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ROBERT GREEN INGERSOLL Por qué soy un agnóstico (1896) I Mayormente, heredamos nuestras opiniones. Somos los herederos de hábitos y costumbres mentales. Nuestras creencias, como la moda de nuestras vestiduras, depende de donde hayamos nacido. Estamos moldeados y condicionados por nuestro entorno. El entorno es un escultor, un pintor. Si hubiésemos nacido en Constantinopla, la mayoría de nosotros habría dicho: "No hay otro Dios que Alá, y Mahoma es su profeta". Si nuestros padres hubieran vivido en los bancos del Ganges, seríamos adoradores de Siva, anhelantes del cielo del Nirvana. Como regla, los chicos aman a sus padres, creen lo que ellos enseñan, y sienten gran orgullo en decir que la religión de su madre es lo suficientemente buena para ellos. La mayoría de las personas ama la paz. No les gusta diferir con sus vecinos. Les gusta la compañía. Son sociales. Disfrutan viajando en la carretera con la multitud. Odian caminar solos. Los escoceses son calvinistas porque sus padres lo fueron. Los irlandeses son católicos porque sus padres lo fueron. Los ingleses son episcopales porque sus padres lo fueron, y los estadounidenses están divididos en un centenar de sectas porque sus padres lo estuvieron. Esta es la regla general, a la cual hay muchas excepciones. Los chicos son a veces superiores a sus padres, modifican

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ROBERT GREEN INGERSOLLPor qué soy un agnóstico (1896)

I

Mayormente, heredamos nuestras opiniones. Somos los herederos de hábitos y costumbres mentales. Nuestras creencias, como la moda de nuestras vestiduras, depende de donde hayamos nacido. Estamos moldeados y condicionados por nuestro entorno.

El entorno es un escultor, un pintor.

Si hubiésemos nacido en Constantinopla, la mayoría de nosotros habría dicho: "No hay otro Dios que Alá, y Mahoma es su profeta". Si nuestros padres hubieran vivido en los bancos del Ganges, seríamos adoradores de Siva, anhelantes del cielo del Nirvana.

Como regla, los chicos aman a sus padres, creen lo que ellos enseñan, y sienten gran orgullo en decir que la religión de su madre es lo suficientemente buena para ellos.

La mayoría de las personas ama la paz. No les gusta diferir con sus vecinos. Les gusta la compañía. Son sociales. Disfrutan viajando en la carretera con la multitud. Odian caminar solos.

Los escoceses son calvinistas porque sus padres lo fueron. Los irlandeses son católicos porque sus padres lo fueron. Los ingleses son episcopales porque sus padres lo fueron, y los estadounidenses están divididos en un centenar de sectas porque sus padres lo estuvieron. Esta es la regla general, a la cual hay muchas excepciones. Los chicos son a veces superiores a sus padres, modifican sus ideas, cambian sus costumbres y arriban a diferentes conclusiones. Pero esto es generalmente tan gradual que el desgajamiento es apenas notado, y aquellos que cambian usualmente insisten en que aún están siguiendo a sus padres.

Proclaman los historiadores cristianos que la religión de una nación fue alguna vez repentinamente alterada, y que millones de paganos se transformaron en cristianos por orden de un rey. Los filósofos no están de acuerdo con estos historiadores. Los nombres han cambiado, los altares han sido derribados, pero las opiniones, costumbres y creencias han permanecido iguales. Un pagano, ante la espada desenvainada de un cristiano, probablemente cambiará sus opiniones religiosas, y un cristiano, con una cimitarra sobre su cabeza, podría convertirse repentinamente en un mahometano, pero de hecho ambos permanecerían igual que antes... excepto en el discurso.

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La creencia no es un asunto de la voluntad. Los hombres piensan como deben. Los chicos no deben y no pueden creer exactamente como les enseñaron. No son exactamente como sus padres. Difieren en temperamento, en experiencia, en capacidad, en entornos. Y así se da un continuo aunque imperceptible cambio. Existe desarrollo, crecimiento consciente e inconsciente, y comparando largos períodos de tiempo nos encontramos con que lo viejo ha sido abandonado, casi perdido dentro de lo nuevo. Los hombres no pueden permanecer estáticos. La mente no puede ser anclada con seguridad. Si no avanzamos, vamos hacia atrás. Si no crecemos, decaemos. Si no nos desarrollamos, nos encogemos y marchitamos.

Como muchos de ustedes, yo fui criado entre gente que sabía, que estaba segura. Ellos no razonaban ni investigaban. No tenían dudas. Ellos sabían que tenían la verdad. En su credo no había dudas, ningún tal vez. Poseían la revelación de Dios. Conocían el principio de las cosas. Sabían que Dios había comenzado a crear un lunes por la mañana, cuatro mil cuatro años antes de Cristo. Sabían que en la eternidad -antes de aquella mañana- él no había hecho nada. Sabían que le tomó seis días hacer la tierra -todas las plantas, todos los animales, toda la vida y todos los globos que ruedan en el espacio-. Ellos sabían exactamente qué había hecho cada día y cuando descansó. Sabían el origen, la causa del mal, de todo crimen, de toda enfermedad y muerte.

No sólo conocían el comienzo, sino también el final. Sabían que la vida tenía un sendero y un camino. Conocían que el sendero, estrecho y lleno de maleza, lleno de espinas y ortigas, infestado de víboras, húmedo de lágrimas, manchado por los pies sangrantes, conducía al cielo, y que el camino, ancho y llevadero, rodeado de frutos y flores, lleno de risas y canciones y de toda la felicidad del amor humano, conducía directamente al infierno. Sabían que Dios estaba haciendo lo posible por hacerte tomar el sendero y que el Diablo empleaba todas las artimañas para mantenerte en el camino.

Ellos sabían que había una batalla perpetua librada entre los inmensos Poderes del bien y el mal por la posesión de las almas humanas. Ellos sabían que muchos siglos atrás Dios había dejado su trono y había enviado un bebé a nacer en este pobre mundo, el cual sufrió la muerte por el bien del hombre, por el bien de salvar a unos pocos. Ellos también sabían que el corazon humano era mayormente depravado, de modo que el hombre por naturaleza estaba enamorado de lo equivocado y odiaba a dios con toda su fuerza.

Al mismo tiempo, ellos sabían que Dios creó al hombre a su propia imagen y que estaba satisfecho con su obra. También sabían que había sido torcido por el Diablo, quien con engaños y mentiras había embaucado al primero de la especie humana. Sabían que a consecuencia de ello, Dios maldijo al hombre y a la mujer; al hombre con esfuerzo, a la mujer con esclavitud y dolor, y a ambos con la muerte; y que maldijo a la tierra misma con cardos y espinas, zarzas y abrojos. Todas estas cosas benditas sabían. También sabían todo lo que Dios había hecho para purificar y elevar

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la raza. Sabían todo acerca del Diluvio, sabían que Dios, con la excepción de ocho, ahogó a todas sus criaturas -los viejos y los jóvenes, el genuflexo patriarca y el bebé con hoyuelos, el joven mancebo y la alegre doncella, la madre amorosa y el niño que reía- porque su clemencia durará para siempre. Ellos sabían también que ahogó a las bestias y las aves, todo lo que caminaba, se arrastraba o volaba, porque su amorosa bondad está sobre todas sus obras. Ellos sabían que Dios, con el propósito de civilizar a sus hijos, había devorado a algunos con terremotos, los había destruido con tormentas de fuego, matado a algunos con sus rayos, a millones con hambrunas, con epidemias, y había sacrificado a miles sobre los campos de batalla. Ellos sabían que era necesario creer estas cosas para amar a Dios. Sabían que no podría haber salvación excepto a través de la fé, y a través de la sangre expiatoria de Jesucristo.

Todos los que dudaron o negaron estarían perdidos. Vivir una vida moral y honesta, respetar los contratos, cuidar de la mujer y el hijo, construir un hogar feliz, ser un buen ciudadano, un patriota, un hombre justo y pensante, era simplemente una forma respetable de irse al infierno.

Dios no premia a los hombres por ser honestos, generosos y bravos, sino por el acto de fé. Sin fé, todas las así llamadas virtudes eran pecados, y los hombres que practicaron estas virtudes, sin fé, merecían sufrir dolor eterno.

Todas estas reconfortantes y razonables cosas eran enseñadas por los ministros en sus púlpitos, por los maestros en las escuelas dominicales y por los padres en casa. Los chicos eran víctimas. Eran atacados en la cuna, en los brazos de su madre. Luego, el director de la escuela continuaba la guerra contra el sentido común, y todos los libros que leían estaban llenos de las mismas verdades imposibles. Los pobres chicos estaban indefensos. La atmósfera que respiraban estaban llenas de mentiras, mentiras que se mezclaban con su sangre.

En aquellos días los ministros dependían de las misas de renovación para salvar almas y reformar el mundo.

En el invierno, cerrada la navegación, los negocios estaban casi del todo suspendidos. No había ferrocarril y los únicos medios de comunicación eran las caravanas y los botes. No había ópera, ni teatros, ninguna diversión salvo fiestas y bailes. Las fiestas eran vistas como mundanas y los bailes como perversos. Para una virtuosa y real diversión la buena gente dependía de las misas de renovación.

Los sermones eran mayormente acerca de los dolores y agonías del infierno, los gozos y éxtasis del cielo, la salvación por la fé y la eficacia de la expiación. Las pequeñas iglesias en las cuales los servicios tenían lugar eran generalmente pequeñas, mal ventiladas y excesivamente calurosas. Los sermones emocionales, el cantar triste, los amenes histéricos, la esperanza del cielo, el miedo al infierno, hacían que muchos perdieran el poco sentido que tenían. Se volvían sustancialmente locos. En estas condiciones, se agolpaban sobre el "banco de los lamentos", requerían las oraciones

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de los fieles, tenían sentimientos extraños, rogaban y lloraban y pensaban que habían "nacido de nuevo". Luego contarían su experiencia: cuán malvados habían sido, cuán perversos fueron sus pensamientos, sus deseos, y qué bien se habían sentido de repente.

Solían contar la historia de una anciana que, al relatar su experiencia, decía: "Antes de convertirme, antes de darle mi corazón a Dios, solía robar y mentir, pero ahora, gracias a la gracia y la sangre de Jesucristo, he dejado ambas cosas en gran medida"

Por supuesto, toda la gente no era del mismo parecer. Había algunos burlones, y de vez en cuando algún hombre tenía el suficiente sentido como para reírse de las amenazas de los curas y hacer broma del infierno. Algunos hablarían de descreídos que habían vivido y muerto en paz.

Cuando yo era chico, los escuché hablar de un viejo granjero en Vermont. Se estaba muriendo. El ministro estaba al lado de su cama, le preguntó si era cristiano y si estaba preparado para morir. El viejo contestó que no había hecho ninguna preparación, que no era cristiano, que nunca había hecho nada más que trabajar. El predicador dijo que no podía ofrecerle esperanzas a menos que tuviera fé en Cristo, y si él no tenía fé su alma estaría ciertamente perdida.

El viejo no estaba asustado. Estaba perfectamente tranquilo. con voz débil y rota, dijo: "Señor Predicador, supongo que habrá visto mi granja. Mi esposa y yo vinimos aquí hace más de cincuenta años. Estábamos recién casados. Era un bosque entonces y la tierra estaba cubierta de piedras. Talé los árboles, quemé los tocones, levanté las piedras y edifiqué las paredes. Mi esposa hiló y tejió y trabajó cada instante. Criamos y educamos a nuestros hijos, privándonos nosotros. Durante todos estos años mi esposa nunca tuvo un vestido bueno o un sombrero decente. Yo nunca tuve un buen vestuario. Vivimos de la comida más básica. Nuestras manos, nuestros cuerpos, están deformados por el sacrificio. Nunca tuvimos vacaciones. Nos amamos el uno al otro, y a nuestros hijos. Ese fue el único lujo que hemos tenido. Ahora estoy a punto de morir y usted me pregunta si estoy preparado. Señor Predicador, no tengo miedo al futuro, ni terror del otro mundo. Bien puede haber un lugar como el infierno, pero si lo hay, usted nunca podrá hacerme creer que será peor que el viejo Vermont". Entonces, el viejo se comparó a sí mismo con su perro. "Mi perro", dijo, "sólo ladra y juega, tiene todo lo que quiere para comer. Nunca trabaja, no tiene problemas con los negocios. Dentro de poco morirá, y eso es todo. Yo trabajo con todas mis energías. No tengo tiempo para jugar. Tengo problemas todos los días. Dentro de poco me moriré, y entonces iré al infierno. Ojalá yo hubiese sido mi perro".

Bien, mientras el tiempo frío duraba, mientras la nieve caía, la misa de renovación continuaba, pero cuando el invierno se había ido, cuando el silbido del vapor se oía, cuando los negocios comenzaban otra vez, muchos de los conversos "patinaban" y caían de nuevo en sus viejos hábitos. Aunque al invierno siguiente estaban a mano,

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listos para "nacer de nuevo". Formaban una especie de compañía de actores haciendo los mismos papeles cada invierno y reincidiendo cada primavera.

Los ministros que predicaban en estas misas se esforzaban. Eran dedicados y sinceros. No eran filósofos. Para ellos la ciencia era el nombre de una vaga amenaza, un enemigo peligroso. No sabían gran cosa, pero creían mucho. Para ellos, el infierno era una realidad ardiente, podían ver el humo y las llamas. El Diablo no era mito. Era una persona real, un rival de Dios, un enemigo de la humanidad. Pensaban que la misión importante de sus vidas era salvar tu alma, que todos debían resistir y burlar los placeres de los sentidos y mantener los ojos fijos en el portal dorado de la Nueva Jerusalén. Eran inestables, emocionales, creían que la Biblia era la obra auténtica de Dios, un libro sin error ni contradicción. Llamaban a sus crueldades, justicia, a sus absurdos, misterios, a sus milagros, hechos, y los pasajes estúpidos los consideraban como profundamente espirituales. Se demoraban en los calambres, los remordimientos, las agonías infinitas de los descarriados, y mostraban cuán fácilmente podían evitarlos, cuán barato podía obtenerse el cielo. Les decían a sus oyentes que creyeran, que tuvieran fé, que le dieran sus corazones a Dios, sus pecados a Cristo, quien llevaría su carga y volvería sus almas blancas como la nieve.

Todos estos ministros realmente creían. Estaban absolutamente convencidos. En sus mentes el Diablo había tratado en vano de plantar las semillas de la duda.

Escuché cientos de estos sermones evangélicos, escuché cientos de las más terroríficas y vívidas descripciones de las torturas infligidas en el infierno, de la condición horrorosa de los descarriados. Suponía que lo que escuchaba era cierto y, sin embargo, no lo creía. Me decía: "Es así", y luego pensaba: "No puede ser".

Estos sermones dejaron leves impresiones en mi mente. No estaba convencido.

No tenía deseo de ser "convertido", no quería un "nuevo corazón" y no anhelaba "nacer de nuevo".

Pero escuché un sermón que tocó mi corazón, que dejó su marca, como una cicatriz, en mi cerebro.

Un domingo fui con mi hermano a escuchar un predicador bautista del Libre Albedrío. Era un hombre de gran talla, vestido como un granjero, pero era todo un orador. Podía pintar un cuadro con palabras. Tomó para su homilía la parábola de "el rico y Lázaro". Describió a Dives, el rico, su modo de vida, los excesos a los que se entregaba, su extravagancia, sus noches ruidosas, sus finas vestiduras de púrpura, sus banquetes, sus vinos y sus hermosas mujeres.

Luego describió a Lázaro, su pobreza, sus harapos y miseria, su cuerpo indigente

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comido por la enfermedad, las migajas y cortezas que devoraba, los perros que lo atormentaban. Pintó su vida solitaria, su muerte sin amigos.

Luego, cambiando su tono de lástima a uno de triunfo, saltando de las lágrimas a las cimas de la euforia, de la derrota a la victoria, describió la gloriosa compañía de los ángeles, que con blancas y desplegadas alas llevaron el alma del despreciado mendigo al Paraíso, al seno de Abraham.

Luego, cambiando su voz a una de burla y disgusto, habló de la muerte del rico. Estaba en su palacio, en su costoso lecho, el aire pesado de perfume, la habitación llena de sirvientes y médicos. Su oro era inservible entonces. No podía comprar un aliento más. Murió, y desde el infierno levantaba los ojos, en tormento. Luego, asumiendo una actitud dramática, ahuecando la mano derecha junto a su oído, susurró "¡Escuchen! Oigo la voz del rico. ¿Qué dice? ¡Escuchen! '¡Padre Abraham!, ¡Padre Abraham!, te ruego que envíes a Lázaro para que moje la punta de su dedo en el agua y refresque mi lengua reseca, porque estoy atormentado en este fuego'".

"Oh, mis oyentes, él ha estado haciendo la misma petición por más de ochocientos años. Y durante millones de eras más ese lamento cruzará el golfo que se abre entre los salvos y los descarriados y todavía se ha de escuchar el quejido: '¡Padre Abraham!, ¡Padre Abraham!, te ruego que envíes a Lázaro para que moje la punta de su dedo en el agua y refresque mi lengua reseca, porque estoy atormentado en este fuego'".

Por primera vez entendí el dogma del dolor eterno, aprecié "las noticias del gran regocijo". Por primera vez mi imaginación apresó la altura y profundidad del horror cristiano. Entonces dije: "Es una mentira, y odio tu religión. Si es verdad, odio a tu Dios".

Desde aquel día no tuve miedo, ni dudas. Para mí, aquel día, las llamas del infierno fueron sofocadas. Desde aquel día he odiado apasionadamente todo credo ortodoxo. Ese Sermón hizo algún bien.

II

En mi infancia he escuchado leer y he leído yo mismo la Biblia. Día y noche el sagrado volumen se abría y las oraciones eran pronunciadas. La Biblia fue mi primera historia, los judíos eran el primer pueblo y los eventos narrados por Moisés y los otros escritores inspirados, y aquellos predichos por los profetas, eran las cosas que importaban. En otros libros se encontraban los pensamientos y los sueños de los

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hombres, pero en la Biblia estaban las verdades sagradas de Dios.

Sin embargo, a pesar de mi entorno, de mi educación, yo no tenía amor por Dios. Él era tan avaro en misericordia, tan extravagante en el crimen, tan ansioso de matar, tan pronto a asesinar, que lo odiaba con todo mi corazón. A su orden los bebés eran masacrados, las mujeres violadas y el cabello blanco de la edad vacilante manchado con sangre. Este Dios visitaba a la gente con epidemias, llenaba las casas y cubría las calles con los moribundos y los fallecidos, contemplaba a los bebés muriendo de hambre sobre los pechos vacíos de las madres lívidas, escuchaba los sollozos, veía las lágrimas, las mejillas hundidas, los ojos sin vista, las tumbas recién hechas, y permanecía tan impávido como la epidemia.

Ese Dios retenía la lluvia, causaba la hambruna, contemplaba los fieros ojos del hambre, las formas alteradas, los labios blanquecinos, veía a las madres comiéndose a sus bebés, y permanecía tan feroz como la hambruna.

Me parece imposible que un hombre civilizado ame o adore o respete al Dios del Viejo Testamento. Un hombre realmente civilizado, una mujer realmente civilizada, deberían observar a semejante Dios con aborrecimiento y desprecio.

Pero en los antiguos días la buena gente justificaba a Jehovah en su tratamiento de los paganos. Los desgraciados que se aniquilaba eran idólatras y por lo tanto no merecían vivir.

De acuerdo con la Biblia, Dios nunca se había manifestado a aquella gente y él sabía que sin esa revelación ellos no podían saber cuál era el Dios verdadero. ¿De quién era la culpa entonces de que fuesen paganos?

Los cristianos decían que Dios tenía el derecho de destruirlos porque los había creado. ¿Para qué los creó? Él sabía cuando los hizo que serían carne para la espada. Él sabía que tendría el placer de ver cómo se los aniquilaba.

Como última respuesta, como excusa final, los adoradores de Jehovah decían que todas esas cosas horribles ocurrían bajo el "antiguo régimen" de la ley no entregada y la justicia absoluta, pero que ahora, bajo el "nuevo régimen", todo ha cambiado, la espada de la justicia fue envainada y el amor entronizado. En el Viejo Testamento, decían, Dios es el juez, pero en el Nuevo, Cristo es el misericordioso. De hecho, el Nuevo Testamento es infinitamente peor que el Viejo. En el Viejo no hay amenaza de dolor eterno. Jehovah no tiene una prisión eterna, ningún fuego inmortal. Su odio terminaba en la tumba. Su venganza quedaba saciada cuando su enemigo moría.

En el Nuevo Testamento, la muerte no es el final sino el comienzo de un castigo que no acaba. En el Nuevo Testamento, la maldad de Dios es infinita y el hambre de su venganza, eterna.

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El Dios ortodoxo, cuando estuvo revestido en carne humana, les dijo a sus discípulos que no se enfrentaran al mal, que amaran a sus enemigos y que cuando los golpearan en una mejilla ofrecieran la otra, y aun así nos han dicho que ese mismo Dios, con los mismos labios amantes, profirió estas impías, estas bestiales palabras: "Partid vosotros, malditos, al fuego que siempre arde, preparaos para el diablo y sus ángeles".

Esas son las palabras del "amor eterno".

Ningún ser humano tiene imaginación suficiente para concebir este horror infinito.

Todo lo que la raza humana ha sufrido en guerra y necesidad, en epidemia y hambruna, en fuego y diluvio, todos los calambres y dolores de cada enfermedad y cada muerte, todo esto es nada comparado con las agonías que deben ser soportadas por una sola alma descarriada.

Éste es el consuelo de la religión cristiana. Ésta es la justicia de Dios, la misericordia de Cristo.

Este aterrador dogma, esta mentira infinita, me hizo el implacable enemigo del Cristianismo. La verdad es que esta creencia en el dolor eterno es el auténtico perseguidor. Fundó la Inquisición, forjó las cadenas y proporcionó los leños para la hoguera. Ha oscurecido las vidas de millones. Ha hecho la cuna tan terrible como el ataúd. ha esclavizado naciones y derramado la sangre de incontables miles. Ha sacrificado a los más sabios, los más bravos y los mejores. Ha subvertido la idea de justicia, drenado la misericordia del corazón, transformado a los hombres en bestias y desterrado la razón del cerebro.

Como una serpiente venenosa, se arrastra y se enrosca y sisea en cada credo ortodoxo.

Hace del hombre una víctima eterna y de Dios una eterna bestia. Es el horror infinito y singular. Cada iglesia en la que se enseña es una maldición pública. Cada predicador que lo enseña es un enemigo de la humanidad. Por debajo de este dogma cristiano no hay salvajismo más extremo. Es el infinito de la maldad, el odio y la venganza.

Nada podría agregarse al horror del infierno, excepto la presencia de su creador, Dios.

Mientras tenga vida, en tando expulse aliento, negaré con toda mi fuerza y odiaré con cada gota de mi sangre esta mentira infinita.

Nada me proporciona más gozo que saber que esta creencia en el dolor eterno se vuelve más débil cada día, que miles de ministros se avergüenzan de ella. Me proporciona gozo saber que los cristianos se están volviendo misericordiosos, tan

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misericordiosos que los fuegos del infierno están ardiendo bajito, chisporroteando, ahogándose en cenizas, destinados a apagarse para siempre en unos años.

Por siglos la Cristiandad fue un manicomio. Papas, cardenales, obispos, sacerdotes, monjes y herejes estuvieron todos dementes.

Sólo unos pocos, cuatro o cinco en un siglo fueron sanos de corazón y cerebro. Sólo unos pocos, en lugar del rugido y barullo, en lugar de los gritos salvajes, escucharon la voz de la razón. Sólo unos pocos en la furia salvaje de la ignorancia, el miedo y el celo preservaron la calma perfecta que da la sabiduría.

Hemos avanzado. En unos pocos años, los cristianos se habrán vuelto -esperemos- humanos y sensibles como para negar el dogma que llena los años interminables con dolor. Ellos deberían saber ahora que este dogma es completamente inconsistente con la sabiduría, con la justicia y la bondad de su Dios. Ellos deberían saber que su creencia en el infierno le da al Espíritu Santo, la Paloma, un pico de buitre, y puebla la boca del Cordero de Dios con los colmillos de una víbora.

III

En mi juventud leí libros religiosos, libros acerca de Dios, acerca de la expiación, acerca de la salvación por la fé y acerca de otros mundos. Los comentadores se me hicieron familiares: Adam Clark, que pensaba que la serpiente había seducido a nuestra madre Eva y era de hecho el padre de Caín. Él también creía que los animales, cuando estaban en el arca, habían cambiado tanto su naturaleza que devoraban juntos la paja y disfrutaban de la compañía unos de otros, prefigurando así el milenio bendito. Leí a Scott, que tanto era un teólogo natural que pensaba que la historia de Faetón, el que condujo los corceles salvajes a través del cielo, corroboraba la historia de Josué cuando detuvo el sol y la luna. Así, leí a Henry y a MacKnight* y me encontré con que tanto amaba Dios al mundo que se decidió a maldecir a la inmensa mayoría de la raza humana. Leí a Cruden*, que hizo la gran Concordancia, y pintó los milagros tan pequeños y probables como pudo.

Recuerdo que explicaba el milagro de alimentar a los judíos errantes con aves diciendo que incluso en estos días un inmenso número de aves cruzaban el Mar Rojo y a veces cuando estaban cansadas se posaban en los barcos que casi se hundían con su peso. El hecho de que la explicación fuese tan difícil de creer como el milagro no le hacía diferencia al devoto Cruden.

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Un tiempo atrás leí las Instituciones de Calvino*, un libro calculado para producir, en una mente cualquiera, considerable respeto por el Diablo.

Leí las Evidencias de Paley* y encontré que la evidencia de la ingenuidad en producir el mal, en diseñar lo dañino, era cuando menos equivalente a la evidencia tendiente a demostrar el uso de la inteligencia en la creación de lo que llamamos bueno.

Ustedes saben que el argumento del reloj fue el esfuerzo más grande de Paley. Un hombre encuentra un reloj y es tan maravilloso que concluye que debe tener un fabricante. Encuentra al fabricante y éste es mucho más maravilloso que el reloj que dice que debe tener un fabricante. Entonces encuentra a Dios, el fabricante del hombre, y es tanto más maravilloso que el hombre, tal que no podría tener él mismo un fabricante. Esto es lo que los abogados llaman un desvío en el alegato.

De acuerdo con Paley no puede haber diseño sin un diseñador, pero puede haber un diseñador sin diseño. La maravilla del reloj sugiere la del relojero, y la maravilla del relojero sugiere al creador, y la maravilla del creador demuestra que no fue creado sino que es incausado y eterno.

Tenemos a Edwards* en La Voluntad, en la cual el reverendo autor muestra que la necesidad no tiene efecto en el recuento, y que cuando Dios crea un ser humano y al mismo tiempo determina y decreta exactamente qué es lo que ese ser es y hará, el ser humano es responsable, y Dios en su justicia y misericordia tiene el derecho de torturar el alma de ese ser humano para siempre. Aun así, Edwards decía que amaba a Dios. El hecho es que si usted cree en un Dios infinito, y también en el castigo eterno, entonces debe admitir que Edwards y Calvino estaban absolutamente en lo cierto. No hay escape de sus conclusiones si usted admite sus premisas. Ellos eran infinitamente crueles, sus premisas infinitamente absurdas, su Dios infinitamente bestial y su lógica perfecta.

Y no obstante yo tengo amabilidad y candor suficientes para decir que Calvino y Edwards estaban ambos dementes.

Tenemos montones de literatura teológica. Estaba Jenkyn* con la Expiación, quien demostró la sabiduría de Dios en planear un modo por el cual los sufrimientos de la inocencia podrían justificar a los culpables. Trató de mostrar que los chicos podían ser justamente castigados por los pecados de sus ancestros, y que los hombres podrían, si tuviesen fé, ser justamente acreditados con las virtudes de otros. Nada podría ser más devoto, ortodoxo e idiota. Pero toda nuestra teología no estaba en prosa. Teníamos a Milton con su celestial milicia, con su torpe e imponente Dios, su orgulloso y astuto Diablo, sus guerras entre inmortales y todos los sublimes absurdos que la religión forjó dentro del cerebro del hombre ciego.

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La teología enseñada por Milton* era querida al corazón puritano. Fue aceptada por Nueva Inglaterra y ha emponzoñado las almas y arruinado las vidas de miles. El genio de Shakespeare no podría hacer poética la teología de Milton. En la literatura del mundo no hay nada, fuera de los "libros sagrados", más perfectamente absurdo.

Teníamos los Pensamientos Nocturnos de Young*, y yo supuse que el autor era un seguidor extremadamente devoto y amante del Señor. Pero Young tenía un gran anhelo de ser obispo, y para conseguir ese fin hizo campaña con la amante del rey. En otras palabras, era un viejo y consumado hipócrita. En los Pensamientos Nocturnos difícilmente hay una línea natural o genuinamente honesta. Es pretensión desde el principio al fin. No escribía lo que sentía sino lo que pensaba que debía sentir.

Teníamos el Curso del Tiempo de Pollok*, con su gusano que nunca muere, sus llamas inextinguibles, sus calambres interminables, sus taimados demonios y su Dios ufano. Este aterrador poema debió haberse escrito en un loquero. En él se encuentran todos los gritos, alaridos y gruñidos de los maniáticos cuando se desgarran y arrancan mutuamente la piel. Es tan desalmado, tan monstruoso, tan infernal como el capítulo treinta y dos del Deuteronomio.

Todos conocemos el hermoso himno que comienza con el alegre verso: "Se escucha desde las tumbas un doloroso ruido". Nada podría ser más apropiado para los niños. Está bien poner un ataúd donde pueda ser visto desde la cuna. Cuando una madre acuna a su hijo, una tumba abierta debería estar a sus pies. Esto tendería a hacer al bebé serio, reflexivo, religioso y miserable.

Dios odia la risa y desprecia el regocijo. Sentirse libres, desenvueltos, irresponsables, gozosos, olvidar la preocupación y la muerte, inundarse con la luz del sol sin miedo a la noche, olvidar el pasado, no tener pensamientos para el futuro, no soñar con Dios, o el cielo, o el infierno, intoxicarse con el presente, ser conscientes sólo del abrazo y el beso de aquel que se ama... éste es el pecado contra el Espíritu Santo.

Pero teníamos los poemas de Cowper*. Cowper era sincero. Era lo opuesto a Young. Tenía un ojo observador, un corazón gentil y un sentido de lo artístico. Simpatizaba con todos los que sufrían, con los prisioneros, los esclavizados, los marginados. Amaba lo bello. No asombra que la creencia en el castigo eterno haya vuelto loca su alma bondadosa. No asombra que las "nuevas de gran Regocijo" apagaran la gran estrella de su ilusión y dejaran su corazón roto en la oscuridad de la desesperanza.

Teníamos muchos volúmenes de sermones ortodoxos, llenos de ira y de terrores del juicio que vendría, sermones que habían sido entregados por santos salvajes.

Teníamos el Libro de los Mártires, enseñando que los cristianos habían imitado durante muchos siglos al Dios que adoraban.

Teníamos la historia de los Valdenses *, de la reforma de la Iglesia. Teníamos el

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Pilgrim's Progress *, el Llamado de Baxter * y la Analogía de Butler *.

Para usar un refrán o dicho occidental, encontré que el Obispo Butler desenterró más serpientes que las que mató, sugirió más dificultades que las que explicó, más dudas que las que despejó.

Entre esos libros mi juventud pasó. Todas las semillas del Cristianismo, de la superstición, fueron sembradas en mi mente y cultivadas con gran diligencia y cuidado.

Todo ese tiempo no supe nada de ninguna ciencia, nada acerca del otro lado, nada de las objeciones que se habían levantado contra las benditas Escrituras, o contra el perfecto credo Congregacional. Por supuesto, había oído a los ministros hablar de blasfemos, de infieles desgraciados, de burlones que reían de las cosas sagradas. Ellos no respondían sus argumentos, pero despedazaban sus caracteres y demostraban con la furia de su afirmación que habían hecho el trabajo del Diablo. Y aun así, a pesar de todo lo que oí, de todo lo que leí, no podía creer. Mi cerebro y corazón decían "No".

Por un tiempo dejé los sueños, las barbaridades, las ilusiones y decepciones, las pesadillas de la teología. Estudié astronomía, apenas un poco, examiné mapas de los cielos, aprendí los nombres de algunas constelaciones, de algunas estrellas, averigúé algo de sus tamaños y de la velocidad a la que rodaban en sus órbitas, obtuve una leve impresión de los espacios astronómicos, encontré que algunas de las estrellas conocidas estaban tan lejos en las profundidades del espacio que su luz, viajando a razón de casi doscientos mil millas por segundo, necesitaba muchos años para alcanzar este pequeño mundo, descubrí que, comparada con las grandes estrellas, nuestra tierra no era sino un grano de arena, un átomo, descubrí que la antigua creencia de que toda la multitud de los cielos había sido creada para beneficio del hombre, era infinitamente absurda.

Comparé lo que realmente se sabía acerca de las estrellas con el relato de la creación que contaba el Génesis. Descubrí que el escritor del libro inspirado no tenía conocimientos de astronomía, que era tan ignorante como un jefe Choctaw, como un conductor de perros esquimal. ¿Alguien imagina que el autor del Génesis sabía algo acerca del sol, de su tamaño? ¿Que estaba enterado de Sirius, de la Estrella Polar, de Capella, o que sabía algo de los bancos de estrellas tan lejanos que su luz, que ahora visita nuestros ojos, había viajado por dos millones de años?

¿Si hubiese conocido estos hechos, habría dicho que Jehovah trabajó alrededor de seis días para hacer este mundo, y sólo una parte de la tarde del cuarto día para hacer el sol, la luna y todas las estrellas?

Sin embargo, millones de personas insisten en que el escritor del Génesis estaba inspirado por el Creador de todos los mundos.

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Ahora, hombres inteligentes, que no están aterrorizados, cuyos cerebros no han sido paralizados por el miedo, saben que la narración sagrada de la creación fue escrita por un salvaje ignorante. La narración es inconsistente con todos los hechos conocidos, y cada estrella brillando en los cielos testifica que su autor era un bárbaro sin inspiración.

Admito que este escritor desconocido era sincero, que escribió lo que creía que era verdad, que lo hizo lo mejor que pudo. Él no declaraba estar inspirado, no pretendía que la narración le había sido relatada por Jehovah. Simplemente estableció los "hechos" como los entendió.

Luego de que aprendí un poco acerca de las estrellas, concluí que este escritor, este escriba "inspirado", había sido despistado por el mito y la leyenda, y que él no sabía más de la creación que el teólogo corriente de mis días. En otras palabras, que no sabía absolutamente nada.

Y aquí, permítanme decir que los ministros que me contestan están apuntando sus armas en la dirección equivocada. Estos reverendos señores deberían atacar a los astrónomos. Deberían maldecir y vilipendiar a Kepler, Copernico, Newton, Herschel y Laplace. Esos hombres fueron los destructores auténticos de la narración sacra. Entonces, una vez que los hayan despachado, podrán declarar una guerra contra las estrellas, y contra el mismo Jehovah por haber provisto evidencia contra la verosimilitud de su libro.

Luego estudié geología, no mucho, apenas un poco. Lo suficiente para entender de modo general los hechos principales que habían sido descubiertos, y algunas conclusiones a las que se había arribado. Aprendí algo de la acción del fuego, del agua, de las rocas ígneas, de las dimensiones del carbón, de las canteras de tiza, algo acerca de los arrecifes de coral, acerca de los depósitos cavados por los ríos, el efecto de los volcanes, de los glaciares y de todo el mar que nos rodea, lo suficiente para saber que las rocas laurentinas* eran millones de años más viejas que el pasto bajo mis pies, lo suficiente para sentirme seguro de que este mundo ha seguido su vuelo alrededor del sol, rodando en luz y sombra, por millones de años, lo suficiente para saber que el escritor "inspirado" no sabía nada de la historia de La Tierra, nada de las grandes fuerzas de la naturaleza, del viento y la ola y el fuego, fuerzas que han destruido y construido, desmantelado y forjado a través de incontables años.

Y déjenme decirles a los ministros otra vez que no deberían perder su tiempo contestándome. Deberían atacar a los geólogos. Ellos deberían negar los hechos que han descubierto. Deberían lanzar sus maldiciones a los mares blasfemos, y golpearse las cabezas contra las rocas infieles.

Luego estudié biología, no mucha, apenas la suficiente para saber algo de las formas animales, la suficiente para saber que la vida existió cuando las rocas laurentinas fueron hechas, lo suficiente para conocer las herramientas de piedra, herramientas

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que fueron hechas por manos humanas, que fueron encontradas mezcladas con los huesos de animales extintos, huesos que fueron partidos con esas herramientas, y que esos animales cesaron de existir cientos de miles de años antes de la manufactura de Adán y Eva.

Entonces me sentí seguro de que el registro "inspirado" era falso, de que muchos millones de personas habían sido engañadas y de que todo lo que me habían enseñado acerca del origen de los mundos y de los hombres era completamente falso. Sentí que sabía que el Viejo Testamento era el trabajo de hombres ignorantes, que era una mezcla de verdad con error, de sabiduría y estupidez, de crueldad y bondad, de filosofía y absurdo, que contenía pensamientos elevados, algo de poesía, mucho de solemnidad y de lugar común, algunas oraciones histéricas, algunas tiernas, algunas malignas, algunas predicciones insanas, algunos espejismos y algunos sueños caóticos.

Por supuesto que los teólogos combatieron los hechos hallados por los geólogos y los científicos y trataron de sostener las sagradas Escrituras. Confundieron los huesos del mastodonte con los de seres humanos, y por ellos probaron orgullosamente que "eran gigantes en aquellos días". Despreciaron los fósiles diciendo que Dios los había hecho para probar nuestra fé, o que el Diablo había imitado las obras del Creador.

Les respondieron a los geólogos diciendo que "días" en el Génesis equivalían a largos períodos de tiempo, y que, después de todo, el diluvio podría haber sido local. Les contaron a los astrónomos que el sol y la luna no se habían parado realmente, sino aparentemente. Y que la apariencia se había debido a la reflexión y refracción de la luz.

Excusaron la esclavitud y la poligamia, el robo y el asesinato defendidos en el Viejo Testamento diciendo que la gente era tan depravada que Jehovah se vio obligado a corresponder su ignorancia y prejuicio.

De todas las formas el clero intentó evadir los hechos, esquivar la verdad, preservar el credo.

Al principio negaban los hechos de plano, luego los minimizaban, luego los armonizaban, luego negaban que los hubieran negado. Luego cambiaban el significado del libro "inspirado" para que se ajustase a los hechos. Al principio dijeron que si los hechos, según se proclamaban, eran ciertos, la Biblia era falsa y el Cristianismo mismo una superstición. Después dijeron que los hechos, según se proclamaban, eran ciertos y que establecían más allá de toda duda la inspiración de la Biblia y el origen divino de la religión ortodoxa.

Todo aquello que no podían esquivar, lo digerían, y todo aquello que no podían digerir, lo esquivaban.

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Abandoné el Viejo Testamento a causa de sus errores, sus absurdos, su ignorancia y su crueldad. Abandoné el Nuevo porque defendía la verdad del Viejo. Lo abandoné a causa de sus milagros, sus contradicciones, porque Cristo y sus discípulos creían en la existencia de demonios, hablaban y hacían tratos con ellos, los expulsaban de la gente y los animales.

Esto, en sí mismo, es suficiente. Sabemos, si es que sabemos algo, que los demonios no existen, que Cristo nunca los expulsó, y que si pretendió hacerlo, era ignorante, deshonesto o bien un loco.

Estas fábulas acerca de demonios demuestran el origen humano e ignorante del Nuevo Testamento. Abandoné el Nuevo Testamento porque premiaba la credulidad y maldecía a los hombres bravos y honestos, y porque enseña el horror infinito del dolor eterno.

V

Habiendo pasado mi juventud leyendo libros acerca de religión, acerca del "renacimiento", la desobediencia de nuestros primeros padres, la expiación, la salvación por la fé, la perversión del placer, las consecuencias degradantes del amor, y la imposibilidad de alcanzar el cielo siendo honesto y generoso, y habiéndome hartado de algún modo de los pensamientos gastados y confusos, se imaginarán mi sorpresa, mi delicia cuando leí los poemas de Robert Burns*.

Estaba familiarizado con los escritos de los devotos y los embusteros, de los píos y los paralizados, de los puros y los desalmados. Aquí estaba un hombre natural y honesto. Conocía las obras de aquellos que consideraban todo lo natural como depravado, y observaban por sobre el hombro al amor como el legado y perpetuo testimonio del pecado original. Aquí estaba un hombre que extraía gozo del barro, que hacía diosas de las campesinas y entronizaba al hombre honesto. Uno cuya piedad, con brazos amorosos, rodeaba todas las formas de vida sufriente, que odiaba la esclavitud de todo tipo, que era tan natural como el cielo es azul, con un humor amable como un día de otoño, con un ingenio tan agudo como la lanza de Ithuriel*, y burla que golpeaba como el aliento del simún. Un hombre que amaba el mundo, su vida, las cosas de todos los días y situaba por encima de todo lo demás los emocionantes éxtasis del amor humano.

Leí y leí de nuevo con pasión, lágrimas y risas, sintiendo que un gran corazón latía en las líneas.

Los religiosos, los lúgubres, los artificiales, los poetas espirituales fueron olvidados o

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quedaron sólo como fragmentos, los horrores medio recordados de sueños monstruosos y distorsionados.

Había encontrado al fin un hombre natural, uno que despreciaba el cruel credo de su país, que era lo suficientemente bravo y sensitivo para decir: "Todas las religiones son cuentos de viejas, pero el hombre honesto no tiene nada que temer, ni en este mundo ni en el mundo que venga"

Uno que tuvo el genio de escribir "La Oración de Holy Willie", un poema que crucificaba el calvinismo y empujó a través de su corazón exangüe la lanza del sentido común, un poema que hizo de todo credo ortodoxo alimento para la burla, para la risa inextinguible.

Burns tenía sus fallos, sus debilidades. Era intensamente humano. Sin embargo, yo aparecería antes en el "Estrado del Juez" borracho y admitiría que fui el autor de "Un Hombre es un Hombre por Todo Eso" que estar perfectamente sobrio y reconocer que he vivido y he muerto como un Presbiteriano Escocés.

Leí a Byron, leí su Caín, en el cual, como en el "Paraíso Perdido", el Diablo parece ser el mejor dios; leí sus hermosas, sublimes y amargas líneas, leí su “Prisionero de Chillon”, el mejor, un poema que llenó mi corazón de ternura, de piedad, y de odio eterno por la tiranía.

Leí la Reina Mab de Shelley, un poema repleto de belleza, coraje, pensamiento, piedad, lágrimas y burla, en el cual un alma valiente derrumba los muros de la prisión e inunda las celdas de luz. Leí su Alondra, una flama alada, pasional como la sangre, tierno como las lágrimas, puro como la luz.

Leí a Keats, "cuyo nombre fue escrito en el agua", leí La Víspera de St. Agnes, una historia contada con arte tan sin arte que este mundo pobre y común se transforma en tierra de hadas, la Urna Griega, que llena el alma con amor siempre ansioso, con toda la pasión de la canción imaginada, el Ruiseñor, una melodía en la que se halla la memoria del amanecer, una melodía que se desvanece en ocaso y lágrimas, lastimando los sentidos con su perfección.

Y luego leí a Shakespeare, sus dramas, los sonetos, los poemas, leí todo. Contemple un cielo nuevo y una nueva tierra; Shakespeare, que conocía el cerebro y el corazón del hombre, las esperanzas y los miedos, los amores y los odios, los vicios y las virtudes de la raza humana; cuya imaginación leía los registros borroneados de lágrimas, las páginas manchadas de sangre de todo el pasado, y veía de punta a punta el rollo desplegado de la luz de esperanza y amor; Shakespeare, que midió cada profundidad, mientras en el pico más alto descansaba la sombra de sus alas.

Comparé los Dramas con los libros "inspirados". Romeo y Julieta con el Cantar de Salomón, Lear con Job, y los Sonetos con los Salmos, y descubrí que Jehovah no

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entendía el arte de la expresión. Comparé las mujeres de Shakespeare, sus mujeres perfectas, con las mujeres de la Biblia. Descubrí que Jehovah no era un pintor, no era un escultor, no era un artista, que carecía del poder que transforma la piedra en carne, el arte, el toque plástico que moldea la forma perfecta, el aliento que brinda la libre y gozosa vida, el genio que crea lo intachable.

Los libros sagrados del mundo entero son sarro y rocas ordinarias comparados con el oro pulido y las gemas refulgentes de Shakespeare.

VI

Hasta ese momento no había leído nada contra nuestra bendita religión excepto lo que había encontrado en Burns, Byron y Shelley. Por accidente leí a Volney*, que enseña que todas las religiones se establecieron y se establecen de la misma forma, que todas tienen su Cristo, sus apóstoles, milagros y libros sagrados, y luego se preguntó cómo es posible decidir cuál es la verdadera. Una cuestión que todavía aguarda respuesta.

Leí a Gibbon*, el más grande de los historiadores, que manejaba sus hechos tan hábilmente como César sus legiones, y aprendí que el Cristianismo es sólo un nombre para el Paganismo, para la vieja religión -aunque desprovista de belleza-, que algunos absurdos habían sido cambiados por otros, que algunos dioses habían sido eliminados, una vasta multitud de diablos creados y que el Infierno se había agrandado.

Y entonces leí la "Edad de la Razón", de Thomas Paine. Déjenme contarles algo de este hombre sublime y calumniado. Vino a este país justo antes de la Revolución. Trajo una carta de presentación de Benjamin Franklin, en aquel entonces el más grande de los estadounidenses. En Filadelfia, Paine fue empleado para escribir para el Pennsylvania Magazine. Sabemos que escribió por lo menos cinco artículos. El primero era contra la esclavitud, el segundo contra los duelos, el tercero sobre el tratamiento de los prisioneros, demostrando que el condenado debía reformarse, no ser castigado y degradado, el cuarto sobre los derechos de las mujeres, y el quinto a favor de formar sociedades para prevenir la crueldad con los niños y los animales.

A partir de esto, verán que sugirió las grandes reformas de nuestro siglo.

La verdad es que trabajó toda su vida por el bien de su prójimo, e hizo tanto para fundar la Gran República como cualquier hombre que se haya erguido bajo nuestra bandera.

Brindó sus pensamientos acerca de la religión, acerca de las benditas Escrituras,

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acerca de las supersticiones de su tiempo. Era perfectamente sincero y lo que dijo era amable y justo.

La "Edad de la Razón" llenó de odio los corazones de aquellos que amaban a sus enemigos, y el ocupante de cada púlpito ortodoxo se convirtió, y todavía es, un detractor apasionado de Thomas Paine.

Nadie ha contestado, nadie contestará su argumento contra el dogma de la inspiración, sus objeciones a la Biblia.

No se alzó sobre todas las supersticiones de su tiempo. Mientras que odiaba a Jehovah, alababa al Dios de la Naturaleza, creador y preservador de todo. En esto estaba equivocado, porque, como Watson dijo en su "Réplica a Paine", el Dios de la Naturaleza es tan desalmado, tan cruel como el Dios de la Biblia.

Pero Paine fue uno de los pioneros, uno de los Titanes, uno de los héroes que alegremente dio su vida, cada pensamiento y acto, para una humanidad libre y civilizada.

Leí a Voltaire. Voltaire, el hombre más grande de su siglo y que hizo más por la libertad de pensamiento y expresión que cualquier otro ser, humano o "divino". Voltaire, que desgarró la máscara de la hipocresía encontró detrás de la sonrisa pintada los colmillos del odio. Voltaire, que atacó el salvajismo de la ley, las decisiones crueles de cortes frívolas, y rescató víctimas de la rueda y el potro. Voltaire, que le declaró la guerra a la tiranía de los tronos, a la codicia y la inhumanidad del poder. Voltaire, que llenó la carne de los curas con las flechas dentadas y ponzoñosas de su ingenio e hizo que los píos manipuladores que lo maldecían en público se rieran de sí mismos en privado. Voltaire, que se volcó del lado de los oprimidos, rescató a los desafortunados, defendió a los anónimos y los débiles, civilizó jueces, repelió leyes y abolió la tortura en su tierra nativa.

En cada dirección este hombre incansable peleó contra lo absurdo, lo milagroso, lo sobrenatural, lo idiota, lo injusto. No tenía reverencia por lo antiguo. No se impresionaba con la pompa y el boato, ni por el Crimen coronado ni por la Pretensión mitrada. Detrás de la corona vio al criminal, bajo la mitra, al hipócrita.

En la barrera de su consciencia, de su razón, conjuró la barbarie y a los bárbaros de su tiempo. Pronunció sentencia contra todos ellos, y esa sentencia fue confirmada por el mundo inteligente. Voltaire encendió una antorcha y le dio a otros la flama sagrada. La luz todavía brilla y lo hará mientras el hombre ame la libertad y busque la verdad.

Leí a Zenón, el hombre que dijo, siglos antes de que nuestro Cristo naciese, que el hombre no podía poseer a su prójimo.

"No importa si reclamas a un esclavo por compra o captura, el título es malo.

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Aquellos que pretenden poseer a su prójimo, miran hacia el fondo del pozo y olvidan la justicia que debe regir el mundo".

Me familiaricé con Epicuro, que enseñó que la religión de la practicidad y de la temperancia, del coraje y de la sabiduría, y que dijo "¿Por qué habría yo de temer a la muerte? Si yo existo, la muerte no. Si la muerte existe, yo no. ¿Por qué debería temer aquello que no puede existir mientras yo lo hago?"

Leí acerca de Sócrates, que cuando se hallaba en el juicio por su vida dijo, entre otras cosas, a sus jueces, estas maravillosas palabras: "No he buscado durante mi vida amasar riqueza y adornar mi cuerpo, sino que procuré adornar mi alma con las alhajas de la sabiduría, la paciencia y por sobre todo el amor a la libertad".

Así, leí a Diógenes, el filósofo que odiaba lo superfluo, el enemigo del desperdicio y la codicia, y el cual un día entró al templo, se aproximó reverentemente al altar, aplastó una pulga entre las uñas de sus pulgares, y dijo solemnemente: "El sacrificio de Diógenes a todos los dioses". Esto parodiaba la adoración del mundo, satirizaba todos los credos, y en un solo acto manifestaba la esencia de la religión.

Diógenes tendría que haber conocido este pasaje "inspirado": "Sin derramamiento de sangre no hay remisión de los pecados".

Comparé a Zenón, Epicuro y Sócrates, tres paganos desgraciados que nunca habían oído del Viejo Testamento o de los Diez Mandamientos, con Abraham, Isaac y Jacob, tres favoritos de Jehovah, y fui lo suficientemente depravado como para pensar que los paganos eran superiores a los Patriarcas, y al mismo Jehovah.

VII

Mi atención se volvió hacia otras religiones, a los libros sagrados, los credos y ceremonias de otras tierras, de India, Egipto, Asiria, Persia, de las naciones muertas y agonizantes.

Concluí que todas las religiones tienen el mismo fundamento, una creencia en lo sobrenatural, en un poder sobre la naturaleza que el hombre puede influir por la adoración, por el sacrificio y la oración.

Hallé que todas las religiones se basaban en un concepto errado de la naturaleza, que la religión de la gente era la ciencia de esa gente, esto es como decir, la explicación

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del mundo, de la vida y la muerte, del origen y el destino.

Concluí que todas las religiones tienen en esencia el mismo origen, y que de hecho no hubo nunca más que una religión en el mundo. Los brotes y hojas pueden diferir, pero el tronco es el mismo.

El probre africano que vuelca su corazón sobre la deidad de piedra está en el mismo preciso nivel religioso que el sacerdote investido que suplica a su Dios. El mismo error, la misma superstición dobla las rodillas y cierra los ojos de ambos. Ambos solicitan la ayuda sobrenatural, y ninguno tiene el más leve sentido de la uniformidad absoluta de la naturaleza.

Me resulta probable que la primera religión ceremonial organizada fuera la adoración del sol. El sol era el "Padre del Cielo", el que "Todo Lo Ve", la fuente de la vida, el fogón del mundo. El sol estaba visto como un dios que luchaba contra la oscuridad, el poder del mal, el enemigo del hombre.

Ha habido muchos dioses solares, y parecen haber sido las deidades principales en las religiones antiguas. Han sido adorados en muchas tierras, por muchas naciones que murieron y se convirtieron en polvo.

Apolo era un dios solar y luchó y conquistó a la serpiente de la noche. Baldur era un dios solar. Estaba enamorado de la Aurora, una doncella. Krishna era un dios solar. Cuando nació, el Ganges fluyó de su origen hacia el mar, y todos los árboles, los marchitos tanto como los verdes, estallaron en hojas y brotes y flores. Hércules era un dios solar, y también Sansón, cuya fuerza residía en su cabello, que es como decir en sus rayos. Fue rapado de su fuerza por Dalila, la sombra, la oscuridad. Osiris, Baco, y Mitra, Hermes, Buda, y Quetzalcoatl, Prometeo, Zoroastro y Perseo, Cadom, Lao-Tsé, Fo-hi, Horus y Ramsés, todos fueron dioses solares.

Todos estos dioses tuvieron dioses por padres y sus madres fueron vírgenes. Los nacimientos de casi todos fueron anunciados por las estrellas, celebrados por música celestial, y las voces declararon que un bendito había venido a este humilde mundo. Todos estos dioses nacieron en lugares humildes, en cavernas, bajo árboles, en posadas ordinarias, y los tiranos procuraron matarlos a todos cuando eran bebés. Todos estos dioses solares nacieron en el solsticio de invierno, en Navidad. Casi todos fueron adorados por "hombres sabios". Todos ellos ayunaron por cuarenta días, todos ellos se expresaron con parábolas, todos ellos hicieron milagros, todos encontraron una muerte violenta, y todos se levantaron de la muerte.

La historia de estos dioses es la misma historia de nuestro Cristo.

Esto no es una coincidencia, un accidente. Cristo era un dios solar. Cristo era un nombre nuevo para una vieja biografía, un sobreviviente, el último de los dioses solares. Cristo no era un hombre, sino un mito, no una vida sino una leyenda.

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Hallé que no sólo habíamos tomado prestado a nuestro Cristo, sino que todos nuestros sacramentos, símbolos y ceremonias eran legados que habíamos recibido del pasado enterrado. Nada es original en el Cristianismo.

La cruz era un símbolo miles de años antes de nuestra era. Era un símbolo de vida, de inmortalidad, del dios Agni, y se grababa sobre las tumbas muchas eras antes de que una sola línea de nuestra Biblia fuera escrita.

El bautismo es mucho más viejo que el Cristianismo, que el Judaísmo. Los hindúes, egipcios, griegos y romanos tenían Agua Bendita mucho antes de que los Católicos viviesen. La eucaristía fue tomada de los Paganos. Ceres era la diosa de los campos, Baco del vino. En el festival de la cosecha hacían tortas de trigo y decían: "Esta es la carne de la diosa". Bebían vino y decían: "Esta es la sangre de nuestro dios".

Los egipcios tenían una Trinidad. Adoraban a Osiris, Isis y Horus miles de años antes de que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo fueran conocidos.

El Árbol de la Vida crecía en la India, en China y entre los Aztecas, mucho antes de que el Jardín del Edén fuera plantado.

Mucho antes de que la Biblia fuera conocida, otras naciones tenían sus libros sagrados.

Los dogmas de la Caída del Hombre, la Expiación y la Salvación por la Fé son mucho más viejos que nuestra religión.

En nuestro bendito evangelio, en nuestro "esquema divino", no hay nada nuevo, nada original. Todo es viejo, todo prestado, fragmentado y emparchado.

Entonces concluí que todas las religiones fueron producidas naturalmente, y que todo era variación, modificaciones de una, y entonces sentí que sabía que todas eran obra del hombre.

VIII

Los teólogos siempre habían insistido en que su Dios era el creador de todas las cosas vivientes; todas las formas, partes,funciones, colores y variedades de animales eran expresiones de su sabiduría y gusto caprichoso, que los había hecho a todos

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precisamente como son hoy, que inventó las aletas, las piernas y las alas, que los proveyó con armas de ataque, escudos de protección, que las formó de acuerdo a la comida y el clima, tomando en consideración todos los factores que afectan la vida.

Insistían en que el hombre era una creación especial, no relacionada de ningún modo con los animales inferiores. También afirmaban que todas las formas de vegetación, desde el musgo a las forestas eran iguales hoy como en el momento en que fueron hechas.

Los hombres de genio, que en su mayor parte estaban libres del prejuicio religioso, fueron examinando estas cosas, buscando hechos. Examinaron los fósiles de animales y plantas, estudiaron las formas de los animales, sus músculos y huesos, el efecto del clima y la comida, las extrañas modificaciones que experimentaron.

Humboldt publicó sus conferencias, llenas de grandes pensamientos, con espléndidas generalizaciones, con sugerencias que estimulaban el espíritu de investigación, y con conclusiones que satisfacían la mente. Demostró la uniformidad de la Naturaleza, la comunidad de todo lo que vive y crece, de lo que respira y piensa.

Darwin, con su "Origen de las Especies", sus teorías acerca de la Selección Natural, la Supervivencia del Más Apto, y la influencia del medio ambiente, arrojó un torrente de luz sobre los grandes problemas de la vida animal y vegetal.

Estas cosas habían sido adivinadas, profetizadas, afirmadas, sugeridas por muchos otros, pero Darwin, con infinita paciencia, con perfecto cuidado y candor, encontró los hechos, cumplió las profecías, y demostró la verdad de las adivinanzas, sugerencias y afirmaciones. Él fue, a mi juicio, el observador más agudo, el mejor juez del sentido y el valor de un hecho, el mayor Naturalista que el mundo ha producido.

La visión teológica empezó a lucir pequeña y mezquina.

Spencer ofreció su teoría de la evolución y la sostuvo con incontables hechos. Se paró a gran altura, y con los ojos de un filósofo, de un profundo pensador, examinó el mundo. Él influyó el pensamiento de los más sabios.

La teología lució más absurda que nunca.

Huxley salió en defensa de Darwin. Ningún hombre tuvo jamás una espada más aguda, un mejor escudo. Él desafió al mundo. Los grandes teólogos y los pequeños científicos, aquellos que tenían más coraje que sentido, aceptaron el reto. Sus pobres cuerpos fueron retirados por sus amigos.

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Huxley tenía inteligencia, industriosidad, genio, y el coraje de expresar su pensamiento. Era absolutamente leal a lo que pensaba que era cierto. Sin prejuicio y sin miedo, siguió las huellas de la vida desde las más bajas a las más altas formas.

La teología lució todavía más pequeña.

Haeckel* comenzó con la célula más simple, fue de cambio en cambio, de forma en forma, siguió la línea del desarrollo, el camino de la vida, hasta que llegó a la raza humana. Era todo natural. No había habido interferencia de ningún tipo.

Leí las obras de estos grandes hombres, de muchos otros, y me convencí de que estaban en lo cierto, y de que todos los teólogos, todos los creyentes en una "creación especial" estaban completamente equivocados

El Jardín del Edén se borró, Adán y Eva se desplomaron en el polvo, la serpiente se internó en la hierba, y Jehovah se transformó en un miserable mito.

IX

Dí otro paso. Qué es la materia... ¿sustancia? Puede ser destruida, ¿aniquilada? ¿Es posible concebir la destrucción del más pequeño átomo de sustancia? Puede pasarse de tierra a polvo, cambiar de sólido a líquido, de líquido a gas, pero todo permanece. Nada se pierde, nada se destruye.

Que un Dios infinito, si hay uno, ataque un grano de arena, que lo ataque con poder infinito. No podrá ser destruido. No puede someterse. Desafía toda fuerza. La sustancia no puede ser destruida.

Dí otro paso.

Si la materia no puede ser destruida, no puede ser aniquilada, no puede haber sido creada.

Lo indestructible debe ser increado.

Y luego me pregunté: ¿qué es la fuerza?

No podemos concebir la creación de la fuerza, o su destrucción. La fuerza puede cambiar de una forma a otra, de movimiento a calor, pero no puede ser destruida,

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aniquilada.

Si la fuerza no puede ser destruida no puede haber sido creada. Es eterna.

Otra cosa, la materia no puede existir apartada de la fuerza. La fuerza no puede existir apartada de la materia. La materia no podría haber existido antes que la fuerza. La fuerza no podría haber existido antes que la materia. La materia y la fuera sólo pueden ser concebidas juntas. Esto fue demostrado por muchos científicos, pero más claramente, más forzosamente, por Buchner.

El pensamiento es una forma de fuerza, consecuentemente no pudo haber causado o creado materia. La inteligencia es una forma de fuerza y no podría haber existido apartada o sin la materia. Sin substancia no podría haber habido mente, ni voluntad, ni fuerza en ninguna forma, y no podría haber habido sustancia sin fuerza.

La materia y la fuerza no fueron creadas. Han existido desde la eternidad. No pueden ser destruidas.

No hubo, no hay creador. Entonces vino la pregunta; ¿hay un Dios? ¿Hay un ser de infinita inteligencia poder y bondad que gobierna el mundo?

Puede haber bondad sin mucha inteligencia, pero me parece que la perfecta inteligencia y la perfecta bondad deben ir juntas.

En la naturaleza veo, o me parece ver, bien y mal, inteligencia e ignorancia, bondad y crueldad, cuidado y desatención, economía y desperdicio. Veo medios que no alcanzan fines, diseños que parecen fallar.

Para mí resulta infinitamente cruel para la vida alimentarse de la vida, crear animales que devoran a otros.

Los dientes y picos, las garras y las fauces que tiran y deshacen me llenan de horror. ¿Qué puede ser más aterrador que un mundo en guerra? Cada hoja un campo de batalla, cada flor un Gólgota, en cada gota de agua persecución, captura y muerte. Bajo cada ladrido, vida que yace aguardando la vida. En cada hoja de hierba, algo que mata, algo que sufre. Por todas partes los fuertes viviendo de los débiles, los superiores de los inferiores. Por todas partes los débiles, los insignificantes, viviendo de los fuertes, los inferiores de los superiores, la comida más alta para los más bajos. El hombre sacrificado por el bien de microbios.

Asesinato universal. Por todas partes dolor, enfermedad y muerte, muerte que no aguarda por formas dobladas y cabellos grises, sino que atrapa bebés y alegres jóvenes. Muerte que se lleva a la madre del indefenso niño con hoyuelos, muerte que llena el mundo con luto y llanto.

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¿Cómo puede el cristiano ortodoxo explicar estas cosas?

Sé que la vida es buena. Recuerdo el sol y la lluvia. Luego pienso en el terremoto y la inundación. No me olvido de la salud y la cosecha, el hogar y el amor, pero ¿qué pasa con la epidemia y la hambruna? No puedo armonizar todas estas contradicciones, estas bendiciones y agonías, con la existencia de un Dios infinitamente bueno, sabio y poderoso.

El teólogo dice que lo que llamamos mal es para nuestro beneficio, que fuimos puestos en este mundo de pecado y dolor para desarrollar carácter. Si esto es verdad, yo pregunto ¿por qué muere el niño? Millones y millones toman unas pocas bocanadas de aire y luego mueren en los brazos de sus madres. A ellos no se les permite desarrollar carácter.

Los teólogos dicen que a las serpientes se les dio colmillos para protegerse de sus enemigos. ¿Por qué el Dios que se los dio hizo enemigos? ¿Por qué muchas especies de serpientes no tienen colmillos?

Los teólogos dicen que Dios acorazó al hipopótamo, cubrió su cuerpo, excepto la parte de abajo, con placas y dureza tales que otros animales no podrían penetrar con dientes o picos. Pero el mismo Dios hizo al rinoceronte y le proporcionó un cuerno en la nariz, con el cual desventra al hipopótamo.

El mismo Dios hizo al águila, al buitre, al halcón, y a sus indefensas presas.

En cada mano parece haber diseño para derrotar el diseño.

Si Dios creó al hombre, si es el padre de todos nosotros, ¿por qué hizo a los criminales, a los locos, los deformes y los idiotas?

¿Debería el hombre inferior agradecer a Dios? ¿Debería la madre que sujeta contra su pecho un niño idiota, agradecerle a Dios? ¿Debería el esclavo agradecer a Dios?

Los teólogos dicen que Dios gobierna el viento, la lluvia, el relámpago. ¿Cómo podemos entonces dar cuenta del ciclón, la inundación, la sequía y el rayo brillante que mata?

Supongamos que tuviéramos un hombre en este país que pudiese controlar el viento, la lluvia y el relámpago, y supongamos que lo eligiéramos para gobernar estas cosas, y supongamos que permitiese que estados enteros se sequen y marchiten y al mismo tiempo desperdiciase el agua en el mar. Supongamos que permitiese que los vientos destruyeran ciudades y aplastaran insensiblemente a miles de hombres y mujeres, y permitiera que los rayos arrancasen la vida de madres y bebés. ¿Qué diríamos? ¿Qué pensaríamos de un salvaje tal?

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Y aun así, de acuerdo con los teólogos, ése es exactamente el curso que persigue Dios.

¿Qué pensamos de un hombre que, cuando ha tenido el poder, no ha protegido a sus amigos? No obstante, el Dios cristiano ha permitido que sus enemigos torturen y quemen a sus amigos, a sus adoradores.

¿Quién posee ingenuidad suficiente para explicar esto?

¿Qué hombre bueno, teniendo el poder para prevenirlo, permitiría que el inocente fuese encarcelado, encadenado en mazmorras, y consumiese su vida suspirando contra las paredes chorreantes?

Si Dios gobierna el mundo, ¿por qué la inocencia no es un escudo perfecto? ¿Por qué la injusticia triunfa?

¿Quién puede responder estas preguntas?

En respuesta, el hombre inteligente y honesto debe decir: no lo sé.

X

Este Dios debe ser, si existe, una persona, un ser consciente. ¿Quién puede imaginar una personalidad infinita? Este Dios debe tener fuerza, y no podemos concebir la fuerza apartada de la materia. Este Dios debe ser material. Debe tener los medios a través de los cuales cambia la fuerza en lo que llamamos pensamiento. Cuando piensa emplea fuerza, fuerza que debe ser reemplazada. Aun así nos cuentan que es infinitamente sabio. Si lo es, no piensa. El pensamiento es una escalera, un proceso por el cual arribamos a una conclusión. Aquel que conoce todas las conclusiones no puede pensar. No puede esperar o temer. Cuando el conocimiento es perfecto no puede haber pasión, ni emoción. Si Dios es infinito, no quiere nada. Lo tiene todo. Aquel que no quiere no actúa. Lo infinito debe morar en eterna calma.

Es tan imposible concebir un ser semejante como imaginar un triángulo cuadrado, o pensar en un círculo sin diámetro.

Aun así, nos cuentan que es nuestro deber amar a ese Dios. ¿Podemos amar lo desconocido, lo inconcebible? ¿Puede ser nuestro deber amar a todos? Es nuestro deber actuar justamente, honestamente, pero no puede ser nuestro deber amar. No podemos por obligación admirar una pintura, ser encantados por un poema, o excitarnos con la música. La admiración no puede controlarse. El gusto y el amor no

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son sirvientes de la voluntad. El amor es, y debe ser, libre. Se alza del corazón como el perfume de una flor.

Por miles de eras, hombres y mujeres han estado tratando de amar a los dioses, han tratado de ablandar sus corazones, han tratado de obtener su ayuda.

Los veo a todos. El panorama pasa delante de mí. Los veo con brazos desplegados, con ojos cerrados reverentemente, adorando al sol. Los veo inclinándose, en su miedo y necesidad, ante piedras de meteoro, implorando a serpientes, bestias y árboles sagrados, rogando a ídolos forjados en piedra y madera. Los veo construyendo altares para los poderes invisibles, manchándolos con sangre de niños y bestias. Veo a los incontables sacerdotes y escucho sus cantos solemnes. Veo a las víctimas agonizantes, los altares humeantes, los incensarios que oscilan, y las nubes que suben. Veo a los semidioses humanos, los Cristos sufrientes, en muchas tierras. Veo las cosas comunes de la vida transformarse en milagros a medida que corren de boca en boca. Veo a los profetas insanos leyendo el libro secreto del destino por signos y sueños. Los veo a todos, los asirios cantando loas a Ashur e Ishtar, los hindúes adorando a Brahma, a Vishnu, a Draupadi de los blancos brazos, a los caldeos sacrificando a Bel y a Hea, a los egipcios inclinándose ante Ptah y Fta, Osiris e Isis, a los medos aplacando la tormenta, adorando el fuego, a los babilonios suplicando a Bel y a Marduk, los veo a todos junto al Éufrates, al Tigris, al Ganges y al Nilo. Veo a los griegos construyendo templos para Zeus, Neptuno y Venus. Veo a los romanos arrodillándose ante cientos de dioses. Veo a otros pateando ídolos y dirigiendo sus esperanzas y miedos hacia una vaga imagen en la mente. Veo a las multitudes con la boca abierta recibiendo como verdades los mitos y fábulas de años desvanecidos. Los veo ofrendar su esfuerzo, su riqueza para vestir a los sacerdotes, para construir los techos abovedados, los espaciosos atrios, las cúpulas relucientes. Los veo envueltos en harapos, hacinados en chozas y madrigueras, devorando mendrugos y sobras para poder ofrendar lo máximo para los fantasmas y dioses. Los veo hacer sus crueles credos y llenar el mundo de odio, guerra y muerte. Los veo con sus caras en el polvo en los oscuros días de la plaga y la muerte repentina, cuando las mejillas lucen lánguidas y los labios blancos por falta de pan. Escucho sus oraciones, sus suspiros, sus sollozos. Los veo besar los labios insensibles mientras sus lágrimas calientes caen sobre las pálidas caras de los muertos. Veo a las naciones mientras desaparecen y se malogran. Los veo capturados y esclavizados. Veo sus altares mezclándose con la tierra ordinaria, sus templos derrumbándose lentamente hacia el polvo. Veo a sus dioses crecer viejos y débiles, deteriorados y vanos. Los veo caer desde vagos y brumosos tronos, indefensos y muertos. Los adoradores no reciben ayuda. La injusticia triunfa. Los esforzados pagan con el latigazo, los bebés son vendidos, los inocentes aguardan en los patíbulos, y los heroicos perecen en el fuego. Veo a los terremotos devorar, a los volcanes devastar, a los ciclones desbaratar, a los diluvios destruir y a los rayos matar.

Las naciones perecieron. Los dioses murieron. El esfuerzo y la riqueza se perdieron. Los templos fueron construidos en vano, y todas las oraciones murieron sin respuesta

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en el aire sutil.

Entonces me hice la pregunta: ¿Hay un poder sobrenatural, una mente arbitraria, un Dios entronizado, una voluntad suprema que mece las olas y corrientes del mundo, ante el que todas las causas se inclinan?

No niego. No sé, pero no creo. Creo que lo natural es supremo, que de la cadena infinita ningún eslabón puede perderse o romperse, que no hay poder sobrenatural que pueda responder la oración, ningún poder que la adoración pueda persuadir o cambiar, ningún poder que se preocupe del hombre.

Creo que con infinitos brazos la Naturaleza envuelve todo, que no hay interferencia, ni azar, que detrás de cada acontecimiento están las necesarias e incontables causas, y que más allá de cada acontecimiento estarán y deberán estar los necesarios e incontables efectos.

El hombre debe protegerse a sí mismo. No puede depender de lo sobrenatural, de un padre imaginario en los cielos. Debe protegerse a sí mismo encontrando los hechos en la Naturaleza, desarrollando su cerebro, hasta el extremo en que pueda vences las obstrucciones y tomar ventaja de las fuerzas de la Naturaleza.

¿Hay un Dios?

No lo sé.

¿Es el hombre inmortal?

No lo sé.

Una cosa sí sé, y es que ni la esperanza, ni el miedo, ni la creencia, ni la negación pueden cambiar el hecho. Es como es, y será como debe ser.

Esperamos y anhelamos.

XI

Cuando me convencí de que el Universo era natural, de que todos los fantasmas y dioses eran mitos, entró en mi cerebro, en mi alma, dentro de cada gota de sangre, el sentido, la noción, el gozo de la libertad. Las paredes de mi prisión temblaron y se

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desmoronaron, la mazmorra se inundó de luz y todos los rayos, y barras, y grilletes se convirtieron en polvo. No era ya más un sirviente, un vasallo o un esclavo. No había un dueño para mí en todo el ancho mundo, ni siquiera en el espacio infinito. Era libre, libre para pensar por mí mismo y por los que amaba, lobre para usar todas mis facultades, todos mis sentidos, libre para desarrollar las alas de la imaginación, libre para investigar, para adivinar, para soñar y anhelar, libre para juzgar y determinar por mí mismo, libre para rechazar todos los credos crueles e ignorantes, todos los libros "inspirados" que los salvajes habían producido, y todas las leyendas bárbaras del pasado, libre de papas y sacerdotes, libre de todos los "elegidos" y los "puestos aparte", libre de los errores santificados y las mentiras sagradas, libre del miedo al dolor eterno, libre de los monstruos alados de la noche, libre de los demonios, fantasmas y dioses. Por primera vez era libre. No había lugares prohibidos en todos los reinos del pensamiento, ni aire ni espacio donde el antojo no pudiese desplegar sus alas pintadas, ni cadenas para mis miembros, ni latigazos para mi espalda, ni fuegos para mi carne, ni ceño o amenaza del patrón, no tenía que seguir los pasos de nadie, no necesitaba inclinarme, encogerme, arrastrarme o pronunciar palabras mentirosas. Era libre. Me paré erguido y sin temor, gozosamente, encaré todos los mundos.

Y entonces mi corazón se llenó de gratitud, de retribución, y estallé de amor hacia todos los héroes, los pensadores que dieron la libertad a la mano y al cerebro, por la libertad de labor y pensamiento, hacia los que cayeron en los fieros campos de batalla, hacia los que murieron en mazmorras sujetos con cadenas, hacia los que subieron orgullosamente las escaleras del cadalso, aquellos cuyos huesos fueron aplastados, cuya carne fue deshecha y desgarrada, aquellos consumidos por el fuego, hacia todos los sabios, los buenos, los bravos de cada tierra cuyos pensamientos y hazañas dieron libertad a los hijos de los hombres. Y entonces me incliné para recoger la antorcha que ellos habían sostenido, y la sostuve en alto, esa luz puede conquistar todavía la oscuridad.

Que podamos ser veraces con nosotros mismos, veraces con los hechos que conocemos, y que, por sobre todas las cosas, preservemos la veracidad de nuestras almas.

Si hay dioses, no podemos ayudarlos, pero podemos asistir a nuestros prójimos. No podemos amar lo inconcebible, pero podemos amar a la esposa, al niño y al amigo.

Podemos ser tan honestos como somos ignorantes. Si lo somos, cuando nos pregunten qué hay más allá del horizonte de lo conocido, debemos decir que no lo sabemos. Podemos decir la verdad, y podemos disfrutar de la felicidad bendita que los valientes han ganado. Podemos destruir los monstruos de la superstición, las víboras sibilantes de la ignorancia y el miedo. Podemos apartar nuestras mentes las cosas aterradoras que hieren y desgarran con picos y colmillos. Podemos civilizar a nuestros prójimos. Podemos llenar nuestras vidas con hazañas generosas, con palabras amables, con arte y canciones, con todos los éxtasis del amor. Podemos

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inundar nuestros años con el sol, con el clima divino de la amabilidad, y podemos vaciar hasta la última gota de la copa dorada del regocijo.

* Constantin François de Chassebœuf, Conde de Volney (1757-1820) y su tratado filosófico-económico “Las Ruinas”.

* Ingersoll cita en este párrafo a varios teólogos y comentaristas bíblicos menores, de los cuales el más conspicuo es el metodista Adam Clark.

* Alexander Cruden, hermeneuta bíblico del siglo XVIII.

* John Calvin (1509-1564), teólogo francés y adalid de la segunda fase de la Reforma Protestante. Ingersoll hace referencia a "Institutes of Christian Religion", publicado en 1536. El calvinismo afirmaba la predestinación y la maldad irremediable del hombre.

* William Paley (1743-1805), filósofo norteamericano, famoso hoy en día por su formulación del argumento del "diseño inteligente" que los creacionistas utilizan en sus elucubraciones. El libro al que alude Ingersoll es "Natural Theology, or Evidences of the Existence and Attributes of the Deity collected from the Appearances of Nature" ('Teología Natural, o Evidencias de la Existencia y Atributos de la Deidad recogidas de las Apariencias de la Naturaleza'), de 1802, donde aparece la tan mentada "analogía del reloj".

* Jonathan Edwards (1703-1758), predicador y teólogo estadounidense, asociado a la defensa del calvinismo. El libro citado es "An Inquiry into the Modern Prevailing Motions Respecting that Freedom of the Will which is supposed to be Essential to Moral Agency" ('Una Investigación acerca de las Modernas Mociones Prevalentes con respecto a la Libertad de la Voluntad, la cual se supone que es Esencial para la Actividad Moral').

* Thomas Jenkyn "The Extent of the Atonement in its Relation to God and the Universe" ('El Alcance de la Expiación en su relación con Dios y el Universo')

* Milton es por supuesto, John Milton, el poeta inglés de "El Paraíso Perdido" y "El Paraíso Recuperado".

* Edward Young, poeta inglés mayormente conocido por el "Night Thoughts" citado.

* Robert Pollock, poeta escocés autor del poema religioso "The Course Of Time".

* William Cowper, poeta inglés famoso por sus himnos religiosos.

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* No queda claro si Ingersoll hace referencia concreta al “Libro de los Mártires” de John Foxe (1563) que relata las persecuciones de protestantes en Inglaterra o (merced al comentario de “muchos siglos”) a cualquier martirologio cristiano al estilo del “Martyrologium Hieronymianum” indistintamente.

* Valdenses, doctrina cristiana iniciada en el siglo XII por Peter Waldo, que predicaba el regreso a la austeridad y la pobreza y la lectura literal de la Biblia. Fue considerada herética por la Iglesia Católica.

* “The Pilgrim's Progress from This World to That Which Is to Come” (‘El avance del peregrino desde este mundo al que está por venir’), novela alegórica de John Bunyan publicada en 1678.

* “A Call To The Unconverted” (‘Un llamado a los no convertidos’), libro de sermones del clérigo inconformista británico Richard Baxter (1615-1691)

* "Analogy of Religion, Natural and Revealed" (1756) del obispo anglicano Josehp Butler, contrario a la filosofía del deísmo, o conocimiento de Dios a través de la razón antes que de la revelación.

* Robert Burns (1759-1796), uno de los mayores poetas de Escocia y librepensador asociado a la masonería.

* Ithuriel, ángel de Milton en el “Paraíso Perdido”. Un toque de la lanza de Ithuriel volvió a su forma verdadera a Satán, disfrazado como un sapo.

* Edward Gibbon, el formidable autor de la “Historia de la Decadencia y Caída del Imperio Romano”, publicada entre 1776 y 1788, cuya mirada hacia el primitivo Cristianismo derribó mitos presentes en anteriores historiadores.

* Ingersoll se refiere probablemente a las montañas Laurentinas de Quebec (Canadá)

* Las varias referencias de estos párrafos están relacionadas con Charles Darwin o su teoría de la evolución; así Herbert Spencer, fundador del darwinismo social (hoy bastante devaluado), Thomas Huxley, biólogo conocido como “el bulldog de Darwin” por su defensa evolucionista y creador del término “agnosticismo”, entre otros méritos demasiado vastos para enumerar, y Ernst Haeckel, autor de la teoría de la recapitulación y acuñador del término “ecología”.

Trad. y notas ® 2006 César Fuentes Rodríguez.El texto se puede utilizar libremente citando la fuente.