invierno, por daniel espartaco sánchez

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INVIERNO Daniel Espartaco Sánchez —Tony —dijo la voz del muro. Los imaginé al otro lado, cubiertos por varias capas de lana y algodón: el cuerpo minúsculo y blando de Fernanda envuelto en los brazos de Tony. Mi habitación tomó forma: el empapelado raído y las maletas de piel sintética apiladas junto al armario; y en estado gaseoso, suspendida en el aire helado, la noción de expectativa y miedo que me acompañaba desde pequeña cuando dormía en una habitación que no era la mía. Pronto tendría que estirarme, dejar la posición fetal, el calor de mi propio cuerpo; dejar la tierra y salir a la superficie; crecer, desarrollarme. Caminé hacia el baño, al otro lado del pasillo con el pijama y un abrigo de lana. Los azulejos y el tapete, de color marrón, no lograban comunicar siquiera una sensación de calidez. Me amarré una bolsa de supermercado en la cabeza y me metí bajo el chorro de agua caliente. Al salir me encontré a Fernanda, que esperaba de pie, vestida también con pijama y abrigo, los brazos cruzados. La conocía desde la escuela secundaria, cuando nos pinchamos los pulgares con un alfiler y juramos ser amigas por siempre, y así había sido, a pesar de todo. El 1

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Una historia contenida en la colección de historias Hombres armados (ICS, 2012).

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Page 1: Invierno, por Daniel Espartaco Sánchez

INVIERNODaniel Espartaco Sánchez

—Tony —dijo la voz del muro.

Los imaginé al otro lado, cubiertos por varias capas de lana y

algodón: el cuerpo minúsculo y blando de Fernanda envuelto en los

brazos de Tony. Mi habitación tomó forma: el empapelado raído y las

maletas de piel sintética apiladas junto al armario; y en estado

gaseoso, suspendida en el aire helado, la noción de expectativa y

miedo que me acompañaba desde pequeña cuando dormía en una

habitación que no era la mía. Pronto tendría que estirarme, dejar la

posición fetal, el calor de mi propio cuerpo; dejar la tierra y salir a la

superficie; crecer, desarrollarme.

Caminé hacia el baño, al otro lado del pasillo con el pijama y

un abrigo de lana. Los azulejos y el tapete, de color marrón, no

lograban comunicar siquiera una sensación de calidez. Me amarré una

bolsa de supermercado en la cabeza y me metí bajo el chorro de agua

caliente. Al salir me encontré a Fernanda, que esperaba de pie, vestida

también con pijama y abrigo, los brazos cruzados. La conocía desde la

escuela secundaria, cuando nos pinchamos los pulgares con un alfiler

y juramos ser amigas por siempre, y así había sido, a pesar de todo. El

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pasillo estaba helado, Tony decía que era peligroso dormir con los

radiadores de gas encendidos.

—¿Dejaste un poco de agua caliente? —preguntó Fernanda.

—No.

—Tengo que llegar temprano al trabajo.

—Lo siento.

—La culpa es de Tony.

—¿Por qué?

—Fue idea suya que vivieras con nosotros.

Coloqué las maletas sobre la cama y busqué algo que ponerme

entre el baturrillo de prendas limpias y sucias. El espejo en la pared no

me dijo gran cosa esa mañana de enero de 1996, salvo que yo era una

mujer morena, muy delgada, casi en la edad adulta, y que mi vida

durante la última semana había estado enmohecida por la somnolencia

y el desapego.

En la cocina Tony había preparado café, pan tostado y huevos

fritos, un olor que me parecía repugnante.

—¿Quieres desayunar? —me preguntó—. Dice el periódico

que hoy va a nevar.

Era cinco años mayor que Fernanda y yo, un buen tipo, por eso

me invitó a vivir con ellos cuando supo que yo había decidido dejar la

casa de mis padres. Lo conocimos en el grupo de oración de la

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parroquia de Santo Niño.

Grueso y musculoso, era más bien feo, pero simpático. Un

bigote ralo brotaba de su labio superior y usaba el cabello cortado a

cepillo, en la nuca tenía una cicatriz. Una vez me contó que fue un

niño gordo y por eso decidió ir al gimnasio; que había leído en la

última página de una revista la historia de un hombre flaco que es

molestado en la playa por unos tipos, delante de su novia, pero que

después de usar el método del anuncio adquiere musculatura y

reivindica su honor en la misma playa, con la misma novia, frente a

los mismos tipos. Esa historia le impresionó y por eso pasaba tanto

tiempo en el gimnasio de un amigo suyo, a dos cuadras de ahí, sobre

Niños Héroes.

La casa era de su madre, que vivía en los Estados Unidos,

donde se volvió a casar, y le mandaba dinero. Tony sólo se dedicaba al

gimnasio y al grupo de oración, por eso conocía la Biblia al revés y al

derecho. Pensaba regresar a la escuela el próximo año, decía, para

estudiar contabilidad, pero antes debía presentar los exámenes para

concluir la preparatoria. La madre permitía también que su ex esposo,

el padre de Tony, viviera en la casa, en el cuarto de la azotea. A éste se

le podía ver afuera, en el coche, con la radio encendida. Estaba

jubilado y tenía una pensión, había sido profesor de Ciencias

Naturales. Del interior del coche emanaba un olor que yo asociaba con

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la infancia: brandy y tabaco. El ruido de fondo también era familiar:

La hora de Javier Solís, el programa de una estación local.

Tony me puso enfrente una taza de agua caliente y el tarro de

café soluble.

—¿Quieres azúcar, leche?

A mí me gustaba el café negro, así fue como mi madre me

enseñó a tomarlo —cuestión de carácter, decía ella— y aunque me

daban asco los huevos fritos y el pan tostado, disfrutaba esa primera

taza con Tony, en parte porque me sentía agradecida con él, y en parte

porque mi anfitrión parecía necesitar compañía y charla, porque

Fernanda a veces pasaba todo el día en el hospital doblando turnos.

Tomé el primer trago de café, el que me sabía a pasta y enjuague bucal

porque me había cepillado los dientes en la regadera.

—Usa un portavasos —me dijo.

Miré las cortinas con dibujos: zanahorias, apios, cebollas. Me

pregunté si las cortinas las habría escogido la madre de Tony, muchos

años antes, cuando la gente colocaba cortinas con dibujos de

hortalizas. Cogí la edición matutina del periódico que Tony compraba

cada mañana para leer la sección de deportes y el anuncio clasificado.

—¿Qué dice? —preguntó Tony.

—Encontraron otras dos mujeres muertas.

La nota era escueta, tercera página, en la fotografía del cerco

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policíaco había dos peritos afanados en buscar evidencia junto a dos

cuerpos cubiertos con bolsas de plástico.

—”Ambas víctimas son morenas, de cabello negro, largo, entre

los 16 y18 años de edad” —leí.

Tony estaba de buen humor, absorto en preparar su bebida:

primero dos cucharadas de café soluble, luego dos de azúcar, leche

condensada y agua caliente. Así cada mañana, el mismo órden.

—”Presentan indicios de abuso sexual” —leí en voz alta.

—Como tú —dijo Tony.

—¿Perdón?

—La descripción se parece a la tuya.

La sonrisa debajo del bigote significaba que me estaba

embromando, como todas las mañanas, y sentí un malestar no muy

diferente del estado de ánimo en el que me encontraba desde que me

enteré de que no pasé el examen de ingreso a la Facultad de

Comunicación, cuando me pareció insoportable seguir en casa de mi

madre, someterme a sus reglas, y decidí buscar un trabajo.

Y recordé a Elías, el que había sido mi novio, sobre el puente

peatonal frente a la parroquia de Santo Niño, cuando me dijo que no

quería nada conmigo. Su rostro famélico y cubierto de acné, las manos

en el bolsillo del chaquetón militar. La ropa que usaba, vieja, pasada

de moda, era la que su padre había dejado cuando se fue de la casa.

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Esa tarde me contó que años antes, en el depósito de agua junto a la

iglesia de la Inmaculada Concepción, una mancha de óxido tomó la

forma del rostro de Jesús —podía verse la barba y el pelo largo— y

por eso era imposible circular por la avenida, los coches se detenían

bajo el depósito y la gente lo consi-

deraba un milagro, hasta salió en el periódico. “Hasta que la lluvia

borró el rostro de su dios”, dijo Elías, con sorna. Él no provenía de

una familia religiosa, sus padres eran ateos. Se dio la vuelta y me dejó

ahí, sobre la avenida Vallarta, bajo un cielo del color de un trapo de

cocina.

—¿Estás bien? —preguntó Tony.

—Sí —dije—, ¿puedo tomar otra taza de café?

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—Hola, Tony, vengo por mi hija —dijo mi madre.

Era un desastre esa mañana, sin maquillaje, el cabello

enmarañado, y su abrigo gris rata con cuello de felpa. Mi padre se veía

más joven, porque parecía chupar la sangre de mi madre, nervudo, el

cabello ensortijado de un color ceniciento, con un cigarro en la boca,

la indefectible barba de tres días. Mis dos hermanos completaban esta

especie de composición tridimensional; ellos me habían chupado la

sangre a mí durante los años que tuve que prescindir de una vida

propia para cambiarles los pañales con mi madre en el peinador y mi

padre en el bar; y sin embargo los quería a todos.

—¿Gusta pasar, señora? —dijo Tony, el rey de la cortesía—,

estábamos desayunando.

—Se me hace tarde para ir al trabajo —dije.

Escuché mi propia voz decir esto como si cada palabra fuera

dictada desde algún punto de mi cerebro donde las cosas parecían

funcionar con normalidad. Me adelanté y cerré la puerta detrás de mí,

no quería que Tony presenciara la escena que estaba por ocurrir. La

calle vacía, casas de un solo piso y parabrisas cubiertos de escarcha

bajo un cielo nublado, el infinito trapo de cocina que flotaba sobre mi

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estado de ánimo; al fondo la avenida Niños Héroes donde algunos

autos transitaban. Aunque era viernes prometía ser como un largo y

fastidioso domingo de una infancia sin televisor. El viento del norte

me pegó en la cara y sentí los labios partidos.

—Tengo que trabajar —dije, como para explicar que pronto

cumpliría 18 años, y había adquirido compromisos ineludibles que mi

madre, la misma que me enseñó la importancia del trabajo, debería

comprender.

—No está bien que una muchacha decente esté fuera de su

casa.

Mi padre permaneció detrás de ella, pendiente de que el auto

no fuera a apagarse, porque entonces sería necesario abrir el cofre y

manipular el motor en una especie de suerte que no podía estar más

alejada de la técnica.

—Se me hace tarde —dije.

Pero a mi madre, una versión de mí misma, gruesa y

envejecida de manera prematura, le daba por ponerse dramática:

—Si no vuelves a la casa ya no te consideres mi hija.

—Nosotros te llevamos al trabajo —intervino mi padre.

Si intentaba caminar hasta la avenida me seguirían en el auto y

odiaba las escenas, presenciadas durante toda una vida, cuando mi

madre, después de una excursión, se bajaba con un portazo y había

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que perseguirla y rogarle que volviera a subir, muchas veces con el

auto en reversa para respetar el sentido de la calle.

—De verdad se me hace tarde, si quieren hablamos cuando

salga.

Intenté parecer conciliadora, me senté en el asiento trasero y pensé

que sería fácil escabullirme una y otra vez, las veces necesarias.

—¿Cuándo vas a volver, Tabita? —preguntó uno de mis

hermanos, el mayor, de ocho años.

Le había cambiado tantas veces el pañal y lo había cuidado

durante tantas enfermedades, que era una especie de segunda madre

para él.

—Aquí —dije cuando llegamos a la avenida.

Me apeé junto a la parada del autobús, el cual, gracias a Dios,

se detuvo frente a mí. Mi madre gritó algo, no supe qué. De niña leí

una historia en donde el protagonista se convierte en piedra al mirar

hacía atrás, mientras huye, y yo había decidido que no quería eso:

convertirme en piedra, mirar hacía atrás. El asiento helado del

autobús, el polvo, el crujir de los embragues, y la escarcha en la

ventana, mis compañeros de viaje, aún dormidos. Saqué un espejo del

bolso y miré

mis mejillas rojas por el frío, cubiertas de pecas, la boina de estambre

en la cabeza, el abrigo raído. Un día tendría dinero para comprarme un

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abrigo nuevo y sería de color rojo.

Caminé entre el olor a desinfectante, a ropa y zapatos nuevos,

y entré en el área de empleados de los almacenes Kúpfer. Pasé la

tarjeta por el reloj checador, me quité el abrigo y lo guardé en el

armario. Llevaba una falda de poliéster de color azul marino, medias

gruesas de lana, color negro, y un suéter ajustado que hacía lucir mi

talle. Me coloqué el uniforme, un saco de color escarlata. “Hola, soy

Tabita, ¿en qué puedo servirle?”, decía el gafete, en un globo de

historieta.

Hubo pocos clientes durante la mañana, entre ellos una mujer

que se probó varias prendas y no compró nada. Mi sueldo base a la

semana no era mucho y me pagaban comisión por la cantidad de ropa

vendida.

—¿Qué tal me veo? —me preguntó al salir del probador con

unos pantalones bombachos.

—No lo sé —dije.

Me miró con hostilidad y regresó al otro lado de la cortinilla.

El gerente de piso, el señor Zúñiga, me dijo que si quería sacar un

buen porcentaje a la semana, era conveniente decirles a los clientes

que se veían bien, aunque no fuera cierto, pero me costaba trabajo

mentir.

Durante el curso de capacitación para empleados

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de la nueva sucursal Kúpfer, el señor Zúñiga dio muestras de un

interés particular por mí, y me hizo varios regalos: primero unos

dulces que sacó del bolsillo, después una pluma y un llavero con el

logotipo de los almacenes Kúpfer, y al final un libro:

—Este libro cambió mi vida —dijo, y me explicó que era un

manual para convertirse en el mejor vendedor del mundo desde un

contexto religioso.

Me pareció mal que se desprendiera de un libro tan importante

para él, a lo mejor quería conservarlo, así que saqué del bolso una

libreta para anotar el título y el autor.

—Voy a preguntar en la librería —le dije.

Pero me explicó que tenía varios ejemplares para obsequiarlos

a personas que, como yo, en su modesta opinión, tenían el futuro

asegurado en almacenes Kúpfer, una empresa en expansión. En caso

de que se abriera otra sucursal, yo podría ser gerente de piso, así como

él fue una vez vendedor. Y aunque todos habían sido muy amables

conmigo, me pregunté si realmente

quería tener un futuro en los almacenes Kúpfer. Quería presentar otra

vez el examen de admisión a la universidad, pero no me sentía capaz

de estar ahí otra vez, en el pasillo de la facultad, y no encontrar mi

nombre en la lista de los admitidos.

La noche que terminó el curso de capacitación y el almacén

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organizó una cena en el área de refacciones automotrices, el señor

Zúñiga me acompañó en taxi hasta casa de Tony y me besó en la

puerta. Aunque lo rechacé, estuve a punto de corresponderle, a pesar

del olor a brandy, e incluso sentí una especie de estremecimiento

cuando su mano, donde brillaba el anillo de matrimonio, me tomó de

la cintura. Y desde entonces no me dijo una palabra al respecto

durante las horas de trabajo, y gracias a Dios no mostró ninguna

preferencia por mí en perjuicio de mis compañeras. El brandy me

parecía repugnante porque siempre que asistía con mi familia a una

boda, o quince años, mi padre insistía en robarse las botellas

adornadas con encajes, cáscaras de huevo y brillantina. Una vez me

pidió que ocultara el brandy bajo el abrigo y uno de los guardias de la

salida se dio cuenta.

El problema fue que Tony vio a través de la ventana cómo el

señor Zúñiga intentó besarme. Cuando entré a la casa, la luz de la

cocina estaba encendida y lo encontré sentado a la mesa con un vaso

de leche en la mano. Comenzó a sermonearme en voz baja, primero de

una manera en apariencia amigable, como si fuera mi hermano mayor.

No estaba bien que me besara con personas mayores que yo y me

comportara como una mujer fácil, y menos con la persona que pronto

sería mi jefe, me dijo, cuando le expliqué quién era el señor Zúñiga.

Cuando intenté decirle que yo no era de ese tipo, que no tenía derecho

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a espiarme, me contestó —en voz baja, Fernanda dormía— que podía

acostarme con todos los hombres que quisiera, pero no en su casa, y

citó el Levítico. Y cuando quise decirle que él no era nadie para

citarme la Biblia, puesto que dormía todas las noches con Fernanda

sin estar casados, él dio por terminada la discusión, lavó el vaso en el

fregador y fue a acostarse.

Nos reconciliamos la noche siguiente. Fernanda estaba de

guardia en el hospital y Tony se disculpó conmigo en el cuarto de

lavado, donde había un fregador de losa. Yo también me disculpé.

Aunque no era mi

culpa quería estar bien con Tony, al final de cuentas, él se preocupaba

por mí más que otras personas. Elías, por ejemplo. Me preguntó si

sabía en qué parte de la Biblia estaba escrito el nombre de Tabita. Le

respondí que no, me llamaba así por mi abuela y no me gustaba el

nombre. En la escuela primaria y secundaria los compañeros de clase

se burlaban de mí.

—Hechos de los apóstoles, capítulo 9 —dijo Tony.

A mí me gustaba leer pasajes como El cantar de los cantares,

pero no conocía los Hechos. Me contó la historia: Tabita era una viuda

acaudalada que vivía en Joppe, la actual ciudad de Jaffa, en Israel. Se

llamaba Dorcas en griego, ambas palabras significan gacela.

—Como tú —dijo Tony.

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Cuando Dorcas murió, el apóstol Pedro la resucitó para que los

habitantes de Joppe creyeran en el Señor. Fue un ángel quien lo

mandó llamar a la ciudad, y ahí Pedro tuvo la visión divina de ya no

distinguir entre judíos y gentiles.

Al sentir la proximidad de Tony no pude pensar en nada más,

dejé que me tomara de la cintura y me besara.

—No —dije después.

—Lo siento.

Pensé en la cara que pondría Fernanda cuando se enterara.

¿Qué hacer? Una opción era regresar a casa de mis padres, pero

nunca. La otra era esperar hasta el día quince cuando me pagaran y

alquilar un lugar, pero no me alcanzaría el dinero porque casi no había

vendido ropa. Tony tenía la cabeza apoyada en el quicio de la puerta, a

punto de darse de golpes y como era un tipo grande y fuerte, me

pareció cómico y me reí.

—No te preocupes —dije—, Fernanda no tiene por qué

saberlo.

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Pero ese día de enero de 1996, cuando dieron las siete de la tarde, yo

estaba decidida a modificar las circunstancias de mi vida, sin saber

cómo. El señor Zúñiga caminaba por el área de calzado con las manos

en la espalda, un comentario amable en la boca para cada subordinada,

rebosante del sereno entusiasmo que yo tanto admiraba. La tienda

estaba vacía, la música ambiental, la luz de las lámparas y los grandes

ventanales que daban al paisaje gris de la avenida me hacían sentirme

peor que nunca. Una inquietud nacía dentro de mí, o flotaba como un

gas en medio de la

tienda, sin revelar del todo su identidad tan conocida. Después de

vender tan sólo un par de prendas, era obvio que yo no reunía las

cualidades que esperaban de mí los almacenes Kúpfer. Las

compañeras de trabajo charlaban recargadas en el mostrador, junto a la

máquina registradora.

—¿Sabes qué es lo que me dijo mi papá?

—¿Qué?

—Que no debería trabajar en este lugar porque el dueño es

judío.

—¿Qué es un judío?

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—No sé.

Pedí prestado el teléfono y marqué el número del peinador de

mi madre:

—Bueno —contestó ella.

De fondo se escuchaba la secadora de pelo y la telenovela de la

media tarde.

—Mamá...

Pensé decirle: no voy a volver, aunque me sienta tan sola y haga tanto

frío por las noches y el mundo transcurra de esta manera tan lenta y

fría.

—Hija...

—Yo conocía a una de las mujeres que encontraron

—dijo una de mis compañeras.

—¿Sí? —respondió la otra.

—Fuimos juntas a la escuela.

—No te creo.

Colgué y marqué otro número después de cerciorarme de que

la figura famélica del señor Zúñiga no se apareciera entre los armarios

y los colgadores.

—Bueno —contestó Elías.

—¿Cómo estás?

—Muerto de frío.

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—¿Estarás ahí?

—Sí...

—¿Puedo ir?

—Si quieres...

El señor Zúñiga me encontró en el área de vestidores, justo cuando

colgaba el saco del uniforme con el gafete que decía “Hola, soy

Tabita, ¿en qué puedo servirle?” y me ponía el abrigo para salir a la

calle.

—¿Leíste el libro?

No, no había tenido ganas de leer el libro que cambió la vida

del señor Zúñiga.

—Apenas lo comencé.

—Estoy seguro de que te va a gustar.

—Se ve interesante.

—No olvides checar tu salida.

Cuando caminé por Niños Héroes un hombre envuelto en

varias capas de ropa, como una especie de muñeco grasiento, me

extendió una mano con la edición vespertina del periódico que leía

Tony: en la primera página estaba la fotografía de otro cadáver de

mujer encontrado esa mañana.

—¡El periódico de la tarde! —gritó el muñeco—, ¡macabro

hallazgo!

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Entre en una farmacia, la calefacción estaba encendida, de

fondo se escuchaba la voz de un locutor de radio. La cabeza de la

dependienta emergió de un suéter de cuello de tortuga, tenía los

cabellos rubios y aplastados en la frente, las mejillas encarnadas.

—Está helando —dijo—, dicen en el radio que va a nevar.

¿Qué vas a querer?

—Preservativos.

La sonrisa de la dependienta se distendió y su cara se puso aún

más roja.

—Oh.

Era una escena que había pensado tantas veces: entrar ahí,

acercarme al mostrador y decir con parsimonia: “una caja de

preservativos, por favor”. Cualquier cosa era mejor que: “una prueba

de embarazo, por favor”. Pero la cara de la dependienta me hizo

recordar cuando mi madre me mandaba a comprar toallas sanitarias y

el tendero me daba el paquete envuelto en periódico. Esto no significó

nada para mí hasta el día que tuve la regla por primera vez fui a la

tienda y el hombre me dio el paquete envuelto. Lo coloqué en la red,

junto a la caja de leche y la barra de pan, y supe que era algo de lo que

tendría qué avergonzarse toda la vida.

—Tenemos éstos —dijo la dependienta de la farmacia.

Bajo el cristal del mostrador había toda clase de marcas, con

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diferentes especificaciones y precios.

—Éste —dije, y señalé la envoltura menos atractiva, la más

barata, porque yo era una empleada de almacenes Kúpfer, empresa en

expansión, que vivía de sus magros ahorros.

Mi padre estudió el bachillerato en una escuela de comercio, y

hubo un tiempo lejano, cuando yo era niña, en el que fue gerente de

una sucursal bancaria. Al ser descubierto en un intento de fraude, los

superiores le dijeron que no iban a tomar medidas legales si

renunciaba. Por eso mi madre no tuvo otra opción que retomar el

oficio que había ejercido antes de casarse, el de peluquera, y puso un

peinador en la sala mi abuela Tabita, su suegra, porque no podía pagar

un alquiler. Ahí logró hacerse poco a poco de la clientela, la silla

giratoria, el tocador con espejo, el televisor sintonizado en el canal de

las telenovelas, la máquina secadora de pelo y la colección manoseada

de revistas sobre el mundo del espectáculo. Cuando mis hermanos

nacieron yo me quedaba en casa a cuidarlos porque a la abuela Tabita

los niños le encrespaban los nervios y no podían estar en el peinador y

molestar a los clientes.

La abuela Tabita en un principio rechazó a mi mare porque en

los años setenta las peluqueras tenían reputación de mujeres fáciles.

“Se consideraban una buena familia, me contó mi madre, de clase

media. Tu padre era empleado de banco, y después de casarnos llegó a

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ser gerente”. La gran bonanza de la historia familiar podía verse en

fotografías tomadas con la cámara Kodak Instamatic y cubo mágico:

mi padre de cabello corto, y bien afeitado, vestido de traje, la corbata

tan ancha que parecía babero; mi madre con peinado a la Farrah

Fawcett y el vaporoso atuendo de la época disco. Había cierta

opulencia: la casa que mi padre compró a crédito y perdió después del

fraude; un árbol de navidad sintético, hojas de aluminio, esferas rojas,

luces seriadas; muebles modernos, juguetes nuevos. Sobrevivió el

cuadro de firma ilegible, pintado a mano, con la cabaña de troncos

junto al lago, un bosque y una montaña, que mi madre atesoraba como

una reliquia familiar, y fue comprado en una tienda de marcos. Yo

crecí sin un concepto desarrollado de la intimidad en una casa

alquilada en la colonia Obrera, de distribución excéntrica, en donde

había que atravesar dos recámaras para llegar a la cocina y el baño.

Yo debía de estar en sexto de primaria cuando nació el mayor

de mis hermanos. Al salir de clase me encontré con mi padre y sentí

miedo, porque nunca iba por mí a la escuela. Me llevó de la mano por

los pasillos blancos del hospital del seguro social, y aún puedo

recordar el olor a desinfectante y la luz de las lámparas entre los

plafones del techo. Aunque sabía que las mujeres daban a luz en los

hospitales, e incluso había acompañado a mi madre varias veces a

consulta, tenía miedo de que estuviera enferma o agonizante.

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Esperamos durante más de una hora sentados en sillas de plástico de

color naranja. Mi padre desapareció durante un momento detrás de las

puertas de acero junto al escritorio de la enfermera, y cuando salió me

dijo que todo estaba bien. Esa noche dormí en casa de la abuela Tabita

en un lecho improvisado con dos sofás juntos. Tuve por primera vez

aquella sensación de expectativa y miedo cuando desperté por la

mañana y vi la sala de la abuela con su trastero repleto de figuras de

porcelana; las fotografías de mi padre y sus hermanos cuando eran

niños, y el televisor en blanco y negro, de madera, con patas.

Recuerdo el olor del aceite lustrador para muebles y un tufo a grasa

animal proveniente de la cocina. Por primera vez me percaté de la

existencia tan arbitraria de estos objetos y olores tan familiares. te un

momento detrás de las puertas de acero junto al escritorio de la

enfermera, y cuando salió me dijo que todo estaba bien. Esa noche

dormí en casa de la abuela Tabita en un lecho improvisado con dos

sofás juntos. Tuve por primera vez aquella sensación de expectativa y

miedo cuando desperté por la mañana y vi la sala de la abuela con su

trastero repleto de figuras de porcelana; las fotografías de mi padre y

sus hermanos cuando eran niños, y el televisor en blanco y negro, de

madera, con patas. Recuerdo el olor del aceite lustrador para muebles

y un tufo a grasa animal proveniente de la cocina. Por primera vez me

percaté de la existencia tan arbitraria de estos objetos y olores tan

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Page 22: Invierno, por Daniel Espartaco Sánchez

familiares.

Me bajé del autobús y caminé por calles vacías, cubiertas de basura:

botellas rotas de cerveza, corcholatas, envolturas de golosinas. Casas

de ladrillos naranjas, idénticas entre sí, construidas por el gobierno; un

parque con árboles recién plantados y sin hojas, que, en realidad,

parecían simples varas, sin posibilidad de florecer algún día;

automóviles llenos de herrumbre, ventanas donde ya se veían luces

encendidas; el ruido de lo televisores; más árboles deshojados y el

aroma invernal de la ciudad: leña quemada; descoloridas decoraciones

navideñas que se negaban a desaparecer por medio de la

biodegradación.

Comenzó a caer una delgada capa de agua nieve y una hojuela

fue absorbida por mi abrigo, como si éste tuviera sed. De niña me

gustaban los días nevados porque las clases eran suspendidas y me

quedaba en casa a beber ponche de frutas y canela. En años buenos la

nieve podía cubrir durante la noche las copas de los árboles, los

jardines y los autos. Como antes se cuidaba del fuego, la gente

guardaba la nieve en el congelador para preservar el recuerdo de la

nevada. Al día siguiente era triste ver los restos blancuzcos y

pisoteados sobre la hierba quemada por el frío, mezclados con barro.

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Elías abrió la puerta vestido con jeans y su chaqueta del

ejército verde olivo, la que decía Gant en el pecho. Era delgado y

lampiño, tenía el cabello largo y grasiento, castaño claro.

—Pasa, no vas a notar la diferencia entre adentro y afuera.

Había una deslucida colcha de cuadros en el sofá, frente al

televisor encendido, en una mesita plegable, un vaso de sopa

instantánea, una botella de cerveza vacía y un cenicero con un par de

colillas.

—¿Quieres una cerveza?

La cerveza estaba fría, pero después de unos tragos, comencé a

sentir un poco de calor. Me senté en la orilla del sofá. Elías volvió a

acomodarse debajo de la colcha.

—Julia salió de viaje —dijo, refiriéndose a su madre.

Nunca había conocido a alguien que llamara a su madre por su

nombre de pila. Me contó que ésta le había dejado una nota en el

refrigerador en donde le decía que buscara a su padre y le pidiera

dinero, pero Elías no quería.

—¿Siguen enojados? —pregunté .

—Nunca hemos estado enojados.

Me contó que la última vez que vio a su padre fueron a jugar

billar y que éste intentó enseñarle algunos trucos, pero en definitiva

Elías no tenía talento para ese juego.

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—¿Entonces por qué no quieres verlo?

—No sé —dijo—, me pone triste.

Yo no entendía por qué Elías era reticente cuando se trataba de

ver a su padre, un hombre con sentido del humor. Algunas veces fui a

comer con ellos, los acompañé al cine o a tomar una taza de café.

Cuando hacía frío se colocaba una boina en la cabeza que lo hacía

parecer un personaje de otra época; se estaba quedando calvo y

bromeaba con eso todo el tiempo. Hablaba de cosas raras: política,

historia, religiones orientales, etcétera. Le gustaba contarme, a mí,

porque Elías apenas si ponía atención —era un joven airado, estaba

claro—, la vida de Buda, Siddhartha Gautama, el príncipe nepalés que

abandonó todo para buscar la iluminación. Practicaba yoga por las

mañanas, una disciplina oriental que busca el desarrollo de la

consciencia espiritual, decía, y se convirtió al vegetarianismo, gracias

a lo cual bajó diez kilos de peso. También me contó que había ido a un

ashram y me mostró fotos en donde aparecía vestido de blanco al lado

de cientos de personas que practicaban la meditación trascendental

debajo de grandes carpas al aire libre. “Meditamos por la paz

mundial”, dijo. Para Elías todas estas cosas eran ridículas, y sí, podían

ser algo estrafalarias, pero a mí me parecían interesantes, en especial

la historia del príncipe nepalés.

—¿Tienes otra cerveza? —pregunté.

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Elías comenzó a desnudarme con torpeza. Intenté ayudarle,

pero yo parecía una cebolla, debajo de la blusa estaba el suéter, y la

blusa de manga larga, y luego otra pequeña blusa casi transparente,

más delgada, y el sostén comprado con el treinta por ciento de

descuento en los almacenes Kúpfer, empresa en expansión; uno caro,

de bonito diseño, como los que salían en las revistas de moda que yo

hojeaba en el supermercado. Elías se quitó los jeans, y dejó ver sus

delgadas y pálidos muslos, y los percudidos calzones blancos que —

me imaginaba— su madre le compraba. Se agitó, fastidiado, al sacarse

los pantalones de los tobillos, mientras yo me quitaba la falda y las

mallas.

—¿No vas a quitarte los calcetines? —le pregunté.

—Hace frío.

No me lo había imaginado así, con calcetines. No pude evitar

emitir un gruñido.

—Tengo los pies helados.

Cuando intenté acomodar mi cuerpo en el sofá, la tapicería me

raspó la espalda.

—Los condones —dije.

Y tampoco lo había imaginado con condones, sino de manera

natural, en una noche de bodas. Así lo imaginan las chicas sólo por el

hecho de ser chicas, aun cuando la realidad es otra. Mi madre me

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confesó —larga conversación, intentábamos ser amigas a pesar de ser

madre e hija— que ella se había embarazado antes de la boda. Era

obvio que yo no fui una bebé deseada, sin embargo me gustaba

escuchar las historias de mi madre, me divertían. En un exceso de

confianza —madre e hija, amigas por siempre— también me confesó

que, según sus cálculos, fui concebida en un auto, en las afueras de la

ciudad. Esto también me parecía divertido. A pesar de los indicios de

la realidad, mucho tiempo me permití soñar con una noche de bodas.

También estaba mi compañera de tercer grado de secundaria que un

día ya no asistió a la escuela. Se rumoreaba que quedó embarazada de

un compañero de clase, el cual no dejó de asistir, y al que todo mundo

miraba con cierta admiración por haber sido tan adelantado, tan

atrevido, como para cruzar la línea delgada de fuego frente a la que

todo adolescente está absorto.

—No tengo condones —dijo Elías.

—Están en mi bolso.

El bolso estaba sobre la silla del comedor, ir hasta allá

significaba salir desnudo al frío de la sala. Elías pareció titubear, o su

cuerpo se contuvo, quizás al decidir si valía la pena o no. Pude ver su

delgada palidez, la pequeña barriga por encima de los calzoncillos

blancos que su madre compraba en paquetes de tres en el

supermercado. Dando pequeños saltos sobre el piso de cerámica,

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imitación mármol, Elías regresó con la caja de condones. Se volvió a

acomodar junto a mí y examinó la caja a la luz del televisor. Al recibir

el cuerpo helado y enjuto de Elías tuve la sensación de que mi deber

para siempre era darle calor, como si acabara de ser rescatado de un

río congelado y yo sólo tuviera mi desnudez para calentarlo.

—Se supone que sabes cómo usarlos —dije, y me sorprendió

encontrar en el tono de mi voz la falta de paciencia.

Porque Elías me hablaba de todas las chicas con las que se

había acostado, y yo me mordía los labios al escucharlo. Se detenía en

toda suerte de detalles corporales, atmosféricos, aunque yo sabía que

ese mundo furtivo no era para mí. En un principio así lo pensé, cuando

tenía sentido la fantasía de la noche de bodas como el centro vital de

otras más elaboradas: me veía a mí misma al salir de la universidad,

trabajar en un periódico, resolver el misterio de las mujeres

asesinadas; buena ropa, coche nuevo, no como el de mi padre, y en el

centro de todo ese individuo llamado Tabita, destinado a cosas

notables.

Las historias de Elías me gustaban, coqueteaba con la idea de

ser partícipe de ellas, me inquietaban, me hacían perder la cabeza un

poco, ceder milímetros de piel, pero siempre logré repelerlas para

alcanzar un sentimiento placentero de autosuficiencia hasta esa tarde

de enero de 1996.

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—No puedo ponérmelo —dijo Elías, y el sobre cayó de sus

manos.

No me importó. Los huesos de Elías seguían helados. Lo

abracé de la cintura y lo cuidé casi como una hermana arrulla a su

hermano menor. Su cabello olía a humo, y a grasa; toqué sus muslos

delgados, su espalda tersa, su piel de niño. Tenía miedo del dolor, de

la postergación del mismo miedo, y no quería esperar un momento

más para ser vulnerada de una vez. El cuerpo encima de mí tembló

como si se extinguiera; el conjunto de huesos, la piel que los cubría, se

volvieron pesados y cayeron sobre mí.

—¿Qué pasa?

—Me vine.

—Está bien.

—No, no está bien.

Elías se incorporó y buscó a tientas su ropa en el suelo.

Cuando apagó el televisor la habitación se quedó a oscuras. Sentí que

el líquido tibio entre mis piernas se enfriaba con rapidez.

—¿Te veniste dentro?

—No.

—¿No sucedió nada?

El líquido era pegajoso, aunque no me pareció repulsivo;

quería que se mantuviera caliente, como cuando niña me despertaba

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esa humedad tibia que al enfriarse significaba el fin del sueño y una

madre molesta; despertar de madrugada, cambiar sábanas, cobijas, el

olor a desinfectante, voltear el colchón, ropa limpia, aterimiento,

menoscabo.

El cuarto de baño estaba frío, como el lavabo y la persistente

viscosidad. La toalla se enfrió y hubo que ponerla debajo del chorro

de agua caliente otra vez. Elías esperaba afuera del baño.

—Lo siento —dijo.

Sentí compasión por él, y por mí, y decidí que la situación bien

podía ser cómica. Yacimos un momento juntos en la cama de Elías,

bajo las cobijas. Se abrazó a mí y permaneció en silencio, como un

niño. El cuarto estaba oscuro y no podía escucharse nada. Era como

estar muerto.

—¿En qué piensas? —dijo la voz de niño, a mi lado, en esa

tumba de lana y algodón.

—Pienso en las muchachas, las que encontraron ayer, muertas.

—No pienses en eso —dijo la voz.

Me quedé dormida, pero desperté de un sobresalto. Miré mi

reloj, ya eran las nueve. Tenía que regresar hasta el centro y me sentía

muy cansada.

—¿Crees que pueda quedarme? —le dije—, si tu mamá no

está...

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La voz en la oscuridad no contestó, y del lugar de donde debía

provenir la respuesta sólo pude percibir algo frío, como un bloque de

hielo.

—Tengo cosas qué hacer —dijo finalmente.

—¿Puedes llevarme a casa de Tony?

—Mi madre se llevó las llaves del carro.

Esperaba que me encaminara hasta la avenida, como siempre,

pero no dijo nada, permaneció en la cama, con los ojos cerrados, en

posición fetal, y yo comprendí. Terminé de vestirme: la blusa, el

suéter, el abrigo de lana, la bufanda, el gorro. Me hubiera gustado

tener la certeza de que jamás volvería a ver a Elías.

Corrí, si no alcanzaba el último autobús tendría que caminar

hasta el centro porque no tenía dinero para el taxi. Caminar por calles

idénticas entre sí, por avenidas bien iluminadas y solitarias,

monumentos a los héroes, ventanas encendidas, humo, escarcha. Tuve

la esperanza de que Elías me alcanzara para decirme algo, cualquier

cosa. “No mirar atrás”, pensé. Pagué al conductor. Las calles estaban

oscuras, y las luces amarillas del interior del autobús me hicieron

sentirme en un lugar donde el tiempo transcurría de manera diferente.

Había unos cuantos pasajeros. Las puertas neumáticas se cerraron, el

motor se puso en marcha, y nos internamos en la noche.

Miré mi rostro en la ventanilla. A esa hora mi familia estaría

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reunida en la mesa de la cocina para cenar frijoles, tortillas de harina,

mi padre un vaso de cerveza, mis hermanos leche, mi madre Coca

Cola de dieta. Fernanda y Tony harían lo mismo a su vez. El padr de

Tony estaría dormido en el coche, la radio sintonizada en La hora de

Javier Solís. Y en algún lugar entre las sombras, entre la escarcha,

algo se movía de manera silenciosa y buscaba una muchacha como yo,

armado con una daga de hielo. Pero yo era más astuta que ese algo, y

sortearía todos los peligros. Y tuve la certeza de que en algún lado

habría un lugar para mí que no era ni la muerte, ni el frío, que no era

la casa familiar, ni la de Fernanda y Tony, ni la de Elías, ni los

almacenes Kúpfer. Era mi propia casa, un lugar cálido, suave, limpio.

No podía saber cómo era, dónde estaba, qué significaba, pero tampoco

necesitaba imaginarlo. Frente a mí, pegado al cristal, en el exterior, al

otro lado del vaho, descubrí un diminuto copo de nieve, y luego otro,

y otro. La nieve por fin había llegado y saqué del bolso el libro que

cambió la vida del señor Zúñiga.

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