invierno, por daniel espartaco sánchez
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Una historia contenida en la colección de historias Hombres armados (ICS, 2012).TRANSCRIPT
INVIERNODaniel Espartaco Sánchez
—Tony —dijo la voz del muro.
Los imaginé al otro lado, cubiertos por varias capas de lana y
algodón: el cuerpo minúsculo y blando de Fernanda envuelto en los
brazos de Tony. Mi habitación tomó forma: el empapelado raído y las
maletas de piel sintética apiladas junto al armario; y en estado
gaseoso, suspendida en el aire helado, la noción de expectativa y
miedo que me acompañaba desde pequeña cuando dormía en una
habitación que no era la mía. Pronto tendría que estirarme, dejar la
posición fetal, el calor de mi propio cuerpo; dejar la tierra y salir a la
superficie; crecer, desarrollarme.
Caminé hacia el baño, al otro lado del pasillo con el pijama y
un abrigo de lana. Los azulejos y el tapete, de color marrón, no
lograban comunicar siquiera una sensación de calidez. Me amarré una
bolsa de supermercado en la cabeza y me metí bajo el chorro de agua
caliente. Al salir me encontré a Fernanda, que esperaba de pie, vestida
también con pijama y abrigo, los brazos cruzados. La conocía desde la
escuela secundaria, cuando nos pinchamos los pulgares con un alfiler
y juramos ser amigas por siempre, y así había sido, a pesar de todo. El
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pasillo estaba helado, Tony decía que era peligroso dormir con los
radiadores de gas encendidos.
—¿Dejaste un poco de agua caliente? —preguntó Fernanda.
—No.
—Tengo que llegar temprano al trabajo.
—Lo siento.
—La culpa es de Tony.
—¿Por qué?
—Fue idea suya que vivieras con nosotros.
Coloqué las maletas sobre la cama y busqué algo que ponerme
entre el baturrillo de prendas limpias y sucias. El espejo en la pared no
me dijo gran cosa esa mañana de enero de 1996, salvo que yo era una
mujer morena, muy delgada, casi en la edad adulta, y que mi vida
durante la última semana había estado enmohecida por la somnolencia
y el desapego.
En la cocina Tony había preparado café, pan tostado y huevos
fritos, un olor que me parecía repugnante.
—¿Quieres desayunar? —me preguntó—. Dice el periódico
que hoy va a nevar.
Era cinco años mayor que Fernanda y yo, un buen tipo, por eso
me invitó a vivir con ellos cuando supo que yo había decidido dejar la
casa de mis padres. Lo conocimos en el grupo de oración de la
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parroquia de Santo Niño.
Grueso y musculoso, era más bien feo, pero simpático. Un
bigote ralo brotaba de su labio superior y usaba el cabello cortado a
cepillo, en la nuca tenía una cicatriz. Una vez me contó que fue un
niño gordo y por eso decidió ir al gimnasio; que había leído en la
última página de una revista la historia de un hombre flaco que es
molestado en la playa por unos tipos, delante de su novia, pero que
después de usar el método del anuncio adquiere musculatura y
reivindica su honor en la misma playa, con la misma novia, frente a
los mismos tipos. Esa historia le impresionó y por eso pasaba tanto
tiempo en el gimnasio de un amigo suyo, a dos cuadras de ahí, sobre
Niños Héroes.
La casa era de su madre, que vivía en los Estados Unidos,
donde se volvió a casar, y le mandaba dinero. Tony sólo se dedicaba al
gimnasio y al grupo de oración, por eso conocía la Biblia al revés y al
derecho. Pensaba regresar a la escuela el próximo año, decía, para
estudiar contabilidad, pero antes debía presentar los exámenes para
concluir la preparatoria. La madre permitía también que su ex esposo,
el padre de Tony, viviera en la casa, en el cuarto de la azotea. A éste se
le podía ver afuera, en el coche, con la radio encendida. Estaba
jubilado y tenía una pensión, había sido profesor de Ciencias
Naturales. Del interior del coche emanaba un olor que yo asociaba con
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la infancia: brandy y tabaco. El ruido de fondo también era familiar:
La hora de Javier Solís, el programa de una estación local.
Tony me puso enfrente una taza de agua caliente y el tarro de
café soluble.
—¿Quieres azúcar, leche?
A mí me gustaba el café negro, así fue como mi madre me
enseñó a tomarlo —cuestión de carácter, decía ella— y aunque me
daban asco los huevos fritos y el pan tostado, disfrutaba esa primera
taza con Tony, en parte porque me sentía agradecida con él, y en parte
porque mi anfitrión parecía necesitar compañía y charla, porque
Fernanda a veces pasaba todo el día en el hospital doblando turnos.
Tomé el primer trago de café, el que me sabía a pasta y enjuague bucal
porque me había cepillado los dientes en la regadera.
—Usa un portavasos —me dijo.
Miré las cortinas con dibujos: zanahorias, apios, cebollas. Me
pregunté si las cortinas las habría escogido la madre de Tony, muchos
años antes, cuando la gente colocaba cortinas con dibujos de
hortalizas. Cogí la edición matutina del periódico que Tony compraba
cada mañana para leer la sección de deportes y el anuncio clasificado.
—¿Qué dice? —preguntó Tony.
—Encontraron otras dos mujeres muertas.
La nota era escueta, tercera página, en la fotografía del cerco
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policíaco había dos peritos afanados en buscar evidencia junto a dos
cuerpos cubiertos con bolsas de plástico.
—”Ambas víctimas son morenas, de cabello negro, largo, entre
los 16 y18 años de edad” —leí.
Tony estaba de buen humor, absorto en preparar su bebida:
primero dos cucharadas de café soluble, luego dos de azúcar, leche
condensada y agua caliente. Así cada mañana, el mismo órden.
—”Presentan indicios de abuso sexual” —leí en voz alta.
—Como tú —dijo Tony.
—¿Perdón?
—La descripción se parece a la tuya.
La sonrisa debajo del bigote significaba que me estaba
embromando, como todas las mañanas, y sentí un malestar no muy
diferente del estado de ánimo en el que me encontraba desde que me
enteré de que no pasé el examen de ingreso a la Facultad de
Comunicación, cuando me pareció insoportable seguir en casa de mi
madre, someterme a sus reglas, y decidí buscar un trabajo.
Y recordé a Elías, el que había sido mi novio, sobre el puente
peatonal frente a la parroquia de Santo Niño, cuando me dijo que no
quería nada conmigo. Su rostro famélico y cubierto de acné, las manos
en el bolsillo del chaquetón militar. La ropa que usaba, vieja, pasada
de moda, era la que su padre había dejado cuando se fue de la casa.
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Esa tarde me contó que años antes, en el depósito de agua junto a la
iglesia de la Inmaculada Concepción, una mancha de óxido tomó la
forma del rostro de Jesús —podía verse la barba y el pelo largo— y
por eso era imposible circular por la avenida, los coches se detenían
bajo el depósito y la gente lo consi-
deraba un milagro, hasta salió en el periódico. “Hasta que la lluvia
borró el rostro de su dios”, dijo Elías, con sorna. Él no provenía de
una familia religiosa, sus padres eran ateos. Se dio la vuelta y me dejó
ahí, sobre la avenida Vallarta, bajo un cielo del color de un trapo de
cocina.
—¿Estás bien? —preguntó Tony.
—Sí —dije—, ¿puedo tomar otra taza de café?
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—Hola, Tony, vengo por mi hija —dijo mi madre.
Era un desastre esa mañana, sin maquillaje, el cabello
enmarañado, y su abrigo gris rata con cuello de felpa. Mi padre se veía
más joven, porque parecía chupar la sangre de mi madre, nervudo, el
cabello ensortijado de un color ceniciento, con un cigarro en la boca,
la indefectible barba de tres días. Mis dos hermanos completaban esta
especie de composición tridimensional; ellos me habían chupado la
sangre a mí durante los años que tuve que prescindir de una vida
propia para cambiarles los pañales con mi madre en el peinador y mi
padre en el bar; y sin embargo los quería a todos.
—¿Gusta pasar, señora? —dijo Tony, el rey de la cortesía—,
estábamos desayunando.
—Se me hace tarde para ir al trabajo —dije.
Escuché mi propia voz decir esto como si cada palabra fuera
dictada desde algún punto de mi cerebro donde las cosas parecían
funcionar con normalidad. Me adelanté y cerré la puerta detrás de mí,
no quería que Tony presenciara la escena que estaba por ocurrir. La
calle vacía, casas de un solo piso y parabrisas cubiertos de escarcha
bajo un cielo nublado, el infinito trapo de cocina que flotaba sobre mi
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estado de ánimo; al fondo la avenida Niños Héroes donde algunos
autos transitaban. Aunque era viernes prometía ser como un largo y
fastidioso domingo de una infancia sin televisor. El viento del norte
me pegó en la cara y sentí los labios partidos.
—Tengo que trabajar —dije, como para explicar que pronto
cumpliría 18 años, y había adquirido compromisos ineludibles que mi
madre, la misma que me enseñó la importancia del trabajo, debería
comprender.
—No está bien que una muchacha decente esté fuera de su
casa.
Mi padre permaneció detrás de ella, pendiente de que el auto
no fuera a apagarse, porque entonces sería necesario abrir el cofre y
manipular el motor en una especie de suerte que no podía estar más
alejada de la técnica.
—Se me hace tarde —dije.
Pero a mi madre, una versión de mí misma, gruesa y
envejecida de manera prematura, le daba por ponerse dramática:
—Si no vuelves a la casa ya no te consideres mi hija.
—Nosotros te llevamos al trabajo —intervino mi padre.
Si intentaba caminar hasta la avenida me seguirían en el auto y
odiaba las escenas, presenciadas durante toda una vida, cuando mi
madre, después de una excursión, se bajaba con un portazo y había
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que perseguirla y rogarle que volviera a subir, muchas veces con el
auto en reversa para respetar el sentido de la calle.
—De verdad se me hace tarde, si quieren hablamos cuando
salga.
Intenté parecer conciliadora, me senté en el asiento trasero y pensé
que sería fácil escabullirme una y otra vez, las veces necesarias.
—¿Cuándo vas a volver, Tabita? —preguntó uno de mis
hermanos, el mayor, de ocho años.
Le había cambiado tantas veces el pañal y lo había cuidado
durante tantas enfermedades, que era una especie de segunda madre
para él.
—Aquí —dije cuando llegamos a la avenida.
Me apeé junto a la parada del autobús, el cual, gracias a Dios,
se detuvo frente a mí. Mi madre gritó algo, no supe qué. De niña leí
una historia en donde el protagonista se convierte en piedra al mirar
hacía atrás, mientras huye, y yo había decidido que no quería eso:
convertirme en piedra, mirar hacía atrás. El asiento helado del
autobús, el polvo, el crujir de los embragues, y la escarcha en la
ventana, mis compañeros de viaje, aún dormidos. Saqué un espejo del
bolso y miré
mis mejillas rojas por el frío, cubiertas de pecas, la boina de estambre
en la cabeza, el abrigo raído. Un día tendría dinero para comprarme un
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abrigo nuevo y sería de color rojo.
Caminé entre el olor a desinfectante, a ropa y zapatos nuevos,
y entré en el área de empleados de los almacenes Kúpfer. Pasé la
tarjeta por el reloj checador, me quité el abrigo y lo guardé en el
armario. Llevaba una falda de poliéster de color azul marino, medias
gruesas de lana, color negro, y un suéter ajustado que hacía lucir mi
talle. Me coloqué el uniforme, un saco de color escarlata. “Hola, soy
Tabita, ¿en qué puedo servirle?”, decía el gafete, en un globo de
historieta.
Hubo pocos clientes durante la mañana, entre ellos una mujer
que se probó varias prendas y no compró nada. Mi sueldo base a la
semana no era mucho y me pagaban comisión por la cantidad de ropa
vendida.
—¿Qué tal me veo? —me preguntó al salir del probador con
unos pantalones bombachos.
—No lo sé —dije.
Me miró con hostilidad y regresó al otro lado de la cortinilla.
El gerente de piso, el señor Zúñiga, me dijo que si quería sacar un
buen porcentaje a la semana, era conveniente decirles a los clientes
que se veían bien, aunque no fuera cierto, pero me costaba trabajo
mentir.
Durante el curso de capacitación para empleados
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de la nueva sucursal Kúpfer, el señor Zúñiga dio muestras de un
interés particular por mí, y me hizo varios regalos: primero unos
dulces que sacó del bolsillo, después una pluma y un llavero con el
logotipo de los almacenes Kúpfer, y al final un libro:
—Este libro cambió mi vida —dijo, y me explicó que era un
manual para convertirse en el mejor vendedor del mundo desde un
contexto religioso.
Me pareció mal que se desprendiera de un libro tan importante
para él, a lo mejor quería conservarlo, así que saqué del bolso una
libreta para anotar el título y el autor.
—Voy a preguntar en la librería —le dije.
Pero me explicó que tenía varios ejemplares para obsequiarlos
a personas que, como yo, en su modesta opinión, tenían el futuro
asegurado en almacenes Kúpfer, una empresa en expansión. En caso
de que se abriera otra sucursal, yo podría ser gerente de piso, así como
él fue una vez vendedor. Y aunque todos habían sido muy amables
conmigo, me pregunté si realmente
quería tener un futuro en los almacenes Kúpfer. Quería presentar otra
vez el examen de admisión a la universidad, pero no me sentía capaz
de estar ahí otra vez, en el pasillo de la facultad, y no encontrar mi
nombre en la lista de los admitidos.
La noche que terminó el curso de capacitación y el almacén
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organizó una cena en el área de refacciones automotrices, el señor
Zúñiga me acompañó en taxi hasta casa de Tony y me besó en la
puerta. Aunque lo rechacé, estuve a punto de corresponderle, a pesar
del olor a brandy, e incluso sentí una especie de estremecimiento
cuando su mano, donde brillaba el anillo de matrimonio, me tomó de
la cintura. Y desde entonces no me dijo una palabra al respecto
durante las horas de trabajo, y gracias a Dios no mostró ninguna
preferencia por mí en perjuicio de mis compañeras. El brandy me
parecía repugnante porque siempre que asistía con mi familia a una
boda, o quince años, mi padre insistía en robarse las botellas
adornadas con encajes, cáscaras de huevo y brillantina. Una vez me
pidió que ocultara el brandy bajo el abrigo y uno de los guardias de la
salida se dio cuenta.
El problema fue que Tony vio a través de la ventana cómo el
señor Zúñiga intentó besarme. Cuando entré a la casa, la luz de la
cocina estaba encendida y lo encontré sentado a la mesa con un vaso
de leche en la mano. Comenzó a sermonearme en voz baja, primero de
una manera en apariencia amigable, como si fuera mi hermano mayor.
No estaba bien que me besara con personas mayores que yo y me
comportara como una mujer fácil, y menos con la persona que pronto
sería mi jefe, me dijo, cuando le expliqué quién era el señor Zúñiga.
Cuando intenté decirle que yo no era de ese tipo, que no tenía derecho
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a espiarme, me contestó —en voz baja, Fernanda dormía— que podía
acostarme con todos los hombres que quisiera, pero no en su casa, y
citó el Levítico. Y cuando quise decirle que él no era nadie para
citarme la Biblia, puesto que dormía todas las noches con Fernanda
sin estar casados, él dio por terminada la discusión, lavó el vaso en el
fregador y fue a acostarse.
Nos reconciliamos la noche siguiente. Fernanda estaba de
guardia en el hospital y Tony se disculpó conmigo en el cuarto de
lavado, donde había un fregador de losa. Yo también me disculpé.
Aunque no era mi
culpa quería estar bien con Tony, al final de cuentas, él se preocupaba
por mí más que otras personas. Elías, por ejemplo. Me preguntó si
sabía en qué parte de la Biblia estaba escrito el nombre de Tabita. Le
respondí que no, me llamaba así por mi abuela y no me gustaba el
nombre. En la escuela primaria y secundaria los compañeros de clase
se burlaban de mí.
—Hechos de los apóstoles, capítulo 9 —dijo Tony.
A mí me gustaba leer pasajes como El cantar de los cantares,
pero no conocía los Hechos. Me contó la historia: Tabita era una viuda
acaudalada que vivía en Joppe, la actual ciudad de Jaffa, en Israel. Se
llamaba Dorcas en griego, ambas palabras significan gacela.
—Como tú —dijo Tony.
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Cuando Dorcas murió, el apóstol Pedro la resucitó para que los
habitantes de Joppe creyeran en el Señor. Fue un ángel quien lo
mandó llamar a la ciudad, y ahí Pedro tuvo la visión divina de ya no
distinguir entre judíos y gentiles.
Al sentir la proximidad de Tony no pude pensar en nada más,
dejé que me tomara de la cintura y me besara.
—No —dije después.
—Lo siento.
Pensé en la cara que pondría Fernanda cuando se enterara.
¿Qué hacer? Una opción era regresar a casa de mis padres, pero
nunca. La otra era esperar hasta el día quince cuando me pagaran y
alquilar un lugar, pero no me alcanzaría el dinero porque casi no había
vendido ropa. Tony tenía la cabeza apoyada en el quicio de la puerta, a
punto de darse de golpes y como era un tipo grande y fuerte, me
pareció cómico y me reí.
—No te preocupes —dije—, Fernanda no tiene por qué
saberlo.
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Pero ese día de enero de 1996, cuando dieron las siete de la tarde, yo
estaba decidida a modificar las circunstancias de mi vida, sin saber
cómo. El señor Zúñiga caminaba por el área de calzado con las manos
en la espalda, un comentario amable en la boca para cada subordinada,
rebosante del sereno entusiasmo que yo tanto admiraba. La tienda
estaba vacía, la música ambiental, la luz de las lámparas y los grandes
ventanales que daban al paisaje gris de la avenida me hacían sentirme
peor que nunca. Una inquietud nacía dentro de mí, o flotaba como un
gas en medio de la
tienda, sin revelar del todo su identidad tan conocida. Después de
vender tan sólo un par de prendas, era obvio que yo no reunía las
cualidades que esperaban de mí los almacenes Kúpfer. Las
compañeras de trabajo charlaban recargadas en el mostrador, junto a la
máquina registradora.
—¿Sabes qué es lo que me dijo mi papá?
—¿Qué?
—Que no debería trabajar en este lugar porque el dueño es
judío.
—¿Qué es un judío?
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—No sé.
Pedí prestado el teléfono y marqué el número del peinador de
mi madre:
—Bueno —contestó ella.
De fondo se escuchaba la secadora de pelo y la telenovela de la
media tarde.
—Mamá...
Pensé decirle: no voy a volver, aunque me sienta tan sola y haga tanto
frío por las noches y el mundo transcurra de esta manera tan lenta y
fría.
—Hija...
—Yo conocía a una de las mujeres que encontraron
—dijo una de mis compañeras.
—¿Sí? —respondió la otra.
—Fuimos juntas a la escuela.
—No te creo.
Colgué y marqué otro número después de cerciorarme de que
la figura famélica del señor Zúñiga no se apareciera entre los armarios
y los colgadores.
—Bueno —contestó Elías.
—¿Cómo estás?
—Muerto de frío.
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—¿Estarás ahí?
—Sí...
—¿Puedo ir?
—Si quieres...
El señor Zúñiga me encontró en el área de vestidores, justo cuando
colgaba el saco del uniforme con el gafete que decía “Hola, soy
Tabita, ¿en qué puedo servirle?” y me ponía el abrigo para salir a la
calle.
—¿Leíste el libro?
No, no había tenido ganas de leer el libro que cambió la vida
del señor Zúñiga.
—Apenas lo comencé.
—Estoy seguro de que te va a gustar.
—Se ve interesante.
—No olvides checar tu salida.
Cuando caminé por Niños Héroes un hombre envuelto en
varias capas de ropa, como una especie de muñeco grasiento, me
extendió una mano con la edición vespertina del periódico que leía
Tony: en la primera página estaba la fotografía de otro cadáver de
mujer encontrado esa mañana.
—¡El periódico de la tarde! —gritó el muñeco—, ¡macabro
hallazgo!
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Entre en una farmacia, la calefacción estaba encendida, de
fondo se escuchaba la voz de un locutor de radio. La cabeza de la
dependienta emergió de un suéter de cuello de tortuga, tenía los
cabellos rubios y aplastados en la frente, las mejillas encarnadas.
—Está helando —dijo—, dicen en el radio que va a nevar.
¿Qué vas a querer?
—Preservativos.
La sonrisa de la dependienta se distendió y su cara se puso aún
más roja.
—Oh.
Era una escena que había pensado tantas veces: entrar ahí,
acercarme al mostrador y decir con parsimonia: “una caja de
preservativos, por favor”. Cualquier cosa era mejor que: “una prueba
de embarazo, por favor”. Pero la cara de la dependienta me hizo
recordar cuando mi madre me mandaba a comprar toallas sanitarias y
el tendero me daba el paquete envuelto en periódico. Esto no significó
nada para mí hasta el día que tuve la regla por primera vez fui a la
tienda y el hombre me dio el paquete envuelto. Lo coloqué en la red,
junto a la caja de leche y la barra de pan, y supe que era algo de lo que
tendría qué avergonzarse toda la vida.
—Tenemos éstos —dijo la dependienta de la farmacia.
Bajo el cristal del mostrador había toda clase de marcas, con
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diferentes especificaciones y precios.
—Éste —dije, y señalé la envoltura menos atractiva, la más
barata, porque yo era una empleada de almacenes Kúpfer, empresa en
expansión, que vivía de sus magros ahorros.
Mi padre estudió el bachillerato en una escuela de comercio, y
hubo un tiempo lejano, cuando yo era niña, en el que fue gerente de
una sucursal bancaria. Al ser descubierto en un intento de fraude, los
superiores le dijeron que no iban a tomar medidas legales si
renunciaba. Por eso mi madre no tuvo otra opción que retomar el
oficio que había ejercido antes de casarse, el de peluquera, y puso un
peinador en la sala mi abuela Tabita, su suegra, porque no podía pagar
un alquiler. Ahí logró hacerse poco a poco de la clientela, la silla
giratoria, el tocador con espejo, el televisor sintonizado en el canal de
las telenovelas, la máquina secadora de pelo y la colección manoseada
de revistas sobre el mundo del espectáculo. Cuando mis hermanos
nacieron yo me quedaba en casa a cuidarlos porque a la abuela Tabita
los niños le encrespaban los nervios y no podían estar en el peinador y
molestar a los clientes.
La abuela Tabita en un principio rechazó a mi mare porque en
los años setenta las peluqueras tenían reputación de mujeres fáciles.
“Se consideraban una buena familia, me contó mi madre, de clase
media. Tu padre era empleado de banco, y después de casarnos llegó a
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ser gerente”. La gran bonanza de la historia familiar podía verse en
fotografías tomadas con la cámara Kodak Instamatic y cubo mágico:
mi padre de cabello corto, y bien afeitado, vestido de traje, la corbata
tan ancha que parecía babero; mi madre con peinado a la Farrah
Fawcett y el vaporoso atuendo de la época disco. Había cierta
opulencia: la casa que mi padre compró a crédito y perdió después del
fraude; un árbol de navidad sintético, hojas de aluminio, esferas rojas,
luces seriadas; muebles modernos, juguetes nuevos. Sobrevivió el
cuadro de firma ilegible, pintado a mano, con la cabaña de troncos
junto al lago, un bosque y una montaña, que mi madre atesoraba como
una reliquia familiar, y fue comprado en una tienda de marcos. Yo
crecí sin un concepto desarrollado de la intimidad en una casa
alquilada en la colonia Obrera, de distribución excéntrica, en donde
había que atravesar dos recámaras para llegar a la cocina y el baño.
Yo debía de estar en sexto de primaria cuando nació el mayor
de mis hermanos. Al salir de clase me encontré con mi padre y sentí
miedo, porque nunca iba por mí a la escuela. Me llevó de la mano por
los pasillos blancos del hospital del seguro social, y aún puedo
recordar el olor a desinfectante y la luz de las lámparas entre los
plafones del techo. Aunque sabía que las mujeres daban a luz en los
hospitales, e incluso había acompañado a mi madre varias veces a
consulta, tenía miedo de que estuviera enferma o agonizante.
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Esperamos durante más de una hora sentados en sillas de plástico de
color naranja. Mi padre desapareció durante un momento detrás de las
puertas de acero junto al escritorio de la enfermera, y cuando salió me
dijo que todo estaba bien. Esa noche dormí en casa de la abuela Tabita
en un lecho improvisado con dos sofás juntos. Tuve por primera vez
aquella sensación de expectativa y miedo cuando desperté por la
mañana y vi la sala de la abuela con su trastero repleto de figuras de
porcelana; las fotografías de mi padre y sus hermanos cuando eran
niños, y el televisor en blanco y negro, de madera, con patas.
Recuerdo el olor del aceite lustrador para muebles y un tufo a grasa
animal proveniente de la cocina. Por primera vez me percaté de la
existencia tan arbitraria de estos objetos y olores tan familiares. te un
momento detrás de las puertas de acero junto al escritorio de la
enfermera, y cuando salió me dijo que todo estaba bien. Esa noche
dormí en casa de la abuela Tabita en un lecho improvisado con dos
sofás juntos. Tuve por primera vez aquella sensación de expectativa y
miedo cuando desperté por la mañana y vi la sala de la abuela con su
trastero repleto de figuras de porcelana; las fotografías de mi padre y
sus hermanos cuando eran niños, y el televisor en blanco y negro, de
madera, con patas. Recuerdo el olor del aceite lustrador para muebles
y un tufo a grasa animal proveniente de la cocina. Por primera vez me
percaté de la existencia tan arbitraria de estos objetos y olores tan
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familiares.
Me bajé del autobús y caminé por calles vacías, cubiertas de basura:
botellas rotas de cerveza, corcholatas, envolturas de golosinas. Casas
de ladrillos naranjas, idénticas entre sí, construidas por el gobierno; un
parque con árboles recién plantados y sin hojas, que, en realidad,
parecían simples varas, sin posibilidad de florecer algún día;
automóviles llenos de herrumbre, ventanas donde ya se veían luces
encendidas; el ruido de lo televisores; más árboles deshojados y el
aroma invernal de la ciudad: leña quemada; descoloridas decoraciones
navideñas que se negaban a desaparecer por medio de la
biodegradación.
Comenzó a caer una delgada capa de agua nieve y una hojuela
fue absorbida por mi abrigo, como si éste tuviera sed. De niña me
gustaban los días nevados porque las clases eran suspendidas y me
quedaba en casa a beber ponche de frutas y canela. En años buenos la
nieve podía cubrir durante la noche las copas de los árboles, los
jardines y los autos. Como antes se cuidaba del fuego, la gente
guardaba la nieve en el congelador para preservar el recuerdo de la
nevada. Al día siguiente era triste ver los restos blancuzcos y
pisoteados sobre la hierba quemada por el frío, mezclados con barro.
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Elías abrió la puerta vestido con jeans y su chaqueta del
ejército verde olivo, la que decía Gant en el pecho. Era delgado y
lampiño, tenía el cabello largo y grasiento, castaño claro.
—Pasa, no vas a notar la diferencia entre adentro y afuera.
Había una deslucida colcha de cuadros en el sofá, frente al
televisor encendido, en una mesita plegable, un vaso de sopa
instantánea, una botella de cerveza vacía y un cenicero con un par de
colillas.
—¿Quieres una cerveza?
La cerveza estaba fría, pero después de unos tragos, comencé a
sentir un poco de calor. Me senté en la orilla del sofá. Elías volvió a
acomodarse debajo de la colcha.
—Julia salió de viaje —dijo, refiriéndose a su madre.
Nunca había conocido a alguien que llamara a su madre por su
nombre de pila. Me contó que ésta le había dejado una nota en el
refrigerador en donde le decía que buscara a su padre y le pidiera
dinero, pero Elías no quería.
—¿Siguen enojados? —pregunté .
—Nunca hemos estado enojados.
Me contó que la última vez que vio a su padre fueron a jugar
billar y que éste intentó enseñarle algunos trucos, pero en definitiva
Elías no tenía talento para ese juego.
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—¿Entonces por qué no quieres verlo?
—No sé —dijo—, me pone triste.
Yo no entendía por qué Elías era reticente cuando se trataba de
ver a su padre, un hombre con sentido del humor. Algunas veces fui a
comer con ellos, los acompañé al cine o a tomar una taza de café.
Cuando hacía frío se colocaba una boina en la cabeza que lo hacía
parecer un personaje de otra época; se estaba quedando calvo y
bromeaba con eso todo el tiempo. Hablaba de cosas raras: política,
historia, religiones orientales, etcétera. Le gustaba contarme, a mí,
porque Elías apenas si ponía atención —era un joven airado, estaba
claro—, la vida de Buda, Siddhartha Gautama, el príncipe nepalés que
abandonó todo para buscar la iluminación. Practicaba yoga por las
mañanas, una disciplina oriental que busca el desarrollo de la
consciencia espiritual, decía, y se convirtió al vegetarianismo, gracias
a lo cual bajó diez kilos de peso. También me contó que había ido a un
ashram y me mostró fotos en donde aparecía vestido de blanco al lado
de cientos de personas que practicaban la meditación trascendental
debajo de grandes carpas al aire libre. “Meditamos por la paz
mundial”, dijo. Para Elías todas estas cosas eran ridículas, y sí, podían
ser algo estrafalarias, pero a mí me parecían interesantes, en especial
la historia del príncipe nepalés.
—¿Tienes otra cerveza? —pregunté.
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Elías comenzó a desnudarme con torpeza. Intenté ayudarle,
pero yo parecía una cebolla, debajo de la blusa estaba el suéter, y la
blusa de manga larga, y luego otra pequeña blusa casi transparente,
más delgada, y el sostén comprado con el treinta por ciento de
descuento en los almacenes Kúpfer, empresa en expansión; uno caro,
de bonito diseño, como los que salían en las revistas de moda que yo
hojeaba en el supermercado. Elías se quitó los jeans, y dejó ver sus
delgadas y pálidos muslos, y los percudidos calzones blancos que —
me imaginaba— su madre le compraba. Se agitó, fastidiado, al sacarse
los pantalones de los tobillos, mientras yo me quitaba la falda y las
mallas.
—¿No vas a quitarte los calcetines? —le pregunté.
—Hace frío.
No me lo había imaginado así, con calcetines. No pude evitar
emitir un gruñido.
—Tengo los pies helados.
Cuando intenté acomodar mi cuerpo en el sofá, la tapicería me
raspó la espalda.
—Los condones —dije.
Y tampoco lo había imaginado con condones, sino de manera
natural, en una noche de bodas. Así lo imaginan las chicas sólo por el
hecho de ser chicas, aun cuando la realidad es otra. Mi madre me
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confesó —larga conversación, intentábamos ser amigas a pesar de ser
madre e hija— que ella se había embarazado antes de la boda. Era
obvio que yo no fui una bebé deseada, sin embargo me gustaba
escuchar las historias de mi madre, me divertían. En un exceso de
confianza —madre e hija, amigas por siempre— también me confesó
que, según sus cálculos, fui concebida en un auto, en las afueras de la
ciudad. Esto también me parecía divertido. A pesar de los indicios de
la realidad, mucho tiempo me permití soñar con una noche de bodas.
También estaba mi compañera de tercer grado de secundaria que un
día ya no asistió a la escuela. Se rumoreaba que quedó embarazada de
un compañero de clase, el cual no dejó de asistir, y al que todo mundo
miraba con cierta admiración por haber sido tan adelantado, tan
atrevido, como para cruzar la línea delgada de fuego frente a la que
todo adolescente está absorto.
—No tengo condones —dijo Elías.
—Están en mi bolso.
El bolso estaba sobre la silla del comedor, ir hasta allá
significaba salir desnudo al frío de la sala. Elías pareció titubear, o su
cuerpo se contuvo, quizás al decidir si valía la pena o no. Pude ver su
delgada palidez, la pequeña barriga por encima de los calzoncillos
blancos que su madre compraba en paquetes de tres en el
supermercado. Dando pequeños saltos sobre el piso de cerámica,
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imitación mármol, Elías regresó con la caja de condones. Se volvió a
acomodar junto a mí y examinó la caja a la luz del televisor. Al recibir
el cuerpo helado y enjuto de Elías tuve la sensación de que mi deber
para siempre era darle calor, como si acabara de ser rescatado de un
río congelado y yo sólo tuviera mi desnudez para calentarlo.
—Se supone que sabes cómo usarlos —dije, y me sorprendió
encontrar en el tono de mi voz la falta de paciencia.
Porque Elías me hablaba de todas las chicas con las que se
había acostado, y yo me mordía los labios al escucharlo. Se detenía en
toda suerte de detalles corporales, atmosféricos, aunque yo sabía que
ese mundo furtivo no era para mí. En un principio así lo pensé, cuando
tenía sentido la fantasía de la noche de bodas como el centro vital de
otras más elaboradas: me veía a mí misma al salir de la universidad,
trabajar en un periódico, resolver el misterio de las mujeres
asesinadas; buena ropa, coche nuevo, no como el de mi padre, y en el
centro de todo ese individuo llamado Tabita, destinado a cosas
notables.
Las historias de Elías me gustaban, coqueteaba con la idea de
ser partícipe de ellas, me inquietaban, me hacían perder la cabeza un
poco, ceder milímetros de piel, pero siempre logré repelerlas para
alcanzar un sentimiento placentero de autosuficiencia hasta esa tarde
de enero de 1996.
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—No puedo ponérmelo —dijo Elías, y el sobre cayó de sus
manos.
No me importó. Los huesos de Elías seguían helados. Lo
abracé de la cintura y lo cuidé casi como una hermana arrulla a su
hermano menor. Su cabello olía a humo, y a grasa; toqué sus muslos
delgados, su espalda tersa, su piel de niño. Tenía miedo del dolor, de
la postergación del mismo miedo, y no quería esperar un momento
más para ser vulnerada de una vez. El cuerpo encima de mí tembló
como si se extinguiera; el conjunto de huesos, la piel que los cubría, se
volvieron pesados y cayeron sobre mí.
—¿Qué pasa?
—Me vine.
—Está bien.
—No, no está bien.
Elías se incorporó y buscó a tientas su ropa en el suelo.
Cuando apagó el televisor la habitación se quedó a oscuras. Sentí que
el líquido tibio entre mis piernas se enfriaba con rapidez.
—¿Te veniste dentro?
—No.
—¿No sucedió nada?
El líquido era pegajoso, aunque no me pareció repulsivo;
quería que se mantuviera caliente, como cuando niña me despertaba
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esa humedad tibia que al enfriarse significaba el fin del sueño y una
madre molesta; despertar de madrugada, cambiar sábanas, cobijas, el
olor a desinfectante, voltear el colchón, ropa limpia, aterimiento,
menoscabo.
El cuarto de baño estaba frío, como el lavabo y la persistente
viscosidad. La toalla se enfrió y hubo que ponerla debajo del chorro
de agua caliente otra vez. Elías esperaba afuera del baño.
—Lo siento —dijo.
Sentí compasión por él, y por mí, y decidí que la situación bien
podía ser cómica. Yacimos un momento juntos en la cama de Elías,
bajo las cobijas. Se abrazó a mí y permaneció en silencio, como un
niño. El cuarto estaba oscuro y no podía escucharse nada. Era como
estar muerto.
—¿En qué piensas? —dijo la voz de niño, a mi lado, en esa
tumba de lana y algodón.
—Pienso en las muchachas, las que encontraron ayer, muertas.
—No pienses en eso —dijo la voz.
Me quedé dormida, pero desperté de un sobresalto. Miré mi
reloj, ya eran las nueve. Tenía que regresar hasta el centro y me sentía
muy cansada.
—¿Crees que pueda quedarme? —le dije—, si tu mamá no
está...
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La voz en la oscuridad no contestó, y del lugar de donde debía
provenir la respuesta sólo pude percibir algo frío, como un bloque de
hielo.
—Tengo cosas qué hacer —dijo finalmente.
—¿Puedes llevarme a casa de Tony?
—Mi madre se llevó las llaves del carro.
Esperaba que me encaminara hasta la avenida, como siempre,
pero no dijo nada, permaneció en la cama, con los ojos cerrados, en
posición fetal, y yo comprendí. Terminé de vestirme: la blusa, el
suéter, el abrigo de lana, la bufanda, el gorro. Me hubiera gustado
tener la certeza de que jamás volvería a ver a Elías.
Corrí, si no alcanzaba el último autobús tendría que caminar
hasta el centro porque no tenía dinero para el taxi. Caminar por calles
idénticas entre sí, por avenidas bien iluminadas y solitarias,
monumentos a los héroes, ventanas encendidas, humo, escarcha. Tuve
la esperanza de que Elías me alcanzara para decirme algo, cualquier
cosa. “No mirar atrás”, pensé. Pagué al conductor. Las calles estaban
oscuras, y las luces amarillas del interior del autobús me hicieron
sentirme en un lugar donde el tiempo transcurría de manera diferente.
Había unos cuantos pasajeros. Las puertas neumáticas se cerraron, el
motor se puso en marcha, y nos internamos en la noche.
Miré mi rostro en la ventanilla. A esa hora mi familia estaría
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reunida en la mesa de la cocina para cenar frijoles, tortillas de harina,
mi padre un vaso de cerveza, mis hermanos leche, mi madre Coca
Cola de dieta. Fernanda y Tony harían lo mismo a su vez. El padr de
Tony estaría dormido en el coche, la radio sintonizada en La hora de
Javier Solís. Y en algún lugar entre las sombras, entre la escarcha,
algo se movía de manera silenciosa y buscaba una muchacha como yo,
armado con una daga de hielo. Pero yo era más astuta que ese algo, y
sortearía todos los peligros. Y tuve la certeza de que en algún lado
habría un lugar para mí que no era ni la muerte, ni el frío, que no era
la casa familiar, ni la de Fernanda y Tony, ni la de Elías, ni los
almacenes Kúpfer. Era mi propia casa, un lugar cálido, suave, limpio.
No podía saber cómo era, dónde estaba, qué significaba, pero tampoco
necesitaba imaginarlo. Frente a mí, pegado al cristal, en el exterior, al
otro lado del vaho, descubrí un diminuto copo de nieve, y luego otro,
y otro. La nieve por fin había llegado y saqué del bolso el libro que
cambió la vida del señor Zúñiga.
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