jesus y la palma del rio

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Jesús y la Palma del Río José Rocha Rufo

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Jesús y la Palma del Río, pretende llegar al corazón de todos aquellos lectores creyentes, ateos, gnósticos, pertenecientes a cualquier tipo de religión, y a todos aquellas almas libres de un camino espiritual impuesto, para que descubran, a través de unos personajes de ficción, a un Jesús nuevo, en odres propios de la etapa histórica en la que vivimos.

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Jesúsy la

Palma del Río

José Rocha Rufo

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Jesúsy la

Palma del RíoJosé Rocha Rufo

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© José Rocha Rufo

I.S.B.N.: 978-84

Depósito Legal: V-

Edita:

Impreso en España

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación ni de

su contenido puede ser reproducida, almacenada o transmitida en modo

alguno sin permiso previo y por escrito del autor.

Page 5: Jesus y la Palma del Rio

A mi hermana Rosa María Rocha

y a mi cuñado Isidoro Gómez con todo mi amor.

A mis padres, José Rocha y María Rufo,

y, especialmente,

para todos los gitanos del mundo.

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José Rocha nació en Huelva el 31

de agosto de 1970. Cursó un Gra-

do Superior de FP en la rama de

Biblioteconomía y Documenta-

ción de Archivo, y abandonó sus

estudios de Educación Social para

dedicarse a la escritura creativa

con mensaje de fondo. En Diciem-

bre de 2010 publica su primer li-

bro, Pide ayuda a los árboles, cuen-

tos para despertar en la editorial

Romerolibros. Con Jesús y la palma

del río nos ofrece su último reto:

llevar al lector hacia el centro de

su corazón, a través de una novela

fresca y llena de luz.

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Agradecimientos:

A Pablo Romero Gómez y Javi

Ramírez Ríos, por creer en mí des-

de un primer momento. A José

Miguel Pérez Rufo, por orientarme

en la corrección gramatical y orto-

gráfica del texto, y por no juzgar-

me por mi atrevimiento a la hora

de escribir. A Felipe Fernández

Garrido, por ayudar a que mis

obras lleguen a un público más

amplio a través del FOCODE de

Camas (Sevilla). A Jesús González

y Gabriela, por hacer el esfuerzo de

venir desde Méjico D.F. para asistir

a las presentaciones de mis obras.

A todos mis amigos, que son tan-

tos que no puedo nombrarlos. A

la Virgen del Puerto, patrona de

Zufre, a la Virgen de Guadalupe,

y, a Santa Zita, por velar para que

en las huellas que dejen mis pasos,

broten más rosas que espinas.

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El cielo estallaba en sangre mientras dos lenguas de fuego parecían lamer los árboles de la Plaza de Doña Elvira. En lugar de correr a casa para pintar un hermoso cuadro, seducido por una belleza sonora de luz y color, decidí comprar en el quiosco cuatro regalices de color rojo.

Después de esperar cola durante unos minutos, rodeado de joven-zuelos que como bretones a mis pies me revelaban impunemente mi edad, comencé a escuchar el lejano susurro de la procesión de la Virgen de Gracia y Esperanza y el Cristo de los estudiantes. Los pasos, prece-didos por una calle libre de gente, dibujaban una silueta de color negra que, poco a poco, dejaba entrever un conjunto armonioso, en cuyo centro esplendía la imagen de la Virgen, precedida por el crucificado, adornados ambos por un cielo tejido en oro y grana. En riguroso silen-cio, roto únicamente por el sonido de cáscaras de pipas, los pies de los costaleros parecían cepillar las piedras del suelo, anunciando la llegada de Jesús, el hijo del carpintero.

La ausencia de tumulto, más propio del Jueves Santo, me permi-tió elegir palco a pie de calle justo a la derecha de la puerta del pub D´acuña. Lentamente, a la altura del quiosco, el paso de la Virgen des-cendió hasta tocar el suelo con una sutileza propia de una libélula. Mientras tanto, el pequeño farolillo de la puerta del pub, iluminaba mi brazo izquierdo y la espalda de un joven que, arrodillado sobre una sola pierna, parecía anhelar la presencia de las imágenes como agua de Mayo para los campos.

El martillo del capataz golpeó con fuerza el paso del Cristo. Como si de una galera romana se tratara, los costaleros recibieron el peso de las trabajaderas con una impropia actitud de sumisa esclavitud alegremen-te aceptada. Lentamente, la imagen de la Virgen, emulando a su hijo, comenzó a aproximarse y sucedió algo que rasgó en dos partes el velo del silencio de la noche.

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– ¡Viva la madre que me parió! –gritó el joven que reposaba su barbilla sobre la rodilla adelantada en una incómoda posición semiacuclillada.

Cientos de ojos fusilaron con desprecio aquellas palabras nacidas de un alma joven e impetuosa. Hasta la naturaleza parecía sentirse con-mocionada amenazando estropear la velada con amagos de llovizna y viento.

Por unos instantes sentí deseos de entablar conversación con aquel rebelde, pero la timidez venció momentáneamente la aurora de un en-cuentro inevitable. Los penitentes del paso del Cristo se observaban mutuamente con inquietud y mi corazón comenzó a latir estimulado por una mezcla de miedo y morbo.

– ¿Por qué no has saludado a tu hermano? –pregunté en un tono irónico.

De pronto, sin modificar la incómoda postura, sus profundos ojos se clavaron en mí con una fuerza y una intensidad que no había per-cibido nunca en otra persona. Por un momento tuve la impresión de encontrarme junto a una cara conocida. Su aspecto, su pelo, el arco de su perfil, todo me recordaba a alguien, y, como si la propia música ju-gara a ofrecer a mi memoria rostros similares, una canción de Antonio Carmona comenzó a escucharse como un lejano susurro tras el doble acristalamiento de las puertas del pub.

– Tus palabras son menos irónicas que el hecho de que estoy vivo mientras todos me veneran muerto y clavado en un viejo palo de madera.

Aquellas extrañas palabras calaron hondo en mi alma, mientras mi corazón y mi mente libraban batalla. Intentaba evitar pensar que ha-bía entablado cierto contacto con un loco, pero desde que el mechero se empeñara en jugar al esconder oculto en mi bolsillo, ya todo fue inevitable.

– ¿Quieres fuego?

– Tengo mechero gracias –respondí grosero.

– ¡Qué nervioso te has puesto!

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Atrapado en una sutil tela de araña, y desnudo ante una mirada a la que no podía engañar, decidí actuar de un modo creativo.

– ¡Te invito a una copa! –exclamé sonriente–. Mi nombre es Mario y el tuyo Jesús de Nazaret, ¿no es así?

Mi lenguaje irónico camuflaba un corazón aterrorizado. Cómo ac-tuar, sino, ante un personaje trastornado e impredecible.

– ¡Tú lo has dicho!

– Perdona mi ironía. Hace un instante te oí decir ante la Virgen…

– ¡Viva la madre que me parió! –exclamó de nuevo adelantándose a mis palabras.

– Así es y…

– Y es así…la Virgen María es mi madre.

– ¡Se supone que es la madre de todos!

– No intentes ocultar tus pensamientos. Crees que estoy loco, pero la verdad es que soy Jesús, el hijo del hombre.

Intentando cambiar de conversación comencé a mirar a mí alrededor en busca de caras conocidas. Una extraña sensación de incomodidad y arrepentimiento comenzó a brotar en la boca de mi estómago. “¿Por qué diantre seré tan curioso?” –pensé confuso mientras nos dirigíamos hacia el interior del pub.

– ¿No te atreves a hablar conmigo a solas? ¿Necesitas un público que presencie tu nuevo descubrimiento sociológico?

– ¿Qué quieres tomar? –pregunté abochornado, pero un tanto más cómodo por sentirme próximo a la barra del bar–. Yo tomaré un Malibú con cola.

– Pídeme una botella pequeña de agua. Hoy no me apetece beber alcohol.

Mis manos intentaban abarcar las bebidas y el humo del cigarrillo en mi boca cegaba y hería mis ojos. Por un momento sentí que había atravesado una larga distancia entre la barra del bar y la mesa.

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– Hablando en serio, ¿qué es eso de que eres Jesús? Y si lo eres, ¿puedes hacer milagros?

– No tengo dinero, no puedo invitarte, ¿te importa si me das un par de caladas de tu cigarro? –dijo el joven evitando responder directamen-te a mi capciosa pregunta.

– Disculpa, no te he ofrecido tabaco. Toma, coge uno, es rubio.

Las palabras salían de mis labios en un estrecho abismo entre la iro-nía y la cordialidad.

– Sólo quiero un par de caladas. No suelo fumar habitualmente, a no ser que esté bien acompañado.

Avergonzado por la situación inusual, le ofrecí mi cigarrillo y, como si fuese un deleitoso manjar, le dio dos caladas, mientras mis manos trataban de simular sus temblores.

– Voy al baño un segundo.

– Está bien –dijo el extraño.

Al cruzar la puerta del servicio, me dirigí hacia el espejo mientras mi cabeza daba vueltas y más vueltas. Después de enjuagarme la cara, volví al interior del pub para descubrir sorprendido la presencia de una mesa vacía.

– ¿Has visto a dónde ha ido el chaval que estaba sentado conmigo? –pregunté a Julio, el camarero.

– ¡No tengo ni idea tío! –respondió–. Ni siquiera me he dado cuenta que estabas sentado con alguien.

Confuso y aturdido salí a la calle, y miré a izquierda y derecha sin descubrir dónde se encontraba. Aterido por el frío de la noche, di una calada profunda a mi cigarrillo. Aquel humo, que normalmente reco-rría mi cuerpo como un anhelado huésped, sabía a rayos, y de pronto, recordé la pregunta que le había formulado a aquel tipo, una pregunta que no había tenido respuesta: “¿Puedes hacer milagros?”

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La tostada saltó unos centímetros justo cuando el sol hería como una escuadra de fuego, medio metro del suelo de la cocina. Eran las nueve de la mañana, y el olor a aceite de oliva virgen crujiendo entre el pan churruscado, no parecía seducirme como de costumbre; incluso, apretar los cordones de mis botas para serpentear por la sierra durante mi hora matutina de senderismo, no despertaba mi resignado senti-miento de frustración por haber nacido con unos pies extremadamente delgados.

A modo de animado cuentagotas, mis piernas apresuraban el ritmo en la ardua tarea de soportar el peso de mi cuerpo. Sólo cinco horas de sueño, anormalmente profundo, habían sido suficientes para re-cuperar las agotadas energías de la noche anterior, y en un estado de semiinconsciencia, recorrí los primeros dos kilómetros sin preguntar-me qué diantre hacía practicando senderismo un Sábado Santo por la mañana, mientras todos mis colegas dormían la mona hasta las tres del medio día.

El Camino de la Molinilla acogía cada uno de mis pasos en un abra-zo de tierra húmeda, y el sonido de las campanas de la torre de la iglesia de Linares de la Sierra, me revelaban que me encontraba a mitad de un recorrido, que aquel día lamía un aire cargado de olor a incienso y azahar. De pronto, la presencia y la actitud extraña de un desconocido, hizo latir mi corazón con más brío que al subir la cuesta del Camino del Empalme.

– ¿Qué haces aquí? –pregunté imperativo al reconocer al chalado– ¿Adónde carajo te metiste anoche?

La mirada del joven parecía abarcar la inmensidad del horizonte, mientras su abrigo de lana acogía una ingente cantidad de gotas de rocío matutino.

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– ¿Has pasado aquí la noche? …¡Estás mojado!

Con una anormal confianza, mi mano se lanzó audaz para zarandear el brazo del muchacho. Su cuerpo rígido, reflejaba el siniestro aspecto de un enfermo mental en estado catatónico.

– ¿Qué cojones te metiste anoche? ¿Hierba?... ¿Hongos tal vez?... ¿Coca?

A modo de compás recorrí un semicírculo a su alrededor siguiendo el eje de su cuerpo, intentando capturar su mirada ausente. Por un mo-mento, aquel extraño aroma a incienso y azahar, pareció fundirse con las flores de romero, y una oleada de pánico comenzó a perseguirme a pocos metros de mis pies al volver corriendo hacia el pueblo como alma que lleva el diablo.

La puerta de mi casa crujió como de costumbre, y las pezuñas de mis perros comenzaron a escalar la cucaña de mis sudorosas piernas.

– ¿Dónde carajo he metido el puto tabaco? –Me preguntaba a viva voz, palpando el bolsillo del pantalón que descansaba colgado sobre el brazo del sofá y que aún desprendía una mezcla oleaginosa de perfume y discoteca.

El tamborileo de mi corazón jugaba a imitar los compases del nuevo éxito de David Bisbal, que a modo de galán adolescente, bailaba y can-taba en un video del Canal Cuarenta Latinos. El humo de mi primera calada matinal recorrió escasamente el arco de mi paladar, y mi estóma-go vacío respondió escanciando sobre el suelo el chorro de una anormal vomitona. Ignoraba lo que me estaba pasando, me sentía profundamen-te excitado y a la vez asustado. El aleteo de una golondrina que jugaba a llamar mi atención tras el cristal de la ventana del salón, me recordó nuevamente aquella pregunta que no había obtenido respuesta la noche anterior.

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– ¿Qué carajo estás buscando? ¿Esperas a alguien?

Mi mirada jugaba a rastrear como un sonar entre cientos de cabezas perfumadas, mientras mi amigo Anselmo se desesperaba por momentos.

– ¡Te estoy preguntando a ti! ¿Estás aquí Mario?

– ¡Lo siento!… ¡lo siento tío!

– ¡Qué raro estás! ¿Seguro que no tienes nada nuevo que contarme? –insistió.

– No. No insistas. No he conocido a ninguna tía –respondí un tanto estúpido.

– Bueno, de aquí a que se recoja el paso del Santo Entierro hay tiem-po para que largues lo que me ocultas.

– Ahora no es el momento, ya te contaré.

– ¡Lo sabía! ¡No puedes engañarme!

Anselmo se tomaba todo a broma, ignorando el volcán de confusión que bullía en mi corazón. Por más que observaba a mí alrededor, no encontraba ninguna cara que me recordara al extraño. Ni siquiera en mi mente me atrevía a pronunciar su nombre, y mientras Anselmo hume-decía sus uñas con aliento y las restregaba sobre su hombro izquierdo en un gesto de ingenio y sabiduría, hallé mi preciado tesoro conversan-do con la novia de mi amigo.

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– ¿Estás ligando con otro en mis morros?

La sonrisa de Laura parecía iluminar una noche marcada por la vela y el luto más riguroso, mientras mantenía una conversación con el ex-traño de lo más animada.

– Como siempre, Laura viene acompañada por su indiferencia. ¡Pero, mírala…es que no me echa ni puto caso!, ¿Quién coño es este tío?

– ¡No te alteres Anselmo y ten un poco de respeto que estamos en Sábado Santo! Al menos en la procesión guarda un poquito la compos-tura –dijo Laura.

– ¿Respeto? ¿No eres tú la que se está riendo a boca llena mientras entierran a Jesús?

– ¿Enterrar a Jesús? –preguntó irónica– Aquí lo tienes ante ti, vivito y coleando.

– ¡Mira lo que dice la que me da lecciones de moral! –dijo Anselmo dirigiéndose a mí con gesto de desprecio.

– Sin duda, creo que deberíais romper vuestra relación –respondí incómodo por aquella absurda lucha dialéctica.

– ¿Romper la relación? –preguntó extrañado Jesús– ¿Es posible rom-per una relación?

Aquella pregunta caló en mí interior con la misma facilidad que una gota de aceite sobre una camisa de lino blanca.

– ¿Conoces a Jesús Mario? –preguntó Laura.

– No. No nos conocemos –respondió el extraño adivinando mi incomodidad.

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El humo de la discoteca Alquimia jugaba a convertirnos en gatos pardos, aún así, ayudado por la ninfa de las coincidencias, adiviné el perfil del chico agitanado que con chulesca cadencia se dirigía hacia el baño de los tíos.

– ¡Ésta es la mía! –pensé en voz alta mientras recogía las bebidas de la barra.

– ¡Perdona, la tuya es ésta! –respondió el camarero.

– Pensaba en voz alta, disculpa.

En pocos segundos sorteé el bosque de cuerpos danzantes y con la misma velocidad que bajaba la cremallera de mi pantalón, le pregunté al extraño mirándole a los ojos:

– ¿Quién diablos eres?

El grito de mi pregunta se extendió, cual movimiento sísmico, sobre una pared de azulejos blancos surcada horizontalmente por una cenefa celeste grisácea.

– ¿Qué quién soy yo? –preguntó desafiante–. ¡Yo sé quién soy! ¿Quién eres tú?

– ¡No seas irónico! ¡Nos vemos mañana domingo a las cinco de la tarde en la fuente de la Zulema!

La puerta del baño se abrió de par en par imitando las viejas tascas del lejano oeste americano.

– ¿Qué cuchicheáis? ¿No es que no os conocíais? ¿Qué le has estado contando a mi novia tío?

– No. No nos conocemos –reiteró Jesús.

– Responde a mi pregunta –dijo Anselmo con mirada inquisitiva– ¿Le has dicho que eres Jesús de Nazaret? ¿Qué falta de respeto es esa?

– ¿Sabes qué hora es?

– Las cinco de la madrugada, ¿Por qué?

– ¡Ya he resucitado! –dijo Jesús con su rostro transformado.