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JAVIER RUESCASMANU CARBAJO

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© Javier Ruescas y Manu Carbajo, 2016

© de esta edición: Edebé, 2016Paseo de San Juan Bosco, 6208017 Barcelonawww.edebe.com

Atención al cliente: 902 44 44 [email protected]

Directora de Publicaciones Generales: Reina DuarteDiseño de la colección: Lola Rodríguez

Primera edición, marzo 2016

ISBN 978-84-683-1631-4Depósito Legal: B. 29697-2015Impreso en EspañaPrinted in Spain

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformaciónde esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excep-ción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos)si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com;91 702 19 70 / 93 272 04 45).

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A todos los que no tienen miedoa enfrentarse a sí mismos.

J. R. y M. C.

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El tiempo había dejado de tener sentido para Eden.

Las agujas del reloj podían haber comenzado a girar en el sentido opuesto y ella ni lo habría notado. Segundos,

minutos u horas eran palabras que habían perdido su signifi­cado en aquella habitación donde las puestas de sol o los amaneceres ya no marcaban el paso de los días. Ahora lo ha­cían las visitas de aquella mujer que muchas veces creía parte de sus sueños y que se encargaba de alimentarla y de cargar su corazón cada vez que pensaba haber sentido su último la­tido.

No había ventanas allí dentro. Tan solo paredes blancas y una cristalera enfrente en la que veía su reflejo cuando en­contraba las fuerzas suficientes para abrir los ojos y enfocar. Las luces del techo también eran blancas y, aunque a determi­nada hora se atenuaban hasta dejar la estancia en penumbra, no dirigían su ritmo de sueño. Al contrario: solía desvelarse en la semioscuridad con la misma facilidad con la que perdía el conocimiento bajo aquella iluminación que le hacía daño a los ojos. Y es que, aunque era incapaz de descansar, Eden ha­

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cía tiempo que había olvidado lo que era estar realmente des­pierta.

La misma mujer que se encargaba de darle de comer y de recargar la batería de su corazón entraba para limpiarla con ayuda de una palangana llena de agua tibia y de una esponja que le arañaba la piel. Su cuerpo tan solo estaba cubierto por un fino camisón color crema y por una sábana que cambia­ban cada cierto tiempo, en concreto, después de cada uno de aquellos análisis y pruebas que la dejaban aún más exhausta.

No había correas ni esposas que la sujetaran de ninguna manera a la cama. Ya no. Al principio había luchado contra ellas; había tirado y forcejeado hasta dislocarse el hombro. Fue entonces cuando comenzaron a administrarle los tran­quilizantes. Ignoraba cuántos días estuvieron suministrándo­selos, pero para cuando aquel goteo se detuvo, era incapaz siquiera de levantar los brazos del colchón. Desde hacía va­rios días, quizás semanas, tan solo la debilidad de su propio cuerpo le impedía levantarse y huir.

Un cable conectaba su brazalete a un monitor que detecta­ba las constantes de su corazón. Los pitidos que emitía se ha­bían convertido en la única melodía que jamás cesaba, estu­viera sola o acompañada, dormida o despierta. Incluso se colaba en sus sueños y se mezclaba con los recuerdos de su vida anterior, pervirtiéndolos hasta que era incapaz de saber si aquello era producto de su imaginación o lo había vivido realmente.

La Ciudadela seguía muy presente para ella. Durmiera o estuviera despierta, no dejaba de pensar en quienes se ha­bían quedado allí. En Madame Battery, en Darwin, en Aidan..., en Ray.

Y en Dorian apuñalando a Logan.Cada vez que aquel recuerdo le sobrevenía, las lágrimas se

escurrían por sus mejillas hasta el almohadón, sin fuerzas

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para levantar la mano y poder secárselas. El forcejeo poste­rior, el pañuelo empapado en cloroformo, los intentos de huir antes de que la realidad se fundiera en negro...

Creyó que había muerto.Después despertó en aquella habitación, y sintió el dolor

en el pie, el cansancio y aquel mareo que no remitía nunca y que solo había sentido en alguna de las largas marchas fuera de la Ciudadela. Su cuerpo parecía reclamarle energía. Comi­da. Agua. Sobre todo agua. Pero no se la daban; no la suficien­te, al menos. Únicamente la necesaria para mantenerla con vida. ¿Qué querían de ella? ¿Por qué no la dejaban morir?

En aquel cuarto no existía forma alguna de distraerse, y eso era lo peor: sentirse encerrada, no solo en aquel lugar, sino también en su cabeza, con sus recuerdos, y sus pensamientos, y sus sentimientos de culpa ¡y de rabia! ¿Dónde estaba Ray? ¿Qué había ocurrido en la Ciudadela? ¿Dónde la habían llevado?

Estaba tan cansada que ni siquiera encontraba fuerzas para responderse a sí misma ni para formular preguntas en voz alta cuando no estaba sola. En lugar de eso, su mente la transportaba sin piedad a través de la memoria, provocándole alucinaciones que la hacían creer que aún tenía alguna opor­tunidad de corregir el pasado y cambiar el futuro.

Había noches en las que se despertaba y creía estar en mitad de alguno de los durísimos entrenamientos de los centinelas, cuando ella aún no era más que una cadete recién alistada. Otras, se descubría riéndose a carcajadas en las barracas donde comían todos los soldados en los ratos de descanso; besando a Aidan en secreto; o jugando con Sama­ra... Había días en los que revivía con dolorosa claridad lo cómoda que había sido realmente su vida junto a los leales, cuando abandonó las madrigueras... y lo fácil que hubiera sido quedarse allí... y olvidar a los rebeldes.

Pero siempre despertaba de aquellos extraños sueños

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cuando menos lo esperaba y volvía a encontrarse entre aquellas cuatro paredes.

Tantas veces le había sucedido, tantas veces había vuelto a hablar con Logan o a sentir las caricias de Ray en su piel, que empezaba a dudar de cuándo estaba soñando y cuándo despierta. Pero entonces volvía el dolor y recordaba que vivía en una pesadilla peor que las que podía generar su imagi­nación.

—Buenos días, Eden, ¿has dormido bien?Lo escuchó a lo lejos, como si entre ella y aquellas palabras

hubiera una tormenta que le impidiera distinguir su proce­dencia. Era extraño, porque Eden estaba caminando en ese momento por la Ciudadela, exactamente por la Milla de los Milagros, y la calle estaba vacía. Ni rastro de los borrachos ni de los comerciantes habituales, ni tampoco de las mujeres que a veces se asomaban a las ventanas colindantes para col­gar la ropa húmeda. Lo que se alzaba frente a ella era el Bat­terie, con las luces refulgiendo en la noche. Ignorando la voz se dirigió al bar; la puerta estaba entreabierta y la música inundaba el local, pero tampoco había nadie allí.

—¿Battery? —llamó—. ¿Ray? ¿Kore?No obtuvo respuesta.En el suelo había cristales, y aunque curiosamente no lo

había advertido en un primer momento, algunos de los mue­bles estaban tirados por el suelo, algunos rotos. Eden se aga­chó y recogió un taburete para colocarlo junto a la barra. Ahí también había botellas y vasos rotos.

—Eden, vamos a comenzar con las pruebas...La chica se volvió a toda velocidad y se colocó en posición

de defensa, pero a su espalda no había nadie. La voz parecía proceder de todas partes y de ninguna al mismo tiempo. La habría imaginado, pensó, y siguió caminando por el bar hasta la mesa del fondo, junto al escenario en el que Kore y el resto

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de las chicas encandilaban a todos los hombres que entraban allí.

A ella nunca se le había dado bien bailar. De hecho, lo odia­ba. Y Madame Battery lo había comprobado de la peor mane­ra posible cuando, durante su primera semana allí, la obligó a danzar una noche. Al principio no había ido mal la cosa, inclu­so había llegado a creerse que podría salir airosa de la prue­ba. Pero entonces, en mitad de una de las piruetas que tanto había ensayado con Kore, un hombre alargó la mano y le aca­rició el muslo derecho. Antes de que pudiera retirar la mano, Eden le agarró los dedos y se los dobló hacia atrás hasta que oyó el chasquido que le confirmó que se los había roto.

Durante tres semanas se quedó sin paga, ya que Madame Battery la obligó a correr con los gastos de la operación del tipo, pero al menos quedó relegada a limpiar y a servir copas detrás de la barra, como ella quería.

Por suerte, cuando conoció a Samara y entró en el ejército como centinela, dejó de vivir en el Batterie. Solo se pasaba de vez en cuando a tratar algunos temas con los rebeldes. Pronto olvidó lo que era malvivir en el Barrio Azul y dejó de frecuen­tarlo.

En ese instante sintió un escalofrío en el pecho. Al levantar la mirada advirtió la batería que había sobre una de las mesas del bar. Ya tenía cargado un tubo de Blue-Power y los electro­dos conectados, listos para ser usados.

Solo había probado una vez aquella sustancia que alteraba el corazón de tal manera que los sentidos parecían disolvér­sete en un éxtasis indescriptible. ¿Quién había dejado eso allí? Sabía lo caro y lo difícil que era conseguir aquella sustan­cia y no entendía cómo alguien...

De repente sintió el impulso de gastarlo en ella. Sin pen­sárselo más, se quitó la chaqueta y la camiseta y se quedó con el sujetador. A continuación, se sentó en una silla cercana y se

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colocó los electrodos en el pecho. Por los viejos tiempos, pen­só. Y después presionó el botón de activación y dejó que la energía inundara su cuerpo de un solo golpe.

Cuando la electricidad atravesó su corazón, Eden cerró los ojos y apretó los dientes. Al volver a abrirlos, la luz blanca que la rodeaba era tan potente que tuvo que apartar la mirada. Y fue entonces cuando se dio cuenta de que ya no estaba sola.

—No nos vuelvas a dar estos sustos —le dijo la mujer que había junto a su cama, sentada en una silla con las piernas cruzadas.

Poco a poco, sus ojos fueron acostumbrándose al nuevo ambiente y empezó a sentir miedo. Volvía a estar allí, atrapa­da en aquella pesadilla eterna. Junto con su respiración y sus latidos, el pitido en la máquina a la que estaba conectada ace­leró el ritmo y la mujer se acercó a ella para acariciarle el pelo.

—Tranquila, Eden. Está bien. No ocurre nada, ¿lo ves? —y le sujetó la muñeca para mostrarle el brazalete con la luz roja brillando en él—. No vamos a dejar que te vayas.

La chica parpadeó despacio y miró a la mujer mientras le quitaba del pecho los electrodos que le habían colocado. Lle­vaba la melena oscura recogida en una coleta baja y las pocas arrugas que surcaban su rostro se concentraban alrededor de los ojos. Siempre vestía con una bata blanca y sus manos te­nían dedos largos y ágiles que no se estaban nunca quietos mientras hablaba. Desde la primera vez que la visitó, Eden tuvo la sensación de conocerla de antes, pero no lograba pre­cisar de qué. O quizás no la conocía de nada y solo buscaba un vínculo porque era la única persona que le dirigía la palabra y era amable, dadas las circunstancias.

La mujer recogió toda una serie de bártulos y los guardó en su maletín, pero regresó junto a Eden y le acarició el ca­bello.

—Siento que tengas que estar así, es por tu propio bien

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—explicó, y después se acercó hasta su oído para añadir en voz baja—: No dejaré que te hagan daño.

En ese instante, se abrió la puerta de nuevo. En el tiempo que Eden tardó en intentar volverse para ver quién era, el hombre que acababa de entrar se acercó a la mujer para ha­blar con ella.

—Vamos a proceder con el primer sujeto —le dijo.Se trataba de un hombre mayor, con las cejas grises bien

pobladas y el cuello arrugado bajo aquel traje que tan extra­ño resultaba en un lugar como aquel.

—Deberíamos esperar —le advirtió la mujer—. Aún es pronto y no hemos terminado con...

—No le estoy pidiendo permiso, señorita Collins. Solo le estaba informando, e invitándola a participar en la operación.

Cuando le colocó la mano sobre el antebrazo, la mujer dio un respingo que solo pareció advertir Eden.

—Será un momento histórico y me gustaría contar con su presencia.

Ella compuso una sonrisa y se apartó del hombre para re­colocarse la bata.

—Muchas gracias, doctor. Allí estaré.—Estupendo —contestó él, sonriente. A continuación se

volvió hacia Eden y frunció el ceño—. Deberíamos tomar una decisión respecto a esta. Hay algo en ella que... —pareció que­rer sondear su alma antes de continuar— me preocupa. Es peligrosa.

—Está controlada —le aseguró la mujer, y Eden, de haber tenido fuerzas, se hubiera reído al escucharles hablar de ella como si no estuviera allí.

—Eso espero. No queremos sorpresas.La señorita Collins debió de percibir la amenaza en su voz

tan claramente como Eden, porque enseguida se irguió y se colocó entre el hombre y la cama.

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—Está bajo mi cuidado —dijo—. Y no tendrán sorpresas: sé cómo es.

El otro soltó una carcajada y asintió.—Si eso cree...—Lo sé.El hombre y la mujer se retaron con la mirada en silencio

antes de que él asintiera y se diera la vuelta.—Espero verla esta tarde en la sala de operaciones —re­

marcó, y antes de abandonar la habitación, añadió—: No me falle.

La puerta se cerró con un chasquido y la mujer regresó junto a Eden.

—Yo te cuido. Yo te cuido... —le dijo, con una voz tan suave y arrulladora que, sin darse cuenta, arrastró a Eden poco a poco de vuelta al sueño... y a las pesadillas.

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