jay gatsby, el caballero que reina - derecho penal en la red · 2017-11-19 · ... mi padre me dio...

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Jay Gatsby, el caballero que reinasobre West Egg, el anfitrión de lasnoches sin tregua, pero también eltriunfador marcado por el trágicosino de una soledad no pretendida,es el arquetipo de esos años veinteque se iniciaron con la Prohibición ydiscurrieron en el gangsterismo y lacorrupción política organizada.Protagonista de una década queculminaría con la catástrofe de1929, su imagen de esplendor nohace sino anunciar un dramainevitable. Triunfo de perpetuajuventud, brillantez animada por el

exceso, fueron también lasconstantes de la vida de FrancisScott Fitzgerald, quien nos ofrece enEl gran Gatsby una de sus obrasmayores.

Francis Scott Fitzgerald

El gran Gatsby

ePUB v1.2Elle518 02.02.12

Título original: The Great GatsbyTraducción: Justo NavarroPortada retocada por: GONZALEZFrancis Scott Fitzgerald, 1925.

Una vez más, a Zelda

Ponte el sombrero de oro, si laimpresionas así;

y, si sabes saltar alto, salta porella, que exclame:

¡Mi amante, buen saltador, el delsombrero de oro,

tienes que ser para mí!

—THOMAS PARKE D’INVILLIERS[1]

C

1

uando yo era más joven y másvulnerable, mi padre me dio un

consejo en el que no he dejado depensar desde entonces.

«Antes de criticar a nadie», me dijo,«recuerda que no todo el mundo hatenido las ventajas que has tenido tú».

Eso fue todo, pero, dentro de nuestrareserva, siempre nos hemos entendidode un modo poco común, y comprendíque sus palabras significaban mucho

más. En consecuencia, suelo reservarmemis juicios, costumbre que me hapermitido descubrir a personajes muycuriosos y también me ha convertido envíctima de no pocos pesadosincorregibles. La mente anómala detectay aprovecha enseguida esa cualidadcuando la percibe en una personacorriente, y se dio el caso de que en launiversidad me acusaran injustamente deintrigante, por estar al tanto de lospesares secretos de algunos individuosinaccesibles y difíciles. La mayoría delas confidencias no las buscaba yo:muchas veces he fingido dormir, o estarsumido en mis preocupaciones, o he

demostrado una frivolidad hostil alprimer signo inconfundible de que unarevelación íntima se insinuaba en elhorizonte; porque las revelacionesíntimas de los jóvenes, o al menos lostérminos en que las hacen, por reglageneral son plagios y adolecen deomisiones obvias. No juzgar es motivode esperanza infinita. Todavía creo queperdería algo si olvidara que, comosugería mi padre con cierto esnobismo,y como con cierto esnobismo repitoahora, el más elemental sentido de ladecencia se reparte desigualmente alnacer.

Y, después de presumir así de mi

tolerancia, me veo obligado a admitirque tiene un límite. Me da lo mismo,superado cierto punto, que la conductase funde sobre piedra o sobre terrenopantanoso. Cuando volví del Este elotoño pasado, era consciente de quedeseaba un mundo en uniforme militar,en una especie de vigilancia moralpermanente; no deseaba más excursionesdesenfrenadas y con derecho aprivilegiados atisbos del corazónhumano. La única excepción fue Gatsby,el hombre que da título a este libro:Gatsby, que representaba todo aquellopor lo que siento auténtico desprecio. Sila personalidad es una serie

ininterrumpida de gestos logrados,entonces había en Gatsby algomagnífico, una exacerbada sensibilidadpara las promesas de la vida, como siestuviera conectado a una de esasmáquinas complejísimas que registranterremotos a quince mil kilómetros dedistancia. Tal sensibilidad no tiene nadaque ver con esa sensiblería fofa a la quedignificamos con el nombre de«temperamento creativo»: era un donextraordinario para la esperanza, unadisponibilidad romántica como nunca heconocido en nadie y comoprobablemente no volveré a encontrar.No: Gatsby, al final, resultó ser como es

debido. Fue lo que lo devoraba, elpolvo viciado que dejaban sus sueños,lo que por un tiempo acabó con miinterés por los pesares inútiles y losentusiasmos insignificantes de los sereshumanos.

Mi familia ha gozado, desde hacetres generaciones, de influencia ybienestar en esta ciudad del MedioOeste. Los Carraway son como un clan,y existe entre nosotros la tradición deque descendemos de los duques deBuccleuch, pero el verdadero fundadorde nuestra rama familiar fue el hermanode mi abuelo, que llegó aquí en 1851,pagó por que otro fuera en su lugar a la

Guerra Civil, y fundó la empresa deferretería al por mayor de la que hoy díase ocupa mi padre.

No llegué a conocer a mi tío abuelo,pero dicen que me parezco a él,especialmente al adusto retrato que mipadre tiene colgado en su despacho.Terminé los estudios en New Haven[2]

en 1915, exactamente un cuarto de siglodespués que mi padre, y poco más tardeparticipé en esa abortada migraciónteutónica conocida como la GranGuerra. Disfruté de tal modo lacontraofensiva que volví lleno dedesasosiego. El Medio Oeste ya no meparecía el centro candente del mundo,

sino el último y miserable confín deluniverso, y decidí irme al Este yaprender los secretos de la compraventade bonos. Todos mis conocidos sededicaban a los bonos, así que penséque el negocio podría mantener a unomás. Mis tías y mis tíos debatieron elasunto como si me estuvieran buscandocolegio, y por fin dijeron: «Bien,bien…, sí», muy serios, con expresiónde duda. Mi padre aceptó financiarmedurante un año y, después de variosaplazamientos, me fui al Este en laprimavera de 1922, para siempre, o esocreía.

Lo práctico era buscar alojamiento

en la ciudad, pero hacía mucho calor, yyo llegaba de un país generoso encésped y árboles hospitalarios, de modoque cuando un compañero de oficina mesugirió alquilar juntos una casa en unpueblo de los alrededores, me parecióuna gran idea. Él encontró la casa, unbungalow de cartón maltratado por loselementos, a ochenta dólares al mes,pero a última hora la empresa lo mandóa Washington, y me fui solo al campo.Tenía un perro, o por lo menos lo tuveunos días, hasta que se escapó, unDodge viejo y una señora finlandesa,que me hacía la cama y el desayuno, ymurmuraba refranes finlandeses junto a

la cocina eléctrica.Me sentí solo durante un día, más o

menos, hasta que una mañana alguienque había llegado después que yo meparó en la carretera.

—¿Cómo se va a West Egg? —mepreguntó, despistado.

Se lo dije. Y, cuando proseguí micamino, ya no me sentía solo. Yo era unguía, un explorador, uno de los primeroscolonos. Aquel hombre me habíaconferido el honor de ser ciudadano dellugar.

Y así, con la luz del sol y laexplosión espléndida de las hojas quecrecían en los árboles como crecen las

cosas en las películas a cámara rápida,tuve la certeza bien conocida de que lavida vuelve a empezar con el verano.

¡Había tanto que leer, por una parte,y tanta salud que aspirar del aire nuevoy vivificador! Compré un montón delibros sobre la banca, el crédito y elmercado de valores, que, de pie en laestantería, encuadernados en rojo y oro,como dinero recién salido de la fábrica,prometían revelarme los radiantessecretos que sólo Midas, Morgan[3] yMecenas conocían. Y tenía además elelevado propósito de leer muchos otroslibros. En la universidad había sentidociertas inclinaciones literarias —un año

escribí para el Yale News una serie deartículos de fondo llenos de tópicos y desolemnidad— y ahora iba a reviviraquello hasta volver a convertirme en elmás limitado de todos los especialistas,«el hombre completo». Esto no es sóloun epigrama, porque, después de todo, ala vida se la observa mejor desde unasola ventana.

Fue una casualidad que alquilara unacasa en una de las comunidades másextrañas de América del Norte. Estabaen esa isla estrecha y bulliciosa que seextiende al este de Nueva York y dondese forman, entre otras curiosidadesnaturales, dos raras masas de tierra. A

unos treinta kilómetros de la ciudad doshuevos enormes, de idéntico perfil yseparados únicamente por una pequeñabahía, destacan en el volumen de aguasalada más domesticado del hemisferiooccidental, el estrecho de Long Island,gran corral de humedad. No sonperfectamente ovales —como el huevode Colón, los dos están aplastados porla parte en la que se apoyan—, pero suparecido físico debe de ser fuente deperpetua maravilla para las gaviotas quelos sobrevuelan. Para las criaturas sinalas resulta un fenómeno más interesantesu disimilitud en cualquier detalle queno sea la forma y el tamaño.

Yo vivía en West Egg, el…, bueno,el menos elegante de los dos huevos,aunque ésta sea la fórmula mássuperficial para expresar el rarocontraste entre ambos, bastante siniestro.Mi casa estaba en el extremo del huevoa unos cincuenta metros del estrecho,comprimida entre dos imponentesmansiones que se alquilaban a doce oquince mil dólares por temporada. Laque se alzaba a mi derecha era colosalsin discusión, copia fiel de algún Hôtelde Ville de Normandía, con una torre enuno de los laterales, extraordinariamentenueva bajo una barba rala de hiedrajoven, una piscina de mármol, y veinte

hectáreas de jardines y césped. Era lamansión de Gatsby. O, con mayorprecisión, puesto que yo no conocía amister Gatsby, era la mansión de uncaballero que se llamaba así. Mi casaera un horror, pero un horrorinsignificante, en el que nadie habíareparado, así que contaba con vistas almar y a una parte del césped de mivecino, además de con la reconfortanteproximidad de los millonarios, y todopor ochenta dólares al mes.

Al otro lado de la pequeña bahía lospalacios blancos del elegante East Eggrutilaban en el agua, y la historia deaquel verano empieza precisamente la

noche en que fui a cenar a casa de TomBuchanan. Daisy era prima lejana mía, ya Tom lo conocía de la universidad. Y,recién acabada la guerra, pasé con ellosen Chicago un par de días.

El marido de Daisy, entre otroslogros físicos, había sido uno de losextremos con más potencia que jamasjugó al fútbol en New Haven: una figuranacional, podría decirse, uno de esoshombres que a los veintiún añosalcanzan en algún tipo determinado deactividad tal grado de excelencia, quetodo lo que viene después sabe adecepción. Su familia eradesmedidamente rica —hasta el punto

de que en la universidad su liberalidadcon el dinero era motivo de censura—,pero ahora se había trasladado deChicago al Este, con un estilo de vidaque cortaba la respiración; por ejemplo,se había traído una cuadra de ponis depolo de Lake Forest. Era difícil entenderque un miembro de mi generación fueselo suficientemente rico para permitirseuna cosa así.

No sé por qué se vinieron al Este.Habían pasado un año en Francia sinningún motivo concreto, y luego habíanido de un sitio a otro, sin sosiego, adonde se jugara al polo o se reunieranlos ricos. Ahora se habían mudado para

siempre, me dijo Daisy por teléfono,pero no lo creí: no podía ver el corazónde Daisy, pero sabía que Tom seguiríabuscando ansiosa y eternamente laturbulencia dramática de algúnirrecuperable partido de fútbol.

Y entonces, una tarde de viento ycalor, fui a East Egg para ver a dosviejos amigos a los que apenas conocía.Su casa era incluso más exquisita de loque me esperaba, una alegre mansióncolonial roja y blanca, de estilogeorgiano, con vistas a la bahía. Elcésped nacía en la playa y se extendía alo largo de medio kilómetro hasta lapuerta principal, salvando relojes de

sol, senderos de terracota y jardinesencendidos, para, por fin, al llegar a lacasa, como aprovechando el impulso dela carrera, escalar la pared transformadoen enredaderas saludables. Rompía lafachada una sucesión de puertas decristales, que refulgían con reflejos deoro y se abrían de par en par al viento yal calor de la tarde, Tom Buchanan, entraje de montar, estaba de pie en elporche, con las piernas abiertas.

Había cambiado desde los tiemposde New Haven. Ahora era un hombre detreinta años, fuerte, rubio como la paja,con un rictus de dureza en la boca yaires de suficiencia. Los ojos, brillantes

de arrogancia, dominaban su cara y ledaban aspecto de estar echadoagresivamente hacia delante, siempre.Ni siquiera la elegancia ostentosa yafeminada del traje de montar lograbaocultar el enorme vigor de ese cuerpo:parecía llenar aquellas botas relucienteshasta tensar los cordones que lasremataban, y era perceptible la reacciónde la imponente masa muscular cuandoel hombro se movía bajo la chaquetaligera. Era un cuerpo capaz dedesarrollar una fuerza enorme: uncuerpo cruel.

Cuando hablaba, su voz de tenor,ronca y bronca, aumentaba la impresión

de displicencia que transmitía. Aquellavoz tenía un dejo de desprecio paternal,incluso hacia la gente que le caíasimpática. Había hombres en NewHaven que lo detestaban.

«Bueno, no vayas a pensar que miopinión es definitiva», parecía decir,«sólo porque sea más fuerte y máshombre que tú». Pertenecíamos a lamisma asociación de estudiantes, yaunque nunca fuimos amigos íntimos,siempre tuve la impresión de caerlebien, de que necesitaba mi estima conaquel ansia triste, dura y desafiante, tansuya.

Hablamos unos minutos en el

porche, al sol.—Está bien este sitio —dijo,

mirando a todas partes con ojosinquietos.

Hizo que me volviera, cogiéndomedel brazo, y fue señalando con la manogrande y abierta el panorama que seextendía ante nosotros, incluyendo en surecorrido un jardín a la italiana, dos milmetros cuadrados de rosales depenetrante e intenso olor, y una lanchamotora, chata de proa, a la quezarandeaba la marea a poca distancia dela costa.

—Era de Demaine, el del petróleo—otra vez me obligó a volverme,

brusco y cortés—. Entremos.Atravesamos un vestíbulo de techo

muy alto hasta un espacio rosa yluminoso, que se unía frágilmente a lacasa por dos puertas de cristales. Lascristaleras estaban entreabiertas ybrillaban, blancas, en contraste con lahierba fresca del exterior, que casiparecía entrar dentro de la casa. En lahabitación soplaba una brisa ligera:agitaba las cortinas como banderaspálidas y divididas entre el interior y elexterior, las retorcía hacia el techo, unaespecie de tarta de boda, y rizaba eltapiz de color vino, oscureciéndolo,como el viento oscurece el mar.

El único objeto que permanecíaabsolutamente inmóvil en la habitaciónera un enorme sofá en el que dosjóvenes flotaban como sobre un globosujeto a tierra. Las dos iban de blanco ysus vestidos ondeaban y aleteaban comorecién llegados de un vuelo fugazalrededor de la casa. Tuve quepermanecer de pie un rato, escuchandolos latigazos de las cortinas y el chirriarde un cuadro en la pared. Entonces seoyó una explosión: Tom Buchanan habíacerrado las ventanas traseras, y cesó elviento atrapado en la habitación, y lascortinas, los tapices y los vestidos delas dos mujeres volvieron a posarse

lentamente en el suelo.No conocía a la más joven. Se había

tendido en la parte que ocupaba en elsofá, completamente quieta, con elmentón un poco levantado, como simantuviera en equilibrio algo que estabaa punto de derrumbarse. Si me habíavisto de reojo, no lo demostró, y casi mesorprendí murmurando una disculpa porhaberla molestado al entrar en lahabitación.

La otra chica, Daisy, hizo ademán delevantarse —se inclinó hacia delantecon expresión decidida—, y entonces serió, con una risilla absurda yencantadora, y yo también me reí y me

acerqué.—Estoy pa… paralizada de

felicidad.Volvió a reírse, como si hubiera

dicho algo muy ingenioso, y retuvo mimano un instante, mirándome a los ojos,prometiendo que no había nadie en elmundo a quien deseara ver más. Así eraella. Me dijo en un susurro que elapellido de la joven equilibrista eraBaker. (He oído decir que el único findel susurro de Daisy era que la gente seinclinara hacia ella: una críticairrelevante que no disminuía suencanto.)

Pero los labios de miss Baker se

movieron, se inclinó casiimperceptiblemente para saludarme, einmediatamente volvió a erguirse: elobjeto que mantenía en equilibrio sehabía tambaleado y le había dado unsusto. Otra vez me vino a los labios unaespecie de disculpa. Ante lasdemostraciones de suficiencia absolutacasi siempre me rindo, anonadado.

Miré de nuevo a mi prima, queempezó a hacerme preguntas con vozgrave, perturbadora. Era una de esasvoces que el oído sigue en susdescensos y subidas, como si cada frasefuera una sucesión de notas que jamásvolverán a sonar juntas. Tenía una cara

triste y deliciosa, con detalles luminosos—los ojos luminosos y la luzapasionada de la boca— y había en suvoz una emoción que los hombres que lahabían querido no podían olvidar: unavehemencia cantarina, un «óyeme»susurrado, la promesa de que acababade vivir momentos felices y vibrantes yque momentos felices y vibrantesesperaban en la próxima hora.

Le conté que había pasado un día enChicago, camino del Este, y que todo elmundo me había dado besos para ella.

—¿Me echan de menos? —exclamóextasiada.

—La ciudad entera está desolada.

Todos los coches llevan la ruedaizquierda trasera pintada de negro enseñal de luto y, de noche, nunca se acabael llanto en la orilla septentrional dellago[4].

—¡Es maravilloso! ¡Tenernos quevolver, Tom! ¡Mañana! —eincoherentemente añadió—. Tienes quever a la niña.

—Me encantaría.—Está durmiendo. Tiene tres años.

¿No la has visto nunca?—Nunca.—Bueno, tienes que verla. Es…Tom Buchanan, que no había parado

de rondar por la habitación, se detuvo y

me apoyó una mano en el hombro.—¿A qué te dedicas, Nick?—Vendo bonos.—¿Con quiénes?Se lo dije.—Es la primera vez que oigo esos

nombres —señaló tajantemente.Me molestó.—Los oirás —lo corté—. Los oirás

si te quedas en el Este.—Me quedaré en el Este, sí, no te

preocupes —dijo, mirando a Daisy yluego otra vez a mí, como si esperaraque añadiéramos algo—. Sería unimbécil de mierda si viviera encualquier otra parte.

Entonces miss Baker soltó un «¡Porsupuesto!» tan inesperado que mesobresalté: eran las primeras palabrasque pronunciaba desde que yo habíaentrado en la habitación. Aquello lasorprendió tanto como a mí,evidentemente, porque bostezó y con unaserie de movimientos ágiles y rápidos sepuso de pie.

—No puedo moverme —se quejó—.Llevo tumbada en ese sofá desde quetengo uso de razón.

—A mí no me mires —replicó Daisy—. Llevo toda la tarde intentandollevarte a Nueva York.

—No, gracias —dijo miss Baker, a

la vista de los cuatro cócteles quellegaban de la cocina en aquel precisoinstante—. Estoy en pleno periodo deentrenamientos.

Su anfitrión la miró incrédulo.—¡Entrenamientos! —Tom se bebió

el cóctel como si fuera una gota en elfondo de un vaso—. No entiendo cómoconsigues lo que consigues.

Miré a miss Baker, preguntándomequé sería lo que conseguía. Disfrutabamirándola. Era una chica delgada, depechos pequeños, que andaba muyderecha, algo que acentuaba echando loshombros hacia atrás como un cadete.Los ojos, grises, irritados por el sol, me

correspondieron con igual curiosidaddesde una cara triste, simpática,insatisfecha. Entonces me di cuenta deque la había visto antes en alguna parte,en persona o en una foto.

—Usted vive en West Egg —sentenció con desprecio—. Conozco auno de allí.

—Yo no conozco a una sola…—Tiene que conocer a Gatsby.—¿Gatsby? —preguntó Daisy—.

¿Qué Gatsby?Antes de que pudiera contestarle que

era mi vecino, fue anunciada la cena;entrelazando fuerte y perentoriamente subrazo con el mío, Tom Buchanan me

arrastró fuera de la habitación como simoviera una pieza en un tablero deajedrez.

Delgadas y lánguidas, con las manosposadas sin peso en las caderas, las dosjóvenes nos precedieron en el porcherosa, abierto a la puesta de sol, donde,sobre la mesa, un viento apacible hacíatemblar la luz de cuatro velas.

—¿Por qué velas? —protestó Daisy,frunciendo las cejas. Las apagó con losdedos—. El día más largo del año serádentro de dos semanas —nos miróradiante—. ¿No os pasáis el añoesperando la llegada del día más largo yluego, cuando llega, ni os dais cuenta?

Yo me paso el año esperando la llegadadel día más largo y cuando llega ni medoy cuenta.

—Tenemos que planear algo —bostezó miss Baker, sentándose a lamesa como si se metiera en la cama.

—Estupendo —dijo Daisy—. ¿Quépodemos planear? —se volvió hacia mí,insegura—. ¿Qué planea la gente?

Antes de que pudiera contestarle, sequedó mirándose el dedo meñique conexpresión de espanto.

—¡Mira! —se quejó—. Me he hechodaño.

Todos miramos. Tenía un cardenal enel nudillo.

—Has sido tú, Tom —dijo,acusando a su marido—. Sé que ha sidosin querer, pero has sido tú. Eso me pasapor haberme casado con un bruto, conuna mole, con un grandísimo,inconmensurable ejemplar de…

—No soporto la palabra mole —dijo Tom, molesto—, ni de broma.

—Una mole —insistió Daisy.A veces miss Baker y ella hablaban

a la vez, sin levantar la voz, con unaincoherencia bromista que jamás caía enel simple parloteo, tan imperturbablecomo sus vestidos blancos, como susojos impersonales y libres de tododeseo. Allí estaban las dos, y nos

aceptaban a Tom y a mí, esforzándose siacaso, por educación y amabilidad, enentretenernos o entretenerse. Sabían quepronto acabaría la cena, como tambiénacabaría la velada, que sería olvidadasin mayor importancia. Era muy distintoen el Oeste, donde una velada seprecipitaba de fase en fase hacia su finalen una sucesión de expectativas siempredefraudadas o en la pura angustia delmomento.

—Haces que me sienta un serincivilizado, Daisy —confesé alsegundo vaso de un clarete con ligerosabor a corcho, pero impresionante—.¿No puedes hablar de cosechas o algo

por el estilo?No quería decir nada en especial

con mi observación, pero fue recibidade un modo inesperado.

—La civilización se derrumba —estalló Tom—. Me he vueltoterriblemente pesimista. ¿Has leído Elascenso de los imperios de color, de untal Goddard?[5]

—La verdad es que no —respondísorprendido por su tono.

—Bueno, es un gran libro, y deberíaleerlo todo el mundo. Su tesis es que, sino nos mantenemos en guardia, la razablanca acabará… acabará hundiéndosecompletamente. Es un hecho científico,

comprobado.—Tom se está volviendo muy

profundo —dijo Daisy, con undespreocupado aire de tristeza—. Leelibros profundos, llenos de palabraslarguísimas. ¿Qué palabra era esaque…?

—Bueno, son libros científicos —insistió Tom, mirándola con impaciencia—. Ese Goddard ha entrado a fondo enel asunto. A nosotros, que somos la razadominante, nos toca mantenernosvigilantes para que las otras razas no sehagan con el control de todo.

—Tenemos que aplastarlos —murmuró Daisy, guiñándole feroz al sol

ardiente.—Deberíais vivir en California —

empezó miss Baker, pero Tom lainterrumpió, agitándose pesadamente ensu silla.

—La idea es que somos nórdicos.Yo soy nórdico, y tú, y tú, y… —después de un instante de dudainfinitesimal, incluyó a Daisy agachandoligeramente la cabeza, y Daisy volvió aguiñarme—. Y nosotros hemosproducido todas las cosas queconstituyen la civilización, sí, la cienciay el arte, y todo lo demás. ¿Entiendes?

Había algo patético en suconcentración, como si su suficiencia,

más profunda que nunca, ya no lebastara. Cuando, casi inmediatamente,sonó el teléfono dentro de la casa y elmayordomo salió del porche, Daisyaprovechó el momento de pausa y seinclinó hacía mí.

—Voy a contarte un secreto defamilia —murmuró con entusiasmo—.Es sobre la nariz del mayordomo.¿Quieres saber la historia de la nariz delmayordomo?

—Para eso he venido esta noche.—Bueno, no ha sido siempre

mayordomo: solía limpiarle la plata acierta gente de Nueva York que tenía unacubertería de plata para doscientas

personas. Se pasaba limpiándola de lamañana a la noche, hasta que empezó aafectarle a la nariz…

—Las cosas fueron de mal en peor—sugirió miss Baker.

—Sí. Las cosas fueron de mal enpeor, hasta que por fin tuvo que dejar eltrabajo.

Por un instante, con románticoafecto, la última luz del sol le dio en lacara, resplandeciente: su voz me obligóa inclinarme hacia ella mientras laescuchaba sin respirar. Y luego elresplandor desapareció, cada una de lasluces la fue abandonando con pesar, sinquerer irse, como esos niños que tienen

que dejar al anochecer el placer de lacalle.

El mayordomo volvió y murmuróunas palabras al oído de Tom, quefrunció las cejas, apartó la silla de lamesa y, sin una palabra, se metió en lacasa. Como si aquella ausencia hubieraacelerado algo en su interior, Daisyvolvió a acercárseme, y su voz seiluminaba, cantaba.

—Qué alegría verte en mi mesa,Nick. Me recuerdas a… una rosa,exactamente una rosa. ¿No? —se volvióhacia miss Baker en busca deconfirmación—. Exactamente una rosa,¿verdad?

No era verdad. Ni de lejos parezcouna rosa. Daisy sólo estabaimprovisando, pero desprendía unacalidez excitante, como si su corazónquisiera escapar y entregarse oculto enuna de aquellas palabras entrecortadas,perturbadoras. Entonces, de pronto,lanzó la servilleta a la mesa y entró en lacasa.

Miss Baker y yo intercambiamos unamirada relámpago, premeditadamentedesprovista de significado. Iba a hablarcuando ella se irguió en la silla, alerta, ydijo «Shhh», avisándome. De lahabitación contigua llegaban murmullosapagados y apasionados, y miss Baker

se adelantó, sin ninguna vergüenza, paraintentar oír. El murmullo vibró en loslímites de la coherencia, se hizo másdébil, se elevó en una especie dearrebato, y cesó definitivamente.

—Ese mister Gatsby del que ustedhabla es vecino mío —dije.

—Calle. Quiero enterarme de lo quepasa.

—¿Pasa algo? —preguntéinocentemente.

—¿Está diciéndome que no lo sabe?—dijo miss Baker, sorprendida deverdad—. Yo creía que lo sabía todo elmundo.

—Yo no.

—Ah… —dijo, dubitativa—. Tomtiene una mujer, en Nueva York.

—¿Una mujer? —repetí sincomprender.

Miss Baker asintió.—Podría tener la decencia de no

llamarlo a la hora de la cena. ¿No cree?Casi antes de que captara el sentido

de sus palabras, nos llegó el frufrú de unvestido y el crujir de unas botas decuero, y Tom y Daisy estaban de vuelta ala mesa.

—¡Era inevitable! —exclamó Daisycon una alegría forzada.

Se sentó, miró escrutadoramente amiss Baker y luego a mí, y continuó:

—Me he asomado un momento aljardín. ¡Qué romántico! Hay un pájaroen el césped que debe de ser un ruiseñorllegado en un transatlántico de lacompañía Cunard o de la White StarLine. Está cantando… —y su voz cantó—. ¿No te parece romántico, Tom?

—Muy romántico —respondió Tomantes de dirigirse a mí con tono abatido—. Si todavía hay luz después de lacena, me gustaría llevarte a las cuadras.

El teléfono sonó dentro de la casacomo una alarma y, mientras Daisynegaba rotundamente con la cabezamirando a Tom, la idea de las cuadras, ytodas las ideas, se desvanecieron en el

aire. Entre los fragmentos rotos de losúltimos cinco minutos en la mesa,recuerdo que habían vuelto a encenderlas velas, quién sabe para qué, y quetenía conciencia de querer mirar a fondoa todos, y que, sin embargo, evitabamirar a nadie. Era incapaz de adivinarlo que pensaban Daisy y Tom, perotampoco estaba seguro de que missBaker, que parecía en posesión de unescepticismo inquebrantable, pudieraobviar la perentoriedad estridente ymetálica de la quinta comensal. Paraciertos temperamentos la situación quizáresultara sugestiva. Mi instinto me pedíallamar inmediatamente a la policía.

Nadie, es innecesario decirlo,volvió a mencionar los caballos. Tom ymiss Baker, separados por un metro decrepúsculo, se dirigieron a la biblioteca,como a velar un cadáver perfectamentetangible, mientras, intentando parecergratamente interesado y un poco sordo,yo seguía a Daisy a través de una seriede galerías que partían del porche. Nossentamos en la penumbra, en un sofá demimbre.

Daisy puso la cara entre las manoscomo para sentir sus rasgos perfectos, ysu mirada se perdió poco a poco en laoscuridad de terciopelo. Me di cuentade que la dominaba la fuerza de sus

emociones y, pensando que así latranquilizaría, le pregunté por la niña.

—Tú y yo no nos conocemosdemasiado, Nick —dijo de pronto—.Aunque seamos primos. No fuiste a miboda.

—No había vuelto de la guerra.—Es verdad —dudó—. Bueno, lo he

pasado mal, Nick, y me he vuelto unacínica.

Tenía, evidentemente, razones paraserlo. Esperé, pero no dijo nada más, yal cabo de un momento volví sindemasiada convicción al tema de suhija.

—Supongo que habla y… come, y

esas cosas.—Ah, sí —me miró, ausente—. Oye,

Nick: deja que te cuente lo que dijecuando nació. ¿Quieres saberlo?

—Por supuesto.—Eso te demostrará lo que he

llegado a sentir acerca de… todo.Bueno, la niña tenía menos de una hora yTom estaba Dios sabe dónde. Medesperté de la anestesia con unasensación de profundo abandono, y lepregunté a la enfermera si era niño oniña. Me dijo que era una niña, y volvíla cabeza y me eché a llorar.«Estupendo», dije, «me alegra que seauna niña. Y espero que sea tonta. Es lo

mejor que en este mundo puede ser unachica: una tontita preciosa». Ya ves,creo que la vida es terrible —continuó,muy convencida—. Todo el mundo lopiensa, las personas de ideas másavanzadas. Y yo lo sé. He estado entodas partes, he visto todo y he hechotodo —lanzó una mirada desafiante a sualrededor, a la manera de Tom, y se echóa reír con impresionante desprecio—.Sofisticada… Dios mío, ¡qué sofisticadasoy!

En cuanto la voz se apagó y dejó deexigirme atención y confianza, tuveconciencia de la insinceridad básica detodo lo que había dicho. Y me sentí

incómodo, como si toda la veladahubiera sido una trampa para extraer demí una contribución sentimental. Esperéy, en efecto, al momento me miró conuna espléndida sonrisa de satisfacción,como si me hubiera confesado supertenencia a una distinguida sociedadsecreta a la que tanto ella como Tomestaban afiliados.

Dentro de la casa, el salón carmesíflorecía de luz. Tom y miss Baker sesentaban en los extremos del ampliosofá, y miss Baker leía en voz alta unartículo del Saturday Evening Post: laspalabras, en un susurro, sin inflexiones,se fundían en una melodía de efectos

sedantes. La luz de la lámpararesplandecía en las botas de montar,perdía brillo en el pelo amarillo otoñalde miss Baker, y destellaba en el papelcada vez que pasaba la página ypalpitaba la delicada musculatura de susbrazos.

Cuando entramos, nos obligó,alzando una mano, a mantener silenciounos segundos.

—Continuará —dijo, y arrojó larevista sobre la mesa— en nuestropróximo número.

El cuerpo impuso su poder con unmovimiento impaciente de las rodillas, ymiss Baker se puso de pie.

—Las diez —señaló, como sicomprobara la hora en el techo—. Eshora de que esta niña buena se acueste.

—Jordan participa mañana en eltorneo de Westchester —explicó Daisy.

—Ah, ¡eres Jordan Baker!Ahora sabía por qué su cara me

resultaba familiar: aquella expresiónagradable y desdeñosa me había miradodesde muchas fotografías enhuecograbado en las paginas de noticiassobre la vida deportiva en Asheville,Hot Springs y Palm Beach. También mehabían llegado chismes sobre ella, unahistoria negativa y desagradable, de laque me había olvidado hacía tiempo.

—Buenas noches —dijo en voz baja—. ¿Te importaría despertarme a lasocho?

—Si piensas levantarte.—Pienso levantarme. Buenas

noches, mister Carraway. Nos veremospronto.

—Claro que os veréis pronto —confirmó Daisy—. E incluso piensoorganizar una boda. Ven a menudo, Nick,y ya veré yo…, ay, cómo juntaros. Yasabes… Encerraros sin querer en unarmario, o lanzaros al mar en un bote,cosas así…

—Buenas noches —dijo miss Bakerdesde la escalera—. No he oído ni una

palabra.—Es una chica estupenda —dijo

Tom al cabo del rato—. No deberíandejarla viajar así por el país.

—¿Quién no debería? —preguntóDaisy, fría.

—Su familia.—Su familia es una tía que debe de

tener mil años. Además, Nick la va acuidar, ¿verdad, Nick? Jordan va a pasarcon nosotros este verano bastantes finesde semana. Creo que tener un hogar lehará mucho bien.

Daisy y Tom se miraron un momentoen silencio.

—¿Es de Nueva York? —pregunté

inmediatamente.—De Louisville. Allí pasamos

juntas la adolescencia inmaculada. Laadolescencia inmaculada ymaravillosa…

—¿Le has estado contando secretosa Nick en la terraza? —preguntó Tom derepente.

—¿Te he contado secretos? —memiró Daisy—. No me acuerdo, perocreo que hemos hablado de la razanórdica. Sí, estoy segura. Casi sindarnos cuenta, ya sabes, lo primeroque…

—No te creas todo lo que te cuenten,Nick —me aconsejó Tom.

Dije despreocupadamente que no mehabían contado nada, y pocos minutosdespués me levanté para irme a casa.Me acampanaron a la puerta y sedetuvieron, juntos, en un radiantecuadrado de luz. Cuando arrancaba elcoche, Daisy gritó perentoriamente:«¡Espera!»

—Se me ha olvidado preguntartealgo importante. Nos han llegadonoticias de que te has prometido con unachica del Oeste.

—Es verdad —corroboró Tom concalor—. Nos han dicho que te habíasprometido.

—Es mentira. Soy demasiado pobre.

—Pues nos lo han dicho —insistióDaisy y, para mi sorpresa, volvía aabrirse como una flor—. Nos lo handicho tres personas, así que tiene queser verdad.

Yo sabía, por supuesto, a qué sereferían, pero no estaba ni vagamenteprometido. El hecho de que los cotilleoshubieran dado por publicadas lasamonestaciones fue una de las razonesde que me fuera al Este. No se puededejar de salir con una vieja amiga porculpa de las habladurías, y, por otraparte, tampoco tenía intención decasarme por lo que dijeran unos y otros.

El interés de Tom y Daisy me

conmovió bastante: me parecieron máscercanos, menos remotamente ricos. Sinembargo, ya en el coche, me sentíaconfuso y un poco disgustado. Pensabaque la obligación de Daisy era salircorriendo de la casa con la niña enbrazos, aunque, por lo visto, no tenía lamenor intención de hacer tal cosa. Encuanto a Tom, que tuviera «una mujer enNueva York» era menos sorprendenteque el hecho de que un libro lo hubieradeprimido tanto. Algo lo llevaba a roerlo más superficial de unas cuantas ideasrancias como si su egoísmo, físico,rotundo, ya no bastara para alimentar asu corazón apremiante.

Se notaba el verano en los tejadosde los hoteles de carretera y en lasestaciones de servicio, donde lossurtidores rojos, nuevos, se levantabansobre charcos de luz, y cuando llegué ami casa en West Egg aparqué el coche enel cobertizo y me senté un rato en eljardín, en un cortacésped abandonado.Ya no soplaba el viento, que habíadejado una noche clara y ruidosa, conalas que batían en los árboles y elsonido persistente de un órgano, como siel fuelle poderoso de la tierra insuflaravida a las ranas. La silueta de un gato semovió vacilante a la luz de la luna y, alvolver la cabeza para mirarlo, vi que no

estaba solo: a unos quince metros dedistancia una figura había surgido de lasombra de la mansión de mi vecino y depie, con las manos en los bolsillos,contemplaba la pimienta plateada de lasestrellas. Algo en la lentitud de susmovimientos y en la seguridad con queapoyaba los pies en el césped mesugirió que se trataba de mister Gatsby,que había salido a calcular qué parte lecorrespondía del firmamento local.

Decidí llamarlo. Miss Baker habíamencionado su nombre durante la cena,y eso serviría de presentación. Pero nolo llamé, porque de pronto dio pruebasde sentirse a gusto solo: extendió los

brazos de un modo extraño hacia el aguaoscura y, aunque yo estaba lejos, habríajurado que temblaba. Miré al mar en ungesto automático… y no vi nada, salvouna luz verde, lejana y mínima, quequizá fuera el extremo de un muelle.Cuando fui a mirar otra vez a Gatsby,había desaparecido, y yo volvía a estarsolo en la oscuridad sin sosiego.

A

2

medio camino entre West Egg yNueva York la carretera confluye

de pronto con la línea del ferrocarril ycorre a su lado cerca de cuatrocientosmetros, como si quisiera evitar ciertaextensión de tierra desolada. Es un vallede cenizas: una granja fantástica dondelas cenizas crecen como el trigo hastaconvertirse en cordilleras, colinas yjardines grotescos; donde las cenizastoman la forma de casas y chimeneas y

humo y, por fin, en un esfuerzotrascendental, de hombres de ceniza quese agitan como sombras y se deshacenen el aire polvoriento. De vez en cuandouna fila de vagones grises se arrastrapor una vía invisible, se estremece en uncrujido espectral y se detiene, einmediatamente los hombres de cenizasalen como un enjambre con palas queparecen de plomo y levantan una nubeimpenetrable que nos oculta susmisteriosas operaciones.

Pero sobre la tierra gris y las ráfagasde polvo inhóspito que soplanincesantemente sobre ella, se distinguen,al cabo de un momento, los ojos del

doctor T. J. Eckleburg. Los ojos deldoctor T. J. Eckleburg son azules ygigantes: sus pupilas casi alcanzan unmetro de altura. No miran desde unacara, sino desde unas enormes gafasamarillas que se apoyan en una narizinexistente. Algún oculista insensato ybromista los debió de poner ahí paraaumentar su clientela en la zona deQueens, y luego se hundió en la cegueraeterna, o los olvidó y se fue a otra parte.Pero sus ojos, algo deslucidos por losmuchos días expuestos a la lluvia y alsol sin recibir jamás una mano depintura, siguen meditando tristementesobre el solemne vertedero.

Un riachuelo sucio limita el valle decenizas por uno de sus flancos, y, cuandoel puente levadizo se alza para quepasen las barcazas, los pasajeros de lostrenes pueden quedarse media horacontemplando el lúgubre lugar mientrasesperan. Es inevitable detenerse allí,aunque sea un momento, y precisamentepor eso conocí a la amante de TomBuchanan.

El hecho de que tuviese una amanteera muy comentado en los ambientes quefrecuentaba Tom. Sus amistadesconsideraban una ofensa que sepresentara con ella en los bares de moday, dejándola en una mesa, se paseara por

el local, charlando con unos y otros. Yosentía curiosidad por verla, pero noquería que me la presentaran, comoocurrió por fin. Una tarde fui con Tom aNueva York en tren, y cuando nosdetuvimos junto a los montones deceniza se levantó de un salto y,cogiéndome por el codo, me forzóliteralmente a bajar del vagón.

—Nos apeamos —enfatizó lo obvio—. Quiero presentarte a mi chica.

Creo que había bebido demasiado enla comida, y la determinación con queme obligaba a acompañarlo bordeaba laviolencia. Su arrogancia daba porsupuesto que un domingo por la tarde yo

no tenía otra cosa mejor que hacer.Lo seguí cuando saltó la barrera del

tren, pintada de blanco, y retrocedimosunos cien metros por la carretera bajo lamirada insistente del doctor Eckleburg.El único edificio a la vista era una casade ladrillo amarillo que se levantaba enel límite de la tierra baldía, en unaespecie de calle principal mínima quebastaba para satisfacer sus necesidadesy desembocaba en la nada absoluta.Había tres negocios: uno se alquilaba yotro era un restaurante que abría toda lanoche y al que se llegaba par un caminode cenizas. El tercero era un garaje—Reparaciones. GEORGES B.

WILSON. Compraventa de automóviles—, en el que entré detrás de Tom.

El interior, vacío, era miserable: elúnico coche visible eran los restospolvorientos de un Ford, encogido en unrincón oscuro. Estaba pensando queaquel garaje fantasmal sólo podía seruna cortina de humo que ocultabalujosos y románticos apartamentos en laplanta de arriba, cuando apareció eldueño en la puerta de la oficina,limpiándose las manos con un trapo. Eraun hombre rubio, apocado, anémico y decierta belleza desvaída. Nos vio y losojos, azules, húmedos y muy claros, sele iluminaron de esperanza.

—Hola, Wilson, viejo —dijo Tomjovialmente, dándole una palmada en elhombro—. ¿Cómo va la cosa?

—No me puedo quejar —respondióWilson sin convencer a nadie—.¿Cuándo va usted a venderme el coche?

—La semana que viene: tengo alchófer arreglándolo.

—No se da prisa, ¿verdad?—Se equivoca —dijo Tom con

frialdad—. Pero, si lo cree así, quizá lomejor sea que le venda el coche a otro.

—No es eso lo que digo —seapresuró a explicar Wilson—. Lo quedigo es que…

Su voz se fue apagando y Tom miró

impaciente a su alrededor. Entonces oípasos en la escalera y, al momento, lapesada silueta de una mujer tapó la luzde la puerta de la oficina. Debía de tenerunos treinta y cinco años, y estaba unpoco gorda, pero lucía sus carnes conesa sensualidad de la que algunasmujeres son capaces. No había rasgos niatisbo de belleza en su cara, que surgíade un vestido de seda azul oscuro alunares, pero aquella mujer poseía unavitalidad inmediatamente perceptible,como si los nervios de su cuerpoestuvieran siempre al rojo vivo. Sonreíacon calma, y pasando a través delmarido como si fuera un fantasma, le

estrechó la mano a Tom, mirándolointensamente a los ojos. Se humedeciólos labios y, sin volverse, le dijo a sumarido con una voz suave y ordinaria:

—Trae sillas, que se pueda sentar lagente.

—Ah, sí —asintió inmediatamenteWilson, y fue a la oficina,confundiéndose en el acto con el colorcemento de las paredes.

Polvo blanco y ceniciento le cubríael traje oscuro y el pelo pálido comocubría todo lo que había a su alrededor,excepto a su mujer, que se habíaacercado a Tom.

—Quiero verte —dijo Tom con

decisión—. Coge el próximo tren.—Muy bien.—Espérame en el puesto de

periódicos del andén de abajo.La mujer asintió y se separó de Tom

en el momento preciso en que GeorgeWilson salía de la oficina con dos sillas.

La esperamos en la carretera, dondeno podían vernos. Faltaban pocos díaspara el Cuatro de Julio, y un niñoitaliano, gris y escuálido, ponía una filade petardos en la vía del tren.

—Terrible lugar, ¿verdad? —dijoTom, intercambiando con el doctorEckleburg una mirada de disgusto.

—Horrible.

—A ella le viene bien salir.—¿Al marido no le importa?—¿Wilson? Cree que va a Nueva

York a ver a su hermana. Es tan tontoque ni siquiera sabe que está vivo.

Así que Tom Buchanan, su chica y yofuimos juntos a Nueva York. O noexactamente juntos, porque mistressWilson viajó discretamente en otrovagón. Era una deferencia de Tom con lasusceptibilidad de los habitantes de EastEgg que pudieran ir en el tren.

Mistress Wilson se había cambiadoel vestido por uno de muselina marrónestampada que se le ajustó restallante alas anchas caderas cuando Tom la ayudó

a apearse en el andén de Nueva York. Enel puesto de periódicos compró el TownTattle[6] y una revista de cine, y en eldrugstore de la estación crema facial yun perfume. Arriba, en la entradasolemne y llena de ecos, rechazó cuatrotaxis antes de elegir uno, nuevo, de colorlavanda, con la tapicería gris, y en élnos alejamos de la gran estación, haciala espléndida luz del sol. Peroinmediatamente mistress Wilson dejó deprestar atención a la ventanilla, seinclinó hacia delante, y golpeó en elcristal que nos separaba del chófer.

—Quiero uno de esos perros —dijomuy seria—. Quiero uno para el

apartamento. Es bueno tener… un perro.Dimos marcha atrás en busca de un

viejo ceniciento que se parecía de unmodo absurdo a John D. Rockefeller. Enuna cesta que le colgaba del cuello seencogían de miedo un puñado decachorros recién nacidos, de razaindeterminada.

—¿Qué tipo de perros son? —preguntó mistress Wilson con verdaderailusión, cuando el hombre se acercó a laventana del taxi.

—De todos los tipos. ¿Qué tipobusca usted, señora?

—Me gustaría un perro policía, perosupongo que no tendrá ninguno de esa

raza.El hombre miró con ojos inseguros

dentro de la cesta, metió la mano y sacóun cachorro que no paraba de moverse,cogiéndolo por el cuello.

—No es un perro policía —dijoTom.

—No, no es exactamente un perropolicía —dijo el hombre, con algo dedecepción—. Yo más bien diría que esun Airedale —pasó la mano por el lomopardo, que parecía un paño de cocina—.Fíjese en el pelo. Qué pelo. Este perrojamás le dará la lata con un resfriado.

—Me parece precioso —dijomistress Wilson con entusiasmo—.

¿Cuánto cuesta?—¿Este perro? —el hombre lo miró

con verdadera admiración—. Para ustedserán diez dólares.

El Airedale —indudablemente habíaimplicado algún remoto Airedale en elasunto, aunque aquellas patas fueranllamativamente blancas— cambió dedueño y fue a caer en el regazo demistress Wilson, que acarició conarrobo aquel pelaje a prueba de lasinclemencias del tiempo.

—¿Es niño o niña? —dijo condelicadeza.

—¿Este perro? Es niño.—Es una perra —dijo Tom

terminantemente—. Aquí tiene su dinero.Vaya y cómprese diez perros más.

Entramos en la Quinta Avenida,cálida y adormilada, casi pastoral, en latarde veraniega de domingo. No mehubiera extrañado ver aparecer en unaesquina un gran rebaño de ovejasblancas.

—Pare —dije—. Tengo que dejarosaquí.

—De eso nada —me interrumpióTom—. Myrtle se ofendería si no subesal apartamento. ¿Verdad, Myrtle?

—Venga —me insistió mistressWilson—. Llamaré por teléfono a mihermana Catherine. Los que entienden

dicen que es muy guapa.—Me gustaría ir, pero…No nos detuvimos, volvimos a

acortar por Central Park hacia el oeste ylas calles Cien. En la calle Cientocincuenta y ocho el taxi se paró ante untrozo del gran pastel blanco de unedificio de apartamentos. Lanzando alvecindario una mirada de reina quevuelve al hogar, mistress Wilson cogióel perro y sus otras compras y entró enla casa con aires de grandeza.

—Voy a llamar a los McKee —anunció mientras subíamos en elascensor—. Y a mi hermana, claro.

El apartamento estaba en el ático:

una pequeña sala de estar, un pequeñocomedor, un pequeño dormitorio y uncuarto de baño. Hasta la puerta delcuarto de estar se acumulaban losmuebles, tapizados y demasiadograndes, y dar un paso significabatropezarse con escenas de damascolumpiándose en los jardines deVersalles. El único cuadro era unafotografía muy ampliada, desenfocada,de lo que parecía ser una gallina posadaen una piedra. Mirada desde lejos, sinembargo, la gallina se convertía en unacofia, y el semblante de una damaanciana y corpulenta resplandecía en lahabitación. Había encima de la mesa

varios números atrasados de TownTattle, un ejemplar de Simón, llamadoPedro[7] y algunas revistas de cotilleosde Broadway. Mistress Wilson sepreocupó del perro ante todo. Unascensorista fue de mala gana a porleche y un cajón con paja, a lo queañadió por iniciativa propia una lata degalletas para perro grandes y duras, unade las cuales pasó la tardedeshaciéndose apáticamente en elcuenco de leche. Y, mientras, Tom sacóuna botella de whisky de una cómodacerrada con llave.

Sólo me he emborrachado dos vecesen mi vida, y la segunda fue aquella

tarde, así que una confusa capa de nieblaempaña todo lo que pasó, aunque un solespléndido iluminó el apartamento hastapasadas las ocho. Sentada encima deTom, mistress Wilson llamó por teléfonoa varias personas, y luego se acabaronlos cigarrillos, y bajé a comprar a latienda de la esquina. Cuando volví, losamantes habían desaparecido, y yo mesenté prudentemente en el cuarto de estary leí un capítulo de Simón, llamadoPedro: o era infame o el whiskydistorsionaba las cosas, porque aquellono tenía ningún sentido.

En el momento en que Tom y Myrtle(después de la primera copa mistress

Wilson y yo nos tuteamos)reaparecieron, los invitados empezarona llegar al apartamento.

La hermana, Catherine, era una chicadelgada y con mucho mundo de unostreinta años, pelirroja, pelada como unmuchacho y peinada con brillantina, y deuna blancura láctea, cosmética. Se habíadepilado las cejas y se las habíarepintado en un ángulo más elegante,pero los esfuerzos de la naturaleza pararestaurar la línea antigua le daban a lacara una expresión incoherente. CuandoCatherine se movía, el cascabeleo en susbrazos de las innumerables pulserasbaratas producía un tintineo incesante.

Entró con tal ansiedad de propietaria, ymiró el mobiliario tan posesivamente,que pensé que quizá fuera aquélla sucasa. Pero se lo pregunté y se echó a reírde un modo exagerado, repitiendo mipregunta en voz alta. Me dijo que vivíacon una amiga en un hotel.

Mister McKee era un hombrefemenino, pálido, el vecino del piso deabajo. Acababa de afeitarse, porquetenía una mancha blanca de espuma en lamejilla, y mostró un extraordinariorespeto al saludar a cada uno de lospresentes. Me informó de que trabajaba«en el mundillo artístico», y más tardeme enteré de que era fotógrafo y de que

había hecho la borrosa ampliación de lamadre de mistress Wilson que flotaba enla pared como un ectoplasma. Su mujerera estridente, lánguida, bella y horrible.Me dijo con orgullo que su marido lahabía fotografiado ciento veintisieteveces desde el día de la boda.

Mistress Wilson se había cambiadode ropa poco antes, y ahora lucía uncomplicado vestido de tarde de gasacolor crema que dejaba a su paso unfrufrú permanente cuando se movía porla habitación. Bajo la influencia delvestido su personalidad tambiénexperimentó un cambio. La intensavitalidad del garaje, tan perceptible, se

había transformado en una impresionantefatuidad. Su risa, sus gestos, susafirmaciones fueron volviéndose másafectados por momentos, y, conformeella se expandía, la habitación menguabaa su alrededor, hasta que, ruidosa ychirriante, mistress Wilson pareció girarsobre una peana en el aire lleno dehumo.

—Tesoro —le gritó a su hermana,con voz remilgada y aguda—, toda esagentuza te engañará siempre. Sólopiensan en el dinero. Vino una mujer lasemana pasada a arreglarme los pies y,cuando me dio la cuenta, era como si mehubiera operado de apendicitis.

—¿Cómo se llamaba? —preguntómistress McKee.

—Mistress Eberhardt. Se dedica aarreglar pies a domicilio.

—Me encanta tu vestido —observómistress McKee—. Me parecemaravilloso.

Mistress Wilson rechazó elcumplido levantando desdeñosamenteuna ceja.

—Está viejísimo —dijo—. Sólo melo pongo cuando no me importa la pintaque llevo.

—Pues te sienta de maravilla, no sési me entiendes —continuó mistressMcKee—. Si Chester te fotografiara en

esa pose, haría algo aprovechable.Todos miramos en silencio a

mistress Wilson, que se apartó de losojos un mechón de pelo y nos devolvióla mirada con una sonrisa radiante.Mister McKee la estudió con atención,ladeando la cabeza, y luego se puso lamano delante de la cara y la movió haciaatrás y hacia delante.

—Cambiaría la luz —dijo al cabode un momento—. Me gustaría resaltarel modelado de las facciones, eintentaría captar el pelo de la nuca.

—Yo no cambiaría la luz —proclamó mistress McKee—. Me pareceque es…

Su marido dijo «Shsss» y todosvolvimos a mirar a la modelo, cuandoTom bostezó audiblemente y se puso depie.

—Beban algo, pareja —les dijo alos McKee—. Trae más hielo y másagua mineral, Myrtle, antes de que seduerma todo el mundo.

—Mira que le dije al chico quetrajera hielo —Myrtle levantó las cejas,desesperada por la holgazanería de lasclases bajas—. ¡Qué gente! Tienes queestar detrás de ellos todo el tiempo.

Me miró y se rió sin motivo. Luegocogió y besó al perro en un arrebato yentró majestuosamente en la cocina

como si un equipo de cocinerosestuviera esperando sus órdenes.

—En Long Island he hecho cosasmuy interesantes —declaró misterMcKee.

Tom lo miró sin entenderlo.—Dos las tenemos enmarcadas

abajo.—¿Dos qué? —preguntó Tom.—Dos estudios. Uno lo he titulado

Montauk Point: las gaviotas, y el otroMontauk Point: el mar.

Catherine, la hermana, se sentó a milado en el sofá.

—¿Tú también vives en LongIsland? —me preguntó.

—Vivo en West Egg.—¿Sí? Estuve allí en una fiesta, hace

un mes más o menos. En casa de un talGatsby. ¿Lo conoces?

—Vive al lado de mi casa.—Dicen que es sobrino o primo del

káiser Guillermo. Que por eso tienetanto dinero.

—¿Sí?Asintió.—Me da miedo. No me gustaría

nada que la tomara conmigo.Esta apasionante información sobre

mi vecino fue interrumpida por mistressMcKee, que de repente señalaba aCatherine con el dedo.

—Chester, creo que podrías haceralgo con ella —proclamó, pero el señorMcKee se limitó a asentir con aire deaburrimiento, y volvió a concentrar suatención en Tom.

—Si pudiera introducirme, megustaría trabajar más en Long Island. Loúnico que pido es que me dejenempezar.

—Hable con Myrtle —dijo Tom,soltando una risotada y aprovechandoque mistress Wilson llegaba de la cocinacon una bandeja—. Ella le dará unacarta de presentación, ¿verdad, Myrtle?

—¿Dar qué? —preguntó,sorprendida.

—Le darás a McKee una carta depresentación para tu marido, para quehaga unos cuantos estudios suyos —siguió moviendo los labios, en silencio,mientras inventaba—. George B. Wilsonen el surtidor de gasolina, o algo así.

Catherine se inclinó sobre mí, muycerca, y me murmuró al oído:

—Ninguno de los dos soporta a lapersona con la que están casados.

—¿No?—No los aguantan —miró a Myrtle

y luego a Tom—. Y digo yo: ¿por quésiguen viviendo con esas personas si nolas aguantan? Si yo fuera ellos, medivorciaría y volvería a casarme

inmediatamente.—¿Ella tampoco quiere a Wilson?La respuesta fue inesperada, porque

vino de Myrtle, que había oído mipregunta. Y fue violenta y obscena.

—Ya ves —exclamó Catherinetriunfalmente. Volvió a bajar la voz—.Es la mujer de él la que los separa. Escatólica, y los católicos no creen en eldivorcio.

Daisy no era católica, y meimpresionó un poco lo rebuscado de lamentira.

—Cuando se casen —continuóCatherine— se irán al Oeste por untiempo, hasta que todo haya pasado.

—Sería más discreto irse a Europa.—Ah, ¿te gusta Europa? —exclamó,

sorprendiéndome—. Acabo de volverde Montecarlo.

—¿Sí?—El año pasado. Fui con otra chica.—¿Estuvisteis mucho tiempo?—No, fuimos a Montecarlo y

volvimos. Fuimos vía Marsella.Teníamos más de mil doscientos dólarescuando empezamos, y en dos días noshabían desplumado hasta el últimocentavo. Lo pasamos fatal en el viaje deregreso, te lo puedo asegurar. ¡Dios mío,qué ciudad tan aborrecible!

El cielo del atardecer, semejante a la

miel azul del Mediterráneo,resplandeció un instante en la ventana, yentonces la voz estridente de mistressMcKee me devolvió a la habitación.

—También yo estuve a punto decometer un error —afirmaba con energía—. Estuve a punto de casarme con unjudío insignificante que llevaba añosdetrás de mí. Yo sabía que no estaba ami altura. Y todos me decían: «Lucille,ese hombre no está a tu altura». Pero sehabría salido con la suya, seguro, si nohubiera conocido a Chester.

—Sí, pero escucha —dijo MyrtleWilson, moviendo la cabeza arriba yabajo—, tú por lo menos no te casaste.

—Por supuesto.—Yo sí me casé —dijo Myrtle, en

un tono de ambigüedad.—¿Por qué te casaste, Myrtle? —

preguntó Catherine—. Nadie te obligó.Myrtle meditó la respuesta.—Me casé porque creí que era un

caballero —dijo por fin—. Creí quesabía lo que es una buena educación,pero no valía ni para limpiarme loszapatos con la lengua.

—Pues durante un tiempo estuvisteloca por él —dijo Catherine.

—¡Loca por él! —exclamó Myrtlecon incredulidad—. ¿Quién ha dicho queestaba loca por él? Jamás he estado más

loca por él que por ese hombre.De repente me señaló con el dedo, y

todos me miraron acusadoramente.Intenté que mi expresión dejara claroque yo no aspiraba a ningún tipo deaprecio.

—Mi única locura fue casarme. Einmediatamente supe que me habíaequivocado. Él le pidió prestado a no séquién su mejor traje para la boda, y nome dijo ni una palabra, y el hombre vinoa por su traje un día que mi marido noestaba. «Ah, ¿el traje es suyo?», dije,«pues ahora me entero». Se lo di y luegome eché en la cama y me pasé la tardellorando sin parar.

—Tendría que separarse —meresumió Catherine—. Llevan once añosviviendo en el altillo de ese garaje. YTom es el primer amigo que ha tenido.

La botella de whisky —la segunda—ahora estaba muy solicitada por todoslos presentes, exceptuando a Catherine,que «se sentía bien sin nada». Tomllamó al conserje y lo mandó a por unossándwiches famosos que valían por unacena completa. Yo tenía ganas de irme ypasear hacia el este en dirección alparque, a la luz suave del crepúsculo,pero cada vez que intentaba despedirmeme veía enredado en alguna ruidosadiscusión sin sentido, que me retenía,

como si me hubieran atado. Dominandola ciudad, sin embargo, nuestra fila deventanas iluminadas ofrecería su partede secreto humano al observadorocasional de las calles oscuras, algo quetambién era yo, mirando ymaravillándome. Yo estaba dentro yfuera, a la vez encantado y repelido porla inagotable variedad de la vida.

Myrtle acercó su silla, y de repentesu aliento cálido derramó sobre mí lahistoria del primer encuentro con Tom.

—Fue en esos dos asientospequeños, uno frente a otro, que siempreson los últimos que quedan libres en eltren. Iba a Nueva York a ver a mi

hermana y a pasar la noche. Tom ibavestido de etiqueta, con zapatos decharol, y yo no podía quitarle los ojosde encima, pero, si él me miraba, fingíaleer el anuncio que había más arriba desu cabeza. Cuando llegamos a laestación, lo sentí cerca, y la pecherablanca de su camisa me oprimía elbrazo, así que le dije que iba a llamar aun policía, pero él sabía que no eraverdad. Yo estaba tan excitada cuandome subí con él al taxi que apenas si medi cuenta de que no tomaba el metro. Loúnico que pensaba, una y otra vez, era:«No vas a vivir eternamente; no vas avivir eternamente».

Se volvió hacia mistress McKee yresonó en la habitación su risa artificial.

—Tesoro —exclamó—, te regalaréel vestido en cuanto me lo quite. Mañanapienso comprarme otro. Voy a hacer unalista de todas las cosas que necesito. Unmasaje y una permanente, un collar parael perro, uno de esos ceniceros tanlindos con un dispositivo para tragarsela ceniza, y una corona con lazo de sedanegro para la tumba de mi madre, quedure todo el verano. Voy a hacer unalista con todas las cosas que tengopendientes para que no se me olviden.

Eran las nueve, y casiinmediatamente miré el reloj y vi que

eran las diez. Mister McKee se habíaquedado dormido en su silla, con lospuños cerrados sobre el regazo. Parecíala foto de un hombre de acción. Cogí elpañuelo y le limpié de la mejilla laespuma de afeitar seca que me habíainquietado toda la tarde.

El perrillo miraba desde encima dela mesa, cegado por el humo, y de vez encuando gemía débilmente. La gentedesaparecía, reaparecía, hacía planespara ir a algún sitio, y entonces seperdía, se buscaba, se encontraba a unmetro de distancia. En torno a lamedianoche Tom Buchanan y mistressWilson, de pie, cara a cara, discutieron

apasionadamente si mistress Wilsontenía derecho a pronunciar el nombre deDaisy.

—¡Daisy! ¡Daisy! ¡Daisy! ¡Dai..! —gritó mistress Wilson—. ¡Lo diré todaslas veces que me dé la gana!

Con un movimiento seco yexpeditivo, Tom Buchanan le rompió lanariz con la mano abierta.

Entonces hubo en el suelo del cuartode baño toallas empapadas de sangre, yvoces indignadas de mujeres, y, porencima de la confusión, un quejido dedolor inacabable y entrecortado. MisterMcKee se despertó y buscó aturdido lapuerta. No había terminado de salir

cuando se volvió y vio la escena:Catherine y su mujer, que gritaban yprotestaban e intentaban ofrecer algúnconsuelo mientras, con cosas delbotiquín en la mano, tropezaban en todoslos muebles que atestaban la habitación,y la desesperada figura del sofá, que nodejaba de sangrar e intentaba protegercon las páginas del Town Tattle latapicería y sus escenas de Versalles.Entonces mister McKee dio mediavuelta y reemprendió el camino hacia lapuerta. Cogí mi sombrero delcandelabro donde lo había dejado, y loseguí.

—Venga a comer un día —sugirió,

mientras bajaba y gemía el ascensor.—¿Adónde?—A cualquier sitio.—No toque la palanca —se quejó el

ascensorista.—Perdone —dijo mister McKee

muy digno—. No me he dado cuenta.—Estupendo —dije yo—. Será un

placer.… Y luego yo estaba de pie, junto a

la cama, y mister McKee, entre lassábanas y en ropa interior, sentado, teníaen las manos una carpeta grande.

—La bella y la bestia… Soledad…El caballo de la vieja tienda deultramarinos… El puente de Brooklyn…

Después me vi derrumbado, mediodormido, en el andén más hondo y fríode la Pennsylvania Station, con lamirada fija en la primera edición delTribune y esperando el tren de lascuatro de la mañana.

L

3

legaba música de la casa de mivecino en las noches de verano. En

sus jardines azules hombres y chicasiban y venían como mariposas nocturnasentre los murmullos, el champagne y lasestrellas. Cuando por las tardes subía lamarea, yo miraba a los invitados, que setiraban desde el trampolín de la balsa deGatsby, o tomaban el sol en la arenacaliente de su playa privada mientrasdos lanchas motoras surcaban las aguas

del estrecho y remolcaban a esquiadoresacuáticos sobre cataratas de espuma.Los fines de semana el Rolls-Royce deGatsby se convertía en autobús y, desdelas nueve de la mañana hasta lamadrugada, traía y llevaba a grupos dela ciudad, mientras una furgoneta volabacomo un bicho amarillo a esperar atodos los trenes. Y los lunes ochocriados, incluyendo un jardinero extra,se pasaban el día limpiando, fregando,dando martillazos, podando y arreglandoel jardín, remediando los estragos de lanoche anterior.

Una frutería de Nueva York mandabatodos los viernes cinco cajas de limones

y naranjas, y todos los lunes esosmismos limones y naranjas salían por lapuerta trasera en una pirámide decáscaras sin pulpa. En la cocina habíauna máquina que podía exprimirdoscientas naranjas en media hora si elpulgar del mayordomo apretabadoscientas veces un botón.

Al menos una vez cada quince díasun ejército de proveedores sepresentaba con más de cien metros delona y suficientes luces de colores comopara convertir el enorme jardín deGatsby en un árbol de Navidad. En lasmesas del buffet, adornadas conentremeses deslumbrantes, jamones

cocidos con especias se apretabancontra ensaladas arlequinadas,pastelillos de carne de cerdo y pavoscolor de oro viejo, como encantados. Enel vestíbulo principal ponían un bar, conuna auténtica barra de metal dondeapoyar el pie, y provisto de ginebras,bebidas alcohólicas y licores olvidadosdesde hacía tanto tiempo que la mayoríade las invitadas eran demasiado jóvenespara distinguir unos de otros.

A las siete ha llegado la orquesta,nada de un simple quinteto, sino todauna banda de oboes y saxofones ytrombones y violas y cornetas y flautinesy bombos y tambores. Los últimos

nadadores acaban de volver de la playay se están vistiendo en la planta dearriba; los coches de Nueva Yorkaparcan en quíntuple fila en el caminode entrada, y los vestíbulos, los salonesy las galerías ya atraen las miradas consus colores básicos y los cortes de peloraros y a la última moda, y chales quesuperan los sueños de la antiguaCastilla. El bar bulle de animación, y lasincesantes rondas de cócteles atraviesanflotando el jardín, y lo impregnan, yhasta el aire se vivifica con lasconversaciones y las risas, y lasinsinuaciones sin importancia y laspresentaciones olvidadas al instante, y

los encuentros entusiastas entre mujeresque jamás han sabido el nombre de laotra.

Las luces se hacen más intensas amedida que la Tierra se aleja del soldando bandazos, y la orquesta tocamúsica de cóctel, y la ópera de lasvoces sube un tono. Cada vez la risa esmás fácil, se prodiga más, se derramaante cualquier palabra alegre. Losgrupos cambian con más rapidez, crecencon los recién llegados, se disuelven yse forman en el mismo suspiro; ya seven, vagabundeando, chicas seguras desí mismas que serpentean entre invitadosmás sólidos y más estables, se

convierten por un momento fugaz y felizen el centro de un grupo, y, con laemoción del triunfo, desaparecensilenciosamente entre la marea de carasy voces y colores bajo la luz que cambiasin cesar.

De repente una de esas gitanas,vibrante en su vestido de ópalo, coge alvuelo un cóctel, se lo bebevalientemente de un trago y, moviendolas manos como Frisco[8], baila sola enla pista de lona. Momentáneo silencio:el director de la orquesta se ve obligadoa acoplarse al ritmo de la chica, y lashabladurías se disparan mientras correla falsa noticia de que es la suplente de

Gilda Gray[9] en el Follies. Haempezado la fiesta.

Creo que la primera noche queestuve en casa de Gatsby fui uno de lospocos que habían sido invitados deverdad. La gente no estaba invitada: iba.Se subían en coches que los llevaban aLong Island, y, no sé cómo, acababan enla puerta de Gatsby. Una vez allí,alguien que conocía a Gatsby lospresentaba y, a partir de ese momento,se comportaban según las normas deconducta propias de los parques deatracciones. Y alguna noche llegaban yse iban sin ni siquiera conocer a Gatsby:llegaban a la fiesta con una ingenuidad

de corazón que les servía de entrada.A mí me invitaron de verdad. Un

chófer en uniforme azul turquesa, colorde huevo de petirrojo, cruzó el céspedde mi casa el sábado a primera hora conuna nota de su patrón asombrosamenteformal: Gatsby se sentiría muy honrado,decía, si yo pudiera asistir a su«pequeña fiesta» aquella noche. Mehabía visto varias veces, y desde hacíatiempo tenía intención de hacerme unavisita, pero una singular combinación decircunstancias lo había impedido.Firmaba Jay Gatsby, con majestuosacaligrafía.

Embutido en un flamante traje de

franela blanca pisé su césped un pocodespués de las siete y vagabundeéincómodo entre remolinos de gente a laque no conocía, aunque de vez encuando encontraba una cara que habíavisto en el tren.

Me impresionó la cantidad deingleses jóvenes que había por todaspartes: todos bien vestidos, todos conpinta de tener hambre, todos hablándolesen voz baja y muy en serio a americanossólidos y prósperos. Di por supuestoque vendían algo: bonos, seguros oautomóviles. Por lo menos eranangustiosamente conscientes del dinerofácil que se movía alrededor y estaban

convencidos de que sería suyo a cambiode unas cuantas palabras en el tonojusto.

En cuanto llegué, intenté saludar ami anfitrión, pero las dos o tres personasa quienes pregunté por él me miraron tanasombradas y negaron con tantavehemencia conocer los movimientos deGatsby, que me escabullí en dirección ala mesa de los cócteles, el único sitiodel jardín donde alguien sin compañíapodía quedarse un rato y no parecer soloy perdido.

Había decidido por purodesconcierto emborracharmeescandalosamente cuando Jordan Baker

salió de la casa y se detuvo en lo alto dela escalinata de mármol para,retrepándose un poco, observar el jardíncon interés y desdén.

Me recibieran bien o mal, creínecesario pegarme a alguien antes deempezar a ponerme afectuoso con todoel que pasara.

—¡Hola! —rugí, avanzando haciaella.

Mi voz, en el jardín, sonó demasiadoalta, anormal.

—Había pensado que quizáestuviera aquí —respondió comoausente cuando subí la escalera—.Recordaba que usted vivía en la casa de

al lado…Me cogió la mano de un modo

impersonal, como una promesa de quese ocuparía de mí en unos segundos, yprestó oído a dos chicas que llevabanvestidos idénticos, amarillos, y sehabían detenido al pie de la escalinata.

—¡Hola! —gritaron al unísono—.Qué pena que no ganaras.

Hablaban del torneo de golf. JordanBaker había perdido en las finales lasemana anterior.

—No sabes quiénes somos —dijouna de las chicas de amarillo—, pero teconocimos aquí hace cosa de un mes.

—Os habéis teñido el pelo —

contestó Jordan, y yo me sobresalté,pero las chicas habían seguidodespreocupadamente su camino y laspalabras las oyó la luna prematura,salida como la cena, sin duda, de lacesta del proveedor.

Con el brazo delgado y dorado deJordan descansando en el mío, bajamosla escalinata y deambulamos por eljardín. Una bandeja de cócteles se nosacercó flotando en el crepúsculo y nossentamos a una mesa con las dos chicasde amarillo y tres hombres, que sepresentaron, los tres, como misterMmmm.

—¿Venís mucho a estas fiestas? —

preguntó Jordan a la chica que tenía allado.

—La última fue en la que te conocí—respondió la chica con voz segura,enérgica. Se volvió a su amiga—. Tú,igual, ¿no, Lucille?

Así era.—Me encanta venir —dijo Lucille

—. Me da lo mismo hacer lo que sea,así que siempre me lo paso bien. Laúltima vez se me rompió el vestido conuna silla, y él me pidió mi nombre ydirección, y, antes de que pasara unasemana, recibí un paquete de Croiriercon un traje de noche nuevo.

—¿Te quedaste con él? —preguntó

Jordan.—Por supuesto. Me lo iba a poner

esta noche, pero me queda ancho depecho y me lo tengo que arreglar. Esazul gas con adornos lavanda.Doscientos sesenta y cinco dólares.

—Un tipo que hace esas cosas no esnormal —dijo la otra chica convehemencia—. No quiere tenerproblemas con nadie.

—¿Quién no quiere tenerproblemas? —pregunté.

—Gatsby. Alguien me dijo…Las dos chicas y Jordan acercaron la

cabeza confidencialmente.—Alguien me dijo que una vez mató

a un hombre.Todos sentimos un escalofrío. Los

tres mister Mmmm acercaron también lacabeza, ansiosos de oír.

—No creo que llegue a tanto —respondió Lucille, escéptica—. Es másprobable que fuera espía de losalemanes durante la guerra.

Uno de los hombres lo confirmó:—Se lo oí a un hombre que lo

conocía bien. Se había criado con él enAlemania —nos asegurócategóricamente.

—No —dijo la primera chica—, esoes imposible, porque hizo la guerra en elejército americano —viendo que volvía

a ganarse nuestra credulidad, se inclinóhacia nosotros con entusiasmo—. Fijaosen él cuando crea que nadie lo mira.Estoy segura de que mató a un hombre.

Entornó los ojos y se estremeció.Lucille se estremeció. Todos nosvolvimos a mirar donde estaba Gatsby.Prueba de las románticas especulacionesque inspiraba era que murmuraran a sucosta aquellos que habían encontrado eneste mundo poco sobre lo que podermurmurar.

Habían empezado a servir laprimera cena (servían otra después demedianoche), y Jordan me invitó areunirme con su grupo, en una mesa al

otro lado del jardín. Eran tresmatrimonios y el acompañante deJordan, un estudiante insistente,aficionado a las indirectasdesagradables, y con la obvia impresiónde que, antes o después, Jordan iba aentregarle su persona en mayor o menorgrado. En vez de desperdigarse, el grupohabía conservado una homogeneidadhonorable, asumiendo la representaciónde la muy seria nobleza rural: East Eggmanifestaba su condescendencia haciaWest Egg, pero no bajaba la guardiacontra su alegría espectroscópica.

—Vámonos —murmuró Jordan alcabo de media hora más bien insípida y

desperdiciada—; esto es demasiado finopara mí.

Nos levantamos, y explicó al grupoque íbamos a buscar al anfitrión; yo nolo conocía, dijo, y eso hacía que mesintiera incómodo. El estudiante asintiócon un gesto melancólico, cínico.

Había mucha gente en el bar, dondemiramos primero, pero Gatsby noestaba. Jordan no lo vio desde lo alto dela escalinata, y tampoco estaba en lagalería. Abrimos al azar una puerta queparecía importante y entramos en unabiblioteca gótica, de techos altos yparedes recubiertas de roble ingléstallado, probablemente transportada

completa desde alguna ruina de ultramar.Un individuo corpulento, de mediana

edad, con gafas enormes y ojos de búho,algo borracho, se sentaba en el filo deuna mesa grande y, titubeante, seconcentraba en mirar los anaqueles delibros. Cuando entramos, giró sobre símismo, nervioso, y examinó a Jordan depies a cabeza.

—¿Qué les parece? —preguntó converdadero ímpetu.

—¿Qué?Señaló hacia los libros con la mano.—Eso. Y no tienen que molestarse

en comprobarlo. Lo he comprobado yo.Son de verdad.

—¿Los libros?Asintió.—Absolutamente de verdad: tienen

páginas y todas esas cosas. Pensé queserían de cartón hueco, resistente. Peroson absolutamente de verdad. Páginasy… Fíjense, déjenme que se lodemuestre.

Dando por sentado nuestroescepticismo, se precipitó hacia losestantes y volvió con el primer volumende las Conferencias de Stoddard[10].

—¡Miren! —exclamó triunfalmente—. Es una pieza auténtica de materialimpreso. Había conseguido engañarme.Este tipo es un verdadero Belasco[11].

¡Qué triunfo! ¡Qué meticulosidad! ¡Quérealismo! Y también supo dóndepararse: las páginas están sin cortar, sinabrir. ¿Pero qué esperaban ustedes?¿Qué querían?

Me arrebató el libro y lo devolviócorriendo a su estante, murmurando quesi quitáramos un ladrillo toda labiblioteca podría venirse abajo.

—¿Quién les ha traído? —preguntó—. ¿O ustedes han venido por sucuenta? A mí me han traído. A casi todoel mundo lo traen.

Jordan lo miraba muy atenta, feliz,sin responder.

—A mí me ha traído una mujer que

se llama Roosevelt —continuó—.Mistress Claud Roosevelt. ¿No laconocen? Yo la conocí anoche, no sédónde. Llevo casi una semana borracho,y pensé que sentarme un rato en unabiblioteca a lo mejor me despejaba.

—¿Ha funcionado?—Un poco, sí, creo. Todavía es

pronto para decirlo. Sólo llevo aquí unahora. ¿Les he dicho lo de los libros? Sonde verdad. Son…

—Nos lo ha dicho.Le estrechamos la mano

solemnemente y salimos.Ahora bailaban en la pista del

jardín: viejos que empujaban a las

chicas en desangelados círculos eternos,parejas de clase alta que se abrazabantortuosamente, a la moda, sin salir nuncade los rincones, y muchas chicas quebailaban solas y de vez en cuandorelevaban al banjo o al percusionista dela orquesta. A medianoche habíaaumentado la alegría. Un famoso tenorcantó en italiano, una contralto muyconocida cantó jazz, y entre número ynúmero la gente montaba su propioespectáculo sensacional en cualquiersitio del jardín, mientras estallaban lasrisas y, vacías y felices, subían al cielode verano. Dos actrices gemelas, queresultaron ser las chicas de amarillo, se

disfrazaron de niñas para su actuación, yel champagne fue servido en copas másgrandes que lavafrutas. La luna estabamás alta y sobre el estrecho flotaba untriángulo de escamas de plata, quetemblaba ligeramente con el repiqueteoseco y metálico de los banjos en eljardín.

Yo seguía con Jordan Baker.Estábamos en una mesa con un hombremás o menos de mi edad y una chiquillaque armaba mucho ruido y a la menorprovocación daba rienda suelta a unascarcajadas incontrolables. Me divertía.Me había bebido dos lavafrutas dechampagne y la escena se había

convertido ante mis ojos en algoimportante, elemental y profundo.

En un momento de respiro en lafiesta el hombre me miró y sonrió.

—Su cara me resulta familiar —dijo, muy educado—. ¿No estuvo en laTercera División durante la guerra?

—Sí, sí. Estuve en el Veintiocho deInfantería.

—Yo estuve en el Dieciséis hastajunio del año 18. Sabía que te habíavisto en alguna parte.

Charlamos un rato de las aldeashúmedas y grises de Francia.Evidentemente vivía en el vecindario,porque me dijo que acababa de

comprarse un hidroplano y que iba aprobarlo por la mañana.

—¿Vienes conmigo, compañero?Sólo en la orilla, por el estrecho.

—¿A qué hora?—A la que prefieras.Iba a preguntarle su nombre, tenía la

pregunta en la punta de la lengua, cuandoJordan miró a su alrededor y sonrió.

—¿Te lo pasas bien por fin?—Mucho mejor —me volví otra vez

a mi nuevo amigo—. Esta fiesta meparece rarísima. Ni siquiera he visto alanfitrión. Yo vivo ahí —moví la manohacia el seto, invisible en la distancia—,y ese Gatsby me mandó una invitación

con el chófer.Me miró un momento como si no me

entendiera.—Gatsby soy yo —dijo de pronto.—Perdona —exclamé—. Te ruego

que me perdones.—Pensaba que lo sabías,

compañero. Creo que no soy un buenanfitrión.

Me miró con comprensión, muchomás que con comprensión. Era una deesas raras sonrisas capaces detranquilizarnos para toda la eternidad,que sólo encontramos cuatro o cincoveces en la vida. Aquella sonrisa seofrecía —o parecía ofrecerse— al

mundo entero y eterno, para luegoconcentrarse en ti, exclusivamente en ti,con una irresistible predisposición a tufavor. Te entendía hasta donde queríasser entendido, creía en ti como túquisieras creer en ti mismo, y tegarantizaba que la impresión que teníade ti era la que, en tus mejoresmomentos, esperabas producir. Yentonces la sonrisa se desvaneció, y yomiraba a un matón joven y elegante, unoo dos años por encima de los treinta,con un modo de hablar tan ceremoniosoy afectado que rozaba el absurdo. Yaantes de que se presentara, me habíadado la sensación de que elegía las

palabras con cuidado.Casi en el mismo instante en que

Gatsby se identificaba, el mayordomo sele acercó corriendo para decirle quetenía una llamada de Chicago. Sedisculpó con una ligera inclinación antecada uno de nosotros.

—Si necesitas algo, pídelo,compañero —me dijo—. Discúlpame.Te veré más tarde.

En cuanto se fue, me volví a Jordan,porque necesitaba comentarle misorpresa. Me esperaba que misterGatsby fuera un señor de mediana edad,gordo y colorado.

—¿Quién es? —pregunté—. ¿Lo

sabes?—Sólo es uno que se llama Gatsby.—Sí, pero ¿de dónde es? ¿A qué se

dedica?—A ti también te ha dado ya por el

asunto —contestó con una sonrisadesvaída—. Bueno, un día me dijo quehabía estudiado en Oxford.

Un borroso pasado iba tomandoforma detrás de Gatsby, pero se disolvióa la siguiente frase de Jordan:

—Pero no me lo creo.—¿Por qué no?—No lo sé —insistió—. Pero no me

creo que fuera a Oxford.Algo en su tono me recordó a la otra

chica, «Creo que mató a un hombre», ytuvo el efecto de estimular micuriosidad. Hubiera aceptado sinproblemas la información de que Gatsbyhabía surgido de los pantanos deLouisiana o del East Side de NuevaYork. Eso era comprensible. Pero —porlo que mi experiencia provinciana mepermitía suponer— un hombre joven nosale de la nada con toda tranquilidad yse compra un palacio en Long Island.

—El caso es que da fiestas muyconcurridas —dijo Jordan, cambiandode tema con un educado fastidio ante loconcreto—. Y a mí me gustan las fiestascon mucha gente. Son muy íntimas. En

las fiestas con poca gente la intimidad esnula.

Retumbó el bombo, y la voz deldirector de orquesta se elevó de prontoentre la ecolalia del jardín.

—Señoras y señores —gritó—. Apetición de mister Gatsby vamos a tocarpara todos ustedes la última obra demister Vladimir Tostoff, que tantaatención mereció en el Carnegie Hall elpasado mayo. Si leen los periódicossabrán que causó auténtica sensación —sonrió con jovial condescendencia, yañadió—. ¡Y qué sensación! —y todo elmundo se echó a reír.

—La pieza —concluyó con energía

— se titula La historia del mundo enjazz, según Vladimir Tostoff.

Se me escapó la naturaleza de lacomposición de mister Tostoff porque,en el momento en que empezaba, vi aGatsby, que, solo, iba mirando conaprobación a los distintos grupos desdela escalinata de mármol. Tenía la carabronceada, tersa la piel, atractiva, yparecía que le arreglaban todos los díasel pelo, muy corto. No encontré nadasiniestro en él. Me pregunté si el hechode que no bebiera lo ayudaba adistinguirse de sus invitados, pues medio la impresión de que se volvía cadavez más correcto conforme la alegría

fraternal aumentaba. Cuando La historiadel mundo en jazz acabó, las chicasapoyaron la cabeza en el hombro de loshombres como adolescentes, las chicascaían de espaldas, desmayadas, debroma, en brazos de los hombres, oentre el grupo, sabiendo que alguiendetendría su caída. Pero nadie se dejabacaer en brazos de Gatsby, y ningún cortede pelo a la francesa tocó el hombro deGatsby y ningún cuarteto lo incluyó entresus cantantes.

—Disculpen.El mayordomo de Gatsby estaba de

repente a nuestro lado.—¿Miss Baker? —preguntó—.

Perdone que la moleste, pero misterGatsby quisiera hablar a solas con usted.

—¿Conmigo? —exclamó Jordan,sorprendida.

—Sí, madame.Se levantó despacio, me miró y

enarcó las cejas en señal de asombro, ysiguió al mayordomo hacia la casa. Medi cuenta de que llevaba el traje denoche, y todos sus vestidos, como sifueran prendas deportivas. Susmovimientos tenían una gracia especial:parecía haber aprendido a andar en lasmañanas frescas y despejadas de loscampos de golf.

Estaba solo y eran casi las dos.

Confusos y enigmáticos ruidos salíandesde hacía un rato de un salón conmuchas ventanas que se abrían a laterraza. Eludiendo al estudiante deJordan, en ese momento enfrascado enuna conversación sobre obstetricia condos coristas, y que suplicaba micompañía, entré en la casa.

El salón estaba lleno de gente. Unade las chicas de amarillo tocaba elpiano, y a su lado, de pie, una señorajoven y pelirroja, miembro de unafamosa compañía de revistas, entonabauna canción. Había bebido una dosisconsiderable de champagne y, de modopoco profesional, en el curso de la

canción decidió que todo era muy triste,muy triste: no sólo cantaba, llorabatambién. Introducía en cada pausa de lacanción hipidos y sollozosentrecortados, antes de volver a la letracon voz temblorosa de soprano. Laslágrimas le corrían por las mejillas; nocon total libertad, sin embargo, puescuando entraban en contacto con laspestañas, muy pintadas, tomaban uncolor de tinta y seguían su camino enlentos riachuelos negros. Alguien sugiriócon humor que cantara las notas que sele escribían en la cara, momento en elque levantó las manos, se derrumbó enun sillón y se hundió en el profundo

sueño del vino.—Se ha peleado con un hombre que

dice ser su marido —explicó una chica ami lado.

Miré a mi alrededor. La mayoría delas mujeres que quedaban se estabanpeleando con hombres que decían sersus maridos. Incluso el grupo de Jordan,el cuarteto de East Egg, se había roto,dividido por la disensión. Uno de loshombres hablaba con inusitadaintensidad con una actriz muy joven, y sumujer, después de intentar reírse de lasituación haciéndose la digna y laindiferente, perdió completamente elcontrol y recurrió a los ataques por los

flancos. Aparecía de repente una y otravez como un diamante enfadado y decíaal oído del marido: «¡Me loprometiste!»

La resistencia a irse a casa no eraexclusiva de los hombres desobedientes.El vestíbulo lo ocupaban ahora doshombres lamentablemente sobrios y susmujeres absolutamente indignadas. Lasmujeres habían congeniado y hablabanlevantando ligeramente la voz.

—Siempre que ve que me lo estoypasando bien quiere irse a casa.

—No he conocido nunca a nadie tanegoísta.

—Siempre nos vamos los primeros.

—Y nosotros.—Bueno, esta noche somos casi los

últimos —dijo uno de los hombrestímidamente—. La orquesta se fue hacemedia hora.

A pesar de que las mujerescoincidieran en que tanta malevolenciaresultaba inconcebible, la discusiónterminó en un breve cuerpo a cuerpo, ylas dos mujeres fueron levantadas envolandas y, pataleando, desaparecieronen la noche.

Mientras esperaba en el vestíbulo aque me dieran el sombrero, la puerta dela biblioteca se abrió y Jordan Baker yGatsby salieron juntos. Él decía una

última frase, pero la ansiedad quedemostraba se ciñó precipitadamente almás estricto formalismo cuando variaspersonas se le acercaron paradespedirse.

El grupo de Jordan la llamaba conimpaciencia desde el porche, pero seentretuvo un momento para darme lamano.

—Acabo de enterarme de algoasombroso, lo más asombroso que heoído nunca —murmuró—. ¿Cuántotiempo hemos pasado ahí dentro?

—Una hora, más o menos.—Ha sido… simplemente

asombroso —repitió, abstraída—. Pero

he jurado no decírselo a nadie, y aquíme tienes, tentándote con lo que nopuedo darte —me bostezó en la cara conmucha elegancia—. Ven a verme, porfavor… Guía de teléfonos… El númerode mistress Sigourney Howard… Mitía… —se iba deprisa mientras hablaba,y su mano morena me hizo un alegresaludo cuando en la puerta se fundió conel grupo.

Un poco avergonzado por habermequedado hasta tan tarde en mi primeravisita, me reuní con los últimosinvitados de Gatsby, que se congregabana su alrededor. Quería explicarle quehabía estado buscándolo al principio de

la fiesta y disculparme por no haberloreconocido en el jardín.

—No te preocupes —me ordenócategóricamente—. No le des másvueltas, compañero —no había enaquella expresión familiar másfamiliaridad que en la manoreconfortante que me pasó por elhombro—. Y no olvides que mañana porla mañana probamos el hidroplano, a lasnueve.

Y el mayordomo, a su espalda:—Lo llaman de Filadelfia, señor.—Sí, ahora mismo. Diga que ahora

mismo me pongo… Buenas noches.—Buenas noches.

—Buenas noches —sonrió, y depronto pareció que el estar entre losúltimos que se iban tenía un significadoentrañable, como si eso fuera lo queGatsby había deseado desde el principio—. Buenas noches, compañero…Buenas noches.

Pero mientras bajaba las escalerasvi que la fiesta no había terminadotodavía. A unos quince metros de lapuerta los faros de los cochesiluminaban una escena rara y tumultuosa.En la carretera, en la cuneta, sin haberllegado a volcar, pero habiendo perdidouna rueda por la violencia del golpe,yacía un cupé nuevo que había salido

del camino de entrada a la casa deGatsby menos de dos minutos antes. Unpronunciado saliente en la paredexplicaba la pérdida de la rueda, queahora atraía toda la atención de un grupode chóferes curiosos. Pero, como habíanbloqueado la carretera con sus coches,llevaba oyéndose un rato la ruidosa ydisonante protesta de los que veníandetrás, y eso aumentaba la violentaconfusión de la escena.

Un hombre con un guardapolvo muylargo se había bajado del cochesiniestrado y, en mitad de la carretera,sus ojos iban del coche a la rueda y dela rueda a los espectadores, afable y

perplejo a la vez.—Fíjense, se ha metido en la cuneta.El hecho le producía verdadero

asombro, y reconocí primero aquelinusitado sentido de lo maravilloso, yluego al individuo: era el usuario de labiblioteca de Gatsby.

—¿Cómo ha sido?Se encogió de hombros.—No tengo ni idea de mecánica —

dijo rotundamente.—Pero ¿cómo ha sido? ¿Ha chocado

con la pared?—No me lo pregunte —dijo Ojos de

Búho, lavándose las manos a propósitodel accidente—. No tengo mucha idea

de lo que es conducir, casi ninguna. Hasido, y eso es todo lo que sé.

—Pues si no conduce bien, nodebería conducir de noche.

—Pero si no sé conducir —respondió, indignado—. No heconducido en mi vida.

Un silencio reverencial envolvió alos mirones.

—¿Quiere suicidarse?—¡Tiene suerte de que sólo haya

sido una rueda! ¡No sabe conducir! ¡Nisiquiera había cogido un coche en suvida!

—No me entienden —explicó elcriminal—. Yo no conducía. Hay otro

hombre en el coche.La impresión que provocó esta

declaración se dejó oír en un «Ahhh»inacabable mientras la puerta del cochese abría muy despacio. La multitud —era ya una multitud— retrocedióinstintivamente, y cuando la puertaacabó de abrirse se produjo un silencioespectral. Entonces, muy poco a poco,por partes, un individuo pálido ybamboleante salió del coche siniestrado,tanteando sin mucha seguridad el suelocon un descomunal zapato de baile.

Cegada por el resplandor de losfaros y confundida por el incesantegemir de las bocinas, la aparición se

tambaleó unos segundos antes de repararen el hombre del guardapolvo.

—¿Qué pasa? —preguntó muytranquilo—. ¿Nos hemos quedado singasolina?

—¡Mire!Media docena de dedos señalaron

hacia la rueda amputada. La mirófijamente un momento y luego miró haciaarriba como si sospechara que habíallovido del cielo.

—Se ha desprendido.Asintió.—Al principio no me di cuenta de

que nos habíamos parado.Silencio. Luego, tomando aire y

poniéndose muy derecho, preguntó condecisión:

—¿Podrían decirme dónde hay unagasolinera?

Por lo menos una docena dehombres, algunos apenas en mejorestado que él, le explicaron que la rueday el coche ya no estaban unidos porningún tipo de vínculo material.

—Salir marcha atrás —sugirió alcabo de un momento—. Meter la marchaatrás.

—¡Pero si le falta una rueda!El hombre dudó.—No se pierde nada con probar —

dijo.

El aullido de las bocinas iba increscendo. Di media vuelta y, pisando elcésped, me fui a casa. Me volví a miraruna vez. La luna, como una hostia,brillaba sobre la casa de Gatsby paraque la noche fuera tan hermosa comoantes: había sobrevivido a las risas y alos ruidos del jardín, todavía iluminado.Un vacío repentino parecía fluir ahorade las ventanas y las puertas inmensas,envolviendo en un aislamiento absolutoal anfitrión, que seguía en el porche, conla mano levantada en un protocolariogesto de despedida.

Al releer lo que llevo escrito, creohaber dado la impresión de que losacontecimientos de tres nochesseparadas entre sí por varias semanasme absorbieron por completo. Todo locontrario: sólo fueron acontecimientossin importancia en un verano muyajetreado, y, hasta mucho después, meabsorbieron infinitamente menos que mispropios asuntos.

Pasé trabajando la mayor parte deltiempo. A primera hora de la mañana, elsol proyectaba mi sombra hacia el oestey yo descendía a toda prisa los blancos

abismos que llevan de la zona baja deNueva York al Probity Trust. Conocíapor sus nombres a los otros empleados ya los jóvenes vendedores de bonos, y enrestaurantes atestados y oscuros comíacon ellos salchichas de cerdo, puré depatatas y café. Incluso tuve una breveaventura con una chica que vivía enJersey City y trabajaba en eldepartamento de contabilidad, pero suhermano empezó a mirarme con malosojos, y cuando la chica se fue devacaciones en julio, di por terminado elasunto.

Solía cenar en el Yale Club —no sépor qué razón, aquél era el

acontecimiento más triste de la jornada—, y luego subía a la biblioteca yestudiaba a conciencia, durante unahora, inversiones y valores. Siempreandaban por allí unos cuantosjuerguistas, pero jamás entraban en labiblioteca, así que era un buen sitio paratrabajar. Después, si hacía buena noche,daba un paseo por Madison Avenue,pasaba el viejo Murray Hall Hotel y, porla calle Treinta y tres, llegaba a laPennsylvania Station.

Empezaba a gustarme Nueva York,la sensación nocturna de aventura yriesgo, y el placer que el constantefluctuar de hombres, mujeres y vehículos

procuraba a la mirada inquieta. Megustaba pasear por la Quinta Avenida yelegir a alguna mujer romántica entre lamultitud e imaginar que, en cincominutos, yo entraría en su vida, y quenunca lo sabría nadie ni nadie lodesaprobaría. A veces, en miimaginación, la seguía hasta suapartamento, en la esquina de algunacalle escondida, y se volvía y mesonreía antes de cruzar una puerta ydesvanecerse en el calor y la oscuridad.En el crepúsculo encantado de lametrópolis algunos días la soledad sevolvía obsesiva, e incluso la sentía enotros, empleados jóvenes y pobres que

mataban el tiempo delante de losescaparates y esperaban la hora de cenarsolos en un restaurante; empleadosjóvenes que, al anochecer,desperdiciaban los momentos másmaravillosos de la noche y de la vida.

A las ocho, otra vez, cuando lacalzada en penumbra de las callesCuarenta se llenaba de la agitación delos taxis, en filas de cinco, que iban a lazona de los teatros, sentía una opresiónen el corazón. Se unían las siluetas en elinterior de los taxis a la espera dereemprender la marcha, cantaban lasvoces, chistes que yo no oía provocabanrisas, y cigarrillos encendidos trazaban

ininteligibles espirales. Imaginando queyo también corría hacia la alegría ycompartía su entusiasmo más íntimo, lesdeseaba lo mejor.

Perdí de vista a Jordan Baker, y amediados de verano volví aencontrármela. Al principio me halagabair con ella a los sitios porque eracampeona de golf y todo el mundo laconocía. Y luego hubo algo más. No esque me hubiera enamorado, pero sentíauna especie de curiosidad, de ternura.La cara de orgulloso aburrimiento queofrecía al mundo ocultaba algo —casitodas las poses terminan ocultando algo,si no lo ocultan desde el principio—, y

un día descubrí lo que era. Habíamosido a una fiesta en Warwick, y Jordandejó bajo la lluvia, sin subirle la capota,el coche que le habían prestado, y luegomintió sobre el incidente, y entonces mevino a la cabeza lo que contaban de ellay que no conseguí recordar aquellanoche en casa de Daisy. En su primergran torneo de golf hubo un escándaloque estuvo a punto de salir en losperiódicos: alguien insinuó que en lassemifinales Jordan movió una pelota quehabía caído en mal sitio. El caso alcanzóproporciones de escándalo y luego sedesinfló. Un caddy se retractó de susdeclaraciones y el único testigo admitió

que podría haberse equivocado. Retuve,sin embargo, el incidente y el nombre.

Jordan Baker evitaba instintivamentea los hombres inteligentes y perspicaces,y entonces comprendí que lo hacíaporque se sentía más segura en unaesfera en la que apartarse de la normaresultara prácticamente imposible. Erauna tramposa incurable. No soportabaestar en desventaja y, por ese rasgonegativo, supongo que había empezado arecurrir a subterfugios desde muy jovenpara conservar frente al mundo aquellasonrisa fría e insolente y, al mismotiempo, satisfacer las exigencias de sucuerpo fuerte y feliz.

A mí no me importaba. Que unamujer haga trampas es algo que nadiecritica demasiado. Me molestó en unprincipio, y luego lo olvidé. En aquellafiesta, en casa de alguien de Warwick,tuvimos una curiosa conversación sobrecómo conducir un coche. Empezóporque pasó tan cerca de unostrabajadores que el guardabarros rozóun botón de la chaqueta de uno de ellos.

—Conduces fatal —protesté—. Otienes más cuidado, o deberías dejar deconducir.

—Tengo cuidado.—No, no tienes cuidado.—Bueno, ya otros tienen cuidado —

dijo sin pensarlo dos veces.—¿Y eso qué tiene que ver?—No se cruzarán en mi camino —

insistió—. Hacen falta dos para quehaya un accidente.

—Supón que te encuentras conalguien tan imprudente como tú.

—Espero no encontrármelo jamás—respondió—. Detesto a losimprudentes. Por eso me gustas.

Sus ojos grises, irritados por el sol,miraban hacia delante, impertérritos,pero Jordan había modificado astuta ydeliberadamente la naturaleza de nuestrarelación, y por un momento creí que laquería. Pero pienso las cosas

detenidamente y me someto a unaconsiderable cantidad de reglasinteriores que actúan como freno a misdeseos, y sabía que mi primeraobligación era liberarme del lío quehabía dejado pendiente en mi ciudadnatal. Escribía todas las semanas yseguía firmando: «Con cariño, Nick»,pero de lo único que me acordaba era deuna chica a la que, cuando jugaba altenis, se le formaba un fino bigote desudor, y, sin embargo, existía un vagocompromiso que debía romper condelicadeza para sentirme libre.

Todo el mundo se cree poseedor depor lo menos una de las virtudes

cardinales. La mía es ésta: soy una delas pocas personas honradas que heconocido en mi vida.

L

4

os domingos por la mañana,mientras las campanas repicaban en

las iglesias de la costa, el mundo enteroy su amante volvían a casa de Gatsby yresplandecían de alegría en el césped.

—Es un traficante de licores —decían las jóvenes, entre flores ycócteles—. Una vez mató a un hombreque descubrió que era sobrino de VanHindenburg y primo segundo del diablo.Cógeme una rosa, tesoro, y llena un

poco más esa copa.Una vez apunté en los espacios en

blanco de un horario de trenes el nombrede quienes fueron a casa de Gatsbyaquel verano. Ya es un horario viejo, yse desintegra por los dobleces. Elencabezamiento dice: «Este horarioentra en vigor el 5 de julio de 1922».Pero todavía puedo leer esos nombresgrises, que os darán una impresión másexacta que mis generalidades apropósito de quienes aceptaron lahospitalidad de Gatsby y le rindieron elsutil homenaje de no saber nada de él.

De East Egg llegaban los ChesterBecker y los Leech, y un tal Bunsen, a

quien conocí en Yale, y el doctorWebster Civet, que se ahogó el veranopasado en Maine. Y los Hornbeam y losWillie Voltaire, y el clan Blackbuck alcompleto, unos que se juntaban siempreen una esquina y arrugaban la narizcomo las cabras a todo el que se lesacercara. Y los Ismay y los Chrystie (o,más exactamente, Hubert Auerbach y lamujer de mister Chrystie), y EdgarBeaver, a quien, contra toda razón, elpelo se le volvió blanco como elalgodón una tarde de invierno, o esodicen.

Clarence Endive era de East Egg, sino recuerdo mal. Sólo apareció una vez,

en pantalones de golf blancos, y se peleócon una sabandija, un tal Etty, en eljardín. De rincones más apartados de laisla llegaron los Cheadle y los O. R. P.Schraeder, y los Stonewall JacksonAbrams de Georgia, y los Fishguard ylos Ripley Snell. Snell estuvo en casa deGatsby tres días antes de ir a la cárcel,tan borracho que el automóvil de laseñora de Ulysses Swett le pasó porencima de la mano derecha en el caminode grava. Vinieron también los Dancie, yS. B. Whitebait, que ya tenía sus buenossesenta años, y Maurice A. Flink, y losHammerhead, y Beluga, el importadorde tabaco, y las chicas de Beluga.

De West Egg llegaron los Pole y losMulready y Cecil Roebuck, y CecilSchoen y el senador Gulick y NewtonOrchid, que dirigía Films ParExcellence, y Eckhaust y Clyde Cohen yDon S. Schwartze (el hijo) y ArthurMcCarty, todos relacionados de unmodo u otro con el cine. Y los Catlip ylos Bemberg y G. Earl Muldoon,hermano de ese Muldoon que más tardeestranguló a su mujer. Da Fontano, elpromotor, también se dejó ver por allí, yEd Legros y James B. (aliasMatarratas) Ferret y los De Jong yErnest Lilly: todos venían a jugar, ycuando Ferret andaba perdido por el

jardín significaba que lo habíandesplumado y que las acciones deAssociated Traction subirían al díasiguiente.

Un tal Klipspringer iba tan a menudoy se quedaba tanto tiempo que acabaronllamándolo «el Interno»: dudo quetuviera otra casa. Del mundo del teatroestaban Gus Waize y Horace O’Donavany Lester Myer y George Duckweed yFrancis Bull. También de Nueva Yorkestaban los Chrome y los Backhysson ylos Dennicker y Russel Betty y losCorrigan y los Kelleher y los Dewar ylos Scully y S. W. Belcher y los Smirkey los jóvenes Quinn, que ya se han

divorciado, y Henry L. Palmetto, que semató tirándose al metro en TimesSquare.

Benny McClenahan se presentabasiempre con cuatro chicas. No erannunca las mismas, pero eran todas tanidénticas que inevitablemente parecíaque habían estado antes en la casa. Heolvidado sus nombres: Jaqueline, creo,o Consuela o Gloria o Judy o June, y susapellidos eran melodiosos nombres deflores y de meses, o, más austeros, delos grandes capitalistas americanos, dequienes, si se las presionaba losuficiente, acababan confesando serprimas.

Además de toda esa gente, recuerdoque Faustina O’Brien vino una vez porlo menos, y las chicas Baedeker y eljoven Brewer, a quien una bala learrancó la nariz en la guerra, y misterAlbrucksburger y miss Haag, su novia, yArdita Fitz-Peters y mister P. Jewett, quepresidió la Legión Americana, y missClaudia Hip, con un individuo que decíaser su chófer, y el príncipe de no sé qué,a quien llamábamos Duque, y cuyonombre, si alguna vez lo supe, heolvidado.

Toda esa gente fue a casa de Gatsbyaquel verano.

A las nueve, una mañana de finales dejulio, el coche magnífico de Gatsbysubió traqueteando el camino de piedrasque llevaba a mi puerta y entonó con labocina una explosiva melodía de tresnotas. Era la primera vez que Gatsbyvenía a verme, aunque yo había ido ados de sus fiestas, me había montado ensu hidroplano y, ante sus insistentesinvitaciones, había usado su playa confrecuencia.

—Buenos días, compañero. Hoycomes conmigo y he pensado quepodríamos ir juntos en el coche.

Se mantenía en equilibrio en elestribo del automóvil con esa facilidad

de movimientos tan característicamenteamericana que procede, supongo, de laausencia de trabajos pesados en lajuventud y, más aún, de la gracia informede nuestros deportes, tan esporádicos,tan nerviosos. Era una cualidad que, enforma de agitación, se transparentababajo sus puntillosos modales. Nuncaestaba quieto del todo: un pie no parabade golpear el suelo o una manoimpaciente no acababa nunca de abrirsey cerrarse.

Vio que miraba el coche conadmiración.

—Es bonito, ¿verdad, compañero?—saltó del estribo para que lo admirara

mejor—. ¿No lo habías visto?Lo había visto. Todo el mundo lo

había visto. Era de un color cremaintenso, con rutilantes cromados, y, deuna longitud monstruosa, aún lo hacíamás grande una acumulación triunfal decompartimentos para sombreros,provisiones y herramientas, y unlaberinto de parabrisas sucesivos quereflejaban una docena de soles.Protegidos por muchas capas de cristal,en una especie de invernadero de pielverde, salimos hacia la ciudad.

Puede que hubiera hablado conGatsby cinco o seis veces en los últimostiempos y había descubierto,

decepcionado, que tenía poco que decir.Así que mi primera impresión (que setrataba de una persona interesante, de uninterés indefinido pero cierto) se fueborrando poco a poco y Gatsby seconvirtió simplemente en el dueño delaparatoso albergue de carretera de allado de mi casa.

Y entonces llegó aquel viajedesconcertante. No habíamos pasadotodavía West Egg Village cuando Gatsbyempezó a dejar sin terminar suselegantísimas frases y a golpearse con lapalma de la mano, inseguro, la rodilladel traje color caramelo.

—Dime, compañero —soltó de

pronto—, ¿qué piensas de mí?Un poco abrumado, recurrí a las

evasivas y generalidades que mereceesa pregunta.

—Bien, voy a contarte algo de mivida —me interrumpió—. No quiero quete hagas una idea equivocada sobre mícon todas esas historias que habrás oído.

Así que conocía todas lasacusaciones disparatadas que sazonabanla conversación en sus salones.

—Juro por Dios que te diré laverdad —su mano derecha ordenóinmediatamente que estuviera preparadoel castigo divino—. Soy hijo de unafamilia acomodada del Medio Oeste.

Todos los míos han muerto. Crecí enAmérica pero me eduqué en Oxford,porque, desde hace muchos años, todosmis antepasados se han educado allí. Esuna tradición familiar.

Me miró de reojo, y comprendí porqué Jordan Baker creía que Gatsbymentía. Pronunció deprisa la frase «meeduqué en Oxford», o casi se la tragó, ose le atragantó, como si ya le hubieradado problemas antes. Con esta dudatoda su declaración se vino abajo, y mepregunté si, al fin y al cabo, no había enél algo siniestro.

—¿De qué parte del Medio Oeste?—pregunté sin mucho interés.

—De San Francisco.—Ya.—Mi familia murió y heredé una

buena cantidad de dinero.Su voz era solemne, como si el

recuerdo de aquella repentina extincióndel clan todavía le pesara en el alma.Por un momento sospeché que me estabatomando el pelo, pero me bastó mirarlopara convencerme de lo contrario.

—Entonces viví como un joven rajáen todas las capitales de Europa: París,Venecia, Roma, coleccionando joyas,principalmente rubíes, practicando lacaza mayor, pintando un poco,exclusivamente para mí, e intentando

olvidar algo muy triste que me habíapasado hacía mucho tiempo.

A duras penas pude contener unacarcajada incrédula. Aquellas fraseseran tan tópicas y tan poco convincentesque la única imagen que conseguíanevocar era la de un monigote conturbante que sudaba serrín mientrasperseguía a un tigre por el Bois deBoulogne.

—Luego llegó la guerra, compañero.Fue un gran alivio, y puse todo miempeño en morir, pero era como si unencantamiento protegiera mi vida.Recibí la graduación de primer tenienteal comienzo de la guerra. En el bosque

de Argonne conduje adelante a lo quequedaba de mi batallón deametralladoras hasta que, a un flanco y aotro, despejamos un espacio de cerca deun kilómetro por el que la infantería nopodía avanzar. Resistimos allí dos díasy dos noches, ciento treinta hombres condieciséis ametralladoras Lewis, ycuando por fin llegó la infanteríaencontró las enseñas de tres divisionesalemanas entre los montones de muertos.Me ascendieron a mayor, y todos losgobiernos aliados me condecoraron,incluso Montenegro, ¡el pequeñoMontenegro, a orillas del mar Adriático!

¡El pequeño Montenegro! Resaltaba

las palabras y las confirmaba con unasonrisa. La sonrisa se hacía cargo de laturbulenta historia de Montenegro yapoyaba las luchas heroicas del pueblomontenegrino. Apreciaba en su conjuntola cadena de circunstancias nacionalesque habían desembocado en lacondecoración concedida por elpequeño y ardiente corazón deMontenegro. Mi incredulidad fuesuperada por la fascinación: era comoojear a toda prisa un montón de revistasbaratas.

Se metió la mano en el bolsillo, y untrozo de metal atado a una cinta me cayóen la palma.

—Es la condecoración deMontenegro.

Para mi asombro, la medalla parecíaauténtica. «Orderi di Danilo», se leía encírculo, «Montenegro, Nicolas Rex».

—Dale la vuelta.«Mayor Jay Gatsby», leí: «Por su

extraordinario valor».—Hay otra cosa que siempre me

acompaña. Un recuerdo de los días deOxford. Está hecha en el patio delTrinity. El que aparece a mi izquierda esahora conde de Doncaster.

Era la foto de un grupo de jóvenescon la chaqueta de la universidad:perdían el tiempo bajo una arcada a

través de la que se veía un ejército dechapiteles. Allí estaba Gatsby, queparecía un poco más joven, aunque nomucho. Tenía un bate de críquet en lamano.

Así que todo era verdad. Vi la pielde los tigres, flamantes trofeos en supalacio sobre el Gran Canal. Lo viabriendo un cofre de rubíes para aliviaren las profundidades de su fulgorcarmesí el dolor de su corazón roto.

—Voy a pedirte hoy un gran favor —dijo, mientras volvía a meterse susrecuerdos en el bolsillo con satisfacción—, y por eso he creído que debías saberalgo sobre mí. No quería que pensaras

que soy un don nadie. Ya ves, suelomezclarme con desconocidos porquevoy de un sitio a otro intentando olvidareso tan triste que me pasó una vez —titubeó—. Esta tarde sabrás qué fue.

—¿En la comida?—No, esta tarde. Me he enterado

por casualidad de que tomas el té conmiss Baker.

—¿Quieres decirme que te hasenamorado de miss Baker?

—No, compañero, no. Pero missBaker ha accedido amablemente ahablarte del asunto.

Yo no tenía la menor idea de lanaturaleza «del asunto», pero me sentía

más contrariado que interesado. Nohabía invitado a Jordan a tomar el tépara hablar de mister Jay Gatsby. Estabaseguro de que iba a pedirme algoabsolutamente fantástico y, por unmomento, lamenté haber pisado algunavez su césped superpoblado.

No volvió a pronunciar una palabra.Su corrección crecía a medida que nosacercábamos a la ciudad. Pasamos PortRoosevelt y la visión de sustransatlánticos pintados con una franjaroja, y aceleramos en las calles pobres,adoquinadas, flanqueadas por los baresoscuros, con clientes todavía, de losdorados y desvaídos primeros años del

siglo XX. Entonces el valle de cenizasse abrió a derecha e izquierda, y, alcruzarlo, durante unos segundosvislumbré a mistress Wilson, afanándoseen el surtidor de gasolina con jadeantevitalidad.

Con guardabarros que sobresalíancomo alas, salpicamos luz a través demedia Astoria, sólo media, porque,mientras zigzagueábamos entre lospilares del tren elevado, oí el conocidopetardeo de una motocicleta, y unpolicía frenético corría a nuestro lado.

—¡Muy bien, compañero! —gritóGatsby.

Redujimos la velocidad. Sacó una

tarjeta blanca de la cartera y la agitóante los ojos del motorista.

—Todo en orden —admitió elpolicía, llevándose la mano a la gorra—. Le reconoceré la próxima vez,mister Gatsby. ¡Discúlpeme!

—¿Qué le has enseñado? ¿La foto deOxford?

—Una vez tuve ocasión de hacerleun favor al jefe de la policía, y memanda todos los años una felicitación deNavidad.

En el gran puente la luz del solparpadeaba sin fin a través de las vigassobre los coches en movimiento, y laciudad se alzaba al otro lado del río en

blancas aglomeraciones, en terrones deazúcar construidos, como por un deseo,con dinero inodoro. La ciudad vistadesde el puente de Queensboro essiempre la ciudad vista por primera vez,virgen en su primera promesa de todo lomisterioso y maravilloso del mundo.

Un muerto nos adelantó en un cochefúnebre cubierto de flores, seguido pordos carrozas con las cortinas echadas, ypor carrozas más animadas para losamigos. Los amigos, que tenían el labiosuperior propio del sureste de Europa,muy fino, nos dirigieron miradastrágicas, y me alegré de que la visióndel espléndido coche de Gatsby

estuviera incluida en su fiesta sombría.Cuando cruzábamos Blackwell’s Island,nos adelantó una limusina conducida porun chófer blanco, en la que viajaban tresnegros muy a la moda, dos chicos y unachica. Me reí a carcajadas cuando susojos giraron como huevos hacia nosotroscon orgullosa rivalidad.

«Todo es posible ahora que hemoscruzado este puente», pensé;«absolutamente todo». Incluso Gatsbyera posible, sin especial asombro.

Mediodía excelente. En una bodega bienventilada de la calle Cuarenta y dos me

reuní con Gatsby para comer.Parpadeando para quitarme de los ojosla luz de la calle, lo entreví en laantesala. Hablaba con otro hombre.

—Mister Carraway, le presento a miamigo mister Wolfshiem.

Un judío menudo y chato levantó sugran cabeza y me miró con dosestupendas matas de pelo que le crecíangenerosamente en los orificios de lanariz. Tardé unos segundos en descubrirsus ojillos en la semioscuridad.

—… Así que lo miré —dijo misterWolfshiem, estrechándome la mano conenergía—, ¿y qué cree que hice?

—¿Qué? —pregunté por cortesía.

Pero era evidente que no se dirigía amí, porque me soltó la mano y apuntó aGatsby con su nariz, muy expresiva.

—Le di el dinero a Katspaugh y ledije: «Muy bien, Katspaugh, no lepagues ni un centavo hasta que cierre laboca». La cerró en el acto.

Gatsby nos cogió del brazo y nosllevó hacia el comedor, y misterWolfshiem, tragándose una frase queacababa de empezar, se quedóensimismado, como un sonámbulo.

—¿Whisky con soda y hielo? —preguntó el maître.

—Está bien este restaurante —dijomister Wolfshiem, mirando las ninfas

presbiterianas del techo—. Pero megusta más el de enfrente.

—Sí, whisky con soda —asintióGatsby, y a mister Wolfshiem—. En elde enfrente hace demasiado calor.

—Hace calor y es pequeño, sí —dijo mister Wolfshiem—, pero está llenode recuerdos.

—¿Qué sitio es? —pregunté.—El viejo Metropole.—El viejo Metropole —repitió

triste y meditabundo mister Wolfshiem—. Lleno de caras muertas ydesaparecidas. Lleno de amigos que sehan ido para siempre. No olvidarémientras viva la noche que mataron a

Rosy Rosenthal. Éramos seis a la mesa,y Rosy había comido y bebido muchoaquella noche. Cuando ya era casi dedía, el camarero se le acercó con ungesto raro y le dijo que alguien queríahablar con él en la calle. «Muy bien»,dijo Rosy, y empezó a levantarse. Yo loobligué a sentarse: «Que vengan aquíesos hijos de puta si quieren verte, Rosy,pero no se te ocurra salir de estahabitación». Eran las cuatro de lamañana, y si hubiéramos levantado laspersianas habríamos visto la luz del día.

—¿Y salió? —preguntéinocentemente.

—Por supuesto que salió —la nariz

de mister Wolfshiem se dirigiófulminante hacia mí, indignada—. Sevolvió en la puerta y dijo: «¡Que elcamarero no se lleve mi café!» Luegosalió a la acera, le pegaron tres tiros enla barriga y se dieron a la fuga.

—Electrocutaron a cuatro —dije,haciendo memoria.

—A cinco, contando a Becker —lasventanas de la nariz se abrieron ante mícon interés—. Tengo entendido quebusca usted coneggsiones para susnegocios.

La yuxtaposición de aquellas dosfrases me dejó perplejo. Gatsbyrespondió por mí.

—Ah, no —exclamó—. No es éste.—¿No? —Mister Wolfshiem parecía

desilusionado.—Es sólo un amigo. Ya te dije que

hablaríamos de eso en otro momento.—Le pido disculpas —dijo mister

Wolfshiem—. Me he equivocado.Un suculento estofado llegó, y mister

Wolfshiem, olvidando la atmósferasentimental del viejo Metropole, empezóa comer con una delicadeza feroz. Susojos, entretanto, recorrieron muydespacio todo el local. Y, paracompletar el arco, se volvió ainspeccionar a las personas que teníadetrás. Creo que, si yo no hubiera estado

presente, habría echado un vistazodebajo de la mesa.

—Óyeme, compañero —dijoGatsby, inclinándose hacia mí—. Metemo que esta mañana, en el coche, te hemolestado.

Allí estaba de nuevo la sonrisa, peroesta vez no cedí.

—No me gustan los misterios —respondí—, y no entiendo por qué no mehablas con franqueza y me dices lo quequieres. ¿Por qué me lo tiene que decirmiss Baker?

—No es nada turbio —me aseguró—. Miss Baker es una gran deportista,ya sabes, y jamás haría nada incorrecto.

De repente miró el reloj, se puso enpie de un salto y salió a toda prisa de lahabitación, dejándome con misterWolfshiem en la mesa.

—Tiene que hablar por teléfono —dijo mister Wolfshiem, siguiéndolo conla mirada—. Un tipo estupendo,¿verdad? Da gusto verlo y es un perfectocaballero.

—Sí.—Estudió en Oggsford.—¡Ah!—Fue al Oggsford College, en

Inglaterra. ¿Conoce el OggsfordCollege?

—Algo he oído.

—Es uno de los más famososcolleges del mundo.

—¿Hace mucho que conoce aGatsby? —pregunté.

—Varios años —contestó,complacido—. Tuve el placer deconocerlo recién acabada la guerra.Pero supe que había descubierto a unhombre de excelente crianza después dehablar con él una hora. Me dije: «Éstees el tipo de hombre al que llevaríasencantado a casa y le presentarías a tumadre y a tu hermana» —hizo una pausa—. Veo que está mirando mis gemelos.

Yo no estaba mirando los gemelos,pero los miré entonces. Estaban hechos

con piezas de marfil extrañamentefamiliares.

—Los mejores ejemplares demolares humanos —me informó.

—¡No me diga! —los examiné—. Esuna idea muy interesante.

—Sí —se cubrió de un tirón lospuños de la camisa con las mangas de lachaqueta—. Sí, Gatsby es muyrespetuoso con las mujeres. Ni seatrevería a mirar a la mujer de un amigo.

Cuando el merecedor de aquellaconfianza instintiva volvió y se sentó ala mesa, mister Wolfshiem se bebió elcafé de un tirón y se levantó.

—Ha sido un placer comer con

ustedes —dijo—, pero voy a dejarlos.Son jóvenes y no quiero que meconsideren un pesado.

—No tengas prisa, Meyer —dijoGatsby, sin entusiasmo.

Mister Wolfshiem levantó la manoen una especie de bendición.

—Eres muy amable, pero pertenezcoa otra generación —anunciósolemnemente—. Ustedes se quedanaquí y hablan de sus diversiones, de susamigas, de sus… —un vago movimientode la mano sustituyó a un nombreimaginario—. En lo que a mí concierne,tengo cincuenta años y no quiero seguirimponiéndoles mi presencia.

Cuando nos dio la mano y se volvió,le temblaba la nariz trágica. Me preguntési había dicho yo algo que pudieraofenderlo.

—A veces se pone muy sentimental—me explicó Gatsby—. Hoy tiene unode sus días sentimentales. Es todo unpersonaje en Nueva York, vecino deBroadway.

—¿Es actor?—No.—¿Dentista?—¿Meyer Wolfshiem? No, es

jugador —Gatsby titubeó antes deañadir fríamente—. Es el hombre queamañó la serie final de las Grandes

Ligas de béisbol en 1919.—¿Amañó la serie final? —repetí.La idea me dejó estupefacto.

Recordaba, por supuesto, que en 1919amañaron el campeonato, pero, sihubiera pensado en el asunto, me habríaparecido algo que pasó simplemente, eleslabón final de una cadena inevitable.No se me hubiera ocurrido nunca que unhombre pudiera jugar con la buena fe decincuenta millones de personas con ladeterminación de un ladrón que revientauna caja fuerte.

—¿Cómo se le ocurrió hacer unacosa así? —pregunté.

—Se le presentó la oportunidad.

—¿Por qué no está en la cárcel?—No lo pueden coger, compañero.

Es listo.Insistí en pagar la cuenta. Cuando el

camarero me dio el cambio, descubrí aTom Buchanan al fondo del localabarrotado.

—Acompáñame un momento —dije—. Tengo que saludar a alguien.

Tom nos vio, se levantó y dio unospasos hacia nosotros.

—¿Dónde te has metido? —preguntócon calor—. Daisy está furiosa porqueno nos has llamado.

—Le presento a mister Gatsby,mister Buchanan.

Se estrecharon la mano brevemente,y la cara de Gatsby adoptó unaexpresión de incomodidad y tensión queyo no le conocía.

—¿Dónde te has metido? —insistióTom—. ¿Cómo se te ha ocurrido venir acomer tan lejos?

—He venido a comer con misterGatsby.

Me volví hacia Gatsby, pero ya noestaba.

Un día de octubre de 1917… (dijoJordan Baker aquella tarde, sentada muyderecha en una silla del café al aire

libre del Hotel Plaza)… iba dando unpaseo, por la acera y por el césped. Megustaba más el césped porque tenía unoszapatos ingleses con tacos de goma enlas suelas que se hundían en la tierrablanda. Y tenía una falda escocesa nuevaque se levantaba un poco al viento a lavez que en todas las casas se tensabanlas banderas rojas, blancas y azules ydecían tut-tut-tut-tut con tono dedesaprobación.

La bandera más grande y el céspedmás grande eran los de la casa de DaisyFay. Daisy acababa de cumplirdieciocho años, dos más que yo, y era,de lejos, la chica más solicitada de

Louisville. Vestía de blanco, tenía unpequeño descapotable, y el teléfono nodejaba de sonar en su casa: los jóvenesoficiales de Camp Taylor[12] exigían conemoción el privilegio de monopolizar aDaisy aquella noche. «¡Una hora por lomenos!»

Cuando llegué a la altura de su casaaquella mañana el descapotable blancoestaba junto a la acera, y ella estabasentada al volante con un teniente al queyo no había visto antes. Estaban tanabsortos el uno en el otro que Daisy nome vio hasta que me tuvo a metro ymedio de distancia.

—Hola, Jordan —gritó

inesperadamente—. Ven.Me halagó que quisiera hablar

conmigo, porque de todas las chicasmayores era la que yo más admiraba.Me preguntó si iba a la Cruz Roja ahacer paquetes de vendas. Sí, iba a laCruz Roja. Bueno, ¿me importaría avisarde que ella no podía ir ese día? Eloficial miraba a Daisy mientras hablaba,de una manera que cualquier chicadesearía que la miraran alguna vez, y mepareció tan romántico aquel momentoque no lo he olvidado. El oficial sellamaba Jay Gatsby, y no volví a ponerlelos ojos encima hasta cuatro añosdespués. Incluso cuando me lo encontré

de nuevo, en Long Island, no me dicuenta de que se trataba del mismohombre.

Aquello fue en 1917. Al añosiguiente yo también tenía algunosadmiradores, y empecé a participar entorneos, así que no vi mucho a Daisy.Ella salía con un grupo algo mayor,cuando salía con alguien. Circulabanrumores disparatados sobre ella, sobrecómo su madre la había descubiertopreparando el equipaje para irse aNueva York a despedir a un soldadodestinado a ultramar. Se lo impidieronterminantemente, pero Daisy le retiró lapalabra a su familia durante semanas.

Desde entonces no volvió a tontear conlos soldados, sólo con jóvenes cortos devista o con los pies planos, inútiles parael servicio militar.

Para otoño ya estaba otra vez alegre,más alegre que nunca. Debutó ensociedad después del armisticio, y enfebrero estaba prometida con un tipo deNueva Orleans, o eso se dijo. En juniose casó con Tom Buchanan, de Chicago,con pompa y solemnidad nunca vistas enla historia de Louisville. El novio llegócon cien personas en cuatro vagonesprivados, y alquiló una planta entera delHotel Muhlbach, y el día antes de laboda le regaló a la novia un collar de

perlas valorado en trescientos cincuentamil dólares.

Fui una de las damas de honor. Entréen el dormitorio de Daisy media horaantes de la cena de gala que precedió aldía de la boda y me la encontré tendidaen la cama, bella como una noche dejunio en su vestido de flores… ytotalmente borracha. Tenía una botellade Sauternes en una mano y una carta enla otra.

—Feli… Felicítame —murmuró—.No había bebido nunca, pero meencanta.

—¿Qué te pasa, Daisy?Yo estaba asustada, de verdad.

Nunca había visto así a una chica.—Ten, cielo —buscó a tientas en

una papelera que tenía encima de lacama y sacó el collar de perlas—. Bajay devuélveselo a su dueño. Dile a todoel mundo que Daisy ha cambiado deidea. Di: «¡Daisy ha cambiado deidea!».

Se echó a llorar, y lloró, lloró. Salícorriendo y encontré a la criada de sumadre. Cerramos la puerta con llave y labañamos en agua fría. No se separaba dela carta. Se metió en la bañera con ella yla estrujó hasta convertirla en una bolahúmeda, y sólo me dejó que la pusieraen la jabonera cuando vio que se estaba

convirtiendo en copos de nieve.Pero no volvió a pronunciar palabra.

La hicimos oler amoniaco, le pusimoshielo en la frente y la volvimos a meteren el vestido, y media hora más tarde,cuando salimos del dormitorio, el collarde perlas lucía en el cuello de Daisy y elincidente había acabado. Al díasiguiente, a las cinco de la tarde, se casócon Tom Buchanan sin la menorvacilación y emprendió un viaje de tresmeses por los Mares del Sur.

Los vi en Santa Bárbara cuandovolvieron, y pensé que jamás había vistoa una chica tan loca por su marido. SiTom salía un momento de la habitación,

Daisy miraba a su alrededor nerviosa ydecía: «¿Adónde ha ido Tom?», y sequedaba como ausente hasta que lo veíaentrar por la puerta. Se sentaba en laarena con la cabeza de Tom en el regazodurante horas, acariciándole los ojoscon los dedos y mirándolo coninsondable placer. Era conmovedorverlos juntos: hacía que te rieras, ensilencio, de fascinación. Era agosto. Unasemana después de que me fuera deSanta Bárbara, Tom chocó con unafurgoneta en la carretera de Ventura unanoche, y perdió una de las ruedasdelanteras de su coche. La chica que ibacon él también salió en los periódicos,

porque se rompió un brazo: era una delas camareras del Hotel Santa Bárbara.

En abril del año siguiente Daisy tuvouna niña, y se fueron a Francia un año.Los vi una primavera en Cannes, y mástarde en Deauville, antes de quevolvieran a Chicago, donde seinstalaron. Daisy tenía mucho éxito enChicago, como sabes. Entraban y salíancon un grupo al que le gustabadivertirse, todos jóvenes, ricos ydesenfrenados, pero la reputación deDaisy quedó perfectamente a salvo.Quizá porque no bebe. Es una granventaja no beber entre gente que bebemucho. No hablas de más y en el

momento oportuno puedes permitirtealguna irregularidad menor pues todosestán tan ciegos que ni se dan cuenta ono les importa. Puede que Daisy jamásse metiera en amoríos… pero con esavoz que tiene…

Y, bueno, hace unas seis semanas,oyó el nombre de Gatsby por primeravez al cabo de los años. Fue cuando tepregunté en West Egg —¿te acuerdas?—si conocías a Gatsby. Después de que tefueras, Daisy entró en mi habitación, medespertó y dijo: «¿Qué Gatsby?». Ycuando se lo describí —yo estaba mediodormida— dijo con una voz rarísimaque debía de ser el hombre que ella

conocía. Hasta ese momento no habíarelacionado a aquel Gatsby con eloficial del descapotable blanco.

Cuando Jordan Baker terminó decontármelo todo hacía media hora quenos habíamos ido del Plaza ycruzábamos Central Park en unavictoria, uno de esos coches de caballospara turistas. El sol se había hundidodetrás de los edificios de apartamentosde las estrellas de cine en las callesCincuenta de la zona oeste, y en el calordel crepúsculo se elevaban voces clarase infantiles, como una reunión de grillosen la hierba:

Soy el jeque de Arabia.Tu amor me pertenece.De noche cuando duermasme arrastraré a tu tienda[13].

—Ha sido una coincidencia curiosa.—No. No ha sido una coincidencia.—¿Cómo que no?—Gatsby compró esa casa porque

Daisy vivía al otro lado de la bahía.Así que no sólo suspiraba por las

estrellas aquella noche de junio. Yentonces Gatsby cobró vida para mí: derepente salió del útero de su esplendorinútil.

—Quiere saber —continuó Jordan—

si invitarías a Daisy a tu casa una tardepara que luego se presentara él.

La modestia de la petición medesconcertó. Había esperado cinco añosy había comprado una mansión donderepartía luz de estrellas entre polillasque acudían al azar, sólo para poder«presentarse» una tarde en el jardín deun extraño.

—¿Y tenía yo que saber toda lahistoria antes de que me pidiera algo taninsignificante?

—Está asustado. Ha esperado muchotiempo. Pensaba que podías molestarte.En el fondo, ya ves, no es tan duro comoparece.

Algo me preocupaba.—¿Por qué no te pide que le

prepares una cita?—Quiere que Daisy vea su casa —

me explicó—. Y tu casa está al lado.—¡Ah!—Creo que abrigaba cierta

esperanza de ver a Daisy alguna nocheen una de sus fiestas —continuó Jordan—. No fue así. Entonces empezó apreguntarle a la gente, como porcasualidad, si la conocían, y yo fui laprimera con la que dio. Fue la noche queme llamó durante la fiesta y tendrías quehaber oído de qué manera tan rebuscaday estudiada me habló del asunto. Sugerí

inmediatamente, como es natural, unalmuerzo en Nueva York, y creí que ibaa perder los nervios: «¡No quiero hacernada incorrecto! Quiero verla en la casade al lado». Cuando le dije que erasamigo íntimo de Tom, estuvo a punto deabandonar la idea. No sabe mucho deTom, aunque dice que ha leído duranteaños un periódico de Chicago sólo conla esperanza de ver el nombre de Daisy.

Había oscurecido y, al pasar bajo unpuentecillo, mi brazo rodeó el hombrodorado de Jordan, la atraje hacia mí y lainvité a cenar. Ya no pensaba en Daisyni en Gatsby, sino en aquella personasana, difícil, concreta, que profesaba un

escepticismo universal, y que echaba elcuerpo hacia atrás, satisfecha, dentro delcírculo de mi brazo. Una frase empezó amartillearme los oídos en una especie deembriaguez: «Sólo existen losperseguidos y los perseguidores, losactivos y los cansados».

—Y Daisy debería tener algo en lavida —murmuró Jordan.

—¿Quiere ver a Gatsby?—No tiene que enterarse. Gatsby no

quiere que sepa nada. Sólo tienes queinvitarla a tomar el té.

Dejamos atrás una barrera deárboles en penumbra y las fachadas dela calle Cincuenta y nueve, una franja de

luz débil y pálida, brillaron sobre elparque. A diferencia de Gatsby y TomBuchanan, yo no tenía una chica cuyosrasgos incorpóreos flotaran en lascornisas oscuras y los cegadoresanuncios luminosos, así que atraje haciamí a la chica que tenía al lado,estrechándola entre mis brazos. Su bocadesdeñosa, triste, sonrió, así que laatraje más, hacia mi cara esta vez.

C

5

uando volví a West Egg aquellanoche, temí por un momento que mi

casa estuviera en llamas. Eran las dos yla punta de la península fulguraba conuna luz que caía irreal sobre los setos yproducía destellos alargados en loscables eléctricos de la carretera. Aldoblar una esquina, vi que era la casa deGatsby, iluminada de la torre al sótano.

Al principio pensé que se trataba deotra fiesta, una francachela descomunal

y salvaje que había terminado con losinvitados jugando al escondite por todala casa. Pero no se oía un ruido. Sólo elviento en los árboles, el viento, queagitaba los cables y provocaba que lasluces se apagaran y volvieran aencenderse como si la casa parpadearaen la oscuridad. Mientras mi taxi sealejaba gimiendo, vi que Gatsby seacercaba a través del césped.

—Tu casa parece la ExposiciónUniversal —dije.

—¿Sí? —se volvió a mirar, comoausente—. He estado echándoles unvistazo a algunas habitaciones. Vámonosa Caney Island, compañero. En mi

coche.—Es muy tarde.—¿Y si nos damos un baño en la

piscina? No la he usado en todo elverano.

—Tengo que acostarme.—Muy bien.Esperó, mirándome, conteniendo la

impaciencia.—He hablado con miss Baker —dije

al momento—. Mañana llamaré porteléfono a Daisy y la invitaré a tomar elté.

—Ah, perfecto —dijo, como si leresultara indiferente—. No quierocausarte ninguna molestia.

—¿Qué día te viene bien?—¿Qué día te viene bien a ti? —me

corrigió inmediatamente—. No quierocausarte ninguna molestia, de verdad.

—¿Pasado mañana?Lo pensó unos segundos. Y, poco

convencido, dijo:—Habría que cortar el césped.Miramos la hierba: una línea bien

definida marcaba dónde acababa micésped desigual, abandonado, yempezaba a extenderse el suyo, másoscuro, perfectamente cuidado.Sospeché que se refería a mi hierba.

—Hay otra cosa sin importancia —dijo, inseguro, titubeante.

—¿Prefieres que lo retrasemos unosdías? —pregunté.

—No, no es eso. Pero… —probóvarios comienzos—. Bueno, hepensado… Sí, mira, compañero, tú noganas mucho dinero, ¿verdad?

—No mucho.Esto pareció tranquilizarlo y

continuó con más confianza.—Era lo que pensaba, si puedes

perdonar mi… Tengo, comocomplemento, un pequeño negocio, algoaccesorio, ya sabes. Y he pensado que sitú no ganas mucho… Vendes bonos. ¿Noes así, compañero?

—Lo intento.

—Bueno, esto podría interesarte. Note exigiría demasiado tiempo y podríassacarle un buen dinero. Es algoconfidencial.

Ahora me doy cuenta de que, enotras circunstancias, aquellaconversación podría haber provocadouna de las crisis de mi vida. Pero, dadoque Gatsby hacía su oferta de un modopoco sutil y sin el menor tacto por unservicio que aún había que prestar, notuve más remedio que cortarlo en seco.

—Tengo demasiado trabajo —dije—. Te lo agradezco, pero no puedoaceptar más.

—No tendrías que tratar con

Wolfshiem —evidentemente pensabaque yo, asustado, rehuía las«coneggsiones» mencionadas durante elalmuerzo, pero le aseguré que seequivocaba.

Esperó un momento, atento a que yoempezara alguna conversación, pero mecostaba reaccionar, tan abstraído estaba,y Gatsby volvió a su casa de mala gana.

La tarde había hecho que me sintierairresponsable y feliz, y creo que,conforme entraba en mi casa, mesumergí en un sueño profundo. Así queno sé si Gatsby fue o no fue a CaneyIsland. O cuántas horas pasó«echándoles un vistazo a algunas

habitaciones» mientras su casa fulgurabacon ostentación. A la mañana siguientellamé a Daisy desde la oficina y lainvité a tomar el té.

—No traigas a Tom.—¿Cómo?—Que no traigas a Tom.—¿Quién es Tom? —preguntó

inocentemente.

El día convenido diluviaba. A las onceun hombre con impermeable quearrastraba un cortacésped llamó a lapuerta y me dijo que mister Gatsby lomandaba a cortar la hierba. Eso me

recordó que había olvidado decirle a miasistenta finlandesa que viniera, así quefui en el coche a West Egg Village, abuscarla, por callejones blanqueados yempapados, y a comprar tazas, limones yflores.

Las flores no fueron necesarias, puesa las dos llegó de parte de Gatsby unauténtico invernadero con innumerablesrecipientes para contenerlo. Una horadespués se abrió tímidamente la puerta,y Gatsby, con un traje de franela blanca,camisa plateada y corbata de color oro,entró de repente. Estaba pálido y bajolos ojos tenía sombras que indicaban lafalta de sueño.

—¿Está todo en orden? —preguntóenseguida.

—La hierba tiene una pintaestupenda, si te refieres a eso.

—¿Qué hierba? —preguntó, comoperdido—. Ah, la hierba del jardín —miró por la ventana, pero, a juzgar porsu expresión, no creo que viera nada—.Sí, excelente —observó, distraído—. Enun periódico he leído que dejaría dellover a eso de las cuatro. Creo que erael Journal. ¿Tienes todo lo necesariopara preparar…, para el té?

Lo llevé a la cocina, donde miró concierto rechazo a la finlandesa. Juntosexaminamos los doce pasteles de limón

de la tienda de delicatessen.—¿Te parecen bien?—¡Sí, por supuesto! ¡Estupendos! —

y añadió, aunque sonó a falso—…compañero.

La lluvia amainó hacia las tres ymedia y se convirtió en una brumahúmeda, en la que flotaba alguna queotra gota minúscula, como de rocío.Gatsby ojeaba, ausente, un ejemplar dela Economía de Clay, se sobresaltabacuando los pasos de la finlandesa hacíantemblar el suelo de la cocina, y de vezen cuando miraba las ventanasempañadas como si una serie deacontecimientos invisibles pero

alarmantes estuvieran sucediendo fuera.Se levantó por fin y, con voz insegura,me informó de que se iba a casa.

—¿Y eso por qué?—No vendrá nadie a tomar el té. ¡Es

demasiado tarde! —miró el reloj comosi su tiempo fuera requerido conurgencia en otro sitio—. No puedoesperar todo el día.

—No seas tonto; faltan dos minutospara las cuatro.

Se sentó, abatido, como si le hubieraempujado, y en ese momento se oyó elruido de un motor que entraba en elcamino de mi casa. Los dos nos pusimosen pie de un salto y yo, un poco

angustiado también, salí al jardín.Bajo los lilos desnudos y goteantes

subía por el camino un grandescapotable. Se detuvo. La cara deDaisy, ladeada bajo un tricornio decolor lavanda, me miró con una sonrisaextasiada y luminosa.

—¿Aquí es donde vives, amor mío?El susurro estimulante de su voz era

bajo la lluvia un tónico fortísimo. Tuveque seguir la melodía un momento,arriba y abajo, sólo con el oído, antes decaptar las palabras. Una veta de pelomojado se le pegaba a la mejilla comouna pincelada azul, y tenía la manohúmeda de gotas brillantes cuando se la

cogí para ayudarla a apearse del coche.—¿Te has enamorado de mí? —me

dijo al oído—. Si no, ¿por qué tenía quevenir sola?

—Ése es el secreto del castillo deRackrent[14]. Dile al chófer que se vayay vuelva dentro de una hora.

—Vuelva dentro de una hora, Ferdie—y en un murmullo grave—. Se llamaFerdie.

—¿La gasolina le afecta a la nariz?—No creo —dijo inocentemente—.

¿Por qué?Entramos. Para mi sorpresa y

confusión no había nadie en el cuarto deestar.

—Bueno, esto sí que tiene gracia.—¿Qué tiene gracia?Volvió la cabeza a la vez que

sonaban unos golpes suaves y solemnesen la puerta. Fui a abrir. Era Gatsby,pálido como la muerte; con las manoshundidas como pesas en los bolsillos dela chaqueta, sobre un charco de agua, memiraba trágicamente a los ojos.

Con las manos todavía en losbolsillos de la chaqueta, cruzó a mi ladoel recibidor majestuosamente, giró depronto como si anduviera sobre unalambre, y desapareció en la sala deestar. No tenía ninguna gracia.Consciente de cómo me latía el corazón,

le cerré la puerta a la lluvia, que iba enaumento.

Durante unos segundos no se oyó unruido. Luego me llegó del cuarto deestar una especie de murmullo ahogado,una risa interrumpida, y la voz de Daisy,clara y artificial.

—Por supuesto que sí: me alegramuchísimo volver a verte.

Una pausa; se prolongópavorosamente. No tenía nada que haceren el recibidor, así que entré en lahabitación.

Gatsby, con las manos todavía en losbolsillos, se había apoyado en la repisade la chimenea, en una imitación forzada

de la naturalidad absoluta, incluso delaburrimiento. La cabeza se echaba haciaatrás de tal modo que descansaba en laesfera de un difunto reloj, y desde esapostura miraba con ojos de perturbado aDaisy, asustada pero muy elegante,sentada en el filo de una silla.

—Ya nos conocíamos —murmuróGatsby.

Me miró unos segundos, y los labiosse abrieron en un fallido intento de risa.

Por suerte el reloj aprovechó esemomento para inclinarse peligrosamentebajo la presión de la cabeza de Gatsby,que se volvió y lo atrapó con dedostemblorosos para devolverlo a su sitio.

Luego se sentó, rígido, con el codo en elbrazo del sofá y la barbilla en la mano.

—Siento lo del reloj —dijo.La cara me ardía como si

estuviéramos en los trópicos. No fuicapaz de encontrar ni un solo lugarcomún de los mil que tengo en la cabeza.

—Es un reloj viejo —dijeestúpidamente.

Creo que, por un momento, los trespensamos que se había hecho pedazoscontra el suelo.

—Hace muchos años que no nosvemos —dijo Daisy, con la voz másneutra posible.

—Cinco años el próximo

noviembre.La respuesta automática de Gatsby

nos paralizó un minuto más por lomenos. Los había hecho levantarse conla sugerencia desesperada de que meayudaran a preparar el té en la cocinacuando la finlandesa del demonio lotrajo en una bandeja.

Entre la oportuna confusión de tazasy pasteles se estableció ciertacordialidad física. Gatsby se retiró a lasombra y, mientras Daisy y yohablábamos, nos mirabaalternativamente a uno y a otro, a fondo,con ojos llenos de tensión e infelicidad.Pero, puesto que la serenidad no era un

fin en sí mismo, me excusé en cuantopude y me levanté.

—¿Adónde vas? —preguntó Gatsby,alarmado.

—Volveré.—Tengo que hablar contigo antes de

que te vayas.Me siguió a la cocina,

descompuesto, cerró la puerta, ymurmuró totalmente abatido:

—Dios mío.—¿Qué pasa?—Ha sido un error terrible —dijo,

negando con la cabeza—, un errorterrible, terrible.

—Te sientes violento, eso es todo —

y por suerte añadí—. Daisy también sesiente violenta.

—¿Se siente violenta? —repitió,incrédulo.

—Tanto como tú.—No hables tan alto.—Te estás portando como un niño

—corté, impaciente—. No sólo eso: teestás portando como un maleducado.Ahí está Daisy, sola.

Levantó la mano para detener mispalabras, me lanzó una inolvidablemirada de reproche, y, abriendo lapuerta con mucho cuidado, volvió a laotra habitación.

Yo salí por la puerta de atrás —el

mismo camino que Gatsby, nervioso,había tomado media hora antes para darla vuelta a la casa— y corrí hacia uninmenso y nudoso árbol negro cuyashojas frondosas tejían una pantallacontra la lluvia. Otra vez diluviaba, y micésped desigual, recién afeitado por eljardinero de Gatsby, abundaba enminúsculos pantanos enfangados yciénagas prehistóricas. No había nadaque mirar desde el pie del árbol,excepto la enorme casa de Gatsby, asíque me dediqué a mirarla, como Kant elcampanario de su iglesia, durante mediahora. Un fabricante de cerveza la habíaconstruido al principio de la moda de la

«arquitectura de época», diez añosantes, y contaban que se habíacomprometido a pagar durante cincoaños los impuestos de las casas decampo de todo el vecindario si lospropietarios hacían los tejados de paja.Puede que el rechazo general disuadieraal cervecero de su plan de Fundar unaFamilia: inmediatamente empezó ladecadencia. Sus hijos vendieron la casacuando la corona fúnebre aún colgabade la puerta. Los americanos, dispuestosa ser siervos e incluso impacientes porserlo, siempre se han mostrado reacios aser gente de campo.

Media hora después, el sol volvió abrillar, y el automóvil del tendero tomóel camino de la casa de Gatsby con lasmaterias primas para la cena de laservidumbre: estaba seguro de queGatsby no comería nada. Una criadaempezó a abrir las ventanas de la plantaalta de la casa, apareció un instante encada una, y, asomándose al ampliomirador principal, escupiómeditativamente en el jardín. Era horade volver. La lluvia, mientras duró,parecía el murmullo de las voces deGatsby y Daisy, elevándose, creciendode vez en cuando en ráfagas de emoción.Pero ahora, en el silencio nuevo, sentí

que el silencio también había caídosobre la casa.

Entré —después de hacer todo elruido posible en la cocina, salvoderribar la hornilla—, pero no creo queoyeran nada. Estaban sentados en losdos extremos del sofá, mirándose comosi esperaran la respuesta a una pregunta,o flotara una pregunta en el aire, y todovestigio de incomodidad habíadesaparecido. La cara de Daisy estaballena de lágrimas, y cuando entré selevantó de un salto y empezó asecárselas con el pañuelo ante unespejo. Pero en Gatsby se habíaproducido un cambio que era

sencillamente desconcertante.Resplandecía literalmente. Sin unapalabra o un gesto de alegría, irradiabaun nuevo bienestar que colmaba elcuarto.

—Ah, hola, compañero —dijo,como si no me viera desde hacía años.

Pensé por un momento que iba adarme la mano.

—Ha dejado de llover.—¿Sí? —cuando entendió lo que yo

acababa de decirle, que campanillas desol centelleaban en la habitación, sonriócomo un meteorólogo, como elpatrocinador extasiado de la luz quevolvía, y repitió la novedad a Daisy—.

¿Qué te parece? Ha dejado de llover.—Me alegro, Jay —su garganta,

llena de una belleza triste y dolorida,sólo hablaba de su felicidad inesperada.

—Quiero que me acompañéis acasa. Me gustaría enseñársela a Daisy.

—¿Estás seguro de que quieres quevaya yo?

—Absolutamente, compañero.Daisy subió a lavarse la cara —y

demasiado tarde me acordé, conhumillación, de mis toallas— mientrasGatsby y yo esperábamos en el césped.

—Mi casa está bien, ¿verdad? —mepreguntó—. Fíjate en cómo da la luz enla fachada.

Reconocí que era espléndida.—Sí —la recorrió con la mirada,

deteniéndose en el arco de cada puerta,en la solidez de cada torre—. Tardé tresaños en ganar el dinero para comprarla.

—Creía que habías heredado tudinero.

—Y lo heredé, compañero —dijoinmediatamente—, pero perdí casi todoen el gran pánico…, el pánico de laguerra.

Pensé que no sabía muy bien lo quedecía, porque cuando le pregunté a quétipo de negocios se dedicaba, mecontestó: «Eso es asunto mío», antes dedarse cuenta de que no era una respuesta

adecuada.—Ah, me he metido en varias cosas

—corrigió—. Me he dedicado alnegocio de los drugstores y al delpetróleo. Pero he dejado los dos —memiró con más atención—. ¿Quieres decirque has pensado lo que te propuse laotra noche?

Antes de que pudiera responderle,Daisy salió de la casa y dos filas debotones de latón brillaron al sol.

—¿Esa enorme casa de ahí? —exclamó, señalando con el dedo.

—¿Te gusta?—Me encanta, pero no sé cómo

puedes vivir ahí completamente solo.

—La tengo siempre llena de genteinteresante, día y noche. Gente que hacecosas interesantes. Gente famosa.

En lugar de tomar el atajo de lacosta bajamos a la carretera y entramospor la gran cancela. Con susurrosencantadores Daisy admiró este o aquelaspecto de la silueta feudal con el cielocomo fondo, admiró los jardines, el olorchispeante de los junquillos, elburbujeante olor de los espinos y de losciruelos en flor, y el pálido olor a oro dela milamores. Era extraño llegar a laescalinata de mármol y no encontrar unrevuelo de vestidos radiantes, entrandoy saliendo de la casa, y sólo oír el canto

de los pájaros en los árboles.Y dentro, mientras recorríamos salas

de música a la María Antonieta ysalones estilo Restauración, tuve lasensación de que había invitadosescondidos detrás de cada sofá y cadamesa, con órdenes de guardar silencio,de ni respirar siquiera, hasta quehubiéramos pasado. Cuando Gatsbycerró la puerta de la «Merton CollegeLibrary», hubiera jurado que oí la risaespectral del hombre de los ojos debúho.

Subimos a la segunda planta,pasamos por dormitorios de épocatapizados en seda rosa y color lavanda y

vivificados por flores frescas, yvestidores y salas de billar, y cuartos debaño con bañeras empotradas en elsuelo, y aparecimos sin permiso en unahabitación donde un hombre en pijama,tumbado y despeinado hacía ejerciciospara el hígado. Era mister Klipspringer,el Interno. Esa mañana lo había vistodeambular angustiado por la playa.Llegamos por fin al apartamento deGatsby, un dormitorio con cuarto debaño, y un estudio estilo Adam, dondenos sentamos y bebimos un Chartreuseque guardaba en una alacena.

No había dejado de mirar a Daisy niun momento, y creo que volvió a

calcular el valor de todo lo que había enla casa según la reacción que provocabaen sus ojos bienamados. Y, a veces,miraba sus posesiones como aturdido,como si ante la presencia material yprodigiosa de Daisy nada fuera ya real.Estuvo a punto de caerse por lasescaleras.

Su dormitorio era el más sencillo,salvo por un juego de tocador de oropuro mate que adornaba la cómoda.Daisy cogió el cepillo con deleite, y sealisó el pelo, ante lo cual Gatsby sesentó, se llevó la mano a los ojos y seechó a reír.

—Es lo más divertido, compañero

—dijo, riendo—. No puedo… Cuandointento…

Había atravesado evidentemente dosestados de ánimo y alcanzaba un tercero.Después de la incomodidad y de laalegría irracional, ahora lo consumía elmilagro de la presencia de Daisy. Sehabía dejado absorber por esa ideamucho tiempo, soñándola de principio afin mientras esperaba apretando losdientes, por así decirlo, con un gradoinimaginable de intensidad. Ahora,como reacción, empezaba a agotarsecomo un reloj con la cuerda pasada.

Se recuperó al momento y nos abriódos pesados y poderosos armarios que

contenían sus muchos trajes, batines ycorbatas, y sus camisas, apiladas comoladrillos por docenas.

—Tengo en Inglaterra a alguienencargado de comprarme la ropa. Memanda una selección de prendas aprincipios de estación, en primavera yen otoño.

Cogió un montón de camisas yempezó a lanzarlas, una a una, antenosotros, camisas de hilo puro, de sedatupida, de franela fina, que sedesdoblaban al caer y cubrían la mesaen una confusión multicolor. Mientrasexpresábamos nuestra admiración,Gatsby siguió sacando camisas y el

suave y suntuoso montón fue cobrandoaltura: camisas a rayas y con arabescosy estampados de color coral, verdemanzana, lavanda y naranja claro, conmonogramas de un tono añil. De repente,entre ruidos ahogados, Daisy hundió lacara en las camisas y empezó a llorarsin consuelo.

—Son unas camisas tan maravillosas—sollozó, y los pliegues, la tela, leapagaban la voz—. Lloro porque nuncahabía visto unas… unas camisas tanmaravillosas.

Después de la casa, teníamos que ver

los jardines y la piscina, el hidroplano ylas flores propias del verano, perovolvía a llover, así que nos quedamosmirando desde la ventana de Gatsby lasaguas onduladas del estrecho.

—Si no hubiera niebla, veríamos tucasa al otro lado de la bahía —dijoGatsby—. Siempre tienes una luz verdeque brilla toda la noche en el extremodel embarcadero.

Daisy lo cogió del brazo de pronto,pero Gatsby parecía absorto en lo queacababa de decir. Quizá se daba cuentade que el sentido colosal de aquella luzacababa de desvanecerse para siempre.Comparado con la distancia inmensa que

lo había separado de Daisy, la luz verdeparecía muy cerca de ella, casi latocaba. Parecía tan cerca como unaestrella lo está de la luna. Y ahoravolvía a ser una luz verde en unembarcadero. El número de objetosencantados había disminuido en uno.

Empecé a pasear por la habitación,examinando las cosas, imprecisas en lasemioscuridad. Me llamó la atención lagran foto de un hombre ya mayor yvestido para navegar en yate, quecolgaba de la pared, sobre el escritorio.

—¿Quién es?—¿Ése? Es mister Dan Cody,

compañero.

El nombre me resultó vagamentefamiliar.

—Murió hace años. Fue mi mejoramigo.

Había una foto pequeña de Gatsby,también vestido para navegar, encimadel buró —Gatsby, desafiante, echaba lacabeza hacia atrás—, de cuando debíade tener dieciocho años, más o menos.

—Me encanta —exclamó Daisy—.¡El tupé! Nunca me habías dicho quetenías tupé, ni yate.

—Mira —se apresuró a decirGatsby—. Hay un montón de recortes deperiódico… sobre ti.

Uno junto al otro, de pie, se pusieron

a verlos. Iba a pedirle que me enseñaralos rubíes cuando sonó el teléfono yGatsby descolgó.

—Sí… De acuerdo, pero ahora nopuedo hablar… No puedo hablar,compañero… Dije una ciudad pequeña.Pequeña… Él sabe lo que es una ciudadpequeña, ¿no? Si para él Detroit es unaciudad pequeña, no nos sirve…

Colgó.—¡Ven, ven, deprisa! —gritó Daisy

en la ventana.Seguía lloviendo, pero las sombras

se habían dividido a occidente y habíasobre el mar una oleada rosa y oro denubes que parecían espuma.

—¡Mira! —susurró Daisy, y callóunos segundos—. Me gustaría coger unade esas nubes rosa y subirte y empujarte.

Intenté irme entonces, pero noquerían ni oír hablar del asunto; quizá sesintieran mejor solos si estaba yo.

—Ya sé lo que vamos a hacer —dijoGatsby—. Klipspringer va a tocar elpiano.

Salió de la habitación gritando«Ewing» y volvió a los pocos minutosacompañado por un joven algoestropeado, aturdido, con gafas con lamontura de concha y el pelo ralo yrubio. En aquel momento vestía unacamisa deportiva, abierta en el cuello,

zapatos con suela de goma y pantalonesde dril de un color nebuloso.

—¿Hemos interrumpido susejercicios? —preguntó Daisy, muyeducada.

—Estaba durmiendo —se quejómister Klipspringer con un escalofrío devergüenza—. Es decir, había estadodurmiendo. Luego me levanté y…

—Klipspringer toca el piano —dijoGatsby, interrumpiéndolo—. ¿Verdad,compañero?

—No lo toco bien. No…, casi ni sétocarlo. Y llevo sin tocar…

—Vamos abajo —lo cortó Gatsby.Giró un interruptor. Las ventanas

grises desaparecieron cuando la casa seinundó de luz.

En la sala de música Gatsby sóloencendió una lámpara, junto al piano.Acercó una cerilla temblorosa alcigarrillo de Daisy, y se sentó con ellaen un sofá al fondo de la habitación,donde no había más luz que la que,procedente del vestíbulo, rebotaba en elsuelo flamante.

Cuando Klipspringer tocó El nido deamor[15] giró en su taburete y, desolado,buscó a Gatsby en la penumbra.

—Ya ven, tendría que ensayar más.

Les había dicho que no sé tocar. Ytendría que ensa…

—No hables tanto, compañero —ordenó Gatsby—. ¡Toca!

De día,de noche,¿no lo pasamos bien?[16]

Fuera soplaba fuerte el viento yhabía, muy débiles, truenos en elestrecho. En West Egg ya estabanencendidas todas las luces; los treneseléctricos, que llegaban de Nueva Yorkcargados de gente, corrían a casa através de la lluvia. Era la hora en que se

produce un cambio profundo en lahumanidad y la atmósfera generatensión.

Hay una cosa segura, más seguraque ninguna:

los ricos hacen dinero y los pobreshacen… niños.

En las horas muertas,entre rato y rato.

Cuando fui a despedirme vi que laexpresión de perplejidad había vuelto ala cara de Gatsby, como si acabara desentir una duda levísima acerca de lacalidad de su felicidad presente. ¡Casi

cinco años! Incluso aquella tarde tuvoque haber algún momento en que Daisyno estuviera a la altura de sus sueños, notanto por culpa de la propia Daisy, sinopor la colosal vitalidad de su propiailusión. Su ilusión iba más allá de Daisy,más allá de todo. Y a esa ilusión sehabía entregado Gatsby con una pasióncreadora, aumentándola incesantemente,engalanándola con cualquier pluma quecogiera al vuelo. No hay fuego ni fríoque pueda desafiar a lo que un hombreguarda entre los fantasmas de sucorazón.

Mientras yo lo observaba, serecompuso perceptiblemente. Su mano

cogió la de Daisy, ella le dijo algo aloído y, al sentir su voz, Gatsby se volvióa mirarla, emocionado. Creo que aquellavoz era lo que más lo subyugaba, con sucalidez febril y vibrante, porque nocabía en un sueño: aquella voz era unacanción inmortal.

Se habían olvidado de mí, peroDaisy levantó la vista y me hizo unaseñal con la mano; Gatsby ya no teníaconciencia de quién era yo. Los miré unavez más y ellos me devolvieron lamirada, desde muy lejos, poseídos porla intensidad de la vida. Entonces salíde la habitación y bajé los escalones demármol bajo la lluvia, dejándolos

juntos.

P

6

or aquel tiempo un periodista deNueva York, joven y ambicioso,

llegó una mañana a la puerta de Gatsby yle preguntó si tenía algo que decir.

—¿Algo que decir? ¿Sobre qué? —preguntó Gatsby, muy correcto.

—Bueno, alguna declaración quehacer.

Se supo al cabo de cinco minutos deconfusión que aquel individuo habíaoído el nombre de Gatsby en el

periódico en relación con algo que noquiso revelar o que no había entendidodel todo. Era su día libre y había tomadoinmediatamente la encomiable iniciativade acercarse a «ver».

Disparaba al azar, pero su instintoperiodístico era certero. La notoriedadde Gatsby, difundida por los cientos depersonas que habían aceptado suhospitalidad para convertirse así enespecialistas sobre su pasado, fuecreciendo a lo largo del verano hasta elpunto de que faltaba poco para que JayGatsby alcanzara la categoría de noticia.Leyendas contemporáneas, como la del«conducto subterráneo a Canadá»[17], las

relacionaban con él, y se decía coninsistencia que no vivía en una casa,sino en un barco que parecía una casa ynavegaba en secreto por la costa deLong Island. Por qué semejantesinventos eran una fuente de satisfacciónpara James Gatz, de Dakota del Norte,no es fácil de explicar.

James Gatz: ése era su verdaderonombre o, por lo menos, su nombrelegal. Se lo cambió a la edad dediecisiete años en el momento exactoque fue testigo del comienzo de sucarrera: cuando vio cómo el yate de DanCody echaba el ancla en el bajío másinsidioso del lago Superior. Era James

Gatz, el muchacho que haraganeaba porla playa aquella tarde con un jerseyverde roto y unos pantalones de lona,pero ya era Jay Gatsby el que pidióprestado un bote de remos, se acercó alTuolomee, e informó a Cody de que elviento podía sorprenderlo y destrozarloen media hora.

Supongo que tenía preparado elnombre desde hacía mucho tiempo. Suspadres eran gente de campo, sinambiciones ni fortuna: su imaginaciónjamás los aceptó como padres. Laverdad era que Jay Gatsby, de West Egg,Long Island, surgió de la idea platónicade sí mismo. Era hijo de Dios —frase

que, si significa algo, significaexactamente eso—, y debía ocuparse delos asuntos de su Padre[18], al serviciode una belleza inmensa, vulgar ymercenaria. Así que inventó el tipo deJay Gatsby que un chico de diecisieteaños podía inventarse, y fue fiel a esaidea hasta el final.

Durante un año recorrió la costa surdel lago Superior, cogiendo almejas ypescando salmones, o dedicándose acualquier otra cosa a cambio de comiday cama. Su cuerpo, bronceado y cada díamás fuerte, aprovechó instintivamenteaquellos días vigorizantes de trabajo,entre la dureza y la indolencia. Muy

pronto conoció mujeres y, como lomimaban, acabaron resultándoledespreciables: las jóvenes vírgenesporque no sabían nada; las otras porquese ponían histéricas con cosas que él, deuna presunción aplastante, daba porsentadas.

Pero su corazón vivía en unarevuelta turbulenta, constante. Las másgrotescas y fantásticas ambiciones loasaltaban de noche, en la cama. Ununiverso de extravagancias indecibles sedesarrollaba en su cerebro mientras elreloj hacía tictac sobre el lavabo y laluna bañaba de luz húmeda la ropa,tirada de cualquier forma en el suelo.

Cada noche aumentaba la trama de susfantasías hasta que el sopor ponía fin aalguna escena especialmente viva con unabrazo de olvido. Durante cierto tiempoesas ensoñaciones fueron un desahogopara su imaginación: eran un indiciosatisfactorio de la irrealidad de larealidad, una promesa de que la roca delmundo se fundaba firmemente sobre elala de un hada.

El instinto de gloria futura lo habíallevado meses antes a Saint Olaf, alpequeño Lutheran College, en el sur deMinnesota. Aguantó dos semanas,desmoralizado por la feroz indiferenciadel lugar hacia los tambores de su

destino, hacia el destino mismo, yaborreciendo el trabajo de conserje conque iba a pagarse la estancia. Volvió allago Superior, y seguía a la busca dealgo que hacer el día que el yate de DanCody echó el ancla en los bajíos de lacosta.

Cody tenía cincuenta años entonces,y era un producto de los yacimientos deplata de Nevada, del Yukon y de todaslas fiebres mineras desde 1875. Lasoperaciones con el cobre de Montanaque lo hicieron mucho más quemultimillonario lo encontraron todavíafuerte, físicamente hablando, peropróximo a la decrepitud intelectual, y,

sospechándolo, un número infinito demujeres intentó separarlo de su dinero.Los enredos de no demasiado buen gustocon los que la periodista Ella Kayerepresentó el papel de Madame deMaintenon a costa de la debilidad deCody y lo empujó a hacerse a la mar enun yate eran habituales en el indigestoperiodismo de 1902. Cody llevaba cincoaños costeando orillas demasiadohospitalarias cuando, en Little Girl Bay,se convirtió en el destino de James Gatz.

Para el joven Gatz, que se apoyabaen los remos y miraba hacia cubierta, elyate representaba toda la belleza, todoel glamour del mundo. Supongo que le

sonrió a Cody: probablemente habíadescubierto que cuando sonreía le caíabien a la gente. El caso es que Cody lehizo unas cuantas preguntas (de una deesas preguntas salió el nuevo nombre) ydescubrió que era listo y ambiciosohasta la extravagancia. Pocos díasdespués lo llevó a Duluth y le compróuna chaqueta azul, seis pares depantalones de dril blanco y una gorra demarino. Y cuando el Tuolomee zarpóhacia las Indias Occidentales y lascostas de Berbería, Gatsby zarpótambién.

Su función no era precisa: mientraspermaneció con Cody fue sucesivamente

camarero, segundo de a bordo, patrón deyate, secretario, e incluso carcelero,porque, sobrio, Dan Cody sabía a quéderroches era propenso borracho, yprevenía tales contingenciasdepositando cada día más confianza enGatsby. El acuerdo duró cinco años, enlos que el yate dio tres veces la vuelta alcontinente. Podría haber duradoindefinidamente, pero Ella Kaye subió abordo una noche en Boston y una semanadespués Dan Cody, de manera pocohospitalaria, se murió.

Recuerdo su retrato en el dormitoriode Gatsby, un hombre saludable, con elpelo gris y expresión dura, vacía: el

pionero disipado que durante una fasede la vida de los Estados Unidos deAmérica devolvió a la costa este laviolencia salvaje de los burdeles y lostugurios de la frontera. A Cody se debíaindirectamente que Gatsby apenasbebiera. Alguna vez, en las fiestas, lasmujeres le echaban champagne en elpelo. Él tenía como costumbre no probarel alcohol.

Y de Cody heredó el dinero:veinticinco mil dólares que jamásrecibió. Nunca entendió a qué artimañalegal recurrieron contra él, pero lo quequedaba de los millones acabó íntegroen manos de Ella Kaye. A Gatsby le

quedó su educación, tan apropiada, tansingular: el vago perfil de Jay Gatsbyadquirió la consistencia de un hombre.

Todo esto me lo contó mucho más tarde,pero lo escribo ahora con la idea dedesmentir aquellos primeros rumoresdisparatados sobre sus antecedentes, queno eran ni remotamente verdad. Me locontó además en un momento deconfusión, cuando yo había llegado acreérmelo todo y a no creerme nadasobre él. Así que aprovecho esta breveinterrupción, mientras Gatsby, pordecirlo así, recobraba el aliento, para

disipar toda esa serie de ideas falsas.Hubo también una interrupción en

mis relaciones con él. Durante algunassemanas dejamos de vernos y de hablarpor teléfono —la mayor parte deltiempo la pasaba en Nueva York, dandovueltas con Jordan e intentandocongraciarme con su tía, un vejestorio—, pero fui por fin a su casa un domingopor la tarde. No llevaba allí ni dosminutos cuando alguien apareció conTom Buchanan, a tomar una copa. Mesobresalté, como es natural, aunque loverdaderamente asombroso es queaquello no hubiera pasado antes.

Eran tres, a caballo: Tom, un tal

Sloane y una mujer muy agradable, conun traje de amazona marrón, que yaconocía la casa.

—Estoy encantado de verles —dijoGatsby, de pie en el porche—. Estoyencantado de que hayan venido.

¡Como si a ellos les importara!—Siéntense. Cojan un cigarrillo o un

puro —se movió deprisa por lahabitación, pulsando timbres—. En unmomento estarán listas las bebidas.

La presencia de Tom Buchanan loafectaba profundamente. Pero se sentiríaincómodo de todas formas hasta que noles sirviera algo, pues en el fondo sedaba cuenta de que ése era el único

motivo por el que habían ido a su casa.Mister Sloane no quería nada.¿Limonada? No, gracias. ¿Un poco dechampagne? Nada en absoluto,gracias… Lo siento.

—¿Qué tal el paseo?—Por aquí los caminos son buenos.—Supongo que los automóviles…—Sí.Obedeciendo a un impulso

irresistible. Gatsby se volvió hacia Tom,que había reaccionado a la presentacióncomo si no lo conociera.

—Creo que ya nos conocíamos,mister Buchanan.

—Ah, sí —dijo Tom, brusco y

correcto, aunque era obvio que no seacordaba—. Sí, lo recuerdoperfectamente.

—Hace unas dos semanas.—Es verdad. Usted estaba con Nick.—Conozco a su mujer —continuó

Gatsby, casi con agresividad.—¿Sí?Tom se volvió hacia mí.—¿Vives cerca, Nick?—En la casa de al lado.—¿Sí?Mister Sloane no participaba en la

conversación, sino que se retrepaba enla silla con arrogancia; la mujertampoco hablaba, hasta que

inesperadamente, después de doswhiskys con soda, se volvió cordial.

—Vendremos a su próxima fiesta,mister Gatsby —sugirió—. ¿Qué medice?

—De acuerdo, será un placertenerlos aquí.

—Será muy agradable —dijo misterSloane sin la menor gratitud—. Bueno,creo que debemos irnos ya a casa.

—Por favor, no hay prisa —dijoGatsby con calor. Había recuperado elcontrol de sí mismo y quería seguirhablando con Tom—. ¿Por qué… porqué no se quedan a cenar? No mesorprendería que se dejara caer por aquí

alguna gente de Nueva York.—No. Ustedes se vienen a cenar

conmigo —dijo la señora conentusiasmo—. Los dos.

Me incluía también a mí. MisterSloane se puso de pie.

—Vamos —dijo, pero sólo a ella.—Hablo en serio —insistió la

señora—. Me encantaría que nosacompañaran. Hay sitio de sobra.

Gatsby me miró, interrogándome.Quería ir y no había entendido quemister Sloane había decidido que nofuera.

—Me temo que no puedoacompañarles —dije.

—Bueno, pues viene usted —insistióella, concentrándose en Gatsby.

Mister Sloane le murmuró algo aloído.

—No llegaremos tarde si nos vamosahora mismo —contestó ella en voz alta.

—No tengo caballo —dijo Gatsby—. Montaba en el ejército, pero nuncahe comprado un caballo. Los seguiré enel coche. Discúlpenme un momento.

Los demás salimos al porche, dondeSloane y la señora se apartaron parainiciar una apasionada conversación.

—Dios mío, creo que ese tipo seviene —dijo Tom—. ¿No se da cuentade que ella no quiere que venga?

—Ella dice que quiere que vaya.—Da una gran cena en la que ese

Gatsby no va a conocer a nadie —arrugóla frente—. Quisiera saber dóndediablos conoció a Daisy. Por Dios,puede que mis ideas ya no estén demoda, pero, para mi gusto, las mujeresde hoy andan demasiado sueltas. Ytropiezan con toda clase de chiflados.

De repente mister Sloane y la señorabajaron la escalera y montaron en suscaballos.

—Vamos —dijo mister Sloane aTom—, llegamos tarde. Tenemos queirnos —y a mí—. Dígale que no hemospodido esperar, por favor.

Tom y yo nos estrechamos la mano;con los otros intercambié un frío saludocon la cabeza, y desaparecieron al trote,camino abajo, entre el follaje de agosto,en el momento en que Gatsby salía porla puerta principal con el sombrero y unabrigo ligero en la mano.

A Tom lo perturbaba evidentemente queDaisy saliera sola, y el sábado siguiente,por la noche, la acompañó a la fiesta deGatsby. Puede que su presencia le dierauna especial sensación de opresión a lavelada: aquella fiesta la recuerdo entretodas las que Gatsby dio aquel verano.

Había la misma gente, o por lo menos elmismo tipo de gente, la mismaabundancia de champagne, el mismobullicio de voces y colores, pero yopercibía algo desagradable en el aire,una aspereza en todo que antes noexistía. O puede que simplemente mehubiera acostumbrado a aceptar WestEgg como un mundo completo en símismo, con sus propias normas y suspropias grandes figuras, no inferior anada porque no tenía conciencia deserlo, y ahora lo estaba viendo denuevo, a través de los ojos de Daisy. Esinevitablemente triste mirar con nuevosojos cosas a las que ya hemos aplicado

nuestra propia capacidad de enfoque.Llegaron al anochecer, y, mientras

paseábamos entre cientos de seresresplandecientes, la voz susurrante deDaisy hacía travesuras en su garganta.

—Estas cosas me emocionan tanto…—murmuró—. Si quieres besarmedurante la fiesta, Nick, dímelo y losolucionaré encantada. Basta con quepronuncies mi nombre. O con quepresentes una tarjeta verde. Voy arepartir tarje…

—Mirad a vuestro alrededor —sugirió Gatsby.

—Estoy mirando. Lo estoy pasandomaravillosa…

—Veréis en persona a mucha gentede la que habéis oído hablar.

La mirada arrogante de Tom sepaseó por la multitud.

—No salimos mucho —dijo—; dehecho estaba pensando que no conozco anadie.

—Quizá conozca a esa señora —Gatsby señalaba a una magnífica mujerorquídea, apenas humana, sentada condignidad regia bajo un ciruelo blanco.

Tom y Daisy la miraronsorprendidos, con esa peculiarsensación de irrealidad que nosacompaña cuando reconocemos a unacelebridad del cine, fantasmal hasta ese

momento.—Es preciosa —dijo Daisy.—El hombre que ahora se inclina

sobre ella es su director.Gatsby los llevó ceremoniosamente

de grupo en grupo:—Mistress Buchanan… y mister

Buchanan —después de vacilar unossegundos añadió—. El jugador de polo.

—No —protestó Tom—, yo no.Pero era evidente que el sonido de

aquellas palabras le había gustado aGatsby, y Tom siguió siendo «el jugadorde polo» toda la noche.

—Nunca había visto a tantascelebridades —exclamó Daisy—. Era

simpático ese hombre… ¿Cómo sellama? El de la nariz como azul.

Gatsby le dijo quién era y añadióque se trataba de un pequeño productor.

—Bueno, pues me cae simpático detodas formas.

—Casi preferiría no ser el jugadorde polo —dijo Tom, contento—. Megustaría ver a toda esa gente famosa…de incógnito.

Daisy y Gatsby bailaron. Recuerdoque me sorprendió la manera graciosa,conservadora, con que Gatsby bailaba elfox-trot: nunca lo había visto bailar. Yluego fueron dando un paseo hasta micasa y pasaron media hora sentados en

los escalones, mientras que, por deseode Daisy, yo vigilaba en el jardín. «Porsi hay un incendio o una inundación», meexplicó, «o en caso de fuerza mayor».

Tom salió de su incógnito cuando lostres nos sentábamos a cenar.

—¿Os importa que cene con aquellagente de allí? —dijo—. Un tipo estácontando cosas muy divertidas.

—Adelante, ve —respondió Daisy,feliz—, y si quieres apuntar algunadirección, aquí tienes mi lápiz de oro.

Un momento después se volvió amirar y me dijo que la chica era «vulgarpero bonita», y me di cuenta de que,aparte de la media hora a solas con

Gatsby, no lo estaba pasando bien.Compartíamos mesa con un grupo

especialmente borracho. La culpa eramía. A Gatsby lo habían llamado porteléfono, y yo lo había pasado bien conaquella gente hacía sólo dos semanas.Pero lo que entonces me había divertido,ahora se envenenaba en el aire.

—¿Cómo está, miss Baedeker?La chica a la que le hablaban

intentaba sin éxito recostarse en mihombro. Al oír la pregunta, se pusoderecha y abrió los ojos.

—¿Cómo?Una mujer imponente y letárgica, que

le había estado pidiendo a Daisy que

jugara al golf con ella al día siguiente enel club local, asumió la defensa de missBaedeker.

—Ya está perfectamente. En cuantose toma cinco o seis cócteles se ponesiempre a gritar de esa forma. Le hedicho que debería dejarlo.

—Lo he dejado —afirmó la acusadacon voz cavernosa.

—La hemos oído gritar, así que ledije al doctor Civet, aquí presente: «Hayalguien que necesita su ayuda, doctor».

—Y ella le está muy agradecida,estoy segura —dijo otra de las amigas,sin la menor gratitud—, pero usted le hamojado todo el vestido cuando le ha

metido la cabeza en el estanque.—Si hay algo que no soporto es

meter la cabeza en un estanque —musitómiss Baedeker—. Estuvieron a punto deahogarme en Nueva Jersey.

—Ya ve que debería dejarlo —replicó el doctor Civet.

—¡Mira quién habla! —gritó conviolencia miss Baedeker—. ¡Letiemblan las manos! ¡Nunca dejaría queusted me operara!

Así estaba la cosa. Casi lo últimoque recuerdo es que fui con Daisy amirar al director de cine y a su estrella.Seguían bajo el ciruelo blanco y entresus caras, que se rozaban, sólo había un

rayo de luna pálido y delgadísimo. Seme ocurrió que el director se había idoinclinando muy despacio sobre laestrella toda la noche hasta alcanzar estaproximidad, y entonces, mientras losmiraba, vi que descendía un últimogrado y la besaba en la mejilla.

—Me gusta —dijo Daisy—. Meparece preciosa.

Pero todo lo demás la ofendía, y sindiscusión, porque no se trataba de unapose, sino de un sentimiento. Lerepugnaba West Egg, esa «sucursal» sinprecedentes que Broadway habíaengendrado en una aldea de pescadoresde Long Island: le repugnaba su vigor

obsceno, que pujaba impaciente bajo losviejos eufemismos, y le repugnaba eldestino desvergonzado que habíareunido a sus habitantes en aquel atajoentre la nada y la nada. Veía algoterrible en aquella simplicidad que nopodía entender.

Me senté en los escalones de laentrada mientras esperaban el coche.Estábamos a oscuras: sólo la puertailuminada proyectaba unos metroscuadrados de luz sobre el amanecertenebroso y suave. A veces una sombrase movía detrás de la persiana de uno delos vestidores de arriba, dejaba paso aotra sombra, a una incierta procesión de

sombras, que se pintaban los labios y seempolvaban ante un espejo invisible.

—Pero ¿ese Gatsby quién es? —soltó Tom de repente—. ¿Un traficantede licores a lo grande?

—¿Dónde has oído eso? —pregunté.—No lo he oído. Me lo he

imaginado. Casi todos estos nuevosricos son traficantes a lo grande, yasabes.

—Gatsby no —respondíescuetamente.

Tom guardó silencio un instante. Lagrava del camino crujía bajo sus pies.

—Bueno, debe de haberle costado losuyo montar este zoológico.

La brisa agitó la neblina gris delcuello de piel de Daisy.

—Por lo menos son más interesantesque la gente que conocemos —dijo conesfuerzo.

—Tú no demostrabas demasiadointerés —respondió Tom.

—Pues lo tenía.Tom se rió y se volvió hacia mí.—¿Te diste cuenta de la cara de

Daisy cuando esa chica le pidió que laduchara con agua fría?

Daisy empezó a cantar, a acompañarla música con un susurro rítmico yronco, y de cada palabra extraía unsignificado que nunca había tenido y que

jamás volvería a tener. Cuando lamelodía subió unos tonos, la voz se lequebró suavemente al seguirla, comosuele ocurrirles a las voces de contralto,y cada cambio derramaba en el aire unpoco de su magia humana y cálida.

—Viene mucha gente que no ha sidoinvitada —dijo de pronto—. Esa chicano estaba invitada. Se cuelan, y él esdemasiado educado para protestar.

—Me gustaría saber quién es y quéhace —insistió Tom—. Y creo que mevoy a preocupar de descubrirlo.

—Te lo digo yo ahora mismo —contestó Daisy—. Es dueño de variosdrugstores, de muchos drugstores. Los

ha montado él.La limusina tan esperada subía ya

por el camino.—Buenas noches, Nick —dijo

Daisy.Su mirada me abandonó para buscar

lo más alto de la escalinata iluminada,donde Las tres de la mañana[19], un valstriste, estupendo e insignificante deaquel año salía por la puerta abierta.Después de todo, el azar de las fiestasde Gatsby entrañaba posibilidadesrománticas totalmente desconocidas ensu mundo. ¿Qué había en aquellacanción que parecía llamarla, pedirleque volviera a entrar en la casa? ¿Qué

pasaría ahora, en las horas turbias eimprevisibles? Quizá se presentaraalgún invitado increíble, una personainfinitamente rara ante la quemaravillarse, alguna chica radiante deverdad, que con una sola mirada aGatsby, en un encuentro mágico einstantáneo, aniquilaría aquellos cincoaños de devoción inquebrantable.

Aquella noche me quedé hasta muytarde. Gatsby me pidió que esperara aque lo dejaran libre, y vagabundeé porel jardín hasta que el inevitable grupo debañistas, helado y exaltado, llegócorriendo de la playa a oscuras, hastaque en la planta de arriba se apagaron

las luces de las habitaciones parainvitados. Cuando Gatsby bajó por finlas escaleras, tenía la piel bronceadamás tensa que nunca, y los ojosbrillantes y cansados.

—No le ha gustado nada —dijoinmediatamente.

—Claro que le ha gustado.—No le ha gustado nada —insistió

—. No se lo ha pasado bien.Calló, y me imaginé su desaliento

indecible.—Me siento muy lejos de ella —

dijo—. Es difícil hacérselo entender.—¿Te refieres al baile?—¿El baile? —liquidó todos los

bailes que había organizado con unchasquido de dedos—. Compañero, elbaile no tiene importancia.

Quería, nada menos, que Daisy fueraa Tom y le dijera: «Nunca te hequerido». Cuando ella hubiera borradocuatro años con esa frase, decidirían lasmedidas más prácticas que debíantomar. Una era que, en cuanto Daisyfuera libre, volverían a Louisville y secasarían, saliendo de la casa de lanovia, tal como si fuera cinco añosantes.

—Y ella no lo entiende —dijoGatsby—. Antes lo entendía todo.Pasábamos horas y horas…

Se interrumpió y empezó a pasear,arriba y abajo, por un sendero desoladode cáscaras de fruta, favores negados yflores aplastadas.

—Yo no le pediría demasiado —meatreví a decirle—. No podemos repetirel pasado.

—¿No podemos repetir el pasado?—exclamó, incrédulo—. ¡Claro quepodemos!

Miró a todas partes, frenético, comosi el pasado se escondiera entre lassombras de la casa, casi al alcance de lamano.

—Voy a devolver cada cosa a susitio, tal como estaba antes —dijo, y

asintió con la cabeza, muy decidido—.Daisy lo verá.

Habló mucho del pasado, y llegué ala conclusión de que quería recuperaralgo, cierta idea de sí mismo, quizá, quedependía de su amor a Daisy. Habíallevado desde entonces una vida confusay desordenada, pero si podía volver alpunto de partida y revisarlo tododespacio, descubriría qué era lo quebuscaba.

… Una noche de otoño, cinco añosantes, paseaban por la calle, y caían lashojas, y llegaron a un sitio donde no

había árboles y la acera era blanca a laluz de la luna. Se pararon allí y semiraron. Ya hacía frío y la noche teníaesa emoción misteriosa que se siente enlos cambios de estación. Las lucessilenciosas de las casas vibraban en laoscuridad y había un temblor, unaagitación entre las estrellas. De reojovio Gatsby que los adoquines de laacera formaban un camino que seelevaba hasta un lugar secreto, más alláde las copas de los árboles. Si subíasolo, lo subiría, y una vez arriba podríamamar de la ubre de la vida, tragar laleche incomparable de la maravilla.

Su corazón latía cada vez más

deprisa mientras la cara blanca de Daisyse acercaba a la suya. Sabía que, cuandobesara a aquella chica y uniera parasiempre sus visiones inexpresables a sualiento perecedero, su mente no volveríajamás a volar como la mente de Dios.Así que esperó, y oyó unos segundosmás el diapasón que acababa de golpearcontra una estrella. Luego la besó. Y, alroce de sus labios, ella se abrió comouna flor y la encarnación fue completa.

Todo lo que dijo, incluido suespantoso sentimentalismo, merecordaba algo: un ritmo esquivo, unfragmento de palabras olvidadas quehabía oído no sé dónde, hacía mucho.

Una frase trató de tomar forma en miboca y mis labios se abrieron como losde un mudo, como si se les resistieraalgo más que un asustado soplo de aire.Pero no emitieron ningún sonido, y loque había estado a punto de recordar seconvirtió en incomunicable parasiempre.

U

7

n sábado por la noche, cuando lacuriosidad sobre Gatsby había

llegado al máximo, no se encendieronlas luces de su casa y, de modo tanoscuro como había empezado, acabó sucarrera como Trimalción[20]. Sólo pocoa poco me di cuenta de que losautomóviles que con expectacióntomaban la curva en el camino deentrada apenas se detenían un instante yluego se alejaban disgustados.

Preguntándome si no estaría enfermo, meacerqué a informarme. Un mayordomocon cara de indeseable y a quien noconocía me miró desde la puerta conaire torvo y desconfiado.

—¿Está enfermo mister Gatsby?—De eso nada —después de una

pausa, resistiéndose y a regañadientes,añadió «señor».

—No lo veo por aquí, y estabapreocupado. Dígale que ha venidomister Carraway.

—¿Quién? —preguntó, grosero.—Carraway.—Carraway. Muy bien, se lo diré.Y sin más pegó un portazo.

Mi finlandesa me informó de queGatsby había despedido a todos loscriados de la casa hacía una semana ylos había sustituido por otros, que noiban ya al West Egg Village a que lostenderos los sobornaran, sino que hacíanpor teléfono pedidos muy moderados. Elchico de la tienda de comestiblescontaba que la cocina parecía unapocilga, y en el pueblo se habíageneralizado la opinión de que losrecién llegados no eran criados enabsoluto.

Al día siguiente Gatsby me llamópor teléfono.

—¿Te vas? —le pregunté.

—No, compañero.—Me han dicho que has despedido

al servicio.—Necesitaba a gente que no

anduviera con chismes. Daisy viene muya menudo… por las tardes.

Así que todo el caravanserrallo sehabía venido abajo como un castillo denaipes por una mirada de desaprobaciónde Daisy.

—Son gente a la que Wolfshiemquería ayudar. Son todos hermanos yhermanas. Llevaban un pequeño hotel.

—Ya.Daisy le había pedido que me

llamara: ¿podía ir a comer mañana a

casa de los Buchanan? Miss Bakertambién estaría allí. Media hora mástarde me llamó la propia Daisy ypareció aliviada cuando supo que iría.Algo iba a pasar, y, sin embargo, nocreía que eligieran aquella ocasión paramontar una escena: especialmente laescena horrorosa que Gatsby habíaensayado en el jardín.

El día siguiente fue abrasador, casi elúltimo del verano y sin duda el máscaluroso. Cuando mi tren emergió deltúnel, a la luz del sol, sólo la cálidasirena de la National Biscuit Company

rompía el silencio hirviente delmediodía. Los asientos del tren seacercaban al punto de ignición; la mujerde al lado manchaba delicadamente desudor su blusa blanca y luego, cuando elperiódico se humedeció al tacto de susdedos, se abandonó al calorinsoportable con desesperación y unquejido desolado. El bolso se le cayó alsuelo.

—¡Dios mío! —suspiró.Lo recogí con una inclinación

cansada y se lo devolví, sujetándolo poruna esquina, por la punta, y alargando elbrazo, para dejar claro que mi gesto noescondía segundas intenciones, pero

todos los que estaban cerca, incluida lamujer, sospecharon de mí lo mismo.

—¡Qué calor! —decía el revisorante las caras que le resultabanconocidas—. ¡Qué tiempo! Qué calor,qué calor. ¿Les parece poco? ¿No tienencalor?

Me devolvió el bono del tren conuna mancha oscura que había dejado sumano. ¿Cómo podía importarle a nadie,con semejante calor, qué labios febrilesbesaba, o qué cabeza le humedecía elbolsillo del pijama, sobre el corazón?

Pero en el vestíbulo de la casa delos Buchanan soplaba una brisa suave,que llevó el sonido del teléfono hasta la

puerta, donde esperábamos Gatsby y yo.—¡El cadáver del señor! —rugió el

mayordomo al aparato—. Lo lamento,señora, pero no se lo podemos entregar.¡Está demasiado caliente para tocarlo enpleno mediodía!

Lo que de verdad dijo fue:—Sí. Sí. Voy a ver.Colgó y se acercó a nosotros,

brillando de sudor, para coger nuestrossombreros de paja.

—¡Madame les espera en el salón!—gritó y, sin necesidad, nos señaló elcamino.

Con aquel calor cada gesto superfluoera una ofensa contra las normales

reservas de vida.La habitación, a la sombra de los

toldos, era oscura y fresca. Daisy yJordan estaban echadas en un sofáenorme, como ídolos de plata que con supeso sujetaran sus vestidos blancosfrente a la brisa cantarina de losventiladores.

—No podemos movernos —dijeronal unísono.

Los dedos de Jordan, con polvosblanqueadores sobre el bronceado,descansaron un momento en los míos.

—¿Y mister Tom Buchanan, elatleta? —pregunté.

Simultáneamente oí la voz de Tom,

malhumorada, apagada, ronca, en elteléfono del vestíbulo.

Gatsby, de pie en el centro de laalfombra carmesí, miraba todo con ojosfascinados. Daisy, observándolo, se rió,con su risa dulce y excitante: una ráfagamínima de polvos rosa se alzó de supecho.

—Corre el rumor —murmuró Jordan— de que la que está al teléfono es lachica de Tom.

Guardamos silencio. La voz delvestíbulo se elevó irritada:

—Muy bien, entonces. No le vendoel coche, de ninguna forma… No tengoningún compromiso con usted… ¡Y no

tolero, de ninguna forma, que memoleste a la hora de comer!

—Tiene tapado el micrófono delteléfono —dijo Daisy cínicamente.

—No —le aseguré—. Estánegociando de verdad. Conozco elasunto.

Tom abrió de golpe la puerta, labloqueó unos segundos con su cuerpoabundante y entró atropelladamente en lahabitación.

—¡Mister Gatsby! —le tendió lamano, ancha y abierta, con fastidio biendisimulado—. Me alegro de verlo…Nick…

—Prepáranos algo frío para beber

—ordenó Daisy.Se levantó cuando Tom salió de la

habitación, se acercó a Gatsby, le hizoinclinar la cabeza y lo besó en la boca.

—Sabes que te quiero —murmuró.—Olvidas que hay una señora

presente —dijo Jordan.Daisy miró a su alrededor,

dubitativa.—Besa tú a Nick.—¡Qué chica tan grosera y tan

vulgar!—¡No me importa! —gritó Daisy y

se puso a bailotear sobre los ladrillosde la chimenea.

Luego se acordó del calor y se sentó

en el sofá con aire de culpa en elinstante en que una niñera muy limpia yrecién planchada entró en la habitacióncon una niña.

—¡Ben-di-ta pre-cio-si-dad! —tarareó Daisy, tendiéndole los brazos—.Ven con tu madre que te adora.

La niña, libre de la niñera, atravesócorriendo la habitación y se cogiótímidamente del vestido de su madre.

—¡Mi bendita preciosidad! ¿Te hallenado mamá de polvos tu preciosopelo rubio? Ponte derecha y di: ¿Cómoestáis?

Gatsby y yo nos inclinamos a cogerla mano pequeñísima y reacia. Después

Gatsby siguió mirando a la niña consorpresa. Pienso que hasta entonces nohabía creído de verdad en su existencia.

—Me he vestido para la comida —dijo la niña, volviéndose hacia Daisycon impaciencia.

—Porque tu madre quería presumirde ti —la cara de Daisy se acercó a laúnica arruga del pequeño cuello blanco—. Eres un sueño, eres un sueño muypequeño.

—Sí —admitió la niña, tranquila—.También la tía Jordan lleva un vestidoblanco.

—¿Qué te parecen los amigos demamá? —Daisy le dio la vuelta para que

mirara a Gatsby—. ¿Crees que songuapos?

—¿Dónde está papá?—No se parece a su padre —

explicó Daisy—. Se parece a mí. Tienemi pelo y la forma de mi cara.

Daisy se retrepó en el sofá. Laniñera dio un paso y tendió la manohacia la niña.

—Vamos, Pammy.—¡Adiós, tesoro!Volviéndose a mirar, la niña, reacia,

muy bien educada, cogió la mano de laniñera, que se la llevó, en el momento enque Tom volvía con cuatro ginebras consoda y zumo de lima que tintineaban

llenas de hielo.Gatsby cogió su vaso.—Parecen fríos de verdad —dijo,

visiblemente tenso.Dimos tragos largos y ávidos.—He leído no sé dónde que el sol se

calienta más cada año —dijo Tom, muysimpático—. Parece que muy pronto latierra caerá en el sol, o, esperad unmomento, no, es exactamente al revés: elsol se enfría más cada año. Venga —lesugirió a Gatsby—. Me gustaría queviera la casa.

Salí con ellos a la galería. Sobre elestrecho, verde, estancado en el calor,una vela minúscula se deslizaba muy

despacio hacia aguas más frías. Los ojosde Gatsby la siguieron un momento;levantó la mano y señaló la otra orillade la bahía.

—Vivo exactamente enfrente de sucasa.

—Ya.Miramos más allá de los macizos de

rosas y el césped caliente y los desechosde algas que dejaban a lo largo de lacosta los días irrespirables. Las alas delbarco se movían despacio contra ellímite frío y azul del cielo. Antenosotros se extendía el océano onduladoy las islas benditas y abundantes.

—Eso sí que es deporte —dijo Tom,

asintiendo con la cabeza—. Me gustaríapasar una hora en ese barco.

Almorzamos en el comedor, ensombra, contra el calor, y bebimosalegría nerviosa con la cerveza fría.

—¿Qué vamos a hacer esta tarde? —exclamó Daisy—. ¿Y mañana, y en lospróximos treinta años?[21]

—No seas morbosa —dijo Jordan—. La vida vuelve a empezar cuandorefresca en otoño.

—Pero hace tanto calor —insistióDaisy, al borde de las lágrimas— y estodo tan confuso… ¡Vámonos a laciudad!

Su voz luchaba y se estrellaba contra

el calor, dándole forma a la falta desentido de aquel clima.

—Tengo noticia de cuadrasconvertidas en garajes —le decía Tom aGatsby—, pero soy el primero que haconvertido un garaje en una cuadra.

—¿Quién quiere ir a la ciudad? —preguntó Daisy insistentemente. Lamirada de Gatsby voló hacia ella—. Ah—exclamó Daisy—, parece que notienes calor.

Sus ojos se encontraron y los dos semiraron, solos en el espacio. Conesfuerzo, Daisy bajó la vista hacia lamesa.

—Parece que nunca tienes calor —

repitió.Le había dicho que lo quería, y Tom

Buchanan lo vio. Estaba atónito. Se leentreabrió la boca, y miró a Gatsby, yluego a Daisy, como si acabara dereconocer a una amiga de hacía muchotiempo.

—Te pareces al hombre del anuncio—continúo Daisy con inocencia—. Yasabes, el anuncio del hombre…

—Muy bien —la interrumpió Tominmediatamente—. Estoy dispuesto a ir ala ciudad, por supuesto. Venga, nosvamos todos a la ciudad.

Se levantó, y sus ojosrelampagueaban entre Gatsby y su mujer.

Nadie se movió.—¡Venga! —estaba empezando a

perder la paciencia—. ¿Qué pasa ahora?Si vamos a ir a la ciudad, ¡en marcha!

La mano, que le temblaba por elesfuerzo de controlarse, le acercó a loslabios los restos del vaso de cerveza. Lavoz de Daisy nos obligó a levantarnos ya salir al incandescente camino degrava.

—¿Ya nos vamos? —objetó—.¿Así? ¿No podemos ni fumarnos uncigarrillo antes?

—Todo el mundo ha fumado en lacomida.

—Ay, vamos a divertirnos —

imploró Daisy—. Hace demasiado calorpara pelearse.

Tom no respondió.—Lo que tú mandes —dijo Daisy—.

Vamos, Jordan.Subieron a arreglarse mientras los

tres hombres arrastrábamos los pies porlas piedras calientes. La curva plateadade la luna flotaba ya en el cielo, aloeste. Gatsby fue a hablar y cambió deidea, pero no antes de que Tom sevolviera a mirarlo, expectante.

—¿Tiene aquí las cuadras? —preguntó Gatsby, haciendo un esfuerzo.

—A unos cuatrocientos metroscarretera abajo.

—Ah.Pausa.—No entiendo la idea de ir a la

ciudad —saltó, feroz, Tom—. Lasmujeres tienen unas ocurrencias…

—¿Nos llevamos algo para beber?—preguntó Daisy desde una ventana dela planta de arriba.

—Voy a coger whisky —respondióTom.

Entró en la casa.Gatsby se volvió hacia mí, rígido.—No puedo hablar en casa del

marido, compañero.—Daisy tiene una voz indiscreta —

señalé—. Está llena de… —dudé.

—Es una voz llena de dinero —dijoGatsby de repente.

Así era. No lo había entendido hastaentonces. Llena de dinero: ése era elencanto inagotable que subía y bajaba enaquella voz, su tintineo, su canción decímbalos y campanillas… En la cumbrede un palacio blanco la hija del rey, lachica de oro…

Tom salió de la casa con una botellaenvuelta en una toalla, seguido de Daisyy Jordan, que se habían puesto unossombreritos de un tejido metálico yllevaban en el brazo unas capas ligeras.

—¿Vamos todos en mi coche? —sugirió Gatsby. Palpó el asiento de piel

verde, muy caliente—. Debería haberlodejado a la sombra.

—¿El cambio de marchas esnormal? —preguntó Tom.

—Sí.—Entonces coja mi cupé y déjeme

que conduzca su coche hasta la ciudad.A Gatsby no le gustó la sugerencia.—Creo que no tiene suficiente

gasolina.—Hay de sobra —dijo Tom,

impetuoso. Miró el indicador—. Y si seacaba, puedo parar en un drugstore. Hoydía puedes comprar cualquier cosa en undrugstore.

Un silencio siguió a esta

observación, aparentemente sinsegundas intenciones. Daisy miró a Tomfrunciendo las cejas, y una expresiónindefinible, a la vez irremediablementeextraña y vagamente reconocible, comosi yo sólo hubiera oído las palabras quela describían, pasó par la cara deGatsby.

—Vamos, Daisy —dijo Tom,empujándola hacia el coche de Gatsby—. Te llevaré en este carromato decirco.

Abrió la puerta, pero Daisy eludió elcírculo de su brazo.

—Lleva a Nick y Jordan. Nosotroste seguiremos en el cupé.

Se acercó a Gatsby y le tocó lachaqueta. Jordan, Tom y yo nos sentamosen el coche de Gatsby, los tres delante.Tom tanteó el embrague y la palanca decambios que no conocía y salimosdisparados hacia el calor oprimente,perdiendo de vista a los que quedabanatrás.

—¿Os habéis fijado? —preguntóTom.

—¿En qué?Me miró con intensidad, dándose

cuenta de que Jordan y yo lo sabíamostodo.

—Creéis que soy imbécil, ¿no? —sugirió—. A lo mejor lo soy, pero

tengo… A veces tengo un instintoespecial que me dice lo que debo hacer.Puede que no lo creáis, pero laciencia…

Calló. La situación de emergenciainmediata se le impuso, apartándolo delborde del abismo teórico.

—He hecho una pequeñainvestigación sobre el tipo ese —continuó—. Y, si hubiera sabido, habríaprofundizado más.

—¿Quieres decir que has ido a unamédium? —preguntó Jordan de broma.

—¿Cómo? —nos miraba confundidomientras reíamos—. ¿Una médium?

—A preguntarle por Gatsby.

—¡Gatsby! No, no he ido. He dichoque he hecho una pequeña investigaciónsobre su pasado.

—Y has descubierto que estudió enOxford —dijo Jordan, colaborando.

—¡Oxford! —exclamó, incrédulo—.¡Qué estupidez! ¡Y lleva un traje rosa!

—Pero ha estudiado en Oxford.—En Oxford, Nuevo México —Tom

lanzó un bufido de desprecio—, o enalgún sitio por el estilo.

—Dime, Tom. Si eres tan esnob,¿por qué lo has invitado a comer? —preguntó Jordan de mal humor.

—Lo ha invitado Daisy: lo conocióantes de casarnos. ¡Dios sabe dónde!

Ahora los tres estábamos irritablesporque pasaban los efectos de lacerveza y, dándonos cuenta, viajamos unrato en silencio. Cuando aparecieron alfondo de la carretera los ojosdescoloridos del doctor T. J. Eckleburg,recordé el aviso de Gatsby sobre lagasolina.

—Tenemos suficiente para llegar ala ciudad —dijo Tom.

—Pero hay ahí mismo una estaciónde servicio —objetó Jordan—. Noquiero quedarme parada en este horno.

Tom, impaciente, usó los dos frenosa la vez y nos deslizamos hasta un rincónárido y polvoriento bajo el letrero

donde se leía Wilson. Al cabo de unossegundos el propietario surgió delinterior del garaje y lanzó una miradavacía al coche.

—¡Gasolina! —gritó Tom, brutal—.¿Para qué cree que hemos parado? ¿Paraadmirar el paisaje?

—Estoy enfermo —dijo Wilson sinmoverse—. Llevo enfermo todo el día.

—¿Qué le pasa?—Estoy agotado.—Bueno, ¿me sirvo yo? —preguntó

Tom—. Por teléfono parecía estarperfectamente.

Wilson dejó con esfuerzo la sombray el apoyo de la puerta y, respirando con

dificultad, quitó el tapón del depósito. Ala luz del sol tenía la cara verde.

—No era mi intención molestarlodurante el almuerzo —dijo—. Peronecesito dinero rápido y quería saberqué piensa hacer con su coche viejo.

—¿Le gusta éste? —preguntó Tom—. Lo compré la semana pasada.

—Es estupendo, amarillo —dijoWilson, mientras se afanaba con lamanivela del surtidor.

—¿Quiere comprarlo?—Es demasiado —Wilson sonrió

débilmente—. No, pero al otro podríasacarle algún dinero.

—¿Y para qué necesita dinero con

tanta urgencia?—Llevo aquí demasiado tiempo.

Quiero irme. Mi mujer y yo queremosirnos al Oeste.

—Su mujer quiere irse —exclamóTom, muy sorprendido.

—Lleva hablando de eso diez años—se apoyó un instante en el surtidor,protegiéndose los ojos del sol—. Yahora se va a ir quiera o no quiera. Mela pienso llevar.

El cupé nos pasó a toda velocidadcon un torbellino de polvo y el centelleode una mano que saludó.

—¿Cuánto le debo? —preguntó Tomcon voz desagradable.

—He notado algo raro estos últimosdías —señaló Wilson—. Por eso mequiero ir. Y por eso lo he molestado conlo del coche.

—¿Cuánto le debo?—Un dólar veinte.El calor despiadado empezaba a

aturdirme y me sentí mal unos segundoshasta que comprendí que Wilson nosospechaba de Tom. Había descubiertoque Myrtle llevaba algún tipo de vida almargen del matrimonio, en otro mundo, yel golpe lo había puesto físicamenteenfermo. Miré a Wilson y luego a Tom,que había hecho un descubrimientoparalelo una hora antes, y se me ocurrió

que no existe diferencia entre loshombres, ni de inteligencia ni de raza,tan profunda como la diferencia entrelos enfermos y los sanos. Wilson estabatan enfermo que parecía culpable,imperdonablemente culpable, como siacabara de dejar embarazada a unapobre chica.

—Le venderé el coche —dijo Tom—. Se lo mandaré mañana por la tarde.

Aquel sitio tenía siempre algoinquietante, incluso a la luz clara de latarde, y volví la cabeza como si mehubieran avisado de que algo acechaba ami espalda. Sobre los montones deceniza los ojos gigantescos del doctor T.

J. Eckleburg seguían vigilantes, pero, alcabo de un momento, me di cuenta deque otros ojos nos miraban con especialintensidad a menos de seis metros dedistancia.

En una de las ventanas de la plantasuperior del garaje las cortinas sehabían movido, entreabriéndose, yMyrtle Wilson miraba hacia el coche.Estaba tan absorta que no era conscientede que la observaban, y una emocióntras otra aparecían en su cara comoobjetos en una foto que se va revelandodespacio. Su expresión era curiosamentefamiliar: era una expresión que yo habíavisto muchas veces en caras de mujeres,

pero que en la cara de Myrtle parecíagratuita e inexplicable hasta quedescubrí que sus ojos, de par en par porel terror de los celos, no se clavaban enTom, sino en Jordan Baker, a la quehabía tomado por su mujer.

No hay confusión parecida a laconfusión de una mente simple y,mientras nos alejábamos, Tom sentía loslatigazos del pánico. Su mujer y suamante, hasta hacía una hora seguras ysin mancha, escapaban precipitadamentede su control. El instinto lo llevaba apisar el acelerador con el doble

propósito de adelantar a Daisy y dejaratrás a Wilson, y corrimos hacia Astoriaa ochenta kilómetros por hora hasta que,entre los pilares como patas de arañadel tren elevado, vimos el cupé azul quecirculaba sin prisa.

—Los cines grandes de la calleCincuenta están refrigerados —sugirióJordan—. Me encanta Nueva York en lastardes de verano cuando no hay nadie.Tienen algo muy sensual, como de frutamadura, como si fueran a caernos en lasmanos todo tipo de frutas exóticas.

La palabra «sensual» tuvo el efectode inquietar aún más a Tom, pero antesde que pudiera inventar una protesta el

cupé se detuvo, y Daisy nos indicó queparáramos a su lado.

—¿Adónde vamos? —gritó.—¿Nos metemos en un cine?—Hace demasiado calor —se quejó

Daisy—. Meteos vosotros. Nosotrosdaremos una vuelta y luego os veremos—con un esfuerzo su ingenio levantóligeramente el vuelo—. Nosencontraremos en cualquier esquina. Yoseré el hombre que esté fumando doscigarrillos.

—Aquí no podemos hablarlo —dijoTom con impaciencia, y en ese momento,detrás de nosotros, un camión pitóirritado—. Seguidme hasta la zona sur

de Central Park, frente al Plaza.Varias veces Tom se volvió a mirar

su coche, y cuando el tráfico losobligaba a rezagarse disminuía lavelocidad hasta que volvía a verlos.Creo que temía que tomaran una callelateral y salieran de su vida parasiempre.

Pero no lo hicieron. Y todosacabamos dando un paso mucho menosexplicable: alquilamos el salón de unasuite en el Hotel Plaza.

Se me ha olvidado la larga ytumultuosa discusión que acabóreuniéndonos en aquella habitación,aunque conservo un recuerdo físico y

claro de que, en el curso del debate, loscalzoncillos insistían en trepar por mispiernas como una serpiente y de quegotas frías de sudor me corríanintermitentemente por la espalda. Laidea nació de la sugerencia de Daisy deque alquiláramos cinco cuartos de bañoy tomáramos baños fríos, y luego asumióla forma más tangible de «buscar unsitio donde bebernos un julepe dementa». Todos repetimos y repetimosque era «un disparate», y todoshablamos a la vez con un conserjeperplejo y pensamos, o fingimos pensar,que éramos muy divertidos…

En la habitación, muy amplia, hacía

un calor agobiante y, aunque eran ya lascuatro, al abrir las ventanas apenas sientró el soplo caliente de los árboles delparque. Daisy se acercó al espejo y,dándonos la espalda, se arregló el pelo.

—Es una suite muy chic —murmuróJordan muy seria, y todos nos reímos.

—Abrid otra ventana —ordenóDaisy, sin volverse.

—No hay más.—Muy bien, entonces pediremos por

teléfono un hacha.—Lo que hay que hacer es olvidar el

calor —dijo Tom impaciente—. Lomultiplicáis por diez protestando.

Desenvolvió de la toalla la botella

de whisky y la puso en la mesa.—¿Por qué no deja en paz a Daisy,

compañero? Es usted el que quería venira la ciudad.

Hubo un momento de silencio. Laguía de teléfonos se desprendió delclavo y se estrelló contra el suelo, yJordan murmuró «Perdónenme», peroesta vez no se rió nadie.

—Voy a cogerla —me ofrecí.—Ya le he cogido —Gatsby

examinó el cordel roto, soltó un «Hum»interrogativo y la dejó en una silla.

—Ésa es una de sus grandesexpresiones, ¿no? —dijo Tom, cortante.

—¿Cuál?

—Eso de «compañero». ¿De dóndela ha sacado?

—Préstame atención, Tom —dijoDaisy, dejando de mirarse al espejo—,si vas a hacer alusiones personales nome quedaré aquí ni un minuto. Llama ypide hielo para el julepe de menta.

Cuando Tom levantó el auricular elcalor comprimido estalló en sonidos yoímos los acordes portentosos de laMarcha nupcial de Mendelssohn,procedentes de la planta de abajo, delsalón de baile.

—Imaginaos casarse con este calor—dijo Jordan con tono sombrío.

—Calla, que yo me casé en pleno

mes de junio —recordó Daisy—.¡Louisville en junio! Uno se desmayó.¿Quién se desmayó, Tom?

—Biloxi —respondió, seco.—Uno que se llamaba Biloxi,

«Blocks» Biloxi, fabricante de cajas(esto es auténtico), y era de Biloxi, enTennessee.

—Lo llevaron a mi casa —dijoJordan— porque vivíamos a dos pasosde la iglesia. Y se quedó tres semanas,hasta que papá le dijo que se fuera. Aldía siguiente papá murió —al cabo deunos segundos añadió—. No hayrelación entre las dos cosas.

—Yo conocía a un tal Bill Biloxi, de

Memphis —señalé.—Era su primo. Me contó toda la

historia de la familia antes de irse. Meregaló un putter de aluminio que usotodavía.

La música se había extinguidocuando empezó la ceremonia y en aquelmomento nos llegó por la ventana unalarga ovación, seguida por gritosintermitentes de «Sí, Sí, Sí», y, por fin,una explosión de jazz que marcó elcomienzo del baile.

—Nos estamos haciendo viejos —dijo Daisy—. Si fuéramos jóvenes, noslevantaríamos y nos pondríamos abailar.

—Acuérdate de Biloxi —la previnoJordan—. ¿Dónde lo conociste, Tom?

—¿Biloxi? —hizo un esfuerzo paraconcentrarse—. Yo no lo conocía. Eraamigo de Daisy.

—No —dijo Daisy—. Yo no lohabía visto en mi vida. Llegó en uno delos vagones alquilados.

—Bueno, él dijo que te conocía.Decía que se había criado en Louisville.Asa Bird nos lo trajo a última hora ypreguntó si teníamos sitio para él.

Jordan sonrió.—Probablemente quería volver a

casa de gorra. Me dijo que erapresidente de vuestro curso en Yale.

Tom y yo nos miramos sin entender.—¿Biloxi?—En primer lugar, no teníamos

presidente.El pie de Gatsby golpeaba

ritmicamente el suelo, nervioso, y Tomlo miró de repente.

—Por cierto, mister Gatsby, tengoentendido que es usted antiguo alumnode Oxford.

—No exactamente.—Sí, tengo entendido que fue a

Oxford.—Sí, fui a Oxford.Pausa. Y luego la voz de Tom,

incrédula e insultante.

—Debió de ser por la misma épocaen que Biloxi fue a New Haven.

Otra pausa. Un camarero llamó a lapuerta con menta y hielo picados pero nisu «gracias» ni la puerta que se cerrósuavemente rompieron el silencio.Aquel detalle extraordinario iba aaclararse por fin.

—Ya le he dicho que estuve enOxford.

—Lo he oído, pero me gustaríasaber cuándo.

—Fue en 1919. Sólo estuve cincomeses. Por eso no puedo considerarmeantiguo alumno de Oxford.

Tom echó un vistazo a su alrededor

para ver si, como un espejo,reflejábamos su incredulidad. Peronosotros mirábamos a Gatsby.

—Fue una oportunidad que se lesdio a algunos oficiales después delarmisticio —continuó—. Podíamos ir acualquier universidad de Inglaterra oFrancia.

Me dieron ganas de levantarme ydarle una palmada en la espalda. Sentíuno de esos renacimientos de absolutaconfianza en él que ya habíaexperimentado otras veces.

Daisy se levantó, sonriendodébilmente, y se acercó a la mesa.

—Abre el whisky, Tom —ordenó—.

Y te prepararé un julepe de menta.Luego no te sentirás tan estúpido…Dime cuánta menta te pongo.

—Espera un segundo —lainterrumpió Tom, violento—. Quierohacerle a mister Gatsby una preguntamás.

—Adelante —dijo Gatsby, muycorrecto.

—¿Qué tipo de conflicto está ustedintentando provocar en mi casa?

Por fin hablaban abiertamente yGatsby parecía satisfecho.

—No está provocando ningúnconflicto —Daisy miró condesesperación a uno y a otro—. Lo estás

provocando tú. Por favor, contrólate unpoco.

—¡Que me controle! —repitió Tom,incrédulo—. Supongo que la últimamoda es sentarte y dejar que un donNadie de No sé dónde enamore a tumujer. Bueno, si la idea es ésa, nocontéis conmigo… Hoy día se empiezapor despreciar la vida de familia y lainstitución familiar, y el siguiente pasoserá tirar todo por la borda y permitirlos matrimonios entre blancos y negros.

En la euforia de sus apasionadosdespropósitos, ya se veía defendiendosolo la última barrera de la civilización.

—Aquí todos somos blancos —

murmuró Jordan.—Sé que no resulto demasiado

simpático. No doy grandes fiestas.Supongo que tienes que convertir tu casaen una pocilga para tener amigos… en elmundo moderno.

Aunque me había puesto de malhumor —como todos—, sentíaverdaderas tentaciones de reírme cadavez que Tom abría la boca. Su transiciónde libertino a mojigato había sidoperfecta.

—Tengo algo que decirle,compañero —empezó Gatsby.

Pero Daisy le adivinó la intención.—¡Basta, por favor! —lo

interrumpió con un gesto de impotencia—. Por favor, vámonos a casa. ¿Por quéno nos vamos todos a casa?

—Es una buena idea —me levanté—. Vamos, Tom. A nadie le apetece unacopa.

—Quiero saber lo que mister Gatsbytiene que decirme.

—Su mujer no lo quiere —dijoGatsby—. Nunca lo ha querido. Mequiere a mí.

—¡Usted debe de estar loco! —exclamó Tom automáticamente.

Gatsby se puso en pie de un salto,tenso por la emoción.

—Nunca lo ha querido, ¿lo oye? —

gritó—. Sólo se casó con usted porqueyo era pobre y estaba cansada deesperarme. Fue un terrible error, pero ensu corazón nunca ha querido a nadie,sólo a mí.

En ese momento Jordan y yointentamos irnos, pero Tom y Gatsby,compitiendo en firmeza, insistieron enque nos quedáramos, como si ninguno delos dos tuviera nada que esconder yfuera un privilegio compartirindirectamente sus emociones.

—Siéntate, Daisy —Tom buscaba,sin éxito, un tono paternal—. ¿Qué hapasado? Quiero saberlo todo.

—Ya le he dicho lo que ha pasado

—dijo Gatsby—. Durante cinco años…Y usted no lo sabía.

Tom, cortante, se volvió haciaGatsby.

—¿Llevas cinco años viendo a estetipo?

—Viendo, no —dijo Gatsby—. No,no podíamos. Pero nos hemos queridodurante todo ese tiempo, compañero, yusted no lo sabía. A veces me reía —pero no había risa en sus ojos— alpensar que usted no lo sabía.

—Ah, eso es todo —Tom unió susdedos gordos como un sacerdote y seretrepó en el sillón—. ¡Está usted loco!—estalló—. No puedo hablar de lo que

pasó hace cinco años, porque entoncesyo no conocía a Daisy. Pero que mecondene si entiendo cómo pudo ustedacercarse a menos de un kilómetro deDaisy a no ser que llevara losultramarinos a la puerta de servicio.Todo lo demás es una maldita mentira.Daisy me quería cuando se casóconmigo y me sigue queriendo.

—No —dijo Gatsby, moviendo lacabeza.

—Me quiere, a pesar de todo. Elproblema es que a veces se le meten enla cabeza tonterías y no sabe lo que hace—Tom asintió como un sabio—. Y, loque es más, yo también quiero a Daisy.

De vez en cuando me pego una juerga yme porto como un idiota, pero vuelvosiempre y, en lo más profundo de micorazón, nunca he dejado de quererla.

—Eres repugnante —dijo Daisy. Sevolvió hacia mí, y su voz, descendiendouna octava, llenó la habitación deemoción y desprecio—. ¿No sabes porqué nos fuimos de Chicago? Measombra que no te hayan contado lahistoria de esa juerga.

Gatsby dio unos pasos y se puso a sulado.

—Daisy, todo eso ha terminado —dijo con pasión—. Ya no importa. Dilela verdad, que nunca lo has querido, y

todo habrá acabado para siempre.Daisy lo miró sin verlo.—Pero ¿cómo, cómo habría podido

quererlo?—Nunca lo has querido.Daisy dudó. Nos miró a Jordan y a

mí como suplicando, como si por fin sediera cuenta de lo que estaba haciendo,y como si nunca, durante todo aqueltiempo, hubiera tenido la menorintención de hacer nada. Pero ya estabahecho. Era demasiado tarde.

—Nunca lo he querido —dijo conevidente reticencia.

—¿Ni siquiera en Kapiolani? —preguntó Tom de repente.

—No.Del salón de baile, entre oleadas de

aire caliente, nos llegaban acordesapagados y sofocantes.

—¿Ni el día que te llevé en brazosdesde el Punch Bowl para que no se temojaran los zapatos, Daisy? —había unaternura ronca en su tono.

—Por favor, basta —la voz sonófría, pero el rencor había desaparecido.Miró a Gatsby—. Ya ves, Jay —dijo,pero le temblaba la mano cuando intentóencender un cigarrillo. De pronto tiró elcigarrillo y la cerilla encendida a laalfombra—. ¡Pides demasiado! —legritó a Gatsby—. Te quiero, ¿no es

suficiente? No puedo borrar el pasado—empezó a sollozar sin podercontenerse—. Lo he querido, perotambién te quería a ti.

Los ojos de Gatsby se abrieron y secerraron.

—¿También me querías a mí? —repitió.

—Incluso eso es mentira —dijo Tomdespiadadamente—. Ni siquiera sabía siusted seguía vivo. Hay cosas entre Daisyy yo que usted no conocerá jamás, cosasque ninguno de los dos olvidará nunca.

Las palabras parecían morder en elcuerpo de Gatsby.

—Quiero hablar a solas con Daisy

—insistió—. Ahora está demasiadoalterada…

—Ni siquiera a solas puedo decirque nunca he querido a Tom —admitióDaisy con la voz quebrada—. No seríaverdad.

—Por supuesto que no —convinoTom.

Daisy se volvió hacia su marido.—Como si eso te importara —dijo.—Por supuesto que me importa. Voy

a cuidar mejor de ti de ahora enadelante.

—No ha comprendido usted —dijoGatsby con una sombra de pánico—. Novolverá a cuidar de ella.

—¿No? —Tom abrió los ojos de paren par y se echó a reír. Ya no teníaproblemas para controlarse—. ¿Y esopor qué?

—Daisy va a dejarlo.—Tonterías.—Pues es verdad —dijo ella con

evidente esfuerzo.—¡Ella no va a dejarme! —las

palabras de Tom cayeron súbitamentesobre Gatsby—. Y, desde luego, no porun vulgar estafador que tendría querobar el anillo que le pusiera en el dedo.

—¡Esto es insoportable! —gritóDaisy—. ¡Vámonos, por favor!

—Porque ¿quién es usted a fin de

cuentas? —remató Tom—. Uno de lapandilla que rodea a Meyer Wolfshiem,por lo que he podido saber. Heinvestigado un poco en sus asuntos, ymañana seguiré.

—Puede hacer al respecto lo quecrea conveniente, compañero —dijoGatsby con serenidad.

—He descubierto lo que eran susdrugstores —se dirigió a nosotros,hablando muy rápido—. Él y eseWolfshiem compraron un montón dedrugstores en callejuelas de aquí y deChicago y se dedicaron a vender licorde contrabando. Ése es uno de sustrucos. Me pareció un contrabandista de

alcohol la primera vez que lo vi, y nome equivoqué demasiado.

—¿Y qué? —dijo Gatsby con muchacorrección—. Creo que a su amigoWalter Chase el orgullo no le impidióparticipar en el negocio.

—Y usted lo dejó en la estacada,¿no? Dejó que pasara un mes en lacárcel de Nueva Jersey. ¡Santo Dios!Tendría que oír lo que Walter dice deusted.

—Vino a nosotros sin un centavo. Sepuso muy contento de llevarse algúndinero, compañero.

—¡No me llame compañero! —gritóTom. Gatsby no dijo nada—. Walter

podría haberlos denunciado por elasunto de las apuestas, pero Wolfshiemle metió miedo para que cerrara la boca.

La cara de Gatsby había recuperadoesa expresión suya, extraña y, sinembargo, reconocible.

—El negocio de los drugstores sóloera calderilla —continuó Tom despacio—, pero ahora lleva entre manos algo delo que Walter no se atreve a hablarme.

Observé a Daisy, que clavaba losojos, aterrada, en Gatsby o en su marido,y a Jordan, que había empezado amantener en equilibrio sobre el mentónun objeto invisible pero absorbente.Luego me volví hacia Gatsby y me

asustó su expresión. Parecía —y lo digocon absoluto desprecio hacia lascalumnias que se oían en su jardín—haber matado a alguien. Por un momentola expresión de su cara habría podidoser descrita de ese modo fantástico.

Pasó ese momento, y Gatsby empezóa hablar con Daisy muy nervioso,negándolo todo, defendiendo su nombrede acusaciones que nadie había hecho.Pero a cada palabra ella ibarefugiándose más en sí misma, y Gatsbyse rindió, y sólo el sueño muerto siguiósu combate mientras la tarde sedesvanecía, tratando de alcanzar lo queya no era tangible, peleando sin fortuna

y sin desesperar, buscando la vozperdida al fondo de la habitación.

La voz volvió a suplicar que nosfuéramos.

—¡Por favor, Tom! No aguanto más.Sus ojos asustados decían que todo

su valor y todos sus propósitos, hubieransido los que hubieran sido, habíandesaparecido definitivamente.

—Volved a casa los dos, Daisy —dijo Tom—. En el coche de misterGatsby.

Daisy miró a Tom, alarmada, pero élinsistió con magnánimo desprecio:

—Adelante. No te molestará. Creoque se ha dado cuenta de que su flirteo

ridículo y presuntuoso se ha acabado.Se fueron, sin una palabra,

excluidos, convertidos en algoinsignificante, aislados, como fantasmas,al margen, incluso, de nuestra piedad.

Unos minutos después Tom selevantó y empezó a envolver en la toallala botella de whisky sin abrir.

—¿Queréis un trago? ¿Jordan?¿Nick?

No contesté.—¿Nick? —me preguntó otra vez.—¿Qué?—¿Quieres?—No. Acabo de acordarme de que

hoy es mi cumpleaños.

Cumplía treinta. Ante mí se extendíael camino portentoso y amenazador deuna nueva década.

Eran las siete cuando nos subimos en elcupé con Tom y salimos hacia LongIsland. Tom no paraba de hablar y reír,exultante, pero su voz nos parecía tanremota a Jordan y a mí como el clamarde los extraños en las aceras o elestrépito del tren elevado sobre nuestrascabezas. La compasión tiene sus límites,y nos alegrábamos de que las trágicasdiscusiones ajenas quedaran atrás y sedesvanecieran como las luces de la

ciudad. Treinta años: la promesa de unadécada de soledad, una lista menguantede solteros por conocer, una reservamenguante de entusiasmo, pelomenguante. Pero a mi lado estabaJordan, que, a diferencia de Daisy, erademasiado lista para arrastrar de unaépoca a otra sueños olvidados. Mientrasatravesábamos el puente en penumbra sucara se apoyó pálida y perezosa en lahombrera de mi chaqueta y la presióntranquilizadora de su mano fue calmandoel formidable golpe de los treinta años.

Así seguimos el viaje hacia lamuerte a través del atardecer, queempezaba a refrescar.

Michaelis, el joven griego que regentabael café que había junto a los montonesde cenizas, fue el principal testigo de lainvestigación. Se había dormido por elcalor hasta después de las cinco, luegohabía dado un paseo hasta el garaje yhabía encontrado a George Wilson,enfermo en su oficina, verdaderamenteenfermo, pálido como su pelodescolorido, y tiritando, temblando.Michaelis le aconsejó que se acostara,pero Wilson no quiso, diciendo que si lohacía perdería mucho dinero. Mientrassu vecino intentaba convencerlo, arribaestalló un violento alboroto.

—Tengo encerrada a mi mujer —explicó Wilson muy tranquilo—. Va aestar ahí hasta pasado mañana. Y ese díanos vamos.

Michaelis se quedó asombrado; eranvecinos desde hacía cuatro años, ynunca había creído a Wilson capaz dedecir algo como lo que acababa dedecir. Habitualmente era uno de esoshombres derrotados: cuando notrabajaba se quedaba sentado en unasilla, a la entrada, y miraba a la gente ya los coches que pasaban por lacarretera. Si alguien le hablaba, se reíasiempre de un modo agradable ycándido. Era de su mujer, no de sí

mismo.Y, como es natural, Michaelis intentó

averiguar qué había sucedido, peroWilson no decía una palabra y lanzabasobre su vecino extrañas miradasrecelosas y le preguntaba qué habíahecho a determinadas horasdeterminados días. Michaelis empezabaa sentirse molesto cuando pasaron unostrabajadores por la puerta camino delrestaurante y aprovechó la oportunidadpara irse, con la intención de volver mástarde. Pero no volvió. Cree que se leolvidó. Cuando volvió a salir, pocodespués de las siete, recordó laconversación porque oyó los gritos

indignados de mistress Wilson en laplanta baja del garaje.

—¡Pégame! —la oyó gritar—.¡Tírame al suelo y pégame, cobardeasqueroso, miserable!

Un momento después se lanzó a laoscuridad de la calle, agitando losbrazos y chillando, y antes de queMichaelis pudiera moverse de su puertatodo había terminado.

El «coche de la muerte», como lollamaron los periódicos, no paró; salióde la noche cada vez más cerrada,titubeó trágicamente un instante ydesapareció en la curva más próxima.Michaelis no estaba seguro del color: al

primer policía le dijo que era verdeclaro. Otro coche, que iba en dirección aNueva York, se detuvo casi cien metrosmás allá y su conductor se apresuró avolver donde Myrtle Wilson, después deperder la vida violentamente, habíaquedado de rodillas en la carretera ymezclaba su sangre espesa y oscura conel polvo.

Ese hombre y Michaelis llegaron losprimeros, pero cuando le rompieron yabrieron la blusa, todavía húmeda desudor, vieron que el pecho izquierdo,suelto, se movía como un colgajo, y noera necesario intentar oír los latidos delcorazón. La boca se le había abierto de

par en par, con las comisurasligeramente desgarradas, como si lehubiera resultado traumático liberar latremenda vitalidad que había acumuladodurante tanto tiempo.

Vimos a los tres o cuatroautomóviles y al grupo de gente cuandotodavía estábamos a cierta distancia.

—¡Un accidente! —dijo Tom—. Esoes bueno. Por fin Wilson tendrá algo detrabajo.

Disminuyó la velocidad, aunque aúnno tenía intención de detenerse, hastaque, más cerca, las caras enmudecidas yreconcentradas de la gente en la puertadel garaje lo obligaron a frenar

automáticamente.—Vamos a echar un vistazo —dijo,

inseguro—, sólo un vistazo.Tomé conciencia en ese momento de

un sonido sordo y quejumbroso quebrotaba sin cesar del garaje, un sonidoque, cuando nos bajamos del cupé y nosacercábamos a la puerta, se convirtió enlas palabras «Dios mío, Dios mío»,susurradas una y otra vez en una especiede estertor.

—Aquí ha pasado algo grave —dijoTom, preocupado.

Se puso de puntillas para mirar porencima de un círculo de cabezas elinterior del garaje, iluminado por una

solitaria luz amarilla que, protegida poruna rejilla metálica, pendía del techo. Sugarganta emitió entonces un sonidoronco y, a empujones, se abrió paso conla potencia de sus brazos.

El círculo volvió a cerrarse entre unenérgico murmullo de protesta y por unmomento no pude ver nada. Luego llegómás gente, se rompió la fila y, de pronto,a Jordan y a mí nos empujaron alinterior.

El cuerpo de Myrtle Wilson,cubierto por una manta sobre la quehabían echado otra manta, como sihubiera sentido frío aquella noche decalor, yacía sobre una mesa de trabajo,

junto a la pared, y Tom, dándonos laespalda, se inclinaba sobre él, inmóvil.A su lado un policía de tráfico, sudandoy corrigiendo mucho, apuntaba nombresen un cuaderno. Al principio no podíalocalizar la fuente de las palabras y losgemidos agudos que resonabanclamorosamente en el garaje sinmuebles, y luego vi a Wilson, en elumbral de su oficina, de pie en el únicoescalón, bamboleándose, agarrado a lasjambas de la puerta con las dos manos.Un hombre le hablaba en voz baja y, devez en cuando, intentaba ponerle unamano en el hombro, pero Wilson ni oíani veía. Bajaba muy despacio los ojos,

de la luz que pendía del techo a la mesay su carga junto a la pared, para volvercon un espasmo a la luz, sin dejar deemitir nunca su grito agudo y terrible:

—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío!De pronto, como sobresaltado, Tom

levantó la cabeza y, después de recorrerel garaje con una mirada vidriosa, lemasculló algo incoherente al policía.

—Eme, a, uve… —decía el policíaen ese momento—, o…

—No, erre… —corrigió el hombre—. Eme, a, uve, erre, o…

—¡Présteme atención! —murmuróTom, feroz.

—erre… —dijo el policía—, o…

—ge…—ge… —alzó la mirada cuando la

ancha mano de Tom cayó de repentesobre su hombro—. ¿Qué quiere, amigo?

—¿Qué ha pasado? Eso es lo quierosaber.

—La pilló un coche. La mató en elacto.

—La mató en el acto —repitió Tom,con la mirada perdida.

—Salió corriendo a la carretera. Esehijo de puta ni siquiera paró el coche.

—Había dos coches —dijoMichaelis—. Uno que iba y otro quevenía, ¿me entiende?

—¿Qué iba adónde? —preguntó el

policía con mucho interés.—Cada uno en una dirección.

Bueno, ella… —la mano se levantóhacia las mantas pero se detuvo a mediocamino y volvió a caer a lo largo delcostado—. Ella salió corriendo y elcoche que venía de Nueva York le diode lleno. Iba a cincuenta o sesentakilómetros por hora.

—¿Cómo se llama este sitio? —preguntó el agente.

—No tiene nombre.Se acercó un negro pálido, bien

vestido.—Era un coche amarillo —dijo—,

amarillo y grande. Nuevo.

—¿Vio usted el accidente? —preguntó el policía.

—No, pero el coche pasó a mi ladoen la carretera. Iba a más de sesenta. Ibaa ochenta o noventa.

—Venga y dígame su nombre. Ahora,silencio. Quiero apuntar su nombre.

Algunas palabras de la conversacióndebieron de llegarle a Wilson, que sebamboleaba en la puerta de la oficina,porque de repente un nuevo tema cobróvoz entre sus gritos gemebundos.

—¡No hace falta que me diga cómoera el coche! ¡Sé cómo era!

Miré a Tom y vi que se le tensabanbajo la chaqueta los músculos de la

espalda. Fue hacia donde estaba Wilsony, deteniéndose ante él, lo cogió confuerza por los brazos.

—Tiene que sobreponerse —dijocon brusquedad, para tranquilizarlo.

Los ojos de Wilson repararon enTom. Se levantó sobre la punta de lospies y, si Tom no lo hubiera sujetado, sehabría desplomado de rodillas.

—Oiga —dijo Tom, zarandeándolo—. Acabo de llegar de Nueva York haceun momento. Le traía el cupé del quehabíamos hablado. El coche amarilloque yo conducía esta tarde no es mío.¿Me oye? No lo he visto en toda latarde.

El negro y yo éramos los únicos queestábamos lo suficientemente cerca paraoír lo que decía Tom, pero el policíacaptó algo en el tono de la voz y nosmiró con ojos hostiles.

—¿Qué pasa ahí? —preguntó.—Soy amigo suyo —Tom volvió la

cabeza, pero sus manos siguieronsosteniendo con firmeza el cuerpo deWilson—. Dice que conoce el coche delaccidente… Ha sido un coche amarillo.

Por algún instinto indeterminado elpolicía consideró sospechoso a Tom.

—¿Y de qué color es su coche?—Azul. Es un cupé.—Hemos llegado directamente de

Nueva York —dije.Uno que durante un tramo nos había

seguido con su coche confirmó lo que yodecía, y el policía dio media vuelta.

—A ver si ahora puedo escribircorrectamente su nombre…

Cogiendo a Wilson como a unmuñeco, Tom lo metió en la oficina, losentó en una silla y volvió.

—Por favor, que alguien venga ahacerle compañía —soltó con verdaderaautoridad.

Se mantuvo vigilante hasta que losdos hombres que estaban más cercaintercambiaron una mirada y entraron demala gana en el cuarto. Tom cerró

entonces la puerta, bajó el único escalóny evitó mirar hacia la mesa del garaje.Cuando pasó a mi lado, murmuró:

—Vámonos.Tímidamente, pero con la autoridad

de los brazos de Tom para abrirnospaso, avanzamos a través del grupo degente, que seguía aumentando, y dejamosatrás a un médico que llegaba a todaprisa con su maletín en la mano, y al quehabían llamado media hora antes en unarranque de disparatada esperanza.

Tom condujo despacio hasta quepasamos la curva. Entonces pisó a fondoel acelerador y el cupé se adentró en lanoche a toda velocidad. Poco después oí

un sollozo ronco, contenido, y vi que laslágrimas le corrían por la cara.

—¡Maldito cobarde hijo de puta! —gimoteó—. Ni siquiera paró.

La casa de los Buchanan flotó deimproviso hacia nosotros a través delrumor y la oscuridad de los árboles.Tom se detuvo ante el porche y miró a lasegunda planta, donde dos ventanas seabrían iluminadas entre las enredaderas.

—Daisy está en casa —dijo.Mientras nos apeábamos del coche, memiró y arrugó la frente—. Deberíahaberte dejado en West Egg, Nick. Esta

noche no podemos hacer nada.Había sufrido un cambio, y hablaba

con gravedad y decisión. Recorríamos ala luz de la luna el sendero de grava quelleva al porche, y Tom liquidó lasituación con un par de frasesconcluyentes.

—Pediré un taxi por teléfono paraque te lleve a casa y, mientras loesperas, lo mejor es que vayas conJordan a la cocina para que os preparenalgo de cena, si te apetece —abrió lapuerta—. Pasad.

—No, gracias. Pero te agradeceréque me pidas un taxi. Esperaré fuera.

Jordan me puso la mano en el brazo.

—¿No quieres entrar, Nick?—No, gracias.Me sentía mal y quería estar solo.

Pero Jordan insistió un poco más.—Sólo son las nueve y media —

dijo.Quedarme hubiera sido una

maldición: un día entero en su compañíaya me parecía bastante, y aquello,inesperadamente, incluía también aJordan, que debió de percibir algo deeso en mi expresión, porque dio mediavuelta, subió corriendo las escaleras delporche y se metió en la casa. Me sentéun rato con la cabeza entre las manoshasta que oí descolgar el teléfono y la

voz del mayordomo que pedía un taxi.Entonces bajé despacio el paseo con laidea de esperar junto a la cancela.

No había recorrido veinte metroscuando oí mi nombre y Gatsby salió deentre dos arbustos. Yo debía de estarmuy descentrado en ese momento porqueen lo único que podía pensar era en laluminosidad del traje rosa de Gatsbybajo la luna.

—¿Qué haces? —pregunté.—Sólo estar aquí, compañero.Me pareció una ocupación

despreciable, no sé por qué. Por lo queyo sabía, podía desvalijar la casa encualquier instante; no me hubiera

sorprendido ver las caras siniestras de«la pandilla de Wolfshiem» detrás de él,en la oscuridad de los matorrales,

—¿Habéis visto algo en lacarretera? —preguntó al cabo de unossegundos.

—Sí.—¿Ha muerto?—Sí.—Eso me pareció, y se lo dije a

Daisy. Era mejor que recibiera laimpresión de golpe. Lo soportó muybien.

Hablaba como si la reacción deDaisy fuera lo único importante.

—Fui a West Egg por una carretera

secundaria —continuó— y dejé el cocheen mi garaje. Creo que no nos vio nadie,pero, claro, no estoy seguro.

Había llegado a resultarme tandesagradable que no considerénecesario decirle que se equivocaba.

—¿Quién era la mujer? —preguntó.—Se llamaba Wilson. Su marido es

el dueño del garaje. ¿Cómo diablos hasido?

—Intenté girar el volante… —dejóde hablar y de repente adiviné laverdad.

—¿Conducía Daisy?—Sí —dijo al cabo de unos

segundos—, pero diré que fui yo, por

supuesto. Ya sabes, cuando salimos deNueva York estaba muy nerviosa ypensó que conducir la tranquilizaría… Yesa mujer apareció corriendo en elmomento en que nos cruzábamos con uncoche que venía en dirección contraria.Todo sucedió en un instante, pero creoque la mujer quería decirnos algo, quenos confundía con algún conocido.Bueno, Daisy giró primero hacia el otrocoche para esquivar a la mujer, peroentonces perdió los nervios y volvió agirar. En el momento en que mi manoalcanzaba el volante, sentí el impacto.Debió de matarla en el acto.

—La destrozó.

—No me lo cuentes, compañero —hizo un gesto de dolor—. Bueno, Daisyaceleró. Traté de hacer que parara, peroella no podía, así que tiré del freno demano. Entonces se echó entre mis brazosy ya seguí conduciendo yo. Mañanaestará bien —añadió enseguida—. Voy aesperar aquí por si trata de molestarlapor lo que ha pasado esta tarde, tandesagradable. Se ha encerrado con llaveen su habitación y, si él intenta algunabrutalidad, encenderá y apagará la luzvarias veces.

—Tom no la tocará —dije—. Nopiensa en ella.

—No me fío de él, compañero.

—¿Cuánto tiempo vas a esperar?—Toda la noche, si es necesario.

Por lo menos, hasta que se acuestentodos.

Vi entonces el asunto desde otraperspectiva. Supongamos que Tomdescubría que la que conducía eraDaisy. Podía intuir alguna conexión,cualquier cosa… Miré hacia la casa;había dos o tres ventanas con luz y, en elsegundo piso, el resplandor rosa de lahabitación de Daisy.

—Espera aquí —le dije a Gatsby—.Voy a ver si hay alguna señal de jaleo.

Volví bordeando el césped, crucé sinhacer ruido el sendero de grava y subí

de puntillas los escalones de la galería.Las cortinas de la sala de estar

estaban abiertas y comprobé que nohabía nadie en la habitación. Pasando elporche donde habíamos cenado aquellanoche de junio tres meses antes, llegué aun pequeño rectángulo de luz queimaginé la ventana de la antecocina. Lapersiana estaba echada, pero descubríuna rendija en el alféizar.

Daisy y Tom se sentaban a la mesade la cocina, uno frente al otro, con unplato de pollo frío entre los dos y dosbotellas de cerveza. Él hablaba conabsoluta concentración y, muy serio,apoyaba la mano en la mano de Daisy,

cubriéndosela. De vez en cuando ellalevantaba la vista, lo miraba y asentíacon la cabeza.

Estaban tristes, y no habían tocado niel pollo ni la cerveza, pero no se sentíandesdichados. Había en la escena un airede intimidad, de naturalidad, ycualquiera los hubiera tomado por dosconspiradores.

Cuando salía de puntillas delporche, oí mi taxi, que se acercaba a lacasa por la carretera a oscuras. Gatsbyesperaba en el sendero, donde lo dejé.

—¿Está todo tranquilo? —mepreguntó, preocupado.

—Sí, está todo tranquilo —titubeé

—. Sería mejor que te vinieras a casa, adormir.

Dijo que no con la cabeza.—Esperaré aquí hasta que Daisy se

acueste. Buenas noches, compañero.Metió las manos en los bolsillos de

la chaqueta y volvió a escudriñarcelosamente la casa, como si mipresencia manchara lo sagrado de sumisión de centinela. Así que me fui y lodejé allí, a la luz de la luna, vigilando lanada.

N

8

o pude dormir en toda la noche;una sirena antiniebla no dejó de

gemir en el estrecho, y yo me debatícomo un enfermo entre la realidadgrotesca y pesadillas desquiciadas ypavorosas. Hacia el amanecer oí que untaxi subía el camino a la casa de Gatsby,e inmediatamente salté de la cama yempecé a vestirme: sentía que tenía algoque decirle, que debía avisarle de algo,y que por la mañana ya sería demasiado

tarde.Cuando cruzaba el césped, vi que la

puerta principal estaba abierta todavía yque Gatsby se apoyaba en la mesa delvestíbulo, vencido por el abatimiento opor el sueño.

—No ha pasado nada —dijo, sinfuerzas—. Esperé, y a eso de las cuatroDaisy se asomó a la ventana un minuto yluego apagó la luz.

La casa no me había parecido nuncatan enorme como aquella madrugada,cuando nos lanzamos a la caza decigarrillos por las habitacionesinmensas. Descorrimos cortinas queeran como carpas y buscamos a tientas

interruptores de la luz por innumerablesmetros de paredes en tinieblas. Me caíuna vez escandalosamente sobre elteclado de un piano fantasma. El polvolo cubría todo de un modo inexplicable,y las habitaciones olían a cerrado comosi no las ventilaran desde hacía muchosdías. Encontré el estuche del tabaco enuna mesa en la que nunca había estado,con sólo dos cigarrillos amarillentos ysecos. Abrimos las cristaleras del salóny nos sentamos a fumar en la oscuridad.

—Deberías irte —le dije—.Localizarán el coche, seguro.

—¿Irme precisamente ahora,compañero?

—A Atlantic City una semana, oincluso a Montreal.

No quería ni pensarlo. No podíasepararse de Daisy antes de saber lo queella iba a hacer. Se aferraba a una últimaesperanza y yo no me sentía capaz dezarandearlo hasta liberarlo.

Esa madrugada me contó la extrañahistoria de su juventud con Dan Cody.Me la contó porque «Jay Gatsby» sehabía roto como un cristal contra lamalicia implacable de Tom, y elespectacular montaje y su secreto, quetanto habían durado, llegaban a su fin.Creo que en aquel momento hubieraadmitido cualquier cosa, sin reservas,

pero quería hablar de Daisy.Era la primera chica «bien» que

había conocido. En algún trabajo que nome precisó había tenido contacto congente parecida, pero siempre con unaalambrada invisible por medio. Daisy lepareció arrebatadoramente deseable.Fue a su casa, al principio con otrosoficiales de Camp Taylor, luego solo.Estaba asombrado: nunca había pisadouna casa tan maravillosa. Pero lo que ledaba a la casa un aire de intensidad quehacía difícil respirar era que Daisyvivía allí. Y a ella la casa le parecía tannormal como a Gatsby su tienda en elcampamento. Honda y misteriosa,

prometía dormitorios más hermosos yfrescos en el piso de arriba que otrosdormitorios, actividades radiantes yalegres a lo largo de sus pasillos,romances que no olían a cerrado ylavanda, sino nuevos, fragantes ypalpitantes como los espléndidos cochesúltimo modelo, como los bailes en losque las flores apenas habían empezado amarchitarse. Y aumentaba su fervor elque muchos hombres ya hubieranquerido a Daisy: esto la hacía másvaliosa a sus ojos. Sentía la presenciade aquellos extraños en cada rincón dela casa, impregnando el aire con lassombras y los ecos de emociones que

aún vivían.Pero sabía que estaba en casa de

Daisy por un colosal azar. Por gloriosoque pudiera ser su futuro como JayGatsby, por el momento sólo era unjoven sin dinero y sin pasado, y de lanoche a la mañana la capa que lo volvíainvisible, su uniforme de oficial, podíacaérsele de los hombros. Así queaprovechó el tiempo al máximo. Tomótodo lo que tuvo a su alcance,vorazmente, sin escrúpulos. Y tomó aDaisy una noche tranquila de octubre. Latomó porque no tenía derecho a cogerlela mano.

Podría haberse despreciado a sí

mismo, porque es innegable que laconsiguió con engaños. No digo querecurriera a sus millonesfantasmagóricos, pero, conpremeditación, le dio a Daisy unasensación de seguridad, le hizo creerque era una persona de su misma clasesocial: que estaba plenamentecapacitado para hacerse cargo de ella.La verdad es que no eran ésas susposibilidades: no contaba con elrespaldo de una familia acomodada, yestaba sujeto al arbitrio impersonal deun gobierno que podía mandarlo acualquier lugar del mundo.

Pero no se despreció a sí mismo y

las cosas no salieron como él habíaimaginado. Probablemente su intenciónera coger lo que pudiera e irse, pero depronto se dio cuenta de que se habíaconsagrado a la busca del Santo Grial.Sabía que Daisy era extraordinaria, perono era consciente de hasta qué puntopuede ser extraordinaria una niña«bien». Daisy se desvaneció en su casariquísima, en su vida de riquezas yplenitud, y a Gatsby no le dejó nada. Élse sentía casado con ella, eso era todo.

Cuando volvieron a verse, dos díasdespués, era Gatsby el que estabaexhausto y, en cierto modo, eltraicionado. El lujo recién comprado de

las estrellas iluminaba el porche; el sofáde mimbre se estremeció y crujió a laúltima moda cuando ella miró a Gatsbyy él la besó en la boca, preciosa y rara.Daisy había cogido un resfriado y teníala voz más ronca, más seductora quenunca, y Gatsby era abrumadoramenteconsciente de la juventud y el misterioque la riqueza encierra y preserva, de lalozanía que da un buen vestuario, y deDaisy, resplandeciente como la plata,orgullosa y a salvo, por encima de lasagrias luchas de los pobres.

—No sé describirte cómo mesorprendió descubrir que me habíaenamorado de ella, compañero. Incluso,

por un tiempo, tuve la esperanza de queme dejara, pero no lo hizo, porquetambién ella se había enamorado de mí.Creía que yo sabía muchas cosas porquesabía cosas distintas de las que ellasabía… Bueno, allí estaba yo, muy lejosde mis ambiciones, cada vez másenamorado, y de pronto todo eso dejó deimportarme. ¿Para qué hacer grandescosas si podía divertirme máscontándole lo que iba a hacer?

La tarde antes de partir hacia Europatuvo a Daisy entre sus brazos muchotiempo, en silencio. Era un día frío deotoño, había fuego en la chimenea, y ellatenía las mejillas encendidas. De vez en

cuando se movía, y él cambiabaligeramente el brazo de postura y encierto momento le besó el pelo oscuro yresplandeciente. La tarde les habíaconcedido un instante de tranquilidad,como para dejarles un recuerdo muyhondo antes de la larga separación queprometía el día siguiente. Nunca sehabían sentido tan cerca en su mes deamor, nunca se habían entendido tanprofundamente, como cuando ella, ensilencio, rozaba con los labios lahombrera del uniforme, o cuando él letocaba con cuidado la punta de losdedos, como si estuviera dormida.

Su comportamiento en la guerra fue

extraordinario. Era capitán antes de salirhacia el frente y, después de las batallasde Argonne, lo ascendieron a mayor yasumió el mando de la sección deametralladoras de su división. Despuésdel armisticio trató desesperadamentede volver a casa, pero algúnmalentendido o alguna complicaciónacabó llevándolo a Oxford. Estabapreocupado: las cartas de Daisy teníanun fondo de desesperación y ansiedad.No entendía por qué no volvía. Leafectaba la presión del mundo exterior, yquería verlo y sentir su presencia y laseguridad de que, a pesar de todo,estaba haciendo lo adecuado.

Pues Daisy era joven y su mundoartificial olía a orquídeas, a agradable yalegre esnobismo, a orquestas quemarcaban los ritmos del año, fundiendoen nuevas melodías la tristeza y lafascinación de la vida. Toda la noche lossaxofones aullaban su comentario sinesperanza a Beale Street Blues[22]

mientras cien pares de dorados yplateados zapatos de baile searrastraban sobre polvo luminoso. A lahora gris del té había siemprehabitaciones que seguían palpitando conaquella fiebre dulce y suave, inagotable,mientras caras jóvenes flotaban portodas partes como pétalos de rosa que

los tristes instrumentos de metalsoplaran sobre la pista.

En este universo crepuscular volvióDaisy a moverse cuando empezó latemporada; de pronto se vio de nuevocon seis citas al día con seis hombresdistintos, y cayéndose de sueño alamanecer, con las cuentas y gasas delvestido de noche hechas una maraña enel suelo, entre las orquídeasmoribundas. Y algo en su interior nuncadejaba de exigirle una decisión. Queríaque su vida tomara forma ya,inmediatamente, y la decisión había deser impuesta por alguna fuerza —amor,dinero o indiscutible sentido práctico—

al alcance de su mano.Esa fuerza se corporizó en plena

primavera con la llegada de TomBuchanan. Su persona y su posiciónsocial tenían un volumen saludable, yDaisy se sintió halagada. Hubo, sinduda, algo de resistencia y algo dealivio. La carta le llegó a Gatsby cuandotodavía estaba en Oxford.

Ya había amanecido en Long Island yfuimos abriendo las otras ventanas delpiso de abajo, llenando la casa de unaluz que viraba del gris al dorado. Lasombra de un árbol cayó bruscamentesobre el rocío y pájaros fantasmaempezaron a cantar entre las hojas

azules. Había en el aire un movimientoagradable y suave, apenas una brisa, queprometía un día fresco, precioso.

—No creo que lo haya queridonunca —Gatsby le dio la espalda a laventana y me miró, desafiante—.Acuérdate, compañero, de lo nerviosaque estaba ayer por la tarde. Él le dijotodas esas cosas para asustarla, parapresentarme como si yo fuera un vulgarestafador. Y el resultado fue que al finalella apenas sabía lo que decía —sesentó, abatido—. Sí, puede que loquisiera un momento, cuando acababande casarse, e incluso entonces me queríaa mí más, ¿me entiendes? —y concluyó

con una observación extraña—. Encualquier caso, eso es algo personal.

¿Qué reacción cabía ante aquellaspalabras, si no sospechar que la nociónque Gatsby tenía del asunto superaba enintensidad cualquier medida?

Volvió de Francia cuando Tom yDaisy aún estaban de viaje de novios, ygastó lo que le quedaba de su paga desoldado en una visita desgraciada einevitable a Louisville. Se quedó allíuna semana, recorriendo las callesdonde sus pasos habían resonado juntosaquella noche de noviembre y volviendoa los lugares apartados a los que iban enel coche blanco. Y, así como la casa de

Daisy le había parecido siempre másmisteriosa y alegre que las otras casas,una belleza melancólica seguíaimpregnando su idea de la ciudad,aunque Daisy ya no estuviera.

Se fue con la sensación de que sihubiera buscado más a fondo la habríaencontrado, de que se la había dejadoatrás.

En el tren más barato que encontró—se le había acabado el dinero— hacíamucho calor. Salió a la plataformaabierta, ocupó un asiento abatible, y laestación empezó a moverse lentamente,y vio cómo se alejaba la espalda deedificios que no conocía. Entonces

aparecieron los campos en primavera,donde un tranvía amarillo resistió lavelocidad del tren unos segundos,llevando a gente que quizá había vistoalguna vez, en una calle cualquiera, lacara de Daisy, pálida y mágica.

La vía hacía una curva y se ibaapartando del sol, que, al ponerse,parecía derramarse en una bendiciónsobre la ciudad en la que ella habíarespirado, y que se desvanecía poco apoco. Alargó la mano desesperadamentecomo para coger por lo menos un soplode aire, para conservar un fragmento dellugar que Daisy había convertido enextraordinario para él. Pero todo pasaba

ya demasiado deprisa por sus ojosempañados y supo que había perdidoaquella realidad, la mejor y la más viva,para siempre.

Eran las nueve de la mañana cuandoterminamos de desayunar y salimos alporche. La noche había cambiado elclima de improviso y el aire ya sabía aotoño. El jardinero, el último de losantiguos sirvientes de Gatsby, se acercóal pie de la escalinata.

—Voy a vaciar hoy la piscina, misterGatsby. Las hojas han empezado a caerdemasiado pronto, y luego siempre hayproblemas con los desagües.

—No la vacíe hoy —contestó

Gatsby. Se volvió hacia mí, comodisculpándose—. ¿Sabes, compañero,que no he usado la piscina en todo elverano?

Miré el reloj y me levanté.—Mi tren sale dentro de doce

minutos.Yo no tenía ganas de ir a la ciudad.

No estaba en condiciones de trabajardecentemente, y había algo más: noquería dejar solo a Gatsby. Perdí aqueltren, y el siguiente, antes de irme.

—Te llamaré por teléfono —dije porfin.

—Sí, compañero.—Te llamaré a eso del mediodía.

Bajamos despacio los escalones.—Supongo que Daisy también

llamará —me miró con ansiedad, comocon la esperanza de que yo se loconfirmara.

—Supongo que sí.—Adiós.Nos dimos la mano y eché a andar.

Antes de llegar a la verja, me acordé dealgo y me volví.

—Son mala gente —le grité a travésdel césped—. Tú vales más que todosellos juntos.

Siempre me he alegrado dehabérselo dicho. Fue el único halagoque le hice nunca, porque me parecía

censurable de principio a fin. Primeroasintió, muy educado, y luego se leiluminó la cara con una sonrisa radiantey cómplice, como si en aquel asuntohubiéramos sido en todo momentocompinches inquebrantables. Losandrajos magníficos de su traje rosaeran una mancha de color vivo contralos escalones blancos, y recordé lanoche en que fui a su casa ancestral porprimera vez, tres meses antes. El céspedy el camino estaban invadidos entoncespor las caras de los que especulabansobre su corrupción, mientras él, de pieen aquellos escalones, ocultando susueño incorruptible, les decía adiós con

la mano.Le agradecí su hospitalidad. Nunca

dejábamos de agradecérsela, los demásy yo.

—Adiós —grité—. El desayuno hasido estupendo, Gatsby.

En Nueva York estuve un rato tratandode anotar las cotizaciones de una listainterminable de acciones, y luego mequedé dormido en mi silla giratoria. Mellevé un susto cuando, poco antes de lasdoce, me despertó el teléfono. La frentese me llenó de sudor. Era Jordan Baker:solía llamarme a esa hora porque la

incertidumbre de sus propiosdesplazamientos entre hoteles, clubes ycasas particulares hacía que fuera difícillocalizarla de otra manera.Habitualmente su voz me llegaba através del hilo telefónico como algojoven y fresco, como si un puñado decésped del campo de golf hubieraentrado volando por la ventana de laoficina, pero aquella mañana me parecióáspera, seca.

—He dejado la casa de Daisy —dijo—. Estoy en Hempstead y me voy aSouthampton esta tarde.

Probablemente había sido unaprueba de tacto dejar la casa de Daisy,

pero me molestó, y lo que dijo despuésconsiguió ponerme en tensión.

—Anoche no fuiste demasiadoamable conmigo.

—¿Y qué importancia tenía esoanoche?

Silencio. Y luego:—De todas formas, me gustaría

verte.—A mí también me gustaría verte.—¿Y si no voy a Southampton y voy

a la ciudad esta tarde?—No, no puedo esta tarde.—Muy bien.—Esta tarde me es imposible. Tengo

varios…

Así estuvimos hablando un rato, yluego, de pronto, dejamos de hablar. Nosé cuál de los dos colgó el teléfonobruscamente, pero sé que me dio lomismo. Ese día no hubiera podidosentarme a hablar y tomar el té con ella,aunque eso me costara no volver ahablarle en mi vida.

Llamé a casa de Gatsby al cabo deunos minutos, pero la línea estabaocupada. Lo intenté cuatro veces. Por finuna telefonista desesperada me dijo quela línea estaba a la espera de unallamada a larga distancia desde Detroit.Miré mi horario de trenes y marqué conun círculo el tren de las tres cincuenta.

Me retrepé en la silla e intenté pensar.Eran exactamente las doce.

Cuando aquella mañana pasé en tren porlos montones de cenizas, preferísentarme al otro lado del vagón. Supuseque en el lugar del accidente habría unamultitud de curiosos, y chiquillos a labusca de manchas siniestras en el polvo,y algún charlatán que contaría una y otravez lo sucedido, hasta que todo se fueravolviendo menos real, incluso para él,que ya no podría seguir contado suhistoria, y la trágica gesta de MyrtleWilson caería en el olvido. Pero ahora

quisiera volver atrás un poco y contar loque sucedió en el garaje después de quenosotros nos fuéramos la noche anterior.

Hubo problemas para localizar a lahermana, Catherine. Parece que esanoche infringió su norma de no beber,porque cuando llegó estaba atontada porel alcohol y era incapaz de entender quela ambulancia había salido ya paraFlushing. Inmediatamente, cuando porfin pudieron convencerla, se desmayó,como si ese detalle fuera lo únicointolerable del asunto. Alguien, amableo curioso, la llevó en su coche tras elrastro del cadáver de su hermana.

Hasta muy pasada la medianoche,

una multitud siempre renovadadisfrutaba del espectáculo ante el garaje,mientras, dentro, George Wilson semecía a sí mismo en el sofá. Se quedóabierta un momento la puerta de laoficina y todo el que entraba en el garajeno podía evitar asomarse. Alguien dijopor fin que era una vergüenza, y cerró lapuerta. Con Wilson estaban Michaelis yvarios más, cuatro o cinco al principio,luego dos o tres. Más tarde, Michaelistuvo que pedirle al último recién llegadoque esperara quince minutos másmientras él iba a su local y preparabacafé. Y, después, se quedó solo conWilson hasta que amaneció.

Hacia las tres de la madrugadacambió el carácter del murmulloincoherente de Wilson, que se fueserenando y empezó a hablar del cocheamarillo. Anunció que sabía cómoaveriguar a quién pertenecía el cocheamarillo, y dejó escapar que un par demeses antes su mujer había vuelto de laciudad con la cara amoratada y la narizhinchada.

Pero, cuando se oyó decir aquello,hizo una mueca de dolor y empezó aquejarse, «Dios mío, Dios mío», convoz gemebunda. Michaelis intentódistraerlo sin demasiada habilidad.

—¿Cuánto tiempo llevabais casados,

George? Vamos, quédate quieto unmomento y contéstame. ¿Cuántollevabais casados?

—Doce años.—¿No habéis tenido hijos? Venga,

George, para. Te he hecho una pregunta.¿No habéis tenido hijos?

Los escarabajos, pardos y duros,seguían produciendo un ruido sordocuando chocaban contra la pobre luzeléctrica, y cada vez que Michaelis oíapasar un coche a toda velocidad por lacarretera creía oír el coche que no habíaparado unas horas antes. No le gustabaentrar en el garaje porque, sobre lamesa, en el sitio donde había yacido el

cadáver, se veía una mancha, así que nodejaba de dar vueltas, incómodo, por laoficina —antes de que se hiciera de díaya se había aprendido cada uno de losobjetos que había dentro— y de cuandoen cuando se sentaba con Wilson eintentaba tranquilizarlo.

—¿Tienes alguna iglesia a la quevayas alguna vez, George, aunque hagamucho que no vas? Yo podría llamarpara que viniera un sacerdote a hablarcontigo, ¿no?

—No pertenezco a ninguna iglesia.—Deberías tener una iglesia,

George, para ocasiones como ésta.Alguna vez habrás ido a la iglesia. ¿No

te casaste en una iglesia? Escucha,George, escúchame. ¿No te casaste enuna iglesia?

—De eso hace mucho tiempo.El esfuerzo para responder rompió

el ritmo de su balanceo: calló unmomento. Luego los ojos desvaídosrecuperaron su expresión entre astuta ydesconcertada.

—Mira en ese cajón —dijo,señalando al escritorio.

—¿En qué cajón?—En ése, en el único que hay.Michaelis abrió el cajón que tenía

más cerca. Lo único que había dentroera una correa de perro, muy cara, de

piel con adornos de plata. Parecíanueva.

—¿Esto? —preguntó, levantándola.Wilson la miró fijamente y asintió.—La encontré ayer por la tarde. Ella

trató de explicármelo, pero yo me dicuenta de que había algo raro.

—¿Quieres decir que la compró tumujer?

—La guardaba en el tocador,envuelta en papel de seda.

Michaelis no veía nada raro y le dioa Wilson una serie de razones por lasque su mujer podía haber comprado lacorrea de perro. Pero no era difícilimaginar que Wilson ya había oído antes

alguna de esas explicaciones, yprecisamente a Myrtle, porque empezóotra vez a murmurar «Dios mío, Diosmío», y el amigo que lo consolaba dejóvarias explicaciones en el aire.

—Luego la mató —dijo Wilson.La boca se le abrió de repente.—¿Quién la mató?—Sé cómo averiguarlo.—No seas morboso, George —dijo

su amigo—. Has tenido que soportar unatensión muy fuerte y no sabes lo quedices. Es mejor que descanses hastamañana.

—La asesinó.—Fue un accidente, George.

Wilson negó con la cabeza. Se leentrecerraron los ojos y los labios sedilataron ligeramente al insinuar un«humm» de superioridad.

—Lo sé —dijo rotundo—. Soy unode esos tipos confiados que no piensanmal de nadie, pero cuando sé una cosa lasé. Fue el hombre que iba en ese coche.Ella salió corriendo para decirle algo yél no paró.

También Michaelis lo había visto,pero no pensó que aquello tuvieraningún significado especial. Creyó quemistress Wilson quería huir de sumarido, más que parar un cochedeterminado.

—¿Y por qué lo hizo?—Es muy lista —dijo Wilson, como

si con eso resolviera la cuestión—.Ahhh…

Se mecía otra vez, y Michaelis selevantó, retorciendo la correa entre losdedos.

—¿Tienes algún amigo al que puedallamar por teléfono, George?

Era una esperanza remota; Michaelisestaba casi seguro de que Wilson notenía ningún amigo: no daba de sí nipara su mujer. Se alegró cuando notó uncambio en la habitación, un signo devida azul en la ventana, y se dio cuentade que no faltaba mucho para que

amaneciera. A eso de las cinco el azuldel exterior se hizo lo suficientementeintenso como para apagar la luz.

Los ojos vidriosos de Wilson sedirigieron hacia los montones de ceniza,donde nubecillas grises adquiríanformas fantásticas y corrían de acá paraallá con la brisa del amanecer.

—Hablé con ella —murmuródespués de un largo silencio—. Le dijeque a mí podía engañarme, pero que nopodía engañar a Dios. La llevé a laventana —se puso de pie con esfuerzo yfue a apoyarse en la ventana del fondode la oficina, con la cara pegada alcristal— y le dije: «Dios sabe lo que

has hecho, todo lo que has hecho. ¡A mípuedes engañarme, pero a Dios no!»

De pie, detrás de él, Michaelis viocon un sobresalto que Wilson miraba alos ojos del doctor T. J. Eckleburg, queacababan de emerger, enormes ypálidos, de la noche en disolución.

—Dios lo ve todo —repitió Wilson.—Eso es un anuncio —le aseguró

Michaelis.Algo le hizo dejar de mirar por la

ventana y volver la vista a la habitación.Pero Wilson se quedó en la ventana

mucho tiempo, pegado al cristal,asintiendo con la cabeza a la luzcrepuscular.

Poco antes de las seis Michaelis,deshecho, oyó con agradecimiento queun coche se detenía ante el garaje. Erauno de los mirones de la noche anteriorque había prometido volver, así quepreparó desayuno para tres, que elhombre y él tomaron juntos. Wilsonestaba ya más tranquilo, y Michaelis sefue a dormir a casa; cuando despertócuatro horas más tarde y volvióinmediatamente al garaje, Wilson sehabía ido.

Sus movimientos —siempre a pie—fueron reconstruidos más tarde: de PortRoosevelt a Cad’s Hill, donde compróun sándwich que no se comió y un café.

Debía de estar cansado y caminardespacio, pues no llegó a Cad’s Hillhasta el mediodía. No fue difícil hastaese momento reconstruir sus horas:había chicos que vieron a un individuoque se comportaba «como un loco», yconductores a los que se quedabamirando de un modo extraño desde lacuneta. Luego desapareció durante treshoras. La policía, basándose en lo que lehabía dicho a Michaelis, que «sabíacómo averiguarlo», supuso que se habíadedicado a ir de garaje en garaje de lazona, preguntando por un cocheamarillo. Pero, entre los dueños degaraje, ninguno declaró haberlo visto, y

quizá recurriera a un modo más fácil yseguro de averiguar lo que quería saber.No más tarde de las dos y media estabaen West Egg, donde le preguntó a alguienel camino de la casa de Gatsby. Así quea esa hora conocía ya el nombre deGatsby.

A las dos Gatsby se puso el bañador ydejó dicho al mayordomo que si lollamaban por teléfono le avisaran en lapiscina. Se entretuvo en el garaje acoger un colchón hinchable que habíadivertido a sus invitados durante elverano, y el chófer lo ayudó a inflarlo.

Luego Gatsby le dio instrucciones deque no sacara el coche descapotablebajo ninguna circunstancia, algo extraño,porque al guardabarros delanteroderecho le hacía falta una reparación.

Gatsby se echó al hombro el colchóny se dirigió a la piscina. Se paró una vezpara cogerlo mejor, y el chófer lepreguntó si necesitaba ayuda, pero éldijo que no con la cabeza y desaparecióentre los árboles, que ya amarilleaban.

Nadie llamó por teléfono, pero elmayordomo se quedó sin siesta y estuvoesperando hasta las cuatro: hasta muchodespués de que no hubiera nadie a quienavisar en caso de llamada. Tengo la

impresión de que ni Gatsby esperaba yaesa llamada, y de que probablemente nole importaba lo más mínimo. Si esto esverdad, debió de sentir que habíaperdido su antiguo mundo, su calor, yque había pagado un alto precio porvivir demasiado tiempo con un solosueño. Debe de haber mirado un cieloextraño a través de la hojarascaaterradora, y tiritado al descubrir logrotesca que es una rosa y lo cruda quees la luz del sol sobre una hierba aún sinacabar de crear. Un mundo nuevo,material pero no real, donde pobresfantasmas que respiran sueños en vez deaire se movían sin sentido, al azar…,

como esa figura cenicienta y fantásticaque se deslizaba hacia él a través de losárboles informes.

El chófer —era uno de losprotegidos de Wolfshiem— oyó losdisparos; luego se limitó a decir que noles había prestado atención. Yo fuidirectamente de la estación a la casa deGatsby y mi carrera angustiada por lasescaleras del porche fue lo primero quecausó alarma. Pero ya lo sabían, estoyseguro. Sin apenas decir una palabra,cuatro personas, el chófer, elmayordomo, el jardinero y yo, corrimoshacia la piscina.

Había en el agua un movimiento

débil, apenas perceptible: el chorrolimpio que entraba por un extremo fluíahacia el desagüe del otro lado. Conondulaciones mínimas que no llegabanni a sombras de olas, el colchóntransportaba su carga, errático, por lapiscina: un soplo de viento que apenasarrugaba la superficie bastaba paraperturbar su curso fortuito con su cargafortuita. El roce con un amasijo de hojaslo hizo girar lentamente, trazando, comoun compás, un círculo rojo en el agua.

Llevábamos ya a Gatsby hacia lacasa cuando el jardinero vio el cadáverde Wilson entre la hierba, y elholocausto se consumó.

D

9

os años después recuerdo el restode ese día, y aquella noche, y el

día siguiente, como un inacabable entrary salir de policías, fotógrafos yperiodistas por la puerta principal de lacasa de Gatsby. Una cuerda, atada de unextremo a otro de la cancela, y unpolicía mantenían a raya a los curiosos,pero los chiquillos descubrieron prontoque podían entrar por mi jardín, ysiempre había un grupo alrededor de la

piscina, con la boca abierta. Alguien degestos decididos, un detective quizá, usóla expresión «loco» cuando se inclinóesa tarde sobre el cadáver de Wilson, yla imprevista autoridad de su vozestableció el tono de los reportajes quepublicaron los periódicos a la mañanasiguiente.

La mayoría de esos reportajes eranuna pesadilla: grotescos,intrascendentes, tendenciosos y falsos.Cuando el testimonio de Michaelisdurante la investigación sacó a la luz lassospechas de Wilson sobre su mujer,pensé que inmediatamente algúnperiodicucho sensacionalista nos

serviría la historia completa, peroCatherine, que podría haber dichocualquier cosa, no dijo una palabra.Demostró una sorprendente firmeza decarácter: miró al coroner con ojosllenos de determinación bajo sus cejasdepiladas, y juró que su hermana nohabía visto a Gatsby en su vida, que suhermana era completamente feliz con sumarido, que su hermana jamás habíadado un mal paso. Se convenció a símisma de lo que juraba y empapó delágrimas el pañuelo, como si la menorinsinuación ya fuera más de lo que podíasoportar. De modo que Wilson fuereducido a individuo «trastornado por el

dolor» para simplificar el caso almáximo, y ahí quedó todo.

Pero esa parte de la historia meparece lejana e insustancial. Me vicompletamente solo, al lado de Gatsby.Desde el momento en que llamé porteléfono a West Egg para dar la noticiade la catástrofe, todas las conjeturassobre Gatsby y todas las cuestionesprácticas recayeron sobre mí. Alprincipio me sentí sorprendido yconfuso; luego, mientras él yacía en sucasa y ni se movía, ni respiraba nihablaba, hora tras hora, me fuiconvenciendo de que debía asumir laresponsabilidad, porque no había ningún

otro interesado: interesado, digo, conese intenso interés personal al quecualquiera tiene cierto derecho cuandollega su fin.

Llamé a Daisy media hora despuésde que lo encontráramos, la llaméinstintivamente y sin la menorvacilación. Pero Tom y ella se habíanido a primera hora de esa tarde,llevándose el equipaje.

—¿No han dejado una dirección?—No.—¿Han dicho cuándo volverán?—No.—¿Tiene idea de dónde pueden

estar? ¿Cómo podría ponerme en

contacto con ellos?—No lo sé. No puedo decirle.Quería encontrar a alguien que lo

acompañara. Quería entrar en lahabitación donde yacía y tranquilizarlo:«Te encontraré a alguien, Gatsby. No tepreocupes. Confía en mí y encontraré aalguien que te haga compañía».

El nombre de Meyer Wolfshiem noaparecía en la guía de teléfonos. Elmayordomo me dio la dirección de sudespacho en Broadway, y llamé aInformación, pero cuando conseguí elnúmero ya eran más de las cinco, y nocontestaba el teléfono.

—¿Puede llamar otra vez?

—Ya he llamado tres veces —dijola telefonista.

—Es muy importante.—Lo siento. Me temo que no hay

nadie.Volví al salón y pensé por un

momento que todos esos funcionariosque de improviso habían llenado la casaeran gente que se presentaba porcasualidad. Pero, cuando levantaron lasábana y miraron el cadáver con ojosestupefactos, la protesta de Gatsbyvolvió a sonar en mi cerebro: «Escucha,compañero, trae a alguien que meacompañe. Haz todo lo posible. Nopuedo soportar esto solo».

Alguien empezó a hacermepreguntas, pero me escabullí y subí a lasegunda planta para buscar en loscajones del escritorio que no estabancerrados con llave: nunca me habíadicho expresamente que sus padreshubieran muerto. Pero no había nada:sólo la foto de Dan Cody, signo de unaviolencia olvidada, que me mirabafijamente desde la pared.

A la mañana siguiente mandé almayordomo a Nueva York con una cartapara Wolfshiem, pidiéndole informacióny rogándole que se acercara en elpróximo tren. Esto me pareció superfluocuando lo escribí. Estaba seguro de que

se pondría en camino en cuanto leyeralos periódicos, como estaba seguro deque, antes de mediodía, llegaría untelegrama de Daisy. Pero no llegaron niel telegrama ni mister Wolfshiem; nadiellegó, excepto más policías, másfotógrafos y más periodistas. Cuando elmayordomo volvió con la respuesta deWolfshiem, empecé a tener unasensación de desafío, de desprecio y desolidaridad entre Gatsby y yo contratodos.

Querido mister Carraway:Éste ha sido uno de los golpes más

terribles de mi vida y me cuesta creer

que sea cierto. Un acto tan insensatocomo el de ese hombre deberíahacernos pensar. Me es imposible ir eneste momento porque me tiene atado unasunto muy importante y ahora no mepuedo mezclar en eso. Si hay algo quepueda hacer más adelante, mándemeuna carta con Edgar haciéndomelosaber. Casi no sé ni dónde estoy cuandooigo una cosa así, y me sientototalmente hundido, noqueado.

Le saluda atentamente,Meyer Wolfshiem

Y añadía atropelladamente:

Téngame al corriente delfuneral, etc. No conozco a sufamilia.

Cuando sonó el teléfono esa tarde yla centralita anunció una llamada a largadistancia desde Chicago creí que por finera Daisy. Pero me llegó, débil y lejana,una voz de hombre.

—Aquí Slagle…—¿Sí? —no me sonaba ese nombre.—Mierda de mercancía. ¿Ha

recibido mi telegrama?—No ha llegado ningún telegrama.—El joven Parker tiene problemas.

Lo han cogido cuando trataba de vender

los bonos. Recibieron de Nueva Yorkuna circular con los números cincominutos antes. ¿Qué me dice? Nuncasabe uno lo que le espera en estasciudades atrasadas…

—Oiga —lo interrumpí,asfixiándome—, oiga, no soy misterGatsby. Mister Gatsby ha muerto.

Hubo un largo silencio al otro ladode la línea, seguido por unaexclamación, e inmediatamente un secograznido cuando se cortó la llamada.

Creo que fue al tercer día cuando llegóde un pueblo de Minnesota un telegrama

firmado por Henry C. Gatz. Sólo decíaque el remitente salía inmediatamentehacia Nueva York y que se pospusiera elfuneral hasta su llegada.

Era el padre de Gatsby, un ancianosolemne, desolado y confundido, que seprotegía del caluroso día de septiembrecon un largo abrigo barato. Los ojos nodejaban de lagrimearle por la emoción,y cuando le cogí la maleta y el sombreroempezó a tirarse con tanta insistencia dela barba gris y rala que me costó trabajoquitarle el abrigo. Estaba a punto dederrumbarse, así que lo llevé a la salade música y lo obligué a sentarsemientras mandaba que le trajeran algo

de comer. Pero no podía comer, y elvaso de leche se le derramó en la manotemblorosa.

—Vi en Chicago el periódico —dijo—. El periódico de Chicago lo recogíatodo. Me vine enseguida.

—No sabía cómo localizarlo.Sus ojos, que miraban sin ver,

recorrían incesantemente la habitación.—Fue un loco —dijo—. Tenía que

estar loco.—¿Le apetece un poco de café? —le

insistí.—No quiero nada. Ya estoy bien,

mister…—Carraway.

—Ya estoy bien. ¿Dónde han puestoa Jimmy?

Lo llevé al salón, donde yacía suhijo, y lo dejé allí. Unos chiquilloshabían subido los escalones y seasomaban al vestíbulo; cuando les dijequién acababa de llegar, se fueron demala gana.

Poco después mister Gatz abrió lapuerta y salió, la boca entreabierta, lacara ligeramente roja, los ojos húmedosde alguna lágrima aislada e inoportuna.Había llegado a una edad en la que lamuerte ha perdido su calidad desorpresa terrible y, cuando entoncesmiró a su alrededor y vio por primera

vez la altura y el esplendor del vestíbuloy de las inmensas habitaciones quesalían de él y daban a otrashabitaciones, su dolor empezó amezclarse con un orgullo reverente. Loayudé a subir a uno de los dormitoriosde la segunda planta; mientras se quitabala chaqueta y el chaleco le dije quecualquier disposición había sidoaplazada hasta su llegada.

—No sabía lo que usted pensabahacer, mister Gatsby…

—Me llamo Gatz.—… Mister Gatz. Pensé que quizá

quisiera llevarse a su hijo al Oeste.Negó con la cabeza.

—A Jimmy siempre le gustó más elEste. Alcanzó su posición en el Este.¿Era usted amigo de mi chico, mister…?

—Éramos amigos íntimos.—Tenía un gran futuro ante él,

¿sabe? Sólo era un muchacho, pero teníacerebro… Mucha fuerza aquí…

Se tocó la cabeza muy serio, y yoasentí.

—Si hubiera vivido, habría llegadoa ser un gran hombre. Un hombre comoJames J. Hill[23]. Habría contribuido alevantar el país.

—Eso es verdad —dije, incómodo.Trató de quitar la colcha bordada de

la cama, se tumbó muy derecho y se

durmió instantáneamente.Esa noche llamó por teléfono una

persona que no podía ocultar su pánico,y que quiso saber quién era yo antes dedecirme su nombre.

—Habla con mister Carraway —ledije.

—Ah —sonó más tranquilo—. SoyKlipspringer.

Yo también me sentí más tranquilo,porque su llamada parecía prometer otroamigo para el entierro de Gatsby. Noquería anunciarlo en los periódicos yatraer a una multitud que acudiera comoquien va a un espectáculo, así que hiceunas cuantas llamadas telefónicas. No

era fácil encontrar a nadie.—El funeral es mañana —le dije a

Klipspringer—. A las tres, en la casa.Avísele a todo el que pueda estarinteresado…

—Ah, sí —me cortó—. No creo quevea a nadie, pero lo haré si tengoocasión.

Su tono me hizo desconfiar.—Usted vendrá, por supuesto.—Bueno, lo intentaré, sí. Para lo que

llamaba era porque…—Espere un momento —lo

interrumpí—. ¿Vendrá o no?—Bueno, el hecho es que… La

verdad es que estoy con alguna gente en

Greenwich, y quieren que mañana paseel día con ellos. Hay un picnic o algopor el estilo. Pero, sí, haré lo posiblepor escaparme.

No pude contener un «ya, seguro» ydebió oírme porque continuó, nervioso:

—Bueno, he llamado porque medejé ahí un par de zapatos. No sé sisería mucha molestia mandármelos conel mayordomo. Son unas zapatillas detenis y me siento como desvalido sinellas. Mi dirección es B. F….

No oí el resto del nombre porquecolgué.

Después de aquello sentí ciertavergüenza por Gatsby: un señor al que

llamé por teléfono insinuó que habíarecibido su merecido. La culpa fue mía,porque era uno de los que,envalentonado por el licor de Gatsby,solía hablar de Gatsby con más desdén,y yo tendría que haber sido losuficientemente listo como para nollamarlo.

La mañana del funeral fui a Nueva Yorka ver a Meyer Wolfshiem; parecía nohaber otro modo de localizarlo. En lapuerta que abrí, siguiendo lasinstrucciones del ascensorista, había unrótulo en el que se leía The Swastika

Holding Company, y al principio creíque no había nadie. Pero, después degritar «Buenos días» en vano variasveces, empezaron a discutir en lahabitación contigua y al momentoapareció en una puerta interior una judíamuy atractiva y me examinó con unosojos negros y hostiles.

—No hay nadie —dijo—. MisterWolfshiem ha ido a Chicago.

Lo primero era evidentemente falso,porque dentro alguien había empezado asilbar desafinando El rosario[24].

—Haga el favor de decirle quemister Carraway quiere verlo.

—¿Voy a buscarlo a Chicago?

En ese momento una voz,inequívocamente la de misterWolfshiem, gritó «¡Estella!» al otro ladode la puerta.

—Déjeme su nombre en la mesa —dijo ella—. Le daré el recado en cuantovuelva.

—Pero sé que está aquí.Dio un paso hacia mí y empezó a

pasarse las manos por las caderas,arriba y abajo.

—Ustedes, los jóvenes, se creen quepueden entrar aquí cuando les da la gana—me regañó—. Y nos tienen hartos,hasta la náusea. Cuando digo que está enChicago, está en Chicago.

Mencioné a Gatsby.—Ah —volvió a mirarme—.

Podría… ¿Me repite su nombre?Se esfumó. Al instante apareció

solemnemente en la puerta MeyerWolfshiem, tendiéndome las dos manos.Me hizo entrar en su despacho mientrascomentaba con voz reverente que era unmomento muy triste para todos nosotros,y me ofreció un cigarro.

—La memoria me lleva al día en quelo conocí —dijo—. Un mayor, muyjoven, recién licenciado y cubierto demedallas que había ganado en la guerra.No tenía ni un centavo: seguía usando eluniforme porque no tenía dinero para

comprarse ropa. Lo vi por primera vezen los billares de Winebrenner, en lacalle Cuarenta y tres, donde entró apedir trabajo. No comía desde hacía dosdías. «Véngase a almorzar conmigo», ledije. Devoró más de cuatro dólares decomida en media hora.

—¿Lo introdujo usted en losnegocios?

—¡Introducirlo! Yo lo hice unhombre de negocios.

—Ah.—Lo saqué de la nada, directamente

del arroyo. Me di cuenta enseguida deque era un joven con buena apariencia yaires de señor, y cuando me dijo que

había estado en Oggsford supe quepodía serme muy útil. Le aconsejé quese afiliara a la Legión Americana, dondeestaba muy bien considerado. Hizoentonces un trabajo para uno de misclientes, en Albany. Estábamos así deunidos —levantó dos dedos bulbosos—,siempre juntos.

Me pregunté si aquella sociedadhabría incluido la operación de lasGrandes Ligas de béisbol en 1919.

—Y ahora está muerto —dijo alcabo de unos segundos—. Usted era suamigo más íntimo, así que sé que quiereque vaya al funeral esta tarde. Megustaría ir.

—Muy bien, entonces venga.Los pelos de sus orificios nasales

vibraron ligeramente y, mientras decíano con la cabeza, los ojos se le llenaronde lágrimas.

—No puedo… No puedo mezclarmeen eso —dijo.

—No hay nada en lo que mezclarse.Ya todo ha terminado.

—Cuando matan a un hombre, no megusta mezclarme. Me mantengo almargen. Cuando era joven, era distinto:si moría un amigo, y no importa cómo,seguía a su lado hasta el final. Quizá leparezca sentimental, pero hablo enserio: hasta el final, por amargo que

fuera.Vi que, por alguna razón particular,

había decidido no asistir al funeral, asíque me puse de pie.

—¿Ha ido usted a la universidad?—preguntó de improviso.

Por un momento pensé que iba aproponerme una «coneggsión», pero selimitó a asentir y estrecharme la mano.

—Tenemos que aprender ademostrarle nuestra amistad a un hombrecuando está vivo y no después de muerto—sugirió—. Después mi regla es nomover las cosas.

Cuando salí del despacho el cielo sehabía oscurecido y lloviznaba al llegar aWest Egg. Me cambié de ropa, meacerqué a la casa vecina y encontré amister Gatz paseando por el vestíbulo,emocionado. El orgullo por su hijo y lasposesiones de su hijo no había dejadode crecer y quería enseñarme algo.

—Jimmy me mandó esta foto —sacóla billetera con dedos temblorosos—.Mire.

Era una fotografía de la casa, rotapor las esquinas y sucia de muchasmanos. Me señaló cada detalle con

fervor. «¡Mire esto!», y buscabaadmiración en mis ojos. La habíaenseñado tantas veces que creo que paraél era más real que la casa misma.

—Me la mandó Jimmy. Creo que esuna foto muy buena. Sale todo muy bien.

—Sí, muy bien. ¿Había visto a suhijo últimamente?

—Fue a verme hace dos años y mecompró la casa donde vivo ahora. Nosdejó destrozados cuando se escapó decasa, pero ahora veo que tenía motivospara hacerlo. Sabía que tenía un granfuturo por delante. Y en cuanto empezó atener éxito fue muy generoso conmigo.

Parecía resistirse a guardar la foto y

me dejó verla unos segundos más. Luegose guardó la billetera y se sacó delbolsillo un ejemplar muy viejo,mugriento y desencuadernado, de unlibro llamado Hopalong Cassidy[25].

—Mire, este libro era suyo, decuando era un chiquillo. Ahora verá.

Lo abrió por el final y le dio lavuelta para que yo pudiera verlo. En lahoja de guarda habían escrito con letrade imprenta la palabra HORARIO y lafecha, 12 de septiembre de 1906. Ydebajo:

Levantarse 6.00

Gimnasia y pesas 6.15-6.30

Estudiar electricidad, etc 7.15-8.15

Trabajo 8.30-16.30

Béisbol y deportes 16.30-17.00

Ejercicios prácticos deelocuencia y saber estar

17.00-18.00

Estudio de inventos útiles 19.00-21.00

PROPÓSITOS GENERALESNo perder el tiempo en Shafters o

(nombre ilegible)Dejar de fumar y de masticar chicleBaño un día sí y otro noLeer una revista o un libro

provechosos a la semanaAhorrar 5 dólares 3 dólares a la

semanaPortarme mejor con mis padres

—Encontré este libro por casualidad—dijo el anciano—. ¿No es revelador?

—Es revelador.—Jimmy estaba destinado a triunfar.

Siempre se estaba proponiendo cosaspor el estilo. ¿Se da cuenta de cómo sepreocupaba de cultivar su inteligencia?

En eso era ejemplar. Una vez me dijoque yo comía como un cerdo y le pegué.

Se resistía a cerrar el libro, leíacada línea en voz alta y me miraba conansiedad. Creo que incluso esperaba quecopiara la lista para mi propio uso.

Poco antes de las tres el ministroluterano llegó de Flushing, y empecé amirar involuntariamente por las ventanaspara ver si aparecían más coches. Elpadre de Gatsby hacía lo mismo. Y,conforme pasaba el tiempo, cuando loscriados esperaban ya en el vestíbulo,empezó a parpadear nerviosamente y a

hablar de la lluvia con preocupación eincertidumbre. El ministro miró un parde veces su reloj, así que lo llevé apartey le pedí que esperara media hora. Perofue inútil. No vino nadie.

A eso de las cinco nuestra procesiónde tres coches llegó al cementerio y sedetuvo a la entrada bajo una lloviznapersistente: primero el coche fúnebre,horriblemente negro y mojado, luegomister Gatz, el ministro y yo en lalimusina, y muy poco después, en lafurgoneta de Gatsby, cuatro o cincocriados y el cartero de West Egg, todosempapados hasta los huesos. Cuandoentrábamos en el cementerio oí que un

coche se paraba y el sonido de alguienque chapoteaba en el suelo mojadodetrás de nosotros. Me volví a mirar.Era el hombre con gafas como ojos debúho a quien descubrí una noche, hacíatres meses, maravillado ante los librosde la biblioteca de Gatsby.

No lo había visto desde entonces.No sé cómo se enteró del entierro, nisiquiera sé su nombre. La lluvia corríapor sus gafas, muy gruesas, y él se lasquitó y las secó para ver cómolevantaban la lona que protegía la tumbade Gatsby.

Intenté pensar en Gatsby un instante,pero ya estaba demasiado lejos, y lo

único que pude recordar, sinresentimiento, fue que Daisy no habíamandado ni un mensaje ni una sola flor.Apenas si oí vagamente un murmullo:«Bienaventurados los muertos sobre losque cae la lluvia». Y el hombre de losojos de búho contestó con fuerza:«Amén».

Volvimos deprisa a los coches, bajola lluvia. Ojos de Búho habló conmigoen la puerta:

—No he podido ir a la casa.—No ha podido ir nadie.—¡No me diga! —estalló—. ¡Dios

mío! Iban a cientos.Se quitó las gafas y volvió a

limpiarlas, por dentro y por fuera.—El pobre hijo de puta —dijo.

Uno de mis recuerdos más vivos es lavuelta al Oeste desde el colegio y,luego, desde la universidad ennavidades.

Los que seguían viaje más allá deChicago se reunían en la vieja UnionStation a la seis de una tarde dediciembre con algunos amigos deChicago que, sumergidos ya en laalegría de las fiestas, acudían adespedirlos. Recuerdo los abrigos depiel de las chicas que volvían del

colegio de miss Tal o miss Cual, y lascharlas entre el vaho helado de larespiración, y las manos que selevantaban a saludar cuando veíamos aviejos amigos, y cómo comparábamosnuestras listas de invitaciones, «¿Vas ala fiesta de los Ordway, de los Hersey,de los Schultz?»[26]. Y los billetes deltren, alargados y verdes, bien apretadosen las manos enguantadas. Y, por fin, enla vía, cerca de la entrada, los lóbregosvagones de la línea Chicago, Milwaukeey Saint Paul, que nos parecían alegrescomo las mismas navidades.

Cuando nos adentrábamos en lanoche de invierno y la verdadera nieve,

nuestra nieve, empezaba a extendersepor todos lados y a titilar y estrellarsecontra las ventanas del tren, y pasabanlas luces mortecinas de las pequeñasestaciones de Wisconsin, el aire seendurecía de pronto, afilado y cortante.Lo aspirábamos profundamente cuandovolvíamos de cenar a través de lasplataformas heladas, inconcebiblementeconscientes durante una horaextraordinaria de nuestra identificacióncon el país, antes de unirnos yconfundirnos de nuevo con él.

Ése era mi Medio Oeste, no el trigoni las praderas ni los perdidos pueblosde los suecos, sino los emocionantes

trenes de mi juventud en los queregresaba, y las farolas de la calle y lascampanillas de los trineos en laoscuridad escarchada y las sombras delas coronas de acebo que las ventanasiluminadas proyectaban sobre la nieve.Formo parte de ese mundo, un pocosolemne por la sensación de aquelloslargos inviernos, un poco orgulloso porhaber crecido en la casa de losCarraway, en una ciudad en la que lascasas todavía son conocidas durantedécadas por el nombre de la familiapropietaria. Ahora comprendo que, alfin y al cabo, esta historia ha sido unahistoria del Oeste: Tom y Gatsby, Daisy

y Jordan y yo somos del Oeste, y quizásuframos en común alguna deficienciaque nos hace sutilmente inadaptables ala vida en el Este.

Incluso cuando el Este meimpresionaba más, incluso cuando eramás consciente de su superioridad sobrelas aburridas, desangeladas yabotargadas ciudades de más allá deOhio, con su inquisitivo e inacabablefisgoneo del que sólo se libran los niñosy los muy ancianos, incluso entoncestenía para mí el Este una nota dedistorsión. West Egg, especialmente,sigue apareciendo en mis sueños másfantásticos. Lo veo como una escena

nocturna pintada por el Greco: uncentenar de casas, a la vezconvencionales y grotescas, encogidasbajo un cielo hosco y agobiante y unaluna sin lustre. En primer plano, cuatrohombres solemnes, vestidos de etiqueta,van por la acera con una camilla en laque yace una mujer borracha y en trajede noche. La mano, que cuelga a un lado,centellea enjoyada y fría. Muy serios,los hombres entran en una casa, una casaequivocada. Pero nadie sabe el nombrede la mujer, ni a nadie le importa.

Después de la muerte de Gatsby elEste me parecía hechizado,distorsionado, sin que mis ojos pudieran

corregirlo. Así que, cuando el humo delas hojas secas flotaba ya en el aire y laropa húmeda empezó a congelarse en lostendederos al soplo del viento, decidívolver a casa.

Había algo que tenía que hacer antesde irme, algo desagradable yembarazoso que probablemente hubierasido mejor no hacer. Pero quería dejarlotodo en orden y no confiar en que el marindiferente y diligente se llevara mibasura. Vi a Jordan Baker y hablé de loque había pasado entre nosotros, y de loque después me había pasado a mí, yella me escuchó, muy quieta, en un gransillón.

Iba vestida de golfista, y me acuerdode que pensé que parecía una buena fotopara una revista ilustrada, con el mentóngraciosamente levantado, el pelo colorde hoja en otoño y la cara del mismotono tostado que el guante sin dedos quedescansaba en su rodilla. Cuando acabé,me dijo sin más comentarios que sehabía comprometido con otro. No me locreí del todo, aunque había varios conlos que podría haberse casado con unsimple gesto de asentimiento, pero fingísorpresa. Por un momento me preguntési no me estaría equivocando, luegovolví a pensarlo todo rápidamente y melevanté para despedirme.

—Pero fuiste tú el que me dejó —dijo Jordan de improviso—. Me dejastepor teléfono. Ya no me importas lo másmínimo, pero aquello fue para mí unanueva experiencia, y durante un tiempome sentí un poco desorientada.

Nos estrechamos la mano.—Ah, ¿te acuerdas —añadió— de

una conversación que tuvimos una vezsobre conducir un coche?

—No, no me acuerdo.—¿No dijiste que un mal conductor

sólo está seguro hasta que se encuentracon otro mal conductor? Bueno, pues yome encontré con otro mal conductor,¿no? Quiero decir que, si me equivoqué

tanto, fue por mi propio descuido. Creíaque eras una persona bastante honesta ysincera. Creía que ése era tu orgullosecreto.

—Tengo treinta años —dije—. Herebasado en cinco años la edad dementirme a mí mismo y llamarle a esohonor.

No me contestó. Enfadado, medioenamorado de ella y tremendamentedolorido, di media vuelta y me fui.

Una tarde de finales de octubre vi a TomBuchanan. Iba andando delante de mípor la Quinta Avenida, alerta y agresivo

como siempre, las manos ligeramenteseparadas del cuerpo como paradefenderse de cualquier intromisión, ymoviendo bruscamente la cabeza alritmo de sus ojos inquietos. En elmomento en que reduje el paso paraevitar adelantarlo, se paró a mirar,arrugando la frente, el escaparate de unajoyería. Entonces me vio y retrocedió,tendiéndome la mano.

—¿Qué pasa, Nick? ¿Te niegas adarme la mano?

—Sí. Sabes lo que pienso de ti.—Estás loco, Nick —dijo—.

Totalmente loco. No sé qué te pasa.—Tom —pregunté—, ¿qué le dijiste

a Wilson aquel día?Me miró sin decir una palabra y

supe que no me había equivocado apropósito de aquellas horas perdidas.Traté de dar media vuelta, pero mecogió del brazo.

—Le conté la verdad —dijo—. Sepresentó en la puerta cuando estábamosa punto de irnos y, cuando mandé que ledijeran que no estábamos, intentó subirpor la fuerza. Estaba lo suficientementeloco como para matarme si no le hubieradicho quién era el dueño del coche. Enla casa no soltó ni un momento elrevólver que llevaba en el bolsillo —seinterrumpió, desafiante—. ¿Y qué si se

lo dije? Ese individuo recibió lo que semerecía. Te cegó igual que cegó a Daisy,pero era peligroso. Atropelló a Myrtlecomo quien atropella a un perro, y nisiquiera se paró.

No había nada que yo pudieraresponderle, salvo lo indecible: que noera verdad.

—Y si crees que no he tenido miparte de sufrimiento… Mira, cuando fuia dejar el apartamento y vi la malditacaja de galletas para perros en elaparador, me senté y lloré como un niño,Dios mío, fue terrible…

No podía perdonarlo ni demostrarlesimpatía, pero entendí que, para él, lo

que había hecho estaba completamentejustificado. Sólo era desconsideración yconfusión: Tom y Daisy eran personasdesconsideradas. Destrozaban cosas ypersonas y luego se refugiaban detrás desu dinero o de su inmensadesconsideración, o de lo que los unía,fuera lo que fuera, y dejaban que otroslimpiaran la suciedad que ellosdejaban…

Le di la mano; parecía absurdo nohacerlo, porque de repente fue como siestuviera hablando con un niño. Luegoentró en la joyería a comprar un collarde perlas —o quizá unos gemelos—,libre para siempre de mis remilgos

provincianos.

La casa de Gatsby seguía vacía cuandome fui: su césped había crecido tantocomo el mío. Uno de los taxistas delpueblo nunca pasaba ante la entrada sindetenerse un momento para señalarle asus pasajeros la casa; puede que fuera elque llevó a Daisy y Gatsby a East Egg lanoche del accidente, y quizá habíainventado su propia historia sobre elcaso. Yo no quería oírla y lo evitabacuando me bajaba del tren.

Pasaba en Nueva York las noches delos sábados porque seguían tan vivas en

mí aquellas fiestas deslumbrantes queaún oía la música y las risas,desmayadas y sin fin, que llegaban delos jardines de la casa, y los coches quesubían y bajaban por el camino deentrada. Una noche oí un coche deverdad, y vi cómo la luz de los farosiluminaba la escalinata. Pero noinvestigué. Debía de ser algún invitadorezagado que había estado en el confínde la tierra y no sabía que habíaterminado la fiesta.

La última noche, después de hacer elequipaje y de venderle el coche aldueño de la tienda de comestibles, meacerqué a ver otra vez aquel

extraordinario e incoherente desastre decasa. En los peldaños blancos unapalabra obscena, garabateada por algúnchico con un trozo de ladrillo, resaltabacon claridad a la luz de la luna, y laborré, frotando la piedra con el zapato.Luego bajé dando un paseo a la playa yme tumbé en la arena.

La mayoría de las casas grandes dela playa estaban ya cerradas y apenas sise veía una luz que no fuera elresplandor móvil y nublado de algúntransbordador que cruzaba el estrecho.Y, a medida que la luna cobraba altura,las casas, insustanciales, empezaron adesvanecerse y poco a poco tomé

conciencia de la vieja isla que, allímismo, había florecido ante los ojos deunos cuantos marinos holandeses: unpecho del nuevo mundo, verde y joven.Árboles desaparecidos, los árboles quecederían su sitio a la casa de Gatsby,provocaron una vez con sus susurros elúltimo y más grande de los sueñoshumanos: durante un instante encantado yefímero el hombre tuvo que contener larespiración en presencia de estecontinente, obligado a unacontemplación estética que no entendíani deseaba, frente a frente por última vezen la historia con algo proporcional a sucapacidad de asombro.

Y, allí, pensando en el viejo mundodesconocido, me acordé del asombro deGatsby cuando descubrió la luz verde alfinal del embarcadero de Daisy. Habíahecho un largo camino hasta aquelcésped azul y su sueño debió deparecerle tan cercano que difícilmentepodía escapársele. No sabía que ya lohabía dejado atrás, en algún sitio, másallá de la ciudad, en la vasta tiniebla,donde los oscuros campos de larepública se extienden en la noche.

Gatsby creía en la luz verde, elfuturo orgiástico que año tras añoretrocede ante nosotros. Se nos escapaahora, pero no importa, mañana

correremos más, alargaremos más losbrazos y llegarán más lejos… Y unabuena mañana…

Así seguimos, golpeándonos, barcascontracorriente, devueltos sin cesar alpasado.

FIN

EPÍLOGO: LOSESPEJOS DE

GATSBY

Francis Scott Fitzgerald escribió Elgran Gatsby en la Riviera francesa en1924 y la corrigió en Roma y Capri.«He escrito la mejor novela de losEstados Unidos», le dijo entonces a sueditor, Maxwell Perkins. El mito deGatsby es el mito del hombre de lasciudades, uno cualquiera, ese a quien

conocemos un día por casualidad ynunca sabremos quién es exactamente nide dónde ha salido. Gatsby es unemblema del ciudadano: esencialmenteserá la idea que los demás se hacen deél, asesino o príncipe, héroe o antihéroe,ser extraordinario que brilla en susfiestas magníficas, misterioso ysospechoso, Mister Nobody fromNowhere.

Todo lo que aparece en El granGatsby es algo que alguien ha visto ycuenta después: la infancia y primerajuventud del héroe, los amores y la bodade la heroína, la reconstrucción delcrimen final a partir de las

declaraciones de los testigos, el últimoverano de Jay Gatsby, recordado dosaños después de los acontecimientos porNick Carraway. Todo es verdad, salvolo que el protagonista cuenta de símismo para darse a conocer a su nuevoamigo, Carraway, el narrador, que,aunque presuma de no juzgar a nadie,juzgará a Gatsby y dictará su veredictoantes de que termine la historia. Elhabitante de las ciudades es lo que venen él los ojos de los demás.

En el verano de 1922, para ser vistoy reconquistar el amor perdido, Gatsbyorganiza fiestas extraordinarias en sucasa extraordinaria. Toda la novela es

una sucesión de fiestas y reuniones paracomer y beber. «La mayor orgía de lahistoria», le llamó a los años veinte delsiglo pasado Francis Scott Fitzgerald,que entonces andaba por los veinte años.Pero son diversiones que acaban enperturbación y desembocan en violencia.Fitzgerald dijo que quería escribir algohermoso y sencillo, y a la vez deestructura compleja, e ideó un juegoperfecto de vidas paralelas y figurasespeculares, empezando por el héroe,Gatsby, y el cronista de sus gestas,Carraway, dos desplazados, dosemigrantes, llegados a Nueva Yorkdesde el Oeste para prosperar en los

negocios del momento, la especulaciónfinanciera o el contrabando de licores.

Los dos demuestran ínfulas degrandeza cuando hablan de sí mismos. SiGatsby se presenta como descendientede una rica familia extinguida, viajeropor el mundo, cazador de fieras,coleccionista de joyas y héroe de guerracon el corazón roto, Carraway, que noha leído tanta literatura barata, sólopresume de ser honrado y de descenderquizá de unos duques ingleses, aunque sufamilia se haya dedicado toda la vida ala ferretería al por mayor. Gatsby pierdela cabeza por amor, pero Carraway seenamora tan rutinariamente que se

aburre y se desilusiona en el camino. Elnarrador vive en una casa peor que fea,anodina, a sólo unos metros de dondeGatsby refulge. A los dos losdeslumbran los ricos, el brutal TomBuchanan y la luminosa Daisy.

Sigue el juego de espejos: la parejadorada y resplandeciente se cruzará conel matrimonio miserable que formanGeorge y Myrtle Wilson. La revistapopular Liberty se negó a publicar porentregas El gran Gatsby al considerarlauna historia inmoral de amantes yadúlteros. Tanto Gatsby como Buchananpersiguen a las mujeres de otro, dosmujeres con nombre decorativo, de

flores, la margarita y el mirto, Daisy yMyrtle. Los cónyuges traicionados sonantitéticos, el ceniciento George Wilsony el imponente Tom Buchanan; losamantes clandestinos, Gatsby y Myrtle,tienen en común la capacidad de ilusión,el sueño de otra vida posible; Gatsbyquiere volver al pasado, reconquistandoel amor de Daisy; Myrtle, que pasa latarde con Buchanan y acabará con lanariz rota, piensa en el futuro: quierecomprar un collar de perro, un ceniceroque se traga la ceniza automáticamente yuna corona para la tumba de su madre.

Gatsby monta sus fiestas para atraera la mariposa Daisy a la luz de sus

jardines amenizados por la orquesta demoda. Su casa es una feria, un circo, unparque de diversiones donde quizá lomás espectacular sea la leyenda deldueño del circo, probable asesino,espía, traidor, o sobrino del emperadorde Alemania, una historia sacada de unarevista sensacionalista o de un cuentodel más cotizado de los cuentistaspopulares de la época, Francis ScottFitzgerald. Héroe de guerra, por encimade todos desde lo alto de la escalinatade su casa, mira su mundo inútil yefímero. Entonces repican las campanasy el narrador, Carraway, recuerda laazarosa lista de invitados a los bailes de

Gatsby y suena como la lista de losmuertos que Jorge Manrique recitaba enlas Coplas a la muerte de su padre.

Pero la verdadera historia de Gatsbyes más emocionante que todos suscuentos. Parece una autobiografía deFitzgerald, que nació en Minnesotacomo Gatsby, hizo la instrucción comoGatsby en un campamento cerca deLouisville, Camp Taylor, y acabódestinado a un campamento de Alabama,donde se enamoró de su futura mujer,Zelda Sayre, como Gatsby se enamoróde Daisy Fay. Fitzgerald tenía unadolorida sensación de tiempo idoirremediablemente y Gatsby pensaba

que podía resucitar el tiempo muerto, elpasado, y más aún, un único yprivilegiado momento del pasado.Gatsby es el negativo de Tom y DaisyBuchanan, que basan su esplendor en laherencia, la familia y la riqueza siemprerenovada de los antepasados: JayGatsby se inventó su nombre, huyó desus padres, de su historia familiar ypersonal, liquidó su pasado pararecuperar el pasado o, mejor, el pasadosoñado, fiel sólo a los propios sueños,con la valentía o la temeridadsuficientes para creerse capaz derealizarlos.

Es un héroe de tragedia: los mismos

pasos que da hacia su plenitud y sufelicidad lo llevan a la destrucción. Elacto final empieza a los acordes de unamarcha nupcial llegada de un salón debaile, como si se renovara la boda deTom y Daisy en el momento en queGatsby creía reconquistarla. Gatsby yMyrtle, los dos pobres amantesimposibles, acaban sacrificados en elmismo juego de azar: Myrtle, mártirarrodillada en la carretera con un pechoarrancado, y Gatsby, en una piscinapurificadora y bautismal, dos individuosde clase baja, inocentes, inmorales eimprudentes, aplastados al paso delmatrimonio Buchanan. Francis Scott

Fitzgerald, niño católico, parece queconservaba un recuerdo mítico y quizáinconsciente de la imaginería dolorosade su religión.

Tuvo el genio de percibir ununiverso mítico en un tiempo histórico,los años veinte en los Estados Unidos deAmérica. Los personajes de El granGatsby leen los libros que tuvieron éxitoentonces y bailan al ritmo de lascanciones de moda en el mundo surgidode la Primera Guerra Mundial, el mundode la especulación financiera y lacorrupción, la primera gran fiebre delautomóvil, la edad del jazz y las fiestasinterminables y la violencia cotidiana,

en vísperas de la gran depresióneconómica de 1929. El atrevimientoimaginativo de Fitzgerald culminacuando compara el deslumbramiento deGatsby ante su sueño de Daisy con laimpresión de los primeros colonosholandeses que llegaron a Long Islanden el siglo XVII en busca de un nuevomundo y una vida nueva: como si Gatsbyfuera la encarnación del americanooriginario, sin pasado, forjado por supropia voluntad, hijo de sí mismo comoDios, libre, sin límites en su derecho aser feliz.

JUSTO NAVARRO

NOTAS

[1] Personaje imaginario. Aparecíaen la primera novela de Fitzgerald, Aeste lado del paraíso. (N. del T.)

[2] Nick Carraway se refiere, conlenguaje de antiguo alumno, a laUniversidad de Yale. (N. del T.)

[3] John Pierpont Morgan (1837-1913), mítico banquero americano. (N.del T.)

[4] Zona de diversión en la ciudad.(N. del T.)

[5] Publicado en 1920, habíaalcanzado resonancia un libro tituladoThe Rising Tide of Color Against WhiteWorld-Supremacy (La marea crecientede color contra la supremacía mundialblanca), de Lothrop Stoddard, quecontaba entre sus fuentes The KallikakFamily: A Study in the Heredity ofFeble-Mindedness (La familiaKallikak: Estudio sobre la herencia dela debilidad mental), de Henry HerbertGoddard. (N. del T.)

[6] Fitzgerald modifica el nombre deuna revista sensacionalista de la época,Town Topics. (N. del T.)

[7] Simon Called Peter (1921),

novela de Robert Keable, que alcanzóun gran éxito. A Fitzgerald le parecía«realmente inmoral». (N. del T.)

[8] Joe Frisco (1890-1941), famosobailarín de jazz y actor cómico. (N. delT.)

[9] Gilda Gray (1901-1959), estrelladel Ziegfeld Follies, actriz y bailarinaque popularizó el shimmy. Nacida enCracovia su verdadero nombre eraMarianna Michalska. Murió enHollywood. (N. del T.)

[10] John L. Stoddard (1850-1931),viajero, fotógrafo y conferenciante.Reunió las charlas sobre susimpresiones del mundo en varios

volúmenes que alcanzaron grancelebridad. Su hijo, el citado LothropStoddard (The Rising Tide of Color…),mantuvo ideas antagónicas a las de supadre. (N. del T.)

[11] David Belasco (1853-1931),director y productor teatral, deespectaculares y realistas puestas enescena. Los libretos de las óperasMadame Butterfly y La Fanciulla delWest, de Giacomo Puccini, se basaronen historias y montajes de Belasco. (N.del T.)

[12] El joven Fitzgerald estuvo enCamp Taylor en 1918, preparándosepara la guerra en Europa, a la que no

llegó a ir. (N. del T.)[13] I’m the Sheik of Araby…,

canción de Harry B. Smith, FrancesWheeler y Ted Snyder, de 1921. (N. delT.)

[14] Castle Rackrent (1801), novelahistórica de la inglesa Maria Edgeworth(1767-1849). (N. del T.)

[15] The Love Nest, canción de LouisA. Hirsch y Otto Harbach, estrenada enBroadway, en la comedia musical Mary(1920). (N. del T.)

[16] Versos de la canción Ain’t WeGot Fun, de Richard Whitting, de lacomedia musical de Broadway Satires(1920). (N. del T.)

[17] Durante los años de prohibiciónde bebidas alcohólicas, se extendió elrumor de que la bebida llegaba deCanadá a través de un conducto secreto.(N. del T.)

[18] Fitzgerald cita el Evangelio deSan Lucas (2:49): «Jesús les respondió[a sus padres, José y María]: “¿Por quéme buscabais? ¿No sabíais que deboocuparme de los asuntos de mi Padre?”»(N. del T.)

[19] Three O’Clock in the Morning,canción de Julian Robledo y DorothyTerris, de 1919, incluida en elGreenwich Village Follies of 1921. (N.del T.)

[20] El liberto Trimalción es el fatuo,caprichoso y generoso héroe delSatiricón de Petronio. Fitzgerald pensódurante algún tiempo titular así sunovela, Trimalción, antes de decidirsepor El gran Gatsby. (N. del T.)

[21] La frase banal de Daisy parececitar dos versos de La Tierra Baldía deT. S. Eliot («Qué haremos mañana / quéharemos siempre»). (N. del T.)

[22] Canción de W. C. Handy, de1919, incluida en el musical Gaieties of1919. (N. del T.)

[23] James J. Hill (1838-1916),originario de Canadá, se instaló en 1865en Saint Paul, la ciudad natal de

Fitzgerald, donde se convirtió enmagnate del ferrocarril. (N. del T.)

[24] The Rosary, canción de EthelbertNevins y Robert Cameron Rogers, de1898, popular en los años veinte. (N. delT.)

[25] Cowboy de los relatos deClarence E. Mulford (1883-1956).Creado en 1904, fue sucesivamentehéroe literario, cinematográfico en losaños treinta, televisivo y radiofónico apartir de los cuarenta. En los cincuenta ysesenta era también un cómic famoso. Ellibro que James Gatz tenía en 1906 noapareció, sin embargo, hasta 1910. (N.del T.)

[26] Familias de Saint Paul,Minessota, en los días en los que vivíaallí el adolescente Fitzgerald. (N. del T.)

Escritor norteamericano,FRANCIS SCOTTFITZGERALD es uno de los

mejores exponentes de laliteratura norteamericana delsiglo XX. Sus novelas, situadasen las décadas de 1920 y 30,están consideradas comoauténticas obras maestras.Miembro de la llamada«Generación PerdidaAmericana», sus cinco novelasretratan un paisaje de personajesbrillantes y efímeros, dejuventud y también dedesesperación.Scott Fitzgerald estudió en SaintPaul, donde nació en 1896, y nocompletó sus estudios

universitarios, alistándose paraluchar en la Primera GuerraMundial, pese a que no llegó aluchar en ella. Su primeranovela, escrita en estos primerosaños, fue rechazada por distintaseditoriales. No fue hasta despuésde su compromiso con ZeldaSayre que logró vender A estelado del paraíso (1922).Acuciado por su desenfadadoestilo de vida, Scott Fitgerald nosólo escribía novelas, también suproducción de cuentos fue muyimportante, aunque por sunecesidad de liquidez solía

vender todos los derechosasociados a su producciónliteraria y, además, vivir depréstamos sobre futurosanticipos.De ese modo fueron saliendo sussiguientes obras, Hermosos ymalditos (1922), El GranGatsby (1925) —posiblementesu obra más conocida y adaptadaal cine—, y Suave es la noche(1934). En 1921 se publicó elcuento El curioso caso deBenjamin Button, obra muyconocida en la actualidadgracias a la adaptación

cinematográfica realizada en2008.A partir de mediados de los 30,Fitzgerald alterna su trabajocomo guionista en Hollywoodcon la escritura de su novela Elúltimo magnate, que seríacompletada y publicada demanera póstuma tras sufallecimiento en 1940.