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E l maestro de obras Geoffroi Bisol era un hombre ya maduro, de mirada penetrante, medio oculta bajo unas cejas espesas; abundante cabellera gris cubierta por un bonete y una espesa barba que lo hacía parecer mayor de lo que era. Vestía ropas de corte sencillo, sin pieles, adornos o joyas cosidas a ellas, pero la buena calidad de los paños desmentía la primera impresión que lo hacía parecer un simple artesano con algo de fortuna, un bodeguero o el dueño de un taller de telas. Se había ganado su fama trabajando en varias fábricas entre las cua- les destacaba la propia catedral de su ciudad natal, Troyes, y sabía que no le quedaría vida suficiente para realizar los encar- gos que esperaban sobre su mesa de trabajo. Se hallaba super- visando la reconstrucción de la catedral de Châlons, destruida por un incendio unos años antes, cuando recibió un mensaje ins- tándole a regresar sin demora a Vertus. Temiendo que algo grave hubiera ocurrido en su casa, ordenó aparejar la mula y se puso de inmediato en camino. Ya había oscurecido cuando distinguió la antorcha encen- dida que iluminaba la entrada a la aldea cuya principal ocupa- ción eran las viñas que la rodeaban y en la cual Madeleine y él habían construido su nido, lejos de la ciudad. Casi todos los vecinos trabajaban en las viñas y él mismo había adquirido una, de modestas dimensiones, en la que se evadía siempre que el trabajo se lo permitía, es decir, casi nunca. Su única hija, Alix, había nacido allí, llenando el espacio vacío que quedaba en su vida. A una edad en la cual sus conocidos ya eran abuelos, él había sido padre de una hermosa criatura. Por ella había vuelto a nacer, por ella... y por Madeleine, una mujer del pueblo, 9 Vertus, 1239

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El maestro de obras Geoffroi Bisol era un hombre yamaduro, de mirada penetrante, medio oculta bajo unas cejasespesas; abundante cabellera gris cubierta por un bonete y unaespesa barba que lo hacía parecer mayor de lo que era. Vestíaropas de corte sencillo, sin pieles, adornos o joyas cosidas aellas, pero la buena calidad de los paños desmentía la primeraimpresión que lo hacía parecer un simple artesano con algo defortuna, un bodeguero o el dueño de un taller de telas. Sehabía ganado su fama trabajando en varias fábricas entre las cua-les destacaba la propia catedral de su ciudad natal, Troyes, ysabía que no le quedaría vida suficiente para realizar los encar-gos que esperaban sobre su mesa de trabajo. Se hallaba super-visando la reconstrucción de la catedral de Châlons, destruidapor un incendio unos años antes, cuando recibió un mensaje ins-tándole a regresar sin demora a Vertus. Temiendo que algo gravehubiera ocurrido en su casa, ordenó aparejar la mula y se pusode inmediato en camino.

Ya había oscurecido cuando distinguió la antorcha encen-dida que iluminaba la entrada a la aldea cuya principal ocupa-ción eran las viñas que la rodeaban y en la cual Madeleine y élhabían construido su nido, lejos de la ciudad. Casi todos losvecinos trabajaban en las viñas y él mismo había adquirido una,de modestas dimensiones, en la que se evadía siempre que eltrabajo se lo permitía, es decir, casi nunca. Su única hija, Alix,había nacido allí, llenando el espacio vacío que quedaba en suvida. A una edad en la cual sus conocidos ya eran abuelos, élhabía sido padre de una hermosa criatura. Por ella había vueltoa nacer, por ella... y por Madeleine, una mujer del pueblo,

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buena y caritativa, que había creado un hogar para él, el que lefaltaba desde la muerte de su madre hacía ya diez años. Al igualque las antiguas sacerdotisas, mantenía el fuego del hogarencendido en todo momento y esperaba su regreso aunque suausencia durase días y, a veces, meses. No hablaban mucho, suslenguajes eran diferentes, sus ambiciones también. Él siempretenía la mente repleta de líneas y formas, pero ella escuchabasu silencio y sus ojos mostraban la admiración que sentíacuando lo observaba trabajar inclinado sobre su mesa. El enten-dimiento suplía con creces la falta de palabras. Y luego estabael lecho, frío durante casi toda su vida, y, de pronto, cálido y aco-gedor. No era un gran amante y tampoco podía decirse quealguna vez hubiera perdido la cabeza por un asunto que con-sideraba un mero desahogo, pero era reconfortante sentir a sulado el cuerpo de una mujer, oírla respirar. Desde su unión sehabía sentido un poco menos solo.

Antes siquiera de haberse apeado de la mula, le salieron arecibir varios de sus vecinos para comunicarle que Madeleine,junto con otras personas de toda la región, había sido apresaday llevada al castillo acusada de herejía.

–Dicen que hay allí cerca de quinientos detenidos –le comu-nicó su informante.

Hizo un cálculo rápido. El número le pareció un tanto exa-gerado, dado que los subterráneos del castillo no tenían capa-cidad para tanta gente. Lo sabía bien, puesto que él había sidoel constructor del edificio, pero le vino a la mente la imagen delganado amontonado en corrales y cuadras, y sintió un estre-mecimiento.

–Dicen –prosiguió el hombre– que el inquisidor quiere darun escarmiento y planea un juicio colosal: ha jurado acabar contodos los herejes de una sola vez.

–¡Satanás engendró a ese hijo con una bruja! –exclamóotro de los presentes, y los demás corroboraron su afirmación.

La locura se había apoderado de la región de Champaña afinales del último verano y desde entonces no había paz en los

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hogares honestos. Gregorio IX había puesto en marcha cuatroaños antes un tribunal religioso especial para juzgar los casosde herejía. Dicho cometido estaba en manos de seglares, peroa juicio del Papa, los procedimientos eran demasiado lentos ylas penas leves, a pesar de haberse ejecutado ya a un buennúmero de herejes. El fraile dominico Robert Lepetit fue nom-brado inquisidor para el norte de Francia y juró no descansarhasta no erradicar la herejía. A fe de muchos, lo estaba consi-guiendo.

A Geoffroi le llevó un rato entender la razón por la cualMadeleine había sido encarcelada y escuchó atentamente lasexplicaciones que le dio un hombre entrado en años, vestido conun simple hábito negro a cuya cintura llevaba atada una cuerday que se hallaba alojado en casa de otra de sus vecinas, laanciana Catherine que atendió a su mujer en el parto.

–Somos una comunidad cristiana que no hacemos mal anadie –comenzó diciendo el hombre a quien llamaban obispoMoranis–; practicamos el amor hacia los seres humanos, inclusohacia los enemigos, y el cuidado de los pobres y de los enfer-mos, al igual que hizo Jesús. No pedimos dineros a nuestrosseguidores, ni vivimos en monasterios; no tenemos iglesias nicatedrales. Nuestro templo es el mundo y nuestra fe el Sermónde la Montaña y el Evangelio de San Lucas. La Iglesia deRoma ha desencadenado sus furias contra nosotros, nos llamaherejes y nuestros fieles sufren una terrible persecución, peroCristo no tenía un techo sobre su cabeza; el Papa vive en unpalacio y sus sacerdotes se enriquecen con el diezmo obli-gado. Aun así, creemos en la paz entre los seres humanos,condenamos la pena capital porque nadie tiene derecho a arre-batarle la vida a un semejante, y estamos seguros de que, al final,el Bien triunfará sobre el Mal. Nos conocen por cátaros –con-cluyó con una sonrisa.

–¿Cátaros? –interrogó estupefacto.–Nosotros nos llamamos buenos creyentes.–¿Y qué tiene que ver Madeleine con todo eso?

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–Ella es una de los nuestros.La respuesta lo dejó atónito y tardó en reaccionar. Echó una

mirada a su alrededor. Sus vecinos, aquellas gentes pacíficas conquienes a veces se entretenía, hablaba de vides y recoleccionese intercambiaba saludos, se le aparecían ahora bajo otro aspecto:eran miembros de una secta condenada por la Iglesia, herejes,y él se sintió en aquel momento como la mosca atrapada en unagigantesca tela repleta de arañas. Su hija dormitaba sentadasobre una silla; la cogió en brazos sin decir ni media palabra ycon el rostro lívido se encerró en su casa.

Pasó la noche en vela, sin dejar de vigilar el sueño tranquilode la pequeña y temiendo que en cualquier momento aparecieranlos sectarios, con su obispo al frente, para llevárselos a los dos.Durante aquellas largas horas, le vinieron a la mente pensa-mientos terribles; tenía las ideas confusas y el corazón destro-zado. ¿Cómo era posible que él no se hubiera percatado de nada,que Madeleine, su buena esposa, hubiera sido una de ellos?Luego recapacitó. Su matrimonio no había variado su estilo devida; las obras en lugares muy diversos lo obligaban a ausen-tarse de la casa durante largas temporadas; su mujer y él nuncahablaban sobre sus creencias, jamás se habían confiado sus pen-samientos y deseos más íntimos. A él le bastaba con sentirlacerca, hacerle el amor de vez en cuando y que ella compartierasu silencio.

No sabía mucho de aquellos cátaros aborrecidos por laIglesia y acusados de la más terrible de las herejías: la negaciónde la divinidad del propio Jesucristo, base de la doctrina deRoma. No creían tampoco en la virginidad de María, los sacra-mentos, el culto a los santos o a las reliquias; afirmaban la exis-tencia de dos dioses: uno bueno y otro malo, creadores res-pectivamente del espíritu y de la materia, pero, sobre todo,acusaban a la Iglesia de Roma de ser instrumento del diablo. Erauna religión de locos envenenados por creencias llegadas deloriente europeo y el Papa había llamado a la cruzada contraellos. En lo que iba de siglo, habían tenido lugar dos guerras

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cruentas con miles de muertos en el sur, en Occitania, y ésta que-daba lejos de Champaña, país de catedrales y monasterios,cuyos verdes campos cruzaban los peregrinos que iban a rezarante la tumba del santo apóstol Santiago, en Compostela.

Al día siguiente, nada más rayar el alba y acompañado porAlix, se personó en el castillo condal y solicitó hablar con elinquisidor. Apenas pudo disimular su sorpresa cuando losintrodujeron en una pequeña habitación y se halló cara a caracon el dominico. No era la primera vez que se encontraban yel individuo no era una persona a la que se olvidaba con faci-lidad.

Unos años antes, en la villa de Reims, el fraile fue a visitarla catedral de Notre-Dame y no escatimó halagos ante la mara-villa que se alzaba en el mismo lugar que el primer templo, ochosiglos atrás. Santuario de la realeza y una de las más hermosasconstrucciones del nuevo arte en Francia, provocaba el asom-bro de los visitantes por sus dimensiones y líneas armoniosas.El estilo era osado, arrogante, hermosísimo y controver-tido; todos los maestros constructores, carpinteros, canteros,vidrieros del reino, deseaban trabajar en la fábrica de Reims.Geoffroi había sido uno de ellos y colaboraba en el portal cen-tral de la fachada occidental, el consagrado a la Virgen.

El fraile dominico admiraba la fachada cuando, de pronto,su rostro mudó del placer a la ira al contemplar la talla en pie-dra de la Virgen en la parte central superior. La imagen repre-sentaba a una mujer muy hermosa cuyo cabello, suelto almodo de las doncellas, enmarcaba un rostro sonriente y perfecto;vestida a la moda de las damas nobles de Champaña, los plie-gues de su túnica, sujeta bajo el pecho, parecían tener movi-miento y sus brazos se extendían acogedores, invitando alabrazo.

–¡Blasfemia!El grito indignado del fraile resonó por encima de las voces

de los albañiles y los martillazos de carpinteros y canteros; elruido cesó y todas las cabezas se volvieron hacia él.

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–¡Blasfemia! –repitió–. ¡Indecencia e inmundicia!–No os entiendo... –dijo Geoffroi, tan sorprendido como los

demás por su reacción.–¿Quién ha osado colocar a una ramera en la puerta de

entrada a la casa de Dios? –insistió el dominico señalandocon un dedo acusador a la figura.

–Es una imagen de Nuestra Señora y he sido yo mismo quienla he esculpido –respondió el constructor ofendido.

–¡Arderéis en el infierno, maestro constructor! Esa mujer noes la madre de Cristo; es una ramera que sonríe con lascivia eincita a los hombres a acudir a su lecho.

Antes de que nadie pudiera reaccionar, el ya inquisidor sehabía subido al andamio, había asido una barra de hierro y gol-peado con furia la imagen, rompiéndola por la mitad. No con-tento con ello, continuó golpeando hasta destrozarla por com-pleto. Geoffroi estaba paralizado y no daba crédito a sus ojos.Jamás había sido agraviado de tal modo, jamás nadie se habíaatrevido a insultarlo de aquella manera. La estatua le había lle-vado meses de trabajo y el resultado, en su opinión, era lo mejorque había hecho en toda su vida.

–Quiero una imagen de María en el centro –le había dichoel arzobispo–, una imagen diferente a las demás; que esté viva,que respire. Esas vírgenes sentadas en majestad, con la coronaen las sienes y el niño sentado en sus rodillas, no me dicen nada,no expresan sentimientos.

Aunque estaba de acuerdo con el prelado, nunca se lehubiera ocurrido a él decir algo semejante, pero el arzobispono era un hombre como los demás. Decía lo que le parecía ylo hacía bien alto para que no quedaran dudas. Era un hom-bre con una gran personalidad y miembro de una familiainfluyente, pero él, un simple maestro de obras, no estaba asu altura y se limitó a afirmar con un gesto y a ponerse deinmediato a trabajar. El encargo le quitó el sueño hasta olvi-dar otras tareas pendientes; dibujó decenas de bocetos hastadar con uno y sonrió satisfecho cuando, finalmente, logró plas-

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mar sobre el papel lo que deseaba. Modeló la imagen enarcilla y, sin casi darse cuenta, cinceló después la figura de sumujer ideal. Estuvo a punto de lanzarse al cuello de aquel fraileloco que osaba destrozar su obra, pero se contuvo. El inqui-sidor era un enemigo peligroso y él un hombre práctico; noestaba dispuesto a ser encarcelado o ejecutado por un arrebatode ira. La vida era algo más importante que el orgullo ultra-jado.

–Me han dicho que mi esposa está aquí –dijo sin apenas res-ponder al saludo, igualmente sorprendido, del dominico, quienlo reconoció nada más entrar.

–¿Vuestra esposa?–Me han dicho que fue hecha prisionera hace unos días, acu-

sada de... de herejía.El fraile no respondió de inmediato y se lo quedó observando

con detenimiento antes de hacerlo.–¿No lo sabíais? –preguntó al fin.–Lo supe ayer. He pasado las últimas semanas en Châlons

dirigiendo la reconstrucción de la catedral.El dominico hizo una seña a otro fraile que se mantenía cerca

de la puerta y éste desapareció para volver al poco con una car-peta de piel repleta de documentos.

–¿Cuál es el nombre de vuestra esposa?–Madeleine, Madeleine Laforche.Durante unos momentos, Robert Lepetit repasó, con el

ceño fruncido, la relación de nombres inscritos en una listaextraída de la carpeta. Geoffroi no podía aguantar su nerviosismoy, al mismo tiempo, sentía un molesto cosquilleo en las palmasde las manos. Alix, ajena a la situación, comenzaba a impa-cientarse y a tirar del brazo de su padre, pero él la mantenía asidacon firmeza.

–¡Aquí está! –exclamó finalmente el inquisidor con un tonode voz que al constructor le sonó a victoria.

–Exijo su libertad inmediata –ordenó, intentando mostrarsetranquilo–. Mi mujer no es una hereje.

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–No exijáis nada, maestro, el asunto es mucho más grave delo que vos suponéis. La Iglesia está en peligro; el reino enterolo está. Los herejes se han infiltrado por todas partes, amena-zan a las buenas almas. Bajo una apariencia inofensiva, escon-den los más terribles propósitos y pretenden acabar con elmundo creado por Dios Nuestro Señor.

–Mi esposa...–Vuestra esposa es una de ellos –afirmó el dominico inte-

rrumpiéndole con sequedad–. Todos los nombres que aparecenen esta lista han sido examinados, interrogados y acusadosformalmente de herejía.

–¡Tiene que haber un error!–No hay error posible cuando está en juego la propia exis-

tencia de la Iglesia.Geoffroi abandonó el castillo poco después. No sólo no

había conseguido convencer al inquisidor, sino que, en algúnmomento, éste le había aconsejado no insistir en el asunto sopena de verse él mismo acusado como sospechoso de defenderla postura herética. Tampoco logró ver a Madeleine.

Durante varios días, después de dejar a su hija al cuidado dela mujer de Lucien, su maestro cantero, recorrió la región deChampaña en busca de ayuda; habló con obispos, abades,alcaldes, personas influyentes de las ciudades y pueblos en losque había llevado o llevaba a cabo obras. Las sonrisas de bien-venida se trocaban en actitudes poco amistosas o, todo lo más,de conmiseración en el momento en el que mencionaba larazón de su visita. Únicamente encontró un oyente atento en elarzobispo de Sens, un viejo amigo, para quien había trabajadoen varias ocasiones.

–Querido maestro, me temo que os halláis en una situacióndifícil –le dijo el prelado al tiempo que lo invitaba a tomarasiento a su lado–. Lepetit es un hombre peligroso, decidido atodo con tal de hacer méritos ante el Santo Padre. Lleva ya algúntiempo acusando y logrando la ejecución de cátaros en otroslugares del reino. Ha encendido hogueras en Douai, Cambrai,

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Elincourt y en muchos otros sitios; cuenta con el beneplácitode altas instancias en la curia y el apoyo personal del rey Luis.He enviado varias cartas al Papa en las cuales le muestro mi dis-conformidad con sus métodos de actuación, pero sólo he reci-bido buenas palabras a cambio y la confirmación del apoyo delcual goza ese sujeto.

–Yo creía que el problema de los herejes concernía sólo alos del sur, los de las tierras del conde de Toulouse... –mascu-lló Geoffroi para sí, y añadió a modo de disculpa–: Nunca mehe preocupado mucho por ese tema.

–La guerra en el Languedoc, la destrucción de poblacio-nes enteras y la muerte de miles de personas han dado muchoque hablar en los últimos años, pero esa idea que vos tenéis,y muchos comparten, no es del todo correcta. Ocurre que enel sur el conflicto religioso va unido a otro político. A pesarde sus diferencias, esta vez el Santo Padre y el rey de Fran-cia han llegado a un acuerdo para luchar contra un mismo ene-migo. Ambos tienen mucho que ganar. La Iglesia desea aca-bar con una creencia que pone en duda su legitimidad y el reytiene así una buena disculpa para frenar al conde y a susnobles y, de paso, hacerse con sus tierras, las más ricas de todaFrancia. Aquí, en el norte, aparte de algunas revueltas dirigidaspor los barones, no existe el conflicto político y no hay razónpara una guerra, aunque sí la hay para perseguir a los here-jes. Os sorprendería saber que su doctrina tomó cuerpoprecisamente en esta región hace ya un par de siglos o talvez más.

–¿Tan terribles son?Geoffroi recordó la figura de Madeleine inclinada sobre la

cuna de su hija con gesto de amorosa protección; vio su rostrodormido y en paz, y sintió su mano apoyada sobre él mientraslo observaba trabajar. Jamás, en los pocos años transcurridosdesde su unión, le había hablado de religiones o sectas; acudíaa la iglesia los domingos y dedicaba parte de su tiempo a ocu-parse de un par de familias necesitadas del pueblo; nunca le

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había escuchado una palabra malsonante, ni le había visto unademán desabrido.

–No son terribles, pero sí peligrosos para la Iglesia. Ademásde amenazar la fe y la unidad cristiana, pregonan la pobreza, lacarencia de bienes materiales y la igualdad entre los sereshumanos. Esto hace que muchos los vean con simpatía en estemundo nuestro en el cual los pobres son casi todos. Aunque esextraño –meditó el arzobispo en voz alta– que también consi-gan adeptos entre las clases acomodadas...

–Madeleine no es una de ellos –afirmó convencido el cons-tructor.

–¿Cómo lo sabéis?–Nunca ha dicho ni hecho nada que pudiera ponerme sobre

aviso.–No hace falta pregonar lo que se cree, basta con sentirlo.–¿Y qué hay de malo en eso si no se hace daño a nadie?–Sois un buen hombre, maestro, e intentaré ayudaros, pero

Lepetit no goza de mis simpatías ni yo de las de él, así que nopuedo prometeros nada.

Aún llamó Geoffroi a otras puertas con idéntico resultadohasta que, cansado, fue en busca de su hija y regresó a Vertus.Sintió una sensación de frío al penetrar en la casa, no sólo por-que el tiempo había sido desapacible y lluvioso durante las últi-mas semanas, sino porque el hogar acogedor era ahora unavivienda vacía de calor humano. Como si hubiese tenido lamisma percepción, Alix comenzó a llorar con desconsuelo, yel gran constructor capaz de elevar torres, planificar puentesy dar vida a las piedras, se dio cuenta de que era incapaz de ocu-parse de una criatura de cinco años. Nunca se había preocupadopor los menesteres caseros, siempre había tenido quien lohiciera por él: primero su madre, luego sus ayudantes o susmujeres, después Madeleine... Suspiró desalentado y miró a sualrededor. ¿Por dónde empezar? La niña continuaba llorandoy él no sabía qué hacer para calmarla cuando oyó llamar a lapuerta y el corazón le dio un vuelco. Madeleine, ¡por fin! El

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arzobispo de Sens había cumplido su palabra. Se apresuró a abriry la sonrisa se borró de su rostro.

–Dejad que os ayude, maestro Geoffroi.Catherine alargó los brazos para tomar a la niña y él no pudo

negarse. Alix dejó de llorar al sentirse acogida por la mujer quele había ayudado a nacer, la vieja partera cuyas ropas olían ahierbas y a musgo.

–Estáis agotado, maestro, lo leo en vuestro rostro –prosiguióla mujer al tiempo que acariciaba el cabello de la niña–. Debéisdescansar. Yo cuidaré de ella, al menos por esta noche, para quepodáis dormir tranquilo. También os enviaré algo de comidapara que tengáis algo caliente que echaros al estómago.

El constructor intentaba pensar mientras prendía fuego enel hogar a unos leños a medio quemar y añadía otros nuevos.Su ordenada vida había sufrido una sacudida de la noche a lamañana, convirtiéndose en un caos dentro del cual él giraba sinrumbo, como una peonza. Debería haber rechazado el ofreci-miento de su vecina. Su hija corría peligro entre aquellas gen-tes señaladas por el dedo implacable de la Inquisición, lasmismas que habían pervertido a Madeleine y la habían atraídohacia ellas con malas artes, y, sin embargo..., el único ofreci-miento de ayuda verdadera había partido de una de ellas.Estaba demasiado cansado para poder pensar, la cabeza ledaba vueltas, sentía las piernas flojas y los ojos se le cerraban.Comió, sin dejar una gota, el potaje de verduras enviadopor Catherine y se tumbó en la cama, quedándose inmediata-mente dormido.

E l juicio contra los herejes, presidido por el conde Teo-baldo de Champaña, tuvo una amplia repercusión en toda lacomarca y en las tierras vecinas. Dieciséis prelados de lassedes episcopales del norte de Francia acudieron a las sesiones;también lo hicieron los abades y priores de las abadías ymonasterios más importantes de la región, teólogos, maestros

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en leyes, escribanos y todos los barones del condado. El arzo-bispo de Sens no acudió. Corrió el rumor de que era una formade protesta, aunque nadie supo decir a ciencia cierta la razónde su ausencia, pero al maestro constructor se le esfumaron laspocas esperanzas que aún tenía.

A medida que se aproximaba el desenlace, el número decuriosos en los alrededores aumentaba día a día, como siempreocurría en casos parecidos. Asimismo, llegaron al lugar multi-tud de mendigos, truhanes, prostitutas, vendedores ambulantesy predicadores iluminados con la esperanza de beneficio, apro-vechando la afluencia de público al acontecimiento. La pers-pectiva de un gran espectáculo en el cual, con toda seguridad,se ejecutaría a un buen número de hombres y mujeres nodejaba a nadie indiferente. El horror y la lástima se mezclabany la sensación provocada era difícil de describir.

–Los romanos les daban pan y circo; nosotros no les damospan, pero sí herejes –comentó un barón en tono despectivo alobservar a la muchedumbre acampada a los pies del castillo.

El maestro asistió al juicio mezclado con algunos clérigosmenores, alcaldes y pequeños señores rurales que habían tenidoel privilegio de estar presentes, eso sí, en el fondo de la sala yde pie. Uno de los administradores del conde le proporcionó unaautorización cuando él le explicó que su mujer estaría entre losacusados. Habían tenido relaciones durante el tiempo que duróla construcción del castillo y aún las mantenían, pero el hom-bre le instó a situarse en un lugar discreto y a pasar desaperci-bido.

–Es un momento muy delicado, maestro –le informó–. El«Bugre» está como salido de sí y no deja de detener a todo tipode personas para engordar la causa. Ve herejes por todas par-tes. No le deis, os lo ruego, la oportunidad de hacer lo mismocon vos. Recordad que también tenéis una hija de la que debéisocuparos.

El Bugre... Así denominaban a los cátaros recordando quela herejía procedía de un país llamado Bulgaria. ¿Por qué lla-

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maban del mismo modo al dominico si éste era su mayor ene-migo?

–Porque fue uno de los nuestros –le informó Catherine.Había vuelto a tratar con sus vecinos de Vertus. Algunos

habían sido detenidos después de su partida en busca de ayuday sus familias penaban al igual que él. También habían apresadoal que llamaban obispo y que luego supo que era el guía espi-ritual de la comunidad. Por curiosidad, por entender lo que habíallevado a Madeleine a unirse a ellos, por saber la razón por lacual aquellas gentes humildes arriesgaban sus vidas, y tambiénpor sentirse menos solo, hizo preguntas y a todas recibió res-puestas.

Geoffroi fue conociendo la vida del hermano Robert Lepe-tit, el Bugre, por Catherine y otros miembros de la comunidadde Vertus. El hombre había sido fraile dominico hasta el día enque, obsesionado con una mujer, una buena creyente, la siguióhasta tierras italianas tras deshacerse de su hábito. Nadie supomuy bien explicarle lo que ocurrió después, pero al cabo dealgunos años, el antiguo renegado regresó a la fe de Roma con-vertido en la bestia que ahora era. Conociendo las señales, ellenguaje y simbología de sus antiguos correligionarios, le erafácil descubrirlos y se afanó en ello; fue nombrado Cathars-cum-Inquisitor para el norte de Francia por el papa Gregorio IXquien, en carta dirigida al provincial de los dominicos, pidió quefuera enviado donde fuese necesario a fin de descubrir la here-jía, y más concretamente a las provincias de Reims y Sens, enlas cuales los ministros de Satanás habían expandido la malasimiente. Al llegar a tierras de Champaña, el Bugre venía pre-cedido de una fama siniestra, puesto que hacía ya cuatro añosque se dedicaba a sembrar el terror y a quemar herejes allí pordonde pasaba.

Durante las sesiones del juicio, el constructor no perdió devista al fraile; lo vio acusar, señalar con el dedo y decir cosasterribles, ante una audiencia deseosa de escucharle y un tribu-nal dispuesto a creer en sus palabras. No le temblaba la voz cada

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vez que condenaba a una persona, ya fuese hombre o mujer,joven o viejo. Los reos, descalzos y encadenados, también loescuchaban. Introducidos en la sala en pequeños grupos, eranconminados a abjurar de sus crímenes. Si lo hacían y se arre-pentían, eran separados y condenados a penas de cárcel o azotes,al exilio o a pagar determinadas cantidades de dinero, según lagravedad de su caso. Los que perseveraban en sus creenciaseran irremisiblemente condenados a ser quemados vivos.

Vio a Madeleine en uno de los últimos grupos y el corazónse le encogió de dolor. Tendría que haber acudido en su ayuda,atravesar la sala y defenderla ante sus jueces, pero no lo hizo;permaneció quieto, incapaz de reaccionar cuando ella no quisoabjurar. No parecía sentir pena ni alegría. Miró al tribunal conindiferencia cuando escuchó su sentencia y se dejó conducirjunto a los condenados a muerte sin haber abierto la boca,excepto para decir «no» cuando el Bugre le instó a renegar desu fe.

–Nosotros creemos que el mundo ha sido creado por elMal –le informó Catherine cuando él le relató lo sucedido y elextraño comportamiento de su mujer–, por lo tanto, no nosimporta morir, porque es la única forma de que nuestras almasse vean libres de él.

Una pregunta le quemaba en los labios.–¿Cuándo... cuándo decidió Madeleine ser una de vosotros?La mujer lo miró sorprendida.–¿Cuándo? Siempre lo ha sido; sus padres y sus abuelos y

los abuelos de sus abuelos lo eran, al igual que los míos. En estastierras han existido verdaderos creyentes desde hace mucho.

–Pero... acude a la misa dominical y a las procesiones...–Yo también, y todos los demás. ¿Para qué hacer las cosas

más difíciles de lo que ya lo son? En tiempos de mis abueloshubo una gran persecución, muchos de los nuestros murieronen aquella ocasión y otros tuvieron que emigrar. Los quedecidieron quedarse, aceptaron las reglas impuestas porRoma; fueron, digamos, perdonados, pero siempre hemos

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sentido su ojo vigilante sobre nosotros y, ya veis, teníamosrazón.

Catherine también le habló de un hombre, llamado Leutard,quien doscientos años atrás había sublevado a los campesinosen contra de la Iglesia de Roma. Sus prédicas fueron seguidascon fervor y le acarrearon las furias de los poderes religioso ycivil.

–Dicen que se quitó la vida, pero no es cierto. Nuestra fe nosprohíbe matar, por eso no comemos carne, y el suicidio esmatarse a uno mismo. Lo asesinaron, ahogándolo en el pozo queestá al lado de la iglesia de San Martín –concluyó convencida–.De todos modos, no murió en vano. Los que se marcharon lle-varon sus palabras por todo el país y puedo aseguraros, maes-tro, que hoy en día no existe un solo rincón de la vieja Galia enla que no vivan buenos creyentes.

Estas conversaciones y otras mantenidas al amparo de lanoche, en su casa o en las de sus vecinos, con las ventanas biencerradas y las puertas atrancadas, informaron a Geoffroi sobreuna comunidad cuya existencia había ignorado hasta entonces.Siempre se había limitado a cumplir con las devociones reli-giosas en las cuales había sido educado; jamás se había inte-rrogado sobre la existencia de Dios, estaba ahí y eso era sufi-ciente para él. Tampoco había cuestionado nunca el dogma dela Iglesia, ni a sus ministros. En alguna ocasión su madre lehabía hablado de un antepasado, Geoffroi Bisol, uno de losnueve compañeros fundadores de la orden de los Pobres Caba-lleros de Cristo, más conocida como el Temple. Su madreestaba muy orgullosa de aquel antepasado y era la razón de quele hubiese dado el mismo nombre, aunque a él le fuera indi-ferente. No conocía a ningún caballero templario y, vistos losescasos medios económicos de su familia, tampoco parecía queun parentesco tan famoso les hubiera sido de mucha utilidad.Desde muy joven había trabajado en la construcción de igle-sias y monasterios; primero como aprendiz, después comocantero hasta, finalmente, obtener el difícil puesto de maestro

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constructor. Necesitó muchos años, casi toda su vida, infinidadde horas de trabajo, estudios de matemáticas y geometría,para alcanzar la cima en su oficio, una meta a la cual muchosaspiraban, pero pocos llegaban, y nada podía distraer su aten-ción del trabajo. De todos modos, una cosa estaba clara: sunombre se lo debía a sí mismo y no al templario abuelo de suabuelo.

Durante el juicio, observó atentamente los rostros de aque-llos que, como Madeleine, se negaban a abjurar de su fe. Nocomprendía su actitud. Hombres y mujeres, algunos muy jóve-nes, aceptaban serenos, sin una protesta, sin un gemido, una con-dena a muerte que hubieran podido evitar con tan sólo decir unapalabra. Le recordaban a los santos mártires que él mismohabía cincelado en capiteles y pórticos. También ellos prefirieronla muerte antes que renegar a sus creencias.

–Será un holocausto agradable a Dios.Geoffroi tardó en reaccionar. La sentencia acababa de ser dic-

tada pocos minutos antes: ciento ochenta y tres herejes, Made-leine entre ellos, serían quemados al día siguiente sin apelaciónposible; todos ellos habían admitido ser discípulos de Satanásy, a pesar de la benevolencia del tribunal y la oportunidad desalvar la vida, ninguno se había retractado de su terrible crimen.El constructor se hallaba apoyado contra un muro. Se sentíamareado, como después de haberse sobrepasado con la cerveza;las piernas le temblaban y era incapaz de pensar. Dos hombres,un fraile del Císter y un civil, hablaban a dos pasos de él.

–¿Redactaréis vos una memoria de los hechos, fray Aubri?–preguntó el civil.

–He tomado notas desde el comienzo de este asunto infectoy he sido encargado de enviar una relación al Santo Padre, aun-que únicamente se hará pública una parte. No es necesarioque el pueblo conozca al detalle las prácticas nauseabundas alas que estos herejes se entregan. No es bueno dar ideas a lasmentes simples.

–¿Y cómo harán los fieles cristianos para reconocerlos?

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–Por su hediondez. Su pestilencia es tal que las genteshonestas pueden reconocerlos cuando se cruzan en su camino.

Los vio alejarse, pero él permaneció apoyado contra elmuro hasta que todo el mundo se hubo marchado. Madeleineolía a hierbas, a espliego y a romero; olía a amanecer. ¿De quédiablos hablaba aquel fraile?

Al día siguiente, al igual que miles de personas, los vecinosde Vertus se dirigieron a la campa, bajo el castillo, donde se alza-ban tantas estacas como reos iban a ser ejecutados. El clima eradesapacible, el cielo aparecía surcado por nubarrones grises conaspecto de ir a descargar en cualquier momento y el viento azo-taba a rachas. Las estacas, en torno a las cuales se habían api-lado montones de leña y ramas secas, semejaban esqueletos des-carnados y a más de uno se le erizó el cabello ante la visión.

Geoffroi descubrió la cabellera rojiza, larga y abundante, agi-tada por el viento. Su mujer caminaba en la fila de los conde-nados que, precedidos por el inquisidor y varias decenas de frai-les, emergía de las tripas del castillo. Por primera vez en su vidacreyó que los milagros eran posibles. Algo detendría la ejecu-ción; tal vez el conde se apiadaría de ellos; tal vez un rayo cae-ría sobre el Bugre; tal vez todo era un mal sueño del que des-pertarían en cualquier momento. El inquisidor dio lectura a loscargos y nombres de los condenados por el tribunal. Entrelos murmullos de los espectadores y los apagados gemidosde los reos, hombres y mujeres de todas las edades escucharon denuevo sus sentencias de muerte. El maestro constructor siguiócon la mirada el punto rojizo y se entretuvo en contar las esta-cas clavadas en la explanada al pie del monte Aimé, una colinaen plena tierra de Champaña, para saber exactamente cuál erala de ella. Finalizada la lectura, dos docenas de frailes dominicoscon cruces en las manos caminaron entre los condenados,alentando un último arrepentimiento, y abandonaron final-mente el lugar para dar paso a los verdugos. Geoffroi supo quelos milagros no existían cuando el aire se llenó de humo y degritos.

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Momentos después, una densa capa de humo negro se elevóhacia el cielo. La noche cubrió la luz del día y los miles de per-sonas llegadas desde todos los rincones de la región y desde lastierras vecinas temblaron de terror: estaban en el centro delinfierno tantas veces anunciado por los curas desde los púlpi-tos durante los sermones dominicales. Las llamas abrazaron loscuerpos de los condenados cuyos alaridos enmudecieron lasvoces y el aire esparció el olor a carne humana quemada. Unamueca de disgusto se plasmó en los rostros de los espectado-res que se llevaron las manos a la nariz y a la boca, pero no retro-cedieron ni un paso, intentando no perder de vista el últimomovimiento, el estertor postrero de los sacrificados.

En una zona algo apartada de la muchedumbre, un pequeñogrupo contemplaba impotente la ceremonia. Geoffroi tenía losojos fijos en las piras humanas, mantenía las mandíbulas apre-tadas y los labios habían desaparecido bajo una línea blanca. Enun momento determinado dirigió la mirada hacia la tribuna,engalanada con pesadas telas de terciopelo rojo y el escudo dela casa de Champaña.

–¿Quiénes son los de la tribuna? –preguntó volviendo a miraren dirección a la hoguera.

–El conde, los barones, obispos y abades de la región –res-pondió otro hombre–. Gente importante.

–También está el hijo de perra –añadió una mujer ancianacon las mejillas húmedas por las lágrimas–. ¿Cómo pudieronlos nuestros acogerlo entre ellos? –inquirió a continuación,pero no obtuvo respuesta alguna.

La mirada del constructor se dirigió de nuevo hacia la tri-buna de las personalidades, centrándose esta vez en la enjutafigura vestida con el hábito dominico situada junto al conde. Elfraile asía con fuerza la balustrada y su cuerpo inclinado porencima de ésta parecía que fuera a caerse de un momento a otro.Justo entonces, el aire arreció con fuerza intensificando el olora carne quemada y aventando cenizas sobre los espectadores.El conde y sus acompañantes se apresuraron a abandonar el

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lugar y en unos instantes la tribuna quedó vacía, a excepcióndel dominico que continuaba en su puesto, ajeno a lo que ocu-rría a su alrededor. También los espectadores comenzaron a dis-persarse.

–¿Venís, maestro?–Enseguida voy.–¿Estáis bien?El hombre hizo un gesto afirmativo. Catherine apoyó una

mano sobre su brazo y lo apretó con cariño; fue a decir algo,pero se limitó a menear la cabeza de un lado para otro y, a unaseña suya, los miembros del grupo emprendieron el caminohacia Vertus, la pequeña población vecina al monte Aimé.

Geoffroi Bisol permaneció en la explanada mucho tiempodespués de que todo el mundo hubiera desaparecido, incluidoslos últimos curiosos y los soldados del castillo, incluido elfraile negro, quien por fin había decidido retirarse. En la leja-nía, las miradas de los dos hombres se encontraron aunque nin-guno de ellos pudiera distinguir las facciones del otro. El humose había disipado y únicamente quedaban pequeños rescoldosdonde unas horas antes existían personas vivas. Con pasolento, el maestro se aproximó absorto en la contemplación dellugar. Luego contó las filas hasta llegar a la cuarta y los mon-tículos hasta el sexto, comenzando por la derecha, y se detuvo.Sus mandíbulas seguían firmemente apretadas. Al cabo de unrato, se dejó caer de rodillas; recogió con ambas manos las ceni-zas aún templadas que no habían sido dispersadas por el vientoy los restos óseos no consumidos, y llenó con ellos una arquetade madera que extrajo de su morral. Lanzó una nueva miradaa su alrededor, hizo la señal de la cruz y echó a andar cuandola oscuridad hacía ya tiempo que había envuelto la hermosa tie-rra de Champaña.

Tan sólo unos meses antes disfrutaba de una vida sin sobre-saltos, el mejor de los trabajos y una familia, y ahora... Apretóel morral que contenía la arqueta de madera y tuvo que dete-nerse unos momentos para coger aire antes de continuar avan-

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zando. No tenía prisa, no quería llegar a su casa y enfrentarsecon la realidad. Miró hacia lo alto del monte donde se recortabala silueta del impresionante castillo cuyas formas y medidas élmismo había trazado más de veinte años atrás por orden deBlanca de Navarra, madre del conde Teobaldo. Era el castillomás bello de la región y uno de los más imponentes de todo elterritorio francés, orgullo de sus propietarios y de él mismo.Había sido su primer encargo verdaderamente importante y lapuerta de su renombre.

–Maldito seas, Teobaldo de Champaña, rey de Navarra,así la lepra recubra tu cuerpo y tu carne caiga a pedazos en unalarga agonía –musitó sin alterar el tono de su voz.

Un par de días más tarde, abandonó la casa en la que habíavivido con su mujer y su hija los últimos seis años; recogió susdibujos, la arqueta de madera con los restos de Madeleine yalguna que otra cosa; aparejó un carro con toldo y se dispusoa emprender un largo camino. No se despidió de nadie, salvode Catherine.

–Si alguien pregunta por mí, dile que he emprendido un viaje–rogó a la partera–. Y si se interesa por saber cuándo estaré deregreso, dile que algún día, tal vez...

–¿Volveréis?–No lo sé.Sabía que no volvería jamás. Con la ejecución de Madeleine

y de sus compañeros se había roto el lazo que lo unía a la tie-rra en la que había nacido. No deseaba compartir el aire con susasesinos; no quería trabajar para ellos, ni realizar hermosas cons-trucciones para la gloria de un dios cuyos ministros y seguidoresrealizaban sacrificios humanos al igual que, se decía, hacían losantiguos paganos. Al mismo tiempo, y aunque aún no fuese deltodo consciente, se culpaba de la muerte de su compañera porno haber intentado evitarlo, por no haber estado con ella hastael final. Se sentía cobarde y sucio, decepcionado consigomismo, hastiado.

–La niña...

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–Estará bien, no te preocupes. Lucien, mi maestro cantero,y su mujer vienen con nosotros.

–Maestro...Catherine parecía querer decirle algo más, pero no aca-

baba de decidirse y él esbozó una sonrisa para animarla.–Veréis... Tengo algo en mi poder que no debe caer en

malas manos –la mujer extrajo un rollo del bolsillo de su fal-triquera–. Es un documento. Yo no sé leer y no sé a quién con-fiárselo...

–¿Qué es?–No lo sé, señor. Ya os he dicho que no sé leer, pero, vistos

los acontecimientos, es peligroso guardarlo aquí, en Vertus.–Destrúyelo.–¡No podría hacerlo! –exclamó Catherine, escandalizada–.

Os ruego que os lo llevéis. Estoy segura de que encontraréis aquién entregárselo. Perteneció al santo obispo Moranis...

Geoffroi deseaba marcharse de allí de una vez, la mencióndel obispo hereje quemado junto a su mujer le puso la piel degallina, pero no podía negarle un favor a la persona que habíasido generosa con su hija y con él. Cogió el rollo y lo guardóen la bolsa de viaje. Pudo observar que la mirada angustiosa dela mujer pocos minutos antes recobraba la tranquilidad. Sin máspalabras, se subió al carro, arreó a la mula y la dirigió hacia elcamino de Troyes. No echó la vista atrás. Cuanto antes olvidarala pesadilla, mejor para él, y para Alix.

E l viaje desde Champaña les llevó semanas. Al salir deVertus, Geoffroi únicamente tenía una idea: alejarse de allí loantes posible. Dejaba varios trabajos sin finalizar, en especiallos de la catedral de Châlons, pero nada en el mundo le obli-garía a retomar las tareas; antes prefería ir a prisión. El obispode Châlons lo trató con desprecio cuando fue a pedirle ayuda,e incluso comentó algo sobre la lujuria que le había llevado acaer en los brazos de una mala mujer, de una hereje. Se tragó

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la humillación porque no estaba en posición de responder,pero si el obispo quería su catedral, ¡que la acabara él mismo!Lo imaginó vociferando a diestro y siniestro en cuanto llegasea sus oídos la desaparición de su maestro de obras, y sonrió conamargura. Después frunció el ceño. Era urgente salir del terri-torio francés: podrían acusarlo de ser él también un hereje. Elpiadoso rey Luis IX tenía fama de justo, pero su celo reli-gioso era más fuerte que su justicia y no tenía clemencia conlos enemigos de la Iglesia, tal como había demostrado en múl-tiples ocasiones. Tampoco perdonaba las deserciones, y suscorreos recorrían veloces el país. Debían llegar a Aquitania antesde que el obispo de Châlons y otros dieran aviso y se les bus-cara por todo el reino. Aquitania era territorio inglés; allí notenían jurisdicción las leyes francesas, y Lucien y él podrían aco-gerse al asilo del gremio de constructores de Poitiers o deBurdeos. Luego, a medida que se sucedían las jornadas, lopensó mejor.

Cuanto más lejos se hallaran, más difícil sería que losencontraran. Por otra parte, ya desde el comienzo de su viajetoparon con grupos de jacques, peregrinos que se dirigían aCompostela, fácilmente reconocibles por sus ropas, apropiadaspara defenderse del sol o de la lluvia, y sus sandalias de cami-nantes. También tuvieron oportunidad, a una jornada de mar-cha después de haber dejado Troyes atrás, en la posada en la cualse alojaron, de entablar conversación con varias personas quehacían el mismo trayecto a lomos de caballerías, en especial conun comerciante de Calais. El hombre hacía el viaje para tantearla posibilidad de algún negocio ofertando lana inglesa, demucho prestigio en el continente, a cambio de vino, de mayorprestigio aún en Inglaterra.

–He hecho este viaje en varias ocasiones y por los diver-sos caminos que llevan a Compostela –les explicó a Geoffroiy a Lucien mientras los tres hablaban en la taberna de laposada–. Es una experiencia muy interesante desde todos lospuntos de vista. Va de sí que soy un cristiano fiel que a veces

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olvida sus deberes y es bueno para mi alma hacer recapitula-ción de mis faltas de tiempo en tiempo. Siempre que puedo mehospedo en un monasterio, acudo a los servicios, confieso mispecados y me siento en paz, pero no os negaré, mis nuevos ami-gos, que no son éstas las razones que me empujan a empren-der la larga ruta que lleva a la tumba del santo apóstol marti-rizado.

Al decir esto, el comerciante les guiñó un ojo y bebió unlargo trago de la jarra de vino que los tres compartían despuésde limpiar con cuidado el borde. Era un hombre de medianaedad, con aire de haber disfrutado de la vida y continuarhaciéndolo; más bajo que alto y más gordo que flaco, conaspecto cuidado como podía apreciarse por sus uñas, impolu-tas, su dentadura en buen estado y, sobre todo, el rostro rasu-rado y el cabello largo y brillante que, por el modo de pasarsela mano por él, debía de ser su gran orgullo.

–Los tiempos están cambiando a pasos acelerados –prosi-guió después de beber– y el que no sabe subirse al carro pierdelas mejores oportunidades. Hay que buscar nuevos mercados,nuevos clientes, y la ruta jacobea es uno de los mejores mediospara conseguirlo. No sólo atraviesa infinidad de poblaciones,sino que también se conoce en ella a gentes llegadas de todaspartes.

–Peregrinos que no tienen para comer y se acogen a lacaridad de los monjes... –terció Lucien.

–Los hay míseros, muy míseros, eso es cierto; también loshay sinvergüenzas que venden reliquias falsas, ladrones que teroban a la menor oportunidad, asesinos y muchos otros decalaña similar, pero os equivocáis si pensáis que todos sonasí. A Compostela acuden nobles y plebeyos, ricos y pobres,representantes de ciudades y pueblos y, asimismo, algunosque llevan el encargo de postrarse a los pies del apóstol paracumplir la promesa hecha por sus señores.

–No me da la impresión de que valga para mucho el cum-plimiento de una promesa en nombre de otros... –insistió

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Lucien, habitualmente parco en palabras, pero a quien había sol-tado la lengua el vino peleón que raspaba la garganta.

–¡Claro que vale! Todo vale si se paga un precio..., a cadacual el suyo.

–Decidme, maese Jean, ¿cuál de las tierras que atraviesa elCamino es la más propicia para vuestros negocios?

Geoffroi escuchaba con una media sonrisa en los labios laperorata del comerciante, entretenido por el entusiasmo queapreciaba en sus palabras y al mismo tiempo condescendiente,pues no había en su mundo algo que tuviera mayor importan-cia que la creación, y no se creaba nada comprando y vendiendocosas.

–El reino de Navarra, sin duda. Se halla en un lugar privi-legiado, en un cruce de caminos: al norte, Aquitania; al este,Aragón; al oeste y al sur, Castilla. Todo el mundo ha de atra-vesarlo para ir a Santiago. Una tierra extraña aquélla... –añadiópensativo.

–¿Por qué?–Veréis..., se extiende por las dos vertientes de los montes

Pirineos y sus gentes..., ¿cómo os diría yo? Allí existe una mez-colanza de cristianos, musulmanes, judíos..., francos, inglesesy, ¡claro!, navarros. Se escuchan lenguas muy diversas, sus habi-tantes se mezclan entre ellos sin hacerlo del todo; los máspróximos a las montañas son hoscos con los extranjeros, hablanun galimatías imposible de entender; y otro comerciante, aquien conocí en mi viaje anterior, me aseguró que algunosaún conservan sus antiguas creencias paganas.

–¿Bromeáis?–¡Por la salud de mis doce hijos e hijas, os juro que es tan

cierto como que ahora estamos aquí sentados!Geoffroi y Lucien se miraron sorprendidos y divertidos a la

vez. No imaginaban a aquel hablador padre de familia tannumerosa. El constructor estuvo a punto de preguntarle cuándo,con tanto viaje, encontraba tiempo para hacer hijos, pero calló.Le interesaba conocer más sobre la tierra cuyo nombre iba

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emparejado al de Teobaldo, el hombre que había presidido eljuicio y la ejecución de tantos inocentes.

–¿Y todo el reino es igual?–¡No, hombre! A partir de la ciudad de Pamplona y ya

dirigiéndose hacia el sur, las gentes son más abiertas, aunqueno demasiado. De todos modos, Navarra es el primer tramo ver-daderamente organizado del Camino; se han fundado numerosasvillas y repoblado otras abandonadas durante la guerra contralos musulmanes. Es una tierra que bulle, y no ha de olvidarseque por ella pasan cada año miles de personas.

–¿Miles?–¡Muchas! Todas han de comer, vestirse, hospedarse, muchas

se establecen en ella, a la ida o a la vuelta, y se construyen casastodos los días. Os aseguro, amigos míos, que si alguien deseacambiar de vida y empezar una nueva, Navarra es el sitio per-fecto para ello.

El comerciante y Lucien continuaron hablando, pero Geof-froi ya no los escuchaba. Tal vez, pensó, el reino de Teobaldoera el lugar que estaba buscando. Si el comerciante de Calaisestaba en lo cierto, trabajo no le faltaría y tampoco un lugar enel que olvidar y ver crecer a Alix sin sobresaltos.

–No me parece una idea acertada –afirmó Lucien más tarde,cuando él le confió sus planes–. Sois un hombre muy conocidoen Champaña y alguno habrá que os reconozca, el propioTeobaldo, por ejemplo.

–No creo que visite Navarra con asiduidad; es un hombre decorte y dudo que sepa hacerse entender por los súbditos de sulejano reino. De todos modos, puedo cambiar de nombre si esote tranquiliza.

–Cualquiera que sepa algo de arte sabrá reconoceros con sólover vuestro trabajo, sea cual sea el nombre que adoptéis.

Geoffroi sonrió agradecido. Las palabras de su ayudantedemostraban admiración y, aunque inmune a los halagos, apre-ciaba su valor. Lucien y Agnès no habían tenido necesidad deconsultarse cuando él les confió su decisión de abandonar su tie-

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rra y partir a la aventura. Ambos se miraron y asintieron con lacabeza sin intercambiar palabra.

–Si os vais, mi mujer y yo nos vamos con vos –fue todo loque dijo el cantero.

Su primera reacción fue negarse, obligarles a recapacitar loque semejante decisión supondría para ellos: la pérdida de tra-bajo y de seguridad, del hogar que juntos habían construido yel peligro de convertirse en unos proscritos, pero la mirada firmedel hombre y la no menos firme de su mujer que había volcadoen Alix el amor de su maternidad frustrada lo obligaron acallar. Nada de lo que él dijera les haría cambiar de opinión, yen el fondo se lo agradecía. ¿Cómo podría apañárselas con unacriatura vagando por caminos desconocidos? Él sólo se sentíaseguro sentado a su mesa de trabajo, dirigiendo una obra oempuñando un cincel y un martillo.

–Entonces, nos dedicaremos a obras menores que no llamenla atención –afirmó, y creyó observar un cierto alivio en el ros-tro del cantero.

A pocas leguas de la frontera entre Aquitania y el reino deNavarra, en Sauveterre de Bearn, mientras cruzaban el puentey escuchaba a un mozalbete contarles la historia de una reinade nombre Sanzia sometida al juicio de Dios bajo la acusaciónde haber asesinado a su hijo deforme y lanzada al río desdeaquel mismo puente con las manos y los pies atados, le vino ala mente un nombre y él mismo se quedó sorprendido. Cono-cía a tantas personas que raramente las recordaba una vezhabían desaparecido de su vida. Semeno García de Etxauz, viz-conde de Baigorri, había acudido a Provins en el séquito delobispo de Pamplona para rogar a Teobaldo que se trasladase aPamplona lo antes posible a fin de recibir la corona de su tíoSancho VII, llamado «el Fuerte», que había muerto sin here-deros.

Tras la recepción en Provins, el nuevo rey y sus súbditosnavarros pernoctaron varios días en el hermoso castillo condaldel monte Aimé. Geoffroi recordaba a Semeno García porque

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fue el propio señor de Etxauz quien pidió que se le presentaraal maestro de obras.

–¡Brillante trabajo el vuestro! ¡Sí, señor! Si algún día deci-dís cambiar de aires, venid a verme –le había dicho el noblenavarro–. ¡No os ha de faltar labor!

–Estoy seguro de que en vuestro país existen constructorescapaces, vizconde –respondió él cortésmente con una pizca deironía en el tono de su voz.

Le resultó divertido que un señor rural le ofreciera trabajoen un lugar remoto del que únicamente sabía que era el del naci-miento de la condesa, madre de Teobaldo, y un par de cosasmás.

–Hay buenos canteros y carpinteros –prosiguió el navarro,fijo en su idea–, pero sin refinamiento. Nuestras construccio-nes son prácticas, no hermosas; las vuestras son ambas cosas.¡A lo dicho! Acordaos de mis palabras y venid a Navarra.Os gustará, ¡es el país más bello de la Tierra!

Semeno García había soltado entonces una carcajada y sehabía bebido de un trago el contenido de la copa de cristal quesostenía en la mano, más propia de un labrador que de uncaballero. Sus últimas palabras y la forma de beber sin paladear–un sacrilegio– el mejor vino elaborado en los viñedos deChampaña le confirmaron su primera impresión: se hallaba encompañía de un patán, cuya morada, con toda seguridad, seríaun establo o poco más.

Tuvo oportunidad de hablar en varias ocasiones más con elvizconde a pesar de que procuraba rehuir su compañía encuanto los dos se hallaban en la misma habitación. El hombrelo buscaba, lo acorralaba, no dejaba de hablar de su tierra conuna veneración exagerada aun para una persona apegada a sulugar de origen y acababa insistiéndole en que le hiciera unavisita. Respiró tranquilo cuando los enviados navarros regre-saron a su país y se olvidó del asunto. ¡Poco se imaginaba élentonces que cuatro años después la necesidad estaría a puntode obligarle a cumplir una promesa nunca hecha!

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–Pero la reina Sanzia no se ahogó y así todo el mundosupo que era inocente –finalizó la narración el mozalbete, conuna gran sonrisa en su cara sucia y la mano extendida.

Le dio una pieza de cobre y continuaron por la ruta de losperegrinos en dirección a la plaza fortificada de San Juan, al piede los Pirineos. Un gran número de personas de todas las eda-des y condiciones se hallaba ante la muralla, a la espera de laapertura de las puertas de la población para poder entrar ydisfrutar de un buen merecido descanso tras las largas jornadasde viaje desde tierras lejanas. Las había procedentes de Italiay de la Provenza, de Alemania y de Borgoña, de Inglaterra, dela región de Champaña y de Flandes; llegaban por el caminode París, por Burdeos, y también de Vézelay por Limoges, y dePuy-en-Velay. Los tres caminos se encontraban en la pequeñaaldea de Ostabat, en Navarra, para dirigirse juntos hacia SanJuan, la primera población suficientemente grande para alber-gar a cientos de peregrinos e inicio de la ruta santa hacia Com-postela. San Juan de Urrutia, así llamada por el nombre de lapequeña iglesia situada en el interior de la fortaleza que con-trolaba el paso de ingentes cantidades de viajeros, sobre tododurante los meses de buen tiempo, recibía a los peregrinoscon dos sentimientos encontrados: la suspicacia ante los des-conocidos y, también, la satisfacción por los beneficios que sullegada suponían. El antiguo poblado, conocido por sus habi-tantes naturales como Garazi, se había transformado en unfloreciente centro de actividad religiosa, cultural y artesana.

Por fin se escuchó la campana de la iglesia y unos instan-tes después se abrieron las puertas y comenzó la lenta entradade los viajeros, obligados a abonar el peaje. Algunos, losmenos, pagaban en moneda y pasaban sin mayores proble-mas; otros ofrecían una buena piel de zorro o cualquier otroobjeto de valor tasado por un experto con cara de pocos ami-gos, sentado a una pequeña mesa; otros mostraban un docu-mento expedido por algún obispo o abad importante, tambiénexaminado con detenimiento, pues eran muchos los pillos que

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vivían de la falsificación de documentos. Finalmente quedabael grueso de aquellos que pretendían entrar en la población yno disponían de dineros ni documentos. Eran mendigos, pere-grinos pobres, vagabundos, gentes huidas de sus tierras a causadel hambre o la guerra, o extranjeros incapaces de hacerseentender, mercachifles y volatineros, que esperaban encontrarun medio de vida en la famosa ruta santa, a lo largo de la cual,según se decía, había posibilidades para todos. Éstos eran exa-minados con atención por un médico en busca de enfermeda-des indeseadas; por un representante de la ley en busca dealguna señal de criminalidad; o por un sacerdote en buscade posibles herejes, no en vano el Camino traía consigo esca-pados de las hogueras ocultos bajo las esclavinas y sombrerosde ala ancha. El grupo de parias se veía humillado y controlado,pero aceptaba con resignación la prueba ya que era la únicamanera de lograr el descanso, un lugar para reponer las fuer-zas y algo que llevarse al estómago, antes de emprender el pasode los Pirineos, el tramo más difícil y peligroso del viaje. Detodos modos, ricos o pobres estaban obligados a pasar el con-trol de entrada a la población.

–¿Nombres?–Geoffroi Bisol, mi hija, Alix, el maestro cantero Lucien

Maurice y su mujer Agnès.–¿Vuestra profesión?–Maestro de obras.–¿De dónde venís?–De Champaña.–¿Adónde os dirigís?–A Baigorri.–¿Razón?–Visitar a Semeno García, señor de Etxauz y vizconde de

Baigorri por el rey de Navarra. Soy su invitado.La respuesta debió de sorprender al funcionario porque alzó

la vista de la hoja en la que estaban escritas las preguntas obli-gadas y examinó con detenimiento a la persona que tenía

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delante antes de permitirles la entrada a él y a sus acompa-ñantes.

Era difícil dar un paso dentro de la población. La calleestaba atestada, al igual que sus alrededores; se oía hablar endecenas de lenguas diferentes en medio de empujones ypisotones; los comerciantes se desgañitaban ofreciendocapas, sombreros y bordones; los ladrones acechaban unaposibilidad para hacerse con la bolsa de las personas deaspecto acomodado, y los mendigos no dejaban pasar a nadiesin echársele encima y pedirle un óbolo en nombre del señorSan Yago. Los viajeros pudieron también contemplar, subi-dos en sacos de carbón y barricas de cerveza, a un buennúmero de frailes harapientos ofreciendo a los peregrinos reli-quias de santos, tan diversas como dudosas, para su protec-ción ante los peligros que les esperaban al otro lado de lasmontañas.

–¡Babel debió de ser algo parecido a esto! –gritó Geoffroia Lucien.

Los dos hombres desistieron de continuar en el carro y seapearon para asir las riendas y dirigirlo por entre la muche-dumbre mientras Agnès sujetaba a Alix con una mano, unpalo en la otra y los ojos bien abiertos para impedir que algúnavispado se aprovechara de la situación e intentara sustraer algodel interior del vehículo. Tras muchos esfuerzos, lograronescapar del atolladero y salir por el otro extremo de la murallaque, curiosamente, estaba desprotegido. Como si allí no hubieranecesidad de vigilancia, las gentes del pueblo entraban y salíancon toda tranquilidad portando aperos de labranza y cestospara la recogida de vegetales y frutas.

Geoffroi se dirigió a una mujer que llevaba un enormecesto lleno de ropa y le preguntó por el camino hacia las pro-piedades del vizconde Semeno García, pero la mujer nopareció entender sus palabras, sonrió y le respondió algoque tampoco él entendió. Insistió y Lucien también intentómediar, pero no hubo forma. Al poco rato, se hallaban

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rodeados por otras mujeres y algunos hombres, todos hablandoa la vez. Lo único que los viajeros sacaron en claro fue queaquellas gentes les señalaban la zona alta y repetían «Done-jakue» para indicarles el camino de los peregrinos. Iban ya adarse por vencidos y regresar al barullo en busca de alguiencon quien poder explicarse cuando un hombre se aproximó algrupo.

–¿Deseáis algo? –preguntó en correcto romance francés.El constructor respiró aliviado.–Buscamos la propiedad de Semeno García, señor de Etxauz.–¿Conocéis a mi señor, el vizconde?–En efecto, tuve el placer de entablar amistad con él en el

castillo del conde de Champaña.–Del rey de Navarra –puntualizó el hombre.–Sí, claro –corrigió Geoffroi rápidamente–, del rey de

Navarra.–Mi señor vive en Baigorri, a legua y media de aquí

siguiendo por este mismo camino. Si me lo permitís, yo mismopuedo acompañaros. Mi nombre es Oriol.

Poco después se ponían de nuevo en marcha. Sabiéndoseen la buena dirección tras el caballo del tal Oriol, Geoffroi sededicó a contemplar el paisaje que les rodeaba. En algo teníarazón el noble navarro que tan mala impresión le había cau-sado: aquella tierra era de una belleza difícil de describir.Tan pronto la vereda que pisaban desaparecía en medio de unbosque frondoso, como ascendían por una colina desde lacual se divisaba una región inmensamente verde, rodeada demontes cuyas cumbres desaparecían en la niebla. El cieloestaba cubierto de nubes de un color gris amenazador de llu-via, pero en algunos tramos se entreabrían para dejar paso aun rayo de sol que iluminaba un caserío aislado o un pequeñovalle aparecido como por encanto, creando un efecto casiirreal. El maestro tenía un sentimiento encontrado de atraccióny de rechazo a la vez. Le fascinaba la visión de una tierra mon-tañosa, tan diferente a la suya propia y a las atravesadas

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durante las últimas semanas, pero al mismo tiempo había enella algo de misterioso. Era un hombre con los pies en elsuelo; no le gustaban las sorpresas o cualquier cosa que nopudiera entender con claridad. Sin embargo, algo en su inte-rior le decía que aquélla sería la tierra en la que sus ojos secerrarían algún día.