indulgencia

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3.300 palabras INDULGENCIA por Jaime Andrés Gómez López

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Cuento que narra las actividades de un cura y su iglesia en un barrio alejado de la capital,

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3.300 palabras

INDULGENCIA

por Jaime Andrés Gómez López

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"Yo soy la vid, ustedes los sarmientos" (Juan, 15:5)

Con el calor forjado sobre el cieno de una alcantarilla

destapada, arribo a la plaza principal del barrio La Cruz, el

aspecto de la estrada se confunde con la de cualquier postal de

pueblo olvidado en la cordillera. A tan solo un par de calles

dentro de la periferia, el olor a cieno y sangre seca logran

atisbar lo lejos que me encuentro, un maizal no tan alejado a los

ojos del estado para advertir su devenir, convenientemente

cercano para la visita anual del delegado de hacienda. A final de

cuentas, el recaudo de impuestos y la andanza del carro fúnebre

están dispuestos asiduamente a la orden del día, sin importar la

impertinencia del sol canicular. Con mi libreta y grabadora

ocultos a vista de los transeúntes, da inicio la segunda parte de

mi investigación, rumores de tienda e impertinencias de bocas que

se mecen sobre las esquinas, me han llevado ante prometedores

rastros sobre las bondades del Señor Padre, cuyos acentos no han

sido suficientes para llamar la atención de los tirajes de prensa

más afamados, excepto de un otrora cordero de Dios, hoy

apostatado, quien con dejo de culpa admite haberse dejado llevar

por el llamado del pastor. Aquel anónimo testimonio me ha llevado

dentro de los arrabales de la plaza principal, a tiempo para la

replica del Señor Padre.

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Domingo en la mañana, el Señor Padre a las afueras del

templo en su enternecido saludo a su rebaño, su aspecto tiene el

repertorio y porte físico de un San Nicolas Apóstol, de calvicie

pronunciada con gafas de marcos redondos en roble, siempre

deslizándose hasta la punta de una nariz aguileña tras el rebose

de una sonrisa. Su andado cansino se nota forzado, pero

justificado en la ronda de saludos que debe afrontar, entonces mi

vista se desvía hacia lo obvio, varios feligreses agolpan en sus

manos unos talonarios con la venia tácita del Señor Padre, quien

no consideraba aquel acto incólume como causal de pecado o

aflicción, siempre alabando los beneficios que el trinquete ha

traído a la comunidad. El denominado FICTI-FICTI es una especie

de sorterete entre los mismos feligreses, creado con el animo de

recaudar fondos para las reparaciones que urgentemente requiere

el roído templo ante el impune castigo que los años y la

violencia han traído sobre la piedra caliza. El feliz ganador

recibe de las benditas manos del Señor Padre la mitad de lo

recogido en el transcurso de la sagrada eucaristía, la otra mitad

da a parar al cepillo parroquial con la vista complaciente de la

diócesis y las altas esferas eclesiásticas, quienes impotentes no

osan oponerse al continuo rebosar de los diezmos sobre las

cestas. El FICTI-FICTI había resultado un acto tan popular que se

abarrotaban voluntarios en la entrada y cada uno de los recodos

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del templo para la venta de los tiqueticos, cuya condición prima

de circulación era que no llevasen impresos el nombre ni los

símbolos del cristiano templo.

Detrás del templo advierto una especie de tienda de blanco

estridente, albergue temporal de la casa de Dios mientras se

llevan a cabo las reparaciones. En esta especie de garaje

inmaculado, me enfrento codo a codo con los fieles para llegar al

frente del altar, los vítores y empujones no merman, se exacerban

ante el inminente inicio de la ceremonia. Durante el introito del

acto eucarístico, el Señor Padre va recorriendo cada rincón del

templo para saludar de mano a cada uno de sus feligreses que le

ovacionan con sumo agrado. El saludo fraternal de la paz dura más

de diez minutos y la comunión es resguardada hasta los asistentes

más alejados, inclusive los numerosos que han quedado fuera del

templo, el responsorio es acompañado con múltiples acordes de

guitarras eléctricas, cuyas notas son compuestas por los

partidarios más adolescentes. Son estos actos los que ponen a

prueba la paciencia de la iglesia como núcleo, donde el Señor

Padre no pasa al atril para guiar la palabra de Dios hacia oídos

profusos, todo lo contrario, es como si la palabra estuviese viva

y pasase de mano en mano, de oído en oído, del palmo al corazón

entre los mismos feligreses, todos al unísono como la iglesia de

Jesus Cristo.

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El accionar del señor Padre no solo se limita a las paredes

del templo, el Gólgota va hacia el profeta, al interior de sus

refugios cada familia le recibe como el verdadero rey de reyes,

le abren sus puertas a sus problemas, donde atento escucha para

luego retirarse, meditar, y al día siguiente con la acción de un

proverbio de la sagrada palabra regresar. Todas estas madres le

lloran para que su seno familiar no se fraccione, en un pestañeo

el Señor Padre la aflicción consuela y pone en marcha el

cumplimiento de su promesa. La conjura consistía, que el Señor

Padre recibiría de los borrachines del barrio el equivalente

económico de cada pola bebida, con destino único al cesto diezmal

en la siguiente ceremonia eucarística. La treta se extendía a la

discrecionalidad en el sacramento de la confesión y acceso

preferente a la fila de la hostia. La cuota recibida de los

borrachines eran transformados por el Señor Padre en forma de

mercado de frutas y verduras para las esposas e hijos de los

mismos beodos en el mutuo beneficio comunal, hasta los dueños de

bares y discotecas agradecían en sus plegarias intimas aquel

divino arreglo.

Llegado el momento de presentar la otra mejilla, fue

garantizado el ingreso a la iglesia y derecho propio a comulgar a

las prostitutas, o damas de la noche como preferían ser llamadas.

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Ante la popular acogida en el seno de la sagrada familia, el

Señor Padre se vio en la necesidad de convocar una nueva

ceremonia a las horas más altas de la noche, justo antes del

inicio de la jornada laboral de las nuevas súbditas. En esta

eucaristía, el Señor Padre recalcaba la importancia de llevar la

palabra de Dios a sus clientes, ya sea de manera presencial,

convenciéndolos de adoptar una asistencia regular al templo, o a

distancia, con el poder perenne del diezmo. Esta nueva vigilia

finalizaba con el acto cardinal del Señor Padre, quien de

rodillas y en total acción de ablución, los pies de cada una de

las magdalenas purificaría, en estado de dilección una paca de

preservativos les era entregada. Siempre recalcando el cuidado y

la responsabilidad que cada una de ellas tenia ante sus clientes,

sus familiares, sus colegas, a Dios, pero sobre todo, a si

mismas. Las palabras del Señor Padre calaron bien adentro entre

el ramillete, porque los indices de violencia hacia ellas se

reducían y les alcanzaba hasta para un mercado decente a sus

familias. Aquel impacto positivo motivó al gremio de chicos de la

noche a unirse al camino de la palabra de Cristo.

Era una constante en las homilías del Señor Padre recalcar

que la violencia que ha azotado al barrio ha sido un flagelo

heredado desde tiempos inmemorables, el cual solo es posible

superar no solo a punta de fe sino con la practicidad de las

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mismas obras. Para evitar el descarrío de la juventud ante las

experiencias alucinógenas, con calidad de dudosa procedencia y

siempre manchadas en sangre igualmente imberbe, el Señor Padre

acolitaba el suministro de marihuana en mínimas dosis. Esta era

producida en la parte posterior de la casa cural y más adelante

consumidas en las reuniones pastorales de los jueves por decenas

de ansiosos pubertos. "Con los ojos de Dios no será suficiente",

era cada vez la predica del Señor Padre, alguien debía tomar la

responsabilidad de guiar a la juventud hacia la quietud e

introspección, que les fuese posible experimentar la gracia del

Espíritu Santo, una versión más vivida que la expuesta en las

sagradas escrituras, preparada con la frondosidad de las alas que

los ángeles en su vuelo dejaban a su paso. El restante de la

producción era puesto en venta en las calles del barrio con

servicio puerta a puerta y siguiendo siempre la misma

recomendación: no mencionar el nombre o símbolos de la iglesia al

momento de la transacción. El fruto de las obras se retribuía en

dos mitades: una parte entre los mismos muchachos que ayudaban en

la elaboración, producción y comercialización de la yerba, la

otra mitad era invertida en la rehabilitación de los que llevaban

el goce al extremo, el Señor Padre detestaba que se utilizara la

palabra "adicción", para él era solo una cuestión de mera

percepción, todo dependía si se está mirando dentro o fuera de la

jaula.

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Desahuciados, mendigos, acólitos, limpiabotas, barrenderos,

putos, monaguillos, indigentes, volanteros, fuleros, choros,

loteros, vendedores ambulantes, desplazados junto a sus carteles

de mala ortografía y cada rol fervoroso del barrio, ha sido

bendecido a través de la sagrada gestión del Señor Padre, cada

uno juega su papel a cabalidad cada domingo, cada semana mayor,

cada fin de año, salmo a salmo cada uno recibe de una forma u

otra su paraíso en tierra, ante mis ojos doy cuenta como cada uno

de ellos se esmera en cumplir de manera perfecta la ejecución de

su deber. Todos en conjunción se preparan para recibir la palabra

del Señor Padre sin obstáculos de por medio, hasta los negocios

aledaños cerraban en las salmodias domingueras y festivas. No son

los ojos de Dios quien todo lo ve lo que ahora les afana, son

aquellas pupilas de manchas solares ocultas tras modestos lentes

circulares, de quien ansiosamente esperan recibir su gracia.

La mayoría de las avenencias entre el Señor Padre y los

habitantes del barrio han logrado un impacto positivo, el mutismo

que ahora se experimenta en las noches puede atemorizar al

visitante de turno ante el sepulcral silencio, aún así, el barrio

lleva vida en su interior, los borrachines se embriagan juiciosos

en las tabernas, machos y hembras y no definidos disfrutando del

sexo libre con protección, jóvenes de todos los espectros en sus

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discusiones académicas en comunidad mientras van "rotando el

cauchito". Pero la paz entre el rebaño está generando rencillas

con las bandas de barrios adyacentes, y son los mismos feligreses

quienes se han encargado que la situación no escale a un nivel de

violencia otrora de sangre en las paredes. Es de tal magnitud la

reducción de dinero y mercancía que deja de ser transitado al

otro lado de la avenida, que varias pandillas han empezado a

mirar con encono las subterfugias actividades del Señor Padre,

percibiendo falta de escolta en su movilidad. Son los mismos

feligreses quienes le han advertido ser cauto con su andar, el

Señor Padre lo reconoce, pero su sonrisa esboza su sentido de

minucia, es consciente que en otros cultos adentrados en las

órbitas de las grandes ciudades, los pastores viven armados hasta

los dientes y encerrados en sus capillas de cristal, el Señor

Padre entiende que la inversión económica en su ego lo aleja de

su obra, todo aquello puede ser invertido en la misma comunidad:

con solo una persona más que la palabra de Dios logre albergar,

con un hambriento menos en las calles, con un niño menos alejado

de las cloacas, con un recién nacido menos en las canecas de

basura, todo aquello es el fruto que hace latir su corazón.

La policía se ve atada de manos ante la presente situación,

entre las numerosas facciones en conflicto y la perdida de

cuentas por la generosa coima recibida de cada una, no ven otra

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opción que cortar por lo sano: dejar que cada una opere y

defienda su zona a su manera. Lo único que pueden hacer ante la

sucesión de autoridad es anticipar la reacción ante el primer

llamado, una vez finalizado el fragor y el brotar de la sangre,

su misión en la zona es una misión de limpieza, y ello incluye

toda operación presidida por el grupo que representa al Señor

Padre. El alcalde menor de la localidad también ha decidido mirar

al otro lado de la arista, su maletín repleto a final de mes

continua llegando y las positivas estadísticas del barrio a cargo

del Señor Padre salvan su gestión, el resto de barrios arrastran

el promedio positivo sin dar cuenta de los rostros que se cubren

bajo la sabana. El Señor Padre es un creyente en el arte de la

negociación, de la bienaventuranza, de la parábola, para hacer

entender los asuntos terrenales. Los estetas de la palabra

siempre lo abordan en pro de su respaldo político, el lóbrego

sindicalista que desea ser edil, el asiduo concejal con sus

licitaciones amañadas bajo la solapa, un día hasta un candidato a

la alcaldía mayor llego con su equipo de fotógrafos, ruta

eficiente del llegar de los votos, pero el Señor Padre los

trataba con la altura merecida, fariseos que debían ser

aprovechados en su codicia.

Los jefes de las bandas en las zonas aledañas han levantado

la mano, dando inicio entonces a una ofensiva sin precedentes en

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contra del barrio con el fin de tomar control de los territorios,

la oferta y la demanda. Entendían que la única manera de

apropiarse de lo que por herencia delictiva les pertenecía, era

sosteniendo en sus manos la cabeza del Señor Padre, sabían que

para lograrlo tendrían que pasar por encima de los feligreses,

debían comprometerse ante la complicidad de la noche, con sumo

sigilo, con la avidez y la paciencia para tomar la vida de uno

por uno hasta que el camino hacia la casa cural fuese cristalino.

Nunca en mi vida de periodista vi tantos surcos de sangre en que

bañarme, rumores y verdades en forma de cadáveres desperdigados

por la plaza principal, vidas humanas desechadas a merced del

plomo y la navaja, hermanos y hermanas despedazándose entre ellos

mismos, como aves de mar que ofrendan de su propia carne para dar

de comer a sus crías. Todo un rebaño ardiendo al rojo vivo y el

Señor Padre como testigo sollozo desde la ventana de la casa

cural, en sus ojos puedo atestar que ha aceptado la gracia de

Dios.

En la tercera noche del advenimiento, del Señor Padre

tomaron una mano como trofeo de guerra, el miembro fue pasado

casa por casa de cada uno de los cabecillas que hacían parte en

el conclave del control territorial. Cada uno acordó que el

anillo sacerdotal que vestía el dedo inerte era prueba

insuficiente de su caída, debían probar de su cuerpo y beber de

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su sangre para dar como finalizada la batalla. En el fuero

interno de cada uno de los cabecillas llegaban vividas imágenes

de aquella diestra, de las arrugas en sus dedos totalmente

discernibles al momento del bautismo que recibieron en una época

en que un arma de fuego era más pesada que sus cuerpos, la

cachetada firme en sus mejillas en el sacramento de la

confirmación, aquellas venas pronunciadas y de vellos espesos que

los rozaban en la ceremonia de la comunión, y demás ritos de los

que hipócritamente participaron antes de alejarse por el camino

de los gentiles. Las espirales surcadas en las yemas de sus

ancianos dedos los perseguían a donde quisiera que llevaran sus

pensamientos, las formas de esa mano eran inconfundibles, era

perentorio ir por el resto del cuerpo si deseaban volver a

conciliar el sueño.

Tras la confirmación de su fallecimiento, el barrio ha

entrado en una entrañable depresión, todo lo que había sido

erigido en la gestión del Señor Padre ha ido marchitándose poco a

poco en su ausencia, sus sermones se pierden en el retumbar de la

violencia. De localidades cercanas y alejadas asisten sinnúmero

de personas para dar sus más sentidas condolencias, solo resta la

añoranza de un futuro promisorio que murió en La Cruz. Y es

entonces donde resurge el abogo de las madres, las abuelas, las

novias, las putas, las cónyuges, las viudas, quienes vieron más

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allá de la llamada de la muerte, quienes vieron vida y

resurrección con la partida del Señor Padre. El legado de su voz

sobre el atril y las magnificencia de sus actos impolutos no

debían quedar en vano. Cada una de ellas dedicaron sus tardes en

citar la sabiduría de sus sermones, en replicar la pureza sacra

de sus ritos, en llevar la mies a cuestas. De ahora en adelante,

se encargarían de otorgar su fluencia sobre los cubiertos de la

cocina, en los utensilios de la caja de herramientas del zaguán,

en los productos de aseo del baño. Cada una era en si misma un

instrumento para que la palabra de Dios emane como caudal de

arrepentimiento, ellas sentían la humedad del agua bendita

rebozar sobre sus rostros, aquella que el Señor Padre les rociaba

con el hisopo, esa que da vida, esa que da reposo, esa que les

confiere valor para purificar el barrio mediante las herramientas

bendecidas en la sangre de sus hijos, de sus esposos, de sus

nietos, de sus sobrinos, de sus hermanos.

En la zona más alejada y olvidada de la capital, el deseo

supremo desde la muerte del hijo del hombre había sido alcanzado

en un pestañeo, crédito merecido a los mismos feligreses, núcleo

propio de la iglesia, en su intento de mantener la vid en tierra

hasta el regreso del hijo del hombre. La lente y mi libreta lo

capturaron todo, pero mis manos están atadas más allá de los

dominios de la pluma, lejos del ejercicio periodístico una verdad

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evidente por mis superiores no desea ser develada, debo dar la

vista a un costado y limitarme a narrar los hechos de un domingo

soleado en la plaza, el transcurrir muto de los transeúntes, la

labor ambulante de vendedores, el cosquilleo de los ladrones, el

chillido de los perros callejeros, el germinar de las amapolas.

Porque al fin y al cabo aquello es todo lo que los lectores

esperan recibir, porque si quisiesen la verdad de una ciudad en

llamas solo les bastaría asomarse a la ventana y elevar la

cortina hasta la cenefa.

Recientemente me entero que la Diócesis ha enviado un

reemplazo para el finado Señor Padre, un nuevo designado en

representación de sus intereses, para asegurarse que el valor de

la ofrenda no amaine. Lo que el bendecido por cardenales omite,

es que su acto se reduce a mero títere ante estas madres quienes

lograron poner punto final a la guerra, pronto se dará por

enterado que las cuartetas de los salmos le sobran, siendo

reemplazados por recetas de cannabis, por ordenanzas de condones

en todos los tamaños, donde la impresión del programa de la

eucaristía dominical es remplazada por boletos del FICTI-FICTI,

donde la promulgación de la sagrada palabra es reemplazada por

versículos de la Epístola a los Efesios como advertencia a los

bandoleros de barrios contiguos. El cáliz, el incensario, el

acetre, adquieren un nuevo significado dentro del barrio, ahora

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son símbolos de una nueva esperanza, de un nuevo despertar, no

serán la sangre y el cuerpo de quien murió en la cruz, pero para

el matriarcado que ha heredado el barrio del Señor Padre, son la

real diferencia entre el cielo y el infierno.

Como pródigo tras el verbo del oasis, nuevamente me

encuentro en la plaza principal, esta vez sin necesidad de

libreta o grabadora para atestiguar el orden y progreso que se

vive en las calles, cada rol desplegado en total comunión y

convicción. Ante la evidente fortaleza de una iglesia que se

maneja por si misma, la autoridad estatal ronda en completo

estado de marasmo: el cura con los ojos cubiertos, la policía con

la boca cerrada, los políticos con los oídos tapados. La vida del

barrio poco a poco se normaliza, mediante el empuje y la

tenacidad de cada uno de los feligreses, quienes han logrado

reparar no solo la estructura majestuosa del templo original sino

de si mismos como sociedad, cada uno recordando lo que en sus

sermones el Señor Padre solía recitar:

"La fe sin obras es muerta" (Santiago, 2:14-17)

FIN