inervaciones piero duharte

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Libro de relatos cortos

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Page 1: Inervaciones Piero Duharte

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Piero Duharte

InervacionesCuentos

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EDITORIAL CASATOMADAInervaciones / cuentos Primera edición, marzo 2011

© Piero Duharte Rondón, 2011

© De esta edición:Editorial Casatomada S.A.C.Av. Del Ejército 1090 — Dpto. 401 Lima 17, Perúwww.editorialcasatomada.com [email protected] (511) 658 6149 / 987 301 726 / 988 939 974

Dirección editorialGabriel Rimachi Sialer

Revisión de textosJonathan Timaná

Diseño y diagramaciónDaniel Rimachi Sialer

FotografíaAriana Agurto

ImpresiónCasatomada

Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú Nº 2011―04223

Hecho en el Perú para los lectores del mundo.

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Índice

Dame la mano, 7Orillas, 9

Destino, 12Pesadilla, 13

Hacia atrás, 16Principio, 19

De repente luz, 22Epifanías, 23

Otrora ambrosía, 28Familia Palomino, 29El departamento, 32

Inervación, 39Diosa Luz, 41Feriado, 50

Victoriosos, 53Grito indeleble, 57

Hermanos, 58Mi amigo el pintor, 62

Coincidir, 63Desde enfrente, 65La otra espera, 69

Parásito aferrado, 72Murciélagos, 73

Tribu, 79

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Dame la mano

Justo en el pasillo experimentas una sensación extraña, como sien cualquier momento todo fuese a prenderse en llamas. Noobstante, sigues avanzando y te preguntas varias cosas. El pasilloparece no tener fin, y desde donde estás el principio es tambiénimperceptible. Acaso todas tus contradicciones te han perturbadode alguna forma. Ya crees distinguir la salida y aceleras el paso apesar de tu cansancio, del tiempo y de tu tiempo. Cuando has llegado a la salida, pasas más de un percance paraatravesar esa pequeña abertura y terminas en una habitaciónoctogonal que tiene una puerta en cada una de sus paredes.Suspiras. Ingresar por alguna de esas puertas implica que debespermanecer en el interior hasta resolver el porvenir, cualquieraque éste fuese. Odiando el azar en silencio, intentas encontrar unaelección lógica. Te engañas y eliges la primera puerta que viste alentrar, pero la perilla no gira. Intentas nuevamente y no gira.Ahora tratas de abrir la última puerta y ésta tampoco abre. En ese instante preciso, sin saber por qué, recuerdas un sueñoque tuviste hace tiempo. En él atiendes a un enfermo que está encama en un hospital semiabandonado, de paredes color verdeagua, muy limpias. El paciente te mira y te mira, y tú no tienespalabras para él, y aquello te da lástima, por eso te esmeras unpoco más en cuidarlo. El día es oscuro, y no hay ningún doctor enel edificio. Una enfermera se te acerca y te indica que le inyectes

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unas medicinas a ese paciente, pero antes de explicarle que nosabes cómo, ella se va. El enfermo te mira y te mira comoperdonándote.Nuevamente en la habitación de ocho lados, te sacudes delrecuerdo de ese sueño, mirando las puertas que no has intentadoabrir aún. Admites la autoridad total del azar y eliges la puertaque en este momento se encuentra delante de ti. No ofreceresistencia y la abres. Ahora en una habitación algo más grandeque la anterior, pero de poca luz igualmente, reconoces algunascosas con la vista, el olfato, el tacto… y el alma. La habitación note pertenece, en realidad no le pertenece a nadie, tan sólo cobija alas personas que buscan algo. Sin embargo, te sientes como encasa sin esfuerzo, y te relajas un poco mientras revisas las cosasbuscando sin saber qué. Tarareas una melodía que vas creandoimprovisadamente. En los cajones nada te ha llamado la atencióny en la alfombra no detectas nada. Tomas asiento tarareando conauténtica inspiración, y ese pequeño momento te ha convertidoen artista para siempre. Sobre una mesa en el rincón del cuartohay un objeto que no logras reconocer bien. Te diriges hacia allá y descubres que es un escrito. Ya ensilencio comienzas a leer pausadamente. Tu mente recuerda confacilidad las letras hilvanándolas hasta formar palabras a las quehas dado un sentido, no importa si correcto o incorrecto, pues noexisten en realidad tales fantasmas aquí. Lo que importa ahora esque has leído una historia, una historia escrita por una personadesconocida, pero que te incluye a ti, a tus ojos, y a tu alma. Unahistoria que te ha tomado de la mano cuando has estado cayendo,y que con la válida excusa de las palabras, ha observado bien, muybien en tus ojos, y ahora te suelta para que continúes con tu caída.

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Orillas

Impregnada en todas las pupilas negras, una esperanzaresplandecía, suicida y honorable. La sangre de algunos queintentaron pelear cayó en aquellas blanquísimas arenas luego deque unos truenos salieran de aquellos metales extranjeros. Elllanto y la rabia fueron reprimidos con la violencia, con elpragmatismo de quienes piensan que los encadenados sonbestias, y no ven que los únicos animales en este trámite son losque encadenan. Los grilletes laceraban la piel con cada vaivén del monstruo demadera sobre las olas. El destino no era del todo incierto puessabían, al menos, que verían a más de los suyos, quienes tambiénhabían sido obligados a punta de espada a abandonar sus tierras ysus familias. En cubierta algunos celebraban llenándose de vino y carne secamientras el capitán lanzaba severas miradas para que lacelebración no termine en estupidez. La caza no había sido fácil. El médico atendía a algunos heridosque aún regurgitaban, entre gemidos y tragos de licor, insultos ymaldiciones contra aquellos salvajes que no entendían que noeran seres humanos, sino potenciales bestias de carga, sin alma ysin voz, aunque chillaran sonidos inhumanos creyendo hablar. Elviento inflaba suavemente las velas mientras el sol empezaba a

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proyectar largamente las sombras de los mástiles sobre la alegríade la tripulación. En la bodega, los apresados sabían que sólo había una manerade escapar. Todas las miradas se clavaban en la cabeza de uno deellos que no levantaba la vista porque sabía lo que esperaban deél, más bien de todo lo que su abuelo le había trasmitido por sersu único aprendiz de la tribu. Pero él quería encontrar alguna otrasalida. Quizá se engañaba para evitar lo evidente. Finalmente,resignado, levantó la vista, que se encontró con los decididosrostros de sus hermanos, hambrientos de venganza. A los que estaban más cerca les dio instrucciones, pidiéndolesque enteraran a los ochenta prisioneros que estaban allí, sinlevantar mucho la voz, pues los vigías deambulaban cerca ypodrían sospechar. Cuando los rehenes supieron las palabras que tenían querecitar y el ritmo de los golpes que tenían que hacer sus manoscontra los maderos, el aprendiz se puso de pie y les ordenó queempezaran y que no se detuvieran jamás. Entre el murmullo de las olas, las risotadas de la tripulación ysus propios demonios, el capitán escuchó los golpes y el crecienterumor de decenas de voces que venía desde la bodega. ¡Silencio!gritó con tal autoridad, que hasta las propias aguas casi secallaron. Abrió la puerta de la bodega y descendió. Desde abajosubían las voces en un canto de sonidos indescifrables,aterradores, fortalecido con los golpes ejecutados con unaexactitud marcial. El capitán escuchó la voz del joven chamán cantando algodiferente al resto de las voces, pero que encajaba rítmicamente ala perfección. Los prisioneros lo vieron bajar junto a otroshombres que cargaban esos metales asesinos, pero continuaroncon sus cantos, ahora con más potencia.

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La sangre se derramó nuevamente extinguiendo algunas voces,pero un puñado de infames no podía callar a decenas de hombresllenos de honor y rabia. En un instante, el murmullo del mar se convirtió en rugido; elviento, en huracán, y el sol se apagó. El capitán intuyó que teníaque callar al que cantaba diferente a los demás, pero ya laoscuridad no le permitía ver nada. Tropezó, peleó, y ahora élgritaba a sus hombres ¡Paren al que está cantando diferente, alque está cantando diferente! Un último disparo hizo caer a doscuerpos y alumbró como un relámpago esa bodega llena de almasque habían empezado a invocar a sus dioses con sus cantos y queya no se detendrían jamás. En la otra orilla, esperaron mucho más de lo previsto hasta quecomprendieron que ya no tenía caso seguir mirando el horizonte.

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Destino

Cuando le dispararon a su compañero en la cabeza y arrojaronel cuerpo al lago, Krisztof no intentó huir, pues sabía que seríainútil, tan inútil como la respuesta que iba a dar. Pensaba que nila verdad ni la mentira mejor elaborada lo liberarían de sudestino. Hacía un calor de infierno. Uno de ellos (gordo, secándose elsudor de la frente) se le acerca revólver en mano y le hace lamisma pregunta que el hombre ahora en el fondo del lago, noquiso o no supo responder. Krisztof no titubea y opta por laingrata e inservible verdad.

Pesadilla

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Estoy en un ascensor mal iluminado subiendo hacia no sédónde. El ascensor es antiguo. Lo sé por los botones y por loclaustrofóbicamente pequeño que es. El metal es viejo, perolimpio. Frente a mí hay tres mujeres conversando y lanzándomemiradas esporádicas y fugaces. Son casi idénticas en físico yvestimenta. Deben de ser hermanas. Sus rostros sonidénticamente blancos, con ojos pequeños y labios casi dibujados.Supongo que van a alguna fiesta en uno de los últimos pisos.Llevan puestos vestidos de encaje y los peinados de sus oscuroscabellos ensortijados son muy elegantes, sin embargo no puedodejar de notar un anacronismo en ellas. Parecen como sacadas deotro tiempo, un tiempo anterior incluso a este ascensor. Me miroy no, no estoy en otro tiempo. Mi camisa blanca y la corbata sonmodernas. ¿Mis zapatos? ¿Mi pantalón? También. ¿Seré yo elanacrónico? Hasta ahora su conversación no ha sido más que un rumor atres voces para mí. Mas ahora me llama extrañamente la atenciónuna frase que dice una de ellas: “No. No se ha dado cuenta”. Lasmiro y ellas dejan de mirarme continuando una conversacióninconexa con la frase. Aunque no me dirigen sus miradas,reconozco en sus ojos algo antiguo, oscuro, que me persigue desdeque tengo uso de razón. ¿Cómo han llegado tan cerca de mí? Séque tengo que salir de aquí ya, aunque no muestro ninguna señalde pánico.

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―¡Ja! Ya se dio cuenta ―dice burlándose una de ellas sinmirarme. Hago como que no escucho y busco algún botón parabajarme donde sea. ―¿Qué pasó? ¿Ya no quieres viajar con nosotras? Vamos a unafiesta. A una fiesta a la que te han invitado hace mucho y no hasquerido venir hasta ahora ¡Qué desaire! ―Es un buen chico. Dejémoslo en paz. Jajajaja… ―risa a tresvoces. Ahora me miran las tres dejando el disimulo. ―No pueden hacerme nada ―respondo con voz firme, aunqueno tan convencido de lo que digo. ―¿Seguro? –se burla otra. El ascensor se detiene al fin y salgo dando una última mirada aesos tres seres que hoy tienen forma de mujer. Se despiden consuaves movimientos de mano y con sonrisas de dientes perfectosy hambrientos. El ascensor se cierra detrás de mí y ellas empiezan a subir denuevo. Menos tenso, suspiro. ¿Cómo pudieron estar tan cerca? Estoy en el piso quince y sé que debo subir más aún, pero noquiero hacerlo. Tengo que largarme de aquí ahora mismo. Por alguna razón considero que mi cita en el piso veintiuno esdemasiado importante como para irme y me convenzo de que nome puede pasar nada. Empiezo a subir esas viejas escaleras, quizámás viejas que el ascensor y que este asedio que parece no tenerfin. Miro hacia abajo y también me fijo en los escalones de másarriba asegurándome de no estar siendo seguido ni esperado parauna emboscada. Un murmullo lejano, desde alguna profundidad, llega hastaaquí y se cuela en mis oídos y lo reconozco de inmediato. Empiezoa acelerar y el sonido de voces y risas se acerca rápidamente. Subolos escalones de a dos, de a tres. Mi pulso, mi respiración seaceleran y se me escapa la seguridad de estar protegido contraesas arpías.

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Las tengo a pocos metros, lo sé, pero no las llego a ver. Sudo,subo, temo, grito, me ahogo, me alcanzan. Empiezan a ahogarmecon sus manos, aunque miro a todos lados y no hay nadie. Peroestán aquí. Siento en mis orejas sus insultos, sus burlas, susvahos, las provocaciones y las amenazas. Yo intento seguirsubiendo. Casi no puedo respirar. ―Vamos, niño. Te están esperando. ―No seas cobarde, jajaja. ―¿Para qué esperan a un cobarde? –respondo, casi muriendo. ―Jajajaja ―al unísono. ―Lo podrás todo. Lo tendrás todo. Deja ya de pelear. ―Sé que me temen, malditas. Sé que hasta él me teme. ―Jajaja… No puedo subir más. Siento que caigo al piso y sus cuerpos demujer moviéndose sobre mí. Las veo ahora. Tiemblo. Siento esooscuro que me persigue entrando en mi alma. Ellas lorepresentan, pero no lo son. Siento que llega, se acerca. No sé sime queden fuerzas para continuar dando pelea. ―¡Déjenme! ¡Les ordeno que me suelten! ¡Suéltenme! Sus risas grotescas ensordecen y llenan todo el lugar. ¡Yahvé! ¡Yahvé! ―sale un grito desesperado desde misentrañas.

Hacia atrás

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Los que lo conocen sabían desde cuándo había empezadoBernardo a caminar hacia atrás. Desde esa noche en la que, con elanillo de compromiso en el bolsillo, escuchó cómo su novia le dijoque las cosas ya no eran iguales, que lo quería pero que el tiempohabía cambiado el amor por cariño de amigos. La chica repitió,más de la cuenta, la explicación llena de afecto y de lástima.Entiendo, dijo Bernardo en cada pausa de ella, mientras analizabalas líneas de las baldosas portuguesas en el piso del restaurante.No lloró, no pidió una oportunidad más, no levantó la mirada. Lavoz determinada de la chica no necesitaba decir esas palabrasafiladas, pues él comprendió desde el escueto y triste hola de esanoche. La única persona que estaba más preocupada que asombradaera la mamá. Ver a su hijo yendo de espaldas a todos lados conuna actitud natural, la inquietaba sobremanera, y por las noches,acostada en su cama, se preguntaba si tendría algo que ver elhaberse divorciado cuando Bernardo estaba muy jovencito aún. Bernardo fue de muy buena gana a cada lugar que suacongojada mamá lo llevó. Psicólogos, consejeros espirituales,sacerdotes de diferentes religiones y demás. Lo último que queríael joven era inquietar a su madre, así que a cada pregunta de ellasobre si él podía acompañarla a visitar a alguno de todos esospersonajes, la respuesta era siempre un sí, mamá. La gente que lo conocía no se atrevía a preguntarle por qué sedesplazaba así, sabían lo mucho que le había dolido la ruptura ypreferían no tocar ninguno de los dos temas y fingir que no erainquietante o difícil caminar conversando con una persona alrevés.

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Isabel era una chica de esas que la gente describe como unalinda chica. Y lo era. Su forma de hablar y de ser amiga, sushoyuelos, la cuidadosa manera que tenía de organizar laspertenencias en su bolso, el aroma a manzana en su cabello. Apesar de tener una entrañable amistad de años con Bernardo, nose había enterado de lo de la ex novia. ―¿Bernardo? ¡Hola!.. ¿Qué pasa? ¿Por qué caminas así, loco?―sonrió sorprendida cuando lo encontró en una calle. ―¡Isa! ¿Cómo estás? ―Bien, qué tal… pero ¿qué tienes? ¿Por qué caminas paraatrás? ―replicó frunciendo el ceño. Bernardo la miró confundido,entendiendo las palabras pero no el sentido. Apurado se despidiócon un beso de su linda amiga, que trataba de sacar algunaconclusión lo más rápido posible. Sólo lo vio irse caminando alrevés mientras la miraba con una ligera sonrisa triste. Isabel llamó a la mamá esa misma tarde y la madre le contó lode la ruptura explicándole que esperaba que solamente fuera porese motivo el extraño andar del hijo. Eso debe de ser, no sepreocupe, señora, respondió la linda chica con una idea en lamente: esa ex novia me va a escuchar. Convenciéndose de que no haría quedar como un tonto a suamigo, Isabel estaba a punto de llamar a una prima para que le déel número de la ex cuando llegó un mensaje de texto a su teléfono.Era de Bernardo y decía: no se te ocurra hablar con ella, Isabel. Debí decirle a la señora que no le contara de mi llamada,pensó la buena amiga, molesta porque no tendría la oportunidadde decirle a la ex esas tres verdades que siempre le había queridoespetar en la cara. Después de varios meses, algunos especialistas y amigos másamables de lo normal, Bernardo estaba un poco harto de que lagente lo tratara como a niño con problemas, como a un anormal. Ya era su segundo día de vacaciones del trabajo, cuandodecidió salir a caminar un rato. Salió sin saber adónde iba,

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incómodo, queriendo alejarse al menos por un momento, de todo.La gente lo miraba caminar hacia atrás y no le decía nunca nadaen voz alta. Los niños lo señalaban, los adolescentes se burlaban,los adultos casi todos lo ignoraban y los ancianos soltaban consarcasmo, aunque sin mala intención, algún dicho o refrán casiobsoleto. Bernardo no prestaba oídos ni ojos a nada de eso.Pensaba en cien cosas mientras miraba el mundo pasar en reversaante él. Se sentó por unos minutos en la banca de un parque verde,pero desierto. Las palomas le parecieron menos felices de lonormal y el viento no era un divertido juego para su cabello, sinoun elemento burlón que le congelaba la cara y las manos. Retomó la caminata a no sabía dónde, pensativo, doblandoligeramente el cuello de rato en rato para ver el camino.Retrocedió avanzando casi durante una hora hasta que llegó almalecón. Y allí, entre lejanos cantos de gaviotas y transeúntesequis, vio el espectáculo más raro que había visto en su vida.Quedó estupefacto. Por más que trató no pudo explicarse lanaturaleza de semejante inverosimilitud: en la acera de enfrente,entre amigas, reconoció a su ex, que caminaba como las demás,hacia adelante. Esa noche, emocionada y orgullosa, la mamá vio el rostro desu hijo acercándose de frente hacia ella.

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Principio

―Y flotando en su espacio, ElHacedor concibió, en su

interminable sapiencia, algo másque un lugar, algo mayor que una

inmensidad, concibió el universo,tan interminable como él mismo.

―Y el universo fue, es y será.―Y sintió El Hacedor su forma y

su espacio. Tomó una de susinfinitas partículas y la utilizó

para crear vida. ―Y los lugares estuvieron y están

vivos por el fuego de su fuerza ypoder.

―Y concibió El Hacedor a losseres y sus naturalezas. Tantos y

tan inimaginables para cualquierade ellos, que les dio inteligencias.

―Y los seres y sus naturalezasfueron y son de igual manera que

sus inteligencias.―Y pensó el hacedor en el ser

humano y en su lugar.―Y el ser humano fue y es.

―Y vio El Hacedor la inteligenciadel ser humano y su fuerza. Le dio

más que uno de los lugares, le diotrascendencia, le dio otras vidas,

le dio dolor, le dio millones ymillones de elementos visibles e

invisibles.―Y recibió el ser humano todos

esos elementos que fueron y queson.

―Y dijo El Hacedor al serhumano: Te doy millones y

millones de elementos. Te doymás que eso, mas debes de

hallarlos todos. Tu inteligencia espequeña, pero crece en el lugar

que te he dado. Busca todas estascosas y úsalas para ti. La

recompensa es infinita como losoy yo, Tu Hacedor.

―El ser humano agradeció a suHacedor y a su fuego poderoso.

―Y el ser humano vio parte de loque se le había entregado, lo tomó

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y lo uso para sí, sin comprenderlodel todo. Llamó al hacedor para

entender, pero El Hacedor nohabló. Insistió el ser humano y no

fue respondido.―Concedió El Hacedor darle al

ser humano la gracia de procrear.―Y esta gracia fue y es.

―Y el ser humano procreó y viocrecer a sus hijos y agradeció a su

Hacedor y a su fuego poderoso sincomprender completamente.

―Llamó nuevamente al Hacedorpara entender, pero El Hacedor no

habló. Insistió el ser humano y nofue atendido.

Vio El Hacedor que el ser humanoseguiría insistiendo sin hacer

crecer su inteligencia y no hablómás con él.

―Y concibió El Hacedor, con sufuego poderoso, darle al ser

humano la facilidad de hallaralgunos de esos millones de

elementos visibles e invisibles quele había entregado y el ser

humano los halló y los utilizó sincomprenderlos bien.

―Otra vez llamó para entender,mas no fue respondido.

―Se sintió solo el ser humano ylejos de su Hacedor y olvidó la

recompensa que éste le prometió eincluso olvidó la tarea.

―Y el ser humano halló algunascosas más de esas visibles e

invisibles para utilizarlas para sí.No entendió, pero ya no le

importó. ―Y concibió El Hacedor

entregarle al ser humano, lamuerte, con todas sus aristas y

alegrías.―Y el ser humano recibió la

muerte y le agradeció al Hacedorpor eso, pero tampoco eso le

ayudó a comprender, aunque sí lehizo recordar la tarea y la

recompensa infinita.―Y todos los elementos y cosas

visibles e invisibles de la tierrasalieron de su denso escondite y ni

siquiera de esa forma el serhumano las halló.

―Y le entregó el Hacedor algomás al ser humano. Un poco de

esa recompensa infinita. Algo queestuviera con él, que le ayudara a

entenderse mejor y a entender mássu lugar y todo lo que había en él.

Tomó una de sus infinitaspartículas y le dio algo de sí

mismo. Le dio alma.―Y el alma fue, es y será.

―Y el ser humano agradeciógrandemente este regalo inmenso,

sin embargo lo comprendió

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mucho menos que el resto decosas.

―Y el alma sintió al ser humano,y el ser humano al alma, pero ésta

se escondió tan dentro de él queya ni la percibía.

―Y observó El Hacedor ladejadez del hombre, como

desperdiciaba sus inteligencias ysus fuerzas.

―Y El hacedor, en su fuego ypoder, dejó al ser humano solo en

el lugar que le había entregado,pero no se llevó la promesa.

―Y el ser humano sintió lapartida de su Hacedor, y su alma

lloró y llora.―Dio El Hacedor, a los otros

dioses, permiso para ir al lugar delser humano y proceder como les

pareciera.

―Y vinieron esos dioses al lugardel ser humano. Éste no los vio,

pero los presentía en el aire,indefenso, a su suerte.

―Y cientos, miles de terriblesdesgracias concibieron los dioses

para el ser humano. Odios,enfermedades, miserias, guerras,

desastres.―Se vio el ser humano perdido

para siempre. Su voz aún llama asu Hacedor, sus ojos aún no

pueden ver esas millones ymillones de cosas visibles e

invisibles que le fueronentregadas. Y su alma anda

profundamente escondida dentrode él.

―Y todos los dioses…

―¡Cállate ya! ¡Basta! ¡Es suficiente! ―ordenó el capitán con suindignación habitual.―Pero, capitán…―¡Basta, maldita sea! ¡Quemen ese también, les digo! ¡Quémenloya!

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De repente luz

Estelas de colores diversos y profundos se formaban en el cielo delalba en un caos perfecto, en un orden que quizá sólo un artistaceleste podría entender. A los mortales les queda simplemente(felizmente) sentirlo. En los ojos fijos del joven, los naranjas, losdifusos amarillos y los inefables azules se reflejaban fielmente, sinembargo, la mirada estaba perdida en algo que no era elamanecer, como si hubiese existido una pared entre él y esaperfección. Alguien llamó a la puerta. Ordenó que quien fuese entrara.Abrió la puerta una joven que sin ingresar, saludó.-Buenos días, el señor pidió que lo despertara a esta hora- despuésde eso enmudeció.El hombre se le había acercado y ahora la miraba extrañamente alos ojos, sin decir palabra. Estaba muy cerca. Ella bajaba la vista alpiso y por momentos se detenía en la mirada de su señor, la cual leparecía de hielo. Él la miraba a los ojos intensamente sin hablar niparpadear, haciendo que se forme de repente un vacío en elestómago de la doncella. La pobre rogaba en su interior para queel joven duque le ordenase que se marchara y terminara susilenciosa angustia, pero éste se quedó allí sin quitarle los ojosfulminantes de encima. La joven empezaba a temblar y a sudarprofusamente. Desde la oscuridad, desde el silencio, desde la nada

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del pasillo se extendió una blanquísima mano que se posó en elreverberante hombro de la doncella.

Epifanías

Desperté nervioso repitiendo cada palabra y describiendo envoz alta cada detalle que todavía retenía fresco en la memoria. Enla oscuridad encontré sobre la mesa de noche el lápiz y el papel aun lado, y en el piso la vela sin usar que había tomado delalmacén horas antes. Los palillos de fósforo no estaban porningún lado. Recordé entonces: los había olvidado en el salón. Lasimágenes se me escapaban y no podía correr en las tinieblas.Golpeé mis descalzos pies en algunos muebles conteniendo lasmalas palabras. En el pasadizo continué repitiendo mentalmente todo lo querecordaba para no despertar a mis padres ni a Sofía. Con el papel,la vela y el lápiz en mis manos, recorría la oscura casa tratando deguiarme por las casi imperceptibles entradas de luz a esas horasde la madrugada. Entré a la sala en tinieblas sintiendo la alfombrabajo mis pies. Volví a repetir en voz alta mientras tanteaba con mimano libre sobre la chimenea: un papel arrugado, algo de metal,un pequeño cuadro, finalmente la caja. Sin soltar las demás cosasencendí un palillo y lo uní a la vela. La coloqué encendida sobre lamesa de centro y me arrodillé a escribir y dibujarapresuradamente, pero no pude recordar con la nitidez de cuandoacababa de despertar. A pesar de eso dibujé las imágenes y escribí

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las escasas palabras. Regresando a mi habitación, insatisfecho conmis apuntes, trataba de recordar algo más. Analizando mejor elpapel, las formas que había dibujado no se asemejaban mucho enrealidad a lo que yo había visto. Nunca he podido dibujar muybien. Tenía como resultado de mi plan: unos garabatos y trespalabras que en conjunto eran completamente incoherentes. Meacosté nuevamente, desilusionado por el fracaso, aunque de todasformas acomodé el lápiz, el papel, la vela y los palillos de fósforocomo había sido mi intención esa noche. No debía correr el riesgode que el tiempo y sus segundos (y mi mala memoria) mearrebatasen los recuerdos otra vez. En la mañana desperté temprano. El sol todavía no alcanzabala altura en la que me proyectaba su luz en todo el rostro gracias ala complicidad de la ventana de mi dormitorio. Después deasearme me dirigí al comedor. La señora Peres ya disponía todopara servir el desayuno con la destreza y rapidez que le habíaconcedido su rutina. ―Buen día, joven Nuno ―saludó con su incomparable tono devoz. Ni las maestras de la escuela tenían una voz tan distinguida. ―Buen día –respondí. Mis padres llegaron uno después de otro, saludando ycontinuando la conversación acerca de cuentas, que traían desdesu habitación. La señora Peres había terminado de poner la mesa,pero a pesar de la invitación e insistencia de mis padres de quenos acompañara, la señora Peres siempre se negabaamablemente. ―Muchas gracias, señor, ya he desayunado… voy por la niñaSofía – dijo esa vez. Cuando salía para el colegio recordé mis apuntes de lamadrugada, y corrí de regreso a mi habitación. Tomé las hojas, lasdoblé y las metí en unos de mis cuadernos.

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El sonido de la campanita del hermano Silva ya se escuchaba. Allíestaba él, haciendo pasar a todos los alumnos en la puerta de laescuela. ―Buenos días ―repetía cordial e incansablemente a pesar dela indiferencia de la mayoría de los estudiantes. En mi salón de clases algunos ya ocupaban sus asientos.Martín y Joao me vieron cuando entré y me empezaron a hacerseñas para que me apure. Mi carpeta estaba entre las de ellos,igual que en nuestra calle mi casa separaba sus casas. ―Nuno, ¿qué pasó? ¿Lo hiciste? ―preguntó ansiosamenteJoao. Cuando me disponía a sacar el papel entró el padre Antero,nuestro tutor. Todos de pie saludamos al unísono. El padreAntero, después de besar la cruz de oro que pendía de su cuello,unió sus manos y empezó el “Padre Nuestro”. Aquella oración meera insoportable en verdad. Las voces de los alumnos la repetíancomo a una cantaleta obligatoria y aberrante, sustituyendo porignorancia algunas palabras y acentuando otras. En los labios delpadre Antero, esa oración era imperceptible, jamás oí su vozrecitándola. Sus labios se separaban apenas y no podía leer enellos ninguna palabra por más intento que yo hiciera, era unespectáculo repugnante. Pensaba que si para mí era insoportable,para Dios sería un martirio. Así que yo “pensaba” el Padre Nuestro en vez de recitarlo. Diosde todas formas lo escucharía. Pero esa vez, como nunca, el padreAntero levantó la vista casi finalizando la oración, y vio que yo noestaba repitiendo como todos los demás. ―¡Ferreira! ¡Al frente! ―gritó encolerizado cortando el rezo yhaciendo saltar a varios. Yo caminé hasta el pizarrón y me detuve frente al tutor. ―¡¿No sabe que debe rezar como todos? ¿Acaso no sabe elPadre Nuestro?! ―me gritaba reclamándome obediencia. Él sabíalo que yo pensaba de la cantaleta aquella. Una vez se lo dije y mecastigó sin recreo durante toda una semana.

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Yo no respondí nada, ni una palabra, ni un gesto. Lo miraba alos ojos. ―¡Tu mano! ―ordenó. La extendí y recibí tres golpes seguidos. La regla de madera delpadre me dejó en la mano una marca roja y rectangular que meduró días. ―¿Cómo crees que Dios te va a escuchar? ¿Cómo crees queDios te va aceptar en su reino? ―me preguntó con sus típicos ypatéticos aires de sabio. ―No ha leído bien su Biblia, padre ―respondí con una valentíay una insolencia que incluso a mí me sorprendieron –el reino deDios ya me pertenece. El cura se abalanzó hacia mí furiosamente y me propinó unacachetada. El aula quedó en silencio sepulcral, sólo podía oírse larespiración alterada del sacerdote. Me tomó del brazo y me hizorecoger mi maleta. Cuando estábamos apunto de salir se escuchóclaramente y con tono realmente despectivo: ―Viejo cobarde. –El padre ya parecía perder completamenteel control de sí mismo. ―¿Quién, carajo…? ¿Quién dijo eso? –gritó. Silencio total.Claro que yo había reconocido la voz del buen Joao. ―Ya regreso por ustedes malditos malcriados –amenazó ysalimos del salón de clases. Sin soltarme del brazo me llevó hastala dirección. Entró y me dejó esperando afuera. ―¿Me enseñas a mí a leer la Biblia? ¿A leer la Biblia a mí, tú,mocoso insolente? –me había dicho en el camino. Yo habíareprimido las ganas de escupirle en la cara. Después de unmomento salió sin mirarme y dejó la puerta abierta. ―¡Ferreira! –se oyó la grave voz del director, que sin gritarhizo retumbar el pasillo. Al asomarme lo vi sentado ante suescritorio. Con un sólo gesto me ordenó entrar. Yo estabanervioso, alterado y la rabia ardía en mi estómago, aunque algosatisfecho por haberle dicho al padre lo que le dije. De todos los

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años de escuela, aquella era la segunda vez que ingresaba a esaoficina. La primera vez fue por haber roto el cristal de unaventana, y aunque no fue mi intención hacerlo, recibí elcorrectivo. Ahora no me sentía menos inocente que aquella vez. ―Tome asiento y cuénteme que sucedió –me dijo dejandotranquilamente su habano en el cenicero. Le conté todo incluyendo mi desgano por la oración diaria nosólo del Padre Nuestro sino también del Ave María y El Ángelus.Él dejó ver en su rostro una sonrisa solidaria. ―Señor Ferreira, en su casa puede usted rezar como le plazca.En la escuela debe rezar como le pedimos que lo haga. Sé que habló otras cosas a las que ya no presté atención, puesen mi mente una imagen del sueño de la noche apareció ydesapareció repentinamente. Quise tomar nota pero no pudeporque el director seguía hablando. Yo empecé a repetir en micabeza los detalles de esa imagen. ―Bueno, señor Ferreira –al fin recuperó mi atención eldirector –esto no debe repetirse. ¿Entendido? Y le daremos alpadre Antero unas horas para calmarse con usted, así que, señorFerreira, queda Ud. suspendido por dos días. (¡¿Qué?!) Odié esa decisión no solamente por el castigo queme darían en casa, sino también porque la impresión borróirreparablemente de mi memoria la imagen del sueño, que habíaestado tratando de conservar. Salí del colegio tratando de recordar con todas mis fuerzas ynada de nada ¡Maldición!

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Otrora ambrosía

La luz del sol nos decía, en ese momento de la tarde, queteníamos que encender alguna lámpara o vela, pero aquí en plenanaturaleza y lejos de la electricidad sólo queda esforzar un poco lavista para descifrar lo que tenemos al frente. Los árbolespresentaban sus copas rodeándolo todo. A pesar de esa oscuridad pude distinguir claramente susonrisa, linda y apaciguadora, regalo misericordioso de su bocapequeña. Me miró sin decir nada y empezó lentamente a entrar enel agua de esa laguna quieta. Volteó a verme para que entienda lainvitación, y aunque yo nunca hubiese pensado sugerir nadarjuntos, mucho menos a esas horas, la invitación era irresistible.No sé nadar, pero sé no ahogarme, que ya es bastante para mí.Mientras la alcanzaba sintiendo mis piernas ingresar en la tibiezade la laguna, pude notar en su silueta dibujada a contraluz unoshilos a la altura de su cintura. Entramos al agua casi de la mano de lo juntos que estábamos.No esperaba que esa oscuridad rústica me guardara esa felicidad.La tibieza del agua, la casi nula luz del sol, y ella, eran el edén. Yoera un invitado agradecido con los dioses. En el lago avanzamos, regresamos, reímos, despertamos;fuimos.

Familia Palomino29

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(Tomada 18/10/2009)

El papá tiene un diario de hojas grandes y difíciles demanipular que le impide la visión de la mesa y de sus hijos. Lasmalditas acciones no se movieron, el presidente firmó más tratoscomerciales para ver si subía en la aprobación de la gente, y lasempresas mineras crecieron como gigantes en desarrollo. Elblackberry no suena aún. Eso es raro. La voz de su hijo de cincoaños es linda, pero qué estresante puede volverse cuando uno estátratando de concentrarse en porcentajes y monopoliosasolapados. Paciencia, no estallemos. ¿Dónde estaba? ¡Mierda!¡Ah sí! exportaciones agrarias… al demonio… Ay, hijo, cállate porfavor, que la cabeza me va a reventar. El vino de ayer estababueno, pero por qué da tanta resaca… La amiga de Martín sí queestá bien. ¿Apunté su número? A ver… ufff, sí, aquí. De hoy nopasa. ¿QUÉ, AMOR?… SÍ, CON QUESO, Y POR FAVOR NO LEPONGAS MUCHA LECHE A MI CAFÉ… NO, NO ME OLVIDÉ.LAS TENGO QUE RECOGER MÁS TARDE. ¡Maldición, meolvidé! Va a estar cerrado. ¿Y ahora? Mmm… veamos. Recojo esasbenditas persianas y… ¡Espera! ¡Es la excusa perfecta! Recojo laspersianas, me encuentro con la amiga de Martín cerca de allí paraaprovechar el tiempo y listo, mmm… ¡Eso sí es un buen domingo!GRACIAS, AMOR. DÉJALO AQUÍ NO MÁS… ESTÁ CALIENTE…AH, COMO A LAS SIETE SUPONGO. ESPERO QUE ESTENLISTAS Y NO ME HAGAN ESPERAR… SÍ.

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La mamá deja el café con leche sobre la mesa, con cuidado deno hacer de casualidad lo que una vez hizo intencionalmenteempapando el pantalón de su esposo. Era un pantalón ridículoese. ¡Ay Dieguito! NO, MI AMOR, EL POLO DEL HOMBREARAÑA ESTA SUCIO, NO TE LO VOY A PONER… YA SÉ, MIAMOR, PERO NO TE LO PUEDO PONER SUCIO, PUES. TENGOUNA IDEA. PODEMOS IR DESPUÉS DEL DESAYUNO A TUCUARTO A VER QUÉ OTRO POLO TE QUIERES PONER… ¡SÍ!..JAJAJA, Lindo, mi hijo precioso. TE VAS A CAER, MI AMOR.SIÉNTATE BIEN… MARÍA ALEJANDRA DEJA ESE CELULARYA… NO HAGAS QUE TE LO QUITE… SÍ, CLARO. TRABAJODEL COLEGIO… COME EL DESAYUNO, POR AMOR A DIOS. NILO HAS TOCADO… ¡aish! Y este cree que soy tonta o ciega. Ayque yo me entere que anda otra vez en las mismas. Persianas eldomingo. Sí, claro. La hija manda mensajes de texto con tal velocidad y destrezaen el pulgar, que el papá le ha dicho varias veces que llame aGuiness porque está seguro que eso tiene que ser un recordmundial. Ríe sola, metida casi de cabeza en la pantallita luminosadel celular, que libera un sonido ridículo cada vez que recibe unmensaje. AY MAMÁ, YA. AHORITA TERMINO… PEROTODAVÍA ESTÁ CALIENTE ¿NO VES? HASTA LE SALEHUMO… ay qué fregada… jajaja ¿y ahora qué Eli? Jajaja ay y estechico sí que es persistente. ¿No entiende que no puedo salir losdomingos? aunque mmm podría decirle a mamá que se trata deun trabajo mmm... no sé. Además ese chico es muy aventado,¡pero está lindo! ¿Qué hago? bueno creo que sí sé qué haría,creo… ¿DIEGUITO, TE PUEDES CALLAR? AY ¿ES QUE NO VESQUE NO SE CALLA? NO DEJA CONCENTRARSE… YA… SÍ, YAVOY A COMER, MAMÁ. QUÉ PESADA… PERO… YA, PAPÁ… SÍ,ENTENDÍ. Son unos exagerados. Cómo me encantaría poder salirhoy. Estudio de lunes a viernes, y de los dos días que tengo libres,uno lo tengo que pasar encerrada acá. Ay, pero esto ya se acaba el

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próximo año, sííí… Adiós, maldito colegio de monjas del demonio.Sí. Universidad, tragos, chicos, fiestas, chicos, tragos, cigarros,playa, chicos, chicos, ¡jajaja! ¡Ay, verdad! Cómo convencer ahoraa papá de que Diseño es una carrera rentable. El hijo está mal sentado en la silla. En su plato, las coloridasbolitas de cereal flotan grumosas en el yogurt. Juega con uncarrito de metal que surca los espacios que dejan los platos y lastazas en la mesa de la cocina. Su cabello es idéntico al del papá. Sunariz necesita que la limpien un poco. Ni el resfriado le quita lasenergías… MAMÁ, QUIERO QUE ME PONGAS EL POLO DELHOMBRE ARAÑA… PERO ME GUSTA… MMM… ¡SÍ!... tengoque avanzar rápido, muy rápido en todas las pistas. Así RAAANRAAAAN NOS ALCAZAN LOS MALOS. ¡NO! LOSDESTRUIREMOS RAAAN… CALLATE TÚ, YA. El fotógrafo toca la puerta, mira a su alrededor, se arregla elcuello de la camisa, y espera que esos pasos acercándose sean dela señora que lo ha contratado. No conoce a la señorita que abre lapuerta. Es la empleada de la casa. Abre con respeto y muy buenastardes. Lo deja en la sala a que espere un segundo, que ya vienen.La casa le parece linda, y huele a pino o a una cosa así.Interesantes cuadros, alfombra chiquita, pero es obvio que escara, piano de pared bien conservado. No viene nadie a la sala. De tanto que ha esperado, se hapuesto de pie para llamar a la señorita que lo hizo pasar. Noaparece. Piensa que en otros lugares la gente es menos confiadaque allí. Llama por octava vez y la señorita no responde. Sólo seoye la música atosigante, aunque no muy alta, de la habitación deMaría Alejandra. Después de una hora de ser ignorado porcompleto, se le ocurre una idea estúpida. Se medio arrodillafrente al sofá vacío de la sala, alista su cámara y toma su mejorretrato familiar en años.

El departamento

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Sentados a la puerta de la casa de Oscar, vimos cómo losnovísimos vecinos guardaban otra vez sus cosas en el camión demudanza, después de sólo cuatro días de haber soportado vivir enaquel departamento. No estaba nada mal. Hubo familias que no duraron ni una solanoche en ese lugar. También los vimos salir despavoridos entrellantos, hubo otros que no quisieron ni sacar sus cosas, sóloquerían olvidar que alguna vez estuvieron allí, correr sin miraratrás. Llamar a un lugar “casa embrujada” trae a la mente películasamericanas baratas de terror adolescente con sangre de kétchup ymonstruos de hule mal hechos. Jamás nos atrevimos a insultar aesa casa así, simplemente le decíamos “el departamento”. Y apesar de nuestra edad no nos gustaba inventar leyendas alrespecto. Nos basábamos en los hechos y en lo que todos esosinquilinos fugaces contaron después. Voces extrañas, objetos quese movían por cuenta propia, ataques físicos de seres invisibles. Lo peor que pasó alguna vez allí fue cuando encontraron en elbaño al abuelo de una de esas desinformadas familias. El cuerposin color y sin vida flotaba boca abajo en la tina que rebalsabaagua roja cuando lo halló la hija mayor. Aquellos gritos seescucharon en todo el vecindario. Recuerdo que nosotrosjugábamos béisbol en la pista cuando empezaron los alaridos.Todos nos miramos sabiendo muy bien que tenía que habersucedido otro horrible evento en aquel lugar.

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Mis amigos y yo no pudimos evitar la emoción cuando vimosllegar una nueva familia al departamento después de haber estadocasi un año vacío. Era obvio que nuestra alegría no se debía a laposibilidad de que ellos la pasen mal y terminaran yéndose comotodos los demás, sino a la esperanza de que vencieran a esomaligno que habitaba el lugar o que aprendieran a vivir con él.Cualquier cosa con tal de que esas tres guapísimas chicas quevimos entrar con sus cajas al departamento no se fueran delbarrio. El segundo día vimos como la mamá, con los ojos hinchadospor el llanto, hizo entrar al departamento a un sacerdote consotana. Nosotros nos acercamos y entre las cortinas de la ventanade la sala pudimos ver cómo el religioso rociaba de agua benditael lugar recitando palabras que no pudimos entender, pero que alfinal no funcionaron. Al tercer día fue el turno de un chamán que sonó másrepetitivo que el padre y que de seguro cobró más. Descorazonados vimos cómo a la tercera noche las tres chicasse subían a un auto con sus padres, sin casi nada de equipaje. A lamañana siguiente una empresa de mudanzas se encargó de dejarel departamento vacío una vez más. Nosotros usábamos el pórtico del departamento parareunirnos y conversar de cualquier cosa. Cuando el departamentoestaba vacío nosotros éramos los dueños de aquel pórtico que noscobijaba en las tardes desocupadas y adolescentes. Jamás estandoallí sentimos, ni vimos nada raro o anormal. A veces hablábamossobre todas las cosas que los inquilinos habían contado después.Estando en plena puerta de ese lugar era inevitable no sentir queen cualquier momento algo sobrenatural y aterrador pasaría. Uno de esos días mi buen amigo Bruno tuvo la mejor idea quele escuché alguna vez… o más bien la peor. ―¿Y si cada uno de nosotros trae algunas llaves de nuestrascasas y probamos si alguna abre el departamento?

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Los demás quisimos encontrar alguna falla en ese plan, perono la tenía. La idea era simplísima y genial. Cómo no se nos habíaocurrido antes. Esa misma tarde todos buscamos en nuestrascasas todas las llaves que pudiésemos hallar. Yo revisé cada cajónolvidado, cada rincón de mi casa donde sabía que alguna vezhabía visto alguna llave vieja y abandonada que en alguna épocahubiese sido quizá vital no perder. Terminé en la noche, despuésde haber tenido mucho cuidado de no levantar las sospechas demis padres. Cerré la puerta de mi cuarto y saqué ansiosamente demi bolsillo las tres llaves que había encontrado y que tenían muybuenas posibilidades de abrir la puerta del departamento. Lo bueno de que mis amigos y yo siempre nos hubiéramosreunido en aquel pórtico era que no íbamos a levantar lassospechas de los vecinos o de algún peatón entrometido yaguafiestas. Claro que igual tendríamos cuidado de no ser vistosforcejeando la puerta. Esperamos a que todos llegaran para empezar con los intentos.En total teníamos once llaves. Fuimos probando una por una conmucho cuidado de no ser vistos. A cada intento nos llenábamos deemoción y ante cada fracaso, de frustración. Probé yo primero ydos de mis llaves ni siquiera pudieron entrar en la cerradura. Laúnica que entró no giraba y casi se queda atorada dentro. Si esoocurría entonces allí sí que todas las probabilidades se irían a labasura. Luego Tarik intentó con la única llave que tenía, la llave seveía viejísima y descolorida. Nuestros ojos crecieron el instanteque vimos que la llave calzó perfectamente, pero las sonrisas senos borraron de la cara cuando esa llave pareció haber olvidadocómo girar por tantos años de descanso. Bruno tenía dos llaves que sacó del bolsillo de su casaca. Probócon la primera, al estirar su mano derecha hacia la puerta, tapócon la izquierda el sexto dedo de su mano diestra, avergonzadocomo siempre de esa anormalidad. Creo que a los demás no nosimportaba esa particularidad de nuestro amigo, pero él no dejaba

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de sonrojarse cuando la atención se dirigía por cualquier razónhacia su mano derecha y hacia ese dedo extra, que lo hacia sentirun mutante. Insertó su primera llave cubriendo bien el sextodedo. La llave giró suavemente ante nuestra estupefacción, y elsonido de la primera vuelta del seguro retirándose fue el máscorto y hermoso himno celestial que se hubiese escuchado algunavez. Miramos a nuestro alrededor por si alguien nos observaba.Nadie. Con nuestra atención otra vez en la puerta y sonriendo,aunque tensos, vimos cómo Bruno giraba una vez más y retirabauna vuelta más del seguro de la cerradura. Sólo una más, unavuelta más, nos dijimos con los ojos sin atrevernos a pronunciarpalabra. La tercera vuelta se oyó y la puerta rechinó un pocomoviéndose de ese estado casi petrificado que siempre habíatenido para nosotros. Miramos alertas alrededor, y Bruno empujóla puerta lentamente. No terminábamos de creer que los cuatroestuviésemos finalmente dentro del departamento. Cerramos la puerta con rapidez, teniendo cuidado de no hacerruido. Tarik nos recordó la falta de cortinas en la sala así que nostuvimos que arrastrar por el piso para que no nos vayan a verdesde fuera. Las sonrisas no se nos iban de la cara mientras explorábamostodo como una familia que se acababa de mudar a su nueva casa.Cuando llegamos a la puerta del baño los cuatro nos detuvimos.Nos quedamos viendo las mayólicas blancas desde afuera, sinentrar. Creo que acabábamos de recordar dónde estábamosdespués de todo. De sólo pensar en la imagen que me había hechodel anciano flotando en la tina del baño, quise salir de ese lugar.Éramos unos tontos. Cómo se nos ocurrió pensar que podíamosusar el departamento como un club secreto. Ese lugar estabamaldito, si no, tantas familias no se hubieran largado de allí. Las risas en las caras habían desaparecido, dejando miradasnerviosas y respiración agitada. Lentamente, Bruno levantó sumano derecha hasta su boca para pedir silencio observando a la

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nada como cuando uno quiere agudizar el oído. Esa fue la primeravez que no lo vimos cubrirse el sexto dedo en su mano. ―Mejor vámonos ―dijo finalmente. ―¿Oíste algo? ―No. Me pareció, pero igual mejor hay que irnos de aquí. ―¡No! No pasa nada. Es de día. ―Shhh ―los callé. Hice un gesto con la cabeza y dejé queleyeran el “vámonos” en mis labios. Salimos con cuidado del departamento y echamos llave paradejarlo como lo encontramos y el dueño no sospechara nadacuando fuera a hacer sus visitas mensuales al lugar. Discutimos hasta llegar a los gritos. Cristian y yo pensábamosque siendo muy cuidadosos podríamos usar el departamento paraconversar o invitar a las chicas a jugar botella borracha, tenerfiestas secretas y silenciosas o simplemente a pasar el rato sin lasrestricciones de nuestros padres. Sería como tener nuestro propiodepartamento y además gratis. Tarik pensaba que estábamosactuando cobardemente con tanto reparo. Se le ocurrió que cadauno debía tener una copia de la llave y usar el departamentocuando quisiera, aunque avisando a los demás. Bruno, por otrolado, tenía muchas ganas de hacer todos esos planes, pero no enese lugar. Lo convencimos al final. Usaríamos el lugar con muchaprecaución. Al comienzo sólo lo usábamos para conversar un rato en elpiso de la sala. Siempre en pleno día. La pasábamos bien masnunca confiándonos del departamento. Era como jugar en el lomode una gran bestia que duerme, como acampar en la jungla. Después de un par de meses invitamos a unas amigas delcolegio de Tarik a jugar a la botella borracha. Claro que no lescontamos nada sobre las cosas horribles que habían sucedido allíadentro. Preguntas y besos se repartieron hasta que la luz de lacalle se desvaneció casi por completo dejándonos a todos casi aoscuras.

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―Bueno ya tenemos que irnos. ―¡No! ¿Por qué? Hay que jugar un rato más o ¿les da miedo laoscuridad? ―dijo la más guapa de las cuatro y rieron bajito. ―En serio. Otro día las invitamos y jugamos de nuevo. ―OK, aguados ―los cuatro preferíamos parecer aguados aterminar flotando muertos en la tina del baño. Estoy seguro que había pasado un año cuando mandamos ahacernos una copia de la llave para cada uno. Habíamosescuchado, en todo ese periodo, sonidos raros en eldepartamento, pero nada más que eso. Tarik concluyó que losinquilinos que habían vivido en ese lugar habían estadocoincidentemente todos locos. No pasaba nada malo allí. Yo tratéde explicar por qué no nos había ocurrido nada y sólo pude salircon la hipótesis de que tal vez eso maligno no quería que nada secreyera el dueño de ese lugar y que nosotros jamás nos quedamosa dormir ni llevamos nuestras pertenencias, sólo íbamos de vez encuando y durante algunas horas, que entendíamos, que éramosconscientes de que el departamento le pertenecía a ellos y no anosotros. Que los respetábamos. En la mañana de aquel día, cuando salí a pasear a mi perro alparque, vi a una anciana que se me acercaba. A unos pocos metrosde donde yo estaba me miró con ojos idos. Mi perro empezó aladrarle sin descanso, tan alto, que molestaba de verdad, pero aunasí no lo hice callar. Esa tarde me quedé dormido en el sofá de mi sala y vi entrepesadillas unos demonios felices llevándose de la mano a alguien,alejándose de mí, volteando a mirarme con sus caras rojas y susrisas llenas de colmillos. Me despertaron los gritos de la gente en la calle. Salí corriendo y vi a mi amigo Bruno con la frenteensangrentada gritando incoherencias mientras su papá tratabade controlarlo y su madre lloraba al borde del colapso. Lleguéhasta donde estaban todos los involucrados y los chismosos, la

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puerta del departamento estaba completamente abierta. Desdeallí salía un rastro de sangre que se extendía hasta Bruno. Miamigo no paraba de balbucear y llorar, quise acercarme yhablarle, pero su papá me alejó con un brazo, sin dejar de sujetara su hijo. Cuando la mirada de Bruno encontró la mía, reconocíque ya no era él. En la garganta se me apretaron sentimientos deterror y de pena. ―¡¿Qué hacías allí, hijo?! ¡¿Qué hacías allí?! ―gritaba sumamá. Bruno no se callaba, gemía como un animal herido. Cuandoempezó a gritarle sin parar “¡mátame!” a su papá, la madre cayóal piso inconsciente y yo no pude contener las lágrimas. Llegó Tarik cuando el papá ya arrastraba a su hijo hasta sucasa. No se acercó a mí, pero me miró de lejos. Creo que sintió lomismo que yo. Esa fue la última que vimos a nuestro amigo. Semudaron después de unos días y a él lo llevaron a una instituciónmental. Nos lo contó su primo. Su tía se lo confirmó a mi mamá,sollozando. Varios años después, es decir, hace poco, me reuní con Tarik atomar unas cervezas y mencionamos por primera vez todo eltema. Me enteré de que él se sentía tan culpable como yo.Prometimos no hablar más de esto. Con los años y las lecturas, descubrí qué significaba en laspinturas antiguas tener un sexto dedo como el de mi amigoBruno. Quizá él vio en el departamento cosas que los demás nofuimos ni seríamos capaces de ver. A veces paso por mi antiguo barrio. El departamento está aún allí,vacío.

Inervación

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Casi ni corrí. Ya había dejado todo listo. Llegué hasta el busque me estaba esperando y subí. Antes me había imaginadotantas veces cómo sería por dentro y ahora sólo tenía que mirar larealidad. Al subir, el chofer me miró sin voltear y encendió lamáquina. Dirigí la mirada y pude por fin ver el interior y en él alas personas que lo llenaban. Al verlas, instantáneamente se llenómi alma de un dolor gris y patético… enfermo. Observé hacia ambos lados mientras caminaba lentamente.Había adelante una chica que tenía en la mano un pequeño espejoen el que no dejaba de mirar su cara demacrada, y no cesaba dellorar. A su lado estaba un hombre que tenía un puñal clavado enel corazón y otro en la espalda, leía un libro detenidamente. Vi atres señoras vestidas de negro, llevaban sombreros y velos.Tomadas de las manos, daban alaridos lastimeros que no sellegaban a terminar. Junto a ellas se sentaba una pequeña niñacon un colorido y delgado libro de cuentos que, emocionada, lemostraba a su padre. Éste miraba, enfocadísimo, por la ventana, ala nada. Más atrás, un hombre tan sólo lloraba sangre con la vistaincrustada en el techo y cerca de él un religioso daba de comer enla boca a un mendigo que tenía los brazos atados a la espalda. Aun extremo, cuatro personas desnudas y lascivas danzaban riendoa carcajadas, tenían la cabeza reducida a la mitad de su tamañonormal. Frente a ellos estaba una madre que intentabaamamantar a un pequeño niño sin vida. Varios hombres rodeadosde juguetes discutían sobre cuál era el mejor mientras unosancianos se disputaban a las cartas una inyección letal. Observétambién a un señor obeso adornado con oro y plata, rodeado desu séquito que lo acicalaba sin descanso. En sus bocas llenas, el

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dinero no les permitía hablar. Vi a un gato muerto, a niñoscomiéndose sus propias manos, dos mujeres hablándose seria eininterrumpidamente al oído y sin mirarse, flores secas, unaanciana ciega extendiendo su mano. Mientras yo caminaba, arrastraba mis alas por el piso y sentíamucho frío. Llegué al fondo y vi un asiento con mi nombre. Mesenté. Estuve así por mucho tiempo, tratando de no ver haciaafuera, ni hacia adentro, ni hacia mí mismo.

Diosa luz

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Sólo en sus ojos brillaba así la luna, con libertad, con esplendordesconocido. ―Su luz es como mágica, ¿no? ―me dijo alguna vez en vozbaja, como temiendo que la propia luna escuchase ―No es comola luz débil de las velas, ni hiere como la del sol… es una luz feliz. Yo la encubría para que mamá no notara que se quedabadespierta hasta tarde observando maravillada el cielo y sus brillos.No le importaba tener que levantarse al día siguiente temprano ysin quejarse.― La luna me protege, la luna y sus hermanitas lasestrellas― pensaba Berna en voz alta. Muchas veces, sin que ella se diera cuenta, la vi en su ventanasusurrando, mirando siempre el cielo de la noche… Yo nocomprendía lo que decía, pero en cada una de esas oportunidadeslogré escuchar que pronunciaba más de una vez la palabra “feliz”. Una vez, entró de madrugada a mi habitación y me sacudió unbrazo hasta despertarme. ―Despierta, despiértate –susurró casi ahogándose deemoción.― Esta noche la luna salió más tarde que de costumbre.Ya la vi. Está como nunca. Ven, levántate. ―¡¿Estás loca?! Mamá se va a despertar y además mañana hayescuela. ―Shhhh. Cállate. Vas a despertarla tú si sigues gritando. Losdemás también duermen. ―Pero claro. Son las dos de la mañana. Ve a dormir y teprometo que mañana veremos juntas la luna. ―¡No! Ahora… ahora está diferente. ¡Por favor! vamos. Tú eresmi hermana buena, ¡por favor! ―rogó en susurros. Escucharlahablar tan bajo me hacía recordar las veces que la habíaobservado, de lejos, conversando con la luna.

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Justo cuando dejó de hablar escuchamos un ruido; parecía elsonido de la puerta del dormitorio de mamá. Nos quedamosestáticas, mirándonos a los ojos fijamente, petrificadas. Luegoescuchamos unos pasos pesados, después silencio absoluto.Berna, con su pequeña mano, apretaba la mía con fuerza y terror.Los pasos se escucharon nuevamente, luego la puerta y el silenciootra vez. Ella soltó suavemente mi mano y dijo en tono de súplica. ―Será sólo unos minutos. ¡Vamos! Si mamá va a mi habitacióny ve que no estoy acostada, me castigará. Tenemos que ir ahora,por favor. En la casi completa oscuridad del dormitorio sólo podía ver susojos y un mechón de su cabello suelto. –Solamente unos minutosy regresamos ―le dije, ya cómplice. Me tomó de la mano y sin soltármela esperó a que me pongalos zapatos. Caminamos sigilosamente hasta la gran ventana delsalón principal. ―¡Aquí no! ―dijo exaltada, pero cuidándose de no levantar lavoz. –Afuera, afuera en “el altar”. No perdí tiempo en recriminarla. Nos dirigimos a la puerta yquité el seguro. Berna estaba sujetada del borde de mi blusa. Libre afuera, ella me soltó y corrió sin importarle ya nada.Cruzó la entrada de rejas y se dirigió a ese montículo natural quellamábamos “el altar”. Yo cerré la puerta cuidadosamente y corríhechizada también por el esplendor especial de la luna llena.Alcancé a mi hermana y corrimos juntas riéndonos sobre el grasshúmedo y crecido. Recién afuera pude notar que Berna llevaba puesto el pijamaazul bordado de estrellas y una luna sonriente, que yo le regalé ensu cumpleaños. Parecía como si el cielo nocturno hubiesedescendido sobre ella, como si la protegiera. Cuando llegamos al altar nos acostamos sobre el grass yobservamos la inmensidad de la noche.

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―Está increíble ―dije después de un rato sin dejar decontemplar. ―Te lo dije ―las nubes que pasaban se dejaban alumbrar por laluna ―Yo converso con la luna. Tú lo sabías ¿no? ―dijo derepente. ―Sí, te he visto… ¿y sobre qué hablan? ―pregunté sin dejarque la sorpresa afectara mi voz. ―Hablamos sobre los mundos, sobre la luz y la oscuridad,sobre cómo desea que yo esté brillando junto a ella… sobre ti ycómo me observas cuando ella y yo conversamos ―dejó de hablarsin quitar su mirada del cielo. Yo estaba fría y muda. ―¿Y eso le molesta?― hablé por fin. ―No ―aseguró tranquila ―Te quiere a ti también. Dice quetienes una sonrisa única y que le causa mucha tristeza verte llorarsola en tu cuarto algunas noches que abres tu ventana para verla. Traté de no mostrar lo que sentía mientras mi hermana me ibadiciendo esas cosas que yo no podía ni quería explicar; muchomenos, creer. ―Vamos ya ―dije después de un rato poniéndome de pie ydesarmando el cuadro anterior. ―Ahora me está diciendo que no tienes por qué temer. ―Sí tengo miedo. Miedo a que mamá se despierte y no nosencuentre allí y si eso sucede tú temerás también. ¡Vámonos! La tomé de la mano y corrimos de regreso. En el camino Bernasólo me dijo, gracias, hermana buena.

En mi cama, después de haber dejado a mi hermanita en sucuarto, pensaba en todo lo que ella me había dicho esa noche.Quizá estaba mintiendo, o enloqueciendo, o soñando despierta.No sabía qué creer. Miraba la luna desde mi cama gracias a un cristal que habíaacomodado para poder verla allí acostada sin tener que

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levantarme a asomarme por la ventana. Y sí, esa noche brillabadiferente. Aquella madrugada soñé con unos ojos llenos de lágrimas.Eran los de Berna, que lloraba pero no era un llanto triste. A la mañana siguiente fui al comedor a desayunar y allí estabami hermanita con unas cuidadas trenzas hechas de sus cabellosrizados, y una sonrisa traviesa. Me senté a la mesa frente a ella.Mamá llegó luego con más comida.― Buenos días, señoritas―saludó con la actitud de siempre. Luego llegaron Junior yDeandra. ―Yo no me siento junto a la loca ―dijo Junior a mamá,refiriéndose a Berna. ―Se llama Berna ―respondió mamá. ―Sí, Berna la loca ―se burló él soltando una risotada odiosa. Bernita no se inmutaba. Tomaba la leche de su vaso sin mirar anadie. ―Hoy vendrán sus tías a almorzar. Quiero que estén muylimpios y bien cambiados ¿me oyeron? No quiero peleas, nicaprichos, ni ninguna otra tontería. ―¿Y la escuela? ―preguntó Junior. ― Hoy no van. Todos nos alegramos excepto él.

Bañados y bien cambiados esperamos a la visita sentados en elsalón principal. Mamá salió de la cocina unos instantes paradecirme que ejecutara al piano una tocata que siempre leconmovía. Me senté al piano como tantas veces. Había sobre él un florerolleno de orquídeas que regalaban un aroma incitante. Dejé quemis dedos empezaran a tañer la melodía que sabía de memoria.Mamá llegó nuevamente de la cocina y se sentó junto a mishermanos, detrás de mí. Yo iba recordando las veces anteriores enlas que había tocado esa misma melodía; oculta en la oscuridad,

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Berna cerca a mí, tú, la casa llena de gente, sola en lágrimas…Después de unos momentos mis dedos se detuvieron, mamáaplaudió y tuvo que obligar a Junior y a Deandra para queaplaudieran también. Berna aplaudió entusiasta como siempre.Llevaba un vestido rojo de terciopelo con encajes. Parecía unaprincesa esa tarde. Las sirvientas habían dejado preparada la mesa y las diferentesflores que mamá había distribuido en los rincones de la estanciaimpregnaban en el ambiente, suavidad. De improviso escuchamos bulla y gritos afuera, como de algunadiscusión. Mamá se acercó a observar consternada por la ventana. ―Allí están. ¡Abran, abran! ―gritó desesperada mientrasnosotros empezábamos a temblar sin saber porqué. Deandraabrió la puerta lo más rápido que pudo. Después de unossegundos entró un hombre mayor con la barba manchada, llevabaa mi tía en los brazos. Ella estaba bañada en sangre y se retorcía. El hombre gritó que les trajeran unas toallas y algo de agua,Deandra se desmayó, mamá y mi otra tía gritabandesgarradoramente, y Berna y yo petrificadas. Mi otra tía llegó a explicar entre temblores que habían sidoasaltados y que el ladrón huyó hiriendo a mi tía en el estómago. El hombre de barba, sin fe, apretaba las toallas contra la heridade mi tía, que estaba ahora sobre el sofá. Pasados unos minutosmi tía dejó de convulsionar y el viejo dejó de presionar y colocó unpañuelo sobre el rostro sin vida.El coro de lamentos de mi madre y mi otra tía empezó. Las criadas atendían al hombre barbado, que tenía una heridade cuchillo en la mano. Deandra estaba dormida en otro de lossofás y Junior lloraba entre los brazos de mi mamá, que loestrujaban con fuerza. Berna y yo nos abrazamos. Recuerdo bienel temblor en nuestros cuerpos. Mamá levantó la vista y nos gritó a las dos ―¡Lárguense! ¡Lárguense de aquí! ―lloró amargamente.

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Estaba a punto de llevarme a Berna a su cuarto cuando se soltóde mí, despacio, y caminó hacia el sofá hasta pararse al lado delcuerpo inerte de mi tía. Destapó el rostro del cadáver, puso suspequeñas manos sobre éste y mirando el techo pronunció: ―Perdónala. Perdónala, diosa luz… Aunque ya no brille más,ilumínala. Una sirvienta tuvo que tomar a mi hermanita y protegerlarápidamente de la reacción de mamá. ―Lárgate de aquí maldita loca… ¡llévensela de aquí! ―gritó ybuscó otra vez el consuelo en los brazos de mi otra tía y de Junior.Todo era una locura. Yo corrí a mi cuarto llorando y con ganas dedespertar, pero no era una pesadilla. Lo intenté varias veces, noera una pesadilla.

Recuerdo que al día siguiente Berna no salió de su habitaciónpara nada. Yo tampoco quería salir, pero tuve que hacerlo. Sumamá se ha ido a la casa de su familia con el joven Junior, me dijola cocinera. Deandra seguía durmiendo. Pasé por el salón y ya no había sangre, mas la muerte seguíaallí. No sentía ganas de volver a ver ese salón otra vez en mi vida.Salí al pórtico y me senté en el columpio. Afuera todo parecíanormal, el sol abrigando la mañana, las aves y el sonido del ríolejano que arrullaba sanador. Miré la ventana del dormitorio de Berna. Mamá habíamandado a que la clausuraran con pedazos de madera para que yano viera al cielo desde allí. En mi cabeza, yo aún podía oír los gritos de dolor de mi tía,que jamás se irían de la casa. Después de un rato me paré para entrar a la casa de nuevo.Sólo recuerdo que sentí un mareo, luego las flores amarillasinclinándose, el suelo y oscuridad absoluta. Desperté en mi cama. No sé cómo llegué hasta allí ni cuántotiempo había transcurrido. Mamá gritaba en el pasillo,

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amenazando a Berna con golpearla y botarla de la casa. Salí y vique Junior y una de las sirvientas acompañaban a mamá, los tresmirando la puerta cerrada del cuarto de mi hermanita. Esther meexplicó que mamá le había estado ordenando a Bernarepetidamente que abriera la puerta, sin éxito alguno y queBernita había deslizado una nota por debajo con un mensaje paramamá: Tú no eres mi madre, la luna lo es. Mamá empujó la puerta varias veces para tratar de abrirla,pero sólo consiguió lastimarse un brazo. Se fue ofuscada sin decirpalabra. ―¡Loca! ―gritó Junior a la puerta y se fue a su cuarto. ―Abre, Berna. Soy yo. Abre ya ―pedí, segura de que me haríacaso. Pero no oímos nada. Ester puso su oreja contra la puerta,después de un momento negó con la cabeza mirándome a los ojos.Intento un par de veces más. Negó con la cabeza otra vez. Uno pasos decididos y fuertes se aproximaban, no sabíamos dedónde. Sucios de haber estado trabajando, un par de hombres quecuidaban el establo entraron al pasadizo, azuzados por mamá. Los empellones de los hombres contra la puerta empezaronjusto con las campanadas del reloj del comedor. Nos pidieron quenos apartáramos un poco más. Uno de ellos retrocedió unos pasospara tomar impulso y regresando con fuerza hacia adelantelevantó una pierna y estrelló una patada que hizo un estruendomayor que el de los empellones. Todos notamos que la puerta serajó considerablemente. El hombre miró preocupado a mamá. ―¡Siga! ¡¿Que no ve que está funcionando?! –ordenó ella. El hombre le dio otra patada enérgica a la puerta partiéndolaen dos por completo. Un pedazo de madera voló hasta el fondodel dormitorio. Entramos todos. Berna estaba acostada en su cama. Lasparedes azules, y las estrellas de papel metálico, que colgaban conhilos desde el techo hechizaron a los dos hombres pues jamásantes habían entrado a ese cuarto.

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―Levántese. Levántese, jovencita malcriada. Ya vas… ―habíaempezado mamá hasta que se quedó parada frente a la cama,muda. Los hombres se acercaron a Berna, que no despertaba ni semovía. Trataron de despertarla y hacerla reaccionar, pero fueinútil. El más viejo de los dos hombres se puso de pie. ―La niña se fue. Ha muerto ―bajó la cabeza con respeto yabrazó a Ester, que rompió en llanto. Mamá seguía congelada. Un gemido anormal salió de mi garganta en el momentopreciso que sentí cómo se partía mi corazón en dos. Corrí hacia mihermanita y la abracé sujetándola fuerte contra mi pecho. Sucarita pálida. Los sollozos y el llanto no me dejaron articular niuna sola palabra. Minutos después mi madre ordenó que me llevaran a micuarto. No era una pesadilla, por eso sentí que el mundo muriótambién ese día. En mi dormitorio me limpié las lágrimas pues ya no podía niver dónde estaba. Iba a empezar a llorar otra vez cuando vi unpapel colorido en el piso, doblado cuidadosamente. Reconocí queera una de las hojas en las que Berna practicaba sus dibujos. Latomé y desdoblé. Era una carta:

Hola, hermana buena. ¿Cómo estás? Yo debo de estar ahora mucho mejor que antes.Me he ido al firmamento para brillar junto a la luna. Estuveconversando con ella y me pidió que no llorara más, que vayacon ella a su mundo donde la tristeza no existe. La amo mucho ya ti también. No estés triste y no te olvides que te estamos esperando. Te ama, Berna

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No pude dormir. Con la carta de mi hermanita entre las manosmiraba a la luna, tan hermosa, muy hermosa. Traté esa noche y lasiguiente y la siguiente y por fin anoche la oí. Su voz es suave, tansuave que parece una caricia. Me he levantado temprano hoy y he corrido mucho. Me cuidéde no hacer ruido y no ser vista ni seguida por nadie. Estoy ahoraal borde de la caída a este río profundo, que hoy también arrulla. Con un extremo de esta soga he atado mi cintura y con el otro,he amarrado fuertemente una de estas grandes rocas que hayaquí. Me alegra saber que pronto estaré brillando junto a Berna y ala luna. Me quiere, anoche me dijo que a mí también me quiere.Estaremos allá en lo alto donde nada nos alcanzará. Allí viviremosmuy unidas, sin dolor, sin soledad y queriéndonos mucho. Quizádesde allí podamos por lo menos verte, papá.

Sentada y con ambas piernas, empujo fuertemente la roca, queya empieza a moverse.

Feriado

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Yo tenía tres mañanas cuando salí de mi casa ese día. Una desonidos, otra de colores y la tercera sideral. Cuando uno sale desu casa no sabe lo que va a suceder, pero sí lo que quiere que pase.Yo no quería ninguna, pero me sucedieron las tres. Me cubrí el cuello con la chalina de alpaca mientras empezabaa caminar por esas calles frías. El sol no recordó que en estaciudad el frío y él no se presentan juntos así que había salido aalumbrar el invierno. Llegué hasta la esquina para ver si el carro de Felipe estabaestacionado en la puerta de su casa, y no, no estaba. (Gracias poresperar). Tendría que caminar hasta el lugar. Los demás transeúntes empezaron a cruzarse conmigo y adejarme sus historias sin terminar (y sin empezar). ―¡NO! Y tú le respondiste algo peor, me imagino. ―Pues qué mala imaginación porque me paré y me fui. ―Jajajaja. Bien hecho. Yo sabía que él… ―… ―¡Mamá, que me compres el chocolate, te dije! ―Hoy tienes ganas de que no te deje ver televisión, ¿no? ―¡Pero, mamá! ― … ―Nos quedamos una hora y nos vamos. ―Está bien, mi amor, pero si no caminamos más rápido novamos a llegar temprano y tendremos que quedarnos más… El zumbido de la banda ya empezaba a volar por donde yo ibacaminando así que aceleré y volteé la esquina hasta el evento. Había muchísimos globos. Demasiados tal vez. Tantos que nodejaban ver la catedral ni ninguno de los edificios históricosalrededor. La plaza era una exhibición de arco iris flotantes. La gente conversaba a gritos porque la banda tocaba las polkastan alto y de tal manera que no sabías si las oías desde afuera o

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desde adentro de tu cabeza. Y así, gritando como tonto que va aconversar a discotecas, vi a Felipe hablando con dos chicas. Estaba apunto de dirigirme hacia allá a fingir casualidadcuando una joven de ropas largas y típicas me abordó y produjomágicamente un español bastante aceptable. ―¡Te leo la suerte! –gritó mostrándome sus cartas ymirándome desde el turquesa de sus ojos vidriosos. Hice un gestotocándome los bolsillos y negando con la cabeza. ―¿Ni una moneda? ―Nada. Lo siento. ―Lo haré gratis. Dame tu mano ―repuso tomando mi manoizquierda y acomodándose detrás de las orejas las sortijas de sucabello rubio cenizo. Nunca me habían gritado mi futuro tan amablemente. Largoviaje, chica guapa, mucho dinero a mediano plazo… todos losclichés. Yo sonreía y asentía a todo con una seriedad burlona ypor eso creo que ella terminó sus pronósticos entre risas ydevolviéndome mi mano con un ademán tan resentido comotierno. ―Y esta noche vas a morir –terminó molesta riéndose. ―Pero mañana tengo una entrevista de trabajo ―repliqué, yella liberó la carcajada que yo había buscado provocar. La banda paró unos segundos que me permitieron enterarmede que ella era rumana, que se llamaba Mihaela y que se habíaacercado a mí por mi cara de crédulo o de creyente. La bandaempezó de nuevo. Me quedé sin saber qué gritar así que me despedí torpementecon la mano y ella me devolvió el aturdido adiós cual espejo. Pensé en buscar a Felipe y a sus acompañantes, pero yo yahabía perdido interés o más bien, cambiado de interés. Reaccionétarde. Cuando busqué nuevamente a la chica de ojos turquesas lavi irse con otras mujeres vestidas igual que ella, casi ya saliendode la plaza.

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La banda se detuvo por fin nuevamente, la gente gritó unasvivas felices y soltó los globos festivos, que llenaron el azul contodos sus demás compañeros. Al irme miré mi mano izquierda recordando a la bella gitana, yvi la tinta. Puedo jurar ante cualquier libro sagrado, que no me dicuenta en qué momento ella había escrito en mi palma: Chica guapa = Mihaela 209―0977. Yo tenía tres tardes cuando regresé a mi casa ese día. Una desabores, la otra efímera y la tercera por empezar

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Victoriosos

El sol inmisericorde sabe cómo ensañarse con aquellos que notienen esperanzas. Sus lenguas parecían estar volviéndose dearena; como si al desierto no le bastase con matarlos sino quetambién pretendiese transformarlos en parte de él. Lo que habíacomenzado con un caminar firme, aunque sin ilusiones, ahora noera más que un movimiento rastrero hacia adelante. Sólolevantaban sus rostros de rato en rato para ver si tal vez algúnmilagro extraviado se les apareciese allí, en el medio de la nada. En la mente del hermano mayor la odiosa idea de morir allí,más que temor o desesperación le despertaba rabia. Cómo puedeser que después de haber peleado tantas batallas, después de esascruentas guerras a las que había sobrevivido gracias a su destrezacon la espada, el cielo le deparaba ahora una muerte ridícula en eldesierto por inanición. No era justo. El destino, Dios, la vida noeran justos. Él tenía que haber muerto en pelea contra algúnenemigo digno, batallando por la patria o por su religión, no comoun idiota que no sabe cómo sortear las trampas del desierto. Aldesierto lo conocía más que bien, tan bien que era obvio esta vez,que no se debía albergar ninguna esperanza. Él y su hermanomorirían allí dentro de poco. En el pecho del hermano menor un gigantesco sentimiento deculpa le laceraba tanto como la arena, que ya había empezado arasgar delgadas líneas rojas en su piel. Perdió el tiempo en

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tonterías, jamás le dijo a su madre ni a sus hermanos cuánto losamaba, jamás demostró todo lo que podía llegar a ser. Así arrastraban su rabia y su culpa por la arena, que vería susalmas abandonando su carne. La voz ya no salía de sus bocas asíque ni siquiera se dirían adiós. Les quedaba simplemente esperarque el otro pudiese leer en sus ojos el amor, los tantos recuerdosjuntos, la lucha y el honor de la familia, que el otro pudiese sentirtodo eso a pesar de la sed y el hambre. El último sonido que escucharían sería el horrible silbido delviento. Como una burla, como un reproche, como el sonido dellugar donde habitan las almas que pagan sus errores. En unas dunas detuvieron su avance por un momento. Nosabían en realidad qué caso tenía avanzar en vez de quedarse allíesperando, preparados para ver a la cara a la muerte. Era quizá elinstinto humano de pelear hasta que no haya más fuerzas, sinfijarse en nada más que en lo que hay enfrente. ¿Después unos minutos, muchos minutos, horas?, retomaronla agonía hacia la nada. Las probabilidades de que ese sería elúltimo tramo, no eran muchas, eran todas. Era tal vez una ilusión de sus ojos, pero eso que habíaaparecido a pocos metros delante de ellos parecía ser uno de esoscuernos cantimplora extranjeros. Por instinto o sabe Dios por qué, el mayor de ellos al verse máscerca de la cantimplora sintió que su cuerpo lo llevó haciaadelante en un arrebato instintivo, para no permitir que suhermano pueda llegar primero a esa posibilidad de agua. Se sintióun animal del desierto por ese egoísmo natural de supervivencia.El menor leyó ese impulso en su hermano porque también habíasentido algo igual. Con la poca fuerza que quedaba en esoscuerpos, voltearon a darse una mirada rara, sin alma. Era obvioque sólo una persona podría soñar con sobrevivir tomando delagua de esa cantimplora. Ambos lo sabían. Con muchísimasbendiciones de Dios y con mucha suerte sólo una persona tenía

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chances de tomar esa agua para llegar a alguna ruta del desierto yser hallado allí por algún mercader o viajante que lo rescate paraestar en gracia ante los ojos del cielo. Se miraron otra vez, animales. Las últimas energías impulsaron los cuerpos hacia la últimaesperanza en una carrera patética. No más de un par de metros.El hermano mayor, por inercia, había calculado cómo y en dóndetenía que dar un golpe por si había que hacerlo, el menor sentíaque si llegaba primero al agua ni siquiera las fauces de un león loarrancarían de ese cuerno. Sólo un metro. Cuatro manos aferradas a una miserable cantimplora vieja,batallando débilmente con los dedos arenosos. Los golpes queintentaron no llevaban ni la fuerza de los que se dan en una peleade niños. Pero casi mostraban los dientes como dos felinosdispuestos a morir o matar. El menor sintió que su hermano perdía fuerzas, ya habíasoltado el cuerno con una mano. Pero esa victoria pequeña lesupo raro. El mayor soltó del todo el cuerno oscuro, lo miró entre losdedos de su hermano, miró el cielo, la arena en sus propiasmanos, y temblando de rabia gritó un ¡no! desde el estómago. El desierto les había tendido esa trampa despreciable.Hermano contra hermano. Algún demonio o dios cruel se queríadivertir viendo cómo se despellejaban por una estúpidaesperanza, olvidando que sus venas estaban llenas de la mismasangre. El menor, con el cuerno lleno de agua en las manos, nonecesitó una explicación. El rugido de su hermano y su miradaeran claros. Miró con asco el cuerno diabólico, lo devolvió a lasdunas y lo escupió con la arena de su boca y con el desprecio quese puede guardar por algo tan vil.

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Reconfortados por sentirse humanos y hermanos otra vez, ypor haber reconocido los bajos engaños de los demonios deldesierto y haberlos despreciado, los dos hombres avanzaron¿unos metros, muchos metros, un kilómetro? hasta donde no selevantarían más. Victoriosos.

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Grito indeleble

Ella ha tratado de cambiar el curso, pero el color rojo ahora seimpregna y penetra en la naturaleza, en el aire, y por lo tanto lospulmones también le pertenecen. Se extiende el color por el aguay las arenas. Sube y baja, va y vuelve, congelando, deformando,alumbrando todo inexorablemente. Los cuerpos humanos y losárboles son bañados, las aves, las nubes. Los gritos huelen y sabena rojo. Las venas, las calles, los idiomas, y ahora las estrellas y elcielo furiosamente rojos, dominan y son dominados. Sabe ella que el tiempo (rojo ya) no sirve de nada. No podrá,más, ganarle ni odiarlo ni regresarlo. Ha buscado a su familiaaunque sabe que no existe más, y sus lágrimas rojas se pierden ensu rostro, en el aire, en el suelo. El mundo, como una gran gota de sangre, renace y mueretantas veces y con una rapidez tal, que todo aquello pasadesapercibido a simple vista, como su rotación, pero quizá tienemás sentido. En algunos puntos aislados y pequeños todo es anaranjado,mas son zonas obviamente inferiores. A ella le queda sólo mirar,pensar o recordar. Llorar todos los demás colores. Le estristemente graciosa su falta total de cuestionamientos o desuposiciones, sin embargo ya no corre, ahora camina tratando dedescifrar las formas.

Hermanos58

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Seis o siete horas había pasado caminando sin rumbo y latarde ya empezaba a desgastarse en rayos anaranjados y ensombras. La verdad es que me botaron y decidí largarme. Las doscosas a la vez. No tenía a dónde ir y ni un centavo en los bolsillos.No me detenía por vergüenza a no sé qué, creo que a tener muchahambre y nada de dinero, a no tener una casa a la cual llegar. Caminaba sin parar, creyendo ver en quienes me miraban, quemi situación era obvia, que se podía oler el vacío de mi billetera yleer el hambre en mis ojos. Había tomado algo de agua en algúnparque sin lograr engañar a mi hambre de pan y de carne. Ni unasola moneda. Las tiendas y pastelerías pasaban a mi lado y me parecíaextraño no poder entrar, dejar algún billete y llevarme lo quenecesitase. La gente pasaba con sus compras y unas sonrisas pegadas enla cara, que después de tantas horas ya me empezaban a asquearsin saber bien por qué. Un odio iba creciendo dentro, un odiohacia todos y hacia todo. No hubiese imaginado que el hambre apretara tanto. Sentíaligeros mareos que venían y se volvían a ir. Famélico y sinsoluciones. Eran más de veinticuatro horas sin ingerir alimento(genial la idea mía de no comer por las noches). No podía regresar a esa casa, eso hubiese sido una muestra dedebilidad, una falta total de carácter. Pero el hambre era feroz.

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Pensé en la tarjeta en mi billetera: inútil. Pensé en amigos yfamiliares: lejanísimos, indiferentes y/o escasos. Caminaba sin descanso pensado que si me detenía en mediode la calle, sin razón, levantaría sospechas. Todos notarían mimiseria. Sentí de repente que algo tiraba de mi pantalón. Con laindiferencia que causa la falta de fuerzas, volteé y vi, asido a miropa, a un pequeño niño con el rostro sucio, repitiendo “unalimosna”. Le di otro vistazo y noté que tenía algo en su otra mano.Detrás de la suciedad y la dureza, ese algo resulto ser un pedazode pan. Jamás en mi vida pensé en envidiar un desperdicio así.Desfallecía, pero avancé más rápido y el niño se desprendió paraasirse de la ropa de otro transeúnte. La noche empezaba a descender y yo ya no sabía qué calleseran esas en las que me resistía a caer. Me dirigí hacia el parqueque había divisado una cuadra antes. Apañado por la oscuridad,me rendí al pie de un árbol entre unos arbustos. El grass estabacrecido y empapado, mas eso me importó poco. La noche eratranquila e ingrata. La verdad es que el césped no despertó mi apetito en absoluto,ni siquiera de la forma en que lo hizo el miserable mendrugo depan de ese niño, pero tenía que comer algo, lo que fuera, teníaque comer algo. A fin de cuentas, pensé, el pasto es un vegetal, tanvegetal como esos que la dietista me había hecho almorzar porsemanas. Arranqué con dificultad un puñado de grass y me lometí a la boca sin oler ni pensar. Ni el jugo agrio que salió cuandoempecé a masticar me hizo escupir. Tragué hasta donde pude,hasta llegar a las nauseas. Respire profundo y pensé, desgraciado,que quizá podía pasar la noche allí. De repente, sentí una molestia diferente en el estómago, yluego de unos segundos, la urgencia de ir al baño. ¿Dóndedemonios iba encontrar un baño? Por un momento pensé en usarla oscuridad y el amparo de los arbustos, pero no, no podía

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convertirme en una bestia en tan sólo un día. No debía. Recordéun baño público en el camino, no muy lejos de allí y aunque notenía una sola moneda para pagar, ese baño era mi únicaesperanza. Quizá el encargado de los servicios me permitiría usarel baño por caridad al verme en ese estado. Seguro entendería. Notenía que saberlo nadie más, quedaría entre los dos como un granfavor. Cuando ya estaba muy cerca de los baños y con mi patéticasúplica lista en mi boca, gracias a los postes de luz, noté que todami ropa estaba manchada con gruesas líneas marrones y verdesdel barro y del pasto mojado. De inmediato, quise esconderme denuevo, la calle estaba algo concurrida, pero mi estómago no podíaesperar un minuto más. Tenía que arreglármelas, quizá eseaspecto me ayudaría a despertar la compasión del encargado delos baños. Mi orgullo en ese momento empezó a desvanecersesorprendiéndome en extremo. No sé ni cómo llegué, pero entré sin más. Ya iba a soltar miruego calculado, mis tripas ya no daban más, cuando vi a unaatractiva señorita de cabello suelto y ojos grandes, sentada frentea mi, encargada de los servicios, que al verme disimulóamablemente y con compasión, el susto que le causé en esasfachas. Quedé petrificado, por unos segundos todas mis ideasdesaparecieron para regresar luego de golpe y en desorden.Pregunté una estupidez, la señorita negó con la cabeza, pero conel rostro cordial. Agradecí y salí de allí lo más rápido que pude. El triple dolor en el estómago me dobló de repente y por pocome hace caer de rodillas. ¡¿Qué es esto?! ¡¿Qué es esta pesadilla?!―maldije casi en voz alta. La calle había cambiado durante eltiempo que estuve en los servicios. Había mucha gente que salíade una gran tienda cerca de allí. Yo ya era otro. Comencé a caminar hacia un señor y un joven que comíanhelados y llevaban sus bolsas de compras, al notarme cruzaron lacalle rápidamente, ¡cruzaron la calle! Yo sólo quería una moneda

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para los baños, una moneda que les sobrase y que seguro ellosdesperdiciarían en una estupidez, o un pan o fruta que ellosseguramente dejarían pudrirse olvidada en sus casas y que yoagradecería con el corazón. Las demás personas al ver al señor yal joven cruzar la pista, voltearon a verme y cruzaron asustadostambién. Todos cruzaron como idiotas, como un maldito rebañode idiotas. Claro que ahora he vuelto a ser el mismo de siempre, algodespilfarrador, banal, sin verdaderos problemas de dinero. Hevuelto a ser uno de esos idiotas que cruzan la calle o se hacen lossordos.

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Mi amigo el pintor

―¡Corre! ¡Corre!― me gritaba mi amigo desgarrándose la vozjusto cuando un nuevo estallido nos ensordeció. Luego notó que yo ya no corría detrás. Volteó y me vio caído.Regresó por mí, me tomó de los brazos arrastrando mi cuerpo yasin piernas y no dejaba de gritarme que corriera, pero ahora elllanto armonizaba tristemente sus bramidos. Él siguió avanzandodesesperado, sin soltarme, mientras mi cuerpo iba dejando unapincelada roja y continua sobre la tierra.

Coincidir63

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Corrió entre la espesura de esa jungla, por árboles y plantasinusuales. Una voz repetía su nombre como en un canto y élsentía que tenía que hallarla, avanzando con esa ansiedad quecrece en uno cuando siente que están a punto de partir sin él.Tropezó con el verde del lugar, resbaló, y cada vez que sentía queya estaba cerca de la voz, ésta parecía cambiar de inmediato delugar, yéndose hasta el otro extremo. Entreabrió sus ojos. Una mano sujetaba la suya, con amor. Lascortinas resplandecían con el confiable sol de primavera dándolesel contraluz a las otras personas de pie ante él. No lograba captarlas facciones de esas caras, pero no había de necesidad de eso.Sabía quiénes eran. De verlos allí de pie, el corazón no podía másque llenársele de orgullo, de amor, y de una pena estivalmelodiosa con los cantos de las aves que pasaban cerca de laventana. Todo era blanco. Todo (o la nada) era absolutamente blanco.Intentó mirarse pero tampoco él estaba allí. Ni manos ni piernas.Estando en la nada, entendió, tenía que ser “parte” de ella. La mano le acarició la suya con ternura haciéndolo volver.Otra vez las sombras amadas ante él, murmurando pocas frases.Él no llegaba a oír bien lo que conversaban, pero la vibra, elcariño, eran evidentes. Él los tenía allí y una de las razones que loponían triste era hacerlos sufrir así, quería partir lo más prontopara aliviarlos, pero ni siquiera eso dependía de su voluntad. Las épocas de creer o no creer, al recordarlas, le avergonzaronpor lo infantiles que le resultaban ahora.

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Viajaba en un río suave, sobre algo como una balsa denaufrago contento con su suerte. El celeste del cielo y las nubes ledibujaban figuras que él no veía desde la infancia; animales ysueños se deslizaban lentos en el viento mientras el río susurrabasu canto acogedor. Inhaló el aroma de las plantas, de la tierra, elaroma de la balsa y de las nubes, inflándose el pecho de vida. Alguien abrió la puerta, y sintió ese olor artificial que siemprele había disgustado desde que, cuando niño, su mamá lo llevaba alos chequeos médicos. La mujer estaba ocupada en algo más porun momento, pero no lo soltó. Él no necesitaba mirarla para saberque esa mano era de ella; conocía su forma y su textura, cadalínea de la palma, su calor único. No hablaron. Se dijeron, con losroces de sus manos, que se amaban, él le pidió perdón por tenerque dejarla y ella le dijo otra vez que lo amaba. En un pasillo larguísimo y oscuro avanzó descalzo, conbastante cautela. El espacio era tan reducido que podía estirar susbrazos y tocar ambas paredes al mismo tiempo. Frías paredes.Escuchó una discusión que sus padres tuvieron alguna vez.Escuchó su canción favorita de cuando adolescente. Siguió caminando. Los sonidos parecían ser producidos porlas propias paredes. Unas pocas puertas se desperdigaban a lolargo. El pasillo se hizo aun más oscuro. Después de unos minutosde silencio e incertidumbre escuchó la voz que lo había llamadoantes en esa jungla. Las formas a contraluz parecían ahora más cerca. La mano nolo soltaba. Sintió, hasta con alivio, que se iba ya. No pensó, comotantas veces en su vida, sobre la irrealidad de lugares posteriores,simplemente esperaba encontrar otra vez a esos amados seres quehabían ido a despedirlo. Y ellos igualmente esperaban, cuando lestocara partir, poder coincidir nuevamente con él, en un lugar y enel tiempo.

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Desde enfrente

Nach Innen geht geheimnissvole Weg. In uns, oder nirgends ist die Egwigkeit mit ihren Welten.

Novalis. Vermischte bemerkungen (17)

Xtlas y sus condiscípulos ya se encontraban en el recinto de suinstrucción, que se hallaba solitario en la cima de una loma cercade la ciudad. Esperaban a su maestro para recibir las primerasnociones de las ciencias y verdades del universo. Comoextranjero, Xtlas al principio no fue aceptado para el privilegioque significaba obtener semejantes conocimientos, pero la granamistad que se formó entre su padre y el rey, ayudó en laextraordinaria excepción. El maestro ingresó y los discípulos hicieron la reverencia,hasta que el maestro elevó su mano. Después de unos segundosde absoluto silencio, el maestro señaló el gran espejo que estabadelante de él y detrás de los demás, y dijo: ―Este día conocerán una de las dualidades de su ser, sabrán loque existe en realidad en su reflejo. Éste no es tan sólo unasombra bien definida, sino que es una parte de ustedes que noconocen aún. El maestro caminó hasta el espejo, que duplicaba todo desde elfondo de la habitación, seguido por Xtlas y el resto de los alumnosy continuó: ―Yo, en este momento, estoy aquí con ustedes, pero tambiénestamos allá haciendo lo mismo que de este lado hacemos. No hay

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necesidad de que veamos nuestro reflejo a cada instante, nosbasta con asomarnos en cualquier momento a un lago, espejo osuperficie limpia y lisa, para saber que estamos allí siempre. Poresto conocemos que existimos en ambos lugares. Lo que nossucede aquí nos sucede a todos allá de igual forma. La diferenciaes que en nuestro interior no sucede lo mismo en ambos lados. Encada lugar nuestro interior percibe, deduce y desarrolla cosas encomún, pero también cosas distintas. ―Usted ―dijo el maestro refiriéndose a uno de los jóvenes ―¿decide usted lo que su reflejo hará? ―Sí, maestro. ―¿Existe la posibilidad de que su reflejo siendo usted mismo,decida lo mismo que usted y actúe por cuenta propia en vez deobedecerlo? ―Es probable, maestro ―respondió el muchacho. ―Mirémonos todos juntos en el espejo. Vemos una decena dediscípulos con su maestro hablando acerca de una dualidad delser. Para ellos, nosotros somos los imitadores, los reflejos. Paraellos, la luz del sol que entra por las ventanas de nuestrahabitación es una burda y triste copia de los verdaderos rayossolares, sin embargo ellos, como ustedes, están empezando acomprender que somos los mismos seres, pero que existen unasdiferencias que no se ven, y que a pesar de ello pueden sentirse enel interior. Esa es su meta en común. Sus reflejos saben y sientenalgunas cosas que ustedes no. Deben ahora hacer contacto conesos conocimientos con el fin de crecer en sabiduría y de ver másallá de las propias conclusiones a las que han llegado y a las quellegarán a lo largo de toda nuestra vida. Dirigiéndose a su casa, Xtlas no podía comprender en realidadlo que habló su maestro. Pensó que aquello era absurdo, nuncahabía oído nada igual. Esperó la noche y a que su familiadurmiera, para realizar el ejercicio que su maestro les enseñó.Frente al espejo de la habitación principal, se sentó colocando las

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dos velas encendidas a ambos lados. Pensó en lo que su maestroles dijo, y recitó las palabras que él les especificó. Ningúnresultado. Nada. A la mañana siguiente no pudo más que sentirse frustrado alver cómo sus compañeros de estudios le contaban al maestro susresultados: uno pudo recordar en un segundo muchas cosas de suniñez que jamás había recordado, otro sintió que suspensamientos se dividían, otro juró haber estado por un segundodel otro lado, etc. ―¿Xtlas? ―pronunció el maestro. ―No lo logré. Lo intenté varias veces, pero no sentí nada –pronunció el joven como una humillación. ―Pero crees que sí es posible, ¿verdad? ― Xtlas sólo lo miró.El anciano dijo a todos los alumnos: ―El mayor impedimento y el más grande enemigo que unopueda tener es uno mismo. Tenemos que hacer de nosotrosmismos nuestros mejores aliados. Creer no es importante,jóvenes, es vital. Sus vidas dependen de eso... y yo no he venidoaquí a mentirles; mi querido Xtlas, ven. Caminaron hasta quedarse frente al espejo y el anciano lepidió al discípulo que dijera las palabras. El joven las dijo esta vezcreyendo y entendiendo todo lo que había escuchado decir a sumaestro, pero más que nada, creyendo todo lo que había visto ensu antigua mirada. Xtlas no pudo contener su sonrisa de victoria,pero sí las lágrimas cuando sintió esa nueva sensación en su almay esas imágenes y sonidos en su mente. El rostro de su madre,fallecida cuando él tenía tres años, apareció de pronto, delicado yfino, mirándolo en la casa en la que vivieron por esa época. Ladelicada risa de su madre, llena de amor, resonó hermosa en lacabeza del joven alumno, que jamás la había oído antes, y quejamás sintió que le agradeció lo suficiente a su viejo maestro porsemejante regalo. Fue recién en ese momento que el discípulocomprendió dónde estaba y todo lo que aprendería allí.

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Han pasado muchos años desde ese día. Xtlas aprendiómuchísimas cosas y ahora es un maestro muy querido y respetadoen todo el reino. Todas las gentes lo conocen. Yo también loconozco bien y se ha convertido para mí en un gran aliado yamigo, que me mira siempre, con mi rostro, desde enfrente.

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La otra espera

La anciana preparaba sus propios alimentos todos los días encasa. Comida ligera y desabrida a la cual ya se había adecuado conlos años. Comía siempre sentada a la mesa del comedor, aunqueya no hubiese con quién departir. Miraba la ventana iluminadafrente a ella, recordando o esperando algo sin saber qué. Dirigía la mirada al teléfono, a veces soñando con escuchar lavoz de su hijo hablándole desde el país lejano en el que ahoravivía y trabajaba. La verdad era que este hijo le llamaba unas doso tres veces al año, saludándola fríamente, seguro obligado por elbuen corazón de su esposa. Ese teléfono le había sido a la anciana mucho más grato añosatrás cuando su hija la llamaba a diario para saludarla, parapedirle consejos, para contarles las nuevas gracias de los nietos,para escucharla; para hacerle saber que la amaba. A esa hija unaenfermedad lamentable se la había llevado para siempre hacía yacuatro años. Sin padres, ni esposo, ni nietos preocupados, sinhermanos, sin su hija, y con un hijo lejano en muchas formas, lavieja mujer transcurría sus días en aquella casa que habíacomprado con su esposo en sus años jóvenes, y que ahora vacía ledolía en el corazón y en la rutina. Algunos vecinos que la conocían de mucho tiempoaprovechaban las pocas ocasiones en que la veían paraaconsejarle que vendiera su casa y que comprara un lugar más

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pequeño en el que tal vez la soledad se le hiciera menos gris. Lamujer negaba con amabilidad, agradeciendo con una sonrisa sinbrillo la preocupación de esos pocos vecinos que quedaban deaquellos primeros años del barrio. La casa en realidad era demasiado para ella. La anciana hacíala limpieza lo mejor que podía sin la ayuda de extraños en los queno se podía confiar (¿cómo confiar en alguien que no limpiaporque lo desea sino porque le pagan?). Una gran sala, comedorde diario, comedor para fiestas, cocina, cuatro dormitorios,baños, patio interior y patio exterior… demasiado. Los días pasaban sin novedad, muchas veces sin ver a personaalguna, sin hablar con nadie. Cuando conversaba era sólo con lapersona que semanalmente le llevaba de la tienda lo que ellapedía o con el doctor que la visitaba cada dos meses para hacerleun chequeo y asegurarse de que estuviera bien. Su actividad más frecuente por las tardes era recorrer la casa.Con su paso lento, caminaba por los pasillos y visitaba losdormitorios intactos decorados aun como en los años felices.Bajaba y subía las escaleras cada vez con mayor dificultad. Mirabasu vivienda a través de unos anteojos pesados, miraba los objetosrecordando tantos momentos antiguos que la lastimaban por lofelices que fueron y porque no regresarían.En ocasiones, prendía la televisión y veía cualquier programa queno contara una historia. Historias tenía ya ella, y demasiadas.Veía una casi imperceptible y terca mancha en la alfombra de lasala y recordaba la niñez de sus hijos, las risas; los momentos consu esposo en su habitación; las escaleras, el patio, los pasillos,cada mueble, cada cuadro en las paredes le traía esos recuerdosde su familia. Recuerdos que sólo podían ser tristes por lejanos. Lo peor era ver las fotografías. Todos esos rostros amadoscapturados en papel. Cuando contemplaba esas fotos, sentía laemoción que esas felicidades, ahora congeladas, le brindaron, ypara evitar llorar, casi por reflejo, se acariciaba suavemente lasmejillas con una mano, tocando su rostro surcado por las arrugas

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del tiempo, como intentando reconfortarse a ella misma. Aunqueclaro, eso no siempre impedía que alguna lágrima escapara de susojos y se deslizara hasta caer. Por ratos no sabía qué más podía hacer. Ya habiendo cocinado,limpiado… frecuentemente se echaba en el sofá de la sala a llorar,murmurando palabras entrecortadas. Uno de esos días, después de ese triste rito en la sala, escuchóque alguien intentaba abrir la puerta principal desde la calle. Lamujer, intrigada, se puso de pie cuando empezaron a tocar lapuerta. Se preguntó quién podría ser, no era día de entrega de latienda, ni cita con el médico. Se acercó, abrió lentamente y vio unrostro amado, amado e imposible. Sus ojos empezaron a llenarsede lágrimas ansiosas y se acarició el rostro sin resultado; laslágrimas caían ya, libres y felices. Se abalanzó hacia él y lo abrazócon la misma emoción de los días antiguos de cuando eranjóvenes. Lo besó repetidamente y finalmente preguntó temblandode dicha. ―¿Tú? ¿Qué haces aquí, viejo? ―sonriendo y sin dejar debesarlo. Él también la besó, la tomó de la mano y se la llevó.

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Parásito aferrado

Me tienes harto. Siempre pegada a mí, como saliendo de mis piesen cada paso que doy. Remedándome como niño insoportable sindescanso. Crees que por oscura y más estilizada que yo, eres máselegante o interesante para los que te vemos, pero no, eres unmartirio. Y no le eches la culpa a la luz y menos me la eches a mípor pasar por donde no debería. Yo hago lo que se me antoje ypaso por donde me revienten las ganas de pasar. Tú eres la quetienes que dejar de seguirme con tus pasos de parásito y esaversión mía sin nariz, que me enerva. Es cierto que de chicos jugábamos juntos a la luz de las velas enlas paredes de mi cuarto donde dibujábamos a blanco y negroformas de animales, de objetos u otras cosas. La pasábamos bieny sé que me hubiese aburrido muchísimo sin ti. Pero entonces yoera un niño que no sospechaba tus verdaderas intenciones y tecreí mi cómplice en esos juegos inocentes. Tú te burlaste de eseniño que yo fui, a pesar de ser también tú un infante. Ahora no mevengas a pedir esos juegos. No jugaré. Consíguete una vida opersigue a alguien más.El colmo fue la otra noche en la que te atreviste a intentarhablarme. Menos mal que no lo hiciste, pues te salvaste de unverdadero lio. Me atormentas en todos lados y a toda hora, y ya me cansé.Mañana más vale que no te vea.

Murciélagos

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Agazapada entre las cortinas de la sala, la mamá vio por laventana cómo, con pena y alivio, el joven se despedía parasiempre en la puerta de la casa. Cuando su hija entró con el rostroreluciente y sonriendo, como si su novio no le hubiese dichoadiós, la mamá no pudo evitar el tú no cambias, ¿no? Pero lajoven estaba acostumbradísima a esos comentarios y sólo siguiócaminando hasta su cuarto después de haber dicho su no menostípico, no te preocupes mamá. Negras e hirsutas, las alas del animal se movían poco. La jovenlas examinaba con preocupación tanto como con amor. Aplicó lamedicina sobre las heridas y dejó descansar al pequeño paciente. ―¡Ya sabía! ¡Siempre con esas ratas asquerosas! ¡Todos losdías lo mismo!― gritó la mamá abriendo la puerta casi a patadas. ―No son ratas, son murciélagos, mamá ― dijo la chica sinmayor sobresalto, pero preocupada por su pequeño paciente deturno. ―Ese chico que se ha ido… es un gran partido y tú lo hasahuyentado con tu empeño de parecer una loca conviviendo conesas ratas. Las botas ahora mismo a todas ―dijo la madre ahoracon una voz baja y amenazante. ―OK, me voy donde mi abuela. Ya te lo he dicho antes. Yo notengo ningún problema ―respondió la joven dispuesta a irse deesa casa, que además estaba a su nombre. La mamá replicó conun Claudita, por favor, ¿prefieres vivir con esa ratas a vivirconmigo? ―Por favor, mamá. La adolescente aquí soy yo.

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Enésimo pleito sobre los murciélagos y Claudia intentaba noestresarse con la intolerancia de su madre. Se ponía en su lugarhaciendo franco esfuerzo por comprender su actitud. Casi nuncalo logró. Enésimo pleito sobre esas ratas y la madre ya había perdidotoda esperanza de hacer entrar en razón a su hija. Pero los pleitoseran por muchas más cosas. Por ejemplo, Claudia insistía envestirse de manera poco femenina (ese día llevaba unos jeansverdes ajustados, zapatillas rojas, una camisa negra y larga mediocubierta por una chaqueta corta de corduroy marrón), tan guapa ydistinguida que se vería con un vestido y unos zapatos de taco,soñaba la mamá, a veces soltando, acongojada, esa idea a algunaamiga en un café exclusivo de la ciudad. Pero Claudita ya no erauna niña pequeña a la que podía disfrazar de Barbie, como dehecho hizo hasta que Claudia fue lo suficientemente fuerte comopara cambiarse y ponerse cualquier otra cosa. Quién iba a fijarseen ella con esas fachas y esos gustos y esas rarezas a las que sólose dedican las chicas feitas, sufría la madre con un verdaderodolor en el pecho, incomprendida, sola. Claudia O’Doherty era feliz, sobre todo desde que habíaempezado la universidad. Legalmente mayor para hacer lo queella pensaba correcto y no tener que aguantar que los demás ledigan qué es lo mejor a partir de las conclusiones a las que elloshabían llegado, sin dejarla tomar sus propias decisiones. Difícilmente se podía encontrar una chica más atractiva y másagradable en toda su facultad. Las chicas que no eran ni la mitadde guapas se creían las reinas del baile sin saber que eso casianiquilaba por completo la poca gracia que tenían. Ver a Claudiatan natural, de sonrisa simple y maneras sin disfuerzos era unafrescura muy agradable de tener cerca. El apodo previsible y flojo era “batichica”, y a ella no lemolestaba en absoluto, lo dijeran sus amigos con cariño o lasenvidiosas, con mofa. Las bromas de vampira o viuda negra, de

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gótica o posera le divertían con sinceridad. Interesante ver todo loque relacionaba la cultura con un simple animal. Se preguntabacómo la llamarían si se hubiese interesado por los ornitorrincos olos koalas. Incluso sus amigas más cercanas pusieron cara de asco cuandoles contó, emocionadísima, cómo asistió el nacimiento de unospequeñísimos e inermes murciélagos en su propia casa. Cuandotuvo que dejarlos ir, lloró sola en su cuarto, entre medicinas, suslibros, y sus paredes negras. Feliz por ellos. Una madre. Hubo una vez un chico, de esos con apariencia cinematográficay además inteligente, que había quedado embelesado con los rizoslargos color miel y la mirada de jade que proyectaban los ojos deClaudia. Se ofrecía para llevarla a casa en su auto, muchas veces lainvitó a salir, a viajar, regalos. Claudia aceptó algunas de esaspropuestas porque también le gustaba, no sólo por su interés, sucariño y su look de modelo, sino también por su seguridad y esosmodales de caballero anacrónico en extinción. La lengua reptil y terriblemente mal intencionada de una chicacelosa y ociosa se le acercó al pretendiente y le contó todo lo quesabía y lo que pudo inventar sobre los murciélagos que Claudiatanto amaba. En esa conversación esa chica no tuvo reparo enhacer incluso referencia a sacrificios y a sectas macabras. El chicosólo le prestó oídos un par de minutos pues la chica se delató alno disimular bien la venenosa satisfacción en su cara. Lo que Claudia tomó a mal, para empezar, fue ese tonito dereclamo en la voz de él. Luego el insinuar que ella se lo habíaocultado. Cada palabra que decía lo hundía más ante sus ojos, ysimplemente esperó a que él terminara con su error, para poderexplicarle bien y despedirse. Menos mal que su mamá no loconoció. A él sí que no lo dejaría de mencionar en sus reclamospor el resto de su vida. Una tarde en que no tenía mucho que hacer, la mamá deClaudia esperaba a una amiga del club en un restaurante para

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otra jornada de chismes, risas, comentar sus problemas y una idade compras por la noche para olvidar las penas. La amiga nollegaba y la señora ya iba por la segundo Apple Martini. Viendocómo se movía el líquido verdoso en la copa, la mamá tuvo unmomento de inspiración. ¡Claro! Un viaje a algún país de Europaen el que se especialicen sobre veterinaria, especialmente sobremurciélagos. Con suerte Claudia se olvidará un poco (o mucho) deesas ratas y se interesará por la ciudad o se distraerá con lasactividades para turistas. ¡Hasta podría conocer a un galán! Tieneque ser una ciudad que no conozca… Praga o Viena mmm…¡Atenas! ¿Se especializarán en murciélagos allí? La madre averiguó sobre todas las ciudades interesantes a lasque podía enviar a Claudia con su excusa de estudios. Pensó quesu hija no le creería su repentino interés en ayudarla a estar mástiempo con sus alados y oscuros amigos, y menos en proveerle detodo lo que necesite para que aprenda más sobre ellos, peroCristina De las Casas viuda de O’Doherty no era una mujerelemental. Le diría que su verdadero interés estaba en que ellaviaje y se distraiga, no en los murciélagos. Pero ya que sabía queextrañaría a sus mascotas, pues bueno, dos pájaros de un tiro.Todos ganan. Mientras su mamá le exponía la idea, Claudia no habló, aunquesí escuchó con atención. Sin problema y en menos de mediominuto, reconoció la trampa, y a pesar de eso la idea no sonabamal en absoluto, reparó en que podría usar el viaje y esos cursospara aumentar mucho más el conocimiento que había adquiridode libros y de algunos amigos biólogos y veterinarios. La mamásoltó un gritito de emoción y abrazó a su hija cuando ésta aceptóel viaje. Claudia la abrazó también, comprendiéndola esta vez. Antes de irse, Claudia le encargó los tres murciélagos heridosque tenía en su casa a un amigo que acaba de graduarse deBiólogo y que la había ayudado siempre con información valiosa.

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―Disculpa que abuse así de tu confianza dejándote TRESmurciélagos indefinidamente, pero sé que los cuidarás bien.Gracias ―se despidió con un beso (raro en ella). El amigo hubieseaceptado que Claudia le deje hasta un hipopótamo. Tresmurciélagos comunes no eran problema. En el aeropuerto la mamá se despidió con la esperanza de verregresar a su hija completamente cambiada tras un par de mesesde estadía en Inglaterra. Pero lo que empezó como un viaje de dosmeses a Londres, terminó siendo un tour mundial. Ayudó aconstruir casas para murciélagos en algunas comunidades deIrlanda; maravillada, contempló hordas de quirópteros saliendode sus cuevas, llenando el cielo de Kentucky; acompañó aobservadores de murciélagos en México; aprendió todo sobremegaquirópteros en Tasmania; murciélagos hibernando enChina; Rusia, Sudáfrica. Le mandaba postales a su madre,contándole algunas cosas sobre los lugares que visitaba. La mamácontinuaba extrañándola, pero estaba contenta con la idea de queClaudia conociese todos esos lugares, viviendo cosas nuevas y,Dios quiera, cambiando de gustos. Los años pasaron como pasan siempre: volando. En el aeropuerto, la señora viuda de O’Doherty vio llegar a suhija, que caminaba el amplio pasillo acompañada de un chico ysonreía completamente. No importaba que estuvieran riéndose deun mal chiste sobre ecolocación, la mamá era feliz. La hija le dioun abrazo y un beso. ―Él es Pierre. Estudia Quiropterología conmigo ―la mamáfrunció las cejas por el nombre de esa ciencia. ―Mucho gusto, señora. ―Encantada, Pierre. ―Sí, querida. Llegó con un chico que mal no está ―dijosoltando un suspiro feliz y siguió celebrando su victoria con AppleMartinis en el restaurante del club.

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Tribu

El techo del lugar era algo bajo para la banda, que tocaba desdeel estrado unos sonidos que parecían los gruñidos de un robotherido y poseso. Las escasas luces escarlatas envolvían loscuerpos en esa suerte de rito, que parecía inyectarlos con unaenergía a la vez revitalizante y destructora. Esa música era capazde poner en trance a cualquier alma dispuesta a dejarla entrar. A plena luz, el chico habría sido identificado como un intruso oun desubicado por la ropa que llevaba puesta, pero la oscuridad lohabía convertido en uno más del clan. Los sonidos ya se habíaninfiltrado en sus venas haciéndolo moverse en un bailealetargado, parecido al del resto, pero quizá más sincero. Notóque el cuerpo que lo rozaba por la espalda en su baile se habíaacercado un poco más. Volteó y algo como un rayo alumbró lacara de una chica, que hizo un gesto que él no logró comprender.La siguió observando sin parpadear. Ella se tocó el rostro de unamanera teatral. Él casi sonrió y volteó para ofrecerle su baile. Nodejó que ningún prejuicio o miedo le obstaculizara la noche. En sucabeza y en vano los consejos de sus amigos querían colarse entrela música endemoniada. La chica se movía exóticamente, como enuna mezcla de danza hindú y venusina ejecutada bajo el agua. Élse acercó más aun, ella concedió. Él, desde que podía recordar, había tratado de encontrar algo,no sabía qué. Buscó en personas, en sonidos, en muchos libros, en

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lugares lejanos, en religiones, buscó en sustancias, en albas, enimágenes. Algunas búsquedas le habían dado pistas, pero no eranlo que él buscaba. Esa noche, él lo sabía, había hallado por fin sutribu. Usando su rostro, sin dejar de bailar, la chica había empezadoa recorrerle el cuerpo en una caricia de nariz, mejillas y labios.Empezó por sus brazos hasta las manos, luego el pecho, loshombros… Él se estremecía de una manera inédita y no podíacreer que no había sentido eso jamás.

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