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www.ecdotica.com 1 Johnny el Oso Por John Steinbeck La aldea de Loma está situada, como su propio nombre indica, sobre una pequeña colina redondeada que se alza como una isla a la entrada del valle de Salinas, en California central. Hacia el norte y el oeste del pueblo se extienden kilómetros y kilómetros cuadrados de aguas negras y pantanosas. Pero hacia el sur, esos pantanos habían sido desecados. El resultado de este drenaje fue la aparición de una fertilísima tierra de cultivos, una tierra negra tan rica que las lechugas y las coliflores alcanzaban allí tamaños gigantescos. Los propietarios de las tierras pantanosas que se extendían al norte del poblado decidieron desecarlas siguiendo el ejemplo de sus vecinos del sur. A tal fin, se reunieron y formaron una cooperativa. Yo trabajo para la empresa a la que fue encomendada la tarea de construir el canal que debía atravesar los nuevos terrenos de cultivo. Cuando llegó la excavadora flotante, la descargamos y la montamos e, inmediatamente, se empezó a abrir un foso a todo lo largo del pantano. Intenté, durante una temporada, vivir en los barracones flotantes, con el resto de la dotación. Pero los mosquitos, que se dejaban caer sobre el campamento en forma de densas nubes, y la pestilente neblina que crecía cada noche de las aguas del pantano y se quedaba pegada a la superficie de la tierra, me empujaron a tomar la decisión de trasladarme a la aldea de Loma y alquilar allí una habitación amueblada, la más mísera y triste que haya visto jamás, en la casa de la señora Ratz. Debería haber mirado otras, pero la sola idea de que mi correspondencia quedara al cuidado de la señora Ratz me hizo inclinarme por ésta. Después de todo, yo sólo tendría que ir a ese cuarto frío y desnudo para dormir. Las comidas las hacía en el comedor del campamento flotante. Loma no tenía más de doscientos habitantes. La iglesia metodista estaba situada en el lugar más alto de la colina; la aguja de su torre era visible a varias millas de distancia. Dos tiendas de comestibles, una ferretería, el antiguo Masonic Hall y el bar El Búfalo constituían los únicos edificios públicos del lugar. En la falda de la colina se encontraban las casas de madera en las que Cuento del Mes

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Johnny el Oso

Por John Steinbeck  

La  aldea  de  Loma  está  situada,  como  su  propio  nombre  indica,  sobre  una  pequeña  colina 

redondeada que se alza como una isla a la entrada del valle de Salinas, en California central. Hacia 

el norte y el oeste del pueblo se extienden kilómetros y kilómetros cuadrados de aguas negras y 

pantanosas. Pero hacia el sur, esos pantanos habían sido desecados. El resultado de este drenaje 

fue la aparición de una fertilísima tierra de cultivos, una tierra negra tan rica que las lechugas y las 

coliflores alcanzaban allí tamaños gigantescos. 

Los  propietarios  de  las  tierras  pantanosas  que  se  extendían  al  norte  del  poblado  decidieron 

desecarlas  siguiendo  el  ejemplo de  sus  vecinos del  sur. A  tal  fin,  se  reunieron  y  formaron una 

cooperativa. Yo trabajo para  la empresa a  la que fue encomendada  la tarea de construir el canal 

que  debía  atravesar  los  nuevos  terrenos  de  cultivo.  Cuando  llegó  la  excavadora  flotante,  la 

descargamos y  la montamos e,  inmediatamente,  se empezó a abrir un  foso a  todo  lo  largo del 

pantano.  

Intenté, durante una  temporada,  vivir  en  los barracones  flotantes,  con  el  resto de  la dotación. 

Pero  los mosquitos, que  se dejaban caer  sobre el campamento en  forma de densas nubes, y  la 

pestilente  neblina  que  crecía  cada  noche  de  las  aguas  del  pantano  y  se  quedaba  pegada  a  la 

superficie de  la  tierra, me empujaron a  tomar  la decisión de  trasladarme a  la aldea de  Loma y 

alquilar allí una habitación amueblada, la más mísera y triste que haya visto jamás, en la casa de la 

señora Ratz. Debería haber mirado otras, pero la sola idea de que mi correspondencia quedara al 

cuidado de la señora Ratz me hizo inclinarme por ésta. Después de todo, yo sólo tendría que ir a 

ese  cuarto  frío  y  desnudo  para  dormir.  Las  comidas  las  hacía  en  el  comedor  del  campamento 

flotante. 

Loma no tenía más de doscientos habitantes. La  iglesia metodista estaba situada en el  lugar más 

alto  de  la  colina;  la  aguja  de  su  torre  era  visible  a  varias millas  de  distancia.  Dos  tiendas  de 

comestibles,  una  ferretería,  el  antiguo Masonic  Hall  y  el  bar  El  Búfalo  constituían  los  únicos 

edificios públicos del lugar. En la falda de la colina se encontraban las casas de madera en las que 

Cuento del  Mes

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residía la población, y en los fértiles llanos que se extienden hacia el sur se hallaban las granjas de 

los terratenientes, pequeñas propiedades rodeadas, por lo general, de altos setos de cipreses que 

servían para protegerlas de los fuertes vientos vespertinos. 

Al caer  la tarde no había nada que hacer en Loma, aparte de darse una vuelta por El Búfalo, un 

viejo inmueble hecho de tablones, con puertas como de saloon de época y un porche con suelo de 

madera. Ni la Ley Seca ni la derogación de la Ley Seca habían hecho variar un ápice sus ganancias, 

sus clientes o  la calidad de su whisky. No había habitante de sexo masculino de Loma, mayor de 

quince años, que no se pasara, al menos una vez a  lo  largo de  la noche, por el bar El Búfalo, se 

tomara alguna copa, charlara un rato y se volviera luego a casa. 

Carl el Gordo, el propietario y camarero del bar, recibía gustoso a  los  forasteros, siempre con  la 

misma  flemática  hosquedad  que,  no  obstante,  inspiraba  familiaridad  y  afecto.  Su  cara  era 

desabrida, el  tomo de  su voz abiertamente hostil y  sin embargo... No  tengo ni  idea de cómo  lo 

hacía. Desde  luego, si sé que me sentí agasajado cuando Carl el Gordo me conoció  lo suficiente 

bien  como  para  mirarme  con  su  cara  de  cerdo  amargado  y  preguntarme,  con  un  punto  de 

impaciencia: 

–¿Qué le pongo? 

Siempre hacía la misma pregunta, a pesar de que sólo servía whisky y, además, de una sola marca. 

Yo había  llegado a ver cómo se negaba a echar un chorro de  limón en el vaso de whisky de un 

forastero. A Carl el Gordo no le gustaban las tonterías. Llevaba siempre encima un enorme paño, 

que se ataba a la cintura a modo de mandil y con el que se pasaba el tiempo secando los vasos a 

todo lo largo de la barra. El suelo del bar era de madera y estaba siempre cubierto por una capa de 

serrín;  la  barra  era  un  antiguo mostrador  de  tienda,  las  sillas  estrechas  y  durísimas;  la  única 

decoración del  local  la  constituían un puñado de  fotografías,  tarjetas  y  carteles pegados en  las 

paredes,  que  representaban  candidatos  de  pasadas  elecciones  municipales,  viajantes  y 

subastadores. Algunos de estos papelotes eran muy viejos. Así,  todavía estaban allí colgadas  las 

tarjetas de campaña de reelección del sheriff Rittal, que había muerto siete años atrás. 

El nombre de bar El Búfalo  suena,  incluso  a mí,  a  lugar espantoso. Pero  cuando, por  la noche, 

caminabas calle abajo sobre las aceras de madera, dándote en la cara las espesas nubes de sucia 

niebla procedente del pantano, abrías las puertas del viejo saloon del local de Carl el Gordo y veías 

a  los hombres sentados en  las mesas, hablando y bebiendo, y Carl el Gordo que se te acercaba, 

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aquello era para ti como el mismísimo paraíso. Habrías hecho cualquier cosa con tal de no salir de 

allí a enfrentarte con la nauseabunda niebla de la noche. 

Se organizaban partidas amistosas de póker. Timothy Ratz, el marido de mi casera, se pasaba el 

tiempo haciendo solitarios y haciéndose trampas a sí mismo, porque se había prometido tomar un 

vaso de whisky  cada  vez que  consiguiera  terminar uno.  Lo he  llegado  a  ver  acabar hasta  cinco 

partidas seguidas de ese modo. Cuando ganaba, ordenaba cuidosamente las cartas sobre la mesa 

y caminaba dignamente hacia  la barra. Carl el Gordo, con un vaso ya medio  lleno antes de que 

llegara, le preguntaba invariablemente: 

–¿Qué le pongo? 

–Whisky –respondía siempre Timothy con toda solemnidad. 

En aquel alargado  local,  los asiduos, hombres procedentes tanto de  las granjas como del pueblo, 

se  sentaban  en  las  estrechas  y  duras  sillas  o  se  quedaban  apoyados  sobre  el  viejo mostrador. 

Siempre  había  allí  un  suave  y  monótono  murmullo  de  conversaciones,  excepto  cuando  se 

aproximaban  elecciones  o  importantes  combates  de  boxeo.  En  esos  casos,  se  solían  escuchar 

discusiones en voz alta destacándose por encima del cuchicheo general. 

Yo odiaba profundamente tener que salir de allí, enfrentarme a la húmeda noche escuchando a lo 

lejos, por el lado de los pantanos, el zumbido de la perforadora diesel y el sonido metálico de los 

mecanismos de drenaje, y tener que caminar lentamente hacia mi desangelada habitación en casa 

de la señora Ratz. 

Muy poco después de mi llegada a Loma, trabé amistad con Mae Romero, una guapísima mujer de 

ascendencia mexicana. Algunas tardes paseaba con ella por la parte sur de la colina, hasta que la 

desagradable niebla nos obligaba a regresar al pueblo. Y después de haberla acompañado hasta su 

casa, me pasaba por El Búfalo un rato más.  

Una noche estaba en el bar hablando con Alex Hartnell, que es propietario de una pequeña granja 

muy bonita situada al sur de  la colina. Estábamos hablando de  la pesca de  la  lubina, cuando  las 

puertas se abrieron de par en par y volvieron a cerrarse rebotando en sus goznes. Inmediatamente 

se hizo el silencio entre los hombres. Alex me dio un ligero codazo y me dijo: 

–Ése es Johnny el Oso. 

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Yo me  volví  a mirar.  Su nombre  lo describía perfectamente, mucho mejor de  lo que  yo puedo 

hacerlo.  Tenía  el  aspecto de un  gigantesco, bobo  y  sonriente oso.  Su  cabeza,  cubierta por una 

espesa mata de pelo negro, estaba inclinada hacia adelante y sus largos brazos colgaban a ambos 

lados de su corpachón como si fuera un animal que normalmente anduviera a cuatro patas y se 

hubiera  puesto  sobre  dos  sólo  para  hacer  una  pirueta.  Sus  piernas  eran  cortas  y  arqueadas,  y 

terminaban en unos extraños pies de  forma  totalmente cuadrada. Estaba vestido con un overol 

vaquero  de  color  azul  oscuro,  pero  iba  descalzo;  no  parecía  que  sus  pies  estuvieran  heridos  o 

tuvieran deformaciones.  Simplemente eran  cuadrados,  tan anchos  como  largos. Se quedó  justo 

enfrente de la puerta, y los colgantes brazos le balanceaban suavemente, como suelen hacerlo los 

tontos.  En  su  cara  se  dibujaba  una  estúpida  sonrisa  de  felicidad.  Avanzó  y,  por  su  inmenso 

volumen y su torpeza, más bien parecía arrastrarse que caminar. No se movía como una persona, 

sino como algún tipo de alimaña nocturna. Cuando hubo  llegado a  la barra, se detuvo, paseando 

expectante sus pequeños ojos brillantes por los rostros de los presentes, y preguntó: 

–¿Whisky? 

Loma  no  era  un  lugar  que  se  caracteriza  precisamente  por  su  esplendidez.  Allí  un  hombre  no 

invitaba  a  otro  hasta  que  estuviera  totalmente  seguro  de  que  sería  correspondido 

inmediatamente. Por eso, me quedé muy sorprendido cuando uno de  los hombres se adelantó y 

depositó  silenciosamente  una moneda  sobre  el mostrador.  Carl  el  Gordo  rellenó  un  vaso.  El 

monstruo lo cogió y engulló el whisky de un solo trago. 

–Pero ¿qué diablos...? –empecé a exclamar. Pero Alex me interrumpió con un codazo. 

–Chis... 

Entonces,  dio  comienzo  un más  que  curioso  numerito.  Johnny  el Oso  se  fue  hacia  la  puerta  y 

empezó  a  renquear de nuevo hacia  la barra.  La  sonrisa de  idiota no desapareció de  su  rostro. 

Cuando estuvo en el centro del local, se tumbó boca abajo. De su garganta surgió una voz que me 

resultó bastante familiar. 

–Pero tú eres demasiado guapa como para vivir en un pueblo tan sucio y miserable como éste. 

El tono de la voz se elevó, y ésta se tornó en algo parecido a la de una mujer, con una leve traza de 

acento extranjero. 

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–Usted sólo quiere seducirme. 

Estoy  seguro  de  que  faltó  poco  para  que me  desmayara.  La  sangre me  latía  con  fuerza  en  el 

interior de los oídos. Me puse colorado como un tomate. La voz que había salido de la garganta de 

Johnny el Oso era ni más ni menos que  la mía. Tenía exactamente  la misma entonación y había 

pronunciado las mismas palabras. La otra voz era la de de Mae Romero, idéntica a la original. Si no 

hubiera  visto  que  la  voz  salía  de  aquel  engendro  tumbado  boca  abajo  en  el  suelo,  habría 

empezado  a  buscar  a Mae  con  la mirada.  La  conversación  continuó.  Hay  frases  que  parecen 

realmente estúpidas  cuando  las pronuncia otra persona.  Johnny el Oso  siguió hablando o, más 

bien, su garganta siguió emitiendo sonidos  inteligibles. Poco a poco,  las miradas de  los hombres 

del bar habían  ido desplazándose de Johnny el Oso hacia mí. Me hacían muecas sonrientes, y yo 

no podía hacer nada para  salir de  aquella  situación.  Sabía que,  si hubiera  intentado detener  a 

Johnny el Oso, me  las habría  tenido que  ver  con  todos ellos. Así que  tuve que permitir que  la 

escena  llegase a  su  fin. Cuando por  fin  terminó, me  sentí muy aliviado porque Mae no  tuviese 

hermanos  en  el  pueblo.  Eran  tan  ridículas,  tan  banales  y  tan  forzadas  las  palabras  que  habían 

salido de la garganta de aquel monstruo... 

Una vez que hubo acabado su perorata, Johnny el Oso se puso de pie, con aquella estúpida sonrisa 

de memo en el rostro, y preguntó de nuevo: 

–¿Whisky? 

Creo  que  los  hombres  del  bar  sentían  compasión  de mí.  Dejaron  de mirarme  fijamente  y  se 

pusieron a hablar  forzadamente unos con otros.  Johnny el Oso  se  fue hacia  la parte  trasera del 

local, se metió debajo de una mesa redonda de juego, se tumbó allí, enroscado como un perro, y 

se echó a dormir. 

Alex Hartnell me miraba compadecido: 

–¿Es la primera vez que lo oyes? 

–Sí. ¿Quién diablos es ese monstruo? 

Alex ignoró al principio mi pregunta. 

–Si estás preocupado por  la  reputación de Mae, olvídalo.  Johnny el Oso  la ha  seguido  ya otras 

veces. 

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–Pero ¿cómo pudo oír nuestra conversación? Yo no lo vi por allí. 

–Nadie puede ver u oír a Johnny el Oso cuando está espiando. Es capaz de moverse sin hacer el 

más mínimo ruido. ¿Sabes  lo que hacen  los  jóvenes del pueblo cuando han quedado con alguna 

chica? Se llevan un perro. Los perros le tienen miedo a Johnny y pueden olerlo cuando se acerca. 

–¡Santo Dios! Esas voces... 

Alex asintió con la cabeza. 

–Ya.  Ya  lo  sé. Algunos  de  nosotros  escribimos  hace  tiempo  a  la  universidad  contándoles  lo  de 

Johnny; y mandaron a un joven profesor. Cuando lo examinó, nos contó lo de Tom el Ciego. ¿Has 

oído hablar alguna vez de Tom el Ciego? 

–¿Aquel pianista negro de jazz? Sí He oído cosas sobre él.  

–Eso es. Tom el Ciego era un deficiente mental. Apenas podía hablar, pero era  capaz de  imitar 

cualquier melodía  que  escuchara  al  piano,  por muy  larga  que  fuera.  Le  hicieron  pruebas  con 

músicos virtuosos, y era capaz de reproducir incluso las características más personales de su estilo 

de  tocar.  Para  pillarlo,  introdujeron  errores  casi  imperceptibles,  pero  Tom  también  imitaba  los 

errores.  Era  como  si  fotografiara  hasta  el más mínimo  detalle  de  las melodías.  Bueno.  Pues  a 

Johnny el Oso le pasa lo mismo, sólo que él fotografía las voces y las palabras. El profesor le hizo 

una  prueba  con  un  largo  pasaje  en  griego  y  Johnny  lo  reprodujo  exactamente. No  conoce  las 

palabras que está pronunciando, simplemente  las suelta. No  tiene cerebro suficiente como para 

construir frases, así que sabemos que lo que dice no es ni más ni menos que lo que ha oído. 

–Pero ¿por qué lo hace? ¿Qué interés puede tener en ir por ahí escuchando las conversaciones de 

los demás, si no las entiende? 

Alex lió un cigarro y lo encendió. 

–Él no saca nada de esas conversaciones, pero le gusta el whisky. Sabe que si espía a través de las 

ventanas y  luego viene aquí y  repite  lo que haya oído, alguien  le  invitará a un vaso de whisky. 

Antes, intentaba captar las conversaciones de la señora Ratz en la carnicería, o las discusiones de 

Jerry Noland con su madre. Pero ya no puede conseguir whisky por eso. 

–Lo extraño es que nadie le haya pegado un tiro mientras estaba espiando por alguna ventana. 

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Alex dio una calada a su cigarro. 

–Ya lo ha intentado un montón de gente, pero es imposible ver a Johnny el Oso, y nunca lo puedes 

pillar con las manos en la masa. Sólo te queda cerrar las ventanas y hablar en voz muy baja, si no 

quieres  que  él  se  entere  y  venga  aquí  a  contarlo  todo.  Has  tenido  suerte  de  que  esta  noche 

estuviera muy oscuro. Si no, también habría imitado tus gestos y tus acciones. Tendrías que haber 

visto a Johnny el Oso intentado poner la cara de una jovencita. No es precisamente primoroso. 

Miré hacia la figura que yacía tumbada bajo la mesa. Johnny el Oso daba la espalda al local. La luz 

caía sobre su negra melena. Vi que una enorme mosca se posaba sobre su cabeza y juraría que vi 

también  cómo  todo  su  cuero  cabelludo  se  estremecía,  de  la misma manera  que  la  piel  de  los 

caballos tiembla para espantar a las moscas. La mosca se posó de nuevo sobre él y la piel volvió a 

vibrar. Yo también sentí un estremecimiento a lo largo del cuerpo. 

Las conversaciones en el  interior del bar habían vuelto a caer en  la misma monotonía de antes. 

Carl  el Gordo había pasado  los últimos diez minutos  secando un  vaso  con el paño que  llevaba 

siempre encima. Los componentes de un pequeño corro de clientes que había cerca de mí estaban 

hablando de perros y gallos de pelea y, poco a poco,  la conversación se  fue desviando hacia  las 

corridas de toros. 

Alex, a mi lado, propuso: 

–¡Venga! Vamos a tomar algo. 

Nos aproximamos al mostrador. Carl el Gordo sacó dos vasos. 

–¿Qué les pongo? 

Ninguno de  los dos respondimos. Carl  llenó  los dos vasos de whisky. Me miró hoscamente y uno 

de  sus  carnosos  párpados  se  cerró  en  un  solemne  guiño.  No  sé  por  qué,  pero me  sentí muy 

halagado en ese momento. La cabeza de Carl señaló hacia la mesa redonda de juego. 

–Le pilló, ¿verdad? 

Le guiñé un ojo. 

–Otra vez iré con un perro –respondí intentando imitar sus frases cortas y concisas. 

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Nos bebimos el whisky y volvimos a nuestras  sillas. Timothy Ratz ganó una partida de  solitario, 

amontonó las cartas y se acercó a la barra. 

Volví a mirar hacia la mesa de juego de Johnny. Seguía allí, ahora despierto y tumbado boca abajo. 

Su  sonriente  rostro  de  idiota  estaba  vuelto  hacia  el  local. Movió  la  cabeza mirando  en  todas 

direcciones, como un animal cuando está a punto de salir de su madriguera. Entonces, se arrastró 

fuera de la mesa y se puso de pie. Había una curiosa paradoja en sus movimientos: Johnny el Oso 

tenía un aspecto de pesado y contrahecho, no obstante, se movía sin esfuerzo aparente. 

Johnny atravesó el bar en dirección al mostrador, sonriendo a todos los hombres que había cerca 

de él. Al llegar a la barra, comenzó con sus preguntas quejumbrosas: 

–¿Whisky? ¿Whisky?  

Su súplica era como el canto de un pájaro. No sé qué clase de pájaro, pero lo he oído alguna vez, 

un canto de dos notas en escala ascendente que formaban las dos sílabas de su insistente petición: 

–¿Whisky? ¿Whisky?  

Las conversaciones  se  interrumpieron, pero nadie  se adelantó para depositar monedas  sobre el 

mostrador. Johnny sonrió implorante: 

–¿Whisky? 

Entonces  intentó  animar  a  sus  benefactores.  Una  voz  femenina  llena  de  enfado  surgió  de  su 

garganta. 

–Le digo que era todo hueso. Veinte centavos por media libra y la mitad era hueso. 

Y luego la de un hombre: 

–Sí, señora. Disculpe. No lo sabía. Le regalaré algunas salchichas para compensarla. 

Johnny el Oso miró expectante en todas direcciones. 

–¿Whisky? 

Ninguno de los clientes del bar se dignó a invitarlo. Johnny se arrastró hasta la puerta principal del 

local y se puso en cuclillas. 

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Yo pregunté: 

–¿Qué está haciendo ahora? 

Alex me respondió: 

–Chis... Está mirando por una ventana. ¡Escucha! 

Se oyó la voz de una mujer. Era una voz fría, segura. Las palabras que sonaron fueron: 

–No puedo entenderlo. ¿Eres un monstruo o algo así? Si no te hubiera visto, no lo habría creído. 

Otra voz de mujer le respondió. Ésta, en cambio, era grave y atormentada. 

–Puede que sea un monstruo. Pero no puedo evitarlo. No puedo. 

–Tienes que poder –retomó la voz fría–. Si no, lo mejor es que te mueras. 

De los labios cerrados y sonrientes de Johnny el Oso brotó un sollozo apagado, el lamento de una 

mujer desesperada. Miré a Alex. Estaba rígido, con los ojos abiertos como platos, y no pestañeaba. 

Despegué los labios para hacerle una pregunta, pero me detuvo. Paseé la mirada por todo el local. 

Los hombres estaban inmóviles y silenciosos. El sollozo cesó. 

–¿Has sentido esto alguna vez, Emalin? 

Alex contuvo la respiración al oír ese nombre. La voz fría respondió: 

–Por supuesto que no. 

–¿Ninguna noche? ¿No lo has sentido nunca en la vida? 

–Si  hubiera  sido  así  –sentenció  la  voz  fría–,  si  alguna  vez  hubiera  sentido  algo  así, me  habría 

desecho de esa parte de mí. Y ahora, déjate de gimotear, Amy. No estoy dispuesta a soportarlo 

más.  Si  no  logras  controlar  tus  nervios,  no  tendré más  remedio  que  someterte  a  tratamiento 

médico. Y ahora, vuelve a tus oraciones 

Johnny el Oso sonrió al canturrear su: 

–¿Whisky? 

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Dos hombres se adelantaron y, sin decir palabra, colocaron dos monedas sobre  la barra. Carl el 

Gordo llenó dos vasos y, cuando Johnny se los tragó, uno después de otro, rellenó un tercer vaso. 

Todo el mundo comprendió, por ese gesto, que estaba muy  interesado en  la historia. Porque  lo 

cierto es que nunca se bebía por cuenta de la casa en el bar El Búfalo. Johnny el Oso miró hacia los 

clientes sonriendo y comenzó a caminar arrastrándose como solía hacer. Las puertas se cerraron a 

la vez cuando salió, lentamente y sin hacer ningún ruido. 

La  conversación  ya  no  recomenzó.  Cada  uno  de  los  clientes  del  local  parecía  tener  la  cabeza 

ocupada  con  sus propios problemas. Uno a uno,  fueron  saliendo  todos de allí, y  las puertas, al 

cerrarse empujaban ligeras nubecillas de niebla hacia el interior del bar. Alex se levantó y caminó 

hacia la calle. Yo le seguí. 

La  noche  tenía  un  aspecto  sucio  bajo  aquella  densa  capa  de  maloliente  niebla,  que  parecía 

quedarse pegada a los edificios y sofocar el aire. Aceleré el paso para alcanzar a Alex. 

–¿Qué estaba diciendo? –le pregunté–. ¿De quién hablaba? 

Por un momento pensé que no me iba a contestar. Pero entonces se paró y se me quedó mirando. 

–¡Qué vergüenza! Verás. Cada pueblo  tiene  sus aristócratas, una  familia  irreprochable. Emalin y 

Amy Hawkins son nuestras aristócratas. Dos hermanas, mayores y solteras las dos, encantadoras. 

Su padre fue diputado. No me hace ninguna gracia que Johnny el Oso vaya por ahí hablando de sus 

cosas. No  está  bien.  ¡Caramba!  Ellas  le  dan  de  comer muchas  veces.  Los  del  bar  no  deberían 

haberlo  invitado  a whisky. Ahora  se  pasará  todo  el  tiempo  husmeando  por  la  casa  de  las  dos 

señoras... Ya sabe que puede conseguir whisky por ello. 

Yo pregunté: 

–¿Son parientes tuyas? 

–No. Pero  son  tan... No  son  como  la demás gente. Tienen  tierras al  lado de mi granja. En ellas 

trabajan  varios  grupos de  inmigrantes  chinos.  ¿Sabes? Me es difícil explicarlo.  Las Hawkins  son 

como símbolos. Son el ejemplo que ponemos a nuestros niños para..., vaya, para describirles  lo 

que significa ser bueno. 

–Sí. Pero Johnny el Oso no ha dicho nada que pudiera ofenderlas, ¿no? 

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–No lo sé. No sé que quería decir todo eso. En fin, me lo puedo imaginar. ¡Vaya! Tendrás que irte a 

dormir andando. No he traído el Ford. Yo voy a ir dando un paseo hasta mi casa. 

Se dio la vuelta y se perdió a paso rápido entre aquella niebla que se convulsionaba lentamente. 

Caminé hasta la casa de tablones de madera donde tenía alquilada mi habitación. Podía escuchar 

el rumor de la máquina diesel allá en el pantano y el sonido de la gran pala que iba tragándose la 

tierra cenagosa a su paso. Era sábado por  la noche. La perforadora se detendría a  las siete de  la 

mañana del domingo y no retornaría su trabajo hasta la medianoche de ese día. Podría decir, por 

el sonido que me llegaba, que todo iba bien. Subí las estrechas escaleras que llevaban a mi cuarto. 

Una vez que estuve metido en la cama, dejé encendida la luz y me puse a contemplar los insípidos 

y mortecinos dibujos del papel de  las paredes. Pensé en  las dos voces que habían  salido de  los 

labios  de  Johnny  el Oso.  Eran  voces  auténticas,  no  imitaciones.  Recordando  los  tonos  de  esas 

voces, era capaz de visualizar a  las dos mujeres que habían hablado: Emalin, con su voz gélida, y 

Amy,  con el  rostro desesperado y habitado por  la pena. Me pregunté qué era  lo que  la estaba 

haciendo  infeliz. ¿Sería únicamente el sufrimiento  solitario de una mujer ya madura? Eso  fue  lo 

que me pareció a mí, dado el inconmensurable terror que traslucía su voz. Me quedé dormido con 

la luz encendida y tuve que levantarme bien entrada la noche para apagarla. 

Hacia  las ocho de  la mañana del día siguiente, me acerqué a  la obra atravesando el pantano. Los 

obreros  estaban muy ocupados  sustituyendo  los  cables de  acero de  las máquinas.  Supervisé  la 

labor por un rato y a las once volví a Loma. En frente de la casa de madera de la señora Ratz, Alex 

Hartnell me estaba esperando sentado al volante de un Ford Modelo T. Me llamó: 

–Estaba a punto de ir a la obra a recogerte. He matado un par de pollos esta mañana. Y pensé que 

te gustaría venir a casa y echarnos una mano con ellos. 

Acepté encantado. Nuestro cocinero, un hombre grandote y pálido, era bastante bueno, dentro de 

lo que  cabe; pero, últimamente, había experimentado hacia él una  creciente antipatía. Fumaba 

enormes puros habanos en una boquilla de bambú. No me hacía ninguna gracia el modo en que 

sus  dedos  temblaban  por  la mañana.  Tenía  unas manos  blanquísimas,  del  color  de  las  de  una 

mariposa molinero. Por otro lado, nunca he llegado a comprender por qué se les llama así a esos 

pequeños  insectos voladores. En todo caso, subí al Ford, al  lado de Alex, y nos deslizamos por  la 

falda de la colina hacia las ricas tierras del sudoeste. El sol brillaba espléndido sobre la tierra negra. 

Cuando era pequeño, un chico católico me explicó que el sol siempre brilla los domingos, aunque 

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sólo sea por un momento, porque el domingo es el Día del Señor. Siempre me fijo para ver si es 

verdad aquello. 

Descendimos hacia la parte rellena, al pie de la colina. Alex gritó: 

–¿Te acuerdas de las Hawkins? 

–Por supuesto que me acuerdo. 

–Pues ésa es su casa –dijo señalando un poco más adelante. 

Se podía ver muy poco de  la casa a  través de  los altos setos de pinos cipreses que  la  rodeaban 

Debía de  tener un pequeño  jardín, aunque  sólo eran visibles el  techo y  las ventanas del último 

piso.  Pude  observar  que  la  casa  estaba  pintada  de  un  color marrón  claro  y  tenía  adornos  en 

marrón oscuro, un estilo muy utilizado en  las estaciones y  las escuelas de California. Había dos 

postigos en la parte delantera del seto. El granero estaba situado fuera de la barrera vegetal, en la 

parte  trasera de  la casa. El  seto había  sido podado hasta presentar una  forma cuadrada. Crecía 

increíblemente denso y fuerte. 

–El seto protege del viento –me gritó Alex por encima del ruido del motor del Ford. 

–Pero no protege del Johnny el Oso –respondí. 

Su rostro se volvió momentáneamente sombrío. Señaló con el brazo un edificio de forma cuadrada 

y color blanco que se hallaba en medio del campo. 

–Ahí es donde viven los colonos chinos. Buenos trabajadores. Sí, señor. Ya me gustaría a mí tener 

unos cuantos como ellos. 

En ese mismo momento, por detrás de una de las esquinas del seto, apareció un coche tirado por 

un caballo, dirigiéndose hacia  la carretera. El caballo gris era viejo, pero conservaba todavía una 

buena figura. El coche era casi brillante y tenía los arneses recién limpios. Había una enorme H de 

plata en  la parte exterior de cada una de sus portezuelas. Las riendas me parecieron demasiado 

cortas para un caballo tan viejo. 

Alex gritó: 

–Ahí las tienes, camino de la iglesia. 

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Nos  quitamos  los  sombreros  y  saludamos  a  las  dos  damas  con  una  ligera  reverencia  cuando 

pasaron por delante de nosotros. Ellas nos respondieron con una solemne  inclinación de cabeza. 

Pude  contemplarlas  perfectamente.  Y  ello  me  supuso  una  fuerte  impresión,  porque  tenían 

exactamente  el mismo  aspecto  que  yo  había  imaginado  que  tendrían.  Johnny  el Oso  era más 

monstruoso  todavía de  lo que pensé en un principio,  ya que era  capaz de describir  con  su  voz 

incluso el aspecto de las personas a las que imitaba. No tuve necesidad de preguntar cuál de ellas 

era Emalin y cuál Amy. Los ojos claros y duros,  la mandíbula angulosa y  rotunda,  la  línea de  los 

labios  cortada  con  la  precisión  de  un  diamante  y  la  espigada  figura  carente  de  curvas 

correspondían a Emalin. Amy era muy parecida a ella, pero muy distinta al mismo tiempo. Tenía 

unos  contornos  suaves,  unos  ojos  cálidos  y  unos  labios  carnosos.  Su  seno  era  generoso  y,  sin 

embargo, guardaba una gran semejanza con su hermana. Pero, mientras que los labios de Emalin 

eran  severos por naturaleza, Amy mantenía en  sus  labios una expresión  severa. Emalin  tendría 

cincuenta o cincuenta y cinco años, y Amy sería unos diez más  joven. Tuve sólo un  instante para 

contemplarlas. Después, nunca más  las volví a ver. Y parecerá extraño, pero no hay nadie en el 

mundo a quien conozca más profundamente que a aquellas dos mujeres. 

Alex me gritó: 

–¿Entiendes ahora lo que te dije sobre los aristócratas? 

Afirmé con la cabeza. Era bastante evidente. Una comunidad se debe sentir... segura, teniendo en 

su seno mujeres como aquéllas. Un lugar como Loma, con sus nieblas y con sus extensos pantanos 

semejantes a una horrible condena,  tenía necesidad, una absoluta necesidad, de seres como  las 

hermanas Hawkins. Unos pocos años de estancia en aquel lugar habrían bastado para afectar a la 

mente  de  cualquier  persona,  si  aquellas mujeres  no  estuvieran  allí  para  equilibrar  las  distintas 

fuerzas que actúan sobre los espíritus. 

Fue una comida muy agradable. La hermana de Alex frió el pollo en mantequilla y cocinó algunas 

otras con gran maestría, lo cual hizo aumentar mi desconfianza y antipatía hacia nuestro cocinero. 

Después, nos sentamos en el salón y bebimos un brandy excelente. Yo le comenté: 

–No entiendo cómo puedes ir a beber a El Búfalo. Este whisky es... 

–Ya lo sé –me respondió Alex–. Pero El Búfalo es la mente de Loma. Es nuestro periódico, nuestro 

teatro y nuestra sala de reuniones. 

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Y esto era tan cierto que, cuando Alex arrancó el Ford para llevarme de vuelta al pueblo, supe, al 

igual que él, que iríamos a El Búfalo a pasar allí una o dos horas en compañía. 

Estábamos casi llegando al pueblo. Las débiles luces del coche iluminaban la carretera. Otro coche 

se nos aproximaba atronando en dirección contraria. Alex dio un volantazo para situarse en medio 

de la carretera y se detuvo. 

–Es el doctor Holmes –me explicó. 

El coche que venía hubo de  frenar porque el nuestro, atravesado en  la carretera, no  le permitía 

seguir su camino. Alex gritó: 

–¿Qué hay, Doc? Oye, quería pedirte que echaras un vistazo a mi hermana. Tiene un bulto en  la 

garganta. 

El doctor Holmes le gritó a su vez: 

–Está bien, Alex. Iré a verla. Y ahora quita el coche de en medio, ¿eh? Que tengo prisa... 

Alex se quedó pensativo. 

–¿Quién está enfermo, Doc? 

–Bueno es que la señorita Amy ha tenido un pequeño desmayo. La señorita Emalin me ha llamado 

por teléfono y me ha pedido que me dé prisa. Así que quita el coche, me haces el favor. 

Alex hizo recular a su coche y le dejó paso al médico. Luego, seguimos nuestro camino. Yo estaba a 

punto de comentar que la noche estaba despejada cuando, al mirar hacia adelante, puede ver los 

jirones de niebla que, creciendo de las tierras pantanosas, iban extendiéndose por toda la colina y 

reptando como una serpiente en dirección a Loma. El Ford renqueó un poco más hasta detenerse 

por fin frente a El Búfalo. Entramos en el bar. 

Carl el Gordo se acercó donde estábamos, sin dejar de secar un vaso con el mandil. Escarbó debajo 

de la barra buscando la botella más próxima. 

–¿Qué les pongo? 

–Whisky. 

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Durante un momento, dio  la  impresión de que por su abotagado y hostil rostro se deslizaba una 

sutilísima sonrisa. El  local estaba  lleno. Todos mis compañeros en  las  tareas de drenaje estaban 

allí; todos menos el cocinero. Probablemente se habría quedado en  la barcaza, fumando algunos 

de sus puros habanos en  la boquilla de bambú. Él no solía beber. Y eso era suficiente para que 

levantara una cierta antipatía en mí. Sí que habían venido, en cambio, dos ayudantes de cubierta, 

un maquinista  y  tres  palanqueros.  Estos  últimos  estaban  discutiendo  sobre  su  trabajo  de  talar 

árboles. Se les podía aplicar sin duda el viejo dicho de los leñadores: 

–Las mujeres en el bosque y cortar leña en el bar. 

El Búfalo era el bar más tranquilo que jamás haya conocido. Nunca había allí peleas, no se cantaba 

muy a menudo y no se hacían trampas. Algo en  los ojos hoscos y casi siniestros de Carl el Gordo 

convertía el beber en una eficiente y casi silenciosa  tarea, más que en una  ruidosa celebración. 

Timothy  Ratz  estaba  haciendo  un  solitario  en  una  de  las mesas  redondas. Alex  y  yo  bebíamos 

whisky. Como no había sillas libres, nos habíamos quedado de pie, acodados en la barra, hablando 

de deportes, de negocios  y de  las  aventuras que habíamos  corrido o que,  al menos, decíamos 

haber  corrido...  en  fin,  que  estábamos  enfrascados  en  el  tipo  de  conversación  que  se  suele 

mantener en un  lugar así. De vez en cuando pedíamos otro vaso de bebida. Puedo calcular que 

estuvimos allí un par de horas. Alex acababa de comentar que ya era hora de marcharse a casa y 

yo  estaba  de  acuerdo  con  él.  La  cuadrilla  de  trabajadores  de mi  empresa  estaba  dispuesta  a 

marcharse porque a las doce de la noche debía retomar sus tareas. 

Las puertas del bar se abrieron de par en par sin un solo ruido, y Johnny el Oso renqueó hacia el 

interior, con  los enormes brazos colgando a ambos  lados de su corpachón, meneando  la peluda 

cabeza y sonriendo como un idiota en todas direcciones. Sus pies eran cuadrados como los de los 

gatos. 

–¿Whisky? –gorjeó. 

Nadie  se atrevió a animarlo. Así que  comenzó a mostrar  todas  sus mercancías.  Se  tumbó boca 

abajo, como cuando me  imitó a mí. De  su boca brotaron  frases cantarinas, en chino diría yo. Y 

entonces me dio la impresión de que las mismas palabras iban siendo repetidas por otra voz, más 

lentamente y sin la inflexión nasal. Johnny el Oso levantó la melenuda cabeza y preguntó: 

–¿Whisky? 

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Se puso de pie en un  instante, sin esfuerzo aparente. Yo me sentía vivamente  interesado en él. 

Tenía  ganas  de  ver  su  actuación.  Deslicé  una moneda  de  veinticinco  centavos  sobre  la  barra. 

Johnny se bebió el whisky de un trago. Un momento después, deseé no haberlo invitado. Me daba 

miedo mirar  a  Alex,  porque  Johnny  el  Oso  se  arrastró  hacia  el  centro  del  local  y  fingió  estar 

escuchando a través de una ventana, como solía hacer al comenzar otros números. 

La gélida voz de Emalin dijo: 

–Aquí está doctor. 

Cerré  los  ojos  para  apartar  de mi  vista  a  Johnny  el  Oso  y,  en  ese mismo momento,  Johnny 

desapareció y dejó paso a Emalin Hawkins. En realidad era ella quien había hablado, no Johnny. 

Como había oído  la voz del médico antes, cuando nos habíamos cruzado con él en  la carretera, 

pude comprobar que era exactamente ésa la voz que respondió: 

–Ah... ¿Dice usted que se ha desmayado? 

–Sí, doctor. 

Hubo una pequeña pausa y se escuchó de nuevo la voz del médico, muy quedamente: 

–¿Por qué hizo eso su hermana, Emalin? 

“¿Por qué hizo eso su hermana, Emalin?” Había casi una amenaza velada en aquella pregunta. 

–Soy su médico, Emalin. Fui el médico de su padre. Tiene usted que contarme todo. ¿Cree que no 

he visto antes esas marcas en el cuello? ¿Cuánto tiempo estuvo colgando antes de que usted  la 

bajara? 

Hubo entonces un silencio aún más  largo. La voz de  la mujer perdió su gelidez. Ahora era suave, 

casi un susurro. 

–Dos o tres minutos. ¿Cree usted que se pondrá bien, doctor? 

–Ah, sí. Lo superará. No se ha causado mucho daño. ¿Por qué lo hizo? 

La voz que le respondió se tornó aún más fría que al principio. Era glacial. 

–No lo sé, señor. 

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–¿Quiere decir que no me lo va a explicar? 

–Quiero decir lo que está oyendo. 

Entonces  la  voz del médico  comenzó  a darle  instrucciones  a modo de  tratamiento: descanso  y 

leche con un chorrito de whisky. 

–Por encima de todo sea amable con ella –decía él–. Es lo más importante. Intente ser amable. 

La voz de Emalin sonó temblorosa: 

–No se lo... dirá a nadie por ahí, ¿verdad doctor? 

–Soy su médico –respondió en un susurro–. Pos supuesto que no se lo diré nunca a nadie. Le daré 

algunos tranquilizantes para ayudarla a pasar la noche. 

–¿Whisky? 

Mis ojos se abrieron de golpe y vieron al horrible Johnny que sonreía al público del local. 

Los hombres estaban en silencio, avergonzados. Carl el Gordo miraba al suelo. Yo me volví hacia 

Alex para pedirle disculpas, pues era yo, en el  fondo, el  responsable de  todo aquel  lamentable 

espectáculo. 

–Yo no sabía que fuera a hacer algo así –le dije–. Lo siento muchísimo. 

Seguidamente me dirigí hacia  la puerta del bar y emprendí el camino hacia mi habitación en  la 

casa de  la señora Ratz. Una vez allí, abrí  la ventana y me quedé observando  la espesa niebla que 

parecía respirar y arremolinarse sobre el pueblo. A lejos, en dirección de la ciénaga, pude escuchar 

el motor diesel que comenzaba a calentarse y a retomar  lentamente su tarea. Un poco después, 

llegó hasta mí el sonido metálico de la draga, que volvía a excavar en el pantano. 

A la mañana siguiente, fuimos víctimas de una de esas series de accidentes que suelen cebarse de 

vez en cuando en  los grupos de personas que  trabajamos en  la construcción. Uno de  los cables 

metálicos  nuevos  se  rompió  y  dejó  caer  el  recipiente  de  la  draga  sobre  uno  de  los  pontones, 

hundiéndolo más de dos metros y medio bajo las sucias aguas del pantano. Cuando conseguimos 

sacar a  la superficie uno de sus extremos y enganchar en él otro cable, éste también se partió y 

segó limpiamente las dos piernas de uno de los obreros. Le vendamos los muñones como pudimos 

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y  lo  trasladamos  rápidamente  a  Salinas.  Y  por  si  fuera  poco,  a  éste  sucedieron  otros muchos 

accidentes, de menos  importancia, eso sí. A un palanquero se  le  infectó una herida que se había 

hecho al arañarse con un cable de alambre. El cocinero justificó por fin la antipatía que yo sentía 

por él cuando  le pillaron  intentando vender un pote de marihuana a uno de  los maquinistas. En 

fin,  que  no  fueron  unos  días  especialmente  apacibles.  Tardamos  dos  semanas  en  construir  un 

nuevo pontón y conseguir un nuevo excavador y otro cocinero para el campamento. 

El  nuevo  cocinero  era  un  hombrecillo  de  tez  oscura,  gran  nariz  y  aspecto  astuto,  y  tenía  un 

inconmensurable don para la adulación.  

Durante todo ese tiempo, yo había perdido todo contacto con la vida social de Loma. Pero una vez 

que  la  draga  volvió  a  excavar  en  el  fango  y  que  el motor  diesel  empezó  a  runrunear  sobre  el 

pantano, caminé hacia la granja de Alex Hartnell. Era de noche. Al pasar la granja de las hermanas 

Hawkins, me  atreví  a mirar  a  través  de  los  escasos  huecos  que  había  en  el  seto  de  pinos  que 

rodeaba la propiedad. La casa estaba sumida en la oscuridad, una oscuridad que se hacía todavía 

más profunda porque en una de  las ventanas brillaba débilmente  la  luz de una  lámpara. Aquella 

noche  soplaba  un  suave  viento  que  arrastraba  penachos  de  niebla  como  si  fueran  bolas  de 

matojos secos. En algunos momentos caminaba bajo la claridad de la luz de la luna y, en otros, una 

espesa niebla me engullía y, luego, reaparecía la claridad de nuevo. A la luz de las estrellas podía 

ver  los  jirones  de  niebla moviéndose  como  las  nubes  por  encima  de  los  campos. Me  pareció 

escuchar un apagado gemido dentro de la granja de las Hawkins, al otro lado del seto y, en una de 

las  ocasiones  en  que  la  luna  iluminaba  el  terreno,  pude  distinguir  una  figura  humana  que  se 

alejaba rápidamente de  la casa. Por  la  forma de arrastrar  los pies al correr pude deducir que se 

trataba  de  uno  de  los  trabajadores  chinos  de  la  granja,  que  iba  en  chancletas. A  los  chinos  le 

resulta muy difícil pasar inadvertidos incluso en medio de la noche y de la niebla. 

Alex  vino  a  abrirme  cuando  llamé  a  su  puerta.  Pareció  alegrarse  de  verme.  Su  hermana  había 

salido, así que me senté al lado de la estufa mientras él iba a coger la botella de aquel estupendo 

brandy que habíamos bebido unas semanas antes. 

–He oído que han tenido algunos problemas –dijo. 

Le expliqué nuestros contratiempos. 

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–Suele  aparecer  todos  juntos.  Los  hombres  del  campamento  tienen  la  teoría  de  que  siempre 

llegan en grupos de tres, cinco, siete o nueve incidentes –añadí. 

Alex asintió con la cabeza. 

–También lo he pensado muchas veces. 

–Y  las  Hawkins,  ¿qué  tal  están?  –pregunté–. Me  pareció  oír  a  alguien  llorar  cuando  pasé  por 

delante de su casa al venir aquí. 

Alex pareció poco dispuesto a hablar de ellas pero, al mismo tiempo, deseoso de hacerlo. 

–Pasé a visitarlas hace una semana. La señorita Amy no se encontraba muy bien. No pude verla. 

Sólo vi a la señorita Emalin. 

Entonces, Alex se interrumpió: 

–Hay algo malo cerniéndose sobre ellas, algo... 

–Casi me da la impresión de que fueras pariente suyo –dije. 

–Bueno. Mi padre y el de ellas eran amigos. Nosotros, de pequeños, las llamábamos tía Amy y tía 

Emalin. No pueden hacer nada malo. No sería bueno para nosotros si  las hermanas Hawkins no 

fuesen lo que son. 

–¿La conciencia de este pueblo? –pregunté. 

–La  estabilidad, más  bien  –respondió  apasionadamente–.  Son  como  el  sitio  en  el  que  un  niño 

puede  encontrar  siempre  galletas  de  jengibre.  El  lugar  en  que  una  niña  encuentra  siempre 

comprensión. Son orgullosas, pero creen en cosas que nosotros esperamos que sean verdaderas. Y 

viven  como  si...  bueno,  como  si  la  honestidad  fuese  la  mejor  actitud  posible  y  como  si  la 

compasión fuese su verdadera recompensa. Las necesitamos.  

–Ya entiendo. 

–Pero la señorita Emalin se está enfrentando a algo terrible y... yo creo que no va a poder vencer. 

–¿Qué es lo que quieres decir? 

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–No  lo sé. Pero creo que yo debería coger a Johnny el Oso, pegarle un tiro y arrojar su cuerpo al 

pantano. De verdad que lo he estado pensando. 

–No es culpa suya –puntualicé–. Él no es nada más que una especie de mecanismo de grabación y 

reproducción de diálogos, como un gramófono de monedas. Sólo que, en lugar de una moneda de 

diez centavos, funciona con un vaso de whisky. 

Estuvimos hablando luego de unas cuantas cosas más y, después de un rato, me volví hacia Loma. 

Me dio  la  impresión de que  la niebla  se  estaba quedando  adherida  al  seto de  la  granja de  las 

Hawkins  y  de  que muchos  de  los  penachos  de  niebla  se  enrollaban  en  él, mientras  otros  lo 

atravesaban. Sonreí al caminar, pensando en cómo una persona puede reorganizar  la naturaleza 

para que coincida con sus pensamientos. No había ninguna luz en la casa cuando pasé delante de 

ella. 

Una lánguida rutina presidió mi trabajo en los días siguientes. La gigantesca draga seguía abriendo 

la  zanja  en  el pantano.  El  grupo de  sintió que  los  problemas habían  terminado  ya,  lo  cual nos 

ayudó mucho, y el nuevo cocinero los trataba tan bien a todos que habrían sido capaces de comer 

incluso cemento frito con tal de que hubiera sido preparado por él. La personalidad de un cocinero 

influye mucho más en la felicidad de un grupo de trabajo que lo que pueda o no guisar. 

En  la noche del  segundo día posterior  a mi  visita  a Alex,  caminé por  las  aceras de madera del 

pueblo, dejando una estela de niebla  a mis espaldas,  y me metí en El Búfalo. Carl el Gordo  se 

acercó a mí  limpiando un vaso con su eterno mandil. Yo grité “whisky” antes siquiera de darle  la 

oportunidad de preguntarme qué me ponía. Cogí el vaso y me dirigí hacia una de  las estrechas 

sillas.  Alex  no  estaba  en  el  bar.  Timothy  Ratz  estaba  haciendo  solitarios  en  medio  de  una 

sorprendente  racha de buena suerte. Consiguió acabar cuatro seguidos y celebró sus éxitos con 

otros tantos vasos de whisky. Fueron llegando más y más parroquianos. No me imagino qué habría 

sido de nosotros sin el bar El Búfalo.  

A  las diez en punto  llegó  la noticia. Más  tarde, al pensar de nuevo en  todo aquello, uno no es 

capaz  de  recordar  cómo  se  sucedieron  los  acontecimientos.  Primero  llega  alguien  al  bar,  se 

extiende un murmullo de repente, todo el mundo se entera de  lo que ha ocurrido y se difunden 

los detalles. La señorita Amy se había suicidado. ¿Quién trajo esta noticia? Eso no lo sé. Lo cierto 

es que se había ahorcado. No se habló mucho de todo aquello en El Búfalo. Vi como los hombres 

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del bar intentaban dar crédito a la historia, porque había algo que no encajaba en sus esquemas. 

Permanecieron en pequeños grupos, cuchicheando entre ellos. 

Las puertas del bar se abrieron lentamente de par en par y Johnny el Oso entró renqueando, con 

su  peluda  cabezota mirando  en  todas  direcciones  y  aquella  sonrisa  de  idiota  que  solía  poner 

siempre.  Sus  pies  cuadrados  se  deslizaron  silenciosamente  por  el  suelo. Miró  a  los  clientes  y 

gorjeó: 

–¿Whisky? ¿Whisky para Johnny? 

Los hombres sí que tenían ahora ganas de saber cosas. Se sentían avergonzados de su deseo de 

saber detalles, pero su esquema mental necesitaba absolutamente algo más de información. Carl 

el Gordo llenó un vaso. Timothy Ratz dejó a un lado sus naipes y se puso de pie. Johnny el Oso se 

bebió el contenido del vaso de un trago. Yo cerré los ojos. 

El tono del médico era duro: 

–¿Dónde está su hermana, Emalin? 

Nunca en mi vida había oído una voz como la que le respondió, llena de frío autocontrol, capas y 

capas  de  autocontrol  y,  aún  así,  impregnada  de  la más  completa  desesperación.  Era  una  voz 

monótona, pero dejaba traslucir desesperación en cada una de sus vibraciones. 

–Está aquí dentro, doctor. 

–Hummm... 

Un largo silencio. 

–¿Estuvo colgada mucho tiempo? 

–No sé cuánto, doctor. 

–¿Por qué lo hizo, Emalin? 

La voz monótona de nuevo. 

–No lo sé, doctor. 

Un largo silencio y luego: 

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–Hummm... ¿Sabía usted que estaba esperando un hijo, Emalin? 

La gélida voz se resquebrajó y se escuchó un sollozo: 

–Sí, doctor –contestó en un susurro. 

–Si ha sido por eso por  lo que ha tardado usted tanto en encontrar el cuerpo... No, perdóneme, 

Emalin, pobre niña. No tenía intención de decir eso. 

La voz de Emalin recuperó el control. 

–¿Podría usted extender el certificado de defunción sin mencionar...? 

–Sí por supuesto. Hablaré también con el director de  la funeraria. No tiene que preocuparse por 

eso. 

–Gracias, doctor. 

–Iré ahora mismo a llamar por teléfono. No quiero dejarla aquí sola. Venga a la otra habitación. Le 

daré un tranquilizante... 

–¿Whisky? ¿Whisky para Johnny? 

Volví a ver la sonrisa y la peluda cabeza que no dejaba de balancearse. Carl el Gordo le rellenó el 

vaso. Johnny el Oso se lo bebió de un golpe y se arrastró hacia el fono del local, se acostó debajo 

de una mesa y se quedó dormido. 

En el bar nadie hablaba ahora. Los clientes se fueron acercando al mostrador y dejando sobre él 

sus monedas. Parecían abatidos, y con  razón, porque  todo su sistema de valores se acababa de 

venir abajo. Unos minutos más tarde, Alex entró en el silencioso  local. Caminó velozmente hacia 

mí. 

–¿Te has enterado? –me preguntó con un hilo de voz. 

–Sí. 

–Me lo temía –estalló–. Ya te lo dije hace dos noches. Me lo estaba temiendo. 

Le pregunté a mi vez: 

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–¿Sabías que estaba embarazada? 

Alex se quedó rígido. Miró en todas direcciones y luego a mí. 

–¿Johnny el Oso? –preguntó. 

Yo afirmé con la cabeza. Alex se tapó los ojos con las palmas de las manos. 

–No me lo puedo creer. 

Estaba a punto de responderle cuando escuché un ruido en  la parte del fondo del  local. Miré en 

aquella dirección y vi  como  Johnny el Oso  salía de debajo de  la mesa del mismo modo que un 

animal sale de su madriguera, se ponía de pie y se arrastraba hacia la barra. 

–¿Whisky? –le sonrió esperanzado a Carl el Gordo. 

Alex dio un paso adelante y habló a los clientes del bar. 

–¡Escúchenme  todos! Esto ha  ido  ya demasiado  lejos. No estoy dispuesto  a  consentir que este 

espectáculo continúe. 

Si esperaba alguna oposición de entre los parroquianos, estaba muy equivocado, porque éstos se 

miraron unos a otros y asintieron con la cabeza dándole la razón a mi amigo. 

–¿Whisky para Johnny? 

Alex se volvió hacia el tonto. 

–¡Vergüenza debería darte! La señorita Amy te daba de comer y te daba toda la ropa que alguna 

vez tuviste. 

Johnny le sonrió: 

–¿Whisky? 

Y puso en práctica todos sus trucos para conseguir bebida. De su boca salieron los sonidos nasales 

y cantarines que yo había identificado como procedentes del chino. Alex pareció tranquilizarse. 

Y  luego se escuchó otra voz que repetía de un modo  lento y vacilante  las mismas palabras, sin  la 

inflexión nasal. 

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Alex saltó con tanta rapidez que no me dio ni siguiera tiempo de verlo. Su puño cerrado se estrelló 

contra el sonriente rostro de Johnny el Oso. 

–¡Te he dicho que basta! –gritó. 

Johnny el Oso  recuperó a duras penas el equilibrio. Tenía  los  labios  rotos y  sangrantes, pero  la 

sonrisa no se borró de ellos. Entonces, sus brazos aprisionaron a Alex como  los tentáculos de  las 

anémonas atrapan a los cangrejos. Yo salté y, agarrando a Johnny por uno de sus brazos, intenté 

liberar a Alex, pero me fue  imposible. Carl el Gordo salió de detrás de  la barra con un bastón de 

hierro de  los de abrir  toneles. Golpeó  repetidas veces  la melenuda cabeza de  Johnny hasta que 

éste cayó al suelo desvanecido. Recogí a Alex y lo llevé hasta una silla. 

–¿Te ha hecho daño? 

Intentó recuperar el aliento. 

–Me ha dejado la espalda desgarrada –respondió–. Pero creo que se arreglará. 

–¿Tienes el Ford ahí afuera? Te llevaré a tu casa. 

Ninguno de los dos miramos hacia la casa de las Hawkins al pasar delante de ella. Yo no aparté los 

ojos de la carretera. Conduje a Alex hasta su casa, que estaba sumida en la oscuridad, le ayudé a 

meterse en la cama y le hice beber un vaso de brandy. No había abierto la boca en todo el camino. 

Pero una vez estuvo metido en la cama, me preguntó: 

–¿No lo ha notado nadie, ¿verdad? Lo paré justo a tiempo, ¿eh? 

–¿De qué me estás hablando? Todavía no tengo idea de por qué le pegaste. 

–Bueno, verás –me dijo–. Creo que no podré salir en mucho tiempo. Tendré que hacer reposo para 

que se me cure  la espalda. Pero si tú oyes a alguien, a quien sea, hacer algún comentario, no de 

dejes seguir, ¿entendido? No dejes que nadie lo mencione siquiera. 

–No tengo idea de qué estás hablando. 

Me miró a los ojos durante un instante. 

–Creo que puedo fiarme de ti –dijo–. La segunda voz que hacía Johnny el Oso era la de la señorita 

Amy.  FIN