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I V. E L LI B R O A Z U Ly la historia ilustrada de

Basileus Tornavieja y la Casa del Tiempo

Pantone 485 C - Solid Coated

Blanco “sin caja”

100 % negro

CMYK - Magenta 95% - Cyan 95%

Pilar Pascual

I V. E L LI B R O A Z U L

y la historia ilustrada deBasileus Tornavieja y la Casa del Tiempo

© texto e ilustraciones, Pilar Pascual, 2017Autora representada por IMC Agencia Literaria.

© Edición: EDEBÉ, 2017Paseo de San Juan Bosco, 62

08017 Barcelonawww.edebe.com

Atención al cliente: 902 44 44 [email protected]

Directora de publicaciones: Reina DuarteDiseño: Fenix Factory, SL

1.ª edición, mayo 2017

ISBN 978-84-683-3189-8Depósito Legal: B. 8381-2017

Impreso en España Printed in Spain

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento

de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

Índice

1. La dama de cristal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7 2. Símbolos y pérdidas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21 3. La verdad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 39 4. Lo inesperado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53 5. El rey caído . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 67 6. El libro azul . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 81 7. El sabor del éxito . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 95 8. El laberinto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 113 9. De vuelta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13110. Zurullo o muerte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 14911. El intercambio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 16112. La gran raíz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17713. Reacciones sorprendentes . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19514. El Pozo Tranquilo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 20315. Una revelación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21916. Ecos y recuerdos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23717. Reencuentros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 24918. La revelación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 26519. Soñadoras o ilusas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27920. En camino . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29121. El corazón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 30322. En pie de guerra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31923. Rumbo al destino . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33324. Entre rocas y estatuas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 34125. El destino marcado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35126. La vieja torre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 363Epílogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 375

Basileus Tornavieja y la Casa del Tiempo. . . . . . . . . . . . 383

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Capítulo uno La dama de cristal

En Mundo Sueño

El estallido de la oniromarca de Rebeca había provo-cado una gran confusión en el valle. Hugo se montó sobre Venganza aturdido, sin asimilar lo que acababa

de experimentar. Su fiel Venganza agitó las flamígeras alas y le sacó de allí frente al estupor de las pesadillas, más deso-rientadas y confusas que él. Habían volado muchos sueños lejos de Tum, mientras él trataba de ordenar sus pensamien-tos. Necesitaba pensar con calma. La ruptura de la séptima Puerta había traído consigo la de las otras seis en un dominó de destrucción; lo sabía. Se había apoderado de ellas en los últimos días y las había sentido resquebrajarse en la distan-cia en millares de pedazos.

No había Puertas. No podría regresar nunca a casa. Y, sin duda, ahora era el ser más odiado de aquel lugar en el que debería vivir, Mundo Sueño, como todos los… exilia-dos. Todo aquello le confundía. No comprendía cómo Re-beca podía haber quebrado las Puertas y a la vez haberlos bañado a todos con su oniromarca. Por tanto, ya era obvio que nunca había tenido una marca moira; Abel no lo había logrado con ella. Y él se alegraba. Aquella luz cegadora le había transformado, le había abierto los ojos. Estaba solo con la verdad, solo con la estafa de lo que él había creído ser.

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Había percibido la oniromarca de Rebeca en su interior, agitándole, gritándole verdades que le provocaron una an-gustia interior de la que ya no podía librarse: Mundo Sueño era real y sus habitantes también. Y Venganza y su lealtad profunda también lo eran. Si alguien le hubiera dicho en aquel momento que él y su montura eran unas simples qui-meras, sencillamente le habría parecido ridículo. Esta era real, todos lo eran.

Así, atrapado en Mundo Sueño, volando para alejarse de aquel valle y de todos, llamándose estúpido, Hugo se re-cordó a sí mismo en la colina cerca de Tum, exigiendo una prueba de que existían verdaderamente a todos aquellos a los que iba a aplastar con su poder moira, justo antes de la batalla. Recordó a Cyperus Balsamífera, el guía de los elfos, mirándole con tristeza en el parlamento, cuando él había afirmado que solo hablaría con la madre de Rebeca, pues era la única persona real que había allí aparte de él mismo y el profesor Muro. Recordó a los medio reyes Adael y Galael. A la hermosa y majestuosa Titania, reina de las hadas, cuyos ojos penetrantes le habían asombrado; y a los señores ena-nos, a los gnomos, a los titilianos y a ese capitán, Delom, que se había enfrentado a él en Nueva Bétula. Recordó la mirada digna y resignada del profesor Muro, la firme y comprensiva de la madre de Rebeca, y se sintió un insignificante y estú-pido chico, que había creído saberlo todo y había sido ma-nipulado por su tremenda ignorancia. No podía echarle la culpa a nadie, porque había tenido la oportunidad de cono-cer la otra versión del secreto de la historia de mano de su buscadora, enviada por el propio Morfeo para ayudarle: Or-dalisa Topicot, la amiga invisible con la que había hablado tanto, jugado tanto, soñado tanto, cuando era solo un niño. Y entonces, comprendió que la nilberiana realmente había

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sido su única amiga todos esos años, que había permaneci-do junto a él en el internado a pesar de las dificultades y que le había seguido hasta Mundo Sueño para tratar de impedir que quebrara las Puertas. Evocó las palabras que su buscadora había dicho con el rostro empapado por la tristeza y la desesperanza al capitán del Barco de los Mil Destinos: «Delom, es el hermano de la dama de cristal, de ahí su parecido».

«El hermano de Adara…», había murmurado el capi-tán Delom.

Aquello le había pillado desprevenido entonces, y ahora al rememorarlo le provocó tal profunda pena que decidió pegarse al lomo de Venganza y llorar en silencio. Su herma-na se había perdido en Mundo Sueño; por eso nunca había despertado en la Vigilia.

«¿Quieres destruirnos a mí y a mi barco?», había conti-nuado Delom. «Pues has de saber que yo arriesgaría la vida para llevarte frente a Deseodesespero, donde está encerrada tu hermana, entre los temibles enanos de Dirboria. Has de saber que solo tú podrías sacarla de allí, que nadie más pue-de, y que para ello tendrás que dejar al Marcado».

Había permanecido pensando una y otra vez, con obse-sión, en las palabras de aquel capitán que tan bien parecía conocer a su hermana. Días atrás si alguien le hubiera dicho que Adara estaba encerrada en Mundo Sueño no lo habría creído, pero ahora que sabía que nada era como pensaba, la suposición de que ella estuviera encerrada en algún lugar tenía un aroma de verdad que le desmoronó. Bajó los ojos. Delom tenía razón: si no hubiera dejado de creer en Abel, nunca habría creído en sus palabras. Se sintió mal por haber dejado pasar tantos años sin hacer nada, mientras ella estaba encerrada en algún lugar sin que nadie la auxiliara.

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Sin embargo, la luz de Rebeca no solo le había mostra-do que todos los actos tienen consecuencias. Según el poder de su marca moira se extinguía al hacerse consciente de lo que había provocado, la oniromarca de ella le había consola-do susurrándole que siempre hay un camino, dándole alien-to para guiarle hasta un sueño nuevo, su esperanza de salva-ción a partir de entonces: redimirse por su pasado y salvar a su hermana. Por eso, esta idea se había hecho fuerte en su interior, insuflándole fuerzas para recomponerse. Delom había dicho que solo alguien como él podía sacarla de donde estaba. Debía liberar a su hermana como fuese, costara lo que costase. Le contó sus planes a Venganza. Esta profirió un gruñido que él entendió perfectamente. Le alegró ver que había perdido su marca moira, pero no la capacidad de entenderse con ella.

—El capitán no te mintió: Dirboria es un lugar inhós-pito y de difícil acceso, tierra de enanos dirborianos… Creo que son caníbales. Profesan un culto extraño y desconocido a la sangre. Es allí donde está lo que buscas, la roca Deseo-desespero —le respondió la mantícora—. Los seres de la Vigilia se sienten poderosamente atraídos por ella hasta el punto de pedir sus más íntimos deseos. A cambio de conce-dérselos, les hace pagar un precio: el de la desesperación.

—Entonces ya sé lo que voy a pedir —le contestó Hugo—. Llévame hasta allí, Venganza. Por favor.

De esta forma, habían encaminado su vuelo hacia el desierto rocoso de Dirboria. Hugo exhaló aire con profun-didad, consciente de que iba a arriesgar la vida. Notaba que nunca volvería a él su marca moira, que le había hecho sen-tirse poderoso y superior a los demás, si bien, sabiendo aho-ra la verdad, tampoco lo deseaba. Ninguna de las batallas que había librado antes le había requerido realmente de

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valor, porque no pensaba que pudiera morir en Mundo Sue-ño; pero aquello era distinto: se lo jugaría todo al ir frente a aquellos caníbales en busca de su hermana. Tenía que resca-tar a la pobre Adara costara lo que costase.

Había viajado sobre Venganza, arrebujado entre su plu-maje rojo intenso y acariciado por el viento que atravesaba sinuosa, sin dificultad. Y aunque había montado muchas ve-ces sobre ella, nunca había sentido el vuelo con tanta inten-sidad. Imaginó que se debía a saber que volaba de verdad sobre un ser único. Comenzó a pasar el tiempo, y Hugo tra-tó de contar los días, las noches que llevaban viajando, pero pronto se dio cuenta de que aquellas referencias no tenían sentido allí, solo los sueños. Y así contó siete en total, de distinta duración e intensidad, mientras Venganza volaba sin descanso sobre mares, islas, ríos, ciudades, bosques. El último de ellos, un sueño inquieto y poco definido, le resultó especialmente largo, y deseó dejarlo atrás cuanto antes. Qué grande era Mundo Sueño, a pesar de que la mantícora pare-cía devorar las distancias que le separaban de Dirboria.

—Qué rápida eres, Venganza.Ella rio, entonces.—No soy yo quien vuela rápido, amigo mío, son tus

sueños, que se suceden aprisa por tu ansia de llegar. Él, que se había notado desasosegado en el último trance,

con una sensación de vuelta atrás dada la necesidad acuciante que tenía de llegar a Dirboria, se sintió aliviado cuando al poco Venganza redujo la velocidad. Volaban sobre un desierto gi-gantesco y cobrizo, el paisaje más árido que Hugo hubiera visto nunca. No apreciaba un solo ser vivo, ni siquiera buitres. Solo diversas formaciones rocosas y montañas ásperas y vacías.

—Ahí la tienes: Dirboria, y en su interior se halla De-seodesespero.

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Era una montaña-roca muy alta y muy estrecha, empi-nada, en forma de tubo. No había un solo árbol sobre ella, solo crestas y rocas agrietadas de formas peculiares y diver-sas. Había otras elevaciones del mismo estilo, como gigan-tescos nidos de termitas, dispersas a lo largo de aquella gran extensión sin vida.

Venganza comenzó a planear en círculos sobre la cima de una de ellas, la más alta. Hugo observó que en esta había una oquedad enorme. Parecía el cráter de un volcán apaga-do. Cuando Venganza aterrizó definitivamente, vio que era en realidad una profunda caverna en cuyas paredes habían tallado una escalera informe e irregular que descendía en caracol hacia el interior.

—Los enanos habitan dentro —advirtió Venganza—. A partir de ahora, debemos tener extremo cuidado. Iremos andando y con cautela, pero no te bajes: puede que haya trampas.

Hugo descendió aun así, tomó una pequeña piedra y la dejó caer. Esta cayó y cayó, y aunque prestó atención, no oyó ningún sonido que le indicara que había topado con el suelo. Intimidado, miró a Venganza. No quería que se sintiera obligada a bajar a un lugar tan peligroso; bastante había he-cho con llevarle hasta allí.

—Tú… ¿no quieres marcharte? —le dijo. Venganza resopló, como toda contestación. Hugo no

dijo nada, pero le embargó una enorme gratitud. Montó so-bre su lomo y empezaron a descender por el abismo de Dir-boria. Bajaron hacia las profundidades del cráter durante un rato, caminando en círculos concéntricos hasta que la luz de la superficie se fue apagando para dar paso a otra que surgía desde las profundidades, desde el interior de aquella gruta vertical. Descendieron más, guiados por aquella luz de tintes

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azulados, magentas y malvas. Gracias a que Venganza podía ver en la oscuridad, lograron seguir los escalones sin caer rodando o al vacío, hasta que de pronto descubrieron de dónde provenía la luz: era un menhir central, gigantesco, de cuarzo muy pulido. Se abría paso desde las profundidades. La escalera helicoidal que discurría pegada a la pared del cráter rodeaba aquella columna luminiscente. Sin detenerse, bajaron aún más. La entrada se había transformado en un pequeño punto de luz sobre sus cabezas cuando descubrie-ron que sobre la superficie de aquella roca estaban cincela-dos, en polígonos irregulares, diversos rostros durmientes e indescifrables. Hugo se sintió de pronto poderosamente atraído por aquellos bajorrelieves que dormían sin el menor atisbo de vida. Era como si aquellas caras inertes le seduje-ran, le incitaran a despertarlas para pedir aquello que más deseaba. Fue el rugido de Venganza lo que le sacó de aquel trance.

—No las mires mucho —le dijo—. Si las despiertas sin el permiso de sus custodios, los enanos caníbales, no saldre-mos vivos de aquí. Debemos llegar a la base de la roca. Ten paciencia.

Hugo retiró la vista de los rostros en bajorrelieve y se centró en la escalera que tenía delante. Continuaron descen-diendo mientras el pilar central se ensanchaba junto con el cráter. Hugo desvió la mirada hacia arriba y comprobó que la luz de la superficie no llegaba ya hasta donde estaban ellos. No le importó. Había tomado la decisión de liberar a su hermana y llegaría hasta el final. Por eso, aunque los ros-tros silenciosos parecían susurrar su nombre cuando no los miraba, llamando su atención, aunque sentía cómo en su interior burbujeaba la urgencia de pedir que su hermana fuera liberada de aquel encierro, Hugo se contuvo. La vida

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de su hermana estaba en juego. Le había fallado tanto a Adara al luchar en el bando equivocado que no podía errar más.

Peldaño tras peldaño, bajaron hacia las profundidades en un avance monótono, con su deseo encadenado a la gar-ganta y los sudores recorriendo su frente. Fue un alivio ver que la escalera hacía un alto en un rellano más amplio, cu-bierto de estalactitas y estalagmitas que surgían como dien-tes afilados. Se acercó al otro extremo de la caverna y com-probó que la escalera continuaba descendiendo aún más. De pronto, al caminar por aquel rellano, se dio cuenta de que había dejado de sentir la urgencia de pedir a la roca su deseo. Era como si, pese a que seguía atraído por aquel pilar, su influjo sobre él hubiese menguado. Incluso su frente había dejado de sudar.

—La sangre llama a la sangre —dijo de repente una voz, seguida de una risilla maligna.

Ambos miraron de inmediato hacia el lugar donde habían oído el sonido, pero solo vieron una sombra que se replegaba y desaparecía velozmente entre las estalagmitas menos iluminadas. Venganza, acostumbrada a los cielos abiertos, estaba más nerviosa; aquella circunstancia era dura para ella.

—La roca otorga el deseo, se paga con el desespero, joven Hugo —se oyó, junto a varias risitas nerviosas y lúgu-bres a su espalda.

—¡Mostraos! —exclamó Hugo, dándose la vuelta como un relámpago—. ¿Cómo sabéis mi nombre?

Un hombre de apenas metro y medio, ancho como una roca y de faz tosca y barbuda, surgió entre las sombras de la caverna y avanzó hacia ellos, balanceándose al andar. Mostraba una especie de sotana oscura, en contraste con sus

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ojos brillantes. Se detuvo frente a ellos y sonrió enseñando una hilera de dientes afilados.

—La roca conoce tus deseos, ella nos lo ha dicho. —He venido a liberar a mi hermana —le contestó, si-

guiendo los consejos de Venganza—, a pediros permiso para decir mi deseo a Deseodesespero.

—Lo sé también. Solo la sangre se entrega por la san-gre —dijo, mirándole con curiosidad—. Es el privilegio del linaje… ¿Estás seguro de que quieres hacerlo? No hay vuel-ta atrás una vez que digas que sí.

—Estoy seguro, sí —dijo Hugo.Entonces, de entre las paredes rocosas de la caverna,

de entre las escaleras, de entre las sombras de las estalacti-tas, brotaron un sinfín de mujeres y hombres con los ojos negros y brillantes. Hugo alzó la vista y comprendió que habían estado junto a ellos durante todo su trayecto, pega-dos en las paredes, camuflados como las rocas mismas. Venganza desplegó las alas de inmediato al ver a aquel ba-tallón, y mostró sus dientes.

—Ni lo soñéis, malditos caníbales —rugió Venganza.El primero de ellos se adelantó un poco más. —¡Oh, no! No os comeremos —le contestó—. Has pa-

sado la prueba, joven Hugo. Posees una determinación ad-mirable. Con cada peldaño que has bajado por esa escalera has soportado el peso de tus deseos, incluido el mayor de ellos, por el que has venido. Por eso, el que llega hasta aquí tiene el permiso para dirigirse a la roca. Pero solo tú puedes seguirnos, aquí debe quedar tu montura.

Hugo respiró hondo, tratando de no entrar en pánico, pues sabía de antemano que iba a irse con aquellos dos den-tro de aquel abismo. No obstante, sentía que su vida no me-recía la pena, que debía ser castigado por todos sus actos.

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¿Acaso salvar a Adara no le daría al menos algo de paz? Su pobre hermana, tantos años encerrada en aquel lugar, y el único que podía ayudarla, él, perdiendo el tiempo en la lu-cha de Abel… Por eso no dudó. Abrazó a Venganza, que le miró muy reticente, y finalmente la convenció de que le es-perara al aire libre. No iban a dejarle hablar con la roca si la mantícora bajaba con él. Aun así, cuando vio ascender a Venganza, volando torpemente en la estrechez de la caver-na, notó que el corazón se le encogía de puro miedo.

Bajó con los enanos muchos niveles más, hasta que fi-nalmente atisbó que la escalera moría en una gran caverna rocosa cuyo centro horadado dejaba paso al gigantesco pilar, que continuaba descendiendo hasta una distancia insonda-ble. Ceñida en torno a la roca, como un anillo, se encontraba una pequeña plataforma conectada con el resto de la caverna por medio de pequeños puentes de apenas medio metro de ancho. Pegados a las paredes de la gruta vio diversos corre-dores, por los que a lo lejos llegaba cierta luz brillante, y deseó que fueran aberturas al exterior a pesar de que era muy improbable que la luz procediera de fuera, y él lo sabía. Los tuvo en cuenta por si tenía que huir de allí apresurada-mente.

Pronto se vio rodeado de un montón de enanos alboro-zados, peligrosamente amables. Hugo los miró, con desa-zón, y no dijo nada. Era como estar frente a una tribu pre-histórica, contentos por poder realizar una ofrenda a su tótem. Solo que la ofrenda era él. Él era parte de aquel ritual sagrado, acaso la pieza fundamental. Aparecieron entonces doce enanos ataviados con túnicas amarillas. Hugo dedujo que debían de ser los sacerdotes, porque el resto se apartó ante ellos. Cruzaron el estrecho puente de piedra y llegaron hasta el anillo interior que rodeaba el menhir. Se situaron en

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torno a él, corriendo claramente el peligro de resbalarse y caer al abismo, por donde la roca Deseodesespero descendía aparentemente sin final. Los sacerdotes elevaron de pronto las manos hacia aquel tótem sagrado.

—¡Despierta, Deseodesespero, despierta en paz! —dijo la suma sacerdotisa.

Mientras, los otros once sacerdotes repetían a coro: «La sangre se entrega por la sangre, la sangre se entrega por la sangre», y oscilaban de izquierda a derecha sobre un pie u otro alternativamente. La cavidad producía eco, de forma que sus voces se sucedían como una serie de ondas reverbe-rantes, alterando al resto de los enanos que los contempla-ban, y también a Hugo. Finalmente los rostros cincelados en el cuarzo despertaron. Abrieron los ojos de piedra y toda la roca entera cobró una luz azulada y magenta, desplegando un aura brillante de pequeñas luces en torno a ella. Todos los enanos suspiraron, en éxtasis.

—Gran roca otorgadora de deseos, este muchacho de-sea liberar a su hermana, que yace en tu cuerpo pétreo.

Los ojos inertes, impávidos, insensibles, escrutaron a Hugo.

—Yo concedo deseos, pero también desespero. Si por ella quieres cambiarte, te concederé tal deseo, pero pagarás con tu desespero.

Hugo no pudo evitar gemir, ante todos aquellos ena-nos que le miraban expectantes y aquella roca extraña y poderosa que le castigaría para siempre como había casti-gado a Adara, a cambio de su deseo. Y entonces, se la mostró. Vio a su hermana, encerrada como un fantasma vaporoso tras los polígonos perfectos de aquel cuarzo abismal. Su cuerpo, semitransparente, vagaba como perdido en el interior del menhir. La roca se hizo transparente como ella, y de repente

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Adara pudo verle. Comenzó a golpear con los puños, tra-tando de salir de allí, mientras las lágrimas salían a borboto-nes de sus ojos, como salían de los de Hugo, gritando su nombre, aunque el sonido de su voz no salía de allí.

—¡Adara! —chilló abalanzándose sobre la roca.De inmediato el círculo de enanos cerró filas, mostrán-

dole sus dientes y deteniendo su avance.—Sí, quiero cambiarme por ella —dijo Hugo sin espe-

rar más—. Este es el deseo que te pido. Los enanos gritaron alborozados, llenos de entusiasmo.

Hugo dio un paso al frente, dispuesto. Deseodesespero le miró, impávida, con todos sus rostros.

—Y este es el precio que pagarás por él: no te perdona-rás nunca por los actos que cometiste y, aunque los demás te perdonen, la culpa vivirá por siempre en ti a menos que rea-lices un acto en el que entregues tu vida voluntariamente. ¿Aceptas?

Hugo la miró y no dijo nada. ¿Acaso eso era un pre-cio para él? No quería perdonarse, no podía. Pagaría de buen grado aquel precio, si con ello Adara volvía a casa. Asintió, como signo de conformidad, y acto seguido ob-servó cómo la figura semitransparente de Adara traspasa-ba las paredes de la roca, volando hacia él igual que un espíritu ligero que no conoce la gravedad. Quiso abrazar-la, y ella a él también, pero al hacerlo notó que sus brazos la atravesaban sin tocarla.

—¡Adara, Adara! —gimió Hugo, conmocionado. ¡La había añorado tanto! Su hermana le miró, feliz, con los ojos emocionados y

brillantes.—Gracias, ángel mío. Ha sido tan duro estar ahí dentro…—Yo… no he sido un buen… —trató de explicarle,

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pero no podía, las palabras se le agolpaban a la garganta, sentía vergüenza. Finalmente solo dijo, con los ojos emocio-nados por volver a hablar con ella—: Adara, te quiero.

—¡Y yo, y yo! Cómo has crecido, Hugo. ¿Cuánto tiem-po he estado encerrada?

De súbito le pareció que el cuerpo de Adara se transpa-rentaba más.

—¿Qué te está ocurriendo? —exclamó Hugo, preocu-pado—. ¿Qué le ocurre? —preguntó a Deseodesespero, exi-giendo una respuesta.

—Nada que no hayas deseado —susurró esta, ya ce-rrando los ojos—. Tu hermana es libre, te has cambiado por ella. Es el privilegio que concedo a la sangre.

Adara le miró, negando con la cabeza. Ella tampoco entendía lo que le ocurría, pero se miraba las manos y poco a poco veía cómo se iba diluyendo.

—¡Hugo! —gritó, tratando de aprehenderle. —¡No!—Estoy…, me estoy yendo. Algo me llama… —dijo, al

ver que se separaban—. Es… mi propio cuerpo.La silueta de Adara desapareció. Ya no estaba allí. Su

espíritu había regresado con su cuerpo a la Vigilia, aunque Hugo no entendió cómo era posible. Las Puertas del Sueño se habían roto. Un montón de nuevas preguntas sin respues-tas surgió en su cabeza, cuando de súbito notó un pesar en su interior que le aturdió. Se sintió cargar con su culpa, un fardo que pesaba como un mundo entero, y supo que lo que había sentido antes había sido un paseo por el remordi-miento. Ahora, ahora sabía lo que era el desespero. Era un corazón que sangra, un cuerpo vibrante de fiebre. Una en-fermedad. Un dolor irrenunciable al que su pensamiento se aferraba. Y en el remolino del horror de aquel sentimiento,

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sintió que se veía a sí mismo como si nunca antes lo hubiera hecho, y no le gustó. Qué hoguera de desprecio sentía, qué invierno. Nada podría hacer ya, no conocería nunca más la felicidad, aunque la desease, porque no la merecía. Sería siempre ya como un lirio blanco cuya cercanía en los ojos de otros le quemaría igual que el sol, porque él nunca más la tendría.

Ascendió escalón a escalón por el túnel, guiado por el enano tétrico, hacia donde le estaría aguardando, impacien-te y nerviosa, Venganza. La culpa pesaba tanto que solo pensaba en librarse de ella, y para poder conseguirlo tenía que enmendar todo el mal que había provocado. Pensaba en obsesivos e hirientes círculos en los que acababa todo el rato él como culpable de todo, y la propia necesidad de aliviar aquel insufrible fardo le llevó a decidir que iría ante el Gran Trasgo. Fingiría seguir siendo el Rey Moira y liberaría a los custodios de las Puertas, que él mismo había ordenado al Gran Trasgo encarcelar, allá en Costaesqueleto. Necesita-ba… Resopló. Necesitaba aliviar cuanto pudiera el peso de la culpa. Era demasiado…, era demasiada culpa.

Llegó al rellano, al fin. Miró con los ojos cansados a Venganza, con el alma en un atardecer de niebla, y le pidió con un débil susurro que hiciera algo más por él. Que le diera un último apoyo. Que le llevara a tierras trasgas.