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INTERPRETACIONES BIOARQUEOLÓGICAS DE LAS PRÁCTICAS CULTURALES CUARTA PARTE

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INTERPRETACIONES BIOARQUEOLÓGICAS DE LAS PRÁCTICAS CULTURALES

CUARTA PARTE

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CAPÍTULO 17

La Bioarqueología del Sacrifi cio Humano en Mesoamérica y los Andes Prehispánicos: Retos en su

Identifi cación e Interpretación

John W. Verano y Ximena Chávez Balderas

La evidencia arqueológica del sacrifi cio humano en Mesoamérica y Sud-américa Andina se ha incrementado en las últimas décadas (Benson y Cook 2001; Tiesler y Cucina 2007; López Luján y Olivier 2010). Si bien la práctica del sacrifi cio ha sido conocida de manera indirecta a través de las representa-ciones iconográfi cas y las fuentes etnohistóricas, las excavaciones arqueológicas continúan revelando evidencia de víctimas sacrifi ciales, tanto en centros cere-moniales como en urbes de Mesoamérica y los Andes.

El análisis bioarqueológico es importante para identifi car e interpretar ade-cuadamente estos descubrimientos. La identifi cación de traumatismos óseos y la cuidadosa documentación del contexto arqueológico son esenciales para dis-tinguir sacrifi cios humanos de otros tratamientos mortuorios, así como para descartar procesos tafonómicos que puedan simular manipulaciones postmortem hechas por los humanos (Verano 1995; Haglund y Sorg 2002). En este capítu-lo se proporciona un estudio comparativo del sacrifi cio humano en Sudaméri-ca Andina y en Mesoamérica, puntualizando en las diferencias regionales; no obstante, los retos para su análisis son esencialmente los mismos. Los estudios de caso que se han seleccionado son los ejemplos más convincentes que docu-mentan esta práctica, pues han sido trabajados combinando diversas líneas de evidencia, las cuales se mencionarán en las conclusiones.

INDICADORES PARA EL ESTUDIO DEL SACRIFICIO HUMANO

Sudamérica Andina

El sacrifi cio humano tomó muchas formas en la antigua Sudamérica1. A partir de la información arqueológica, las fuentes históricas y la iconografía, es conocido que algunos individuos fueron sacrifi cados y colocados en tumbas para acompañar a importantes personajes en el más allá; otros fueron enterrados

Avances Recientes de la Bioarqueología Latinoamericana, 2014. Editado por L. Luna, C. Aranda y J. Suby: 361-383. Buenos Aires, GIB. ISBN XXX-XXX-XXXX-X-X.

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como ofrendas dedicatorias en la arquitectura monumental y algunos más fue-ron ofrendados como regalos para los dioses. Los cautivos solían ser obtenidos en confl ictos bélicos y eran ejecutados tanto en rituales formales como en repri-mendas improvisadas.

Las prácticas sacrifi ciales pueden ser reconstruidas a partir de fuentes direc-tas e indirectas. La evidencia indirecta incluye las descripciones registradas por los españoles y por los nativos durante los siglos XVI y XVII2, así como las re-presentaciones iconográfi cas del sacrifi cio y la captura de trofeos. Los hallazgos arqueológicos de tumbas de acompañantes, entierros dedicatorios, sepulturas colectivas y segmentos corporales aislados, constituyen la prueba directa de es-tas prácticas. El análisis cuidadoso de los restos humanos en estos contextos es importante para distinguir entre prácticas sacrifi ciales y tratamientos funerarios estandarizados. Las fuentes indirectas deben usarse con cautela, pues las cró-nicas etnohistóricas pueden presentar sesgos, en tanto que las representaciones iconográfi cas suelen contener elementos míticos y metafóricos (Rowe 1946). Por esto, la evidencia arqueológica directa del sacrifi cio humano es importante para confi rmar o cuestionar eventos inferidos a partir de las fuentes históricas e iconográfi cas. Afortunadamente, los restos óseos que atestiguan la existencia de esta práctica se han incrementado sustancialmente en años recientes, gracias a que los proyectos arqueológicos se han comprometido en la excavación cui-dadosa, la conservación y el análisis de laboratorio minucioso de los conjuntos esqueletales.

Mesoamérica

El sacrifi cio se practicó en Mesoamérica con diversos objetivos ideológi-cos: propiciar el buen funcionamiento del universo, restablecer un lazo con la divinidad, reactualizar el mito en el cual muere un ser sagrado, consagrar las construcciones y acompañar al más allá a personajes de la elite (Nájera 1987). La vida de una víctima podía cegarse por lapidación, degüello, extracción de co-razón, fl echamiento3, inanición, despeñamiento o suicido ritual. En ocasiones, las víctimas eran sometidas a tormentos previos y por lo regular sus cuerpos eran expuestos a tratamientos póstumos (Chávez Balderas 2012).

Para el estudio de esta práctica también es posible contar con fuentes di-rectas e indirectas. Los indicadores indirectos corresponden a la iconografía, las fuentes escritas y las pictografías coloniales y prehispánicas. Gracias a ellos se conoce que las primeras representaciones del sacrifi cio datan del Formativo Tardío (400 A.C.-200 D.C.) y estarían encaminadas a favorecer la fertilidad de los campos. Ejemplo de esto son los Relieves 1 y 2 de Chalcatzingo, o la Estela 21 de Izapa, en los actuales estados de Morelos y Chiapas, México (Graulich

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2005). A partir de ese momento las representaciones iconográfi cas del sacrifi cio son frecuentes en el arte mesoamericano. Las narraciones de los españoles y de los cronistas locales respecto al sacrifi cio entre los mexicas (aztecas), conforman el conjunto de textos más importante sobre el tema. Los indicadores arqueológi-cos son numerosos, siendo los más antiguos los restos encontrados en Coxcatlán (6000-4800 A.C.) y Tlatecomila (500-300 A.C.), sitios localizados en los esta-dos de Puebla y en la ciudad de México (Pijoan y Mansilla 1997). A través de los hallazgos arqueológicos es posible inferir que el sacrifi cio se torna un fenómeno más común a partir del periodo Clásico (200-900 D.C.) y hasta la llegada de los españoles. Ante la vastedad de la información, resulta necesario enfrentar las fuentes directas e indirectas con cautela y haciendo uso de una meticulosa metodología de análisis que reconozca la importancia de la recuperación de los datos de campo.

EL SACRIFICIO HUMANO EN LOS ESTADOS EXPANSIONISTAS

Los incas

Las fuentes etnohistóricas registran que los incas hacían ofrendas para honrar y apaciguar a sus dioses; ocasionalmente, éstas incluían sacrifi cios hu-manos (Rowe 1946). El descubrimiento arqueológico más temprano y mejor documentado fue realizado por Uhle a fi nales del siglo XIX, consistente en los cuerpos de mujeres sacrifi cadas y enterradas en el templo de Pachacamac (Uhle 1903). Las excelentes condiciones de preservación y las cuidadosas observacio-nes llevadas a cabo por el investigador permitieron determinar que las mujeres fueron estranguladas con cuerdas de tela.

El mejor ejemplo de sacrifi cio humano inca es el capacocha, la ofrenda de niños en las cumbres de alta montaña. La mayoría de los descubrimientos de estos sacrifi cios se han llevado a cabo en años recientes, como en el resultado de recorridos y excavaciones conducidos por equipos internacionales de investiga-ción (Reinhard y Ceruti 2000; Ceruti 2003, 2004; Reinhard 2010). Estos sacri-fi cios proveen una oportunidad única para comparar la evidencia arqueológica y las fuentes etnohistóricas. Preguntas surgidas a partir de estos nuevos descubri-mientos han hecho necesaria la aplicación de novedosos métodos analíticos para examinar cuestionamientos, tales como el origen geográfi co de los niños y de las ofrendas emplazadas junto a ellos (Bray et al. 2005; Wilson et al. 2007, 2013). También se ha reportado que los incas hacían sacrifi cios de niños a Pachacamac y a otras deidades (Guamán Poma de Ayala y Pease 1980). A la fecha no se ha encontrado evidencia arqueológica que confi rme el sacrifi cio de un gran número de niños, mencionado por algunos de los cronistas españoles (D’Altroy 2002).

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No obstante, en sitios arqueológicos pre-inca han sido encontrados numerosos entierros aislados de infantes que podrían haber sido sacrifi cados, sugiriendo que la ofrenda de niños en contextos rituales podría tener una gran antigüedad (Benson 2001).

Ofrendas dedicatorias de humanos, representadas tanto por entierros pri-marios como secundarios, son conocidos para los sitios andinos costeros y para las tierras altas. Los ejemplos mejor documentados son los de Chan Chan, ubi-cados en el valle del río Moche de la costa norte de Perú. En este sitio se encon-traron entierros dedicatorios de mujeres jóvenes, depositados bajo las puertas y las rampas de los palacios reales o ciudadelas y asociados a la clausura, inaugu-ración o construcción de estos edifi cios considerados como sagrados (Andrews 1974). Ofrendas similares han sido reportadas en centros Chimú de otros valles, indicando que ésta era una práctica difundida más allá de la ciudad capital. No obstante, Chan Chan se distingue de los demás por sus plataformas reales, construidas en la forma de una cámara funeraria central, rodeada por celdas en las que fueron depositados los individuos sacrifi cados. Estas plataformas parecen representar el sacrifi cio dedicatorio en una escala desconocida para el resto de Sudamérica (Conrad 1982).

Los mexicas (aztecas)

Los mexicas fundaron las ciudades de Tenochtitlan y Tlatelolco, ambos sitios con evidencia de la práctica del sacrifi cio. La mayoría de los contextos sacrifi ciales en Tenochtitlan han sido encontrados en el Templo Mayor y en la plaza oeste. Entre 1948 y 2011 se ha recuperado un total de 153 individuos con evidencia de sacrifi cio y/o tratamientos póstumos. De ellos, 109 fueron decapitados y sus cabezas fueron colocadas en las ofrendas del edifi cio. Este seg-mento corporal fue depositado como cabezas cercenadas y efi gies de dioses. Las primeras fueron inhumadas con las vértebras cervicales y sin descarnar, con el fi n de consagrar el edifi cio. Las vértebras se encontraron en conexión anatómica, indicador de que las cabezas fueron depositadas con tejidos blandos. En cambio, las efi gies son cráneos descarnados que fueron exhibidos o portados, para fi nal-mente ser reutilizados y depositados en las ofrendas representando al dios del Inframundo, Mictlantecuhtli (fi gura 1). Las fuentes históricas, el registro in situ de las conexiones anatómicas, las modifi caciones perimortem de los huesos y los patrones de selección y colocación de los individuos, permiten corroborar que se trata de individuos sacrifi cados (Chávez Balderas 2012).

El sacrifi cio infantil fue muy importante para los mexicas, tal y como lo revela el hallazgo de la Ofrenda 48, encontrada en Tenochtitlan. Se trata de un depósito compuesto por los esqueletos de 42 niños sacrifi cados en honor al

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dios de la lluvia, Tláloc. Las víctimas fueron seleccionadas por presentar enfermedades metabólicas4 y dentales (Román Berrelleza 1990; Román Be-rrelleza y Chávez Balderas 2006). Los restos de un niño inmolado al dios de la guerra, Huitzilopochtli, presentan evidencia de extracción de corazón. En efecto, numerosas huellas de corte se encontraron en la cara interna de las costillas, sugiriendo un ingreso a la ca-vidad torácica por debajo del diafrag-ma. El infante fue ataviado como el dios de la guerra y sepultado durante la ampliación del edifi cio (López Lu-ján et al. 2010).

A pesar de que las fuentes histó-ricas identifi can a Tenochtitlan como escenario del sacrifi cio por excelencia, la mayoría de los restos de esta prácti-ca proceden de su ciudad hermana, Tlatelolco. A partir de la investigación de Pijoan y Mansilla (1997, 2010), se han documentado tres contextos de vital importancia para la comprensión del sacrifi cio: el entierro 14, el tzompantli, o muro de cráneos, y el entierro 270. El entierro 14 consiste en aproximadamente 10.000 huesos humanos correspondientes a 153 individuos, casi todos con al-teraciones tafonómicas culturales perimortem. Se trata de un depósito en el que las huellas de corte y las fracturas son consistentes con las formas de sacrifi cio y los tratamientos postsacrifi ciales relatados en las fuentes históricas. Procedentes del tzompantli se recuperaron los restos de 170 individuos, en tanto que en el entierro 270, un total de 104 mandíbulas. Estas últimas corresponden a un solo evento de depositación, presentando huellas de descarne y fracturas. Las técnicas de excavación en materia de osteoarqueología de campo no se encontra-ban desarrolladas cuando se descubrieron estos contextos, obstáculo que ambas investigadoras debieron superar a partir del análisis de fotografías y registros de campo. La cantidad de hallazgos en ambas ciudades no corresponde con las cifras ofrecidas por los cronistas, quienes llegaron a mencionar el sacrifi cio de 80.000 personas en una sola ceremonia. Además de que la evidencia arqueológi-ca no apoya este escenario, es difícil pensar que estas cifras sean plausibles en una ciudad con 200.000 habitantes, incluyendo mujeres y niños (González Torres 1985; Chávez Balderas 2012).

Figura 1. Efi gie del dios de la muerte, Mictlan-tecuhtli, manufacturada en un cráneo adulto del sexo masculino. Ofrenda 11, Museo del Templo Mayor, Ciudad de México. Fotografía de Jesús López, cortesía del Proyecto Templo Mayor.

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EL SACRIFICIO EN LAS URBES MULTIÉTNICAS

Tiwanaku

En el sur de los Andes, el sitio de Tiwanaku también ha producido eviden-cia arqueológica de ofrendas humanas dedicatorias (Blom et al. 2003; Blom y Janusek 2004). Éstas son encontradas en dos contextos distintos y parecen repre-sentar rituales muy diferentes. El primer grupo es asociado con el monumento más imponente de Tiwanaku, la Pirámide de Akapana. Consiste en una serie de restos parcialmente articulados, tanto de humanos como de camélidos. Algunos de los huesos humanos muestran evidencia de intemperismo, presentando daño hecho por carnívoros y sugiriendo que fueron expuestos en la superfi cie por un tiempo, antes de su enterramiento. Las huellas de corte y los patrones de fractura encontrados en los huesos muestran que las víctimas fueron desmembradas in-tencionalmente, presentando elementos faltantes. Adicionalmente, se registró el agrupamiento de cráneos, indicando que los restos fueron manipulados en formas complejas antes su inhumación. El hecho de que se trate de individuos adultos del sexo masculino muestra la existencia de un claro patrón de selección y su trata-miento sugiere que pudieron ser enemigos sacrifi cados. Adicionalmente, uno de los individuos no es de origen local, como lo muestran los estudios de isotopía de estroncio. Finalmente, el desdén con el que fueron tratados sus cuerpos al dejarlos descomponerse a la intemperie y a merced de los animales carroñeros, es consis-tente con los tratamientos realizados a enemigos sacrifi cados en la costa norte de Perú, los cuales presentan evidencia de heridas punzo-cortantes de naturaleza pe-rimortem y decapitación (Rowe 1946; Verano 1986, 1995; Shimada 1994). Ana-lizando varias líneas de evidencia en Akapana, Blom y Janusek (2004) concluyen que este patrón es consistente con el sacrifi cio resultante de un confl icto bélico.

Otros depósitos encontrados en un complejo arquitectónico al este de Aka-pana son distintivos en cuanto a los tratamientos postmortem, su depositación y el contexto. Más que representar el sacrifi cio de enemigos, estarían relacionados con el culto a los ancestros. En este caso, los restos humanos mostraron eviden-cia de descarne y se agruparon en bultos que fueron cuidadosamente enterrados en un pequeño montículo asociado a una serie de pisos superpuestos y escrupu-losamente preparados, que sellaban el contenido del complejo arquitectónico. Blom y Janusek (2004) sugieren que estas ofrendas pueden representar ancestros que fueron conservados y enterrados cuidadosamente en un espacio privado de dicho complejo. A pesar de que los contextos de Akapana y aquellos que se ubican al este parecen representar rituales muy diferentes, ambos son ofrendas dedicatorias asociadas con la construcción arquitectónica.

En las excavaciones al sureste del Kalasasaya, dirigidas en 2005 por el ar-queólogo Arturo de Rivera, del Proyecto Arqueológico Pumupunku-Akapana,

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se descubrió una nueva forma de ofrendar restos humanos y camélidos: éstos fueron depositados en un hueco superfi cial de forma ovalada, acompañados de cerámica polícroma muy elaborada y artefactos de metal (fi gura 2) (Verano 2013). La ofrenda fue encontrada en un lugar aislado, aproximadamente a 100 m al este de la esquina sureste del Kalasasaya y a unos 50 m al norte de la es-quina noreste de Akapana. Los restos de dieciséis individuos del sexo masculino y femenino, con un rango de edad de infantes a adultos jóvenes, fueron recu-perados junto con los esqueletos de dos camélidos. Su rasgo más característico, en comparación a descubrimientos previos de ofrendas humanas en Tiwanaku, es la clara evidencia de una muerte violenta. Cuatro individuos presentaron traumatismos perimortem en el cráneo, tres de tipo contundente y sin evidencia de reparación ósea, en tanto que otro individuo tiene múltiples heridas pene-trantes. Este nuevo descubrimiento sugiere que la complejidad de las ofrendas humanas en Tiwanaku está aún por revelarse.

Teotihuacán

Situada en el Altiplano Central, Teotihuacan fue una urbe cosmopolita donde cohabitaron poblaciones de diferentes regiones de Mesoamérica. El sacri-fi cio y los tratamientos póstumos han sido documentados en la ciudad a partir indicadores directos y la iconografía. Restos humanos con marcas de desarticu-lación han sido recuperados en áreas residenciales y periféricas, posiblemente relacionados con la conmemoración de construcciones comunales (Manzanilla y Serrano Sánchez 1999; Sugiyama 2010). La información más reveladora ha sido obtenida en las excavaciones de la Pirámide de la Serpiente Emplumada y la Pi-rámide de la Luna. La primera se encuentra en la Ciudadela, recinto de carácter religioso y político. En ella se recuperaron los restos de más de 137 individuos,

Figura 2. Ofrenda de restos humanos y de camélidos en Tiwanaku. Se muestra el nivel más superfi cial de excavación de los esqueletos. Fotografía de John Verano, cortesía del Proyecto Arqueológico Pumupunku-Akapana.

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distribuidos “cuidadosa y ordenadamente para expresar signifi cados calendári-cos y la división espacial del universo” (Sugiyama 2010:84). A partir del análisis de isótopos se determinó que estos individuos eran de procedencia extranjera (White et al. 2002). Se encontraron ataviados con insignias militares, tales como pectorales de maxilares humanos, de cánidos y sus representaciones hechas en concha, puntas de proyectil, así como discos de pirita y pizarra. Los individuos llevaban las manos atadas en la parte posterior (Sugiyama 1989, 2010).

En el marco del Proyecto Pirámide de la Luna, bajo la dirección de Sugi-yama y Cabrera, se descubrieron cinco entierros depositados entre el 250 y el 350 D.C., conteniendo los restos de 37 individuos. El entierro 2 presentó los restos de un hombre con las manos amarradas. No se trataba del componente central, sino de una ofrenda más, al igual que los esqueletos de dos pumas, un lobo, numerosas aves y objetos. En el entierro 3 se localizaron cuatro individuos con las manos atadas en la parte posterior, así como los cráneos de dieciocho animales y numerosos dones. El entierro 4 se compone de diecisiete individuos decapitados, conservando las primeras vértebras cervicales. En el entierro 5 se encontraron tres personajes en fl or de loto, posición propia de las elites. Lle-vaban las manos amarradas en la parte anterior del cuerpo, así como un ajuar compuesto por piezas teotihuacanas y mayas. En todos los casos se trataba de individuos originarios de otras regiones (Sugiyama y López Luján 2006; White et al. 2007; Sugiyama 2010).

El entierro 6 se componía de una ofrenda central de cetros serpentiformes de obsidiana, colocados de forma irradiada y asociados a una escultura antropo-morfa de mosaico de piedra verde. En el área central se encontraron dos perso-najes fi namente ataviados, presentando las manos atadas en la parte posterior. Al norte de ellos, fueron arrojados los cuerpos de diez individuos decapitados que presentaban las manos atadas. Completan la ofrenda sacrifi cial los restos de más de cincuenta animales (Sugiyama 1989, 2010; Pereira y Chávez Balderas 2006; Sugiyama y López Luján 2006). Estos hallazgos han contribuido a comprender el papel del militarismo en Teotihuacán y la importancia del sacrifi cio humano.

SACRIFICIO DE ACOMPAÑANTES EN TUMBAS DE ALTO ESTATUS

Sudamérica Andina

Después de llorado el muerto desta suerte, hacían sus sacrifi cios y supersticiones, en los cuales quemaban parte del mueble que había dejado, y si era señor ca-lifi cado, mataban algunas de sus mujeres y criados, y otros metían vivos en la sepultura con el muerto, para que le fuesen a servir y acompañar en la otra vida (Cobo [1653] 1964:274).

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Cobo ([1653] 1964), Cieza de León ([1553] 1941) y otros cronistas espa-ñoles describieron que, entre el período prehispánico tardío y colonial tempra-no, la práctica indígena del sacrifi cio de acompañantes estaba presente entre las sociedades de las tierras altas y de la costa peruana. La evidencia arqueológica confi rma que en la costa norte del Perú esta antigua tradición se remonta al siglo III A.C. (Alva y Donnan 1993); posteriormente habría sido realizada en otros sitios tardíos en toda el área andina (Verano 1995, 2001a). Por lo general, los acompañantes en las tumbas se reconocen por las posiciones inusuales de sus cuerpos o su ubicación en el interior de la tumba (por ejemplo, emplazados en una esquina, arrojados bocabajo o recluidos en espacios muy pequeños). En casos con una preservación excepcional, las cuerdas utilizadas para estrangular a los acompañantes pueden estar aún in situ, confi rmando la causa de muerte (Verano 2001a). A menudo, las víctimas no muestran signos obvios de la forma en que fueron asesinados, por lo que es necesario apoyarse en la evidencia contextual.

En casos donde hay múltiples esqueletos rodeando al entierro principal, es necesario ser cautelosos y no asumir que todos los ocupantes son acompañan-tes sacrifi cados. En una tumba moche de alto estatus en Sipán (tumba 1), en el norte de Perú, algunos de los esqueletos que rodeaban al entierro principal eran huesos revueltos, correspondientes a entierros secundarios y no a sacrifi cios realizados durante la construcción de la sepultura. La reapertura de tumbas, con la adición o remoción de restos, puede complicar aún más el problema. Inves-tigaciones recientes en cementerios costeros peruanos indica que tales prácticas, documentadas en detalle por Menzel (1976), pueden haber sido más comunes de lo que se ha reconocido previamente (Millaire 2002, 2004).

Mesoamérica

El sacrifi cio de acompañantes en Mesoamérica es conocido principalmente a través de las fuentes históricas. Los cronistas relatan que numerosos esclavos eran sacrifi cados para acompañar a los grandes señores mexicas. Estas víctimas eran conocidas como tepantlacaltino teixpanmiquiztenicaltin, “los que iban tras el muerto a tenerle compañía”, mismos que eran comprados o se trataba de in-dividuos presos, pues los cautivos de guerra solo estaban destinados a los dioses (Durán 1995:354). Entre ellos se encontraban enanos, jorobados y personas con deformidades, los cuales eran recluidos en una casa especial. Eran asesinados para que sirvieran y animaran a su señor, para que velaran para no le faltase nada y lo consolaran de su propia muerte. Sus cuerpos no se cremaban en la pira junto al cadáver del gobernante, sino aparentemente solo su sangre o sus corazones (Benavente 1971; Cortés 1994; Durán 1995). Las fuentes históricas también mencionan que en el occidente de Mesoamérica existió la costumbre de sacrifi car

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acompañantes, tal y como se relata en la Relación de Michoacán (Alcalá 1980). A pesar de la existencia de numerosas narraciones, en estas regiones no se han locali-zado tumbas de gobernantes, por lo que no se ha podido corroborar su veracidad.

A diferencia de lo que sucede en otras regiones de Mesoamérica, en el área maya han sido descubiertas numerosas tumbas reales. Dos casos destacan por la presencia de acompañantes, cuyos restos presentaron modifi caciones cultura-les: se trata de las tumbas encontradas en Calakmul y Palenque, analizadas por Tiesler y Cucina (2006). En el primer sitio registraron traumatismos en la parte anterior de la última vértebra torácica de un esqueleto femenino, depositado en la antecámara de una tumba real. En Palenque, la mujer que acompañaba los restos mortales de la Reina Roja presentaba traumatismos corto-contundentes en el área torácico-abdominal. Los autores concluyen que se trata de huellas de extracción del corazón, realizada por debajo de las costillas. En otros sitios del área maya se han encontrado restos humanos asociados a tumbas de importantes personajes, pero no existe evidencia convincente de que hayan sido sacrifi cados (Houston y Scherer 2010).

LA EJECUCIÓN DE CAUTIVOS

Sudamérica Andina

Existen varias fuentes etnohistóricas que narran la ejecución de cautivos en celebraciones subsecuentes a las conquistas militares incas, así como de ase-sinatos en reprimenda como respuesta a actos de resistencia o rebelión (Rowe 1946; Rostworowski de Diez Canseco 1999; D’Altroy 2002). Los cronistas tam-bién describieron trofeos hechos por los incas a partir de los cráneos, los huesos largos, los dientes y las pieles de los enemigos sacrifi cados (Rowe 1946). La ejecución de cautivos es una actividad muy diferente a la ofrenda de niños y de objetos, dedicados a los templos y a las deidades, por lo que quizás sacrifi cio hu-mano no es un término del todo apropiado para describir este comportamiento.

Mientras que los enemigos capturados pudieron haber sido asesinados como ofrendas a los dioses, la ejecución y mutilación de cautivos claramente fun-cionaba como un medio poderoso para humillar y aterrorizar a los enemigos. Tal es el caso de la conquista inca de los Collas, cuyos líderes fueron decapitados y sus cabezas emplazadas en un edifi cio especial en Cuzco, el Llaxaguasi; en éste se exhibían a los individuos conquistados (Sarmiento de Gamboa 1942). Masacres en represalia también sirvieron para cimentar las conquistas incas y desalentar la resistencia (Rostworowski de Diez Canseco 1999).

El tratamiento de los cuerpos de los cautivos ejecutados puede brindar in-formación sobre la manera en que las víctimas eran vistas. El enterramiento

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cuidadoso con bienes suntuarios implicaría que el individuo había sido transfor-mado en una ofrenda de valor, como en el caso de los entierros dedicatorios de mujeres en Chan Chan. En contraste, es posible documentar el desdén con que eran tratados la mayoría de los enemigos cautivos, representado por la falta de inhumación de los cuerpos y su exposición a animales carroñeros, la mutilación o en general, la negación de un ritual funerario (Verano 2001a). Un ejemplo de esto corresponde a una fosa común con cuerpos mutilados encontrada en el sitio de Pacatnamú, en la costa del Pacífi co norte de Perú. Allí, los restos mutilados de cautivos ejecutados (como lo muestran las cuerdas alrededor de sus tobillos), fueron arrojados al fondo de una trinchera en la entrada de un recinto ceremo-nial, exponiéndolos a las moscas y a los animales carroñeros (Verano 1986). En este caso, la prominente exhibición de los cuerpos en descomposición (fi gura 3) y la negación de una correcta sepultura, fueron claramente intencionales.

Los moche de la costa norte de Perú también tomaron hombres cautivos y los sacrifi caron en sus principales centros ceremoniales. Los restos de los pri-sioneros asesinados en la Pirámide de la Luna fueron expuestos en la superfi cie para ser enterrados por la arena eólica y, durante episodios de lluvia, por el lodo (Bourget 2001; Verano 2001a y b); algunos individuos fueron incorporados en los rellenos de las plazas, durante su construcción (Verano et al. 2007). Los únicos objetos encontrados en asociación a estos esqueletos fueron fragmentos de vasijas de cerámica con la forma de cautivos sentados.

A la fecha, la muestra más grande de cautivos ejecutados proviene de un sitio del periodo Intermedio Tardío llamado Punta Lobos, localizado en el valle del río Huarmey, al norte de Perú. Este sitio fue descubierto en 1998 por Walde (1998), en una colina con vista al Océano Pacífi co. En esta excavación se recuperaron los restos de aproximadamente 200 individuos, enterrados a poca profundidad. Casi todas las víctimas se encontraron boca abajo, con las muñecas y los tobillos amarrados con cuerdas o paños; la mayoría de ellos portaba cubre ojos de tela.

Figura 3. Excavación del enterramiento masivo en Pacatnamú. Fotografía de John Verano, cortesía del Proyecto Pacatnamú.

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La causa de muerte fue determinada fácilmente: sus cuellos fueron cortados en repetidas ocasiones, tal y como lo indicaban las múltiples huellas de corte en las vértebras cervicales inferiores y en las torácicas superiores, así como en las claví-culas y en las primeras costillas (Verano y Toyne 2005).

No se encontraron ofrendas directamente asociadas a los cuerpos. Una pequeña fosa en una colina adyacente, conteniendo cerámica de estilo local, una red de pesca y comida, aparentemente habría sido una ofrenda hecha a las víctimas por sus familiares. Punta Lobos es inusual por su ubicación en una colina aislada, sin arquitectura asociada. También es inusual que las víctimas sean hombres jóvenes, niños (a partir de siete años) y ancianos. Este es un perfi l demográfi co diferente al visto en Pacatnamú y en la Huaca de la Luna, donde todas las víctimas eran adolescentes o adultos jóvenes, rango de edad apropia-do para los guerreros cautivos. Punta Lobos parece representar una ejecución masiva de otro tipo, posiblemente un asesinato en represalia. Dos muestras de fi bra vegetal utilizadas para amarrar a dos de las víctimas arrojaron un fechado (con un sigma) de 1287-1384 D.C. (Beta 182048; fi bra vegetal) y 1285-1381 D.C. (Beta-182049; fi bra vegetal), empleando la Calibración del Hemisferio Sur, recientemente actualizada (Hogg et al. 2013). Estas fechas corresponden al tiempo estimado de la conquista del Valle Huarmey, por los Chimú (Mackey y Klymshyn 1990). Las víctimas de Punta Lobos podrían representar la respuesta Chimú a la resistencia local (Verano y Toyne 2005).

Mesoamérica

A diferencia de lo que sucede en los Andes, la evidencia directa sobre la ejecución de cautivos de guerra y las reprimendas es escasa en Mesoamérica. En parte, esto es el resultado de que las víctimas sacrifi ciales eran obtenidas de diversas maneras. A partir del trabajo de Graulich (2005) se sabe que los mexicas las obtenían a través de la guerra, el tributo y la venta, o podía tratarse de crimi-nales condenados. Las fuentes históricas mencionan que también se destinaban al sacrifi cio personas con defectos físicos como jorobados, contrahechos, albinos o enanos, así como vírgenes, voluntarios, personas que se consideraran marcadas y, en menor grado, ciudadanos libres y nobles.

Las fuentes suelen llamar esclavos a las víctimas que no eran guerreros cap-turados en incursiones bélicas, e incluían mujeres y niños. Durán (1995:185-189) describe dos mercados de esclavos situados en Azcapotzalco e Izhuacan. De acuerdo con el fraile, éstos eran comprados para representar deidades en las fi estas calendáricas, en tanto que los prisioneros de guerra eran sacrifi cados como comida para los dioses. En el área maya sucedía algo similar. De acuerdo con Nájera (1987) las fuentes históricas sugieren que también podían destinarse

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al sacrifi cio los infractores de la ley, quienes eran vendidos. Además relata la existencia de voluntarios espontáneos, niños obtenidos por rapto, la compra de huérfanos, bastardos e hijos de esclavos, así como víctimas regaladas por otras comunidades. En cuanto a la obtención de trofeos, Sahagún (1997) registró que a los cautivos de guerra participantes en el sacrifi cio gladiatorio se les extraía el corazón y decapitaba, luego de lo cual los sacerdotes portaban las cabezas “asidas de los cabellos” (Sahagún 1997:103). El cuerpo era destinado a la antropofagia y el fémur era exhibido por el sacrifi cante o dueño: “Tomaba el muslo de cauti-vo, cuya carne ya había comido, y componíanle con papeles y con una soga le colgaba de aquel madero que había hincado en el patio” (Sahagún 1997:105).

Entre los mexicas, los cráneos del tzompantli (muro de cráneos) podrían ser considerados como trofeos o herramientas de intimidación a partir de su exhibición. Sin embargo, debemos considerar varios factores que hacen pensar que esta estructura no solo estaba vinculada con la guerra, sino que tenía un sim-bolismo complejo y polisémico. Después de la decapitación, los individuos eran descarnados y se realizaban dos perforaciones laterales que tenían como función vaciar la masa encefálica y atravesar un madero sobre el cual eran exhibidos. El objetivo del tzompantli era exhibir restos esqueletizados, los cuales eran rempla-zados y reutilizados de distintas maneras: algunos de ellos fueron modifi cados con atributos del dios del Inframundo y depositados en las ofrendas del Templo Mayor (Chávez Balderas 2010, 2012).

En el tzompantli se han recuperado cráneos de individuos del sexo femeni-no (Chávez Balderas 2012). De acuerdo con las fuentes históricas, las cabezas de los esclavos destinados a representar deidades también podían terminar en la empalizada de cráneos. Tal sería el caso del representante de Tezcatlipoca, quien era tratado como una deidad antes de su sacrifi cio (Durán 1995; Sahagún 1997). En suma, el tzompantli estaba relacionado con las fi estas del calendario ritual, el juego de pelota y el árbol mítico de calabazas, además de ser una fuente de intimidación para los enemigos (Miller y Taube 1993; Xochipiltécatl 2004; Graulich 2005; Mendoza 2007).

El contexto mesoamericano que podría equiparse a los encontrados en el área andina, en términos de violencia perimortem dirigida a posibles cautivos de guerra de origen extranjero, es el ya mencionado entierro 6 de la Pirámide de la Luna, en Teotihuacán. Los cuerpos de los diez individuos decapitados fueron arrojados cerca del muro norte sin ningún cuidado. No presentaban atavíos ni ofrendas y uno de ellos tenía una lesión sin regeneración ósea en una de sus extremidades. Los individuos se encontraron mezclados y en posiciones irregulares. Debe recordarse que la desnudez y la negación de una sepultura apropiada suelen asociarse con los enemigos. La compresión del sedimento ocasionó que los restos se encontraran en muy mal estado de conservación. El minucioso registro llevado a cabo utilizando la metodología conocida como osteoarqueología de campo (Duday 1997), permitió

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individualizar los esqueletos y reconstruir con precisión la posición original en la que se depositaron (Pereira y Chávez Balderas 2006; Sugiyama 2010).

NUEVOS DESCUBRIMIENTOS Y NUEVOS RETOS

Sudamérica Andina

Una serie de descubrimientos recientes en el valle del Río Lambayeque, en la costa norte de Perú, ha complicado lo que por muchos años parecía ser una clara dicotomía entre la ejecución violenta de cautivos y el tratamiento respetuoso de mujeres y niños sacrifi cados, estos últimos acompañados de su entierro cuidadoso. Nuevos hallazgos de los sitios de Túcume (Toyne 2011), Cerro Cerrillos (Klaus 2010) y Chotuna (Turner 2013), son un enigma pues presentan una diversidad en cuanto a la edad y el sexo: en algunos solo se identifi caron niños y mujeres; en otros solo hombres. Además, existe evidencia de dos sitios en los cuales las víctimas fueron cuidadosamente enterradas en mortajas, a pesar de haber sido degolladas -en algunos casos decapitadas- y sus cajas torácicas cortadas y abiertas. Esta aparente contradicción entre un tratamiento cuidadoso del cuerpo (entierro en una mortaja) y una muerte particularmente violenta no concuerda con ninguno de los patrones previamente defi nidos para el sacrifi cio humano en la costa norte de Perú.

Mesoamérica

Nuevos hallazgos en el territorio mesoamericano representan un reto de in-vestigación, que ha requerido la implementación de registros de campo sistemati-zados. Ejemplos de estos descubrimientos se remiten al recinto sagrado de Teno-chtitlan y a Xaltocan (Estado de México). Durante las excavaciones del Programa de Arqueología Urbana al oeste del Templo Mayor de Tenochtitlan, se recuperó un depósito representado por un personaje del sexo femenino sin atavíos y con un traumatismo craneano que fue arrojado en el relleno constructivo. Fue cubierto con más de mil huesos humanos procedentes de un entierro secundario, los cuales están siendo analizados por la antropóloga física Perla Ruiz, bajo el enfoque de la osteoarqueología de campo (fi gura 4). Por otro lado, los hallazgos llevados a cabo en Xaltocan por el equipo de Morehart et al. (2012), resultan de gran importancia para este tema. En efecto, más de cien individuos fueron decapitados durante el Epiclásico (600-900 D.C.) en un paraje rural sin clara asociación a una gran urbe. Estos nuevos descubrimientos también plantean difíciles interrogantes sobre la identidad de las víctimas y sus sacrifi cadores, así como cuestionamientos sobre la naturaleza y el signifi cado de estos rituales sacrifi ciales.

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CONCLUSIONES Al encontrar restos óseos humanos en contextos arqueológicos, la primera

pregunta que se debe realizar es si son producto de un ritual funerario o no fune-rario. El primero habría sido llevado a cabo como consecuencia de la muerte de un individuo, para disponer de su cuerpo, ayudar a los deudos a socializar la pér-dida y, de acuerdo con la cosmovisión de cada sociedad, ayudar al alma o parte inmaterial a alcanzar su destino fi nal. En este sentido, en los rituales funerarios los individuos pueden categorizarse como sujetos. En cambio, en los rituales no funerarios los individuos pueden equipararse a objetos u ofrendas. El tratamiento de sus cuerpos no está encaminado a socializar la pérdida de un integrante de la sociedad, sino a diversos fi nes. Entre éstos pueden encontrarse disponer de los huesos como reliquias, convertirlos en efi gies, exhibirlos para lograr la coerción del enemigo o incluso transformarlos en herramientas. Es posible que ambas categorías se traslapen, pero estos casos son difíciles de encontrar y aún más complejos de interpretar5.

Uno de los indicadores más convincentes respecto de la existencia del sa-crifi cio humano es la presencia de lesiones perimortem sin regeneración ósea que, presumiblemente, habrían quitado la vida a un individuo. No obstante, encontrarlas no implica necesariamente que el individuo fue sacrifi cado, pues podría haber sido víctima de cualquier otro tipo de violencia. La información contextual, el tipo de deposición del cadáver, los patrones de selección de las víc-timas y las fuentes históricas (escritas o pictográfi cas), permiten interpretar más adecuadamente este tipo de hallazgos. Otros indicadores del sacrifi cio humano son las huellas de corte o fracturas, que puedan ser directamente vinculados con el degüello o la extracción de corazón. Sin embargo, para poder asegurar que se trata de esta práctica es necesario contar con información suplementaria. Por su

Figura 4. Restos de un individuo femenino, cubierto por un entierro secundario. Ofrenda 153. Fotografía de Perla Ruiz Albarrán, cortesía del Programa de Arqueología Urbana.

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parte, los casos en los que las alteraciones culturales realizadas en los huesos no refl ejan la forma de muerte, sino el tratamiento póstumo del cuerpo, son mucho más complejos de interpretar, pues requieren de numerosos datos que sustenten la existencia del sacrifi cio (Chávez Balderas 2012).

¿Qué hacer frente a este panorama tan complejo? La respuesta se encuentra en llevar a cabo un análisis que tome en cuenta diversas líneas de evidencia. Solo a partir de la combinación de diferentes criterios, será posible obtener in-terpretaciones sólidas. Aunque cada caso debe evaluarse de forma única, existen lineamientos generales a tomar en cuenta: 1) la información contextual; 2) las observaciones anatómicas en campo; 3) el número de eventos de depositación y de eventos sacrifi ciales; 4) los patrones de colocación y selección de los indi-viduos; 5) el análisis de la evidencia directa; 6) observaciones en colecciones contemporáneas y de experimentación y 7) el estudio de las fuentes indirectas. La mayoría de los estudios de caso expuestos anteriormente fueron analizados mediante enfoques que combinan varias de estas líneas evidencia. La informa-ción contextual es clave para comprender la naturaleza de los depósitos. El tipo de espacio en el que se encuentran los restos óseos, su función, ubicación res-pecto al asentamiento y sus características formales, son aspectos a tomar en cuenta. Adicionalmente, los contextos en un mismo espacio deben compararse entre sí y ser analizados al interior, poniendo especial atención en los patrones de distribución.

La osteoarqueología o antropología de terreno (Duday 1997) es un enfoque de gran utilidad para realizar observaciones anatómicas en campo. El hecho de en-contrar huesos aparentemente articulados o desordenados no implica estar frente a un entierro primario o secundario respectivamente (Duday 1997). Existen casos en los cuales el desacomodo de los huesos es producto de procesos tafonómicos que perturban depósitos primarios6, en tanto que en otros ejemplos, la presencia de segmentos aparentemente articulados es producto de un acomodo deliberado realizado por los encargados del ritual7. La osteoarqueología de campo se basa en el registro de las conexiones anatómicas, la lateralidad, la cara de aparición de los huesos y su orientación, con el fi n de determinar dónde sucedió la descomposi-ción de cadáver, paso fundamental antes de llevar a cabo cualquier interpretación.

La determinación del número de eventos de deposición debe llevarse a cabo en la medida de lo posible, comprendiendo que no necesariamente corresponde al número de eventos sacrifi ciales. Esta distinción puede llevarse a cabo combinando criterios estratigráfi cos y tafonómicos. Estos últimos permiten evaluar si todos los individuos tuvieron una descomposición simultánea o fueron depositados en diferentes ocasiones. En casos en los cuales se inhumaron cuerpos superpuestos que tuvieron una descomposición simultánea, se espera que los esqueletos que se encuentran sobre el fondo del depósito preserven mucho más las articulaciones, en tanto que los de arriba estarán más desarticulados como consecuencia del co-

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lapso de las cavidades corporales de los individuos que yacían bajo ellos (Duday 1997)8. Por el contrario, es posible que numerosos individuos hayan sido de-positados durante un mismo evento, pero corresponder a diferentes momentos sacrifi ciales. En este caso se espera identifi car la presencia de huesos aislados y desarticulados naturalmente, combinados con segmentos anatómicos que refl e-jen diferentes estados de descomposición, o entierros primarios. En ese caso los individuos habrían sido sacrifi cados en diferentes momentos, lo cual refl ejaría la existencia de un lugar donde se almacenaron los huesos antes del depósito, como ha podido documentarse en el Templo Mayor de Tenochtitlan (Chávez Balderas et al. 2011; Chávez Balderas 2012).

Sin lugar a dudas, detectar patrones de colocación o de selección de los indivi-duos es fundamental para poder argumentar la práctica del sacrifi cio. La presen-cia de individuos de un mismo sexo y rango de edad, presentando los mismos tratamientos corporales y tipo de depositación, como se observó en la Pirámide de la Luna de las Huacas de Moche (valle del río Moche), puede ayudar a cons-truir la hipótesis relativas al hecho de que fueran sacrifi cados, la cual a su vez debería apoyarse en otras líneas de evidencia (Verano 2001a).

El análisis de la evidencia directa en los restos óseos es, por supuesto, la parte central del estudio de las prácticas sacrifi ciales. No obstante, es necesario tomar en cuenta que la presencia de alteraciones culturales no implica inequívocamente el sacrifi cio del individuo y que la ausencia de huellas no descarta este tipo de muerte, pues algunas formas de sacrifi cio podrían no dejar marcas en los huesos. El primer paso al detectar una alteración ósea es defi nir si se trata de un rasgo antemortem, perimortem o postmortem. El siguiente paso es determinar si dicha modifi cación corresponde a un proceso bioestratinómico o diagenético. Los pri-meros son aquellos acontecidos entre la muerte de un individuo y su entierro, en tanto que los segundos corresponden a la interacción de los restos con la matriz en la que están sepultos. Una vez defi nida la presencia de procesos bioestratinómicos, es preciso identifi car si son de naturaleza cultural o natural (Micozzi 1991). Luego de establecer que el rasgo observado en el hueso es producto de la acción cultural, es preciso contrastar su ubicación con la anatomía músculo-esquelética. A con-tinuación se deberá defi nir el mecanismo de la lesión: acción cortante, contusa, punzante y las combinaciones de éstas. Es importante recordar que una misma he-rramienta, por ejemplo un cuchillo, puede ser utilizado como un agente cortante, corto-contundente o punzocortante, dependiendo la forma en que sea empleado (Gisbert y Villanueva 2004; Chávez Balderas 2012). Además del análisis morfos-cópico, se recomienda hacer uso de la microscopía y realizar un registro gráfi co detallado, tanto en fotografías como en formatos. El uso de técnicas de análisis, tales como el estudio de las fi rmas isotópicas o del ADN, es de gran ayuda para sustentar nuestras interpretaciones, al develar el origen geográfi co de los indivi-duos o las relaciones entre las poblaciones a las cuales pertenecen (Bustos 2012).

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La observación de procesos para la obtención de colecciones de referencia contemporáneas, así como la experimentación -generalmente llevada a cabo en huesos de fauna-, son también recomendables para contrastar hipótesis sobre procedimientos particulares (por ejemplo, las técnicas de decapitación y sus im-plicaciones anatómicas). Finalmente, las fuentes históricas y la iconografía son necesarias para comprender y contextualizar los hallazgos realizados. Sin embar-go, tal y como sucede con la etnografía, es difícil lograr una correlación entre los actos descritos en las fuentes y la evidencia arqueológica. Esto dependerá en buena medida de quién escribió las fuentes, para quién las escribió, cuáles fue-ron sus objetivos y el contexto histórico en que se desarrollaron.

Los retos de la bioarqueología del sacrifi cio son numerosos, sin importar la región geográfi ca en la que se trabaje. La estandarización de metodologías y la consideración de diferentes líneas de evidencia son necesarias para la sus-tentación de las hipótesis propuestas. La implementación de formas de trabajo estandarizadas permitirá conocer más sobre el fenómeno del sacrifi cio en las culturas precolombinas.

AGRADECIMIENTOS

Queremos agradecer su invaluable colaboración a los directores de los Pro-yectos Arqueológicos Pacatnamú, Huaca de la Luna, Complejo Arqueológico El Brujo, Pumupunku-Akapana, Huaca Rajada/Sipán, Huarmey, Pirámide de la Luna, Programa de Arqueología Urbana, Proyecto Templo Mayor y Museo del Templo Mayor. El mayor fi nanciamiento para las temporadas de excavaciones en La Huaca de la Luna y en El Complejo El Brujo fue proporcionado por el Co-mité para Investigación de la National Geographic Society y los proyectos Huaca de la Luna y El Brujo. También el Roger Thayer Stone Centre para estudios lati-noamericanos de la Universidad de Tulane bondadosamente proporcionó becas de investigación a John Verano y a los estudiantes de postgrado que participaron en las investigaciones de campo. El análisis de los cráneos del Museo del Templo Mayor contó con el apoyo de Famsi (5054), así como del personal adscrito a dicho museo. Agradecemos las fotografías a Jesús López y Perla Ruiz.

NOTAS

1 La información que se presenta a lo largo del capítulo tendrá un énfasis específi co en Perú, donde el registro histórico y arqueológico es más detallado.

2 Tal sería el caso de las narraciones históricas de la toma de trofeos realiza-das por los Shuar (Jíbaro), en el Ecuador tropical (Stirling 1938).

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3 Término empleado en Mesoamérica para designar el sacrifi cio de un indi-viduo a manos de varios guerreros, quienes le disparan fl echas de piedra.

4 Correspondientes a períodos de estrés durante el crecimiento, la mayoría de las veces asociadas con defi ciencias en la alimentación. Se identifi caron a partir de la presencia de cribra orbitalia, hiperostosis porótica e hipoplasias del esmalte.

5 Por ejemplo, una diminuta parte de los restos de un individuo de la eli-te que fue cremado en el Templo Mayor de Tenochtitlan, se depositó en una ofrenda de consagración de un monumento arquitectónico (Chávez Balderas, información inédita).

6 Los entierros primarios son aquellos en los que la descomposición sucedió in situ, en tanto que en los secundarios, la descomposición aconteció en otro lugar y los huesos fueron trasladados (Duday 1997).

7 Ejemplo de esto es la Ofrenda 126 del Templo Mayor de Tenochtitlan, ciudad de México, un contexto con restos de fauna sacrifi cada, en el cual los sacerdotes simularon la articulación de columnas vertebrales, creadas con vér-tebras de diferentes regiones anatómicas correspondientes a felinos y cánidos (Chávez Balderas et al. 2011).

8 Tal sería el caso del ya mencionado entierro 6 de la Pirámide de la Luna de Teotihuacán (Pereira y Chávez Balderas 2006).

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