pueda ger-minar en su alma. Por igual razón, este hombre no podrá sentirni odio ni deseos de venganza, pasiones que sólo pueden nacerde nuestra opinión ante una ofensa recibida, y como es el des-precio o la intención de dañar, y no el mal, lo que constituye laofensa, los hombres que no saben ni estimarse ni compararsepueden hacerse mutuas violencias cuando buscan con ellasalguna ventaja, pero nunca ofenderse. En una palabra: el hom-bre, no mirando a sus semejantes sino como podía mirar a losanimales de otra especie cualquiera, puede arrebatar la presa almás débil o ceder la suya al más fuerte, considerando estasrapiñas como hechos naturales, sin el menor movimiento deinsolencia o desprecio y sin más pasión que el dolor o la alegríade un buen o mal resultado.

25 Bernardo de Mandeville, médico y escritor holandés estableci-do en Inglaterra, muerto en 1733

26 «La Naturaleza, al darnos las lágrimas, muestra que ha otor-gado al hombre un corazón compasivo.» (Juvenal, sát . XV.)

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27 Rousseau dice en el libro VIII de sus Confesiones que el re-trato de este filósofo corresponde a Diderot.

28 . Ictiófagos (del griego [ichthyophágos],

de [ichthýs], «pez», y [phágomai], «comer»), losque se alimentan de peces.

29 Es cosa muy notable que, después de tantos años como haceque los europeos se torturan en adaptar a los salvajes de diver-sas regiones del mundo a su manera de vivir, no hayan podidoganar uno sólo, ni aun en favor del cristianismo, pues nuestrosmisioneros hacen de ellos algunas veces cristianos, pero nuncahombres civilizados. Nada puede vencer su obstinada repug-nancia a adoptar nuestras costumbres y nuestro modo de vivir.Si esos pobres salvajes son tan desgraciados como se pretende,¿por qué inconcebible aberración del entendimiento rehúsanconstantemente civilizarse a nuestra semejanza o aprender avivir felices entre nosotros? Se lee en cambio en mil sitios quemuchos franceses y otros europeos se han refugiado volunta-riamente en esos pueblos y han pasado su vida entera sin poderabandonar esa extraña manera de vivir, y se ve a sensatos mi-sioneros recordar enternecidos los días tranquilos e inocentespasados entre esos pueblos tan despreciados. Si se respondeque carecen de luces suficientes para juzgar sanamente su esta-do y el nuestro, replicaré que la apreciación de la felicidad esmás bien asunto del sentimiento que de la razón. Por otra parte,esa objeción se vuelve contra nosotros con mayor fuerza, pueshay más distancia de nuestras ideas al estado de espíritu en quesería necesario hallarse para concebir el gusto que encuentran

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los salvajes en su modo de vivir, que entre las ideas de los sal-vajes y las que pueden hacerle comprender nuestra existencia.En efecto: después de algunas observaciones pueden ver fácil-mente que nuestros esfuerzos se encaminan a dos únicos obje-tos; a saber, para sí, las comodidades de la vida, y la considera-ción de los demás. Pero ¿de qué manera podemos nosotrosimaginar la especie de placer que experimenta un salvaje pa-sando una vida solo, en medio de los bosques, o pescando, osoplando en una mala flauta sin saber sacar nunca ni un solotono y sin preocuparse de aprenderlo?

Varias veces se han llevado salvajes a París, a Londres yotras ciudades; se ha corrido a deslumbrarlos con nuestro lujo,nuestras riquezas y nuestras artes más útiles y curiosas; todoesto no ha excitado nunca en ellos sino una admiración estúpi-da, sin el menor movimiento de deseo. Recuerdo, entre otras, lahistoria de un jefe de algunos americanos septentrionales quefue conducido a la corte de Inglaterra hace una treintena deaños. Se le presentaron mil cosas para hacerle un presente quepudiera agradarle, sin hallar nada que pareciera interesarle.Nuestras armas le parecían pesadas e incómodas, nuestros za-patos le herían los pies, nuestros vestidos le molestaban; todolo rechazaba. Por fin se advirtió que, habiendo tomado unamanta de lana, parecía que le agradaba cubrir con ella su espal-da. «Convendréis -le dijeron en seguida- en la utilidad de esteobjeto.» « Sí -respondió-, me parece tan bueno como una piel.»Pero no hubiera dicho esto siquiera si hubiese llevado una yotra bajo la lluvia.

Tal vez se me diga que la costumbre, sujetando a uno a sumanera de vivir, impide a los salvajes apreciar lo que hay debueno en la nuestra; pero, en tal caso, debe parecer por lo me-nos extraordinario que la costumbre tenga más fuerza paramantener a los salvajes en el goce de su miseria que a los euro-

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peos en el disfrute de su felicidad. Para oponer a esta últimaobjeción una respuesta a la cual nada se pueda replicar, sinacudir al ejemplo de los jóvenes salvajes que vanamente se haintentado civilizar, sin hablar de los groenlandeses e islandesesque se ha intentado educar y alimentar en Dinamarca, y que latristeza o la desesperación hicieron perecer, sea de languidez,sea en el mar por intentar volver a nado a sus países, me con-tentaré con citar un solo ejemplo bien probado, que ofrezcopara su examen a los admiradores de la civilización europea:

«Todos los esfuerzos de los misioneros holandeses del Cabode Buena Esperanza no han podido convertir a un solo hotento-te. Van der Stel, gobernador del Cabo, cogió a uno en su infan-cia y le hizo educar en los principios de la religión cristiana yen la práctica de los usos de Europa. Se le vistió lujosamente,se le enseñaron varias lenguas, y sus progresos respondieronadmirablemente a los cuidados puestos en su educación. Elgobernador, esperando mucho de su espíritu, le envió a las In-dias con un comisario general, que le empleó útilmente en losasuntos de la Compañía. Después de la muerte del comisariovolvió al Cabo. Algunos días después, en una visita que hizo aalgunos hotentotes parientes suyos, tomó la decisión de despo-jarse de sus vestidos europeos y cubrirse con la piel de unaoveja. Así volvió al fuerte, con un paquete que contenía susanteriores ropas, y presentándolas al gobernador, le dijo: Tenedla bondad, señor de tener presente que renuncio para siemprea estos vestidos; renuncio también por toda mi vida a la reli-gión cristiana; he resuelto vivir y morir en la religión, en lascostumbres y usos de mis antepasados. La única gracia que ospido es que me dejéis el collar y el machete que llevo; losguardaré como recuerdo vuestro. En el acto, sin esperar la res-puesta de Van der Stel, emprendió la huida, y jamás volvió alCabo.» (Historia de los viajes, tomo V, pág. 175.

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30 Se me podría objetar que, en un desorden semejante, loshombres, en lugar de exterminarse sañudamente, se hubierandispersado si no hubiese habido límites a su dispersión. Pero,en primer lugar, estos límites hubiesen sido al menos los delmundo, y si se piensa en la excesiva población que resulta delestado natural, se comprenderá que la tierra, en ese estado, nohabría tardado en quedar cubierta de hombres, forzados de talmodo a vivir reunidos. Por otra parte, se habrían dispersado siel mal hubiese sido rápido, un cambio del día a la mañana; peronacían bajo el yugo, estaban habituados a llevarlo, aunque sent-ían su peso, y se contentaban con esperar la ocasión de sacudir-lo. En fin: acostumbrados ya a mil comodidades, que los forza-ban a vivir agrupados, la dispersión no era tan fácil como enlos primeros tiempos, en los cuales, no teniendo nadie necesi-dad sino de sí mismo, cada uno tomaba su partido sin esperar elconsentimiento de los demás.

31 «Espantado por tan extraño suplicio, rico e indigente al mis-mo tiempo, desea librarse de las riquezas y odia lo que antespidiera.»

32 El mariscal de Villars contaba que en una de sus campañas,haciendo sufrir y murmurar al ejército las excesivas bribonadasde un abastecedor de víveres, le amonestó duramente y le ame-nazó con hacerlo colgar. «Esta amenaza no me afecta -le con-testó con arrogancia el granuja-, y tengo la satisfacción de deci-ros que no se cuelga fácilmente a un hombre que dispone decien mil escudos.» «No sé cómo se las arregló -añadía inge-nuamente el mariscal-, pero, en efecto, no fue colgado, aunquelo merecía cien veces.»

33 . «Llaman paz a la más desdichada servidumbre.»

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34 . Traité des droits de la reine très-chrétienne sur diversEtats de la monarchie d'Espagne, 1677.

35 . Juan Barbeyrac, jurisconsulto francés, autor de numero-sas obras, muy estimadas en su tiempo, sobre el derecho públi-co (1674-1729). John Locke, filósofo inglés; ocupó diferentescargos públicos y escribió diversas obras, entre ellas su célebreEnsayo sobre el entendimiento humano (1632-1704). SamuelPuffendorf, escritor e historiador alemán del siglo XVII (1632-1694).

36 El francés seigneur y el español señor tienen la misma eti-mología, latín senior, comparativo de senex, viejo, anciano.También era título de distinción. Gerontes era el nombre que sedaba en Esparta a los ancianos que componían el senado, esdecir, un Consejo de ancianos compuesto de treinta miembros.Según Seignobos, «eran hombres de las principales familias,elegidos por el siguiente procedimiento: el pueblo se reunía;los candidatos desfilaban uno después de otro ante la muche-dumbre, que los aclamaba al pasar. Allí cerca, en una cabaña,unos ancianos escuchaban las aclamaciones sin ver nada y de-claraban cuál había sido la más fuerte. El candidato más fuer-temente aclamado era el elegido y permanecía en el cargo hastasu muerte.

37 La justicia distributiva se opondría a esta rigurosa igualdaddel estado de naturaleza, aun cuando fuera practicable en lasociedad civil; y como todos los miembros del Estado le debenservicios proporcionados a su inteligencia y a sus fuerzas, losciudadanos, a su vez, deben ser distinguidos en proporción asus servicios. En este sentido hay que entender un pasaje deIsócrates en el que éste alaba a los primeros Atenienses porhaber sabido distinguir cuál era la más ventajosa de ambas cla-

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ses de igualdad, una de las cuales consiste en dar parte indife-rentemente a todos los ciudadanos en todas las ventajas, y laotra, en distribuirlas conforme al mérito de cada uno. Esoshábiles políticos, añade el orador, rechazando esa injusta igual-dad que no establece diferencia alguna entre los malvados y laspersonas de bien, se adhirieron inviolablemente a aquella querecompensa y castiga a cada uno según su mérito. Pero, enprimer lugar, nunca ha existido sociedad alguna, sea cualquierael grado de corrupción a que haya podido llegar, en la que nose hiciera alguna distinción entre los malvados y las personasde bien; y en materia de costumbres, en la cual la ley no puedefijar una medida suficientemente exacta para que sirva de reglaal magistrado, muy sabiamente le veda, para no dejar a su dis-creción la suerte o el rango de los ciudadanos, el juicio de laspersonas, dejándole sólo el de los actos. Únicamente unas cos-tumbres tan puras como las de los antiguos romanos puedensoportar la existencia de censores; entre nosotros, semejantestribunales habrían trastornado todo en seguida. El derecho deestablecer una diferencia entre el malvado y el hombre de biencorresponde a la opinión pública. El magistrado sólo es juezdel derecho riguroso; el pueblo es el verdadero juez de las cos-tumbres, juez íntegro y aun esclarecido sobre este punto, quealgunas veces es engañado, pero nunca corrompido. La cate-goría de los ciudadanos debe ser determinada, no por sus méri-tos personales, que sería dejar a los magistrados el medio deaplicar casi arbitrariamente la ley, sino por los servicios realesque prestan al Estado, los cuales son susceptibles de una apre-ciación más exacta.

38 «Si me ordenas hundir el hierro en el pecho de un her-mano, en la garganta de un padre o en las entrañas de una espo-sa cercana a ser madre, yo forzaré mi mano a obedecerte.»

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39 . «Para el cual no hay ninguna esperanza de honradez.»

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